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Ciudad de México abril2013

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Cuando se oculta el sol, el horizonte se borra tras el sonido del viento y el zumbido de las hojas

Sei Shōnagon

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Mi memoria es a vecesun paisaje desérticoque transito delirantecon la intención desmedidade borrar hasta el último grano.

Desértica

Pablo Martínez Zárate

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Amigas resueltas a estar juntas para siempre. En las buenas y en las malas, había agregado Andrea, cerrando un juramento poco original pero sincero. Se habían conocido en la Preparatoria y ahora prolongaban su fidelidad hasta el término de la carrera de Derecho, tras noches de juergas estudiantiles, estridentes y celebratorias.

Por eso resultó tan natural, después de que Lluvia fuera nombrada jefe de la sección dedicada al derecho familiar en el despacho Flores Cortés y Asociados, la llegada de Andrea y Margarita al área bajo su nuevo mando. El viejo astuto y socio fundador Flores Cortés supo en una breve entrevista que no se trataba de un corriente acto de amiguismo, sino del deseo de Lluvia de rodearse de gente competente y de todas sus confianzas. No puso objeciones, y las tres quedaron instaladas en una pequeña oficina luminosa, con vista hacia el parque de la calle Le Havre. En el patio principal, Flores Cortés dio una fiesta de bienvenida a las chicas el primer viernes de su estadía.

Tenía la misma edad, pero sólo Andrea disfrutaba aún de los años en los que no son necesarios fuertes sacrificios físicos para lucir firme y a la vez flexible. La genética francesa del lado de su madre la favorecía. Sus caderas eran amplias; estaban bien coronadas por unas nalgas felizmente redondas que sobresalían en competencia con el chato molde del culo de sus colegas mexicanas.

El derecho familiar siempre había sido benigno y las chicas llevaban con seguridad la oficina. Todo se empezaba a volver algo aburrido, hasta que Andrea llegó con la noticia de que el viejo Flores la había invitado a cenar. Lluvia aconsejó aceptar, convencida de que era lo mejor en esos casos. Casado por treinta años, el viejo tenía un penthouse de soltero en una esquina ilustre del centro histórico. Comieron platos nacionales en el Cardenal, pero Andrea no llegó a concer el departamento. Se despidieron cortesmente pero algo incómodos afuera de la reja blanca y anticuada de casa de sus padres, con un beso en la mejilla, envueltos en una atmósfera con olor a mezcalina.

Las cosas caen por su propio pesoOswaldo Trujillo

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El fin de semana, en un bar con velas y ceniceros artesanales, fueron abordadas por tipos que intentaron bailar y llevarlas a la cama. Algunos eran pavorosamente aburridos. Por el quinto whisky, Lluvia lo soltó: “deberíamos extorsionar al pinche viejo, te tiene en la mira, y esas nalguitas francesas no te van a durar toda la vida”. Lluvia llevaba desde siempre el liderazgo del grupo y esa noche habló con autoridad deslumbrante sobre cuentas bancarias, posibles cohartadas y errores que debían evitarse durante la estafa. Andrea dejó el bar en un radiotaxi de sitio seguro. Margarita y Lluvia siguieron bebiendo hasta que Metro y día, finalmente, abrieron.

Afuera, Lluvia se desplomó, vomitó, volvió a desplomarse. Margarita no había tenido que repetir el rol de nana, desde hacía mucho tiempo, desde la universidad y las borracheras estudiantiles; la cuidó de sus vómitos, de sus tacones y de un tipo que las había seguido dos cuadras solamente para decirles que lo esperaran, que lo dejaran verlas, con muchas ganas besarlas.

Ninguna de las tres volvió a sacar el asunto después de esa noche; estaba claro que había sido un arrebato. El whisky, un agazapado asco femenino contra Flores (poderoso, mujeriego, arrogante) más un odio acariciado desde tiempos del penthouse por Lluvia... Lluvia habló esa noche desde una ira borracha: en la sobriedad, una fantasía poco realizable.

