Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

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NACIONALISMO Y COSMOPOLITISMO: ENSAYOS SOCIOLÓGICOS DANIEL CHERNILO Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2010.

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Bases da crítica ao nacionalismo metodologico

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NACIONALISMO Y COSMOPOLITISMO: ENSAYOS

SOCIOLÓGICOS

DANIEL CHERNILO

Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2010.

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Índice

Prólogo

Primera Parte. Nacionalismo

Capítulo 1. El Nacionalismo Metodológico de la Teoría Social: Mito y Realidad

Capítulo 2. Clases y Naciones en la Sociología Histórica Reciente. Con Robert Fine

Capítulo 3. La Sociología Clásica y el Estado-Nación: Una Reinterpretación

Capítulo 4. La Sociología del Estado-Nación de Talcott Parsons

Segunda Parte. Cosmopolitismo

Capítulo 5. Cosmopolitismo y Teoría Social

Capítulo 6. En Busca del Universalismo: Reevaluando la Naturaleza del Cosmopolitismo de la Teoría

Social Clásica

Capítulo 7. Entre el Pasado y el Futuro: Las Equivocaciones del Nuevo Cosmopolitismo. Con Robert Fine

Capítulo 8. Universalismo y Cosmopolitismo en la Teoría de Jürgen Habermas

Bibliografía

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Prólogo

El propósito de este libro es reflexionar sobre el rol del nacionalismo y del cosmopolitismo en la formación

y desarrollo de las sociedades modernas y su novedad radica en que esa interrogación se hace desde una

matriz disciplinar que no los ha tenido entre sus temas prioritarios. Pero es precisamente la adopción de

una perspectiva sociológica lo que da forma a su tesis principal: lejos de ser los puntos extremos y opuestos

de un continuo, nacionalismo y cosmopolitismo se requieren y presuponen mutuamente. Las relaciones

entre nacionalismo y cosmopolitismo son fundamentales para acercarse a la pregunta por los principios

constitutivos de la legitimidad política moderna porque mediante su estudio se expresa de manera

privilegiada la tensión entre particularismo y universalismo.

El núcleo particularista del nacionalismo radica en el principio de autoidentificación colectiva mediante el

cual un grupo humano, en razón de compartir algunos atributos específicos como el idioma, la religión o

habitar un territorio determinado, habría de tender de forma natural a constituirse políticamente como

estado. El nacionalismo exacerba la importancia de ese contenido particular que define a la nación para

distinguirla de cualquier otra colectividad y lo coloca al tope de la jerarquía identitaria y normativa. La

nacionalidad, para el nacionalista, es más fundamental y permanente que la clase, el género, o las diferencias

ideológicas puesto que estas últimas pueden siempre expresarse al interior de la nación. El estado-nación,

aquel espacio en que se fusiona territorio, identidad cultural y aparato burocrático, deviene entonces en la

forma necesaria de organización sociopolítica de la modernidad. El núcleo universalista del

cosmopolitismo, por su parte, se fundamenta en la creencia de que todos los individuos pertenecen a una

única especie humana. Las afiliaciones colectivas que definen sus identidades particulares – entre ellas por

supuesto la identidad nacional – quedan subordinadas a la creencia universalista de su igualdad

fundamental qua seres humanos. La filiación política central del cosmopolitismo sería entonces la

formación de aquella polis que ha de reunir al mundo entero en una comunidad política indivisa. Puesto

que el cosmopolitismo implicaría el rechazo al principio de la soberanía nacional que tiende a la creación de

un sistema internacional compuesto exclusivamente por estados-nación, como filosofía política debería

entonces expresarse en la creación de un estado mundial.

Así reza, matices más matices menos, la visión convencional sobre las características distintivas del

nacionalismo y del cosmopolitismo y esa la forma en que se concibe el rol de ambos en la comprensión del

problema de la legitimidad política en la modernidad. Pero la perspectiva sociológica con que se aborda

aquí el tema permite dar un giro a este argumento. Los ocho trabajos que componen este libro expresan la

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convicción de que una adecuada comprensión del nacionalismo y del cosmopolitismo sólo puede lograrse

mediante una reflexión sobre sus implicaciones mutuas. El nacionalismo tiene en su seno un doble

momento universalista. Éste se expresa, primero, en el hecho de que el principio particularista de la

identificación nacional se regula por los postulados universalistas de la autonomía moral del individuo y de la

deliberación democrática del colectivo mediante los cuales los integrantes de la nación deciden con libertad sobre

las características específicas que han de organizar su vida en común. La nación moderna surge y se funda

en este horizonte ilustrado y democrático. Y segundo, porque todo grupo que reclama para sí el principio

de autodeterminación nacional – el derecho de una nación a autoorganizarse y crear su propio estado – se

ve también presionado a reconocer que otros grupos pueden hacer la misma reclamación. El derecho a

constituirse como nación se gana al precio de reconocerlo como un derecho universal que se debe estar

dispuesto a reconocer, al menos en principio, a todos los grupos que lo reclamen. El momento

particularista del cosmopolitismo, por su parte, dice relación con que las preferencias identitarias a las que

los individuos adscriben voluntariamente no pueden simplemente quedar subordinadas a la pertenencia

genérica a la especia humana sin, en los hechos, violentar la misma igualdad fundamental que pretende

resguardar. Cuando individuos o grupos deciden que hay aspectos específicos de su identidad particular

que encuentran valioso reivindicar, mantener o potenciar no es posible negarles ese derecho e imponer sin

más como superior la neutralidad necesariamente abstracta del cosmopolitismo. La verdadera orientación

universalista de cosmopolitismo consiste en reconocer y aceptar a los individuos con sus creencias e

identidades particulares para sólo desde allí buscar aquello que pueda llegar a constituir el fundamento de la

unidad de la especie humana. Así, del mismo modo en que el nacionalismo no implica única, prioritaria o

exclusivamente a los estados-nación, el cosmopolitismo contemporáneo requiere del asentimiento libre de

todos los potenciales involucrados y es por ello perfectamente capaz de acomodarse con una pluralidad de

formas de organización sociopolítica – las ciudades, las regiones, los bloques geopolíticos y por supuesto

también los propios estados-nación.

Pero, ¿por qué es la tradición de la teoría social capaz de producir estos nuevos rendimientos para estudiar

las relaciones entre nacionalismo y cosmopolitismo? ¿En qué consiste la especificidad de la perspectiva

sociológica que permite arribar a estos resultados? La respuesta a estas preguntas debe considerar razones

tanto históricas como sistemáticas. Desde el punto de vista histórico, el período de formación de la teoría

social coincide con el de la formación de las instituciones y estructuras más importantes de la modernidad.

Entre ellas se cuenta la idea de derechos humanos universales a los que ya Kant colocó al centro del ideario

normativo moderno, así como también el estado-nación en tanto la forma de organización sociopolítica

más representativa de la modernidad (aunque, como se verá a lo largo del texto, no como su forma única,

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natural o necesaria). En otras palabras, los pensadores que definieron los conceptos y teoremas centrales de

la teoría social como tradición intelectual – Marx, Weber, Durkheim, Simmel, Parsons – intentaban explicar

el surgimiento y características principales de la modernidad y no estuvieron especialmente preocupados de

si la nación, o el estado-nación, habría o debería transformarse en el principio organizador fundamental de

la vida colectiva. A los clásicos de la sociología se los ha criticado por no haber dedicado más atención al

problema de la nación y del cosmopolitismo y la explicación convencional de ese olvido es que para ellos

era innecesario explicar la primera porque la asumían como un dato atemporal y cuasi-natural y el segundo

podía pasarse por alto porque no era más que un ideal sin correlato en el mundo real. Nada más lejos de la

verdad. Si bien es cierto que los clásicos dedicaron comparativamente menos atención a la nación y al

cosmopolitismo que a sus temas preferidos – el capitalismo, el socialismo, la racionalización, la ciencia

moderna o la burocracia – simplemente no es cierto que no tengan nada que decir sobre ellos. Lo que

sucede, más bien, es que los clásicos consiguieron mirar al estado-nación en perspectiva histórica y

comparada justamente porque no estaban obsesionados con su supuesto halo mítico. Y su orientación

cosmopolita se expresa más al nivel de los fundamentos filosóficos de sus trabajos que en un programa

normativo explícito. La tradición sociológica que así se inaugura es entonces capaz de producir un

concepto de nación que se separa tanto de la idea de una comunidad esencial y ahistórica como de la

noción de una comunidad artificial y puramente imaginada. Y esta reconfiguración nacional de las

identidades colectivas está montada sobre la idea de que todos los seres humanos sin excepción son

igualmente capaces de crear sociedad y transformarla – aunque nunca en condiciones de su elección ni con

resultados completamente satisfactorios. El estado-nación comienza a aparecer como una forma

sociopolítica moderna con una tendencia crónica a las crisis, como una estructura de data reciente pero con

pretensiones de eternidad y como un forma de organizar la vida colectiva que está cruzada por la tensión

normativa entre particularismo identitario y derechos humanos universales.

Desde un punto de vista sistemático, el problema central con que surge la sociología clásica es la aparición

y el desarrollo del capitalismo moderno. Su foco es la comprensión de sus características fundamentales: su

origen geográfica y culturalmente particular vis-à-vis su alcance y consecuencias globales; la ambivalencia

entre la ampliación de los espacios de libertad y autonomía individual y colectiva vis-à-vis las experiencias

específicamente modernas de pobreza, alienación y anomia; la autonomización de un conjunto de esferas

sociales que surgen a su amparo – la ciencia, el arte, el derecho, las relaciones íntimas – pero que no

encuentran, en realidad ya no buscan, un principio organizador que las unifique. Desde la teoría social, las

relaciones entre nacionalismo y cosmopolitismo se observan desde un ángulo algo incómodo y con luz

indirecta; la reflexión se hace siempre en el contexto más amplio de intentar explicar el decurso general de

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la modernidad. Si bien ello implicó que efectivamente la teoría social clásica – y también buena parte de la

teoría social contemporánea – no les ha dedicado toda la atención que hubiese sido necesario, lo que

durante mucho tiempo se entendió como deficiencias insalvables en el tratamiento de la nación y del

cosmopolitismo se transforma ahora no sólo en una posibilidad de originalidad sino directamente en una

ventaja analítica. Las relaciones lógicas entre nacionalismo y cosmopolitismo se despliegan con mayor

nitidez, sus rendimientos ideológicos no se aceptan con ingenuidad y sus actualizaciones políticas se tornan

más reales y específicas.

La estructura del libro intenta desplegar el carácter necesario de la relación entre nacionalismo y

cosmopolitismo que se ha esbozado en este prólogo. La primera parte incluye cuatro artículos en que se

investiga el origen y características principales del estado-nación en el marco de la crítica al nacionalismo

metodológico – la igualación artificial entre la idea de sociedad y la formación histórica de los estados-

nación en la modernidad. La tesis central de esa primera parte es que las ciencias sociales podrán

comprender el estado-nación en la medida que no lo entiendan como el centro organizador de las

relaciones sociales modernas. Así, mientras el capítulo 1 reconstruye los orígenes del nacionalismo

metodológico como problema sociológico y discute sus implicaciones principales, el segundo evalúa los

resultados de la tradición de la sociología histórica a partir de la tesis de que las clases y las naciones son las

dos formas principales de identidad sociopolítica en la modernidad. El capítulo 3 explora algunas vías de

solución a los problemas que genera el nacionalismo metodológico con la ayuda de la teoría social clásica –

la comprensión de la opacidad del estado-nación en la modernidad – y el capítulo 4 refuerza ese camino

mediante un intento por formalizar la teoría del estado-nación que el sociólogo norteamericano Talcott

Parsons nunca llegó a formular explícitamente. La segunda parte del texto, también de cuatro capítulos,

reflexiona sobre el estatuto filosófico y sociológico de la pretensión universalista del cosmopolitismo. La

tesis central de la segunda parte es que esa pretensión universalista es un elemento fundante de la tradición

sociológica desde sus inicios y que aquello que hace clásica a la sociología clásica – aquello que la hace una

tradición intelectual pertinente para estudiar la sociedad contemporánea – es justamente esa pretensión

universalista. Se explica por qué las ciencias sociales requieren efectivamente de una infraestructura o

fundamento cosmopolita para hacer de la pretensión universalista el centro de su horizonte cognitivo y

normativo (capítulo 5), se evalúa en qué medida la teoría social clásica es un eslabón clave en la

reconstrucción de la pretensión universalista del cosmopolitismo como horizonte normativo de la

modernidad (capítulo 6), se critican los excesos de algunas versiones de pensamiento cosmopolita en las

ciencias sociales contemporáneas (Capítulo 7) y se termina discutiendo la que es posiblemente la versión

más sofisticada de teoría social cosmopolita en el presente en la obra de Jürgen Habermas (Capítulo 8).

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Los ocho ensayos que componen este libro datan de entre los años 2003 y 2007. Siete de ellos fueron

escritos originalmente en inglés, están publicados en diversas revistas y volúmenes editados en ese idioma y

aparecen aquí por primera vez en español gracias a la colaboración de David Mateo. La revisión final, y por

tanto la responsabilidad por los cambios realizados, es mía. Inserté referencias cruzadas entre los distintos

capítulos para favorecer el sentido de unidad del libro, pero los textos mantienen su naturaleza original de

artículos independientes que se leen como las traducciones que son. Asimismo, como me interesaba

mostrar la forma en que mi enfoque se ha ido consolidando en el tiempo, no introduje bibliografía más

reciente, es posible encontrar algunas repeticiones y diferencias entre capítulos y hay formulaciones que

ahora habría presentado de otra manera. Mantuve también las notas de agradecimiento tal y como

aparecieron originalmente como muestra de aprecio hacia quienes leyeron, una y otra y otra y otra y otra

vez, los innumerables borradores de los distintos capítulos.

No puedo dejar de mencionar que desde el año 2004 he contado con el apoyo de diversos proyectos

FONDECYT (3040004, 1070826, 1080213) y aprovecho de expresar mi reconocimiento a Manuel Vicuña,

Decano de la Facultad de Historia y Ciencias Sociales de la Universidad Diego Portales, por el interés

inmediato que tuvo en este proyecto. Trabajar con amigos es una suerte y yo tuve la fortuna, durante varios

años, de encontrarme diariamente con Aldo Mascareño, Omar Aguilar y Luis Campos en el Departamento

de Sociología de la Universidad Alberto Hurtado. Con ellos se dio la combinación improbable de

cooperación entre colegas, sentido del humor y pasión por el trabajo intelectual que permite querer dedicarse

a estudiar.

Sin proponérselo, Leonor me ha hecho ver que hay cosas tanto más importantes que escribir, pero al

mismo tiempo me ha dado un gran aliciente para terminar este libro. Cada vez que me encierro a trabajar,

lo hago esperando que me interrumpa con su vocecita: “¡¿papá?!”. Los capítulos 2 y 7 están escritos en

coautoría con Robert Fine y se publican ahora con su autorización. Su presencia se expresa en todo lo que

hay de bueno en estos ensayos y en agradecimiento por una relación de maestro a alumno que ya se

apronta a cumplir una década, le dedico a Robert la publicación de esta colección de ensayos.

D. Ch.

Santiago, julio de 2009.

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Referencias de las versiones originales

Capítulo 1. ‘Social theory’s methodological nationalism: Myth and reality’, European Journal of Social Theory 9

(1): 5-22, 2006.

Capítulo 2. ‘Classes and nations in recent historical sociology’, en Delanty, G. e Isin, E. (eds.) Handbook of

Historical Sociology, Londres, Sage, 2003. Con Robert Fine.

Capítulo 3. ‘Classical sociology and the nation-state: A re-interpretation’, Journal of Classical Sociology 8 (1):

27-43, 2008.

Capítulo 4. ‘Talcott Parsons’ sociology of the nation-state’, inédito.

Capítulo 5. ‘Cosmopolitanism and social theory’, en Turner, B. S. (ed.), The New Blackwell Companion to Social

Theory, Oxford, Blackwell, 2008.

Capítulo 6. ‘A quest for universalism: Re-assessing the nature of classical social theory’s cosmopolitanism’,

European Journal of Social Theory 10 (1): 17-35, 2007.

Capítulo 7. ‘Between past and future: The equivocations of the new cosmopolitanism’, Studies in Law,

Politics, and Society 31: 25-44, 2004. Con Robert Fine.

Capítulo 8. ‘Universalismo y cosmopolitismo en la teoría de Jürgen Habermas’, Estudios Públicos 106: 175-

203, 2007.

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PRIMERA PARTE: NACIONALISMO

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Capítulo 1. El Nacionalismo Metodológico de la Teoría Social: Mito y Realidad*

La pregunta por la historia, características principales y legado del estado-nación en la modernidad es

central para comprender aquellos procesos sociales que comúnmente se agrupan bajo el nombre de

“globalización”. Por mucho, el argumento más recurrente sobre cómo la tradición de la teoría social ha

explicado la posición del estado-nación es el de una supuesta equiparación entre el concepto de “sociedad”

y el “estado-nación” en la modernidad. El nacionalismo metodológico se puede definir como la creencia

omnipresente de que el estado-nación es la forma natural y necesaria de la sociedad en la modernidad; el

estado-nación se toma como el principio de organización de la modernidad.

Si bien comenzó en los años setenta, el debate sobre el nacionalismo metodológico se ha convertido en un

asunto relevante en los debates académicos sólo en los últimos años. Sin embargo, no parece que hayamos

conseguido una comprensión cabal sobre qué es realmente nacionalismo metodológico y tampoco hemos

indagado sistemáticamente en el nacionalismo metodológico – supuesto y real – de la teoría social. Este

primer capítulo intenta contribuir a la clarificación de ambas cuestiones. Sin duda, el nacionalismo

metodológico debe ser rechazado pero, como intentaré demostrar aquí, la manera en que actualmente se ha

intentado hacerlo no consigue trascenderlo realmente. Mi argumento es que las discusiones actuales sobre

el nacionalismo metodológico nos han impedido enfrentar con claridad el problema de fondo que una

“teoría social del estado-nación” debe abordar: comprender la posición y el legado del estado-nación en la

modernidad. Mientras el canon de la teoría social siga siendo indiscriminadamente considerado como presa

del nacionalismo metodológico, habremos de seguir rechazándolo pero no seremos capaces de superarlo.

En términos de su estructura, este capítulo reconstruye primero los orígenes de la crítica al nacionalismo

metodológico en los años setenta del siglo pasado y distingue entre sus versiones lógica e histórica. Luego

se pasa revista a la crítica más reciente de Ulrich Beck al nacionalismo metodológico y se sostiene que la

tesis de Beck sobre el nacionalismo metodológico inmanente de la teoría social es innecesariamente

exagerada y que carece de una conceptualización del estado-nación que sea distinta del propio nacionalismo

metodológico que critica. Se concluye entonces que los intentos ambivalentes de la teoría social para

* Esta investigación se realizó, con apoyo financiero de FONDECYT, en la Universidad Alberto Hurtado (Proyecto 3040004). Quisiera agradecer a Margaret Archer, Craig Calhoun, Andrés Haye, Jorge Larraín, Aldo Mascareño, William Outhwaite, Guido Starosta y Marcus Taylor por su ayuda, comentarios y críticas durante distintas etapas de esta investigación. Mi deuda más profunda es con Robert Fine por haber compartido conmigo su pasión por la teoría social. No hace falta decir que ellos no necesariamente comparten mis argumentos y yo soy el único responsable por los errores aquí cometidos.

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conceptualizar el estado-nación reflejan la ambivalencia real de la posición del estado-nación en la

modernidad: su opacidad histórica, su incertidumbre sociológica y su ambigüedad normativa.

El surgimiento de la crítica al Nacionalismo Metodológico

En la teoría social, los primeros argumentos sistemáticos acerca de las conexiones entre el concepto de

sociedad y la formación histórica del estado-nación fueron desarrollados a principios de los años setenta

del siglo XX. Una característica central de lo que se conoce como la “segunda crisis de la modernidad” fue

precisamente una aproximación más reflexiva e incluso crítica hacia la historia de las relaciones entre la

teoría social, la idea de sociedad y el estado-nación (Wagner 1994: 30-1). De hecho, un número importante

de investigadores empezó a reflexionar sobre las implicaciones de la equiparación entre la sociedad y el

estado-nación en la sociología de aquella época – y una breve reconstrucción de sus tesis principales nos

ayudará a clarificar algunas de los asuntos que están hoy en juego. Por ejemplo, hacia el final de su volumen

sobre la estructura de clase de las sociedades avanzadas, Anthony Giddens (1973: 265) sostiene lo siguiente:

La unidad primaria del análisis sociológico, la ‘sociedad’ del sociólogo – al menos en relación

al mundo industrializado – ha sido siempre, y debe continuar siendo, el estado-nación definido

administrativamente. Pero la ‘sociedad’ en ese sentido, nunca ha estado aislada, o se ha

‘desarrollado internamente’ como normalmente lo ha implicado la teoría social. Una de las

debilidades más importantes de los conceptos sociológicos de desarrollo, desde Marx en

adelante, ha sido la tendencia persistente a pensar el desarrollo como el ‘despliegue’ de

influencias endógenas en el seno de una sociedad dada (o más a menudo, un ‘tipo’ de

sociedad). Los factores ‘externos’ son tratados como el ambiente al cual la sociedad debe

‘adaptarse’, y por lo tanto como meramente condicionales en la progresión del cambio social

(…) De hecho, cualquier comprensión adecuada del desarrollo de las sociedades avanzadas

presupone el reconocimiento de que los factores contribuyentes a una evolución ‘endógena’ se

combinan siempre con influencias ‘del exterior’ en la determinación de las transformaciones a

las que una sociedad está sometida

Opiniones similares se expresaban en la sociología británica en ese entonces y Herminio Martins acuñó el

término “nacionalismo metodológico” para describir, con intención crítica, lo que él consideraba era un

desarrollo crucial en la sociología. De acuerdo a Martins (1974: 276):

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En las últimas tres décadas, aproximadamente, el principio del cambio inmanente ha

coincidido en gran parte con una presunción general – apoyada por una gran variedad de

académicos en el amplio espectro de las opiniones sociológicas – de que la sociedad ‘total’ o

‘inclusiva’, de hecho el estado-nación, se considera el estándar, el óptimo o incluso el

‘delimitante’ máximo del análisis sociológico (…) En general, el trabajo macrosociológico ha

estado mayormente sometido a predefiniciones nacionales de realidades sociales: un tipo de

nacionalismo metodológico – que no va necesariamente de la mano con un nacionalismo político de

parte del investigador – se impone por sí mismo en la práctica, con la comunidad nacional

como la unidad terminal y la condición límite para la demarcación de los problemas y

fenómenos para las ciencias sociales (mis cursivas)

En su discusión sobre la definición del nacionalismo metodológico de Martins, Anthony D. Smith le da un

énfasis ligeramente diferente. Su argumento es que “el principio del ‘nacionalismo metodológico’ opera en

todos los niveles de la sociología, la política, la economía y la historia de la humanidad en la era moderna”,

por lo tanto:

El estudio de la ‘sociedad’ está hoy, casi indiscutiblemente, equiparado con el análisis de los

estados-nación… Hay muy buenas razones para proceder esta manera, pero el fundamento teórico

deriva gran parte de su fuerza de la aceptación de concepciones nacionalistas, y hace bastante

para reforzar tales concepciones. De este modo, el sistema mundial del estado-nación se ha

convertido en un componente duradero y firme de la totalidad de nuestra perspectiva

cognitiva, con total independencia de las satisfacciones psicológicas que confiere (Smith 1979:

191, mis cursivas)

El primer aspecto a destacar de estas citas es que la tesis del nacionalismo metodológico de la sociología

estaba destinada a expresar una cierta crítica a lo que estos autores consideraban como tendencias y

prácticas bien establecidas de ese tiempo. Haber “descubierto” este nacionalismo metodológico, haber

instalado una discusión sobre él, era visto como una contribución crucial para el fortalecimiento y

desarrollo de las ciencias sociales. Estos autores rechazaban el nacionalismo metodológico de modo que no

continuase ejerciendo su influencia de forma inadvertida, entienden el nacionalismo metodológico como

un resultado involuntario de ciertas tendencias intelectuales (Martins) y prácticas institucionales (Smith) y

afirmaban que la hegemonía parsoniana era la responsable de su importancia.1 En lo fundamental, por lo

1 Ver Dahrendorf (1958), Giddens (1977), Poggi (1965) y el capítulo 4.

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tanto, sus argumentos sobre el nacionalismo metodológico estaban pensados como una contribución para

la reconstrucción de la teoría social desde el interior de la propia teoría social.

El nacionalismo metodológico sigue siendo una expresión mal definida, por lo que un análisis más

detallado de estos diferentes argumentos puede ayudarnos a llegar a una concepción más clara sobre lo que

verdaderamente tratamos de decir con él. Todas estas posiciones aceptan, desde diferentes puntos de vista,

la idea de que el concepto central de la sociología, la sociedad, ha sido igualado a uno de los referentes

sociopolíticos más importantes de la modernidad, el estado-nación. Ellos también están de acuerdo en el

hecho de que esta equiparación entre sociedad y estado-nación asume una explicación endógena o

internalista del cambio social y piden una revisión completa de la imagen autosuficiente de la sociedad. Es

entonces interesante destacar que estos autores no ven ningún problema intrínseco en equiparar el estado-

nación con el concepto de sociedad siempre y cuando el enfoque internalista quede definitivamente

descartado. Su problema radicaba, sobretodo, en la imagen autocontenida del estado-nación. Finalmente,

ellos también comparten el argumento de que el estado-nación se ha transformado en el tipo “normal” de

sociedad en la modernidad – con la interesante aunque poco desarrollada salvedad de que esto se aplica

mejor al “mundo occidental”. El nacionalismo metodológico surgiría entonces cuando la perspectiva

intelectual de la sociología se basa en una equiparación entre la sociedad y el estado-nación, por un lado, y

cuando la explicación sustantiva del cambio social se basa en una concepción internalista y autosuficiente

del estado-nación, por el otro.

Si estos argumentos comparten las características que acabo de mencionar, ellos difieren, sin embargo, en la

identificación de las fuentes del nacionalismo metodológico. Creo que podemos utilizar estas diferencias

para explorar con mayor profundidad cuestiones definicionales para desde allí llegar a un punto de vista

más abstracto e intentar superar el nacionalismo metodológico. El argumento de Martins, primero, se

plantea en relación a presuposiciones lógicas y definiciones conceptuales; la aparición del nacionalismo

metodológico es para él resultado de un proceso largo, que se incubó por más de treinta años, basado en

un conjunto de supuestos que son coherentes con una imagen autosuficiente de la sociedad. Dado que la

teoría social presupuso que el cambio social era “controlado internamente”, la sociología habría siempre de

concebir su objeto de estudio como autocontenido; el vínculo entre la sociedad y el estado-nación se

construye sobre la base de la estructura nacional de las categorías sociológicas. El argumento de Martins

opera específicamente en el nivel del desarrollo disciplinar de las categorías sociológicas, de modo que llamaré

a su posición la versión lógica del argumento del nacionalismo metodológico. Smith, por su parte, se

concentra en el hecho de que son los propios estados los que están interesados en reforzar su imagen de

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solidez e independencia, así como también en el surgimiento de un “sistema internacional de estados-

nación” que reforzó la importancia del estado-nación en todos los niveles: social, intelectual y político.

Smith afirma que hay un grado de “satisfacción psicológica” natural de parte de burócratas e intelectuales

de países pequeños cuando ven sus banderas al lado de las banderas de estados-nación más poderosos e

“históricos”. Smith entiende el surgimiento del nacionalismo metodológico como otra consecuencia de la

importancia del nacionalismo estatal durante el siglo XX. En su opinión, entonces, el nacionalismo

metodológico surge a partir de insuficiencias en la conceptualización sustantiva del desarrollo histórico del

estado-nación y por ello este segundo argumento se puede llamar la versión histórica del nacionalismo

metodológico.

De hecho, cuando estas opiniones sobre el nacionalismo metodológico se presentaron por primera vez en

los años setenta, el argumento histórico (el estado-nación como proyecto político) pudo ser considerado

como menos polémico que el argumento lógico – el énfasis internalista en la equiparación entre la sociedad

y el estado-nación. Esta crítica al nacionalismo metodológico acepta a-críticamente el argumento de que

durante algunas décadas del período de la segunda posguerra algunos pocos estados-nación podían

considerarse, o se consideraban a sí mismos, como la encarnación del proyecto de la modernidad. Sin

embargo, el problema que ahora enfrentamos es que el argumento histórico es al menos tan polémico e

importante como el argumento lógico: el estado-nación ya no puede sin más considerarse como la

representación final de la sociedad en la modernidad.

Es por ello fundamental tener presente que las versiones lógica e histórica del argumento del nacionalismo

metodológico son diferentes y que aunque se refuerzan mutuamente ellas no se requieren necesariamente.

Entre más inadvertidas pasan las diferencias entre estas versiones más se crea la ilusión, como tendremos

ocasión de revisar, de que el estado-nación es el principio organizador natural y necesario de la

modernidad. La mezcla explosiva de la crítica lógica de los conceptos científico-sociales con una

concepción autosuficiente del estado-nación impide que capturemos la atormentada historia del estado-

nación en la modernidad y las formas en que tales dificultades se reflejan en los intentos de la propia teoría

social por estudiar el estado-nación. El asunto debe reflexionarse simultáneamente en los planos lógico e

histórico, por lo que ahora me propongo explorar en qué medida la literatura actual ha tenido éxito, o no,

en sus propuestas para trascender el nacionalismo metodológico en ambos niveles.

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La nueva ortodoxia de la teoría social sobre la globalización y su crítica al nacionalismo

metodológico: El caso de Ulrich Beck

El mejor punto de partida para una reconstrucción de las críticas actuales al nacionalismo metodológico es

el trabajo de Ulrich Beck. No es otro que Beck (2000a: 21-4) quien trajo el nacionalismo metodológico de

vuelta a los debates contemporáneos y las referencias a este tema se han vuelto cada más destacadas en sus

publicaciones (Beck 2002b, 2003, 2004).2 Su argumento es que la transformación en las actuales

circunstancias históricas ponen en jaque el núcleo de la teoría social porque sería precisamente la estructura

nacionalmente constituida de la teoría social la que, supuestamente, la incapacitaría para dar sentido a un

mundo que ya no se organiza más alrededor del estado-nación. En lo que sigue voy a sostener, sin

embargo, que Beck no consigue diferenciar entre las dos versiones del nacionalismo metodológico que

acabo de proponer y por ello su enfoque, en vez de ayudarnos, nos coloca dificultades adicionales para

trascender el nacionalismo metodológico. Su análisis, me parece, está contaminado con una cierta

imprecisión conceptual; una simplificación excesiva de las preocupaciones normativas; además debilidades

en la representación histórica del pasado vis-à-vis un culto a lo nuevo como valor en sí mismo.3

El punto de partida fenomenológico de Beck es interesante: las personas comienzan a experimentar

transformaciones sociales aceleradas en el nivel de la vida cotidiana y es esta percepción de cambio de

época la que le hace serias exigencias a las ciencias sociales. En la “sociedad del riesgo global”:

La ciencia social debe ser reestablecida como una ciencia transnacional de la realidad de la

desnacionalización, transnacionalización y ‘re-etnificación’ en la era global – y esto en los

niveles de los conceptos, teorías y metodologías así como organizativamente. Esto conlleva

que los conceptos fundamentales de la ‘sociedad moderna’ deban ser reexaminados. El hogar, la 2 Para una discusión adicional, ver el informe del seminario sobre nacionalismo metodológico preparado por el Centre for the Study of Global Governance (2002) del London School of Economics and Political Science. 3 Discuto en detalle los argumentos de Beck porque los entiendo como compatibles con los de otros participantes en este debate a quienes Robert Fine y yo hemos llamado la “nueva ortodoxia” sobre la globalización (capítulo 7). Dentro de la corriente principal de las ciencias sociales, Martin Albrow (1996) se refiere a una “era global” en la que el declive del estado-nación marca además el fin de la modernidad; Manuel Castells (1996, 1997) centra sus impresionantes análisis empíricos en la idea de la “sociedad red” en la que el estado-nación se desvanece entre los millones de nodos en que las relaciones sociales se organizan hoy; John Urry (2000) rechaza la posibilidad de otorgar cualquier significado relevante a la sociedad debido a la declinación de los estado-nación y Jan Aart Scholte (2000) amplía el argumento porque, a su juicio, el surgimiento de la globalización da la “despedida” al “territorialismo metodológico” de todas las ciencias sociales. Al vincular la supuesta declinación del estado-nación con la obsolescencia de la sociedad como uno de los conceptos centrales de la sociología, esta literatura ha sido descrita como la expresión tardía de la crítica posmoderna en la disciplina (Shaw 2000: 2-14, Wagner 2001a: 75). Ver, sin embargo, Outhwaite (2006) para un argumento renovado sobre la importancia de la idea sociedad en la teoría social contemporánea.

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familia, la clase, la desigualdad social, la democracia, el poder, el estado, el comercio, lo público, la comunidad,

la justicia, el derecho, la historia y la política deben ser liberados de los grilletes del nacionalismo

metodológico y deben ser reconceptualizados y establecidos empíricamente en el marco de

una ciencia social y política cosmopolita (Beck 2002b: 53-4)

El argumento es que el nacionalismo metodológico domina en las ciencias sociales, pero es más intenso en

la sociología porque “‘la sociología moderna’ es definida en sus libros más representativos como la ciencia

‘moderna’ de la sociedad ‘moderna’. Esto tanto oculta como ayuda a ganar aceptación a un esquema

clasificatorio que podríamos llamar la teoría del contenedor de la sociedad” (Beck 2000a: 23). La conclusión es

que el concepto de sociedad ya no puede seguir manteniendo un significado teórico fuerte. Beck sostiene

que la idea de sociedad se ha vuelto indistinguible de las condiciones que supuestamente caracterizaron a

los estados-nación a lo largo de la modernidad, de forma tal que cuanto más débiles son los estados-nación

tanto más innecesario es el concepto de sociedad. El argumento es que la agenda de investigación y las

herramientas conceptuales de la teoría social deben modificarse de modo que se hagan compatibles con las

transformaciones del propio mundo social. La teoría social estaría en una encrucijada fundamental: si no

consigue cambiar, el propio cambio social las dejará cesante:

El nacionalismo metodológico da por sentadas las siguientes premisas: iguala sociedades con

estados-nación y observa estados y sus gobiernos como las piedras angulares del análisis de las

ciencias sociales. Asume que la humanidad está dividida naturalmente en un número limitado

de naciones que en el interior se organizan a sí mismas como estados-nación y que en el

exterior fijan los límites para distinguirse de otros estados-nación. Va incluso más allá: esta

delimitación externa, así como la competencia entre los estados-nación, representa la categoría

más básica de la organización política (...) De hecho, la visión de las ciencias sociales está

arraigada en el concepto de estado-nación. Una perspectiva del estado-nación sobre la

sociedad, la política, el derecho, la justicia y la historia es la que gobierna la imaginación

sociológica (Beck 2002b: 51-2)

La definición de Beck del nacionalismo metodológico se ha apartado en un sentido fundamental de las

formulaciones originales de Martins y Smith – él ha naturalizado un argumento que empezó con intención

crítica. Ya he demostrado que la tesis del nacionalismo metodológico surgió como una visión crítica de la

idea del estado-nación como una formación autónoma y autosuficiente. Martins y Smith esperaban

reorientar la teoría social del estado-nación desde dentro de la tradición intelectual de las ciencias sociales –

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el suyo era sobretodo un esfuerzo autocrítico. Contra estas primeras formulaciones, la reciente crítica al

nacionalismo metodológico de Beck se niega a establecer su propia posición dentro de la tradición

intelectual de las ciencias sociales. Él no sólo desatiende el espíritu reflexivo de la primera crítica al

nacionalismo metodológico sino que, más importante aun, toma su propia teoría de la modernización

reflexiva y la transforma en la teoría social como tal.

El proyecto original de Beck, una teoría de la modernización reflexiva, se desarrolló al interior de la tradición

de la teoría social; incluía la meta exagerada de definir la nueva época pero esperaba además contribuir a

remediar algunos de los problemas diagnosticados en investigaciones anteriores. Mediante la tesis del

nacionalismo metodológico inmanente de la teoría social, el argumento de Beck ha cambiado radicalmente.

