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Niétochka Nezvánova o NétochkaNezvánova es una obra escrita porel escritor Fiódor Dostoyevski quese publicó en 1849. La obra nosrefiere la niñez (en un primermomento) de Niétochka, con unpadre violinista que anda en estadode embriaguez constante, y unamadre que pierde su dotecasándose con su marido y quemuere en la más terrible miseria. Apesar de la actitud de su padre,Niétochka lo quiere y lo va arecordar durante el resto de suhistoria que continúa tras la muerte

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de sus dos padres y la adopción enla casa del príncipe y de la tutoríade Alejandra Mijailovna. Con estaúltima terminará su relato aldescubrir una carta que causaráproblemas con su marido PiotrAlexandrovich.

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Fiódor Dostoyevski

NiétochkaNezvánova

ePub r1.0SlytherinEC 23.04.14

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Título original: Niétochka NezvánovaFiódor Dostoyevski, 1849Traducción: José García MercadalDiseño de cubierta: SlytherinEC

Editor digital: SlytherinECePub base r1.1

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NCAPÍTULO I

o recuerdo a mi padre, que muriócuando yo tenía dos años, y mi

madre volvió a casarse. Este segundomatrimonio, aunque contraído por amor,resultó para ella fuente de dolores. Mipadrastro era músico, y su destino sedenotó harto extraordinario. Era elhombre más extraño y más delicioso quehe conocido. Su influencia en misprimeras impresiones de niña se hizo tanfuerte, que dejó marcada su huelladurante toda mi vida. Para que mi relatosea comprensible, comenzaré por dar su

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biografía. Cuanto voy a decir acerca deél, lo supe más tarde por el célebreviolinista B…, que fue el compañero yel amigo más íntimo de mi padrastro ensu juventud.

Mi padrastro se llamaba Efimov.Nació en una posesión que pertenecía aun opulento terrateniente. Era hijo de unmúsico muy pobre que, después dehaber hecho largos viajes, se habíaestablecido en las tierras de aquelpropietario y había ingresado en suorquesta. El amo, que vivía con lujo,amaba sobre todas las cosas yapasionadamente la música.

Cuentan que aquel hombre, que no

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abandonaba nunca sus tierras ni aun parair a Moscú, decidió de pronto un díatrasladarse por algunas semanas a unaciudad del extranjero con el únicoobjeto de oír a un célebre violinista que,según decían los periódicos, iba a darallí tres conciertos. Él poseía unaorquesta bastante buena, a cuyosostenimiento consagraba casi todas susrentas. Mi padrastro ingresó en estaorquesta como clarinete. Tenía veintidósaños cuando conoció a un hombresingular.

En el mismo distrito vivía ciertoconde que en otro tiempo había poseídouna gran fortuna, pero a quien arruinaba

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la manía de tener un teatro. Le ocurrióverse obligado a despedir, por su malaconducta, a su director de orquesta, deorigen italiano. Este director de orquestaera, en efecto, un individuo lamentable.Apenas privado de su empleo, perdió enseguida todo salario; comenzó afrecuentar las tabernas de la ciudad y abeber; llegó hasta mendigar, y, en losucesivo, le fue imposible encontrardónde colocarse dentro de la provincia.Mi padrastro trabó amistad con talhombre. Aquella camaradería parecíatan inexplicable como inverosímil, puesnadie observaba en mi padrastro elmenor cambio de conducta a

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consecuencia del ejemplo de sucompañero, y el propietario, quien alprincipio le había prohibido tratarse conel italiano, terminó por cerrar los ojosen todo lo que se relacionara con suamistad.

Por fin, el director de orquestamurió súbitamente. Los campesinosencontraron una mañana su cadáver enuna zanja, cerca de una empalizada. Seabrió una investigación, de la cualresultó que el italiano había muerto deapoplejía.

Todo su haber se hallaba en casa demi padrastro, quien presentóinmediatamente la prueba de su derecho

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a la herencia: el difunto había dejado unpapel en el cual declaraba que, en casode defunción, Efimov sería su únicoheredero. La herencia se componía de untraje negro que el difunto había cuidadocomo a las niñas de sus ojos, puesconservó siempre la esperanza deencontrar una nueva colocación, y unviolín de apariencia bastante ordinaria.Nadie le disputó esta herencia; pero,algún tiempo después, el propietariorecibió la visita del primer violinistadel conde, portador de una carta suya.En la tal carta, el conde rogaba,suplicaba a Efimov que le vendiera elviolín que le había legado el italiano,

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pues deseaba con interés adquirir elinstrumento para su orquesta. Le ofrecíapor él tres mil rublos, y añadía que yahabía mandado buscar a Egor Efimovpara concertar el trato en persona con él,aunque este se negase en redondo aceder a su requerimiento. El condeterminaba diciendo que la suma queproponía representaba el precio real delviolín, y que en la obstinación deEfimov encontraba algo ofensivo paraél: la suposición de intentaraprovecharse de su sencillez y suignorancia, por lo cual invitaba alpropietario a que interviniera en elasunto.

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El amo hizo comparecer a mipadrastro.

—¿Por qué no quieres vender tuviolín? —le preguntó—. Tú no lonecesitas… Te dan por él tres milrublos; se trata de una buena suma y eresun estúpido si piensas que en otra partete van a dar más. El conde no tieneintención de engañarte.

Efimov contestó que por su propiavoluntad no volvería a casa del conde;que si su amo se lo mandaba, obedeceríala orden, aunque no vendería su violín alconde; que si pretendía adquirirlo a lafuerza, su dueño era libre de hacer loque quisiera.

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Esta respuesta hirió al amo en elpunto más sensible. Se jactaba, enefecto, de saber conducirse con susmúsicos, quienes, según decía, sedenotaban, sin excepción, verdaderosartistas, gracias a lo cual su orquesta nosolo era mejor que la del conde, sinoque podía rivalizar con la de la capital.Bueno —respondió el propietario—;haré saber al conde que no quieresvender tu violín, que no deseasvenderlo, pues tienes derecho a hacerloo no, ¿comprendes?… Pero permítemeque te pregunte para qué deseas tú eseviolín. Tu instrumento es el clarinete,que tocas, por cierto, bastante mal…

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Cédeme el violín y te daré por él lostres mil rublos.

¡Quién hubiera podido figurarse queeste instrumento tenía semejante valor!… Efimov sonrió.

—No, señor; no lo venderé —insistió—. Indudablemente, usted tienefacultades para…

—Pero ¿acaso te obligo, acaso tefuerzo a ello? —arguyó el propietariofuera de sí, máxime cuando la discusióntenía lugar en presencia del violinistadel conde, quien podía deducir deaquella escena que la suerte de losmúsicos suyos era poco envidiable—.¡Vete ahora mismo, ingrato, donde no te

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vea!… ¿Qué hubieras hecho sin mi, contu clarinete que no sabes tocar?… En micasa estás alimentado, vestido y bienpagado; recibes tu salario conpuntualidad; eres un artista y no quierescomprenderlo… No quieres… ¡Vete, yno me exasperes más con tu presencia!…

El propietario prefería siemprequitar de su vista a aquellos contraquienes se encolerizaba, pues temía noser muy dueño de sí; además, por nadadel mundo hubiera querido comportarseviolentamente con un artista, como élllamaba a todos sus ejecutantes.

No se cerró, pues, el trato y el

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incidente parecía haber terminado así,cuando dé improviso, un mes después, elviolinista del conde suscitó un asuntomuy grave. Bajo su propiaresponsabilidad presentó contra mipadrastro una denuncia, donde seproponía demostrar que este era el autorde la muerte del italiano, a quien habíaasesinado con propósito de lucro, a finde convertirse en el poseedor de lacuantiosa herencia. El denunciantedeclaraba que el testamento constabaescrito porque se obligó a ello aldifunto, y prometía presentar testigospara sostener su acusación.

Ni las súplicas ni las exhortaciones

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del conde y del propietario, quienesintercedieron en favor de mi padrastro,lograron decidir al violinista para querenunciase a su acusación. Se le hizo verque el examen médico, al cual habíasido sometido el cuerpo del difuntodirector de orquesta, estaba en todaregla; que negaba la evidencia, cegadotal vez por su cólera personal y sudespecho al no poder entrar en posesióndel precioso instrumento que habíanquerido comprar para él. El músicoinsistió, jurando que tenía razón;sostenía que la apoplejía no era debidaa la borrachera, sino a unenvenenamiento, y exigía que se abriera

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una nueva información. A primera vista,sus razones parecieron serias y seatendió su denuncia. Efimov fuedetenido y conducido a la prisión de laciudad. Toda la provincia se interesó enel asunto. Este se desarrolló muy deprisa y terminó con una inculpación, pordenuncia calumniosa, contra elviolinista. Se le infligió una justacondena; pero él insistió hasta el final yafirmó que tenía razón. Acabó, sinembargo, por confesar que no poseíaninguna prueba, que sus presuntaspruebas eran invención suya; pero alinventar todo aquello, había obrado porlógica. Aunque se había abierto nueva

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información y la inocencia de Efimovquedó formalmente reconocida, élcontinuaba convencido de que la muertedel desdichado director de orquesta fueproducida por Efimov, quien le habíamatado, si no por medio del veneno,valiéndose de otro procedimientocualquiera. No se ejecutó la condena. Elmúsico cayó enfermo repentinamente acausa de una inflamación del cerebro; sevolvió loco y murió en el hospital de lacárcel.

Mientras duró aquel asunto, laactitud del propietario fue de las másgenerosas. Multiplicó las gestiones enfavor de mi padrastro, como si se

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hubiera tratado de su propio hijo. Variasveces fue a visitarle a la prisión paraconsolarle y entregarle dinero.Habiéndose enterado de que Efimovfumaba, le llevó excelentes cigarros, ycuando se reconoció la inocencia de mipadrastro, dio una fiesta en honor detoda la orquesta. El propietarioconsideraba el asunto de Efimov comosi interesase a toda la orquesta, puesestimaba la buena conducta de susmúsicos, por lo menos tanto, si no más,que su talento.

Transcurrió todo un año. De prontocorrió el rumor de que acababa de llegara la capital de la provincia un violinista

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muy conocido, un francés, que teníaintención de dar varios conciertos.Desde luego, el propietario entabló lasoportunas gestiones con el fin deconseguir que fuese a su casa poralgunos días. Se arregló el asunto, y elfrancés prometió hacerlo. Todo estabaya preparado para su llegada, y se habíainvitado a casi todo el distrito, cuando,repentinamente cambiaron las cosas.

Una mañana se supo que Efimovhabía desaparecido. Cuantas gestionesse hicieron para encontrarle fueroninútiles. La orquesta se hallaba en unasituación crítica: faltaba un clarinete. Derepente, tres días después de la

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desaparición de Efimov, el propietariorecibió una carta del francés, donde estedeclinaba, en términos poco corteses, lainvitación que había aceptado,añadiendo, sin duda por alusión, que enadelante sería muy prudente en susrelaciones con los aficionados quetuvieran orquesta propia; no estabadispuesto a tolerar que un verdaderotalento estuviese sometido a las órdenesde un hombre que no sabía apreciar suvalor, y, por último, alegaba que elejemplo de Efimov, un verdadero artistay el mejor violinista que se habíaencontrado en Rusia, era la pruebaevidente de la verdad de sus palabras.

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Después de haber leído aquellacarta, el propietario cayó en un profundoasombro. Se apenó mucho. ¿Cómo?¡Efimov! El mismo Efimov por el cualse había interesado tanto, al que habíaprodigado tantos beneficios… AquelEfimov le había calumniado de un modovergonzoso, sin piedad, ante un artistaeuropeo, delante de un hombre cuyaopinión le era tan estimada… Además,aquella carta le parecía inexplicablebajo otro aspecto: se le aseguraba enella que Efimov era un artista deverdadero talento, un violinista, y que nose le sabía apreciar, obligándole a tocarotro instrumento… Todo esto interesó

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tanto al propietario, que decidió partirsin demora para la ciudad a fin deentrevistarse con el francés. Pero enaquel momento recibió un recado delconde que le rogaba fuese cuanto antes asu casa. Estaba, según decía, alcorriente de toda la historia: el virtuosofrancés se encontraba entonces en sucasa con Efimov, y la audacia, lascalumnias de este último le habíanindignado a tal punto, que ordenóretenerle. El conde añadía que lapresencia del propietario era necesaria,puesto que la acusación de Efimov lealcanzaba a él mismo personalmente,que aquel asunto era muy importante y

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que se requería ponerlo en claro lo máspronto posible.

El propietario se trasladó en seguidaa casa del conde, donde al punto fuepresentado al francés. Explicó a estetoda la historia de mi padrastro,agregando que nunca había sospechadoque Efimov tuviera tanto talento; que,por el contrario, Efimov se habíamanifestado siempre como un maltañedor de clarinete, y que aquella era laprimera vez que se enteraba de que elmúsico que le había abandonado eraviolinista. Declaró que Efimov era libre,que siempre había gozado absolutaindependencia, y podía irse cuando

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quisiera si, en efecto, se considerabaoprimido. El francés se mostró de lomás asombrado. Llamaron a Efimov.Estaba desconocido. Se condujovergonzosamente; respondió con ironía ymantuvo la exactitud de cuanto habíareferido el francés. Esto irritó enextremo al conde. Dijo con claridad ami padrastro que era un infamecalumniador, digno del más ignominiosocastigo.

—No se inquiete vuestra excelencia;le conozco ya bastante —replicó mipadrastro—. Gracias a usted, pudoconsiderárseme como un asesino. Ya séque usted impulsó a Alejo Nikiforovitch,

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su antiguo músico, a que me denunciara.El conde temblaba de ira ante tan

terrible acusación. Apenas podíacontenerse. Un funcionario que había idoa casa del noble para otro asunto, y porcasualidad se hallaba presente, declaróque aquello no podía quedar así; que lagrosería de Efimov encerraba unaacusación odiosa, falsa, calumniadora, yque pedía respetuosamente permiso paradetenerle sin tardanza en la misma casadel conde. El francés estaba, asimismo,indignado, y expresó su asombro anteuna ingratitud tan enorme. Entonces mipadrastro se exaltó, y afirmó que elmejor castigo era el de los Tribunales;

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que resultaba preferible un nuevoatentado criminal a la vida que llevarahasta entonces, tocando en la orquestade un señor a quien no había tenidoposibilidad de abandonar a causa de sumiseria. Después de pronunciar estaspalabras, salió del salón, acompañadode los agentes que le habían detenido.Se le encerró en una estancia apartada yse le amenazó con conducirle a laciudad al día siguiente.

Hacia medía noche, se abrió lapuerta de la habitación del prisionero.Entró el propietario. Iba en traje de casay en zapatillas y llevaba en la mano unalinterna encendida. Evidentemente, no

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había podido dormirse y penosasreflexiones le habían obligado a dejar ellecho. Efimov no dormía. Miró conextrañeza a su visitante. Este soltó sulinterna, y muy conmovido, se sentó enuna silla frente a él.

—Egor —le dijo—, ¿por qué me hasofendido así?

Efimov no respondió. El propietariorepitió su pregunta. Un sentimientoprofundo, una expectante angustiavibraba en sus palabras.

—Dios sabe por qué le he ofendidoasí —respondió, por fin, mi padrastro,haciendo un movimiento con la mano—.Parece como si me hubiese tentado el

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diablo… Ni yo mismo lo sé… No podíavivir en su casa… El diablo se haapoderado de mí…

—Egor —prosiguió el propietario—, vuelve a mi casa; lo olvidaré todo yte lo perdonaré todo. Escucha: serás elprimero de mis músicos y te daré unsueldo superior al de los demás.

—No, señor, no; no me hable. ¡Nopuedo vivir en su casa!… Le repito queel diablo se ha apoderado de mí…Incendiaría su palacio si me quedara…A veces me invade tal congoja, quequisiera no haber nacido… Ahora nopuedo siquiera responder de mí. No,señor; más vale que me deje… Todo

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esto data de cuando aquel diablo trabóamistad conmigo…

—¿Quién? —preguntó elpropietario.

—El que reventó como un perro.Aquel maldito italiano…

—¿Fue él, Egor, quien te enseñó atocar?

—Sí, él me enseñó varias cosas paraperderme… ¡Más me valiera no haberleconocido nunca! …

—¿Acaso era un maestro tocando elviolín, Egor?

—No; tocaba mal, pero enseñababien. Yo lo aprendí todo. Él meenseñaba únicamente… ¡Más me habría

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valido que mi mano se hubieraparalizado antes de aprender este arte!… Ahora no sé yo mismo lo quequiero… Señor, aunque me dijese usted:Egor, ¿qué deseas? Puedo dártelo todo,no le pediría nada, porque yo mismo nosé qué deseo… No, señor; se lo repitouna vez aún: vale más dejarme… Haréalgo para que se me envíe muy lejos ytermine todo…

—Egor —dijo el propietario, tras deun momento de silencio—, no te dejaréasí. Si no quieres volver a mi casa, bien:eres libre y no puedo retenerte; pero note abandonaré así… Toca algo en tuviolín, Egor; toca… Te lo suplico;

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toca… No se trata de una orden,¿comprendes?… Te lo suplico. Toca,Egor. Por Dios, toca lo mismo quetocaste en presencia del francés… Túeres obstinado, y yo también. Yotambién tengo mi carácter, Egor… Noviviré mientras no hayas tocado en mipresencia lo que tocaste en presenciadel francés…

—Bien —dijo Efimov—. Habíajurado no tocar delante de usted, señor;pero ahora se ablanda mi corazón.Tocaré… Sin embargo, será por primeray última vez, y nunca más, señor,volverá a oírme, aunque me prometiesemil rublos.

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Tomó entonces su violín y empezó atocar unas variaciones sobre cancionesrusas. B… afirmaba que aquellasvariaciones constituían su primera obrapara violín y la mejor de todas, y quenunca las había tocado tan bien y contanta inspiración. Además, elpropietario, que no podía escuchar conindiferencia la música, lloraba a lágrimaviva. Cuando Efimov terminó de tocar,se levantó de la silla y sacó trescientosrublos, que alargó a mi padrastro,diciéndole:

—¡Vaya, Egor! Te haré salir de aquíy lo arreglaré todo con el conde. Peroescucha: no cuento ya contigo; puedes

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seguir el camino que quieras, y si algunavez tropezamos por ese camino, todo irámal para ti y para mí… ¡Adiós, pues!…Un consejo para lo futuro, uno solo: nobebas, y trabaja: trabaja sin descanso yno te envanezcas… Te hablo como loharía un padre… Ten cuidado, teadvierto una vez más; trabaja y huye delaguardiente, porque si bebes alguna veza consecuencia de cualquier decepción«y tendrás muchas», entonces estarásperdido; todo se lo llevará el diablo, yel día que menos se piense se teencontrará quizá en una zanja como alitaliano… Y ahora, adiós… Aguarda…Abrázame…

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Se abrazaron y luego salió mipadrastro.

Era libre.Tan pronto como se vio en libertad,

se apresuró a gastarse los trescientosrublos en las ciudades vecinas, encompañía de unos granujas con quienestrataba. Por último, se quedó solo sin uncéntimo y sin ninguna protección y tuvoque ingresar en la miserable orquesta deun teatrillo ambulante en calidad deprimero y acaso único violín.

Todo aquello no concordabaprecisamente con sus primerasintenciones, que fueron las de ir cuantoantes a Petersburgo para estudiar allí,

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buscar una buena plaza y hacerse artistade primer orden.

Pero no se redujo todo a tocar en lapequeña orquesta. Mi padrastro seindispuso pronto con el empresario delteatro ambulante y lo abandonó.Entonces perdió el valor, y hasta adoptóuna medida desesperada que heríacruelmente su amor propio. Escribió alpropietario, le enteró de su situación yle pidió dinero. La carta fue escrita enun tono bastante desenfadado.

No obtuvo respuesta. Escribióentonces una segunda carta, en la cual,con palabras muy humildes, llamando alpropietario bienhechor y dándole el

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título de verdadero conocedor del arte,le rogaba de nuevo que acudiera en suayuda. Al cabo llegó la respuesta. Elpropietario enviaba cien rublos,acompañados de algunas líneas escritaspor el ayuda de cámara, en las cuales lerogaba que se abstuviera para losucesivo de toda petición.

Cuando mi padrastro recibió eldinero, quiso salir inmediatamente paraPetersburgo. Pero una vez pagadas susdeudas, le quedó tan poco, que no pudoemprender el viaje. Se quedó, pues, enla provincia. Entró de nuevo en unapequeña orquesta, donde no seacomodó, y que abandonó bien pronto. Y

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pasando así de un sitio a otro, siemprecon la idea de ir sin tardanza aPetersburgo, permaneció en la provinciadurante seis años enteros.

Por último, se dio cuenta de unacosa. Observó con desesperación cómohabía sufrido su talento, amenguando entodos sentidos por su vida desordenaday miserable, y una mañana se alejó de suempresario, cogió su violín y se dirigióa Petersburgo, viviendo casi de limosnapara subvenir a los gastos del viaje.

Se instaló en cualquier parte, en unabuhardilla, y entonces fue cuandoconoció a B…, que llegaba de Alemaniay soñaba también con hacer carrera.

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Desde luego trabaron amistad, y B…recuerda ahora con profunda emociónaquellas relaciones. Ambos eranjóvenes; ambos tenían las mismasesperanzas y perseguían el mismo fin.Pero B… se hallaba aún en la primerajuventud; aún había experimentadopocas miserias y sufrimientos. Además,ante todo, era alemán y se dedicaba soloa conseguir su objeto obstinadamente,sistemáticamente, con la seguridadabsoluta de sus energías, suponiéndosecasi de antemano que era capaz delograrlo. Su compañero, por elcontrario, tenía ya treinta años y estabafatigado, abrumado, había perdido toda

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confianza, y al mismo tiempo, susprimeras energías se habían agotadodurante los siete años en que habíatenido que trabajar en los teatrillos deprovincias o en las orquestas de lospropietarios rurales para ganarse elsustento. Albergaba una sola idea: la desalir de aquella situación y economizarel dinero suficiente para ir aPetersburgo. Pero era esta una idea vagay oscura, una especie de grito interiorque, con los años, había perdido suprecisión, hasta el punto de que, alencaminarse hacia Petersburgo, parecíaobrar solo por la inercia de su deseocontinuo de emprender semejante viaje,

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y no sabía bien qué era lo que iba ahacer en la capital. Su entusiasmo eracontenido, irregular, bilioso, como siquisiera engañarse a sí mismo yconvencerse de que su primitiva energía,el ardor y la inspiración no se habíanagotado en él todavía.

Aquel entusiasmo perpetuoconmovió a B…, un hombre frío ymetódico. Se había ofuscado, yconsideraba a mi padrastro como a unfuturo genio de la música. No podíarepresentarse de otro modo el porvenirde su cantarada. Pero no tardaron enabrirse los ojos de B… y apreciaron larealidad. Vieron claramente que toda

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aquella fiebre, toda aquella impacienciano eran otra cosa que la desesperacióndel talento perdido. Más aún, que aquelmismo talento no había sido nunca muygrande, y que había en él mucho deceguera, de infatuación, de amor propio,de imaginación y una perpetua esperanzaen su genio.

—Pero ¿podía asombrarme, quizá,la extraña naturaleza de mi compañero?—se preguntaba B…, al referir el caso—. Ante mi se desarrollaba una luchadesesperada, febril, de la voluntadextrema contra la debilidad interior.Durante siete años seguidos se habíaalimentado el infeliz con el sueño de su

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gloria futura, hasta el punto de que nonotaba siquiera cómo perdía lasnociones más elementales de nuestroarte, e incluso la técnica ordinaria de lamúsica.

Sin embargo, en su imaginacióndesordenada nadan a cada momentoplanes, colosales para el porvenir. Nocontento con pretender ser un ejecutantede primer orden, uno de los más grandesviolinistas del mundo; no contento conatribuirse un genio así, quería, además,hacerse compositor, aunque desconocíapor completo lo que es un contrapunto.Pero lo que me extrañaba más —añadíaB…—, era que, a pesar de su

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impotencia, de sus escasosconocimientos de la técnica musical,existía en aquel hombre unacomprensión profunda, clara, y puededecirse intuitiva del arte. Lo sentía tanintensamente y lo comprendía tan bien,que no es extraño cómo se extraviaba aljuzgarse a sí mismo, considerándose, envez de un profundo e instintivoenamorado del arte, el pontífice del artemismo, un genio. A veces, llegaba en sulenguaje primitivo, sencillo, ajeno atoda ciencia, a anunciar verdades tanprofundas, que yo me quedabaestupefacto y no podía comprendercómo adivinaba todo aquello sin haber

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leído ni estudiado nunca nada; y le debomucho de mi propio perfeccionamiento acausa de haber seguido sus consejos.

En cuanto a mí —continuaba B…—,confiaba, tranquilo, en mi suerte. Yotambién amaba con apasionamiento miarte; pero estaba convencido, desde elcomienzo de mi carrera, de que solollegaría a ser, en el sentido literal de lapalabra, un obrero de la ejecución. Encambio, me siento orgulloso de no haberrehuido, como el esclavo holgazán, loque me otorgó la naturaleza, sino, por elcontrario, de haberlo aumentadoconsiderablemente: y si se alaban misfacultades, si se admira mi técnica

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impecable, todo se lo debo al trabajoininterrumpido, a la absoluta concienciade mis fuerzas y a lo alejado que estuvesiempre de la ambición, de lasatisfacción de mi mismo y de la perezacomo consecuencia de esta satisfacción.

B… procuró, a su vez, dar consejosa su compañero, al cual se habíasometido en un principio; pero este semostró enojado y hubo entre ellos unresentimiento. Bien pronto observó B…que su camarada se tornaba pormomentos más apático; la inquietud y eltedio se apoderaban de él cada vez conmás frecuencia; sus transportes deentusiasmo eran cada vez más raros e

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iban seguidos de una tristeza taciturna ydeprimente. Por fin, Efimov comenzó adescuidar el violín. Pasaba semanasenteras sin tocarlo. No se hallaba muylejos de la caída definitiva y a poco sehundió en el vicio funesto.

Aquello contra lo cual le puso enguardia el propietario había llegado:comenzó a beber de una manerainmoderada. B… le observaba conespanto. Sus consejos no eran yaeficaces, y temía pronunciar la frase másinsignificante. Poco a poco, Efimovllegó a un cinismo extremo. Noexperimentaba vergüenza alguna devivir a costa de B… y aun se conducía

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como si ello fuese un derecho absoluto.Entre tanto, los medios de existencia seagotaban. B… daba algunas lecciones otocaba en casa de comerciantes, dealemanes o de empleados que, aunqueno eran muy ricos, pagaban de un modoaceptable. Efimov aparentaba no darsecuenta siquiera de la miseria de sucompañero.

Se portaba insolentemente con él ypermanecía semanas enteras sin dignarsedirigirle la palabra. Un día B… le hizoobservar del modo más afectuoso queharía muy bien no abandonando su violíncon el fin de no perder por completo elmecanismo. Efimov se molestó en serio,

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y declaró que no volverla a tocar nuncael violín, aunque se lo pidiera derodillas.

Otra vez, necesitando B… uncompañero para tocar en una reunión, lehizo la proposición a Efimov. Este sepuso furioso. Dijo que no era unviolinista callejero ni tan infame comoB… para deshonrar el gran arte tocandodelante de viles tenderos que no sabríanapreciar su mecanismo y su talento. B…no respondió; pero Efimov,reflexionando ante aquella invitaciónmientras se hallaba ausente su camarada,quien había salido para trabajar, supusoque B… había tenido intención de darle

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a entender que vivía a expensas suyas yque aquella había sido una manera dedecirle que se ganara la vida. Cuandovolvió B…, Efimov comenzósúbitamente a reprocharle la infamia desu acto, y dijo que no permanecería ni unminuto más a su lado.

Desapareció, en efecto, por dosdías; pero volvió al tercero como sinada hubiera pasado y reanudó la vidade antes.

La costumbre, la amistad, y tambiénla lástima hacia un hombre que se ahoga,impidieron a B… poner términoinmediato a aquella vida desordenada ysepararse para siempre de su

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compañero. Acabaron, no obstante, porrehuirse. La fortuna sonreía a B… Habíaadquirido una alta protección, y tuvo lasuerte de dar un concierto brillante. Enaquella época era ya un admirableartista, y su renombre, que crecíarápido, le valió un puesto en la orquestade la Opera, donde obtuvo bien prontoun éxito de todo punto merecido. Cuandose separó de Efimov le envió dinero y lesuplicó, con lágrimas en los ojos, quevolviese al buen camino. B… no puedepensar en él ahora sin experimentar unsentimiento particular. Su amistad conEfimov constituye una de lasimpresiones más profundas de su

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juventud. Iniciaron ambos su carrerajuntos; se unieron el uno al otro tansólidamente, que las extravagancias, eincluso los defectos más groseros deEfimov aumentaban el cariño de B…

B… comprendía a Efimov. Leía ensu espíritu y presintió cómo terminaríatodo aquello. En el momento desepararse se abrazaron ambos llorando.Efimov, a través de sus lágrimas ysollozos, empezó a gritar, diciendo queél era un hombre perdido, undesgraciado, que lo sabía desde hacíamucho tiempo, pero que solo entonces loveía claro.

—¡No tengo talento! —exclamó, por

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último, tornándose pálido como unmuerto.

B… estaba muy conmovido.—Escucha, Igor Petrovich —le dijo

—. ¿Qué has hecho de ti? Te pierdessolo con tu desesperación. No tienespaciencia ni valor. Ahora, en un accesode tristeza, supones que no tienestalento… Eso no es verdad. Tienestalento; te aseguro que lo tienes. Lo veosolo por tu manera de sentir ycomprender el arte. Te lo demuestra tupropia vida. Me contaste tu vida en otrotiempo. En tu primera época, también teasaltaba la desesperación sin que tedieras cuenta de ello. Entonces también

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tu maestro, aquel hombre extraño, delque me has hablado tanto, despertó en ti,por vez primera, el amor al arte yadivinó tu talento. Lo poseías entoncestan decisivamente como ahora; pero nosabías qué era lo que te pasaba. Nopodías vivir en casa del propietario y nosabías tú mismo lo que deseabas. Tumaestro murió demasiado pronto. Tedejó solo vagas aspiraciones, y sobretodo, no te hizo ver cómo eras tú mismo.Sentías la necesidad de emprender uncamino más largo, presentías que teestaban reservados otros fines; masignorabas cómo podrías lograrlos, y entu angustia odiabas cuanto te rodeaba a

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la sazón. Tus seis años de miseria nofueron perdidos. Has trabajado, haspensado, te has reconocido a ti mismo ytus fuerzas; comprendes ahora el arte yel destino… Amigo mío, es necesariotener paciencia y valor. Te estáreservada una suerte más envidiable quela mía. Eres cien veces más artista queyo; pero necesitas que Dios te désiquiera la décima parte de mipaciencia.

Trabaja, no bebas, como te decía elbueno del propietario, y sobre todo,empieza por el principio… ¿Qué teatormenta? ¿La pobreza? ¿La miseria?…La pobreza y la miseria forman al

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artista. Son inseparables en loscomienzos. Ahora nadie te necesita,nadie quiere conocerte… Así es elmundo. Espera; cuando se sepa quetienes talento, ya será otra cosa. Laenvidia, la malevolencia, y sobre todo laincomprensión te oprimirán con másfuerza que la miseria. El talento necesitasimpatía; es menester que se comprenda.Y ya verás qué clase de gentes te rodeancuando te encuentres próximo al triunfo.Procurarán mirar con desprecio lo queconseguiste de ti a costa de penosotrabajo, de privaciones y noches deinsomnio. Tus futuros camaradas no tealentarán, no te consolarán, no te

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indicarán lo que en ti haya de bueno yverdadero. Poseídos de un júbilomaligno, pondrán todos de manifiesto tusfaltas. Te mostrarán precisamente lomalo que en ti encuentren, aquello en locual te equivoques, y en actitud tranquilay despectiva se alegrarán de tus errores,como si hubiese alguien infalible. Túeres soberbio y te engañas confrecuencia. Te ocurrirá ofender a unanulidad que tenga amor propio, yentonces, pobre de ti… Tú serás unosolo, y ellos serán varios. Te matarán aalfilerazos. Yo mismo empiezo aexperimentar todo esto.

Procura, pues, recuperar tus fuerzas

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desde ahora. Después de todo, no erestan pobre. Puedes vivir todavía. Norehúses las tareas groseras. Corta leña,como yo lo hice cierta noche entrepersonas pobres… Pero eresimpaciente; tu enfermedad es laimpaciencia. No tienes bastantesencillez. Eres demasiado sagaz,reflexionas demasiado, haces trabajar alcerebro más de lo debido… Eres audazen tus palabras y cobarde cuando debestomar el arco en tu mano. Tienes muchoamor propio y poco atrevimiento. Sémás atrevido, espera, aprende, y si nocuentas con tus fuerzas, fíate al azar. Entodo caso, no perderás nada si la

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ganancia es suficiente. Ya ves, paranosotros el azar es también una grancosa…

Efimov escuchaba a su antiguocompañero con una atención profunda.Conforme hablaba este, la palidezabandonaba las mejillas de Efimov, quese coloreaban poco a poco. Sus ojosbrillaban con un fuego insólito dealiento y esperanza. Bien pronto aquelnoble aliento se transformaba enaudacia, y luego en su acostumbradodescaro; y cuando B… terminó suexhortación, Efimov solo le escuchabaya distraídamente y con impaciencia.

Sin embargo, le estrechó

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calurosamente la mano, le dio lasgracias y al punto, pasando de lahumildad profunda y de tristeza a lapresunción y al orgullo extremados, rogóa su amigo que no se inquietara por él,diciendo que sabría arreglar suexistencia, que esperaba encontrar muypronto protección y dar un concierto, yque entonces conquistaría de un golpe lagloria y la riqueza.

B… se encogió de hombros, pero nocontradijo en nada a su compañero. Sesepararon. Sin embargo, aquello no durómucho. Efimov se gastó en seguida eldinero que le había dado B…, y volvióa él para pedirle por segunda, por

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tercera, por décima vez. Al cabo, B…perdió la paciencia y encargó quedijeran que no estaba en casa. Perdió devista a Efimov.

Transcurrieron algunos años. Un día,al volver a su domicilio después de unarecepción, B… tropezó en unacallejuela, junto a una miserabletaberna, con un hombre mal vestido yebrio que le llamó por su nombre. EraEfimov. Había cambiado mucho. Estabaamarillento y flaco. La vidadesordenada que llevaba había dejadoen él su huella indeleble. B… seconsideró feliz ante aquel encuentro, ysin tener tiempo de cambiar con él dos

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palabras, le siguió hasta la taberna,adonde Efimov le condujo. Allí, en unapequeña pieza reservada, muy sucia,examinó más de cerca a su compañero.Este iba casi cubierto de harapos, conlas botas deshechas y la corbata rota,manchada de vino. Su cabeza canosacomenzaba a tornarse calva.

—¿Qué es de ti? ¿Dónde estásahora? —interrogaba B…

Efimov se encontraba molesto, yhasta se mostraba tímido. Respondió atodo de una manera incoherente, hasta elpunto de que B… creyó estar tratandocon un loco. Por fin confesó Efimov queno podía hablar si no se le daba

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aguardiente, y que en aquella tabernadesde hacía ya mucho tiempo no teníacrédito. Enrojeció al pronunciar estaspalabras, aunque procuró animarse consu actitud desenvuelta. Todo aquello erafeo, doloroso, lamentable y hasta talpunto desgarrador, que el bueno de B…,quien comprobó cuan justificados eransus temores, experimentó una vivacompasión. Pidió, no obstante,aguardiente. El rostro de Efimov cambióde expresión: sus ojos se llenaron delágrimas, se sintió transido dereconocimiento y emocionado hasta elextremo de hallarse dispuesto a besarlas manos de su bienhechor. Durante el

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almuerzo, B… se enteró, con el mayorasombro, de que el infeliz se habíacasado; pero su sorpresa fue aún mayorcuando le oyó decir que su mujer habíalabrado su desgracia, y que elmatrimonio había acabado totalmentecon su talento.

—¿Cómo es eso? —inquirió B…—Querido, hace ya dos años que no

he tocado un violín —explicó Efimov—.Mi mujer es una cocinera, una mujerzafia que debiera llevársela el diablo…No hacemos más que pegarnos, y eso estodo…

—¿Y por qué te casaste en esascondiciones?

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—No tenía qué comer. Me puse enrelaciones con ella, que poseía un millarde rublos… Me casé, perdí la cabeza;ella se había enamoriscado de mi… Seme colgó al cuello… ¿Quién larechazaba?… Me bebí el dinero,chico… ¡Tanto talento, y todo se haperdido!…

B… observó que Efimov parecíacuidar de justificarse de algo ante él.

—Lo he abandonado todo, lo hedejado todo —añadió.

Luego declaró que en aquel tiempohabía alcanzado casi la perfección delviolín, y que B…, uno de los primerosviolinistas de la ciudad, no le llegaría a

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la suela del zapato, si él quisiera.—Entonces, ¿qué significa todo

esto? —preguntó B…, asombrado—.Deberías haber buscado una colocación.

—¡Para qué! —exclamó, haciendocon la mano un movimiento deindiferencia—. ¿Quién de vosotroscomprende algo? ¿Qué sabéis vosotros?Nada. Eso es todo lo que sabéis… Tocaren un baile, en una reunión, y nadamás… Vosotros no habéis visto ni oídonunca a un buen violinista. No vale lapena de haceros caso. Continuad siendolo que sois.

Efimov hizo con la mano un nuevomovimiento de indiferencia y comenzó a

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balancearse en su silla. Estaba ya medioborracho. Luego invitó a B… a que leacompañase a su casa. B… rehusó; perose quedó con sus señas y prometió ir averle al día siguiente. Efimov,tranquilizado miraba con ironía a suantiguo camarada, procurandomortificarle por todos los medios. Almarchar, cogió la rica pelliza de B… yla ofreció a sus brazos, como haría uncriado con su señor. Al atravesar elprimer salón, hizo la presentación deB… al tabernero y al público, diciendoque era el primero y único violín de lacapital… En una palabra, se portó comoun verdadero sinvergüenza.

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Con todo, B… fue a verle al díasiguiente, por la mañana, al desvándonde vivíamos entonces, todos en unasola habitación y en la mayor miseria.Yo tenía entonces cuatro años. Hacía yados que mi madre se había casado ensegundas nupcias con Efimov. Era unamujer muy desgraciada. En otro tiempohabía sido institutriz, y era muy culta ylinda; pero su gran pobreza la obligó acasarse con un viejo funcionario, queera mi padre. No vivió con él más queun año: Mi padre murió de repente, ycuando su escasa herencia se huborepartido entre los herederos, mi madrese quedó sola conmigo, obteniendo una

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corta cantidad de dinero, que era lo quele correspondía de la herencia.Colocarse de nuevo como institutriz,llevando un niño en sus brazos, eradifícil. Entonces, no sé cómo, conoció aEfimov, y efectivamente, se enamoró deél. Mi madre era entusiasta y soñadora.Consideró a Efimov un genio; creyó ensus palabras de soberbia, que hablabande un brillante porvenir. Su imaginaciónse vio halagada ante la envidiableperspectiva de convertirse en guía yapoyo de un hombre genial. Se casó conél. A partir del primer mes, sedesvanecieron todos sus ensueños, ysolo se presentó ante ella la miserable

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realidad.Efimov, que tal vez, en efecto, se

casó porque mi madre poseía un millarde rublos, una vez gastada esta suma,dejó de trabajar; y como si se estimarasatisfecho de haber hallado tal pretexto,declaró inmediatamente a todo el mundoque el matrimonio había matado sutalento, que le era imposible trabajar enuna habitación asfixiante y en presenciade una familia hambrienta, que no levolverla jamás la inspiración ensemejante ambiente y que tal desdichaera obra de la fatalidad. Diríase que élmismo había terminado por creer en lalegitimidad de sus quejas, y parecía

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satisfecho de haber encontrado talexcusa. Aquel pobre talento fracasadobuscaba una razón exterior a la cualpudiera imputar todas sus miserias. Masno podía hacerse a la terrible idea deque desde hacía mucho tiempo, y porsiempre, se había perdido para el arte.Luchaba con apasionamiento, comopresa de una pesadilla enfermiza, contrala horrible convicción. Y cuando,vencido por la realidad, se abrían susojos a momentos, se creía a punto devolverse loco de espanto. No podíarenunciar, sin desgarrársele el alma, a loque durante tanto tiempo habíaconstituido su vida, y hasta en su última

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hora se imaginó que su talento no habíadesaparecido aún por completo. Durantesus horas de duda, se entregó a labebida, lo cual hacía desaparecer suangustia. Así, pues, en aquella épocaquizá no supiese él mismo cuannecesaria le era su mujer. Implicaba supretexto vivo, y en realidad, mipadrastro hubo de volverse loco ante laidea de que el día en que enterrase a lamujer que le había perdido, todorecobraría su curso normal.

Mi pobre madre no le comprendía.Verdadera soñadora, no soportó siquierael primer choque de la terrible realidad.Se tornó iracunda, irritable, grosera; a

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cada instante reñía con su marido, quiense complacía en hacerla sufrir. Ellapretendía, principalmente, que élbuscara trabajo. Pero la ceguera, la ideafija de mi padrastro y sus extravaganciasle tornaban un ser casi inhumano yprivado de todo sentimiento. No hacíamás que reír, y juraba qué no tocaría unviolín hasta que muriese su mujer,poniendo en esta declaración una cruelfranqueza. Mi madre, quien hasta queexhaló el último suspiro lo amóapasionadamente, no podía, a pesar detodo, soportar semejante vida. Se alterósu salud. Siempre enferma, vivía enconstante inquietud. Además, ella sola

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tenía que mantener a toda la familia. Sededicó a cocinera, y en un principioadmitió algunos huéspedes; pero sumarido le quitaba todo el dinero y seveía obligada, con frecuencia, apresentar los platos vacíos a aquellos aquienes servía.

Cuando B… fue a vernos, ella seocupaba de lavar la ropa y remendar lostrajes viejos.

Así vivíamos en nuestra buhardilla.Nuestra miseria conmovió a B…

—Escucha —indicó a mi padrastro—; no dices más que necedades. ¿A quéviene afirmar que te ha matado eltalento?… Ella te mantiene a ti; y tú

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¿qué haces?…—Nada —contestó el interpelado.Pero B… no conocía aún toda la

desgracia de mi madre. Su maridoconducía con frecuencia a unoslibertinos, y entonces, ¡cuántas cosasocurrían, Dios mío!

B… sermoneó durante largo rato asu antiguo camarada, y por último, ledijo que, si no quería enmendarse, novendría más en su ayuda. Le advirtió queno le daría dinero para que se lo gastaraen beber, y le pidió que tocase algo paraver lo que podía hacer por él. Mientrasmi padrastro iba a buscar su violín, aescondidas B… le alargó dinero a mi

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madre. Ella lo rechazó. Aquella era laprimera vez que se le ofrecía unalimosna. Entonces B… me lo entregó amí, y la pobre mujer se deshizo enllanto.

Mi padrastro sacó el violín; perocomenzó por pedir aguardiente, diciendoque de lo contrario no podría tocar. Secompró aguardiente. Efimov bebió y sepuso de buen humor.

—Por amistad hacia ti tocaré unacosa de las que yo he compuesto —dijoa B…

Y exhumó de la cómoda un abultadocuaderno completamente cubierto depolvo.

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—Todo esto es mío —repuso,mostrando el cuaderno—. Verás: esto esmuy distinto a la música de los bailesB… examinó en silencio algunaspáginas. Después sacó la música que élllevaba y le dijo a mi padrastro quedejase a un lado sus composiciones ytocara algo de aquello.

Mi padrastro se mostró un pocoofendido. No obstante, por no perderaquella nueva ocasión, hizo lo que B…le pedía. Este comprobó entonces que,en efecto, su antiguo camarada habíatrabajado mucho y había hecho grandesprogresos durante su separación, aunquese vanagloriaba de no haber tocado el

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violín desde que se efectuó sumatrimonio. Había que ver el júbilo demi pobre madre contemplaba a sumarido y se sentía de nuevo orgullosa deél. El bueno de B…, muy sinceramentesatisfecho de aquello, prometió buscartrabajo para mi padrastro.

En aquella época, B… tenía yagrandes relaciones y empezóinmediatamente a recomendar a sucamarada, al cual le hizo dar su palabrade honor de que se conduciría bien.Entre tanto, le compró ropa nueva y lepresentó a algunos personajesconocidos, de quienes dependía elempleo que deseaba obtener para él.

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Efimov se mostraba algo soberbio ensus expresiones; pero aceptó con elmayor júbilo la proposición de suantiguo amigo. B… refería más tardeque había sentido vergüenza de laobsequiosidad y la humildad con que mipadrastro procuraba enternecerle,temeroso de perder sus favores. Efimov,comprendiendo que se trataba de hacerlevolver a la buena vida, cesó hasta debeber. Por fin se encontró una vacante enla orquesta de un teatro. Hizobrillantemente su presentación, y en unmes de aplicación y de trabajo recobrócuanto había perdido en dieciochomeses de inacción. Prometió trabajar en

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lo sucesivo y ser exacto en elcumplimiento de sus obligaciones.

Pero la situación de nuestra familiano se mejoró lo más mínimo. Mipadrastro no entregaba a mi madre uncéntimo de su sueldo. Se lo gastaba todobebiendo y comiendo en compañía desus nuevos amigos, pues los adquiriópronto en gran número.

Trabó amistad preferentemente conlos empleados del teatro, con loscoristas y con los cómicos, en suma, conaquellos entre los cuales podía ocuparel primer puesto, evitando a laspersonas que tenían talento de veras.Supo inspirarles un respeto particular

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con su persona. Les explicó en seguidaque él era un hombre desconocido, quetenía un enorme talento, que su mujer lehabía perdido, y en fin, que el directorde orquesta no entendía una palabra demúsica. Se burlaba de todos los artistas,de la orquesta, de las obras que serepresentaban, e incluso de los autoresde estas.

Comenzó, además, a desarrollarlesuna nueva teoría de música. Lo hizo tanbien, que enojó a toda la orquesta; seenemistó con sus compañeros y con sujefe; se mostró grosero con sussuperiores y adquirió la reputación delhombre más desequilibrado e inepto del

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mundo. Resultó, desde luego,insoportable para todos.

Porque era verdaderamente extrañover a un hombre de tan pocaimportancia, a un ejecutante tan inútil, aun músico tan negligente con tanexcesivas pretensiones y alabándose a símismo con tanto desparpajo.

