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ORANGETOWN

Salvador Pons Bordería

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© Salvador Pons Bordería

Inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual de Valencia

(Nº de expediente V-685-10)

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A Carlos,

fuente de amor constante

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NOTA EDITORIAL

Esta novela se desarrolla en Valencia, ciudad natal del autor, y en un tiempo

que coincide aproximadamente con el presente. Sin embargo, y para prevenir a

todo lector desprevenido, esta editorial ha creído necesario incorporar una nota en

la que se afirme explícitamente el carácter imaginado de los hechos, personajes y

sucesos que aquí se imputan.

En efecto, si hay en la España actual una ciudad en donde reine el orden

social y el progreso urbanístico; si hay en nuestro país un territorio en el que la

justicia, el esfuerzo y el mérito se premien; si existe un espejo de costumbres,

azote de corruptos, crisol de virtudes y escarnio de necedades, este es, sin duda, la

ciudad del Turia. En nada pueden verse reflejados sus industriosos habitantes en

los Valcárcel, Meseguer, Montagut u otros personajes de dudosos procederes que

habitan estas páginas, ya que las buenas costumbres impuestas por el justo

gobierno de quien guía los destinos de dicha urbe impiden en todo punto el

crecimiento de las actitudes que esta novela, con buena pero desviada intención,

presenta.

Nos hemos pues decidido a publicarla, sabedores de que el desfase entre la

realidad y su plasmación en este relato es tan evidente que nadie con un mínimo

sentido de la realidad juzgaría adecuado establecer lazos de unión entre la

Valencia real y la reflejada.

Al igual que Choderlos de Laclos justificaba el carácter ficticio de su novela

en el hecho de que, en la vida real, ninguna joven con una renta de sesenta mil

libras anuales decidiría dejar el gran mundo para ingresar en un convento, también

aquí resulta evidente que nadie menospreciaría a alguien que aceptara un sobre

con dinero negro. Sea, pues, avisado el lector, y pase adelante.

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Tutto ne’ gesti era amoroso, come

fosse in Valenza a servir donne avezzo;

non era in lui di sano altro che’l nome;

corrotto tutto il resto, e più che mézzo

(Orlando Furioso, VII, 55)

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PRIMERA PARTE

I

¿Qué puede hacer un abogado apenas pasada la treintena, después de haber

hecho una licenciatura gris en una facultad no menos gris, tras haber intentado

aprobar unas oposiciones a Judicatura durante cinco años seguidos con la novia de

sus amores, tras haber perdido a la novia de sus amores dos meses después de que

ella las hubiera aprobado, pasado un año de borracheras y excesos que acabó con

un cuadro clínico de depresión, habiendo superado el Mal Oscuro y decidido a

empezar de nuevo? Tomar en vida la herencia de los padres, arreglar ese pisito

que papá previsoramente había comprado en la Avenida del Puerto por si acaso y

poner una plaquita con su nombre que dijera: Javier Vázquez, abogado. Luego

pagar y pagar licencias, suplicar por clientes que no llegan, desear que los que

llegan no hubiesen venido, pelear y malvivir, en suma. Así que, cuando los

periódicos anunciaron que el Asesino de Rocafort había sido detenido, supe que

los dioses de la mala suerte señalarían al unísono con sus índices al mismo

pingajo humano que se encargaría de defender a dicho individuo en el turno de

oficio. Y aquel pingajo, claro, era yo.

II

El caso no tenía vuelta de hoja. A principios de verano, entre las tres y las

tres y cinco de la madrugada, un gorrión achicharrado contra un cable de alta

tensión causó un apagón momentáneo en la lujosa urbanización Vistas al Mar de

Rocafort. Como los gorriones no se ven afectados por las costumbres noctámbulas

de los especímenes humanos y son más bien noctífugos y no noctíferos o

noctífagos, la policía sospechó que se había tratado más bien de un avicidio

"destinado a hacer creer a las fuentes de la investigación que se trataba de un

suceso fortuito" (sic).

Los cinco minutos fueron suficientes para desactivar el sistema de alarma de

un chalet y restablecer la luz en la urbanización. El caso es que, a eso de las tres y

cuarto, un supuesto ladrón se introdujo en el chalet de la familia Vidal–Monsonís,

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se dirigió al dormitorio matrimonial, le descerrajó seis tiros a don Arturo Vidal, a

su mujer y al hijo mayor, que salió de su cuarto al oír los disparos, ató, amordazó

y escondió en el maletero a la hija adolescente y violó a la criada ecuatoriana

(que, a pesar de serlo, medía un metro setenta), después de que le ayudara a atar y

a amordazar a la hija. Luego revolvió toda la casa, se llevó doscientos euros y una

chequera y saltó por la verja trasera sin que ninguno de los dos dogos argentinos

que vigilaban la casa se molestara en decir esta boca es mía. Todo a cara

descubierta, sin guantes y sin plan de fuga.

Era cuestión de tiempo que lo trincaran. Y así fue, por supuesto, pero más

del que la Policía Nacional y la Guardia Civil pensaron, porque durante tres

semanas estuvo escondido en el bosque aledaño a la urbanización, lo que a los

lectores del Norte les parecerá normal, pero a nosotros los del litoral mediterráneo

nos parece inconcebible, ya que nuestros bosques, sobre todo si son periurbanos,

tienen más cascotes que árboles, más vidrios rotos que malas hierbas y más

preservativos que romero, así que, para entendernos, lo distinguiré con un

asterisco: bosque*. Durante tres semanas, lo vieron y lo fotografiaron todos

menos las autoridades, que veían crecer su ridículo cada vez que decían lo del

bosque*. Como el suceso se produjo tras el final de la Liga, a las televisiones les

dio por empezar a cubrir la noticia in situ y a pedir noticias frescas a los reporteros

locales, quienes se aprestaron a entrevistar a todo bicho viviente. Estábamos ya a

principios de julio, cuando la primera ola de poniente hizo lo que no había hecho

la policía: descubrirlo –ayudado, eso sí, por un fuego intencionado que un año

después permitiría aumentar la extensión de Vistas al Mar unas veinte hectáreas

de suelo urbanizable, con lo que la urbanización haría ya honor a su nombre–.

Cuando más adelante viera la imagen del rumano Petre Rumescu, desnutrido,

chamuscado y torvo hasta la saciedad, me estremecería, porque en sus ojos

oscuros yacía la mirada fría del asesino total y porque, a partir de ese malhadado

momento, me iba a sentar frente a frente con él para hacer como que preparaba

una línea de defensa mientras toda Valencia enfocaba sus luces hacia mí.

III

Uno ha visto tantas películas que supone en su inocencia que sabe cómo

funcionan estas cosas. Mentira. Cuando uno anda metido de lleno en estos

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asuntos, lo único que sabe es que es un barril en medio de mar arbolada. La

primera vez que comencé a aprender esta lección fue cuando me llamó Manolo

del juzgado. Habíamos sido compañeros de promoción pero él, en vez de opositar

a judicaturas, se preparó y sacó las de oficial, con lo que comezó a ganar dinero

justo un año después de licenciarse, hecho al que yo achacaba su permanente buen

humor. Cuando decidí dedicarme al ejercicio y me lo encontré en el Juzgado le

conté toda mi vida de un tirón y, bien sea porque le caí simpático, bien sea porque

vio de la que se había librado, lo cierto es que desde entonces intimamos. Yo le

pagaba alguna caña y él me facilitaba información interna, como aquella mañana:

–Vázquez abogados, dígame.

–¿Se puede poner don Javier, por favor?

–¡Hombre, Manolo, cómo estás? ¿Qué te cuentas?

–Yo estoy bien, pero lo que es tú…¿A que no sabes qué te van a anunciar?

–No me lo digas. Que me toca defender…

–¡Al asesino de Rocafort! ¡Enhorabuena! Le ha tocado a usted el Premio

Gordo de los Pringados.

–¡Qué rápido lo sabes!

–¿ Es lo que tiene jugar al chamelo todas las semanas con chupatintas como

yo, que, en cuanto les llega la noticia de que han detenido al asesino, cogen

la lista del turno de oficio del día y suman dos y dos. El chamelo une

mucho, ¿sabes?

–Pero, ¿estás seguro?

–¿Qué si lo estoy? El Pajarito y el Pichacorta (dos jueces cuyos nombres,

por la cuenta que me trae, prefiero obviar) estaban hablando de ti con

nombre y apellidos. Ninguno se quería perder el futuro juicio para ver cómo

te machacaba…

–¿Quién? ¿Se sabe ya quién va a ser la acusación particular?

–Pues claro, no sabes la de espadas que se han estado afilando estas últimas

semanas. A ver, ¿en dónde confluyen los asuntos mercantiles con los

penales? Te doy una pista: solo hay dos bufetes en toda Valencia y no se

trata del otro, sino del que estás pensando.

–¿El bufete de Valcárcel?

–¡Toma, claro! Con Tomás Valcárcel a la cabeza.

(Tomás Valcárcel era, a pesar de su juventud, el Carnicero de Lyon. O, al

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menos, así lo llamábamos en tercero de carrera, cuando daba clases de Derecho

Mercantil. Frío, borde, inteligente y rápido. Un verdadero tiburón, genéticamente

diseñado para el ejercicio profesional. Más de setecientos casos a sus espaldas.

Ganados, unos seiscientos cincuenta –doscientos de ellos, por k.o.–. Arreglo entre

las partes en treinta y ocho, perdidos, doce. Tenía dos aficiones: ganar dinero y

machacar en público a los representantes de los estudiantes, cualidades por las que

era muy apreciado entre sus alumnos. El día de la revisión de exámenes colgaba

del dintel de la puerta de su despacho un cartel con el verso de Dante: "Lasciate

ogni speranza, voi ch'entrate", en italiano y con su cita –Inf., III, 9–, porque había

hecho su tesis en el Colegio de España en Bolonia y le gustaba hacérnoslo saber.

Conocía estos y otros detalles porque fui alumno suyo durante tres años).

–Debería de habérmelo imaginado.

–No, deberías haberlo sabido. Pero claro, como tú no compras Sociedad de

la Comunidad Valenciana, no te enteras de que Tomás era íntimo de los Vidal,

fallero de honor de la Falla de los Maestros Ferrús-Valdés, que presidió el finado

durante siete años, haciéndola lo que es hoy, el Real Madrid de las fallas, y que

Pepe Valcárcel, primo de Tomás, era su abogado de guardia.

–Manolo, la fiesta te pierde.

–Y a ti tu ignorancia.

–Qué quieres, me paso tanto tiempo defendiendo a piltrafillas que no tengo

tiempo de mirar a las alturas.

–Pues ahora lo vas a tener que hacer, quieras o no. Y, por cierto, el tiempo

apremia, así que, yo de ti, cerraba el bufete y me iba volando a la Comisaría.

–Gracias, Manolo, eres un amigo.

–Adiós.

–Adiós.

IV

Si algo bueno tiene ser abogado del turno de oficio grave es que a uno no le

da tiempo de hacerse a la idea de lo que le espera porque la Administración de

Justicia tiene a bien ponérselo delante de las narices antes de que tenga tiempo de

empezar a imaginárselo. Así que después de colgar el teléfono cogí mi seat del

noventa y nueve y, cargado de los atributos que me identificaban como defensor

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del Estado de Derecho, me dirigí a la comisaría donde me iba a encontrar con el

Asesino de Rocafort.

La asistencia de periodistas, dadas las fechas del año, la presión temporal

para una filtración en condiciones y la emigración masiva de personajes del

corazón a la costa, era razonable, pero a nadie se le ocurrió acercarme cámara,

micrófono, grabadora o mísero móvil algunos cuando crucé impávidamente por

delante de ellos. No sé qué pinta se imaginaban que iba a tener el abogado

defensor.

La declaración, si es que se la puede llamar así, resultó sobrecogedora. Ahí

estaba yo, ayudado por un traductor que bostezaba disimuladamente ante la

inactividad, hablándole de sus derechos procesales y, enfrente de mí, unos ojos

fríos que, más allá de su agotamiento, de sus heridas y de su obstinado silencio,

me transmitían la impresión de que en cualquier momento, sin provocación previa

y sin más motivos que los que circularan por su mente, podría saltar la mesa que

nos separaba y poner mi cuello mirando hacia el sur en un decir amén. Solo dos

veces antes había visto una mirada así, ambas en gimnasios. El dueño de la

primera estaba en Soto del Real, tras un atraco frustrado con tres coches

destrozados y cuatro heridos. El de la segunda, más razonable, en la Legión

Extranjera, ya que descubrió que podía percibir un sueldo legal regularmente

satisfaciendo al mismo tiempo su afición de machacar los huesos de sus

congéneres.

La situación se repitió con la declaración en el juzgado, ya con el boato

funcionarial propio de la ocasión. De no ser porque había tres cadáveres aún

calientes encima de la mesa, la cosa sería para reírse (y más teniendo en cuenta

que allí, el único que estaba caliente era el propio Asesino): de no estar

disfrutando de unas bien ganadas vacaciones en Cluj, habríamos podido recurrir al

único traductor de rumano que había en la ciudad, un antiguo ratero confidente de

la policía, que había aprovechado su estancia en la cárcel para ganarse permisos

traduciendo los interrogatorios que nuestra esforzada policía hacía a sus

compatriotas, y que había cambiado su incierto destino de limpador de parabrisas

en la Avenida Ausiàs March por el más descansado oficio de traductor para mayor

gloria de la empresa concesionaria de traductores.. Pero, en su ausencia, la

empresa concesionaria de traductores nos volvió a repetir que solo ofrecía cuatro

sabores: inglés, francés, alemán e italiano, de modo que nos servimos del

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procedimiento habitual, consistente en aprovechar la guardia de uno de los

oficiales, que había aprobado el primer ciclo de ruso en la Escuela Oficial de

Idiomas, por si sonaba la flauta. No hubo suerte; las preguntas de la jueza

encontraron como destino un eco de silencio y una mirada dirigida al suelo. No

pronunció palabra alguna. No parecía afectarle su nueva situación. No pareció

siquiera vernos. Mientras los demás componíamos su peculiar banda sonora, sus

ojos turbios miraban al vacío. O hacia dentro.

V

Era cuestión de tiempo que mi madre se enterara. Pensé que lo oiría en la

SER a la hora de las noticias locales, pero hubo suerte y no fue hasta el día

siguiente. Al parecer, Tomás Valcárcel se había presentado en las dependencias

policiales con los puños de su camisa Polo ligeramente remangados, un cinturón

de cuero bruñido y su pelo convenientemente engominado, así que los periódicos

locales no habían tenido más remedio que retratarlo, convirtiéndolo en la imagen

de la página de Sucesos. Arrastrado por la marea Valcárcel, yo había aparecido

mencionado con la escueta descripción "…el abogado defensor … ". Por el

contrario, mi contrario era "el reconocido abogado don Tomás Valcárcel".

–¡Ay, hijo mío!, ¿pero tú vas a defender a un desalmado así? ¡Ay, por Dios,

di que no, que todos los vecinos te van a dejar de hablar!

–Que no, mamá, que lo tengo que defender, que me ha tocado en el turno.

–¿Y no puedes pasarle el turno a otro? ¿No puedes decir que estás enfermo?

