Nada se termina nunca

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1 Nada se termina nunca Miguel Ángel Hernández Rascón

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Serie de relatos que exploran algunas inquietudes sobre la vida y el arte.

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Nada se termina nunca

Miguel Ángel Hernández Rascón

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Letras  y  letras.  Revista  de    Arte  y  Poesía.  

México.  Noviembre  2014  

Revista  independiente  y  sin  fines  de  lucro.  

Coordinación  editorial:  Laura  Elisa  Leyva  y  Juan  Ramírez  Rivas.  

Puebla,  México.    

El  único  fin  de  la  revista  es  dar  a  conocer  artículos,  reseñas,  críticas  y  análisis  de  arte  de  las  personas  que  deseen  participar  en  ella.  La  revista  no  se  hace  responsable  por  el  contenido  de  los  artículos,  pues    son  totalmente  responsabilidad  del  autor.  El  único  fin  de  la  revista  es  ejercer  la  libertad  de  expresión  de  una  forma  crítica.    

 

Todos  los  derechos  reservados.  

 

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Dedicado a todas las personas que voluntaria o involuntariamente sirvieron de inspiración para

crear estos relatos.

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El  creador  y  espectador  del  mito  ya  no  ven  en  la  mujer  a  alguien  de  carne  y  hueso,  con  ciertas  características  biológicas,  

fisiológicas  y  psicológicas;  menos  aún  perciben  en  ella  las  cualidades  de  una  persona  que  se  les  semeja  aunque  se  

diferencia  en  conducta,  sino  que  advierten  sólo  las  encarnación  de  algún  principio,  generalmente  maléfico,  fundamentalmente  

antagónico.  

 

Rosario  Castellanos  

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Hacia ya varios años que Julio Elías no prestaba atención a la enorme cicatriz

que atravesaba su antebrazo desde el codo hasta la muñeca y asomaba por

debajo de la manga de la camisa. Recordaba bien, ahora que la miraba con

atención tras un largo tiempo sin hacerlo, la impresión que le causó la carne

abierta hasta el hueso la tarde que “El Machito” movió la cabeza en el peor

momento del pase. Y todo por impresionar a la señorita Brunette, pensó, con

una sonrisa que se disimuló bajo el bigote cano. Tras tomar un trago de

cerveza fría se acomodó en la silla y se regodeó en sus propios recuerdos; los

demás comían y charlaban en la mesa puesta en el jardincito y los niños

jugaban inquietos sin hacer caso a las mujeres que les pedían se sentaran y

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dejaran de hacer bulla. A Julio Elías poco le importaba la fiestecita de primera

comunión, porque hacía años que no creía en Dios; para él era solamente su

ahora, ese momento sumergido en sus recuerdos de Huamantla y en la tarde

cuando “El Machito” le desgarró el brazo. Ese día la señorita Brunette había

pasado a saludar a su hermano, el hijo del patrón, que practicaba sus pases con

el capote; yo estaba completamente embelesado con su cabello y con su

aroma; pocas mujeres se miraban como ella. Estúpidamente pensé que la

impresionaría si le mostraba que era más hábil que el señorito; cuando él dejó

el capote colgado en los maderos del corral lo tomé; no conté con que la bestia

ya andaba muy caliente. Nomás hice el ridículo y lo único que logré fue

aguantarme el dolor para no parecer más pendejo lloriqueando. Su sonrisa

burlona fue lo que más me dolió, creo. Pero el día que la sostuve por la

cintura, ¡ja! me pidió que le enseñara la cicatriz que me quedó; estaba

sorprendida y la acarició mirándome con los ojos bien abiertos. La señorita

Brunnete ya había andado de amores con el caballerango, pero no me importó,

ese día me dio los amores a mí. Si el patrón se hubiera enterado de lo que le

hice esa tarde a su hija hubiera puesto una bala en mi frente y tal vez eso

hubiera sido mejor, se hubiera ahorrado todo esa miseria que después le di.

Julio Elías tomó otra botella de cerveza, dio varios tragos veloces y tomó otra;

la fiesta de primera comunión de su nieta Mercedes se le comenzaba a hacer

chocarrera, sobre todo cuando Marcos, el nieto más grande, empezó a hablar

de una revolución. Este chamaco pendejo que va a saber de revolución, jamás

le han pasado zumbando las balas por la cabeza, ni ha sentido ese miedo

miserable por morir en un llano donde nadie verá por tus huesos. Habla de

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cosas que no comprende; si supiera que todo aquello fue una desgracia, una

verdadera desgracia sin pies ni cabeza. Ese día debí hacerle caso a mi madre

cuando me dijo que me fuera lejos del pueblo porque la leva me iba a coger,

que ya los zapatistas habían cogido hombres a la fuerza en las cercanías y

habían fusilado a mis primos por resistirse. Nadie quería pelear, porque se

llevaban años peleando para nada. En el rancho, el patrón dijo que si nos

metíamos a “la bola” nuestras familias la iban a pagar, porque dizque los

zapatistas eran bandidos que nomás andaban robando y matando a diestra y

siniestra. Yo no quería saber nada de balazos, lo mío era torear. Pero era

inevitable inmiscuirse; el general Obregón había tomado la Ciudad de México

y les cerró las líneas a Zapata y Villa. Mandó a coger hombres a la fuerza para

iniciar las últimas campañas; y el Presidente dirigiendo, desde Veracruz, las

maniobras para acorralar a los convencionistas, que eran muchos. Nada tenia

pies ni cabeza; cuando llegaban los zapatistas a los pueblos había que fingir

estar con ellos, sino habría saqueos y fusilamientos; cuando llegaban los

constitucionalistas pasaba lo mismo. No había bandos ni siquiera y cualquier

hijo de la chingada se hacía pasar por coronel o capitán por el simple hecho de

tener muchos huevos y la sangre bien fría. Debí escuchar a mi madre y

esconderme en la sierra con Chucho, su ahijado, y con los muchachos de la

ranchería. Pero cómo podía irme, si ya tenía el corazón de la señorita

Brunette; sí ya la había hecho mi mujer a escondidas. Cuando llegaron las

tropas de Obregón yo estaba con ella; apenas y nos pudimos vestir.

Escuchamos el desmán y los gritos y los primeros disparos; ella me rogó que

me fuera pero no lo hice, no podía irme; no pensé en mi madre ni en mi

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hermanito José, sólo pensaba en que quería estar más tiempo con ella. Tan

linda que se miraba acostada en la paja.

Marcos seguía hablando de los acontecimientos en Ciudad Universitaria, de la

entrada del ejército y de los altercados en el Politécnico. Julio Elías, el viejo

Julio Elías lo escuchaba en silencio, veía al jovencito inflarse de orgullo,

queriendo demostrarle a su abuelo que él también era un hombre de guerra.

Muchacho tonto, hablas de represión cuando no has vivido una; hablas de

guerra cuando no sabes que chingados es eso. Esa no es una represión del

ejército, es sólo un estatequieto para los revoltosos. En la compañía de

infantería donde milité, una que pertenecía a las brigadas del General

Francisco Murguía, reprimimos a sangre y fuego a pueblos enteros que

estaban con los villistas. Me ordenaron disparar contra mujeres y niños,

enterrarle la bayoneta a muchos hombres. “Ajuste de cuentas” decía el capitán

Machado, porque los villistas habían hecho lo mismo; al principio me

disgustaba, pero después le agarré ganas. Contra ellos desquitaba mi

frustración por estar lejos de la señorita Brunette. “Yo no creo en la

Revolución” le escribí en una carta a mi madre, pero la carta creo que nunca

llegó, ninguna carta llegaba realmente, sólo era para taparle el ojo al macho.

No había ni pies ni cabeza. Temía regresar a Huamantla y encontrarme con

que el patrón haya hecho efectiva la amenaza de desquitarse con las familias

que apoyaran la Revolución. ¿Cuál Revolución? Yo sólo vi chingaderas. Mi

familia no la apoyó, yo no la apoyé; pero cómo se lo explicaría mi madre al

patrón. Sabía que cuando regresara nada sería igual. Mis sueños con el capote

estaban más que lejos; de esos días nomás la cicatriz en el brazo, la única

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cicatriz que me dio gusto llevar. Ya ni recordaba el rostro de la señorita

Brunette, ni sus ojos de gato, ni sus cabellos ensortijados; se convirtió de

pronto en una cara borrosa; un cuerpo etéreo en una tarde de olvido. Fueron

los días en que las soldaderas sirvieron para desbordar mis cauces de hombre;

encontré en muchos cuerpecitos un consuelo; pero ya, para mí, únicamente

existía el sonido de la corneta y el frío que recorre el tuétano de lo huesos

cuando viene la orden de avanzar. Uno no sabe bien a qué le dispara, pero

tiene uno que hacerlo antes de que te disparen. El enemigo nunca tiene rostro.

La mente se nubla, las piernas tiemblan y el vómito se te sale a veces por la

nariz. Cuando todo termina, te encuentras corriendo y escondiéndote para

reagruparte o levantando la carabina, gritando eufórico porque los otros son

los que corren despavoridos. Ellos, los otros, estaban igual que yo, tal vez. No

lo sé, jamás pude hablar cabalmente con uno de ellos. Todo era matanza y

ajuste de cuentas; caminatas interminables y campamentos. También hambre,

todo era hambre para los soldados y los que nos acompañaban: mujeres

mugrosas y chamacos flacos. Después la artillería te rompía los tímpanos y

todo comenzaba de nuevo. Ahí fue que comencé a perder el juicio, todos lo

perdían, pero fingíamos ser los muy machos, pa’que no nos dijeran cobardes.