Aquello terminó indisponiéndose mipadrastro con B… Tramó contra élfalsas historias, le levantó infamescalumnias que puso en circulación comosi se tratara de hechos indiscutibles. Sele obligó a presentar su dimisión en laorquesta, al cabo de seis meses demalos servicios, por negligencia y por

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embriaguez constante. Pero no se diomucha prisa a abandonar su puesto.

Al cabo de algún tiempo volvió avérsele con sus andrajos de antes, puesparte de su ropa había sido vendida yotra parte empeñada. Volvió a tratarsecon sus antiguos colegas, sinpreocuparle lo más mínimo lasatisfacción de recibir semejantesvisitas. Propalaba chismes, decíanecedades, se quejaba de su vida ycomprometía a todo el mundo para quefuese a ver a su criminal esposa.

Indefectiblemente, encontrabaoyentes que, a menudo, después dehaberse bebido el dinero del camarada,

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se entretenían haciéndole desembucharmil estupideces. Conviene advertir queEfimov hablaba de una maneraingeniosa, y que sus atrabiliariosdiscursos abundaban en cínicasexpresiones que distraían a los oyentesde cierta categoría. Se le consideraba unbufón medio loco, cuya charla puedeentretener a veces, cuando no se tieneotra cosa que hacer. La gente secomplacía en irritarle, hablando en supresencia de cualquier nuevo violinistarecién llegado. Efimov cambiaba decolor entonces, se azoraba, procurabaindagar quién era el que había llegado,cuál su talento, e inmediatamente se

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mostraba envidioso de su gloria. Creoque solo de aquella época data suverdadera locura sistemática, su ideafija de ser el mejor violinista dePetersburgo al menos, de creerseperseguido por la desgracia y de serobjeto de toda clase de intrigas,incomprendido e ignorado. Esta últimaidea llegaba más bien a enorgullecerle,pues es propio de caracteres a los queles gusta considerarse ofendidos yhumillados quejarse en voz alta oconsolarse por lo bajo, admirando sugenio desconocido.

Conocía a todos los violinistas dePetersburgo, y en su opinión, ni uno solo

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podía rivalizar con él. Los aficionados yprincipiantes que frecuentaban aldesdichado loco, gustaban de citar en supresencia a cualquier violinista célebrecon el fin de obligarle a hablar.Saboreaban entonces su maldad, susacertadas observaciones, sus frasescáusticas e ingeniosas, cuando criticabaa sus rivales imaginarios. Asegurabacasi siempre que no se le comprendía;pero, en cambio, estaba seguro de quenadie en el mundo podría presentarmejores caricaturas de las celebridadesmusicales contemporáneas. Los mismosartistas de quienes se burlaba le temíanun poco, pues sabían su mala lengua y

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tenían bastante conciencia de la justiciade sus ataques y la seguridad de susjuicios. Se acostumbraron todos a verlepor los pasillos y entre los bastidoresdel teatro. Los empleados le dejabanpasar sin oponerle dificultad alguna,como si fuese un personaje necesario yse convirtió en una especie de Thersites.

Aquella vida duró dos o tres años;pero por último, aun representando esteínfimo papel, consiguió hastiar a todo elmundo. Se le expulsó definitivamente, ydurante los dos años postreros de suvida, mi padrastro desapareció porcompleto de la circulación; no se le veíaya en ninguna parte. Sin embargo, B…

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se lo encontró dos veces, aunque bajo unaspecto tan miserable, que laconmiseración superó al desagrado: Lellamó. Mi padrastro, ofendido, fingió nohaberle oído; se caló hasta los ojos suviejo sombrero raído, y desapareció.Por fin, un día en que B… obtuvo ungran triunfo, le anunciaron que suantiguo camarada Efimov iba afelicitarle. B… salió a su encuentro.Efimov estaba borracho. Comenzó ahacer profundas reverencias casi hastatocar el suelo, murmuró entre dientesalgunas frases ininteligibles y se negórotundamente a entrar en el cuarto. Locual significaba, sin duda: Nosotros, las

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personas desprovistas de talento, nopodemos rozarnos con personas tanadmirables como usted. Para nosotros,seres ínfimos y miserables, se queda elpapel del criado que llega en losgrandes días de fiesta para felicitar a suseñor y se marcha al momento; es loúnico que nos corresponde. En pocaspalabras todo en su conducta era bajuno,estúpido e innoble.

Después, B… no volvió a verlohasta el momento de la catástrofe quepuso fin a aquella vida triste,lamentable, morbosa y obcecada. Acabóde una manera terrible. La tal catástrofese halla estrechamente unida no solo a

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las primeras impresiones de mi infancia,sino a toda mi vida. He aquí cómo seprodujo.

Pero antes debo explicar lo que fuemi infancia y lo que fue para mí aquelhombre, que determinó tan penosamentemis primeras impresiones y tuvo laculpa de la muerte de mi pobre madre.

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MCAPÍTULO II

is recuerdos no se remontan sinoa una decena de años. No sé por

qué; pero todo cuanto me ocurrió antesde tal época no dejó en mi impresiónalguna que pueda ahora despertar unrecuerdo. Pero, a partir de los ocho añosy medio, lo recuerdo todoperfectamente, día por día, sininterrupción, como si cuanto me ocurriódespués hubiera ocurrido ayer.

Claro que puedo recordar, como enun sueño, ciertos hechos que seremontan a fecha anterior: había siempre

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encendida una lamparilla en un rincónsombrío, junto a un icono antiguo… Undía me caí de un caballo, a consecuenciade lo cual, según me contaron luego,estuve enferma durante tres meses…Recuerdo también que, durante estaenfermedad, me desperté en el lecho,junto a mi madre, con quien meacostaba, completamente horrorizadapor uno de mis sueños enfermizos, porel silencio de la noche y por lapresencia de ratones ocultos en unrincón, y estuve temblando de miedotoda la noche, escondida bajo lassábanas, sin atreverme a llamar a mimadre, hasta que terminé por tenerle a

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ella más miedo que a nada.Pero desde el instante en que

comencé a tener conciencia de mimisma, me desarrollé rápidamente, deuna manera por completo inesperada, yalgunas impresiones, que no tenían nadade infantiles, permanecieron vivas en mimemoria. Todo se esclareció ante mí;todo se me hizo pronto comprensible. Laépoca, a partir de la cual comencé afijar en definitiva mis recuerdos, dejó enmí una impresión de fealdad y tristeza.Esta impresión no se borró ya,acentuándose, por el contrario, a medidaque pasaban los días. Revistió de uncolor sombrío y extraño todo el período

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de mi vida transcurrido en compañía demis padres, y al mismo tiempo, toda miinfancia. Ahora me parece haberdespertado súbitamente de un sueñoprofundo, pues entonces, sin duda, loque me ocurría no era para mi tanconmovedor como ahora. Me hallaba enuna gran habitación asfixiante,desaseada, de techo muy bajo. Lasparedes estaban pintadas de un colorgris sucio. En un rincón había unaenorme estufa rusa; las ventanas daban ala calle, o más bien al tejado de la casade enfrente: eran bajas y anchas comohendiduras. Había tanta distancia delsuelo al borde de la ventana, que

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recuerdo cómo necesitaba colocar unasilla encima de un banco para alcanzar aella, y, aun así, llegaba con dificultad ala ventana, donde me gustabapermanecer sentada cuando no habíanadie en casa.

Desde nuestro aposento se descubríala mitad de la ciudad. Vivíamos bajo eltejado de una inmensa casa de seispisos. Todo nuestro mobiliario consistíaen los restos de un diván de gutaperchalleno de polvo, cuya crin se salía; unamesa de pino blanco, dos sillas, el lechode mi madre; en un rincón, un pequeñoarmario abarrotado de cosasheteróclitas, una cómoda desvencijada y

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un biombo de papel destrozado.Recuerdo que fue al anochecer. Todo

estaba en desorden, esparcido sobre elsuelo: las escobas, los trapos, nuestravajilla de madera, una botella rota y nosé cuántas cosas más. Mi madre sehallaba muy afligida y lloraba. Mipadrastro se sentó en un rincón, con sueterna chaqueta destrozada. Respondía ami madre sonriendo, lo cual la afligíatodavía más, y entonces rodaban denuevo por el suelo las escobas, lasvasijas, etcétera. Yo lloraba, asustada.Me interponía entre ellos, horrorizada, ycogí a mi padre, a quien sujeté de firmepara defenderle con mi cuerpo. Dios

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sabe por qué me pareció que mi madrese irritaba injustamente contra él, quienno era culpable. Quería interceder,recibir el castigo que a él le fueradirigido. Temía a mi mamá, y suponíaque todo el mundo le tenía miedo. Mimadre, al principio, se extrañó; luegome agarró del brazo y me arrojó contrael biombo. Me di un golpe bastantefuerte en el brazo contra la cama; pero elmiedo superó al dolor, y ni siquierafruncí el ceño. Recuerdo, además, quemi madre empezó a pronunciar convivacidad algunas palabras, señalandohacia mí.

Durante este relato, llamaré siempre

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padre a mi padrastro, pues hasta muchotiempo después no me enteré de que noera mi padre.

Toda aquella escena duró dos horas,y temblando de angustia, procuréadivinar cómo terminarla. Por fin, seapaciguó la disputa y salió mi madre.Entonces mi padre me llamó, me abrazó,me acarició la cabeza y me tomó sobresus rodillas. Me estreché fuertementecontra su pecho. Aquella era, quizá, laúnica vez que mi padre se mostrabacariñoso conmigo, y quizá fuese a partirde aquel momento cuando comencé arecordar las cosas con precisión. Mepareció comprender que merecía el

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cariño de mi padre por haberintervenido en su favor. Creo que fueentonces cuando por primera vez se meocurrió la idea de que mi padre sufríamucho y se llevaba muchos disgustospor culpa de mi madre. Después estaidea se afirmó en mi para siempre, ycada día me indignó más.

Desde aquel momento, nació en míun amor infinito hacia mi padre; un amorextraño y maravilloso que, al parecer,no tenía nada de infantil. Diría que eramás bien un sentimiento de piedadmaternal, si semejante definición de miamor no fuese un poco ridícula, aplicadaal sentimiento de una niña.

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Encontraba a mi padre tan digno delástima, le consideraba tan perseguido,tan oprimido, tan dolorido, que meparecería espantoso, inhumano, noamarle infinitamente, no consolarle, nomimarle, no compadecerle con todas misenergías. Pero hasta el presente nocomprendo cómo podría ocurrírsemepensar que mi padre era un mártir, un serdesgraciado. ¿Quién había podidoinspirarme aquello? ¿Cómo yo, siendouna niña, podría darme cuenta de susdesgracias personales? Y lo presentía,aunque interpretándolo todo, en miimaginación, a mi manera. Hoy mismo,no puedo concebir cómo se formó en mi

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semejante impresión… Quizá mi madrefuese demasiado severa conmigo, y poreso me orienté hacia mi padre,considerándole cual si fuera un ser quesufría tanto como yo…

He referido ya el primer despertarde mi sueño infantil y mi primer impulsoen la vida. Mi corazón se sintióoprimido desde el primer momento, y midesarrollo se efectuó con una rapidezincreíble y enfermiza. No podía yacontentarme solo con mis impresionesexteriores. Comencé a pensar, areflexionar, a observar. Pero estaobservación era tan prematura, que miimaginación no podía reconstruir los

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hechos, si bien de pronto me veíatransportada a otro mundo particular enextremo.

Todo lo que me rodeaba empezaba asemejarse a aquel cuento de hadas quemi padre me contaba muchas veces yque yo no podía confundir con larealidad. Extrañas concepciones nacíanen mí. Comprendía perfectamente, sinsaber por qué, cómo formaba parte deuna familia extraña y cómo mis padresno se parecían mucho a las personas quecon frecuencia encontraba. ¿Por qué —pensaba— veo otras personas que nisiquiera en apariencia se semejaban amis padres? ¿Por qué descubría la risa

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en otros rostros, cuando en nuestra casa,en nuestro rincón, no se reía nunca ni sebromeaba jamás? ¿Qué fuerza, qué razónme impulsaba a mí, niña de nueve años,a mirar tan atentamente alrededor mío, aescuchar todas las frases de aquellos aquienes, por casualidad, encontraba enla escalera o en la calle, cuando, por lanoche, con mis harapos protegidos poruna vieja pelerina de mi madre, iba a latienda, con algunas monedas de cobre,para comprar unos kopeks de azúcar, deté o de pan?…

Me daba cuenta, no sé cómo, de queen nuestro cuchitril se albergaba unadesgracia espantosa y eterna. Me

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devanaba los sesos para adivinar lacausa de todo aquello y no sabía que asíme ayudaba a responderme a mi modo.Acusaba a mi madre, la juzgaba causantedel mal genio de mi padre, y —lo repito—, no comprendo cómo pudo germinaren mi imaginación una concepción tanmonstruosa. Adoraba a mi padre yodiaba a mi pobre madre. Aún hoy, elrecuerdo de todo aquello me atormentaprofundamente, dolorosamente…

He aquí otro hecho que, más todavíaque el primero, contribuyó a aumentarmi extraña devoción por mi padre. Undía, a las diez de la noche, mi madre memandó que fuese a una tienda para

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comprar levadura de cerveza. Mi padreno estaba en casa. Al volver, me caí enla calle y rompí el vaso. Mi primeraidea fue recordar la coleta de mamá. Elcaso era que sentía un dolor terrible enel brazo izquierdo y no podíalevantarme. Los transeúntes seaglomeraron en torno mío. Una vieja meayudó a levantarme, y un muchacho quecorría delante de mi me golpeó con unallave en la cabeza. Por fin, lograronponerme en pie. Recogí los pedazos delvaso roto, y tambaleándome, sin poderapenas mover las piernas, me dirigíhacia nuestra casa. De pronto, distinguía mi padre. Estaba entre la multitud,

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delante de una hermosa casa que seencontraba al frente de la nuestra.Aquella casa pertenecía a unos nobles.Estaba maravillosamente iluminada,junto a la escalinata había paradosmuchos coches, y los acordes de unamúsica salían hasta fuera por lasventanas. Agarré a mi padre por elborde de la americana. Le enseñe elvaso roto y le expresé mi temor devolver a casa. Estaba segura, no sé porqué, de que mi padre intercedería en mifavor. ¿Por qué estaba segura? ¿Quiénme había dicho, quién me había hechosaber que él no quería a mi madre?…¿Por qué me acerqué a mi padre sin

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temor alguno?…Me tomó de la mano y empezó a

consolarme; luego me dijo que queríaenseñarme una cosa y me cogió en susbrazos. Yo no podía ver nada, porque mipadre me había oprimido el brazolastimado y me estaba haciendo un dañoatroz. Pero no exhalé ni un grito portemor a hacerle sufrir. Me preguntó siveía algo. Acumulando todas misenergías, procuré encontrar unarespuesta que le satisficiera, y lemanifesté que veía unas cortinas rojas.

Cuando pretendió trasladarme a laotra acera de la calle donde seencontraba nuestra casa, sin motivo, de

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repente, rompí a llorar, abrazándome aél y suplicándole que subiéramos lo máspronto posible a casa. Recuerdo queentonces las caricias de mi padre mecausaban aún más pena, y no podíasoportar la idea de que uno de aquellosa quienes yo deseaba amarprofundamente, me acariciara y memimara, cuando yo temía llegar a casadel otro.

Mi madre apenas se mostró enfadaday me envió a dormir. Recuerdo que eldolor de mi brazo aumentó y me diofiebre. Aun así, yo estabaextremadamente satisfecha de que todohubiera terminado bien, y durante toda la

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noche, estuve viendo en sueños la casavecina de las cortinas rojas.

Cuando me desperté al día siguiente,mi primera idea, mi primer recuerdo fuepara la casa de las cortinas rojas.Apenas salió mi madre, me subí alborde de la ventana para contemplar lacasa, que desde entonces, durante muchotiempo, atrajo mi curiosidad de niña. Megustaba, sobre todo, verla por la noche,cuando se encendían las luces en la calley comenzaba a brillar con un resplandorparticular, como ensangrentada por suscortinas de púrpura, puestas delante desus ventanas espléndidamenteiluminadas. Lujosos coches tirados por

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soberbios caballos se detenían sin cesardelante de la escalinata y todo avivabami curiosidad: los gritos, laaglomeración de gente frente a laescalinata, las linternas abigarradas delos carruajes y las mujeres tan bienataviadas que descendían de ellos. Todoesto, en mi imaginación de niña, cobrabael aspecto de un lujo real y casifantástico.

Después del encuentro con mi padrefrente a la suntuosa morada, aquello mepareció doblemente maravilloso yseductor. Entonces, en mi imaginaciónexaltada comenzaban a nacer ideas ehipótesis fantásticas. Y no me sorprende

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que, viviendo entre gentes tan rarascomo lo eran mis padres, me convirtieraen una niña tan singular y reflexiva.Particularmente, me llamaba la atenciónel contraste de sus caracteres. Measombraba, por ejemplo, que mi madrese preocupara siempre de nuestro pobrehogar, de que reprochara de continuo ami padre que ella fuese la única quetrabajaba para todos nosotros, y a pesarmío, me dirigía yo esta pregunta: ¿Porqué no la ayuda mi padre? ¿Por quéparece un extraño en nuestra casa?

Algunas palabras de mi madredespertaron en mí esta idea, y consorpresa me enteré de que mi padre era

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un artista.Esta palabra se grabó en mi

memoria. Mi imaginación concibiópronto la idea de que un artista es unhombre particular que no se parece a losdemás hombres. Tal vez la conducta demi padre me indujo a formar esta idea;quizá oyese decir algo que ahora se haescapado de mi memoria.

Pero el sentido de las palabras de mipadre se hizo extrañamentecomprensible para mí cuando, un día,declaró en mi presencia, con un acentoparticular, que también llegaría eltiempo en que él dejaría de estar en lamiseria, en que se convirtiera en gran

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señor y hombre rico, y que entoncesnacería de nuevo cuando mi madremuriera.

Recuerdo que, al principio, sentímiedo al oír estas palabras, un miedoterrible… No pude permanecer en lahabitación. Corrí al helado vestíbulo, yallí, acodada en la ventana y con elrostro entre las manos, me puse asollozar. Después, cuando hubereflexionado, cuando me acostumbré aaquel horrible deseo de mi padre, laimaginación vino de súbito en mi ayuda:no podía ya atormentarme con unaincertidumbre y necesitaba, detenermeen una suposición cualquiera. Y no sé

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cómo comenzó aquello; pero, por fin,fijé en mí la idea de que cuando mimadre muriese mi padre abandonaríanuestro sombrío cuchitril y se iríaconmigo a cualquier otra parte. Pero ¿Adónde?… Hasta que no llegara elmomento no podía sospecharloconcretamente. Recuerdo solo quecuanto podía imaginar respecto al sitioadonde iríamos juntos —pues estabasegura de que juntos partiríamos—,cuanto mis sueños podían concebir debrillante, suntuoso, magnífico, seconvertiría en realidad. Creía que nosharíamos ricos en seguida. No iría ya ahacer compras a las tiendas, cosa que ya

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resultaba penosa en extremo, pues losniños de la casa vecina me hacíansiempre objeto de sus burlas cuandosalía, lo cual temía en alto grado, sobretodo cuando volvía con leche o manteca,comprendiendo que, si vertía la vasija,sería castigada con severidad.

Después, en mi sueño, supuse que mipadre se compraría, desde luego, untraje magnífico, que nos instalaríamos enuna morada suntuosa, y entonces, lahermosa casa de las cortinas rojas y elencuentro acaecido con mi padre frentea ella, en cuyo interior quiso enseñarmealgo, ayudaron mi imaginación. Derepente, en mi pensamiento se decidió

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que nos instalaríamos precisamente enaquella casa, y que viviríamos allí enuna atmósfera de fiesta perpetua y defelicidad infinita. Desde entonces, por lanoche, contemplaba con una curiosidadlas ventanas de aquella casa mágica. Meacuerdo de los invitados, que sepresentaban tan bien ataviados como nohabía visto a nadie nunca. Oía en sueñosel sonido de aquella música apacibleque llegaba hasta mí a través de lasventanas. Examinaba, atenta, lassombras que se dibujaban sobre lascortinas y me esforzaba por adivinar loque ocurría detrás de ellas. Me parecíaque allí estaba el paraíso, que aquello

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era una eterna fiesta. Empecé a detestarnuestro pobre alojamiento, los haraposde que iba vestida, y cuando un día mimadre, enfadándose conmigo, me ordenóque bajara del borde de la ventana,donde estaba instalada como decostumbre, se me ocurrió pensar que noquería que mirara a aquellas ventanas,que no quería que me ocupase deaquello, que nuestra dicha le eradesagradable y que pretendía impedirla.Durante toda la tarde la estuveobservando con desconfianza e interés.

¿Cómo habría podido nacer en mitamaña hostilidad contra un ser tanatormentado como mi madre? Solo

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ahora me doy cuenta de sus sufrimientos,y no me es posible recordar suexistencia de mártir sin sentir oprimidomi corazón. A la sazón, en el sombríoperíodo de mi miserable infancia, en laépoca del desenvolvimiento anormal demi primera vida, mi corazón se sentíatransido de dolor y piedad a menudo, almismo tiempo que la duda confusainvadía mi alma. Ya entonces laconciencia se despertaba en mí, ymuchas veces me asaltaba la ideadolorosa de mi injusticia con mi madre.Pero éramos extrañas la una para la otra.No recuerdo haberla acariciado nisiquiera una vez. Ahora, los recuerdos

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más mínimos me causan daño y turbanmi alma. Rememoro cómo en ciertaocasión —sin duda, lo que voy a contares insignificante, banal; pero cosascomo esta eran precisamente las que meatormentaban más y las que quedarongrabadas con más pena en mi memoria—, una noche que mi padre no estaba encasa, mi madre me mandó a una tiendapara que comprase té y azúcar.Reflexionaba y no se decidía. Contaba yrecontaba las monedas de cobre, de lascuales poseía una miserable cantidad.Estuvo contándolas durante medía hora yno lograba terminar sus cálculos. Amomentos, abrumada de dolor, le

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acometía una especie de torpeza.Recuerdo, como si lo estuviera viendoahora, que murmuraba frasesininteligibles, mientras contaba el dinerodespacio. Diríase que pronunciabapalabras inconscientes. Sus labios y susmejillas estaban pálidos, sus manostemblaban, e inclinaba la cabeza, segúntenía por costumbre cuando razonabaconsigo misma en alta voz.

—No, no hace falta —dijo,mirándome de pronto—. Es mejor queme acueste. Y tú, Niétochka, ¿quieresirte a dormir?

Yo no respondí. Entonces levantó lacabeza y me miró dulcemente con tanta

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ternura y con el rostro iluminado por talsonrisa maternal, que mi corazóncomenzó a latir con fuerza e inquietud.Además, me llamó Niétochka, lo cualsignificaba que, en aquel momento, meamaba de veras. Ella había inventadoeste nombre, transformando en elafectuoso diminutivo de Niétochka minombre de Ana. Cuando me llamaba así,era cuando quería colmarme de caricias.Yo estaba emocionada. Deseabaabrazarla, oprimirme contra ella, llorarcon ella… ¡Pobre madre! Me estuvoacariciando la cabeza durante muchotiempo, quizá de un modo maquinal, yolvidando que se dirigía a mí, repetía

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sin tregua:—Hija mía, Anita, Niétochka…Las lágrimas acudían a mis ojos,

próximas a brotar, pero las contuve. Meaguanté para que no se diera cuenta delo que me ocurría, aunque me costómucho trabajo. No; aquella hostilidad nopodía ser natural en mí. Lo que meexcitaba tanto contra ella no podía serúnicamente su severidad para conmigo.No… Era aquel amor fabuloso yexclusivo hacia mi padre lo que meperdía…

A veces me despertaba por la noche,en mi rincón, sobre mi jergoncillo, bajouna delgada sábana, y siempre tenía

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miedo de algo. Medio dormida,recordaba cómo, poco tiempo atrás,cuando yo era más pequeña, meacostaba con mi madre y temíadespertarme por la noche. No hacía másque abrazarme a ella, cerrar los ojos,estrecharla con ahínco, y al punto volvíaa dormirme. Comprendía también, en miinterior, que no podía dejar de amar a mimadre. Luego he observado que algunosniños se hallan monstruosamentedesprovistos de sensibilidad, y que,cuando aman, lo hacen de una maneraexclusiva. Tal era mi caso.

A veces, en nuestro tugurio, untaciturno silencio se instalaba por

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semanas enteras. Mis padres se hallabanhartos de reñir, y yo vivía con elloscomo antes, siempre silenciosa, siemprereflexiva, siempre buscando algo en missueños. Al examinar a uno y a otro másatentamente, terminé por discernircuáles eran sus relaciones mutuas.Comprendí su hostilidad continua ysorda, todo aquel dolor, toda aquellavida desordenada que se había instaladoen nuestro rincón. Sin duda, no discerníalas causas ni las consecuencias; habíacomprendido solo cuanto podíacomprender. En las largas noches deinvierno, acurrucada en cualquier partedurante horas enteras, los vigilaba con

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avidez. Observaba el rostro de mipadre, procurando adivinar en quépensaba, qué era lo que le preocupaba;luego me conmovía, asombraba por laactitud de mi madre. Caminaba sindetenerse de un extremo al otro de lahabitación durante horas enteras, amenudo aun entrada la noche, cuandosufría de insomnio. Caminabamurmurando palabras incoherentes,como si estuviera sola en la habitación,ora separando los brazos, oracruzándolos sobre su pecho, oraretorciéndose las manos, presa de unaangustia horrible e infinita. A ratos, laslágrimas corrían por sus mejillas, quizá

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sin saber ella misma por qué, pues amomentos se quedaba como absorta.Padecía una dolorosa enfermedad que laabstraía por completo.

Recuerdo que mi aislamiento, misilencio, que no me atrevía a romper, meresultaba cada vez más angustioso.Durante todo un año viví una vidaconsciente, reflexiva, soñadora,atormentada por aspiracionesdesconocidas, vagas, que nacían en míespontáneamente. Me encontraba enestado salvaje, como si procediera de laselva. Mi padre fue el primero en notarlo que ocurría; me llamó a su lado, y mepreguntó por qué le contemplaba tan fija.

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No recuerdo lo que le respondí. Solorecuerdo que él reflexionó, y me dijo,por fin, mirándome, que al día siguientellevaría un abecedario y empezaría aenseñarme a leer. Aguardé conimpaciencia aquel abecedario. Soñé conél durante la noche, sin saber, enrealidad, lo que era.

Al día siguiente, mi padre comenzó,en efecto, a enseñarme a leer.Comprendí al punto lo que se exigía demí, y aprendí rápidamente, pues sabíaque ello le complacería. Aquella fue laépoca más feliz de mi vida.

Cuando él me felicitaba por miinteligencia, me acariciaba la cabeza y

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me abrazaba, yo rompía a llorar dejúbilo.

Poco a poco, mi padre me fuetomando afecto. Ya me atrevía a hablarcon él, y hablábamos con frecuenciadurante horas enteras sin fatigarnos,aunque a veces yo no comprendiese niuna palabra de cuanto él me decía. Perole tenía miedo; temía que llegara a creerque me aburría hablando con él, por locual, acumulando todas mis energías,procuraba demostrarle que locomprendía todo. Por último, mi padrese acostumbró a pasar conmigo toda lavelada. En cuanto comenzaba a caer latarde, volvía a casa. Yo me acercaba

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con el silabario. Me hacía sentarmefrente a él en un banco, y terminada lalección, empezaba a leerme un librocualquiera. Yo no entendía nada; peroreía sin cesar, creyendo proporcionarleasí un gran placer. En efecto, leinteresaba y le agradaba oírme reír. Poraquella época, un día, después de lalección, empezó a contarme un cuento.Era el primer cuento que yo escuchaba.Estaba encantada de oírle. Ardía enimpaciencia, aguardando la continuacióndel relato; me sentía transportada a otromundo, escuchándolo y cuando lahistoria hubo terminado, me quedéentusiasmada.

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No era que el cuento hubiese obradopoderosamente sobre mí, no, sino que loacepté todo como si fuese verdad, dandoun impulso a mi inagotable fantasía, queunía la realidad a la ficción.Inmediatamente volvió a aparecer en miimaginación la casa de las cortinasrojas, y a la vez, no sé cómo, mi propiopadrastro, me pareció uno de lospersonajes del cuento que me narraba;luego, mi madre, que nos impedía huirlejos de ella, y por último, o más bienantes que nada, yo misma, con missueños maravillosos y mi cerebrocolmado de quimeras. Todo aquello semezclaba de tal modo en mi espíritu, que

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bien pronto constituyó la cosa másespantosa del mundo, y durante ciertotiempo perdí toda conciencia, todosentimiento de lo verdadero y de lo real,y estuve viviendo Dios sabe dónde…

En aquella época, ardía enimpaciencia por hablar con mi padreacerca de lo que nos aguardaba en elporvenir, de lo que le esperaba a élpersonalmente, y del lugar adonde meconduciría cuando al caboabandonáramos nuestro tugurio. Estabasegura, por mi parte, de que aquellosucedería pronto; pero ¿cómo, en quéforma?… No lo sabía; y me mortificabadando vueltas a mi cerebro por

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averiguarlo.En ocasiones, sobre todo por la

noche, me parecía que, de pronto, mipadre me iba a hacer una seña aescondidas; que me iba a llamar alllegar al vestíbulo; que yo, sin que mimadre me viese, cogería entonces misilabario, y además, nuestro cuadro —uncromo infame, sin marco, que teníamosclavado en la pared desde tiempoinmemorial, y que había resueltollevarnos cuando huyéramos a cualquierparte, muy lejos—, para no volver yanunca a casa de mi madre.

Un día que mamá no estaba en casa,escogí un momento en que mi padre

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estaba particularmente contento, lo cualle ocurría si bebía un poco de vino. Meacerqué a él y empecé a hablar de cosasindiferentes, con la intención deencauzar pronto la conversación haciami tema favorito. Cuando conseguíhacerle reír, enlazándole con fuerza,temblándome el corazón, horrorizadacomo si me dispusiera a decir algomisterioso y terrible, comencé abalbucear estas preguntas:

—¿Dónde nos iremos?… ¿Será enbreve?… ¿Qué vamos a llevarnos?¿Cómo viviremos?… Y, sobre todo,¿nos iremos a la casa de las cortinasrojas?…

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—¡La casa!… ¡Las cortinas rojas!…¿Qué dices, tontuela?…

Entonces, más horrorizada aún,empecé a explicarle que, cuando mamámuriera dejaríamos de vivir en aqueldesván, que él me llevaría a otra parte, yque los dos seriamos ricos y felices. Lerecordé, además, que él mismo me lohabía prometido. Al hablarle así, mehallaba convencida de que, en efecto, mipadre me había dicho aquellas cosas;por lo menos, eso me parecía.

—¿Mamá?… ¿Muerta?… ¿Cuandomamá se muera?… —repitió,mirándome con asombro, el semblantealgo descompuesto, y frunciendo sus

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espesas cejas grises—. ¿Qué estásdiciendo, mi pobre tontuela?…

Acabó por reñirme. Estuvo hablandodurante mucho tiempo, acusándome deniña estúpida y diciéndome que noentendía nada… Y ya no recuerdo más,sino que se puso muy triste…

Yo no comprendía sus reproches. Nosabía cuan penoso le resultaba que yohubiera oído las palabras dichas a mamápor él en un momento de cólera yprofunda desesperación; pero yo lashabía retenido y había reflexionadomucho acerca de ellas. Fuese comofuere, no podía mostrarse muy extrañadode mis palabras. Aunque sin comprender

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del todo por qué se enfadaba, me sentíafligida y desconcertada. Rompí allorar. Me pareció comprender quecuanto nos esperaba era tan importante,que una niña estúpida como yo no teníaderecho a hablar de ello ni a pensarlosiquiera. Además, aunque sincomprenderlo por completo, me dabacuenta oscuramente de que habíaofendido a mamá. Me embargaron elmiedo y el espanto, y la duda cayó en mialma. Entonces, viendo cómo lloraba ysufría, mi padre intentó consolarme.Enjugó mis lágrimas con mi manga y meordenó que dejara de llorar. Ambospermanecimos silenciosos durante algún

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rato. Con el ceño fruncido, mi padreparecía reflexionar. Luego comenzó ahablarme de nuevo; pero, aunque prestéuna gran atención, lo que me decía se meantojaba harto vago. Después depronunciar algunas palabras, de lascuales me acuerdo todavía hoy, mepareció que me explicaba que él era ungran artista, que nadie le comprendía, yque era un hombre de gran talento.Recuerdo que, habiéndome preguntadosi le entendía, y satisfecho, sin duda, demi respuesta, me obligó a repetir que éltenía talento. Lo repetí. Entonces sonrióun tanto, tal vez porque a la postreencontraba él mismo ridículo hablar

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conmigo de un asunto tan serio.Nuestra conversación fue

interrumpida por la llegada de CarlosFeodorovich. Me eché a reír y me pusealegre cuando mi padre, señalando alrecién llegado, me dijo:

—Aquí tienes a Carlos Feodorovich,que no posee pizca de talento.

Carlos Feodorovich era unpersonaje muy divertido. Veía yo enaquella época a tan poca gente, que meserá imposible olvidarla, y la recuerdocomo si la tuviera delante. Feodorovichera alemán. Su apellido de familia era elde Meyer. Había llegado a Rusia con elardiente deseo de ingresar en el cuerpo

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de baile de San Petersburgo. Pero eramuy mal danzarín; así, cuanto se pudohacer con él fue emplearle en el teatrocomo comparsa. Desempeñaba algunospapeles mudos. En la representación deFortimbras era uno de los caballeros deVerona que, en número de veinte,gritaban todos a un tiempo, blandiendounos puñales de cartón: ¡Muramos por elrey! No había, de seguro un solo actoren el mundo que se interesara tanapasionadamente por sus papeles comoCarlos Feodorovich; pero la desgraciade toda su vida era la de no haberlogrado ser admitido en el cuerpo debaile. Ponía el arte de la danza por

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encima de todo, y sentía tantapredilección por su arte como mi padrepor el del violín. Entablaron amistad porla época en que se encontraban ambosen el teatro, y desde entonces el excomparsa no abandonó nunca a mipadre. Se veían muy a menudo, y los dosdeploraban su triste suerte,considerándose uno a otro comodesconocidos.

Aquel alemán era el hombre mássentimental y más afectivo del mundo, yprofesaba a mi padrastro la amistad másviva y más desinteresada; pero segúnpude ver, mi padre no sentía por él unapredilección particular: le soportaba

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solo a falta de otras relaciones. Además,aquel era demasiado exclusivista paracomprender que la danza suponíatambién un arte, lo cual entristecía alpobre alemán, hasta el extremo desaltársele las lágrimas. Conociendo elpunto sensible del desdichado CarlosFeodorovich, mi padre se complacía enridiculizarle y mofarse de él cuando elalemán se exaltaba y se entusiasmabahaciendo la defensa de la danza.

Más adelante B… habló mucho deCarlos Feodorovich. Le llamaba elsilbador de Nüremberg, y me contómuchos detalles acerca de su amistadcon mi padre. Así, pues, me refirió,

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entre otras cosas, que se reunían muy amenudo, y después de haber bebido seponían a llorar juntos, lamentando susuerte de artistas incomprendidos.Recuerdo aquellas reuniones, y recuerdotambién que, considerando a aquellosdos seres originales, me ponía a lloraryo también sin saber por qué.

Esto ocurría siempre cuando mamáno estaba en casa. El alemán le teníamucho miedo; esperaba siempre a lapuerta que otro le informara, y cuando seenteraba de que mamá se hallaba en casabajaba inmediatamente la escalera atodo correr. Llevaba siempre consigopoemas alemanes; se exaltaba

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leyéndonoslos en voz alta, y losdeclamaba luego traduciéndolos al ruso,a fin de que pudiéramos comprenderlos.

Aquello distraía hasta más no podera mi padre, y a mí también. Una vezencontraron no sé qué obra rusa queentusiasmó a ambos; tanto, que a partirde aquel día se reunían siempre paraleer juntos. Recuerdo que se trataba deun drama en verso, original de uncélebre escritor ruso. Me acordaba antestan bien de las primeras líneas deaquella obra, que algunos años mástarde, habiendo encontrado casualmenteel libro, lo reconocí sin dificultad.Trataba aquel drama de las desgracias

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de un gran pintor, un tal Jenaro o Jacobo,que en uno de los pasajes exclamaba:¡Soy desconocido!, y en otro: ¡Soyreconocido!, o ¡No tengo ningún talento!,y algunas líneas más adelante: ¡Tengo untalento inmenso! Terminaba muytristemente.

Aquel drama era, sin duda alguna,una obra de las más ordinarias; pero —he aquí el milagro— obraba de lamanera más directa y más trágica en losdos lectores, que encontraban en elhéroe mucha semejanza con ellosmismos. Recuerdo cómo a veces CarlosFeodorovich se exaltaba hasta el puntode que se levantaba súbitamente de su

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sitio, corría hasta el ángulo opuesto dela habitación y nos decía con insistenciay con lágrimas en los ojos, a mi padre ya mí —llamándome señorita—, quehiciésemos de jueces entre el público yél. Y abierta la sesión, comenzaba abailar, a ejecutar diferentes pasos, y nosgritaba que le dijésemos en seguida si élera o no un artista, si se le podía decirque no tenía talento.

Mi padre se ponía al punto muyalegre; me guiñaba los ojos, como paraprevenirme que se iba a mofar delalemán de una manera muy graciosa. Yosentía un deseo loco de reír; pero mipadre me amenazaba con el dedo, y yo

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me aguantaba la risa, ahogando miscarcajadas. Y aún ahora, solo ante elrecuerdo de aquellas escenas, no puedomenos de reírme. Veo al pobre CarlosFeodorovich como si le tuviera en mipresencia. Era muy bajo y muy delgado;tenía los cabellos blancos; la nariz,aquilina, roja, manchada de tabaco, yunas piernas enormemente deformadas;pero a pesar de esto, se vanagloriaba desu conformación, y llevaba unospantalones muy ajustados. Cuandoadoptaba una postura, después de dar unúltimo salto, tendiendo hacia nosotrossus manos, y sonriendo como lo hacenlos danzarines en escena al final de un

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paso de baile, mi padre, durante algunosinstantes, guardaba silencio, como si nopudiera decidirse a formular un juicio,conservando, de intento, al danzarín ensu postura; de suerte que este sebalanceaba sobre un pie de un lado aotro, empleando todas sus fuerzas enguardar el equilibrio. Por fin, mi padreme miraba, poniéndose muy serio, comosi me invitase a ser testigo de laimparcialidad de su juicio, en tanto quelas tímidas y suplicantes miradas delbailador se fijaban en mí al mismotiempo.

—No, Carlos Feodorovich; nopuedes lograr nada —pronunciaba, por

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fin, mi padre, fingiendo la mayorcontrariedad, al verse obligado aformular esta verdad amarga.

Entonces, del pecho de CarlosFeodorovich se escapaba un verdaderogemido; pero al instante recobrabaánimos por medio de movimientosacelerados, volvía a reclamar atención,afirmando que no había danzado conarreglo al buen método, y suplicándonosque le juzgásemos una vez más. Despuéscorría de nuevo al otro ángulo de lahabitación, y a veces, saltaba con talardor, que tocaba con la cabeza en eltecho y se hacía daño; pero, como unespartano, soportaba heroicamente su

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dolor, tornaba a fijar una postura, tendíaaún hacia nosotros sus manostemblorosas, esbozando una sonrisa, ysolicitaba todavía nuestra decisión; peromi padre era inflexible, y, como antes,repetía en un tono sombrío:

—No, Carlos Feodorovich; es tusino, y no triunfarás nunca…

Entonces yo no me detenía ya, y meretorcía de risa. Mi padre seguía miejemplo. Carlos Feodorovich,comprendiendo, por fin, que nosburlábamos de él, se ponía rojo deindignación, y con lágrimas en los ojos,expresando un sentimiento tan profundocomo cómico, que más tarde me produjo

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un enorme daño, decía a mi padre:—¡Eres un amigo cruel!…Luego cogía su sombrero y huía de

nuestra casa, jurando y perjurando queno volvería nunca. Pero sus enojos no seprolongaban mucho. Al cabo de algunosdías le veíamos reaparecer.Recomenzaba la lectura del famosodrama; vertíanse nuevas lágrimas, yluego, el ingenuo Carlos Feodorovichnos rogaba nuevamente que hiciéramosde jueces entre el público y él, peropara juzgarle en serio, como verdaderosamigos y sin burlarnos…

Una vez mi madre me envió acomprar una cosa a la tienda. Volvía,

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guardando cuidadosamente la moneda deplata que me habían devuelto, cuando enla escalera encontré a mi padre, quesalía. Sonreí, como lo hacía siemprecuando le veía. Él se inclinó como parabesarme, y vio en mi mano la moneda deplata. Olvidaba decir cómo me hallabatan habituada a la expresión de su rostro,que a simple vista adivinaba casisiempre todos sus deseos. Cuando élestaba triste, mi corazón se poníaangustiado. En general, se alterabamucho, sobre todo cuando no teníadinero y cuando, por esta causa, nopodía beber vino, como tenía porcostumbre. En el momento en que le

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encontré en la escalera, me pareció quele ocurría algo de particular. Alprincipio no me prestó atención; perocuando vio en mi mano la brillantemoneda, se tornó rojo de súbito; luegopalideció y avanzó la mano para cogerel dinero. La retiró en seguida, empero.Sostenía una lucha interior. Por último,adoptando una resolución, me ordenóque subiera, y él bajó algunas gradas.Pero se detuvo de pronto y me llamó conapresuramiento. Se mostraba muycontrariado.

—Escucha, Niétochka —me dijo—dame ese dinero. Te lo devolveré. ¿Se lodarás a tu padre? Tú eres buena,

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¿verdad Niétochka?Ya iba a ceder; mas al primer

momento, la idea de la cólera de mamá,la timidez, y sobre todo, una vergüenzainstintiva por mí y por mi padre, meimpidieron entregarle el dinero.Comprendió al instante esto, y me dijoacto seguido:

—No, no; no me hace falta, no mehace falta.

—No, papá, tómalo. Diré que lo heperdido, que los niños de la vecindadme lo han quitado.

—Bien, bien… Ya sabía yo que túeres una niña inteligente —repusosonriendo, temblándole los labios, y sin

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disimular su júbilo, cuando se encontrócon el dinero en la mano—. Eres unabuena muchacha… Eres un angelito…Ven, trae; besaré tu mano.

Tomó mi mano y quiso besarla, peroyo la retiré con rapidez. Me invadió unaespecie de piedad, y la vergüenzacomenzó a torturarme cada vez más.Corrí hacia arriba, horrorizada,abandonando a mi padre sin decirleadiós. Cuando entré en la vivienda,ardían mis mejillas y me latía elcorazón, presa de un sentimientoangustioso y hasta entoncesdesconocido. Sin embargo, aseguréresueltamente a mi madre que había

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dejado caer el dinero en la nieve, y queno había podido encontrarlo. Esperabarecibir algunos golpes; pero no ocurriónada… Claro que mamá se puso alprincipio fuera de sí, pues éramos muypobres, y me regañó; pero al punto serehízo, y dejó de reñirme, diciéndomesolo que yo era una niña torpe ydescuidada y que, por lo visto, debía, dequererla muy poco, cuando tan malguardaba su dinero. Esta observaciónme entristeció más de lo que hubieranpodido hacerlo los golpes. Mamá meconocía bien. Se había dado cuenta demi sensibilidad, a menudo enfermiza, ycon reproches amargos por mi falta de

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afecto, pensaba conmoverme más yobligarme así a que fuese más cuidadosaen lo sucesivo.

Al anochecer, la hora en que mipadre volvía de ordinario, fui aesperarle. Al llegar, llevándome unpastel, comenzó a decirme que lo habíacomprado para mi, que estaba malrobarle a mamá, que en lo sucesivo nodebía pensar siquiera en semejante cosa,y que, si le obedecía, me compraría aúnmás pasteles. Por último, añadió quedebía tener lástima de mamá, que mamáestaba muy enferma y era muy pobre, yque ella sola trabajaba para todos. Yo leescuchaba asustada, temblándome todo

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el cuerpo. Las lágrimas se escapaban demis ojos. Me sentía tan emocionada, queno podía pronunciar una sola palabra nimoverme de mi sitio. Por fin, entró en lahabitación, me ordenó que no llorara, yque no le dijera nada de aquello amamá. Observé que él mismo se hallabamuy preocupado. Toda la noche la pasépresa de una especie de espanto, y porprimera vez no me atreví a mirarle ni aacercarme a él. También él rehuíavisiblemente mi mirada. Mamá iba yvenía por la habitación, hablando sola,según su costumbre, como si estuvieraen sueños. Aquella noche se encontrabamal: sufría una crisis. A la postre, tantas

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emociones me produjeron fiebre.Cuando me acosté, no pude dormir. Meatormentaban horrorosas pesadillas; nopudiendo contenerme ya, comencé allorar con amargura. Mis sollozosdespertaron a mamá. Me llamó y mepreguntó qué me ocurría. No lerespondí, y redoblaron mis lágrimas.Entonces ella encendió la vela, seacercó a mí y empezó a consolarme,creyendo que tenía miedo aconsecuencia de algún mal sueño.

—¡Vaya, tontina!… Todavía llorascuando sueñas… Calla, calla…

Me besó y me dijo que me fuese adormir a su cama; pero yo rehusé.

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No me atrevía a besarla ni a irmecon ella. Me atormentaban sufrimientosimaginarios. Deseaba contárselo todo.Iba a comenzar. Pero el recuerdo de mipadre y su prohibición me detuvieron.

—¡Mi pobrecita Niétochka! —exclamó mi madre metiéndome en ellecho y envolviéndome en su viejamanta, pues había notado que temblabade fiebre—. ¡Probablemente tendrás tanpoca salud como yo!

Y me miró tan tristemente, que, nopudiendo soportar su mirada, cerré losojos y me retiré. No recuerdo cómo medormí; pero en mi leve sueño, por largotiempo aún, oí que mi pobre madre me

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hablaba. Nunca había experimentado unsufrimiento tan penoso. Mi corazónpadecía hasta dolerme. Al día siguientepor la mañana me encontré mejor; mepuse a hablar con mi padre sinrecordarle los acontecimientos de lavíspera, pues adivinaba de antemanoque le sería muy desagradable. Mi padrerecobró desde luego su buen humor; suscejas, fruncidas por la inquietud, sedesarrugaron, y el júbilo —unasatisfacción casi infantil— se ibaapoderando de él ante la presencia demi alegría. A poco salió mamá, y mipadre, entonces, no pudo contenerse;empezó a besarme tan fuerte, que me

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volvía loca de entusiasmo; lloraba y reíaa la vez. Por último, me dijo que me ibaa enseñar una cosa que me gustaríamucho, porque yo era una muchachitalista y buena.