Un divorcio contecioso trajo nueva vida a la oficina. El caso era sencillo pero se trataba de uno de los hijos de Flores, guapo, inteligente, arrogante; se podía creer que Flores había sido algo muy parecido cuando tenía esos mismos años. Las mujeres estuvieron más cantarinas que de costumbre, comían, cenaban, tomaban cafés con el Flores joven ante cualquier excusa y ninguna se ausentaba.

Cuando el litigo estuvo casi resuelto, llegaron nuevos asuntos que las mantuvieron ocupadas, hasta que, un descuido insignificante, un retraso en el plazo de presentación les recordó el caso Flores. La exesposa tendría ahora oportunidad para renegociar a los hijos y una casa en Arizona. Otra posibilidad era que no pasara nada, que la obtención del papel marchara sencillamente, como hasta entonces, pero el Flores viejo tomó muy a mal todo el asunto.

Nadie había tenido propiamente la culpa. Lluvia había asignado a Margarita y a Andrea a otros asuntos. La presentación del convenio era

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su responsabilidad, pero se había olvidado entre citatorios y comidas con posibles clientes. Lluvia visitó la oficina de Flores que dulcificó sus palabras pero dejó en claro que quería la cabeza de alguien. En el plano de lo simbólico, una de ellas debía pagar por esos descuidos: el asunto era delicado. Mientras ella salía, un Flores casi anciano, disfrutó, como nunca, seguir la figura de las nalgas de su empleada marcadas contra la tela de una falda negra, gruesamente cerrada.

Por la tarde Lluvia le asignó la tarea a Andrea de informar a Margarita su salida de la oficina. Andrea no pudo oponerse; quiso darle un abrazo pero entendió que era imposible, que dentro de Margarita se encerraba más que una indignación un desconsuelo inmenso, una pregunta llena en la garganta y que las tres conocían: ¿por qué tenía que ser ella?

Tiempo más tarde, tras una mala racha laboral, Margarita visitó un bar de la calle Le Havre. Era un lunes. Cuando entraba, logró reconocer con claridad a Lluvia, a Andrea y a Elena, una joven abogada, caucásica, de veinte y ojos aceitunados que había empezado a salir con Flores. Las saludó sin rencores y se unió a ellas en una de las mesas laterales. Era noche karaoke y fueron desde el inicio la mesa más activa. Recibieron recados, flores, invitaciones a pasar la noche en departamentos excéntricos, peticiones de matrimonio. En el último acto antes de las 3 de la mañana, sobre un escenario alfombrado, deshilachado y sudoroso, las tres interpretaron un hiphop de moda que exaltaba la superioridad de la vagina y la falsedad del amor. Si esto te gustaba, debiste haberle puesto un anillo. Borrada por el whisky, Margarita se quedó dormida en el baño. Lluvia y el resto, salieron escoltadas por hipsters más jóvenes que ellas y que convencieron al contingente de seguir en un departamento a dos cuadras del bar. Margarita se despertó, maltrecha y zarandeada por un tipo gordo acostumbrado a custiodar la entrada y a sacar borrachos; la ayudó, según él, a sacarse el vómito de la falda. Las cosas caen por su propio peso, le gritaba al gordo, y esas putas van a caer.

Afuera, el aire agrietó la cara de Margarita, el gordo la tomó de las nalgas con el pretexto de enderezarla. Se apartó, recobró una conciencia todavía borracha pero herida, profunda, mientras lo empujaba con la otra mano. Las cosas caen...balbuceaba y se tambaleaba, mientras apartaba al gordo con fuerza, con toda la fuerza de su mano.

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Florencia Aguirre

Victorias pírricas

He visto a muchas mujeres desperdiciar horas limpiando sobre lo limpio, he estado rodeada de ellas. Confiar en esos paisajes bucólicos embotellados. Ir detrás de los conocidos limpiando sobre lo que ya limpiaron, sólo por la desconfianza de que no lo hacen tan bien.

