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“Nos amó hasta el fin…” MADRE MARÍA DE LA PURÍSIMA DE LA CRUZ
Madre María de la Purísima tuvo una salud de hierro, a pesar de
la austeridad y penitencias propias del Instituto de las Hermanas
de la Cruz que, libremente, había escogido y de las propinas con
las que ella sabía obsequiar diariamente al hermano cuerpo. Sin
embargo 4 años antes de su regreso a la casa del Padre, la salud de
Madre María de la Purísima se deterioraba a ojos vistas, su salud
comenzó a resquebrajarse poco a poco. Ella fue consciente de la
gravedad de su enfermedad desde un primer momento y con
cierto gozo la comunicó, personalmente, a sus hermanas.
Cincuenta y cuatro años había convivido con ellas siguiendo el
espíritu y el carisma de Santa Ángela de la Cruz, viviendo la
aventura terrena, gastando sus días amando al Amor que ella veía
tan nítido en el rostro infantil de sus niñas huérfanas y de sus
ancianas, pobres y desheredadas, siempre necesitadas de ternura y
de afecto; ahora se sentía fuerte y tenía plena confianza en Dios
que sabe guiar nuestros pasos y tuvo valor para decírselo
personalmente a todas las hermanas: que tenía cáncer y que
dentro de poco se iba a morir.
Ella vivió siempre en la tierra con la mirada puesta en el cielo,
siempre desprendida de todo afecto humano y lejos de todo apego
hacia las cosas terrenas. Cuando el médico le anunció su próxima
muerte, dice Sor Cristo del Refugio, que ella serenamente le dijo:
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“Cincuenta años preparándome para el encuentro con el
Señor y ¿voy a tener miedo? ¡Qué alegría vamos a la casa
del Señor!”
A pesar de su maltrecho estado ella miró de frente a la hermana
muerte. Con la esperanza que brota del pecho del buen creyente.
Con la energía del que ha combatido bien su combate. A pesar del
avanzado estado de la enfermedad, quiso viajar hasta Argentina,
para demostrar a aquellas hermanas, el amor que sentía hacia
ellas, poniendo, una vez más de relieve, cómo el amor había sido
el único móvil de toda su vida; quiso hacerles ver a ellas, que
vivían tan lejos, cómo las había amado a todas hasta el fin. Ella,
como el Maestro Jesús de Nazaret hiciera en su última memorable
Cena Pascual, quiso también despedirse de todas sus hijas. Sor
Anunciata de la Cruz, dice en su declaración:
“Terminaría mi testimonio con la frase de S. Juan: ‘Nos amó
hasta el fin’ y Madre a sus hijas de Argentina nos amó hasta
el fin, porque expuso su vida en este viaje tan duro, como si
fuera a despedirse de sus hijas, que serían las únicas que no
rodearían su cuerpo después de muerta”.
Cuando llegó el momento, Madre María de la Purísima, según
cuenta Sor Irene de Jesús de la Cruz:
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“Se fue apagando lentamente, dulcemente, no dijo ninguna
palabra, no podía ni hacía falta, había dicho ya tantas…
había dicho tanto con su vida y con estos días de dolor
callado, sufridos en soledad para no hacernos sufrir. Así
dulce y suave, como había sido su vida, se nos fue al cielo a
las nueve y veinte de la mañana, sin hacer ningún gesto, sin
querer que nos diéramos cuenta… Yo en ese momento,
cuando le cerramos el suero, comprendí, con una evidencia
clara y cierta, que acababa de ver morir a una santa. Siempre
había pensado que las vidas de santos eran para leerlas en el
refectorio, pero en ese momento abarqué una realidad que
quizás tenía en el subconsciente hacía mucho tiempo: Había
vivido con un alma santa”.