–Mamá, las cosas no funcionan así. Nosotros somos como los taxistas. Un

taxista es un profesional que lleva a todos sus clientes adonde le digan porque

para eso está y porque es un profesional. Pues los abogados, igual.

–¡Ay, hijo mío, que no te reconozcan, qué vergüenza!

–De acuerdo, mamá, cuando vea a la prensa, me tiraré la toga por encima de

la cabeza.

Una vez enterada la familia, ya no me importaba recibir a la prensa, así que

me puse el traje bueno y me dirigí a la habitación que hacía de despacho. Fui

tropezando por entre columnas de libros de todo tipo y extensión que se

amontonaban a ambos lados del pasillo. En realidad, yo hubiera querido estudiar

Filología, pero me convencieron con la excusa de que me iba a morir de hambre y

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de que lo correcto era estudiar Derecho. Qué bien que les hice caso.

Abrí mi ordenador para ver mi correo electrónico pero, aparte de un montón

de correos electrónicos en los que personas inexistentes me proponían inversiones

absurdas para mi dinero y no tanto para el suyo, no tenía nada más. Para ser

sinceros, he de confesar que me dio rabia imaginarme que, a estas mismas horas,

Valcárcel estaría recibiendo en su bufete a todo tipo de medios de comunicación

(pase, pase, acomódese, por favor, sí, al lado de sus compañeros) y entonces

aprendí mi primera lección: uno no se hace famoso cuando está metido en un

asunto importante, sino cuando los demás quieren que así sea.

Aburrido, me puse a repasar los casos que tenía pendientes: uno, un solterón

quería heredar la fortuna de su hermano, que había estado viviendo los últimos

treinta años de su vida en Zaragoza con una ex–encargada de Galerías Preciados,

la cual, en los últimos días y previendo el final del asunto, había campado a lo

largo y ancho de su cuenta corriente. Dos: dos vecinos que habían llegado a los

juzgados porque uno se había negado a pagarle los perjuicios causados por una

inundación al otro. Y luego, por el turno de oficio grave, un gitano que había

cosido a puñaladas a un miembro de otro clan, a la salida de un hipermercado, por

un asunto de drogas. Dejé las carpetas en el archivador. Aquí me gustaría ver al

Valcárcel y no con esos clientes que hacen los desfalcos tan bien que es un gusto

defenderlos. ¿Pero con estos? ¡Si hasta el gitano se había puesto a gritar "No estoy

loco, no estoy loco", como si buscara quitarse cualquier eximente de encima! Y

luego todos los amigos me decían que aguantara, que el que aguanta sale a flote.

Pero, ¿de dónde iba a venir la Transmutación de Camellos en Banqueros que iba a

llenar mi cuenta corriente y mi despacho? Yo solo veía un horizonte de litigios de

poca monta y de suelas de zapatos desgastadas.

VI

Volví a ver a Tomás Valcárcel por iniciativa suya. Dos días después de la

adjudicación del caso, recibí un correo en mi ordenador. Re:

Toma [email protected] . Asunto: cita. El cuerpo del mensaje era

el siguiente:

Estimado colega y antiguo alumno:

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Por la presente, tengo el gusto de invitarte el martes, de once a once y media, a mi bufete para hablar del caso Rocafort.

Atentamente,

========================================================Prof. Dr. D. Tomás ValcárcelProfesor Titular del Departamento de Derecho MercantilUniversitat de ValènciaBufete Valcárcel y asociadosValencia Most Recommended Lawyer========================================================

Reconocí en su mensaje que Tomás tenía una capacidad para sintetizar el

desprecio en pocas palabras por metro cuadrado solo comparable a su agudeza

oratoria. En tres líneas, me recordaba que yo había sido alumno suyo, me

conminaba a acudir a una cita que ya daba por hecha, poniéndole no solo la hora

de inicio, sino también de finalización y, por supuesto, en su terreno. Era justo lo

que me había imaginado y temido. Mi primera reacción fue de rabia, y estaba a

punto de enviarle un imeil agresivo cuando volví a leer el mensaje. En efecto,

había algo raro en él. Porque un tiburón como Valcárcel no se ensucia las

mandíbulas con un don nadie como yo; un Valcárcel le manda a su secretaria que

escriba ella el mensaje con la dirección del bufete. O, mejor, le dice a la secretaria

que mande a la dirección del interfecto el modelo de cita número seis. Así que, si

se tomaba la molestia de escribirlo en persona, era porque me quería decir algo

que no estaba escrito en el guión. O sí, estaba escrito en el guión que me iba a

machacar en toda regla y que este era el primer paso: la visita del acoquinamiento

previo. Pero, ¿para qué emplear esa estrategia si el caso no tenía defensa posible,

si la prensa ya le había colgado el cartel de culpable y si ni yo mismo veía que ese

tipo tuviera derecho más que a una celda limpia? Y lo que más me fastidiaba era

que sabía que todas esas disquisiciones eran inútiles, que de las mil situaciones

que tenía en mente, la vida iba a escoger la mil y uno, que eso precisamente era lo

que pretendía Valcárcel, porque es potestad del dominador hacer que el dominado

se devane los sesos buscando un sentido oculto a cualquiera de sus actos y que el

martes, a las once menos cinco, después de haber dado dos vueltas a la manzana

para hacer tiempo, cautivo y desarmado, comenzaría a subir las escaleras que

daban a él, Tomás Valcárcel, altivo y desalmado.

VII

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–¡Hombre, Vázquez, cómo estamos! Te he citado porque es la hora del

almuerzo en el bufete y así podremos estar tranquilos.

En efecto, al oír sus palabras, todos los empleados se escabulleron por

escondrijos diversos que daban a salidas misteriosas y, en un momento, nos

quedamos solos como dos luchadores en una sala que antes bullía. Yo esperaba

ver un ring de catch al otro lado de la puerta pero, por el contrario, me encontré

con un despacho grande decorado con muebles modernos de haya, dos detalles

insólitos en un bufete que se precie, y un ventanal convenientemente atemperado

por una cortina de color suave. El conjunto era fresco, agradable y sumamente

acogedor. Me hizo pasar y nos sentamos, frente a frente, en dos sillones:

–¿Un café? ¿Un bollo? ¿Un zumo? Ahí en la mesa tienes de todo, sírvete si

quieres. Ah, y me puedes tutear, con toda confianza.

Por supuesto, él no iba a tomar nada, ya se habría preocupado de comer

antes de que llegara yo. Y yo, con la taza en una mano, un mini–cruasán en la

otra, y la servilleta de papel pegándose al caramelo del bollo (esos usos

lingüísticos denotaban que Tomás pasaba demasiado tiempo en Madrid), iba a ser

presa de una de sus presas, así que, aunque reconocí que la bandeja de repostería

fina era de Ceres, decidí contenerme y concentrarme en la entrevista.

–Bueno, Tomás, tú dirás.

–Pues bueno, ¡ah, por cierto! ¿prefieres que sigamos hablando en catalán?

Recuerdo que en tus tiempos de estudiante eras muy nacionalista i jo no tinc cap

problema en parlar català, ans al contrari, m'agrada molt. Fins i tot he guanyat

casos en la llengua de Turmeda i de Baldoví. ¿No? Bueno, pues continuaremos en

la lengua del imperio. Mira, el caso Rocafort. Te supongo al tanto de los sucesos

por la prensa, y cuando leas el informe del forense te vas a estremecer, te lo digo

yo. Como sabes, siempre he tenido vínculos personales con los fallecidos y mi

interés en este caso va más allá de lo meramente profesional. Por encima de todo

está la niña, que se encuentra sumamente afectada, y la exposición a una vista

prolongada podría afectarle seriamente. Además, el caso está claro, ¿no? Tres

delitos de homicidio, uno de violación y uno de secuestro, más robo y daños a

bienes públicos. He hecho el cálculo de las penas, teniendo en cuenta variaciones

en los agravantes y atenuantes y, contando con reducciones de la pena por buena

conducta e informes positivos, a tu defendido no lo saca de la cárcel antes de

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treinta años ni Dios. Míralo, es matemática pura. También he previsto tus líneas

de defensa, que no son muchas, a decir la verdad. Ese hijo de puta te ha echado a

los caballos. Pero, a lo que íbamos, que ni a ti, ni a mí, ni a la niña nos conviene

un juicio lento, con cámaras de televisión y carnaza para la prensa, así que te he

citado para que nos pongamos de acuerdo en una línea de defensa rápida, que

acelere el proceso. Mira, he pensado que lo más rápido sería que llegaras a un

acuerdo de conformidad, comprometiéndote, en un pacto entre caballeros, a

agilizar la fase de instrucción prescindiendo de las triquiñuelas dilatorias

habituales en estos casos. A cambio, nosotros nos mantendremos en el límite

inferior de la petición de pena. Te aseugro que el fiscal dará saltos de alegría si le

presentamos el caso listo para hornear. Si tienes en cuenta lo que te pagan en el

turno de oficio y la tierra que te vas a echar encima de tu carrera si este asunto

continúa en boca de todos, verás que lo que más te conviene es que esto pase por

tu vida como un mal sueño. ¿Qué te parece, lo dejamos así?

–Hombre, así a bote pronto… lo tengo que estudiar, es una... no me

esperaba…

Tomás Valcárcel esbozó una sonrisa irónica y desdeñosa, como la que nos

dirigía en la Facultad cuando no comprendíamos algo que para él era evidente:

–Ah, claro, claro, me olvidaba: tienes que sopesar los pros y los contras. Me

parecía algo tan evidente que no necesitaba de mayor esfuerzo. Pero si tú quieres

tomarte tu tiempo, adelante, adelante. Mira, como ya tienes mi dirección de correo

electrónico, cuando tengas lista tu línea de defensa, me la pasas y ya está, ¿eh?

Pues nada, Javier, ya sabes, para cualquier cosa que quieras, ya sabes dónde está

tu bufete.

Se levantó cuan alto era, obligándome a manejar en precario equilibrio la

taza, la cucharilla, mis papeles y la tarjeta de visita que me tendía mientras lo

seguía hasta la salida de la habitación y del bufete, dos pasos por detrás, diez

centímetros por debajo y cuatro silogismos antes que él. Mis pasos resonaban por

la escalera de mármol del edificio, tan hueca y retorcida como Tomás suponía que

estaba mi cabeza. Al salir, la Plaza del Patriarca me recibió con un aliento cálido y

un golpe de cielo azul, como si quisiera acogerme. Cuando llegué a la altura de

Ceres, me compré un cruasán tierno y dorado de gelatina. Dulce, para que

compensara el mal sabor de boca que me subía desde la garganta.

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VIII

Mentalmente, repasaba una y otra vez mis posibilidades. Podía seguir las

recomendaciones del bufete Valcárcel y asociados, bajarme los pantalones, no

meterme en líos y recordar todo este asunto como un mal sueño, con la esperanza

de que, en un futuro, el favor me fuera devuelto de forma adecuada. También

podía plantear mi propia línea de defensa y enfrentarme, en un caso que tenía

perdido de antemano, a un especialista que iba a aprovechar la ocasión para

recrearse en la suerte. ¿Y todo a cambio de qué? Del agradecimiento eterno de un

asesino en serie, del generoso estipendio reglamentario otorgado por la

Administración de Justicia y de un par de segundos en los informativos de Canal

Nou. La balanza estaba claramente de parte de Tomás y él ya lo habría previsto,

dejándome con su media sonrisa que yo atravesara todos los itinerarios mentales

que él, previamente, había trazado. Y lo peor de todo era que, para mí, su

propuesta era la más razonable y, dadas las circunstancias, la más justa para todos

los participantes en este evento. La rabia que sentía venía de tener que reconocer

que alguien superior a mí en inteligencia y poder me estaba marcando el camino y

forzando a aceptarlo. Un vez más, los demás. Una vez más la misma presión que

reconocía, aunque ahora más apremiante y menos disimulada. Pero se supone que

así son las presiones del poder. ¿O qué me había pensado?

IX

Decidí consultar estas y otras tribulaciones con Miguel. Miguel es mi amigo

del alma y, aunque los últimos años y mi exnovia nos habían separado, desde mi

ruptura con Marisa (mejor, desde su ruptura conmigo) nos habíamos reencontrado.

Su carrera era, en cierto sentido, similar a la mía, solo que, en vez de dedicarse a

la defensa de los bienes y hacienda de los demás, se dedicaba a la salud y

bienestar de sus congéneres; en resumen, era médico. Y en lugar de un trayecto de

oposiciones y malos pleitos se había enfrentado a un camino de contratos basura y

subempleo, aun después de haber defendido, con cierto éxito, una tesis doctoral en

siquiatría que le había servido para cambiar las guardias de treinta y una horas de

antes por las guardias de treinta y una horas de ahora. También en lo sentimental

su carrera había sido similar a la mía. Su correspondiente novia de toda la vida no

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paraba de decirle lo mucho que le quería hasta que un día le dijo que ya no lo

quería, que se iba con un empresario de la noche que había conocido en una

despedida de soltera y que la consulta que habían puesto a medias entre el dinero

de él y el de los padres de Miguel no tenían por qué deshacerla, porque los

asuntos profesionales podían separarse de los personales. Compartimos recorridos

alcohólicos hasta que yo me salí de la pista; él, por su parte, continuó su carrera en

solitario hasta que su espíritu galénico le avisó de que el camino a la cirrosis

estaba a punto de llegar a su destino y, como eso correspondió con mi vuelta a la

vida activa, desde entonces nos reuníamos para hacer recorridos moderadamente

alcohólicos por el Barrio del Carmen que acababan a eso de las tantas con un

punto considerable, pocos euros en el bolsillo, la historia del ligue de la noche que

no pudo ser y un largo camino a casa.

–De qué te quejas, tío, ahora vas a ser famoso. Mira la tía esa.

–¿Cuál?

–La morena del traje verde. Está que se sale.

–Sí, pero te olvidas de que, cuando tienes un bufete, no es indiferente que la

fama sea positiva o negativa. Y, dadas las circunstancias, la única fama que voy a

cosechar es del segundo tipo.

–No serías el primer abogado especializado en defender marrones. Te puedo

poner un par de ejemplos.

–Sí, pero me temo que soy lo suficientemente cretino para defender a un

culpable pero no lo suficientemente abogado para elegir una cartera de clientes

compuesta por este tipo de individuos. ¿O a ti te gustaría ser el médico de familia

de Charles Manson?

–No, visto así… ¿Y qué impresión hace el Asesino de Rocafort visto de

cerca?

–Peor que en la tele. Ese tío tiene una mirada que da miedo.

–¿Y no dijo nada?

–No. ¿Por qué?

–Hombre, si me fueran a caer treinta años y pudiera evitarlo, lo haría. Te

contaría una milonga, buscaría alguna coartada…

–Ni siquiera sé si habla español.

–¿Se sabe de dónde es?

–La policía está haciendo investigaciones. Pronto sabremos cuánto tiempo

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lleva en España.

–Pues si quieres que te diga la verdad, yo este asunto no lo veo claro.

–¿Que no lo ves claro? En toda mi carrera no me he enfrentado a un caso

más claro, palmario y evidente de culpabilidad que este. ¡Pero si ha ido dejando

huellas por toda la casa! ¿Qué es lo que no ves?