Se desabrochó el chaleco y sacó unallave que llevaba colgada al cuello,pendiente de una cinta negra; luego,mirándome misteriosamente, como sideseara leer en mis ojos la satisfacciónque, según él, debía manifestar, abrió elcofre, y con mil precauciones extrajo deél una caja negra, de forma extraña, queyo no había visto nunca. Cogió aquellacaja con algo de temblor, y su fisonomíase transfiguró en seguida: la risa

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desapareció de su semblante que, depronto, adquirió una expresión grave ysolemne. Por fin, con la llave, abrió lacaja misteriosa y sacó de ella un objetoque tampoco había visto nunca; unobjeto cuya forma me pareció alprincipio extraordinaria. Lo cogiócuidadosamente, respetuosamente, y medijo que aquello era su instrumento, suviolín. Entonces comenzó a explicarmeen voz baja y solemne cosas que yo nocomprendía. Solo he retenido en mimemoria las frases que ya conocía: queél era un artista, que tenía un grantalento, que un día tocaría el violín, yque entonces todos seríamos ricos y

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conoceríamos la felicidad. Las lágrimasacudían a sus ojos y corrían por susmejillas. Yo me hallaba muyemocionada. Al cabo besó el violín, mehizo que también yo lo besara, y viendomi gran deseo de examinarlo más decerca, me condujo hacia la cama demamá y me puso el violín en las manos;pero yo comprendía que temblaba anteel temor de que lo dejara caer y serompiera. Tomé el violín con mis manosy rocé las cuerdas, que produjeron unsonido muy débil.

—Música… —dije, mirando a mipadre.

—Sí, sí, música —confirmó él,

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frotándose alegremente las manos—.Eres una niña lista. Eres una buena,chiquilla…

Pero, a pesar de sus alabanzas y suentusiasmo, noté cómo temía por suviolín, y me asaltó el miedo a mi vez. Selo devolví lo antes posible. Con lasmismas precauciones, el violín fuecolocado de nuevo en su caja, y estaguardada bajo llave en el cofre. Luego,volviendo a acariciarme la cabeza, mipadre me prometió enseñarme aún elviolín, siempre que, como entonces,fuese inteligente, buena y obediente. Así,pues, el violín disipó nuestra comúntristeza. Por la tarde, al salir, mi padre

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me dijo al oído que no olvidara suspalabras anteriores.

Seguí creciendo en nuestro tugurio, ypoco a poco, mi afecto, o más bien mipasión —pues no conozco una palabralo bastante enérgica para expresar conexactitud el sentimiento irresistible,pero penoso para mí misma, queexperimentaba por mi padre— seconvirtió en una especie de irritabilidadenfermiza. No tenía más que un únicoplacer; pensar o soñar con él. No teníamás que una sola voluntad: hacer cuantopudiera por proporcionarle algunasatisfacción. ¡Las veces que le esperé enla escalera tiritando, de frío!, solo por

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enterarme de que volvía, aunque nofuese sino un instante más pronto, y porverle lo antes posible Me ponía loca decontento cuando me acariciaba un poco,en tanto que sufría con frecuencia, porser tan obstinadamente fría para mimadre. Había momentos en que mesentía oprimida de angustia y lástimacontemplándola. En sus eternasquerellas, no podía mostrarmeindiferente, y teniendo que decidirmepor cualquiera de los dos, me decidíapor el pobre semiloco, sin más causaque la de haber impresionado a fondo miimaginación.

¡Quién sabe!… Acaso me interesara

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por el porqué era muy extraño en suaspecto mismo y no tan severo ni tansombrío como mamá, porque estaba casiloco y a menudo se manifestaban en él labufonada y las manera; infantiles, yporque, en una palabra, sentía menosmiedo y menos respeto hacia él quehacia mamá. Se parecía más a mí. Pocoa poco, llegué a comprender que yo ledominaba, le había sometido, y que ya leera necesaria. En mi interior me sentíaorgullosa; triunfaba al comprendercuánta necesidad tenía él de mí y aveces, me mostraba hasta coqueta. Enefecto, aquella predilecciónextraordinaria no dejaba de tener algo

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de novelesco… Pero la novela no debíadurar mucho tiempo. Bien pronto perdí ami padre y a mi madre. Sus vidassucumbieron en una terrible catástrofe,que está grabada dolorosamente en mimemoria.

He aquí cómo se produjo.

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PCAPÍTULO III

or aquel entonces todo Petersburgose conmovió súbitamente ante una

gran noticia: se anunciaba la llegada delcélebre S… Cuantos pertenecían almundo musical de Petersburgo sepusieron en movimiento. Cantantes,actores, poetas, pintores y aun aquellosque no lo eran y afirmaban con unmodesto orgullo no entender la música,obtenían sus localidades. El salón, nopodía contener la décima parte de losentusiastas con posibilidad de pagar laentrada, que costaba veinticinco rublos.

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La reputación europea de S…, su gloriacoronada de laureles, la flexibilidadinalterable de su talento y los rumoresque corrían de que ya solo de cuando encuando tomaría el arco para presentarseen público, producían su efecto. En unapalabra, la impresión era general yprofunda.

Ya he dicho en otro lugar que lallegada de todo nuevo violinista, de todacelebridad, causaba en mi padrastro laimpresión más desagradable. Siempre seapresuraba a escuchar al artista paraformar su juicio acerca del talento delindividuo. Le ocurría con frecuenciaponerse enfermo al escuchar las

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alabanzas que se dirigían al reciénllegado, y no se tranquilizaba hastadescubrir los defectos del violinista yexponer con una ironía amarga suopinión en todas partes donde le fueseposible. ¡Pobre loco! No reconocía en elmundo sino un único talento, un soloartista, y naturalmente, este artista eraél…

El revuelo habido a propósito de lallegada de S…, genio musical, surtió enmi padre un efecto fulminante. He dehacer observar que, durante los diezaños últimos, no había llegado aPetersburgo ningún artista notable, nisiquiera muy inferior a S…, por lo cual

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mi padre no tenía idea alguna de losartistas europeos de primer orden. Mehan referido que cuando se difundió lanoticia de la llegada de S… vise a aquelpresentarse de nuevo en los pasillos delteatro. Me han dicho también que estabamuy emocionado, informándose coninquietud acerca de S… y de su futuroconcierto.

Desde hacía mucho tiempo no se lehabía vuelto a ver en los corredores, ypor eso su aparición produjo mayorextrañeza. Alguien, por excitarle, ledijo, empleando un tono provocativo:

—Mi querido Egor Petrovitch, loque va usted a escuchar mañana no es

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música de baile, sino una música que,después de haberla oído, no le dejarávivir.

Afirman que palideció al escucharesta broma. Respondió, no obstante,sonriendo nerviosamente:

—Veremos. Las campanas suenanmucho detrás de las montañas. Creo quea S… no se le ha oído más que en París.Los franceses, pues, son los que hanformado su reputación, y ya sabemos loque son los franceses…

Todos los presentes estallaron enuna carcajada. El desdichado seconsideró ofendido; pero,conteniéndose, añadió que él no decía

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nada, que ya se vería, que al díasiguiente llegaría S…, y que bien prontose descubrirían todos los milagros.

B… me ha referido que aquel mismodía, antes de anochecer, encontró alPríncipe X…, diletante muy conocido,que amaba y comprendía profundamenteel arte. Caminaban juntos y hablaban delartista recién llegado, cuando de pronto,al volver una esquina, B… distinguió ami padre parado delante del escaparatede un almacén, donde examinaba conatención un programa, en el cual, congruesos caracteres, se anunciaba elconcierto de S…

—¿Ve usted a ese hombre? —

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preguntó B…, señalando a mi padre.—¿Quién es? —interrogó el

Príncipe.—Ha oído usted aludir a él. Es

Efimov, de quien le he hablado variasveces, y a quien usted mismo haconcedido en distintas ocasiones suprotección.

—¡Ah!, es curioso —exclamó elPríncipe—. Me ha hablado usted muchode él. Dicen que es muy divertido…Quisiera oírle tocar…

—No vale la pena —contestó B…—; da lástima… No sé qué efecto leproducirla a usted; a mí me destroza elcorazón. Su vida es una tragedia

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lamentable, horrible… Conozco a fondoa ese hombre, y aunque ha caído muybajo, no ha muerto en mi toda lasimpatía hacia él. Dice usted, Príncipe,que debe de ser muy divertido… Cierto;pero causa una impresión hartodolorosa… En primer lugar, está loco;además, ese loco es un criminal, puessin contar la suya propia, ha malogradodos existencias: la de su mujer y la de suhija. Le conozco. Si tuviera concienciade su crimen, moriría; lo más horrorosoconsiste en que hace ocho años se hadado cuenta de su crimen, y desdeentonces lucha con su conciencia por noconfesarlo.

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—¿Decía usted que es pobre? —inquirió el Príncipe.

—Sí; pero la miseria constituye casiuna felicidad para él, pues le sirve depretexto. Ahora puede asegurar a todo elmundo que solo la miseria le impidetriunfar; que si fuese rico, tendríatiempo, se ahorraría muchos cuidados, yal fin se vería qué clase de artista es. Secasó con la extraña esperanza de que losmil rublos que poseía su mujer lepermitirían reponerse. Obró entoncescomo un poeta, y toda su vida la hapasado siempre así. ¿Sabe usted lo queno cesa de decir hace ocho años?…Afirma que su mujer es la causa de todas

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sus desgracias, que ella le detiene entodo… No hace nada, no quiere trabajar,y si se le apartara de su mujer seria lacriatura más miserable del mundo.

Hace ya varios años que no hatocado el violín. ¿Sabe usted por qué?…Porque siempre que toma el arco en sumano, se ve obligado a confesar en sufuero interno que no es un artista. Perocuando abandona el arco conserva, almenos, la lejana ilusión de que no escertero su juicio. Se trata de un soñador.Cree que de pronto, en virtud de unmilagro, se convertirá en el hombre máscélebre del mundo. Su lema es: «OCésar, o nada»… Como si se pudiera

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triunfar de cualquier modo en unmomento dado… Tiene sed de gloria. Ycuando un sentimiento semejante seconvierte en el móvil principal y únicode un artista, este artista deja de serlo,pues ha perdido el principal instintoartístico, que es el del amor al arte porel arte, y no por la gloria o por otra cosacualquiera. Así, cuando S… coge elarco, no existe ya nada en el mundo paraél más que la música. Después del arte,lo que tiene más importancia para él esel dinero, y solo en tercer lugar está lagloria. Pero se cuida muy poco de ella¿Sabe lo que preocupa ahora a esedesdichado? —añadió B…, señalando a

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Efimov—. Lo más estúpido, lo másmiserable, lo más ridículo del mundo:saber si él es superior a S… o si S… essuperior a él. Nada más, aunque en elfondo está completamente convencidode que él es el músico más grande deluniverso… Le aseguro a usted que si sele dice que no es un artista, se muere alpunto, como herido por un rayo… Es, enefecto, algo terrible separarse de la ideafija a la cual se ha sacrificado toda lavida, y cuyo fundamento, por lo mismo,es serio y profundo… Al principio suvocación era realmente sincera…

—Sería curioso saber qué será loque sienta cuando oiga tocar a S… —

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observó el Príncipe.—Sí —asintió B…, pensativo—.

Pero no se sabrá; se reharáinmediatamente. Su locura es más fuerteque la verdad, y al punto inventarácualquier argucia que le permita ocultarsu opinión…

—¿Usted cree?…En aquel instante, se encontraban

junto a mi padre. Este pretendió hacerseel distraído; pero B… le detuvo. Mipadre dijo con indiferencia que no sabíanada de aquel acontecimiento, queestaba ocupado por un asunto muchomás interesante que todos los conciertosy todos los virtuosos extranjeros, que ya

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vería, por otra parte, y que, si disponíade algún tiempo, tal vez fuese a escuchara S… Luego, en actitud inquieta, miróalternativamente a B… y al Príncipe, y,esbozando una sonrisa forzada, se echómano al sombrero, hizo un levemovimiento de cabeza y abandonó a susinterlocutores, pretextando que teníaprisa.

Pero yo, desde la víspera, conocíalas preocupaciones de mi padre. Nosabía precisamente qué era lo que leatormentaba; pero veía que tenía unainquietud mortal. Mamá misma lo notó.En aquella época estaba muy enferma, yapenas podía mover las piernas. Mi

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padre, a cada instante, salía de casa yvolvía a entrar. Por la mañana, tres ocuatro compañeros, antiguos colegas,fueron a verle, lo cual me extrañómucho, pues a excepción de CarlosFeodorovich, no veía nunca a nadiedigámoslo así, entre nosotros; todo elmundo había dejado de ir a vernoscuando mi padre abandonó en definitivael teatro. Carlos Feodorovich llegó elúltimo, todo sofocado. Llevaba elprograma. Todo aquello me inquietaba,como si yo fuese la culpable de toda laturbación, de toda la angustia que leía enel semblante de mi padre. Hubieraquerido enterarme de lo que hablaban, y

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por primera vez oí pronunciar el nombrede S… Oí decir después que senecesitaban, por lo menos, quince rublospara poder escuchar a S… Recuerdotambién que mi padre, sin podercontenerse, hacía grandes movimientoscon la mano y aseguraba que conocía alas maravillas de ultramar, a geniosextraordinarios, y también a S…; queeran todos unos judíos que venían allevarse el dinero ruso, porque los rusoscreen siempre en todas las necedades,sobre todo cuando proceden de losfranceses. Comprendía ya lo quesignificaba la frase: «No tiene talento».Oía reír a los visitantes. Bien pronto se

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fueron todos, dejando a mi padre de muymal humor. Me di cuenta de que sehallaba enojado, por cualquier motivo,contra aquel S…, y para distraerle, meacerqué a la mesa, cogí el programa yempecé a leer en voz alta el nombreaquel. Luego, riendo y mirando a mipadre, que permanecía sentado en unasilla, pensativo, concluí:

—Probablemente, será un artistacomo Carlos Feodorovich. Tampocotriunfará.

Mi padre se estremeció, y como situviera miedo, me arrebató el programade la mano, dio un grito, golpeó con elpie en el suelo, tomó su sombrero y se

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dispuso a salir de la habitación. Pero sevolvió en seguida y me llamó a lapuerta. Allí me besó; luego, con unaespecie de inquietud, con una especie detemor disimulado, comenzó a decirmeque yo era una niña inteligente y buenaque, de seguro, no querría entristecerle,y que esperaba de mí un gran favor; perono me dijo cuál. Además, me costabatrabajo escucharle. Veía que suspalabras y sus caricias no erandesinteresadas, y todo aquello metrastornaba. Comencé a sentirmeterriblemente inquieta por su causa…

Al día siguiente, que era la vísperadel concierto, durante la comida, mi

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padre pareció completamenteconsternado. Había cambiado mucho, ya cada instante miraba a mamá. Porúltimo, quedé asombrada cuando sepuso a hablar con ella. Me quedéasombrada, porque no le hablaba casinunca.

Después de comer, empezó aalabarme particularmente. A cadainstante, con distintos pretextos, mellamaba hacia la puerta de la escalera ymiraba mucho alrededor, como sitemiera ser cogido en falta; meacariciaba la cabeza, me besaba y medecía al mismo tiempo que yo era unaniña buena y obediente que, sin duda,

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amaba a mi padre, y que con seguridadharía cuanto él me dijese. Todo aquellome causaba una angustia espantosa. Porfin, cuando por décima vez me llamó,quedó explicado todo. En una actituddolorosa, mirando con inquietud a todaspartes, me preguntó si yo sabía dóndehabía guardado mamá los veinticincorublos que trajo la víspera por lamañana. Ante aquella pregunta,enloquecí de terror. En aquel momentose oyó ruido en la escalera, y mi padre,asustado, me abandonó y se fue.

No volvió hasta la noche, confuso,triste y preocupado. Se sentósilenciosamente en la silla y empezó a

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mirarme con una especie de júbilo. Yoestaba temerosa y me esforzaba en evitarsus miradas.

Por fin, mamá, que se había quedadotodo el día en la cama, me llamó, me diodinero, y me mandó que fuese a comprarté y azúcar. Tomábamos té muy de tardeen tarde; mamá no se permitía eseverdadero lujo, dada la escasez denuestros medios, sino cuando se sentíaenferma y febril.

Recogí el dinero y salí. Tan prontocomo llegué a la puerta, eché a corrercomo si temiera que fueran aalcanzarme. Pero sucedió lo que yo metemía. Mi padre se reunió conmigo

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cuando ya me hallaba en la calle, y mehizo volver a la escalera.

—Niétochka —dijo con voztemblorosa—, querida mía, escucha:dame ese dinero, y mañana…

—¡Padre, padrecito! —exclamésuplicante, poniéndome de rodillas—.No puedo, es imposible: mamá necesitaté. No se debe disponer del dinero demamá; es imposible. Otra vez será…

—Entonces, ¿no quieres?… ¿Noquieres? —murmuró, delirante—.Entonces, ¿tú no me amas?… Está bien.Ahora te repudio. Quédate con tu madre.Yo me iré y no te llevaré conmigo;¿oyes, mala hija?… ¿Oyes?

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—¡Padrecito! —grité, llena dehorror—. ¿Qué voy a hacer ahora? —mepregunté, retorciéndome las manos yagarrándole de la americana—. Mamállorará. Mamá me reñirá mucho.

Parecía no haber esperado semejanteresistencia. Sin embargo, tomó eldinero. Por fin, no sintiéndose confuerzas para escuchar mis súplicas y missollozos, me dejó en la escalera y bajócorriendo.

Yo subí a casa; pero ya en la puertade nuestro cuarto, me abandonaron lasfuerzas. No me atreví a entrar; no podíaentrar. Todo mi corazón se alteraba ytrastornaba. Con el rostro hundido en las

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manos, me senté junto a la ventana,como el día en que oí expresar a mipadre su deseo de que mamá muriera…

Me hallaba sumida en una especiede inconsciencia, y temblaba al escucharel menor ruido en la escalera. Por fin oíque subían apresuradamente. Era él.Conocí sus pasos.

—¿Estás aquí? —murmuró.Me dirigí hacia él.—Toma —dijo, poniéndome el

dinero en la mano—. Tómalo. Ahora nosoy ya tu padre. Amas a tu madre másque a mí. Pues vete a casa de tu madre.No quiero ya conocerte.

Al decir estas palabras me rechazó y

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descendió de nuevo le escaleraapresuradamente.

Llorando con desconsuelo, eché acorrer detrás de él.

—¡Padre, padrecito, yo teobedeceré! —voceaba—. ¡Te quieromás que a mamá! Toma el dinero.¡Tómalo!

Pero no oyó, y desapareció de mivista…

Durante toda la noche me creípróxima a la muerte, temblando defiebre. Recuerdo que mamá me habló,me llamó para que fuese a su lado. Peroyo no la oía ni veía nada. Por fin seprodujo la crisis. Empecé a gritar y a

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llorar. Mamá, horrorizada, no sabía quéhacer. Me llevó a su cama, y norecuerdo ya cómo me dormí, rodeandosu cuello con mis brazos y temblando demiedo a cada instante. Pasó la noche.Por la mañana me desperté tarde. Mamáno estaba ya en la casa. Era el momentoen que se encontraba siempre fuera parair a su trabajo. Mi padre estaba allí conun extraño, y los dos hablaban en vozalta. Yo esperaba con impaciencia a quesaliera el visitante, y cuando meencontré sola con mi padre me arrojé ensus brazos sollozando, y hube desuplicarle que me perdonara miconducta del día anterior.

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—¿Vas a ser una niña buena comoantes? —me preguntó severamente.

—Sí, padrecito —le respondí—. Tediré dónde guarda mamá el dinero. Ayerestaba en una cajita…

—¿Dónde? —indagó, animándosede súbito y levantándose de la silla—.¿Dónde está?

—Está guardado, padrecito —indiqué—. Espera hasta la noche,cuando mamá vaya a cambiar, pues eldinero suelto se ha gastado ya todo.

—Necesito quince rublos,Niétochka, ¿comprendes?…Proporciónamelos hoy, y mañana te lodevolveré todo… Y luego iré a

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comprarte pasteles y nueces… Tecompraré también una muñeca mañanamismo… Y todos los días te haréregalos, si eres buena…

—No, padre; no es menester. Noquiero pasteles. No los comeré. ¡Te losdevolvería! —protesté, sollozando, puesuna terrible angustia me oprimía elcorazón.

Comprendí en aquel momento que mipadre no me tenía lástima, que no mequería, puesto que no veía cómo leamaba yo y suponía que obraría porefecto de los regalos… En aquelinstante, yo, que era una niña, locomprendía todo maravillosamente, y

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presentía que en adelante no podríaquererle como hasta entonces… Élestaba entusiasmado a causa de mispromesas. Veía que yo estaba dispuestaa todo por él, que todo lo haría por él, yDios sabía cuántas cosas significabaaquel todo para mí… Veía cuántorepresentaba aquel dinero para mi pobremamá. Sabía que podía caer enferma decontrariedad si lo perdía, y elremordimiento nacía en mí. Pero él noadvertía nada. Me consideraba como auna niña de tres años, cuando ya medaba cuenta de todo. Su entusiasmo notenía límites. Me abrazaba, me suplicabaque no llorase, me prometía que aquel

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mismo día nos iríamos los dos acualquier parte sin mamá, halagando asími persistente capricho. Por último,sacó de su bolsillo un programa y llegóa decirme que aquel hombre, al que ibaa oír aquel día, era su peor enemigo, suenemigo mortal, aunque sus enemigos notriunfarían. Parecía él mismo un niño alhablarme de sus enemigos. Habiendoobservado que yo no sonreía, como teníapor costumbre cuando me hablaba, y quele escuchaba en silencio, cogió susombrero y salió de prisa, como siestuvieran aguardándole. Al marcharseme besó una vez más y me hizo un signode cabeza acompañado de una sonrisa,

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cual si no se hallara seguro de mí y meexhortase a que no reflexionara.

Ya he dicho que estaba como locodesde la víspera. Necesitaba dinero conel fin de comprar una localidad para elconcierto que debía decidir su suerte.Parecía presentir que aquel concierto lozanjaría todo; pero estaba tantrastornado, que el día anterior quisoquitarme una moneda de cobre, como sicon aquel dinero pudiera procurarse unalocalidad.

Sus extravagancias se manifestaronmás aún durante la comida. No podíaliteralmente estarse quieto y no tocabaningún plato. A cada instante se

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levantaba de la mesa y luego volvía asentarse, como si cambiara deresolución. Unas veces cogía susombrero cual si tuviera que ir a algunaparte; luego, de pronto, se quedabamedio distraído, murmuraba entredientes palabras ininteligibles o depronto me miraba, guiñando los ojos, yme hacía señas como si le corriese prisarecibir el dinero cuanto antes y como sise mostrara enojado porque aún no lohabía cogido. Mamá misma notó susexcentricidades y le miró con extrañeza.Yo me sentía inquieta, como uncondenado a muerte.

Cuando terminó la comida, fui a

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ocultarme en un rincón, y temblando defiebre, contaba los minutos hasta quellegara la hora en que mamá tenía porcostumbre enviarme a hacer compras.En mi vida he pasado tan penososinstantes como aquellos, que estángrabados para siempre en mi memoria.Cuánto padecí durante aquellas horashay momentos en que la conciencia vivemás que durante años enteros. Él mismoavivó mis buenos instintos cuando,asustado por haberme impelido al mal,me dijo la primera vez que obrabavergonzosamente. ¿No podría, pues,comprender que es difícil engañar a unanaturaleza ávida de impresiones y que

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ya siente y concibe lo que son el bien yel mal? Suponía que solo una terriblenecesidad le había podido obligar aimpulsarme al vicio por segunda vez y asacrificar así a una pobre niñaindefensa, exponiéndola de nuevo a quese pervirtiera su conciencia inestable.

Entonces, oculta en un rincón, mepreguntaba yo:

—¿Por qué me prometiórecompensas, si me hallaba en absolutodecidida a obrar voluntariamente?

Nuevas sensaciones, nuevasaspiraciones, nuevas preguntas surgíanen mí y me atormentaban. Después, derepente, hube de pensar en mamá. Me

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representaba su dolor ante la pérdida desu último dinero, fruto de su trabajo.

Por fin, mamá, una vez terminada latarea que tanto trabajo le costaba hacer,me llamó. Yo me estremecí y me acerquéa ella. Sacó dinero de la cómoda y me loentregó, diciendo:

—Toma, Niétochka; pero, por Dios,cuida de que no te lo roben, como la otravez, ni pierdas nada…

Miré a mi padre en actitudsuplicante; pero él movió la cabeza, yme sonrió con aire de aprobación,frotándose las manos con impaciencia.

El reloj dio las seis. El conciertoempezaba a las siete. También él debía

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de sufrir mucho a consecuencia deaquella espera.

Me detuve en la escalera paraaguardarle. Se hallaba tan conmovido ytan impaciente que, sin precauciónalguna, salió detrás de mí. Le entregué eldinero. La escalera estaba oscura y nopude ver su rostro; pero noté cómotemblaba al tomar el dinero. Casi perdíel conocimiento y no me movía. Al cabome rehíce cuando pretendió que subierapor su sombrero.

No quería volver a casa.—Padre, ¿no subirás conmigo? —

pregunté con voz entrecortada,constituyendo mi última esperanza que

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él me defendiese.—No… Ve tú sola… ¡Espera,

espera!… —exclamó—. Pronto te haréun regalo… Sube antes y tráeme aquí misombrero.

Fue como si una mano helada meoprimiera el corazón. Exhalé un grito ysubí corriendo. Cuando entré en elcuarto estaba pálida como una muerta, ysi hubiese pretendido decir que mehabían quitado el dinero, mamá no lohabría creído. Pero era incapaz depronunciar una sola palabra. En elparoxismo de mi desesperación me echésobre la cama de mamá y oculté elrostro entre las manos. Un minuto

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después, la puerta rechinó suavemente.Entró mi padre. Volvía a buscar su

sombrero.—¿Dónde está el dinero? —exclamó

de pronto mamá, adivinando que algoextraordinario acababa de pasar—.¿Dónde está el dinero?… Habla, hablapronto…

Me separó de la cama y me trajo enmedio de la habitación.

Yo callaba, con los ojos bajos.Apenas me daba cuenta de lo que meocurría y de lo que habían hechoconmigo.

—¿Dónde está el dinero? —preguntó de nuevo mi madre, soltándome

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y volviéndose bruscamente hacia mipadre, que cogía su sombrero—. ¿Dóndeestá el dinero? —repitió—. ¡Ah!… Telo ha dado a ti… ¡Bribón, asesino!…¿Conque quieres perder a esta niña?¡No, no te irás como si tal cosa!…

Súbitamente, se abalanzó hacia lapuerta, la cerró y se echó la llave en elbolsillo.

—¡Habla! Confiésalo —me dijo convoz turbada por la emoción—.Confiésalo ¡Habla; habla pronto, o!…¡No sé lo que te haría!

Me había cogido de la mano y me laretorcía al interrogarme.

Por un momento, me propuse

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callarme, no decir una palabra acerca depapá; pero, tímidamente, por última vez,levanté los ojos hacia él. Una miradasuya, una frase, algo que esperaba, queimploraba, y me hubiese consideradodichosa, a pesar de los sufrimientos, detodas las torturas… Pero ¡Dios mío!…Con un gesto frío y amenazador meordenó que callara, como si en aquelmomento pudiera atemorizarme ante otraamenaza. Se oprimió mi garganta, mirespiración se detuvo, mis piernas sedoblaron…

Perdí el conocimiento y caí al suelo.Mi ataque nervioso de la víspera se

reproducía.

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Volví en mi cuando llamaron deimproviso a la puerta de nuestroaposento. Mamá fue a abrir y distinguí aun hombre dé librea que, al entrar en laestancia, paseó una mirada de asombropor todos nosotros y preguntó por elmúsico Efimov. Mi padre se adelantó.El criado le tendió un sobre, diciendoque iba de parte de B…, quien, en aquelmomento, se encontraba en casa delpríncipe. El sobre contenía una entradapara el concierto.

La aparición del criado, vestido conlujosa librea, que pronunciaba elnombre de su amo el príncipe, el cual leenviaba expresamente a casa del pobre

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músico Efimov, produjo por un momentouna gran impresión en mamá. Ya hedicho al comienzo de mi relato, alhablar de su carácter, que la pobre mujeramaba mucho a mi padre. Y entonces, apesar de los ocho años de angustia ysufrimientos continuos, su corazón nohabía cambiado. ¿Podía amarle aún?…¡Quién sabe!… Acaso entreviera en unrelámpago cierto cambio de su suerte…La sombra misma de una esperanzapodía obrar sobre ella… ¡Quién sabe!…Acaso ella también se hallabacontaminada por la confianzainquebrantable de su loco esposo… Eraimposible, en verdad, que esta confianza

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no ejerciese alguna influencia sobreella, débil mujer… Y en un instantepodía hacer mil suposiciones acerca dela intención del príncipe… En aquelmomento estaba dispuesta de nuevo avolverse hacia su marido, aperdonárselo todo, incluso su últimocrimen —la corrupción de su única hija—, y en un acceso de entusiasmo yesperanza, a ver en aquel crimen unasimple falta, una falta de carácter debidaa su miseria, a su vida repugnante, a susituación desesperada… Estabatotalmente entusiasmada, y ahora semostraba dispuesta al perdón y a lapiedad infinita para su desdichado

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esposo. Mi padre comenzaba a agitarse.Él también se sentía conmovido por laatención del príncipe y de B… Cambióalgunas palabras en voz baja con mamáy salió. Dos minutos más tarde, mimadre volvió, tras de haber ido acambiar el dinero, y entregó un rublo alcriado, que desapareció saludando muycortésmente. Luego, mamá, que habíasalido otra vez un instante, volvió conuna plancha, sacó la mejor camisa de sumarido y empezó a plancharla. Le pusouna corbata blanca que tenía guardada,por casualidad, en el armario, así comotambién el traje negro —muy usado, porcierto— que se había hecho al ingresar

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en la orquesta del teatro. Cuandoterminó de arreglarse, mi padre cogió susombrero, y antes de salir, pidió un vasode agua. Estaba pálido y fatigado y sesentó en una silla. Yo fui la que le dio elagua. Acaso un sentimiento hostil seapoderó de nuevo del corazón de mamáy paralizó su primer movimiento.

Mi padre salió. Nosotras nosquedamos solas. Yo me oculté en unrincón, y durante mucho tiempopermanecí en silencio, contemplando amamá. Nunca la había visto tanemocionada. Temblaban sus labios, suspálidas mejillas se coloreaban de prontopor momentos, todos sus miembros se

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estremecían… Por fin, su angustiaterminó deshaciéndose enlamentaciones, murmullos y sollozos…

—Sí; soy yo; yo soy culpable detodo… ¡Desgraciada! —decía—. ¿Quéserá de ella?… ¿Qué será de ellacuando yo muera?

Se detuvo en medio de la habitación,como herida por un rayo ante aquellasombría idea.

—Niétochka, hija mía, ¡pobrecita,desdichada niña! —exclamó,cogiéndome de las manos y besándome—. ¿Qué será de ti cuando yo no puedaeducarte ni cuidarte?… Ahí… No mecomprendes… ¿Comprendes?… ¿Te

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acordarás de lo que te digo ahora?…Niétochka, ¿te acordarás?…

—Sí, sí, mamá —asentí, cruzandolas manos.

Durante mucho tiempo me retuvofuertemente estrechada en sus brazos,como si sintiera miedo ante la idea desepararse de mí. Se me desgarraba elcorazón.

—¡Madrecita, mamá! —murmurésollozando—. ¿Por qué… por qué noquieres a papá?…

Los sollozos me impidieroncontinuar hablando… Un grito se escapóde su pecho. Después, terriblementeangustiada, comenzó de nuevo a

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pasearse por la estancia.—¡Pobre, pobrecita mía!… Ni

siquiera me había dado cuenta de quecrecía… ¡Lo sabe, lo sabe todo! ¡Diosmío!… ¡Qué impresión!… ¡Quéejemplo!…

Y tornaba a retorcerse las manosdesesperadamente… Después se acercóa mí y me abrazó con pasión… Mebesaba las manos, las mojaba con suslágrimas y me suplicaba que laperdonara… Nunca he presenciado unsufrimiento semejante… Pareciótranquilizarse. Transcurrió así una hora.Luego se levantó fatigada, destrozada, yme dijo que fuese a acostarme. Me

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trasladé a mi rincón y me envolví en lamanta, sin poder dormirme. La idea deella y de mi padre me atormentaba.Impaciente, esperaba que mi madreviniese hacia mí.

Ante el recuerdo de lo que habíapasado, me invadía el terror.

Media hora después, mi madre cogióla vela y se acercó a mí para ver sidormía. Por tranquilizarla, cerré losojos y fingí dormir. Luego, de puntillas,mi madre fue hacia el armario, lo abrióy llenó un vaso de vino. Se lo bebió y seacostó, dejando la vela encendidaencima de la mesa y la puerta abierta,como hacía siempre, cuando mi padre

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iba a volver tarde. Yo permanecíaacostada y en un estado casi deinconsciencia; mas no dormía. Apenascerraba los ojos, me asaltaban terriblesvisiones. Mi angustia aumentaba cadavez más. Quería gritar, aunque mi voz seahogaba en la garganta. Era ya muytarde, cuando vi que se abría la puerta.No sé cuánto tiempo transcurrió; perocuando abrí los ojos por completo, vi ami padre. Estaba sentado en una silla,junto a la puerta, y parecía reflexionar.Un silencio de muerte reinaba en lahabitación. La vela, casi consumida,iluminaba tristemente nuestro aposento.

Estuve mirando durante largo rato, y

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mi padre no se movía de su sitio.Continuaba sentado, inmóvil, con lacabeza baja y las manos apoyadas sobrelas rodillas.

Varias veces quise llamarle, sin quelos sonidos salieran de mi garganta. Porfin, de pronto, se movió, irguió lacabeza y se levantó de la silla. Continuóde pie en medio de la pieza, durantealgunos minutos, como si meditase antesde tomar una decisión. Luego,resueltamente, se acercó a la cama demamá y estuvo escuchando. Después,convencido de que dormía, se dirigióhacia el cofre donde guardaba el violín.Abrió el cofre, sacó la caja negra que

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encerraba el violín y la colocó sobre lamesa. Miró de nuevo alrededor. Sumirada era turbia y vaga. Yo no habíavisto nunca en él una miradasemejante…

Cogió el violín y lo volvió a dejarinmediatamente. Fue a cerrar la puerta.Luego, habiendo observado que elarmario estaba abierto, se aproximódespacio, vio el vaso y la botella, seechó vino y bebió. Entonces, por terceravez, cogió el violín; pero volvió adejarlo y se acercó al lecho de mamá.Temblando de miedo, esperé.

Escuchó durante algún tiempo.Luego, rápidamente, apartó la manta que

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ocultaba el rostro de mi madre ycomenzó a palpar con la mano. Meestremecí. Se inclinó, una vez más y casiapoyó su cabeza en la cara de mamá.Cuando se irguió por última vez, unaespecie de sonrisa pasó por susemblante extraordinariamente pálido.Volvió a colocar suave ycuidadosamente la manta del lechosobre mamá, envolviéndole la cabeza ylas piernas… Comencé a temblar, presade un terror incomprensible. Temía pormamá, temía por su sueño profundo ycon inquietud contemplaba la líneainmóvil que dibujaba su cuerpo bajo lamanta. Una terrible idea atravesó mi

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espíritu como un rayo.Terminados todos aquellos

preparativos, mi padre se dirigió aúnhacia el armario y se bebió el resto delvino. Temblaba todo su cuerpo alacercarse a la mesa. Se hallaba tanpálido, que me parecía desconocido.Cogió de nuevo su violín. Yo había vistoantes aquel violín y sabía lo que era;pero entonces esperaba algo terrible,asombroso, maravilloso, y me estremecíal escuchar las primeras notas. Mi padrecomenzaba a tocar. Pero las notas seprecipitaban. A cada instante se deteníaél, como si tratara de recordar algo. Porúltimo, adoptando una actitud

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desgarradora y dolorosa, dejó su arco ymiró hacia el lecho de una maneraextraña. Algo había allí que no cesabade inquietarle. Se aproximó de nuevo allecho… Yo no perdía uno solo déaquellos movimientos, y presa de unsentimiento atroz, los seguía con lamirada.

De pronto, presurosas, sus manosempezaron a buscar algo, y nuevamentela idea terrible me traspasó como unrayo. Me pregunté: «¿Por qué duermetanto mamá? ¿Por qué no se despiertacuando él le toca el rostro?». Por últimovi que recogía todo lo que encontraba enel ropero. Cogió el mantón de mamá, su

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chaqueta vieja, su bata de casa y hasta elvestido que yo me había quitado alacostarme, y puso todo aquello encimade mamá, envolviéndola así casi porcompleto en un montón de ropa. Ellacontinuaba quieta, sin mover una solaparte de su cuerpo. Dormía con un sueñoprofundo…

Cuando hubo terminado su trabajo,respiró él más libremente; nada leestorbaba ya. No obstante, algo leinquietaba aún. Quitó la bujía y sevolvió hacia la puerta a fin de no versiquiera el lecho. Entonces cogió elviolín y con un gesto desesperadoblandió el arco.

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Comenzó la música. Pero aquello noera música… Lo recuerdo todo con unaclaridad particular. Recuerdo cuanto enaquel instante embargó mi atención…No; aquello no era música, tal y como hetenido ocasión de oírla más tarde. Aquelsonido no era el de un violín; diríaseque era el de una voz terrible queaullaba en nuestro sombrío aposento…

No sé si por obra de mis sentidos ode sentimientos enfermizos y anormalesque se conmovían ante los hechos de queeran testigos; pero estoy firmementeconvencida de que ola gemidos, gritoshumanos y sollozos. Una terribledesesperación brotaba de aquellos

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sonidos, y cuando, por fin, estalló elhorrible acorde final, me pareció que seunía en un solo conjunto cuánto hay demás espantoso en los sufrimientos: laangustia y la agonía.

No podía más. Temblaba. Laslágrimas se escapaban de mis ojos, ycon un grito loco, desesperado, me lancéhacia mi padre y lo estreché entre misbrazos. Él exhaló un grito y abandonó elviolín.

Durante un momento se le creeríadesorientado. Al cabo, sus ojos sedirigieron hacia todas partes. Parecíabuscar algo. De pronto, cogió el violín ylo agitó sobre mi cabeza… Un instante

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más, y tal vez me habría matado.—¡Padre! ¡Padrecito! —exclamé.Al oír mi voz empezó a temblar

como una hoja y retrocedió dos pasos.—¡Ah, ahí! ¡Todavía estás ahí!

¿Entonces no ha terminado todo?…Entonces te has quedado conmigo… —notó, alzándome por los hombros.

—¡Padre! —exclamé de nuevo—.No me horrorices, te lo suplico. ¡Tengomiedo! ¡Ahí!…

Me deshice, en lágrimas. Me dejósuavemente sobre el suelo, y durante unmomento me contempló en silencio,como si tratara de reconocerme y derecordar algo. Por último, de pronto,

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pareció trastornado, como herido por unpensamiento terrible. Las lágrimasbrotaron de sus ojos extraviados. Seinclinó hacia mí y comenzó a contemplarcon atención mi cara.

—Padrecito —le dije, temblando demiedo—, no me mires así. Vámonos deaquí cuanto antes. ¡Vámonos, vámonos!…

—Sí, sí; vámonos. Todavía estiempo. ¡Vámonos, Niétochka; pronto,pronto!…

Y tornó a agitarse, como sicomprendiera entonces lo que debíahacer. Miraba rápidamente alrededor, ydescubriendo sobre el pavimento el

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mantoncillo de mamá, le recogió y se loguardó en el bolsillo. Después vio ungorro, que recogió y ocultó también,como si se preparara a hacer un largoviaje y quisiera llevarse todo lo quepudiese necesitar. En un abrir y cerrarde ojos, me puse el vestido, y yotambién, presurosa, empecé aapoderarme de cuanto considerabanecesario para el viaje.

—¿Está todo? —preguntó mi padre—. ¿Todo está dispuesto?… ¡Pronto,pronto!…

De prisa hice un lío, me eché unpañuelo a la cabeza, y ya íbamos a salir,cuando me acordé de pronto de que

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debíamos llevamos también el cuadroclavado en la pared. Mi padre fue de lamisma opinión. Entonces se mostrabaamable, hablaba en voz baja y selimitaba a apremiarme. El cuadro estabamuy alto. Entre los dos acercamos unasilla, sobre la cual colocamos unabanqueta, y por fin, tras de grandesesfuerzos, descolgamos el cuadro. Todoestaba dispuesto ya para nuestro viaje.Me tomó de la mano, y ya íbamos asalir, cuando, bruscamente, mi padre sedetuvo. Durante algún tiempo se estuvopasando la mano por la frente, comopara reflexionar acerca de lo quedebíamos hacer. A la postre, pareció

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haber encontrado lo que buscaba. Tomólas llaves que había bajo la almohada demamá, y en seguida se dedicó a buscaralgo en la cómoda. Luego volvió junto amí, y me entregó algún dinero suelto quehabía encontrado en el cajón.

—Toma, toma esto, y guárdalo bien—murmuró—. No lo pierdas; tencuidado.

Primero me puso el dinero en lamano; luego lo deslizó en mi corpiño.Recuerdo que me estremecí cuandoaquel dinero tocó mi cuerpo, y creo quesolo a partir de tal momento, comprendílo que aquel dinero significaba…

Estábamos ya dispuestos; pero de

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pronto mi padre me detuvo aún.—Niétochka —me dijo, como si

hiciera un esfuerzo por concentrar susideas—, hija mía, he olvidado… ¿Qué?… ¿Qué más?… No me acuerdo… Sí,sí; ya sé… Ven acá, Niétochka…

Me condujo al rincón donde estabael icono y me hizo ponerme de rodillas.

—Reza, reza, hija mía… Serámejor… Sí; verdaderamente, será mejor—repuso, señalando a la santa imagen ymirándome de un modo extraño—. Reza,reza… —añadió con voz suplicante.

Me arrodillé, crucé las manos, yllena de espanto y desesperación, meincliné sobre el suelo. Permanecí así

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durante algunos minutos como muerta.Orienté todas mis ideas y todos missentimientos hacia la oración; pero elmiedo la interrumpía… Me levantétorturada por la angustia. No quería yaseguirle. Le tenía miedo. Queríaquedarme. A la postre, se escapó de mipecho lo que me atormentaba.

—Padre —dije, deshaciéndome enlágrimas—. ¿Y mamá? ¿Qué hacemamá? ¿Dónde está? ¿Dónde estámamá?

No pude pronunciar una palabramás, y me anegué en llanto. Él, tambiéncon las lágrimas en los ojos, me miraba.Por fin me cogió la mano, me condujo

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junto al lecho, quitó el montón de ropa yseparó la manta. ¡Dios mío! Estabamuerta, ya fría y amoratada… Casi sinconocimiento, me arrojé sobre elcadáver de mi madre y la abracé.

Mi padre me hizo ponerme derodillas.

—Salúdala, hija mía; dile adiós —recomendó.

Me incliné. Mi padre salió conmigo.Estaba horriblemente pálido. Sus labiosse movían y pronunciaban algunaspalabras.

—No he sido yo, Niétochka; no hesido yo —me previno, señalando alcadáver con mano temblorosa—. ¿Oyes?

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No he sido yo. Yo no soy culpable deesto. Acuérdate, Niétochka.

—Papá, vamos… Aún es hora —murmuré, llena de miedo.

—Sí; hace mucho tiempo queconvenía partir.

Y cogiéndome del brazo, anduvoresueltamente hacia la puerta.

—¡Ea! Ahora en marcha Gracias aDios, todo ha terminado.

Bajamos la escalera. El portero,medio dormido, nos abrió la puerta de lacalle y nos lanzó una miradasospechosa. Mi padre, como si temiesealguna pregunta suya, salió el primero,casi corriendo, de suerte que me costó

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trabajo alcanzarle. Atravesamos nuestracalle y salimos al malecón del canal.Durante la noche había nevado y aúnnevaba a grandes copos. Hacía frío.Estaba transida hasta los huesos. Corríadetrás de mi padre colgada al faldón desu chaqueta. Él llevaba su violín debajodel brazo y a cada instante se deteníapara asegurar bien la caja.

Caminamos así durante cerca de uncuarto de hora. Por último, él seadelantó hasta el canal y se sentó en elúltimo borde, a dos pasos del agua. Nose veía un alma en nuestro derredor.¡Dios como lo recuerdo, como si seprodujera hoy mismo, la terrible

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sensación que súbitamente se apoderóde mi!… ¡Por fin, cuanto yo habíasoñado durante todo un año, serealizaba! Habíamos abandonadonuestro miserable aposento… Pero ¿eraaquello lo que yo había soñado? ¿Eraaquello lo que había creado miimaginación infantil cuando pensaba enla dicha de lo que amaba tan a fondo?…En aquel momento me sentíaprincipalmente atormentada por la ideade mamá.

—¿Por qué la hemos dejado sola?—pensaba—. ¿Por qué hemosabandonado su cuerpo como un objetoinútil?…

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Recuerdo que esta idea meatormentaba sobre todo.