Se durmió en la paz de los justos, mientras fuera de la Casa
General, Sevilla se despertaba a un nuevo día, sus calles se
llenaban de ruido y de gentes que iban y venían, las tiendas, los
bares… El sol se alzaba por el horizonte en destellos
multicolores. El paisaje se transfiguraba, hasta convertirse como
en un gigantesco cuadro de Boticelli Había concluido su aventura
terrena, toda una vida de amor, gastada únicamente en amar a los
demás. Descansa ya, Madre Purísima, es la vigilia de la
Festividad de todos los Santos. Entra en el banquete de aquel que
tanto amaste. Has elegido un buen día para morir. Allá arriba, en
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las moradas del cielo, con Ángela de la Cruz y tantos
bienaventurados, se habrá celebrado con júbilo eterno tu llegada a
la Jerusalén celeste, donde ya no habrá más llanto ni luces de
sombras porque su lámpara es el Cordero. Aquí, unos ángeles
invisibles bajaron hasta el lecho mortuorio. Nadie los vio, pero
estaban allí. El desconsuelo se adivinaba en el semblante de las
hermanas. Mientras ya, Madre Purísima yacía rígida, con el rostro
vuelto hacia la eternidad.
Sin embargo, el comienzo de esta historia de amor tiene sus
inicios en otro punto de nuestro planeta. Ortega y Gasset
considera a Andalucía como la región que posee una cultura de
gran originalidad. Efectivamente, la extraordinaria variedad
geográfica y la riqueza de los acontecimientos históricos,
artísticos y literarios han dado a esta cultura diferentes perfiles y
hasta un carácter, como si de un mosaico se tratase, compuesto de
muy diferentes elementos.
El poeta sevillano Manuel Machado es el autor de una poesía, que
se cita o se recita con frecuencia cuando se alude a Sevilla. Este
poema es la letanía de nombres de ciudades andaluzas,
subrayando, en cada una de ellas, un aspecto cualificativo:
“Cádiz, salada claridad. / Granada, agua oculta que llora. /
Romana y mora, Córdoba callada. / Málaga, cantaora. / Almería,
dorada. / Plateado Jaén. / Huelva, la orilla de las tres carabelas. /
Y Sevilla”.
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A Sevilla no se le puede atribuir un nombre o un adjetivo que la
determine. James A. Michener ha escrito en su libro Iberia (New
York, 1968, p. 377): “Sevilla no tiene un ambiente; ella es el
ambiente”. Ella ofrece al visitante atento una gran variedad de
aspectos indelebles, dejados en ella a lo largo de los siglos, por las
diferentes culturas que le han dado forma. Cuando en el año 205
a. C., los romanos llegaron a España, ya existía Sevilla (que
entonces se llamaba Hispalis). Era una ciudad cuyos orígenes se
desconocen: quizá fundada por los iberos o los fenicios, habitada
por los turdetanos descendientes de los antiguos tartesos y
surcada después por romanos, cartagineses, vándalos, visigodos,
árabes...
La protagonista de esta historia de amor, nació en Madrid, en
aquel Madrid de la dictadura de Primo de Rivera, en el que los
ciudadanos aún podían gozar de los paseos por los bulevares y
tomar el aire en las terrazas, los hombres de letras celebrar sus
tertulias en el Café Gijón, ella fue “una chica del barrio de
Salamanca”, un barrio de “postín”, sin embargo, sería Sevilla el
escenario natural donde cuajaría su inmensa obra de amor,
creciendo a orillas del Guadalquivir como un inmenso roble que
echará profundas raíces en la fértil tierra de una Congregación
sevillana recién fundada por Madre Angelita, hoy ya para todos
Santa Ángela de la Cruz. Cautivada por la pobreza y austeridad de
las Hermanas de la Cruz que, frecuentaban su casa, la joven María
Isabel Salvat Romero, aterrizó en Sevilla en diciembre de 1944
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para hacerse hermana de la Cruz, con todo el valor que requiere y
comporta una decisión tomada de una vez para siempre, esa supo
decir que sí desde hora primera. A partir de entonces, el paisaje
sevillano pasaría a formar parte y a servir de trasfondo real e
histórico a la mayor parte de su vida y actividad, ya que, si bien
formó parte de comunidades de otros pueblos o ciudades, su
santidad se hizo grande, creció gigante, durante los casi 22 años
que fue Superiora General de las Hermanas de la Cruz, viviendo
en la Casa General de la Congregación, en ese rincón tan céntrico
y sevillano de callejas apretadas, blancas y estrechas, junto a la
iglesia de San Juan de la Palma o al palacio de Las Dueñas,
residencia de la Duquesa de Alba, o a los conventos del Espíritu
Santo y de Santa Inés, donde su espíritu sigue vivo en sus hijas,
en ese diario ir y venir de tantas hermanas que escriben día a día
una nueva historia de amor, hecha de servicio y de entrega a los
pobres y necesitados. Y siempre, siempre bajo la sombra y el
espíritu, de aquel carisma de Sor Ángela de la Cruz.