En vez de una agenda de investigación que se pone a trabajar al interior de las múltiples tradiciones de la

teoría social, lo que tenemos ahora es un programa de investigación supuestamente autónomo y que fustiga

agresivamente a las ciencias sociales que la anteceden declarándolas obsoletas. Beck centra su preocupación

tanto al nivel del diagnóstico epocal – la actual radicalización de la experiencia de la modernidad – como de

la construcción de teoría – los marcos de referencia teóricos del pasado no nos ayudan a entender el

presente y controlar el futuro. En ambos planos, la teoría social estaría al borde de convertirse en la “tienda

de antigüedades especializada en la sociedad industrial” (Beck 1997:18) puesto que trabaja principalmente

con “categorías zombie” (Beck 2002b: 53):

La asociación entre la sociología y el estado-nación fue tan amplia que la imagen de las

sociedades ‘modernas’ individualmente organizadas – que se hicieron definitivas con el

modelo nacional de organización política – se convirtió en sí misma en un concepto

absolutamente necesario en y a través del trabajo fundacional de los científicos sociales

clásicos. Más allá de todas sus diferencias, teóricos tales como Émile Durkheim, Max Weber e

incluso Karl Marx compartieron una definición territorial de la sociedad moderna y, de esa

manera, el modelo de la sociedad centrado en el estado-nacional que ha sido sacudido hoy por

la globalidad y la globalización (Beck 2000a: 24)

Un nuevo “cosmopolitismo metodológico” es por tanto necesario, uno que sea capaz de abordar “lo que

había sido previamente excluido analíticamente como una especie de agrupación silenciosa de convicciones

fundamentales divididas” (Beck 2002b: 52). Durante la década pasada, Beck ha propuesto un conjunto de

pares conceptuales que, aunque no se ajustan exactamente el uno al otro, todos apuntan en la misma

dirección. Su razonamiento sociológico opera de manera dicotómica de modo de contrastar la modernidad

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Page 18: Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

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simple versus la modernización reflexiva; el conocimiento lineal versus los efectos colaterales (Beck 1997);

la sociedad del estado-nación versus la sociedad del riesgo global (Beck 1998); la globalización simple

versus el cosmopolitismo reflexivo (Beck 2000a); la sociedad del trabajo versus la sociedad política (Beck

2000b); la primera era de la modernidad versus la segunda era de la modernidad (Beck 2000c); el estado

nacional versus el estado cosmopolita (Beck 2002a). En todos los casos el segundo término se pone en

oposición y viene a reemplazar – analítica e históricamente – al primero. El cambio paradigmático crucial

desde el nacionalismo metodológico al cosmopolitismo metodológico es no sólo la última de estas

dicotomías sino que viene a coronar el intento constante de Beck de fijar una nueva agenda para las

ciencias sociales en su conjunto (Beck 2004).

Pero es evidente que podemos cuestionar las ventajas de oponer el cosmopolitismo metodológico al

nacionalismo metodológico. Uno puede preguntarse si, o al menos en qué medida, las ciencias sociales que

cayeron en el nacionalismo metodológico fueron capaces de proveer una descripción precisa del estado-

nación incluso durante la primera edad de la modernidad. Si postulamos, como es mi caso, que eso no es

así, es entonces difícil entender cómo y por qué las ciencias sociales que propician el cosmopolitismo

metodológico habrían de ser exitosas para entender la segunda era de la modernidad. En vez de intentar

ganar reflexividad y complejidad en el análisis, distinguiendo modos o versiones del nacionalismo

metodológico de la teoría social – y recuperando así lo que puede recuperarse y olvidándose de lo que no

puede serlo – Beck echa todo en un mismo saco: el nacionalismo metodológico inútil de la teoría social

versus un recién estrenado cosmopolitismo metodológico de la sociedad del riesgo global.

En el corazón de la problemática descripción de Beck hay una visión algo mítica del estado-nación como

una forma sociopolítica armoniosa y carente de conflicto:

La homogeneidad interna es esencialmente una creación del control estatal. Todos los tipos de

prácticas sociales – la producción, la cultura, el lenguaje, el mercado del trabajo, el capital, la

educación – son timbradas y estandardizadas, definidas y racionalizadas por el estado nacional,

pero al menos se hace referencia a ellas como economía nacional, idioma nacional, ámbito

público de la literatura, historia y así sucesivamente (Beck 2000a: 23)

Por un lado, el argumento es que “la crítica al nacionalismo metodológico no debe confundirse con la tesis

del fin del estado-nación”. Pero, por otro, Beck (2002b: 51-2) argumenta que

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la organización nacional como principio de estructuración de la acción societal y política ya no puede servir más

como una premisa para la perspectiva del observador de las ciencias sociales. En este sentido, la ciencia

social sólo puede reaccionar adecuadamente al desafío de la globalización si logra superar el

nacionalismo metodológico y si consigue plantear preguntas empírica y teóricamente

fundamentales dentro de campos especializados de investigación y elaborar así los cimientos

de una ciencia social y política cosmopolita

Esta imagen del estado-nación es, en el mejor de los casos, sólo parcialmente verdadera. Los estados-

nación también han sido teorizados como formas conflictivas e inestables de organización sociopolítica y si

ahora tendemos a verlos de otra manera, eso se debe a nuestras propias circunstancias históricas. La crítica

de Beck al nacionalismo metodológico reproduce el objeto de su propia crítica. Los argumentos sobre la

disolución actual de los estados-nación se sostienen sólo cuando se exagera la supuesta solidez de su

pasado reciente, de modo que terminamos con lo peor de ambos mundos: mientras más sólida la imagen

del pasado del estado-nación tanto más espectacular es su camino a la extinción. La crítica de Beck al

nacionalismo metodológico ha tergiversado la “historicidad” del estado-nación y ha contribuido con ello al

reforzamiento de una perspectiva metodológicamente nacionalista de los propios estados-nación. Él no

consigue entender, por ejemplo, lo que Margaret Archer (2005) ha capturado bastante bien; a saber, que los

acuerdos internos de los estados-nación de la posguerra si bien se “ganaron a duras penas” son también

algo “ingenuos”. Beck igualmente olvida el hecho de que las naciones surgen, simbólicamente y

materialmente, en conjunto con las clases, de modo que la perspectiva armoniosa del pasado de los

estados-nación no es más que un mito (capítulo 2). Beck termina equiparando toda la teoría social anterior

con el nacionalismo metodológico y no tiene por ello otra opción que entender el estado-nación desde un

punto de vista metodológicamente nacionalista. De manera paradójica, entonces, Beck crea una versión

renovada del dualismo más famoso de la teoría social: su propia versión de la dicotomía entre Gemeinschaft –

ahora el estado-nación – y Gesellschaft – la sociedad del riesgo global (capítulo 7).

No hay duda de que debemos rechazar el nacionalismo metodológico; ese es por cierto el propósito de

todos quienes contribuimos a este debate. El problema radica en la manera en que esa tarea puede llevarse

a cabo y me parece que el argumento de Beck se sostiene sólo si uno acepta su perspectiva

metodológicamente nacionalista del estado-nación. En los términos que usé en la sección anterior, los

problemas en el análisis de Beck sobre el nacionalismo metodológico se deben al hecho que él no distingue

entre sus versiones lógica e histórica. Su inadecuada interpretación del canon de la teoría social está

acompañada, me parece, por su confusión acerca del desarrollo histórico y las características principales del

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estado-nación. Él rechaza el nacionalismo metodológico porque el estado-nación ya no es más el principio

de organización de la modernidad pero, al hacerlo, no cuestiona en qué medida el estado-nación cumplió

alguna vez tal rol. Al naturalizar la idea de nacionalismo metodológico, Beck demuestra que carece de una

teoría del estado-nación más allá del nacionalismo metodológico; su propia crítica equipara la teoría social

con el nacionalismo metodológico y refuerza con ello los errores del nacionalismo metodológico que él

critica y se propone superar.

Superando el nacionalismo metodológico: La opacidad histórica, incertidumbre sociológica y

ambivalencia normativa del estado-nación

La reaparición de la crítica al nacionalismo metodológico en el debate contemporáneo es una buena noticia.

Los intentos actuales por desnaturalizar el estado-nación parecen ahora crecientemente concluyentes –

quizá por primera vez la teoría social contemporánea está explícitamente en contra del nacionalismo

metodológico. Sin embargo, si la mayor contribución de las críticas actuales al nacionalismo metodológico

ha sido descubrir la contingencia histórica del estado-nación como principio de organización de la

modernidad, las limitaciones de ese rechazo se muestran en su adopción de los términos de referencia de

aquello que critica. La crítica actual al nacionalismo metodológico tiene razón cuando “niega que el estado-

nación sea una forma natural de organización sociopolítica, pero acepta que es (o fue) la forma natural de

organización sociopolítica en la edad moderna – es decir, que es el principio de organización de la modernidad

política” (Fine 2003a: 460).4

No tiene sentido, por supuesto, negar el hecho de que la teoría social ha sido al menos parcialmente

responsable de crear una imagen algo mítica del estado-nación como la forma necesaria y definitiva de

organización social y política en la modernidad (Calhoun 1999: 218-21, Luhmann 2007: 11-12, Smelser

1997: 52). De hecho, el argumento de Beck al respecto es sólo una radicalización del argumento más

ampliamente aceptado en la literatura académica; a saber, que la “gran teoría social” ha descuidado casi

completamente el estudio del estado-nación y con ello no ha hecho más que reproducir y reforzar todos los

4 Así, por ejemplo, la evaluación de Rogers Brubaker (2004: 119) de las discusiones recientes sobre el nacionalismo metodológico: “Si la crítica metodológica se asocia – como ocurre a menudo – con el argumento empírico sobre la importancia decreciente del estado-nación, y si sirve por lo tanto para alejar la atención de los procesos y las estructuras al nivel del estado, existe el riesgo de que la moda académica nos lleve descuidar lo que permanece, para bien o para mal, como un nivel fundamental de organización y un locus fundamental del poder”. Para algunos de los problemas que el nacionalismo metodológicos crea en la investigación social empírica, ver Aksoy y Robins (2003), Berndt (2003), Gore (1996), Levy y Sznaider (2002), Lythman (2003) y Stone (2004).

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mitos que lo rodean (Smith 1983, Wimmer y Schiller 2002).5 La búsqueda de un remedio contra el

nacionalismo metodológico está sin duda a la base del proyecto de Beck, pero he planteado mis dudas

sobre cuan exitoso es su intento: la crítica de Beck al nacionalismo metodológico reintroduce, a pesar de sí

misma, una conceptualización del estado-nación que refuerza el propio nacionalismo metodológico.

Aceptando sus méritos, su contribución al debate para superar el nacionalismo metodológico de las

ciencias sociales ha debilitado – involuntariamente – nuestra comprensión de la posición y las

características principales del estado-nación en la modernidad. Debido a la ausencia de una distinción entre

las versiones lógica e histórica del nacionalismo metodológico, las soluciones de Beck a los problemas

suscitados por el nacionalismo metodológico no nos entregan las respuestas que requerimos. Necesitamos

de un antídoto más fuerte contra cualquier clase de nacionalismo metodológico por lo que mi tarea ahora

consiste en empezar a señalar una nueva ruta desde la cual poder entender el estado-nación con

independencia del nacionalismo metodológico.

Sin estar de acuerdo con la tesis del nacionalismo metodológico inmanente a la teoría social, creo en

cualquier caso que debemos tomarla muy en serio. Hay al menos un asunto que merece atención – a saber,

la tesis de que es posible construir una versión de la historia de la teoría social desde el punto de vista del

nacionalismo metodológico. La historia de la teoría social puede contarse como si el estado-nación fuese

una forma de organización sociopolítica sólida, estable y necesaria en la modernidad. Si admitimos que la

historia de la teoría social puede parecerse a la historia de la modernidad en que ambas parecen centrarse

en el estado-nación, deberíamos sin embargo recordar también que el imperialismo – para el período de la

teoría social clásica (Connell 1997) – el totalitarismo – para el período de la teoría social modernista (Bauman

1991) – y a globalización o el cosmopolitismo – para la teoría social contemporánea (Beck 2003) – son todos

conceptos desde los cuales se ha intentado la reconstrucción de la historia tanto de la modernidad como de

la propia teoría social. En todos los casos el argumento es que la teoría social guarda conexiones

inmanentes con estos “otros” del estado-nación. La consecuencia más importante de ello es que, en lugar

del nacionalismo metodológico inmanente a la teoría social tendríamos también un imperialismo metodológico,

un totalitarismo metodológico, y ciertamente un globalismo o cosmopolitismo metodológico igualmente inmanentes a la

teoría social. El problema de quienes entienden las cosas de esta manera es que están atrapados en el tipo

de representaciones ficticias que las formas modernas de organización sociopolítica crean constantemente.

De hecho, una característica central de todos éstos “ismos” es que las descripciones parciales son

consideradas como todo – o al menos lo más importante – de lo que merece explicarse.

5 Hay, sin embargo, evaluaciones alternativas del canon de la teoría social en relación al estado-nación. Bryan Turner (1990), Roland Robertson (2000: 15-24) y Graham Crow (1997: 9-23) han demostrado que la agenda de la sociología clásica se concentra igualmente en los ámbitos nacionales y globales. Ver también el capítulo 3.

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Por ahora, con respecto a la reconstrucción del canon de la teoría social vis-à-vis el desafío de tratar de

entender la posición del estado-nación en la modernidad, enfrentamos dos opciones alternativas. Por un

lado, podemos poner a competir alguno de esos “ismos” metodológicos contra los otros y arribar así a

explicaciones contrapuestas sobre la relación entre teoría social y modernidad en cada una: “la modernidad

es el impulso occidental de colonización”, “la modernidad es el Holocausto”, “la modernidad es el estado-

nación”, “la modernidad es la globalización”. A pesar de las diferencias sustantivas entre estas visiones,

encontramos en todas estas posiciones la tesis de que la teoría social tiene una tendencia no sólo hacia el

reduccionismo metodológico – y el nacionalismo metodológico sería sólo un ejemplo de una tendencia más

general – sino que también hacia el fetichismo conceptual.6 El estado-nación es un fetiche cuando se hace

coincidir su historia y características principales con la historia y características principales de la

modernidad. El estado-nación es un fetiche cuando es conceptualizado como la representación

autosuficiente, sólida y bien integrada de la sociedad moderna; es decir, cuando se lo piensa como el

principio natural de organización de la modernidad.

El intento por trascender el nacionalismo metodológico que a mí me interesa intenta demostrar que la

teoría social no ha descrito al estado-nación como el estadio necesario y final de la modernidad: señala, más

bien, que la teoría social ha batallado para comprender la historia ambivalente, las características principales

y el legado del estado-nación en la modernidad. Mi propuesta para esta última parte del capítulo es revisar

la tesis del nacionalismo metodológico inmanente a la teoría social porque, al hacerlo, seremos capaces de

mejorar nuestra conceptualización sustantiva del estado-nación. Creo que el canon de la teoría social puede

ayudarnos a explicar la posición y el legado ambivalente del estado-nación en la modernidad. El desafío,

que en última instancia no puedo llevar a cabo íntegramente aquí, es producir una reinterpretación del

canon de la teoría social a partir de la cual comience a emerger una comprensión renovada del estado-

nación. Incluso si ahora sólo podemos dibujar los contornos de esta “teoría social del estado-nación”, ello

permite afirmar que, en la modernidad, el estado-nación ha sido históricamente opaco, sociológicamente incierto y

6 Según Bernard Yack (1997: 6), las herramientas analíticas de la teoría social se convierten en un fetiche cuando hay una fusión entre sus dimensiones sustantivas y temporales. Un concepto – él está pensando en la modernidad pero el argumento funciona igualmente para el estado-nación – se convierte en un “mito social” tan pronto se “unifican procesos y fenómenos sociales muy distintos en un solo gran objeto” y ello explica “la tendencia persistente de muchos intelectuales contemporáneos (…) a tratar la condición humana en siglos recientes como un todo coherente e integrado”.

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normativamente ambivalente. Espero que este bosquejo funcione como el primer paso en la dirección de una

teoría social del estado-nación más allá del nacionalismo metodológico.7

Primero, históricamente, una periodización clara del desarrollo del estado-nación ha sido permanentemente

esquiva; las ciencias sociales han tenido dificultades para dividir en períodos la historia del estado-nación.

El estado-nación ha sido declarado vivo y muerto en demasiadas ocasiones y sostengo que el canon de la

teoría social revela justamente una cierta opacidad histórica del estado-nación. Encontramos una ambivalencia

permanente entre una comprensión estructural o teleológica de los procesos de expansión del estado-

nación a lo largo y ancho del globo: su generalización como formación sociopolítica es vista como el

resultado de fuerzas cuasi naturales, por una parte, o bien encontramos explicaciones altamente subjetivas

o contingentes en las que el éxito en la formación de algún estado-nación particular parece depender

exclusivamente de la voluntad de los agentes, por la otra. Como antídoto contra el nacionalismo

metodológico, las reflexiones de la teoría social sobre el estado-nación lo muestran como una forma

moderna de organización sociopolítica pero no como el producto necesario de la modernidad. Esta tesis se

puede encontrar, por ejemplo, cuando Karl Marx (1978a) concibió el estado-nación como una forma

política transitoria en el capitalismo; en tanto “todo lo sólido se desvanece en el aire”, los estados-nación

“llegan a ser anticuados antes de que puedan osificarse” (Marx y Engels 1976). De forma similar, Hannah

Arendt (1958) entendió que el inicio de la era del imperialismo en la segunda mitad del siglo XIX marcó

igualmente el principio de la declinación del estado-nación; Talcott Parsons (1993a, b) estaba preocupado

por el potencial resurgimiento del totalitarismo, tanto en Alemania como en EE.UU., después del final de

la Segunda Guerra Mundial (capítulo 4); y más recientemente Manuel Castells (1997) ha declarado que el

estado-nación está siendo reestructurado dramáticamente a partir de la emergencia de los estados red.

Segundo, sociológicamente, hay un importante nivel de incertidumbre con respecto a la capacidad del estado-

nación para hacerse cargo de sus crisis permanentes. El tema de la habilidad del estado-nación resolver

estas crisis crea, para aquellos que viven tales eventos traumáticos en el presente, un nivel de ansiedad que

se pierde cuando las crisis son finalmente normalizadas como episodios algo menores de la historia

nacional – con lo que la solidez y estabilidad del estado-nación se hacen evidentes y transparente

nuevamente. El canon de la teoría social puede ayudarnos a superar el nacionalismo metodológico en este

plano siempre y cuando reconozcamos la tensión entre solidez e inestabilidad en la auto-presentación del

estado-nación. Por un lado, un elemento constitutivo de la retórica del estado-nación refiere a su fuerza y

7 Para una versión completa de esta “teoría social del estado-nación más allá del nacionalismo metodológico”, ver Chernilo (2006 y 2007).

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estabilidad – a su capacidad de imponer orden y ofrecer bienestar. Pero por otro lado el estado-nación

puede ser visto en una condición de crisis que amenaza recurrentemente con dividir a la nación y con

debilitar al estado. El estado-nación es un proyecto inacabado que, paradójicamente, se presenta como una

forma ya establecida de organización sociopolítica. Max Weber (1970) era claramente consciente del hecho

de que los estados y las naciones casi nunca coinciden en la realidad histórica y también de que han

coexistido con formas alternativas de organización sociopolítica moderna. Charles Tilly (1975a) precisó

hace ya bastante tiempo que las naciones que aspiran a construir un estado-nación eran muchas más de las

que eventualmente lo lograron, por lo que la constitución de naciones no puede nunca darse por

descontada. Más recientemente, él ha insistido en la alta diversidad interna de los estados-nación a partir de

criterios étnicos (Tilly 1992). Michael Mann (1993) nos recuerda que durante el siglo XIX el estado estaba

en lucha permanente por “encerrar” la nación; así como también que la clase y la nación surgieron como

parte de los mismos procesos de modernización (capítulo 2). Más recientemente, como acabamos de ver,

Beck (2000c) observa los riesgos globales emergentes, el multiculturalismo y la globalización económica

como los retos actuales al estado-nación.

Tercero, normativamente, no hay soluciones precisas o definitivas sobre la autonomía y la autodeterminación

del estado-nación, por un lado, y su posición dentro del contexto global, por otro. La ilusión que el

nacionalismo metodológico crea en este nivel es la de un estado-nación que soluciona con éxito sus asuntos

internos y que, al mismo tiempo, encuentra sin problemas su lugar en un mundo cuidadosamente dividido

y compuesto sólo de estados-nación formalmente equivalentes. Antes que dos fuerzas opuestas que

amenazan con hacer saltar a la modernidad en pedazos, el nacionalismo y el cosmopolismo deben

reconstruirse como co-originales y en co-evolución (Fine 2003a; Delanty 2006a, capítulos 5 y 6). En vez de

reproducir el nacionalismo metodológico, el canon de la teoría social parece estar en una buena posición

para explicar la ambivalencia entre las fuentes internas y externas de legitimidad del estado-nación. Desde

dentro, la democracia nacional (Bendix 1964), el interés económico nacional (Castells 1997), el bienestar

social (Marshall 1950) e incluso la limpieza étnica (Wimmer 2002, Mann 2005), son todas demandas que se

hacen desde el interior del estado-nación para su propia legitimación. Inversamente, Anthony Giddens

(1985) ha sostenido que el estado-nación encuentra legitimación a partir de su membresía en el sistema

internacional de estados y Émile Durkheim (1992) legitima la forma social y política del estado-nación sólo

en la medida en que la fundamentación moral de su solidaridad interna esté basada en un cosmopolitismo

que sea complementario al patriotismo nacional. De hecho, Jürgen Habermas (2001b y capítulo 8) sostiene

ahora que la lealtad a los principios constitucionales democráticos es la mejor respuesta que la Unión

Europea ofrece frente a los desafíos políticos de la globalización.

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Conclusión

Este capítulo ha revisado el surgimiento de la crítica al nacionalismo metodológico y ha intentado explicar

cómo ésta opera tanto al nivel disciplinar de la reconstrucción del canon de la teoría social como al nivel

sustantivo de la conceptualización del estado-nación. Su argumento central es que la distinción entre estos

dos niveles sólo puede lograrse cuando separamos las versiones histórica y lógica del nacionalismo

metodológico que presentamos en la primera parte. La sección sobre Ulrich Beck muestra que la corriente

principal de la sociología de la globalización pasa por alto esta distinción y por ello no es realmente capaz

de hacer propuestas que puedan superar el nacionalismo metodológico en ninguno de los dos planos. En el

nivel sustantivo, Beck carece de una teorización del estado-nación más allá del nacionalismo metodológico

y, al nivel disciplinar, considera que el canon de la teoría social está irremediablemente infectado por el

nacionalismo metodológico. Beck y la nueva ortodoxia de la teoría social se confunden a causa de la

opacidad del estado-nación – lo que he llamado su posición ambivalente en la modernidad. En vez de usar

los problemas y ambigüedades de la teoría social para explicar la atormentada historia del estado-nación,

estos autores descartan el legado de la teoría social por inadecuado – el argumento lógico – y obsoleto – el

argumento histórico. El nacionalismo metodológico se hace especialmente difícil de abordar y deslinar en

tanto sus dos versiones no estén claramente separadas. La tesis del nacionalismo metodológico inmanente a

la teoría social debe ser combatida debido a su representación inadecuada del canon de las ciencias sociales;

lo que a su vez disminuye nuestras oportunidades de contribuir a la comprensión de los desafíos y cambios

que actualmente enfrenta el estado-nación.

Con seguridad, la teoría social clásica no tiene entre sus momentos más lúcidos el estudio de la etnicidad, el

imperialismo y la relación entre la centralización del estado y las políticas de nacionalización. De forma

parecida, muchos pensadores del siglo XX pusieron tantas esperanzas en sus indudables cualidades

modernizadoras y capacidad para crear bienestar, que terminaron asumiendo que el estado-nación era

efectivamente la forma natural de organización de la sociedad en la modernidad. Ahora, algunos colegas

exageran la novedad de la globalización y afirman, prematuramente, que el estado-nación es un objeto de

estudio apropiado para el historiador pero ya no para el analista del presente. En mi opinión, antes que una

insalvable tendencia a caer en el nacionalismo metodológico, estas ambigüedades conceptuales reflejan

ambivalencias reales que se alojan en la historia misma del estado-nación. En la modernidad sólo el estado-

nación ha tenido una historia tan problemática, ha sido conceptualmente tan opaco y nos ha legado una

herencia normativa tan ambivalente. En vez del nacionalismo metodológico, mi tesis es que la teoría social

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ha considerado sistemáticamente estas preguntas, enfrentado estos problemas y luchado – con diversos

grados de éxito - para saldar cuentas con tales ambigüedades. Las razones de por qué la teoría social ha sido

sólo parcialmente exitosa en comprender el estado-nación deben buscarse en la ambivalencia de su propia

historia y características más importantes. El estado-nación y la teoría social se reflejan mutuamente puesto

que ambas han intentado “cuadrar el círculo” del proyecto de la modernidad; ambas han hecho frente – y

son un resultado – de las fuerzas críticas y conservadoras que tensionan la modernidad (Habermas 1987b).

La ambivalencia entre las dimensiones descriptivas y normativas de la teoría social puede ayudarnos a

entender y reflexionar sobre el estado-nación, sin duda uno de los temas modernos más complicados.

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Capítulo 2. Clases y Naciones en la Sociología Histórica Reciente*

Con Robert Fine

Una de las áreas clave de investigación en la sociología histórica tiene que ver con los vínculos que unen las

formas económicas de la vida social moderna con sus formas políticas; especialmente la relación del capital

con la formación del estado-nación. Un aspecto de esta cuestión más general es la relación entre dos de las

piedras angulares de la autocomprensión de las sociedades modernas, las clases y las naciones – ese será el

foco de nuestra investigación. Las ciencias sociales han hecho un uso extensivo de estas categorías para

comprender el desarrollo de las sociedades modernas, para captar el significado oculto de diferentes

visiones de mundo y ofrecer así focos de intervención crítica. La co-originalidad de su formación puede ser

rastreada en La Riqueza de las Naciones de Adam Smith ([1776] 1976) donde las tres grandes clases de la

sociedad burguesa moderna – los trabajadores, la burguesía y los terratenientes – son caracterizados en

relación a los intereses de la nación en su conjunto y donde el foco se pone en la progresiva inclusión de

todas las clases en la arena nacional.

La sociología histórica ha derivado de esta forma de pensamiento su reconocimiento del papel fundamental

desempeñado tanto por las clases como por las naciones en el modelamiento real del mundo moderno y en

las comunidades imaginarias que los actores sociales modernos construyen por sí mismos. Un argumento

importante que encontramos en la sociología histórica es que ni las naciones ni las clases pueden

entenderse sino es en relación mutua; o, para poner esta proposición de manera afirmativa, las naciones y

las clases están ambas emparejadas como formas de organización social de las sociedades modernas y como

comunidades imaginarias que surgieron juntas en el mismo proceso y período histórico.

La contribución de la sociología histórica para entender estas conexiones debe ser medida en comparación

con la usual ignorancia o menosprecio de las relaciones de clase dentro en las teorías del nacionalismo y la

similar ignorancia o menosprecio de las cuestiones nacionales en las teorías de la lucha de clase. Por

ejemplo, cuando Ernest Gellner (1973, 1997) planteó su famosa tesis de que el surgimiento del

nacionalismo era resultado de procesos sociales de industrialización, él prestó poca atención a las relaciones

de clase de la sociedad industrial, colocó su énfasis en la atomización y la anomia más que en las clases y no

* Agradecemos a Octavio Avendaño, Simon Clarke, Gerard Delanty, Tony Elger, Jorge Larraín, David Seymour y Marcus Taylor por sus comentarios y críticas.

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abordó cómo las diferentes clases utilizaron la retórica nacional para dar sentido a su experiencia social.8

Inversamente, cuando el historiador marxista Edward Thompson criticó al marxismo ortodoxo por haber

aislado radicalmente a la política, como parte de la “superestructura”, de las categorías de la economía

política que se supone constituyen la “base”, y propuso a su vez una aproximación más dinámica y unitaria

a las conexiones entre las formas legales, políticas, culturales y económicas de la sociedad moderna, su

propio enfoque sobre los aspectos legales y culturales de la lucha de clase no se extendió a las cuestiones

nacionales. La “inglesidad” de la clase obrera inglesa permaneció relativamente mal explorada. En

oposición a tales exclusiones, de la clase en las teorías del nacionalismo y de la nación en las teorías de

clase, un aporte de la sociología histórica ha sido mantener unido aquello que, indiscutiblemente, nunca

debió haber sido separado.

En este capítulo revisaremos una amplia gama de posiciones que es posible encontrar en la sociología

histórica reciente. Las criticaremos, pero las usaremos también constructivamente con el objetivo de

elaborar una posición emergente. Comenzamos con una discusión sobre el modernismo y el

primordialismo y la forma en que ambos conceptualizan las clases y las naciones. Esto enmarcará la

discusión para las tres secciones siguientes: la primera sobre marxismo, clase y nación; la segunda que

intenta volver a prestar atención al estado; y la tercera acerca de las naciones sometidas y las formaciones

de clase. Concluimos nuestra discusión con cinco comentarios referidos a las limitaciones de las posiciones

que hemos encontrado en la sociología histórica.

Modernismo y primordialismo

Entre quienes estudian las naciones y el nacionalismo ha habido un debate considerable sobre la

historicidad de las naciones, o más concretamente sobre la relación de las naciones con el surgimiento de

las sociedades modernas. En la disputa entre las teorías “modernistas” y “primordialistas” de la nación, las

primeras sostienen que las naciones surgen en relación con las otras transformaciones sociales

fundamentales que dieron forma el mundo moderno. Las naciones, para ellos, eran moldeadas por las

burocracias estatales, los movimientos políticos de masas, el crecimiento de las ciudades, las mejoras en la

comunicación y la alfabetización y, por cierto, por los requisitos integrativos del capitalismo industrial. La

nación se presenta, desde esta perspectiva, como una forma social radicalmente nueva que, de no existir,

tendría que haber sido inventada para ofrecer sentimientos de comunidad y unidad a los individuos en un

8 La crítica común contra Gellner es que la industrialización ocurrió demasiado tarde como para explicar el nacionalismo. Sin embargo, el propio Gellner (1973: 13-4) precisa que el vínculo entre el industrialismo y el nacionalismo no debe entenderse de manera cronológica.

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mundo cada vez más sinsentido, desencantado y dividido en clases. Para los primordialistas, por el

contrario, las naciones parecen ser mucho más viejas que la modernidad, incluso tan viejas como la historia

misma. Ellos sostienen que el rol crucial que las naciones han jugado en la formación de las sociedades

modernas corrobora lo profundamente arraigadas que están como formas de comunidad y que el

sentimiento de pertenencia que proporcionan no es algo nuevo que surgió con la modernidad.9

Es posible encontrar ciertas similitudes entre los debates sobre la historicidad de las naciones y los debates

análogos sobre la modernidad de clases. En las tradiciones marxistas y weberianas de la sociología uno

puede hablar de clases a lo largo de la historia, aún cuando se deba reconocer que la forma de las relaciones

de clase cambia de un período a otro y que las relaciones entre el trabajo y el capital son radicalmente

diferentes de las formas históricamente tempranas de explotación de clase como el feudalismo y la

esclavitud. Tales diferencias se relacionan tanto con las condiciones materiales que constituyen los

principios de organización de las clases en el capitalismo como con la naciente conciencia de lo que

significa ser miembro de una clase. Lo que ocurre en la modernidad es que la clase hace la diferencia en

términos de las experiencias de convertirse en un miembro, en el sentido de que la experiencia ya no se

vive más como algo natural sino más bien como algo modelado por el razonamiento reflexivo (Gellner

1997: 14-24, Hall y Jarvie 1992: 4-5). Sin embargo, ello está aun a una distancia demasiado corta de la

afirmación que la conciencia de clase emerge con el surgimiento del fenómeno mismo: es decir, que

podemos hablar de la modernidad de las clases en el sentido de que ambos, el fenómeno y la conciencia

reflexiva sobre él, se forman en el período moderno. Antes de la modernidad hubo muchas otras formas

sociales de jerarquía, de división y explotación, pero no clases propiamente tales.

Queremos sostener que hay cierta cualidad mítica tanto en el primordialismo como en las narrativas

modernistas sobre la clase y la nación. Si los primordialistas suponen una continuidad transhistórica y

expanden el mito de las luchas de clases y de las identidades nacionales a lo largo de la historia, los

modernistas suponen una ruptura igualmente mítica de la tradición y definen la modernidad por oposición

a sus orígenes.10 La sociología histórica tiende a reducir el asunto al decir que a lo menos parte del

9 Ver Ernest Gellner (1999) y Anthony Smith (1999). Smith (1996) ha propuesto un enfoque llamado “continualismo étnico”, que es una versión moderada del enfoque primordialista. En el lado modernista, Miroslav Hroch (1996: 65) puede decir que cualquier explicación sobre el surgimiento de las naciones debe comenzar “en el último período medieval y en el período moderno temprano”. Un buen resumen de esta discusión se encuentra en Eley y Suny (1996: 4-7). 10 El mito de la ruptura radical o absoluta es discutido por Kosellek (1985) y Blumenberg (1983), quien señala: “no es obvio que una época se plantee a sí misma el problema de su legitimidad histórica; del mismo modo que tampoco es obvio que se entienda a sí misma como una época. Para la modernidad, el problema está latente en la demanda por

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desacuerdo está relacionado con la posibilidad de que sean dos discusiones diferentes: una sobre si hubo

naciones y clases antes del surgimiento de las sociedades modernas y otra sobre qué es lo específicamente

moderno de las naciones y clases modernas. De hecho, los calificativos de “modernista” y “primordialista”

no se importan fácilmente a la sociología histórica, ninguno de los autores que hemos de revisar pueden ser

considerados como representantes ingenuos de alguno de los bandos – y en realidad han surgido toda clase

de posiciones intermedias.

Por ejemplo, Joseph Llobera ofrece una “tercera vía” entre ambas posiciones extremas al sostener que la

nación no es ni radicalmente moderna ni transhistórica. Él señala que es una “mera obviedad” decir que

“las naciones y el nacionalismo, como los entendemos hoy, no existieron en la edad media”, pero sostiene

también que las naciones modernas tienen una herencia medieval que cristaliza, mediante diferentes

combinaciones históricas, en lo que hoy son (Llobera 1994a: 3). Su tesis es que mientras más clara fue la

identidad de una comunidad independiente durante la edad media, más grandes son las probabilidades de

constituir una nación moderna independiente. Para apoyar su argumento, Llobera describe cómo Bretaña,

Galia, Germania, Italia e Hispania se convirtieron en las naciones modernas que conocemos hoy (Gran

Bretaña, Francia, Alemania, Italia y España) y propone entender la formación de identidades nacionales

como el resultado de un proceso braudeliano de longue durée.11 Sin embargo, hay un juicio contrafáctico

fuerte en el argumento de Llobera puesto que él intenta probar su tesis mostrando sólo como algunas

naciones modernas exitosas tenían ya una historia de autonomía política. No hace mención alguna de

grupos políticamente autónomos que no formaron naciones modernas, ni de pueblos sometidos que

superaron tal condición para formar naciones modernas.12 Desde este punto ciego analítico, surge una

debilidad empírica: la investigación es insuficiente para mostrar que la ausencia de una historia de

independencia política predetermina, o no, la capacidad para formar estados-nación modernos.13 Pero

incluso si Llobera no es capaz de producir argumentos generalizablemente válidos sobre la transición desde

las formas tradicionales de comunidad política (incluyendo imperios, ciudades-estado y otros estados no

nacionales) hasta la nación moderna, él sí revela un defecto en la literatura modernista; a saber, que no se

puede entender las naciones como completamente nuevas porque entonces no habría lugar para incluir

argumentos históricos sobre su surgimiento.

lograr y ser capaz de lograr una ruptura radical, y en la incongruencia de esta demanda con la realidad de la historia, que nunca es capaz de empezar a constituirse nuevamente desde cero” (citado en Habermas 1985a: 16). 11 La sociología histórica es tal vez idónea para tomar seriamente la idea de longue durée que, de acuerdo a Braudel (1980: 33), implica “acostumbrase a un tempo más lento, que en muchos casos bordea casi en la inmovilidad”. 12 Para una discusión sobre el rol de los juicios contrafácticos en las ciencias sociales, ver Geoffrey Hawthorn (1991). Él sostiene que el problema no consiste en el uso de proposiciones contrafactuales, puesto que ellos están insertos en las explicaciones en las ciencias sociales. El asunto sobre el que llama la atención es su uso irreflexivo. 13 Ver, por ejemplo, la discusión sobre Miroslav Hroch más adelante en este capítulo.