La madre de Marcos le pidió que cambiara de tema, que no eran pláticas para

una comida de celebración. Es la primera comunión de tu hermana, le gritó

histérica. Marcos guardó silencio temeroso de una reprimenda más grande por

parte de su padre. La fiesta le impidió ir esa tarde a Tlatelolco. No vas a

ningún lado el día de la fiesta de tu hermanita, mucho menos con esos amigos

vagos que tienes que nomás buscan camorra, le dijo la mujer un día antes.

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Julio Elías miró al muchacho y movió la cabeza. Para eso me gustabas

muchacho, nomás tu madre te alza la voz y te pones nervioso como perrito

faldero. No te culpo, sé que en tus adentros te estás cagando de miedo; que

realmente no tendrías el valor de hacer efectivas tus palabras. Cuando un

hombre hace efectivas ese tipo de palabras tiene que cargar con ellas por el

resto de su vida. Yo dije muchas chingaderas cuando anduve con los

constitucionalistas y muchas las cumplí. Sí, yo hice muchas chingaderas. El

día que anunciaron que Zapata había muerto en Chinameca me dio harto

gusto. Sentí que la guerra se terminaba, pero después resultó que ahora el

General Obregón tenía roces con el señor Carranza. Todavía faltaría un rato

antes de que pudiera regresar a Huamantla. Cuando se disolvió mi compañía

comenzó la arrebatinga; los altos mandos sabían que debían tomar por lo

fuerza lo que fuese que les tocara en el camino. Nos decían que se harían

serias las demandas de la Revolución Constitucional, así que nos movimos del

Bajío para Puebla y ahí nos dividimos cada quien y cada cual por su rumbo, a

tomar lo que era nuestro por derecho. Pero ya éramos una partida de

malhechores; de soldados no teníamos nada, nunca lo tuvimos. Aun así, quise

regresar para ver a la señorita Brunette; ella fue mi escapulario durante toda

esa chingadera de Revolución. De no ser por ese recuerdito borroso de su

cuerpecito tibio me hubiera dejado matar por la metralla; fue por esos ojitos

de gato y ese pelo ensortijado que decidí aguantar cuando me desfallecía.

Pensaba que a lo mejor con las promesas cumplidas de la Revolución ya no

sería uno más y podría tenerla como mi mujer.

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Pero el patrón hizo efectiva su promesa años antes; sacó a las familias de la

ranchería, las que, según él, habían hecho tratos con “la bola”; lo hizo para

tener contentos a los obregonistas. Nada tuvo pies ni cabeza, todo fue una

serie de chingaderas hechas por los que tenían poder y mando. Lo que se decía

un día era otra cosa al día siguiente y los tratos se deslavaban a todo momento.

De nada sirvió que mi madrecita les dijera que yo andaba con ellos, que era

constitucionalista de las fuerzas de Álvaro Obregón, que la leva en la que me

enrolé era de su bando. Quesque éramos zapatistas desertores, dijeron.

Cuando llegué a Huamantla me avisaron que los verdaderos zapatistas

tomaron represalias, años atrás, contra las familias que apoyaron a Obregón;

las mismas familias que corrieron de la ranchería a punta de fusil. La guerra

terminó peor de lo que empezó, era todo un revoltijo. A un coronel le gustó el

rancho del patrón y nos mandó a sacar a toda la familia, que porque se debían

cumplir las demandas del pueblo. Puras mentiras, a ese hijo de la chingada ya

le urgía su tajada. Yo era subteniente y me tocó desalojar la casa con quince

hombres a mi mando. No recuerdo el nombre del cabo que le tocó despachar

al patrón. El muy cobarde del patrón exigió llorando que le respetaran los

tratos que tenía con los constitucionalistas, pero la política se hacía en la

capital, en los palacios donde discuten los trajeados. En el resto del país cada

quien tomaba lo que quería, si tenia el poder para hacerlo. A la esposa del

patrón la mataron con las bayonetas, después de violarla, y al señorito lo

colgaron de un abedul; yo les dije que lo hicieran para vengar a mi sangre. A

mi tocó dispararle a la señorita Brunette, que ni siquiera me reconoció cuando

me vio. No recordó ni mi nombre; tantos años con las ganas embravecidas de

volverla a ver; de besar su boquita roja, y me recibió con un escupitajo. Por

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eso le disparé. Por eso y porque por su recuerdo olvidé a mi madre y a mi

hermanito José, que se han de pudrir en algún lugar del campo, sin cristiana

sepultura. Yo nunca creí en la Revolución, yo sólo quise ser como el Maestro

Gaona, El Gran Califa de León. Supongo que hay cosas que nos tocan vivir y

ya. Me siento tan cansado de recordar. No debí meterle esa bala entre los

senos a la señorita Brunette, pero la rabia y la locura de la guerra me habían

dejado muy mal. Sin embargo, haber huido de la leva cuando mi madrecita me

lo pidió tampoco hubiera sido solución, no había solución siquiera. La

Revolución nos trago a todos y después nos escupió, abortándonos a este

mundo. Ay señorita Brunette, cómo lo siento.

Julio Elías sintió el sopor del alcohol y guardó su mano en el bolsillo; supo

entonces por qué no había mirado en tantos años la cicatriz que le dejó aquel

toro de lidia. La fiesta continúo hasta entrada la noche. Los jóvenes miraban el

televisor en la sala y los adultos platicaban con café y cigarros en el jardincito.

-Papá, ¿estás bien?

-Si mijo. No te preocupes.

-Ya no deberías tomar, te va a hacer daño.

-No pasa nada José.

Julio Elías, el subteniente del Ejército Constitucionalista, guardó silencio, y

después dijo bajamente: Nada ha terminado mijo, nada se termina nunca.

-¿Qué?

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Marcos salió al jardincito alarmado.

-Algo pasó en Tlatelolco. Está en las noticias.

-Seguramente más chingaderas- dijo el viejo, y se quedó dormido.

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Matilde

De veras que sí. Le digo a usté que no hay comparación. Mi viejita siempre

tuvo un carácter de los mil demonios, pero al saber de su hermana Matilde.

Esa sí se volvió loca. ¡Qué la regran parió a la pata esa! Creo que nomás vino

a este mundo a hacer daño. Sí, le digo. Pos qué no se acuerda de su marido

Nereo. Ese fue un chingón, pero le fue mal escogiendo mujer porque se quedó

prendido de Matilde a la primera. Es que sí echaba lumbre cuando era

chamaca. Tenía las patas flacas de orqueta, pero era chula la condenada, con

las petacas bien paradas y los chichicuilotes redonditos. Era chaparrita, pero

parecía alta de lo estirada que se miraba. Tenía ojos bonitos, como de chinita,

pero no tanto; y su boca era chiquita, chiquita, pero paradita como si quisiera

siempre andar dando besos. Siempre fue muy flaca, eso sí, y ni con los hijos

amasizó carnes ni agarró peso. Dicen que fue porque a su madre le chupaba la

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teta la culebra blanca toma leche, esa que le pone a los chamacos la colita en

la boca pa’ que no chillen y se queda chúpale y chúpale a la teta de la madre

cuando ésta se duerme amamantando. Eso me lo contó mi viejita, quesque a

ella casi le pasó lo mismo. Pero qué va, al primer muchito se puso como

cuche. ¡Qué parió! Matilde, su hermana siempre fue flaca, y eso que parió

cinco hijos.

¡Ah, pero qué perdida era Matilde! Sí, pues. Nomás le prendía el fogón a

todos y nomás nada. Y es que era tan bonita que hasta prendía las veladoras

apagadas de la iglesia cuando pasaba a comulgar y hervía el agua en las

cocinas y las sangre en las venas de los hombres. A mí me la hizo hervir

también, pero pus yo ya andaba casado desde hacía un año con su hermana y

pues no es que ganas me faltaran, pero es que se iba a ser notorio luego luego

y Nereo me hubiera terminado metiendo un plomazo entre ceja y oreja.

Porque Nereo era el único que la tomaba en serio y le quería cumplir derecho.

Ese cabrón si tenía pantalones, hasta pa’ amarrarse con una mujer. Desde que

vio a Matilde planeó robársela, pero dicen que mejor le fue a pedir

matrimonio por las buenas. La familia de Matilde, según me cuenta mi viejita,

le puso la condición a Nereo de que se fuera a hacer patrimonio pa’ ofrecerle

algo, quesque porque era su mejor chamaca. Y Nereo se fue al otro lado, con

los gringos, y trajo un chingo de mezclilla y la vendió en una camioneta que

se compró. Imagínate, se vino desde Reynosa hasta Ocozocoautla vendiendo

mezclilla con su hermano Nacho.

El día que regresó Nereo fue todo un suceso en Coita, era la primera

camioneta que veíamos; aquí nomás puras pinches mulas y burros; uno que

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otro caballo pal más catrín, pero, ¿una camioneta? Yo salí a verla y me dio

harta envidia. Nereo llegó forrado de dinero y todos hablaban de él. Te digo

que era un chingón. Fue por eso que Matilde se animó a fugarse con él. Te

digo que ni se casaron, nomás puro amasiato hasta que nació el primer niño.