María Isabel era una mujer que tenía los pies de arcilla, de esa
arcilla, mezcla un tanto de sangre malagueña y otro tanto
madrileña, y no de cera virgen como la de tantos niños santos
milagreros que, desde sus primeros años, andan sin quebrar un
aire por las doradas hornacinas de los altares barrocos de nuestras
iglesias. Desde muy niña había aprendido seriamente a amar de
verdad al prójimo. Cuando un día le dice a su padre que quiere ser
Hermana de la Cruz, su padre le impone la dura prueba de retrasar
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el ingreso un año teniendo durante ese tiempo que salir con chicas
y chicos de su tiempo. María Isabel no se echa atrás, sale con sus
amigas pero lo primero que hacen es visitar al Santísimo, después
irán ayudar, a consolar, a servir a algún pobre o necesitado. Era la
escuela del amor en la que se inicia como alumna aventajada.
Luego, ya religiosa, toda su vida no sería otra cosa sino ir
profundizando, ir desarrollando progresivamente e ir creciendo
gradualmente en ese amor a Dios al que ella sentía en el rostro de
sus niñas huérfanas y ancianas, o en el rostro de tantas personas
ancianas, enfermas, llagadas, malolientes, abandonas en sus
tugurios y a los que ella se acercaba con esa mano primorosa de la
caridad que sabe suavizar el dolor y poner amor allí donde no lo
hay.
Había sido la lección suprema del Maestro, nos lo dijo cuando nos
legó su Testamento supremo: “Amaos los unos a los otros…;
“Los amó hasta el final…”. Cuando el moribundo se despide de
sus hijos les reparte sus bienes, les da las últimas
recomendaciones, pone así límites al campo de su actividad, al
mismo tiempo que, por encima de los límites, arroja su existencia
condensada a los supervivientes: no sólo los objetos han de
servirles de recuerdo, sino que su espíritu ha de mantenerse vivo
entre ellos por el testamento. Las “ultimas palabras” se cargan con
todo el peso de lo definitivo de la muerte y esto les confiere un
derecho a la supervivencia. La literatura popular ha explotado
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constantemente este elemento patético en todas las situaciones:
así el Antiguo Testamento (Jacob, Moisés, Josué, Samuel, David,
Matatías; todo el Deuteronomio se redacta en forma de un
discurso de despedida del legislador, teniendo por centro el
“mandamiento principal”); así también en el Nuevo Testamento:
Jesús en su discurso de despedida tras la última cena con sus
discípulos les dice abiertamente: “Amaos como yo os he
amado”… “Los amó hasta el extremo, hasta el final…”.
En Jesús la despedida se hace desbordante, comparable e
incomparable a una, es el discurso de despedida de Jesús, más
suscinto en san Lucas (antes de la pasión y, de nuevo, antes de la
ascensión a los cielos), y ampliamente glosado por san Juan, en el
que, de entrada, se tensa al máximo la atmósfera por la situación
de despedida y de la entrega de Jesús hasta la muerte. “Antes de
la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de
pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que
estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Y durante la cena,
cuando ya el diablo había metido en el corazón de Judas Iscariote,
hijo de Simón, la traición, sabiendo Jesús que el Padre le había
entregado todas las cosas en sus manos y que de Dios salió y a
Dios iba, se levantó de la mesa...”. Y sigue el lavatorio de los pies
y su doble explicación: la inimitable humillación de Jesús, señor y
maestro, y el mandato a los discípulos de hacerse mutuamente lo
mismo; luego, la donación eucarística (precisamente a Judas) y el
gran discurso, que es como su exégesis; y, finalmente, la plegaria
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de despedida, que expresa el sentido cabal de la existencia de
Jesús: como en un lagar la uva es triturada, así lo será la vida de
Jesús.