—Padre —insinué, no sintiéndomeya con fuerzas para contenerme—,padrecito…

—¿Qué?—Padre, ¿por qué hemos

abandonado allí a mamá? —pregunté,llorando—. Padre, volvamos a casa yllamemos a alguien que acuda en nuestrosocorro…

—Sí, sí —aprobó de súbito,levantándose del borde, como si unaidea nueva le acudiera al cerebro: unaidea que resolviese todas susincertidumbres—. Sí, Niétochka; no se

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la puede dejar así. Hay que volver juntoa mamá… ¡Allí tiene frío!… Ve a sucasa, Niétochka… Ve… Queda unabujía… No está oscuro… No tengasmiedo… Procura que alguien acudajunto a ella… Después, vendrás aencontrarme… Vendrás sola; aquí teesperaré. No me iré sin ti…

Partí inmediatamente; pero apenassubí a la acera, cuando, de pronto, no séqué sentimiento conmovió mi corazón…Me volví y vi que ya iba lejos de mí,dejándome sola, abandonándome en tanimportante momento. Grité con todasmis fuerzas, y sobrecogida de espanto,eché a correr para alcanzarle. Me

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ahogaba. Corría cada vez más de prisa,y ya le perdía de vista. En el camino,encontré su sombrero, que había dejadocaer. Lo recogí y continué mi carrera.Me faltaba la respiración; mis piernas sedebilitaban. Me sentía juguete de algohorrible. Me parecía que todo aquellono era sino un sueño, y por momentosexperimentaba la misma sensación queal soñar, cuando me veía huyendo dealguien y cedían mis piernas bajo micuerpo, alcanzándoseme en cuanto yocaía sin conocimiento. Esta sensaciónespantosa me desgarraba el alma. Teníalástima de él; mi corazón sufría al verlesin capa ni sombrero huir de mí, su

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amada hija… Solo quería alcanzarlepara abrazarle una vez más muy fuerte ydecirle que no me tuviera miedo, paratranquilizarle, para asegurarle que nocorrería detrás de él si no quería, y queme iría sola a casa de mamá.

Por fin, le vi volver una esquina.Volví yo también en la misma dirección.Le distinguí aún delante de mí… Peroallí, mis fuerzas me abandonaron…Rompí a llorar y a gritar…

Recuerdo que, mientras corría,tropecé con dos transeúntes que sedetuvieron en medio de la acera y memiraron con asombro.

—¡Padre, padrecito! —grité por

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última vez.De pronto, resbalé en la acera y caí.

Noté que mi rostro se cubría de sangre.Un momento después, perdí elconocimiento…

Cuando volví en mí, me encontré enun lecho tibio y mullido y vi alrededormío rostros afables y afectuosos que semostraban satisfechos de mi sueño. Vi auna señora anciana con unos lentessobre la nariz y a un señor de elevadaestatura que me miraba con profundaconmiseración; después, a una jovenmuy bella, y en fin, a un señor viejo, queme tenía cogida de la mano ycontemplaba su reloj.

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Acababa de despertar a una nuevavida.

Uno de los transeúntes que habíaencontrado durante mi huida era elpríncipe X…, y precisamente delante desu hotel fue donde caí. Cuando, tras delargas averiguaciones, se supo quién erayo, el príncipe, que había enviado a mipadre la entrada para el concierto deS…, conmovido ante tan extrañacoincidencia, decidió recogerme en sucasa y educarme con sus hijos. Sehicieron gestiones para averiguar lo quehabía sido de mi padre. Se supo que lehabían detenido fuera de la ciudad,presa de un acceso de locura furiosa. Se

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le condujo al hospital, donde murió dosdías más tarde.

Una muerte semejante era laconsecuencia obligada y natural de todasu vida. Debía morir así, cuando todo loque le sustentaba en la vida desaparecíade un golpe como una visión, como unsueño vacío. Murió después de haberperdido su última esperanza, después dehaber tenido la visión clara de todo loque había encauzado y sostenido suvida. La verdad le cegó con suresplandor insoportable, y cuanto eramentira apareció como tal en sí mismo.Durante la última hora de su vida oyó aun genio maravilloso que le relató su

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propia existencia y la condenó parasiempre. Con el último acorde que sonóen el violín del genial S…, habíaaparecido ante sus ojos el misterio delarte, y el genio, eternamente joven,potente y verdadero, le había aplastadocon su certeza. Parecía que todo lo quele había atormentado durante su vida consufrimientos misteriosos e indecibles,todo lo que no había visto aquel día sinoen un sueño, lo que rehuía con horror ylo que se ocultaba con la mentira de suvida, lo que presentía y temía, todoaquello, de un golpe, brillaba ante susojos obstinados que no queríanreconocer cómo la luz es luz y las

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tinieblas son tinieblas. La verdad sehacía intolerable para aquellos ojos queveían claro por primera vez. La verdadle cegó y destruyó su razón.

Le hirió bruscamente, como el rayo.De pronto, se realizaba lo que él habíaestado esperando toda su vida con unestremecimiento de terror. Parecía que alo largo de su existencia habíapermanecido suspendida un hacha sobresu cabeza, que a lo largo de suexistencia había aguardado hasta aquelinstante, entre sufrimientos increíbles,dispuesto a que el hacha le golpeara.Por fin, le había golpeado. El golpe fuemortal. Quería huir; pero no sabía hacia

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dónde dirigirse. La última esperanza sehabía desvanecido; se destruyó el últimopretexto: el de que la vida había sidopara él una carga durante muchos años,el de que la muerte, puesto que él locreía en su ceguera, debía conducirle asu resurrección. Ella había muerto. Alcabo estaba solo; nada le estorbaba ya.¡Al cabo era libre!… Por última vez, enun acceso de desesperación, habíaquerido juzgarse a sí mismo, condenarsedespiadadamente, como un juezequitativo; pero su arco había sidodébil, y solo débilmente había podidorepetir la última frase musical del genio.En aquel momento la locura, que le

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acechaba desde hacía diez años, lehabía atacado irremisiblemente…

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MCAPÍTULO IV

e restablecía despacio, y cuandoabandoné en definitiva el lecho,

mi razón seguía aún presa de unaespecie de torpeza que, por muchotiempo, me impidió comprender lo queme había pasado. En ciertos momentosme parecía que soñaba, y recuerdo quedeseaba, en efecto, que cuanto me habíasucedido no fuese más que un sueño. Porla noche, al dormirme, esperaba que medespertara de nuevo, súbitamente, ennuestra pobre habitación y vería a mispadres. Pero, por fin, la razón

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reapareció poco a poco, y comprendíque me había quedado sola porcompleto y que vivía en una casaextraña. Entonces fue cuando sentí porprimera vez que era huérfana…

Comencé por examinar ávidamentecuanto me rodeaba y era tan nuevo paramí. Al principio todo me parecióextraño y maravilloso. Todo memolestaba: las nuevas personas y lasnuevas costumbres. Las habitaciones delantiguo hotel del príncipe, que meparece estar viendo aún, eran grandes,altas y lujosas, si bien tan sombrías yoscuras, que recuerdo haber sentidomiedo muy en serio al aventurarme por

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un amplio salón, donde creía quellegaría a perderme. Mi dolencia nohabía terminado en realidad, y misimpresiones eran sombrías y penosas,adecuadas a aquella morada solemne ytaciturna. Además, una angustia, todavíaimprecisa para mí, aumentaba cada vezmás en mi joven razón. Asombrada, medetenía delante de un cuadro, de unespejo, de una chimenea labrada aconciencia o de una estatua que parecíaescondida adrede en una hornacinaprofunda con objeto de observarmemejor y horrorizarme… Me detenía;luego olvidaba de pronto por qué mehabía detenido, lo que deseaba y en qué

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pensaba; y cuando volvía a recordarlo,el temor y la turbación me invadían denuevo y mi corazón comenzaba a latircon fuerza.

De todas las personas que llegaban averme cuando yo estaba enferma en ellecho, me impresionó, sobre todo, elviejo doctor, por su semblante dehombre ya de bastante edad, serio ybueno, que me miraba con unacompasión profunda. Me agradaba surostro más que los de los otros. Hubieraquerido hablarle, pero no me atreví aello. Estaba siempre muy triste, hablabamuy poco, empleando frases muy cortas,y jamás aparecía en sus labios la

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sonrisa. El mismo príncipe X… fuequien me encontró y me recogió en sucasa.

Cuando empecé a restablecerme, susvisitas se hicieron cada vez menosfrecuentes. Por fin, la última vez que fuea verme me llevó bombones y un librocon estampas; luego me besó, hizo sobremí el signo de la cruz y me preguntó siestaba ya más contenta. Para consolarmeañadió que muy pronto tendría unacompañera, una chiquilla de mi edad, suhija Catalina, que entonces seencontraba en Moscú. Después de deciralgunas palabras a una francesa yamayor —la institutriz de sus hijos— y a

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una mujer joven que me cuidaba, merecomendó a ellas. Luego estuve tressemanas sin verle.

El príncipe vivía en su casacompletamente aparte. La princesaocupaba la mayor parte del hotel.También ella permanecía durantesemanas enteras sin ver al príncipe. Másadelante, observé que ella misma ytodos los familiares hablaban muy pocodel príncipe, como si no estuviese allí.Todos le respetaban, y hasta, cuando leveían, demostraban quererle; sinembargo, le consideraban hombreextraño y raro. Lo parecía, en realidad,y él mismo se daba cuenta de que no era

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como todo el mundo; por eso procurabamostrarse lo más de tarde en tardeposible… Páginas adelante, tendréocasión de hablar de él al detalle.

Una mañana me dieron ropa muyblanca y muy fina, me vistieron un trajede lanilla negra adornado de gasablanca, que miré con un triste asombro,y me hicieron bajar al aposento de laprincesa.

Cuando entré allí, me detuve comoaturdida. No había visto nunca tantariqueza, tamaña magnificencia. Peroaquella impresión duró poco, y me pusepálida al escuchar la voz de la princesa,que ordenaba conducirme a su lado.

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Mientras me vestían, yo había pensado—Dios sabe por qué tuve semejantepensamiento— que me preparaban algoque me haría sufrir.

En general, había entrado en minueva vida con una desconfianza extrañahacia cuanto me rodeaba. Pero laprincesa se mostró muy afable conmigoy me besó. Yo me atreví a mirarla. Erala misma señora que había visto cuandorecobré el conocimiento, después de misíncope. Temblé toda al besarle la mano,y no me sentía con fuerzas pararesponder a sus preguntas. Me pidió queme sentara junto a ella en un taburetebajo. Aquel sitio parecía preparado para

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mí. Se veía que la princesa pretendíasolo quererme con toda su alma,colmarme de caricias y reemplazar a mimadre; mas yo no podía comprender, deningún modo, que aquella era una suertefeliz para mí y apenas despertó en miinterés.

Me dieron un libro con estampasmuy bonito, diciéndome que las mirase.La princesa estaba escribiendo unacarta. De cuando en cuando dejaba supluma y se ponía a hablar conmigo; peroyo me turbaba y no podía responder. Enuna palabra, aunque mi historia eraextraordinaria, aunque la fatalidad ydiferentes influencias misteriosas

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desempeñaban en ella un gran papel, yen general estaba llena de cosasinteresantes, inexplicables, hastafantásticas, yo, personalmente, contrariapor completo a aquella aparienciamelodramática, parecía una niña muyvulgar, tímida y tonta inclusive.

Esto era precisamente lo que másdisgustaba a la princesa, y me parecióque inmediatamente se cansó de mí, delo cual solo yo tenía la culpa.

A las tres o cosa así, comenzaron lasvisitas. La princesa se tornó de súbitomás atenta, más cariñosa conmigo. A laspreguntas de los visitantes, respecto ami respondía que tenía una historia en

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extremo interesante, y empezaba arelatarla en francés. Mientras ellahablaba, me miraban, movían la cabezay lanzaban exclamaciones. Un hombrejoven dirigió hacia mi sus anteojos; unviejecillo, con el pelo muy blanco y muyperfumado, quiso besarme… Yopalidecía y enrojecía alternativamente.Permanecía sentada, con los ojos bajos,temiendo hacer cualquier movimiento,temblándome todo el cuerpo. Micorazón sufría. Me transporté con elpensamiento a nuestro desván. Meacordé de mi padre, de nuestras largasveladas taciturnas, de mamá, y ante elrecuerdo de mamá, las lágrimas

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acudieron a mis ojos, se me oprimió lagarganta y deseé huir, desaparecer,quedarme sola…

Cuando terminaron las visitas, elrostro de la princesa se hizo más duro.Entonces me miraba más severamente, ylo que sobre todo me horrorizaba eransus ojos negros, penetrantes, quepermanecían fijos en mí a veces duranteun cuarto de hora, y sus delgados labiosmuy apretados.

Por la noche me condujeron a laparte alta del edificio. Me dormí confiebre. A medianoche me despertéllorando a causa de las pesadillas. Porla mañana se repitió la misma

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ceremonia: me condujeron de nuevo apresencia de la princesa. Por último,dejó de contar mis aventuras a susvisitantes y estos de escucharlas.Además, yo era una niña muy ordinaria,sin ingenuidad alguna, según expresiónde la princesa al hablar a una señora deedad, que le preguntó si se aburríaconmigo; de suerte que, una noche, mecondujeron al piso más alto y ya no bajémás a presencia de la princesa. Asíterminó mi período de valimiento. Porotra parte, tenía permiso para ir adondequisiera, y como no podía sostenerme enpie a causa de mi profunda angustia, meconsideraba muy satisfecha al aislarme

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de todos en las amplias salas.Recuerdo que sentía un vivo deseo

de hablar con los familiares de la casa;pero temía mucho contrariarles yprefería quedarme sola. Mi pasatiempofavorito consistía en ocultarme encualquier rincón donde nadie me viese odetrás de un mueble cualquiera y allírememorar lo que me había pasado ypensar. Pero —cosa extraña— parecíaolvidar lo último que había ocurrido encasa de mis padres y aquella terriblehistoria. Por delante de mí pasaban losrostros y los hechos y todo lo evocaba:la última noche, el violín y mi padre.Recordaba cómo le había procurado el

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dinero, pero no podía reflexionar acercade estos acontecimientos y analizarlos.Solo se oprimía mi corazón alacordarme de ellos. Llegaba al momentoen que recé por mi madre muerta y unescalofrío recorría todos mis miembros.Temblaba, exhalaba un leve grito, mirespiración se tornaba fuerte, ysobrecogida de espanto, abandonaba mirincón.

Por otra parte, no era exacto que seme dejara sola; se me vigilaba sin cesary con mucho celo, ejecutandopuntualmente todas las instrucciones delpríncipe, quien había ordenado se meotorgara completa libertad y no se me

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contrariara en nada, pero que no meperdieran de vista ni un solo instante.Observé que, de cuando en cuando,alguno de los familiares o domésticosdirigía una mirada a la habitación dondeyo me encontraba y se marchabadespués, sin decirme una palabra. Yo mequedaba muy asombrada y un pocoinquieta ante semejante atención. Nopodía comprender por qué se hacíaaquello. Me parecía que se me acechabacon algún fin, que tenían la intención dehacer algo conmigo más adelante.

Buscaba siempre el rincón másapartado con el fin de poder ocultarmeallí en caso de considerarlo necesario.

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Una vez salí por la escalera principal.Era toda de mármol, amplia, cubiertacon una alfombra y adornada de plantasy hermosos jarrones. En cada rellanoestaban sentados, en silencio, doshombres de elevada estatura, vestidosde una manera extraña, enguantados ycon corbata azul. Los miré, asombrada,no pudiendo comprender por quéestaban allí y por qué callaban.Mirábanse uno a otro sin hacer nada…

Aquellos paseos solitarios meagradaban de un modo progresivo.Además, existía otra razón por la cualhuía de mi aposento. Arriba vivía laanciana tía del príncipe, y apenas

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abandonaba sus habitaciones. Elrecuerdo de aquella vieja está grabadoclaramente en mi memoria. Era quizá elpersonaje más importante de la casa. Ensus relaciones con ella, todosobservaban una etiqueta severa, y laprincesa misma, cuya mirada resultabasiempre tan soberbia y tan altiva, teníaque subir dos veces a la semana, en díasfijos, a visitar a su tía. De ordinario,acudía por la mañana y entablaba unaconversación banal, interrumpida amenudo por silencios imponentes,durante los cuales la vieja murmurabaalgunas plegarias o desgranaba unrosario. La visita no acababa hasta que

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lo deseaba la tía. Entonces se levantabay besaba a la princesa en los labios, locual significaba que la visita habíaterminado.

Otras veces, la princesa debíaacudir todos los días para rendirpleitesía a su pariente; pero después, ainstancias de la vieja, seguía un ligerodescanso. Durante los otros cinco díasde la semana, la princesa solo seinformaba, por las mañanas, acerca dela salud de su tía. En general, la viejaprincesa vivía casi recluida. Era soltera.A los treinta y cinco años entró en unconvento, donde pasó diecisiete años,aunque sin profesar. Abandonó el

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convento para acudir a Moscú, a casa desu hermana, la condesa de L…, que sehabía quedado viuda, y cuya salud sealteraba de un año para otro, y parareconciliarse con su segunda hermana, laprincesa X…, con la cual estabaenfadada desde hacía más de veinteaños.

Decían que las tres viejas habíanquerido separarse muchas veces, sinresolverse jamás a ello, pues en elmomento de hacerlo se daban cuenta delo muy necesaria que era cada una deellas a las otras dos para preservarsedel tedio y de las molestias de la vejez.A pesar del poco atractivo de su vida y

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del tedio solemne que reinaba en suhotel de Moscú, toda la alta sociedad secreía obligada a visitar a las tresreclusas. Las consideraban comoguardianes de todas las tradicionesaristocráticas, como la historia viva detoda la aristocracia.

La condesa dejó tras sí variosrecuerdos memorables. Era una mujerexcelente. Las personas que llegaban dePetersburgo le reservaban su primeravisita. El que era recibido en su casapodía serlo en todas partes. Pero murióla condesa, y las otras dos hermanas sesepararon. La mayor, la princesa X… sequedó en Moscú para recoger su parte

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de la herencia, pues la condesa habíamuerto sin dejar hijos. La menor —laque había estado en el convento— fue avivir a Petersburgo, a casa de susobrino, el príncipe X…

En cambio, los dos hijos delpríncipe —una hija, Catalina, y un hijo,Alejandro— se quedaron en Moscú, encasa de su abuela, para distraerla yconsolarla en su soledad. La princesa,que amaba apasionadamente a sus hijos,no se había atrevido a decir nada alsepararse de ellos por todo el tiempoque durase el luto. Olvidaba decir quetoda la casa del príncipe, cuando fuirecogida en ella, estaba aún de duelo;

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pero ya el plazo tocaba a su fin.La anciana princesa iba toda vestida

de negro, ostentaba un vestido sencillode lana, con un cuellecito blancoplisado, lo cual le daba el aspecto deuna hermana conversa. No abandonabasu rosario nunca. Hacía salidassolemnes para dirigirse a misa,observaba todos los ayunos, recibía lavisita de diferentes eclesiásticos, leíalibros piadosos, y en general, llevabauna vida casi monacal.

Arriba, el silencio era aterrador. Nose toleraba que rechinase una puerta; lavieja poseía el oído de una muchacha dequince años, y enviaba inmediatamente a

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preguntar la causa del ruido, aunque esteruido consistiera en un crujido, y nomás. Todos hablaban en voz baja; todosandaban de puntillas, y la pobrefrancesa, una mujer también de edad, seveía obligada a renunciar a los taconesaltos, a pesar de preferirlos: los taconesestaban prohibidos.

Dos semanas después de miinstalación, la anciana princesa envió atomar informes acerca de mí: quién erayo, cómo me encontraba en la casa,etcétera, etcétera. Muy respetuosamentey en seguida se le dio satisfacción detodo. Entonces envió a la sobrina unsegundo mensaje, preguntándoles por

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qué la princesa no me había visto hastaaquel día.

Al punto se movió un gran revuelo.Me peinaron; me lavaron cara y manos,aunque estaban muy limpias: me dijeroncómo tenía que andar, que debía saludar,mirar más alegre y afablemente,hablar… En una palabra, se mealeccionó para el caso. Luego fueenviada una mensajera por nuestra partepara preguntar si la princesa deseabaver a la huérfana. La respuesta fuenegativa; pero quedé convocada para eldía siguiente, a raíz de la misa. Nodormí durante toda la noche. Me hancontado después que estuve delirando,

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diciendo que había de ir a ver a laprincesa para pedirle perdón…

Por fin, tuvo lugar la presentación.Vi a una viejecita muy delgada, sentadaen un sillón inmenso. Me saludó con unmovimiento de cabeza y se puso susanteojos para examinarme mejor.Recuerdo que no le satisfice porcompleto. Observó que yo estaba enestado completamente salvaje, que nosabía siquiera hacer una reverencia nibesar la mano… Comenzó elinterrogatorio y apenas respondí; perocuando me preguntó por mis padres, meeché a llorar. Esto desagradó a la vieja.Sin embargo, trató de consolarme y me

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recomendó que tuviera confianza enDios. Después me preguntó cuándohabía estado en la iglesia por últimavez. Apenas comprendí su pregunta,pues mi educación había permanecidoabandonada. La anciana princesa seaterró.

Mandaron llamar a la sobrina. Secelebró consejo. Quedó decidido queme condujeran a la iglesia al domingosiguiente, y la anciana princesa prometióentonces rogar por mí; pero dio orden deque me sacaran de allí, pues, segúndecía, le había producido una impresiónmuy lamentable. No había en aquellonada de extraordinario, y hasta debía de

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ser así; se veía que yo le habíadisgustado francamente. El mismo díaenviaron a decir que yo hacía demasiadoruido y que se me oía en toda la casa,aunque había estado durante todo el díasin moverme. Por lo visto, aquella erauna opinión de la vieja; sin embargo, aldía siguiente hicieron la mismaobservación.

Aquel mismo día dejé caer un vaso,que se rompió. La francesa y todas lasdoncellas llegaron al colmo de sudesesperación. Inmediatamente se metrasladó a la pieza más apartada, hastadonde todos me siguieron, presa del másprofundo terror.

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He olvidado cómo terminó aquellahistoria; pero ello es que me consideréfeliz al quedarme sola en los grandessalones, sabiendo que allí no molestaríaa nadie.

Recuerdo que una vez me senté en unsalón del piso bajo, y ocultando mirostro entre mis manos, con la cabezabaja, permanecí así durante no sécuántas horas. Pensaba y pensaba sininterrupción. Mi espíritu no estaba aúnbastante maduro para resolver toda miangustia y algo me oprimía el alma cadavez más. De pronto, una voz dulce mellamó:

—¿Qué tienes, pobrecita?

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Levanté la cabeza. Era el príncipe.Su semblante expresaba una compasiónprofunda y yo le miré con una expresióntan dolorosa, que aparecieron lágrimasen sus grandes ojos azules.

—¡Pobre huérfana! —exclamó,acariciándome la cabeza.

—¡No, no; huérfana, no! ¡No! —protesté.

Los sollozos se escapaban de mipecho y todo mi ser se hallabatrastornado.

Fui hacia él. Le cogí la mano y labesé, y, sollozando, repetí con vozsuplicante:

—¡No, no; huérfana, no!

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—Hija mía, ¿qué tienes?… Queridamía, pobrecita Niétochka, ¿qué tienes?

—¿Dónde está mamá, dónde estámamá? —pregunté entre sollozos, nopudiendo ocultar mi angustia y cayendode rodillas delante de él—. Di, ¿dóndeestá mamá?

—¡Perdóname, hija mía!… ¡Ah,pobrecita mía!… He despertado susrecuerdos… ¿Qué le he hecho?… ¡Vaya;ven conmigo, Niétochka… Vamos!…

Me tomó de la mano y rápidamenteme llevó consigo. Le había conmovidohasta lo más profundo del alma. Por finllegamos a una habitación que no habíavisto nunca. Era una capilla. Caía la

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noche; las luces de las lámparas sereflejaban en los marcos dorados y enlas piedras preciosas de los iconos. Losrostros sombríos de los santos miraban atodas partes. Aquello contribuía a quepareciese la estancia diferente a lasdemás. Todo era tan misterioso, tanoscuro, que me quedé sobrecogida y elespanto embargaba mi corazón. Además,¡me hallaba en una disposición deespíritu tan enfermiza! El príncipe mehizo que me pusiera de rodillas delantede la imagen de la Santa Virgen y secolocó detrás de mí.

—Reza, hija, reza. Recemos ambos—me dijo con voz dulce y entrecortada.

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Pero yo no podía rezar. Estabaatónita, como horrorizada. Recordabalas palabras de mi padre durante laúltima noche, junto al cadáver de mimadre, y sufrí un ataque de nervios. Metrasladaron muy enferma al lecho, y enel período de recaída de mi dolencia mefaltó poco para morir. He aquí cómo:

Una mañana, un nombre que yoconocía llegó a herir mis oídos. Oípronunciar el nombre de S… junto a micama por uno de los familiares. Meestremecí. Me invadieron los recuerdos,y medio recordando, medio soñando,permanecí acostada no sé cuántas horas,presa de un verdadero delirio.

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Cuando me desperté era ya muytarde; mi alcoba estaba a oscuras. Sehabía apagado la lamparilla, y la niñera,que estaba siempre a mi lado, habíadesaparecido. De pronto, llegaron hastamí los sonidos de una música lejana. Amomentos cesaban por completo lossonidos; otras veces se elevaban, cadavez más distintas, como si seaproximaran. No recuerdo qué clase desentimientos me invadió, qué ideaapareció de pronto en mi cerebroenfermo. Me levanté del lecho, y sinsaber cómo tuve fuerzas para ello, mepuse mi vestido de luto y salí a tientasde mi habitación. Ni en el segundo

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cuarto, ni en el siguiente, encontré anadie. Al cabo, me hallé en el corredor.Los sonidos se aproximaban cada vezmás. A la mitad del corredor había unaescalera que conducía al piso de abajo.Por ella descendí a los grandes salones.La escalera aparecía brillantementeiluminada. Abajo andaba alguien. Meoculté en un rincón para no ser vista, ytan pronto como el instante me pareciópropicio, bajé al segundo corredor. Lamúsica procedía del salón contiguo. Allíhacían ruido, hablaban como si sehubieran reunido millares de personas.Una de las puertas del salón que dabanal corredor estaba oculta por una

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enorme cortina doble de terciopelo rojo.Me deslicé entre las dos colgaduras. Micorazón latía tan fuerte, que apenaspodía tenerme en pie. Pero tras dealgunos minutos, dominando por fin miemoción, me atreví a levantar una puntade la segunda cortina.

¡Dios mío!… Aquel enorme salónoscuro, donde tanto había temido entrar,brillaba entonces con millares de luces.Se me antojó hallarme sumergida en unocéano de luz, y mis ojos,acostumbrados a la penumbra, cegaronhasta dolerme. El aire perfumado, comoun cálido soplo, me rozaba la cara. Unamultitud se paseaba de un lado a otro.

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Todos parecían alegres y satisfechos.Las mujeres iban vestidas de claro, muylujosas. Por doquiera encontré miradasencendidas de placer. Estabamaravillada. Me figuré haber visto todoaquello en otra parte, otra vez, en unsueño… Recordé nuestro tugurio, elanochecer, nuestra alta ventana y, abajo,la calle con sus reverberos, las ventanasde la casa de enfrente con sus cortinasrojas, los coches aglomerados junto a laescalinata, los pasos y los resoplidos delos caballos, el ruido, los gritos, lassombras que pasaban por las ventanas yla música lejana, débil…

¡Entonces, allí tenía el paraíso! —

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deduje—. ¡Era allí donde yo quería ircon mi pobre padre!… Luego aquello nohabía sido un sueño… Lo había visto talcomo era en mis alucinaciones, en miimaginación… Esta, excitada por laenfermedad, se iluminaba, y las lágrimasde un entusiasmo inexplicable brotabande mis ojos. Busqué a mi padre. Debede estar aquí; está aquí —pensé—. Y micorazón palpitaba de ansiedad… Lamúsica cesó, y un estremecimientorecorrió toda la sala. Contempléávidamente los rostros que pasaban pordelante de mí. Traté de reconocer aalguien…

De pronto, una sensación

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extraordinaria se manifestó en el salón.Distinguí, sobre el estrado, a un viejodelgado y alto. Su pálido semblantesonreía. Saludaba en todas direcciones.Tenía un violín en sus manos. Se hizo unsilencio profundo, como si todasaquellas personas retuvieran surespiración. Todos esperaban. Requiriósu violín y el arco, y pulsó las cuerdas.La música comenzaba. Sentí como unapunzada en el corazón. Con una angustiaindecible, reprimiendo mi aliento,escuchaba aquellos sonidos. Algoconocido sonaba en mis oídos, algo queme parecía haber escuchado ya. Eracomo el presentimiento de una cosa

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terrible. Las notas del violín se hacíancada vez más fuertes, se deslizaban másrápidas y más agudas; luego fueroncomo un sollozo, como un grito, dirigidohacia toda aquella multitud. Mi corazónrecordaba cada vez más algo conocido;pero se resistía a creer en tal semejanza.Apreté los dientes para no gritar dedolor; me agarré a la cortina para nocaer… A veces, cerraba los ojos y losabría súbitamente, esperando que todofuese un sueño, que iba a despertar en unmomento terrible, conocido…

Todo lo veía como durante el sueñode aquella última noche, y escuchaba losmismos sonidos… Abrí los ojos; quería

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convencerme, y miré, ansiosa, a lamultitud… No; aquellas eran otraspersonas, otros rostros… Suponía quetodos, como yo, esperaban algo; quetodos, como yo, sufrían una angustiaprofunda; que todos querían gritar anteaquellos terribles sollozos para quecesaran y dejaran de torturarles el alma.Pero los gemidos y los sollozos sehacían cada vez más prolongados. Derepente estalló el último grito, terrible,largo, que me conmovió toda…

No cabía duda. ¡Era el mismo grito!Lo reconocía, lo había oído ya, aquellanoche, cuando quebrantó mi alma…¡Padre, padre! Esta idea pasó como un

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relámpago por mi cerebro. ¡Está aquí, esél; me llama con su violín! De todaaquella multitud salió como un gemido,y frenéticos aplausos conmovieron lasala. Un sollozo desesperado, súbito, seescapó de mi pecho. No pude esperarmás, y separando la cortina, meintroduje en el salón.

—¡Padre, padre! ¿Eres tú? ¿Dóndeestás? —grité, fuera de mí.

No sé cómo llegué hasta dondeestaba el anciano. Me dejaban paso, seapartaban de mí… Me arrojé sobre él,lanzando un grito terrible. Creí abrazar ami padre… De improviso noté que mecogían dos largas manos huesudas y me

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levantaban. Unos ojos negros se fijabanen mí y parecían querer abrasarme consu alma. Miré al viejo. No; no era mipadre… ¡Es su asesino! Tal idea cruzópor mi cerebro. Me invadió una rabiainfernal, y súbitamente, me pareció queestallaba una carcajada sobre mí, y queaquella carcajada repercutía en el salóncon otra carcajada general. Perdí elconocimiento.

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TCAPÍTULO V

al fue el segundo y último períodode mi enfermedad.

Cuando volví a abrir los ojos, vi unrostro infantil que se inclinaba hacia mí.Era una chiquilla de mi edad, y miprimer impulso fue el de tenderle lamano. Al dirigir hacia ella mi primeramirada, toda mi alma se colmó de dicha,con un dulce presentimiento. Imaginaosun rostro idealmente agradable y de unanotable belleza, uno de esos rostros antelos cuales nos detenemos de pronto,llenos, a la vez, de asombro, de

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entusiasmo y de reconocimiento, porquetal belleza existe, porque ha pasadojunto a nosotros y hemos podidocontemplarla.

Era Catalina, la hija del príncipe,que acababa de volver de Moscú.Sonrió al observar mi gesto, y misdébiles nervios se calmaron en seguida.La princesita llamó a su padre, que sehallaba a dos pasos de distancia yhablaba con el doctor.

—¡Loado sea Dios, loado sea Dios!—exclamó el príncipe. Y en su rostrobrilló una alegría sincera—. Soy feliz,muy feliz —continuó, hablando de prisa,según su costumbre—. Aquí tienes a

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Catalina, mi hija. Haced amistad. Aquítienes una amiga para ti… Cúratepronto, Niétochka… ¡Cómo me asustas!…

Mi curación adelantaba a grandespasos. Algunos días después pudelevantarme. Todas las mañanas, Catalinase acercaba a mi lecho; siempresonriente y alegre.

Esperaba su aparición como un felizacontecimiento. Hubiera queridoabrazarla. Pero la linda muchachita solopermanecía a mi lado algunos instantes.No podía estarse quieta; hallarsesiempre en movimiento, correr, saltar,hacer ruido en toda la casa constituía

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para ella una necesidad absoluta. Así,pues, desde el primer momento medeclaró que le aburría estar sentada a milado, y que, por consiguiente, soloacudiría de cuando en cuando; que, siacudía, era porque me tenía lástima, yque estuviere completamenterestablecida ya sería otra cosa. Todaslas mañanas, su primera frase era:

—¡Qué! ¿Estás ya curada?…Y como yo me encontraba siempre

delgada y débil, y rara vez la sonrisailuminaba mi triste semblante, laprincesa fruncía las cejas, movía lacabeza y golpeaba con el pie,disgustada:

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—¿Pero no te dije ayer que estabasmejor?… ¿Acaso no te dan de comer?

—Sí; me dan muy poco —respondíayo, tímidamente, pues ella meintimidaba.

Sentía un gran deseo de agradarla, ypor eso, temía pronunciar cualquierfrase y realizar cualquier movimiento.Su aparición provocaba siempre en míel mayor entusiasmo. No apartaba deella los ojos, y cuando se iba,contemplaba, como en éxtasis, ladirección que había seguido. La veía ensueños. Cuando no estaba presente,inventaba largas conversaciones deambas: era amiga, jugaba con ella,

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lloraba con ella cuando se nos reñía porcualquier travesura… En una palabra,pensaba en ella como una enamorada.Deseaba con ahínco curarme y engordarlo más rápidamente posible, conformeella me aconsejaba…

Cuando Catalina acudía junto a mípor la mañana exclamaba: ¿Todavía noestás curada?… ¡Siempre tan delgada!,temblaba yo cual una culpable… Nadatan serio como el asombro de Catalinaante la idea de que yo no pudieserestablecerme en un solo día, yterminaba por enfadarse.

—¿Quieres que te traiga pasteleshoy? —me preguntó un día—. Come, y

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así engordarás más pronto…—Sí; tráelos —respondí, ante la

idea de volver a verla una vez más.Después de informarse acerca de mi

salud, la princesita se sentaba enfrentede mí, en una silla, y sus ojos negros meexaminaban de arriba abajo. Alprincipio, los primeros días de nuestraamistad me miraba a cada instante, depies a cabeza, con un asombro de losmás ingenuos; pero no llegábamos aconversar juntas. Yo me intimidaba anteCatalina, y sus reflexiones medesconcertaban; sin embargo, sentía undeseo enorme de hablar.

—¿Por qué no dices nada? —

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comenzaba Catalina, después de unsilencio.

—¿Cómo está tu papá? —preguntabayo, satisfecha de encontrar una frase conla cual podía empezar siempre laconversación.

—Papá está bien… Hoy no me hebebido solo una taza de té, sino dos…¿Y tú, cuántas?…

—Una sola.Un breve silencio.—Hoy, Falstaff[1] ha querido

morderme.—¿Falstaff? ¿Es un perro?—Sí, un perro. ¿No lo has visto?—Sí, le he visto.

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Y cuando yo no sabía qué decir, laprincesa me miraba de nuevo, conasombro.

—¿No te gusta que te hable? —dijo.—Sí, me gusta mucho. Ven más a

menudo.—Me han dicho que te gustaba que

viniera a verte… Pero levántatepronto… Hoy te traeré pasteles… ¿Porqué permaneces callada todo el tiempo?

—¡Qué sé yo!—¿Quizá reflexionas siempre?—Sí; pienso mucho.—A mí me dicen que hablo mucho y

reflexiono poco. ¿Acaso es malo hablar?—No; yo me pongo muy contenta

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cuando hablas…—¿Eh?… Se lo preguntaré a la

señora Léotard; lo sabe todo… Y, ¿enqué piensas?

—En ti —dije, después de unsilencio.

—¿Y eso te gusta?—Sí.—Entonces, ¿me quieres?—Sí.—Pues yo no te quiero todavía…

¡Estás tan delgada!… Te traerépasteles… ¡Hasta luego!

Y la princesita, tras de habermebesado, desapareció de la estancia, casicorriendo.

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Después del almuerzo, en efecto, mellevó un trozo de pastel.

Corría como una loca, gritando dejúbilo y diciendo que me llevaba paraque comiese una cosa que me teníanprohibida.

—Come más, come mucho… Es untrozo de pastel… Yo no he comido…¡Hasta luego!

Apenas tuve tiempo de verla.Otra vez acudió a mi lado a raíz del

almuerzo. Sus rizos negros aparecíanrevueltos como si los hubiesealborotado el viento; sus mejillasestaban empurpuradas y brillaban susojos. Era indicio de que había corrido y

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saltado durante una o dos horas.—¿Sabes jugar al volante? —

inquirió de prisa, deseosa de salir.—No —contesté con un gran pesar

por no poder decirle que sí.—Pues bien: cuando estés curada, te

enseñaré. Solo he venido parapreguntártelo. Ahora estoy jugando conla señora Léotard… Hasta luego… Meesperan…

Por fin pude abandonar el lecho;pero me hallaba aún muy débil. Miprimera idea fue la de no separarme deCatalina. Me atraía irresistiblemente.Mis ojos resultaban insuficientes paracontemplarla. Esto extrañaba a Catalina.

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La atracción que yo sentía hacia ella eratan grande, me entregué a aquel nuevosentimiento con tanto ardor, que ella nopodía apreciarlo. Al pronto le parecióuna extravagancia extraordinaria.Recuerdo que una vez, mientrasjugábamos, no pudiendo contenerme, mearrojé a su cuello y empecé a besarla.Ella se separó de mí, me cogió de lasmanos, y frunciendo las cejas como si lahubiera ofendido, me interrogó:

—¿Qué tienes? ¿Por qué me besas?Me sentí tan confusa, como una

culpable. Me estremecí al oír su rápidapregunta, y no supe qué replicar.

La princesita se encogió de hombros

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en señal de desagrado —movimientoque le era habitual—, pellizcó muyseriamente sus delicados labios,abandonó el juego, y se sentó a unextremo del diván, desde dondecomenzó a examinarme muy atenta y areflexionar, como si quisieraresponderse a una nueva pregunta quehabía acudido de pronto a suimaginación.

Esta era también su costumbre entodos los casos difíciles.

Por mi parte, durante mucho tiempono pude habituarme a aquellas extrañasmanifestaciones de su carácter.

De primera intención me acusaba a

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mí misma, y pensaba que, en efecto, yotambién tenía muchas excentricidades;pero aunque esto era verdad me notaba,no obstante, muy atormentada.

¿Por qué no podía trabar amistadcon Catalina y agradarle de una vez parasiempre? Sus repulsas me ofendían hastahacerme sufrir, y sentía ganas de llorarante cualquier frase un poco violenta deCatalina o ante sus miradas dedesconfianza. Mi dolor no era por días,sino por horas, pues tratándose deCatalina, todo iba acelerado. Al cabo dealgunos días observé que no me queríamucho, y hasta que experimentaba ciertaaversión por mí.

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Todo, en aquella niña, sedesarrollaba rápidamente, brevemente—otro diría groseramente—; en losimpulsos, rápidos como el relámpago,de aquel carácter recto, ingenuo, sincerono existía verdadera gracia, verdaderanobleza.

Al principio, lo que sintió hacia mífue desconfianza, y luego, desprecio,porque no conocía yo ningún juego. A laprincesa le gustaba correr, divertirse;era fuerte, inquieta, hábil. Yo, por elcontrario, era débil —aún estabaenferma—, sosegada, pensativa; el juegono me distraía. En una palabra, mefaltaba todo lo que necesitaba para

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agradar a Catalina. Además, se me hacíainsoportable que se enfadaran conmigo;me ponía en seguida triste, abatida, y yano me sentía con fuerzas para reparar mifalta, para cambiar ventajosamente laimpresión desagradable que habíaproducido: es decir, me perdía porcompleto…

Catalina no podía comprenderaquello. Primero se asustó un poco demí; me examinaba con asombro, comotenía por costumbre cuando, al cabo deuna hora de explicaciones paraenseñarme a jugar al volante, se dabacuenta de que no había entendido nada.Entonces se entristecía de súbito, hasta

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el punto de que las lágrimas acudían asus ojos. Después de reflexionar sinobtener resultado alguno de susreflexiones, me abandonaba del todo yse ponía a jugar sola, sin invitarme ya aello durante dos días enteros y sinhablarme siquiera. Su desprecio melastimaba tanto, que apenas podíasoportarlo. Mi actual soledad era paramí más penosa que la primera; de nuevome ponía triste, tornaba a reflexionar ylas ideas lúgubres invadían mi corazón.

La señora Léotard, que nos vigilaba,acabó por notar aquel cambio ennuestras relaciones, y cuando se diocuenta de mi soledad forzosa, se dirigió

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a la princesita y la riñó por no saberconducirse conmigo. La princesa frunciólas cejas, se encogió de hombros ydeclaró que no podía hacer carrera demí, que yo no sabía jugar, que pensabasiempre en otra cosa, y que valdría másaguardar a que su hermano Alejandrovolviera de Moscú, porque sería mejorpara las dos.

Pero la señora Léotard, pocosatisfecha con esta respuesta, hizoobservar a Catalina que me dejaba solaestando aún enferma, que yo no podíaser tan alegre como ella, y que, además,creía preferible esto, pues ella era,realmente, demasiado inquieta, cometía

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muchas tonterías, y por eso días antes elperro había querido devorarla. En unapalabra, la señora Léotard la regañó conaspereza y terminó por enviarla haciamí, con orden de que hiciésemos laspaces sin tardanza.

Catalina escuchó a la señora Léotardcon gran atención, como si, en efecto,comprendiera que existía algo derazonable y justo en su reprimenda.Abandonando el aro que hacía rodar porel salón, se acercó a mí, y mirándomemuy seria, me preguntó asombrada:

—¿Quiere usted jugar?—No —contesté, con miedo de mí y

de Catalina, porque la señora Léotard le

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había reñido.—¿Qué quiere usted, entonces?—Me quedaré aquí. Me cuesta

trabajo correr. Solo deseo que no seenfade conmigo, Catalina; porque yo laquiero mucho.

—Pues bien: en ese caso, jugarésola —dijo Catalina afablemente,lentamente, como si comprendiera conasombro que ella no, era culpable—.Adiós; no me enfadaré con usted.

—Adiós —respondí, levantándomey tendiéndole la mano.

—¿Desea usted besarme? —interrogó, después de reflexionar unpoco, recordando, probablemente,

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nuestra escena y procurando serme lomás agradable posible.

—Como usted guste —respondí, conuna tímida esperanza.

Se acercó a mí, y muy seria, sinsonreír siquiera, me besó. Así, hizocuanto se exigía de ella; hizo, inclusivemás de lo necesario para proporcionarel mayor placer a la pobre niña, hacia lacual la habían enviado… Se alejó de misatisfecha y alegre, y bien pronto entodas las habitaciones resonaron denuevo las risas y sus gritos, hasta que,fatigada, sin poder respirar casi, se dejócaer en el diván, con objeto de reposar yhacer provisión de nuevas fuerzas.

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Durante toda la tarde estuvo mirándomecon aspecto intrigado; le parecía, sinduda, muy original y muy extraña. Seveía que deseaba hablar conmigo,aclarar algún punto oscuro, respecto amí; pero aquella vez, no sé por qué, seabstuvo.

De ordinario, por la mañana,Catalina daba sus lecciones. La señoraLéotard le enseñaba francés. Laenseñanza consistía en recitar lagramática y leer a La Fontaine.

No se la abrumaba de trabajo, puesapenas se había llegado a obtener deella que estudiara durante dos horasdiarias. Había consentido a instancias

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de su padre y por orden de su madre, ylo hacía muy concienzudamente, porquehabía dado su palabra. Tenía magníficasaptitudes. Aprendía pronto y con granfacilidad; pero le ocurría una cosa rara:cuando no comprendía algo, se ponía areflexionar acerca de ello sola porcompleto, pues detestaba tener que pedirexplicaciones y parecía encontrarlohumillante. A veces, permanecía durantetodo un día pensando en un temacualquiera que no podía resolver,desesperándose por no podercomprenderlo sin la ayuda de alguien;solo en casos extremos, cuando no podíaconseguir nada, iba a buscar a la señora

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Léotard, y le suplicaba que la ayudase aresolver la difícil cuestión. Era igualpara todos sus actos. Reflexionabamucho, aunque a primera vista parecieselo contrario; pero, al mismo tiempo, erademasiado infantil, con relación a suedad. Tan pronto decía grandestonterías, como sus palabras denotabanun gran acierto y una gran penetración.

Por fin, cuando pude ocuparme dealgo, la señora Léotard, tras de habermehecho sufrir un examen, y en vista de queleía bien y escribía muy mal, juzgó queera de todo punto necesario queaprendiera inmediatamente el francés.No opuse objeción alguna, y una mañana

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me encontré sentada con Catalina frentea su mesa de trabajo. Aquel día, como silo hiciera adrede, Catalina estuvo mástorpe y más distraída, hasta el extremode que la señora Léotard no lareconocía. En cuanto a mí, luego de laprimera lección, sabía ya todo elalfabeto francés, pues tenía un grandeseo de agradar a la señora Léotardcon mi aplicación. Al terminar lalección, la señora Léotard se enfadómucho con Catalina.

—Ahí la tiene usted —dijo,señalándome—; una niña enferma, queestudia por primera vez, y adelanta diezveces más que usted… ¿No le da

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vergüenza?—¿Sabe más que yo? —indagó

Catalina asombrada—. Acaba deaprender el alfabeto.

—¿Y en cuánto tiempo aprendió elalfabeto usted?

—En tres lecciones.—Ella, en una sola. Luego aprende

tres veces más de prisa que usted, y laadelantará dentro de poco… Ya ve…

Catalina reflexionó un instante;luego, de pronto, se puso roja como elfuego. Estaba convencida de lo justa queera la observación de la señora Léotard.Enrojecer, arder de vergüenza erasiempre la consecuencia de su disgusto

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cuando se le hacían ver sus defectos,cuando se hería su amor propio, a cadamomento. Aquella vez, le faltó pocopara llorar; pero se contuvo, y se limitóa lanzar sobre mí una mirada furibunda.Comprendí al punto de qué se trataba.La pequeña era en extremo soberbia yambiciosa.

Cuando terminó la lección de laseñora Léotard, procuré hablar aCatalina para disipar cuanto antes surencor y demostrarle que yo no eraculpable de las palabras de la francesa;pero Catalina fingió no oírme, y secalló. Una hora después, entró en lahabitación donde yo estaba sentada ante

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un libro, siempre pensando en Catalina,sorprendida y entristecida otra vezporque ella no quería hablarme. Memiró de soslayo; se sentó, como deordinario, en el diván, y durante mediahora, no quitó de mí los ojos.

Por fin, no pudiendo contenermemás, la miré en actitud interrogativa.

—¿Sabe usted bailar? —preguntóCatalina.

—No; no sé.—Yo sí sé.Silencio.—¡Y el piano! ¿Sabe usted tocar el

piano?—No.

