Palabras en el bosque

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Palabras en el Bosque Dibujos de JAVIER MARISCAL 47 JESÚS MARCHAMALO / MARIO MERLINO Palabras en el Bosque Diálogo de Lobos y Preposiciones JESÚS MARCHAMALO / MARIO MERLINO CUADERNOS DE MANGANA 47 1 p T e c D s e p d p e ( ( ( Mario Merlino es licenciado en Filología Hispánica. Ha coordinado talleres de escritura para profesores, estudiantes, escritores entusiastas y pere- zosos. Ha colaborado durante varios años en Acción Educativa y en varios centros de profesores. Traductor litera- rio, obtuvo el Premio Nacional de Traducción en 2004. Ha publicado libros didácticos, ensayos y los poema- rios Missa pedestris, Libaciones y otras voces y Arte Cisoria. Creador del grupo Ache de Acción Poética, inter- viene en recitales y performances a par- tir de textos propios y ajenos.

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Cuadernos de Mangana, CeP de Cuenca

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Dibujos de JAVIER MARISCAL

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Palabras en el BosqueDiálogo de Lobos y Preposiciones

JESÚS MARCHAMALO / MARIO MERLINO

CUADERNOS DE MANGANA 47

1pTecDsepdpe(((

Mario Merlino es licenciado enFilología Hispánica. Ha coordinadotalleres de escritura para profesores,estudiantes, escritores entusiastas y pere-zosos. Ha colaborado durante variosaños en Acción Educativa y en varioscentros de profesores. Traductor litera-rio, obtuvo el Premio Nacional deTraducción en 2004. Ha publicadolibros didácticos, ensayos y los poema-rios Missa pedestris, Libaciones yotras voces y Arte Cisoria. Creador delgrupo Ache de Acción Poética, inter-viene en recitales y performances a par-tir de textos propios y ajenos.

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CUADERNOS DE MANGANA 47

CENTRO DE PROFESORES DE CUENCA

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Dibujos de Javier Mariscal

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© Jesús Marchamalo / Mario Merlino.

© de los dibujos: Javier Mariscal

© Centro de Profesores de CuencaPlaza del Carmen, 416001 CUENCATel.: 969 231 218 - [email protected] - http://www.cepcuenca.com

Impresión: Eurográficas, s.l.l.C/ Colón, 27 16002 CUENCA. Tel.: 969 230 556 - Fax: 969 236 136 - [email protected]

ISBN: 978-84-95964-44-1

D.L.: CU-031-2008

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Cuadernos de Mangana es una colección de textos pertenecientes a distintos autores que han participa-do en cursos de este Centro de Profesores.

Palabras en el Bosque corresponde a la intervención de Jesús Marchamalo y Mario Merlino en el curso La novela española de nuestro tiempo (X) de abril de 2008.

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“le puse por nombre silva porque en las selvas y

bosques están las plantas y árboles sin orden ni regla”

(Pedro Mexía, Silva de varia lección)

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a federico martín nebras, ese duende que supo llevarnos al

bosque y dejar que nos perdiéramos

a noni benegas, con quien pergeñamos bosquemas a voz

en cuello y a caricia verbal limpia

a isabel sánchez, por el placer de leer

y provocar diciendo “que os lean”

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No sé de dónde viene la palabra “bosque”. Tampoco lo dice el Diccionario, ese territorio de definiciones y etimologías y parentescos a veces inesperados. En el Diccionario se dice que la palabra tiene un origen incierto. Se dice, también, que “bosque” es un lugar poblado de árboles y matas. Eso se dice.

Siempre me ha provocado curiosidad saber cómo los académicos se ponen de acuerdo en las definiciones de las palabras. Porque hay palabras fáciles y palabras difíciles. Supongo que todo el mundo estará de acuerdo en que blanco es blanco, y sombra es sombra.

Pero también hay veces que la cosa se complica. “Fornitura”, por ejemplo, es conjunto de piezas de repues-to de un reloj. ¿A quién se le puede ocurrir una cosa así? Hay más: “empeque”, “gualdrapa”, “sacasillas”, “cane-sú”…

Cuentan que Azorín, cuando le nombraron aca-démico, propuso tres palabras: agavillar, montón de

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gavillas; robadizo, camino malo; morredero, puerto o portillín.