El cristianismo no es mera teoría, sino también práctica -- Dios
actúa, el hombre no puede responder sino actuando --, razón por
la que hay una experiencia y una certidumbre, que no pueden
lograrse sino por la acción. El que hace la voluntad del Padre’, del
que envía, “sabrá si mi doctrina viene de Dios o si hablo por mi
cuenta” (Jn. 7, 17). Al que no la hace, su espejo le reflejará su
propia cara y, en cuanto lo deja, la olvidará (¡es tan
insignificante!): Sant. 1, 24. Desde Abraham no cesa Dios de
“probar” la fe de los suyos; de cómo se porten, si de verdad vale,
saldrá la luz la verdadera. La tradición eclesiástica es una cadena
de experiencia cristiana constantemente enriquecida y, por lo
mismo, es también una cadena de distinciones logradas --
confirmación o desautorización -- en la autenticidad de cada caso.
Esto ocurre tanto en la callada vida cotidiana como en la
profesión pública de la fe o, finalmente, en el testimonio de la
sangre con el martirio. La autenticidad, oculta y callada, de cada
caso no es menos importante para la tradición viva que el
espectacular martirio. Acontece a diario, cuando los padres viven
ante los hijos su experiencia cristiana y se la transmiten con o sin
palabras; cuando el ejemplo cristiano arde y salta la centella de la
fe, de la esperanza y del amor, sabiéndolo o no.
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Los grandes expertos fueron los santos. Por eso, la historia de la
Iglesia es ante todo una historia de los santos. De los conocidos y
de los desconocidos. Ellos, que lo jugaron todo a una carta y con
su osadía se convirtieron en nítidos espejos, reflejan la luz, en rico
espectro, sobre nuestras oscuridades. Ellos constituyen la magna
historia exegética del Evangelio, más auténtica y de una mayor
virtud demostrativa que todas las demás hermenéuticas. Ellos son
la demostración tanto de la plenitud como de la presencia.
Debiérase uno cuidar de tachar de desfasadas cosas que se van
experimentando siglo tras siglo (como los encuentros con los
demonios y con los ángeles: hasta el Cura de Ars y Don Bosco).
O de menospreciar el traslúcido espejo de santa Bernardette, con
sus irisaciones de la verdad mariana. Mucho se habla y se escribe
hoy de los condicionamientos históricos de la mundovisión de los
santos, y no todo es falso. Pero ello no nos ahorra el conato de
situarnos, como ellos y con ellos, en la instancia central: en la
seriedad incondicional con que tomaron el amor de Dios en Cristo
y con que -- a partir de la expropiación por el amor absoluto -- se
enajenaron por amor a los hombres. Así, en este orden, no al
revés. Jamás el amor del prójimo fue para ellos un sucedáneo del
amor a Dios y a Cristo. El amor de los santos se inflama al
saberse absolutamente amados y al querer corresponder con toda
su existencia al amor absoluto. Para tener un modelo, basta mirar
a San Pablo, que se muestra “ejemplar” por cuanto se ha
conformado totalmente a Cristo, el Modelo. Y, casi aún mejor, al
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“discípulo a quien Jesús amaba”, para quien el amor a Cristo y al
prójimo son inseparables de la fe en la primacía absoluta el amor
que nos tiene el Dios trino (1 Jn. 3, 16; 4, 10). No nos
acobardemos como si ya no hubiera tales amantes y tales
confesores de la fe. La tradición no se rompe, sigue viva
sosteniendo e iluminando la historia de cada día.
Madre María de la Purísima forma parte de esa ininterrumpida
tradición de la vida e historia de la Iglesia que es una historia de
santos y que constituye la verdadera exégesis del Evangelio
porque ella, al igual que todos los santos, se lo jugó todo a una
carta y tomó en serio el Amor, sin reservarse nada para sí.
En la escuela del amor ella conoció al Amor y aprendió su lección
suprema: “Nadie ama más que aquel que da la vida por los que
ama” y “lo que hiciereis con uno de estos…”. Así cuando Madre
Purísima, en su servicio a las pobres y enfermas, entraba en
alguna cueva, los ojos de la enferma se clavaban en ella. Como
puntas de alfiler ella los sentía en su corazón. Los ojos de los
enfermos miraban de manera distinta. Asomaban como gusanillos
negros a su agujero. Se abrían profundos desde la raíz de su
miseria, que es lo más hondo, y pedían sin palabras; a ella, a
Madre Purísima le pedían una limosna de compasión. Era la
época de la posguerra cuando la hambruna se abatía por doquier.