Creo que se matrimoniaron hasta el segundo, ya ni me acuerdo. Pero el caso

es que se hizo de un ranchito con la venta de mezclilla y de todo lo que se le

ponía enfrente; Nereo le vendía ollas hasta al alfarero, porque era buenísimo

para los negocios. Sí, pues. Nomás algo le caía en las manos y se le quemaban

por hacer negocio.

No, Nereo no supo nada de los pecaditos de Matilde en sus ausencias,

figúrate, si así ya tenía enemigos, yo creo que si mataba a medio pueblo, más.

Sí, ya te dije que ahorita te cuento por qué lo mataron. No fue por Matilde ni

nada de eso; fue por la envidia que causaba entre los hombres por hacer dinero

tan rápido. Ya se había quebrado, según dijeron, a un par de cristianos que le

quisieron dar cran al alacrán con sus negocios. Pero yo se bien que esos

nomás fueron pretextos que pusieron para justificarse y que la policía no

hiciera su trabajo. Nereo llevaba pistola pero no la usó jamás, ni siquiera

cuando lo mataron. La única cosa por la que se hubiera quebrado a un

cristiano es que lo hubiera encontrado con Matilde en amores. Esos dolores no

los hubiera soportado y la muina lo hubiera cegado. Muchos lo estimaban y

preferían hacerse occisos que decirle quién era su mujer. No, te digo que

Matilde no tuvo nada que ver. O al menos eso me dice mi viejecita linda.

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El caso es que fue en la Cantina Victoria; ándale, esa, la que está por el zócalo

de acá de Coita. Andaba Nereo jugando baraja con unos fulanos y le

aparecieron de la nada unos cabrones y le vaciaron las pistolas sin darle

tiempo a que se pusiera de pie. Lo dejaron como panal de avispas, ahí, tirado.

Dicen que sus compañeros de juego fueron los que lo entregaron; pero yo no

sé bien porque no quise averiguar. Yo pa’ qué. Pero lo feo del caso es que lo

hicieron frente a su hijito más pequeño, que había ido a buscarlo pa’ que se

fuera a su casa. Dicen que el chamaquito nomás se quedó parado ahí mientras

le surtían plomo a su padre. También fue mala suerte; dicen que a lo mejor si

el niño hubiera llegado un minuto antes se hubiera evitado la tragedia; pero

pa’ mí que esas balas ya tenían el nombre de Nereo grabado desde que eran

bronce en la mina.

Ya no supimos nada de los hijos de Nereo porque Matilde no supo que hacer

después de la tragedia y los fue a regalar a todos. Ya cada muchachito fue

agarrando vereda solito y se formó como pudo y Dios le dio a entender.

Matilde se quedó viuda aquí en Coita y siguió de perdida. Por eso mi viejita y

yo le quitamos esta casa; porque ya era una vergüenza para la familia, y

nosotros ya éramos muchos. La mandamos con una parienta a Oaxaca, pa’ que

diera lastimas allá, y nos repartimos los bienes de Nereo, porque creo yo que

fue lo mejor que podíamos hacer.

Sí, pues. Te digo que era un chingón, yo siempre estaré agradecido con Nereo

por todo lo que me dejó; por eso en su santo abro una botella de mezcal. Dios

me libró de enredarme con una perdida como Matilde. Yo por eso quiero harto

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a mi viejita linda, que tiene un carácter de los mil demonios, pero no se

compara con esa culebra.

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Años de espera

Su edad era la de la tierra misma. Algunos profesores de la universidad han

llegado a suponer que incluso supera esa edad. De hecho sigue por ahí, no ha

desaparecido del todo, aunque no se sabe a ciencia cierta dónde está. Pero en

ese momento su edad era de 454 mil millones de años. Hoy me parece que es

de 454 mil millones de años, pero sumándole los años exactos entre ese día y

hoy. Y ese es el único dato del que tenemos certeza; lo que fue de ella antes y

después de ese día parece importar muy poco.

Todo lo que hubiere hecho podría juzgarse de poco espectacular; aunque, por

otro lado, y usando la imaginación, tal vez sí hizo muchas cosas. Quizá llegó a

cruzar el océano en infinidad de ocasiones o atestiguo las hazañas de algún

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héroe en el otro lado del mundo. Pero nunca lo ha dicho a nadie, sobre todo

porque nadie sabe donde está.

Ella esperó pacientemente para encontrarse con Nicolás, para cambiar su

historia; para darle el vuelco definitivo a su vida. Ella lo esperó desde los

inicios del mundo. Quizá desde algún lugar oscuro; no se sabe porque nadie la

ha entrevistado y no han dado oportunidad para que cuente su versión de la

historia.

Nicolás por su parte había construido su vida toda, desde que nació, para ese

encuentro con ella. Pero él no lo sabía, así como ningún hombre sabe lo que

ha de encontrarse a cada paso que da, a cada decisión que toma, con cada

persona que conoce, con cada lugar en el que está, a cada momento vivido.

Ella, a final de cuentas fue más trascendental que María Maramba. No

importó qué tanto amor le profesara su esposa, no fue ni por asomo esa

dimensión de cuantía. María lo entendió muy bien y no puso objeción a eso;

en el fondo supo que su amor fue insuficiente. Como muchas mujeres, vivió

engañada pensando que el poder del amor lo cura todo, que el amor es más

fuerte que el mar y que es capaz de sanar todas las heridas. ¡Vaya tonta! Pero

no es necesario juzgarla; todos llegamos a pensar esas nimiedades.

Con el tiempo, María llegó a saber, a ciencia cierta, que todo fue causa de la

toma de decisiones. El despertarse una hora antes o una hora después; el tomar

este u otro transporte, el dar vuelta o no a una esquina. María asumió que de

esa misma forma había conocido a Nicolás y ella era también responsable de

ese encuentro tan desafortunado; entonces ni siquiera su vida estuvo exenta a

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estos absolutos: todo suceso en su vida tenía que ver con sus propios pasos y

los pasos de sus padres, y abuelos y para atrás, atrás, atrás hasta el inicio de

los tiempos. Porque la vida no nos pertenece, ni siquiera le pertenece a Dios;

le pertenece al tiempo y al espacio. Esa enredadera de la que hablan los

profesores de universidad. Sin embargo, María llegó a debatirse también a sí

misma, para hacerse evidente y desechar su culpa; saber que todo fue por la

toma de decisiones de terceros; de unos verdaderos hijos de puta. Y así, para

atrás y atrás y atrás y hacia todos lados. Nada llegó a consolarla.

¿Nicolás podía evitar dejar entrar a esa extraña en su corazón? Tal vez. Pero

esa bala perdida a fin de cuentas cumplió el objetivo final de su existencia:

matar a Nicolás. El qué fue de ella antes o después de eso no importó mucho a

nadie, después de todo, si el tráfico de armas no se investiga en Tamaulipas,

mucho menos podríamos saber la procedencia y el destino de los minerales.

Por eso es que calculamos 454 mil millones de años, pero sumándole los años

exactos entre ese día y hoy. Es el único dato del que tenemos certeza.

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El vientre es la

tumba

Jamás sintió el deseo de evocar a Cristo como un hombre semidesnudo que

colgaba en su pared, por más que en su mente se paseaba y se estacionaba

constantemente esa idea. Luchaba incansablemente contra pensamientos

semejantes y sujetaba el rosario de plata firmemente a fin de alejar esas

nefastas representaciones de su cabeza, deseando que su amor inmaculado

resistiera por siempre. Ese rosario de plata llevaba entre sus pertenencias

desde que hizo su primera comunión y, junto con la pequeña biblia, aquella

con incrustaciones de carey en la pasta, era su posesión más adorada. El día

que conoció el cuerpo y la sangre de Cristo, se enamoró de él; conoció el amor

aun siendo una niña.

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  30  

“Las monjas son las que se casan con Cristo” dijo su madre. “Entonces yo

quiero ser monja; por qué me casan con un hombre si no quiero”. Pero fue

inevitable y el doctor Álvaro Domenzain se la llevó a otra ciudad y a otro

mundo. Ella sintió que la alejaban de su amor ideal para siempre. No podían

comprender que ella lo amaba sólo a él. La vergüenza la asoló y le pareció

percibir el olor grueso y pesado de la traición en toda su nueva casa.

Los años pasaron y su marido le enseñó a ser fiel amante, así, a fuerza de

matrimonio. Fue el mediador de su cuerpo y ella aprendió que depender de lo

que él asumía saber; a veces menos. Le mostró la forma en la que las mujeres

se deben comportar a gusto del hombre y de cómo deben ver el mundo. Le

adoctrinó para repudiar a los prietos y a los pobres, a los feos y a los

macuarros. Y ella lo aceptó, en silencio, aún cuando era como despreciarse a

sí misma. Pero tenía a Cristo, por las noches, en sus oraciones solitarias, como

en un simulacro de Magdalena y eso era suficiente para soportar la vida.

-Van a traernos una réplica de la Virgen de Chignahuapan; la hizo un hábil

escultor de Puebla. El maestro Urrutia, lo debes recordar.

-¿Por qué la Virgen de Chignahuapan Álvaro?

-¿Qué quieres, a la del Tepeyac? Esa es para los indios, mujer, por Dios. Van

a traernos una verdadera madona.