El caso es que, como los académicos le dijeron que no, se enfadó y dejó de ir a los plenos, los jueves por la tarde. Decía que le coincidían con la hora de la cena, y que a su edad había que ser muy riguroso con los horarios.

“Boscaje”, volviendo otra vez al Diccionario, es un bosque de corta extensión, y “boscoso”, que tiene bosques. También existe “emboscar”, qué bonita, con-vertirse, hacerse bosque.

Son curiosas, desde luego, las palabras. Por ejem-plo, al bosque artificial y de recreo que hay en los jar-dines, se le llama “bosquete”, mientras que “bosquejo”, que perfectamente podría ser un bosque artificial y de recreo, define, en pintura, el apunte, el dibujo rápido, el bosquejo, como su propio nombre indica.

“Bosque” significa también abundancia desorde-nada de algo; es confusión, lío, madeja… Hay muchos bosques: el bosque encantado, el del espejo, el del len-guaje, el bosque de las palabras. Y, dentro de éste últi-

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emo, pequeños bosquetes (¿o eran bosquejos?): el de los adjetivos, el de los adverbios o, por qué no, el bosquete de las preposiciones.

Hay que tener cuidado, amigo Merlino, porque ocu-rre a menudo que los árboles no dejan ver el bosque.

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Antela maraña de las palabras escritas, entreverándose

con los árboles, los insectos que suben por la corteza de los árboles, midiendo la altura de los árboles, esos versos copa arriba, inventando a los dioses en una oración que diga yo soy vuestra hoja, yo soy vuestra raíz, yo soy la savia que fluye y os escribe mensajes apasionados a la hora de la siesta, saliendo de la sombra que cubre el universo entero, estipulando cadencias, tecleando, tecleando en esas máquinas, esos pianos de escribir prehistóricos, en un homenaje, una veneración sin nombre todavía, cuando los garabatos se reúnen y no saben muy bien qué dicen ni qué quieren decir, ante todo ante vosotros, los árboles, los dioses, los primeros palotes que pretenden ser letras, la c con la a, ca, la s con la a sa, ca-sa, la casa está en el bosque, ante todo está en el bosque, ante la luz que se filtra y aún no anuncia nada, ante la perplejidad, ante los caminos que se bifurcan, que se bifurcan no, que se multiplican, sin

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esaber cuál es el rumbo verdadero, porque no hay rumbo verdadero, porque la verdad no se verifica mientras no empiece a moverme, mientras me preparo para el viaje observando, mientras me despojo y me desnudo dis-puesto a entrar en el laberinto del bosque, sin salir de la linde todavía, como quien espera el beso que habrá de trastornar la escritura, cuerpo presente, ante la muche-dumbre de los árboles, expectante, ante

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BajoEl bosque es un lugar lleno de sonidos. Hay que

fijarse, claro. La gente que vivimos en las ciudades tene-mos el oído no exactamente atrofiado pero sí de algún modo adormecido, domesticado, temeroso…

Por eso en el bosque tenemos la falsa impresión de que todo es silencio. Pero. En el bosque suenan los pasos sobre la hojarasca; las ramas; el viento en hojas; suenan los cantos de los pájaros y todo lo demás: silbi-dos, trinos, zumbidos, graznidos, aullidos… El cuco en los cerezos, ¿son cerezos?

Leo en el bosque un cuento de Chéjov. Es la his-toria de una joven a la que sólo le quedan cincuenta rublos. Recuerda entonces a un dentista que conoció en una fiesta, con el que intimó brevemente y a quien no ha vuelto a ver. Y decide visitarlo para pedirle dinero.

Pero. Al final, en la consulta, le vence la vergüen-za. Y acaba contándole que en realidad le duele una muela.

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eHay un momento en que los sonidos se cuelan en el libro: un chirrido lejano, un trueno… y contagian por completo la historia.

La consulta del dentista no vuelve a ser igual por-que se ha llenado con los sonidos del bosque.