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La posición de la sociología histórica se acerca a la modernista en tanto reconoce que la relación entre las

naciones y las clases en la que está interesada emerge solamente en las sociedades modernas. Su afirmación

más básica es que la relación mutua de las clases y las naciones es constitutiva de las sociedades modernas y

que no tiene mucho sentido, histórica y sociológicamente, ampliar la idea de nación más allá de las

sociedades de clase modernas o la idea de clase más allá de las naciones modernas. Así, la mayoría de los

sociólogos históricos acepta que algo nuevo ocurrió con el comienzo de la nación moderna, pero lo que

está lejos de ser consensual es el contenido de ese cambio. Donde sí parece haber cierta convergencia es en

la idea de que un elemento moderno en la nación moderna es el carácter de clase de la identificación

nacional y viceversa. Encontramos muchos argumentos en la sociología histórica que reconocen que todas

las clases en la sociedad, y no sólo la clase dirigente, producen su propio discurso acerca de lo que significa

ser un miembro de la nación – su propia versión de la identidad nacional – y que los movimientos de clase

han utilizado la idea de nación para proponer sus nociones particulares de identidad política colectiva, dar

forma a la naciente comunidad política y luchar, tanto material como simbólicamente, por la participación

en los procesos de legitimación democrática.

Semejante comprensión del vínculo entre las clases y las naciones está relacionada con otro tema implícito

en la literatura. Las políticas nacionales y de clase son ambas políticas de masas en el sentido que las

demandas por los derechos civiles, la democracia política, la seguridad social y la redistribución son asuntos

que han conectado los movimientos nacionales y de clases y los han implicado a ambos en la movilización

política de las masas. La sociología histórica usa una comprensión marxista de la relación entre las clases y

las naciones, pero ha intentado evitar la trampa de caer en una crítica de la ideología que presente a la

nación simplemente como ilusión o engaño. Sostiene que la nación se convirtió en un medio adecuado

para todas las clases precisamente porque las experiencias y símbolos relacionados con ella permiten

posicionamientos diferenciados para los diversos actores. Diferentes clases han hecho uso del surgimiento

de la imaginación nacional para enmarcar sus demandas específicas como clases y en la mayoría de los

casos es difícil decir que una clase cualquiera gana definitivamente la lucha por un control hegemónico

sobre lo que la nación efectivamente es (Hroch 1996: 67-8). Una de las ventajas de la idea nacional se

encuentra precisamente en su ambigüedad – en el hecho de que se le puede atribuir una pluralidad de

significados que tienen que converger sólo mínimamente.14

14 En una excelente formulación, Margaret Canovan (1996: 2) sostiene que: “las naciones son fenómenos políticos extraordinariamente complejos, altamente resistentes al análisis teórico. Las características que las hacen políticamente efectivas las hacen también intelectualmente opacas, repeliendo a los filósofos que van a ellas en busca de ideas claras y distintivas. Pero esas mismas oscuridades no sólo permiten a la nacionalidad generar comunidades

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Marxismo, clases, naciones

El sociólogo marxista Nicos Poulantzas (1978, 1980) tiene el mérito de haber ido más allá del marxismo

“ortodoxo” en el que el vínculo entre las clases y las naciones es considerado sólo en términos de una

máscara ideológica. Estudió tales conexiones vinculando las relaciones económicas capitalistas con la forma

nacional de los estados políticos al identificar al estado moderno como un estado capitalista y a la nación

como el depósito atemporal de significados diferenciados para las distintas clases (Poulantzas 1978: 78). Su

análisis de la nación es primordialista en el sentido de que ve la nación como una categoría transhistórica

que surge una vez que la humanidad sale de su prehistoria primitiva. Si, en el capitalismo, la idea de nación

está constitutivamente unida a la formación de estados modernos – Poulantzas (1980: 95) se refiere a la

tendencia histórica del estado moderno a “abarcar a una nación única y constante” y a la tendencia de las

naciones modernas a “formar sus propios estados”– ellas antecedieron con mucho a este acoplamiento

particular: “la nación no es idéntica a la nación moderna y al Estado nacional (…) El término designa ‘algo

más’ – una unidad específica de la producción total de relaciones sociales que existieron mucho antes del

capitalismo (…) la constitución de la nación puede ser indicada para coincidir con el paso de la sociedad sin

clase (linaje) a la sociedad de clase” (Poulantzas 1980: 93).

Poulantzas (1978: 79) habla de la nación como una unidad compleja que es al mismo tiempo “económica,

territorial, lingüística y una ideología y simbolismo atado a la tradición” y en el contexto moderno la coloca

junto a una serie de factores sociales y naturales como el conocimiento, el poder, la individualización y el

derecho como elementos de la “materialidad institucional del Estado” (Poulantzas 1980: 49). Describió la

nación como un premio disputado por las clases en conflicto: “la nación moderna no es (…) la creación de

la burguesía sino el resultado de una relación de fuerzas entre las clases sociales ‘modernas’ – una en la que

la nación es el premio mayor para las distintas clases” (Poulantzas 1980: 115). Sostuvo que la nación no tiene

el mismo significado para la burguesía que para la clase-obrera y “las masas populares” y que en lo que

concierne a la burguesía, su historia muestra una “oscilación continua entre la identificación y traición a la

nación” (Poulantzas 1980: 117). En resumen, Poulantzas naturaliza la idea de nación. Del mismo modo que

la sociología puede caer en el nacionalismo metodológico (capítulo 1), así también para él hay una

tendencia a construir una congruencia similar entre la categoría de “formación social” y la nación

(Poulantzas 1978: 22). Por ejemplo, cuando señala que los modos de producción sólo existen y se

políticas poderosas; mucho más importante que eso, hacen que esas comunidades parezcan naturales, con lo que la tarea de generar poder colectivo parece engañosamente fácil”.

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reproducen a sí mismos dentro de formaciones sociales históricamente determinadas, él se refiere a

Francia, Alemania y Gran Bretaña como sus ejemplos (Poulantzas 1978: 22). Y a nombre de las obras

marxistas clásicas sostiene que la idea de nación como tal no desaparecerá incluso en la sociedad sin clases

o sin estado del futuro (Poulantzas 1980: 93-4).

Por el contrario, el historiador marxista Eric Hobsbawm (1994: 3) ubica firmemente la idea de nación en el

contexto de la política moderna: “las naciones, ahora lo sabemos (…) no son tan viejas como la historia”.

A pesar de los reiterados argumentos de que esta manera de clasificar grupos de seres humanos es en algún

sentido primordial o fundamental para la existencia social de sus miembros, Hobsbawm (1994: 5) considera

que la nación ha “arribado muy recientemente en la historia de la humanidad” e incluso hoy en día las

naciones siguen compitiendo con muchas otras formas de identificación social. Citando a Gellner,

Hobsbawm (1994: 10) afirma que “las naciones, como maneras naturales o divinas de clasificar a los

hombres (…) son un mito; el nacionalismo que a veces toma las culturas preexistentes y las convierte en

naciones, algunas veces inventa y a menudo aniquila culturas preexistentes: esa es la realidad”.

Para Hobsbawm, la nación es producto, por un lado, de los nacionalismos modernos que buscan crear una

identidad nacional suprema y, por otro, del desarrollo de estados territoriales modernos que afirmaron su

propia unidad e independencia política organizando como una nación singular a las personas que habitaban

esos territorios. Una vez que la idea de nación apareció, su referencia fue la completa unificación moderna

de colectividades altamente heterogéneas a partir de divisiones tradicionales referidas a la etnicidad, el

idioma, la religión, la cultura, la historia, el destino, etc. A este respecto, la idea de nación fue todo menos

conservadora o tradicional. Sólo después ella fue utilizada en un sentido más derivativo y arcaico para

transmitir la idea de una unidad primordial de la nación.

Hobsbawm señala también que durante buena parte del siglo XIX los llamamientos políticos a las masas se

hicieron combinando la retórica nacional y de clase, y llega incluso a afirmar que en algunos casos uno

apenas puede hacer una distinción entre ellas. Sostiene que los académicos interesados en el tema han sido

por lo general incapaces de comprender “el extenso solapamiento entre los llamamientos a la nación y el

descontento social”.15

15 Hobsbawm (1994: 124-5) sostiene que Lenin fue el primero en hacer de la plataforma combinada de nación y clase la base de la agenda política de los partidos comunista.

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Los famosos debates marxistas internacionales sobre ‘la cuestión nacional’ no son simplemente

sobre la popularidad de los lemas nacionalistas entre trabajadores que debían escuchar sólo los

llamamientos del internacionalismo y la clase. Ellos eran además, y quizás más directamente, acerca

de qué hacer con los partidos de clase obrera que apoyaron simultáneamente las demandas

nacionalistas y socialistas. Más aun – aunque esto no figuró mucho en los debates – es ahora

evidente que inicialmente hubo partidos socialistas que fueron o se convirtieron en los principales

vehículos del movimiento nacional de su pueblo (…) Uno podría ir más lejos. La combinación de

demandas sociales y nacionales, en general, probó ser mucho más efectiva como movilizadora de

la independencia que el llamado puro del nacionalismo, cuyo atractivo estaba limitado a las clases

medias inferiores descontentas, sólo para ellas reemplazó – o esperaba reemplazar – tanto el

programa social como el político (Hobsbawm 1994: 124 - 5)

Hobsbawm afirma con toda fuerza la “no-contradicción” con la que la conciencia de clase y la conciencia

nacional operaron conjuntamente durante un largo período del siglo XIX y sostiene que no podemos

entender los procesos políticos a la base de la modernidad mientras opongamos la clase a la nación. De esta

forma, si tomamos en cuenta que el número de naciones candidatas para constituir un estado-nación era

mucho mayor que las que finalmente lo lograron, y que el proceso de construcción de la nación fue por

tanto cualquier cosa menos automático, Hobsbawm relaciona el logro de esa meta con el carácter dual de

una plataforma nacional y de clase.16 Él demuestra que los movimientos proto-nacionalista tuvieron que

ampliar sus bases de apoyo en términos de clase si querían ser exitosos en la construcción de movimientos

nacionales completamente formados, ni qué decir un estado-nación moderno (Hobsbawm 1994: 77-8). Se

hace cargo de la frecuente fusión entre política nacional y de clase en las protestas masivas, no

necesariamente para defenderla sino para entenderla como lo que es. Señala, por ejemplo, que

El acto mismo de democratizar la política, es decir, transformar sujetos en ciudadanos, tiende a

producir un sentido populista que, visto en cierta perspectiva, es difícil distinguir de un patriotismo

nacional, incluso de uno chauvinista (…) El “inglés que ha nacido libre” de E. P. Thompson, los

británicos del siglo XVIII que nunca serán esclavos, se comparaban con facilidad con el francés

(…) La conciencia de clase que las clases obreras en numerosos países estaban adquiriendo en la

última década antes de 1914 implicó, en realidad afirmó, una demanda por los Derechos del

Hombre y del Ciudadano, y con ello un potencial patriotismo. La conciencia política de las masas

16 “La Europa de 1500 incluía unas quinientas unidades políticas más o menos independientes, la Europa de 1900 cerca de veinticinco” (Tilly 1975a: 15).

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implicó un concepto de ‘patrie’ o ‘madre patria’, como lo demuestra la historia del Jacobinismo y de

movimientos como el cartismo. La mayoría de los cartistas estaban en contra tanto de los ricos

como de los franceses (Hobsbawm 1994: 88- 9)

En su investigación sobre el imperio Austro-Húngaro, Hobsbawm señala que “la nacionalidad aparece, en

la mayoría de los casos, como un aspecto del conflicto entre ricos y pobres, especialmente cuando los dos

pertenecen a nacionalidades diferentes”, y que incluso cuando encontramos las semánticas nacionales más

intensas – como entre los nacionalistas Checos, Serbios e Italianos – encontramos también “un deseo

avasallador de transformación social” (Hobsbawm 1994: 128). Más aún, demuestra que el hecho de que

“los nuevos movimientos políticos de masas, nacionalistas, socialistas, confesonarios o de cualquier tipo,

estuvieron a menudo en competencia por las mismas masas, sugiere que su electorado potencial estaba

preparado para aceptar toda esta variedad de llamamientos” (Hobsbawm 1994: 124).

Uno de los muchos puntos fuertes del trabajo de Hobsbawm es reconocer que los vínculos entre las

naciones y las clases no son en absoluto históricamente estáticos. Sostiene que hasta el final de la primera

mitad del siglo XIX nacionalistas y socialistas tendieron a compartir tanto el mismo universo electoral de

masas – el campesinado y el proletariado urbano – como así también los mismos temas políticos,

incluyendo el crecimiento de la inscripción electoral y la redistribución de las cargas impositivas. Él acepta

que en este período las ideas de nacionalidad francesa y británica se modelaron a través de sentimientos

contra otras naciones, pero los nacionalismos respectivos era relativamente “cívicos”, aunque con un aire

de superioridad “civilizatoria”. En apoyo a la opinión de Edward Thompson de que la vida social no se

divide en compartimientos aislados, Hobsbawm (1994: 130) sostiene que “la adquisición de la conciencia

nacional no puede separarse de la adquisición de otras formas de conciencia social y política” y que,

durante este período al menos, ambas fueron de la mano.

Hobsbawm identifica un cambio importante en la naturaleza del nacionalismo europeo en el último cuarto

del siglo XIX y en el período que culminó en la Primera Guerra Mundial. Caracterizó este cambio en

términos de un movimiento desde “el nacionalismo del estado (cívico)” al “‘nacionalismo cultural (racial)”.

Su opinión es que el nacionalismo del estado/cívico prevaleció por cincuenta años tras la Revolución

Francesa, pero que con la derrota de los movimientos populares de 1848-9 las ideas culturales/raciales

sobre la nación comenzaron a obtener primacía. Desde entonces apareció un nacionalismo exclusivista que

aspiraba a sustituir todas las demás formas de identificación política y social y que rechazó explícitamente el

socialismo en razón de su internacionalismo. Al mismo tiempo, surgió una nueva ola de movimientos

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socialistas que mostró poca comprensión del significado de los ideales nacionales. Aún así, Hobsbawm

argumenta que una cosa que no cambió es que nacionalistas y socialistas todavía estaban apuntando, y

pretendían defender, los intereses de los mismos grupos de pobres rurales y urbanos. Una conciencia

nacional-social caóticamente unificada formaba todavía el marco en el que florecían los sentimientos

políticos. De hecho, “la radicalización de la clase obrera durante la primera posguerra europea pudo haber

reforzado su potencial conciencia nacional’ (Hobsbawm 1994: 145). Se observa en Europa un nexo entre la

militancia de clase y el nacionalismo étnico que otros estudios han confirmado para contextos diversos.17

Incluso en este escenario, entonces, clase y nación no son fácilmente separables.

Sociología histórica: Traer de vuelta al estado

Una de las preguntas centrales del libro Estado Nacional y Ciudadanía de Reinhard Bendix (1964: 18-9) se

refiere a los vínculos que existen entre la “formación y transformación de las comunidades políticas que

hoy llamamos estados-nación” y el desarrollo de las relaciones de clase modernas.18 Para Bendix estos

temas estaban directamente entrelazados y sostenía que no existen clases sociales en el sentido moderno del

término sin los cambios políticos que hicieron posible un nuevo marco jurídico. Es sobre esta base que

explica la ausencia de clases en la Edad Media:

Las clases en el sentido moderno no existen porque la unión de intereses entre los individuos en un

estado está basada en una obligación colectiva. Es decir, las acciones conjuntas resultan de los

derechos y de los deberes compartidos en virtud de leyes o decretos que se refieren a un grupo,

antes que sólo de una experiencia compartida de presiones económicas y de demandas sociales

similares (Bendix 1964: 38)

Bendix sostiene que el factor crucial para la formación de clases modernas no es sólo el hecho de compartir

algún tipo de experiencia social sino el marco jurídico en el que resulta posible dar sentido a estas

experiencias. Históricamente, a su juicio, las sociedades de Europa occidental experimentaron dos

transiciones políticas importantes: “desde las sociedades estamentales de la edad media hasta los regímenes

absolutistas del siglo XVIII, y de allí a las sociedades de clase de democracia plebiscitaria en los estados-

nación del siglo XX” (Bendix 1964: 2). Para Bendix, la emergencia de las clases modernas no puede

separarse de la expansión de la ciudadanía nacional a todas las clases que tuvo lugar, a partir de relaciones

17 Fine (1990: 68-78) discute, de manera similar, las estrechas relaciones que en ocasiones se dieron entre militantes del “nacionalismo negro” entre los trabajadores sudafricanos, por un lado, y la militancia de clase, por el otro. 18 Una discusión de la orientación teórica de Bendix se encuentra en Rueschemeyer (1984).

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de autoridad cambiante, simultáneamente como respuesta a las protestas desde abajo y como resultado de

la burocratización de las estructuras del estado, desde arriba (Bendix 1964: 3). Emergieron allí nuevas

formas de autoridad política (el estado), nuevas formas de producción (el capitalismo) y nuevas formas de

relaciones sociales (la sociedad civil). La nación proporcionó el marco en el que la reconstrucción social de

cada una de las tres pudo tener lugar: como estado-nación, como economía política nacional (lo que los

alemanes llaman Nationalökonomie o Volkswirtschaft) y como esfera pública nacional. Bendix sostiene que una

característica distintiva de las estructuras recientemente creadas es que incluyeron un nivel relativamente

alto de consenso en su interior a pesar de la proliferación de intereses de clase en conflicto; ciertas

funciones del estado-nación, por ejemplo, fueron raramente impugnadas – impuestos, aplicación de la ley,

obras públicas y manejo de las relaciones exteriores (Bendix 1964: 137). El otro lado de este proceso,

agrega Bendix, es que cuanto más amplio es el consenso, más delgado se hace. Es decir, hay una

declinación de la solidaridad social con el surgimiento de las relaciones políticas modernas y no hay otra

forma de solidaridad que consiga alcanzar tan alta aceptación como la del gobierno nacional. En este

marco de clase, la nación aparece como la forma simbólica en la que un sentido de comunidad política

tiene que ser reinventado (Bendix1964: 138). Al entender que las relaciones de clase están subordinadas al

logro de la integración social, que se satisface solamente en términos nacionales, Bendix parece terminar en

una explicación normativamente liberal que opone el conflicto de clase a la integración nacional.

El argumento más original de Barrington Moore, en su clásico Los Orígenes Sociales de la Dictadura y la

Democracia (1967), tiene que ver con la cualidad revolucionaria y violenta de los procesos mediante los que

se formaron los estados-nación modernos.19 Moore demuestra que en ninguna parte la transición hacia el

estado-nación moderno se logró pacíficamente; por el contrario, la violencia fue el camino característico

hacia su constitución y él entiende esta transición en términos de clase. En los estados absolutistas las

clases terratenientes jugaron el rol político clave mientras que el campesinado fue la clase de la que se

extraía la mayor parte el excedente económico; en los estados-nación modernos hay un incremento en la

importancia relativa de las posiciones de la burguesía y de la clase obrera. Más concretamente, Moore

sostiene que la dinámica de las relaciones de clase en la constitución de los estados-nación modernos es el

19 No estamos de acuerdo con el argumento de Theda Skocpol (1994: 25-7; 36-45) de que el trabajo de Moore pertenece a la tradición marxista – tampoco lo está, por ejemplo, Denis Smith (1984: 329; 336; 349). Su tesis se basa en afirmaciones imprecisas como que el interés de Moore radica en el rol de los factores económicos en vez de en las “ideas o la cultura” (Skocpol 1994: 25); que la preocupación de Moore sería moral más que “teórica” (Skocpol 1994: 26); o la supuesta inhabilidad de Moore para ocuparse de las contradicciones de la clase gobernante al interior del estado (Skocpol 1994: 41). Aún más problemática, para esos efectos, es la siguiente proposición: “quisiera enfatizar que la aplicación al profesor Moore de la etiqueta “marxista” no tendrá absolutamente ninguna connotación política en este ensayo” (Skocpol 1994: 49). Pero una característica del marxismo es justamente que uno no puede oponer de tal forma argumentos analíticos y pretensiones políticas o normativas.

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factor principal que explica sus formas políticas posteriores. Así, sus tres rutas a la modernidad

(democrática, comunista y fascista) son expresión de trayectorias de luchas de clase distintas. Mientras que

tanto la democracia como el fascismo serían ambas formas de control burgués, la relación de la clase

dirigente con las otras clases en la sociedad es por supuesto muy distinta. Un elemento que está en juego en

el análisis de Moore tiene que ver con la manera en que las burguesías nacionales fueron capaces, en el

curso de las revoluciones burguesas, de construir alianzas de clase ascendentes y descendentes.20 Hacia

arriba, las burguesías enfrentaron el problema de cómo limitar el poder del las clases terratenientes para

transformarse ellas mismas en los actores decisivos de las nuevas configuraciones políticas. Hacia abajo, los

asuntos más importantes que enfrentaron eran cómo limitar las demandas e integrar tanto al campesinado

como a las clases obreras en las relaciones sociales capitalistas; la habilidad de algunos sectores de la

burguesía para construir alianzas de clase hacia abajo jugó un papel fundamental en la contención de

demandas políticas y sociales más radicales. Tal como Skocpol (1984b: 379) ha precisado, el análisis

comparativo de Moore tiende a operar mediante el método del acuerdo: la ocurrencia de un factor clave

parece suficiente para explicar el desarrollo de un patrón general sin importar las diferencias anteriores.

Cuando las revoluciones burguesas fueron exitosas, se constituyó un estado-nación democrático

(Inglaterra/Gran Bretaña 1688, Francia 1789 y los EE.UU. 1861-5); cuando ellas fueron derrotadas por

clases terratenientes fuertes (como en Japón y Alemania) o por un campesinado fuerte (como en Rusia y

China), el estado-nación asumió formas políticas no sólo diferentes sino que más autoritarias – fascismo en

el primer caso, comunismo en el segundo. Mientras que el interés primario de Moore era explicar los

patrones nacionales diferentes que resultan de las luchas de clase, él por lo general no se preguntó por qué las

naciones, como tales, se transformaron en formas generalizadas de comunidad política.

Michael Mann lleva este argumento un paso más allá cuando propone que las clases y las naciones son co-

originales y contemporáneas porque ambas refieren a un sentido abstracto de comunidad de manera

análogamente universalista: “si la nación era una comunidad imaginada, su principal competidor ideológico,

la conciencia de clase, pudo parecer aún más metafórica, una ‘comunidad imaginaria’ (…) veremos que las

dos comunidades, las imaginadas o las imaginarias, surgieron a la vez, conjuntamente, en el mismo proceso

de modernización” (Mann 1992:141).21

Según Mann, la primera fase de este proceso de modernización tuvo que ver con la expansión de la

alfabetización que acompañó la difusión del capitalismo comercial y el desarrollo de los estados políticos:

20 Una evaluación del concepto de “revolución burguesa” se encuentra en Perry Anderson (1992). 21 Ver también a Benedict Anderson (1991).

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“ambas rutas favorecieron la difusión de ideologías más amplias y universalistas. Una se centró en la

conciencia de la clase y/o la colaboración de clase mediante reformas políticas; la otra se centró en la

modernización del estado” (Mann 1986: 530). Durante el siglo XVIII las clases y las naciones se vieron

afectadas por una segunda fase de modernización, ahora provocada por la intensificación de la rivalidad

geopolítica entre las grandes potencias:

El nacionalismo – tal como la ideología de clase, la otra gran ideología de los tiempos modernos –

fue capaz de difundirse a través de amplios espacios sociales y geográficos sólo desde el siglo

XVIII hasta la actualidad (…) Como los estados incrementaron enormemente sus índices de

obtención de impuestos y su fuerza militar, ellos politizaron las emergentes ideologías. Las

conciencias nacionales y de clase se desarrollaron y fusionaron en asuntos de representación

política y de reforma del estado (Mann 1992: 138 y 142).

Históricamente, Mann da al estado un rol importante en la conformación de las relaciones entre nación y

clase, lo que en el caso británico él llama directamente la “nación-clase”. Él afirma que en Gran Bretaña la

instalación del Parlamento en Westminster a fines del siglo XVII creó una clase – compuesta por los

nobles de los condados, los señores, los obispos y los comerciantes – que se veía a sí misma como la

nación e identificó los intereses de la nación con su propia ideología de clase. A contar de ese momento el

origen social de la membresía en la nación comenzó un proceso de diferenciación y expansión que

culminará con que esa membresía sería extendida a todas las clases. De acuerdo a Mann (1986: 482), la

fuerza motriz tras este proceso eran las funciones cambiantes del estado: en los albores de la modernidad el

estado estaba marcado por una “incapacidad infraestructural para penetrar en la sociedad civil” y aun

cuando los ejércitos se usaron internamente contra los pobres, la raison d’être para la existencia de ejércitos

poderosos tenía principalmente que ver con las relaciones exteriores con otros estados. De hecho, hasta

principios del siglo XIX, la función principal del estado era la guerra y la mayor parte de los gastos estatales

(hasta llegar al 90%) estaban relacionados con los costos de la guerra. El surgimiento de los estados-nación

modernos implicó cambios importantes en las funciones del estado que le permitieron, por primera vez,

penetrar en todas las áreas de acción de la sociedad civil. El resultado de este desarrollo, de acuerdo a

Mann, fue la difusión de imágenes nacionales entre las clases y la tendencia correspondiente para que cada

clase constituyese una identidad nacional junto a su propia identidad de clase.

En el segundo volumen de Las Fuentes del Poder Social, Mann (1993: 17-20; 214-26; 722-8) desarrolla en más

detalle esta explicación sobre la relación entre los estados, las clases y las naciones, presentándolas ahora en

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el contexto de su marco teórico general. Conecta así el surgimiento de las clases y las naciones con los

cambios que ocurrieron en lo que él denomina las cuatro fuentes del poder social: el poder económico

(expansión del capitalismo), el militar (militarismo estatal), ideológico (secularización y alfabetización) y político

(crisis fiscal y demandas democráticas). Las clases y las naciones surgieron como un resultado combinado

de las transformaciones experimentadas en estas cuatro formas de organización social. Como

consecuencia, la cuestión a explicar se transforma ahora en el problema del surgimiento de las clases y los

estados-nación como los dos contenedores más importantes en que cristalizó la vida social moderna. Mann

(1993: 225) sostiene que las naciones se formaron, esto es, sobrepasaron el umbral proto-nacional, sólo

cuando se alcanzó una autoconciencia de clase transversal – y esas clases, como actores sociales

emergentes, surgieron por tanto antes que las naciones. Estas aparecieron en el proceso de naturalización

que los propios estados persiguieron: “como los estados se transformaron primero en estados nacionales, y

después en estados-nación, las clases fueron encerradas, se ‘naturalizaron’ y ‘politizaron’ de manera no

intencionada” (Mann 1993: 20).

Los trabajos más recientes de Charles Tilly (1992), como Coerción, Capital y Estados Europeos, retoman la

discusión sobre la formación del estado-nacional que él mismo había iniciado en su trabajo pionero sobre

el tema a mediados de los años setenta (Tilly 1975a, 1975b). Él critica sus primeras obras por proponer una

ortodoxia desarrollista en la que los todos los procesos de formación del estado-nacional responden al

mismo ciclo de “extracción, represión, formación del estado” (Tilly 1992: 12). En su trabajo posterior, Tilly

sostiene que debemos estar abiertos a la variabilidad de los patrones de formación del estado nacional que

eventualmente se imponen sobre formas anteriores de comunidades políticas. Esa convergencia hacia la

forma del estado nacional se produjo tanto a partir de una divergencia original, que incluye imperios y

ciudades-estados, como de estructuras de clase distintas que hicieron la diferencia para la su formación: “la

estructura de clase de la población que cayó bajo la jurisdicción de un estado determinado afectó

significativamente la organización de ese estado y las variaciones en la estructura de clase de una parte de

Europa a otra produjeron diferencias geográficas sistemáticas en el carácter de los estados” (Tilly 1992: 27).

Se enfatiza que “la superioridad en la guerra” le correspondió a aquellos estados que podían poner en

marcha grandes ejércitos permanentes porque tenían “una combinación de grandes poblaciones rurales,

actores capitalistas y economías relativamente comercializadas” (Tilly 1992: 58). El autor prefiere hablar de

estados nacionales en lugar de estados-nación para destacar el mito de que los estados están compuestos sólo

de una nación (Tilly 1992: 3). Él utiliza la idea de nacionalización para demostrar que el estado nacional

moderno fue el resultado de una combinación de nacionalidades originalmente diferentes y para referirse a

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aquellas acciones mediante las cuales el estado buscó “asemejar” a sus poblaciones sometidas. Tilly se

centra en las funciones de homogeneización de los gobernantes:

En uno de sus intentos más autoconscientes de dirigir el poder del estado, los gobernantes

intentaron frecuentemente homogeneizar a sus poblaciones en el transcurso de la instalación del

control directo. Desde el punto de vista de los gobernantes, una población lingüística, religiosa e

ideológicamente homogénea presenta el riesgo de un frente común contra las exigencias reales; la

homogeneización hizo de la política de dividir para gobernar un asunto más costoso. Pero la

homogeneidad tuvo muchas ventajas compensatorias: en una población homogénea las personas

eran más proclives a identificarse con sus gobernantes, la comunicación podía ejecutarse más

efectivamente y las innovaciones administrativas que funcionaron para un segmento posiblemente

funcionarían también en otra parte. Las personas que sentían un origen común, además, eran más

proclives a unirse contra las amenazas exteriores (Tilly: 1992 106-7)

Tilly (1992: 183) continúa explicando el surgimiento de los estados nacionales, principalmente en términos

de sus ventajas militares para los gobernantes:

¿Por qué estados nacionales? Los estados nacionales tuvieron éxito en el mundo, por lo general,

porque primero tuvieron éxito en Europa, cuyos estados luego actuaron para reproducirse a sí

mismos. Tuvieron éxito en Europa porque los estados más poderosos – Francia y España antes

que los otros – adoptaron formas de guerra con que aplastaron temporalmente a sus vecinos (…)

Esos estados tomaron esas medidas a fines del siglo XV tanto porque habían terminado

recientemente con la expulsión de las potencias rivales de sus territorios como porque tenían

acceso a los capitalistas que podían ayudarles a financiar las guerras (… ) en el largo plazo, sólo los

países que combinaron fuentes significativas de capital con poblaciones importantes y que dieron

vida a grandes fuerzas militares domésticas lo hicieron bien en el nuevo estilo europeo de guerra.

Esos países eran, o se convirtieron, en estados nacionales

Tilly fechó la aparición del estado-nacional no sólo antes de las revoluciones de fines del sigo XVIII, sino

que incluso antes de la Paz de Westfalia en 1648 – incluso antes de la Guerra de los Treinta Años a la que

la Paz de Westfalia puso fin. Él señala que el sistema europeo de estados nacionales ya estaba en gestación

hacia 1490. Los integrantes de ese sistema eran, según él, “crecientemente ya no ciudades-estados, ligas o

imperios, sino que estados nacionales: organizaciones relativamente autónomas, centralizadas y

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diferenciadas que ejercían un control estrecho sobre la población en varias regiones contiguas

marcadamente delimitadas” (Tilly 1992: 164). Tilly no estudió directamente la heterogeneidad de las

nacionalidades que precedieron la homogeneización estatal, ni explica por qué o cómo la homogeneización

tomó una forma específicamente nacional (Tilly 1992: 28-30; 103; 185-6). Su argumento tiende a fundir

primordialismo y modernismo. Por un lado, su conceptualización del estado nacional es primordialista en

tanto las “nacionalidades” son consideradas como largamente preexistentes a la modernidad. Por otro, su

conceptualización del estado nacional se acerca al modernismo en tanto presupone una ruptura importante

entre las formas tradicionales de comunidad política y la emergencia del estado nacional moderno – y desde

allí una continuidad fundamental durante la modernidad centrada en el desarrollo y ampliación del estado

nacional. Una vez que el estado nacional queda establecido como la forma política principal de la

modernidad, es como si el viejo adagio le plus ça change, le plus c’ est la même chose (todo cambia para que todo

siga igual) predominara y nada pudiera ya cambiar real o radicalmente.22

Naciones sometidas y las formaciones modernas de clase

La importancia de estudiar la formación del estado-nación en los países centrales de occidente se basa en el

hecho evidente de su influencia en la historia mundial, pero lo que los hace distintivos es que, con ciertas

excepciones como los EE.UU., ellos por lo general no presentan una historia de dominación externa. Uno

de los asuntos centrales en el trabajo de Miroslav Hroch (1986) es la comprensión de cómo los pueblos o

las nacionalidades que han vivido tradicionalmente bajo dominación política se transforman en naciones

completamente formadas y/o estados-nación independientes. Su foco está en cómo “las pequeñas naciones

europeas” hicieron uso de su condición de dominados para reforzar sus demandas nacionales. Y si

quisiéramos generalizar su argumento podríamos decir que el éxito del estado-nación como forma política

indica que el pasado independiente no es la regla y que muchos, si no la mayoría, de los estados-nación que

conocemos hoy en día no experimentaron tal historia afortunada. El sometimiento parece haber sido más

normal que la independencia y el principio de la autodeterminación nacional ha sido una plataforma sobre

la que naciones previamente dominadas han creado “sus propios” estados.

Muchas naciones modernas fueron alguna vez parte de imperios: algunas emergieron en América Latina a

partir del colapso de los imperios portugueses y españoles a inicios del siglo XIX; otras emergieron en

22 En teoría política y relaciones internacionales ésta conciencia de época – una ruptura absoluta seguida por una continuidad esencial – inspiran tanto la perspectiva “realista” como la “cosmopolita”. La primera ve a la modernidad como una fatalidad en oposición a la tradición; la segunda mira hacia delante, hacia a una segunda ruptura desde el nacionalismo de la modernidad al post-nacionalismo de la posmodernidad (Bartelson 2001, capítulo 7).

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Europa Central y del Este debido al colapso de los imperios alemán, austro-húngaro, turco y ruso al final

de la Primera Guerra Mundial (ellas son el foco del trabajo de Hroch); y aun otras emergieron debido al

colapso de los imperios europeos en África, Medio Oriente y Asia después de la Segunda Guerra Mundial.

La condición de dominación precedente está lejos de ser una excepción histórica y la expansión del estado-

nación a lo largo del mundo tiene como su característica central el que se llevó a cabo por personas que

luchaban por deshacerse de opresores extranjeros (Hroch 1996: 61). Desde el punto de vista de los actores

implicados en estos procesos, la consolidación de una nación tiene lugar en el marco de luchas por la

liberación. Mientras que en los países centrales los procesos de consolidación de la nación coincidieron con

la formación del estado-nación, ésta no fue por lo general la situación en países pequeños donde las

poblaciones comenzaron a verse a sí mismas como naciones en ausencia de instituciones políticas

independientes.23

Lo que distingue el trabajo de Hroch es no sólo su interés por naciones más pequeñas sino su comprensión

de las estructuras de clase a nivel nacional. Él afirma que las naciones pequeñas se caracterizaron

generalmente por una estructura de clase “incompleta” en el sentido de que carecían de clases dirigentes

“propias”. Mientras que en las naciones centrales las luchas contra las clases gobernantes se situaron

internamente dentro los límites de la nación, y por lo tanto no eran diferentes de la constitución de las

relaciones modernas de clase, en las naciones pequeñas la lucha contra las clases dirigentes se focalizó en la

creación de una estructura de clase nacional completamente desarrollada, es decir, en la conformación de la

propia clase dirigente de la nación sometida en su lucha contra la dominación extranjera. En este caso, la

constitución de una estructura de clase completa dentro de la nación oprimida puede estar temporalmente

separada, y es analíticamente distinta, de la formación de los movimientos nacionales de masas. En palabras

del propio autor:

El criterio fundamental para la completitud en la formación de una nación es el desarrollo de la

estructura de clase de la comunidad nacional. Las naciones pequeñas se formaron con una

estructura de clase incompleta. Podemos por consiguiente decir que las naciones pequeñas estaban

completamente formadas cuando exhibieron la estructura de clase típica de la sociedad capitalista y

23 Entre estas “naciones pequeñas”, Hroch (1986: 9) distingue: “(a) un grupo de las así llamadas ‘naciones sin historia’, naciones que en ningún momento de su pasado precapitalista fueron lugar de una formación política independiente; (b) un grupo de naciones que ciertamente constituyeron entidades políticas en la Edad Media, tuvieron su propia clase feudal soberana, pero perdieron su independencia política o sus atributos esenciales antes de convertirse en naciones modernas”. Hroch ilumina una dimensión a menudo descuidada por los críticos del uso que Engels hace de la idea de “pueblos sin historia”: hay pueblos que carecieron de una historia propia puesto que fueron gobernados por extranjeros por un largo tiempo. Un excelente tratamiento de este asunto se encuentra en Rosdolsky (1986-7).