Y precisamente esa madona, esa figura tallada finamente en nogal; de dorados

rizos y ojos de mar, era tan parecida a las amantes de Álvaro Domenzain que

su esposa, Julia, se sintió confundida por aquellas raras fijaciones; pero

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  31  

cuando le vinieron los vómitos y los mareos supuso que las confusiones y la

fuerza de la gravedad contra su cuerpo podrían esperar, y eso la hizo sentir

mejor.

El niño fue idéntico al padre: los mismos ojos, el mismo cabello. Julia lo amó

muy poco al principio, como suelen amar muchas mujeres a sus hijos, pero a

partir del bautizo, cuando el niño pasó a ser verdadero hijo de Dios, ella

comenzó a sentir latidos briosos en su pecho. Sin embargo, el niño creció sin

madre, porque ésta murió a según las palabras del mismo doctor. Ella se

transformó en un cadáver sin tumba ni lápida; sin coronas ni veladoras en las

ofrendas de noviembre. Era un cadáver purulento de ofensas y maldiciones

horrísonas en los labios del padre. Una innombrable; una excresencia con

cabellos de Magdalena. No fue para menos; Julia se fue sin decir nada con un

hombre de barba y cabello largo, que bien pudo ser un buen pastor o un noble

peregrino; pero al parecer fue sólo un bohemio que entonaba himnos de

Serrat.

Y así, poco después de la inminente muerte de Julia, las visitas de las dulces

madonas fueron más frecuentes, hasta que una, de ojos de mar y cabellos de

trigo, se quedó con el puesto de esposa. El niño fue obligado de llamarla

madre y verla como se ve a la Virgen Santísima. El niño inventó, entonces,

que su verdadera madre era una calavera sin nombre ni apellido. Una dama de

huesos; sin carne ni piel. El pequeño niño pasaría a vislumbrar en sueños que

el vientre es también la tumba.

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Ni salta pa’ tras; mucho menos

tente en el aire.

-¡Chulo que quedó aquello!-decía Gaspar cuando terminaba de dar los últimos

retoques de barniz a uno de sus muebles. Negro zambo él, de enormes manos

rasposas como animales; de seño alegre pero terrible y con espaldas de

montaña. Tras quitarse de encima a su perro Frijol, echaba un par de pasos

hacia atrás y miraba su carpintería con un orgullo muy suyo, y le presumía a

Ofelia su trabajo como un niño que espera aprobación. Ofelia tenía que salir

de la cocina casi a rastras y sólo sonreía, abriendo sus enormes ojos, a

sabiendas de lo usual exhibido por Gaspar. Después, ese negro zambo,

inspeccionaba de nueva cuenta la mesa, el tocador o la silla que hubiere

hecho; cruzaba los brazos y se ponía la mano en el mentón.

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- ¡Pa’ la bestia!- gruñía después de un rato y se la pasaba toda la noche

hablándole a Ofelia del detalle. Ofelia ya no le escuchaba y se quedaba

dormida mientras Gaspar hablaba y hablaba de lo mal que salió todo.

-Anda ya duérmete Gaspar, que ando peida.

-Te pees, cuando el peido soy yo.

Por la mañana, ese negro zambo arriaba toda la mercancía en el carretón, le

echaba un chiflido a Frijol y salía a ofrecer su arte a los barrios de San

Lorenzo El Negro. Le explicaba, después, a quien se le acercaba, que ese arte

tan preciso era una herencia de Gaspar Nyanga, un ancestro suyo de los

tiempos de antes. El Gran Negro de las Américas. Porque su abuela cambuja

le dijo siempre que él salió tan negro como esos negros del ayer. Ni mulato ni

lobo, ni salta pa’ tras; mucho menos tente en el aire. Negro, negro zambo,

como los primeros negros de San Lorenzo El Negro. Después regresaba sin

nada de venta y Ofelia le recriminaba las lentejas y las tortillas.

-Ántes tu hermana trajo mole de un santo y plátanos de la casa de la abuela,

porque siempre es lo mismo Gaspar. Ya deja de hablar de tus ancestros que se

te va la venta.

Pero Gaspar dale y dale con lo mismo en el negocio. Sentía él que era su

deber, para con los suyos, hablarle a las gentes de Gaspar Nyanga. “Vaya

Gaspar” le decía un camarada albarazado mientras éste arriaba su carretón.

“Vaya vaya” contestaba sonriendo Gaspar. Y seguía ofreciendo su arte a las

personas del pueblo. Los húngaros lo miraban y le sonreían. Uno de ellos se

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acercó para platicarle de la talla en madera. Gaspar le enseño los dientes con

su enorme sonrisa y le dijo que un día habría de aprender de los gitanos para

hacer la venta.

Porque Gaspar no era hombre de ambiciones, aun cuando Ofelia le pedía y le

pedía. “Bueno pus qué tanto que quieres” le increpaba él, “si ni casa ni marido

falta”. Y es que Ofelia sentía que le faltaba mucho, sobre todo porque las

salamanquesas siempre andaban muy alzadas. “Pinches mecas”, decía la

mulata. “Mal paridas; ellas tienen todo por andar talquiadas”. “Deja que a esas

se las lleve la bruja, contra, tustás más pa’ cá, que pallá”, alegaba Gaspar.

Entonces, ese negreo zambo abrazaba a su mulata y le hacía saber que le

amaba y que ninguna pupila clarita, ni los cueros talqueados de las albinas

eran comparación alguna. “Esas se ponen aguadas”, le decía Gaspar a Ofelia

y agarraba las nalgas duras de su mujer. “Eres tan negro como el Frijol”, le

decía Ofelia mientras resguardaba sus narices en las axilas de Gaspar. “Por

eso es mi perro”, contestaba él.

Gaspar siguió con la faena de siempre. Los domingos se tomaba la caña con

los pachis, se revolcaba con las putas y los lunes iba por madera. Trabajaba en

un nuevo arte dos o tres días y subía lo reciente con lo viejo al cerretón. Fue

en uno de eso días que Ofelia le dijo que estaba encinta. “Te traigo un hijo,

Gaspar. Ni chino, ni albino, ni lobo, ni mulato; ni salta pa’ tras, ni tente en el

aire. Es tu hijo negro Gaspar. Tu Negrito”. Entonces Gaspar saltó de alegría y

supo que los suyos seguirían en una tierra caliente donde nadie los encuentra.

Porque encontrarlos sería querer dejar de ser y seguir siendo; porque nada se

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termina nunca. Porque nadie ha de detener la sangre. Porque se es lo que se es

y nadie puede increparlo.

Nació, entonces la hija de Gaspar; de piel oscura y cabellos medio lacios y

medio de color paja; de narices respingadas y ojos de húngaro. Con las carnes

de todo el mundo. Por esa misma razón Gaspar mató a su mujer; porque ese

gitano húngaro le había comido el mandado cuando andaba en la venta. “Puta

negra, me fallastes”. Es que Gaspar sabía lo que llevaba dentro; él siempre

supo que era descendiente directo de los negros de antes; y que la chamaca le

saliera con ojos de gargajo era mucho.

Cuando la policía iba a arrestarlo, Gaspar estaba tranquilo tomando su caña

con el pachi de siempre; porque era un negro zambo sin miedo. Ni mulato ni

lobo, ni salta pa’ tras; mucho menos tente en el aire. Negro, negro zambo,

como los primeros negros de San Lorenzo El Negro.

-¿Qué se le va a decir a la niña cuando crezca?- le preguntó ese camarada

albarazado que le saludaba cuando partía al negocio.

-Que le digan puras mentiras- dijo Gaspar, cuando lo esposó la policía.

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I

Río Seco es una población escondida, rural y desconocida. Se halla entre la

carretera que conecta un municipio con una costa. Para llegar a Río Seco uno

debe tomar un camino de terracería oculto entre una espesa cortina de

vegetación verde, verde; brillante a tal modo que cuando contrasta con el azul

del cielo quieto, ésta pareciera un monstruo que respira, se mueve y abre sus

fauces tragonas hechas de árboles de plátano, mango, ciruelas y almendras. Si

se va a Río Seco debe uno dejarse tragar por esta bestia de clorofila, agarrando

el terraplén irregular que está teñido de rojo y amarillo por los frutos que

cayeron y se pudren impregnando el aire con un olor dulce y empalagoso.

El Amor de Jacinta

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Los mangos de esos árboles cuelgan imponentes de las ramas; amarillos y

gordos como globos moteados de rojo, un rojo desvanecido, como pintado por

un artista, y tan encendidos que parecen ojos que te miran. El plátano crece

entre hojas oblongas, en pencas terribles que parecen las manos verdes de la

bestia. Frutas grandes que se mueven como garras cuando el viento azota.

La espesura de la tupida arboleda no deja pasar mucha luz, apenas y se cuelan

unos rayitos fulgurantes y tímidos; cuando se camina por ahí es como si se

caminara bajo papel picado de feria; y las pupilas se deleitan con el verde del

yuyo enramado que tiene pedacitos de luz y penumbra al mismo tiempo; y se

deleitan también con el encendido de las frutas que cuelgan y con las

almendras abiertas y rojas que yacen en el cepellón, como yacen los muertos

en el campo de batalla. El aire es húmedo, caliente, caliente; siente uno como

se pegan las ropas al cuerpo de tanto sudor y bochorno; hasta da risa que el

pueblo se llame Río Seco, porque el nombre no coincide con la humedad y la

vida que se respira en esa arboleda. Pero uno lo entiende cuando se llega a la

barranca, junto a las primeras casas del poblado: como si se tratase del

cascarón muerto de la piel de una serpiente, está lo que fue un río que bajaba

desde el monte hasta la mar. Dicen que era un río muy basto; fresco, fresco y

de agua tan clara que se miraban las rocas del fondo, de esas rocas de río

blancas y lisa como blanquillos; también se veían los peces tornasolados,

brillantes, como joyería nadando contra la corriente. Cuentan que si bajabas

por la orilla del río hasta el mar, luego luego se veía como chocaba el agua

dulce con el agua salada. Dos hermanos que se encuentran y se saludan.