Pero tampoco el bosque vuelve a ser el mismo, porque del libro escapa el sabor acre de la anestesia. El apuro de la protagonista, las lágrimas rodando por sus mejillas…

El bosque también queda fatalmente contagiado por la historia. Y hay un momento en que la realidad del bosque y la realidad el libro se confunden. Y ya no se sabe realmente lo que es bosque, y lo que es libro.

El cuento de Chejov termina con la chica cami-nando hacia su casa. Está llorando, y escupe sangre. Porque al final le han sacado la muela, y el dentista le ha cobrado cincuenta rublos.

¿Sabes, por cierto, que Chéjov se construyó una caseta en el jardín de su casa donde escribía?

Cada mañana salía apoyado en su bastón como un príncipe, y se encerraba allí a escribir.

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Murió en un hotel en Badenweiler, en la Selva Negra. Le acompañaban el médico que le atendía y Olga, su mujer. A punto de expirar, el doctor llamó al servicio de habitaciones y pidió una botella de cham-pán. Sirvieron tres copas y brindaron entre ellos, casi en silencio.

Chéjov apenas mojó los labios. Y casi en un susu-rro dijo: ¡Cuánto tiempo hacía que no bebía champán! Fueron sus últimas palabras. Se echó de lado en la cama, y al rato murió.

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Cabeel bosque sigo siempre al borde, quiero escribir el

bosque y lo guardo, como el poeta chino Wang Wei, del siglo X. Su magnífica traductora, Pilar González España, cuenta que el gobierno quiso compensar la dedicación del poeta a la poesía y le ofreció un puesto en la admi-nistración del estado. Él, ajeno a cualquier tentación burocrática, se propuso como guardabosques, con lo que preservó su soledad (en esta calle, en esta calle existe un bosque, que se llama, que se llama soledad) y dialogó complacido con los árboles.

Cabe el bosque, reconozco y admiro cada uno de los árboles. Entro y miro. Leo, sin decidirme a escribir toda-vía, las cortezas, la forma de las hojas, entreveo los ojos de los animales más vivarachos, de los que se ocultan recelosos, de aquellos que me miran, como el axolotl de Cortázar, y me hacen perder mis señas de identidad.

Cabe el bosque soy un árbol más que aún no ha encontrado sus raíces

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ConDivertida la historia del poeta guardabosques.

Cuando era niño recuerdo que había en algunos

parques de Madrid unas garitas minúsculas para los

guardas.

No eran guardias, sino guardas.

Llevaban una chaqueta de color pardo, un som-

brero, y una cincha de cuero negro que les cruzaba el

pecho, y en la que brillaba una enorme chapa de bronce

dorado.

En los pantalones, grises, dos listas rojas, cosidas.

Mi hermano y yo les veíamos pasear bajo los árbo-

les, a media tarde, marciales como húsares.

Yo siempre les imaginaba matando lobos, y abrién-

doles la tripa después para sacar algún cordero despista-

do o alguna abuelita digerida sin masticar.

Otra imagen de infancia es la del basurero del pin-

cho, por los parques.

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Caminaba por la hierba con una bolsa al hombro, oscura como la del hombre del saco.

Y llevaba un bastón metálico acabado en una punta afilada con el que ensartaba los papeles, las hojas, los envoltorios de caramelos…

Siempre me pregunté qué llevaría en esa bolsa. ¿Sólo papeles?

He estado leyendo a Stevenson, un librito en que habla de la lectura como de un tesoro.

Cuenta que quien escribe entierra un cofre. Y que el lector después lo desentierra.

Pero. Ocurre la mayor parte de las veces que el lec-tor desentierra un tesoro distinto, un tesoro enterrado en otro sitio.

Los mismos libros no cuentan nunca las mismas cosas, porque los lectores buscamos tesoros diferentes: unos oro o piedras preciosas, otros incienso, o mirra…. Como reyes, ya sabéis.