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su movimiento nacional hubo adquirido un carácter de masas. El logro de la independencia política

no es necesariamente una indicación de que la nación pequeña está completamente formada; y, a la

inversa, la lucha por lograr la independencia puede continuar incluso después de que la nación ha

completado su formación (Hroch 1986: 26)

Para Hroch, lo crucial en el desarrollo de los movimientos nacionales es la incorporación del campesinado

y del proletariado urbano puesto que ambos grupos plantean sus demandas por participar en la vida

política y la constitución de una arena nacional como el lugar en que deben hacerse las demandas por la

participación y defensa de intereses (Hroch 1986: 154). La “completitud en la formación de una nación”

está, sin embargo, intrínsecamente relacionada al desarrollo de las relaciones sociales capitalistas y las

instituciones de clase que la acompañan (Hroch 1986: 179). En estos estudios, Hroch (1996: 63-4) explica

qué significa afirmar que la constitución de una nación está basada en la dominación de clase. Él no sólo

nos invita a considerar las diferencias enormes que existen al interior y entre las burguesías, sino que

también las maneras en que las otras clases en la sociedad hacen su propio uso de la idea de nación. La

implicación de sus trabajos parece ser que ni las naciones ni las clases pueden establecerse como entidades

estables independientes las unas de la otras y que el marco institucional del estado-nación construido

mediante revoluciones nacionales – que incluye soberanía nacional dentro del sistema internacional de

estados, división interna de poderes, estado de derecho e instituciones políticas representativas – es la

forma en que se consolidan las estructuras de clase y nacional. Cuando tal marco colapsa, bajo el peso no

sólo de las crisis de legitimidad políticas sino que también de las crisis económicas, la declinación social y el

descontento popular, se pueden gatillar procesos que tienden a la desintegración tanto de la clase como de

la nación.24

Conclusión

Es posible que tengamos mayor necesidad de teorías sobre las naciones que de teorías sobre las clases. Las

ideas de clase que se encuentran en Marx y Weber son relativamente consensuales dentro de la sociología si

se las comparan con las explicaciones de Ernest Gellner o de Anthony Smith sobre el surgimiento de las

naciones. Así, mientras explorábamos el vínculo entre la nación y la clase, el foco fundamental de este

24 Las reflexiones más recientes de Hroch sobre las semejanzas entre los movimientos nacionales del siglo XIX y la nueva ola de movimientos nacionales en Europa Central y del Este de finales del siglo XX, enfatizan cuánto “los nuevos nacionalismos se asemejan a los viejos” en el sentido de que desarrollan la misma clase de aspiraciones nacionales, los mismos llamamientos por estados “propios”, las mismas pretensiones de independencia étnica y los mismos intentos “por completar la estructura social de la nación creando una clase capitalista equivalente a la de los estados occidentales”(Hroch 1996:70).

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capítulo ha sido la nación, y nuestro argumento central es que las naciones modernas se forman en

conjunción o como resultado de la formación de relaciones de clase capitalista. Sin embargo, de modo más

general, hemos intentado demostrar que la sociología histórica ha abierto el estudio de las relaciones de

clases al de las naciones en formas que son invisibles para aquellos que simplemente adoptan una postura a

favor de una o de la otra. Se destaca, satisfactoriamente en nuestra opinión, que la nación y la clase están

mutuamente relacionadas en el sentido de que son dos formas entrelazadas en las que se expresa la

autoconciencia de la sociedad moderna; son dos piedras angulares en la representación de las sociedades

modernas y no podemos capturar sus significados a menos que las estudiemos relacionalmente. Podríamos

agregar que durante los regímenes totalitarios ambas colapsaron juntas, en el sentido de que los

movimientos totalitarios fueron hostiles tanto al provincialismo nacional como al provincialismo de clase e

imaginaban, en su modo particular, una sociedad sin clases y sin naciones.

La idea de que alguna vaya a desaparecer por un mero acto de voluntad, o mediante un ejercicio de

autoclarificación, mientras que la otra está ontológicamente garantizada, no es un argumento que pueda

sostenerse a la luz de las contribuciones de la sociología histórica. Si tanto la nación como la clase son

comunidades imaginadas, ellas son también igualmente reales – y ambas están basadas en las condiciones

materiales de la vida social moderna. Justamente porque no podemos concebir las relaciones productivas

capitalistas sin una concepción de clase, tampoco podemos concebir las relaciones políticas modernas sin

un concepto de nación. En la medida en que los nacionalistas y los marxistas han ambos intentado hacer

que la otra desaparezca sin dejar rastro, parecería que están luchando contra molinos de viento: el mundo

no se transforma por arte de magia o mediante la deconstrucción de una categoría. En conclusión, la

percepción de una homología entre nación y clase rechaza aquellos enfoques que exigen una razón a priori

para privilegiar una sobre la otra. Una de las fortalezas de la sociología histórica es disolver los mitos que

rodean estas formas de solidaridad en competencia: no sólo relacionándolas entre sí, sino que también

vinculando su existencia conceptual con las formas empíricas en las que estos conceptos se actualizan. La

sociología histórica tiene un punto de vista no sólo sobre el surgimiento de la identificación nacional y de

clase, sino que además sobre la violencia y la destructividad que nunca está demasiado lejos. Para citar a C.

Wright Mills (1959), hay poco espacio en la sociología histórica ya sea para “teorías generales” como para el

“empirismo abstracto”; como subdisciplina, la sociología histórica no es teórica ni históricamente ingenua

en su determinación para considerar tanto los conceptos como su actualización efectiva.

Queremos terminar, de forma algo más crítica, con cinco advertencias breves sobre las limitaciones de la

sociología histórica. Se refieren, respectivamente, a cuestiones políticas, teóricas, metodológicas, comparativas e

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históricas. Políticamente, la nación y la clase han sido categorías clave de la política de masas moderna y

ambas han sido ampliamente utilizadas como recursos ideológicos, medios de legitimación o, por el

contrario, como objetos de crítica y denuncia. Al identificar los intereses de una nación o de una clase con

los intereses universales de la humanidad como un todo, nacionalistas y socialistas han pretendido,

respectivamente, actualizar principios universales a través de un grupo de determinado de personas. Pero el

hallazgo de la sociología histórica sobre la relación entre clase y nación no debe utilizarse para anular las

distinciones políticas. Si fuese utilizada, en bloque, para criticar ya sea las plataformas políticas nacionalistas

o de clase, ello ciertamente quitaría valor intelectual a la sociología histórica y la convertiría en una forma

de pensamiento determinista y doctrinario. Por ejemplo, Hobsbawm critica a los marxistas que en el

período de la posguerra utilizaron las nociones de anti-imperialismo e internacionalismo para subordinar las

ideas de solidaridad de clase al chauvinismo ruso o a los intereses de movimientos particulares de liberación

nacional. Su sociología histórica apoya el argumento de que en el período de posguerra los marxistas se

pusieron “a merced del nacionalismo (…) tragándose íntegramente algunas presunciones nacionalistas”

(Hobsbawm 1989: 140, citado en Fine 1994: 435-6). Benedict Anderson (1991: 12) bien podría haber

estado en lo correcto cuando escribió que “el final de la era del nacionalismo, tan largamente profetizado,

no está ni remotamente cerca” y que la idea de “nacionalidad es el valor más universalmente legitimado en

la vida política de nuestro tiempo”. La relación entre hechos y normas ya no puede resolverse mediante una

simple referencia a “lo que es”, pero tampoco puede hacerse mediante la traducción de creencias

normativas a una realidad siempre en falta.

Esta dimensión política también plantea preguntas referidas a la relación entre la formación interna de las

relaciones de clase al interior de los estados nacionales y la formación internacional de las relaciones de

clase entre estados-nación. Enfocarse en el impacto del sistema mundial de estados-nación para la

constitución de estados-nación individuales es una de las fortalezas de la sociología histórica, pero lo que

queda relativamente descuidado en las discusiones resultantes sobre la movilización nacional de las clases

es el grado en que las nociones y las experiencias de solidaridad transnacional de clase (entre aristocracias,

burguesías y proletariados) también ocurren. Este tratamiento es entendible como una reacción a la

invocación retórica del internacionalismo de la clase obrera que presta escasa atención a las diferencias

nacionales, o que simplemente identifica el internacionalismo de la clase obrera con el apoyo a las luchas

anti-imperiales. No obstante, con su énfasis en nociones y experiencias de formaciones nacionales y de

clase en competencia, la sociología histórica sigue siendo más bien unilateral y permanece algo

desconectada de las discusiones sobre las formas transnacionales y cosmopolitas de solidaridad que se han

discutido en la literatura reciente en teoría social y relaciones internacionales (capítulos 5, 7 y 8).

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46

Teóricamente, la sociología histórica no ha mostrado un interés especial por exponer los vínculos lógicos a

través de los cuales los conceptos de clase y de nación se relacionan mutuamente. No se le ha prestado

suficiente atención al hecho de que las clases y las naciones no sólo son realidades históricas sino que son

también herramientas conceptuales. La descripción del co-surgimiento histórico de las clases y las naciones

parece ser sólo una parte de la tarea de la sociología histórica puesto que los conceptos de clase y nación

también tienen que ser analizados en derecho propio. La aclaración de las estrategias teóricas que están a la

base de las narrativas históricas es una dimensión importante para el interés de la sociología histórica en la

desmitologización y desnaturalización de la formación de las sociedades modernas. Los intentos mediante

los cuales la sociología histórica explica, en términos teóricos, cómo y por qué las naciones y las clases se

formaron simultáneamente en las sociedades modernas, y al mismo tiempo dan forma a las sociedades

modernas, no deben quedar en el olvido. La sociología histórica parece haber dejado estas interrogantes en

una suerte de vacío analítico, lejos de la historia del pensamiento político, o las ha reducido a contingencia

histórica (Wagner 2003). Así, en tanto que la sociología histórica encuentra entre sus fortalezas el “traer la

historia de vuelta”, explicando con ello las conexiones externas entre las clases y las naciones, no ha sido

igualmente exitosa en rastrear sus conexiones internas. Una posible explicación de este asunto puede estar

relacionada con la autoimagen que algunos colegas tienen de la sociología histórica. Por ejemplo, cuando

Edgard Kiser y Michael Hechter (1991: 24) analizan las diferentes opciones teóricas entre los sociólogos

históricos, ellos defienden la importancia de la “teoría general” pero desgraciadamente la equiparan con “la

teoría de la elección racional”. Su argumento es que si no se toma la teoría de la elección racional con la

mayor seriedad, “las explicaciones [en la sociología histórica] son insuficientes y demasiado vagas como

para tener implicaciones empíricas importantes”. Mientras estos autores favorecen un uso más consciente

de marcos de referencia teóricos, su concepción estrecha de lo que es una teoría (la elección racional) y de

lo que una explicación teórica producirá (generalizaciones empíricas) los conduce en la dirección

equivocada.

Relacionado a este último punto, encontramos también en la sociología histórica una permanente disputa

entre presupuestos y procedimientos metodológicos. Ella adopta con demasiada frecuencia una posición

excesivamente defensiva respecto a lo que consigue o no lograr en términos de “estándares científicos”; en

especial, sobre el valor de llevar a cabo investigación históricamente orientada sin un trabajo de archivo de

primera mano. En una formulación bien conocida, Skocpol (1984b: 382) sostiene que para la sociología

histórica una insistencia dogmática en rehacer la investigación primaria en cada investigación sería

desastrosa e invalidaría en los hechos la mayor parte de las investigaciones histórico-comparativas. Si un

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asunto es demasiado grande para una investigación puramente primaria – y si hay buenos estudios

disponibles realizados por especialistas – las fuentes secundarias son tan apropiadas como las fuentes

primarias para ese caso.

Skocpol invita a los sociólogos históricos a “desarrollar reglas y procedimientos consensuales para el uso

válido de fuentes secundarias como evidencia”, y al reflexionar sobre su propia experiencia de investigación

(su estudio de tres revoluciones sociales en Francia, China y Rusia) ella afirma que pudo llevar a cabo su

trabajo gracias a la existencia de excelentes estudios de especialistas (Skocpol 1984a: 1-5). Sin embargo, la

dificultad de esta formulación radica en su sesgo empiricista. Sólo hay buenas razones para no llevar a cabo

investigaciones de primera mano, “verdaderas investigaciones”, si el asunto es demasiado grande o si

podemos confiar en el trabajo de especialistas. Pero estas cláusulas condicionales apelan a un tipo de

legitimidad de segunda clase: hagamos investigación secundaria si la investigación de verdad no es posible.

Esta defensa pragmática tiene el riesgo de aparecer como una disculpa poco convincente para la sociología

histórica, cuyos métodos se deberían ajustar a la naturaleza del problema de investigación y del enfoque

teórico que se va a utilizar.25 Pero el problema más importante no se discute; no se reconoce que la

ausencia de investigación primaria puede causar daño si le entrega a la historia un falso sentido de

naturalidad o direccionalidad. La sociología histórica bien puede necesitar investigación primaria para

desnaturalizar lo que sucedió realmente, para explicar por qué se produjo tal o cual resultado, para hacernos

consientes de qué alternativas concretas pudieron haber sido implementadas.26 Si a este nivel metodológico

la fortaleza de la sociología histórica radica en la capacidad de mostrar los problemas del voluntarismo, su

debilidad puede estar en presentar la historia como algo objetivo y mediante un determinismo que

subvalora la capacidad de los agentes y sus decisiones.

Hay un fuerte elemento comparativo en la sociología histórica y esa es sin duda una de sus grandes

ventajas. Sin embargo, una limitación de su marco comparativo se puede encontrar en el predominio de

ciertos “estudios de área” especializados que separan la comparación de la formación de clases y naciones,

por ejemplo en África y Latinoamérica, de la corriente principal de investigación histórico-comparada. El

25 Desde una base empiricista, John Goldthorpe (1991) ha discutido precisamente las insuficiencias de argumentos como los de Skocpol. Una polémica sobre este asunto se llevó a cabo en el British Journal of Sociology, del que son especialmente interesantes los artículos de Michael Mann (1994), Nicos Mouzelis (1994) y la respuesta del propio Goldthorpe (1994). 26 Fine (1990) intenta desnaturalizar el éxito del nacionalismo africano en Sudáfrica, no sólo en relación a otras formas de nacionalismo sino que también en relación a los movimientos de clase que repetidamente ofrecieron formas completamente distintas de liderazgo en las luchas contra el apartheid. El éxito de unos y las fallas de los otros tienen que ser explicadas en términos de factores como el peso social de la clase obrera, el papel del liberalismo y el carácter del liderazgo político, pero no como un resultado racional o natural.

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caso latinoamericano no calza bien con los enfoques que la sociología histórica usa comúnmente para

entender la producción y reproducción de clases y naciones. En primer lugar, se puede sostener que el

idioma nunca fue un tema especialmente importante, ni en las guerras de independencia contra España y

Portugal, ni tampoco en las guerras posteriores entre países latinoamericanos. El uso del español y del

portugués, aunque problemático para las comunidades indígenas, no fue central a estos conflictos. Lo

mismo es válido, en segundo lugar, en el caso de la religión. Hubo religiones indígenas y hay siempre

interpretaciones renovadas del catolicismo y diversos grupos cristianos, pero la religión tampoco fue un

problema determinante ni en las luchas de clase ni en las luchas nacionales. En tercer lugar, la cronología

de la independencia latinoamericana, es decir, de la formación de los estados-nación en América Latina, es

problemática para la corriente principal de la sociología histórica en tanto que hacia la década de 1830 la

mayoría de los países ya eran estados-nación políticamente independientes.27 En este contexto, no tiene

sentido calificar estos estados-nación como casos prematuros o atrasados. No planteamos estos

comentarios, tal vez arriesgados, para decir que la sociología histórica es incapaz de ocuparse de estos

asuntos sino más bien para precisar que su marginalidad es un defecto que la sociología histórica debe

resolver (Centeno 1997, 2002).

Finalmente, encontramos decepcionante la ausencia en la sociología histórica de una periodización

sistemática para hacer frente a la formación de los estados-nación. Los argumentos que hemos revisado en

este capítulo parecen poco convincentes en la medida en que no permiten evaluar qué ha cambiado y qué

se ha mantenido constante en estos procesos. Podríamos hablar, por ejemplo, de un movimiento desde la

formación temprana del estado político en los siglos XV y XVI, hasta la formación de estados soberanos

después de la Paz de Westfalia en 1648, a la formación del estado-nación en las revoluciones de fines del

siglo XVIII, a la inversión de la idea de estado-nación en la era del imperialismo, a la creación del estado

democrático de masas después de la desintegración de los imperios y llegamos ahora a la difusión y

ampliación de la soberanía con el resurgimiento de instituciones cosmopolitas en épocas más recientes.

Cualesquiera sean las ventajas y debilidades de esta brevísima narración, una de las razones que explica las

deficiencias de la sociología histórica es que tiene una tarea pendiente en poder relacionar las tendencias

históricas con las presuposiciones normativas con que tales tendencias están vinculadas. Los principios

normativos que existían al inicio del sistema moderno de estados-nación (la diplomacia se toma

comúnmente como ejemplo), difícilmente pueden entenderse como los mismos que los de los estados-

nación de hoy.

27 La excepción fue Cuba que logró la independencia sólo en 1898.

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Capítulo 3. La Sociología Clásica y el Estado-Nación: Una Reinterpretación*

En un influyente artículo publicado en las páginas del British Journal of Sociology en 1983, Anthony D.

Smith dio expresión precisa a un argumento que hasta muy recientemente seguía siendo considerado

como la evaluación definitiva sobre la incapacidad de la sociología para comprender la posición del

estado-nación en la modernidad. Desde su nacimiento, sostiene Smith, la sociología habría caído en la

trampa del “nacionalismo metodológico”: la idea de que el estado-nación es la representación natural y

necesaria de la sociedad moderna. En su opinión, esta afirmación sería válida no sólo en lo que se

refiere a los trabajos de los sociólogos clásicos, sino que también para buena parte de la sociología del

siglo XX. En palabras del propio Smith (1983: 26):

Es, por tanto, como si su orientación e ímpetu marcadamente evolucionista hizo de la

sociología, en tanto estudio de las leyes del orden y del cambio social, incapaz de distanciarse

suficientemente, por sí misma, de sus premisas básicas que son también las del nacionalismo y

de un aspecto tan esencial de las leyes modernas del cambio, a saber, el desarrollo de las

naciones. Si esto es así, entonces se podría explicar por qué las naciones y el nacionalismo

fueron tan ampliamente aceptados como sociológicamente ‘dados’; y por qué el estudio de la

sociedad fue siempre, ipso facto, el estudio de la nación, el que nunca fue separado como un

asunto o dimensión distinta (…) la dificultad de una disciplina tan impregnada con los mismos

presupuestos que los de su objeto de estudio para detenerse a reflexionar y entender su

particularidad histórica, ha impedido que los sociólogos, hasta muy recientemente, presten

atención a ese objeto que claramente lo merece; con el resultado de que el desarrollo de las

naciones y de los estado-nación y de su base étnica a partir de la cual son normalmente

reclutados la mayoría de los sociólogos, son asuntos y características de la sociedad que se ‘dan

por descontados’; son parte del mobiliario mental básico mantenido que acompaña tanto a los

estudiosos de la sociedad como a cualquiera de sus miembros

Smith no era por cierto el único que en eses entonces hacía este planteamiento. Más bien, él expresa de

manera más sistemática un conjunto de visiones similares que ya habían denunciado la confianza excesiva

de la sociología en las categorías nacionales (Giddens 1973, 1985, Martins 1974, Smith 1979, capítulo 1).

De hecho, esta visión estándar todavía es compartida por muchos de los académicos más importantes en

* Mis agradecimientos a Margaret Archer, Robert Fine, Jorge Larraín, Aldo Mascareño, William Outhwaite, Cristóbal Rovira y Guido Starosta, por su ayuda y sugerencias durante las diferentes etapas de esta investigación.

Page 51: Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

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diferentes posiciones del espectro sociológico. Por ejemplo, una evaluación similar sobre el

contraproducente nacionalismo metodológico de la teoría social clásica ha sido propuesta por una variedad

de académicos que han llevado a cabo importantes investigaciones sobre el surgimiento y transformaciones

recientes de las naciones y el nacionalismo (Mann 1986, 2004, Wimmer y Schiller, 2002), por algunos de los

más interesantes teóricos sociales recientes (Calhoun 1997, Luhmann 2007, Smelser, 1997) y por supuesto

por aquellos autores para quienes el surgimiento de la globalización significa también la declinación

definitiva del estado-nación (Albrow 1996, Bauman 1998, Beck 2000a, Castells 1997, Urry 2000).

Mi punto de partida en este capítulo es, por tanto, que para una disciplina que está tan obsesionada con

reconstruir permanentemente su pasado – y la sociología se ha acostumbrado a discrepar sobre casi todo

en el intertanto – es más bien sorprendente que esta visión estándar haya permanecido en buena medida

sin discusión por ya más de treinta años. La comunidad sociológica llegó a acostumbrarse a la idea de que

no se obtendrá ningún rendimiento nuevo sobre nuestra comprensión del estado-nación a partir de una

revisión del trabajo de esa generación de teóricos sociales que ahora consideramos como las figuras

fundadoras de la sociología. Pero como vimos en el capítulo 1, la cuestión del nacionalismo metodológico

de la teoría social – el presunto tanto como el real – ha mostrado ser mucho más compleja de lo que se

había supuesto previamente. Y sus consecuencias son relevantes no sólo para la manera en que actualmente

reconstruimos y reevaluamos el pasado de la sociología sino que también para nuestra comprensión

sustantiva del estado-nación como una forma moderna de organización sociopolítica (Chernilo 2007). Ha

llegado el momento de revisar este consenso y, en el espíritu de renovar nuestra comprensión tanto del

estado-nación como de la sociología clásica, el objetivo de este capítulo es reinterpretar la relación entre

ambos. Puesto que la sociología clásica fue capaz de captar la elusividad histórica (Marx), la incertidumbre

sociológica (Weber) y la ambigüedad normativa (Durkheim) del estado-nación, puede tal vez ahora ayudarnos a

entender la opacidad de la posición del estado-nación en la modernidad.

En la medida en que este capítulo intenta captar lo que autores anteriores han entendido acerca del estado-

nación, las preguntas aquí planteadas pertenecen también al campo de la historia intelectual. Pero su

motivación principal sigue siendo sociológica en la medida en que el texto se concentra en cómo el pasado

de la teoría social y del estado-nación nos ayuda a dar sentido a las transformaciones actuales del estado-

nación y a los desafíos que desde ahí se derivan para la teoría social. La cuestión sociológica fundamental

en la que estoy interesado es comprender la historia, características principales y legado normativo del

estado-nación en la modernidad.

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Karl Marx: Comprendiendo la elusividad histórica del estado-nación

Podemos empezar esta reconstrucción con los trabajos del joven Karl Marx. En el contexto de su disputa

con los jóvenes hegelianos, Marx criticaba “el fetichismo del estado” que encuentra en “el idealismo de

Hegel su máxima expresión” (Fine 2002: 65). Marx sostuvo que Hegel describió “un estado de cosas

particular (una monarquía hereditaria, una burocracia reformada, un parlamento bicameral, la

incorporación de la judicatura dentro del ejecutivo) y les asignó los atributos lógicos de la universalidad.

Hegel idealizó la realidad empírica, transformando al estado existente en la encarnación de lo universal”

(Fine 2002: 68-9). El trabajo de Hegel representa entonces la crítica más lograda al “estado moderno y a la

realidad con él conectada” (Marx 1978c: 59). Esta crítica se centra en Hegel debido a su papel en la

comprensión idealizada de los alemanes de la situación de su propio país “En política, los alemanes han

pensado lo que otras naciones han hecho (…) el status quo del sistema político alemán expresa la consumación

del antiguo régimen, la espina en la carne del estado moderno, el status quo de la ciencia política alemana expresa la

imperfección del estado moderno mismo, la degeneración de su carne” (Marx 1978c: 59-60).

Marx critica este diagnóstico de Alemania en que el país se toma como autosuficiente y sin considerar los

procesos sociales más generales que tienen lugar en el resto del mundo. La crítica de Marx a Hegel es la

crítica de convertir el proyecto del estado-nación alemán en una forma de religión. El argumento de Marx

sobre Alemania, así como su crítica radical a la idea del estado de Hegel, apunta en la dirección de una

crítica que aspira a superar el marco y las presuposiciones del “nacionalismo metodológico” con que, en su

opinión, Hegel – y la filosofía política alemana en general – describen el estado alemán.

De manera similar, en Sobre la Cuestión Judía, Marx discute los límites de lo que se puede lograr en la

transformación de la vida social moderna cuando su forma política, el estado moderno, se toma como el

marco fundamental de tales relaciones sociales y políticas. El argumento de Marx es que la emancipación

política es un trampolín necesario para que la sociedad moderna alcance sus propios límites: “la

emancipación política ciertamente representa un gran progreso. Pero no es, por supuesto, la forma final de

la emancipación humana, sino la forma final de la emancipación humana en el marco del orden social

prevaleciente” (Marx 1978b: 35). Mientras la idea de emancipación política hace posible el surgimiento de la

forma moderna de relaciones sociopolíticas – representada en la división entre el estado y la sociedad civil

– la crítica de la emancipación política expone las limitaciones de estas relaciones sociales y su orden

político. El problema fundamental con el proyecto de la emancipación política no es que falle al trascender

Page 53: Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

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la forma actual del estado, sino que en realidad refuerza ese mismo estado consagrando la separación entre el

estado y la sociedad civil.

Marx sostiene que el programa político que apunta a la reforma del estado moderno dentro de los límites

de ese estado no sólo no capta su carácter histórico y contradictorio sino que tampoco entiende cuál es la

fuente fundamental de alienación y desigualdad de la vida social moderna. El proyecto de emancipación

humana está basado en la superación del estado burgués y de la forma contradictoria de reproducción de la

vida material sobre la cual ese estado está fundado: la sociedad civil. En lugar de decir a los judíos, como lo

hizo Bauer, que “no pueden emanciparse políticamente sin liberarse completamente del judaísmo”, Marx

afirma lo contrario: “es porque pueden emanciparse políticamente, sin renunciar al judaísmo completa y

absolutamente, que la emancipación política en sí misma no es emancipación humana” (Marx 1978b: 40). La

tesis de Marx – el argumento se refiere a los judíos como ejemplo pero no se aplica de manera específica o

prioritaria a ellos – es doble. Por un lado, él argumenta que incluso dentro del marco del estado (nación)

moderno, los derechos políticos deben ser independientes de las diferencias religiosas o culturales. Marx

critica a Bauer en base a que vincula el reconocimiento de derechos políticos dentro del estado a la

supuesta abolición de esas diferencias. Por el otro, Marx se dio cuenta de que el resultado real de esa

‘abolición’ sólo puede ser la imposición de una forma privilegiada de identidad – ya sea nacional (Alemania)

o religiosa (cristiana) – sobre la de otros grupos minoritarios. Su crítica a la emancipación política es en este

sentido una crítica a hacer de la nación la base del reconocimiento de los derechos políticos y civiles dentro

del estado (Marx 1978b: 29-30). Para Marx, entonces, los jóvenes Hegelianos se equivocan porque

comprenden el estado-nación moderno como la forma más racional de vida sociopolítica. Ellos toman la

forma burguesa del estado como algo que el estado no es: el estadio final en el desarrollo histórico de la

modernidad.

De hecho, de acuerdo a Simon Clarke (1991: 58), un argumento similar puede hacerse en relación a la

crítica de Marx a la economía política: “la crítica de Marx a Hegel se puede traducir inmediatamente en una

crítica a la economía política porque es una crítica sobre sus fundamentos ideológicos comunes”. No tengo

espacio aquí profundizar en este tema, pero permítanme al menos mencionar que, en los Grundrisse, Marx

(1973: 172) sostiene que para la determinación de los procesos reales de producción e intercambio, los

aspectos “individuales”, “locales”, “nacionales” y “globales” han de ser todos considerados e integrados en

un único análisis. Marx sostiene que la primea parte de su propuesta para estudiar las relaciones

económicas “como relaciones de producción” debe incluir, primero, el estudio del “intercambio de lo superfluo”,

segundo, “la estructura interna de la producción”, tercero, “la concentración del todo en el estado” y

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cuarto, “la relación internacional”. Finalmente, al nivel del mercado mundial, “la producción se pone como

una totalidad en conjunto con todos sus momentos, pero en la que, de esa manera, todas las

contradicciones entran en juego. El mercado mundial forma, entonces, una vez más, tanto la presuposición

como también el sustrato del todo” (Marx 1973: 227-8). Por lo tanto, no sólo en su forma sino que

también en su contenido la crítica de Marx a la filosofía política alemana y a la economía política británica

puede ser interpretada como un rechazo a tomar el estado-nación como el desarrollo último de la vida

sociopolítica en la modernidad. La fuerte pretensión universalista subyacente al materialismo histórico de

Marx opera como antídoto contra la reificación de la posición del estado-nación en la modernidad (capítulo

6).

Se puede ir todavía más allá con esta tesis sobre la elusividad histórica del estado-nación en el trabajo de

Marx. En una de las más formulaciones famosas del Manifiesto Comunista, el argumento gira en torno a la

tensión entre nacionalización y cosmopolitanización que el capitalismo trae consigo:

Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su conjunto de prejuicios y opiniones

anticuadas y venerables, son erradicadas, todo se forma nuevamente antes de que se pueda osificar. Todo lo

sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado, y los hombres al final se ven

enfrentados con serenidad a sus condiciones de vida reales y a las relaciones con su especie (Marx y

Engels 1976: 487, mis cursivas)

Lo que precede y sigue inmediatamente a este párrafo, como se recordará, no es sino la admiración de

Marx por la manera en que la burguesía ha liderado la creación de un mercado mundial, una literatura

mundial y medios globales de comunicación (Berman, 1982). Sin embargo, en relación al estado-nación,

cabe destacar que Marx es ya consciente de que las nuevas relaciones sociales modernas capitalistas se

hacen obsoletas antes de que maduren: el capitalismo forma y erosiona el estado-nación en medida y

magnitud similar, es decir, incluso antes de que pueda formarse completamente. El estado-nación es una

forma imposible de orden sociopolítico porque todas las naciones se hacen “anticuadas” antes de que

puedan crear “sus propios” estados. La contradicción que Marx expone aquí es que si bien el estado-nación

es un proyecto que mira hacia adelante, se hace obsoleto incluso antes de que pueda establecerse a sí

mismo en el presente.

Una interpretación de este tipo encuentra apoyo adicional en los escritos tardíos de Marx. En La Guerra

Civil en Francia – escrito originalmente en 1870-1 – el estado-nación tampoco puede establecerse como el

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centro organizativo de la modernidad y desaparece ahora tras la lucha entre el Imperio francés y la

Comuna. Es interesante la forma en que Marx señala en ese texto que las luchas políticas del presente se

llevan a cabo entre dos formas sociopolíticas opuestas – el Imperio y la Comuna – porque invita a pensar

que el estado-nación era ya en ese entonces una forma sociopolítica del pasado. Por un lado, Marx (1978a:

631) presenta el imperialismo como a “la forma más prostituta e importante de poder estatal que la

naciente sociedad de clase media había comenzado a elaborar como medio para su propia emancipación

del feudalismo”. En la Europa de ese tiempo, “la monarquía” era simplemente “la representación normal y

apariencia indispensable de la dominación de clase” (Marx 1978a: 634). Por la otra, Marx sostiene también

que en oposición al Imperio no se puso ninguna forma de estado-nación; antes bien, “la antítesis directa al

imperio era la Comuna” (Marx 1978a: 631). Y, de hecho, para las clases medias “no existe sino una

alternativa – la Comuna o el Imperio – bajo cualquier forma en que éste se presente” (Marx 1978a: 636). El

estado-nación, como forma de organización política en el capitalismo, se está formando y disolviendo,

constituyendo y separando, en el mismo proceso de desarrollo capitalista.

Marx considera al estado-nación como un elemento más dentro de una red mucho más amplia y compleja

de relaciones sociopolíticas modernas. Su argumento es no sólo que el estado-nación debe ser entendido

dentro del marco general de las relaciones sociales capitalistas, sino también que las propias relaciones

políticas pueden tomar diversas formas en el capitalismo – el Imperio o la Comuna. Con todo, Marx no

argumenta en favor de un vínculo contingente entre capitalismo y estado-nación sino que más bien

subordina el estado-nación a la dialéctica de la formación y disolución de las relaciones sociales con las que

el capitalismo se ha hecho famoso. A los estados-nación les sucede entonces algo similar a lo que le sucede

al conjunto de las relaciones sociales capitalistas; a saber, llegan a ser anticuados antes de que puedan osificarse. El

estado-nación se crea y desintegra, se establece y fracasa, de una manera similar a lo que le ocurre a todo lo

demás en el capitalismo.

Max Weber: Batallando con la incertidumbre sociológica del estado-nación

Quisiera continuar esta exploración sobre la posición del estado-nación en la modernidad con la ayuda

de la idea de Weber sobre el estado-nación. El concepto de estado de Weber (1994b: 310-11), que se

basa en la cuestión del monopolio del uso legítimo de la violencia física, es ciertamente muy conocido.

Sin embargo, menos discutido es el hecho de que Weber no conceptualiza lo que es particular en el

estado moderno en relación con el monopolio de la violencia legítima. Por el contrario, el centro de su

definición del estado moderno radica en el hecho de que las tareas del estado se cumplen a través de

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medios particulares. Weber entiende el estado moderno en el contexto de su conceptualización más

amplia de los procesos de burocratización de la vida social moderna que, en este caso, se expresan en el

hecho de que el cuerpo administrativo del estado está separado de los medios con los que desempeñan

sus roles. En palabras del propio Weber (1994b: 314-15):

Todas las formas de orden estatal pueden dividirse en dos categorías principales basadas en

principios diferentes. En el primero, el cuerpo administrativo de hombres (…) posee los medios

de administración en derecho propio (…) En el otro, el cuerpo administrativo está “separado” de

los medios de administración, exactamente de la misma manera en que el trabajador de oficina

o el proletario está realmente “separado” de los medios materiales de producción en una

empresa capitalista (…) el desarrollo del estado moderno se pone en movimiento en todas

partes por una decisión del príncipe de expropiar a los portadores “privados” independientes

del poder administrativo que existen junto a él, es decir, a todos aquellos en posesión personal

de medios para la administración y conducción militar, la organización de las finanzas y bienes

políticos de toda clase que puedan ser utilizados

Weber conceptualiza el estado con total independencia de la nación. Similar a lo que Marx había hecho,

como acabamos de ver, él ubica la idea y características principales del estado moderno dentro de la teoría

social de la modernidad más general en que en último término estaba interesado. Del mismo modo en que

la idea de Marx sobre el estado-nación no tiene sentido más allá de su comprensión de las características

principales del capitalismo, el concepto de Weber sobre el estado es ininteligible si se lo separa de su visión

más general sobre la burocratización de la vida social y la tragedia de la cultura moderna (C. Turner 1992).

El problema se complejiza no sólo porque el concepto de estado es independiente de la nación, sino que la

nación misma es “uno de los concepto más irritantes, dado su carga emocional” que puede hallarse en el

léxico sociológico (Weber 1978: 395). Weber era del todo escéptico en cuanto a que la idea de nación podía

ser efectivamente formalizada. “Si el concepto de ‘nación’ puede de alguna manera ser definido sin

ambigüedad”, señala, éste puede referirse sólo a “un sentimiento específico de solidaridad” de cierto grupo

de personas “en vista a otros grupos” (Weber 1970: 172).

Al tratar de formalizar causalmente la aparición de las naciones, Weber dice que no existe un único factor

que pueda cumplir ese rol, de modo que no puede darse ninguna explicación concluyente sobre su desarrollo.

Weber no esconde al lector los problemas de fondo a los que se enfrenta al sistematizar su investigación y

comenta extensamente sobre las dificultades que se experimentan al intentar capturar qué es una nación. Él

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batalla incesantemente para asociar la definición de la nación a otros aspectos relevantes de la vida social:

“El concepto de ‘nacionalidad’ comparte con el de ‘pueblo’ (Volk) – en el sentido “étnico” – la

connotación vaga de que cualquier sentimiento común y distintivo debería derivarse de una procedencia

común” (Weber 1978: 395). Pero esta ambigüedad es sólo el principio del problema porque las naciones no

tienen “un origen económico”; ellas no son “idénticas al ‘pueblo de un estado’”, tampoco son “idénticas a

una comunidad que habla el mismo idioma” y, de hecho, “uno no debe concebir a la ‘nación’ como una

‘comunidad cultural’”. Además, “un tipo antropológico común (…) tampoco es suficiente ni un

prerrequisito para fundar una nación (…) la afiliación ‘nacional’ no necesita estar basada en un linaje

común”, de modo que el “el sentimiento de la solidaridad étnica no constituye por sí mismo a una

‘nación’”. Finalmente, en relación a las clases, el argumento es que “una escala continua de actitudes

considerablemente variadas y altamente cambiantes hacia la idea de ‘nación’ se encuentra entre los estratos

sociales” (Weber 1970: 171-8). El tono general de las reflexiones sociológicas de Weber sobre la nación es

de escepticismo. La cláusula con la que él comienza esta discusión establece que la nación está “localizada

en el campo de la política” sólo “en la medida en que exista acaso un objeto común subyacente tras el

término obviamente ambiguo de ‘nación’” (Weber 1970: 176). Y, del mismo modo, “el concepto [de

nación] parece referirse – si acaso se refiere a un fenómeno uniforme – a un tipo específico de pathos que

está conectado a la idea de una comunidad política poderosa (…) tal estado puede ya existir o puede ser

deseado” (Weber 1978: 398).