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  41  

Hasta que el río se seco así, sin más ni más, y como el agua nunca regresó el

pueblo se llamó Río Seco y todo el mundo olvidó cual era el nombre que tenía

anteriormente; porque así es de fácil olvidar las cosas buenas cuando dejan de

pasar. Lo que antes había sido un caudal de agua viva, se convirtió en una

triste zanja al fondo de una barranca llena de basura y uno que otro esqueleto

de mula o res que encontraron en aquel lugar un sepulcro.

El poblado es sencillo, pequeño; menos de doscientas casas: unas grandes de

ladrillo pintadas de blanco, otras pequeñas de adobe caleado con jardines

cuajados de flores, helechos y palmeras enmarcadas con tablitas en forma de

cercas; hay también jacalitos y palapas humildes hechas de madera y palma

seca. Las calles sin pavimentar son de tierra negra y sabia, de esa que cuando

llueve, suelta un aroma salado y picante: olor de tierra mojada. Cuando el

chubasco arrecia duro, se hacen graves lodazales y hay que tener cuidado al

caminar si no se quiere terminar siendo un estropicio.

En el centro del pueblo hay una fuente de piedra donde se reúne un tianguis.

Unos llevan animales y productos de la siembra particular; a veces no falta

quien vende juguetes o radios de la ciudad, aunque no sirven de nada porque

no llegan las señales. No hay doctor en el pueblo, sólo un yerbatero vetusto

llamado Nabor, que da sobadas de tabaco y aguardiente para las fiebres y las

reumas. Cuando alguien cumple santo, se arma una buena comilona de

mondongo a la que todos están invitados; se tocan sones y coplas jocosas,

rascando con enjundia las jaranas, el arpa y el violín, provocando en los

asistentes una necesidad urgente de gastar las suelas sobre las tablas al ritmo

del zapateado. Pero a veces ya entrando el aguardiente de caña en los

corazones, se arma una reyerta muy dura y no falta quien saca machete ante el

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  42  

estupor de los asistentes. Se escucha entonces el grito ahogado de las mujeres

y el estrépito de los machetes que sacan chispas cuando se encuentran en

curva. Casi no ha habido casos que lamentar. Casi.

Fue precisamente en este pueblo rural casi desconocido y oculto tras una

arboleda monstruosa donde Jacinta vivía. Hija de campesinos; muchacha recia

de caderas firmes y piernas atléticas; morena ella, de piel lustrosa y brillante

como fruta madura y dulce. De rostro bonito, orgulloso, afilado y requemado

como sus hombros de color bronce tostado.

Un día venía Jacinta, en medio de toda su gracia, caminando por la terracería

en dirección al pueblo; andaba descalza, con su falda azul gastada y su blusa

de manta sudorosa y repegada en sus senos tibios; andaba taciturna entre las

fauces del monstruo verde; tránsida por un pensamiento que hacía varias

noches habíale quitado el sueño. Y fue justo ahí, en medio de aquel camino,

que Jacinta decidió que era el momento de llevar una vida en su cuerpo, así,

sin más ni más. No supo si fue por esos árboles frondosos que parecían

mirarle o por la vocecilla evanescente que parecía susurrarle cosas bonitas,

pero Jacinta se sintió segura de querer hacerlo: llevaría una vida creciendo en

su vientre.

II

Aquella noche Jacinta no pudo dormir. Al estar acostada en la soledad de su

habitación, abrazada por el silencio absoluto de la noche donde los grillitos

encuentran el momento de dar su concierto, Jacinta se encontró con los

pensamientos que le asaltaron cuando paso por la arboleda; creía escuchar otra

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vez la voz evanescente. Se levantó de la cama; prendió el foco que colgaba del

techo; dio vueltas en círculos, se destrenzó y trenzó el cabello; se corto las

uñas. Nada. No consiguió volver al sueño y no paraba de escuchar el

sonsonete aquel que le hablaba.

Fue a la cocina a buscar un vaso de agua y ahí, sus pupilas acariciaron de

soslayo el costalito donde se guardaba el frijol. Se apresuró a él y metió la

mano en el interior del costal de yute, saco un puñado de semillas y dijo:

“Esto es lo que necesito”.

Caminó de vuelta a su cuarto, cerró la puerta y la atrancó con un banquito;

despojó entonces su joven cuerpo del camisón de manta que la cubría y se

tendió en la cama. Jacinta estaba desnuda bajo la luz eléctrica del foco, en

toda su juvenil belleza de muslos generosos, pechos agraciados y vientre de

pradera lampiña. Jacinta, sólo vestida por su cabellera negra que se ceñía a las

sábanas como una criatura lisa de obsidiana; vestida sólo por sus largos

cabellos y por el pubis poblado y tupido como la arboleda viviente que estaba

afuera en el campo. Igual de viva, igual de húmeda.

Tomó con divina mano una de las semillas que eran tan negras como sus ojos

y la posó con ternura en el ombligo, inseminando así su deseo febril: “Por fin

he de llevar una vida en mi cuerpo”, se dijo al tiempo que se quedó dormida

fulminantemente. Cuando despertó notó enseguida que su carne había servido

de banquete para los zancudos y que su plan había fracasado.

Pasó la mañana la desilusionada muchacha rascándose y pensando. “¿Por qué

no germinan las semillas en mi carne?” se preguntaba. Todo el día anduvo

dispersa, casi flotando, como una pluma en un remolino que sopla con

entusiasmo; “Debo llevar una vida creciendo en mi vientre” se repetía una y

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  44  

otra vez en voz baja mientras la voz evanescente seguía hablándole en un

extraño dialecto. Fue en la nochecita que la morenita le preguntó a su padre:

-¿Cómo se germina una semilla?

-Necesitas agua buena y tierra buena- le contestó el hombre.

Como poseída por un diablo embravecido, Jacinta fue corriendo a su cuarto,

cerró la puerta y la trabó con el banquito; se desnudo y tomó otra semilla de

frijol; sacó un puñado de tierra de una de las macetas donde ponía azucenas,

de esas que son bellas y fragantes como milagros vivientes. Se acostó en su

cama y repitió la operación de la noche anterior, pero esta vez usando la tierra

negra que era el alimento de las azucenas y el agua de la noria con que las

regaba. Durmió entonces. A la mañana siguiente vio los resultados de su

nuevo experimento: había sido su epidermis como un nuevo manjar para

mosquitos y su plan había fracasado, sólo que en esta ocasión estaba un

lodazal manchándola a ella y al catre. “¡Contra!” se dijo furiosa, “Necesito

una semilla que germine rapidito, rapidito”.

Haciendo caso omiso a sus obligaciones y quehaceres, la muchacha fue con el

yerbatero Nabor para que le diera una nueva semilla.

-Esta germina rapidito, rapidito mi niña- le dijo el vetusto mientras sujetaba a

la muchacha por la cintura.- Ponle tierra, sal y agua bendita; verás como con

una frotadita, tu semilla crece. Frótate suavecito, suavecito. ¡Qué panza tan

tiernita que tienes!

Jacinta salió del jacal indiferente a la abyecta lujuria en los ojos del réprobo.

Tenía su semilla y eso era lo único que le importaba.

-¡Condenada!- gritó con los dientes apretados el anciano cuando la vio partir.

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Por la noche, Jacinta se dispuso a su tarea, que ya más que un deseo era una

obsesión; otra vez su delicado cuerpo yacía desnudo en el catre, con la

semilla, la sal, la tierra negra y el agua bendita en el vientre. Esperaba ella un

cosquilleo, algún dolor o algún placer; algo que le indicara que su semilla

estaba germinando. Nada. Durmió entonces pero esta vez con una lágrima

corriendo por sus mejillas.

Sucedieron varios amaneceres; Jacinta vagaba melancólica debajo de la

arboleda monstruosa; en sus ojos prietos se podía ver esa tristeza de aquel que

ha perdido algo que jamás tuvo. Su paso era lento, grave; seguía escuchando

la misma voz, pero ya no le era extraña, era más bien intima y calida, como la

de un amante. Entonces la vio, estaba tirada en la terracería, casi abandonada

sin nada alrededor: una semilla de ciruela que gritaba su existencia sólo a los

oídos de Jacinta, quien, con un amor afable se inclinó para recogerla;

mirándola embelesada y embriagada de pasión.

Y ahí, en medio del bosquecillo, la hermosa Jacinta se entregó a su deseo,

despojándose de sus prendas con tal ímpetu que parecía un venado brincando

airoso sobre sus patas. Se tiró al suelo revolcándose como gata en celo; puso

la tierra negra y el agua estancada de un charco en su vientre y puso también

una sal que brotó del suelo. Germinó casi de inmediato, rompiendo la dura

cáscara de la que brotaron pequeños bracitos que se incrustaron en el ombligo,

abriéndose paso, rompiendo la piel hacia el calido interior de Jacinta. Aquello

era placer que le causaba una felicidad casi infinita; sentíase invadida por algo

ajeno a ella y que le hacía suya a cada milímetro que se adentraba. Era algo

nuevo, excitante; una clase de amor que le era desconocido; un amor que ella

correspondía y que le era correspondido a la vez.