–No me refiero a que no sea culpable; eso lo tengo claro. Lo que no

entiendo es por qué.

–¿Por qué? Porque está sicótico. Y te lo digo yo, que me he entrevistado con

él.

Los ojos de Miguel brillaron con avidez profesional.

–Ahí es donde quería yo llegar: la locura. ¿Por qué crees que está loco?

–Pues porque tres muertos, una violación y treinta años por doscientos euros

es un trato que solo firmaría un loco.

–¿Y cortar la luz eléctrica para desactivar la alarma? ¿Y neutralizar a los

perros guardianes sin matarlos? No, ese no es el comportamiento de un loco. Ese

es el comportamiento de un profesional.

–No veas fantasmas, Miguel. Era un ratero de tres al cuarto, entró en un

chalet que creía vacío, oyó ruidos, se le fue la cabeza y, en vez de huir y volver

otro día como un ladrón normal, escribió otro glorioso hito de nuestra provincia

en la historia negra de España. Si vives lo suficiente, lo verás en algún capítulo de

"La huella del crimen".

–Vamos a ver, llevo seis años tratando locos, como dices tú, y esa especie de

sicótico–revientapisos todavía no la he visto, así que la prensa y tú haríais bien en

no mezclar conceptos.

–Y si no es un loco, ¿qué es, según tú?

–No lo sé, pero probablemente sea un buen soldado.

–¿Un buen soldado?

–Frío, impasible, capaz de matar sin pasión, sin aspavientos, sin gestos

innecesarios. Sin ensañamiento: un golpe y listo. Todos los imperios han tenido

gente así.

–¿Un samurái?

–Por ejemplo. Una misión que cumplir y la suficiente frialdad para no

volverse loco. Para eso sirve el espíritu zen en las artes marciales. Te impresionó

su mirada ¿no?

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–Impresionar es poco.

–¿La mirada de alguien con la suficiente determinación para matar?

–Totalmente.

–Esa no es la mirada de un esquizofrénico, ni tampoco la de un sicótico,

créeme.

–¿Y la de un asesino en serie?

–Tienes razón, su forma de actuar tiene algo en común con la de los asesinos

en serie. La ausencia de compasión, la justificación de sus acciones, la falta de

empatía. Pero los asesinos en serie, por suerte o por desgracia, se suelen cebar en

las clases bajas y no eligen a sus víctimas, a no ser que se trate de un asesinato

ritual. Me inclino por la hipótesis del buen soldado. De hecho, si repasas la

biografía de algún maestro de artes marciales encontrarás episodios parecidos.

–¿Y por qué iba a arruinar su vida por una misión? Será un buen soldado,

pero un soldado idiota.

–Si yo fuera abogado como tú, diría Qui prodest?. Pero como solo sé

francés, prefiero decir Cherchez la femme.

–¿Y quién lo manda? ¿Dónde está el capitán de este Rambo?

–Eso, querido Javier, es cosa tuya. Para eso te pagan. Por cierto, ¿has visto

esas dos guiris que acaban de entrar? Están que se rompen. ¿Lo intentamos?

X

La conversación con Miguel me había dado que pensar. Si las cosas fueran

tal y como él las había planteado, el caso sería totalmente distinto y, la verdad,

cuanto más lo pensaba, más sentido tenía la entrevista con Valcárcel. No era

habitual en él, como atestiguaba su currículum, conceder previas a la parte

contraria antes del juicio para proponer acuerdos, a no ser que hubiera algo que él

no pudiera ganar por la fuerza de los argumentos. Aunque igual Miguel se había

equivocado, Valcárcel había sido sincero y yo me iba a dar el batacazo definitivo

de mi corta carrera profesional.

El verano era largo y los pleitos, escasos. Las personas decentes se iban de

vacaciones. La respuesta a Valcárcel podía esperar un tiempo. Para hacerme una

opinión, nada mejor que investigar un poco.

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XI

En las novelas, investigar es muy fácil. Uno está sentado en su despacho y,

como por ensalmo, empiezan a aparecer personajes desconocidos que te cuentan

historias inesperadas, te dan pistas y direcciones y, en buena parte de los casos,

acaban asesinados de modo truculento, lo que le da ocasión al investigador de

turno de moverse, relacionarse socialmente y meterse en mil y una aventuras. Pero

en la vida real lo único que se tiene es el periódico del día y un ordenador con el

último navegador que le permitía su sistema operativo, así que eché mano de las

noticias locales y del omnisciente Google. De las primeras colegí que el

Excelentísimo Ayuntamiento no reponía los bolardos arrancados por los

accidentes de tráfico (noticia de portada), que el Valencia preparaba en Paterna la

pre–pretemporada (noticia de portada) y, en Sucesos, las primeras fotos de Elena

Vidal Monsonís, la hija de Arturo Vidal, en el entierro de los Vidal. Las fotos

locales suelen ser una preciosa fuente de información para quien está

acostumbrado al famoseo valentino, así que no pude deducir nada interesante de

las mismas. Sin embargo, la noticia señalaba que "Elena Vidal no pudo contener

las lágrimas durante los oficios y tuvo que ser atendida por su tutor, don José

Valcárcel". Esto sí que era una novedad: ni familiares, ni amigos, ni nada: si

quieres que tu hija viva segura y esté a cubierto de acreedores, facinerosos o

caraduras, no la encomiendes a un tío o a un primo: envíala a un abogado, que

podrá encausar a los primeros, empapelar a los segundos y tener a raya a los

terceros.

Pero si José Valcárcel estaba en el entierro, Tomás Valcárcel no debía de

andar lejos. Recorrí con detenimiento todos los rostros visibles de la foto pero,

además de unos cuantos desconocidos, varios conocidos empresarios, dos

políticos del PP y un par de exfalleras mayores de Valencia, no divisé el talle alto

y apuesto de Tomás, de modo que recurrí a los dos periódicos locales que me

quedaban: el de tendencia derechista regional moderada y el de tendencia

derechista regional salvajemente agresiva. Sorprendentemente, fue en el primero

donde pude distinguir a Tomás, no por su presencia física, sino por la sombra que

arrojaba sobre uno de los asistentes. Como era de esperar, la pareja Valcárcel se

mantenía unida.

Acabada la primera fuente de información, comencé con la segunda. El

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buscador me devolvió una lista de sesenta y seis direcciones en las que aparecía

bvalcárcel, la primera de las cuales me llevó a la página principal de Bufete

Valcárcel y Asociados, una exhibición muy profesional de animaciones, índices y

menús desplegables, que tenía a Tomás y a José Valcárcel como núcleo. La

exploración de ese parque temático virtual jurídico me sirvió para comprobar que

la estructura del bufete era piramidal: la cúspide estaba ocupada por los

susodichos y, debajo de ellos, nobles (socios), hidalgos (asociados) y siervos de la

gleba (eufemísticamente llamados juniors). El bufete trabajaba dos áreas del

derecho, la penal y la mercantil, siendo sus cabezas respectivas José y Tomás.

Este maridaje, a primera vista extraño, dejaba de serlo cuando se entraba en

detalles de la cartera de clientes del apartado mercantil en Valencia: una empresa

de seguridad, varias sociedades vinculadas al ocio nocturno y a actividades

venéreas, y constructoras varias; en suma, la columna vertebral de nuestro sistema

productivo.

Decidí volver a Google y seguir leyendo las otras páginas, que eran en su

mayoría referencias de la prensa local. Por ellas pude saber que el bufete había

contribuido con una generosa suma a la Falla los Maestrosen los años 2005 y

2006, que la mujer de José Valcárcel le había abierto las puertas de su casa a una

revista de cotilleos locales y que el bufete aparecía implicado en la defensa de

varios casos relacionados con otras tantas tropelías urbanísticas: una finca que se

había derrumbado al ser rehabilitada sin permiso del Ayuntamiento en Orriols, un

recurso a la sentencia que consideraba ilegal la alteración del PAI (Plan de

Actuación Integrada) del barrio de Marxalenes, un pleito por la hocupación (para

diferenciarla de las homófonas okupaciones cutres) ilegal de un patatar

abandonado para su uso como base de contenedores en Alboraya… Los casos se

sucedían y los nombres de las empresas comenzaban a multiplicarse: Valdelamar,

Valecasa, Constructoras Mediterráneo S.L., Finc–a–Levant, demostrando el grado

de imaginación de sus fundadores. Aunque todos los casos prometían ser jugosos,

me llamó la atención el de la base de contenedores. No es que el asunto fuera

nuevo, pero todas las bases de contenedores ilegales se situaban al sur,

sospechosamente cerca de la ampliación del puerto, por lo que rellenar un campo

de patatas con contenedores repletos de productos para los todo a cien en el norte

de la ciudad era a la logística lo que discutir sobre la lengua de los valencianos a

la lógica: algo incomprensible. Me leí la noticia entera y busqué antecedentes y

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consecuentes de la misma a lo largo y ancho de la red. En síntesis: la Asociación

"Salvem l'Horta Nord" se había querellado contra Artrans S.A. por la ocupación

ilegal de un campo abandonado para instalar contenedores, que se había ido

gestando durante todo el mes de julio de 2008, pero que no se había hecho notar

hasta que los ocupas comenzaron a construir su lasaña particular, añadiendo una

segunda y hasta una tercera capas de metal con relleno. Al parecer, el campo

pertenecía a un labrador que pasaba sus días olvidando su vejez en una residencia

de la Malvarrosa y sus dos hijos se habían despreocupado de su padre y del

terreno, por lo que la compañía de transportes pudo obrar desarmada y a cara

descubierta. Sabedores del hecho los ecologistas de turno, y tras una campaña en

la prensa y los medios que cosechó un esperado fracaso, se decidieron por la vía

legal, que estaba por aquellas fechas pendiente de recurso, con un parcial

favorable a los ecologistas de uno a cero.

A estas alturas, Internet multiplicaba las posibilidades de investigación, pero

yo ya estaba cansado. Descolgué el teléfono y llamé a Miguel:

–Miguel, ¿te apetece hacer algo diferente esta noche?

XII

Los peores laberintos tienen formas rectas. Las formas curvas, los senderos

sinuosos, las veredas irregulares, permiten tomar puntos de referencia, fijar

detalles, saber si se ha pasado por un sitio determinado, situarse. Cuando lo único

que se extiende ante la vista es un conjunto de líneas paralelas y perpendiculares,

iguales y simétricas, la orientación no puede funcionar. El paisaje de la huerta al

norte de Valencia es un laberinto de pesadilla zanjado de acequias, caminos

vecinales, pasos elevados e inferiores, carreteras, autopistas y alambradas, que

delimitan cuadrados de tierra que, a su vez, están pautados de surcos. Un giro a la

izquierda de más o de menos y el destino buscado queda en paralelo a uno de los

lados del camino, mientras al viajero no le queda otra opción que verlo alejarse

irremisiblemente. Bolsas de plástico, restos de neumáticos, latas vacías o

jeringuillas quedan atrapadas en la tela de araña de las malas hierbas.

Sin embargo, las luces lejanas de las pocas alquerías que todavía albergan

habitantes nos informan de que, en tiempos no muy lejanos, la misma estructura

plana y poligonal que hoy hace de estos terrenos carne de ciudad creaba un

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modesto paraíso. Un paraíso plano en el que los ojos llegan hasta el mar y los

cables de la luz son el accidente geográfico más relevante, donde por las acequias

corre agua potable en la que se lava la nuca y los brazos el labrador que vuelve del

trabajo, donde los pájaros de toda Europa van a dormir.

Pero esa noche había mala suerte y la huerta presentaba su rostro más hosco.

Hacía media hora que bordeábamos el que suponíamos campo de la discordia,

pero no hacíamos más que acercarnos y alejarnos a la Falla Artrans en paralelo y

perpendicular sin que lográramos dar con el camino correcto. Íbamos pegados a la

autopista de Barcelona por un camino infame que corría en sentido opuesto a la

misma, deslumbrados por los faros de los coches y aturdidos por el ruido, cuando

una bolsa de Jobac colgada de un matojo nos informó de que existía un camino a

nuestra derecha que nos llevaba directos a la base de contenedores. Miguel dejó

de acordarse de mis antepasados para soltar un taco de asombro:

–¡Joder! Esto sí que es una ilegalidad a lo grande.

–Aquí no nos andamos con tonterías. Aprende a tomar posesión: ¿te gusta

un campo? Pues le plantas un contenedor de doce por dos y medio por dos y

medio. Bajemos a ver qué encontramos.

–¿Buscamos algo en particular?

–No lo sé, pero en las películas siempre se encuentra algo interesante en

estos lugares.

Miguel me lanzó una mirada imposible de traducir en palabras y salió del

coche. En efecto, en las películas dos investigadores, armados de una linterna y

hablando de otras cosas, acaban por encontrar en el suelo algo que, a la postre,

resulta ser fundamental para la investigación. Más realistas, nos dispusimos a

cerner el terreno, pero acabamos, como en el chiste, buscando cerca de la única

fuente de luz, un foco que alumbraba, sin motivo aparente, un campo vecino. Al

darnos cuenta, y avergonzados por nuestra impericia, nos dirigimos hacia los

contenedores, apuntamos algunas secuencias alfanuméricas con la esperanza de

que nos suministraran una prueba indicial y golpeamos las paredes metálicas para

averiguar si estaban llenos, con el resultado de un nudillo despellejado al día

siguiente. De camino al coche, observamos el terreno para encontrar alguna huella

o restos humanos, pero había tal cantidad de las primeras y un catálogo tan dispar

como poco estimulante de los segundos que, tras una mirada cómplice, volvimos

al coche, nos abrochamos los cinturones y nos quedamos mirando el parabrisas

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como si fuera una pantalla:

–Entonces, ¿al Carmen?

– Al Carmen.

– Pero antes vamos a comer algo. Pagas tú. Y la próxima vez que vayas a

hacer de Perry Mason, tráete al menos un par de bocadillos.

XIII

Lo bueno de salir por la noche en fin de semana por los locales de moda es

que uno puede encontrarse todo tipo de chicas guapas, por lo que, si la noche se

salda, como suele ser habitual, con sequía, le queda a uno al menos el consuelo de

haber contemplado una buena ración de belleza. Y lo malo es que, en ese todo el

mundo se encuentra el reducido subconjunto de personas a las que no se quiere

volver a ver en la vida, que es, en definitiva, el que se acaba encontrando. Como,

por ejemplo, a las exnovias.

Estábamos tomando una copa en Mogambo cuando divisé la figura alta y

ligeramente nerviosa de Marisa. Iba acompañada de un tipo absolutamente

olvidable y parecía que las cosas le iban bien, porque iba vestida de arriba abajo

de las rebajas de Purificación Martínez. Me fijé en que llevaba un collar de

pedrería indeterminada, ya que fue el clinc que produjeron las piedras cuando su

cuello se giró hacia mí el que me avisó de que me había visto y, como yo la había

visto, ella ya sabía que yo la había visto, yo ya sabía que ella sabía que me había

visto y, en definitiva, no nos podíamos esconder, el choque se hizo inminente.