Las enfermas yacían tendidas entre sus mantas, febriles, lisiadas,
esqueléticas, comidas de llagas hediondas. Tantas veces
encontraba, en el testero de la cabecera, en la cama atroz de un
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patíbulo, un Cristo crucificado hecho una llaga viva de pies a
cabeza y recordaba las palabras de su Amor: “Lo que hicisteis con
uno de estos pobres, conmigo lo hicisteis”.
Y tantas veces, limpiando una llaga, a cada hálito del doliente, su
fetidez le daba en el rostro a la compasiva enfermera, que nunca
había sentido tal inmundicia tan cabe sí. Alzaba los ojos al Cristo
que tenía delante y aquel aviso de misericordia que en la pared
leía, le resonaba dentro como un aldabonazo y las divinas
palabras tenían la virtud de trocar aquella purulencia en rocío del
paraíso. Luego, de regreso con su compañera de asistencia,
escuchaba el sonsonete de sus adentros que le perseguía: “Lo que
con esta hiciste, conmigo lo hiciste”. Se le nublaban los ojos.
Lloraba lágrimas de esas que dejan surco. Y tenía que disimular.
No se trata de hacer belleza literaria de lo que de por sí es
repugnante y nauseabundo. Hechos son amores y no buenas
razones, se dice tantas veces. Pues he aquí un testimonio vivo,
una perla preciosa de cuanto llevamos dicho. Lo cuenta Dª.
Manuela Carmona Reina, natural de Villanueva del Río y Minas
(Sevilla):
«En una ocasión, en una de sus asistencias diarias, llegamos a la
casa de una anciana llamada Bárbara. Su estado era lamentable,
de completo abandono. Se encontraba inmovilizada en la cama y
con una gran cantidad de llagas. La suciedad era tal que los
ratones andaban por todas partes incluso por encima de Bárbara.
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Cuando Madre entró en la casa y se percató de la situación me
dijo: ‘Manolita sal fuera que no es agradable’.
Fue Madre la encargada de asistir y curar las heridas de Bárbara,
de limpiar la casa y expulsar a los roedores, su actitud con esta
enfermedad fue realmente heroica, máxime cuando le aterraban
estos animales. Desde ese día la anciana daba gracias a Dios por
enviarle un ángel. La caridad para con los demás fue sin medida».
El amor a Dios de Madre Purísima lo concretizaba,
consecuentemente, en el amor hacia el prójimo, su amor estaba
hecho de servicio desinteresado y heroico de manera especial
hacia los pobres y los enfermos más desasistidos, eran eco de las
palabras del Amor: “Estuve enfermo y me visitasteis”. Los
ejemplos abundan y lo corroboran. He aquí otras muestras que
nos cuenta Sor Cristo del Refugio:
“En las ‘Cuevas’ visitábamos a un enfermo de cáncer que era
comunista; nos lo había encomendado el párroco como un caso
fuerte. Su táctica con él era el respeto, la dulzura, la sonrisa y
dejarlo hablar. Un día le contó su comportamiento durante la
guerra en contra de la Iglesia; ya había reconocido su error y
quiso confesarle toda su vida. Murió reconciliado y arrepentido.
También atendió a una enferma alcohólica a la que nadie se
acercaba por temor, era agresiva. Un día nos la trajeron del bar,
congestionada, ella salió enseguida para atenderla y prestarle los
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primeros auxilios. Cuando vino el médico dijo que no se podía
dejar sola; alquiló una casita junto al convento para poderle dar
asistencia diaria de día y de noche. En la cueva donde vivía era
imposible dejarla pues era del todo inhabitable. La atendía física y
moralmente, regenerándola totalmente del vicio, se recuperó y
vivió muchos años llevando una vida totalmente normal como
persona y como cristiana, recibiendo con frecuencia los
sacramentos. El pueblo estaba asombrado pues la conocía todo el
mundo”.
