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¿Por qué Vistas desde la acera de Fernando Molano es tan buena novela?
Vistas desde la acera fue publicada por primera vez en el 2012. Pero su autor murió en
1998, poco tiempo después de haber terminado el manuscrito. Es decir que estuvo inédita
quince años. El texto se traspapeló en la Biblioteca Luis Ángel Arango. Una vieja amiga de
la universidad de Molano lo encontró y empezó la edición del manuscrito para publicarlo,
labor al final encabezada por el crítico literario David Jiménez. La corta vida de Fernando
Molano (murió más o menos a los 37 años) estuvo marcada por la pobreza, la
discriminación sexual y, al final, por la enfermedad. Pero también es cierto que contó con
suerte a la hora de participar en concursos. Su primera novela Un beso de Dick salió
ganadora del premio de la Cámara de Comercio de Medellín, en 1992. Y la escritura de
Vistas fue el resultado de una beca de Colcultura. (Este tipo de contradicción entre dos
elementos narrativos –la desgracia y la fortuna, en este caso– es uno de los mecanismos de
narración que le interesan a los narradores de Molano).
El narrador de Vistas desde la acera se llama Fernando. Como el autor y como ese otro
famoso tejedor de diatribas que escribió El río del tiempo y El desbarrancadero1. La
coincidencia no es solo pintoresca sino que señala una búsqueda particular: la segunda
novela de Molano plantea una relación compleja con la realidad biográfica e histórica a la
que pertenece el autor: como lectores, asomamos la nariz en el texto pensando que la
historia es en efecto la de la vida de Fernando Molano, pero nos damos cuenta, mientras
leemos, que la novela no deja de ser un artificio y que el narrador es consciente de ello.
Esto nos permite postular la tesis principal de esta lectura: Vistas desde la acera es una
1 ¿Vale la pena mencionar el premio de novela del Ministerio y el hecho de que postularán absurdamente El
cuervo Blanco?
reflexión sobre el vínculo entre ficción y realidad, entre los polos de literatura y vida, y por
tanto se propone actualizar la discusión en torno a la función social de la literatura.
Pero, ¿de qué trata esta novela? Es 1988 y Adrián tiene Sida, según informa el examen
médico con el que inicia la historia y que parece darle origen. Adrián y Fernando son
novios (“amigos”). La novela nos cuenta el proceso de enfermedad de Adrián. Y además, la
manera en que las vidas de estos se han cruzado. Lo cual nos conduce a la pregunta que en
verdad importa: ¿Cómo está contada esta novela? El mecanismo general está claro: se trata
de un narrador que reconstruye su biografía y la de Adrián como consecuencia de un evento
terrible que lo obliga a revisar lo que sabe de sí mismo, de su “amigo” y de sus familias.
Para esto marca dos líneas de acción: el presente de “Escenas para un diario”, en el que se
da cuenta del periplo de la enfermedad y la inminencia de la muerte de Adrián, agudizado
por las difíciles condiciones materiales de los personajes y la conciencia constante de que
asistimos a un duelo anticipado, a una despedida amorosa. Por otro lado, este presente de
las entradas de un diario se intercala con tres grandes partes en las que Fernando
reconstruye las vidas de él y de Adrián: “Memorias de dos niños”; “No te toques ahí”;
“Adrián”. En esta segunda línea vemos la prehistoria de la familia de Fernando, los barrios
y las casas de Bogotá en donde vivieron (Barrios Unidos, la calle 27 sur en el barrio San
José, barrio San Fernando junto al parque Salitre), las empresas y talleres fallidos del papá,
la familia procedente de Armenia de Adrián, la locura temporal de la mamá de Adrián; se
nos informa también cómo funcionan las relaciones en estas familias, las disputas entre
Fernando y su papá que no acepta la homosexualidad del hijo, en fin, la educación
sentimental que termina el día que se conocen Adrián y Fernando: al final de la novela se
encuentran las dos líneas narrativas (el presente de la enfermedad narrada en el diario y la
reconstrucción biográfica de Fernando y de Adrián) y la novela termina cuando un médico
del servicio de la Universidad Nacional remite a Adrián al gastroenterólogo y recomienda
que se practique unos exámenes “muy especializados”.
Ahora bien, la estructura de la novela, el dispositivo de la narración que acabamos de
describir no agota lo que se puede decir sobre el cómo está contada. Podemos preguntarnos
por ejemplo por la voz narrativa, por las características que la definen. Se trata primero de
un narrador empático. Es decir, un narrador que no maltrata, desprecia o se impone a sus
personajes. Más bien la voz narrativa quiere comprender las razones de estos (no
justificarlos), por qué se comportan de tal manera, tender puentes de afinidad entre ese que
cuenta y eso contado. Miren cómo construye la voz narrativa una escena de la vida en la
casa familiar del niño Fernando:
[Página 37]
La cantaleta de Lyda es presentada como parte del juego y del mundo creado por Fernando
y por Alberto. La niña cansona produce risa y el juego de los niños ternura. Esto es posible
por la forma en que el narrador mira esa materia que tiene entre sus manos, la
representación adopta el lenguaje prestado directamente del juego infantil y en esa medida
resulta afín, acerca la distancia que igual persiste en relación con el adulto que cuenta.