Movió ficha ella, avanzando dos casillas hasta colocarse frente a nuestra mesa:

–Hola Javier, ¿cómo estás? (Miguel no entraba en el saludo por razones que

no vienen al caso ahora, pero que contaré, si el lector decide comprar este libro, en

una segunda parte).

–Hola Marisa, qué bien te veo. Pues no tan bien como tú. Debería ir más a

las rebajas.

–La verdad es que sí, porque como ahora vas a salir en la tele conviene que,

ya que te van a machacar, estés al menos elegante. Así recuperarás el

protagonismo que no tuviste como escritor frustrado.

–Vaya, muchas gracias, se ve que el aire cosmopolita de Casas Ibáñez ha

despertado tu ingenio.

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–No exageres, es un partido judicial como cualquier otro, con sus litigios de

lindes, sus quemas de campos, sus furtivos… Nada que ver con las emociones de

la capital. Defender a un asesino en serie, estarás orgulloso. Y ante Tomás

Valcárcel, con lo bien que le tienes tomada la medida.

Uno de mis innumerables defectos es que entro al trapo ante las

provocaciones, especialmente las de las exnovias, sobre todo si cuestionan mis

capacidades, lo que no me produce beneficio alguno pero sí más de un problema:

–Mi defendido no es un asesino en serie, es un soldado. Y Tomás no es

invencible; ya lo comprobarás a su debido tiempo.

En cuanto cerré la boca, me di cuenta de lo cretino que había sido. Marisa

sonrió irónica. Se lo había puesto en bandeja y se recreaba por anticipado en la

suerte:

–Un soldado –hizo una pausa, como el que paladea un buen güisqui, para

disfrutar hasta el fondo de todo su sabor. Después, pensativa:– Un soldado,

asesino de los Monsonís. Perspicaz línea de defensa. Estoy ansiosa por saber lo

que piensa el juez de todo esto. En cuanto a verlo, déjalo, ya fui testigo de ese

penoso espectáculo en las clases de Derecho Mercantil, ¿te acuerdas?

Claro que me acordaba. Como en una película, vi a Marisa sentada a mi

lado en el banco de la Facultad dibujando líneas en el papel cuadriculado con el

que tomaba apuntes mientras yo me tragaba la enésima réplica de Tomás desde el

estrado y veía las caras de mis compañeros. Pero hice como que no me acordaba:

–Bueno, el tiempo decidirá. Pero perdona, te estamos entreteniendo y estás

dejando solo a ese mozo, con la de lobas que hay sueltas por ahí.

–Sí, tienes razón, los magistrados con deportivo son uno de los bocados más

codiciados de la noche, aunque estoy segura de que a dos jovencitos de vuestra

posición no les faltarán proposiciones. Y ahora os dejo, que la noche es vuestra.

Y se fue. Más tiesa que nunca y meneando el culo como no lo había visto

nunca. Registró cinco miradas en tres metros. Miguel rompió el silencio:

–Al César lo que es del César. Hay que reconocer que Marisa los tiene bien

puestos.

–Miguel, llévame a un sitio donde las copas sean baratas, por favor.

Necesito emborracharme y no tengo más que diez euros.

XIV

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Solo hay una cosa más patética que ver a dos treintañeros haciendo botellón

en compañía de tres adolescentes a los que conocieron en una gasolinera, y es la

visión del cuerpo estragado de uno de ellos por los efectos del garrafón. Como el

objeto y el sujeto de tan lamentable espectáculo era yo, no pude observarme en

acción, aunque sí pude reconstruir los hechos cuando vi el estado en que había

quedado el cuarto de baño al día siguiente. Pero antes tuve una terrible pesadilla:

Estaba en clase de Derecho Mercantil. Tomás había acudido a su lección, a

pesar de que la Facultad estaba tomada por huelguistas furibundos. Al enterarnos

de la afrenta, nos dirigimos a su aula y la llenamos amenazantes. Y ahí estoy yo,

sentado junto a Marisa, con traje de payaso tonto, tomando apuntes. Tomás,

vestido de payaso listo, habla del movimiento obrero y de los derechos del

trabajador. Entonces yo le pido que nos ilustre con sus conocimientos sobre el

esquirolismo, movimiento surgido al socaire de las primeras protestas, y su

trayectoria histórica, a lo que él responde con una parrafada sobre los Comuneros,

el Trienio Revolucionario, Rosa de Luxemburgo y el Spartak de Moscú. La clase

se va haciendo pequeña. Mis compañeros se han transformado y están vestidos de

ejecutivos, mientras Marisa raya furiosamente su cuaderno, sin decir una palabra.

Luego Tomás, que ahora lleva frac y zapatos de charol, acaba su explicación con

una cerrada ovación del público y saca a bailar a Marisa, que se aleja con él

mientras los bedeles les echan arroz. Yo los sigo corriendo, pero su baile es más

rápido que mi carrera; además, el traje de payaso me impide moverme con soltura.

Poco a poco se van haciendo pequeños y, cuando me paro a ver cómo se alejan, un

contenedor me cae encima de la cabeza y me aplasta.

Mientras me esforzaba en dejar el cuarto de baño en el estado previo a la

noche anterior, iba situando mi maltrecho cuerpo en el espacio y el devenir de las

cosas. Era un domingo de finales de julio y tenía comida con mis padres. Tenía

que despojarme de los restos de la borrachera y aparentar que todo estaba bajo

control.

XV

Cuando un abogado tiene que investigar algo relacionado con el estado de

cuentas de una empresa se dirige, por reflejo condicionado, al Registro Mercantil.

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Como no soy una excepción a la regla, el lunes por la mañana acudí a su sede y

pedí una nota simple de Artrans, que leí ávidamente en cuanto me fue entregada.

Supe por ella que Artrans, S.A., era una sociedad administrada por don Arturo

Vidal, que había sido creada en dos mil uno y, entre otros muchos detalles que no

vienen al caso, estaba participada por don José Luis Montagut y había sufrido un

cambio de administrador en febrero de dos mil seis para incluir entre ellos a don

José Valcárcel.

Estaba tan inmerso en la lectura que no me di cuenta de que mi hombro

servía de parapeto a un segundo lector que, con descaro y avidez parejos, recorría

las líneas impulsado por su estado furtivo y por un ángulo de visión favorable. Iba

a acordarme de sus muertos, perdiendo el respeto debido a la toga y a las

instituciones, cuando reconocí al autor de la falta:

–¡Ramiro! ¡Hombre, qué sorpresa! ¿Cómo estás? No te había conocido.

–¡Hombre, Javier! Había visto un culo que se parecía al tuyo y me dije:

vamos a acercarnos, a ver si hay suerte. Y mira, la ha habido. ¿Qué haces por

aquí? No me digas que ahora le das al Mercantil.

–Pues sí, mira, me he decidido a darle a pelo y a lana, así que he venido al

Registro, me han preguntado de qué sociedad quería información y yo les he

preguntado: ¿qué sociedades tienen?

Ramiro me rió la gracia con efusión insincera y desmesurada. Habíamos

sido compañeros de merienda en el bar cuando preparaba las oposiciones y, la

verdad, nunca me había hecho demasiada gracia. En aquella época era el único

que iba a estudiar con zapatillas y quería dar la vuelta al mundo tocando una

guitarra. Al verlo con su traje de Ermenegildo Zegna, su colonia de Kenzo y sus

zapatos de diseño, tuve que recomponer rápidamente mis esquemas mentales para

asegurarme de la identidad entre ambas imágenes. No lo suficientemente rápido

para prevenirme de su ataque:

–Oye, eso no tendrá que ver con lo del Asesino de Rocafort, ¿verdad? Me

he enterado de que te ha caído ese marrón. Vaya putada, ¿no? Pero la casa de los

Vidal–Monsonís no está a nombre de ninguna empresa ni pertenece al término

municipal de Alboraya.

Al tiempo que hablaba continuaba leyendo la nota informativa. Apenas se le

notaba, solo una vibración en la comisura de su ojo izquierdo. No pude por menos

que admirar su técnica. Dentro de unos años la dominaría con maestría.

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Indisimuladamente, metí la hoja en mi carpeta de cartón azul con gomitas y, por

cambiar de tema, hice la pregunta fatal:

–Bueno, y a ti, ¿cómo te va?

El que de lejos lo parece, de cerca lo es. Ramiro trabajaba como pasante

para el Bufete Valcárcel.

XVI

A pesar del calor, de la canícula y de la desbandada general, a partir de ese

momento ya estaba claro que el ojo de Mordor habría puesto su mirada en mí y

que mis pasos iban a ser espiados por un ejército invisible de pasantes deseosos de

ascenso, funcionarios corruptos, rastreadores de huellas informáticas y, por

encima de todos ellos, el capitán de los Nazgûl, que no tardaría en abalanzarse

sobre mis despojos. Pero, a la espera de noticias de las fuerzas del mal, decidí

seguir con mi trabajo.

Del ilustre hijo de nuestra ciudad don José Luis Montagut sabía que había

sido, además de Presidente de la Patronal del Transporte en Valencia, el concejal

de Urbanismo de nuestro Ayuntamiento hasta hacía unos meses, lo que abría una

relación entre el difunto y el consistorio no por esperable menos sorprendente. Me

extrañó la fecha de fundación de la empresa. Demasiado tardía para todo un

Presidente de patronal. Una búsqueda en Google y una visita a la hemeroteca con

el fin de consultar archivos de la era prenética me sirvieron para averiguar que el

señor concejal había sido un empresario de los de aquí te espero, que había creado

y cerrado sociedades como quien cambia su cartera de inversiones y que, en

tiempos, había tenido un idilio más que sonado con la extrema derecha

valenciana. Esto último se hacía evidente en una foto de archivo, que no puedo

incluir para no alterar el precio de la novela, en la que se veía al interfecto

tomando una copa de vino bajo el toldo de una conocida cervecería de la Gran Vía

Marqués del Turia.

Aquí cerraba la boca el oráculo del Registro Mercantil, así que, como no

sabía qué más hacer, me dirigí, con empecinamiento profesional, al Registro de la

Propiedad, para pedir una nota informativa de la parcela ocupada por los

contenedores del transportista fallecido. Para ello tuve primero que identificarla,

lo que fue no poco esfuerzo, pero un esfuerzo que valió la pena, porque una visita

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más detallada, serena y orientada al lugar de los hechos me hizo ver que la

ocupación no era un hecho aislado; aquí y allá se veían contenedores varios en

terrenos infértiles, aunque en ningún caso con la falta de discreción que en el mío.

Arriesgándome a aparcar el coche en aquellas soledades sonoras, me di un paseo

para identificar las empresas responsables de los contenedores. Me frotaba las

manos estableciendo nexos causales y diagramas de relaciones en la pared de mi

despacho, hasta que comprobé que los ocupantes respondían a las banderas

coreana, china (Hong–Kong) y chipriota. Claro. Ocupar con contenedores de

Artrans, al fin y al cabo, es una torpeza cuando se puede ir al puerto, tomar

prestada media docena de contenedores antiguos y dispersarlos por el norte de la

ciudad. Con la ayuda de un bic y un bloc, trazé un rápido bosquejo del lugar para

poder dibujar más tarde el mapa de la ocupación. Luego me fui a una papelería de

la calle del Mar experta en cartografía y me peleé con el empleado –un tirillas

jovencito, inconcebiblemente estirado para la época histórica que nos ha tocado

vivir– hasta que el encargado, que salió al oír las voces, reconoció que existía

constancia topográfica venal a escala 1:10.000 de la zona y pasó a la trastienda a

localizarla.

Regresé al bufete contento como un niño. Siempre había deseado extender

un gran mapa en mi despacho, así que procedí a clavarlo con chinchetas detrás de

mi sillón y a rellenar las parcelas ocupadas con marcador fosforescente amarillo.

Lo que hace la perspectiva: vistos desde lo alto y unidos por un mismo trazo, los

campos de los contenedores dibujaban una línea casi recta, que moría en la huerta,

a seis kilómetros de Valencia, después de Port Saplaya. Había descubierto, sin

duda, algo importante. Ahora solo quedaba encontrar a alguien que me explicara

qué demonios significaba todo aquello.

XVII

A primeros de agosto, la jueza Román, vía notificación estándar, me

comunicaba que disponía de detalles del caso. Así que desempolvé mi traje de

verano, cogí mi coche y me dirigí a los juzgados de Moncada reventando caballos.

Media hora después, aparcaba por un golpe de suerte a escasos cien metros

de la puerta. Entre ambos puntos, una acera desnuda y una lluvia de sol que me

empapó de sudor en el escaso minuto que tardé en completar el desplazamiento.

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Me detuve en la puerta del edificio para gozar del aire acondicionado, recomponer

mi figura y comprobar el turno de los guardas. Estaba de suerte: debido a las

ausencias vacacionales y a los recortes de plantilla, Teresa estaba de guardia.

Teresa era una escultura en traje de faena, y no digo diosa porque un teñido rubio

centeno de dudoso gusto empeoraba un efecto que, en la hipótesis del castaño que

dejaban ver sus raíces y un traje de baño, me llevaría recuperar la fe perdida de

pequeño. Bien pensado, yo la prefería rubia. Si la caterva de carroñeros que

cruzaba diariamente la Ciudad de la Justicia se enterara de que la guardiana del

centeno era, en realidad, su tesoro, me la habrían pispado en un plis–plas. Llevaba

un año trabajándomela, pero todavía no sabía si felicitarme por mi constancia y

mis éxitos parciales o si abofetearme por no haberme lanzado todavía al ataque. A

lo más que había llegado era a invitarla a una horchata aprovechando el final de su

turno y el principio de la temporada estival y a aprovechar la situación para oír de

sus labios la mejor declaración que podía esperar un hombre de una mujer: el "no

tengo novio", aunque algún comentario cazado al vuelo en visitas sucesivas a los

juzgados me hizo suponer que aprovechaba los fines de semana para arrancarse

por kamasutras con compañeros de trabajo, oficiales, amigos de gimnasio y

subalternos varios o desconocidos en insustanciales pero intensos cameos

mientras yo la seguía saludando con mi "buenos días, señorita".

–Hola Teresa, ¿cómo estamos?

–Pues ya ves, aquí, disfrutando del veranito. ¿Y tú, no tendrías que estar en

tu yate en Jávea?

–Sí, pero ya sabes lo aburrido que es, ese mar y ese cielo tan azules, que

nunca cambian, ni una nube, todo el día bañándome y recuperándome de la resaca

de la noche anterior… En cambio, Valencia está llena de emociones: nunca sabes

cuándo llegará el autobús, ni si estará cerrada la tienda que necesitas…todo lo que

necesita un hombre de acción como yo.

–Para acción la que tienes con el cabrón del Asesino, ¿eh? Menuda putada.

Si no logras deshacerte de ese tipo y lo declaran inocente, conozco un par de

amigos que con gusto le harían una visitita, así que, cuando quieras, te los

presento.

–Muchas gracias, Teresa, cada día estás más amable.

–Y tú cada día estás más guapo.

Debí de poner cara de pez por lo que se rió. Y ya sé que debería haber

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aprovechado la oportunidad para entrar al trapo pero, qué quieren, ese tipo de

comentarios irónicos e inteligentes que la habrían llevado directa a mi cama solo

se me ocurren después de haberle dado vueltas durante varias semanas a lo que

pudo haber sido y no fue, así que le sonreí, moví la cabeza enrojecida y me dirigí

al funcionario de turno para pedirle las nuevas de mi caso.