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—Pues yo lo toco. Cuesta muchotrabajo aprender.

Me callé.—La señora Léotard dice que usted

es más inteligente que yo.—La señora Léotard está enfadada

con usted —observé.—¿Y papá se enfadará también?—No sé —respondí.Un nuevo silencio. La princesa

golpeaba con el pie sobre el suelo.—Entonces, ¿se burlará usted de mí

porque comprende las cosas mejor queyo? —preguntó por fin, no pudiendocontener su despecho.

—¡Oh!… ¡No, no! —protesté,

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levantándome de mi sitio para arrojarmesobre ella y abrazarla.

—¿No le da a usted vergüenza,princesa, pensar así y hacer semejantespreguntas? —interrogó de pronto laseñora Léotard, que hacía ya cincominutos observaba y escuchaba nuestraconversación—. ¡Debería darlevergüenza! Envidia usted a esta pobreniña y se vanagloria delante de ella porsaber bailar y tocar el piano… Eso estámuy feo… Se lo diré todo al príncipe.

Las mejillas de la princesitaenrojecieron.

—Ese es un mal sentimiento… Laofende usted con esas preguntas. Sus

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padres eran pobres, y no podían pagaruna institutriz. Lo aprendió todo sola,porque tiene buen corazón. Usteddebería quererla, y pretende disgustarsecon ella. ¡Eso resulta vergonzoso,vergonzoso!… Es huérfana, no tiene anadie… Podría usted jactarse de serprincesa, porque ella no lo es… Ladejo. Reflexione en lo que acabo dedecirle, y corríjase.

La princesa estuvo reflexionandodurante dos días justos. Duranteaquellos dos días, no se oyeron sus risasni sus gritos. Habiéndome despertadouna vez a medianoche, oí que, aun ensueños, continuaba discutiendo con la

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señora Léotard. Adelgazó y palideciódurante aquellos dos días.

Por fin, al tercer día, volvimos aencontrarnos abajo, en el gran salón. Laprincesa venía de haber estado con sumadre. Al verme, se detuvo y se sentóno muy lejos, enfrente de mí. Yoesperaba con miedo lo que iba a pasar, ytodo mi cuerpo temblaba.

—Niétochka, ¿por qué me regañaronpor su causa? —interrogó a la postre.

—No fue por causa mía, Catalina —contesté para justificarme.

—La señora Léotard dice que la heofendido a usted.

—No, Catalina; usted no me ha

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ofendido.La princesa se encogió de hombros,

asombrada.—¿Por qué llora usted tanto? —

preguntó tras de un breve silencio.—No lloraré, si usted no quiere —

respondí a través de las lágrimas.De nuevo se encogió de hombros.—¿Antes lloraba usted como ahora?No respondí.—¿Por qué vive usted en nuestra

casa? —preguntó de pronto la princesa,después de un silencio.

La miré con asombro, y me parecióque algo se clavaba en mi corazón.

—Porque soy huérfana —respondí

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al fin.—¿No tiene usted padre ni madre?—No.—¿La querían a usted?—No… Sí…, me querían —

respondí con tristeza.—¿Eran pobres?—Sí.—¿Muy pobres?—Sí.—¿Y no le enseñaron a usted nada?—Me enseñaron a leer.—¿Tenía usted juguetes?—No.—Y pasteles, ¿tenía usted?—No.

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—¿Cuántas habitaciones teníanustedes? —Una.

—¿Una sola habitación?—Sí.—Y criados, ¿tenían ustedes?—No, no teníamos criados.—¿Y quién les servía, entonces?—Yo misma iba a hacer la compra.Las preguntas de la niña me

indignaban cada vez más. Misrecuerdos, mi soledad, el asombro de laprincesa, todo aquello me molestaba,hería mi corazón, que sangraba.Temblaba toda de emoción, y meahogaban los sollozos.

—¿Entonces está usted satisfecha de

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vivir con nosotros?Me callé.—¿Tenía usted un vestido bonito?—No.—¿Era feo?—Sí.—He visto su vestido. Me lo han

enseñado.—Entonces, ¿por qué me lo pregunta

usted? —exclamé, toda temblorosa anteaquella nueva sensación, desconocidapara mí, y levantándome de mi sitio—.¿Por qué me pregunta? —insistí, roja deindignación—. ¿Por qué se burla ustedde mí?

La princesa enrojeció y se levantó

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también; pero inmediatamente dominó suemoción.

—No… No me burlo —dijo—.Quería solo saber si de veras sus padreseran pobres.

—¿Por qué nombra usted a mispadres?… —interrogué, llorando—.¿Por qué me habla así de ellos?… ¿Quéle hicieron a usted, Catalina?…

Catalina se hallaba confusa, y nosabía qué replicar. En aquel momentoentró el príncipe.

—¿Qué te pasa, Niétochka? —inquirió al mirarme y ver mis lágrimas—. ¿Qué tienes? —continuó, lanzandouna mirada hacia Catalina, que estaba

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roja como el fuego—. ¿De quéhablabais? ¿Por qué reñíais? Niétochka,¿por qué estáis enfadadas?

No pude responder. Cogí la manodel príncipe, y deshaciéndome en llanto,la besé.

—Catalina, no mientas. ¿Qué hapasado?

Catalina no sabía mentir.—Le he dicho que había visto el

vestido feo que llevaba cuando vivíacon sus padres.

—¿Quién te lo ha enseñado? ¿Quiénse ha atrevido a enseñártelo?

—Lo he visto yo sola —declaróCatalina con resolución.

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—Perfectamente. No denunciarás anadie; te conozco… Está bien. ¿Y quémás?

—Se ha echado a llorar, y me hapreguntado que por qué me burlaba desus padres.

—¿Entonces te has burlado de ellos?Catalina no se había burlado; pero

tuvo la intención de hacerlo, como alpunto lo comprendí.

No contestó nada, pues se hallabaconvencida de su falta.

—Ve en seguida a pedirle perdón —ordenó el príncipe.

La princesita estaba blanca como unlienzo, y no se movía.

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—¡Vamos! —apremió el príncipe.—No quiero —pronunció, por fin,

Catalina a media voz, aunque adoptandouna actitud de las más decididas.

—¡Catalina!—¡No, no quiero, no quiero! —

repitió ella de pronto, con los ojosencendidos y golpeando con el pie—.Padre, no quiero pedirle perdón. Noquiero, no quiero vivir con ella… Nosoy culpable de que esté llorandodurante todo el día… ¡No quiero, noquiero!

—Ven conmigo —dijo el príncipe,cogiéndola para conducirla a su gabinete—. Niétochka, ve arriba.

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Deseaba quedarme con el príncipe,interceder por Catalina; pero el prínciperepitió severamente su orden, y me fuiarriba, helada de terror, pálida como unamuerta. Al llegar a nuestra habitación,me eché sobre el diván. Contaba losminutos, esperaba a Catalina conimpaciencia, quería arrojarme a suspies. Por fin apareció. Pasó por delantede mí sin pronunciar una palabra, y sesentó en un rincón. Sus ojos estabanenrojecidos, y sus mejillas llenas delágrimas. Mi resolución se desvanecióen absoluto. La miré horrorizada, sinpoder moverme. Con todas mis energíasme acusaba y procuraba convencerme de

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que era la culpable de todo. Mil vecesquise acercarme a Catalina, y mil vecesme contuve, no sabiendo cómo seríaacogida.

Todo un día transcurrió. Al díasiguiente por la tarde, Catalina semostró más contenta y estuvo jugandocon el aro en el salón. Más no tardó enabandonar su juego y fue a sentarse solaen un rincón. Antes de acostarse sevolvió hacia mí de pronto, y dio algunospasos en dirección mía. Sus labios semovieron y se abrieron para decir algo;pero se detuvo, dio media vuelta y fue ameterse en el lecho. Transcurrió de lamisma suerte otro día. La señora

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Léotard, extrañada, acabó por interrogara Catalina. ¿Qué tendría? ¿Estaríaenferma, y por eso se habría quedado depronto tan tranquila? Catalina respondiócon algunas palabras y cogió su volante;pero cuando la señora Léotard se habíaalejado, enrojeció, se echó a llorar y sefue de la habitación para que yo no laviese. Por fin, a los tres días justos dehaberse producido nuestroresentimiento, súbitamente, después dela comida, entró en mi cuarto y contimidez se acercó a mí.

—Papá me ha ordenado que le pidaperdón —indicó—. ¿Me perdona usted?

Cogí las dos manos de Catalina, y

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ahogándome en emoción, asentí.—Sí, sí.—Papá me ha ordenado que la

abrace. ¿Quiere usted abrazarme?Como respuesta empecé a besarle

las manos, que cubrí con mis lágrimas.Cuando dirigí la mirada hacia Catalina,noté en ella algo extraordinario, suslabios se movían ligeramente, subarbilla temblaba, sus ojos estabanhumedecidos. Pero en un instante refrenósu emoción, y una sonrisa apareció ensus labios.

—Iré a decirle a papá que la heabrazado y que le he pedido perdón —repuso lentamente, como reflexionando

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—. Hace tres días que no lo he visto.Me había prohibido que me presentara aél sin haber hecho esto —añadió,después de un silencio. Y al puntodescendió, tímida y pensativa, como sino estuviera segura de la acogida que supadre le dispensaría.

Arriba, una hora más tarde, vibraronrisas, gritos, ruidos y el ladrido deFalstaff. Se oyó caer una cosa yromperse. Sus libros eran derribados enel suelo; el aro rodaba por todas lashabitaciones… En una palabra:comprendí que Catalina se habíareconciliado con su padre, y mi corazóntembló de júbilo. Pero ella no se

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acercaba a mí, y visiblemente evitabahablar conmigo. En cambio, yo tenía elhonor de provocar en el más alto gradosu curiosidad. Se sentaba frente a mípara examinarme más a gusto, yrenovaba sus observaciones cada vezcon más frecuencia y con másingenuidad.

En una palabra, la chiquilla mimaday caprichosa, a quien todos, todos,cuidaban y querían en la casa cual untesoro, no podía comprender cómotropezaba conmigo en su ruta, puesto queella no había deseado encontrarme; peroposeía un buen corazoncito, que sabíavolver siempre al buen camino, solo con

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la ayuda de su instinto.Su padre, a quien adoraba, era la

persona que ejercía más influencia sobreella. Su madre la amabaapasionadamente, aunque era muysevera con ella; a su madre debíaCatalina su obstinación, su soberbia y sufirmeza de carácter, siquiera soportaratodos los caprichos de aquella, quellegaban hasta la tiranía moral. Laprincesa tenía una idea extraña de laeducación, y la de Catalina era una raramezcla de mimos estúpidos yseveridades despiadadas. Lo que estabapermitido un día, de pronto, sin motivoalguno, estaba prohibido al día

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siguiente; de modo que el sentimiento dela justicia quedaba lastimado en laniña… Pero me ocuparé de esto másadelante… Solo haré notar que lamuchachita sabía muy bien definir lasrelaciones con su padre y con su madre.Con su padre se manifestaba natural, sinmisterio, franca. Por el contrario, con sumadre se mostraba desconfiada,reservada y obediente en absoluto; perono obedecía con sinceridad y porconvicción, sino por sistema. Ya meexplicaré a su tiempo.

Por otra parte, en honor de Catalina,debo decir que terminó por comprendera su madre. La obedecía después de

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haberse dado cuenta de su infinito amor,que a veces revestía un carácterenfermizo, y la princesita, magnánima,tenía en cuenta esta circunstancia. ¡Ay!,aquel cálculo debía ayudaría muy poco acausa de su cabecita atolondrada.

Pero yo apenas comprendía lo quepasaba conmigo. Todo mi ser se hallabaemocionado por una sensación nueva,inexplicable; no exagero diciendo quesufría y me atormentaba aquel nuevosentimiento. Un verdadero amor —yperdóneseme la palabra— me impulsabahacia Catalina. Si, era amor, efectivoamor, un amor con lágrimas y goces, unamor apasionado… ¿Qué me atraía a

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ella? ¿Por qué nació aquel amor?…Comenzó desde el primer instante,cuando todos mis sentidos seconmovieron ante la presencia de unaniña, bella como un ángel. Todo erahermoso en ella, y no tenía ningúndefecto; cuantos pudieran aparecer en supersona eran adquiridos, y luchabaconsigo misma. En todo lo suyo seapreciaba una gran originalidad quetomaba por un momento falsaapariencia; pero, al comenzar la luchabrillaba de esperanza y presagiaba unespléndido porvenir. Todos laadmiraban, y no era yo sola quien laamaba, sino cada cual. Cuando, a veces,

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salíamos a pasearnos a las tres de latarde, todos los transeúntes se deteníancomo admirados, apenas la veían, y aratos un grito de asombro estallaba antesu presencia.

Había nacido para la felicidad,debió nacer para la felicidad; esta era laprimera impresión que se recibía enpresencia suya. Quizá fuese la primeraque había conmovido mi sentimientoestético, al despertarse para apreciar labelleza; quizá fuese esta la razón delamor que hacia ella experimentaba.

El defecto principal de la princesita,o mejor dicho, el rasgo principal de sucarácter, era la soberbia. Esta soberbia

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se manifestaba en los detalles másinsignificantes, transformándose en amorpropio, hasta el punto de que cualquiercontradicción no la ofendía, no lamolestaba, sino solo provocaba en ellaasombro. No podía comprender que unacosa se hiciera de un modo distinto acomo ella lo deseaba. Sin embargo, elsentimiento de la justicia dominabasiempre en su corazón. Se daba cuentade que era injusta, en cuanto se detenía aexaminar su conciencia, sin objecionesni subterfugios. El hecho de que hastaaquel día desechara este principio ensus relaciones conmigo, se explica, a mijuicio, por una antipatía incomprensible

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que turbaba de momento la armonía detodo su ser. Y se comprendía. Erademasiado apasionada en sustransportes, y no siempre el ejemplo y laexperiencia le mostraban la verdaderasenda. Los resultados de sus intencionesdebían ser muy hermosos y verdaderos;pero se producían con omisiones yperpetuos errores.

Catalina, tras de observarme lobastante, resolvió dejarme tranquila. Notuvo para mí una palabra de más, sinolas de todo punto necesarias. Yo habíadesaparecido ante sus ojos, y no habíadesaparecido bruscamente, sinohábilmente, como si yo misma lo hubiera

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querido. Nuestras leccionescontinuaban, y me ponían a ella comoejemplo de inteligencia y bondad. Yo notenía ya el honor de ofender su amorpropio, tan susceptible, que hastanuestro perro, sir John Falstaff, eracapaz de ofenderlo.

Falstaff serio y flemático; perocuando se encolerizaba, se tornaba ferozcomo un tigre, feroz hasta el punto dedesconocer el poder de su amo. Otrorasgo: no quería a nadie; pero suenemigo principal era,incontestablemente, la anciana princesa.También relataré esta historia.

La orgullosa Catalina empleaba

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todos sus esfuerzos en vencer laanimosidad de Falstaff. Se le hacíadesagradable que existiese en la casa unser que desconociera su poder y sufuerza, que no se inclinara ante ella y nole amase. Quería dominar a todo elmundo; ¿cómo, pues, Falstaff iba aescapar de ello?… Pero el mal perro nocedía…

Un día, después del almuerzo,estábamos sentadas ambas abajo, en elgran salón, y el perro fue a echarse enmedio de la habitación, gozandoperezosamente su reposo, después de lacomida. En la princesita surgió desúbito la idea de someterle a su poder.

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Acto seguido abandonó su juego, yandando de puntillas, llamando aFalstaff con los nombres más afectuosose invitándole con la mano, comenzópoco a poco a aproximarse a él. PeroFalstaff, ya retraído, enseñaba susterribles dientes. Catalina se detuvo. Suintención era la de acercarse a él,acariciarle —lo cual no se lo permitía anadie, no siendo a la princesa, de la cualera favorito— y obligarle a seguirla.

Se trataba de una empresa difícil ypeligrosa, pues Falstaff no se guardabade arrancarle la mano o desgarrársela, silo juzgaba necesario. Era fuerte como unoso. Yo seguía desde lejos, con

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inquietud y temor, la maniobra deCatalina. Pero no era fácil disuadirla alprimer intento, y ni siquiera los dientesde Falstaff, que este enseñaba,despiadado, bastarían para ello.Convencida de que no podía acercarse aél directamente, la princesita dio unavuelta alrededor de su enemigo. Falstaffno se movía. Catalina trazó un círculomás estrecho en torno suyo, y luego otro;y cuando llegó al sitio que a Falstaff leparecía el extremo límite al cual podíapermitirle que llegase, le enseñó denuevo sus colmillos. La princesitagolpeó con el pie en el suelo, se alejódespechada y se sentó en el diván. Diez

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minutos después, inventó una nuevatentativa. Salió, y volvió al poco ratocon rosquillas y pasteles. Cambiaba,pues, de táctica.

Pero Falstaff continuaba muytranquilo. Estaba, sin duda, harto porcompleto, pues no miró siquiera el trozode pastel que le arrojaban; y cuando laprincesita se encontró de nuevo junto allímite que Falstaff consideraba como sufrontera, manifestó una oposición másenérgica aún que la primea vez: levantóla cabeza, enseñó sus dientes, gruñósordamente e hizo un movimiento comosi se preparase a saltar sobre ella.Catalina se puso roja de ira; abandonó

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el pastel, y volvió a sentarse en su sitio.Estaba excitada: su pie golpeaba laalfombra, sus mejillas habíanenrojecido, y hasta aparecieron lágrimasen sus ojos. Cuando por casualidad,dirigió su mirada hacia mí, toda lasangre afluyó a su cerebro. Saltó,resuelta, de su sitio, y con paso decididose dirigió hacia la terrible bestia.

El asombro que produjo aquella vezen Falstaff fue, sin duda, demasiadogrande. Dejó que su enemiga franquearala frontera, y solo se hallaba ya a dospasos de él, cuando la saludó con ungruñido terrible. Catalina se detuvo uninstante —solo un instante—, y luego

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avanzó con decisión. Creí morir deespanto. La princesita estaba excitadacomo nunca; sus ojos brillaban ante elsentimiento de la victoria, del triunfo,del poder… Sostuvo con audacia lamirada terrible del perro furioso, y no seestremeció al ver sus espantosas fauces.Se irguió el animal. De su pecho salióun horrible gruñido. Un momento más, yse arrojaría sobre ella. Catalina colocó,orgullosa, sobre él su manecita, y portres veces, triunfalmente, le acarició ellomo. El perro tuvo un momento devacilación. Aquel instante fue el másatroz. De pronto, Falstaff se levantódespacio, se estiró, y pensando quizá

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que para aquel asunto no necesitabaemplear sus dientes, salió tranquilo dela habitación. La princesita, triunfante,permaneció en su puesto conquistado, ylanzó sobre mí una mirada indefinible,una mirada saturada, embriagada devictoria. Yo estaba blanca como unpapel. Ella lo notó, y sonrió. Sinembargo, una palidez mortal cubría yasus mejillas. Con gran trabajo, llegohasta el diván, donde se dejó caer, casidesvanecida.

Mi pasión por ella no tuvo entonceslímites. A partir de aquel día en quetanto temí por ella, no fui ya dueña demí. Languidecía de angustia y estuve mil

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veces a punto de lanzarme a su cuello;pero el temor me lo impedía. Recuerdoque procuré alejarme de ella, a fin deque no se diera cuenta de mi emoción. Ycuando, por casualidad, entraba en laestancia donde yo me había refugiado,me estremecía y mi corazón comenzabaa latir tan fuertemente, que se me iba lacabeza. Hasta creo que la traviesa niñalo notó, puesto que, durante dos días, mepareció un poco confusa. Pero bienpronto se acostumbró a aquello.

Durante todo un mes estuvesufriendo así a escondidas. Missentimientos tenían una elasticidadincomprensible, si así puede expresarse.

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Mi naturaleza es paciente en el más altogrado; de modo que el transporte, lamanifestación espontánea de lossentimientos, solo se produce en mí enúltimo extremo. Debo hacer notar que,en todo aquel tiempo, no cambiamosCatalina y yo más de cinco frases. Pocoa poco observé, por algunos indiciosimperceptibles, que aquella actitud paraconmigo no reconocía por causa elolvido o la indiferencia, sino que eraconsciente, como si la princesita sehubiera propuesto mantenerse en ciertoslímites. Pero yo no podía ya dormirdurante la noche, y por el día no lograbaocultar mi disgusto, ni siquiera ante la

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señora Léotard.Mi amor hacia Catalina llegaba,

incluso, a la excentricidad. Una vez,cogí a escondidas uno de sus pañuelos;otra vez, una cinta que ella se ponía enlos cabellos, y toda la noche estuvebesando y humedeciendo con mislágrimas aquellos objetos. Al principio,la indiferencia de Catalina me habíatorturado y ofendido; pero a la sazóntodo se embrollaba en mí, y no podía yomisma darme cuenta de mis sensaciones.Así, paulatinamente, las nuevasimpresiones hacían desaparecer lasantiguas; los recuerdos relativos a mitriste pasado perdían su fuerza,

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reemplazados en mí por una nueva vida.No se me olvidará cómo en ocasionesme despertaba a medianoche, melevantaba del lecho, y sigilosa, meaproximaba a Catalina. Durante horasenteras la veía dormir, al débilresplandor de la lamparilla. A ratos mesentaba sobre su lecho, me inclinabahacia su rostro, y sentía su cálidoaliento; entonces, con mucho cuidado,temblando de miedo, besaba susmanitas, sus hombros, sus cabellos, suspies, cuando quedaban fuera de lassábanas.

Poco a poco, me fui dando cuenta —pues en todo un mes no quité de ella los

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ojos— de que Catalina cada fecha quepasaba se tornaba más pensativa. Sucarácter comenzaba a perder elequilibrio. A veces transcurría todo undía sin que la oyera, en tanto que el díasiguiente movía un escándalo comonunca lo había movido. Se volvíairascible y exigente; enrojecía y seenfadaba a menudo, y aun empleabaconmigo algunas crueldades. De repente,rehusaba comer a mi lado o sentarsejunto a mí, como si le inspirararepugnancia; o se iba bruscamente consu madre y se quedaba con ella durantedías enteros, comprendiendo quizá queyo sufría con su ausencia; de pronto, se

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ponía a mirarme durante algunas horas,de suerte que, terriblemente molesta, yono sabía dónde meterme: enrojecía,palidecía, y sin embargo, no me atrevíaa salir de la habitación…

Desde hacía dos días, Catalina sequejaba de tener fiebre, ella, que antesnunca había estado enferma. Unamañana, interpretando el deseo de laprincesa, se dio orden a Catalina de quese instalara abajo, con su madre, quienhabía temido morir de sobresalto alsaber que su hija tenía fiebre. Debodecir que la princesa se hallaba muydescontenta de mí, y todos los cambiosque observaba en Catalina me los

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atribuía, debido la influencia de micarácter taciturno, como ella lodenominaba. Hacía mucho tiempo quehubiera querido separarnos; perodemoraba esta separación, porque sabíaque, con tal motivo, hubiera tenido quesostener una discusión seria con elpríncipe, el cual, aunque cedía en todo,se mostraba a veces extremadamenteobstinado. La princesa conocía muy bienal príncipe.

Para mi constituyó un gran golpequedar separada de Catalina, y durantetoda una semana pasé por un estado deánimo de los más enfermizos. Meatormentaba, mortificaba mi cerebro

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para adivinar la causa de la aversión deCatalina hacia mí. La angustiadesgarraba mi alma, y el sentimiento dela justicia y la indignación comenzabana nacer en mi corazón ofendido. Elorgullo apareció de pronto en mí, ycuando nos encontrábamos juntasCatalina y yo, a la hora del paseo, lamiré con tal independencia, tan seria, deuna manera tan diferente a la de otrasveces, que ella se conmovió. Sin duda,semejantes cambios solo semanifestaban en mí con intermitencias,pues mi corazón empezaba a sufrir cadavez con mayor intensidad, y me volvíaaún más débil, más tímida que antes.

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Por fin, una mañana, con granasombro y gran júbilo por mi parte, laprincesita volvió arriba. Primero, entrelocas risas, se arrojó al cuello de laseñora Léotard y declaró que seinstalaba de nuevo junto a nosotras;luego me saludó con una inclinación decabeza y pidió permiso para no trabajaraquella mañana. Durante todo el díaestuvo corriendo y jugando; nunca lahabía visto tan inquieta y alegre. Pero,por la noche, se tornó sosegada ypensativa, y de nuevo la tristeza seretrató en su semblante encantador.

Cuando su madre fue a verla por lanoche, observé que hacía esfuerzos

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extraordinarios por aparecer contenta, ycuando hubo desaparecido, se deshizoen llanto. Me quedé estupefacta.Catalina, al darse cuenta de mi actitud,salió. Indudablemente, atravesaba unacrisis extraordinaria. La princesaconsultó a los médicos; todos los díasllamaba a la señora Léotard parainterrogarla al detalle acerca deCatalina. Se le dio orden de queobservara cada uno de sus movimientos.Solo yo presentía la verdad, y micorazón se hallaba lleno de esperanza.

Nuestra novelita tocaba a su fin.Al tercer día de la nueva instalación

de Catalina entre nosotras, observé que,

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durante toda la mañana, la mirada de sushermosos ojos estuvo pendiente de mí.Varias veces se encontraron nuestrasmiradas, y siempre enrojecimos ambas,como si sintiéramos vergüenza. Porúltimo, la princesita soltó una carcajaday se alejó de mí. Cuando dieron las tres,comenzaron a vestirnos para el paseo.Súbitamente, Catalina se me acercó.

—Tiene usted desatado el zapato —me dijo—. Espere, que se lo voy aarreglar.

Pretendí inclinarme para atármelo yomisma, y me puse roja como una cereza,porque Catalina me hablaba al cabo.

—¡Déjame! —exclamó, impaciente

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y soltando una carcajada. Se inclinó, mecogió el pie, que apoyó en su rodilla, yme ató el zapato.

Yo me ahogaba. No sabía qué hacer.Me hallaba invadida por un sentimientoinefable. Cuando hubo terminado, selevantó y me miró de pies a cabeza.

—Mira; llevas el cuello aldescubierto —repuso, tocándome elcuello—. Ven; te lo voy a arreglar.

No hice objeción alguna. Arregló eldefecto de mi cuello a su manera.

—Si no, te puedes resfriar —advirtió, esbozando una sonrisa ymirándome con sus ojos negros yhúmedos.

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Yo estaba fuera de mí. No sabía quéle pasaba a Catalina. A Dios gracias,nuestro paseo duró poco, pues de locontrario no habría podido contenerme:me habría puesto a besarla en medio dela calle. Al subir la escalera, la beséfurtivamente en un hombro. Ella sepercató y se estremeció; pero no dijouna palabra. Por la noche, le pusieron unlindo vestido, y desapareció. Laprincesa tenía invitados. Aquella mismanoche, se revolvió toda la casa: Catalinasufrió un ataque de nervios. El doctor, aquien habían llamado, no sabía quédecir. Naturalmente, lo atribuyeron todoa efectos propios de la edad; pero yo

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pensaba de otro modo.Por la mañana Catalina volvió a

aparecer entre nosotros, alegre comosiempre, pletórica de salud, aunque máscaprichosa y extravagante que nunca.Primero, durante toda la mañana, estuvodesobedeciendo a la señora Léotard;luego, repentinamente, expresó su deseode visitar a la anciana princesa. Contrasu costumbre, la anciana princesa, quedetestaba a su sobrinita, rehusaba verlay la reñía de continuo, tuvo a bienrecibirla. Al principio, todo fue bien, ydurante la primera hora estuvieron deperfecto acuerdo. La revoltosa Catalinapidió perdón por todas sus faltas, por su

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vivacidad, por sus gritos y por lasmolestias que ocasionaba a la anciana.Esta la perdonó con solemnidad y conlágrimas en los ojos. Catalina prometió,arrepentida, ser humilde, y la viejaprincesa quedó encantada; su amorpropio se consideraba halagado ante laidea de su próxima victoria sobreCatalina, tesoro e ídolo de toda la casa,que sabía obligar a su misma madre asatisfacer todos sus caprichos.

Pero la traviesa niña fue demasiadolejos. Se le ocurrió contar las travesurasque proyectaba. Así, pues, confesó, porlo pronto, que tenía la intención decolgar con un alfiler al vestido de la

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anciana princesa una tarjeta de visita, yademás la de poner a Falstaff sobre sucama; después, la de romper sus lentes,llevarse todos sus libros y sustituirlospor novelas francesas; también la decolocar cohetes en el suelo, etcétera,etcétera. Todas las travesuras querefería iban siendo cada vez peores. Labuena señora se puso fuera de sí.Palidecía, enrojecía de cólera… Por fin,Catalina, no pudiendo ya contenerse,soltó la carcajada y huyó de la presenciade su tía. La vieja mandó llamar enseguida a la madre. Comenzó toda unahistoria. Durante dos horas, la princesaestuvo suplicando a su anciana pariente,

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con lágrimas en los ojos, que perdonasea Catalina y no insistiera en que se lacastigara, teniendo en cuenta que aún sehallaba delicada. Al principio, lasolterona no quiso escucharla. Decíaque al otro día abandonaría la casa.Solo se tranquilizó ante la promesa de laprincesa de que solo aplazaría el castigohasta que se curara su hija, y entoncesdaría satisfacción a la indignaciónlegítima de la anciana. Sin embargo,Catalina fue severamente reprendida yconducida con su madre. Pero logróescaparse después del almuerzo. Cuandoyo bajaba, me la encontré en la escalera.Entreabrió la puerta y llamó a Falstaff.

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Comprendí desde luego que meditabauna terrible venganza. Consistía en losiguiente:

La anciana princesa no conocíaenemigo más intratable que Falstaff.Falstaff no era cariñoso con ninguno,sino soberbio, vanidoso y ambicioso.No quería a nadie; pero visiblementeexigía de todos el respeto que le eradebido; y todos, en efecto, le respetabancon cierto temor. Más, de pronto, cuandollegó la anciana princesa, cambió todo yFalstaff recibió una terrible afrenta: lefue prohibido el acceso a la parte altadel edificio.

Al principio, el perro se puso fuera

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de sí ante tamaña ofensa, y durante todauna semana estuvo arañando con suspatas la puerta que conducía al piso deencima. No tardó en adivinar la causa desu exilio, y al domingo siguiente, en elmomento en que la anciana princesasalía camino de la iglesia, Falstaff searrojó sobre ella, ladrando. A la vieja lecostó trabajo escapar a la venganza delcan ofendido, que fue preterido, enefecto, por orden suya, al declararformalmente que no podía verlo. En losucesivo, el acceso a la parte alta deledificio quedó vedado para Falstaff dela manera más absoluta, y cuando iba abajar la anciana princesa, se le llevaba

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lo más lejos posible. Los domésticostenían en este asunto unaresponsabilidad formidable. Pero elvengativo animal halló por tres vecesmedio de escaparse al piso de encima.Tan pronto como se veía allá, atravesabacorriendo todas las habitaciones hastallegar a la alcoba de la vieja. Nadapodía detenerle. Por fortuna, la alcobade la princesa estaba siempre cerrada, yFalstaff se limitaba a aullar delante dela puerta hasta que acudía alguien y lehacía volver al piso de abajo. En cuantoa la anciana princesa, todo el tiempo queduraba la visita del indómito can,gritaba como si la desollaran, y siempre

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se ponía enferma de terror.Varias veces había presentado, con

tal motivo, su ultimátum a la princesa, yun día acabó por declarar que ella oFalstaff abandonarían la casa; pero laprincesa no deseaba separarse deFalstaff.

La princesa no era pródiga en susafectos. Sin embargo, a Falstaff era aquien más quería en el mundo, despuésde sus hijos. Una vez, hacía seis años, elpríncipe volvió del paseo conduciendo aun perrillo sucio, enfermo, en un estadolamentable, y que, no obstante, era unbulldog de pura raza. El príncipe lehabía salvado de la muerte; pero como

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el herido se conducía muy descortés yhasta groseramente, fue retirado al patiomás lejano y atado con una cuerda. Elpríncipe no opuso objeción alguna. Dosaños después, toda la familia se hallabaen el campo cuando el pequeño Sacha,el hermano mayor de Catalina, cayó alNeva. La princesa lanzó un grito, y suprimer impulso fue el de arrojarse alagua. Costó trabajo salvarla. Entre tanto,la rápida corriente se llevaba al niño, alque solo sus vestidos mantenían en lasuperficie. A toda prisa se destacó unalancha; pero hubiera constituido unmilagro lograr salvarle. De pronto, ungran bulldog se lanzó al río, nadó en

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dirección al niño, le agarró entre susdientes y le condujo, victorioso, a laorilla. La princesa se arrojó sobre elsucio y enojoso perro para abrazarle.Sin embargo, Falstaff —que en aquellaépoca ostentaba el nombre muy prosaicoy plebeyo de Fix—, no podía soportarlas caricias, y respondió a los abrazos ya los halagos de la princesamordiéndola en un hombro. La princesaquedó señalada para toda su vida consemejante herida; pero sureconocimiento no fue, por ello, menosimperecedero.

Falstaff fue admitido en el interiorde las habitaciones. Se le friccionó, se

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le lavó, se le puso un collar de platamuy bonito y artístico, se le instaló en elgabinete de la princesa, sobre unamagnífica piel de oso, y la dama llególuego a poder acariciarle sin tener quetemer un castigo inmediato y severo.

Cuando se enteró de que su amigo sellamaba Fix, encontró este nombre muyfeo, y, acto seguido, comenzó a buscarotro que tuviera una posible relacióncon la antigüedad. Mas los nombres deHéctor, Cerbere, etcétera, eran, enverdad, demasiado vulgares. Quería,para el favorito de la casa, un nombreperfectamente apropiado. Por fin, elpríncipe, aludiendo al fenomenal apetito

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de Fix, propuso que se llamara albulldog Falstaff. El nombre fue acogidocon entusiasmo y se le impuso al perropara siempre.

Falstaff se conducía muy bien; comoun verdadero inglés: era taciturno,grave, y no se arrojaba al primer intentosobre nadie. Solo exigía que se diera unhumilde rodeo junto a su piel de oso, yque, en general, se le testimoniara elrespeto debido. A ratos le acometía unaespecie de rencor y en tales momentos,Falstaff se acordaba con dolor de cómosu enemiga irreconciliable, que habíaosado atentar contra sus derechos, nohabía sido aún castigada. Subía entonces

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sigilosamente la escalera que conducíaal piso de encima, y como de ordinarioencontraba la puerta cerrada, se echabaen cualquier parte, no muy lejos,ocultándose en un rincón y aguardandocon disimulo a que alguien, pordescuido, dejara la puerta abierta. Aveces, el vengativo animal permanecíatres días enteros esperando. Entonces sedieron las órdenes más severas para quese vigilara la puerta, y hacía ya dosmeses que Falstaff no había subido.

—¡Falstaff, Falstaff! —llamó laprincesita, abriendo la puerta yatrayendo a Falstaff hacia la escalera.

En aquel momento, al darse cuenta

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Falstaff de que se abría la puerta, sedisponía ya a franquear el Rubicón[2].

Pero la llamada de la princesita lepareció tan inverosímil, que durantecierto tiempo renunció a creer en susoídos. Era astuto como un gato, y parano ser cogido en falta por la persona queabría la puerta, se acercó a la ventana,colocó sus poderosas patas sobre elalféizar y pareció examinar la casa deenfrente. Hizo, pues, lo que cualquierextranjero que durante su paseo sedetiene para admirar la bellaarquitectura de un edificio. Pero sucorazón palpitaba, sobresaltado por unadulce espera. ¡Cuáles no fueron su

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asombro, su júbilo y su entusiasmocuando ante él se abrió la puerta de paren par, invitándole, suplicándole quesubiese a satisfacer inmediatamente sulegítima venganza!…

Lanzando aullidos de júbilo, con laboca abierta, terrible, victorioso, partióhacia arriba como una flecha.

Su emoción era tan intensa, que lasilla que encontró en su camino yempujó con una de sus patas fue a caer ados metros de distancia, después dehaber dado una vuelta en el aire.Falstaff volaba con la velocidad de unabala de cañón.

La señora Léotard lanzó algunos

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gritos de espanto… Pero Falstaffllegaba ya junto a la puerta prohibida yla golpeaba con sus dos patasdelanteras. No logró, sin embargo,abrirla y se puso a aullar como uncondenado. A guisa de respuesta,estallaron los gritos de espanto de lavieja. Acudió de todas partes una legiónde enemigos: todo el mundo se dirigióarriba, y Falstaff, el terrible Falstaff,con un bozal diestramente amarrado a suhocico y las cuatro patas atadasabandonó el campo de batalla, vencido yconducido con una cuerda.

Se fue a buscar a la princesa.Aquella vez no se hallaba dispuesta a

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otorgar perdón ni gracia. Pero ¿A quiéncastigar?… Lo advirtió todo en seguida.Sus ojos se dirigieron hacia Catalina.¡Ella había sido!… Pálida, Catalinatemblaba de miedo. Solo entoncescomprendía la pobre princesita lasconsecuencias de su travesura. Lassospechas podían recaer sobre losservidores, sobre unos inocentes, yCatalina se hallaba ya dispuesta aconfesar toda la verdad.

—¿Eres tú la culpable? —preguntócon severidad la princesa.

Observé la palidez mortal deCatalina, y adelantándome, pronunciécon voz firme:

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—Yo he sido quien ha dejado entrara Falstaff… sin hacerlo adrede —añadí—, pues todo mi valor se desvanecióante la mirada hostil de la princesa.

—Señora Léotard, castíguela de unamanera ejemplar-dispuso la princesa.

Y salió de la habitación.Miré a Catalina. Parecía como

aturdida; sus brazos casi inertes; surostro estaba pálido y abatido.

El único castigo que se empleabapara los hijos del príncipe consistía enencerrarlos en un cuarto vacío.Permanecer dos horas en un cuarto vacíono significa nada; pero cuando seintroduce en él a un niño por la fuerza,

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contra su voluntad y declarándole que sehalla privado de su libertad, el castigoes bastante duro.

Ordinariamente, encerraban aCatalina o a su hermano durante doshoras.

Temblando de júbilo entré en miprisión. Pensaba en la princesita. Sabíaque yo había vencido. En vez de doshoras permanecí encerrada hasta lascuatro de la madrugada, y fue por lo quesigue:

Estaba encerrada desde hacía doshoras, cuando la señora Léotard recibióel aviso de que acababa de llegar deMoscú su hija, quien había caído de

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pronto enferma y deseaba verla. Laseñora Léotard partió, olvidándose demí. La doncella que se ocupaba denosotros supuso que, probablemente, yoestaría libre. Catalina fue llamada abajoy tuvo que quedarse con su madre hastalas once de la noche. Cuando volvió, seextrañó mucho de no encontrarme en ellecho. La doncella la desnudó y laacostó. La princesita tenía sus razonespara no informarse acerca de mí. Seacostó y me esperó, sabiendo que, deseguro, yo habría sido llevada alcalabozo por cuatro horas, y suponiendoque la niñera volvería conmigo. PeroNastia me había olvidado por completo,

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puesto que yo me desnudaba siempresola. Así, pues, permanecí durante todala noche encerrada.

Por la mañana, a las cuatro, oí quealguien golpeaba y empujaba la puertade la habitación. Había dormido,instalándome de cualquier modo sobreel suelo. Me desperté y empecé a gritarde miedo. Inmediatamente distinguí lavoz de Catalina, que dominaba a todaslas demás; luego, la de la señoraLéotard; después, la de Nastia, y porúltimo, la del ama de gobierno. Al pocorato se abrió la puerta, y la señoraLéotard me abrazó, con lágrimas en losojos, rogándome que la perdonara por

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haberse olvidado de mí. Deshecha enllanto, me arrojé a su cuello.

Estaba transida de frío y tenía todoel cuerpo dolorido de permanecerechada en el suelo. Busqué a Catalina;pero ya había vuelto a nuestra alcoba, sehabía reintegrado al lecho y dormía ofingía dormir. Por la noche, mientras meesperaba, se había dormidoinvoluntariamente y no se despertó hastalas cuatro de la madrugada. Entonceshabía llamado y despertado a la señoraLéotard, que ya había vuelto, a la niñeray a las criadas, liberándome.

A la mañana siguiente, toda la casase enteró de mi aventura. La princesa

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misma dijo que se me había tratado conharta severidad. En cuanto al príncipe,nunca lo había visto tan enfadado.Subió, a eso de las diez de la mañana,presa de viva emoción.

—¿Qué ha hecho usted? —dijo a laseñora Léotard—. ¿Cómo se ha portadocon esta pobre niña?… ¡Es unabarbaridad, una verdadera barbaridad!… Una niña débil, enferma, nerviosa,temerosa, y tenerla encerrada en unahabitación oscura durante toda lanoche… Ha sido para matarla… ¿Acasono conoce usted su historia?… ¡Eso esbarbarie, eso es inhumano, señora!…¿Quién lo ha ideado? ¿Quién ha podido

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inventar semejante castigo?La pobre señora Léotard, con

lágrimas en los ojos, comenzó aexplicarle lo que había ocurrido. Dijoque se había olvidado de mí porquehabían ido a buscarla de parte de suhija, que el castigo era muy benigno sino duraba mucho tiempo, y que hastaJuan Jacobo Rousseau preconizaba unacosa semejante.

—¡Juan Jacobo Rousseau, señora!…¡Juan Jacobo Rousseau no podía decireso!… ¡Juan Jacobo Rousseau no teníaderecho a hablar de educación!… ¡JuanJacobo Rousseau abandonaba a suspropios hijos, señora!… ¡Juan Jacobo

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Rousseau era un villano, señora!…—¡Juan Jacobo Rousseau!… ¡Juan

Jacobo Rousseau un villano!… Príncipe,príncipe, ¿qué decís?…

La señora Léotard era una mujerdeliciosa, y su principal cualidadconsistía en no enfadarse nunca. ¡Peroofender a uno de sus favoritos, execrarla sombra de Corneille o de Racine,tratar a Juan Jacobo Rousseau como unvillano, llamarle bárbaro! Las lágrimasasomaron a los ojos de la señoraLéotard. La viejecita temblaba deemoción…

—Estáis trastornado, príncipe —pronunció, por fin, toda turbada.

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El príncipe se repuso en seguida y seexcusó. Después se me acercó, me besóafectuosamente, se despidió de mí ysalió.

—¡Pobre príncipe! —dijo la señoraLéotard, conmovida a su vez.

Por fin nos sentamos a la mesa detrabajo; pero la princesita estabadistraída. Antes de ir a almorzar se meaproximó, muy animada; con la sonrisaen los labios se detuvo frente a mí, mepuso las manos sobre los hombros ydijo, apresuradamente, como si le dieravergüenza:

—¡Oh!… Has sido encerrada pormí… Después del almuerzo iremos a

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jugar al salón.Alguien pasaba junto a nosotras.

Catalina huyó.Después de comer, por la tarde,

bajamos al gran salón, cogidas de lamano. La princesita se mostraba muyconmovida y respiraba pesadamente. Yome consideraba feliz y estaba alegrecomo nunca.

—¿Quieres jugar a la pelota? —mepropuso—. Quédate aquí.

Me colocó en un rincón de la sala;pero en vez de alejarse y echarme lapelota, se detuvo a tres pasos de mí, memiró, enrojeció, y dejándose caer sobreel diván, ocultó el rostro entre sus

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manos. Hice un movimiento hacia ella.Creyó que pretendía marcharme.

—No te vayas, Niétochka; quédateconmigo. Esto se me pasará en seguida.

De un salto abandonó su sitio, ycompletamente roja, anegada enlágrimas, se arrojó a mi cuello. Susmejillas estaban húmedas, sus labioshinchados como cerezas, sus rizos endesorden. Me besó como una loca, elrostro, los ojos, los labios, el cuello, lasmanos. Sollozaba como si tuviera unataque de nervios. Yo me estrechabamucho contra ella, y nos enlazamosdulcemente, alegremente, como dosamigas que se encuentran después de una

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larga separación. El corazón de Catalinalatía tan precipitado, que se oían susgolpes. Una voz se dejó escuchar en lavecina estancia: llamaban a Catalinapara que fuese con la princesa.

—¡Oh, Niétochka!… Hasta la noche.Vete ahora arriba y espérame.

Me besó por última vez y se dirigióhacia donde la había llamado Nastia.Corrí arriba como resucitada. Me echésobre el diván, y con la cabeza hundidaentre los almohadones, sollocé deentusiasmo. Mi corazón palpitaba hastaromperme el pecho; no creía tenerpaciencia para aguardar. Por fin dieronlas once y me acosté. La princesita no

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subió hasta medianoche. Desde lejos mesonrió, aunque sin decir palabra. Nastiacomenzó a desnudarla, y como si lohiciera adrede, iba muy despacio.

—¡Date prisa, date prisa, Nastia! —decía Catalina.

—¿Qué tiene usted, señorita, que elcorazón le late tan fuerte? —preguntóNastia—. Sin duda, habrá usted corridopor la escalera…

—¡Ah, Dios mío, Nastia; qué pesadaeres!… ¡Date prisa, date prisa!…

Y la princesita, desesperada, golpeócon el pie en el suelo.

—Oh, qué corazón —murmuróNastia, besando el pie de la princesa,

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que había descalzado.Por fin terminó el tocado de la

noche. La princesita se acostó y Nastiasalió de la alcoba.

Al punto, Catalina saltó fuera dellecho y se precipitó hacia mí. Lancé ungrito de júbilo.

—Ven conmigo. Acuéstate en micama —pidió, haciendo que melevantara.

Un minuto después me encontraba ensu lecho. Estábamos enlazadas. Laprincesita me besaba.

—Me acuerdo de cuando me hasbesado durante la noche —dijo, rojacomo una amapola.

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Sollocé.—¡Niétochka! —suspiró Catalina a

través de las lágrimas.¡Ángel mío! Desde hace mucho

tiempo, desde hace mucho tiempo teamo… ¿Sabes desde cuándo?

—¿Desde cuándo?—Desde que papá me ordenó que te

pidiera perdón; cuando defendiste a tupadre, Niétochka… ¡Mi huerfanita!… —exclamó cubriéndome de besosnuevamente.

Lloraba y reía a la vez.—¡Ah, Catalina!…—¿Qué, qué?…—¿Por qué hace tanto tiempo

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que…?No terminé la frase. Nos abrazamos,

y por espacio de tres minutos nopronunciamos una palabra.

—Escucha: ¿pensabas en mí? —preguntó la princesa.