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  46  

Y como una ola que choca impetuosa contra las piedras, un espasmo que

cimbró a la joven culminó aquel acto.

III

Cuando el astro divino se comienza a apagar tras el pétreo occidente, deja

antes de su despedida millones de centellas encendidas en las aguas a modo de

regalo póstumo. Son fuegos que flotan y se mueven con el viento marino,

mientras el cielo se torna en un púrpura fúnebre que anuncia la partida. Las

nubes desgarradas son parte de la lumbre en el agua y el púrpura del manto

celeste.

Después, como si el infierno cayese sobre la tierra, todo se torna rojo y el sol

parece una esfera opaca y agonizante. Al caer la noche, la negrura terrible del

firmamento se llena de silencio que grita y se lamenta. El mar que unas horas

antes era alegre y risueño, nos muestra su cara sombría: negro como el peor de

los pesares; y uno no puede ver más que la umbría. Es en ese momento

cuando le oímos rugir furioso y caemos en la cuenta de lo finito de nuestro

existir. Pero el astro siempre regresa majestuoso por el oriente, para alumbrar

con su implacable luz todos los rincones de la costa y del bosque y del pueblo

y la ciudad. Es entonces, en ese perpetuo nacer y renacer solar, que llamamos

día y noche, en que los hombres vivimos y morimos sin esperanza de renacer

como lo hace cada día el sol. Cuando nos llega el ocaso no hay forma de que

busquemos otro amanecer.

Habían transcurrido varios amaneceres así desde el día que Jacinta se entregó

a al éxtasis de amor en aquel bosque. De su ombligo brotaba un pequeño

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  47  

tallito tierno y frágil; de color verde pálido y con dos hojitas discretas que

apenas se atrevían a asomarse. Era ese pequeño brote vegetal lo que tanto

había ansiado Jacinta y la única razón de su existir.

Paseaba por el pueblo y por el bosque con aquel primogénito en el ombligo

descubierto ante el asco de algunas personas y el gesto de ternura de otras; sus

padres la veían con reproche y se portaban indiferentes ante las necesidades de

su nieto.

-¡Eres una loca!- gritó la madre al enterarse del amor de Jacinta.

-¡Eres una perdida!- rugió el padre al ver al extraño vástago.

Pero a Jacinta poco le importaba, porque ella había encontrado la felicidad en

aquel amor apacible; esa era la razón por la que corría con la panza

descubierta como liebre juguetona y chapoteaba en la orilla de la playa para

que el mar le salara los pies.

Con el paso de las semanas empezó a diluirse la alegría hasta que desapareció

y en su lugar quedó un dolor agudo en las entrañas, como si un millón de

agujas se incrustaran en sus tripas. El pequeño tallito era una planta grande. A

Jacinta se le dificultaba hacer cualquier cosa porque el hijo que crecía en su

vientre le estorbaba; decidió no salir y permanecer en la cama el mayor

tiempo posible. Su madre angustiada, le procuraba los cuidados necesarios,

llevándole té de flores azahar para el dolor y atendiéndola en todo lo que

necesitaba. Su padre la amenazaba constantemente, diciéndole que le

“arrancaría a ese bastardo”. Jacinta no lo permitiría y a pesar del dolor ella

seguía siendo feliz.

Una mañana, intempestivamente, Jacinta despertó con un árbol de ciruelas en

su panza. Al darse cuenta, estalló en una gritería tan fuerte que sus padres

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  48  

despertaron y con ellos todas las personas de los alrededores. Eran gritos

ahogados, motivados por el dolor, pero más por el pánico de descubrirse con

semejante cosa saliéndole de las carnes a través de un boquete inmenso y

desgarrado en su vientre.

Cuando su madre la vio se desmayó sin siquiera poder decir nada; su padre

pegó un alarido lastimero mientras se jalaba los cabellos y abría los ojos, a tal

punto que parecía que se saldrían de sus cuencas. Jacinta aullaba horrísona

como una bestia herida de muerte, profiriendo blasfemias como posesa. El

hombre, determinado en ayudar a su hija, fue por el hacha que tenia guardada

en la cocina y una vez en sus manos fue directo al cuarto de Jacinta con la

firme intención de acabar con el árbol, hacerlo leña y salvar a Jacinta de esa

suerte maldita. Con todas las fuerzas que el cuerpo le ofrecía, el padre de la

muchacha arremetió con puntería justo en donde se hundía la carne con la

madera. Fueron más de quince golpes los que se necesitaron para que el árbol

se rindiera en un rictus de astillas y dolor. Una vez que vio librada a su hija de

ese brote, se dispuso a sacarlo de la casa y en el jardín lo termino de destazar,

con tal saña que parecía que descuartizaba a su peor enemigo.

Jacinta yacía inconciente en su cama, como si los nervios se le hubiesen

apagado por tanto dolor; en la casa reinó el mismo silencio que habitaba en los

labios de la joven y nadie habló al respecto.

A la mañana siguiente, con esa necedad que distingue a las bestias infernales

en su afán de hacerse carne en cuerpos ajenos, el brote desgraciado retoñó en

el mismo lugar del día anterior, pero esta vez era más frondoso, más vivo y de

las ramas colgaban ciruelas rojas, tan brillantes como ojos que podían mirar.

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  49  

El ciruelo respiraba, se movía y casi se podía escuchar una voz desde su

interior: un sonido de eco como salido de un sepulcro.

Tanto el padre como la madre se encontraban petrificados por el terror, ante la

presencia de una criatura tan horripilante; ni siquiera se atrevieron a acercarse

al cuerpo inconciente de Jacinta, pero algo había que hacer. Cuando el primer

tajo del hacha golpeó a la criatura, esta sangró profusamente y pegó un alarido

infernal que se escuchó hasta las afueras del pueblo. La bestia se había vuelto

una sola con Jacinta; se alimentaba de sus tripas y las raíces estaban enredadas

en el espinazo. Matar al ciruelo seria matar a Jacinta.

Fueron dos días después cuando ocurrió todo. La madre de Jacinta entró al

cuarto para limpiar, y pasmada por el frío de la muerte, vio a su hija con el

vientre despedazado, como si hubiera explotado una bomba. La pobre Jacinta

tenía los ojos abiertos, con una mueca de dolor en su bello rostro salpicado de

sangre; sus manos quedaron agarradas a la cama como dos tarántulas y sus

piernas abiertas parecían las de un muñeco de trapo. Junto a la cama había un

rastro de sangre, tripas; hojas y ciruelas machacadas que iban del cadáver

hasta la ventana, que es por donde el monstruo salió. Jacinta fue enterrada ese

mismo día; nadie comentó nada y mucho menos se quiso averiguar cuál de las

bestias que estaba enterrada en la arboleda, en la entrada de Río Seco, era la

que creció en el vientre de Jacinta. Dicen que ya casi nadie pasa por ahí. Casi.

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  50  

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I

La pátina de aceite con pigmento, a modo de filtro entre la mezcla ya seca en

el lienzo y el ojo del artista, apenas y pudo satisfacer las necesidades de

Lázaro, que va y viene por el estudio, se acerca y se aleja del caballete; habla

solo y se retrae en sí mismo durante varios minutos antes de continuar.

Lázaro pertenecía a esa estirpe de artistas que se tomaban muy en serio sus

abrumes y sus cambios de humor para con el mundo y el arte. Ahora no sabe

quién es. Sus caprichosas y camaleónicas obsesiones se habían acrecentado

desde la universidad. Cuando el maestro Ibáñez reveló ser daltónico todo

supuso un nuevo comienzo en la forma en que Lázaro veía el color y el

mundo; dejaron, entonces, de ser trascendentes las teorías de quien fuere que

hablara desde la física o desde la estética. Pero no fue, en sí, el daltonismo de

Retrato de mujer

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su antiguo maestro lo que le dislocó los sentidos; aquella revelación

ontológica tan peculiar del profesor sólo sirvió como recuperación de una

serie de disquisiciones que habíanse revelado desde su infancia, pero que

mantenía amputadas, gracias, en gran medida, a la participación efectiva de

todas las instituciones educativas del país.

Desde que era un niño Lázaro se había sentido separado de todo y todos. Las

sensaciones del mundo, para él, sólo eran meros choques de átomos y

partículas. Su mundo sensible dependía de la constante colisión de elementos;

pero únicamente eso. Realmente la unión entre dos cosas le parecían

imposibles. Cada que tomaba un poco de agua notaba que ésta realmente

nunca lo tocaba, que era un ente independiente que recorría el interior de su

cuerpo para encontrar una salida tarde o temprano y dejar, tal vez, algo de sí

en el trayecto; pero que finalmente debía abandonarle. Ni siquiera su propio

cuerpo era perfectamente homogéneo; no era una sola pieza. Y todo lo que

interactuara con él jamás llegaría a integrársele. Para Lázaro, besar a María

Maramba era el intento fallido de una mezcla heterogénea por integrarse a

ella; el acto pusilánime de homogeneizar a dos personas; como el mar y la

arena que nunca han de pertenecerse por más que se junten y pertenezcan:

siempre serán elementos heterogéneos: hombre, mujer; arena y mar son entes

independientes que buscarán desesperadamente de estar juntos sin estarlo.