Hacia el final de su discusión Weber acepta hablar de la vinculación entre naciones y estados sólo “si uno

cree que es acaso posible distinguir el sentimiento nacional como algo homogéneo y específicamente

distinguible”, e incluso si ello fuese así, “uno debe ser claramente consciente del hecho de que sentimientos

de solidaridad muy heterogéneos tanto en su naturaleza como en su origen quedan comprendidos en los

sentimientos nacionales” (Weber 1970: 179). La estructura de clase, las políticas militares, los recuerdos

comunes, la religión, el idioma y las características raciales están todas asociadas sólo imperfectamente a la

nación y ninguna de ellas puede realmente darnos una impresión exacta de lo que es una nación y cómo

puede conceptualizarse adecuadamente su relación con el estado.

Hasta ahora hemos apenas encontrado algún rastro de nacionalismo metodológico en la conceptualización

de la nación de Weber. Esta impresión se ve reforzada, en el plano histórico, cuando señala que el

“sentimiento nacional está diversamente relacionado a las asociaciones políticas, y la ‘idea’ de nación podría

llegar a estar contrapuesta al campo de acción empírico de asociaciones políticas dadas. Tal antagonismo

puede conducir a resultados altamente distintos” (Weber 1970: 175). La expresión política de sentimientos

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nacionales produce resultados políticos diferentes entre grupos diferentes. Weber (1970: 175) se refiere a

como hispanos, polacos, croatas, rusos y alemanes han tenido todos que aceptar una “idea de nación” que

es “totalmente ambigua” para los propósitos de la generalización sociológica. Las naciones quieren formar

estados poderosos pero si triunfan ellas se transforman en víctimas de su propio éxito: el imperialismo es la

representación de la desintegración del estado-nación porque el expansionismo empuja al estado más allá de

los límites de la nación. Y, por cierto, el caso opuesto también es posible puesto que “hay casos para los

que el término nacionalidad no parece ser muy apropiado” – Weber muestra que Bélgica y Suiza no pueden

ser concebidos como estados-nación porque ellos “se han resignado a no tener poder” (Weber 1978: 397).

Si, en el caso del imperialismo, los estados-nación estallan como víctimas de su propio éxito, en este último

caso los estados-nación implotan debido a la carencia de poder y prestigio político que les permita

mantener su propio proyecto como estados-nación realmente independientes. En cualquier caso, la

conclusión general es que es poco probable que los estados-nación sobrevivan en su condición de estados-

nación, ya sea debido a su éxito como a su fracaso. De esta manera, aún cuando Weber reconoce que el

“‘estado nación’ ha llegado a ser conceptualmente idéntico al ‘estado’ que se basa en un idioma común”, él

declara enfáticamente, al mismo tiempo, que “en realidad, tales estados-nación modernos existen junto a

muchos otros que incluyen varios grupos lingüísticos” (Weber 1978: 395).

Las reflexiones más abstractas sobre las naciones y los estados-nación que acabamos de discutir iluminan –

y son a su vez iluminadas por – las opiniones de Weber acerca de la relación entre las ideas de Reich y

estado-nación en Alemania a comienzos del siglo XX (Mommsen 1984). Weber era claramente consciente

de las ambigüedades que estaban a la base de la formación del Reich. Se ha argumentado que, en la

Alemania de Weber, el Reich no era visto como exactamente igual ni como totalmente diferente a un

estado-nación. Por un lado, “el nuevo Reich se consideró a sí mismo como un estado-nación”

(Langewiesche 2000: 122). El Reich se presentó a sí mismo como estado-nación y se desarrolló a partir de

una imagen idealizada de cómo habría de ser un estado-nación alemán. Sin embargo, por otro lado, parece

haber habido una comprensión igualmente clara del hecho de que el estado-nación alemán era más un

proyecto que una realidad. El argumento era que todavía no se había formado realmente: el Reich “no

absorbió completamente la vieja nación imperial y, al mismo tiempo, se expandió más allá de la nación

étnica” (Langewiesche 2000: 122). Pasaríamos completamente por alto el contexto histórico de Weber si

descuidamos las diferencias e incluso tensiones entre las ideas de Reich y estado-nación; y es sólo realizando

este inapropiado movimiento que la fundación del Reich podría puede ser tomada como expresión de la

fundación del estado-nación alemán. La situación de Alemania en ese entonces parecía haber enseñado a

Weber que “el estado-nación alemán” no existió en realidad y que pudo incluso no haber sido deseable en

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ese momento específico. De hecho, Weber (1994a) llegó a sostener que un Imperio era la mejor forma

política para la Alemania en ese entonces. El estado-nación es entonces un proyecto antes que una solución

ya dada; es difícil de establecer y, lo que es más importante para mi argumento, no era la respuesta única,

necesaria, o incluso la mejor para todas las luchas políticas. La tensión entre imperialismo y nacionalismo

en los escritos políticos de Weber, aunque sin duda muy problemática, apunta sociológicamente en la dirección

de una crítica al nacionalismo metodológico.

Émile Durkheim: Enfrentando la ambigüedad normativa del estado-nación

Los argumentos históricos y sociológicos expresados, respectivamente, por Marx y Weber hallan su contrapunto

normativo en un pequeño panfleto, titulado Alemania Sobre Todo, que Durkheim (1915) escribió para explicar

al público francés las causas de la Primera Guerra Mundial. Durkheim toma el trabajo de Heinrich

Treitschke como la máxima representación del desarrollo de la mentalidad alemana en el que “una

hipertrofia mórbida de la voluntad” se expresa en “un intento de controlar ‘todas las fuerzas humanas’ para

dominarlas y ejercitar una soberanía total y absoluta sobre ellas” (Durkheim 1915: 44-5). Con esto, dice

Durkheim (1915: 4), Alemania ha abandonado “la gran familia de los pueblos civilizados” por lo que

oponerse a la expansión de Alemania debe hacerse no sólo en el interés de Francia sino que en el interés de

esa misma civilización. Durkheim rechazó tanto el fundamento realista con que Treitschke justificaba el rol

del estado – el “Estado es poder” (Durkheim 1915: 19) – así como la consecuencia normativa que

Treitschke extrae de tal argumento: “el Estado no está bajo la jurisdicción de la conciencia moral y no debe

reconocer ninguna ley más allá de su propio interés” (Durkheim 1915: 18).

Durkheim rechaza la concepción del estado de Treitschke porque ninguna concepción genuinamente

universalista de la moral puede basarse en premisas estatales o nacionales. La moral, argumenta Durkheim

(1915: 23), está basada en “la realización de la humanidad, en su liberación de la servidumbre que la

humilla”. Y él entiende que es consustancial a la tradición cristiana el hecho de que “no existen grandes

divinidades que no son en cierta medida internacionales” (Durkheim 1915: 24). La religión de la humanidad

en la que Durkheim está interesado no se funde con el estado o con la nación. Por el contrario, se deben

hacer todos los esfuerzos para superar la posible – pero de ninguna manera inevitable – tensión entre un

compromiso orientado a los valores humanos en general y el patriotismo orientado a la propia nación.

Siguiendo el tipo de argumento kantiano de la paz perpetua (capítulos 7 y 8), Durkheim favoreció el

pacifismo y el internacionalismo tanto mediante argumentos sociológicos como normativos. En relación a

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los primeros, la revolución industrial jugó un rol fundamental. El pacifismo debe perseguirse para evitar así

el “gasto inútil de la guerra” (Layne 1973:99), el desarrollo industrial, las mejoras tecnológicas y la

prosperidad han surgido juntas y requieren de la reorganización pacífica de Europa (Durkheim 1959: 130-

1). Bryan S. Turner (1992: xxxv) resume claramente el argumento: “la evolución de la sociedad moderna ha

producido un horizonte más amplio para la conciencia humana a medida que los seres humanos se hacen

conscientes de su implicación en la ‘humanidad’ en una escala global (…) Durkheim anticipó la idea de

globalización política en base a una noción universalista de la humanidad”. El estado-nación debe apartarse

de las viejas tendencias a la expansión imperial y focalizarse en la justicia social y el desarrollo integral de

sus ciudadanos – Durkheim creía firmemente en la compatibilidad entre un estado republicano y la

armonía internacional (Jones 2001: 60, 181, Thompson 1982: 153-4). Con todo, como hemos visto,

Durkheim apoyó decididamente el esfuerzo de guerra francés porque le parecía que esa era la mejor

manera de defender tales instituciones y principios morales.

La cuestión del equilibrio entre el estado y el individuo es la tensión normativa crucial en la sociología

política de Durkheim. Su argumento es que la autoridad moral del estado está basada en la autonomía

moral del individuo (Durkheim 1973: 54). Los derechos individuales sólo pueden surgir y ser garantizados

por el estado: “entre más fuerte el estado, cuanto más es respetado el individuo” (Durkheim 1992: 57). La

tesis es que no hay derechos naturales del individuo al momento de nacer, sino que más bien tales derechos

aparecen en, y son mantenidos por, el estado: “nuestra individualidad moral, lejos de ser antagónica al

estado, ha sido más bien un producto de él (…) el deber fundamental del estado es (…) perseverar en

invitar al individuo a un modo de vida moral” (Durkheim 1992: 68-9). Durkheim propuso un concepto

sustantivo de libertad que está arraigado en una combinación entre individualismo moral y republicanismo

estatal. Su individualismo moral se refiere a la humanidad en general, no a los ciudadanos de una nación

específica; el estado tiene que respetar tanto la moralidad interna de la sociedad civil como las costumbres

extrañas de los extranjeros (Giddens 1986: 21-3). El valor de Francia se basaría en haber adoptado estos

valores universalistas y no en el hecho de que tales valores tuvieran que ser defendidos como expresión de

un carácter nacional determinado – y tampoco porque los franceses sean la única nación que está en

condiciones de representar históricamente tales valores. De una manera más bien paradójica, entonces,

puede afirmarse que cuanto más políticamente nacionalistas se hicieron los argumentos de Durkheim, menos

metodológicamente nacionalista era su comprensión sociológica del estado-nación. Puede decirse que

Durkheim arriba a la tesis de la co-originalidad entre los “estados” y los “individuos” modernos y que en la

combinación de argumentos normativos y sociológicos se produce una comprensión del estado-nación que

trasciende el nacionalismo metodológico.

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60

Para Durkheim (1992: 72), los sentimientos hacia la propia nación y hacia la humanidad son “igualmente

nobles” y él se refiere positivamente a los dos como “patriotismo” y “patriotismo mundial” o

“cosmopolitismo”. Y afirma también que nuestro cosmopolitismo actual se funda precisamente en haber

entendido que no hay oposición entre la nación y la humanidad (Durkheim 1964a: 33). A pesar de todo, la

competencia entre estados ha creado, y seguirá creando, grandes dificultades; los sentimientos hacia la

propia nacionalidad y estado pueden entrar en conflicto con el compromiso hacia la especie humana como

tal. Sin embargo, el argumento más importante de Durkheim es que no hay oposición automática entre

nacionalismo y internacionalismo: “ni el anti-patriotismo ni el nacionalismo son posiciones defendibles”

(Durkheim, citado en Layne 1973: 101). El pacifismo se logrará solamente mediante una relación

equilibrada entre la patrie y el internacionalismo. Durkheim rechaza la noción de una comunidad cultural o

un principio étnico en la constitución de la nación. Su intención era evitar el chauvinismo y mantenerse

lejos de la doctrina de la agresividad entre estados: “el exclusivismo nacional tiene que ser extirpado del

patriotismo” (Llobera 1994b: 152); la patrie comienza a existir cuando los sentimientos morales son

incorporados a la ecuación. Históricamente hablando, Durkheim ve el proceso de constitución de patries

como una ampliación constante de las unidades políticas desde los tiempos medievales y afirmó también

que la patrie no era una comunidad cultural, sino que se basa más bien en lazos políticos.

Normativamente, los valores humanos son el punto más alto de la jerarquía moral; éstos son los más

generales, incambiables e incluso sublimes (Durkheim 1992: 72-3). Sin embargo, la tesis de Durkheim

no es exclusivamente normativa; él se hizo cargo igualmente del problema de cómo fundar estos

valores morales abstractos en prácticas sociales, políticas y culturales realmente existentes. La

reproducción de la vida social está basada en el hecho que los individuos tienen que vivir juntos y la

noción abstracta de humanidad no es lo suficientemente fuerte como para crear las fuentes sociales de la

moralidad que son tan características de su sociología. El argumento de Durkheim es doble a este

respecto. Por un lado, la vida social moderna requiere la creación de un lazo que debe basarse en la idea

de patrie. Por el otro, si falta la idea de humanidad, el resultado será un nacionalismo chauvinista en vez

de un verdadero patriotismo. En palabras del propio Durkheim (1992: 74-5):

Si cada estado tiene como su principal objetivo no expandir o extender sus fronteras, sino que

poner su casa en orden y hacer la más amplia apelación a sus miembros para una vida moral en un

nivel cada vez más alto, entonces toda discrepancia entre la moral nacional y humana desparecerá.

Si el estado no tuviese ningún otro propósito que hacer hombres de sus ciudadanos, en el sentido

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61

más amplio del término, los deberes cívicos serían sólo una forma particular de las obligaciones

generales de la humanidad. Este es el curso que toma la evolución, como hemos visto ya. Cuanto

más concentran las sociedades sus energías hacia adentro, a la vida interior, cuanto más se alejarán

de los conflictos que producen un choque entre el cosmopolitismo – o patriotismo mundial – y el

patriotismo; en tanto crecen en tamaño y se hacen más complejas, de ese modo se concentrarán

más y más en sí mismas (…) las sociedades deben estar orgullosas no en ser las más grandes o las

más ricas, sino en ser las más justas, las mejor organizadas y las poseedoras de la mejor constitución

moral

Los valores universales se deben anclar en comunidades realmente existentes y Durkheim pensó que el

estado-nación era de hecho una forma muy importante de comunidad sociopolítica moderna. Para ser

práctica y útil, la regulación de la vida social tiene que llevarse a cabo dentro de cierta escala y, hasta ahora

en la modernidad, esa escala ha sido proporcionada por el estado-nación. Para decirlo una vez más, la

“identidad” del estado – el patriotismo nacional – debe estar centrado en enfatizar el mérito de los valores

humanos. A pesar de los problemas que pueden encontrarse o incluso derivarse de las formulaciones de

Durkheim – por ejemplo, su ingenuidad al lidiar con las relaciones entre un patriotismo “altruista” y un

nacionalismo “fanático” – él no tomó al estado-nación como la representación universal o necesaria de la

idea de sociedad moderna. La tesis central de Durkheim es que el estado-nación adquiere su valor

normativo en relación a principios e ideales que tienen que ser concebidos independientemente del marco

nacional – y solamente en ese contexto. Sin embargo, y esto hace su argumento aún más interesante, una

característica importante de su sociología del estado-nación es que enfatiza la necesidad de que estos

valores sean actualizados a través de formaciones sociopolíticas específicas tales como el estado-nación.

Conclusión: La sociología clásica y la opacidad del estado-nación en la modernidad

En tanto sociólogos, nuestra pregunta es cómo interpretar las transformaciones y desafíos actuales que

están afectando al estado-nación y mi argumento en estas páginas es que el canon de los sociólogos clásicos

puede ser una buena compañía en esa tarea. Pero de la misma forma en que esto no significa que debamos

empezar a reproducir acríticamente sus argumentos y teoremas, ello implica también un rechazo a la

opinión de que sus trabajos son de interés sólo en lo referido a la historia del pensamiento social y político.

En oposición a la tesis del nacionalismo metodológico inmanente a la teoría de la sociología clásica

(capítulo 1), he intentado demostrar aquí que estos autores se hicieron cargo sistemáticamente de las

tensiones y dificultades que ahora sabemos han asediado a todos los intentos de conceptualización del

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estado-nación desde entonces (Billig 1995). Sin duda, los sociólogos clásicos fueron capaces de lidiar de

manera sólo parcialmente exitosa con estos problemas. Pero las mismas complicaciones que alguna vez

fueron consideradas como la razón más importante para explicar su incapacidad para comprender el

estado-nación, pueden ahora transformarse en la piedra angular de una comprensión renovada del estado-

nación como una forma de organización sociopolítica moderna, aunque no necesariamente la única o la

más deseable.

Marx, Weber y Durkheim estuvieron, cada uno de manera particular, en contra de la idea de que, como

concepto, la nación tuviera valor explicativo o causal, y una característica clave de la sociología clásica

como tradición intelectual es que rechazó aquellos modos nacionalistas de pensamiento que eran ya

predominantes a fines del siglo XIX e inicios del XX (capítulo 6). Mientras muchos de sus contemporáneos

defendían, de manera chauvinista y nacionalista, la inconmensurabilidad de las culturas nacionales, el

particularismo de las misiones nacionales y la importancia de los Sonderwegs nacionales, los sociólogos

clásicos criticaron duramente estas cosmovisiones nacionalistas e intentaron definir lo social en términos

universalistas y no en relación con alguna sociedad nacional determinada (Frisby y Sayer 1986, Outhwaite

2006, Turner 2006a). Marx teorizó sobre el ocaso prematuro del estado-nación incluso antes de que este

alcanzara su madurez, de modo que uno nunca puede hablar de la modernidad como compuesta sólo de

estados-nación modernos; Weber comentó sobre las complejas conexiones entre estatalidad y nacionalidad

que terminan por crear tantos problemas como los que esperaba resolver y Durkheim reflexionó sobre las

conflictivas relaciones entre nacionalismo y cosmopolitismo, conflictos que nos impiden hacer una

distinción clara o nítida entre ambas – incluso contra nuestras mejores intenciones. Cada uno de ellos

apuntó hacia una característica determinada del desarrollo del estado-nación que ha probado ser crucial

desde entonces: su elusividad histórica, su incertidumbre sociológica y su ambigüedad normativa.

Las dificultades para periodizar el estado-nación como una forma de organización sociopolítica no han

dejado de complicar a los investigadores de este campo. En algún sentido, la controversia es más profunda

que la disputa entre el modernismo y el primordialismo al interior de los estudios del nacionalismo porque

el problema sociológico crucial parece no ser tanto si tiene sentido hablar de naciones antes de la

modernidad sino más bien en qué medida la idea y la realidad del estado-nación se han mantenido

constante a lo largo de la modernidad (capítulo 2). Entonces, en relación a la temporalidad, todavía estamos

tratando de comprender la increíble capacidad del estado-nación para conducir el proceso de

modernización y, simultáneamente, para reafirmar su lealtad al pasado y a la tradición. De manera similar,

la cuestión de las relaciones equívocas entre la nación y el estado yace en el corazón de las representaciones

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actuales del mundo como dividido nítidamente en aproximadamente doscientas unidades político-

administrativas formalmente iguales. El problema aquí se debe no sólo a las disparidades obvias en la

capacidad de movilizar poder y todo tipo de recursos entre esas unidades, sino al hecho de que tal

representación simplemente nos impide captar las políticas tanto internas como externas que han debido

ser efectivamente puestas en marcha para que los estados-nación forjen sus más bien míticas imágenes de

armonía y unidad. Ahora sabemos que los estados-nación han estado desde su creación constantemente

divididos a partir de criterios étnicos y de clase, de modo que las luchas y disputas parecen haber sido la

norma y no la excepción. Y finalmente, parece que nos estamos acostumbrando crecientemente al hecho

de que, normativamente hablando, cualquier demanda por la soberanía nacional y la autodeterminación

requiere, para su efectiva operación, de la adopción al menos implícita de un concepto más amplio de

derechos humanos que prescribe igual dignidad para todos los miembros de la especie – también de

aquellos que no pertenecen a la nación. Somos concientes de que hay una paradoja a la base de cualquier

afirmación de autonomía nacional porque una demanda tal sólo puede ser concedida si el grupo en

cuestión está igualmente preparado para reconocer dignidad similar a todos los demás pueblos del globo

que puedan llegar a estar interesados en seguir una ruta similar hacia la independencia nacional. El corolario

simple pero a mi juicio normativamente relevante de este comentario es que una concepción más bien

densa de derechos humanos está a la base de cualquier intento de autonomía nacional: el nacionalismo y el

cosmopolitismo, la autodeterminación nacional y los derechos humanos, son en realidad dos caras de la

misma moneda. En mi opinión, éstos son todos asuntos y temas que difícilmente pueden considerarse

como irrelevantes o anticuados. Y el canon de la sociología clásica puede proveernos de antídotos muy

valiosos contra la falacia del presentismo que encuentra en cualquier nuevo acontecimiento el inicio de una

nueva época; contra el acomodo simplista entre el derecho a la autodeterminación que es el mismo para

todas las naciones y la capacidad real que distintos estados o grupos tienen para ejercitar ese derecho; y por

supuesto contra la ingenuidad con que los ideales normativos son desplegados para después encontrarlos

insuficientes a raíz de las inconsistencias con la que se los actualiza en el mundo real (capítulo 7). La

historia, características principales y legado del estado-nación en la modernidad han probado ser evasivos y

ambiguos de una manera en que la sociología clásica parece haber sido más apta y sutil para comprender

que lo que previamente se suponía (Chernilo 2007, Delanty y Kumar 2006).

La lección más importante del trabajo de los sociólogos clásicos en este tema es que, precisamente porque

no estuvieron obsesionados con justificar el estado-nación como la forma única o más desarrollada de

organización sociopolítica en la modernidad, su conceptualización del estado-nación fue capaz, al menos en

un grado importante, de trascender cualquier marco nacionalista. Ellos parecen haber entendido que en la

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modernidad, casi indiscutiblemente, sólo el estado-nación ha tenido una historia tan problemática, ha sido

conceptualmente tan confuso y ha dejado una herencia normativa tan ambivalente. Incluso si criticamos las

inexactitudes, deficiencias teóricas y contradicciones normativas de sus trabajos, el argumento sigue siendo

que los teóricos sociales clásicos vieron en el estado-nación una formación histórica en gestación y no

auguraban su generalización como forma de organización sociopolítica. Al destacar aspectos específicos en

las teorizaciones del estado-nación de cada uno, comienza lentamente a emerger una reinterpretación de la

historia, legado y características principales del estado-nación en la modernidad.

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Capítulo 4. La Sociología del Estado-Nación de Talcott Parsons*

Casi treinta años han pasado desde la repentina muerte de Talcott Parsons en Alemania en 1979 y no

podemos dar por hecho que hoy existe una comprensión más profunda del trabajo de Parsons que durante

el apogeo de su influencia. Pero al menos sí parece cierto que hay una consideración más amplia de su

obra. En términos de su importancia académica, sus implicaciones políticas y sus connotaciones

ideológicas, el tiempo ha dado lugar a una literatura más reflexiva sobre Parsons que ha ido modificando la

evaluación general de su trabajo. Lo notamos aún si echamos una mirada rápida y poco sistemática a

algunas de las colecciones dedicadas específicamente al trabajo de Parsons que han aparecido desde

mediados de los años ochenta (Holton y Turner 1986, Robertson y Turner 1991, Barber y Gerhardt 1999,

Treviño 2001). Una primera característica de esta literatura es que ahora se valora con más claridad el

amplio rango de asuntos a los que Parsons dedicó atención y a los que su trabajo puede ser aplicado. Los

sociólogos, y científicos sociales en general, que están trabajando en diferentes áreas temáticas se basan en

los escritos de Parsons tanto para la clarificación teórica como para el conocimiento empíricamente

orientado: desde la posición de la economía en la sociedad a la sociología de las profesiones, desde la teoría

de los medios simbólicamente generalizados a la sociología médica, desde la teoría general de la evolución a

las similitudes y diferencias entre los métodos sociológicos de Parsons y Simmel. En segundo lugar, la

sociología parsoniana ha sido, tal vez definitivamente, incorporada en el canon de la disciplina.

Probablemente desde el reconocimiento de Habermas (1989a) de que ninguna teoría general de la sociedad

contemporánea puede ahorrarse una discusión seria con la teoría de sistemas de Parsons, su estatus clásico

ya no puede ser cuestionado. Pero al igual que con todos los autores que son canonizados de esta manera,

la consecuencia final de su elevación al panteón sociológico es paradójica. Mientras por un lado esto

significa que la historia de la sociología ya no puede ser enseñada, ni la teoría sociológica practicada, sin

algún tipo de referencia a Parsons, por el otro esto implica también que su sociología funcionalista ya no es

asumida como la representante última del desarrollo de la disciplina – ni siquiera dentro del propio

funcionalismo (Luhmann 1995). La canonización de un autor ciertamente hace posible que sus

contribuciones más importantes sean incorporadas al cuerpo disciplinar, pero igualmente se presta con

facilidad para un juego de autoridad algo pedante y la adulación forzada. La canonización de Parsons

significa, por lo tanto, que su trabajo puede ser considerado indispensable y anticuado al mismo tiempo.

Mi propósito en este capítulo es contribuir a este ensanchamiento de la recepción del trabajo de Parsons en

relación a un asunto específico; a saber, su conceptualización del estado-nación. De hecho, después del

* Agradezco a Robert Fine y Aldo Mascareño sus comentarios y sugerencias extremadamente útiles a este trabajo.

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excelente trabajo biográfico de Uta Gerhardt (2002), parece justo decir que nuestro conocimiento de las

opiniones políticas de Parsons está por fin llegando a un nivel similar al de nuestra comprensión de los

tecnicismos y abstracciones de su marco de referencia teórico. Y no hay duda de que sabemos mucho más

sobre las opiniones políticas de Parsons en temas tales como el surgimiento del fascismo, su rechazo al

aislacionismo de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y su apoyo al New Deal y al

Keynesianismo (Buxton 1985, Mayhew 1984, Nielsen 1991). Las opiniones políticas privadas de Parsons y

sus acciones políticamente motivadas son sin duda de alto interés biográfico y contextual y en ese sentido

constituyen el trasfondo necesario para el tipo de análisis que aquí se intenta. Pero me parece que

necesitamos una explicación más profunda de la sociología política de Parsons que parta ya no de la base

de sus opiniones políticas ni tampoco de sus escritos teóricos más conocidos y extensamente discutidos.

Quisiera por ello en este capítulo seguir un camino metodológico diferente y proponer una mirada más

detallada al análisis sociológico de Parsons sobre fenómenos políticos concretos. Me interesa desarrollar lo

que podría llamarse la sociología de la política de Parsons.

A mediados de los años setenta, por ejemplo, el sociólogo canadiense Guy Rocher (1974: 143-4) llamó la

atención sobre los ensayos empíricos de Parsons y sostuvo de manera sugerente, aunque algo exagerada,

que “las características principales de la teoría de parsoniana se originaron en las observaciones acumuladas

de Parsons sobre la realidad concreta o sobre los problemas con que se encontró en el transcurso de

investigaciones empíricas”. El punto de Rocher (1974: 142) es que estos ensayos empíricos no son un

apéndice de segunda clase en relación con su contribución teórica sino que deben ser considerados como

“una parte integral del trabajo de Parsons”. Para nosotros, esto significa que la carencia de un tratamiento

detallado de los escritos políticos de Parsons puede en cierta medida minar nuestra comprensión sustantiva

de la política en la modernidad, en general, y del estado-nación como organización sociopolítica moderna,

en particular. Carecemos, pero necesitamos, de una evaluación exhaustiva de cómo Parsons explica

sociológicamente determinados acontecimientos políticos, en especial aquellos que para él fueron los más

importantes de su época. No hace falta decir que está más allá de mis capacidades, aquí y de hecho en

cualquier parte, proponer tal narrativa, pero entiendo este texto como una contribución en esa dirección.

Este capítulo se desarrolla como sigue. Primero relatará brevemente la manera en que la concepción de

Parsons de la política y del estado-nación fue abordada en su propio tiempo por tres importantes críticos:

Ralf Dahrendorf, Gianfraco Poggi y Anthony Giddens. Desde sus particulares puntos de vista, estos

autores expresaron su disconformidad con el modelo teórico de Parsons en razón de sus implicaciones

ideológicas totalitarias, su subvaloración del conflicto y su exageración de la estabilidad y la integración

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67

(Dahrendorf); su excesiva preocupación por los procesos internos al estado-nación y su incapacidad casi

total para referirse a procesos y tendencias externas a esa unidad (Poggi); y su concepción

metodológicamente nacionalista del estado-nación, es decir, entender el estado-nación como el contenedor

natural y necesario de la vida social moderna (Giddens). Pienso que estos argumentos deben ser revisados

porque aunque ellos ya no son vistos como la representación incuestionada de las opiniones políticas o

sociológicas de Parsons, no han sido contrastados con el análisis empírico del propio Parsons sobre el

estado-nación moderno. En el resto del capítulo me interesa demostrar, a través de una reconstrucción del

análisis de Parsons sobre algunos de los temas políticos más importantes de mediados del siglo XX, que él

concebía el estado-nación como un desarrollo crucial pero no único o necesario de la modernidad

occidental. Voy por ello a repasar algunos de los escritos de Parsons sobre el surgimiento del fascismo en

Europa y el peligro de su reaparición tanto en Europa Occidental como en los Estados Unidos en los años

cuarenta; las causas sociológicas detrás del movimiento de derecha de McCarthy en los Estados Unidos de

los años cincuenta; la importancia del movimiento de los derechos civiles también en los Estados Unidos

de la década de los sesenta y finalmente su conceptualización de un orden normativo emergente de

relaciones internacionales, igualmente en los años sesenta. La conclusión que voy a extraer de esta revisión

es que los ejercicios de análisis sociológico empírico de Parsons lo llevaron a una visión del estado-nación

que promueve el pluralismo y una concepción liberal del estado de derecho, que incluye sistemáticamente

tanto las tendencias internas como las externas que afectan a cualquier estado-nación en cualquier

coyuntura determinada y, finalmente, que hace referencia clara a la existencia empírica de conflictos,

presiones y tensiones. En caso de ser exitosa, espero que esta descripción pueda ayudarnos también a

entender mejor por qué, y hasta que punto, Parsons pudo haber exagerado teóricamente la integración y la

estabilidad social.

Tres críticas al parsonianismo: Internalismo, conservadurismo y nacionalismo metodológico

Un tema común entre los críticos de la visión de Parsons sobre la modernidad es su supuesto modelo

“internalista del cambio social” (Smith 1979). Curiosamente, esta crítica no se limitó sólo a quienes no

simpatizaban con la agenda funcionalista de Parsons; comentaristas más favorables están también de

acuerdo en el hecho de que, en un grado importante, este énfasis internalista es uno de los principales

defectos de su concepción de la modernidad (Holton y Turner 1986: 229). Distintos autores formularon

por supuesto esta imputación de manera diferente y una breve explicación de esas versiones puede ser útil

para nuestro propósito de hacer las paces con la sociología de la política de Parsons, en general, y su

sociología del estado-nación, en particular.

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Podemos empezar con el argumento propuesto hace casi cincuenta años por un joven e irrespetuoso Ralf

Dahrendorf, quien en ese entonces sostenía que la sociología Parsoniana reproduce, con todas sus

debilidades y defectos, lo que él llama “pensamiento utópico”. Con esa noción, Dahrendorf (1958: 118) se

refiere a un tipo de teorización que se caracteriza por “una atmósfera de irrealismo, falta de controversia e

irrelevancia”. Las consecuencias a extraer de esta tendencia eran, en su opinión, altamente problemáticas en

términos tanto sociológicos como normativos. Por un lado, conceptualmente, Dahrendorf rechaza la idea

de “clausura” que viene asociada a cualquier noción de sistema. Ninguna conceptualización adecuada del

conflicto, y por cierto del cambio social, puede surgir de un marco teórico en el que el consenso casi

universal es presupuesto: “mediante ninguna proeza de la imaginación, ni siquiera por la categoría residual

de ‘disfunción,’ puede el sistema social integrado y equilibrado producir conflictos serios y consistentes en

su estructura” (Dahrendorf 1958: 120). Normativamente, por su parte, lo que en su opinión está aquí en

juego es un tipo de teoría conspirativa: “no puedo evitar sentir que hay sólo un paso desde pensar las

sociedades en términos de sistemas equilibrados y afirmar que cada perturbador del equilibrio, cada

desviación, es un ‘espía’ o un ‘agente imperialista’” (Dahrendorf 1958: 121). Y llevando el argumento hasta

el límite, la conclusión que él extrae es la existencia de fuertes implicaciones totalitarias en la sociología de

Parsons porque sólo en tal tipo de regímenes dictatoriales las cláusulas de consenso valorativo y

autosuficiencia podrían efectivamente hacer alguna clase de sentido empírico.

Algunos años después Gianfranco Poggi, quien desde entonces se ha convertido en uno de nuestros

mejores analistas de la sociología clásica, reflexionó también sobre lo que él consideró eran serios defectos

en la forma en que Parsons comprende el cambio social. El estudio de Poggi es lejos más conspicuo y

analítico que el de Dahrendorf y su punto principal es que la sociología Parsoniana tuvo una “preocupación

frecuente” por los fenómenos “internos” en detrimento de los fenómenos “externos”. Poggi reconoce el

hecho de que tal sociología tuvo un importante grado de éxito en comprender mejor esos problemas

internos, pero lamenta el hecho de que esto se logró al precio de “una suerte de ‘incapacidad aprendida’

para enfrentar los problemas asociados a las dimensiones externas de los fenómenos sociales (…) En

efecto, uno puede detectar una suerte de ‘reduccionismo’ por el cual la comprensión conseguida en las

investigaciones ‘internas a la unidad’ también se espera iluminen exhaustivamente los problemas ‘externos a

la unidad’” (Poggi 1965: 284). Pero es interesante que él no responsabilice a Parsons por haber seguido

acríticamente esta tendencia en la sociología. Poggi es de hecho de la opinión de que “el marco de

referencia ‘input-output’ o de ‘intercambios en el límite’” estaba “especialmente cargado hacia el exterior”

(Poggi 1965: 290). El problema para Poggi es más profundo porque en su opinión todo modelo sistémico

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69

requiere atribuir primacía a los problemas integrativos de modo que, finalmente, la solución y explicación

de las relaciones exteriores están siempre subordinadas a lo que ocurre dentro del sistema. En otras

palabras, Poggi da apoyo adicional a la crítica teórica propuesta por Dahrendorf pero, al fundamentarla de

este modo, rechaza de plano cualquier clase de motivación ideológica. Además, y en referencia directa a las

críticas de Dahrendorf, Poggi (1965: 293) sostiene correctamente que: “hablando en términos generales, el

anti-parsonianismo no ha tomado suficientemente en cuenta el grado en que las teoría sociológica de

Parsons está afectada por su concepción de la vocación intelectual de la sociología y no por el molde

ideológico de su opinión la sociedad”.

Un último ejemplo puede tomarse del período en que el esplendor de Parsons ya había pasado. Anthony

Giddens sumó entonces su voz al coro cuando se quejaba del alto precio que la sociología tuvo que pagar

por su incapacidad para deshacerse de las presuposiciones internalistas. Giddens propuso el argumento de

que para el sociólogo la única representación significativa de la sociedad es el estado-nación, pero al hacerlo

rechazó la idea de que el estado-nación pueda ser entendido o explicado como

el sistema ‘internamente en desarrollo’ que ha estado normalmente implícito en la teoría social. Una

de las debilidades más importantes de la concepción sociológica del desarrollo, desde Marx en

adelante, ha sido la tendencia persistente a pensar el desarrollo como el ‘despliegue’ de influencias

endógenas en una sociedad dada (o, más a menudo, un ‘tipo’ de sociedad). Los factores ‘externos’

son tratados como un ‘ambiente’ al que la sociedad tiene que ‘adaptarse’ y, por consiguiente, como

simplemente condicional en la progresión del cambio social (Giddens 1973: 265)

El problema con el nacionalismo metodológico, como ya revisamos, es que distorsiona la historia, las

características principales y la herencia normativa del estado-nación tanto como subvalora la capacidad de

la teoría social para captar “la opacidad de la posición del estado-nación en la modernidad” (Capítulos 1 y

3, Chernilo 2007). Para Giddens, entonces, el problema del énfasis internalista domina el pensamiento

sociológico antes y después de Parsons. El sociólogo de Harvard no sería en este sentido diferente del resto

de la corriente sociológica principal y simplemente sería incapaz de ofrecer una alternativa más abstracta o

plausible.