La jueza Román era mujer de mediana edad, seria y concienzuda. En los

ambientes judiciales, por estas mismas cualidades, la denominaban "gris" y

"aburrida", pero a mí me gustaba. La prefería a esos jueces rimbombantes que se

creían los maestros de ceremonias del circo jurídico o a los jueces indolentes que

le dedicaban apenas un vistazo a decidir dónde iban a pasar los acusados sus

próximos veinte años. La Román, por el contrario, era una persona de costumbres,

que pasaba un tiempo considerable en el despacho, dictaba resoluciones

razonables e instruía sumarios que, hasta el momento, habían sido una garantía en

el momento del juicio. También, como suele suceder con personas de este tipo, era

poco apegada a lo material y, por tanto, altamente refractaria a las presiones de los

bufetes y a regalos o canonjías, ya que su única debilidad, por la que era capaz de

dejarlo todo, eran su marido y su hija pero, como ambos estaban en su casa, se le

daban un céntimo de euro las cuitas del mundo exterior. Por todas estas razones, la

información que la Europol había enviado como respuesta a la petición de la

policía española estaba completa, ordenada, fotocopiada y hasta la grapa había

sido puesta en ángulo de cuarenta y cinco grados con la esquina de la hoja. No

siempre hace falta gritar para que los subordinados obedezcan.

A la salida hice tiempo hasta que Teresa volvió de tomarse un café con uno

de los bedeles. Respondió a mis indirectas con la vaga promesa de que un día de

estos me llamaría pero, como nunca le había dado mi número de móvil, me fui a

casa con el birrete gacho.

XVIII

Nombre: Petre Rumescu. Nacionalidad: rumano. Edad: treinta y un años.

Detenido diecisiete veces en su país por hurtos, robos con intimidación y peleas

callejeras entre los dieciséis y los veinticuatro años. Vinculado a las mafias de

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robo de vehículos entre Alemania y los países del Este. Se le detiene por exceso

de velocidad con documentación falsa en Stuttgart y es encarcelado. Después

desaparece de los registros policiales durante tres años, aunque informes

procedentes de Rusia lo sitúan integrado en escuadrones paramilitares que operan

en las fronteras de Osetia, Ingushetia y Chechenia. Reaparece su nombre en los

papeles incautados a una banda de butroneros desarticulada en Alicante el año

pasado, aunque no se logra dar con él. Hasta finales de junio, fecha en que saldó

su silencio con un protagonismo no obtenido nunca antes.

Por lo demás, los informes indican que había sido boxeador amateur y que

había estado a punto de entrar en el equipo olímpico rumano, de no haber sido

porque su carrera delictiva se interpuso en la deportiva. Callado, introvertido; el

informe no señalaba relación sentimental alguna. Bebedor y fumador, lo normal

en estos casos. Sí que se mencionaba su carácter frío e impasible, que le había

librado de varias detenciones en situaciones en las que sus colegas caían, presos

de los nervios y el terror. El informe se cerraba con una advertencia, a estas

alturas ya innecesaria: ASESINO POTENCIAL. EXTREMADAMENTE

PELIGROSO.

Cuanto más leía su currículum, menos sorprendentes me parecían sus

inicios: coqueteos con la pequeña delincuencia y paso a mayores en mafias

organizadas, donde habría sido un peón útil y agresivo. Su paso a mercenario

suponía, sin embargo, un salto cualitativo, porque alguien que chapotea en el

estraperlo de coches no cambia un destino relativamente cómodo por los riesgos

de la guerrilla y la crueldad de los escuadrones de forma involuntaria. Pero las

nieblas de los Urales no le debieron de gustar, puesto que había decidido darse

unas vacaciones, ¿y qué mejor sitio que Alicante para olvidar las penas bajo un

sol primaveral y para hacerse un pecunio con unos cuantos trabajos fáciles en

polígonos industriales semidesguarnecidos? Después, otro salto incomprensible; si

viniste a Alicante para olvidar tu escuadra de los Urales, ¿por qué dejaste ese

empleo cómodo para tu estado y ofreciste tu cuerpo a la Justicia? ¿Por qué? Quem

prodes, Petre Rumescu?

XIX

Mi gimnasio es uno de los más antiguos de la ciudad. Si a eso añadimos que

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es, además, de los más viejos, que no es mixto y que está en el casco histórico,

tendremos algunas de las claves de la educación sentimental que recibí cuando me

inscribí allí, a los dieciséis años. Aunque los primeros días después de haber sido

designado abogado defensor había salido en la prensa, debido a la escasa

circulación que ese tipo de material tenía entre buena parte de sus clientes, solo

últimamente se estaban enterando por filtración natural de la noticia. Esta vez fue

el dueño en persona el que me saludó:

–Hombre, Javier, ¿cómo estás? Oye, ¿es verdad que defiendes al Asesino de

Rocafort? Vaya papelón, ¿eh?

–Mira, ya ves, gajes del turno de oficio, que a veces te obliga a tenértelas

con facinerosos. Y hablando de asesinos peligrosos, ¿qué tal está Dimitri?

– Ahí lo tienes –me dijo, haciendo un gesto con la barbilla–.

Lo llamábamos Dimitri pero, en realidad, nadie sabía su verdadero nombre.

Llegó un día con su metro ochenta y cinco y sus ojos azules para matricularse

hasta que el dueño le pidió sus datos personales para hacerle una ficha. Él,

entonces, dijo que iba a pagar cada sesión por separado, con lo que la mensualidad

le salía por un pico, que pagaba religiosamente todos los días antes de entrenar. En

aquel momento, estaba observando al grupo de artes marciales, compuesto por un

grupo de chavales unidos por lazos de camaradería y de drogas en las discotecas

del extrarradio y un monitor con cuerpo de culturista y coleta que ejercía de gurú

y maestro a la vez, al tiempo que los calentaba, literal y metafóricamente, en la

sesiones de kumite. El monitor ejecutaba ante sus discípulos una secuencia de

defensa–ataque mientras Dimitri se sonreía, como añorando la oportunidad

inexistente de demostrarle al monitor quién era realmente el amo allí. Luego, muy

lentamente y con cierta discreción se defendió de un golpe imaginario

esquivándolo mediante un giro sobre uno de sus pies, como si fuera un compás, y

contraatacando con un golpe de codo sobre las hipotéticas costillas del atacante.

Yo pensé en mi Dimitri, y en cuántas veces habría amagado un golpe parecido a

ese en los espejos de un gimnasio en Rumanía, pero el pensamiento puso brumas

en mi mente y las aparté con un suspiro.

XX

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Solo dos días más tarde, un fax del juzgado me comunicó que los resultados

de las autopsias ya estaban a mi disposición. Ausente Teresa, la visita se convirtió

en un puro trámite, del que volví con un informe mucho más detallado de lo que

se acostumbra a recibir en estos casos.

Los resultados de la autopsia no por conocidos dejaban de ser

estremecedores. Truculencias aparte, tres detalles me llamaban la atención:

primero, que la hija de los Vidal se hubiera librado de todo daño, y que hubiera

sido escondida en el maletero, como si el asesino hubiera querido ahorrarle el

poco edificante espectáculo de una violación. Segundo, que la violación de la

criada no hubiera acabado con daño irreparable para esta, lo que resulta

incomprensible en alguien que acababa de cepillarse a tres miembros de una

misma familia sin pestañear, haciendo gala de una profesionalidad que desdecía

de la muestra de imprudencia que constituye dejar con vida a alguien que, por

razones de cercanía, te podría identificar en cuanto te viera. Tercero, que el acto

de violación, que no había dejado huella seminal alguna y que se podía considerar,

por ello, gesto de dominio, se hubiera dirigido contra el miembro de estatuto más

bajo de toda la casa. Y, por encima de todo, que un delincuente con la trayectoria

de mi defendido se hubiera comportado de manera tan errática y, al parecer,

irracional. Cuantas más piezas iba juntando del puzzle, menos entendía la trama

del todo; pero el túnel de aquel caos tenía una luz blanca en el fondo que me iba

empujando cada vez más hacia lo desconocido.

XXI

Lo que quedaba del mes de agosto pasó sin pena ni gloria, pero la calma de

aquellos días fue ampliamente compensada por el ajetreo de principios de

septiembre. A las nueve menos cuarto del mes uno del curso escolar recibí el

siguiente mensaje:

Tom a [email protected] . Asunto: conversación

Estimado Javier:Terminado el paréntesis vacacional, quisiera convocarte a una

reunión mañana, en mi bufete, de 9 a 9.20 de la mañana, para hablar de la línea de defensa del caso Rocafort.

Atentamente,

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========================================================Prof. Dr. D. Tomás ValcárcelProfesor Titular del Departamento de Derecho MercantilUniversitat de ValènciaBufete Valcárcel y asociadosValencia Most Recommended Lawyer========================================================

Mordor lanzaba sus fuerzas contra mí. Seguramente Ramiro, que por sus

dotes intelectuales estaría sentado bastante a la izquierda de los socios en el

bufete, no tenía la confianza suficiente para despachar con Tomás en persona y

habría cumplido con sus deberes informativos vía correo electrónico, que habría

dormido el sueño estival hasta que el jefe, vuelto de sus únicas vacaciones sin

imeil, habría avistado, valorado, leído y rápidamente respondido. Mi iniciativa

debía de haber sido considerada lo suficientemente grave como para actuar con

rapidez, pero lo bastante irrelevante como para concederme solo veinte minutos.

Se trataba de evaluar la situación, reparar brechas en el sistema y comprobar

cuánto sabía yo. Eso quería decir que, en efecto, había descubierto algo. Con un

poco de habilidad habría podido hacerle una contrallave argumentativa a Tomás y

obligarle a soltar información que solo él conocía. Lamentablemente, carecía de

dicha habilidad y me tendría que limitar, en su despacho, a adoptar una actitud

defensiva y, en definitiva, a verlas venir.

XXII

La segunda visita al bufete me permitió observarlo a toda máquina. Una

decuria de pasantes de ambos sexos, vestidos con trajes que hacían fru–fru al

moverse y perfumados con las últimas tendencias del mercado nasal, cruzaba

nerviosamente el pasillo siguiendo trayectorias perfectamente trazadas hacia

despachos desconocidos, mientras me observaban al pasar con el rabillo del ojo.

Soporté sus exámenes mientras me dirigía a la recepción, donde una mujer mayor

y de mirada inteligente, la secretaria, hizo saber al jefe que la primera visita estaba

dispuesta a ser servida. En cinco segundos, la puerta del despacho de Tomás se

abrió y apareció Él, con un aspecto tan moreno, tan sano y tan descansado que me

hizo recordar a cierto político ya fuera de circulación. Sus dientes brillaban más

con el contraste y la sonrisa que me dedicó me permitió ver hasta el segundo

molar:

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–¡Javier, bienhallado! ¿Cómo te han ido las vacaciones? ¿Has descansado?

Pasa, pasa, en la mesa de reuniones, por favor.

Así que cambiaba de asiento. Pude observar que la mesa de reuniones estaba

ocupada por papeles y me halagó pensar que alguno de ellos estuviera ocasionado

por mis pesquisas. Nos sentamos y lo dejé hablar:

–Bueno, Javier, ¿ya te has pensado mi propuesta? Te escucho.

Mi tiro, por la culata. Ahora me tocaba a mí, sin tener nada preparado.

–Verás, Tomás, todavía no tengo una decisión tomada…

Tomás cometió un error: impacientarse.

–¿Cómo que todavía no tienes una decisión tomada, por Dios? ¿Entonces

qué has hecho en agosto? ¿No has sacado nada en claro en el Registro Mercantil?

He sabido por uno de mis pasantes que estás haciendo investigaciones absurdas en

lugar de centrarte en lo que importa. Hicimos un pacto antes del verano y no lo

estás cumpliendo, Javier, y yo, la verdad, no tengo mucho tiempo para estas

tonterías; pero, si quieres saber una cosa, no me gusta que jueguen con mi buena

fe.

Así que había acertado: D2, tocado. Lo que no sabía era si estaba ante un

submarino, un destructor o un portaaviones. Por fortuna, el exabrupto de Tomás

me había permitido pensar.

–Disculpa, Tomás, pero mientras estabas de vacaciones ha ido llegando

nueva información al Juzgado. Por cierto, desde aquí se ven los sobres; veo que

no has tenido tiempo de leerlos, pero la ficha policial de Petre Rumescu es de lo

más instructiva. Ese tipo es un asesino, pero no es un loco, Tomás.

Tomás me miró fijamente con sus ojos marrones y yo sentí cómo hasta mi

píloro comenzaba a temblar. Y eso que todavía no estaba enfadado.

–¿Y qué más da? Vamos a ver, ¿de qué estamos hablando aquí, del estado

mental de un asesino confeso o de tu futuro profesional? ¿Es que no sabes cómo

es esta ciudad? ¿Tú te has preguntado quién va a acudir a tu bufete en cuanto la

prensa comience a decir que estás alargando el proceso para buscarle vías de

escape judicial a tu defendido? Te vas a enterrar en vida. La verdad es que no te

entiendo.

–Mira Tomás, no te puedo decir más… lo siento.

–Javier, no sé si te das cuenta de la ventaja que estás teniendo hasta ahora.

Te estoy haciendo partícipe de mi estrategia, te propongo un acuerdo y tú te

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niegas. Esto es demencial. Pero supongo que tu actitud no se debe a hostilidad,

sino a desconocimiento de la materia. Piénsate bien lo que vas a hacer y, por

favor, cuando tengas clara tu decisión, comunícamelo lo antes posible para que

podamos obrar en consecuencia. Te conozco y sé que no vas a ser tan poco

inteligente como para enfrentarte al bufete. Nuestros pasantes han sido los

mejores becarios de investigación del Departamento y, el que no lo ha sido, lo

suple con su ambición. Imagínate la cantidad de información que puedo mover.

Pero bueno, no nos pongamos trágicos; seguro que tienes mucho trabajo que hacer

y no tiene sentido prolongar esta charla. No te entretengo más.

Tomás se caló las gafas y se puso a revisar la correspondencia, de lo que

colegí que la entrevista se había acabado y que me tocaba salir de su despacho con

viento fresco, algo que coincidía perfectamente con mi estado de ánimo, de modo

que murmuré una despedida que no fue contestada y salí.

En la calle, el miedo se fue transformando en rabia y, más tarde, en ira

sorda. ¿Cómo era posible que me tratara con tanto desprecio, como si yo fuera

uno más de sus pasantes y no la parte contraria? Estaba claro que su opinión de mí

rozaba el nivel de las alcantarillas y yo no le había dado ningún motivo para

cambiársela. Claro que, bien mirado, ¿quién era yo, sino uno de esos picapleitos

que tiene que aceptar el turno de oficio para cubrir con esos ingresos los gastos de

colegiación? Estaba en lo más bajo del escalón profesional, era un paria entogado,

y eso se tenía que notar. Esta vez no recurrí a los dulces para desahogarme, sino al

ejercicio. Mens aegrota in corpore culturista. Me fui a mi gimnasio y eso le dio al

caso, como dirían allí, un giro de trescientos sesenta grados.