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Contracontra el bosque, contra la maraña, esa especie

virulenta, y descubro que escribir irrita, que los mons-truos de mi imaginación no se ponen de acuerdo, que los árboles me amenazan, que no sé si son ellos o soy yo, que un árbol me habla y me asusto, que los bicharracos se me suben a la cabeza, que se ríen, que de golpe el bosque es una carretera, el tráfico es vertiginoso, y cir-cula la publicidad de un coche completamente cubier-to de frondas, y siento que el bosque me arrebata de nuevo, que la carretera es un engaño de los sentidos, y emprendo el camino convertido en caperucita, deseosa de encontrar al lobo porque no quiero, como dice Ana María Matute, ser una “caperucita imbécil”, quiero que el lobo me temple o me coma, quiero sumergirme en el bosque más hondo de su estómago, quiero grabar un mensaje en la boca del lobo con mis uñas, con mis dientes, con la fuerza que aún me sostiene y después, después, nutrido al fin de sus jugos gástricos, de los res-

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tos de las otras carnes consumidas pueda mirar tal vez sin ojos lo que queda fuera desde la película traslúcida del lobo comido y descomido

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DeMe gusta John Berger. He estado leyendo su último

libro, cuyo título no recuerdo (es el privilegio de los desmemoriados). Cuenta que en Lisboa hay una torre a la que sube un ascensor; la torre de Santa Justa. El ascensor de Santa Justa no lleva a ninguna parte.

Simplemente sube hasta lo alto de la torre, y vuel-ve a bajar. Lo realmente chocante es que el ascensor depende de la Empresa Municipal de Transporte que se encarga de mantenerlo y explotarlo.

De modo que para montar en el ascensor no se compra una entrada, sino un billete.

Seguramente se trate del viaje más insólito que pueda hacerse en una ciudad.

“Leer –dice Berger– es igual” Un viaje que al final nos deja en el mismo sitio, como el ascensor de Santa Justa.

Pero qué fantástica la ciudad vista desde la torre. No me comas, Merlino. Anda, no me comas.

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Desdelos entresijos por donde aún puedo moverme a mis

anchas y hasta romper la pared de piel y pelos que me separa del bosque, de nuevo al acecho, desde siempre al acecho, y darme cuenta en realidad de que nunca he salido del bosque, que el bosque es este espacio singular que me permite estar dentro y fuera al mismo tiempo, que, como diría Félix Grande, el bosque mide siglos de longitud y que todo se embosquece de repente: la fatiga de mis músculos, la deliberada ceguera de mis ojos, mi avance a tientas, mi no saber sabiendo, enredado yo mismo con las plantas, absurdo guardabosques que no mira y sólo sueña descubriendo en el boscaje figuras familiares, el espectro de mi madre que se disipa cuando intento abrazarla, los vapores de un amigo ebrio que se disuelven en el aire, porque todo lo sólido se desvanece en el aire, porque todo en el bosque es el bosque que imagino y que se extiende

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EnHay dos tipos de libros: los que se leen en casa y los

que se sacan a la calle. Los libros callejeros siempre acaban con las páginas

dobladas, y las cubiertas sucias. Se guardan en los bol-sos, en las mochilas… Montan en metro o en autobús, y se abandonan sobre las barras de los bares a la hora del café.

Hay mucha gente que forra los libros para que no se estropeen. Los libros forrados me recuerdan el colegio.

Cada año, al empezar el curso, había en casa un festín de tijeras y pliegos de papel de color azul. El papel se doblaba adaptándolo a la forma del libro; se cortaban después las esquinas, y las solapas se pegaban con celo.

Los libros para leer en la calle suelen acabar lle-nos de cosas: billetes de metro, entradas de cine o de museos, fotografías, folletos de exposiciones, pequeños papeles con números de teléfonos, o citas…

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Los libros son como cajas. Guardan en su interior

las huellas de los lectores que fuimos.

Hace poco tuve ocasión de ver los libros de Cortázar.

Muchos guardaban papeles en su interior: páginas de

periódicos, un par de dibujos, un boletín marítimo, el

resguardo de una maleta… Me contaron también que

habían aparecido algunos billetes de banco.

Borges también guardaba el dinero en los libros.

Y Lampedusa, el autor de El Gatopardo. Contaba en

broma a sus amigos que los libros eran su mayor tesoro.

Lampedusa leía mucho en la calle. Pasaba gran parte de

la mañana leyendo en una confitería, mientras desayu-

naba durante horas y horas.

También leía fuera de casa Baroja. Paseaba mucho

por el Retiro, recogiendo castañas en otoño, siempre

con la boina calada y, a veces, con los zapatos atados

con una cuerda.