Permítanme ahora sacar algunas consecuencias de estos comentarios. Primero, de la queja altamente

politizada de Dahrendorf puede decirse que anticipa la evaluación de la sociología de Parsons como

indudablemente conservadora que fue ciertamente recurrente en los años sesenta y setenta (Mills 1959;

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70

Gouldner 1977). Contra esta interpretación, como ya mencioné, somos afortunados de tener ahora una

comprensión mucho más acertada de las opiniones políticas de Parsons que pueden ser caracterizadas

como “liberalismo-democrático”. Pero una cosa es decir que las opiniones personales de Parsons pueden

ser caracterizadas como azules o rojas y otra muy distinta es localizar su análisis empírico de los

acontecimientos políticos en el contexto de su propia sociología de la política. Además, creo que hay

lecciones adicionales que pueden aprenderse sobre las opiniones políticas personales de Parsons si

repasamos la forma en que él realmente explica los eventos políticos que su merecieron análisis explícito –

y eso es precisamente lo que intentaré hacer en el resto de este capítulo. En segundo lugar, el argumento de

Poggi se refiere a las presuposiciones teóricas que están a la base de la adopción de Parsons de un modelo

sistémico. La pregunta aquí es si Poggi está en lo correcto al sostener que el funcionalismo como tal tiene

un “sesgo internalista” de modo que ninguna sociología sistémica podría explicar adecuadamente los

fenómenos externos a la unidad de análisis. Sobre esta cuestión podemos recurrir a Luhmann (1995) y a su

argumento de que el dispositivo analítico clave del funcionalismo no es “el sistema” aislado sino más bien

el par ‘sistema/entorno’ – y esto puede tomarse como reconocimiento de los problemas reales de las

formulaciones originales. En cualquier caso, el argumento que quisiera proponer ahora es que en términos

de la conceptualización de tendencias socio-históricas concretas, Parsons consistentemente intentó integrar

procesos internos y externos. La integración fue ciertamente central para sus propósitos teóricos, pero la

pregunta empírica crucial era, sin embargo, cómo potenciar tales recursos integrativos como la influencia y

la solidaridad social – de ahí el desarrollo de su teoría de los medios simbólicamente generalizados

(Chernilo 2002). En otras palabras, y es aquí donde pienso que Poggi no comprende bien el argumento de

Parsons, la integración no es conceptualizada como una cosa sino que es más bien un problema cuya

solución es siempre precaria y tentativa. Parsons tiende a caracterizar situaciones empíricas mediante su

falta de integración y la forma en que él intenta explicar esas crisis de integración incluye efectivamente

tanto los recursos internos como los externos disponibles en y para el sistema. Además, el grado en el que

cierto factor o conjunto de factores es considerado interno o externo al sistema depende de cómo se define

la unidad empírica y es lamentable constatar que Poggi adopta, irreflexivamente, una forma de

nacionalismo metodológico. Esa es la razón por la que él está obligado a ver que las cuestiones internas al

estados-nación prevalecen sobre las que ocurren en su exterior. Finalmente, el problema con el argumento

de Giddens es similar. Él asume que Parsons no hizo ninguna distinción entre la noción de “sistema

social”, altamente abstracta y decididamente no empírica; la noción de “sociedad” todavía bastante general

pero ya más concreta, y el estado-nación histórica y geográficamente definido como forma de organización

sociopolítica. Pero tan pronto como reconocemos que Parsons no fusionó las nociones de sociedad,

sistema social y estado-nación una imagen diferente de su sociología comienza a emerger (Chernilo 2004,

Page 72: Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

71

2007: 85-91). Parsons es más claramente consciente de lo que regularmente se le concede que el estado-

nación es ciertamente un resultado muy importante del surgimiento de la modernidad pero que no es la

forma necesaria, final o última de sociedad en la modernidad. Demostraré a continuación que debido a la

alta capacidad de abstracción de su teoría sociológica Parsons fue en realidad capaz de apreciar que la

cláusula de autosuficiencia de la noción de sociedad no se puede aplicar sin más al estado-nación.

En resumen, creo que Dahrendorf tergiversa ideológicamente a Parsons cuando acusa a su sociología de

utopismo, conservadurismo e incluso totalitarismo. Por su parte, Poggi subvalora conceptualmente a Parsons

al desatender sus esfuerzos por considerar conjuntamente los procesos internos y externos. Finalmente,

Giddens se equivoca en un sentido sustantivo porque él le atribuye su propio nacionalismo metodológico a

Parsons y de este modo hierra en su teorización del estado-nación como el contenedor natural, racional y

definitivo de las relaciones sociales modernas. En lo que sigue voy refutar estas críticas con la ayuda del

análisis sociológico del propio Parsons sobre tendencias y eventos políticos específicos. El objetivo final es

llegar a una exposición más sofisticada de la sociología de Parsons sobre el estado-nación en el contexto

más amplio de su conceptualización de la política en la modernidad.

Los Escritos Políticos de Parsons: Fascismo, McCarthyismo, Derechos Civiles y la Guerra Fría

La reconstrucción que intenta este capítulo opera con dos criterios. Primero, me parece que vale la pena

leer los escritos políticos en que Parsons analizó acontecimientos tanto domésticos como en el extranjero.

En relación a la situación de los Estados Unidos, por un lado, me concentraré en los artículos donde

Parsons estudia las causas sociales e implicaciones políticas del McCarthyismo y el problema de la

ciudadanía plena para lo que entonces se llamaba el problema del “americano negro”.28 Condimentaré un

poco la discusión con comentarios breves de Parsons sobre la Elite del Poder, de Charles Wright Mills,

acerca de los patrones de largo plazo sobre la distribución y estratificación del poder en los Estados

Unidos. Por el otro lado, con respecto a Europa, Parsons escribió principalmente sobre el surgimiento y las

características principales del fascismo y el nazismo.29 También someteré a discusión sus reflexiones sobre

28 La expresión de Parsons es “Negro American”. Se traduce literalmente en estas páginas para mantenerse conectado con el contexto histórico del propio de Parsons – y con ello mostrar también el cambio que se ha producido desde la época en que él escribió ese artículo. 29 Parsons parece no haber escrito mucho – o al menos publicado – sobre la Unión Soviética. Sin embargo, en un reporte de tono más bien personal después de una visita oficial a la URSS en mayo 1965, sí comentó sobre la orientación empírica de la sociología que encontró allí. Parsons estaba particularmente interesado en su enfoque psicológico-social, que se centraba en el estudio de las actitudes sobre las características más importantes del régimen. En ese contexto, se refirió irónicamente a lo que él pensaba era el asunto más relevante para la sociología de la URSS: “Si hay un tema que puede decirse domina la tarea de la sociología soviética en este momento, este es la

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72

la aparición de un nuevo tipo de sistema social internacional. El segundo criterio es cronológico. Los

escritos de Parsons sobre el fascismo se llevaron a cabo principalmente durante la Segunda Guerra Mundial

y su período inmediatamente posterior, mientras que sus escritos sobre el McCarthyismo, los derechos

civiles y las relaciones internacionales son de los años cincuenta y sesenta. Tiene sentido pues, comenzar

observando primero los escritos tempranos sobre la situación europea, luego pasar al frente doméstico y

finalmente dar un vistazo a su trabajo sobre las características principales del emergente sistema

internacional.

Los años cuarenta. La naturaleza del fascismo europeo moderno: los nazis

Parsons consideró sus escritos de fines de los años treinta e inicios de los cuarenta como parte de un

enorme esfuerzo nacional en el combate contra el fascismo, en general, y el nazismo en particular. Él

consideraba ambos movimientos como una amenaza radical a la modernidad; tanto más radicales en la

medida que surgieron al interior de la modernidad misma. Para el científico social, esto implica la

obligación de contribuir al fortalecimiento de aquellas instituciones que son centrales para la democracia y

que pueden prevenir el surgimiento del totalitarismo (Parsons 1993f: 106, 124). Uta Gerhardt está en lo

correcto al sostener que el análisis del fascismo y la Alemania nazi dejó una marca permanente en el trabajo

de Parsons. En su opinión, el “interés original” tras La Estructura de la Acción Social de Parsons era “la

comprensión de la sociedad empírica de su tiempo, la que, en los años treinta, abarcaba una realidad dual

entre el Führerstaat totalitario de la Alemania nazi y el estado de bienestar democrático del New Deal en los

Estados Unidos” (Gerhardt 1999: 139). Parsons veía ambas sociedades como formas de orden social

radicalmente diferentes pero igualmente modernas. Fundamentalmente, dado que estaba escribiendo en

plena guerra, Parsons no daba por garantizado el predominio o triunfo de una sobre la otra. El hecho de

que él toma este asunto como una cuestión muy seria queda claro en la medida en que lo define como un

búsqueda de maneras (…) de mantener el ímpetu para la reconstrucción social sin tener que, literalmente, forzar a la población ‘a ser libre’” (Parsons 1965a: 123). A propósito, éste puede ser el momento adecuado para declararme culpable de herejía si me atrevo a intentar interpretar la sociología de la política de Parsons sin un peregrinaje previo por los Archivos de la Universidad de Harvard, hogar sagrado de los “Papers Inéditos” de Parsons – “una fuente indispensable para cualquiera que escriba sobre la obra de Parsons” (Gerahrdt 2007: 6). Hemos sin duda contraído una gran deuda con la excelente investigación que Uta Gerhardt, y otros antes de ella, han hecho gracias a un uso intensivo de esos archivos. Pero aparte de la autosatisfacción algo irritante que se expresa en la cita reciente, una cuestión más de fondo se refiere al estatus metodológico de sus argumentos. Existe una problemática fe positivista, y una cierta ingenuidad hermenéutica, operando simultáneamente en su investigación puesto que ella tiende a afirmar que, dado que trabaja con “datos duros” – los textos sin publicar de Parsons – esto aseguraría que su interpretación de la obra de Parsons es correcta y definitiva. Es interesante que en este contexto Gerhardt se muestra también como una seguidora fiel de Parsons, quien fue duramente criticado por este tipo de falacia empirista en razón de la forma en que él se acercó al a los textos de los cuatro autores de que comprende el grueso de La Estructura de la Acción Social (Alexander 1983). Es innecesario recordar, obviamente, que eso fue a mediados de los años treinta.

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tema que involucra la sobrevivencia de la civilización y valores occidentales (Parsons 1993e: 309). En ese

sentido, parece justo decir que la comprensión de Parsons del tipo democrático de integración social

dentro del estado-nación está permanentemente asediado por la posibilidad de desarrollos que pueden

impedir su consolidación y ciertamente su expansión a diferentes partes del mundo: “en ciertos aspectos

esenciales, el todavía bastante vago e imperfectamente cristalizado sistema de ideas del movimiento

Nacional Socialista, permanece en conflicto extremo con aquellos que han tenido la posición dominante en

el mundo Occidental y se han institucionalizado como parte de su estructura social” (Parsons 1993a: 174).

La amenaza que el fascismo representa no se refiere sólo a la democracia sino al tipo más amplio de

autoridad legal-racional que está en el centro de la idea del estado-nación moderno. Pero ambos tipos de

orden social eran igualmente necesarios para describir empíricamente la verdadera encrucijada histórica del

mundo de ese entonces.

De hecho, la Alemania nazi sólo podía ser entendida adecuadamente como “un tipo de sociedad

radicalmente nueva que, de no ser detenida, promete apartarse progresivamente y de la manera más radical

de la línea principal del desarrollo social occidental desde el Renacimiento” (Parsons 1993d: 235). El

fascismo es considerado como un desarrollo interno de la civilización occidental que estaba amenazando

seriamente los valores e instituciones centrales de Occidente porque “está profundamente arraigado en la

estructura de la sociedad occidental como un todo” (Parsons 1993c: 203). Es un radicalismo de derecha,

pero sigue siendo una forma de radicalismo, debido a “la existencia de un movimiento popular en el que las

grandes masas del ‘pueblo’ se han imbuido en un fanatismo altamente emocional y exaltado por la causa”

(Parsons 1993c: 204). El fascismo surgió de la interacción entre “estructuras institucionales”, “definiciones

ideológicas” y “patrones psicológicos de reacción” que han ocurrido por todas partes en Occidente durante

más o menos un siglo con anterioridad a la llegada de Hitler al poder (Parsons 1993c: 215).

Puede argumentarse que Parsons fue incapaz de proponer un argumento coherente sobre por qué el

fascismo había surgido de la manera, el lugar y el tiempo en que efectivamente lo hizo. Él sólo fue capaz de

sugerir una lista desarticulada de los diferentes aspectos que contribuyeron al surgimiento del fascismo,

pero es interesante que todas las características que menciona son también parte de la comprensión

sociológica más convencional de la modernidad: industrialización basada en la tecnología y la ciencia,

cambio económico acelerado, grupos de elite con intereses creados, educación y movimientos políticos de

masas, desprestigio de los valores tradicionales, cambios en los patrones de consumo, individualismo

creciente, nacionalismo exacerbado y así sucesivamente. A pesar de que no arriba a ninguna explicación

consistente sobre el surgimiento del fascismo, el análisis de Parsons sí llega a una conclusión dramática.

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Tanto desde el punto de vista comparativo como desde el conceptual, no es posible encontrar un

fundamento claro a partir del cual distinguir entre progresos saludables y desarrollos autodestructivos en la

modernidad: “el estado de anomia en la sociedad occidental no es principalmente una consecuencia del

impacto sobre ella de fuerzas de desorganización estructuralmente fortuitas (…) más bien, ha implicado un

proceso central propio muy dinámico sobre el que, crucialmente, un importante complejo de factores de

cambio puede ser agrupado, siguiendo a Max Weber, como un “proceso de racionalización”’ (Parsons

1993c: 207).

De hecho, en su opinión la mayor parte de los elementos que estaban a la base del nazismo como

movimiento político y del totalitarismo como régimen político estaban también presentes, de un modo u

otro, en los Estados Unidos. Su diagnóstico de la situación en los Estados Unidos a fines de los años

treinta y principios de los cuarenta era bastante desalentador. Más que una diferencia cualitativa entre los

Estados Unidos y Alemania, en 1940 planteaba lo siguiente: “podemos decir que los Estados Unidos está

quizás a medio camino de la inestabilidad de la situación alemana de antes de 1933” (Parsons 1993f: 117).

Algunos de los elementos compartidos por los dos países eran el cambio social acelerado vía

industrialización, un sentimiento de malestar económico, migración, el ritmo creciente del cambio en las

orientaciones culturales, una forma específica de apelación socialista a las masas y un anti-intelectualismo,

es decir, una “orientación negativa” frente a la “maduración del orden social moderno”, que toma la forma

de una crítica a los “‘valores burgueses” (Parsons 1993c: 206-12). Lo más preocupante era que no sólo las

semejanzas sino que también las diferencias entre Alemania y los Estados Unidos podían representar una

amenaza a la estabilidad del orden democrático en Estados Unidos. Alemania parecía ser un país

culturalmente homogéneo; su débil y tardía unificación como estado-nación demostró ser suelo fértil para

progresos no-democráticos. La idea de Volksgeist estaba siendo utilizada idealizadamente y algunas

imágenes culturales se exageraban debido a la ausencia de una organización política a la que los alemanes

pudieran hacer referencia colectiva (Parsons 1993g: 222). Estados Unidos, por su parte, era descrito como

un país culturalmente heterogéneo que todavía no había conseguido un nivel estable y consensual de

integración normativa y cultural. Los valores liberales que constituyen parte central de la perspectiva

normativa de los Estados Unidos estaban, para Parsons, sólo muy imperfectamente integrados: “la nación

americana constituye, como resultado de varias tensiones y circunstancias de su pasado, un sistema social

relativamente mal integrado con una orientación inestable por parte de una gran cantidad de individuos y

con muchas diferencias internas y conflictos” (Parsons 1993f: 120).

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Este tipo de preocupación con el fascismo difícilmente puede reconciliarse con la crítica de Dahrendorf de

que la sociología parsoniana tiene implicaciones totalitarias. Si bien un rechazo definitivo a la acusación de

conservadurismo requiere aun de apoyo adicional, y esto será proporcionado en las próximas dos

secciones, creo que ya se empieza a demostrar que la interpretación ideológica que Dahrendorf hizo sobre

Parsons es incorrecta. De hecho, después de que los aliados tuvieron éxito en vencer a los nazis, Parsons

siguió considerando el peligro de su resurgimiento como una posibilidad real. La pregunta era no sólo si el

fascismo podría resurgir en Alemania sino también si otras partes del mundo podrían seguir la ruta

totalitaria en los años próximos (Parsons 1993e: 309-14). El tipo de amenazas planteadas por el fascismo

iba más allá de la cuestión particular de la derrota del nazismo y los acontecimientos posteriores en los

Estados Unidos llevaron a Parsons a retomar este asunto. El surgimiento del McCarthyismo le dio la

oportunidad de profundizar sus reflexiones sobre la posibilidad del surgimiento de un movimiento fascista

de naturaleza Europea en los propios Estados Unidos.

Los años cincuenta. ¿Fascismo americano o tensión social? Comprendiendo el McCarthyismo

Parsons publicó en 1962, a petición de Daniel Bell, una posdata a su artículo original de 1955 sobre el

McCarthyismo. En ese entonces Parsons aun se quejaba, aunque ya no muy agriamente, acerca de los

problemas que sus críticas a las propuestas de McCarthy para restringir la libertad académica mediante

juramentos de lealtad le habían causado a él y a algunos de sus colegas. Recordaba como, en 1953 y 1954, le

“fue denegado un permiso gubernamental por un tiempo considerable, en parte debido a tales actividades”

(Parsons 1969a: 158) – denegación que le impidió viajar a una conferencia de la UNESCO (Nielsen 1991:

225). La publicación original del artículo sobre McCarthy fue un intento consciente de Parsons por

responder a la pregunta, ya popular en ese entonces, de si el movimiento de McCarthy estaba en vías de

convertirse en una versión americana del movimiento nazi y, por consiguiente, si el movimiento llegaría en

definitiva a parecerse a los grupos fascistas de origen europeo de las últimas décadas (Buxton 1985: 147).

Más teóricamente, en este artículo Parsons acuñó y buscó aplicar la noción de “tensión social” a aquel caso

empírico particular – de allí que el artículo se llame, precisamente, Social Strains in America (Tensiones

Sociales en Estados Unidos). Con el concepto de tensiones sociales Parsons intentó, por un lado,

conceptualizar el conflicto social de una manera que a su juicio estaba menos cargada ideológicamente que

la noción de contradicción y fuese por ello más apropiada para su modelo de cuatro funciones todavía en

construcción. Y, por otro lado, ideó el concepto como herramienta para capturar los problemas que se

derivaban de procesos de modernización rápidos y altamente desiguales. Tensiones sociales eran aquellas

tendencias cuyos orígenes podían encontrarse en el avance normal de la modernidad y que,

Page 77: Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

76

comprensiblemente, hacían que ciertos sectores y grupos se sintiesen amenazados por el rápido cambio

social. El artículo también ofrece, aunque de manera sólo indirecta, una evaluación del estado de la

integración nacional en los Estados Unidos de ese entonces y de los elementos clave que Parsons estimaba

eran los patrones subyacentes que constituían la ‘civilización americana’ en contraste con la europea (Lidz

1991).

El artículo de Parsons sobre el McCarthyismo comienza con una descripción bastante larga de las

cambiantes condiciones en la situación de los Estados Unidos después del período de entreguerras y del

grado en que este nuevo contexto histórico le estaba poniendo una presión adicional a un número

importante de grupos sociales en el país. Parsons habla de una presión adicional porque ésta se suma a las

ya pesadas exigencias puestas sobre un país que había adquirido un rol destacado a nivel mundial en el

lapso de dos generaciones: “las tensiones a las que me refiero derivan principalmente de conflictos entre las

exigencias impuestas por la nueva situación y la inercia de aquellos elementos de nuestra estructura social

que son más resistentes a los necesarios cambios. La situación que tengo en mente se centra en la posición

americana en los asuntos internacionales” (Parsons 1963d: 226-7). Incluso si el relativo aislamiento

geográfico había jugado un rol forjando cierta autoimagen de aislacionismo en el país, Parsons rechaza la

idea de que esta imagen fuese verdadera incluso antes del involucramiento de los Estados Unidos en la

Segunda Guerra Mundial. Más bien, él destaca el hecho de que el movimiento pacifista que buscó impedir

la entrada de los Estados Unidos en ese conflicto era en sí mismo una reacción a su participación previa en

la Primera Guerra Mundial, expresado en su apoyo a la firma del Tratado de Versalles y, más importante

aún, a la formación de la Liga de Naciones. Desde esa perspectiva, el asunto queda mal planteado si es

visto como el conflicto entre un rol mayor o menor de los Estados Unidos en la esfera mundial. Tanto

debido a su posición de liderazgo en la Guerra Fría como a su alto nivel de industrialización, lo que está en

juego ahora es que la situación de los Estados Unidos no se puede analizar desconectada de los asuntos

mundiales. Por un lado, en términos de su integridad militar y de las posibilidades de la guerra nuclear,

Parsons afirmaba que ninguna posición aislacionista o incluso internalista seguía siendo válida: “incluso la

seguridad militar elemental de los Estados Unidos no está garantizada con independencia del orden político

mundial” (Parsons 1963d: 228). Por el otro, debido a la velocidad y al nivel de las transformaciones

socioeconómicas causadas por la industrialización, había una tensión entre los requisitos para la

minimización de la interferencia con “el libre funcionamiento de la economía” (Parsons 1963d: 229), las

demandas sin precedentes sobre el gobierno central dado que “históricamente el centro de gravedad de la

integración de la sociedad americana no ha descansado en el campo político” (Parsons 1963d: 230) y la

debilidad relativa tanto de las viejas como de las nuevas elites (Parsons 1963d: 231-2).

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La imagen que surge de estas tres fuerzas que empujan en direcciones diferentes e incluso opuestas es

precisamente a lo que Parsons se refirió en el título del ensayo como las tensiones sociales de Estados Unidos.

Así, en relación a la crítica de Poggi sobre el supuesto énfasis internalista de Parsons, vale la pena recordar

cuál es el acento analítico con que se plantea el asunto: “mi tesis, entonces, es que las tensiones en la

situación internacional han impactado en una sociedad que experimenta cambios internos importantes que

han sido ellos mismo fuentes de tensión, con la consecuencia de superponer un tipo de tensión sobre otra”

(Parsons: 1963d: 235). Antes que una obsesión internalista y una incapacidad aprendida para tratar con

factores externos, el encuadre de Parsons sobre este asunto opera en la dirección opuesta: hay

acontecimientos que ocurren en el nivel internacional y que desde allí impactan sobre la situación interna

de los Estados Unidos.

En el corazón de la reacción de McCarthy, sugiere Parsons, estaba el problema de lealtad. La batalla sobre

la lealtad “indica sobretodo que la crisis no está, como alguien podría pensar, relacionada primeramente

con valores fundamentales, sino que dice relación más bien con su implementación” (Parsons 1963d: 237).

Y éste es precisamente el elemento clave que, en opinión de Parsons, hace del McCarthyismo un

movimiento tan radicalmente diferente de los nazis. De hecho, como vimos en la sección anterior, Parsons

entendía a los nazis como un movimiento que ofreció una reinterpretación “radical” de los valores

universalistas que estaban a la base de la herencia ilustrada alemana. La situación actual en los Estados

Unidos era, sin embargo, totalmente diferente:

Es verdad que ciertas características del patrón de reacción, tales como las tendencias al

nacionalismo agresivo y a la abdicación de responsabilidades podrían, si se las implementan,

inducir a un severo conflicto con nuestros valores. Pero el mayor problema no se refiere a las

dudas sobre si el orden político estable de un mundo libre es una meta digna por la que

sacrificarse, sino más bien la cuestión de cómo nuestra población está haciendo frente, o está

dejando de enfrentar, tal desafío (Parsons 1963d: 237)

En otras palabras, el problema era menos la defensa de ciertos valores y principios apreciados durante la

historia americana y más la manera en que la defensa de estos valores iba a ser efectivamente

implementada. La batalla sobre la lealtad se simbolizó así en la simpatía por la causa del comunismo – tanto

real como ficticia. En realidad, la cuestión se acercaba peligrosamente a la dicotomía simplificada de estar

“a favor o en contra” de los comunistas. Y, con eso, los cuestionamientos sobre la lealtad se estaban

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extendiendo “mucho más allá de nuestra tradición de libertades individuales” (Parsons 1963d: 242). El

asunto no radicaba principalmente en las opiniones personales sobre el comunismo y la amenaza que éste

puede o no presentar a la seguridad interna de Estados Unidos. El problema era hasta qué punto este tema

había llegado a ser, lamentablemente, el único sobre el que se planteaban preguntas por la lealtad:

El comunismo simboliza, entonces, ‘al intruso’ en un doble sentido. Externamente, el movimiento

comunista mundial es la causa obvia de las más serias dificultades que tenemos que enfrentar. Por

otra parte, aunque el comunismo haya constituido hasta cierto punto un peligro interno real, ha

llegado sobre todo a simbolizar aquellos factores que han perturbado el estado natural de bienestar

que existía, fantasiosa e imaginariamente, en la sociedad americana antes de que los urgentes

problemas del control de la economía y del enorme incremento de la responsabilidad sobre los

asuntos internacionales tuviese que ser enfrentada (Parsons 1963d: 243)

El diagnóstico, por lo tanto, es que el McCarthyismo surgió en tanto fue capaz de beneficiarse de las

tensiones que habían surgido a partir de esta nueva situación. Aunque a un nivel superficial podría decirse

que el McCarthyismo se asemeja a los grupos de base de algunos movimientos fascistas en la Europa de la

década anterior – “el McCarthyismo es tanto un movimiento apoyado por ciertos intereses creados

personales como una rebelión popular contra las clases altas” (Parsons 1963d: 244) – el asunto crucial era

que el McCarthyismo no estaba proponiendo ningún orden social alternativo. Más bien, como resultado del

miedo sobre de la nueva situación interna y externa de los Estados Unidos, se convirtió en un síntoma de

las tensiones y dificultades derivadas de una modernización rápida y mal sincronizada: “la solución al

problema del McCarthyismo yace en el cumplimiento exitoso de los cambios sociales a que somos

llamados por nuestra posición en el mundo y por nuestros propios requerimientos domésticos (…) el

estallido actual de tensiones en la forma del McCarthyismo puede ser tomado simplemente como evidencia

de que el proceso no está completo” (Parsons 1963d: 247). El McCarthyismo es entonces un tipo particular

de tensión que surge a partir de la rápida transición de los Estados Unidos a la actual fase industrial de la

modernidad y, en opinión de Parsons, podía ser resuelto mejor mediante la profundización, en lugar del

repliegue, de estas mismas tendencias industriales.

Nuevamente contra la interpretación de Dahrendorf, el conservadurismo que se le imputa a Parsons

comienza a desvanecerse, ahora definitivamente, en la medida que él atacó el McCarthyismo porque en los

hechos erosionaba el tipo de libertades civiles que supuestamente intentaba defender. De manera similar,

contra Poggi, hemos visto que en el análisis de asuntos “puramente” nacionales como el McCarthyismo la

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descripción empírica así como la explicación sociológica hubo de abarcar la escena internacional tanto

como factores locales o nacionales. Por otra parte, hemos visto cómo en su análisis empírico de casos

particulares Parsons ciertamente centra su atención en la cuestión de la integración, pero los trata como un

problema en vez de como un aspecto ya logrado de la vida social moderna. La integración no es una cosa

sino más bien un recurso escaso; no es un factor dado sino algo a ser buscado con determinación. Y en

oposición a los nazis, el McCarthyismo no era una crítica a la modernidad sino que su exacerbación

unilateral; no propuso una nueva forma de orden social sino que solamente ofreció una comprensión

monista y estrecha de su herencia universalista. Entonces, para solucionar las tensiones que el movimiento

McCarthyista planteaba, era necesaria más en vez de menos modernidad.

Los años sesenta (I). Integración pluralista dentro del estado-nación: La defensa de los derechos civiles

El artículo de Parsons sobre el problema de la ciudadanía, lo que en ese entonces se conocía como el tema

del “americano negro”, fue publicado originalmente en 1965. Es bien sabido que para ese entonces Parsons

ya utilizaba su modelo de AGIL e hizo un intento consciente de aplicarlo a este asunto particular. De

hecho, el punto de partida analítico en el texto fue tomar la nación como representación de la forma

moderna de comunidad social, esto es, el subsistema a cargo de la resolución de los problemas integrativos

en la sociedad. Parsons sostiene que si bien la idea de nación podía, y de hecho todavía estaba, muy unida a

características potencialmente esencialistas tales como la religión, la raza y la cultura común, una clara

subordinación teórica de la nación a la comunidad societal haría posible cambiar tal vínculo. Al centro de la

noción de comunidad societal de Parsons (1967a: 453) está la idea de que la integración social en el seno

del estado-nación moderno debe ser, y ese proceso ciertamente había comenzado ya, cada vez más

pluralista y diferenciada:

Hoy, más que nunca antes, somos testigo de una aceleración en la emancipación de los individuos

de todas estas clases de solidaridades particularistas difusas. Esto debe ser visto como una

diferenciación adicional del conjunto de roles en que está involucrado un individuo. Por estar

incluido en amplias estructuras comunitarias, el individuo no necesita dejar de ser miembro de las

más pequeñas, pero estas últimas tienen que renunciar a ciertos controles que previamente

ejercieron sobre él

Las imágenes tradicionales de la identidad e integración nacional eran revisadas y se hicieron más pluralistas

de forma tal que diferentes grupos comenzaron a sentirse aceptados y la inclusión completa en la nación

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podría llegar a conseguirse en la medida en que ella se conceptualiza como una comunidad societal.

Parsons se refería a la tendencia para la formación de “una estructura social pluralista” en la que “la

membresía a un grupo religioso o étnico no determina toda la participación social del individuo (…) En

líneas generales, la tendencia del desarrollo americano ha estado orientada hacia un pluralismo creciente en

este sentido y, por lo tanto, hacia una creciente relajación en las conexiones entre los componentes del

estatus social total” (Parsons 1967a: 429). No había dudas de que estaba teniendo lugar un incremento en

las posibilidades integrativas al interior de la comunidad societal americana puesto que las tendencias que

tenían lugar en los Estados Unidos apuntaban en dirección a que todos los “miembros de la comunidad

social ‘deben’, en el sentido normativo, disfrutar de ciertas libertades básicas y seguridades a partir de ellas

(…) estos derechos han de tener prioridad por sobre cualquier estatus o interés político determinado y por

sobre cualquier componente social como la abundancia o la pobreza, la prominencia o la marginación”

(Parsons 1967a: 430-1). Tanto en términos descriptivos como normativos, Parsons sostiene que una cierta

base universalista comenzaba a hacerse más claramente reconocible e implementable.

Estos derechos incluyen, pero no se agotan, en los aspectos civiles (legales) y políticos de la ciudadanía, tal

y como fueron clásicamente desarrollados por el sociólogo británico T. H. Marshall (1950). La opinión de

Parsons era, sin embargo, que la inclusión completa del “americano negro” no era posible sin una

implementación más profunda y completa de la ciudadanía social. Esto podía tomar la forma de una

intervención federal con medidas tales como políticas contra la pobreza y el financiamiento adicional para

salud y educación en favor de aquellos grupos que están siendo sistemáticamente discriminados. La

inclusión pluralista dentro de una comunidad societal moderna necesita, primero, estar fundada sobre

valores y principios universalistas y, segundo, estar regulada con un marco jurídico que garantice igualdad

ante la ley a todos los grupos y en toda clase de ámbitos institucionales y contextos sociales. Pero para

Parsons tales orientaciones valóricas y órdenes normativos siguen estando vacíos y siendo ineficaces si los

grupos marginados no tienen la oportunidad, efectiva, adecuada y justa de ejercitar los roles que han

adquirido recientemente:

Aunque la institucionalización tanto de derechos legales como de la participación política

constituye las condiciones necesarias para un progreso mucho mayor en dirección hacia la

inclusión total en la comunidad societal, ellos no son suficientes por sí mismos. También se

requiere la implementación del componente social de manera tal que los obstáculos reales, tan

presentes a la base, sean reducidos al punto que, aunque no se puede esperar que desaparezcan en

el corto plazo, se hagan más o menos manejables (Parsons 1967a: 434-5)

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81

Sólo a medida en que las situaciones reales comiencen a aproximarse a tal mejorado estado de cosas podrá

la sociedad más amplia comenzar a experimentar los beneficios de la inclusión completa y los propios

individuos serán capaces de alcanzar sus metas personales y colectivas. Esta es la razón principal tras el

reconocimiento de Parsons del rol crucial de los movimientos sociales, como el Evangelio Social a fines del

siglo XIX y las políticas del New Deal a nivel nacional a principios del siglo XX: ambas ayudaron a la

creación de condiciones sociales en que los valores y las normas universalistas pudieron efectivamente

operar (Parsons: 1967a: 451). Parsons se da cuenta del hecho de que aquí está tratando con ciertas

cualidades, tanto reales como míticas, del sentido tradicional de la identidad nacional en los Estados

Unidos. Así, por ejemplo, él reconoce que la idea de América como “la tierra legendaria de la oportunidad

sin límites (…) nunca ha estado completamente justificada” (Parsons 1967a: 437). A su vez esto significa

que las imágenes tradicionales de la identidad nacional americana deben ser revisadas y que se están

alejando realmente “de una base de solidaridad étnica restrictiva – la así llamada WASP30 – a una más

cosmopolita que incluye muchos elementos que no guardan relación con los fundamentos más tradicionales”

(Parsons 1967a: 442-3, mis cursivas). Y con respecto a las especificidades del problema racial, esto es, el

estatus legal y social de una parte importante de los americanos, la manera en que él describe y de hecho

evalúa la situación es instructiva. Parsons constata la tendencia hacia una inclusión más amplia que sólo

puede basarse en principios y un marco legal universalista:

en sus niveles más profundos, no se trata de una demanda por la inclusión de los negros como

tales, sino de la eliminación de cualquier categoría definida en sí misma como inferior. Por un largo

tiempo, el estatus del negro fue un problema peculiarmente sureño. Luego se convirtió en un

problema nacional, pero en su especificidad qua negro. Ahora estamos entrando a la fase en que ya

no se trata de eso sino el problema de eliminar el estatus de inferioridad como tal, sin importar la

raza, el credo o el color (Parsons 1967a: 454)

Parsons entiende que ciertos valores, símbolos e instituciones fueron y siguen siendo parte inextricable de

la tradición americana. Su defensa de las libertades civiles va, sin embargo, más allá del liberalismo en la

medida en que él no sólo señala la importancia del estado de derecho sino también que su implementación

real y efectiva ha sido altamente ambivalente e incompleta antes que uniforme y sin problemas. De hecho,

el esfuerzo de Parsons en este artículo es, contra del argumento de Giddens, que la descripción de esta

30 El término WASP – “White, Anglo-Saxon and Protestant” (blanco, anglosajón y protestante) – es una manera informal para referirse al grupo dominante en Estados Unidos.

Page 83: Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

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realidad debe al mismo tiempo incluir una mirada escéptica acerca de las imágenes ingenuas de la identidad

e integración nacional.

La conclusión de la búsqueda de Parsons sobre las características principales de la comunidad societal

americana sirve también como introducción a la última sección de este capítulo. Por un lado, la imagen de

la identidad nacional que él tiene en mente es pluralista, incluso para los estándares de hoy – y que decir

para principios de los años sesenta. Si, analíticamente, el argumento de Parsons que “la constitución de una

comunidad societal nunca es estática, sino que varía constantemente en el tiempo” (Parsons 1967a: 435);

entonces, normativamente, él sostiene que el reconocimiento definitivo de distintos componentes

particulares requiere de compromisos de valor fundamentalmente universalistas e igualitarios. Por otra

parte, Parsons supera cualquier orientación internalista en su análisis en la medida que su argumento toma

en consideración las conexiones entre la tendencia mundial hacia la descolonización y el problema interno

de los Estados Unidos de conceder ciudadanía completa a todos los grupos de su población. El argumento

de Parsons es que, debido al rol preponderante de los Estados Unidos en el mundo, la credibilidad de su

liderazgo aumentará o disminuirá significativamente dependiendo de cómo se aborde el problema de lograr

la inclusión completa de todos los grupos racialmente discriminados. El proceso mismo de inclusión

finaliza en los Estados Unidos con los derechos de ciudadanía total para su población negra, de modo

similar a lo que estaba teniendo lugar en todo el mundo en la medida que la comunidad mundial comienza

a conceder “ciudadanía completa” a las nuevas naciones, con independencia de la afiliación racial o

religiosa de su población. En palabras del propio Parsons (1967a: 464):

Debido a la cuestión tremendamente importante de la raza y del color en la situación mundial, la

posición estratégica del americano negro es crucial. Esta subcomunidad de nuestra sociedad pluralista

tiene la oportunidad de ser la principal portavoz simbólica de la posibilidad de lograr una sociedad

mundial pluralista en lo racial, religioso, nacional y cualquier otro aspecto; en que algún tipo de

integración de los grupos raciales puede desarrollarse sin pérdida de identidad y en términos

compatibles con la equiparación, de quienes estaban previamente discriminados, a un estatus

fundamentalmente similar al de la ciudadanía mundial

Creo que a estas alturas está demostrado que la comprensión de Parsons de la situación de los Estados

Unidos y del contexto internacional presupone y requiere tanto de elementos internos como externos.