En su misión de Hermana de la Cruz era la primera en visitar a los
enfermos, asistirlos, darles de comer y consolarlos, entrando en
los tugurios más repugnantes y acudiendo personalmente a curar
sus llagas y a cumplir los servicios más humillantes y repelentes.
Había comprendido bien el lema que la Fundadora Santa Ángela
había escogido: los pobres son nuestros dueños y señores. Por eso
eran sus predilectos. En los pobres y en los enfermos veía siempre
a Cristo, convicción que trató siempre de inculcar a sus novicias,
con la palabra y con el ejemplo y a toda la Congregación, a través
de sus cartas, visitas a las casas, conversación y trato directo con
las hermanas.
La asistencia a los pobres y enfermos, le tiene sorbido el seso,
aquel ir y venir a los rincones de la miseria y la pobreza, aquel
subir y bajar por las buhardillas de Sevilla oliendo todas las
bacinillas de nuestras miserias, tal sabor de ceniza y tal cicuta le
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ha puesto en los labios que, todo lo que no sea condolerse y
aliviar el mal de los que sufren, le parece gastar en salvas el breve
caudal de la vida si ya no es una traición verdadera, si ya no un
latrocinio de lo que, no a nosotros, sino a los pobres nos
pertenece.
Con Santa Ángela había comprendido bien el mensaje y la tarea
de asistencia a prestar a los pobres, porque nuestros señores los
pobres están en todas partes. Son los enfermos del Hospital de la
Santa Caridad, de la Virgen del Rocío, de la Macarena y de San
Lázaro y de todos los demás lazaretos o asilos de Sevilla. Pero
son también las pobres de las buhardillas y los mendigos que
pululan, sin hogar, por calles y caminos, y las niñas abandonadas
y los soldados forzados a ir a la guerra o en misión de paz, los
vagabundos y pícaros, los jaboneros y demás nómina de
huéspedes… Y pobres son también las víctimas de esas guerras
sin cuartel en tantos países de África, en Afganistán, Irak, Líbano,
Franja de Gaza…
Con Santa Ángela de la Cruz, la Fundadora, la vida de Madre
María de la Purísima entra en sintonía con la mejor tradición de la
Iglesia. Veamos un ejemplo siempre vivo y hoy, por las
circunstancias que conllevan la evocación de todos los
centenarios, más vivo todavía si cabe. Se cumplen este 2008 los
1750 años del martirio de San Lorenzo en Roma, Año Jubilar que
abrió el Cardenal Ruini el 1 de enero del 2008 y que tendrá su
culmen con la visita que Benedicto XVI realizará, en el próximo
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mes de noviembre a la basílica donde se conservan los restos del
santo y las parrillas donde sufrió martirio el santo, en San
Lorenzo Extra Muros. Según la tradición, Lorenzo había nacido
en Osca (hoy Huesca), en la Hispania romana y vivía en Roma
cuando Sixto II fue elegido Papa en el 257 y, como diácono, tenía
la misión de administrar los bienes de la Iglesia y encargarse del
cuidado de los pobres. Durante la persecución del emperador
Valeriano I, en el 258, muchos sacerdotes y obispos fueron
condenados a muerte, mientras que los cristianos que pertenecían
a la nobleza o al senado eran privados de sus bienes y enviados al
exilio.
Sixto II, una de las primeras víctimas de esta persecución, fue
crucificado el 6 de agosto. Le siguieron, poco después Lorenzo y
otros cristianos.
Y, cuenta la tradición que las autoridades iban tras los bienes
eclesiales destinados al culto y los pobres. Sabiendo que Lorenzo
los administraba, le ordenaron entregar todas las «riquezas» de la
Iglesia. El diácono prometió hacerlo y los citó en un lugar.
Mientras tanto, reunió a los pobres de Roma. Cuando llegaron los
encargados de recoger el supuesto «tesoro», Lorenzo señaló a la
multitud de gente desposeída y dijo: «Estas son las riquezas de la
Iglesia». Ni que decir tiene que el mensaje no fue entendido y el
fiel diácono acabó en la hoguera. Es el eterno mensaje del amor,
del servicio prestado a los más pobres y desamparados, que da
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sentido a la vida y misión de la Iglesia a lo largo ya de más de dos
mil años de vida cristiana.