Parece que a Azorín le gustaba leer en el metro.

Iba andando con un abrigo largo, bastón y sombrero.

Como una estatua de sí mismo.

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eGuillén, los últimos años de su vida, en Málaga, decía que leía en un Matisse. Eso decía.

Preparó un rincón de lectura junto a una ventana desde la que se veía el mar y el horizonte, como en un Matisse.

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EntreJesús Marchamalo y yo mientras conversamos y

hay relámpagos que anuncian tormenta e iluminan el bosque que formamos, entreverados, como si Jesús y yo fuéramos mutuos entremeses, yo te como a ti, Jesús, tú me comes a mí, porque el habla es la jugosa pasta que cada uno entrega de sí mismo y si te absorbo apren-do, si me absorbes supongo que aprendes, abrámonos de orejas, que de nuestras orejas salgan plantas, otras frondas, que nuestra boca aspire el olor que despiden o les atribuyo a las bellotas del bosque, que todas las ramas se pongan a crecer, que nuestra piel sea líber, esa película como decían los latinos entre la corteza y la madera del árbol, esa parte del cilindro central de las plantas angiospermas dicotiledóneas, que está forma-da principalmente por hacecillos o paquetes de vasos cribosos, las cribas por donde desciende la savia, y que entonces el bosque sea el libro, el líber libérrimo que aún no está escrito, o que no para de escribirse, que se

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escribe a sí mismo absorbiendo, que se deleita con la leche que brindan las tetas del lenguaje, las tetas que nunca habrán de secarse mientras conversemos, en un diálogo más indefinido que el pretérito, abierto a todas las voces, o en un juego de monólogos paralelos que se juntan, las paralelas a veces se juntan, las paralelas a veces se juntan, o la carta que me envías, o la carta que yo te envío, entreverados, nosotros entremeses, entre tú y yo, como las tacitas de té que en otros tiempos se les regalaba a las parejas y que llevaban escrito un tú y un yo intercambiables, tacitas que ahora son cuencos de madera que hemos labrado en el bosque

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HaciaEl bosque cambia constantemente de apariencia: es

un lugar melancólico; a veces, a veces misterioso. Llueve y el bosque se vuelve frío y desapacible. Escampa y la bruma lo inunda.

Es acogedor cuando las sombras se dibujan en el suelo, en verano. Es frondoso y fresco en primavera.

Pero también amenazante, de noche.Ocurre, en el bosque, que gusta perderse, a veces.

Y otras, en absoluto. No sé si alguna vez Borges leyó en un bosque. No

me pega, pero no se sabe. Borges llevó durante años un pañuelo perfumado

en el bolsillo de la americana. Se lo preparaba cada día su tata que no le dejaba salir a la calle sin él.

Una vez escribió un texto contra Perón, o dijo algo; y Perón, el pecho lleno de medallas y entorchados, lo mandó de inspector al departamento de pollos y galli-nas. Los dictadores nunca ahorran en mezquindades.

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Me cuesta imaginarlo allí, vestido con su traje, su pañuelo perfumado y sus zapatos oscuros, brillantes como topacios, pisando la paja y las cagadas.

Cuando se quedó ciego tenía un grupo de lectores que leían para él en voz alta aquellos pasajes que quería volver a escuchar.

Sin embargo, seguía tocando los libros, los cogía de las estanterías, los abría y acariciaba con las manos el tacto áspero del papel. Las huellas apenas perceptibles de la letra impresa…

Otro truco consistió en aprenderse poemas com-pletos de memoria, que podía recitar de corrido. Así podía leer donde le viniera en gana: en un tren, durante una conferencia, en el bosque, por qué no…

Entrecerraba los ojos para que los demás pensaran que se había dormido, que se había quedado ligeramen-te traspuesto. Y leía de memoria.

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Hastahasta decir basta, bebamos savia hasta decir basta...