A la sazón, Lázaro refugió todas esas ideas en el arte y trató de explicar esta

constante a través del color; para el artista, la mezcla de escalas resultaba

imposible pues los colores eran autónomos e independientes: entes puros

forzados a una unión tan desastrosa como la fraternidad, el amor y el sexo.

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  53  

Lázaro sostenía que la interacción entre dos o más colores es la misma que la

interacción de un hombre con su entorno: un acto fallido, un simulacro. Una

aberración; como la misma que existe cuando dos cuerpos se juntan para

amarse: se congregan pero jamás se unen, por más que dejen de sí uno dentro

del otro. Están separados y se sienten incompletos dentro de su fantasía de

homogeneidad. Lázaro percibía que el hombre vive encerrado en una mezcla

heterogénea con su entorno y su vida.

Él entendía el techo de la Capilla Sixtina, entre otras muchísimas obras, como

un atentado a la naturaleza propia del color, pues el protegido de Julio II

condenó a todas aquellas partículas puras de pigmento a un encierro perpetuo

con sus semejantes, en un simulacro de belleza. Un simulacro que la historia

habría de juzgar como sublimidad.

Era por eso que Lázaro se inclinaba por la pintura que dejaba que los colores

se mantuvieran puros hasta llegar al punto del absurdo y fundamentar la

belleza en la simple pureza de la pátina. Años más tarde, en la universidad, la

revelación del maestro Ibáñez le hizo evidente que todo es una broma cruel de

la existencia. Lázaro se encontró, ora, con un nuevo deseo: el de desmantelar

el arte desde sus raíces y negarlo en todos sus niveles. La historia, las causas y

consecuencias del arte eran, entonces, causa de un terror constante pues éstas

eran una manifestaciones que no le explicaba ni su persona ni la existencia.

Lázaro se vio siempre como un ser aislado; hasta que la vio a ella.

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  54  

II

El verdadero encuentro que sostuve con esta obra fue hace un año, en 2007, en

una exposición de Diego Rivera, en el Museo Dolores Olmedo. Sufrí una

extraordinaria catarsis que, por diversos motivos, llegaré a explicar en otro

momento. Sólo puedo decir que esta experiencia cambió mi vida.

María Maramba, mi profesora de la universidad, me acompañó; ella es

historiadora de arte y domina muchísimos datos que pueden considerarse

inútiles en una charla con café, pero que, al menos, en una exposición, suelen

ser muy interesantes y constructivos. El más sorprendente de los datos

proporcionados ese día fue el hecho de que Retrato de mujer fue pintado en

1896. Yo había visto la obra un par de ocasiones en catálogos, libros y

antologías; la verdad no me interesó hasta ese momento, como no me

interesaba el arte de Diego Rivera en general; mucho menos el de su mujer.

Pero el encuentro cara a cara con ese cuadro significó un replanteamiento

sobre lo que es el arte y su inmanencia en la existencia. Era clara, para

Maramba, una influencia de Cézanne y del postimpresionismo; existía una

explicación desde la academia; pero el origen fundamental del cuadro no se

explicaba a través de la historiografía y la investigación documental. Era, en

su totalidad, la obra de un niño de diez años; un niño que había erotizado, en

un acto de amor puro y liberador, la figura de su madre a través del uso del

color y la forma, y a partir de ahí creaba un salvoconducto entre la carne y el

espíritu. Los datos de Maramba, acerca de atribuciones y momentos, se

tornaron vacíos e inocuos ante el signo fundamental del arte en su

monumental poder.

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La madre del pintor miró y tocó mi alma a través de los pinceles de su hijo y

al mismo tiempo su hijo me permitía ver a la madre a través de sus propias

manos. La plástica rebozaba de pureza y sinceridad; incluso el atributo erótico

de esa mujer se manifestaba naturalmente por medio del amor de un hijo.

Todas las disquisiciones que me habían agobiado durante tantos años

comenzaron a deslavarse y dieron paso a una nueva revelación. Fue cuando

Maramba se acercó para acariciar mi mejilla.

-¿Te llevo a tu casa? Traigo auto y seguramente vienes a pie.

- Tal vez tenga una botella de vino tinto.

- Perfecto.

Maramba me llamó desde la esquina y subí al auto, pleno de una emoción

contenida sobre la experiencia en la que me había sumergido desde mis

adentros.

III

Maramaba no se anima a compartir la cama con Lázaro a pesar del vino. Él ya

está acostumbrado a ese tipo de actitudes y no se molesta en insistir. Ya habrá

otras ocasiones. La ve cerrar los ojos y fingir que está dormida, así que sale

del cuarto y se recuesta en un sofá. Retrato de Mujer se proyecta debajo de sus

parpados como una día positiva evanescente. Lázaro Domenzain trata de

aprehender aquella sensación que le había dominado en el museo. Los colores

del lienzo, aún vívidos en la negrura de su mente, parecen explicarle su

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mundo interno; ahí donde nada puede mezclarse y todo permanece puro e

independiente, ahora puede vivir en armonía, respirar como la piel misma,

sangrar como la carne: aquella mujer vive a pesar de lo heterogéneo de su

totalidad. Ella vive a pesar de la ilusión del arte. El lienzo de Rivera le enseña

el mundo interno del niño y lo equivocado de sus antiguas percepciones.

Lorenzo sueña, embriagado por aquel carnaval de vivos matices; entonces

discurre un paraíso mojado y caliente, con tierra húmeda de olor salado. Sueña

con muslos firmes y piel brillosa como fruta; semejantes a los de la efigie del

cuadro; pero es ella sin serlo. Porque ella es un signo; es siempre un signo. Él

susurra en su oído y ella se arrebata en deseo. Ella asume un apetito febril: el

de llevar una vida en su vientre, de transformarse en algo nuevo y liberarse a

través de una revelación absoluta: volver a la tierra. Una criatura vegetal se

erige para revelar la verdadera naturaleza humana; el regreso a la tierra: el

vientre es la tumba. Entonces, la mujer del sueño se desdibuja y Lorenzo

despierta sin recordar nada, pero con la sensación de un grito ahogado dentro

de su cabeza. Ella no existe.

Son las tres de la madrugada y va a la cocina por una botella de cerveza; cae

en la cuenta de que María Maramba se fue.

IV

-¿No tuviste problemas al llegar a tu casa?

-¿Cuándo?

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-La semana pasada, que estuvimos en la exposición.

-No. ¿Vas a pedir cerveza?, porque no tengo muchas ganas de vino.

-Cerveza está bien. Una lager por favor.

-Yo quiero una de barril. Gracias.

-Regresé al museo los días siguientes. He ido todos los días. Ayer me quedé

casi una hora frente al cuadro de la madre de Rivera.

-En serio… otra de tus obsesiones. Deberías mejor estar concentrado en la

bienal, Lázaro; pierdes mucho el tiempo. Los curadores llegan la próxima

semana y me costó mucho convencerlos de que hagan la curaduría de tu obra.

-Sí, lo sé. Es que me siento como si yo no fuera yo. Hay algo en esa mujer, la

madre de Rivera; no puedo dejar de pensar en ella.

-Seguramente. La mujer del cuadro es una mestiza atractiva; un tópico erótico.

Típico en los hombres cómo tú.

-No es tan simple María; más que un simple signo erótico que remite a Freud,

algún perfil dentro del psicoanálisis u otra de esas cosas que te gusta discutir,

creo que ese cuadro es una revelación. Mira, es un cuadro que pinta Rivera

cuando tenía diez años y es una verdadera revelación sobre el signo femenino.

Creo que Diego Rivera revela y hace evidente a la mujer a través de su madre.

Es decir, el cuadro es un acto puro de amor; es una madre vista por su hijo.

Pero la forma en que él la ve es… como la vería un hombre. Es una

confusión…

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-Es lógico, se llama complejo de Edipo, Lázaro. Creo que el concepto de

mujer no se te puede revelar a través de la mirada de un infante, porque la

mujer es una fuerza autónoma que transgrede las fronteras y los límites que

impone la sociedad de los hombres. La madre de Rivera está en una situación

muy cómoda para el artista, que la ve como su misma sociedad machista: un

objeto de deseo. Generalmente la culturas falocentristas no saben hacer otra

cosa. Los hombres desean siempre someter a su contrario y lo que no llegan a

contener a su modo lo estigmatizan y lo execran. Eso han querido hacer con la

mujer, pero ésta siempre se emancipa y logra su identidad. Porque la mujer es

una potencia oscura que atenta contra sus pequeños penes.

-Es que no es un discurso sobre feminismo o machismo Maramba, es lo que el

color y la forma trasmiten a través de la imagen de esa mujer; de esa precisa

mujer. El poder del arte reside en ella.

-Típico Lázaro, la morena hispana; la rubia anglosajona. Las inconfundibles

obsesiones del hombre actual. Incluso esa mujer del cuadro obedece a un

tópico falto ya de credibilidad. La mujer mexicana no es la mitad india, mitad

español; eso es muy simplista. El mestizaje en este país no se reduce a eso.

-Como tú, que eres negra...