“El amor no pasa nunca…” es una breve y célebre frase de Pablo
que san Agustín traduciría más tarde por “ama y haz lo que
quieras” y que ha sido actualizada en las últimas décadas por un
gran teólogo de nuestro tiempo en esta lacónica expresión: “Sólo
el amor es digno de fe”, que sería como el eco de aquella otra de
san Pablo: “Sé de quien me he fiado”. Hoy, cuando miramos en
lontananza, la plurisecular historia de la Iglesia es toda ella una
larga e inmensa historia de amor. Una infinita hilera de hombres
y mujeres, santos y santas de todo tipo, edad y condición, que,
fiándose del Amor, se han entregado y consagrado totalmente a
él. Lazaretos, hospitales, clínicas, ambulatorios, leproserías,
orfanatos, escuelas-hogar, residencias para huérfanos, enfermos
de sida, madres solteras, minusválidos, tuberculosos, ancianos,
enfermos psíquicos, enfermos terminales, enfermos de sida,
personas sin hogar, disminuidos físicos y psíquicos… y así
podríamos seguir enumerando hasta el infinito, han florecido por
doquier y han sido el campo de trabajo y de acción de quienes
han hecho del amor el centro de toda su vida, sabiendo, como
escribió Santo Tomás, que “la bienaventuranza consistirá en un
acto permanente de caridad”. Toda esta infinita labor es un canto
primoroso al Amor de Dios. Un precioso himno de la Liturgia de
las Horas, expresa así esta rica e intensa historia de amor, de la
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que forman parte por méritos propios Santa Ángela de la Cruz y
su hija y fiel seguidora la Sierva de Dios Madre María de la
Purísima: “A fuerza de amor humano / me abraso en amor
divino. La santidad es camino / que va de mí hacia mi hermano.
Me di sin tender la mano / para cobrar el favor; me di en salud y
en dolor / a todos y de tal suerte / que me ha encontrado la
muerte / sin nada más que el amor”. Una nube de amor rodea y
empapa la existencia. Quien más ama tiene la razón. Los santos
son la gente que amó.
Jesús considera como hecho a su propia persona cuanto hayamos
hecho o dejado de hacer con cualquiera de nuestros prójimos. Y
esto no a la manera de un rey que valorase como recibido por él
mismo el tratamiento dado a un embajador suyo. La realidad se
sitúa aquí en otro nivel mucho más profundo y verdadero: los
servicios prestados o denegados al prójimo son realmente,
efectivamente, servicios prestados o denegados al Hijo del
hombre merced a esa unión tan íntima existente entre la cabeza y
los miembros, unión que llega a constituir una indivisible
unidad. Cristo mira cuanto se hace a uno de sus pequeños como
miro yo los cuidados que se tienen con mi mano o mi pie
enfermos. Las bocas hambrientas de los pobres son la boca de
Cristo; la carne del pobre es la carne que la Virgen alimentó y
los sayones azotaron. La caridad es el “camino” señalado por
Jesús a nuestros pasos; ella constituye la “definición” de la vida
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cristiana. Un cristiano sin caridad sería tan monstruoso como un
hombre sin humanidad.
La vida de los santos nos enseña que todos son prójimos
nuestros. Todos han de ser objetos de nuestro amor. “Extiende tu
amor -- dice San Agustín -- por todas las partes del globo si
quieres amar a Dios como es debido, pues los miembros de
Cristo están dispersos por el mundo; si no amas la parte, estás
partido; si no estás en todo el cuerpo, no estás en la cabeza”. No
se puede reducir el ámbito de los destinatarios del amor, sería
una limitación muy grave. Además, en el amor cristiano no cabe
“acepción de personas”. El amor es el primer mandamiento. El
“mandamiento regio”, como lo llama Santiago, constituye la ley
única y sustancial del nuevo reino. Antes que un mandamiento,
la caridad es para el reino una exigencia de su propia
constitución: la Iglesia es Cristo, donación suprema. El Espíritu
que Cristo comunica a su Iglesia no es otra cosa que la “caridad
de Dios derramada en nuestros corazones”.