Tanto el marco analítico como el sistema de valores que ha desarrollado para estudiar estos problemas

mantiene integrados ambos planos de investigación. Además, su concepción pluralista de la integración

Page 84: Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

83

social como el mejor modo para referirse a la solidaridad social en la modernidad invalida el argumento de

Dahrendorf sobre Parsons como un pensador cuasi-totalitario. Para dar aun mayor apoyo a estos

argumentos, permítanme concluir esta revisión de la sociología de la política de Parsons, y de su

concepción del estado-nación, con un breve recuento de su comprensión de las relaciones internacionales

durante el período de la Guerra Fría.

Los años sesenta (II). ¿Hacia un Parsons cosmopolita? Las relaciones internacionales durante la Guerra

Fría.

Ninguna evaluación de la sociología del estado-nación de Parsons está completa sin alguna referencia a su

comprensión de las relaciones internacionales y su posición en su comprensión de la política. A pesar de lo

que afirma el folklore anti-parsoniano, hemos visto que no es especialmente difícil encontrar referencias

sobre el tema en sus escritos. Ya hemos citado, en una variedad de contextos diferentes, sus comentarios

sobre la importancia de procesos y tendencias que si bien tienen lugar en el exterior de un estado-nación

determinado tienen también una influencia importante sobre él. Parsons era también extremadamente

consciente del grado en que la explicación de los procesos de formación del estado-nación debía ser situada

dentro del contexto del desarrollo estructural o evolutivo de la modernidad (Parsons 1971, Mouzelis 1999).

Permítanme simplemente un par de comentarios adicionales para reforzar mi argumento. En su negativa

reseña de La Elite del Poder de Charles W. Mills, Parsons señala cuáles son los “dos conjuntos de procesos

principales” que habrían transformado los Estados Unidos desde principios del siglo XX. El primero es la

manera en que las relaciones industriales se dejan sentir en todos los aspectos de la vida social americana

“en especial su sistema político y estructura de clase”. Pero la segunda tendencia se refiere “a la nueva

posición de los Estados Unidos en la sociedad mundial, que es una consecuencia en parte de nuestro

propio desarrollo económico, en parte de una variedad de cambios exógenos, incluyendo la declinación

relativa de los poderes de Europa occidental, del surgimiento de la Rusia Soviética, y de la desintegración

de la organización ‘colonial’ de gran parte del mundo no-blanco” (Parsons 1963c: 207). En otras palabras,

de manera similar a lo que vimos en su análisis del McCarthyismo y los derechos civiles, la comprensión de

la situación particular del país no se puede llevar a cabo sin una apropiada consideración de los elementos

internos y externos. Además, en el contexto de su análisis de la tendencia reciente a la descolonización,

Parsons señalaba que el proceso sólo podría ser adecuadamente conceptualizado si reconocemos que “la

economía industrial es fundamental para la estructura política del mundo: obviamente no es ningún

accidente que las dos grandes potencias alrededor de las cuales el sistema político mundial ha estado

polarizado desde el final de la Segunda Guerra Mundial sean las dos principales naciones industriales (…)

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el industrialismo mundial debe afectar el problema de la independencia política de las antiguas áreas

coloniales” (Parsons 1963a: 117). Y finalmente, cuando intenta comprender el industrialismo como la

tendencia estructural clave de la modernidad actual, esta es la forma en que Parsons expresa la relevancia de

los factores externos al estado-nación en cuestión: “en relación a preocupaciones ‘internas’ de la sociedad,

como por ejemplo sus propios valores, religión, intereses de personalidad, o su propia integración, tal

sociedad debe haber estado marcadamente orientada al control del ambiente externo. Este énfasis es difícil

de identificar dentro de una única cultura, pero se destaca marcadamente en contraste, por ejemplo, con la

sociedad occidental moderna, India o China” (Parsons 1963b: 133). Como forma de iniciar esta última

sección, lo que quiero simplemente afirmar es que, analíticamente, Parsons no era víctima de ninguna clase

de obsesión compulsiva por los factores internos en detrimento de los externos. Su interés parece estar,

más bien, en la manera en que se le puede dar un peso adecuado a ambos espacios con el objetivo de

comprender tendencias y acontecimientos determinados.

Si dirigimos ahora nuestra atención a aquellos escritos donde Parsons explícitamente reflexionó sobre las

relaciones internacionales, encontraremos dos argumentos de peso sobre las características principales del

estado-nación y del sistema social internacional. La primera tesis es que el estado-nación es sólo una forma,

aunque muy importante, de organización de las relaciones sociales sobre base territorial. En la modernidad,

el estado-nación nunca ha sido el portador exclusivo o más importante de la vida social territorializada. Y la

segunda es que el sistema de relaciones internacionales requiere de un fuerte fundamento normativo o, en

las palabras que el propio Parsons habría usado, de su propio orden normativo. A partir de esta última

afirmación creo que es posible proponer, en directa oposición a la tesis de Giddens sobre el nacionalismo

metodológico, una lectura cosmopolita de Parsons.31 Permítanme entonces desarrollar cada uno de estos

temas.

En un artículo publicado originalmente en 1961, Parsons reflexionó sobre el problema de la

territorialización de las relaciones sociales y el grado en que el estado-nación moderno había alterado

fundamentalmente ese aspecto de la vida social. Su argumento es que la territorialización es un proceso 31 Parsons no usó demasiado, o de manera teóricamente consistente, la noción de cosmopolitismo pero en este mismo libro explico por qué no me parece que eso sea un impedimento para caracterizar a un pensador o a una escuela de pensamiento como cosmopolita (capítulos 5 y 6). Más bien, el fundamento cosmopolita de una teoría social determinada debe evaluarse a partir de si una pretensión universalista es el elemento fundante de sus conceptos, métodos y puntos de vista normativos. En el caso de Parsons, no sólo creo que esta cláusula se cumple sino que ya hemos visto en una de las citas anteriores que él se refirió positivamente a la idea de cosmopolitismo. Apoyo adicional en esta dirección se encuentra en su breve homenaje a Weber en ocasión del centenario de su nacimiento, donde describe al sociólogo de Heidelberg como un “intelectual altamente cosmopolita, apasionadamente interesado en (…) comprender la importancia de la sociedad de su tiempo en Europa” (Parsons 1965b: 172).

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reforzado por el desarrollo de las instituciones del estado-nación, pero al mismo tiempo él plantea que esta

territorialización está lejos de ser definitiva, tanto en la práctica – la capacidad real del estado-nación para

controlar su territorio – como normativamente – el punto de vista universalista que está a la base de tales

pretensiones normativas como la autodeterminación democrática y el estado de derecho. La organización

territorial de las relaciones sociales es un problema general que es siempre resuelto simultáneamente en

diversos niveles y no sólo al nivel nacional. De hecho, casi en directa oposición al nacionalismo

metodológico, Parsons (1969c: 300) sostenía que el estado-nación “de ninguna manera es una unidad

monolítica como se ha sostenido a menudo.Del mismo modo que hay muchos grupos privados internos

con intereses que cruzan las líneas nacionales, la idea de la soberanía absoluta de los gobiernos es, en el

mejor de los casos, solamente una aproximación a la verdad.” Así, en el nivel analítico, Parsons (1969c:

297) argumenta que:

El estado nacional representa un sistema social caracterizado por un nivel relativamente alto de

integración en un aspecto, a saber, en la capacidad de controlar la actividad dentro de un área

territorial y de reaccionar concertadamente como ‘grupo de interés’ vis-à-vis otras unidades

territoriales. Pero eso no implica que su existencia es incompatible con otros elementos de control

normativo sobre áreas territoriales que trascienden su ‘soberanía’ (aunque la naturaleza de este

control es, por supuesto problemática), o que los elementos de orden sin referencias principales a

lo político-territorial sean despreciables

Estos argumentos algo abstractos son desarrollados en los niveles más empírico e histórico. Parsons

comprende el funcionamiento de la política mundial durante la Guerra Fría como un campo complejo y de

múltiples niveles. Su argumento es que en la práctica los bloques en los que el mundo estuvo dividido

durante la Guerra Fría eran unidades soberanas tan importantes como lo eran los estados-nación

individuales:

Ya sea por acuerdo contractual formal o en otras varias maneras, el sistema internacional

evidentemente no es sólo un agregado de unidades soberanas atomizadas; más bien, estas unidades

están organizadas de manera compleja en varias tipos de ‘comunidades de intereses’ y similares.

La Comunidad Británica de Naciones, las combinaciones de Europa Occidental (…) la OTAN, la

Organización del Tratado del Sureste Asiático, y – sin menospreciarlo por un segundo – el

bloque Comunista, son ejemplos familiares (Parsons 1969c: 301, las cursivas son mías).

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Otro tema a tratar en esta parte del capítulo es el análisis de Parsons sobre las bases normativas de las

relaciones internacionales. En este contexto, su interés radica no sólo en conceptualizarlas adecuadamente

sino además en encontrar una manera de fortalecer su base normativa de modo de ayudar a modelar el

futuro de las relaciones entre estados. No se puede obviar el hecho de que en aquel entonces Parsons

estaba escribiendo en medio de la Guerra Fría; su punto de partida es precisamente que “por debajo de los

conflictos ideológicos que han sido tan prominentes ha estado emergiendo un importante elemento de

amplio consenso al nivel de los valores”. La tendencia que así identifica son “procesos de integración que

parecen estar teniendo lugar en el mundo de manera general y que ofrecen posibilidades de una base más

sólida para el orden internacional de la que hemos gozado hasta ahora en este siglo” (Parsons 1967b: 466).

Sociológicamente hablando, Parsons constata que la diferenciación estructural es el proceso principal a la

base del surgimiento del industrialismo al nivel nacional. Es decir, la implementación de políticas

industriales requiere que las sociedades nacionales desarrollen – siguiendo el modelo AGIL – instituciones

económicas, políticas, integrativas y fiduciarias. Éstas, a su vez, llevan a la aparición de fenómenos tales

como la separación entre el hogar y el lugar de trabajo, la importancia de las calificaciones

profesionales/técnicas y el estado de derecho. Éste es el sentido en que debemos entender la tesis de

Parsons de que el industrialismo es la etapa más reciente de desarrollo de la modernidad. Pero este proceso

de diferenciación estructural pudo emerger sólo porque tuvo como base un “marco normativo común,

principalmente al nivel de los valores” (Parsons 1967b: 471). Esos valores principales del industrialismo

son la productividad económica y la autonomía política; y el alto nivel de abstracción de estos valores se

aprecia en el hecho de que ambos son igualmente aceptables por los regímenes capitalistas y socialistas.

Ambos tipos de orden social adoptarían y adaptarían estos valores a través de sus distintas estrategias y

políticas. Esto, a su vez, refuerza la tesis de Parsons (1967b: 473) de que “no podemos dejar de reconocer

la presencia del ingrediente primario de la integración como opuesto a la polarización – valores comunes a

cierto nivel del sistema societal general”, donde este uso de la idea de un sistema societal general se

aproxima a la noción actual de sociedad mundial. Éste es un primer sentido en el que pienso que es posible

hablar del fundamento cosmopolita que está a la base de la comprensión de Parsons de las relaciones

internacionales. En referencia a la supuesta igualación entre el estado-nación y la sociedad en el trabajo de

Parsons, además, podemos ver aquí que para Parsons el estado-nación es sencillamente incapaz de

establecer sus propias bases normativas. En cambio, el tipo de orden social democrático-liberal que está

interesado en promover al nivel nacional debe recurrir a un marco de referencia más amplio y, agregaría yo,

cosmopolita.

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Esta interpretación encuentra apoyo adicional si dirigimos nuestra atención a la forma en que Parsons

conceptualiza efectivamente las relaciones internacionales. En este caso, nuevamente, su argumento es que

el “reconocimiento efectivo” de “la naturaleza de los compromisos de valor universalmente sostenidos (…)

implica la disociación máxima de las posiciones ideológicas defensivas y de las prácticas políticas específicas

a cada bando. No hay duda de que llevar a cabo tal disociación dependerá de un de alto nivel de autocrítica

y autodisciplina nacional” (Parsons 1967b: 476). Aun más, Parsons propone que ya se ha logrado un

“progreso considerable” en dirección de un tipo de “sistema de normas procedimentales” a partir de las

cuales puede emerger un orden normativo internacional (Parsons 1967b: 466). Una y otra vez enfatiza que

sólo un sistema de normas procedimentalizadas puede ser capaz de acomodar las diferencias sustantivas

entre los campos en disputa debido a la naturaleza abierta del procedimentalismo: “[e]s evidente, entonces,

que la confianza en normas procedimentales significa un aumento inevitable del riesgo para determinadas

metas particularistas. Si esperamos que el campo comunista someta sus intereses vitales a normas

procedimentales, debemos, como corolario, aceptar la posibilidad de que la adhesión a esas normas resulte,

en muchos casos, en la derrota de nuestros propios intereses (…) este es el precio que debemos pagar por

una mayor libertad” (Parsons 1967b: 480-1). Es interesante que las cualidades que Parsons señala en este

contexto sean similares a las virtudes que Bryan S. Turner (2001) ha identificado recientemente como

constitutivas de una actitud verdaderamente cosmopolita (capítulo 5). Y como ya vimos son igualmente

compatibles con las opiniones del propio Parsons acerca de la integración pluralista al interior de una

comunidad societal moderna.

Contra la idea de que el sistema social internacional era en ese entonces altamente volátil, estaba

impregnado de conflictos y carecía de cualquier tipo de fundamento común, Parsons se separa de las

opiniones tradicionales de la Realpolitik de la Guerra Fría para sostener que el hecho mismo de que exista

tal cosa como un sistema de relaciones interestatales es expresión de la presencia de compromisos de valor

subyacentes. En tal argumento resuena la confianza de Kant (1991) sobre la emergencia de una federación

pacífica de naciones que habría de tender hacia una paz perpetua cosmopolita. Su tono es optimista y

parece apuntar en esa dirección: “quizás no es demasiado afirmar que el peso de la prueba corre por cuenta

de quien proponga que la intensificación del círculo vicioso del conflicto es la tendencia subyacente

principal del sistema político mundial” (Parsons 1967b: 466-7). La concepción autosuficiente del estado-

nación que en opinión de Giddens Parsons suscribe se ha mostrado, en el mejor de los casos, sólo

parcialmente verdadera. En el contexto de sus escritos sobre la Guerra Fría esto se expresa en la idea de

que el estado-nación no puede ser concebido como una unidad autocontenida. Al nivel práctico, porque

los bloques eran unidades tan soberanas como los estados individuales y al nivel normativo porque el

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estado-nación requiere de un compromiso cosmopolita de base como fundamento normativo de las

relaciones internacionales.

Conclusión

Parsons tiene una visión modernista del desarrollo histórico y las características principales del estado-

nación en cuanto debe ser visto en co-evolución con otras instituciones y valores igualmente modernos.

Con todo, su modernismo es cauto porque no reifica la importancia de la posición del estado-nación en la

modernidad. El estado-nación no es la representación automática o final de las instituciones modernas ni

tampoco la fuerza motriz tras el desarrollo estructural de la modernidad. El estado-nación ha coexistido a

lo largo de la modernidad con diversas formas de organización sociopolítica y Parsons habría estimado

como históricamente inexacto, analíticamente insostenible y políticamente erróneo y peligroso considerar al

estado-nación en su forma liberal-democrática como el resultado necesario del desarrollo de la modernidad.

Como tipo específico del orden social que Parsons estimaba deseable, el estado-nación tiene que ser

intencionadamente formado, cuidado, defendido y constantemente reinventado. Esto sin duda lo llevó a

una cierta idealización de los efectos estabilizadores que un estado-nación democráticamente organizado

habría de tener sobre su población – y más allá. Empíricamente, sin embargo, se podría argumentar que

para Parsons el New Deal americano – como expresión de ese estado-nación liberal y democrático – era la

forma más convincente de orden social existente, por cuanto el fascismo y el totalitarismo eran las mayores

amenazas a la forma política y social del estado-nación moderno.

Como ya he dicho, estos son cuatro asuntos a los que Parsons dedicó atención explícita – al menos en

términos de su trabajo publicado – y son por ello ejemplos claros de la sociología de la política de Parsons

que este capítulo intentó reconstruir. Sin embargo, uno tiene derecho a preguntarse qué puede interpretarse

del silencio de Parsons sobre los que son acontecimientos políticos igualmente importantes pero que no

fueron merecedores de su análisis directo. De manera no sistemática, es posible mencionar fenómenos tan

importantes como la guerra en Vietnam (1959-1975/1964-1972 dependiendo de la fuente), el apoyo de los

Estados Unidos a las dictaduras de derecha en Centro y Sudamérica, los movimientos pacifistas y anti-

armamentistas, y la entrada de las tropas Rusas en Hungría (1956) y Praga (1968) – para referirme sólo a

casos bien conocidos. No los menciono para iniciar un juego contrafáctico sobre “lo que Parsons pudo

haber dicho” en caso de haber publicado artículos sobre estos asuntos. Pero me parece justo preguntarse

por qué parece haber elegido acontecimientos que amenazaban la integración “desde abajo” (fascismo,

McCarthyismo, racismo sureño) y busca alentar la integración política nacional e internacionalmente “desde

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arriba” contra tales amenazas. Esta lista alternativa de eventos políticos, que por lo demás fueron los que

captaron la imaginación de la izquierda en la época, parece mostrar la distancia entre valores y prácticas, e

invita a pensar en la devaluación real que tienden a experimentar los valores de una manera que no es

completamente evidente en el análisis de Parsons. Aunque no sirva para mucho más, esto se podría

interpretar como otra expresión del argumento sugerido más arriba acerca de que el énfasis teórico de

Parsons en la integración es resultado de su pleno reconocimiento de la presencia empírica del conflicto y

tensiones en la modernidad.32

Pero incluso si estamos de acuerdo en el hecho de que hay inexactitudes e idealizaciones en la

conceptualización de Parsons sobre el estado-nación, el argumento que he intentado construir es que tales

dificultades son mantenidas a raya en cuanto para él cualquier teorización del estado-nación debe colocarse

en el contexto más amplio de tendencias profundamente arraigadas de la modernidad. La definición

fundamental de la modernidad como un proceso de diferenciación estructural lo llevó a la tesis sustantiva

de que, en la comprensión de los rasgos, tensiones y disyuntivas de naciones particulares, hay siempre

factores más profundos y de largo plazo que el sociólogo debe tomar en cuenta. En sus escritos políticos,

Parsons intentó consistentemente explicar el camino seguido por uno u otro país, y ciertamente las

diferencias nacionales, como resultado de tendencias de largo plazo como la historia de su estructura de

clase, el momento y grado de su industrialización, su composición demográfica, su localización geográfica y

su contexto geopolítico. También hemos visto que Parsons no era amigo de esencializar los rasgos

nacionales de modo que, por ejemplo, atribuyera a los alemanes un gen belicoso que casi necesariamente

les haría recaer en el chauvinismo agresivo. Más técnicamente, mi argumento es que en su explicación

sociológica la situación de un país es para Parsons siempre el explanandum mientras el desarrollo estructural

de la modernidad es el explanans.

Así, a pesar de las críticas de conservadurismo, internalismo y nacionalismo metodológico, creo haber

demostrado que la concepción de Parsons del estado-nación era bastante más sofisticada. Él defendió el

estado-nación debido a su capacidad de proteger y ciertamente de animar formas pluralistas de vida

mediante una integración universalista basada en el estado de derecho y pareció haber comprendido que

eso sólo se puede lograr en combinación tanto con elementos internos como externos al estado-nación.

Mantuvo, además, una clara apreciación acerca de la inestabilidad, e incluso inseguridad, del tipo de

integración social que el estado-nación era capaz de establecer. De hecho, un tema importante que recorre

32 Agradezco a Robert Fine haber llamado mi atención sobre esta particular imperfección de la sociología de la política de Parsons.

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todos los artículos que hemos revisado es que la modernidad está en un estado permanente de crisis de

integración que, en relación al estado-nación, se refiere a comprender sus tensiones sociales más

importantes. Su intención permanente es lograr un equilibrio adecuado en el peso relativo de los factores

internos y externos, y un elemento crucial en esa ecuación es el punto de vista cosmopolita subyacente, y

lentamente procedimentalizado, del sistema normativo de las relaciones internacionales. En lo que se

refiere a la sociología de la política de Parsons, una imagen del estado-nación mucho más rica, y que debe

ser todavía completamente explorada, está comenzando a emerger.

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SEGUNDA PARTE: COSMOPOLITISMO

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Capítulo 5. Cosmopolitismo y Teoría Social*

La relación entre el cosmopolitismo y la teoría social no puede reconstruirse directamente. A quienes nos

referimos comúnmente como las figuras más destacadas en la historia de la teoría social – Marx, Weber,

Durkheim, Simmel, Parsons – no escribieron mucho, en realidad casi nada, sobre cosmopolitismo. De

hecho, en el Manifiesto Comunista Marx y Engels (1976) utilizaron el término sólo al pasar y como adjetivo

para describir el nuevo tipo de artefactos culturales con orientación mundial que el capitalismo crea. Así,

aunque hablaron de literatura y ciencia “cosmopolita” – el término alemán que utilizaron es Weltbürgertum –

ello no implica su valoración sistemática como idea. Más incisivamente, en sus clases sobre Sociología Política

Émile Durkheim (1992) utilizó la noción cosmopolitanisme para recuperar la idea de Kant de la paz perpetua y

con ello intentó reconciliar el viejo credo cosmopolita del derecho natural con la fuerza naciente del

nacionalismo justo antes de la Primera Guerra Mundial. Pero nuevamente en este caso el significado

altamente politizado que Durkheim dio al concepto no permite, al menos no sin mayor análisis, describir su

punto de vista sociológico como cosmopolita. Este capítulo comienza por lo tanto con una nota de cautela.

La evaluación de las conexiones entre el pensamiento cosmopolita y la teoría social no puede reproducir los

caminos seguidos por aquellos que han reconstruido cómo la teoría social se relaciona con una serie de

tendencias sociales e intelectuales: el surgimiento del capitalismo (Giddens 1971), la crítica a la ilustración

(Hawthorn 1987), el liberalismo (Seidman 1983), el romanticismo (Nisbet 1967) y el nacionalismo

(Chernilo 2007). En cambio, necesitamos primero identificar los elementos definitorios del cosmopolitismo

como tradición intelectual y sólo entonces podremos intentar evaluar el grado en que ellos son compatibles

con las características principales de la teoría social moderna.

El punto de partida de este capítulo es que un tipo de conexión entre el cosmopolitismo y la teoría social

puede encontrarse, y está basado, en una pretensión universalista. En primer lugar, esto significa que ambas

tradiciones operan igualmente bajo las presuposiciones normativas de la unidad fundamental de la especie

humana y de la igualdad última de todos los seres humanos. Todas las diferencias de género, étnicas, culturales,

nacionales y religiosas deben ser teorizadas como algo interno a la unidad sustantiva de la humanidad; la

existencia misma de tales diferencias es tomada como expresión de la igualdad de todos los seres humanos.

Mi argumento es entonces que este fundamento cosmopolita está a la base, durante los últimos dos siglos, del

trabajo de los teóricos sociales más destacados no sólo en su puntos de vista normativos sino también en

* Agradezco a Robert Fine sus comentarios a este capítulo y su apoyo incansable por ya varios años. Le estoy agradecido también a Bryan Turner por la invitación que me hizo a escribir este artículo y sus sugerencias editoriales. Por último, pero no menos importante, Aldo Mascareño fue muy generoso en sus críticas e ideas. Apoyo material para la realización de este texto me ha sido proporcionado por los proyectos FONDECYT 1070826 y 1080213.

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sus conceptos y métodos. En otras palabras, tanto para el cosmopolitismo clásico como para la teoría

social moderna, la idea de humanidad puede ser significativamente comprendida sólo si se la trata como un

único sujeto. Así pues, incluso si es totalmente inadecuado entender la sociología como la encarnación

científico-social de un programa cosmopolita que se ha desarrollado principalmente en un nivel filosófico,

quisiera en todo caso argumentar que la teoría social es altamente compatible con una perspectiva

cosmopolita debido a la pretensión universalista que ambas comparten.

Existen, por supuesto, diferencias importantes en la manera en que la vieja tradición de pensamiento

cosmopolita, que se remonta a la filosofía estoica griega (d’Entrèves 1970, Harris 1927, Rommen 1998) y la

teoría social moderna, entienden y justifican esta pretensión universalista. La delimitación exacta de estas

diferencias se encuentra más allá del alcance de este capítulo, pero permítanme indicar muy brevemente

algunas de ellas en relación a la discusión que sigue. La primera tiene que ver con que mientras una idea

universalista de la unidad de la humanidad ya estaba en el centro de las cosmovisiones de todos los

imperios antiguos (Voegelin 1962), en la teoría social moderna estamos en presencia de una pretensión

universalista. Me interesa mostrar en lo que sigue que la teoría social requiere de las dos cláusulas que ya

señalé – la unidad fundamental del género humano y la igualdad última de todos los seres humanos – pero

en la modernidad los sociólogos ya no pueden continuar sosteniendo que han encontrado la respuesta

definitiva a esas preguntas. La teoría social tiene que creer en, y trabajar con, esas nociones de unidad e

igualdad pero no puede establecerlas de manera dogmática o definitiva. La teoría social utiliza más bien esta

pretensión universalista como un ideal regulativo, un estándar por el cual esforzarse aunque se sepa por

adelantado que no será alcanzado definitivamente (Emmet 1994, Kant 1973). Esto lleva, en segundo lugar,

al reconocimiento de que mientras la vieja tradición cosmopolita fundamenta su universalismo en base a

presuposiciones metafísicas, un cosmos completamente ordenado en base a una divinidad natural (Toulmin

1990), o como el mismo Immanuel Kant (1991) aún lo diría, como una ley teleológica de la providencia, la

teoría social moderna hace uso de esta pretensión universalista como algo a ser concedido internamente.

En la modernidad, un punto de vista cosmopolita no puede ser impuesto desde arriba – o desde el exterior

– a los seres humanos. La pretensión de que cierto principio fundamental subyace a todo tipo de relaciones

sociales y formas de vida debe ser demostrada con argumentos que han de ser teóricamente consistentes y

empíricamente válidos, pero su aceptación final sólo puede descansar en el hecho de que tales argumentos

son potencialmente aceptables para los propios seres humanos. Finalmente, el cosmopolitismo de la teoría

social se establece sobre la noción de que es solamente en la modernidad que los seres humanos comienzan

a darse cuenta del hecho de que el globo en su conjunto se está convirtiendo, realmente, en un lugar

compartido. La teoría social emerge, y ayuda a dar forma, a la idea de que el surgimiento de la modernidad

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crea las posibilidades para la realización histórica del antiguo ideal de una única humanidad. Es sólo en la

modernidad que la humanidad como tal llega a ser responsable por la creación del marco institucional

dentro del cual su propia unidad fundamental puede ser efectivamente observada.

El cosmopolitismo de la teoría social moderna no se refiere en este sentido directamente o primeramente a

una idea de ciudadanía mundial ni tampoco a la constitución legal de la humanidad como comunidad

política mundial. El alcance de su orientación cosmopolita es más sociológica puesto que busca apoyo

empírico y evidencia histórica adicional para la pretensión normativa de la unidad fundamental de la

humanidad. Quisiera sostener que el refinamiento constante de las herramientas conceptuales y de los

dispositivos metodológicos de la teoría social se dirige hacia una conceptualización universalista de la vida

social como una forma de reconocer y poder comprender la amplísima variación sociocultural que es

posible encontrar en la modernidad. Por lo tanto, al hablar del fundamento cosmopolita de la teoría social

moderna me refiero a un compromiso filosófico profundo que ha estado en operación con independencia

de si era reconocido explícitamente. La agenda de investigación de largo plazo de la teoría social – la

comprensión del surgimiento y de las características principales de la vida social moderna de una manera

que sea teóricamente sofisticada, metodológicamente convincente y empíricamente intercultural – depende

de su coherencia con el universalismo normativo del cosmopolitismo. En lo que sigue, intentaré dar

sustento a esta visión mediante una reevaluación del trabajo de algunos de los teóricos sociales más

importantes durante tres fases de la historia de la teoría social.

Fase 1. Teoría social clásica: La modernidad como un fenómeno mundial

Comenzamos con las figuras fundadoras de la teoría social moderna porque la imagen que nos hacemos de

la agenda de estos pensadores tempranos tiende a dejar huellas en la forma en que evaluemos el estado, las

características principales y los desafíos de la teoría social actual. La teoría social clásica surgió, a fines del

siglo XIX, como un programa intelectual centrado en intentar entender y conceptualizar la naturaleza de un

conjunto nuevo de relaciones sociales – el capitalismo, el estado moderno, la democracia nacional, la

revolución socialista – que estaban teniendo impacto en todo el globo. Representado en las figuras

convencionales de Karl Marx, Georg Simmel, Max Weber y Émile Durkheim, la teoría social clásica siguió

habitando, al menos parcialmente, en la tradición de la ilustración y por ende adoptó en parte los

fundamentos de derecho natural de las formas tempranas de universalismo normativo (capítulo 6). Mi

argumento es que esos autores quisieron conservar la orientación básica de esas formas anteriores de

universalismo normativo pero necesitaron que ese universalismo pudiese trabajar bajo dos nuevas

pedro
Underline
pedro
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condiciones. Primero, tenía que sostenerse sin las presuposiciones metafísicas del derecho natural, como la

responsabilidad final de Dios en los asuntos terrenales o el telos natural de una ley de la providencia.

Segundo, tuvo que ser capaz de incorporar una cantidad creciente de diversidad sociocultural y para ello su

marco universalista debió ser cada vez abstracto y crecientemente refinado. Era necesario permitir el

desacuerdo ético y la variación empírica sin descartar, en el mismo movimiento, la posibilidad misma del

universalismo.

El compromiso de la teoría social clásica con el núcleo universalista de las formas tempranas del derecho

natural debió entonces hacerse cada vez más sutil; en otras palabras, ya no podría hacer uso acrítico del

sustrato normativo del cosmopolitismo previo. Si ahora intentamos formalizar la manera en que estos

autores realmente llevaron a cabo esa transición, deberíamos decir que el compromiso general hacia el

universalismo persiste pero que se diferenció en tres dimensiones: normativa, conceptual y metodológica.

Normativamente, la teoría social clásica propuso la idea de que la sociedad moderna existe solamente en la

medida en que abarca progresivamente al globo entero y a todos los seres humanos. Conceptualmente, los

teóricos sociales persiguieron la definición de qué es lo verdaderamente social en las relaciones sociales

modernas. Y, metodológicamente, intentaron establecer los procedimientos adecuados con los que llevar a cabo

y justificar los resultados de investigaciones empíricas en diversos momentos históricos y ambientes

culturales. Fue necesario hacer un trabajo independiente en cada uno de estos tres ámbitos porque aunque

ellos podían en principio converger, ello ya no ocurría de manera automática o necesaria. La teoría social

clásica se mantuvo comprometida con tales presuposiciones generales como la unidad fundamental de la

especie humana y la igualdad última de todos los seres humanos pero como las viejas respuestas religiosas y

seculares ya no eran tenidas como válidas, se vio en la necesidad de renovar las justificaciones de estas

formas tempranas de universalismo normativo. La manera específica en que cada uno de los autores

clásicos de la sociología lo hizo, y el grado en el que ellos fueron coherentes en sus intentos, puede ser

evaluado como más o menos exitoso, pero el esquema cosmopolita a la base de sus propuestas necesita ser

reconocido y explicado.

En términos de su conceptualización de la modernidad como fenómeno mundial, los teóricos sociales

clásicos trataron de contestar la pregunta clave sobre en qué medida un grupo geográficamente

determinado de procesos históricamente circunscritos llevó al surgimiento de una variedad de tendencias

evolutivas que estaban comenzando a tener un impacto universalista en todo el mundo. El origen europeo

de la modernidad no les impedía reconocer su impacto mundial y, sobre todo, su vocación universalista. En

otras palabras, ellos estaban interesados, simultáneamente, en los orígenes locales, la organización nacional

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y la vocación global de la modernidad. De hecho, se ha argumentado convincentemente que el tipo de

ciencia que las figuras clásicas de la teoría social trataron de establecer fue más una ciencia de lo social en

general que una ciencia de cualquier sociedad nacional determinada (Turner 2006a). Así, mientras Marx

(1973) atribuyó al trabajo la capacidad humana fundamental de transformar la naturaleza y en el proceso

transformar a los propios seres humanos, Weber (1949, 1976) se interesó en el sentido mentado que está

implicado en todos los tipos de acciones sociales; la noción de sociación de Simmel (1909) enfatiza el

momento formativo de la interacción y Durkheim (1964) concibió los hechos sociales como externos y

ejerciendo coacción normativa. Sus reflexiones sobre el surgimiento y las características principales del

estado-nación europeo se llevan a cabo en el contexto de un mundo, literalmente el planeta entero, que se

ya concebía como un único lugar. Todos estos autores intentaron desarrollar los dispositivos analíticos que

les permitiesen definir cuál es el elemento social en las relaciones sociales modernas de manera tan

abstracta y generalizada como fuese posible (Chernilo 2007, Frisby y Sayer 1986, Outhwaite 2006).

Su énfasis intercultural está expresado también en sus reflexiones metodológicas. Pasamos completamente

por alto el ímpetu crítico tras el monumental esfuerzo de Marx si sostenemos que su explicación sobre la

generación y apropiación de plusvalía en el capitalismo se considera válida para los trabajadores belgas pero

no para los venezolanos. El dictum de Weber de que “uno no necesita ser el César para entender al César”

carece de sentido si, porque nací en Chile hacia finales del siglo XX, se afirma que nunca seré capaz de

entender sociológicamente el dominio británico en la India o las razones de los bombarderos suicidas en

Irak o Palestina. Y a pesar de lo que hoy nos parece como una cierta ingenuidad en su uso de las

estadísticas oficiales, ¿podemos simplemente decir que no hay semejanza entre las reflexiones

metodológicas de Durkheim sobre las comparaciones estadísticas de índices de suicidio y, por ejemplo, las

pautas de prevención de desórdenes alimenticios por parte de la Organización Mundial de la Salud?

Ciertamente no es mi interés defender acríticamente estas respuestas metodológicas como inmaculadas y

honrar la letra de estos trabajos en calidad de textos sagrados. Incluso las aplicaciones de estos

procedimientos por parte de los propios autores pueden ser juzgadas como inconsistentes – y las

propuestas mismas podrían no cumplir con las altas exigencias que fueron su razón de ser. Pero la

perspectiva posmoderna contraria de olvidarse totalmente de ellos porque se trata de propuestas tan

“anticuadas” como “eurocéntricas” no ofrece una mejor manera de ocuparse de los problemas complejos

que enfrentamos aquí y ahora

Como programa general de investigación, el fundamento cosmopolita que los clásicos intentaron establecer

sigue siendo válido: refinamos nuestros conceptos y reglas metodológicas más importantes para hacer

Page 98: Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

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comparable el conocimiento que ayudan a producir en diversos contextos culturales y tiempos históricos.

Evitamos así transformar una característica particular cualquiera en una ley a-histórica y universal, tenemos

cuidado de no hacer de la ocurrencia de un acontecimiento excepcional un patrón general, no tomamos un

grupo limitado de tendencias como expresión de la marcha definitiva del progreso. Únicamente un

fundamento cosmopolita altamente abstracto es capaz de sostener simultáneamente el impacto global de la

modernidad y la visión de que todos los seres humanos son concebidos como parte de la misma especie

humana. No era sino el globo entero lo que estaba siendo dramáticamente transformado en los albores en

la modernidad y este globo era considerado como un único lugar habitado por el mismo género humano.