-Yo no soy negra Lázaro, no digas pendejadas; en primer lugar se dice

afromexicana, y no, tampoco lo soy. Mi padre era negro y mi madre era

húngara; de la sangre de mi padre no me queda mucho. La verdad es que ya

no sé ni a que chingados sistema de castas obedecemos en este momento.

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-Le dicen México.

-No mames… Dices muchas idioteces, salud.

-Salud.

V

Trato desde hace meses de entender al artista, de alcanzar su mente. El color

que ha elegido para cada sección: cada tramo, cada parte interactúa en una

comunión perfecta. Es lo heterogéneo vuelto homogéneo. Diego Rivera tenía

apenas diez años, pero entendió las características de la luz en base al color y

la forma, agregando a su composición un lirismo único; una belleza sutil y

diáfana, no obstante, desbordante en sensualidad. Diego Rivera siempre pintó

como un niño; su primer cuadro sería como el último. ¿Cómo obtuvo esa

capacidad, cómo se adquiere? El arte siempre es un trabajo para quien tiene

los ojos de un crío. Quiero volver a tener los ojos de un niño para poder verla.

La amo. La amo porque no existe, porque es toda mujer y no es ninguna.

Compré una enorme litografía y la coloqué en el estudio; desde que la

exposición se retiró del museo he estado al borde de la locura. Al menos me

queda la litografía; es como la fotografía del ser amado en la cartera. Es el

recuerdo falso implantado en la memoria; como esta nostalgia ajena de

extrañar lo que no es de uno; lo que no se vivió. No puedo dejar mirar su

hombro y su cuello descubiertos; la caída libre de sus pechos y sus caderas

firmes. El color es tan intimo y natural que casi huelo su sudor; sus piernas

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son las piernas de trabajo que ahora descansan. Porque esa mujer no está

posando. Ella descansa; ha sido un jornada larga en los quehaceres. Se toma

un respiro. Se sienta y me mira. Ella me está mirando a mí. Atravesó el tiempo

y el espacio para mirarme. Ahora se levanta un poco la falda y me invita a

verle los muslos. La he soñado tantas veces; ella es la tierra húmeda con olor

salado. La amo. La amo porque no existe.

VI

Maramba conduce muy a prisa hasta su casa. Esta vez entra haciendo un poco

de ruido y se mete a la cama. Es la segunda vez en la semana que llega a altas

horas de la madrugada; al menos la vez anterior no pasó nada. Su esposo está

despierto pero finge dormir. Ella huela a cerveza y a sexo. Está fatigada. Se

queda dormida y sueña con un padre que no conoció. Sueña con una vida

olvidada en un lugar que no reconoce. Entra a una casa con quinientas

habitaciones; una de ellas desemboca al mar desde el balcón; una arde en

llamas y en otra es de noche. Escucha la voz de su madre; va con ella, la

abraza y le arranca sus ojos grises a mordidas, los ojos se transforman en

lunas. Se va hacia el traspatio brincando como conejo. Ahí flotan las manos

negras y enormes de su padre, manos que se convierten en gatos que aúllan

como perros; ella los acaricia y se va a dormir, en la habitación donde han

metido una antorcha de fuego azul, con los cinco clavos de la cruz; pone junto

a ésta los ojos de su madre. Va a su cama: ahí está Lázaro acostado de

espaldas; ella toca su piel pálida y siente frío. La mano oscura de Maramba

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araña la piel de Lázaro y la hace jirones. Se acuesta; su abuela le acaricia el

cabello y le canta:

Duérmase, niña,

que ahí viene el viejo

le come la carne

le deja el pellejo,

su mamá la rata,

su papá el conejo.

Se despierta a las dos de la tarde. Su esposo mira la televisión en silencio. Ella

no dice mucho.

-¿Porqué llegaste tan tarde?

-Pues es algo que no tengo que explicarte. No eres mi dueño.

-Pero soy tu esposo.

-Eso no significa nada Nicolás.

VII

- Creo que ya lo sabe.

- ¿Quién?

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- Nicolás.

- ¿Estás segura?

- No sé.

- Y qué piensas hacer.

- Voy a dejar de verte un tiempo Lázaro. No quiero hacerle daño a Nicolás, él

no se merece esto.

- Cómo quieras.

- “Cómo quieras”; siempre sales con tus chingaderas.

- Pues qué quieres que te diga.

- Me lleva la chingada. Soy una estúpida.

- Pues entonces déjalo.

- No lo voy a dejar y menos por ti… Sabes Lázaro, cuando era niña mi abuela

me dijo que mi papá era el mejor carpintero del mundo y que mi mamá era

una adivina maravillosa. Uno podía hacer una casa en tres días y la otra podía

leer tu futuro sólo con mirarte de lejos. Mi abuela me decía que era la mulata

de nariz alzada. Ahí donde nací era muy común ver gitanos y negros; se dan

familias muy curiosas. Vivimos, después un tiempo en Catemaco; el

sincretismo entre la hechicería y el catolicismo dio como resultado un estilo

de vida muy diferente al que se acostumbra en las grandes ciudades. Es un

mundo fuera de lo normal; mágico y místico. Regresé a hacer una

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investigación de la universidad, pero no me involucré con ese mundo. Casi no

lo recuerdo y no regresé jamás. Algo me lo ha impedido.

- No sabía eso.

- Es otro mundo. A veces siento que pertenezco a él, pero no me siento

conectada en lo absoluto. ¿Sabes cuál es el verbo para la identidad Lázaro?

- No lo sé.

- ¡Ash! Ya no sé ni qué estoy diciendo, es mejor que me vaya.

- Espera, no te vistas aún. Ven.

XIII

La pátina de aceite con pigmento, a modo de filtro entre la mezcla ya seca en

el lienzo y el ojo del artista, apenas y pudo satisfacer las necesidades de

Lázaro, que va y viene por el estudio, se acerca y se aleja del caballete. Ha

trabajado durante semanas en una revelación pictórica que se equipare a

Retrato de mujer; todo en vano. Rivera tenía unos ojos que le eran ajenos a

Lázaro; tenía también el referente original.

Hay un entretejido paradójico de la verdad y la ilusión apoyado en la

alteridad. Hay un Yo que engaña con la imagen; aquel que conoce la verdad

tras la ilusión; el que sabe lo que es y lo que no existe. Hay un Otro que se

engaña con la imagen, sin conseguir verla, ni lo que en la realidad representa.

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Es una ilusión estética. Lázaro no posee el referente original, sólo conoce la

ilusión. Ella nunca existirá.

Lázaro recuerda la pregunta de Maramba. El verbo se hace evidente ahora:

revelar. Va a buscarla para decirle que ha encontrado la respuesta a su

pregunta, pero Maramba ya se ha ido.

IX

María Maramba se fue hace tres días a Reynosa, no se quiso despedir de mí.

La verdad es que no me importa. Es de Nicolás y punto.

Traté de entender a Rivera. Fue inútil; es inútil todo esfuerzo por emular su

belleza. Ella no me pertenece, ella le pertenece a Rivera. Ella no existe, es

sólo pintura en un lienzo. Ella es heterogénea; es un acto fallido. El arte es un

simulacro; un engaño. No vale la pena ser artista en México, es un desperdicio

de vida. He tomado una resolución: voy a quitarme la vida; aún no se de que

forma, pero será pronto. No estoy muy seguro de hacerlo, la verdad es que

tengo miedo. Espero que mi madre me perdone.

X

- El autobús sale en media hora. ¿Quieres algo de tomar?

- No, gracias.

- ¿Qué piensas?

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- Pues en lo que pasó. Perdóname Nicolás.

- No tenemos que hablar de eso Maramba.

- ¿Por qué Nicolás?, ¿por qué eres tan bueno conmigo?

- Porque te amo Maramba; eres mi esposa. Vamos a estar bien en Reynosa;

ahí está mi familia. Después podremos ver si vamos a McAllen; tal vez puedas

conseguir un buen trabajo allá. Es un buen momento para dejarlo todo.

- Me parece que siempre he estado huyendo, dejando todo Nicolás. Desde que

soy una niña. Es muy difícil tener una identidad como mujer en este país.

Cuando vine a estudiar a la Ciudad de México me pareció un mundo

maravilloso donde convergían tantas cosas en completa armonía. Pero después

vi algo distinto; a pesar de que la gente misma puede convivir en una

diversidad tan basta, creo que todos están aislados; se ven distintos entre unos

y otros. Nunca se pueden reconocer sinceramente. Nadie me ha podido

reconocer y yo no me reconozco con nadie.

-Tal vez estás exagerando un poco. Yo sé quién eres Maramba.

- No lo sé Nicolás. No me hagas caso.

- Mira, cuando mi padre era pequeño mataron a su padre frente a él en una

cantina; ya sabes, ese México bárbaro. Por mucho tiempo mi padre sintió que

no pertenecía a ningún lugar. Pero con el tiempo pudo integrarse al mundo;

sólo era la falta de una figura paterna. Mi abuela hizo todo lo posible para

tener a su familia unida, pero la desintegración fue inminente. Creo que eso te

pasa a ti. Puede ser que la desintegración de tu familia aún te afecte.

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- Tal vez.

- Una vez escuché a alguien decir que nada se termina nunca; que quizás así

son las cosas y punto. Hay que mirar hacia delante y tener fe en que todo

saldrá bien.

- No lo sé Nicolás. No lo sé.

- Te amo Maramba.

- Yo… yo también te amo Nicolás. Gracias por ser tan bueno conmigo.

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