La caridad es la principal de todas las virtudes. De todas ellas,
tres son las más excelentes, porque tienen por objeto a Dios: fe,
esperanza y caridad. Y de estas tres, la caridad ocupa el primer
puesto, ya que abraza y se funde con su objeto más
perfectamente que las otras dos. De ahí que la caridad sea “el
mayor mandamiento”. La caridad es más todavía, mucho más: es
“la plenitud de la ley”. La caridad no es sólo “una virtud
especial”, dice Santo Tomás, sino “la virtud general”, ya que
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cualquier acto virtuoso o emana de ella o es imperado por ella.
Todo en definitiva acaba resolviéndose en caridad.
Nuestro discurso vuelve, de nuevo, a su punto de partida, al
principio de este escrito. En el mundo judío, la solemne fiesta de
la Pascua comenzaba con el banquete de la vigilia, después de la
puesta del sol. No era fácil encontrar puesto aquellos días dada la
gran afluencia de peregrinos a Jerusalén. Pero Jesús dio
instrucciones precisas a dos de sus discípulos. Pedro y Juan
encontraron pronto lo que el Maestro había previsto. El banquete
pascual era una fiesta solemne, sí, pero también festiva. Juan nos
introduce así en el ambiente de la última Pascua de Jesús:
“Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este
mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el final”. Sin embargo el ambiente del
Cenáculo estaba invadido por la tristeza: “He deseado
ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de padecer;
porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su
cumplimiento en el Reino de Dios”.
Luego se levantó de la mesa, se quitó el manto, se ciñó una toalla
y tomando una palangana con agua les lavó los pies a los
discípulos. Vuelto a la mesa, dijo: “En verdad, en verdad os
digo: uno de vosotros me traicionará”. Por indicaciones de
Pedro, Juan preguntó al Maestro: “Señor, ¿quién es?. Jesús le
dijo: Aquel a quien dé el bocado. Y, mojando el bocado, se lo da
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a Judas”. “Tomado el bocado, Judas salió inmediatamente. Era
de noche”, añade Juan. Era la noche de la traición y del terror.
Escapado Judas, la tranquilidad no volvió al Cenáculo. Al
contrario, la sospecha, el temor, el terror de la traición gravó
sobre el alma de todos los Apóstoles. Todos se sentían traidores
en potencia, como todos en potencia somos traidores, si no fuera
porque nos sostiene la Gracia de Dios. Esta atmósfera de
sospecha y de turbación fue rota por un imprevisto e
imprevisible acto de Jesús, acompañado de unas inauditas
palabras.
Jesús tomó el pan ácimo que estaba en la mesa, lo partió y lo dio
a comer a los discípulos diciendo: “Esto es mi cuerpo que se
entrega por vosotros; haced esto en memoria mía”. Luego tomó
el cáliz del vino y dijo: “Esta es mi sangre de la alianza
derramada por vosotros”.
Jesús cumplía así las “duras” promesas que había anunciado en
Galilea, después de la multiplicación de los panes, cuando dijo:
“El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mi y yo
en él”. Se quedaría para siempre presente entre los hombres,
ofreciéndose como su alimento. Se convertía así, en el puesto del
cordero pascual, en la víctima universal, garantía -- como aquel
-- de salvación eterna.
Tras entregarnos su cuerpo y su sangre como comida y bebida,
Jesús añadió: “Os doy un mandamiento nuevo: Que os améis los
unos a los otros; como yo os he amado, así os améis también
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vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois
discípulos míos, si os tenéis amor los unos a los otros”.
Terminada la cena, juntos, salieron y se encaminaron bajo el
plenilunio del mes de Nisán hacia el huerto del Monte de los
Olivos, lugar de oración. De tantos dulces discursos oídos aquella
tarde en el Cenáculo, uno sobre todo resonaba en el oído de los
discípulos: “Os doy un mandamiento nuevo, -- había dicho Jesús
--: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, así os améis
también vosotros los unos a los otros”.
Es el mandamiento principal y primero de la ley, más aún, es la
plenitud de la ley, por eso de él Madre María de la Purísima
había hecho el centro y el eje de toda su vida, como lo había
hecho Santa Ángela de la Cruz, la Fundadora, a la que ella
fielmente siguió. “Amar es cumplir la ley entera”.
Fr. Alfonso Ramírez Peralbo
Roma - Postulador General de la Causa.
29 de julio del 2008.