—Ahí… Pensaba mucho, Catalina;pensaba durante todo el día y durantetoda la noche…

—Y por la noche hablabas de mí…Lo he oído…

—¿Es posible?—¡Cuántas veces has llorado!—Ya ves tú… ¿Por qué eras tan

orgullosa?—Era una estúpida, Niétochka…

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Eso es… Estaba furiosa contra ti…—¿Por qué?—Porque yo era mala, y sobre todo,

porque tú eras mejor que yo; además,porque papá te quiere más que a mí… Ypapá es un hombre muy bueno,Niétochka, ¿verdad?

—¡Oh, sí! —respondí con lágrimasen los ojos, al acordarme del príncipe.

—Es un noble —repuso seriamenteCatalina—. ¿Qué había de hacer?…Después te pedí perdón y eso me costóllorar… Entonces me enojé de nuevocontigo…

—Ya vi que te daban ganas dellorar…

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—Bueno; cállate, tontina, llorona —continuó Catalina, cerrándome la bocacon su mano—. Después… quiseamarte; y luego, de pronto, odiarte…; yte odié, te odié…

—¿Por qué?—Estaba enojada contigo… ¡No sé

por qué!… Pero al cabo pensé: La estoyatormentando despiadadamente.

—¡Ah, Catalina!…—¡Almita mía! —prosiguió

Catalina, besándome la mano—.Después no quise hablarte en absoluto…¿Te acuerdas cómo acaricié a Falstaff?

—¡Ah!… No te da miedo de nada…—¡Cómo temblaba! —confesó la

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princesita, estremeciéndose—. ¿Sabespor qué me acerqué a él?…

—¿Por qué?—Porque tú mirabas… Cuando vi

que mirabas… Te hice pasar miedo,¿eh?… ¿Temías por mí?…

—Terriblemente…—Lo vi… ¡Y cuán satisfecha me

quedé cuando se fue Falstaff!… ¡Diosmío, qué conmovida me hallaba cuando,por fin, salió aquel monstruo!…

La princesita prorrumpió en una risanerviosa. Luego, de pronto, irguió suabrasada cabeza y empezó a mirarmefijamente. Unas lágrimas, como perlas,temblaban entre sus largas pestañas.

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—¿Qué tienes para que yo te quieratanto?… Eres paliducha, con loscabellos rubios; eres tonta, llorona, conojillos azules… una huerfanita…

Catalina se inclinó de nuevo yvolvió a besarme… Algunas lágrimas sedeslizaron por sus mejillas. Estabaprofundamente conmovida.

—¡Y cuánto te quería!… Pero yopensaba. No se lo diré. ¿Por qué meobstinaría así?… ¿Qué temía?… ¿Porqué me avergonzaba de ti?… ¡Mira, encambio, qué bien estamos ahora!…

—¡Catalina! —exclamé, loca dejúbilo—. ¡Sufro de felicidad!…

—Niétochka, escucha… Dime,

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¿quién te puso ese nombre, Niétochka?—Mamá.—¿Me contarás algo acerca de tu

mamá?—¡Todo, todo! —accedí,

entusiasmada.—¿Y dónde has puesto mis dos

pañuelos de encaje y la cinta del pelo?… ¿Por qué los cogiste?… ¡Ah, mala!…Lo sé todo…

Reí y enrojecí hasta saltárseme laslágrimas.

—Yo pensaba: La atormentaré; queespere… Y a veces me decía: Si no laquiero, si la detesto… Y tú eres mansacomo una oveja… ¡Cuánto temía que me

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considerases tonta!… Eres inteligente,Niétochka. ¿Verdad que eres inteligente?… Di…

—Basta, Catalina —interrumpí casiofendida.

—No; eres muy inteligente —contestó Catalina resuelta y seriamente—. Lo sé… Una mañana me levanté yaquello era horrible. Había estadoviéndote en sueños durante toda lanoche. Me dije: iré a ver a mamá y mequedaré abajo. Y a la noche siguiente, aldormirme, pensé: ¡Ah!… Si… si vinieracomo la otra noche. Y viniste… Yo fingídormir… ¡Qué traviesas somos,Niétochka!

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Al decir esto, me pellizcó.—¿Recuerdas, cuando te até el

zapato?—Lo recuerdo.—Estabas contenta, ¿eh?… Yo te

miraba y me preguntaba: si le arreglo elzapato, ¿qué pensará? ¡Y me sentía tanbien!… Realmente deseaba besarte… Ydespués… ¡Tiene gracia, tiene gracia!…Durante todo el camino, cuando íbamosjuntas, sentía deseos de reír acarcajadas… No podía mirarte. ¡Ibas tangraciosa!… ¡Y qué satisfecha me quedécuando fuiste al calabozo en mi puesto!…

Llamábamos calabozo al cuarto

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oscuro.—¿Tuviste miedo?—¡Oh sí!—Yo estaba contenta, no porque

habías echado sobre ti la culpa de mifalta, sino por saberte encerrada en milugar… Me decía: Está llorando ahora,y la quiero tanto… Mañana la besaré yla abrazaré… En realidad, no te teníalástima, y sin embargo, lloraba.

—Yo no lloré. Estaba muy contenta.—Niétochka, en lo sucesivo te

acostarás siempre conmigo… Además,no quiero que estés triste… ¿Por quéestás siempre triste? Me lo contarás,¿eh?…

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—Te lo contaré todo… Pero ahorano estoy tan triste… Estoy muy alegre…

—No; es menester que tengas lasmejillas sonrosadas como las mías…¡Ah!… ¡Qué de prisa viene el día demañana!… ¿Tienes sueño, Niétochka?

—No.—Pues bien: entonces hablemos.Continuamos charlando aún durante

dos horas. ¡Sabe Dios lo que dijimos!Ante todo, la princesita me expuso susplanes para el porvenir y la situaciónconforme era.

Supe que amaba a su padre más quea nadie, casi más que a mí. Después,decidimos ambas que la señora Léotard

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era una buena mujer, no excesivamentesevera. Luego trazamos nuestroprograma para el día siguiente y para elotro; en definitiva, arreglamos nuestravida para vivir de la manera siguiente:un día seria ella la que mandara, y yoobedecería; al otro día siguiente, seríalo contrario: mandaría yo y obedeceríaella…

Luego debíamos ambas mandar yobedecer igualmente; pero después unade nosotras dos, haciéndolo adrede, noobedecería. Entonces, primero nosenfadaríamos o cosa parecida, y luegonos reconciliaríamos lo más prontoposible. Por último, a causa de tanto

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como estábamos hablando, nuestros ojosse cerraban de fatiga. Catalina seburlaba de mí, llamándome dormilona;pero ella misma se durmió antes que yo.Al día siguiente nos despertamos depronto, pues iban a entrar en nuestrahabitación. Yo tuve el tiempo justo parameterme en mi lecho.

Durante todo el día no sabíamos quéhacer de contentas que estábamos.

Por fin, comencé a contarle mihistoria a Catalina. Ella se emocionabacon mi relato hasta verter lágrimas.

—¡Mala! ¿Por qué no me contasteeso antes?… ¿De modo que losmuchachos te pegaban mucho en la

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calle?…—¡Oh, sí!… ¡Les tenía un miedo!…—¡Ah! ¡Qué malos! Oye, Niétochka:

yo he visto cómo un chico le pegaba aotro. Mañana, sin decir nada, cogeré lasdisciplinas de Falstaff, y si encuentro aalguno, le pegaré mucho para que seacuerde.

Sus ojos brillaban de indignación.Así transcurrió aquel día y el

siguiente. Pero nuestro júbilo no durólargo tiempo.

La señora Léotard tenía que darcuenta a la princesa de cada uno denuestros movimientos. Nos estuvoobservando durante tres días. Por fin,

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fue a ver a la princesa y le refirió cuantohabía observado: que desde hacía tresdías no nos abandonábamos nunca, quellorábamos y reíamos como unas locas yque no cesábamos de charlar, lo cual nonos ocurría antes. Añadió que le parecíaque Catalina atravesaba una crisisenfermiza, y que, en su opinión, lo mejorsería que nos viésemos más de tarde entarde.

—Lo presentía desde hace tiempo—respondió la princesa—. Sabía queesa extraña huérfana nos causaría muchotrastorno. Lo que me han contado acercade su vida pasada es un horror, unverdadero horror… Evidentemente,

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ejerce influencia sobre Catalina… ¿Diceusted que Catalina la quiere mucho?

—Con locura.La princesa enrojeció de rabia.

Estaba celosa de mí.—Eso es natural —dijo—. Antes,

eran extrañas la una para la otra, yconfieso que yo me sentía muysatisfecha. Aunque esa huérfana es muypequeña, no respondo de nada. Usted yame comprende. Con la leche de sumadre recibió ya su educación y suscostumbres. No comprendo qué es loque el príncipe encuentra en esacriatura. Mil veces le he propuesto quela meta en un convento…

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La señora Léotard quiso intercederpor mí, pero la princesa había decididoya nuestra separación. En seguida fuerona buscar a Catalina, y una vez abajo, leanunciaron que ya no me vería hasta eldomingo siguiente, o sea, durante todauna semana.

Yo me enteré de todo esto más tarde,por la noche. Me conmoví de espanto.Pensaba en Catalina, y me parecía queella no soportaría nuestra separación.Me sentía loca de angustia, de dolor, ydurante la noche estuve enferma. Por lamañana, el príncipe fue a mi cuarto y medijo al oído que esperase. El príncipehizo cuanto pudo, pero todo fue inútil: la

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princesa no cedía. Yo estabadesesperada.

A la mañana del tercer día, Nastiame llevó una carta de Catalina. Habíaescrito con lápiz, y muy mal, losiguiente:

Estoy con mamá y no piensomás que el medio de llegar hastati. Me escaparé; te lo prometopara que no llores. Escríbeme.Te envío unos bombones. Adiós.

Le respondí en el mismo tono.Durante todo el día estuve llorando y

leyendo la carta de Catalina. La señora

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Léotard me enojaba con sus caricias.Por la tarde supe que había ido a ver alpríncipe y le había advertido que,seguramente, yo caería enferma portercera vez si no veía a Catalina, y quesentía mucho haber dicho lo que habíadicho a la princesa.

Interrogué a Nastia para saber cómoestaba Catalina. Me respondió queCatalina no lloraba, pero que estabapálida. Al día siguiente por la mañanaNastia me deslizó al oído:

Vaya usted a la habitación de SuExcelencia. Baje por la escalera de laderecha.

Tuve un feliz presentimiento.

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Oprimida por la espera, corrí haciaabajo y abrí la puerta del despacho delpríncipe. Ella no estaba allí. De pronto,Catalina me abrazó por detrás y mebesó, riendo y llorando… Pero,inmediatamente, Catalina se separó demis brazos, corrió hacia su padre, trepópor su espalda como una ardilla, y nopudiendo sostenerse, se dejó caer sobreel diván. El príncipe cayó también. Laprincesita lloraba de júbilo.

—¡Padre, qué bueno eres, qué buenoeres!…

—¡Revoltosillas! ¿Qué os hapasado? ¿Qué significa esa amistad?…

—Cállate, padre; no conoces

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nuestros asuntos.Y de nuevo nos arrojamos la una en

los brazos de la otra.Empecé entonces a examinarla más

de cerca. Había adelgazado duranteaquellos tres días; el color sonrosadohabía desaparecido de su rostro, que sepresentaba muy pálido. Lloré de tristeza.

Al cabo, llamó Nastia. Era señal deque iban por Catalina. La princesita sepuso pálida como una muerta.

—Basta, hijas. Nos reuniremos asítodos los días. Hasta mañana, y Dios osbendiga —dijo el príncipe.

Se conmovió al mirarme. Pero nohabía contado con el destino. Aquella

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misma tarde se recibió de Moscú lanoticia de que Sacha había caídogravemente enfermo y estaba casimoribundo. La princesa decidió partir aldía siguiente. Todo se desarrolló contanta precipitación, que lo ignoré hastael momento de decir adiós a Catalina. Elpríncipe había insistido en que nosdespidiéramos; la princesa no queríaconsentirlo.

Corrí hasta abajo, fuera de mí, y mearrojé a su cuello.

El coche esperaba ya junto a laescalinata. Catalina exhaló un grito alverme y cayó sin conocimiento.

Me lancé hacia ella. La princesa

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comenzó a sacudir a Catalina, quevolvió en sí y me besó.

—Adiós, Niétochka —me dijo depronto, riendo con una expresiónextraordinaria—. No me mires así. Noestoy enferma. Dentro de un mesregresaré y ya no volveremos asepararnos.

La princesita se volvió, un vez más,y me estrechó en sus brazos.

Luego nos separamos.Fue para mucho tiempo, para mucho

tiempo…Transcurrieron ocho años hasta que

volvimos a encontrarnos.He relatado adrede, con todo lujo de

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detalles, este episodio de mi infancia yla primera aparición de Catalina en mivida, porque nuestras historias soninseparables. Su novela es la mía, comosi yo hubiera nacido exclusivamentepara encontrarla y no me fuese dadorehusar el placer de transportarme, poruna vez más, en virtud del recuerdo, ami infancia.

Desde ahora, mi relato irá más deprisa. Mi existencia, de pronto, se tornótranquila, y para despertar de nuevo a lavida cuando llegué a cumplir losdiecisiete años.

Primeramente diré algunas palabrasacerca de lo que me ocurrió luego de

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haber salido para Moscú la familia delpríncipe.

Me quedé con la señora Léotard.Dos semanas después, recibimos lavisita de un emisario del príncipe, quefue a avisarnos de que la vuelta a SanPetersburgo seria diferida por algúntiempo.

Como la señora Léotard, a causa dediversas consideraciones de familia, nopodía ir a Moscú, terminó su papel encasa del príncipe. Sin embargo, sequedó con su familia y fue a casa de lahija mayor de la princesa, AlejandraMijailovna.

No he dicho nada aún acerca de

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Alejandra Mijailovna, a quien, porcierto, no había visto más que una solavez. Era la hija del primer matrimoniode la princesa.

El origen y el parentesco de laprincesa eran bastante oscuros. Suprimer marido fue primer consejero.

Tras de su segundo matrimonio, laprincesa encontró que le estorbabamucho su hija mayor. No podía esperarpara ella un partido brillante, pues sudote era muy modesta. Por fin, hacíacuatro años la habían casado con unhombre muy rico que ostentaba una altasituación. Alejandra Mijailovna habíaingresado en otra sociedad y frecuentaba

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otro mundo. La princesa acudía a verlados veces al año; el príncipe, supadrastro, todas las semanas, y llevaba,además, consigo a Catalina. En la últimaépoca, a la princesa no le agradaba queCatalina fuese a casa de su hermana, y elpríncipe la llevaba a escondidas. Lasdos hermanas se denotaban muydiferentes de carácter.

Alejandra, Mijailovna era una jovende veintidós años, tranquila, afectuosa;una especie de tristeza resignadaemanaba de su bello rostro. La seriedady la gravedad se retrataban en susangelicales facciones como eldesconsuelo en las del niño. No se la

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podía mirar sin experimentar unaprofunda simpatía hacia ella. Estabapálida, y durante la época en que la vipor primera vez se decía que se hallabapredispuesta a la tisis. Vivía aislada yno le gustaba recibir a nadie ni salir.

Recuerdo que, cuando fue a verme acasa de la señora Léotard, y conprofundo sentimiento, me besó. A sulado iba un señor de edad, delgado.Lloró al verme. Era el violinista B…Alejandra Mijailovna, me besó y mepreguntó si quería vivir con ella y serhija suya. Contemplando su rostro,reconocí a la hermana de mi Catalina, ytodo mi corazón se conmovió, como si

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alguien, una vez más, me llamasehuérfana. Entonces, AlejandraMijailovna me enseñó una carta delpríncipe. Había en ella algunas líneasdonde se hablaba de mí. Las leísollozando.

El príncipe me deseaba unaprolongada vida feliz y me rogaba queamase a su otra hija.

Catalina también había añadidoalgunas líneas. Escribía que noabandonaba nunca a su madre.

Y aquella misma tarde entré a formarparte de otra familia; fui a otra casa, avivir entre nuevas personas, arrancando,por segunda vez, de mi corazón cuanto

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se me había hecho tan caro y a aquellosque para mí constituían casi mi familia.

Me sentía muy inquieta.Una nueva vida comenzaba.

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MCAPÍTULO VI

i nueva vida se deslizaba tanquieta, tan tranquila, que me

parecía estar entre reclusos. Viví encasa de mis protectores durante más deocho años, y no recuerdo que duranteaquel tiempo, salvo muy rarasexcepciones, hubiera una velada, unalmuerzo o una reunión de amigos oparientes. Aparte de dos o tres personasque acudían muy de tarde en tarde —elmúsico B…, amigo de la casa, y losdemás visitantes que iban a ver almarido de Alejandra Mijailovna para

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tratar de sus negocios—, en la casa nose recibía a nadie.

Al marido de Alejandra Mijailovna,siempre ocupado en sus asuntos y en suservicio, le quedaba muy poco tiempolibre, que repartía por igual entre sufamilia y la vida mundana. Importantesrelaciones que le era imposibleabandonar, le obligaban a mostrarse ensociedad. Casi en todas partes sehablaba de su ambición sin límites, sibien gozaba reputación de hombre seriopara los negocios, pues ocupaba un altopuesto; y aunque la suerte y el éxitoparecían sonreírle, la opinión pública nole regateaba su simpatía. Es más, todo el

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mundo sentía hacia él una simpatíaparticular que, en cambio, se negaba enabsoluto a su mujer.

Alejandra Mijailovna vivía en elmás completo aislamiento, pero semostraba satisfecha de su suerte. Sucarácter dulce parecía formadoexclusivamente para la vida solitaria.

Se había consagrado a mí con todasu alma. Empezó por amarme como a supropia hija, y en cuanto a mí, quelloraba aún la separación de Catalina,me abandoné en los brazos maternalesde mi bienhechora. Luego mi amorardiente hacia ella no se desmintió. Erapara mí una madre, una hermana, una

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amiga; me reemplazaba a todo el mundoy fue el apoyo de mi juventud.

No tardé en darme cuenta también,por virtud de una especie de instinto, deque su suerte no era tan envidiable comopodía creerse a primera vista, juzgandosu vida sosegada y de aparienciatranquila, su libertad y la límpidasonrisa que emanaba a menudo de susemblante; a medida que me ibadesarrollando, observaba algo nuevo enla vida de mi bienhechora, algo que micorazón adivinaba lentamente,penosamente. Mi cariño hacia ellaaumentaba y se fortificaba cada vez más,al mismo tiempo que adquiría la

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conciencia de la tristeza de su destino.Tenía un carácter tímido y débil.

Contemplando los rasgos claros ytranquilos de su rostro, no cabíasuponer, a simple vista, que unaturbación cualquiera pudiese alterar suecuanimidad. No parecía que pudieradejar de amar al prójimo: la piedadllenaba siempre su alma, a despecho dela aversión. Sin embargo, tenía pocosamigos y vivía en plena soledad. Eraapasionada e impresionable pornaturaleza; pero al mismo tiempo sentíamiedo a sus impresiones, como sivigilara su corazón y no le permitieraexpansionarse, ni aun durante el sueño.

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A veces, en las horas más serenas, veíade pronto asomar las lágrimas a susojos, como si algún triste recuerdoatormentara su conciencia y se inflamarasúbitamente en su espíritu, recuerdo quevelaba su alma y la turbaba. Y cuandoparecía más dichosa, cuando más claro ytranquilo era el momento presente de suvida, más aguda era también su angustia,más amarga era su repentina tristeza, ylas lágrimas, como en una crisis, seescapaban de sus ojos. No recuerdo, alo largo de ocho años, un solo mesexento de semejante sufrimiento.

Su marido parecía amarla mucho.Ella le adoraba. Pero desde luego se

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recibía la impresión de que algoinexplicable existía entre ellos. Habíaen su vida un misterio, o al menos, así losupuse desde los primeros días.

El marido de Alejandra Mijailovnaprodujo en mí, al pronto, una impresiónindefinible que no se borró nunca. Eraun hombre alto, delgado, que diríaseocultaba de intento su mirada tras unasgrandes gafas verdes. Era pococomunicativo y frío, y aun a la vista desu mujer, parecía no encontrar nada quedecir. La gente le molestabavisiblemente. No me prestaba atenciónalguna, y sin embargo, cuantas veces nosencontrábamos reunidos los tres en el

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salón de Alejandra Mijailovna paratomar el té, me sentía molesta en supresencia.

Yo miraba a hurtadillas a AlejandraMijailovna y observaba con angustiacómo, al parecer, medía cada uno de susmovimientos, y cómo palidecía si sedaba cuenta de que su marido semostraba un tanto grave y taciturno ocómo de pronto enrojecía, cual siesperara o adivinara alguna alusión enlas palabras de su esposo. Secomprendía que a ella se le hacíapenoso estar con su marido, y aun así, seveía que no podía vivir un solo minutosin tenerle cerca. Yo estaba asombrada

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de las extraordinarias atenciones queella le guardaba. A cada palabra y acada ademán parecía emplear susenergías en complacerle, temiendo nohaber sabido adivinar lo que su maridoesperaba de ella, como si mendigara suaprobación. La menor sonrisa en elsemblante de su esposo, cualquierpalabra afectuosa la hacían feliz, cual enlos primeros momentos de un amortodavía tímido y sin esperanza. Cuidabade su marido como si estuvieragravemente enfermo; y cuando él setrasladaba a su despacho, después dehaber estrechado la mano de AlejandraMijailovna, para, según se me antojaba

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siempre, asegurarle su compasión haciaella, aparecía por completotransformada: sus mohines se tornabanal punto más libres y su conversación sehacía más alegre.

Pero una cierta molestia permanecíaen ella durante mucho tiempo, despuésque su marido se había retirado. Enseguida comenzaba a rememorar cadauna de sus palabras, como para pesarlasen su ánimo. Con frecuencia se dirigía amí para cerciorarse de si habíacomprendido bien y de si PiotrAlexandrovich se había expresadoexactamente, de tal o cual manera. Creíaque buscaba otra interpretación a lo que

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él decía, y solo al cabo de una hora seserenaba por completo, convencida yade que su marido se hallaba muysatisfecho de ella y de que ella seinquietaba en balde. Entonces, sin másni más, se ponía contenta y alegre; mebesaba, reía conmigo o se sentaba alpiano e improvisaba durante dos horas.Pero a menudo su júbilo desaparecíapronto, se echaba a llorar; y cuando yola miraba, muy turbada, aturdida yasustada, me decía al punto en voz baja,como si temiera que la oyese alguien,que aquello no era nada, que estaba muysatisfecha y que no debía inquietarmepor ella.

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Ocurría también que, en ausencia desu marido, empezaba súbitamente asentirse presa de inquietud por causa deél, y mandaba a preguntar qué hacía ointerrogaba a la doncella por qué sumarido había dado orden de engancharel coche, adonde quería ir, si estaríaenfermo, si le encontraba alegre o triste,qué había dicho, etcétera. Acerca de susnegocios y de sus ocupaciones no seatrevía siquiera a hablarle. Cuando él leaconsejaba algo o le dirigía algunapregunta, ella le escuchaba con talsumisión, manifestaba tanto miedo, quehubiérase dicho era una esclava suya. Seconsideraba feliz cuando él la hacía

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algún obsequio, como un cachivache, unlibro o una obra manual cualquiera;entonces se sentía orgullosa y se poníaal instante alegre. Su júbilo, sobre todo,era infinito cuando, por casualidad,acariciaba él a los dos niños, cosa queocurría muy pocas veces. Su rostro setransfiguraba, radiante de felicidad, y entales momentos, se mostraba hastademasiado contenta delante de sumarido. Se tornaba tan audaz, que depronto, ella misma, sin invitación, leproponía —por supuesto, tímidamente ycon voz temblorosa— que escuchara unapieza de música que había recibido, o lepreguntaba su opinión acerca de un

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libro, o le pedía permiso inclusive paraleerle una o dos páginas de un volumenque hubiera producido poco antes enella viva impresión.

A veces, el marido accedía de buengrado a aquellos deseos y hasta lasonreía con indulgencia, como a un niñomimado al cual no se quiere privar de unextraño capricho por temor aentristecerle y a turbar su inocencia.Pero, no sé por qué, yo me sentíaindignada en el fondo de mi alma anteaquella sonrisa, ante aquella indulgenciaaltiva y ante aquella desigualdad queexistía entre ellos. Callaba, me contenía,limitándome a observar atentamente lo

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que pasaba, con una curiosidad infantil,aunque también con un conocimientoprematuro y profundo.

Otras veces observaba que parecíade buenas a primeras reponerse, como sirecordara involuntariamente algodoloroso, terrible e irremediable. Almomento, la indulgente sonrisadesaparecía de su rostro, y sus ojos sefijaban en su tímida mujer con talcompasión, que yo temblaba; si entoncesme hubiera dado cuenta, como ahora mela doy, de que aquella compasión seproducía por mi causa, me habríaespantado. En aquel punto, el júbilodesaparecía del semblante de Alejandra

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Mijailovna. La música o la lecturacesaban y ella palidecía; pero secontenía y callaba. Seguía un ratopenoso, un angustioso minuto que aveces se prolongaba mucho tiempo. Porfin, su marido ponía término a aquellasituación. Se levantaba de su sitio, comosi pretendiera reprimir el despecho y laemoción; daba varias vueltas por laestancia sin articular una palabra; luegoacudía a estrechar la mano de su mujer,suspiraba a fondo, y turbado a ojosvistas, después de pronunciar algunasbreves frases, en las que se apreciaba eldeseo de consolar a su mujer, salía delaposento. Alejandra Mijailovna se

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deshacía en llanto o se sumía enprofunda tristeza.

Frecuentemente la bendecía, comose hace con los niños, al decirle adióspor la noche, y ella recibía su bendiciónvertiendo lágrimas dé reconocimiento.No puedo olvidar algunas escenas —doso tres, todo lo más, durante los ochoaños— que tuvieron lugar en nuestracasa. Alejandra Mijailovna parecíaentonces otra mujer. La cólera, laindignación se reflejaban en susemblante, por lo general, tan dulce,reemplazando su humildad perpetua y laadoración hacia su marido. A veces, latempestad se preparaba durante una

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hora. El marido se tornaba mássilencioso y taciturno que de ordinario.Por último, el corazón martirizado de lapobre mujer dejaba de sentir. Rompía ahablar con voz entrecortada por laemoción, pronunciaba, primero, frasesincoherentes plenas de alusiones yreticencias, y luego, ahogándole laangustia, prorrumpía de pronto enlágrimas y sollozos, tras de lo cualcontinuaba la oleada de indignación, dereproches, de quejas y dedesesperación, como presa de un accesoenfermizo.

Había que ver con cuánta pacienciasoportaba aquello el marido, con cuánta

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compasión le suplicaba que setranquilizara, besándole las manos yponiéndose, por último, a llorar conella. Se reponía entoncesrepentinamente, como si su concienciase levantara contra ella, reprochándoleun crimen. Las lágrimas de su marido latrastornaban, y retorciéndose las manoscon angustia, con sollozos entrecortados,imploraba a sus pies un perdón querecibía, desde luego. Pero lossufrimientos de su conciencia durabantodavía largo rato, así como suslágrimas y las súplicas para que él laperdonase. Después de semejantesescenas, durante meses enteros, se

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mostraba aún más tímida y temerosa enpresencia de su marido.

Yo no lograba comprender lo quesignificaban aquellas escenas, durantelas cuales se me enviaba siempre a mihabitación, por cierto con gran torpeza.Pero no podían ocultarse de mí porcompleto. Yo observaba, comprobaba,adivinaba, y desde el mismo comienzotuve la vaga sospecha de que aquelloencerraba un misterio, de que lasconvulsiones de aquel corazónmartirizado no debían de obedecer a unsimple estado nervioso, de que no sinmotivo el esposo tenía siempre fruncidoel ceño, de que su compasión hacia su

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pobre mujer enferma no se producía sinfundamento y hasta de que la timidez y eltemor de Alejandra Mijailovna en supresencia, aquel amor tierno y extrañoque no se atrevía siquiera a manifestardelante de él, aquel aislamiento, aquellavida de reclusión, aquel enrojecimientoy aquella palidez mortal, en fin, quealternaban en su semblante cuando sehallaba en presencia de su marido,debían de obedecer a alguna razón.

Claro que semejantes escenas eranmuy poco frecuentes, pues nuestra vidatranscurría harto monótona. Conocía yoel detalle desde muy cerca, en tanto quecrecía y me desarrollaba rápidamente;

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pero muchas impresiones nuevas queempezaban a despertarse en mí, aunqueinconscientes, me distraían de misobservaciones. Me habitué, por último,a aquel género de vida y a los caracteresde quienes me rodeaban. Sin duda, meera imposible no reflexionar a ratos,mirando a Alejandra Mijailovna; perono llegaba a obtener una conclusión. Laquería mucho, respetaba sus desdichas ytemía herir su corazón con micuriosidad. Ella me comprendía, ymuchas veces estuvo a punto de darmelas gracias por mi afecto. Ora,percatándose de mis cuidados, sonreía,y por momentos, a través de las

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lágrimas, se burlaba de sí misma,viéndose llorar tan a menudo; ora secomplacía de pronto en decirme que eramuy feliz, muy feliz: todo el mundo semostraba muy bueno para ella, todas laspersonas que había conocido hastaentonces la querían mucho; pero que loque la atormentaba era ver cómo PiotrAlexandrovich estaba siempre triste porsu causa, en tanto que ella, por elcontrario, era muy feliz, muy feliz… Yme besaba con un cariño tan intenso, seiluminaba su rostro con tanto amor, quemi corazón, si así puedo expresarme, sesentía enfermo de compasión hacia ella.

Sus facciones no se borrarán jamás

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de mi memoria. Eran regulares, y ladelgadez y la palidez realzaban más aúnel encanto grave de su belleza. Unoscabellos negros muy espesos, recogidossobre la nuca, ponían una sombra severay clara sobre sus mejillas; pero lo quesobre todo me encantaba y conmovía,por contraste, era la mirada tierna de susgrandes e infantiles ojos azules, sumirada reflejaba a ratos tantaingenuidad, que parecía repercutir cadasensación y cada transporte del corazón,todos sus instantes de tranquilidad,como también sus continuasmelancolías.

Pero durante las horas de júbilo y

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reposo, en aquella mirada que penetrabael corazón, había tanta claridad, y susojos, azules como el cielo, brillaban contanto amor, miraban con tanta dulzura,reflejaban un sentimiento tan profundode simpatía hacia todo lo noble, haciacuanto movía a la compasión, que elalma involuntariamente a ellos y deellos parecía recibir la claridad, latranquilidad moral, la paz y el amor. Delmismo modo, a veces, contemplando elcielo azul, nos sentimos dispuestos apermanecer durante horas enteras en unacontemplación feliz, y parece que elalma se hace más libre, más serena, cualsi en ella se reflejara la inmensa bóveda

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celeste. Con frecuencia, cuando laanimación coloreaba su rostro y supecho temblaba de emoción, sus ojos seconvertían en luz, como si su alma, castaguardiana de la llama pura de lo bello,se transportase a ellos. En talesmomentos, aparecía como inspirada.

Desde los primeros días después demi llegada a aquella casa, me di cuentade que ella se encontraba satisfecha alverme en su soledad —entonces solotenía un niño de un año—. Me tratócomo a una hija; no estableció nuncadiferencia alguna entre sus hijos y yo.¡Con cuánto ardor se consagró a mieducación! Al principio ponía tanto

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interés, que la señora Léotard sedivertía.

En efecto, lo habíamos comenzadotodo a la vez, de suerte que ni la una nila otra nos entendíamos ya… Así, pues,empezó a enseñarme ella misma variascosas a un mismo tiempo, con un ardoren el cual había más impaciencia queverdadera utilidad. Al pronto seentristeció un poco ante mi escaso saber;pero después de haber reído juntascomenzamos de nuevo, pues, a pesar desu primer fracaso, Alejandra Mijailovnase declaraba abiertamente contraria alsistema de la señora Léotard.

Ambas discutían, riendo; mi nueva

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educadora se oponía al empleo de todosistema. Convenía que juntas, tanteando,encontrásemos el buen camino; no sedebía atiborrar el cerebro deconocimientos inútiles; todo el éxitodependería de mi capacidad y de lahabilidad para desarrollar en mí labuena voluntad. En definitiva, teníarazón, y consiguió una completavictoria. Primero, para empezar, lasrelaciones de alumna a profesora fuerondel todo suprimidas. Trabajábamos deconsuno, y a veces ocurría inclusive queera yo la que adoptaba la actitud delprofesor. Así, pues, entre nosotras sesuscitaban discusiones; yo me esforzaba

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cuanto podía para demostrar quecomprendía bien e imperceptiblemente.Alejandra Mijailovna me traía a larazón; por fin, cuando obteníamos laverdad, yo adivinaba desde luego elprocedimiento y lo demostraba. Y trasde haberme dado cuenta de los cuidadosque me prodigaba durante horas enteras,me arrojaba a su cuello y la abrazabacon fuerza.

Mi sensibilidad le asombraba y leconmovía de una manera infinita.Empezaba a preguntarme con curiosidadacerca de mi pasado, deseandoconocerlo; y siempre, a raíz de misrelatos, se tornaba más afectuosa y más

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grave conmigo, pues a causa de midesdichada infancia, le inspiraba unacompasión respetuosa. Después de misrelatos, entablábamos prolongadasconversaciones, en el transcurso de lascuales me explicaba mi pasado de talmanera que parecía revivirlo en efecto ymostrarme muchas cosas nuevas. Laseñora Léotard encontraba a menudoaquellas conversaciones demasiadoserias, y al ver mis lágrimas las juzgabade todo punto injustificadas. Pero yopensaba justo lo contrario, pues tras deaquellas lecciones me encontraba tansatisfecha, tan ligera como si en misuerte no hubiese habido ninguna

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desgracia. Además, estaba muyagradecida a Alejandra Mijailovna,porque cada día me obligaba a quererlamás. La señora Léotard no comprendíaque así, poco a poco, se fundiera demodo armónico cuanto en otro tiempohabía conmovido prematuramente mialma.

El día comenzaba de esta suerte:Nos reuníamos en la nursery[3].Despertábamos al niño; luego lelavábamos, le vestíamos, le dábamosalgo de comer, le distraíamos y leenseñábamos a hablar; por último,abandonábamos al niño para ponernos atrabajar. Trabajábamos mucho, pero

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Dios sabe lo que significaban aquellosestudios… Lo abarcaban todo, y almismo tiempo, no definían nada.Leíamos juntas y cambiábamosimpresiones. Abandonábamos el libropara dedicarnos a la música, ytranscurrían las horas enteras sin quenos diésemos cuenta de ello. A menudo,por la tarde, llegaba B…, el amigo deAlejandra Mijailovna. La señoraLéotard acudía también. Casi siempre seentablaba una conversación animadaacerca del arte, de la vida, de larealidad y el ideal, del pasado y elporvenir, y a menudo nos ocurríaquedarnos hablando hasta muy entrada la

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noche. Yo escuchaba ávidamente, meentusiasmaba con los demás, reía o meentristecía. En el transcurso de aquellasentrevistas me enteré al detalle decuanto concernía a mi padre y a mimadre y a mi primera infancia.

Entre tanto, seguía creciendo. Se meproporcionaron algunos profesores, conlos cuales, sin Alejandra Mijailovna, nohubiese aprendido nada. Con el profesorde geografía no lograba más queestropearme la vista buscando en elmapa las ciudades y los ríos, mientrasque, con Alejandra Mijailovna,emprendíamos magníficos viajes,visitábamos un país, contemplábamos

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sus maravillas, vivíamos horasentusiastas y fantásticas. Nuestro interésera tan grande, que los libros que ellahabía leído no eran ya suficientes y nosveíamos obligadas a recurrir a nuevosvolúmenes. Bien pronto pude yo mismademostrarle al profesor cómo habíaaprendido todo lo que él deseaba. Sinembargo, debo hacerle justicia diciendoque hasta el último momento conservosobre mí la ventaja de conocerimperturbablemente la longitud y lalatitud de cualquier ciudad, así comotambién la cifra de su población.

Al profesor de historia se le pagabamuy escrupulosamente; pero cuando

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había salido, Alejandra Mijailovna y yoestudiábamos la historia a nuestramanera. Cogíamos libros y leíamos, aveces hasta hora muy avanzada de lanoche, o más bien, para decir verdad,era Alejandra Mijailovna la que leía,aunque cumplía también con lasfunciones propias del censor. Noexperimenté nunca mayor entusiasmoque al final de aquellas lecturas. Las dosnos animábamos, como si fuésemosnosotras mismas los héroes. Sin duda,leíamos mucho entre líneas. Además,Alejandra Mijailovna relataba muy bien;hubiérase dicho que cuanto narrabahabía ocurrido en su presencia. Aunque

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aquel entusiasmo era muy extraño, yosabía que conmigo se tranquilizaba.

Recuerdo que, frecuentemente,reflexionaba al contemplarla yadivinaba sus pensamientos, pues aunantes de haber empezado a vivir conocíamucho la vida.

Cumplí los trece años. La salud deAlejandra Mijailovna empeoraba pordías. Se tornaba irritable, con accesosde tristeza largos y agudos. Las visitasde su marido se hacían más asiduas. Sequedaba con ella, aunque, como antes,sin decir una palabra y cada vez másceñudo. Su vida comenzaba ainteresarme mucho. Había salido ya de

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la infancia; diversas impresiones nuevasse formaban en mí; observaba, dabavueltas a mi imaginación, y suponía…El misterio de aquella familia meatormentaba cada vez más. En ciertosmomentos me parecía comprender algode aquel misterio. Otras veces mevolvía indiferente, apática, aburrida;olvidaba mi curiosidad al no hallarsolución para ninguna de mis preguntas.Por último, cada vez con másfrecuencia, experimentaba la extrañanecesidad de quedarme sola yreflexionar, reflexionar incesantemente,como en la época en que vivía aún conmis padres, cuando, antes de trabar

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amistad con mi padre, me oculté duranteun año en un rincón para pensar, parameditar, para observar, de suerte que mevolví por completo salvaje al vivir entrelos vecinos fantásticos creados por miimaginación. La única diferenciaconsistía en que, a la sazón, tenía másimpaciencia, más angustia, mayor deseode movimiento, hasta el extremo de queno podía ya concentrarme en un solopunto como en otro tiempo.

En cuanto a Alejandra Mijailovna,parecía alejarse de mí. A mi edad yoapenas podía ser ya su camarada. Ya noera una niña. Interrogaba acerca dedemasiadas cosas y a ratos la miraba de

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tal manera, que ella se veía obligada abajar los ojos delante de mí. Habíamomentos extraños. Yo no podía ver suslágrimas, y a menudo las mías acudían amis ojos al mirarla. Me arrojaba a sucuello y la besaba con ardor. ¿Qué podíaresponderme? Yo comprendía que erauna gran carga para ella. En otrosmomentos —y esto era siempre penoso ytriste— ella misma, como desesperada,me besaba fuertemente, pareciendobuscar mi simpatía, como si no pudierasoportar su soledad, como si yo lacomprendiese ya, como si hubiéramossufrido juntas.

No obstante, existía un misterio entre

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nosotras, y yo misma comenzaba aalejarme de ella. Su presencia se mehacia penosa; además, pocas cosas nosreunía entonces: solo la música; pero elmédico se la había prohibido. ¿Loslibros? Cada vez se iba haciendoaquello más difícil; no se hallaba enestado de leer conmigo. Los habríamosdetenido en la primera página: cadapalabra podía ser una alusión; cadafrase, un equívoco. Evitábamos laconversación directa, calurosa e íntima.

Pero justamente en aquel momento,la suerte, tan imprevista, proporcionó,de la manera más extraña, otraorientación a mi vida. Mi atención, mis

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sentimientos, mi corazón, mi espíritu, enuna tensión que llegaba al entusiasmo,tomaron otro rumbo. Sin notarlo meencontré transportada a un mundo nuevo.No tenía tiempo de retroceder, de miraren torno mío, de reflexionar: podíaperderme, yo misma lo comprendía;pero la tentación era más fuerte que eltemor, y me abandonaba al azar con losojos cerrados. Me resistía por muchotiempo a aceptar aquella existencia queempezaba a constituir para mí una carga,y en la cual, con tanta avidez einutilidad, había buscado una huida. Heaquí lo que sucedió:

El comedor tenía tres salidas. Por

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una se llagaba a las habitaciones derecepción; por otra, a la cocina y a lanursery, y por la tercera, a la biblioteca.En la biblioteca, otra puerta daba aldespacho donde permanecíaordinariamente el secretario de PiotrAlexandrovich, que era a la vez suamanuense, su apoyo y su hombre deconfianza. Él guardaba la llave de labiblioteca. Separaba mi cuarto de estaaquel despacho. Un día en que elsecretario no estaba en casa, después decomer, encontré la llave de labiblioteca. Me invadió la curiosidad, yaprovechando mi hallazgo, entré en ella.Era una pieza bastante grande, con

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mucha luz, donde había ocho grandesarmarios llenos de libros. PiotrAlexandrovich recibió la mayor parte deaquellos libros en una herencia. Otraparte fue adquirida por AlejandraMijailovna, que compraba volúmenessin cesar.

Hasta entonces no se me habíadejado leer sino con la mayorcircunspección, y adivinaba fácilmenteque se me ocultaban muchas cosas, lascuáles constituían para mí un misterio.Así, pues, con una gran curiosidad, en untransporte de temor y júbilo, presa de unsentimiento particular; abrí el primerarmario y cogí la primera obra que cayó

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en mis manos. En aquel armario habíanovelas. Tomé una, volví a cerrar elarmario y trasladé el libro a mi cuarto.Experimenté una sensación extraña; melatía el corazón con fuerza, como sipresintiera que un gran cambio seoperaba en mi existencia. Tan prontocomo llegué a mi habitación, me encerréy abrí la novela. Pero no podía leer.Otra cosa me preocupaba. Necesitabaprimero asegurarme definitivamente laposesión de la biblioteca; era menesterque nadie pudiese concebir dudas, conel fin de que yo lograra en cualquiermomento coger los libros que quisiera.Para conseguirlo, aplacé mi placer hasta

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un instante más propicio. Coloqué ellibro en su sitio y oculté la llave en mihabitación. Aquel era el primer actomalo que cometía.

Temía las consecuencias; pero todose arregló a medida de mis deseos. Elsecretario de Piotr Alexandrovich,después de haber buscado la llave,durante todo un día y parte de la noche,por el suelo, con una bujía, se decidió,por la mañana, llamar a un cerrajero.Así terminó el asunto, y no se volvió ahablar más de la llave perdida. Yo meconduje en aquella ocasión con tantaprudencia y astucia, que estuveesperando durante una semana antes de

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volver a entrar en la biblioteca, no sinhaberme convencido totalmente de queno existía el peligro de que sesospechara de mí. Escogiendo unmomento en que el secretario no estabaen casa, me dirigí a la biblioteca por lapuerta del comedor. El secretario dePiotr Alexandrovich se contentaba contenerla en el bolsillo, sin tener nuncacontacto más directo con los libros, ysin entrar siquiera en la estancia dondepermanecían guardados.

Desde entonces comencé a leer conavidez, y bien pronto la lecturaconstituyó mi pasión. Todas mis nuevasnecesidades, todas mis aspiraciones

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recientes, todos los transportes vagosaún de mi adolescencia, que surgían enmi alma de una manera tan turbadora yeran provocados por mi precozdesenvolvimiento, todo aquello, desúbito, se precipitó en una dirección,pareció satisfacerse por completo conaquel alimento nuevo y hallar en él sucurso normal. Al poco tiempo, micorazón y mi cerebro se encontraron tanhalagados, y mi fantasía se desarrollótan ampliamente, que parecía olvidarcuanto me había rodeado hasta entonces.Diríase que la suerte misma me deteníaen el umbral de la nueva vida a que meosaba, en la cual pensaba día y noche, y

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que, antes de abandonarme a emprenderla prolongada marcha, me hacíaascender a una altura desde donde podíacontemplar el porvenir en unmaravilloso panorama, bajo unaperspectiva brillante y maléfica. Meveía destinada a vivir todo aquelporvenir después de haberlo aprendidoen los libros, a vivir los sueños, lasesperanzas, la dulce emoción de miespíritu juvenil. Inicié mis lecturas sinestablecer método alguno, por el primerlibro que cayó en mis manos. Pero eldestino velaba por mí. Cuanto habíaaprendido y vivido hasta aquel día eratan noble, tan austero, que una página

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impura o mala no habría podidoseducirme. Mi instinto de niña, miprecocidad, todo mi pasado velaban pormí, y entonces, mi conciencia meiluminaba toda mi vida En efecto, cadauna de las páginas que leía me eraconocida, parecía vivida ya, como sitodas aquellas pasiones, como si todaaquella vida que se levantaba ante míbajo formas inesperadas, enmaravillosos cuadros, la hubieseexperimentado antes.

¿Y cómo podía no sentirmeenajenada hasta el olvido del presente,hasta el olvido de la realidad, cuandoante mí, en cada libro que leía, se

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concretaban las leyes de un mismodestino, el mismo espíritu de aventuraque reina en la vida del hombre queproviene de la ley fundamental de lavida humana y constituye la condiciónde su salvación y su felicidad? Esta leyera la que yo presentía, la que procurabaadivinar con todas mis energías, contodos mis instintos y casi por unsentimiento de salvaguardia. Parecíaprevenirme, como si existiera en mialma algo profético, y cada día laesperanza crecía más, mientras al mismotiempo aumentaba cada vez más mideseo de entrar en aquel porvenir, enaquella vida.

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Sin embargo, como ya he dicho, mifantasía aventajaba a mi impaciencia, ya decir verdad, solo era muy audaz ensueños; ante la realidad, permanecíainstintivamente tímida con respecto delporvenir.

Así, pues, inconscientemente,resolví contentarme, mientras esperaba,con el mundo de la fantasía y delensueño, donde yo estaba sola paraobrar, donde solo existían los goces ydonde la desgracia, cuando eraadmitida, solo desempeñaba un papelpasivo, pasajero: justamente elnecesario para establecer el contraste yel brusco cambio de la suerte en el

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desenlace afortunado de mis novelas.Semejante vida —vida de

imaginación, vida ajena a cuanto merodeaba— duró tres años.

Aquella vida constituía mi secreto, ydurante tres años enteros no supe sidebía temer o no que se descubriera. Loque viví durante aquellos tres años mefue demasiado querido, demasiadoíntimo; en todas aquellas fantasías mereflejaba yo misma demasiado, hasta elpunto de que llegaba a aturdirme,asustada de cualquier mirada extraña,que, por casualidad, sondeara en mialma.