Esta empatía se mantiene incluso en los pasajes más duros. Revisemos por fin la anunciada
confrontación entre Fernando y su papá tiene lugar en la novela:
[Cita página 225].
El padre de Fernando no aprueba la relación con Adrián, es más, ni siquiera está dispuesto a
admitir que esta existe. Después de la pelea dejan de hablarse por dos años. Otra hermana,
Lyda, supone que la homosexualidad de su hermano es un asunto de retórica o de
desviación psicológica: cuando agota los argumentos naturales, mentales o sociales, llega a
una conclusión muy atractiva: “Lo que pasa es que usted es un egoísta” (p.221). Llama la
atención que el narrador no crucifica la actitud del padre ni la de Lyda. De hecho podemos
pensar que el malestar de ellos dos es pariente del maltrato con el que otra hermana de
Fernando es recibida al traer la noticia de su embarazo. Como una vagabunda, dice
Fernando-narrador, quien sale en su defensa. O, más adelante, que maltrato y
desaprobación están conectados con la contradicción de estar de acuerdo con el aborto de la
novia de un hermano de Fernando y desestimar la vida de Adrián:
[Página 77]
Por tanto, no sentimos que la actitud del padre de Fernando sea simplemente una cuestión
individual (que lo es), un problema del egoísta progenitor, borracho, infiel, falocentrista, o
algo por el estilo, sino que tiene que ver con una situación familiar y social mucho más
compleja a la que también pertenecen los demás hermanos e incluso la mamá de Fernando.
Este último la bautiza con el nombre de “erotofobia”, un instrumento de control social, una
prótesis en la conciencia de las personas, que se instala con facilidad. (Como una aplicación
de Smart pone, si quieren). Y esa arraigada “erotofobia” cultural tendría su parte de culpa
en la confrontación entre el individuo narrador-protagonista y el mundo. Hay algo de
sarcasmo, de juego en el concepto (en la simplificación del problema a partir de un término
inventado) y todavía más en la solución a este asunto que propone la novela en boca de
Adrián: la libertad de culos. A la “erotofobia” habría que oponer la libertad de culos.
Fíjense que la empatía es también una forma de adentrarse en la historia, de ampliar la
visión con la que se aborda y encontrar recovecos. No de otro modo sería posible percibir
también las contradicciones en los prejuicios de la persona. Señalamos antes una
contradicción en relación al aborto. Pero existe otra tal vez más significativa. Ese papá que
no puede entender la orientación sexual de su hijo, es el mismo que cuida a Adrián, el
amigo, durante un episodio crítico de la enfermedad.
[Página 50-51].
Sin la empatía, probablemente el narrador no estaría en capacidad de exponer esta
contradicción. O yendo más allá, no podría ni siquiera advertirla. La empatía entonces le
permite al narrador descubrir zonas de la realidad que permanecían a oscuras, para emplear
la manoseada imagen. Pero también es una vía de aproximación a la ironía y el sarcasmo.
De suerte que las recriminaciones del narrador no son de quien lanza verdades a la cara,
como pedradas, sino de quien se encuentra monedas en la calle, al descuido, caminando por
la calle. Esto nos pone en la pista de otro aspecto de la voz narrativa. No se conforma solo
con recrear la historia que se ha propuesto contar, con entretenernos dando su versión de los
hechos. Mientras esto ocurre, es decir, mientras cuenta, el personaje y narrador está
buscando. La materia propiamente novelesca de Vistas desde la acera no es la anécdota por
sí sola, no reside en la pintoresca vida de un homosexual de la clase trabajadora bogotana
cuya pareja muere de Sida ante la indolencia de la familia de los dos, de los enfermeros que
los atienden (también ante la comprensión de unos pocos, del médico que da con el chiste,
con la causa de la diarrea que es el síntoma inicial de Adrián). No es esto en sí mismo lo
que dota de un carácter novelesco la historia narrada. O cuando menos, no es esta el único
nivel de sentido en el que podemos quedarnos. Ensayemos profundizar un poco más
haciéndonos otra pregunta.
Afirma el narrador que le preocupa la sinceridad de lo que cuenta, la franqueza de la
historia contada. Ocurre al comparar la sinceridad de la que es capaz él con la de Gonzalo,
otro hermano:
[Página 102].