¿Y tú me lo preguntas? ¿Me preguntas si la savia nos hace sabios? ¿No te acuerdas de Platón hablando de la capilaridad de la sabiduría? Hemos bebido savia, hemos bebido agua, hemos bebido leche de las tetas del lenguaje. Pero los higos también tienen leche. Y en este bosque sin duda hay cabrahígos, venga, Jesús, vamos a cabrahigar. Te lo explico copiando la defini-ción del diccionario: vamos a “colgar sartas de higos silvestres o cabrahígos en las ramas de las higueras”, porque así los higos de la higuera se fecundarán mejor y “serán más sazonados y dulces”. Con las palabras pasa lo mismo que con los higos. Los dogones ya lo sabían. Hablaban de palabras secas y palabras húmedas. Sólo hay humedad en las palabras cuando fecundan. Esto es la leche. La savia es la leche de los árboles que es la leche del lenguaje que es la leche, ahora me acuerdo, a la que se refería José Lezama Lima cuando hablaba del

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logos espermatikós. El lenguaje/la lengua es el ser más

hermafrodita que conozco: tiene tetas, tiene verga, tiene

vulva, tiene ano: anus mundi, anima mundi. Hay que

refugiarse alguna vez en el bosque, hay que saber entrar

en el culo del mundo

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ParaUno se sienta a la sombra de un árbol en el bosque.

Las piernas extendidas, la espalda apoyada. Sujeta el libro sobre los muslos.

Pero. La corteza es dura y áspera, y se te clava en los omoplatos.

Uno se tumba boca abajo en el bosque; los codos apoyados en el suelo. El libro sujeto entre las manos.

Pero. Se te clavan las piedras en las costillas. Y te pinchan las agujas secas de los pinos.

Uno se sienta con las piernas cruzadas, en el bos-que. La espalda erguida, el libro sobre el regazo.

Pero. Te suben las hormigas por las piernas. Por fin uno consigue tumbarse cómodo a leer, en

el bosque, a la sombra, recostado en el suelo sobre una manta. El libro abierto, sujeto con una mano.

Pero. Te quedas dormido.

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Pormoverse por el bosque, abrazar los troncos de los

árboles con los pies descalzos, sentir que el árbol vibra contigo, sentir que la tierra se mueve y te impulsa, hacer el amor con el bosque, con los árboles del bosque, con las hierbas, con el ramojo, reanudar el coito entre Afrodita y Hermes, amor y mensaje, Hermes y Afrodita, pala-bra y espuma, cada árbol un amante inesperado, cada encuentro una metamorfosis, cada corazón grabado en la corteza de los árboles un enigma, una ecuación nunca resuelta, obra abierta, X ama a Y, y con minúscula un suspiro (x ama a y), y que en X (o en Y, o en Y) quepan todos los leales amadores de este mundo, todas las mag-dalenas, todas las santas en éxtasis, todos los personajes que en la escritura del mundo han sido, el gran bosque del mundo, el bosco de las delicias, juan de la cruz liado con maría zambrano liado con juan gelman liado con hadewicj de amberes liado con john donne, donne-moita langue, los hombres enredaderas, las mujeres aromas

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SegúnDespués de la lluvia, en el bosque, hay un rato en

que las hojas continúan goteando. Y es el momento de

leer poesía. Por ejemplo Salinas: “No, no dejes cerradas

las puertas de la noche, del viento, del relámpago, la de

lo nunca visto”.

O Verlaine: “El otoño prestaba nuevas alas al torno,

en un aire impreciso”.

O Virgilio Piñera: “La maldita circunstancia del

agua por todas partes me obliga a sentarme en la mesa

del café”.

Una novela acaba cuando uno acaba de leer el libro,

un poema nunca. Puede leerse una y otra vez y jamás

termina de entenderse del todo, o de entenderse siem-

pre y cada una de las veces.

Recuerdo que leí hace tiempo una historia. La

historia de un país en la frontera de Irán que se llama

Tayikistán.

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eLos tayicos, descendientes de los persas, han sufrido

durante décadas una ley que les imponía el ruso como

idioma: los periódicos, los libros, las instancias oficiales.

Todo se imprimía en ruso.

Pero los niños aprendían clandestinamente el idio-

ma de sus tatarabuelos, el persa, en los libros antiguos

que tenían en casa. Y los libros antiguos estaban escritos

en verso.

De modo que en Tayikistán, un lugar perdido entre

valles y estibaciones remotas, los jóvenes hablan el anti-

guo persa de los poetas. El persa de las metáforas, de la

métrica, de las imágenes iluminadas….