Además, todos nosotros vivíamos en

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la casa tan aislados, tan fuera del tratosocial, con tal calma monástica, queinvoluntariamente en cada uno denosotros se desarrollaba la tendencia areplegarse en sí mismo. Y esto era loque me ocurría.

Durante aquellos tres años, nadacambió en mi derredor; todo permanecíacomo antes. Como antes, reinaba entrenosotros una monotonía triste, quehubiera podido atormentar mi alma yorientarla hacia un camino tal vezpernicioso. La señora Léotard habíaenvejecido, y no salía ya, apenas de sucuarto. B… resultaba muy monótono, yel marido de Alejandra Mijailovna

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continuaba tan severo y tan ceñudo comoen otro tiempo. Entre él y su mujerreinaba, como antes, el mismo misterio,que comenzaba a parecerme cada vezmás horrible, y cada día temía más porAlejandra Mijailovna. Su vida triste ymonótona se extinguía a mis ojos. Susalud empeoraba de día en día. Unaespecie de desesperación parecíahaberse apoderado de su alma. Sehallaba visiblemente bajo la impresiónde algo desconocido, indefinido, de locual ella misma no podía darse cuenta;algo terrible, y al mismo tiempo,incomprensible, aunque lo aceptabacomo la cruz de su vida condenada. Su

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corazón se endurecía en aquelsufrimiento sordo, y hasta su espírituadquiría una apariencia penosa. Lo queme conmovía sobre todo, era cómo, porlo visto, a medida que yo iba creciendo,ella se alejaba de mí. Hasta en ciertosmomentos recibía la impresión de queno me quería, de que yo era un estorbopara ella.

Ya he dicho que me alejé de ellavoluntariamente, y que, una vez lejos,me encontré como contaminada por elmisterio de su propio carácter. He aquípor qué cuanto viví durante aquellos tresaños, cuanto nacía en mi alma, en misensueños, en mis esperanzas, en mis

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entusiasmos apasionados, todo aquellopermanecía en mí.

Desde el día en que nos separamosuna de otra, no habíamos vuelto areunirnos nunca. No obstante, creíaquererla cada día más. Ahora no puedorecordar, sin que las lágrimas acudan amis ojos, hasta qué punto me hallabaunida a ella, hasta qué punto habíaprendido en mi corazón paraprodigarme.

Todos los tesoros de amor queencerraba, y para cumplir hasta el finalsu abnegación al constituirse en mimadre. Claro que su propio dolor laseparaba a veces de mí por mucho

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tiempo; parecía entonces olvidarme,tanto más cuanto que yo mismaprocuraba no acordarme de ella, y poresto mis dieciséis años llegaron sin quenadie lo notara. Pero, a momentos,Alejandra Mijailovna empezaba depronto a inquietarse por mí, me llamaba,me dirigía multitud de preguntas, comopara conocerme mejor; adivinaba misdeseos y me prodigaba sus consejos acada instante. Pero se habíaacostumbrado ya a prescindir demasiadode mí, pues a veces obraba hartoingenuamente, y yo lo notaba y locomprendía todo.

Un día —no tenía yo aún dieciséis

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años—, habiendo examinado uno de mislibros, me interrogó acerca de mislecturas, y advirtiendo que yo no habíasalido aún de las obras para niños,pareció horrorizarse de repente. Yo lacomprendía y la seguía atenta. Durantedos semanas enteras, parecióprepararme y darse cuenta del grado demi desarrollo y mis necesidades. Porfin, se decidió a tomar unadeterminación, y sobre nuestra mesaapareció Ivanhoe, de Walter Scott, queyo había leído hada mucho tiempo, lomenos tres veces. Al principio, con unaatención tímida, siguió mis impresiones,escrutándolas, como si tuviera miedo de

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ellas. Por último, desapareció aquellatensión, sobrado forzada; nosentusiasmamos las dos, y me considerétan feliz, tan feliz, que no pude yaocultarme a ella. Cuando llegamos alfinal de la novela, ella se hallaba tanentusiasmada como yo. Cada una de misobservaciones era juiciosa; cadaimpresión, precisa. A sus ojos, yoaparecía ya desarrollada del todo.Poseída por mi entusiasmo, se dedicóalegremente a seguir mi educación. Seprometía no separarse ya de mí; pero nodependía de ella. Bien pronto nosseparó de nuevo la suerte e impidiónuestra reconciliación. Bastó para ello

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el primer acceso de su enfermedad, sudolor perpetuo, y después, de nuevo, seinterpuso el misterio, la desconfianza,quizá también, el odio.

Sin embargo, aun en tales momentos,había minutos que se escapaban anuestro poder. La lectura, algunaspalabras de simpatía cambiadas entrenosotras, la música, nos hacíanolvidarlo todo, y nos decíamosdemasiado; luego nos sentíamosmolestas una frente a otra. Tras de haberreflexionado, nos mirábamos comoasustadas, con una curiosidad plena desospechas y desconfianza. Cada una denosotras conservaba su límite hasta el

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cual podíamos llegar a franquearnos,pero ni lo deseábamos siquiera.

Una tarde, al anochecer, leía yodistraídamente un libro en el gabinete detrabajo de Alejandra Mijailovna. Ellaestaba sentada delante del piano,improvisando sobre uno de sus motivosfavoritos de la música italiana. Cuandopasó, por fin, a la pura melodía,transportada por la música que mepenetraba el corazón, comencétímidamente, a media voz, a tararearaquel aire. Bien pronto, arrebatada porcompleto, me levanté de mi sitio y meacerqué al piano. Alejandra Mijailovna,como si hubiera adivinado mi intención,

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continuó acompañándome, siguiendo conamor cada nota de mi voz. Parecíaemocionada ante su riqueza. Hasta aqueldía no había cantado nunca delante deella y yo misma no sabía si tenía voz.Pero aquella tarde, de pronto, las dosnos excitamos; yo subía la voz cada vezmás, y el asombro de AlejandraMijailovna estimulaba en mi más aún lafuerza y la pasión. Por fin terminó micanto con tanta vida y fuerza, que,entusiasmada, me cogió las manos y memiró con júbilo.

—Anita, tienes una voz admirable—dijo—. ¡Dios mío!, ¿cómo no lo habrénotado antes?

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—Yo misma no lo sabía —respondí,enajenada de placer.

—¡Dios te bendiga, mi querida niña!¡Dale las gracias por haberte concedidoese don!… ¡Quién sabe!… ¡Oh, Diosmío, Dios mío!…

Estaba tan conmovida ante aquelhallazgo inesperado, tan loca de júbilo,que no sabía cómo decírmelo, cómoacariciarme. Se presentaba uno deaquellos minutos de revelación de lamutua simpatía, de la aproximación quedesde hacía mucho tiempo no habíamostenido. Una hora después, como si sehiciera fiesta en la casa, se mandóllamar a B… Mientras le esperábamos,

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cogimos al azar otro trozo de músicaque yo conocía mejor. Aquella veztemblaba de miedo. Temía destruir laprimera impresión. Pero en breve mipropia voz me animó y me devolvió laconfianza. Yo misma me hallabasorprendida de su fuerza, y aquellasegunda experiencia disipó todo temor.En su acceso de júbilo impaciente,Alejandra Mijailovna hizo acudir a sushijos y hasta a la niñera, y por último, enel paroxismo de su entusiasmo, fue abuscar a su marido al despacho, lo cualno se había atrevido a hacer nunca enningún otro momento.

Piotr Alexandrovich escuchó la

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noticia con una gran benevolencia; mefelicitó y fue el primero en decir queconvenía que se me dieran algunaslecciones. Alejandra Mijailovna,satisfecha y agradecida, como si setratara de ella, le besó las manos. Alcabo apareció B… El viejo se mostrabamuy contento. Me quería mucho. Seacordaba de mi padre y de su pasado.Canté en su presencia dos o tres pasajes.Entonces, en actitud seria y cuidadosa, yaun con cierto misterio, declaró que,indiscutiblemente, yo tenía facultades eincluso talento, y que le era imposibleno hacerme trabajar. Más tarde, comoreponiéndose, los dos —él y Alejandra

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Mijailovna—, considerando peligrosoalabarme demasiado al principio,comenzaron a hacerse señas con losojos; pero su conjuración era tan ingenuay tan torpe, que la advertí desde luego.Reí durante todo el tiempo, al ver cómo,después de cada nuevo pasaje, seesforzaban por reprimirse y adredeponían reparos en alta voz acerca de misdefectos. Mas no pudieron contenersemucho tiempo, y B…, otra vezemocionado de júbilo, llegó acontradecirse.

Yo no había dudado jamás de que mequería mucho. Durante toda la veladaaquello constituyó la conversación más

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amigable y más deliciosa. B… referíaanécdotas acerca de los cantantes y delos artistas conocidos, y luego habló conentusiasmo, casi con adoración, de uno.Después, la conversación volvió arecaer sobre mí, sobre mi infancia,sobre el príncipe y su familia, de la cualhabía oído hablar muy pocas veces, apartir de nuestra separación. AlejandraMijailovna misma conocía muy pocascosas sobre aquel particular. B… era elmejor informado, porque había idovarias veces a Moscú; pero al tocar estepunto, la conversación adquirió un tonomisterioso e incomprensible para mí.Dos o tres observaciones relativas al

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príncipe me llamaron la atenciónparticularmente. Alejandra Mijailovnapreguntó por Catalina; pero B… nopodía decir nada a aquel respecto, yhasta con intención, se callaba.

Aquello me extrañó. No solo nohabía olvidado a Catalina; no solo miantiguo afecto hacia ella no se habíaextinguido, sino que, por el contrario, nopodía pensar siquiera que hubiesepodido producirse un cambio enCatalina. La separación, aquellos largosaños vividos en el aislamiento, durantelos cuales ninguna habíamos tenido lamenor noticia de la otra, la diferencia denuestra educación y de nuestros

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caracteres desaparecían para mí. En unapalabra, Catalina no había desaparecidonunca de mi imaginación. Me parecíaque había vivido siempre conmigo,sobre todo durante mis ensueños y enmis novelas; en mis aventuras fantásticasíbamos juntas, cogidas de la mano. Meimaginaba ser la heroína de cada novelaque leía; situaba inmediatamente junto amí a aquella amiga de mi infancia, ydesdoblaba la novela en dos partes, delas cuales, una era creada por mí,relacionándola con mis autoresfavoritos.

Por último, en nuestro consejo defamilia se decidió llamar a un profesor

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de canto. B… nos recomendó al másconocido, al mejor. Al día siguiente, elitaliano D… se presentó en nuestra casa.Me hizo cantar y se manifestó de lamisma opinión que su amigo B…; perodeclaró que me sería mucho másprovechoso ir a trabajar a su clase conlos demás alumnos, que la emulación ylas múltiples ocasiones de instruirmeserían favorables al desarrollo de mivoz. Alejandra Mijailovna aceptó, y apartir de aquel día, tres veces porsemana asistí a la clase, a las ocho de lamañana, acompañada por una doncella.

Referiré ahora un acontecimientoque produjo en mí una gran impresión y

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señaló un nuevo período de miexistencia.

Tenía entonces dieciséis añoscumplidos. En mí, de pronto, semanifestaba una apatía incomprensible.Todos mis sueños, todos misentusiasmos, todas mis excentricidadeshabían desaparecido. Una fríaindiferencia había reemplazado elantiguo ardor de mi alma. El arte mismoperdió para mí su atractivo, y loabandoné. Nada me distraía ya, hasta elpunto de que sentía indiferencia haciaAlejandra Mijailovna. Mi apatía erainterrumpida por tristezas sin causa ypor lágrimas. Buscaba la soledad… A la

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sazón, un suceso extraño trastornó mialma y trocó aquella negligencia en unaverdadera tempestad. He aquí lo queocurrió.

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ECAPÍTULO VII

ntré en la biblioteca —estoconstituirá siempre para mí un

hecho memorable—, de donde cogí unanovela de Walter Scott, Las aguas deSaint-Roñan, la única obra de este autorque aún no había leído. Recuerdo queuna tristeza sin motivo me atormentaba;era como una especie de presentimiento.Sentía deseos de llorar. La estanciaaparecía muy iluminada por los rayosoblicuos del sol poniente. Todo estabasilencioso. En las habitaciones próximasno había un alma. Piotr Alexandrovich

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no estaba en casa, y AlejandraMijailovna se encontraba enferma yacostada. Yo lloraba. Cuando abrí ellibro por la segunda parte, lo hojeé,tratando de hallar sentido a las frasesque se ofrecían a mis ojos. Parecíaadivinar que iba a distraerme abriendoun libro así. Recuerdo que acababa decerrar el volumen para abrirlo despuésal azar, con el fin de leer, pensando enmi porvenir, la página por donde seabriera. Al abrir el libro encontré unahoja de papel de cartas hecha cuatrodobleces y muy bien plegada, como sihubiera sido puesta en aquel volumendesde hacía varios años y permaneciese

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allí olvidada.Con una gran curiosidad empecé a

examinar mi hallazgo. Era una carta sindirección y firmada con dos iniciales: S.O. Mi atención aumentó. Abrí la talcarta, cuyas hojas estaban casi pegadas,y las cuales, a causa de su prolongadapermanencia entre las páginas, habíanseñalado sobre ellas un clarorectángulo. Los pliegos estabanamarillentos. Se veía que, en otrotiempo, había sido leída con frecuenciay guardada como un tesoro. Algunasfrases atrajeron mi mirada, y mi corazónpalpitó de emoción. Daba vueltas entremis manos a aquella misiva, como para

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retrasar a propósito el momento de lalectura. La trasladé furtivamente hacia laluz. Sí, sobre aquellas líneas habíahuellas de lágrimas; habían dejadomanchas sobre el papel, y en algunossitios, habían borrado los caracteres.¿De quién serían aquellas lágrimas?…Por fin, no pudiendo contenerme más, leíla mitad de la primera página, y un gritode asombro se escapó de mi pecho.

Coloqué el libro en su sitio, volví acerrar la biblioteca, y con la epístola enel pecho, corrí hacia mi habitación. Meencerré en ella y comencé a leer denuevo la carta. Mi corazón latía tanto,que las palabras danzaban ante mis ojos.

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Necesité largo rato para empezar aenterarme. Aquella misiva me descubríauna parte del misterio. Me hirió como unrayo, pues comprendí a quién ibadirigida. Sabía que, leyendo aquellacarta, casi cometía un crimen; pero micuriosidad era más fuerte que yo. Lacarta estaba dedicada a AlejandraMijailovna. Comprendí con vaguedad loque contenía, y durante mucho tiempoobsesionó penosamente mi imaginación.Desde aquel día comenzó para mí unanueva vida. Mi corazón acababa de serconmovido para luengos años, casi parasiempre. Había adivinado con precisiónmi porvenir.

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Aquella carta era una última, unadesgarradora despedida. Cuando la leísentí una gran opresión en el corazón,como si yo misma lo hubiera perdidotodo, como si todo hubiese huido paramí, como si nada me quedara, salvo lavida, que ya no se me hacía necesaria.¿Quién era el que escribió aquellacuita?… ¿Cuál hubo de ser su vidadespués?… En la epístola había tantasalusiones, que quien leyera no podíaequivocarse, y al mismo tiempo,contenía tantas preguntas, que no podíaperderse en conjeturas. Yo apenas meequivoqué. Además, el estilo revelabamuchas cosas; descubría el carácter de

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la amistad que uniera dos corazones. Heaquí la carta. La transcribo casiliteralmente:

Has dicho que no meolvidarás. Te creo, y de ahora enadelante toda mi vida está enesas palabras. Necesitamossepararnos: ha llegado nuestrahora. Lo sabía desde hace muchotiempo, encanto mío; pero hastaahora no lo he comprendido.Durante toda nuestra época,durante toda la época en que mehas amado, mi corazón hasufrido por nuestro amor, y

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créelo, ahora me siento másligero. Sabía desde hace muchotiempo que esto tendría su fin;que era fatal que así fuese.Escúchame, Alejandra: nosotrossomos desiguales, y yo lo hecomprendido así siempre,siempre… Soy indigno de ti ysolo yo debía ser castigado porla felicidad vivida.

Di, ¿qué era yo para ti antesde conocerte?… ¡Dios mío!…Han transcurrido ya dos años, yhasta ahora he sido como unhombre sin conocimiento; hoymismo no puedo comprender por

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qué me has amado. Acuérdate delo que yo era en comparacióncontigo. ¿Era yo digno de ti?¿Poseía algún mérito particular?Ante ti resultaba grosero y torpe;mi carácter era triste y taciturno.No deseaba otra vida ni pensabaen ella; no la anhelaba ni queríaanhelarla. Todo en mí se hallabaoprimido, y no veía nada en elmundo más importante que mitrabajo cotidiano y maquinal. Nome cuidaba del mañana; hastapara este cuidado me mostrabaindiferente. Antes —hace muchotiempo de esto— pensé en algo.

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Pensé como un tonto. Pero luegotranscurrieron muchos días ycomencé a vivir solo,severamente, tranquilamente, sinsentir siquiera el frío que helabami corazón. Todos mis ensueñosestaban adormecidos. Sabía —lohabía decidido— que nunca otrosol brillaría para mí. Lo creía yno me indignaba, porque debíaser así. Cuando pasaste pordelante de mí, no comprendí quepudiera atreverme a levantar losojos hasta ti. Era como unesclavo en tu presencia. Micorazón no temblaba junto a ti,

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no me decía nada de ti. Estabaseteno. Mi alma no reconocía latuya, aunque sentía la dulzurajunto a su hermana maravillosa.

Lo supe, lo comprendísúbitamente. Aquello podíasentirlo, porque el sol luce parael más insignificante de losinsectos, le da calor y loacaricia, como a la flor másadmirable junto a la cual seencuentra. Cuando lo supe todo—¿te acuerdas de aquella tarde?—, después de las palabras quetrastornaron mi alma, me sentícegado, emocionado, todo se

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ensombrecía en mí, y tú sabesque me hallaba tan aburrido queno creía comprenderte. Nunca tehablé de esto; tú no sabíasnada…

Si hubiera podido, si mehubiera atrevido a hablarte, te lohabría confesado todo hacemucho tiempo; pero me callé…

Y ahora lo diré todo con elfin de que sepas a quiénabandonas, de qué hombre teseparas. ¿Sabes que tecomprendí desde luego?… Lapasión me invadió como elfuego, se infiltró en mi sangre

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como un veneno y turbó todasmis ideas, todos missentimientos. Estabaembriagado, estaba comomareado, y a tu amor puro,misericordioso, no respondícomo de igual a igual, como sifuese digno de tu amor, sigo sincomprender ni sentir. No tecomprendí. Te respondí como ala mujer que, ante mi condición,hasta se olvidaba de mí, y nocomo a la que quisiera elevarmehasta ella.

¿Sabes qué era lo que habíasospechado, lo que significaba

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olvidarse de mí?… Pero no, note ofenderé con mi confesión. Tediré solo que estasprofundamente equivocada conrespecto a mí. ¡Nunca, nuncahabría podido elevarme hasta ti!No podía contemplarte en tuamor ilimitado hasta que te hubecomprendido. Sin embargo, estono borra mi falta. Mi pasiónintensa hacia ti no era amor. Elamor no lo tenía; no me atrevía aamarte. En el amor existereciprocidad, igualdad, y yo eraindigno de eso. ¡No sabía lo queexistía en mí!

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¡Oh! ¿Cómo explicártelo?¿Cómo hacértelo comprender?…Al principio, no creí en ello…¿Te acuerdas de que cuando miprimera emoción fue calmada,cuando mi primera mirada seiluminó, cuando no quedaba másque un solo sentimiento —el máspuro—, entonces mi primer gestofue de asombro y de miedo?¿Recuerdas cómo, sollozando,de improviso me arrojé a tuspies?… ¿Recuerdas cómo,confusa, asustada, con lágrimasen los ojos, me preguntaste quétenía?… Me callé; no podía

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responderte; pero mi alma sedesgarraba, mi felicidad meoprimía como una cargainsoportable, y mis sollozosdecían en mí: ¿Por qué? ¿Por quéhe merecido esto? ¿Por qué hemerecido la felicidad? ¡Oh!¡Cuántas veces —tú lo sabías—,cuántas veces, a escondidas,besé tu ropa, porque meconsideraba indigno de ti!… Yentonces, mi corazón latíadespacio, con fuerza, como siquisiera detenerse parasiempre… Cuando estrechaba tumano, me tornaba pálido y

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tembloroso. Me encontrabaturbado por la pureza de tu alma.

¡Oh!… No puedo expresartetodo lo que se acumula en micorazón, y que tanto deseodecirte… ¿Sabes que tu cariñoconstante hacia mí me eradoloroso? Sufría. Cuando mebesaste —solo una vez, y no loolvidaré nunca— una niebla velómis ojos y mi alma entera seconmovió. ¿Por qué no caímuerto, en aquel instante a tuspies?… Te tuteo por primeravez, a pesar de que tú me lopediste muchas veces.

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¿Comprendes lo que quierodecir?… Quiero decírtelo todo,y te lo diré. Sí, me amas; me hasamado, como una hermana ama asu hermano; me has amado comoa tu creación, porque hasresucitado mi corazón, hasdespertado mi espíritu y hasvertido en mi alma la dulceesperanza. Y yo no podía, no meatrevía… Hasta hoy, jamás tellamé hermana mía, porque yo nopodía ser tu hermano, porque nosomos iguales, porque teequivocas conmigo…

Ya ves, solo hablo de mí.

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Ahora mismo, en este momentode terrible desgracia, no piensomás que en mí, aunque sé, noobstante, que sufres por causamía. ¡Oh, mi querida amiga, no teatormentes por mí! ¡Si supierascuán humillado me siento hoy amis propios ojos!… ¡Todo se hadescubierto, y ha producido tantoescándalo! A causa mía se terepudiará, se te arrojará a lacara el desprecio, la burla,porque a los ojos de los demás,yo soy muy ruin… ¡Oh! ¿Soyculpable de no ser digno de ti?Si fuese algo importante, si

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inspirara más respeto, teperdonarían… Pero soy ruin, soyinsignificante, soy ridículo, ynada existe peor que serridículo… ¿Sabes en quésituación me encuentro ahora?…Me burlo de mí mismo, y meparece que todos tienen razón,pues yo mismo me encuentroridículo y odioso. Locomprendo. Odio mi figura, miscostumbres, mis maneras… Lashe odiado siempre… ¡Oh!Perdona mi groseradesesperación. Te he perdido…He dirigido hacia ti la cólera y

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la burla, porque era indigno deti…

Y he aquí que esta idea meatormenta. Me corroe el corazón;me parece siempre que tú amasen mí no al hombre, tal comosoy, sino al que creías encontrar,y te has equivocado… Esto mees insoportable; esto es lo queme atormenta de momento hastala demencia…

¡Adiós, pues; adiós!… Ahoraque todo se sabe, ahora quecorren rumores y murmuracionesprocaces «yo los he oído», ahoraque me siento humillado ante mis

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propios ojos, ahora que estoymaldito, ahora, para tranquilidadmía, necesito huir,desaparecer… Así se meexige… No volverás a vermenunca. Es necesario. ¡Lo quiereel destino!… Había recibidomucho: era un error de la suerte,y ahora lo ha reparado; me loretira todo… Nos encontramos,nos reconocimos, y vamos asepararnos hasta el futuroencuentro. ¿Dónde nosencontraremos? ¿Cuándo tendráeste encuentro lugar?… Toda mialma se siente plena de ti. ¡Oh!

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… ¿Por qué, por qué todo esto?… ¿Por qué nos separamos?…Dime, ¿cómo desgarrar la vidaen dos pedazos, cómo arrancarseel corazón del pecho y vivir sincorazón?… ¡Oh! ¡Cuando piensoque no volveré a verte nunca,nunca!… ¡Dios mío! ¡Qué gritosterribles se han lanzado!…¡Cómo temo por ti!…

He vuelto a encontrar a tumarido… Los dos somosindignos de él, aunque los dossomos inocentes ante él… Losabe todo, nos ve, lo comprendetodo, y aun antes, todo para él

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estaba tan claro como la luz deldía. He intercedido, heroico, porti. Te salvará. Te defenderácontra los clamores y los gritos.Te ama y te estima infinitamente.¡Es tu salvador, en tanto que yohuyo!… Me dirigí hacia él…Quería besarle las manos… Meha ordenado partir desdeluego… Está decidido… Se diceque, por tu causa, ha reñido contodos… Allá todos están encontra tuya… Se le reprocha sucomplacencia, su debilidad…¡Dios mío, lo que todavía hablande ti!… No saben, no pueden

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comprender… Perdónalos,querida mía, como yo losperdono, aun cuando me hanhecho más daño que a ti…

Mi cerebro se extravía; no séya lo que escribo… ¿Qué fue loque me permití decirte ayer?…Todo lo he olvidado. Me hallabafuera de mí; tú llorabas…¡Perdóname aquellas lágrimas!¡Soy tan débil! Quería decirteaún algo… ¡Oh! ¡Besar una vezmás tus manos; cubrirlas delágrimas, como ahora cubro delágrimas estas páginas!…¡Arrojarme una vez más a tus

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pies!… ¡Si solo supieran que tusentimiento es tan grande!…Pero están ciegos; sus corazonesson soberbios y orgullosos; noven ni verán nunca. No creeránque tú eres inocente, aunque todoen la tierra se lo demostrara…¿Qué mano te lanzaría la primerapiedra?… ¡Oh!… Eso no lespreocupará. Lanzarán millaresde piedras; las lanzarán todas ala vez, y se creerán libres depecado. ¡Oh! ¡Si supieran lo quehan hecho!… Ahora estoydesesperado. Los calumniaréquizá, y acaso te comunique mi

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temor. ¡No temas, no temas,querida mía! Se te comprenderá.Por fin, ya hay alguien que te hacomprendido: tu esposo. ¡Adiós,adiós! No te doy las gracias.¡Adiós para siempre!

S. O.

Mi confusión era tan grande, queestuve mucho tiempo sin saber lo que mehabía pasado. Me sentí trastornada yespantada. La realidad acababa decogerme de improviso, en medio de lavida fácil de los ensueños, donde mehabía sumido desde hacía tres años. Contemor comprendía que tenía un gran

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secreto entre mis manos, y que aquelsecreto encerraba ya toda mi existencia.¿Cómo?… Lo ignoraba aún; perocomprendía que, a partir de aquelminuto, comenzaba para mí un nuevoporvenir. Entonces, involuntariamente,me creí un miembro activo entre la viday las relaciones de las gentes que hastaaquel día constituían para mí el mundoentero, y temía por mí. ¿Conque llegabayo, extraña no invitada?… ¿Quéaportaba?… ¿Cómo se desenlazaríanaquellos vínculos que de una manera taninesperada me ligaban al secreto de losdemás? ¿Cómo saberlo?… ¿Acaso minuevo papel sería penoso para ellos y

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para mí?… Con todo, no podía yasepararme ni aceptar aquel papel…¿Qué sería de mí?… ¿Qué habíaaprendido?… Millares de preguntas,aún oscuras y vagas, surgían en mi mentey me oprimían el corazón. Meconsideraba perdida.

Recuerdo cómo me asaltaban enotros momentos impresiones nuevas,extrañas, que jamás habíaexperimentado. Me parecía que algo seescapaba de mi pecho; la angustia quellenaba mi corazón desaparecía depronto, dando entrada a algo nuevo, porlo cual no sabía si debía entristecerme oregocijarme. Entonces era como el que,

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para siempre, abandona su casa y suvida, hasta aquel día tranquila y sinnubes, a fin de emprender un viajelejano y desconocido. Por última vezmira a su alrededor, diciendomentalmente adiós a su pasado, mientrasun triste presentimiento por el porvenirque le espera, quizá severo y hostil, sedespierta en su corazón.

Por fin, se escaparon de mi pechosollozos convulsivos. Necesitaba ver,escuchar a alguien, abrazarlofuertemente, muy fuertemente… Nopodía, no quería yo permanecer ya sola.Corrí a reunirme con AlejandraMijailovna, y me quedé con ella durante

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toda la velada. Estábamos solas. Lerogué que no hiciera nada, y me negué acantar, a despecho de su insistencia.Todo de súbito se me tornaba doloroso,y no podía detenerme en nada. Creo quelloramos. Solo recuerdo que le dabamiedo. Me observaba ansiosa,diciéndome que estaba enferma, que nodebía trabajar demasiado… Por último,la abandoné, toda trastornada. Mehallaba como si delirase, y me acostécon fiebre. Pasaron algunos días antesde haberme restablecido, antes de haberpodido ver más clara mi situación.

En aquella época vivíamos las dos«Alejandra Mijailovna y yo»

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completamente aisladas. PiotrAlexandrovich no estaba en Petersburgo.Había sido llamado para un asunto aMoscú, donde pasó tres semanas. Noobstante la poca duración de aquellaausencia, Alejandra Mijailovna sesumió en una tristeza horrible. A vecesse quedaba más tranquila; pero seencerraba sola, pues yo misma era unestorbo para ella.

Por mi parte, buscaba también lasoledad. Mi cerebro, repleto de niebla,funcionaba como en un estadoenfermizo. A veces me parecía quealguien se burlaba de mí por lo bajo,que algo había entrado en mí y turbaba y

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envenenaba cada uno de mispensamientos. No podíadesembarazarme de las imágenespenosas que se me aparecían a cadainstante y no me dejaban reposo. Meparecía padecer una enfermedad larga,insólita, soportando el martirio, elsacrificio, dolorosa e inútilmente. Meparecía ver a un criminal que perdonabaa un justo sus pecados, y se desgarrabami corazón. Al mismo tiempo deseaba,con todas mis energías, desembarazarmede aquella suposición. Me maldecía, meodiaba, porque mis convicciones noeran, en suma, sino presentimientos,porque no podía justificar mis

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impresiones ante mi conciencia.Después analizaba en mi espíritu

ciertas frases, y aquel último grito delterrible adiós. Me representaba a aquelhombre —el inferior—; me esforzabapor penetrar el sentido penoso de estapalabra; me conmovía ante aquel adiósdoloroso. Soy ridículo, y yo mismo meavergüenzo de tu elección. ¿Quésignificaba aquello? ¿Quiénes seríanaquellas gentes?… ¿Por qué sufrían?…¿Qué habrían perdido?… Leía de nuevoaquella carta, en la cual se expresabatanta desesperación, y cuyo sentido eratan extraño, tan indescifrable para mí…En fin, todo aquello debía resolverse de

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alguna manera; pero yo no veía eldesenlace, o temía verlo.

Me sentía verdaderamente enfermacuando, un día, se dejó oír el ruido de uncoche al entrar en el patio. Era PiotrAlexandrovich, que volvía de Moscú.Alejandra Mijailovna, lanzando un gritode júbilo, salió al encuentro de sumarido. En cuanto a mí, permanecí en misitio, como si estuviese allí clavada.Recuerdo que yo misma me horroricé demi súbita emoción. Sin poderlo evitar,huí a mi cuarto. No sabía por qué habíasentido miedo de repente.

Un cuarto de hora después, mellamaron y me entregaron una carta del

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príncipe. En el salón encontré a un señorque había llegado de Moscú con PiotrAlexandrovich. Por algunas palabrasque oí, comprendí que venía a instalarsecon nosotros para mucho tiempo. Era elapoderado del príncipe. Había llegado aPetersburgo para resolver importantesasuntos concernientes a la familia delpríncipe, de los cuales se ocupaba,desde hacía mucho tiempo, PiotrAlexandrovich. Me entregó la carta delpríncipe, diciéndome que la jovenprincesa había querido escribirmetambién y había afirmado, hasta elúltimo momento, que escribiría su carta;pero le había dejado partir con las

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manos vacías, rogándole me comunicaraque no tenía absolutamente nada quecontarme, que en una carta no se podíadecir nada, que había inutilizado cincohojas de papel y las había roto, y porúltimo, que se requería reanudar unaamistad para mantener sucorrespondencia. Por otra parte, lehabían encargado anunciarme que nosveríamos muy pronto. El emisariorespondió a mi pregunta impaciente que,en efecto, era cierto que nos veríamos enbreve, pues la familia no debía tardar enllegar a San Petersburgo.

Al saber aquella noticia, no pudecontener mi júbilo. Corrí a mi

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habitación, me encerré en ella, ydeshaciéndome en llanto, abrí la cartadel príncipe. El príncipe me prometía unpróximo encuentro con él y con Catalina.De un modo cordial, me felicitaba pormi talento, y al cabo me bendecía parami porvenir, por el cual me prometíavelar. Lloré al leer aquella carta, y a misdulces lágrimas se mezclaba unaangustia tan insoportable, que tuvemiedo de mi. No sabía lo que mepasaba. Transcurrieron algunos días. Enla habitación próxima a la mía, dondeantes se alojaba el secretario de PiotrAlexandrovich, se alojaba entonces elrecién llegado, que trabajaba durante

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toda la mañana, y con frecuencia por latarde, y también hasta muy avanzada lanoche. Otras veces se encerraba en eldespacho de Piotr Alexandrovich, yambos trabajaban juntos.

Un día, después de comer, AlejandraMijailovna me rogó que fuese aldespacho de su marido y le preguntara sitomaría el té con nosotras. No encontré aPiotr Alexandrovich, y creyendo que notardaría en volver, me quedé aesperarle. En uno de los muros, estabacolgado su retrato. De pronto, meestremecí y me puse a examinarloatentamente. Estaba bastante alto;además, en la estancia había poca luz, y

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para verlo mejor, coloquéconvenientemente una silla y me subí aella. Buscaba algo en él, como sipretendiera encontrar allí la solución demis dudas. Recuerdo que, sobre todo,me conmovían los ojos de aquel retrato.También me extrañaba el hecho de quecasi nunca había visto los ojos de aquelhombre, quien los ocultaba siempre trassus gafas.

Cuando todavía era niña, por unaprevención incomprensible y extraña, nome agradaba su mirada. Pero entonces,aquella prevención parecía justificarse.Mi imaginación trabajaba. Se me antojóde súbito que los ojos del retrato

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evitaban, confusos, mi miradapenetrante, que se esforzaban porconseguirlo que se leían en ellos lamentira y el engaño… Creía haberloadivinado, y no sé por qué, me invadióun misterioso júbilo.

De improviso un ligero grito seescapó de mi pecho. Detrás de mi habíaoído un leve ruido. Me volví. En mipresencia estaba Piotr Alexandrovich.Me miraba atentamente. Me pareció quehabía enrojecido de pronto. Enrojecí ami vez y me bajé de la silla.

—¿Qué hace usted aquí? —mepreguntó con voz severa—. ¿Por quéestá usted aquí?

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Yo no sabía qué replicar. Cuando merepuse un poco, le transmití,balbuceando, la invitación de AlejandraMijailovna. No recuerdo lo que merespondió ni cómo salí de su despacho,pero, cuando llegué donde estabaAlejandra Mijailovna, había olvidadototalmente la respuesta que ellaesperaba y sin vacilar le dije que iría.

—¿Qué tienes, Niétochka —mepreguntó—, que estás tan sofocada?…Mírate al espejo. ¿Qué tienes?…

—No sé… He venido demasiado deprisa —tartamudeé.

—¿Qué ha dicho PiotrAlexandrovich? —inquirió, turbada.

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No respondí.En aquel momento, se dejaron oír

los pasos de Piotr Alexandrovich, einmediatamente salí del salón. Esperé,angustiada, durante dos horas. Por fin,fueron a buscarme de parte de AlejandraMijailovna. Estaba silenciosa ypreocupada. En cuanto entré, me dirigióuna mirada escrutadora; pero al puntobajé los ojos. Me pareció que en susemblante se reflejaba una contrariedad.Desde luego comprendí que estabamalhumorada. Hablaba poco, no memiraba, y respondiendo a las preguntasde B… se quejaba de tener dolor decabeza. Piotr Alexandrovich estaba más

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locuaz que nunca, aunque casi nohablaba más que con B…

Alejandra Mijailovna se acercódistraídamente al piano.

—Cántenos algo —pidió B…,dirigiéndose a mí.

—Sí, Anita; cántanos tu nuevacanción —apoyó Alejandra Mijailovna,como si se encontrara satisfecha conaquel pretexto.

La miré. Ella me observaba en unainquieta espera.

Pero yo no sabía reprimirme. En vezde aproximarme al piano y cantar algo,me sentí contrariada, confusa, y no sabíacómo contenerme. A la postre, llena de

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despecho, rehusé resueltamente.—¿Por qué no quieres cantar? —

indagó Alejandra Mijailovna,contemplándome con gravedad ydirigiendo al mismo tiempo una miradafurtiva a su marido.

Aquellas dos miradas colmaron minerviosismo. Me levanté de la mesa,muy turbada, y ya sin disimular,temblando de emoción incomprensible,repetí con calor que no quería, que nopodía cantar, que me hallabaindispuesta. Después de decir esto, losmiré a todos a los ojos; pero solo Diossabe cuánto deseaba en aquel momentoestar en mi habitación y ocultarme de

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todos ellos. B… estaba asombrado.Alejandra Mijailovna, muy angustiada,no pronunciaba una palabra. PiotrAlexandrovich pretextó que se habíaolvidado de hacer una cosa, se levantóde su silla y salió apresuradamente de laestancia, diciendo que tal vez volviera.Sin embargo, como distraído, leestrechó la mano a B… en señal dedespedida.

—Pero ¿qué le pasa? —me interrogóB…—. Parece usted realmenteenferma…

—Estoy mala; muy mala —confirméimpacientemente.

—En efecto, estás pálida desde hace

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algunos minutos, y antes estabas muysofocada —observó AlejandraMijailovna, que se calló de pronto.

—Basta —dije, acercándome a ellay mirándola, fija, a los ojos.

Cogí su mano y la besé. AlejandraMijailovna me miró con un júbilovisible e ingenuo.

—Perdóneme por haber sido tanmala hoy —repuse con emoción—; perode veras me siento indispuesta. ¿Quiereusted dejarme que me retire a mi cuarto?

—Somos todos unos niños —notóella, esbozando una tímida sonrisa—.Yo también soy una niña, y aún más niñaque tú. Vete, cuídate, y sobre todo, no te

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enfades conmigo…—¿Por qué? —pregunté, conmovida,

ante aquella suposición ingenua.—¿Por qué? —repitió ella, toda

turbada—. ¿Ves tú, Niétochka?… Nodigo más que tonterías… Eres másinteligente que yo… Yo no soy más queuna niña…

—Bueno, adiós… —murmuré, muyconmovida, no sabiendo qué decirle.

La besé, una vez más, y salí,presurosa, de la estancia. Experimentabadisgusto y tristeza; por otra parte, mehallaba enojada conmigo misma porhaber sido tan imprudente y no habersabido contenerme. Estaba avergonzada

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hasta saltárseme las lágrimas sin saberen concreto por qué, y me dormíprofundamente entristecida. Cuando medesperté, por la mañana, mi primeraidea fue la de que todo lo sucedido lavíspera era una pesadilla, un espejismo;no habíamos hecho sino fingir, unos yotros; habíamos tomado en serioaquellas bagatelas, y todo era debido anuestra falta de experiencia, a nuestrapoca costumbre de recibir lasimpresiones exteriores. Comprendí quetodo se debía a aquella carta queexaltaba demasiado mi imaginación ydecidí que lo mejor sería no pensar enello para lo sucesivo. Después de haber

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calmado así, con una facilidad aparente,toda mi angustia, y convencida de queejecutaría con la misma facilidad lo quehabía resuelto, me quedé más tranquila yacudí a dar mi lección de canto, tanalegre.

El aire de la mañana me despejódefinitivamente la cabeza. Me agradabanmucho aquellas salidas matinales para ira casa de mi profesor. ¡Era tanagradable atravesar la ciudad, que a esode las nueve de la mañana se hallaba yamuy animada y reanudaba suacostumbrada vida!… Atravesábamosde ordinario las calles más concurridas,las más bulliciosas, y aquella parte de

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mi vida artística me satisfacíamuchísimo. El contraste entre laspequeñeces del día y el arte, que meesperaba a dos pasos de allí, en el tercerpiso de una inmensa casa, llena devecinos que, al parecer, no seinteresaban por el arte lo más mínimo,era un contraste muy divertido… Yo,con mi música debajo del brazo,pasando por entre los transeúntesatareados; la vieja Natalia, que meacompañaba, sin que yo lograse adivinarlo que pensaba de todo aquello; porúltimo, mi profesor, mitad italiano,mitad francés, un hombre original, aveces entusiasta, con más frecuencia

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pedante y casi siempre avaro; todoaquello me distraía y me ayudaba aregocijarme o a reflexionar. Por otraparte, aunque de un modo tímido, megustaba mi arte; con una esperanzaapasionada, levantaba castillos en elaire, me representaba un porvenirmaravilloso, exaltándolo, al volver demi lección, mi propia fantasía. En unapalabra, durante dos horas meconsideraba casi feliz…

Me hallaba precisamente en taldisposición de ánimo, cuando, a lasdiez, volví de mi lección a casa. Lohabía olvidado todo, y recuerdo quepensaba, alegre, en algo agradable para

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mí. De repente, conforme subía laescalera, me estremecí como sirecibiese una quemadura. Se dejóescuchar la voz de Piotr Alexandrovich,que en aquel instante bajaba por laescalera. El sentimiento de desagradoque se apoderó de mi era tan grande y elrecuerdo de la víspera me conmoviótanto, que no pude disimular mi disgusto.Le saludé; pero, sin duda, mi semblantese tornó muy expresivo, pues se detuvoante mí, extrañado. Cuando noté suactitud, enrojecí y subí a toda prisa. Élmurmuró no sé qué detrás de mí, ycontinuó su camino.

Me sentía a punto de llorar de

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coraje, y no podía comprender qué mepasaba. Durante toda la mañana estuvecompletamente desorientada, sin saberqué hacer para acabar con todo aquello.Mil veces me prometí ser más prudentey mil veces el temor se apoderó de mí.Comprendía que odiaba al marido deAlejandra Mijailovna, y a la vez, que meinquietaba por mí misma.

Aquella vez me puse seriamenteenferma y no lograba reponerme. Mequedé en mi habitación toda la mañana yno fui siquiera a ver a AlejandraMijailovna. Ella fue la que acudió abuscarme. Cuando me vio, no pudomenos de lanzar un grito. Yo estaba tan

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pálida, que cuando me miré en el espejome dio miedo. Alejandra Mijailovnapermaneció conmigo durante una horaentera, cuidándome como a un niño.

Pero me encontraba tan triste, susatenciones y sus caricias me eran tanpenosas, sufría tanto al recibirlas, que lerogué, por fin, que me dejara sola. Sefue, muy inquieta por mí. Al cabo, miangustia se resolvió en una crisis delágrimas. Al anochecer, me sentí mejor.Me sentía mejor, porque estaba decididaa ir a ver a Alejandra Mijailovna, aarrojarme a sus pies de rodillas, adevolverle la carta que había perdido, aconfesárselo todo, a declararle todos los

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sufrimientos que había padecido, todasmis dudas y a abrazarla con todo elamor infinito que sentía hacia ella; adecirle que yo era su hija, su amiga, yque mi corazón estaba abierto para ella,quien con solo mirarlo vería todo elafecto ardiente e inquebrantable que leprofesaba… ¡Dios mío!… Sabía,comprendía que yo era la última personaa la cual pudiese abrir su alma; peroprecisamente por eso me parecía eléxito más seguro. Comprendía, aunquecon vaguedad, su angustia, y mi corazónse colmaba de indignación ante la ideade que ella pudiera enrojecer delante demí a causa de mis juicios… Todo esto

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quería decirle llorando a sus pies. Elsentimiento de la justicia se habíarevelado en mí. No sé lo que hubierahecho. Solo me repuse después, cuandoel azar nos hubo salvado, a ella y a mí,de nuestra perdición, deteniéndome enlos primeros pasos.

He aquí lo que ocurrió:Estaba ya cerca de su habitación

cuando por una puerta lateral salió PiotrAlexandrovich. No me había visto, ypasó sin decir nada. Iba también a ver aAlejandra Mijailovna. Me paré, comoaturdida. Aquel era el último hombreque debía encontrar en tal momento.Quise huir; pero la curiosidad me obligó

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a permanecer en el sitio. Se habíadetenido delante del espejo para repararsus cabellos, y con gran asombro mío,de pronto le oí cantar. Inmediatamente,un recuerdo lejano de la infancia acudióa mi memoria. Para hacer que secomprenda la extraña impresión querecibí, diré algunas palabras acerca deaquel recuerdo.

El primer año de mi estancia enaquella casa, un acontecimiento meconmovió profundamente. Solo entoncesse esclareció mi conciencia, porque soloentonces comprendí cuál era el origende la antipatía inexplicable que meinspiraba aquel hombre. Ya he dicho que

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su presencia me era penosa. Ya heexplicado qué clase de expresiónentristecedora tenían para mí su aspectode hombre minucioso y gruñón, susemblante a menudo taciturno y cuál erael peso que me parecía sentir después dehaber pasado algunas horas con él entorno a la mesa cuando tomábamos el técon Alejandra Mijailovna, y por último,qué clase de angustia había henchido micorazón cuando, por dos o tres veces, fuitestigo de las escenas extrañas yviolentas de que he hablado alcomienzo. Me ocurría entoncesencontrarme con él, como entonces, enel mismo sitio y a la misma hora, cuando

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se dirigía, como yo, a la habitación deAlejandra Mijailovna. Experimentabauna timidez infantil si me encontrabasola con él, y me acurrucaba en unrincón, como si fuese una culpable,rogando a Dios que no me viese.

Lo mismo que a la sazón, se deteníadelante del espejo, y yo me estremecíacon un sentimiento vago, que no teníanada de infantil. Me parecía quetransformaba su semblante antes deacercarse al espejo. Veía su sonrisa, novista por mí en ningún otro momento,pues —recuerdo que esto era lo que meimpresionaba más— no sonreía nunca enpresencia de Alejandra Mijailovna. De

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pronto, apenas había dirigido unamirada al espejo, su semblante setransformaba en absoluto, la sonrisadesaparecía al punto, y una expresión deamargura, de un sentimiento que parecíadejarse apreciar irresistiblemente, queno se podía ocultar mediante ningúnesfuerzo, aparecía sobre sus labios. Unceño de preocupación plegaba su frentey reunía sus cejas; la mirada se ocultababajo las gafas, y, en un instante, comopor encanto, se tornaba otro hombre.Recuerdo que siendo todavía niña,temblaba ante el temor de comprender loque veía, y luego, aquella impresiónpenosa y desagradable no se borró de mi

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corazón. Después de habersecontemplado durante un minuto en elespejo, bajaba la cabeza, se inclinaba,como hacía de ordinario cuando sepresentaba ante Alejandra Mijailovna, yde puntillas entraba en la habitación.