La escritura de estupideces es peligrosa, otra forma de decir que la honestidad de la ficción
es peligrosa. Este narrador empático, irónico, sarcástico (al que le parece curioso que Dios
emplee su ubicuidad para observar la masturbación de los niños) está averiguando algo
sobre la realidad, pero su camino no es la lucidez de la reflexión intensa, la introspección de
sus personajes (como, por ejemplo, los personajes de Coetzee). Configura su objeto
narrativo no con la certeza de quien expone una teoría sobre el mundo, sino con la
dubitación de quien está tratando de sacar en limpio esa teoría. El lugar en el que este
narrador se siente a gusto es el de la pregunta y no el de las respuestas. (Y esto no significa
que su escritura sea dudosa en sí, que no sepa para dónde va o algo así. El lenguaje con el
que se formula la pregunta es preciso y riguroso).
Cuando vuelve su mirada a la memoria de su infancia, no lo hace con nostalgia. La ternura,
la empatía no le impide tomar distancia. Y esto es posible porque no le interesa contar la
superficie de la historia sino ahondar un poco más allá:
[Página 47].
Algo semejante le pasa al niño Adrián: el narrador intenta evaluar la infancia de ese otro
personaje de la misma manera, desdoblando la voz narrativa para ser capaz de, instalado en
la vida adulta, adoptar la visión del niño y así poner en evidencia elementos de la realidad
que de otro modo probablemente permanecerían ocultos.
[Página 71]
Se advierte pues que el narrador está constantemente buscando maneras de ver esa materia
narrativa, de particularizarla para permitir que diga todo lo que es capaz de decir2. Si
quisiéramos sintetizar lo que hasta ahora tratamos de desplegar en el análisis, podríamos
asegurar que a través de la empatía el narrador descubre que la ironía es una forma de
sinceridad. Aún más, podríamos subrayar que ese algo en el que el narrador ha querido
indagar es la misma realidad cotidiana, los detalles anodinos y sin importancia que,
acumulados, constituyen la biografía de un ser humano común y corriente.
En ese sentido, Molano resulta ser heredero de Flaubert, el novelista que, al decir de
Kundera, incorpora por primera la realidad cotidiana y doméstica a la tradición de la
novela. Pero al mismo toma distancia. Porque el narrador de Molano, a diferencia del de
Flaubert, no busca eliminar la presencia del narrador, ocultarlo detrás de la acción en una
tercera persona invisible a través de la cual fluyan las acciones.
En Vistas las marcas de la voz narrativa que señala la máscara del artificio están de
principio a fin:
[páginas 33, 39, 156].
2 No vamos a desarrollar aquí la posición del narrador frente a la experiencia más cercana en el tiempo de la
vida en la universidad pública, frente al discurso comunista de finales de los ochenta.
Esto es así porque además el narrador se está preguntándose, mientras nos cuenta, cómo
contar la historia particular que se tiene entre manos. (En eso, Fernando-narrador se acerca
al Fernando-narrador de una novela como El desbarrancadero). Hay detrás una noción de
literatura particular o, mejor todavía, una visión que vincula los (ciertamente esquemáticos)
polos de literatura y vida. La experiencia de lectura es vital para Fernando-narrador. Miren
lo que ocurre se dice a partir de una clase en la que David Jiménez habla sobre teoría de la
novela:
[p. 81].
Por otro lado, también se nos muestra el origen de la otra novela de Molano, Un beso de
Dick, cuando se narra el momento en que Fernando (niño otra vez), recuerda la lectura de
Dickens: (página 93). Y más adelante, se detiene explícitamente en lo que significa (y ha
significado) para él la lectura de libros:
[Página 99].
Hay algo así como una emoción reflexiva en la literatura. La lectura es ya una conexión con
la vida, da forma a la experiencia vital. Y en realidad, el narrador quiere construir una
experiencia de lectura semejante a la que él le ha producido los libros que lo han marcado,
su sensación de lectura quiere ser casi literalmente reproducida. Por eso la belleza que
persigue la voz narrativa está llena de vida concreta, cotidiana en su representación,
especialmente concentrada en lo corporal: [p. 132, 162 y 163].
El diálogo quiere sugerir esa belleza, evitar los peligros que el mismo narrador advierte.
Podemos vincular entonces los dos extremos de lo dicho hasta ahora: por un lado, Vistas da
forma a la pregunta de qué significa crecer, enamorarse, enfermar y morir en las
condiciones sociales y familiares en que lo han hecho él, Fernando, y Adrián, de cuál es el
sentido que podemos extraer de un material tan anodino como este. Y al hacerlo quiere
construir una belleza y una experiencia de lectura equivalente a la que le interesa a él como
lector: una emoción reflexiva que responda a las exigencias contemporáneas del escritor de
ficciones. Jonathan Franzen formula una pregunta con la que vale pena cerrar: ¿para qué
molestar en escribir literatura en una época cada vez menos interesada en leer literatura?
Molano busca esta respuesta en la dimensión más cotidiana de la existencia, en los
elementos más terrenales y concretos de sus historias, en el lenguaje sin solemnidad del
narrador, en la ironía y el sarcasmo al que llega por medio de la empatía. En su observación
del mundo que él ve sentado en la acera de la casa bogotana en la que creció.