XXIII

Al llegar fui saludado con efusión por Fernando, el monitor, alguien que no

había sabido sacar partido del espectacular cuerpo que Dios le había dado y que

languidecía en su trabajo de bombero a la espera de aventuras no llegaban nunca.

Se acababa de reincorporar al ejercicio activo después de unas vacaciones en los

Pirineos subiendo y bajando barrancos y lucía sano y moreno:

–¡Hombre, Javier! ¿cómo estás? ¿Qué tal han ido las vacaciones?

–Pues ya ves, pringado en Valencia, trabajando.

–Oye, ya me he enterado de lo del Asesino de Rocafort. Qué putada. A ese

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tío lo tendrían que haber linchado. No se te ocurrirá decir que no lo ha hecho,

¿no?

Había tenido ocasión de ver ese paquete de músculos en acción y, por eso

mismo, decidí llevar la conversación por terrenos seguros:

–No te preocupes, ese tío está más pringado que un niño en un almacén de

gominolas –y después, recordando lo que me acababa de suceder– a ese tío no lo

salva ni un milagro.

–Pues entonces, ya está, ¿no? Lo llevas a juicio, lo condenan, lo encierran

para siempre y asunto terminado –dijo, haciendo con las manos el gesto de

quitarse el polvo.

No sé si lo he dicho ya, pero otro de mis múltiples defectos consiste en

hablar de más cuando supongo que eso va a mejorar mi imagen, de modo que no

me pude reprimir:

–No sé, no sé. La verdad es que creo que detrás de este asunto hay más

gente implicada.

–Claro, quién se imagina que ese tío se metió solo en esa casa, habiendo

otras ocho igualitas en la misma calle. Ese tío sabía dónde adónde iba. Pero está

como un cencerro.

La lógica de su respuesta me dejó pensativo; Fernando había trabajado para

El Turco Enfadado, cobrador de deudas, así que hablaba con conocimiento de

causa.

–Oye, ¿sabes que eres la primera persona que piensa lo mismo que yo?

–Pues es evidente. Tú pagas a un menda, le encargas un trabajo y, si es un

profesional, se estudia la situación, se busca una huida y, cuando entra la policía,

el tío está triunfando en Marbella con trescientos mil euros en el bolsillo. Pero

para esconderse en el bosque de Rocafort hay que ser un pringado pero que muy

muy pringado. Y tú, ¿por qué crees que había más gente implicada?

Me lo llevé a las espalderas del gimnasio y allí le conté de forma sucinta, y

convenientemente expurgado, el relato de mis aventuras en los registros, en la

huerta de Alboraya y en los juzgados. Fernando se quedó pensando un rato; tenía

una inteligencia un poco salvaje y algo desviada, pero, cuando estaba en vena,

daba buenos consejos:

–¿Sabes quién te puede ayudar? Rafa el inspector. Y me parece que está por

aquí –mientras lo decía, lo buscaba por todo el gimnasio con la mirada y, al verlo,

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lo llamó a grito pelado –Rafa, tete, ven aquí, que tenemos que decirte algo.

Rafael era un inspector de Hacienda cuarentón y barrigudo, que insistía en

hacerse la raya en un pelo que habría estado mejor más lavado y menos peinado.

En sus ratos libres, al inspector le gustaba merodear por Viveros observando las

maniobras amatorias de las parejas y ofreciendo dinero por favores a jovencitas

que rozaban la raya de lo legal, hasta que un día la cruzó y de la denuncia

subsiguiente solo lo libró Fernando con un testimonio–coartada que dejó el asunto

en tablas dialécticas entre la denunciante y el imputado. A mí el tal Rafael me

parecía de lo más repugnante, pero Fernando estaba lanzado. Me iba a devolver el

favor que le había hecho el año anterior, al permitirle ligar con una alemana

impresionante gracias a mis conocimientos de inglés y a la traducción libérrima

que mi mente obnubilada por sustancias diversas y el alcohol a partes iguales

hicieron. Salió con ella tres semanas en las que afirmaba haber pegado los mejores

polvos de su vida. Aquella acción heroica me abrió el acceso a su cartera de

amigos, por lo que desde hacía un año entraba en las discotecas sin pagar, había

presenciado tres refriegas in situ y había estado a un pelo de cepillarme a la

campeona de culturismo de Zaragoza del año anterior. Y esta cadena de favores

nos iba a unir en una extraña comunidad:

–Oye, conoces a Javier, ¿no? Mira, resulta que está trabajando en un asunto

y creo que tú le puedes ayudar. ¿Te acuerdas de aquel expediente del que me

hablaste que teníais cogiendo polvo en la delegación para que prescribiera? Pues

Javier necesita consultarlo.

Mientras Fernando le iba explicando su plan, la cara de Rafael fue

perdiendo el color del ejercicio, al tiempo que iba girando su cuello de Fernando a

mí con un movimiento acompasado.

–Pero tete, ¿tú sabes lo que me pides? Eso es imposible.

Creía que ahí se iba a acabar todo, pero desconocía la extraña solidaridad

que el ejercicio crea entre las personas. Fernando empezó a enfadarse:

–¡Chst! Eso es un favor que me debes y que me lo vas a pagar ahora para

que yo le pague otro favor a mi amigo, y no hay más que hablar. –Su cara decía

muchas cosas, y Rafael las comprendió todas enseguida.

–Muy bien, pero si te hago eso ya no te debo nada más nunca. Ni

información de los morosos, ni inspecciones por sorpresa a las empresas que

despiden a tus colegas, ni nada, ¿estamos?

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Fernando asintió:

–Perfecto. Estamos en paz.

Rafael me miró como a un saco de patatas:

–¿Sabes dónde está la Delegación de Hacienda? Mañana a las nueve y diez

te quiero en el bar de enfrente. Te voy a dejar el expediente media hora, ni un

minuto más. No lo puedes fotocopiar. Te lo miras, consultas lo que tengas que

consultar y te vas de mi lado sin que nadie te vea. ¡Ah! y cuidadito con esa

lengua, así que ya te puedes ir preparando.

Y, en efecto, me preparé. Nunca me imaginé que le iba a dar las gracias al

señor Nokia por haber incluido esas maravillosas prestaciones en los móviles

modernos.

XXIV

Al llegar al bar la mañana siguiente, Rafael me dejó a solas con el

expediente para que no me relacionaran con él, lo que me permitió fotografiarlo

hasta donde me dejó la memoria de mi móvil. De vuelta a casa, y tras varias horas

luchando contra el Phtoshop, logré reconstruir de forma cabal parte de su

contenido que, en síntesis, reproduzco:

Resulta que, más o menos por la época en que alguien se dedicaba a la

cocina italiana en Alboraya con pasta Artrans, la empresa había sufrido un

proceso de ampliación de capital con la llegada de José Valcárcel, al tiempo que

había iniciado una regulación de empleo paralela. La segunda medida le permitió

mejorar su balance de explotación (como supe luego, para establecer una nueva

base logística en Marruecos), mientras que la primera se había empleado en una

compra masiva de terrenos en el extrarradio de Valencia. La zona de Alboraya era

la más evidente, pero no la única, puesto que había parcelas en Moncada,

Catarroja, La Eliana y Puzol. Una empresa que se descapitaliza y se recapitaliza al

mismo tiempo oculta algo; ahí es donde entra en juego Hacienda. Una

investigación que afecta al a la vez presidente de la Patronal y al concejal de

Urbanismo destapa recelos; ahí es donde entran en juego las presiones, de resultas

de las cuales el jefe de jección fue ascendido a jefe de la Unidad Recaudadora de

Alicante, donde trabajo, por cierto, no le iba a faltar, y el expediente quedó

relegado a un estante perdido para que cogiera polvo con la prohibición expresa

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de tocarlo antes de que los ratones se pusieran como el quico de papel.

Tras leer el informe, creí haber descubierto una trama de transportistas

vinculada al puerto y relacionada con la ZAL: según estos informes, la ampliación

del puerto no se haría por el sur, sino por el norte, lo que alteraría el uso y precio

de todos los terrenos de la zona, por motivos que me eran totalmente ignotos. Pero

no se debe hacer hipótesis antes de tiempo, como no tardaría en comprobar.

XXV

A esas alturas, mi despacho estaba hecho un cromo. Al mapa de la huerta

que presidía mi despacho había que añadir el informe ampliado e impreso en

papel fotográfico, más notas informativas, fotocopias de la hemeroteca y una

barba de cuatro días inusual en mí. Ese era el estado de mi bufete cuando vino a

verme uno de mis clientes, que se quedó boquiabierto al descubrir un nivel de

actividad de tal calibre. Quería saber cuál era el estado de lo suyo. Estuve por

decirle que estupendamente, porque la exencargada de Galerías Preciados nos

estaba dando de comer al abogado de la otra parte y a mí, pero aproveché para

hacerle ver que la relevancia adquirida por el caso del Asesino había atraído a mi

despacho a una cartera de clientes pudientes entre los que seguía incluyendo mis

viejos casos por ética profesional, a condición, claro está, de que comprendieran

que la provisión de fondos debía aumentar para ir moviendo su asunto. Para mi

sorpresa, y como si lo hubiera asumido ya desde hacía tiempo, mi cliente se sacó

del bolsillo unos billetes enrollados con un elástico y los puso encima de la mesa

con vergüenza, como si mi condición de personaje mediático no se mereciera tan

menguado pago. Hice como que tenía toda la razón, pero que lo aceptaba por mi

bondad natural, y le prometí buenas noticias en un plazo muy breve, mientras

salía a acompañarlo al vestíbulo.

Conté los billetes. Mil doscientos euros de vellón. Albricias. El mes estaba

salvado.

Estaba de tan buen humor, que decidí llamar a Manolo para ver si había

algún rumor por juzgados del que quisiera hacerme partícipe. E hice bien:

–Chico, en estos momentos estaba a punto de llamarte yo. ¿Sabes de qué me

he enterado?

–¿En la cafetería o leyendo sumarios al azar, como hacéis para distraeros?

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–Ni una ni otra: en mi partida de chamelo.

–Pues no, ni idea.

–Pues que el fiscal Rovirosa –que, a la sazón, se había hecho con el caso–

ha recibido una visita de Madrid y han estado más de dos horas encerrados en su

despacho. Al salir estaban los dos rojos y, en cuanto ha despedido a su superior, ha

vuelto a su despacho y el teclado del ordenador echaba humo.

–¿Y cómo se interpreta eso?

–Pues según mi pareja de chamelo, que lleva en la fiscalía más de veinte

años, que han decidido tomar este caso para dar un ejemplo de no sé qué y que a

tu defendido no lo va a librar ni Dios de pasarse treinta años entre rejas.

Sonreí pensando en la curiosa unanimidad que el caso despertaba en toda

Valencia y me despedí de Manolo. Si al final me tocaba aceptar la propuesta de

Tomás, el señor fiscal se iba a quedar con unas cuantas horas de trabajo inútiles.

XXVI

Le había vuelto a sacar ventaja a Mordor, pero eso no quería decir que los

ataques menguaran. Por el contario, dos días después recibí una visita en el

despacho: Verónica la de la tónica. La llamábamos así porque, además de tener el

Premio Nacional de Licenciatura y a dos promociones enamoradas de ella, había

hecho de modelo en un anuncio de tónica y la habían entrevistado para uno de

esos periodicuchos universitarios como "universitaria total". El paso de los años

no le había restado buenez a su cuerpo serrano, forjado en largas sesiones de baile

entre los cinco y los veinte años; si acaso, le había añadido unas arruguitas en los

ojos que la hacían más atractiva aún. Aunque no estaba allí para que yo admirara

cómo los años la iban cincelando, sino en su calidad de recién doctorada en

Mercantil y pasante del Bufete.

En sus entrevistas previas, Tomás no había entrado en detalles jurídicos

porque no era ese su objetivo. Verónica, en cambio, me hizo una exposición en

PowerPoint, con un portátil que había traído al efecto, de todas mis posibles

argumentaciones y de los fundamentos de derecho con los que iban a machacar

cada afirmación mía. Además, había realizado un calendario del proceso y había

calculado, con una virguería de programa americano que se había traído de

Harvard, la pérdida de imagen que iba a sufrir por cada semana que se alargara el

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caso. Todo eso a mí me la traía al pairo. Hombro con hombro como estábamos,

aspirando su olor a perfume bueno y a chica recién lavada, veía mi caída con

mirífica aprobación siempre que fuera ella mi verdugo. Si no fuera por la

tremenda erección que su presentación me había producido, la situación sería

hasta romántica.

–Ya ves –me dijo, lanzándome una sonrisa de lástima– no tienes nada que

hacer, así que –y aquí me cogió del brazo– si quieres un consejo, haz lo que

Tomás te diga. En lo que a mí respecta –soltó el brazo– no te lo tomes como algo

personal, pero yo estoy implicada en esta batalla.

Estaba tan guapa, mi erección apremiaba tanto y tenía tan pocas

posibilidades de llevármela al huerto que nada me impidió decir, por una vez, lo

que pensaba:

–Mira, Verónica, te conozco desde que estabas en primero y, aunque hemos

hablado poco, la única batalla en la que lucharía contra ti es una lucha en la que el

más débil es el más fuerte y el que pierde, gana. Lo demás me da igual.

Esperaba una secuencia de insulto o bofetada, recogida de aparato

electrónico y salida con portazo pero, en lugar de eso, me sonrió y me dijo:

–¿Sabes, Javier? Cuando a una le entran en todo tipo de tonos y ambientes

con excusas inconcebibles, encontrarse con alguien sincero tiene su gracia. Y

mira, si no estuviéramos enfrentados en este asunto, si no tuviera un novio al que

quiero mucho y si tú tuvieras un poco más de presencia, hasta te diría que sí –

sonrió–. Tal vez en otra vida.

Recogió su ordenador con parsimonia y se despidió de mí con dos besos

perfumados en mis mejillas. La acompañé hasta el recibidor con las manos en los

bolsillos. De no haber sido porque me acababa de despreciar, hasta me habría

sentido feliz.

XXVII

En cuanto cerré la puerta, corrí al teléfono y llamé a Miguel. El pobre estaba

en medio de una guardia y acababa de ponerle un tranquilizante a un esquizo en

plena crisis con precisión, torería y gran riesgo para su integridad corporal pero,

aun así, accedió a hablar conmigo mientras le hacía efecto el somnífero:

–Hola Miguel, espero no haberte llamado en mal momento.

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–Qué va, qué va, el mal momento viene ahora para el celador y el segurata,

que se las tienen que ver con el bestia ese hasta que le haga efecto la dosis de

caballo que le acabo de meter.

–¿Sabes quién acaba de venir a verme al despacho?

–¿La mafia rusa?

–Mejor, Verónica.

–¿Qué Verónica?

–La tía más buena de Derecho. ¿No te acuerdas de ella?

–¿Cómo no me voy a acordar, si me hiciste tomar aquellos cortados infectos

en el bar de tu Facultad durante dos años por ver si aparecía? Y la verdad es que

merecía el esfuerzo. Pocas veces he visto un cuerpo más serrano que aquel.