Raya lo imaginario el que exista un lugar en el

mundo donde los niños aprendan las palabras utilizan-

do el lenguaje de los poetas. El de Miguel Hernández:

“Hay un constante estío de ceniza parar curtir la luna de

la era”. El de Pepe Hierro; “He aprendido a no recordar.

Me asomo cada día al azogue del lago, el agua –como

la piedra o el oxígeno– no tiene acá o allá, recuerdos o

proyectos”.

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El de Wislawa Szymborska, húmedo como las palabras de los dogones: “Recuerdo muy bien ese miedo infantil. Evitaba los charcos tras la lluvia, sobre todo los recientes. Alguno podría no tener fondo, aunque se pareciera a los otros”.

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Sinsin que falte samuel beckett escribiendo su breve

relato sin y en ese momento asome el claro del bosque, el remanso que sucede a la orgía, el lugar donde todo vuelve a empezar, el kilómetro cero, “quimera la aurora que disipa las quimeras”, y las ganas de escribir reposen, sin prisa y sin pausa, mientras la forma árbol se abre, se enarbola, y un árbol sea múltiple, refleje todos los árboles del mundo, boscosamente, y boca a boca, la poesía será hecha por todos, el conde de Lautréamont se aparezca en el claro, desbarate la sintaxis, baraje las formas, barrunte otro idioma en el idioma, y un aluvión de palabras

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SoCatalina de Rusia, gran lectora. Harta de las cons-

piraciones palaciegas, de las mentiras y las medias ver-dades de sus ministros, decidió ver con sus propios ojos cómo vivían sus súbditos.

Así que ordenó que le organizaran viajes en los que recorría millas y millas de carreteras, viajando en un coche de caballos.

Uno de los oficiales de su séquito era el conde Potiomkin que, además, se acostaba con ella. Con otros oficiales y aristócratas, Potiomkin se encargaba de orga-nizar los viajes, decidía los itinerarios, buscaba los sitios para dormir y, lo que era más importante, fabricaba la ficción que viviría la emperatriz.

Porque, a los lados de los caminos por los que pasaba la comitiva, se construían, semanas antes, pue-blos, graneros y silos de cartón y madera. Se pintaban minúsculas casas, que a lo lejos parecían ciudades, y se quemaban rastrojos para que pareciera que las fábricas

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etrabajaban a pleno rendimiento. Así, la emperatriz, mirando por la ventana de su carruaje, siempre vivió en un país de ficción, de cuento, con sus pueblos falsos, y sus falsos súbditos, y sus falsas cosechas y fábricas.

En la Rusia de Catalina se puso de moda tener bibliotecas. Pero los nobles no compraban libros. Un comerciante, en Moscú, se hizo rico encuadernando sobrantes de papel.

Entonces las bibliotecas eran imaginarias. Hoy los imaginarios son los bosques.

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Sobrey un aluvión de palabras en emboscada caiga sobre

mí, caiga sobre jesús marchamalo, caiga sobre vosotros y haya que desandar el camino, haya que perderse una vez más en el bosque para elegir la sombra, el lugar ameno donde todo vuelve a empezar, donde la escritura se hace laberinto, tauromaquia, donde el minotauro nos ofrece la hermosa figura monstruosa de lo desconocido, esa figura que no mataremos nunca porque la muerte es mentira y las palabras sobreviven las palabras sobreviven las palabras sobreviven metidas en un sobre que, aun-que minúsculo, contiene el bosquema que buscábamos, la unidad del bosque en poema. Sobre el sobre, el sello de un país que aún no ha sido descubierto

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TrasMario, ¿cómo estás? Soy Marchamalo acabo de

escuchar en el contestador un mensaje de Federico, no sé si ha hablado contigo. Ha pensado que hablemos del bosque. Tú de escribir en el bosque, y yo de leer en el bosque.

Una especie de diálogo, o monólogo a dos voces, una suerte de epistolario cruzado más bien.

¡Ah!, me decía también que si se nos ocurría, hicié-ramos un juego con las preposiciones: ante el bosque, en el bosque, desde el bosque… Podemos repartirlas, si te parece, te quedas una mitad y yo la otra.