Este era el recuerdo que acababa deacudir a mi imaginación. Entonces,como ahora, creía estar solo cuando sedetenía ante el espejo. Ahora, comoentonces, con una impresióndesagradable, me encontraba yo no lejosde él. Y cuando oí aquel canto —lo cualno se podía esperar de él— me conmovíde una manera tan inesperada, que mequedé como si se me hubiera clavado en

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aquel sitio, y en el mismo instante, lamemoria me recordó una escena de miinfancia. Todos mis nervios seestremecieron, y respondiendo a aquellatorpe canción, solté una carcajada. Elpobre cantante dio un grito, saltó a dospasos del espejo, y pálido como sihubiera sido cogido en flagrante delito,me miró lleno de horror, de asombro yde furia. Su mirada obró sobre mímaléficamente. Respondí a ella con unarisa nerviosa, y sin cesar de reír, entréen la habitación de AlejandraMijailovna.

Sabía que él estaba detrás de lacortina, que vacilaba antes de entrar, que

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el furor y el temor le habían dejadoquieto en aquel sitio, y con unaimpaciencia provocativa, esperaba quese decidiera. Me hallaba dispuesta aapostar algo a que no entraría y habríaganado. Llegó medía hora después.Alejandra Mijailovna, durante unmomento, me miró muy asombrada. Pormás que me preguntó qué me pasaba, nopude responderle: me ahogaba. A lapostre, comprendió que tenía un ataquede nervios y me miró, inquieta. Cuandome serené un poco, le cogí las manos ycomencé a besárselas. Solo entonces merepuse.

Piotr Alexandrovich entró.

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Le miré a hurtadillas. Parecía que nohabía pasado nada entre nosotros, puesestaba severo y taciturno como siempre;pero por la palidez de su rostro y por elligero temblor de sus labios comprendíque disimulaba con dificultad suemoción. Saludó fríamente a AlejandraMijailovna y se sentó en su sitio,silencioso. Su mano temblaba cuandotomó la taza del té. Yo esperaba laexplosión y me invadió el miedo.Deseaba irme; mas no me decidía aabandonar a Alejandra Mijailovna, cuyorostro palidecía cuando miraba a sumarido. Ella también presentía algomalo. Por fin ocurrió lo que con tanto

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temor esperaba. En medio del profundosilencio, levanté los ojos y vi que lasgafas de Piotr Alexandrovich estabandirigidas hacia mí. Encontré aquello taninesperado, que me estremecí, y faltópoco para que exhalase un grito. Bajélos ojos. Alejandra Mijailovna observóaquel movimiento.

—¿Qué le pasa a usted? ¿Por qué haenrojecido? —estalló la voz grosera yruda de Piotr Alexandrovich.

No respondí. Mi corazón latía tanfuertemente, que no pude pronunciar unapalabra.

—¿Por qué ha enrojecido? ¿Por quéenrojece siempre? —preguntó,

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dirigiéndose a Alejandra Mijailovna, yseñalándome con descaro.

La indignación me cortaba el aliento.Dirigí una mirada a AlejandraMijailovna. Ella me comprendió. Suspálidas mejillas se tiñeron de púrpura.

—Anita —me dijo con voz firmeque yo no esperaba—, vete a tu cuarto, ydentro de un instante iré a reunirmecontigo para que pasemos juntas lavelada.

—¿Me ha oído usted? ¿Sí o no? —interrumpió Piotr Alexandrovich,alzando la voz, como si no oyera él loque decía su mujer—. ¿Por qué enrojeceusted cuando se encuentra conmigo?…

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Responda…—¿Por qué la hace enrojecer y a mí

también? —preguntó AlejandraMijailovna a su vez con vozentrecortada por la emoción.

Miró él con asombro a AlejandraMijailovna. La vehemencia de suobservación me resultó, por el momento,incomprensible.

—¿Soy yo quien le hace enrojecer?… ¿Yo?… —prosiguió PiotrAlexandrovich, quien también parecióasombrarse, subrayando particularmentela palabra yo—. ¿Es a causa mía por loque enrojece? ¿Acaso yo pude hacerleenrojecer por mi mismo?… ¿Cuál de

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nosotros debe enrojecer? ¿Usted o yo?… ¿Qué le parece?…

Aquella frase, tan clara para mi, fuepronunciada con un tono tan burlón, quelancé un grito y me volví haciaAlejandra Mijailovna. El asombro, elsufrimiento, el reproche, el horror sereflejaban en su rostro, pálido como elde la muerte. Miré a PiotrAlexandrovich, juntando las manos enactitud suplicante. Parecía haberserepuesto ya; pero el furor que learrancara aquella frase no había pasadotodavía. No obstante, cuando observó mimuda súplica, se turbó. Mi gesto decía alas claras que sabía muchas cosas

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secretas para ellos y que habíacomprendido perfectamente suspalabras.

—Anita, retírate a tu habitación —repitió Alejandra Mijailovna con vozdébil, aunque firme, levantándose—.Necesito hablar con PiotrAlexandrovich.

Parecía tranquila; pero yo temía másaquella tranquilidad que otra emocióncualquiera. Estuve a punto de no atendera sus palabras y quedarme allí. Empleétodas mis energías para leer en susemblante lo que en aquel momentopasaba por su alma. Me pareció que nohabía comprendido mi gesto ni mi

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exclamación.—Mire usted lo que ha hecho —

indicó Piotr Alexandrovich, cogiéndomepor un brazo y mostrándome a su mujer.

¡Dios mío!… No había presenciadoyo nunca una desesperación semejante ala que leí entonces en su rostro. Mecogió por un brazo y me arrojó fuera dela estancia. Los miré por última vez.Alejandra Mijailovna, estaba de pie,acodada sobre la chimenea, con lacabeza oculta entre sus manos. Toda laactitud de su cuerpo reflejaba unsufrimiento intolerable. Cogí la mano dePiotr Alexandrovich y se la estreché confuerza.

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—¡Por Dios, por Dios, tenga ustedpiedad! —supliqué con vozentrecortada.

—No tema, no tema —dijo,mirándome extrañamente—. ¡No esnada!… ¡Es una crisis!… ¡Vaya, vaya!…

Cuando llegué a mi habitación meeché en el diván y oculté el rostro entrelas manos. Permanecí así durante treshoras mortales. Al cabo, no pudiendoresistir más, mandé a preguntar si podíair a visitar a Alejandra Mijailovna. Laseñora Léotard fue la que me llevó larespuesta. Piotr Alexandrovich enviabaa decir que la crisis había pasado, queno había peligro alguno, pero que

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Alejandra Mijailovna necesitabareposo.

No me acosté hasta las tres de lamadrugada. Estuve reflexionandodurante todo el tiempo y paseándomepor el cuarto. Mi situación era másdifícil que nunca, y sin embargo, mesentía más tranquila, tal vez porque meconsideraba como la más culpable. Memetí en el lecho, esperando conimpaciencia el día siguiente.

Pero al día siguiente, con granasombro mío, observé en AlejandraMijailovna una frialdad inexplicable.Primero me pareció que aquella pura ynoble criatura sufría al encontrarse en

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mi compañía, después de la escenasostenida la víspera con su marido,escena de la cual, sin querer, había sidotestigo. Sabía que era capaz deenrojecer delante de mí y aun depedirme perdón en caso de que ladesdichada escena de la víspera hubieraofendido mi corazón. Pero bien prontonoté en ella otro cuidado y un despechoque se manifestaba de modo muy torpe.Ora me respondía fría, secamente; ora setraslucía en sus palabras un sentidoparticular; ora, en fin, de pronto setornaba muy cariñosa conmigo, como sise reprochara a si misma aquellaseveridad que no podía albergar en su

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corazón y sus frases afectuosasadquirían la entonación de un reproche.Por último, le pregunté, sin embargo, sitenía algo que decirme. Mi bruscapregunta la turbó un poco al principio;pero en seguida, levantando hacia mí susgrandes y dulces ojos, mirándome conuna afectuosa sonrisa, me contestó:

—Nada, Niétochka. Pero la preguntaha sido tan inesperada… ¿sabes?…, queme he aturdido un poco… Porque tupregunta ha sido muy brusca, te loaseguro… Bueno; escúchame, hija mía,y dime la verdad: ¿sientes en tu corazónalgo que te habría hecho turbarte, si se tehubiera interrogado tan bruscamente y

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de improviso?…—No —negué, mirándola

francamente.—Está bien. ¡Si supieses, amiga

mía, cómo te agradezco esa respuesta!…No es porque pueda suponer en ti algomalo; eso, nunca… No me perdonaríasemejante pensamiento… Pero ya ves:cuando te acogí, eras una niña, y ahoratienes diecisiete años. Repara en queestoy enferma y soy como una niña aquien se ha de cuidar aún… No hepodido, pues, reemplazar a una madre,aunque te quiero mucho. Si ahora hayalgo que me atormenta, no eres tú, porcierto, la culpable de ello, sino yo…

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Perdóname, por tanto, esta pregunta, nohe cumplido todas las promesas que tehice a ti y a mi padre cuando te acogípara que vinieras conmigo… Eso me hainquietado muy a menudo, querida mía.

La besé y lloré.—¡Muchas gracias, muchas gracias

por todo! —dije—. Pero no me hableasí. Usted ha sido para mí más que unamadre. ¡Dios la bendiga por cuanto losdos, usted y el príncipe, han hecho pormí, pobre abandonada!… ¡Querida mía,querida mía!…

—¡Basta, Niétochka, basta!…Abrázame muy fuerte; eso es… ¿Ves tú?Dios sabe por qué me parece que esta va

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a ser la última vez que me abraces…—¡No, no! —exclamé, sollozando

como una niña—. ¡No; eso, no!… Seráusted dichosa. Créame; seremosfelices…

—Muchas gracias por tu afecto…Ahora tengo a mi lado pocas personasque me quieran… ¡Todos me hanabandonado!…

—¿Que la han abandonado?…¿Quiénes?

—En otro tiempo tenía otraspersonas a mi lado. Tú no sabes,Niétochka… Todos me hanabandonado… Todos se handesvanecido ante mí como si fueran

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visiones… ¡Y yo los he esperado de talmanera!… Mira, Niétochka… Se acercala sombra del otoño; muy pronto nevará,y al caer la primera nieve moriré… Sí.Pero no estoy triste… ¡Adiós!…

Su rostro aparecía pálido y enjuto;sus mejillas estaban enrojecidas; suslabios temblaban y los secaba un fuegointerior.

Se acercó al piano y le arrancóalgunos acordes. En aquel momento, serompió una cuerda y se apagó su sonido,tembloroso y prolongado…

—¿Has oído, Niétochka; has oído?… —dijo de pronto, sintiéndoseinspirada y señalando al piano—. Esa

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cuerda estaba demasiado tensa, no hapodido soportarlo y se ha roto… ¿Hasoído cómo el sonido se ha apagadoquejumbrosamente?

Hablaba con dificultad. Un sordomal interior se reflejaba en susemblante. Sus ojos se llenaron delágrimas.

—Bueno, Niétochka; basta, amigamía; basta… Tráete a los niños…

Los llevé. Parecía reposar mientraslos contemplaba. Al cabo de una horalos dejó salir.

—Cuando yo muera, no losabandones, Anita —me recomendó envoz baja, como si temiese que estuvieran

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escuchándonos.—¡Basta! ¡Me matará usted!…No encontré otra cosa que

responder.—Me quejaba —repuso ella tras de

un corto silencio. Y sonriendo añadió—:¿Y tú lo has creído?… A veces, soloDios sabe lo que digo. Ahora soy comouna niña; hay que perdonármelo todo…

Me miró tímidamente, como situviera miedo de pronunciar algo…Algo que yo esperaba…

—Ten cuidado… No le asustes —dijo, por fin, con los ojos bajos, con unligero rubor en su cara, y tan bajo, queapenas lo oí.

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—¿A quién? —pregunté, asombrada.—A mi marido… ¡Acaso se lo

cuentes todo!…—¿Por qué?… ¿Por qué?… —

repetí, cada vez más asombrada.—No, no es nada. Basta… Me

quejaba.Mi corazón se oprimía cada vez

más.—Sólo que… Escucha… Los

querrás cuando yo muera, ¿no esverdad? —agregó con seriedad, yadoptando de nuevo un tono misterioso—: Los querrás como querrías a tuspropios hijos… Acuérdate de que te heconsiderado siempre como a una hija y

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no he establecido diferencia alguna entreellos y tú…

—Sí, sí —asentí, sin saber lo quedecía, ahogada por las lágrimas y laangustia.

Un beso abrasador, recibido en lamano, me sorprendió antes de darmetiempo a retirarla.

¿Qué tiene? ¿Qué piensa? ¿Quéocurrió ayer entre ellos? Tal fue la ideaque acudió a mi imaginación.

Un instante después se quejaba deestar fatigada.

—Estoy enferma desde hace yamucho tiempo; pero no quería asustarosa los dos —murmuró—. Los dos me

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queréis, ¿verdad?… Hasta luego;déjame, Niétochka… Pero esta tarde nodejes de venir… ¿Vendrás?…

Se lo prometí, sintiéndome feliz almarcharme. No podía resistir más.¡Pobre, pobre!… ¡Aquel prolongadosufrimiento que entonces conocíatotalmente, aquella vida sin luz, aquelamor tímido…, y todavía adoptaba laactitud de una criminal, temía el menorreproche, se había forjado un nuevodolor, sometiéndose ya a él, y se habíaresignado!…

Por la tarde, durante el crepúsculo,aprovechando la ausencia de Ovroff —el recién llegado de Moscú—, entré en

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la biblioteca. Abrí un armario y empecéa buscar entre los libros algo paraleérselo en alta voz a AlejandraMijailovna. Quería distraerla de suslúgubres ideas y escoger alguna cosaalegre… Estuve buscandodistraídamente durante mucho tiempo.Caía la noche y aumentaba mi angustia.En mis manos se hallaba de nuevo ellibro, abierto por la misma página sobrela cual se veían las huellas de la cartaque a la sazón no me abandonaba nunca,de aquella carta que encerraba unsecreto, a partir de cuyo conocimientomi existencia parecía romperse. ¿Quéserá de nosotros? —pensé—. El nido

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donde he sido tan feliz, donde he halladotanto calor, se vacía; el espíritu puro yclaro que veló por mi juventud, meabandona… ¿Cuál será el porvenir?

Olvidé por el momento todo mipasado, que ahora no es tan caro comopara prever mejor el porvenirdesconocido que me amenazaba…Recuerdo aquel minuto cual si lo vivierade nuevo: tan fuertemente se grabó en mimemoria.

Tenía en mi mano la carta y el libroabierto. Mi rostro estaba humedecidopor las lágrimas. De repente, sentí unestremecimiento de miedo y oí una vozconocida. En el mismo instante noté que

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me arrebataban la carta de la mano.Lancé un grito y me volví. PiotrAlexandrovich estaba en mi presencia.Me cogió por un brazo, obligándome apermanecer quieta en mi sitio. Con elbrazo derecho extendido hacia la luz,trató de leer la carta. Lancé un grito.¡Antes morir que dejar entre sus manosaquella carta! Por su sonrisa de triunfo,comprendí que había podido leer lasprimeras líneas. Perdí el juicio. Meprecipité sobre él sin saber lo que hacíay le arranqué la carta de las manos.Todo aquello ocurrió tan rápidamente,que yo misma no comprendí cómo lacarta se encontraba de nuevo en mi

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poder. Suponiendo su intención dequitármela, la oculté, presurosa, en mipecho y retrocedí unos tres pasos.Durante medio minuto noscontemplamos en silencio uno a otro.Me estremecí de miedo una vez más. Él,pálido, con los labios temblorosos yamoratados de cólera, fue el primero enromper la pausa.

—¡Basta! —dijo con voz sorda porla emoción—. Supongo que no preferiráusted que emplee la violencia… Deme,pues, de buen grado esa carta.

Sólo entonces fue cuando me rehíce.La ofensa, la vergüenza, la indignacióncontra su brutalidad me había

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trastornado. Lágrimas abrasadorascorrieron por mis empurpuradasmejillas. Temblaba de emoción, ydurante cierto tiempo me fue imposiblepronunciar una palabra.

—¿Ha oído usted? —preguntó,dando dos pasos hacia mí.

—¡Déjeme, déjeme! —protesté,alejándome de él—. Ha obrado ustedruinmente. Está usted equivocado…¡Déjeme pasar!

—¿Cómo? ¿Qué significa eso?…¿Todavía se atreve usted a adoptar esaactitud?… ¡Deme esa carta, repito!

Avanzó de nuevo hacia mí; pero aldirigirme una mirada, vio en mis ojos tal

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resolución, que se detuvo, como sihubiera reflexionado.

—Bueno —repuso al cabosecamente, como si hubiera tomado unadecisión—. Todo llegará…Primeramente…

Dirigió una mirada circular.—Y usted… ¿Quién la ha dejado

entrar en la biblioteca?… ¿Por qué estáabierto este armario?… ¿De dónde hacogido usted la llave?

—No responderé —le dije—. Nopuedo hablar con usted… ¡Déjeme,déjeme!…

Avancé hacia la puerta.—Permítame —intervino,

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cogiéndome por una mano—. No se iráusted como si tal cosa…

Sin decir una palabra, separé lamano, y nuevamente inicié unmovimiento hacia la puerta.

—Está bien… Sin embargo, nopuedo permitirle que reciba en mi casalas cartas de sus amantes.

Volví a gritar y le miré como unaloca.

—Porque…—¡Cállese! —exclamé—. ¿Cómo

puede usted?… ¿Cómo puede ustedhablar así?… ¡Dios mío, Dios mío!…

—¡Cómo! ¿Conque me amenazausted, además?…

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Le miré, pálida, loca dedesesperación.

Aquella escena que se desarrollabaentre nosotros había llegado al últimogrado del odio. Le supliqué con lamirada que no continuara. Me hallabadispuesta a perdonar la ofensa con talque se detuviera. Me miraba, fijo, yvisiblemente, vacilaba.

—No me obligue usted a nada más—murmuré, horrorizada.

—No; es menester acabar con esto—dijo, por fin, como rehaciéndose—.Le confieso que esa mirada me hacevacilar —añadió con una sonrisaextraña—; pero, desgraciadamente, está

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claro: pude leer el comienzo de la carta,y es una carta de amor… No, no meconvencerá usted. Si he podido dudar unmomento, eso prueba solo que a todassus buenas cualidades debe agregar lacapacidad de mentir a maravilla… Porlo cual, le repito…

A medida que hablaba, la cóleradeformaba cada vez más su semblante.Palidecía; sus labios temblaban, desuerte que las últimas palabras laspronunció con suma dificultad. Caía latarde. Yo me hallaba sin defensa, sola,delante de un hombre que podía insultara una mujer. Todo estaba, pues, contramí. Sufría de vergüenza; no podía

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comprender la cólera de aquel hombre.Sin responderle, fuera de mí por elterror, salí de la biblioteca y no medetuve hasta que llegué al umbral de lahabitación de Alejandra Mijailovna. Enaquel momento, oí pasos. Ya iba aentrar, cuando me detuve, comoalcanzada por un rayo.

—¿Qué voy a hacer? —pensé—.¡Esta carta!… ¡No! ¡Todo, antes queasestar este golpe a su corazón!…

Y di un paso hacia atrás. Pero erademasiado tarde. Él estaba a mi lado.

—Vamos donde usted quiera; peroaquí no, aquí no —murmuró,cogiéndome por un brazo—. Tenga

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piedad de ella… Volveré a la biblioteca,si usted quiere… ¡La mataría usted!…

—Usted sería el que la matara —contesté, separándome de él.

Toda mi esperanza se desvaneció.Comprendí que quería precisamentetrasladar la escena a la habitación deAlejandra Mijailovna.

—¡Por Dios! —imploré,reteniéndole con todas mis fuerzas.

Pero en aquel momento se levantó lacortina, y Alejandra Mijailovnaapareció ante nosotros. Nos miró. Nosmiró, asombrada. Su rostro estaba máspálido aún que de costumbre; suspiernas apenas podían sostenerla. Se

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veía que había hecho grandes esfuerzospara llegar hasta nosotros, cuando oyónuestras voces.

—¿Qué ocurre? ¿De qué hablabanustedes? —preguntó, mirándonos conextrañeza.

El silencio duró algunos minutos.Alejandra Mijailovna estaba pálidacomo una muerta. Me arrojé sobre ella,la abracé fuertemente y la conduje haciasu gabinete.

Piotr Alexandrovich nos siguió. Yoocultaba mi rostro en el pecho deAlejandra Mijailovna y la abrazabacada vez más fuerte.

—¿Qué te pasa? ¿Qué les pasa a

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ustedes? —preguntó por segunda vez.—Pregúnteselo a ella… ¡Ayer la

defendió usted con tanto calor!… —dijoPiotr Alexandrovich, dejándose caerpesadamente sobre una butaca.

Yo temía cada vez más porAlejandra Mijailovna.

—¡Dios mío!… Pero ¿qué ocurre?—inquirió esta, de todo puntohorrorizada—. Están ustedes excitadoslos dos. Ella tiembla y llora… Anita,dime: ¿qué ha pasado entre vosotros?

—No; permítame a mí antes… —terció Piotr Alexandrovich, acercándosea nosotras.

Me cogió por un brazo y me separó

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de Alejandra Mijailovna.—Quédese ahí —ordenó, señalando

al centro de la estancia—. Quierojuzgarla en presencia de ella, que la hacuidado como una madre. Y usted,tranquilícese y siéntese —añadió,ayudando a Alejandra Mijailovna paraque se sentara en una butaca—. Lamentono poder librarla de esta penosaexplicación; pero es necesaria…

—¡Dios mío! ¿Qué podrá ocurrir?—suspiró Alejandra Mijailovna,angustiada a más no poder, y dirigiendosu mirada, alternativamente, hacia mí yhacia su marido.

Yo me retorcía las manos,

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presintiendo el momento fatal. De él, noesperaba piedad alguna.

—En una palabra —prosiguió PiotrAlexandrovich—; quiero que la juzgueusted, juntamente conmigo… Siempre «yesta es una de sus fantasías», siempre hacreído usted… Pero no sé cómoexpresarme… Me avergüenzo de talessuposiciones… En una palabra: usted ladefendía y me acusaba a mí de unaseveridad excesiva… Aludía usted aotro sentimiento que, digámoslo así,provocaba esta severidad… Usted…Pero no sé por qué dominar mi turbaciónante la idea de sus hipótesis, por qué nohe de hablar claro delante de ella… En

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suma, usted…—¡Oh! ¡Usted no hará semejante

cosa! No, no lo dirá… —interrumpióAlejandra Mijailovna, toda conmovida,roja de vergüenza—. No; tendrá lástimade ella… He sido yo quien ha imaginadotodo eso. Ahora no me queda la menorsospecha. Perdóneme, discúlpeme.Estoy enferma, y hay que perdonarme…No le diga usted nada… No… Anita —repuso, adelantándose hacia mí—, vetede aquí… ¡Pronto, pronto!…Bromeaba… He sido yo la culpable detodo… Se trata de una broma pesada…

—En suma, usted se sentía celosa deella —dijo Piotr Alexandrovich,

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dejando caer las palabras, sin piedadalguna, en respuesta de la súplica deella.

Alejandra Mijailovna exhaló ungrito, palideció y se apoyó en una silla.Sus piernas no podían ya sostenerla.

—¡Dios le perdone! —articuló, porfin, con voz débil—. Perdóname,Niétochka; perdón para él… Yo he sidola culpable de todo… Estaba enferma,y…

—¡Eso es una titanía! ¡Eso es unavergüenza, una infamia! —protesté, locade ira, comprendiéndolo al cabo todo,explicándome por qué había queridojuzgarme en presencia de su mujer—. Es

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usted digno del desprecio…—¡Anita! —invocó Alejandra

Mijailovna, aterrada, tomándome de unamano.

—Comedia, comedia, y nada más —advirtió Piotr Alexandrovich, muyconmovido—. Comedia, le digo —continuó, mirando con fijeza a su mujer—. Y en esta comedia, la únicaperjudicada es usted… Crea quenosotros… —indicó, sofocado, yseñalando hacia mí—. Crea quenosotros no tenemos miedo a semejantesexplicaciones… Crea que no somos yatan castos… para ofendernos, enrojecery taparnos los oídos cuando se nos habla

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de ciertas cosas… Dispénseme: meexpreso claramente, groseramente quizá;pero así es menester… ¿Está ustedsegura, señora, de la buena conducta deesta… señorita?…

—¡Dios mío! ¿Qué le pasa?…Desvaría usted… —extrañó AlejandraMijailovna, horrorizada, muerta demiedo.

—Le ruego… que no haga frases —continuó en tono despectivo PiotrAlexandrovich—. No me gusta eso. Lacosa es sencilla, vulgar, desprovista detoda complejidad… Le interrogo acercade su conducta. ¿Conoce usted?

Pero yo no le dejé acabar.

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Cogiéndole por un brazo, tiré de él conviolencia. Un momento más, y todopodría estar perdido.

—No hable de la carta —murmurérápidamente a su oído—. La mataríausted en el acto. No puede juzgarme,porque lo sé todo… ¿Comprende?… Losé todo…

Me miró fijamente, con unacuriosidad salvaje, y se desconcertó. Lasangre se le agolpó en las mejillas.

—Lo sé todo, todo… —repetí.Vacilaba aún. La pregunta estaba

próxima a escaparse de sus labios. Leprevine:

—He aquí lo que ha ocurrido —dije

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en alta voz, dirigiéndome a AlejandraMijailovna que nos contemplaba, muyasombrada—. Yo sola soy la culpable…Hace ya cuatro años que la engañé austed. Me apropié de la llave de labiblioteca, y durante cuatro años vengoleyendo a escondidas. PiotrAlexandrovich me ha sorprendidoleyendo un libro que no podía…, que nodebía ser puesto en mis manos…Temiendo por mí, ha exagerado elpeligro ante sus ojos… Pero no mejustifico… Soy culpable… La tentaciónera más fuerte que yo, y una vezcometida la falta, me avergüenzo de miacción… Eso es todo, casi todo lo que

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ha pasado entre nosotros…—¡Bien urdido! —murmuró a mi

oído Piotr Alexandrovich.Alejandra Mijailovna me escuchaba

con una atención profunda; pero ladesconfianza se reflejaba en su rostro.Miraba tan pronto hacia mí como haciasu marido. Se hizo el silencio. Apenaspodía respirar. Ella inclinó la cabezasobre su pecho y cerró los ojos,reflexionando, por lo visto, en cada unade las palabras que yo habíapronunciado. Por último, levantó lacabeza y me miró fija.

—Niétochka, hija mía, estoyconvencida de que no sabes mentir —

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concluyó—. ¿Es eso todo, absolutamentetodo lo que ha pasado?…

—Todo —respondí.—¿Es eso todo? —preguntó a su

marido.—Sí, sí —confirmó él, haciendo un

esfuerzo—; todo. Respiré.—¿Me das tu palabra, Niétochka?—Sí —asentí sin vacilar.Pero no pude menos de mirar a Piotr

Alexandrovich. Sonreía al oírmeempeñar así mi palabra. Enrojecí, y miturbación no pasó inadvertida para lapobre Alejandra Mijailovna. Unaangustia indecible se reflejaba en susemblante.

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—Está bien —dijo tristemente—. Oscreo. No puedo dejar de creeros.

—Entiendo que esa palabra basta —manifestó Piotr Alexandrovich—. ¿La haoído?…

Alejandra Mijailovna no replicó. Laescena se hacía cada vez más penosa.

—Mañana mismo revisaré todos loslibros —continuó Piotr Alexandrovich—. No sé qué hay allí; pero…

—¿Y qué libros ha leído? —preguntó Alejandra Mijailovna.

—¿Qué libros?… Responda usted—dijo Piotr Alexandrovich,dirigiéndose a mí. Usted sabráexplicarse mejor… Explíquese—

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añadió, con una sonrisa prolongada.Me hallaba confusa y no podía

pronunciar una palabra. AlejandraMijailovna enrojeció y bajó los ojos. Seprodujo una larga pausa. PiotrAlexandrovich se paseaba por laestancia.

—No sé qué existe entre ustedes —insinuó, por último AlejandraMijailovna, pronunciandotemerosamente sus palabras—; pero sino es más que eso —repuso—, nocomprendo por qué hemos de estar tantristes y tan desesperados… Solo yo soyla culpable de todo, y ello meatormenta… He descuidado su

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educación, y solo yo debo responder detodo… Ella debe perdonarme… Yo meacuso de todo, y no me atrevo areñirla… Pero ¿por qué desesperarnosde nuevo?… Ha pasado el peligro…Mírela —dijo, animándose cada vezmás y dirigiendo una mirada escrutadoraa su marido—. Mírela… ¿Ha tenido eseacto imprudente algunas consecuencias?… ¿Acaso no conozco a mi niña, a mihija?… ¿Acaso no sé que su corazón espuro y noble, que en esta linda cabecita—prosiguió, acariciándome yatrayéndome hacia ella— la inteligenciaes clara, y que su conciencia tiene miedoa la mentira?… Basta, amigos míos…;

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basta… Seguramente, otra cosa se hadeslizado entre nosotros y ha interpuestosu sombra hostil; pero nosotrostriunfaremos mediante el amor y elmutuo acuerdo. Tal vez nos hemos dichodemasiadas cosas, y esta falta solo a mipuede imputárseme… Yo soy la primeraque me he ocultado, yo soy la que hetenido Dios sabe qué sospechas… Sinembargo… Puesto que nos hemosexplicado algo, deben ustedesperdonarme, porque…, en fin…, no esun gran pecado que haya presumido…

Después de hablar así, miró a suesposo tímidamente, enrojeciendo, yangustiada, aguardó sus palabras. A

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medida que él la escuchaba, una sonrisaburlona se iba dibujando en sus labios.Dejó de caminar, y se detuvo, erguido,delante de ella. Parecía gozar con suconfusión.

Aquella mirada, fija en ella, ladesconcertó. Esperó un momento, comopreguntándose qué pasaría después. Laturbación de Alejandra Mijailovna ibaen aumento. A la postre, él interrumpióla penosa escena, prorrumpiendo en unacarcajada prolongada y burlona.

—La compadezco a usted, pobremujer —dijo, por fin, seriamente,cesando de reír—. Ha asumido una tareaque sobrepasa sus fuerzas. ¿Qué

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pretendía usted?… Quería mortificarmecon su discurso, anonadarme con nuevassospechas o más bien con viejassospechas, que ha ocultado mal en suspalabras… El sentido de sus frases diceque no hay por qué enfadarse con ella,que es buena, aun después de la lecturade libros inmorales, cuya moral pareceque ha dado ya sus frutos, y además, queusted misma responde de ella, ¿no escierto?… Luego, después de haberexpuesto eso, alude usted a alguna otracosa… Le parece que mi desconfianza ymi severidad obedecen a otrosentimiento… Ayer mismo hizo usteduna alusión… Le ruego que no me

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interrumpa; me gusta hablar claro…Ayer hizo usted alusión a que, en algunaspersonas, el amor no puede manifestarsesino por la dureza, por sospechas ypersecuciones… No recuerdo bien sifueron exactamente estas las palabrasque empleó ayer… Vuelvo a rogarle queno me interrumpa… Conozco bien a supupila y puede oírlo todo… Se lo repitopor centésima vez: todo… Está ustedequivocada… Pero no sé por qué legusta insistir en hacer de mí un hombreasí, por qué quiere atribuirme esaapariencia grotesca… No es propio demi edad el amor de esta muchacha… Enfin, créame, señora, conozco mi deber, y

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estoy convencido de lo que he dichootras veces; que el crimen será siempreel crimen, que el pecado será siempre elpecado… Y basta, basta ya; no quierooír ya hablar más de esas cosas viles.

—Pues bien: todo eso lo soporto yosola —declaró Alejandra Mijailovna,sollozando y abrazándome—. Sean missospechas vergonzosas… Pero tú,pobrecita mía, ¿por qué estás condenadaa escuchar semejantes ofensas?… Y yono puedo defenderte… No tengoderecho a hablar… ¡Dios mío!… Nopuedo callarme, Señor. ¡No soportarétodo esto!… Su conducta esdesatinada…

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Alejandra Mijailovna lloraba.—Basta, basta —murmuré,

procurando calmar su emoción ytemiendo que aquel golpe cruel lehiciese perder la paciencia.

—Pero, mujer ciega… —tercióPiotr Alexandrovich—. ¿No sabe usted,no ve usted que…?

Se detuvo un momento.—¡Váyase! —ordenó, dirigiéndose a

mí y separando mi mano de la deAlejandra Mijailovna—. No lepermitiré que toque a mi mujer. Lamancha usted, la ofende con supresencia… Yo también —agregó— lodiré todo, todo… Escuche —continuó,

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dirigiéndose a Alejandra Mijailovna—,escuche…

—¡Cállese! —corté, adelantándomehacia él.

—Escuche…—¡Cállese, en nombre de…!—¿En nombre de quién, señorita? —

me atajó vivamente, mirándome a losojos—. ¿En nombre de quién? Sepausted que le he arrebatado de entre susmanos la carta de su amante… Esto es loque ocurre en nuestra casa… Esto es loque pasa a nuestro lado… Esto es lo queno ha visto usted ni ha sospechadonunca…

Apenas podía tenerme en pie.

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Alejandra Mijailovna estaba pálidacomo una muerta.

—¡No es posible! —musitó con vozapenas apreciable.

—He visto esa carta, señora; la hetenido en mis manos, he leído lasprimeras líneas y no me he equivocado.¡La carta era de su amante!… Me la haarrebatado de las manos, y ahora es ellala que guarda esa carta. Está claro, nocabe la menor duda, y si duda usted aún,no tiene más que mirarla…

—¡Niétochka! —exclamó AlejandraMijailovna, dirigiéndose hacia mí—.¡No, no! ¡No hables! No quiero sabercómo ha sido… ¡Dios mío, Dios mío!…

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Sollozaba y permanecía con elrostro oculto entre sus manos.

—No… ¡No es posible! —exclamóde nuevo—. Se ha equivocado usted…Tengo… Sé lo que eso significa —recalcó, mirando fijamente a su marido—. No me engañarás; tú no puedesengañarme… Cuéntamelo todo, sinocultarme nada… Se ha equivocado,¿verdad? Ha visto otra cosa… Estáciego, ¿no es cierto?… Escucha, Anita,hija mía, ¿por qué no has de decírmelotodo?…

—Responda, responda usted —insistió Piotr Alexandrovich—. ¿Hevisto la carta entre sus manos?… ¿Sí o

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no?…—Sí —afirmé, ahogándome de

emoción.—¿Es una carta de su amante?—Sí.—¿Duran aún sus relaciones?—¡Sí, sí, sí! —repetí, sin

comprender nada y respondiendoafirmativamente a todas sus preguntaspara poner fin a aquella tortura.

—Ya lo ha oído usted… ¿Y qué?…¿Qué dice usted ahora?… Créame, sucorazón es demasiado bueno, demasiadoconfiado —añadió, tomando la mano desu mujer—. Vea usted ahora quién esesta… señorita… Hace mucho tiempo

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que lo había notado, y al cabo me sientosatisfecho de mostrársela tal cual es…Me era penoso verla a nuestro lado, quese sentara a nuestra mesa, que estuvieraen mi casa… Me indignaba suceguera… He aquí por qué, únicamentepor qué fijaba mi atención en ella: lavigilaba… Y esta atención es la queusted notó, y sabe Dios qué clase desospechas concibió por ello… Peroahora la situación está clara; todo se hadisipado, y mañana, mañana mismo, laseñorita dejará de habitar esta casa —terminó, dirigiéndose a mí.

—Espere… —dijo AlejandraMijailovna, levantándose de su asiento

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—. No creo esa historia… No me miretan terriblemente ni se burle… Anita,hija mía, ven junto a mí, dame tu mano.Todos somos pecadores —repuso convoz temblorosa, mirando, humilde, a sumarido—. ¿Quién de nosotros puederechazar una mano que necesita socorro?… Dame tu mano, Anita, mi queridaniña… No soy más digna ni mejor quetú… No puede ofenderme con tupresencia, porque yo también soy unapecadora…

—¡Señora! —exclamó PiotrAlexandrovich, asombrado—.¡Deténgase!… No olvide que…

—No olvido nada… No me

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interrumpa; déjeme acabar… Ha vistousted entre sus manos una carta, y ustedmismo la ha leído… Dice usted, y ellalo confiesa, que es una carta del hombrea quien ama… ¿Prueba eso, acaso, queese amor sea criminal?… ¿Acaso eso leautoriza a usted para tratarla así enpresencia de su mujer?… Si… ¿Acasosabe usted cómo ha ocurrido eso?…

—Entonces, solo me resta pedirperdón. ¿Es eso lo que quiere usted? —dedujo Piotr Alexandrovich—. Heperdido la paciencia escuchándola…¡Piense lo que dice! ¿Sabe usted, quizá,de qué se le habla? ¿Sabe a quiéndefiende?… Yo lo veo todo…

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—Y no ve lo principal, porque lacólera y la soberbia le ciegan… Ustedno ve qué defiendo yo y de qué quierohablar. No es el vicio lo que defiendo;tal vez no haya usted comprendido queesta niña es inocente… No, no defiendoel vicio… No… Si ella fuese esposa ymadre y hubiera olvidado sus deberes,entonces estaríamos de acuerdo. Ustedve que yo no falto a ellos. Pero ¿y si ellaha recibido esa carta sin pensar en elmal? ¿Y si hubiera sido arrastrada porun sentimiento inexperto, sin que nadiehaya hecho por detenerla?… ¿Y sihubiera sido yo la principal culpablepor no haber vigilado su corazón?… ¿Y

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si usted, con sus groseras sospechas,hubiese manchado su sentimiento másprecioso?… ¿Y si hubiese ustedmanchado su imaginación con suscínicas observaciones relativas a esacarta?… ¿Y si usted no hubieraapreciado ese pudor virginal que brillaen su semblante y que yo veo ahora, quehe visto cuando, sufriendo, sin saber quédecir, respondía con la confesión a suspreguntas inhumanas?… Sí, sí; eso esinhumano, eso es cruel… No se loperdonaré nunca… ¡nunca, nunca!

—¡Tenga piedad de mi! ¡Tengapiedad de mí! —rogué, estrechándolaentre mis brazos—. Créame, no me

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rechace…Caí a sus pies de rodillas.—¿Y si, por último —continuó ella

con voz entrecortada—, usted la hubiesehorrorizado con sus palabras, hasta elpunto de que la pobre niña se creyeraculpable?… ¿Y si hubiese usted turbadosu conciencia, su alma y el reposo de sucorazón?… ¡Dios mío!… ¡Ha queridoecharla de la casa!… ¿Sabe usted acasoa quién trata de esa suerte? ¿Sabe ustedacaso que, si la echase a ella, nosecharía a las dos, a ella y a mí?… ¿Meha oído usted?…

Sus ojos brillaban; jadeaba supecho; su excitación llegaba al

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paroxismo.—Basta, señora; ya la he oído.

¡Basta! —pidió, por fin, PiotrAlexandrovich—. Si la idea deabandonar mi casa le agrada…, entoncessolo me resta decirle que hizo usted malal no poner en ejecución ese proyectocuando era el momento oportuno… Siusted lo había olvidado le recordarécuántos años hace…

Miré a Alejandra Mijailovna. Seapoyaba en mí. Sus ojos estaban casicerrados; un instante más, y caería alsuelo sin conocimiento…

—¡Por Dios! Tenga usted piedad deella esta vez… No pronuncié una

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palabra más —exclamé, olvidando queasí me delataba.

Pero ya era demasiado tarde. Undébil grito respondió a mis frases, y lapobre mujer se desvaneció y cayó alsuelo.

—¡Muerta! ¡Usted la ha matado! —dije—. Llame a la gente… Sálvela, si esposible… Le espero en su despacho…Necesito hablarle… Se lo contarétodo…

—¿Qué, qué?—Después.El síncope y la crisis duraron dos

horas. Toda la casa se hallaba enmovimiento. El doctor movía la cabeza.

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Al cabo de aquellas dos horas, fui aldespacho de Piotr Alexandrovich.Acababa de abandonar a su mujer; sepaseaba por la habitación y se mordíalas uñas hasta hacerse sangre. Estabapálido… Nunca le había visto así.

—¿Qué quiere usted decirme? —preguntó con voz ronca.

—Aquí está la carta que mearrebató. ¿La reconoce usted?

—Sí.—Tómela.Tomó la carta. Yo le observaba

atenta. Al cabo de algunos minutosvolvió rápidamente la cuarta página yleyó la firma. Vi cómo la sangre se

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agolpaba a sus mejillas.—¿Qué significa esto? —me

interrogó, profundamente asombrado.—Hace tres años que encontré esa

carta en un libro. Comprendí que ella lahabía olvidado. La leí y me enteré detodo. Desde entonces, esa carta no meabandonó nunca, porque no sabía aquién entregársela. A ella no debía… Austed… Pero usted no puede ignorar elcontenido de esa carta y toda esa tristehistoria…

No sé por qué ha fingido; no logroaún penetrar en su alma oscura. Querríausted conservar alguna superioridadsobre ella; pero ¿para qué? ¿Para

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triunfar de la imaginación turbada de unaenferma, para probarle que estabaequivocada y que usted era másirreprochable que ella?… Haconseguido usted su objeto… Susospecha era la idea fija de unainteligencia que se extingue. Era quizá laúltima queja de un corazón roto por lainjusticia de un designio humano. ¡Quéimporta que la haya usted amado! Heaquí lo que decía, lo que queríademostrarle. Su soberbia, su egoísmoceloso no experimentaron piedad…Adiós. No necesito explicaciones…Pero tenga cuidado, ahora que leconozco, porque no le olvidaré…

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Me fui a mi habitación, dándomeapenas cuenta de lo que ocurría. Ovroff,el secretario de Piotr Alexandrovich, medetuvo junto a la puerta.

—Deseo hablarle —dijo,saludándome respetuosamente.

Le miré, casi sin entender no que medecía.

—Más tarde. Dispénseme… Estoymala —alegué por fin, retirándome—.Está bien. Hasta mañana —murmuró,saludándome con una sonrisa ambigua.

Tal vez fuese una figuración mía.Todo aquello pasó ante mis ojos

como a través de espesa niebla…Fin.

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FIÓDOR MIJAILOVICHDOSTOYEVSKI, Moscú, 1821-SanPetersburgo, 1881. Novelista ruso.Educado por su padre, un médico decarácter despótico y brutal, encontróprotección y cariño en su madre, quemurió prematuramente. Al quedar viudo,el padre se entregó al alcohol, y envió

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finalmente a su hijo a la Escuela deIngenieros de San Petersburgo, lo que noimpidió que el joven Dostoyevski seapasionara por la literatura y empezara adesarrollar sus cualidades de escritor.

A los dieciocho años, la noticia de lamuerte de su padre, torturado yasesinado por un grupo de campesinos,estuvo cerca de hacerle perder la razón.Ese acontecimiento lo marcó como unarevelación, ya que sintió ese crimencomo suyo, por haber llegado a desearloinconscientemente. Al terminar susestudios, tenía veinte años; decidióentonces permanecer en SanPetersburgo, donde ganó algún dinero

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realizando traducciones.

La publicación, en 1846, de su novelaepistolar Pobres gentes, que estabaavalada por el poeta Nekrásov y por elcrítico literario Belinski, le valió unafama ruidosa y efímera, ya que sussiguientes obras, escritas entre esemismo año y 1849, no tuvieron ningunarepercusión, de modo que su autor cayóen un olvido total.

Entre sus publicaciones encontramosRecuerdos de la casa de los muertos(1861) novela que le devolvió lacelebridad, Memorias del subsuelo(1864), El jugador (1866), y la primera

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obra de la serie de grandes novelas quelo consagraron definitivamente comouno de los mayores genios de su época,Crimen y castigo. La presión de susacreedores lo llevó a abandonar Rusia ya viajar indefinidamente por Europajunto a su nueva y joven esposa, AnaGrigorievna. Durante uno de esos viajessu esposa dio a luz una niña que moriríapocos días después, lo cual sumió alescritor en un profundo dolor.

A partir de ese momento sucumbió a latentación del juego y sufrió frecuentesataques epilépticos. Tras nacer susegundo hijo, estableció un elevadoritmo de trabajo que le permitió publicar

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obras como El idiota (1868) o Losendemoniados (1870), que leproporcionaron una gran fama y laposibilidad de volver a su país, en elque fue recibido con entusiasmo.

En 1880 apareció la que el propioescritor consideró su obra maestra, Loshermanos Karamazov, que condensa lostemas más característicos de suliteratura: agudos análisis psicológicos,la relación del hombre con Dios, laangustia moral del hombre moderno ylas aporías de la libertad humana.

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Notas

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[1] John Falstaff es un personaje deficción creado por WilliamShakespeare. Su carácter festivo,cobardón, vanidoso y pendenciero hasido inspiración para multitud de obrasposteriores en la literatura, la ópera y elcine. Wikipedia. 31 marzo 2013.http://es.wikipedia.org/wiki/Falstaff.(N. del E. D.) <<

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[2] El río Rubicón (en italiano,Rubicone; en latín Rubico) es un cortorío de régimen torrencial del nordeste deItalia, que discurre por la provincia deForlì-Cesena y desemboca en el marAdriático. Parece que el nombre derivadel color del agua, ya que corre por unaregión arcillosa, que tiñe el agua de uncolor rubí. Entró en la historia por ser sucruce el detonante o «casus belli» de laSegunda Guerra Civil de la Repúblicade Roma. Marcaba el límite del poderdel gobernador de las Galias y este nopodía «más que ilegalmente» adentrarse

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en Italia con sus tropas. La noche del 11al 12 de enero de 49 a. C. Julio César sedetuvo un instante ante el Rubicónatormentado por las dudas. Cruzarlosignificaba cometer una ilegalidad:convertirse en enemigo de la Repúblicae iniciar la guerra civil. Julio César diola orden a sus tropas de cruzar el río,pronunciando en latín la frase «aleaiacta est» «la suerte está echada». Deeste evento proviene la expresión«cruzar el Rubicón» que expresa elhecho de lanzarse irrevocablemente auna empresa de arriesgadasconsecuencias. Wikipedia. 31 julio2013.

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http://es.wikipedia.org/wiki/Río_Rubicón.(N. del E. D.) <<

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[3] Guardería, jardín de infancia.Reversohttp://diccionario.reverso.net/ingles-espanol/nursery. (N. del E. D.) <<