–Pues resulta que es pasante de Valcárcel y ha venido a explicarme cómo

van a destruirme jurídicamente con pelos y señales.

–¿Y por eso estás tan contento? Tú estás loco, chaval. Ven al hospital, que

con la gotita que ha quedado en la punta de la jeringuilla habrá bastante para ti.

–No, no es por eso, es porque al final me he insinuado y se ha despedido

con dos besos que no anuncian nada, pero que me han alegrado el día.

Hubo silencio al otro lado de la red inalámbrica.

–¿Miguel?

–Javier, creo que es ya hora de que te des cuenta de dónde te estás metiendo.

Tomás te ha planteado un ultimátum y tú le estás dando largas. De momento ha

aguantado, pero el día que se canse te va a pegar un palo del que no te vas a

recuperar, y los que nos dedicamos al ejercicio profesional no nos podemos

permitir esos lujos porque nos hunden.

–¿Tú crees que esto va a ir a más?

–Seguro; es cuestión de tiempo.

De poco tiempo, como pude comprobar poco después.

XXVIII

Todo se torció una noche de marcha. Había salido con una antigua amiga de

la carrera que me había llamado para retomar el contacto, pero que, en realidad,

me quería contar que había encontrado trabajo, que se había echado novio y que

había adelgazado cinco kilos apenas abandonó los antidepresivos. Estaba

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agotando ella el segundo tema y yo el tercer cubata en Kanevala –lo último en

pubs urbanos– cuando percibí con insistencia un perfume que me llamaba. Un

perfume masculino capaz de sobrevivir en la humeante atmósfera del local de

moda en hora punta. Las pupilas de Carla reflejaron al ángel de la muerte y

reconocí el frío aliento de Tomás en mi cogote. A continuación, un manotazo en la

espalda y una sonrisa lobuna que me enfrió el buen humor:

–Hombre, Javier, qué coincidencia. Precisamente estaba aquí con unos

amigos y nos encontrábamos hablando del Caso Rocafort, cuando te he visto en la

barra. Les he dicho a mis amigos que les iba a traer al ruin de Roma, así que no

me puedes dejar mal. Ven, te los voy a presentar. No te importará que te lo robe,

¿verdad, nena?

Por lo oído, ya no se acordaba de que nena había sido alumna suya y no

sabía que sus corbatas le ponían, pero qué importaba ahora eso. La mano de

Tomás apretaba con firmeza rayana en la coacción mi pescuezo; ya se me habían

helado el bazo y la capacidad de reacción; la noche seguía su curso, ajena a mi

mala estrella, y el destino del viaje se atisbaba a varias docenas de pasos.

Detendré el movimiento de la escena para poder describirlos con la calma y

distancia que el tiempo impone:

El primero por la derecha era don José Valcárcel, primo de Tomás y del que

ya hemos hablado en las páginas anteriores. Aunque compartía la talla y el tono

de Tomás, no tenía su talle ni su toque. Una barriga más que inminente, una

calvicie coronal y un no sé qué de tonto cruel le negaban el atractivo perverso de

su primo, por lo que, en lugar de hacer pecar a esposas de prohombres, le tocaría

infidelizar a secretarias contratadas por obra y servicio.

El segundo era don Joaquín Meseguer. Debería presentarlo como presidente

de Publifiestas, S.A. pero, como supongo que ese cargo le será desconocido al

gran público, lo presentaré como consejero delegado del Valencia, C.F., puesto

que sin duda será más conocido. Sesentón, bigotudo y ataviado casi siempre con

camisas a rayas azules y cuello blanco, había estado en todas las salsas, legales y

supuestamente ilegales, que habían salpicado la vida social de la ciudad en los

últimos quince años (y en bastantes de las de los años precedentes). Por poner un

ejemplo, su empresa de publicidad y saraos varios había sido encargada, manu

militari, de la iluminación de la Plaza del Ayuntamiento y aledaños para las

últimas fiestas navideñas, a pesar de que lo más cercano a poner un cable que

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habían hecho sus empleados era en la oficina de Correos, y eso en tiempos. Por si

estos atributos no fueran poco, desde hacía un año era presidente de la Falla los

Maestros, sucediendo en el cargo a su presidente histórico y ahora fallecido, don

Arturo Vidal.

El tercero en discordia era don José Luis Montagut, del que ya he dado

noticia en las páginas precedentes. Baste saber ahora que era el más mayor de

todos, no bajo y físicamente agraciado en su momento, ahora casi albino y

lampiño.

El grupo ocupaba unos asientos semicirculares corridos alrededor de una

mesa redonda. Al verme llegar, se pusieron cortesmente de pie con grandes

sonrisas falsas. Tomás me soltó ante la jauría y, entre apretón y apretón de manos,

me hizo un hueco entre él y su primo; así que me sentí enrocado entre dos torres.

–Bueno, Javier, permíteme que te explique por qué estábamos hablando de

ti. Resulta que a todos los presentes nos unían lazos de amistad con el finado y

estamos muy afectados por la desgracia que se ha abatido sobre su familia. No

hace falta que te diga lo íntimas que eran las relaciones entre Arturo y mi primo

Pepe. Tampoco se te escapará que Joaquinito, que compartió muchas noches

haciendo falla con Arturo, era su amigo del alma. Por último, el señor Montagut

ha sido uno de nuestros clientes más preciados y se puede afirmar que su relación

con nosotros sobrepasa a estas alturas lo profesional. Bien, a lo que íbamos. Como

seguramente sabrás, la instrucción está muy avanzada y se acerca la fase del juicio

oral. Por eso conviene que estemos preparados y que tengamos lista la estrategia

del caso. Les he hablado a estos señores de nuestro pacto entre caballeros y,

aprovechando este encuentro, me gustaría que los tranquilizaras y que confirmaras

lo que les he contado de ti. No me dejes mal, ¿eh?

Sonreía Tomás con cortesía fingida. Todos los presentes inclinaron sus

cuellos hacia delante, no sé si por reflejo o si por avidez. El caso es que había que

tomar una decisión ya o ganar tiempo como fuera. O mentir:

–Tengo casi acabada mi línea de defensa. Si quieres, el lunes te la puedo

enviar por correo electrónico. ¿Te parece?

Tomás esbozó una sonrisa nerviosa que comenzaba a serme conocida. Con

tono irónico, me dio media vuelta de tuerca:

–Claro, claro, los detalles al bufete. Pero ahora, ante estos amigos, solo hace

falta que confirmes que vamos a llegar a un acuerdo para la petición de penas, con

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lo que la memoria de Arturo pueda dormir tranquila y su hija seguir su vida sin

traumas adicionales.

Todos me miraban con sonrisas corteses, casi amables, a pesar de lo cual,

percibía la amenaza:

–Mira, Tomás, lo siento, pero no puedo decir ni que sí ni que no. Es una

cuestión de dignidad profesional.

Me miraron con la indignación que produce el atribuirme dicha cualidad, lo

cual, a mi vez, me indignó; de modo que nos despedimos todos enfadadísimos. En

mi ingenuidad, me imaginaba un fin de semana hamletiano; pero, en realidad, fue

un fin de semana hamettiano.

XXIX

Subía a mi casa-bufete el sábado por la mañana, dormido y resacoso, tras

haber desayunado un cortado con donuts en el bar de enfrente, cuando percibí

algo extraño al cruzar la calle. Fue al poner la llave en la cerradura del patio

cuando mi cerebro comenzó a procesar las imágenes que mi sistema visual le

había enviado unos milisegundos antes. Subí por las escaleras para poder pensar

en el silencio de la hora y la oscuridad del rellano. En efecto, por ese barrio no era

normal ver a cuatro jóvenes de entre metro ochenta y metro noventa, de ojos

claros, fornidos, vestidos con traje de lana, mirando atentamente el surtido de

cocas, empanadillas y rosquilletas del horno de la esquina. Me pregunté qué

negocios les habrían hecho abandonar su hábitat natural para adentrarse en lo más

profundo de la vulgar sabana fabril valentina; pregunta vana, porque dos

timbrazos más tarde hallé la respuesta al ver a tres de los interfectos ante el quicio

de mi despacho. La cercanía forzada me permitió apreciarlos en lo que valían; sin

duda alguna, dignos congéneres de mi defendido, no menos resueltos, a lo que

deduje, aunque sí más musculados. No menos de veinticinco y no más de treinta y

cinco años; pelo rapado con corte militar, no unidos por relación familar alguna y

dueños de cuerpos lo suficientemente fuertes para tumbar un novillo de un

puñetazo pero lo bastante ágiles para mantener un sprint más allá de mi capacidad

pulmonar. Calibrando todos estos detalles, concluí que, si habían venido para

matarme, yo era su hombre y, resignado ante la adversidad que el Destino me

había puesto ante la puerta, sin duda respondiendo perversamente a mis

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obstinadas peticiones de clientes, les hice pasar cortésmente a mi despacho.

Se sentaron observando con miradas de aprobación el desorden de mi

estudio, que posiblemente tomaron por trajín. Al comprobar que habían pasado

veinte segundos, yo no tenía ninguna bolsa de plástico en mi cabeza y ellos no

mostraban intenciones violentas, comencé a tranquilizarme y decidí tratarlos

como clientes, así que me senté en mi butaca y les pregunté qué querían:

–Verá, señor Vázquez, nosotros venimos por asunto de Asesino de Rocafort

–No dejó de asombrarme el muy correcto español con que se estaba dirigiendo a

mí; parece ser que, en el Este, hasta los asesinos estudian gramática. “Ya les

llegará la LOGSE”, pensé–. Permítame que me presente. Me llamo Gica

Munteanu y soy presidente de Asociación de Rumanos Residentes en España;

estos dos caballeros que me acompañan –miró a su derecha y a su izquierda– son

secretario y tesorero de Asociación. Usted se preguntará qué hacemos en su

oficina a esta hora; respuesta es sencilla: nos interesamos por suerte de nuestro

compatriota y queremos saber cómo va la marcha de investigaciones. Por

supuesto –añadió, con una sonrisa que dejó ver un diente de oro– no queremos

inmiscuir en la marcha de investigaciones; conocemos secreto profesional y

sabemos que usted hace lo posible por defender nuestro compatriota. Pero

comprenderá que estemos preocupados por su suerte.

Yo no lo comprendía en absoluto y no dejó de sorprenderme que ese fin de

semana todos me quisieran por lo mismo, pero como el secretario y el tesorero me

miraban con una sonrisa abierta, que me garantizaba la vida hasta que las cosas se

torcieran, comencé a salivar para producir una respuesta fonéticamente

comprensible:

–Bien, la situación de mi defendido es, por decirlo de alguna manera…

delicada. Las pruebas lo incriminan sin ningún género de duda y creo que lo más

razonable va a ser trabajar sobre la hipótesis de su culpabilidad, tratando de

introducir algún atenuante en la sentencia final.

Observé que los cargos electos de la ARRE movían sus cabezas en gesto de

aprobación y reconocimiento. El presidente volvió a hablar:

–Por supuesto, sabemos que usted ha desarrollado trabajo serio para hacer

línea de defensa sólida. Miembros de nuestra asociación han sido testigos casuales

de algunas de sus investigaciones y nosotros agradecemos sus esfuerzos. En

Asociación estamos especialmente preocupados por imagen de rumanos en la

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Comunidad Valenciana, donde tantos de nosotros labramos nuestro futuro.

Sabemos que existe estado de opinión desfavorable hacia nuestra comunidad y se

ha aprovechado situación luctuosa para ocultar toda verdad de los hechos. Por eso

hemos recibido con satisfacción suma su interés en investigación. Permítame

decirle, con todos respectos, que sus investigaciones van por muy buen camino y

miembros destacados de Asociación aprueban su trabajo. Aunque nuestra visita

no es solo de carácter laudatorio. Toda investigación supone gastos, que abogado

de turno de oficio debe pagar de su bolsillo, y es por esto que abogados dejan que

jueces se la metan doblada a detenidos, como dicen ustedes en España. Por eso, y

en interés de nuestro compatriota, hemos realizado cuestación entre miembros de

Asociación y el resultado está en este sobre, que le rogamos accepte como

muestra de nuestro agradecimiento. No queremos con esto influir en sus

decisiones, pero creemos que desvelos deben estar recompensados –dicho esto,

añadió una tarjeta de visita como guinda–. Si desea ponerse en contacto con

nosotros, no dude en telefonearnos

Dejó delicadamente el sobre encima de mi escritorio y, como animados por

un muelle, el Secretario y el Tesorero se pusieron en pie con disciplina

ceaucecista. El Presidente se inclinó hacia delante, me dio un apretón de manos

brevemente doloroso y tomó la vía de salida, diciéndome que no me levantara,

porque ellos ya conocían el camino. En cuanto oí la puerta fui a comprobar que

efectivamente se habían ido y corrí a abrir el sobre. En su interior,

primorosamente ordenados, se hallaban doce billetes de quinientos euros; uno

para cada mes del año. Hablando en y de plata: me habían dejado un millón de

pesetas.

XXX

No lo pude evitar. Llamé a Miguel, que a esas alturas todavía seguía en el

hospital.

–Hola, Miguel, espero no haberte llamado en mal momento.

–No, qué va. Después de atender las urgencias de las nueve, y antes de las

del aperitivo, estaba echando la siesta del borrego.

–¿A que no sabes quién ha venido a verme?

–¿Verónica?

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–Mejor: la mafia rusa. Bueno, la rumana.

–¿Mejor? A ti este caso te está afectando. ¿Y cómo sabes que eran de la

mafia?

–Porque eran clónicos del Asesino. ¿Y sabes qué me han dejado?

–¿Un balazo en la rodilla? ¿Los pies en cemento?

–No, un sobre con seis mil euros.

Oí un resoplido al otro lado del teléfono.

–Oye, chaval, ¿estás hablando en serio?

–Que no se me vuelva a levantar si digo mentira.

–Mira, hazme el favor de salir de ahí, esconde ese dinero, que a saber de

dónde ha venido, y vamos a quedar porque yo te tengo que explicar un par de

cosas. ¿A ti no te han dicho que no hables con desconocidos, que si un señor te

dice que te va a dar una pelotita si te vas con él no vayas y que si la mafia te da

seis mil euros no los aceptes?

–En teoría sí, pero también me han enseñado a confiar en el sistema judicial

y ya ves.

–Vamos a ver, esta noche a las diez nos vamos de cena y hablamos. Este

asunto se nos está yendo de las manos.

–Muy bien, a las diez en tu casa.

–De acuerdo.

De pie ante el teléfono, entre la ventana y el plano de la huerta de Valencia,

hice un balance de urgencia de la situación. Por un lado, el lobby Valcárcel insistía

para que el juicio no saliera adelante. Por otro, la ARRE me estimulaba

pecuniariamente para que hiciera lo contrario. Y entre unas cosas y otras, mi

cuenta corriente era seis mil euros más desahogada que el viernes. Estaba

empezando a tomarle gusto a ese asunto.