Ya me dirás que puede escribirse de TRAS el bos-que.

Llámame. Un abrazo.

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LA PRESENTE EDICIÓN DE

PALABRAS EN EL BOSQUE

DIÁLOGO DE LOBOS Y PREPOSICIONES

CUADERNO DE MANGANA Nº 47,

SE ACABÓ DE IMPRIMIR EN CUENCA,

EL 4 DE ABRIL DE DOS MIL OCHO,

FESTIVIDAD DE SAN DIÓGENES.

LA EDICIÓN CONSTA DE 500 EJEMPLARES.

ET VALETE.

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CUADERNOS DE MANGANA

Nº1 La casa del lector Nº2 La inteligencia lingüísticaGustavo Martín Garzo José Antonio Marina

Nº3 Hablar bien Nº4 Las condiciones de felicidad o el lenguaje como virtud Belén Gopegui Juan Luis Conde

Nº5 La literatura del silencio Nº6 Narraciones e ideasManuel Longares Álvaro Pombo

Nº7 ¿Otro camino para la novela? Nº8 Regreso al tapiz que se disparaJosé María Guelbenzu en muchas direcciones

Enrique Vila-Matas

Nº9 Las formas de la novela Nº10 Del ponerse en escenaen la democracia Miguel Sánchez-OstizJordi Gracia

Nº11 Literatura, lectura, crítica literaria Nº12 Lo que guardan las musas:y medios de comunicación literatura y filosofíaÁngel Basanta María Fernanda Santiago Bolaños

Nº13 Narrativa en el exilio Nº14 La narrativa gallegaen lengua gallega en el fin del milenioXesús Alonso Montero Dolores Vilavedra

Nº15 Nosotros dos Nº16 Ensayos, dietarios, relatos Manuel Rivas en el telar: la novela a noticia

José-Carlos Mainer

Nº17 Sobre la traducción Nº18 Encuentro en CuencaPilar del Río José Luis Sampedro

José Saramago

Nº19 Memorias de la Escuela Nº20 El espacio literario en el tiempo AA.VV. de las autonomías

Ignacio Soldevila

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Nº21 Memoria, ficción Nº22 El peso de la memoria en las letras José Manuel Caballero Bonald portuguesas contemporáneas Isabel Soler

Nº23 Literatura e Identidade/ Nº24 El año que nevó en Valencia Identidad y Literatura Rafael Chirbes João de Melo Nº25 El periodismo literario Nº26 Tendencias actuales del léxico hispano Mesa redonda Humberto López Morales

Nº27 Euskal kontagintza gaur/ Nº28 Lo que antes era exacto La narrativa vasca hoy Anjel Lertxundi Jon Kortazar Nº29 Tocar los libros Nº30 Narrativa y Posmodernidad Jesús Marchamalo José María Pozuelo Yvancos Nº31 Literatura escrita por mujeres Nº32 Matemáticas y Literatura Paula Izquierdo Joaquín Leguina

Nº33 Defensa de la fantasía Nº34 Lo que son las cosas Espido Freire Luis Eduardo Aute

Nº35 98 y 27: dos generaciones Nº36 Hubo un animal arco-iris ante el cine que despedía un aliento multicolor Vicente Molina Foix Fernando Arrabal

Nº37 A propósito de mi narrativa Nº38 El color del Quijote Antonio Colinas ¿Qué pintan los profesores? V Exposición colectiva

Nº39 El artículo literario. Nº40 La novela española hacia el nuevo De Francisco Ayala a Javier Cercas milenio: algunas impresiones Fernando Valls Marta Sanz

Nº 41 Segundo año triunfal Nº 42 Del cuento literario Ignacio Martínez de Pisón Juan Pedro Aparicio José María Merino

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Nº 43 Entre la memoria y la invención Nº 44 Escribir de lo que nos pasa. La Lorenzo Silva escritura diarística Juan Cruz Andrés Trapiello

Nº 45 Historia, novela y memoria o el Nº 46 Vigencia de lo fantástico camarote de los hermanos Marx en el imaginario moderno Alfons Cervera Pilar Pedraza

Nº 47 Palabras en el Bosque Diálogo de Palabras y Preposiciones Jesús Marchamalo Mario Merlino