También conozco un caso extremo y cercano: el de mi tía. Generosa y aprensiva, pasa la mayor parte del tiempo lavando ropa. No importa de quién ni por qué. No hay dinero de por medio ni un verdadero acto de generosidad: es una obsesión. A medida que fui creciendo lejos de ella me olvidé de esa manía, pero la recordé el segundo día de estar en su casa. Le di un vestido color crema y me lo devolvió blanco. Las manchas son su debilidad y puede pasar horas con una misma prenda. Frota, enjuaga, frota, enjuaga, cuelga; frota, enjuaga, frota, enjuaga, cuelga ; frota, enjuaga, se seca el sudor, frota, enjuaga, cuelga. Y en ese ritmo entra en trance como un derviche. Los ojos se pierden en los tejidos. No hay otra cosa más que la mancha y la obcecación.

La miraba y no entendía. La recuerdo y pienso que hay algo de lógica en sus ritos. Mientras yo creía que perdía el tiempo en realidad ella lo ganaba, porque cuando lava hace desaparecer mugre y también algo más repugnante: evidencias. Que quienes deberían pedir disculpas no saben ni siquiera dar las gracias, que la pereza acompañada de cobardía se paga caro, que saber escuchar inhabilita el que los demás nos escuchen, que el vientre ya está seco y pesado; pero también otras de las que creo que no es tan consciente: que el ciclo infinito que rige la actividad del ama de casa – hacer la cama para deshacerla para volverla hacer, limpiar para que se ensucie y volver a limpiar– depende de un estoicismo que nosotras, niñas letradas y desordenadas, jamás podremos ejercer y que el prurito personal siempre hay que ponerlo en algún lado.

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Una mano inconsolablese apoya en nuestro corazóny lo aprieta como esponja de baño.No se si fuimos otros, pero algún día existimos,

cuando la noche estaba desarmada,cuando las fechas caían en la mitad de la ciudadcuando la carne era constante e implacable.

¿Qué será de nosotros?Construimos una casa abandonadapara esperar que el polvo la borre,y la cubra como cobija

para un niño enfermo.¿Qué mentira nos deparará el recuerdo?¿ Qué falsa versión

vivirá en nuestras canas?

Ahora séque caes poco a poco

como una piedraen un mar sin fondo,

Y que hay muchas formas de enumerar la derrota.

No sé si fuimos otros

Luis Javier Mondragón

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Susana SantoyoActos dedicados

Para Cy Twombly: Toma una hoja de periódico, la frota en un muro hasta que las noticias ya no son del día, como si dibujara la memoria.

Para Georges Perec: Pasea. Se sienta en una terraza. Pide una bebida fría. Levanta con la cuchara un hielo. Con su aliento de caminata, le sopla.

Para Ulises Carrión: Se envía una carta, se ha escrito contornos de timbres postales, como líneas de poemas.

Para Roland Barthes: Noche. Se sienta frente al radio, cambia las estaciones buscando la estática, aguza el oído, como si fuera una conversación ajena y lejana.

Para Maurice Blanchot: Le murmura a una hoja llena de grafito, se detiene cuando los labios se han llenado de gris y se han escrito todas las palabras.

Para Peter Fischli y David Weiss: Mañana de domingo. Cepilla al perro, logra que el fino pelo haga una nube en su nariz.

Para Marcel Duchamp: Come ensalada de frutas. Deja que la miel casi se pegue a su paladar, como la luz de invierno casi se pega al piso.

Para Sophie Calle: Aeropuerto. Finge ser oficial de aduana. Pregunta por todos esos sitios que nunca visitó. Abre su propio pasaporte y le dibuja sellos.

Para Marcel Broodthaers: A uno de sus cuadernos de notas le corta unas hojas. Pide a alguien más que las esconda en su casa.

También para Maj y Daniela

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José Porrashttp://www.wix.com/pdeporras/joseporrasportada, páginas 3, 5 y 6

Ernesto Alva http://www.ernestoalva.compáginas 10 y 11

Erika Loana http://hemisferika.tumblr.compáginas 13, 14 y 15

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