XXXI

Miguel y yo habíamos analizado ya todos los recovecos que dejaba el caso,

y eran muchos. Llevábamos dos horas y media dando vueltas por toda Valencia,

porque a Miguel le gustaba ir en coche por la noche cuando había que pensar en

algún asunto serio. Sus conclusiones parciales, a las tres y veinte de la madrugada,

eran las siguientes: a) no debía aceptar el dinero de los rumanos; pero, como me

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conocía, b) el lunes a primera hora tenía que hacer examinar todos los billetes en

el banco para asegurarme de su procedencia; c) a continuación, debería ir al

despacho Valcárcel y decirle a Tomás que había llegado a la conclusión de que la

única línea de defensa razonable que existía era la que me proponía y, en el

hipótetico caso de que me quedara un mínimo margen de negociación, d) intentar

sacarle algo. Por mi parte, mis conclusiones se resumían en : a) el dinero, a esas

alturas, era mío y santa Rita, Rita, Rita; b) su conclusión b) me parecía razonable

y me comprometía a ponerla en práctica el lunes por la mañana; c) la amenaza de

hundimiento profesional era segura, aunque no afectaba a mi integridad física,

mientras que la amenaza de hundimiento óseo era más deletérea, pero me afectaba

de pleno; por ello, d) no tenía ni idea de lo que iba a hacer.

Miguel se estaba desesperando mientras yo le repetía por nonagésima vez

mi última conclusión, cuando una mirada al retrovisor me hizo interrumpir una

charla que ya era circular:

–Oye, Miguel, ¿los coches tuneados suelen mantener la distancia de

seguridad de un coche que va a cuarenta por hora en una avenida semidesierta a

las tantas de la madrugada?

–Por lo que yo sé, no.

–Pues entonces nos están siguiendo.

Cada uno lanzó una mirada alarmada a un retrovisor distinto. Íbamos por la

Avenida Hermanos Machado, tan nuevecita que todavía estaba llena de solares

con carteles de promotoras. Cuatro carriles por banda, asfalto del bueno,

semáforos sincronizados y nadie a la vista. Si un coche como ese no respondía a

tal reclamo, era porque sus ocupantes no estaban para conducir. Y, como tampoco

se oía música ninguna, la única motivación que mantenía a aquellos tipos en

tercera era la perspectiva de una pelea.

–¿Qué hacemos, arrancamos y nos vamos?

–Te olvidas de que estás ante un profesional de la siquiatría, así que… lucha

sicológica.

Dicho y hecho, puso el coche en segunda, rebajando la velocidad a treinta

kilómetros por hora, provocando una disminución cinética similar en el otro

coche. La maniobra se repitió con veinticinco, veinte y quince kilómetros por

hora. Sorprendentemente, al pasar a esta última velocidad comenzamos a

perderlos, si bien, como pudimos comprobar a continuación, solo estaban

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buscando un poco de distancia para hacer una arrancada brutal, adelantarnos y

cruzarse en nuestro carril, con gran derroche de dibujo de ruedas.

Se abrieron las puertas y, antes de que Miguel pudiera hacer marcha atrás,

salieron dos individuos a los que yo, siguiendo una jerga desfasada, denominaré

bakaladeros, los cuales compensaban su falta de musculación y dotes físicas con

juventud y energía química. No reproduzco sus palabras tanto por lo inadecuado

del registro como por lo incomprensible de su ortoepía, aunque pocas dudas nos

quedaron de sus intenciones cuando el conductor, que ya estaba frente al cristal de

Miguel, rompió el mismo de un puñetazo y lo asió del pescuezo mientras se

movía frenéticamente en todas las direcciones de la rosa de los vientos. Su

acompañante amenazaba con lo propio por mi flanco, pero asistido por el

aditamento de un bate de béisbol que colgaba de su mano derecha. Visto lo visto,

decidí salir del coche por ser un blanco móvil y porque la paliza le resultara un

poco más costosa, pero tuve un momento para ver cómo le iba a Miguel con su

cuello y la garra del otro. Mi amigo, con paciencia digna de encomio, se esforzaba

entre estertores por aislar uno de los dígitos de la zarpa que lo atenazaba, el más

pequeño, lo estiraba, lo aferraba con su mano izquierda, hacía palanca con el

pulgar y lo rompía con un ligero “clic”. Las pequeñas causas producen grandes

efectos, porque dicho ruido provocó la liberación de Miguel, que abrió la puerta

de un empujón; los gritos del interfecto, que aullaba ante la fractura, y la cara de

asombro de mi atacante, vacilante entre la pelea desigual y una retirada indigna

pero segura, si bien, comoquiera que Miguel estaba ya a pocos metros y me

suponía en su ignorancia las mismas cualidades que él, optó por correr a su buga y

arrancar con la pericia digna de los de su gremio. En el suelo quedaron el

bakaladero herido y el bate de béisbol que, como pude comprobar, tenía una

esvástica, el escudo del Valencia y la pegatina de una conocida discoteca del

extrarradio.

Observé que Miguel había situado una rodilla encima de la mejilla de su

víctima y manipulaba a la altura de su cintura:

–Venga, Miguel, ya has amortizado tus clases de karate infantil. ¿No crees

que este tipo ya ha tenido suficiente?

–Anda, ayúdame a despasarle la riñonera

–¿Por qué?

–¿Por qué? Porque nos la llevamos y nos vamos de aquí pitando.

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El bakaladero aprovechó el intervalo lingüístico de Miguel para intentar

revolverse. Miguel respondió con un pequeño movimiento que provocó un

segundo “click”, más fuerte, y un aullido, este definitivo.

–Tienes razón, más vale que nos vayamos enseguida.

Miguel me lanzó la riñonera, subimos al coche con la sincronización de una

pareja de patinaje y nos fuimos a toda pastilla, dejando en el suelo una doble

fractura de falange y muñeca. Al arrancar, no pude evitar echarle una mirada al

bate que había quedado abandonado en aquel paraje:

–Fíjate, con lo poco que nos gusta el béisbol y la cantidad de trastos de esos

que se venden en Valencia.

XXXII

En el coche procedí a ver el contenido de la riñonera, que contenía: un

móvil con una melodía que anunciaban por televisión con el edificante título de

“pedorap”; unas cuantas pastillas con logotipos varios; pases vip de tres

discotecas del Perelló; un puño americano con puntas; una navaja de Albacete; la

dirección de una tienda de tatuajes y unos cuantos papeles medio arrugados. El

primero decía: Mari Cruz, 766 834 XXX. El segundo era una url con la dirección

www.ostiasyaccidentes.com y el tercero, escrito en un papel de calidad

sensiblemente superior al del resto, con una caligrafía segura y decidida, rezaba:

Verónica, 755 343 XXX.

–¿Qué, qué tenemos por ahí?

–Varias cosas previsibles y una imprevisible.

–Empieza por la más interesante.

–¿Qué dirías si te digo que este tipo guarda el número de teléfono de una tal

Verónica?

–Que sería una casualidad si su Verónica fuese nuestra Verónica.

–Pues solo hay una forma de averiguarlo.

Cogí el teléfono del fracturizado y marqué el número. Después de tres

llamadas, alguien descolgó al otro lado; se oía ruido de fondo, inequívocamente

producido por un pub atestado, lleno de despedidores de solteros en plena faena.

Sobre este bajo continuo, una voz clara y hermosa produjo un arpegio vulgar:

–Dime.

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Era ella, sin duda. Miré a Miguel; él me miró y fue frenando el coche hasta

quedar aparcado en la primera acera que encontramos, mientras Verónica, sin

duda pensando hablar con el dueño del móvil, seguía intentando establecer

contacto:

–¿Oye? ¿Vicente? Lo siento, no puedo oírte. ¿Ha ido todo bien? ¿Objetivo

conseguido? ¿Oye?

Colgué. Miguel se recostó en el asiento y se quedó mirando el paisaje a

través del parabrisas. Tras un instante de silencio, habló:

–Bueno, Javier, supongo que sabes lo que quiere decir esto. Se acabaron los

preliminares; aquí se ha comenzado a jugar en serio. Ya no puedes navegar entre

dos aguas, así que tendrás que decidir si vas a continuar el proceso o vas a aceptar

el acuerdo que te proponen.

Yo estaba completamente desconcertado porque, en el fondo, todos nos

creemos buenas personas y cuesta asumir que alguien nos tiene tanta tirria que

está dispuesto a contratar a unos matones para que te hagan una rinoplastia por la

vía rápida.

–Es que no me esperaba esto. ¿Qué tiene Verónica contra mí?

–Probablemente nada. Sencillamente, te has cruzado en su camino y ha

tenido que decidir entre su futuro en el bufete y tu integridad física. Ya ves cuál ha

sido el resultado.

Miré desesperado hacia delante. Por primera vez en esos días, deseé no

haber aceptado ese caso, ni haber conocido a Tomás, ni haberme inscrito en el

turno de oficio.

–Pero es que, si me niego a continuar el trabajo, los rumanos de la ARRE

me van a partir la cara. Y no sé qué tal se emplean los bakaladeros, pero te puedo

asegurar que aquellos tenían pinta de ser verdaderos profesionales.

–Bueno, eso tiene su parte positiva. Si ambos bandos te van a dar una paliza,

eso quiere decir que, hagas lo que hagas, vas a acabar recibiendo, lo que te deja en

total libertad para decidir quién quieres que te saque los empastes.

–Ese no es un comentario digno de un siquiatra, Miguel; es digno de un

sicólogo.

–Qué quieres, lo bueno se pega. En cualquier caso, todo esto invalida lo que

hemos estado hablando esta noche.

–Excepto una cosa: que todavía no he decidido qué hacer.

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Miguel me miró con una cierta lástima:

–¿Sabes qué? Te entiendo.

Encendió la radio y comenzó a conducir hacia mi casa. Estaba de acuerdo.

Eran las cuatro y media pasadas y la noche ya se había prodigado bastante en

sorpresas.

XXXIII

El lunes por la mañana, a las ocho y media en punto, me planté en el

despacho del director de mi sucursal. El tipo tenía aproximadamente mi misma

edad y había confianza, aumentada por alguna consultilla legal que le había

resuelto a cambio de que me dispensara de la comisión por tarjetas de crédito. Le

puse los dineros de la ARRE encima de la mesa y le dije que un cliente me había

pagado en B y que quería asegurarme de que los billetes eran verdaderos. A pesar

de su discreción, por la que había sido aupado a los altares de la entidad a tan

corta edad, no pudo evitar un levantamiento de cejas que quería decir: “anda que

los abogados tenéis cada chollo que ya, ya”. Pero todo esto quedó en el anonimato

de la comunicación no verbal y procedió a teclear los números de serie en un

acceso secreto de su intranet. A medida que aparecía la información en su

pantalla, iba asintiendo con la cabeza, hasta que llegó al último billete y me dijo

que el dinero de mi cliente estaba todo lo limpio que su sistema le permitía

comprobar. Tras un silencio embarazoso, que rompí con excusas vagas sobre la

forma de pago de los empresarios y una recomendación de prudencia en los pagos

y los ingresos por su parte, salí de la entidad de camino a mi bufete. Encendí mi

ordenador y me encontré el siguiente mensaje:

Tom a [email protected] . Asunto: decidirse

Estimado Javier:Todo en el mundo se acaba, y la paciencia es un bien escaso. El

viernes en el pub no quise apretarte las tuercas para que no quedaras mal ante mis amigos, pero si esta misma mañana no me envías tu respuesta, te aseguro que nuestro bufete actuará en consecuencia.

PD: A tu gitano del turno de oficio lo habría sacado de la cárcel cualquiera de nuestros pasantes con el informe del siquiatra del centro.

Atentamente,

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========================================================Prof. Dr. D. Tomás ValcárcelProfesor Titular del Departamento de Derecho MercantilUniversitat de ValènciaBufete Valcárcel y asociadosValencia Most Recommended Lawyer========================================================

Qué extraños son los mecanismos de la mente humana. No entiendo qué

tuvo aquel correo que no hubiera habido antes en las presiones del bufete, en las

humillaciones continuas de Tomás, en el intento de paliza de los bakaladeros o en

la traición de Verónica; en realidad, no era sino una versión repetida de la misma

injuria. El caso es que, en cuanto leí aquel correo, me sentí como si hubiera

comido un kilo de frutos secos, cogí mi chaqueta, pegué un portazo y me hice a la

calle con pasos decididos de borracho. Mi destino, Minas Tirith; mi objetivo,

desahogar mi rabia contra el hijo de madre desconocida que me había escrito ese

mensaje.

Caminar y pensar, caminar y pensar; caminar con el pie derecho y pensar

con el pie izquierdo; caminar con el pie izquierdo y pensar con el derecho;

caminar al pensar; pensar en caminar; lo cierto es que, al llegar a la Plaza del

Patriarca en tiempo récord, con el arrebol coronando mis mejillas como una

cupletera, parte de la rabia inicial se me había ido pasando y un conocido

sentimiento en estómago e intestinos me indicaba que mi organismo estaba

volviendo a su estado natural; pero a veces las cosas vienen como vienen y es

mejor dejarse llevar por ellas. Subí las escaleras de dos en dos, entré en el bufete y

le pedí por favor a la secretaria que le anunciara al señor Valcárcel que la defensa

del caso Rocafort quería hablar con él. Esta vez no fui recibido inmediatamente; la

Secretaria me indicó un cómodo sillón y me pidió que esperara hasta que el señor

Valcárcel terminara de despachar. Allí pasaron veinte largos minutos, que

enfriaron hasta límites frigoríficos mi ardor forense. Cuando por fin me llamaron

para que acudiera a su presencia, volvía a ser el de siempre.

Y entonces sucedió. Cuando abrí la puerta y vi a Tomás estudiando un

informe con gafas de cordones, fingiendo que estaba demasiado ocupado para

levantarse y saludar, vi clara la decisión que había de tomar, de modo que,

aprovechando el silencio con el que quería aumentar la tensión del momento,

tomé la palabra y le dije:

–Tomás (aquí mis cuerdas vocales patinaron y solté un gallo que me hizo

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recordar a los niños de San Ildefonso): he venido para comunicarte la decisión que

querías. Voy a manifestar mi conformidad con la petición de penas del fiscal, que

parece que va a ser histórica. Espero que estés satisfecho.

Tomás levantó un rostro desencajado, pero esto no lo puedo asegurar porque

yo di media vuelta y me fui lo más rápidamente posible para huir de la reacción

del Carnicero de Lyon, del que no llegué a oír más que mi nombre balbuceado.

Mantuve el paso pero al tiempo la compostura en el espacio que mediaba entre el

despacho del jefe y la puerta de la calle y bajé corriendo en cuanto llegué a la

escalera. Esta vez el arrebol no me lo iba a quitar en todo el día. Me compré uno

de los periódicos locales para olvidar y allí vi una noticia curiosa, en la sección de

Sucesos, cuyas sintaxis y semántica reproduzco a continuación:

AGRESIÓN BRUTAL CONTRA HINCHA DEL VALENCIA

La pasada noche en la avenida Hermanos Machado, V.G.L, de 21 años de edad,

fue brutalmente agredido por un grupo de desconocidos que al grito de Migouet,

fill de puta! y con bufandas, de un club de fútbol rival, procedieron a propinarle

una paliza, de resultas de la cual fue atendido de varias contusiones y fracturas en

el Hospital Clínico Universitario de la misma ciudad. Se desconocen las causas de

la agresión.