Uno de los logros más importantes de la modernidad es haber hecho consciente a la humanidad misma de

su unidad fundamental. O para poner este argumento de otra manera, incluso si uno concede que los

sociólogos clásicos teorizaron bajo presunciones eurocéntricas en relación al subdesarrollo económico y la

carencia de autonomía política (Larraín 1989, Muthu 2003), ellos nunca conceptualizaron estas restricciones

como esencialmente dadas o definitivamente insuperables. Por el contrario, estas diferencias fueron casi

siempre explicadas como parte de un proceso histórico que tenía causas estructurales de largo plazo y éstas

eran de hecho tendencias que los agentes mismos podrían superar. Su punto de partida normativo, como

herederos críticos de la tradición del derecho natural, es también el corolario normativo de su trabajo

empírico: a pesar de todas las diferencias, la humanidad es efectivamente una y sólo puede ser teorizada

como tal. Su conceptualización del alcance global de la modernidad requiere del presupuesto normativo de

una concepción universalista de la humanidad y ésta a su vez refuerza, mediante argumentos conceptuales y

metodológicos, su fundamento cosmopolita. La aparición de la sociedad moderna es así entendida como el

momento en que la humanidad es, en última instancia, capaz de forjar su destino. Aún si la modernidad no

es conceptualizada como un sujeto autoconsciente y un desarrollo deseado, el fundamento cosmopolita de

la teoría social moderna ahora difiere de las nociones anteriores de la naturaleza humana porque ella es

vista por primera vez como una realización evolutiva de la propia historia de la humanidad.

Fase 2. Teoría social modernista: Sistema social y sociedad industrial

El período de la teoría social modernista se extiende, aproximadamente, desde el inicio de la Segunda

Guerra Mundial hasta el final de los años setenta del siglo pasado. Las credenciales cosmopolitas de la

sociología empírica y de la teoría social desarrolladas durante este período son quizás más difíciles de

justificar que aquellas de la generación anterior – y no debe olvidarse que el crecimiento institucional de la

sociología tuvo lugar bajo un apoyo estatal que si bien no fue incondicional sí fue al menos sostenido. La

agenda de investigación desarrollada en esta fase giró alrededor de asuntos tales como la moral de los

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tropas en combate, el incremento de la productividad económica y el despliegue de políticas públicas de

alcance nacional, temas todos que el estado consideró como merecedores de fondos de investigación.

Además, la tendencia descolonizadora que marcó este período llevó a un enfoque en el que la

nacionalización, la industrialización y la modernización fueron tomadas como equiparables al

fortalecimiento del control estatal sobre la sociedad civil, internamente, y de la soberanía absoluta del

estado, externamente. Finalmente, como en el caso de la teoría social clásica, los sociólogos de esta

generación utilizaron el término cosmopolitismo sólo escasamente – si acaso. Pero el enfoque que

demostró ser útil en la sección previa puede ser de utilidad también aquí: no me interesa tanto si la palabra

“cosmopolitismo” se encuentra o no en los escritos de este período como indagar si los conceptos,

métodos y puntos de vista normativos propuestos por los teóricos sociales más destacados de esta fase son

compatibles con la pretensión universalista que constituye el fundamento cosmopolita de la teoría social.

Mi tesis en esta sección es que las dos nociones que se hicieron más ampliamente aceptadas dentro de

teoría social durante este período – sistema social y sociedad industrial – satisfacen también el doble criterio

universalista que se propuso al inicio de este capítulo. Soy consciente del hecho de que sostener que estos

dos conceptos han de considerarse no sólo como compatibles sino que como representantes privilegiados

de un fundamento cosmopolita en la teoría social modernista no es precisamente una interpretación

convencional. Más bien lo contrario, ellos han sido interpretados, por lo general, como la expresión de la

obsesión de la sociología con el estado-nación durante este período (Giddens 1973, Smith 1979, capítulo

4). Pero creo que mi argumento gana plausibilidad si vemos que ambos conceptos se convierten en las dos

herramientas analíticas más sobresalientes de este período precisamente porque fueron concebidas y

utilizadas con una orientación altamente universalista. En el nivel conceptual, una concepción técnica de la

idea de sistema social fue la innovación más importante que se produjo durante estos años. El concepto de

sistema social ya había por cierto recorrido un buen trecho en el análisis sociológico, vía el trabajo de

Herbert Spencer a fines del siglo XIX, pero fue sólo ahora, sobretodo en la obra de Talcott Parsons, que

un concepto coherente y abstracto de sistema social se convierte en parte integrante del léxico sociológico.

Por su parte, el más importante diagnóstico epocal de este período parece haber sido el de sociedad

industrial. La noción de sociedad industrial no sólo fue pensada como aplicable a diversos entornos

socioculturales sino que también fue diseñada para prestar especial atención a la manera en que la vida

social moderna se reproduce materialmente. Más allá de Parsons (1963b), quien también escribió con

relativa frecuencia sobre la sociedad industrial, este concepto juega un rol central en el trabajo de una

variedad de sociólogos destacados de ese entonces tales como Raymond Aron (1967), Reinhard Bendix

(1964) y Barrington Moore (1967). Puesto que Aron fue quien hizo el esfuerzo más importante por

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desplegar analíticamente tal noción, es a partir de su trabajo que evaluaré el fundamento cosmopolita del

concepto de sociedad industrial.

Parsons (1977) define los sistemas sociales como sistemas de interacción. Él elige la noción de sistema

porque le parece la herramienta analítica más abstracta con la que definir no sólo un objeto de investigación

científico sino también las dimensiones a estudiar al interior de ese objeto. Mediante el concepto de sistema

social una unidad de análisis puede ser definida con claridad de modo que el sociólogo puede ahora

comparar unidades diferentes pero análogas. Al nivel más abstracto, Parsons (1967a) distingue cuatro

“universales evolutivos” – adaptación, diferenciación, inclusión y generalizaciones de valor – es decir, los

mecanismos a través de los cuales las relaciones sociales se transforman en el largo plazo. Su argumento es

que todas las relaciones sociales deben resolver estos cuatro problemas funcionales. En el alto nivel de

abstracción de la idea de sociedad, esto significa que hay un lenguaje especializado – unos medios

simbólicamente generalizados – para cada uno de sus cuatro subsistemas, y que estos medios controlan

tanto las operaciones internas dentro de cada subsistema como los intercambios entre ellos (Chernilo

2002). Parsons define entonces: (A) problemas de adaptación, la manera en que la sociedad obtiene los

recursos materiales que necesita para su supervivencia (la economía cuyo medio es el dinero); (G)

problemas en el logro de metas para decidir sobre las prioridades de la sociedad (un sistema político que

operaría mediante el poder); (I) problemas integrativos que amenazan la integridad de la sociedad (una

comunidad que se reproduce a través de la influencia) y; (L) problemas de coherencia interna debido a sus

múltiples orientaciones normativas (instituciones fiduciarias como escuelas, universidades e iglesias que

requieren del desarrollo de compromisos de valor). En este contexto, la noción de sociedad de Parsons

(1971) se refiere al estado-nación tanto como se refiere a una noción de sociedad moderna que,

geográficamente, oscila desde “el occidente” hasta “el mundo entero” y, normativamente, apuntala un

orden internacional con orientación cosmopolita (Chernilo 2007 y Capítulo 4). Su teorización de la

modernidad da por supuesta su ubicación geográfica y orígenes históricos en Europa, pero busca

explicarlos en términos de su vocación universalista e impacto mundial, los que quedan representados en

principios como la libertad individual, la autodeterminación colectiva, el bienestar social y el estado de

derecho. Y el fundamento cosmopolita de la teoría social de Parsons es evidente también en su tesis de que

este mismo esquema analítico puede y debe utilizarse para el estudio de toda clase de relaciones sociales –

desde interacciones cara a cara hasta procesos verdaderamente globales. De hecho, la aplicación tardía que

el propio Parsons (1978) hizo del esquema AGIL se centró en lo que se llamó el “paradigma de la

condición humana”; es decir, la aplicación de su modelo teórico nada menos que a la idea de humanidad:

(A) el sistema físico-químico, (G) el sistema orgánico, (I) el sistema de acción, y (L) el sistema télico. El

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mismo nivel de abstracción que hizo a la teoría social parsoniana propensa a sus críticas más celebres

(Gouldner 1977, Mills 1959), es en este caso garantía del compromiso universalista de su pretensión de

conocimiento: su marco teórico requiere necesariamente presuponer la unidad fundamental del género

humano.

El concepto de sociedad industrial fue, por su parte, ideado para representar el nivel del desarrollo de las

relaciones sociales a mediados del siglo XX. Así, al comienzo de sus 18 Conferencias Sobre la Sociedad

Industrial, Raymond Aron (1967: 3) afirma explícitamente que la sociedad industrial es un concepto analítico

que no debe confundirse con ninguna forma específica de organización socio-política: “ninguna sociedad

nacional es la sociedad industrial como tal, y todas las sociedades industriales juntas no componen una

sociedad industrial”. El concepto es por lo tanto un dispositivo analítico que no ha de ser encontrado de

forma pura en ninguna parte, pero que debe, no obstante, ayudarnos a entender el tipo predominante de

relaciones sociales en la modernidad. Se refiere más a un marco de referencia para la comprensión de la

reproducción de la vida social en general y menos a una unidad sociopolítica particular. Esta orientación

universalista de la idea de sociedad industrial puede aceptarse con mayor facilidad si tomamos en cuenta

otra de sus características. La noción de sociedad industrial intentó captar aquellos asuntos en que los

regímenes socialistas y capitalistas se asemejaban entre ellos y, de la misma manera, se esperaba que el

concepto iluminase también aquellos elementos en los que el mundo industrializado – tanto socialista

como capitalista – difería del mundo en desarrollo o no industrial. La presuposición subyacente a este uso

de la sociedad industrial es que incluso si se toman en cuenta diferencias étnicas, geográficas y por supuesto

políticas, el análisis global de la sociedad debía realizarse a partir del rendimiento económico más alto que

la humanidad como tal había alcanzado hasta ese momento.

Es decir, el argumento es que no puede utilizarse ninguna división esencial al interior de la especie humana

para explicar las disparidades en el desarrollo socioeconómico. Por un lado, el argumento es que la

humanidad ha alcanzado cierta etapa de desarrollo económico – la industrialización – y es posible

encontrar dos maneras igualmente modernas de arribar a ese estadio: el capitalismo y el socialismo. Por el

otro, el hecho de que sólo ciertos grupos de seres humanos hayan realmente alcanzado ese estadio y se

hayan beneficiado de él debe explicarse mediante procesos históricos y estructurales antes que sobre la base

de personalidades nacionales, esencias culturales o rasgos raciales. De hecho, la corriente principal de la

teoría social de ese entonces era, tal vez exageradamente, partidaria de la idea de que todos los estados y

pueblos podrían modernizarse y llegar a ser industrializados si se diseñaban las políticas correctas y éstas se

aplicaban correctamente en los distintos contextos. Ninguna diferencia histórica, cultural o étnica en la

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forma en que la tecnología es adaptada a los contextos locales habría de negar el hecho de que el género

humano es sólo uno: “la dialéctica de la universalidad es la causa principal del avance de la historia” (Aron

1972: 306). Y el desafío intelectual central de la teoría social no es entonces otro que el “movimiento desde

un marco de referencia nacional a uno humano” (Aron 1972: 200). El impacto universalista de la

unificación tecnológica del mundo bajo los auspicios del industrialismo se convierte en la infraestructura

sobre la que se podría conseguir un reconocimiento aun más fundamental de la unidad de la especie.

Fase 3. Teoría social contemporánea. Hacia un enfoque explícitamente cosmopolita

Tras el fin de la alocada celebración de la globalización durante los años noventa, estamos ahora en

posición de proponer explicaciones más sobrias sobre aquellas tendencias empíricas recientes que

ciertamente han hecho del mundo un lugar más pequeño. De todas maneras, gracias a los esfuerzos

desplegados por los estudios sobre la globalización, el cosmopolitismo se ha vuelto crecientemente una

característica explícita de la teoría social contemporánea – y hemos visto que esto no era así en la teoría

social de las fases anteriores (capítulo 1). Tomemos como indicación de esta tendencia el hecho de que

desde el año 2000 se han publicado al menos tres números especiales de revistas académicas dedicadas

exclusivamente al tema: Theory, Culture and Society (Vol. 19, Núms. 1-2, 2002) editado por Mike

Featherstone, el British Journal of Sociology (Vol. 57, Núm. 1, 2006), editado por Ulrich Beck y Natan

Sznaider, y el European Journal of Social Theory (Vol. 10, Núm. 1, 2007), editado por Robert Fine y Vivienne

Boon. En las tres revistas encontramos no sólo una variedad de aproximaciones teóricas sobre el

cosmopolitismo sino que se hace además una aplicación empírica de una perspectiva cosmopolita

emergente a asuntos como la migración, las intervenciones militares humanitarias y el recuerdo de eventos

traumáticos como el holocausto. No es por ello una exageración afirmar que la pretensión universalista que

está a la base de la relación entre teoría social y cosmopolitismo ha experimentado un giro nuevo y

prometedor. Creo que podemos distinguir cuatro versiones principales de un enfoque cosmopolita en las

ciencias sociales contemporáneas y las revisaré resumidamente en lo que sigue: la noción de sociedad mundial

de Niklas Luhmann, el cosmopolitismo metodológico de Ulrich Beck, la constelación posnacional de Jürgen Habermas

y la teoría social cosmopolita de Robert Fine y Bryan S. Turner.33

33 No puedo discutir aquí otras propuestas contemporáneas que están más cerca de la filosofía política que de la teoría social. Sin embargo, algo puede decirse acerca de los intentos recientes por conectar el republicanismo y el cosmopolitismo (Benhabib 2004, 2007, Bohman 2004). A partir de las propuestas clásicas de Hannah Arendt (1958, 1992) sobre el totalitarismo y los crímenes contra la humanidad, esta vertiente de pensamiento cosmopolita reciente enfatiza que normas cosmopolitas como los derechos humanos deben estar asociadas al reconocimiento de derechos de pertenencia para todos los seres humanos en el marco de una idea de humanidad establecida ahora como una comunidad política universal. Ellos apuestan por una noción de humanidad que se refiere tanto al estatus jurídico

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Continuador radical de la aproximación sistémica de Parsons, Luhmann es el único autor de este último

grupo que no hace un uso consistente del término cosmopolitismo. Una razón para explicar esta ausencia

puede ser su escepticismo sobre el uso de conceptos con una pesada orientación normativa. Para

Luhmann, este tipo de nociones pone demasiada carga metafísica en la ya compleja tarea de la teoría social

de explicar lo social. En el caso del cosmopolitismo, Luhmann pudo haber sostenido que su basamento en

el derecho natural – por ejemplo, la idea ontológicamente cargada de una única especie humana – es

precisamente el tipo de lastre filosófico que no es ni plausible ni necesario en la sociología contemporánea.

Como tradición intelectual de larga data, el cosmopolitismo puede ser considerado como parte de la

tradición veteroeuropea de la que él intenta separarse. Una vez reconocido esto, sin embargo, el decido

esfuerzo de Luhmann (1977) por desacoplar la noción de sociedad de la formación histórica del estado-

nación, así como su argumento de que la idea de sociedad se debe conectar a la noción de “sociedad

mundial”, apuntan igualmente en una dirección que es ampliamente compatible con el cosmopolitismo

(Chernilo y Mascareño 2005). La noción de Luhmann de sociedad mundial es dual. Su referencia al mundo

refiere a la naturaleza autorreferencial, inclusiva e infinita de lo social como compuesta únicamente por las

comunicaciones con sentido (Luhmann 1995: 69). La idea de mundo, por tanto, no conoce aquí de otros

límites que los conseguidos por la creciente expansión de los procesos de comunicación. Y su elemento

sociedad se refiere a la comunicación como el único elemento que es capaz de abarcar todas las

características que hacen de la sociedad una realidad emergente: la vida social entendida como continua,

improbable y significativa. Es sólo con el surgimiento de la modernidad, argumenta Luhmann, que la idea

de sociedad se puede asociar efectivamente con la noción de sociedad mundial, porque la modernidad

marca el umbral que crea un sistema comunicativo global que no puede sino convertir al mundo en un

lugar único.

La segunda perspectiva cosmopolita dentro de las ciencias sociales contemporáneas es la de Ulrich Beck

(2000a, 2006). En el capítulo 1 ya me referí a las características principales de la concepción de Beck del

estado-nación de manera tal que ahora sólo me voy concentrar en su contribución a la incorporación

explícita de un enfoque cosmopolita en la corriente dominante de la sociología europea (ver también el

capítulo 7). El argumento principal de Beck es que aunque las versiones tempranas y algo filosóficas del

cosmopolitismo lo entendieron como una tarea activa y que debe buscarse intencionadamente, un nuevo

cosmopolitismo científico social es necesario debido a lo que él llama “la cosmopolitización de la realidad

fundamental de todos los seres humanos como a su pertenencia a una comunidad política universalista aún en formación.

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(…) un proceso de elección compulsiva o un efecto colateral de decisiones inconscientes” (Beck 2004: 134). El

cosmopolitismo ha trascendido el terreno de la filosofía política normativa y ha aterrizado en la vida

cotidiana de los individuos para bien y para mal. Los sociólogos empíricos necesitan darse cuenta de que

los viejos supuestos anclados en el nacionalismo metodológico ya no permiten comprender y actuar sobre

riesgos de escala global como el cambio climático, el terrorismo internacional y la epidemia del SIDA. La

contribución principal de Beck se encuentra entonces en el nivel metodológico – de ahí tal vez su

propuesta de un cosmopolitismo metodológico – porque el tipo de transformación cognitiva que él

propicia puede ayudarnos a mejorar la pertinencia social y la vocación pública de las ciencias sociales.

Como observador científico social al igual que como ciudadano-agente, él argumenta que la tarea es

favorecer la transición desde una condición cosmopolita acrítica – que no se comprende bien y se acepta

irreflexivamente – a un momento cosmopolita – que puede ser conceptualizado reflexivamente y sobre el

que se puede influir inteligentemente (Beck y Sznaider 2006: 6).

La tercera perspectiva cosmopolita a mencionar es la de Jürgen Habermas. Su interés en el cosmopolitismo

durante la última década es coherente con los fundamentos universalistas de su trabajo filosófico y

sociológico anterior y como una discusión detallada de su trabajo se presenta en el capítulo 8, ahora me voy

a concentrar sólo en tres características de la perspectiva cosmopolita de Habermas. Primero, la

incorporación que Habermas (1999a) hace del cosmopolitismo se relaciona conscientemente con los

escritos de Immanuel Kant sobre el tema. Haciendo explícita la conexión original entre el cosmopolitismo

y el surgimiento de la modernidad, la posición de Habermas es distinta a las de Luhmann y Beck para

quienes, como acabamos de revisar, el cosmopolitismo marcaría una ruptura con el pasado reciente. Para

Habermas, la relevancia actual del cosmopolitismo dice relación justamente con la continuidad antes que

con el quiebre con la tradición moderna. Segundo, Habermas (2000) también sigue a Kant en la idea de que

un orden mundial cosmopolita no puede estar fundado sobre ninguna idea, tan espectacular como

irrealizable, de un estado mundial, sino que debe fundarse más bien en una federación voluntaria de

naciones. Habermas está de acuerdo con Kant en la idea de que el diseño de un orden cosmopolita debe

ser federal o estratificado, es decir, debe reconocer la autonomía relativa de ámbitos de acción local,

nacional, internacional y global. Aunque su propia denominación del período actual como “constelación

posnacional” es algo engañosa, ya que parece aludir a la supuesta declinación definitiva del estado-nación,

el argumento de Habermas es más bien que el derecho cosmopolita complementa antes que suprime o

reemplaza los órdenes jurídicos anteriores y geográficamente más restrictivos (Held 1995). Finalmente,

Habermas rompe con la justificación metafísica de Kant del cosmopolitismo como ley de la providencia y

se aparta así del halo de necesidad que hay en el derecho cosmopolita de Kant en cuanto estaría inscrito en

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la naturaleza misma de las relaciones legales modernas. De manera similar a como los individuos renuncian

a parte de su libertad para entrar en una asociación civil que garantice sus derechos, los estados entran

también en una suerte asociación voluntaria para con ello reemplazar su situación de “guerra permanente”

por una de “paz perpetua”. La visión postmetafísica del cosmopolitismo de Habermas, por su parte, está

basada en la idea del acuerdo libre y racional de todos quienes podrían estar potencialmente involucrados –

lo mismo da que sean ciudadanos, visitantes, extranjeros o refugiados. Su perspectiva cosmopolita sólo se

puede acreditar desde dentro; no es nunca impuesta o puede quedar garantizada como ley de la naturaleza

o del progreso histórico sino que debe ser el resultado de un proceso de deliberación inclusivo. La

pretensión universalista que está a la base de los derechos humanos le resulta atractiva precisamente porque

opera, simultáneamente, como norma moral universalmente generalizable y como ley positiva

efectivamente aplicable (Habermas 2006).

He llamado teoría social cosmopolita a la última posición que quisiera revisar en este capítulo no sólo

porque intenta explícitamente ir más allá de límites disciplinarios restrictivamente definidos, sino también

porque entiende el cosmopolitismo como una forma de pensar acerca del presente. Me concentraré aquí en dos

académicos que han enfatizado consistentemente la importancia del cosmopolitismo para entender nuestro

mundo y tiempo histórico actual – Bryan S. Turner y Robert Fine – aunque sin duda otras voces también

habrían podido ser consideradas (Calhoun 2002, Delanty 2006). Bryan Turner (1990) inauguró el tipo de

enfoque sobre la historia de la teoría social que se propone en este capítulo cuando demostró, hace casi dos

décadas, que la teoría social se ha preocupado desde sus comienzos de la arena nacional y global

simultáneamente. Más recientemente, como ya lo mencioné, Turner hizo una reevaluación del trabajo de

los teóricos sociales clásicos como ampliamente compatibles con una perspectiva cosmopolita (Turner

2006a). En mi opinión, la contribución de Turner al debate sociológico sobre el cosmopolitismo se expresa

fundamentalmente en dos aspectos. Por un lado, en el tema de la fragilidad humana – “nuestra propensión

a la mortalidad y muerte inevitable” – se expresa una justificación “corporal” de los derechos humanos. Él

trasciende con ello la afirmación que tales derechos sólo pueden ser garantizados por el estado y comienza

a desarrollar una noción de “derechos que los humanos disfrutan en su mera condición de humanos” (Turner

1993). Por el otro, Turner (2006b) está interesado en refutar el “relativismo cultural” que promueve lo que

él llama el “desinterés epistemológico” – aquel tipo de posición intelectual que “impide fundamentar

afirmaciones políticas y legales sobre la ética y la política”. Turner da un paso adicional en la defensa del

núcleo universalista del cosmopolitismo cuando postula que además de los derechos humanos requerimos

de “un conjunto correspondiente de obligaciones y virtudes” tales como la “ironía (…) para lograr una

cierta distancia emocional de nuestra cultura local; la reflexividad con respecto a otros valores culturales; el

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cuidado por otras culturas (…) y un compromiso ecuménico con el diálogo” (Turner 2001: 134, 150). Estas virtudes

pueden, por ejemplo, permitir a los participantes en diálogos interreligiosos des-esencializar las posiciones

mutuas. La “ironía metodológica” de Turner apunta al reconocimiento de las contradicciones internas en

las propias concepciones del mundo y favorece el escepticismo hacia los propios valores.

Robert Fine también ha estado comprometido, por ya casi una década, con la reconstrucción y renovación

del pensamiento cosmopolita. Él ha dedicado su atención a una variedad de asuntos que están en el centro

del pensamiento cosmopolita contemporáneo como los crímenes contra la humanidad (Fine 2000), la

historia del pensamiento cosmopolita moderno (Fine 2003b), el culto a lo nuevo en la literatura

cosmopolita reciente (Fine 2003a, capítulo 7), las intervenciones militares humanitarias (Fine 2006a) y el

cosmopolitismo como una agenda de investigación empírica (Fine 2006b). Su interés por el

cosmopolitismo se deriva de su trabajo previo sobre el canon de la teoría social y su relación con la

tradición del derecho natural (Fine 2001, 2002) y él sostiene que aunque las teorías del derecho natural no

son el asunto más popular en la teoría social actual, la explicación de las conexiones entre ambas

tradiciones puede revigorizar el pensamiento cosmopolita actual (Fine 2007). Su aproximación

metodológica a la historia de la teoría social puede describirse como una “crítica sistemática” a la manera

en la que la teoría social supone haber trascendido el derecho natural mientras de hecho, con mucha

frecuencia, reproduce la tradición que busca superar. Fine ha demostrado las continuidades entre el

cosmopolitismo de Kant y la tradición del derecho natural – “Grotio, Puffendorf y el resto” – que el

mismo Kant creyó haber superado. El cosmopolitismo queda nuevamente al centro del desarrollo de la

teoría crítica y muestra el rol fundamental desempeñado por Hegel y Marx no sólo en su crítica a Kant sino

más bien como puente entre la reconstrucción kantiana del derecho natural y la teoría social cosmopolita.

Esto explica también por qué la teoría social cosmopolita de Fine se centra en el derecho cosmopolita

como una forma social y contradictoria de derecho. El cosmopolitismo no es la cima de la modernidad, el

momento sintético en el que todas las luchas previas de la modernidad necesariamente se disolverán. Más

bien, y como sucede con todas las formas de derecho, el derecho cosmopolita está obligado a hacer frente

a otras formas jurídicas, está abierto a interpretaciones conflictivas y puede ciertamente ser usado de forma

cínica. El cosmopolitismo debe entonces ser considerado como un ejercicio permanente de enjuiciamiento

normativo y no como un conjunto preestablecido de principios y reglas. No estamos frente a una ley

teleológica de la naturaleza sino que es una manera con que los seres humanos concretos luchan por

reconocerse mutuamente y tratarse como iguales frente a todas sus diferencias.

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106

Conclusión: El universalismo del cosmopolitismo y sus críticos

El cosmopolitismo no es un tema simple para aquellos interesados en el pasado de la teoría social. Pero la

teoría social contemporánea no puede simplemente ignorarlo si desea mantenerse conectada con las

tendencias sociales más importantes de nuestro tiempo. Con independencia de si los científicos sociales se

han referido explícitamente al cosmopolitismo, mi argumento en este capítulo ha sido que una fuerte

pretensión universalista es el vínculo que une el cosmopolitismo y la tradición de la teoría social moderna.

Sumada a las proposiciones anteriores del derecho natural sobre la unidad fundamental de la especie humana y de

la igualdad de todos los seres humanos, la teoría social moderna agrega la tesis de que la modernidad crea las

condiciones estructurales y el marco institucional para darnos cuenta, por primera vez, de la unidad última de

la propia humanidad. Estas tres afirmaciones constituyen lo que he llamado aquí el fundamento cosmopolita

de la teoría social moderna. Este capítulo ha intentado así descubrir la presencia del cosmopolitismo en la

teoría social pasada y presente, describir sus características más relevantes y, por cierto, persuadir sobre su

pertinencia actual. He intentado desplegar esta pretensión universalista en los tres períodos de la teoría

social clásica, modernista y contemporánea y mostrar que en cada una de esas fases puede recuperarse un

cierto canon intelectual y hacerlo compatible con los compromisos normativos y conceptuales más

importantes del cosmopolitismo. Tanto la teoría social pasada como la presente han mantenido encendida

la antorcha del cosmopolitismo porque requieren, y a su vez refuerzan, este tipo de fundamento

universalista. Un argumento subsidiario que atraviesa este capítulo es que la teoría social ha tendido, en

buena medida, a rechazar explicaciones sobre la base de puntos de vista nacionalistas o raciales. Por el

contrario, la teoría social parece requerir una perspectiva más amplia y abstracta en la que las diferencias en

el desarrollo económico y político son atribuidas a causas estructurales que no se retrotraen a una

comprensión esencialista de la etnicidad, la religión, la cultura o la nacionalidad. La pretensión universalista

de la teoría social permite que sus explicaciones trasciendan tanto las descripciones etnográficas que

simplemente repiten los puntos de vista de los propios participantes como la formulación de leyes

generales y a-históricas a partir de presupuestos altamente metafísicos.

La orientación universalista del cosmopolitismo es, sin embargo, altamente controversial en la teoría social

y las ciencias sociales en general. Por ejemplo, la evaluación razonablemente positiva que Mike

Featherstone (2002) hizo del cosmopolitismo cuestiona el hecho de si su origen occidental hace

insostenible su aspiración universal. Pero este comentario asume, en vez de preguntarse, si tiene sentido

llamar “occidental” a la tradición de la filosofía griega clásica – ¿qué significa exactamente decir que Platón

y Cicerón pertenecen a “occidente”? Y lo que es más importante, se omite el punto de que en el corazón

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107

del cosmopolitismo de la teoría social hay una pretensión universalista de modo que los orígenes

geográficos de una tradición intelectual son menos importantes que su orientación autorregulable hacia una

concepción del género humano cada vez más robusta, amplia y abstracta. Y si observamos las críticas

actuales al cosmopolitismo moderno, y las reconstruimos hasta llegar al uso algo ambiguo que Kant hace

del término hacia fines del siglo XVIII, observamos también la resistencia feroz que estas propuestas han

hallado desde siempre. Quisiera entonces finalizar este capítulo con una breve evaluación de algunas de

esas críticas y de los problemas que suscitan – tanto para el pensamiento cosmopolita como para los

propios críticos.

En la antropología del siglo XIX, por ejemplo, la pretensión universalista del cosmopolitismo era ya

fuertemente resistida. Este rechazo estaba basado tanto en la “evidente” superioridad del colonizador

blanco como en la defensa altamente acrítica del punto de vista del nativo – la supuesta primacía de la

“misión civilizadora del imperio” contra el “mito del buen salvaje”. En ambas versiones se hacía el mismo

argumento de que la diferencia de poder sobre la que se basa el encuentro colonial hace inviable el intento

de encontrar la base común sobre la cual los seres humanos pueden reconocer sus diferencias mutuas

como constitutivas de una igualdad más fundamental. El cosmopolitismo se transforma entonces, si no una

fantasía, al menos en una posición filosóficamente insostenible e inútil en la práctica. Ciertamente este

modo de concebir las cosas ha penetrado en importantes formas de pensamiento de las ciencias sociales y

las humanidades; de hecho, los problemas planteados por estas descripciones “densas” no han

desaparecido durante el XX. Es como si el pensamiento científico social hubiese seguido atrapado en la red

imperial de ideas y prácticas institucionales de modo que todos los intentos por corregir los defectos de

estas proposiciones universalistas sólo debilitan la posición que intentan defender (Said 2003). Los

defensores de las políticas de la identidad, tanto como los románticos de la sociedad civil, siguen

favoreciendo una perspectiva de “lo local”, “lo particular”, “lo no occidental”, “lo nativo” y “lo auténtico”

y entienden aun la orientación universalista del cosmopolitismo como abiertamente engañosa y

políticamente peligrosa.

Es en este contexto que las críticas feministas de la segunda mitad del siglo pasado no se han quedado

cortas de argumentos para oponerse a la fuerza que impulsa estas propuestas universalistas – y de ese

modo han agregado su propia reivindicación de “lo femenino” a la lista anterior (Nicholson 1990). El

cosmopolitismo es entonces rechazado porque contribuye a la reproducción, e incluso al reforzamiento, de

la dominación y los prejuicios masculinos: la igualdad humana significa, para todos los propósitos

relevantes, igualdad masculina. De manera similar, la crítica posmoderna a los metarrelatos – el progreso, la

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108

democracia liberal, la revolución – intentó develar las presuposiciones e ilusiones metafísicas y de derecho

natural que todavía se podían encontrar en la teoría social. Este rechazo a la metafísica está en el centro del

ataque de los pensadores posmodernos al pensamiento científico social – y la orientación universalista del

cosmopolitismo lo convierte sin duda en un objetivo fácil. El argumento reza aquí que, en tanto herederas

de la creencia en la razón de la ilustración, las formas tempranas y contemporáneas de pensamiento

cosmopolita reproducirían no sólo los hallazgos sino también los defectos de ese movimiento filosófico del

siglo XVIII. En ese sentido, los críticos posmodernos ciertamente comparten la visión de que el

cosmopolitismo es incapaz de superar las diferencias de poder en que se basan las relaciones interculturales,

raciales, de género y de clase. Pero a esta crítica le agregan el hecho de que es la carga metafísica del

cosmopolitismo – es decir, precisamente su pretensión universalista – la que crea la dificultad decisiva.

Ellos sostienen que el universalismo del cosmopolitismo falla en la práctica porque las instituciones que

fueron establecidas sobre sus ideales han sido incapaces de corregir, o al menos de frenar, las injusticias

contra las que fueron originalmente concebidas. Pero sobretodo ellos lo critican teóricamente porque el

cosmopolitismo no puede proporcionar apoyo suficiente para sus proposiciones fundamentales sobre la

unidad de la especie y la igualdad de los seres humanos. En la medida en que la pluralidad, la diversidad y la

fragmentación parecen haber ganado en el voto popular de las ciencias sociales contemporáneas, las

proposiciones normativas universalistas se transforman simplemente en el lastre metafísico de la vieja

ilustración que sigue contaminando la teoría social actual.

Estas diferentes críticas tienen ciertas características en común. Ellas refieren a las imperfecciones,

deficiencias e incompletitud que ha acompañado al programa cosmopolita, tanto en teoría como en la

práctica, desde sus inicios. Y ellas también parecen estar de acuerdo en el hecho de que el cosmopolitismo

no es simplemente una forma de autoengaño intelectual sino que derechamente lo tratan como un arma

ideológica que los poderosos están siempre dispuestos a usar de manera hipócrita para legitimar su

dominación – y con ello encontrar nuevas formas para debilitar posibles argumentos normativos de

resistencia. Quienes seguimos defendiendo la pretensión universalista del cosmopolitismo simplemente

estaríamos poco dispuestos a aprender de los errores pasados; y con ello les damos razón a los críticos de

que si no es la mera idiotez, es entonces la falta de honradez intelectual la que explica el renacimiento actual

del cosmopolitismo. Contra tales críticas, creo que podemos volver a mirar la evaluación ambivalente que

Kant hace de la Revolución Francesa y de los ideales universalistas que propugnó pero que no pudo

realmente implementar. No hay duda de que Kant evalúa la revolución como un evento trágico marcado

por oportunidades perdidas y promesas incumplidas, pero eso no lo llevó a abandonar los ideales

universalistas como tales. Por el lado institucional, las fallas en la implementación de los ideales

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universalistas sólo hace evidente que la tierra no está habitada por ángeles sino por simples seres humanos

codiciosos que en ocasiones pueden también ser altruistas. Los errores, e incluso el uso cínico de los

principios universalistas, son la expresión de la brecha real entre los ideales y la realidad pero ellos no

prueban que las estrategias institucionales establecidas sobre la base de tales ideales universalistas sean el

camino incorrecto. Por el lado teórico, la lección parece ser que aun cuando algunas de las presuposiciones

metafísicas a la base del cosmopolitismo puedan ser refutadas, ello no implica abandonar el proyecto de

seguir intentando encontrar una manera mejor y más convincentemente para fundamentarlo. El

cosmopolitismo de la teoría social moderna no requiere de una concepción específica de naturaleza

humana sino sólo de la búsqueda incansable de maneras siempre más inclusivas y abstractas de cimentar su

universalismo; no requiere de ninguna clase definitiva de universalismo sino pero sí mantenerlo como una

pretensión. El universalismo del cosmopolitismo debe pensarse como un ideal regulativo antes que como

un conjunto de contenidos fijo e inmutable.

El universalismo del cosmopolitismo no pretende ignorar o anular formas particulares de vida. Por el

contrario, intenta defenderlas y promoverlas: el genocidio ha sido reconocido como “el crimen supremo

contra humanidad” precisamente porque “pretende la destrucción de la variedad humana, de las muchas y

diversas maneras de ser humano” (Benhabib 2004: 128). Las posiciones críticas se debilitan crecientemente

porque dejan de captar que su reconocimiento y protección de maneras particulares de vida requiere de un

concepto y fundamentación cada vez más abstracta de la unidad fundamental de la humanidad. Para que su

afirmación de la autenticidad y la localidad sea efectivamente comunicada, traducida, y entendida por

cualquiera que se encuentre fuera de la instancia particular, los críticos necesitan apelar a un orden moral

más alto y general en el cual los seres humanos se traten los unos a los otros como individuos que

pertenecen a la misma especie. La pretensión universalista del cosmopolitismo no puede ser deshonrada sin

caer en la contradicción performativa de socavar la misma posición de igualdad que es necesario

presuponer para iniciar ataques contra-argumentativos y conseguir que la crítica sea escuchada. Si ello no es

así, las críticas caen en un vacío normativo en el que puede reinar la total indiferencia entre personas y

grupos (la fatiga posmoderna tanto como el egoísmo utilitario) o prevalecer la aplicación desnuda de la ley

del más fuerte (la Realpolitk de Schmitt). O como Margaret Archer (2000: 32) lo señala con su usual

agudeza: “si la resistencia ha de tener un locus, entonces debe ser predicada sobre un sí mismo que ha sido

violado, que lo sabe y que puede hacer algo al respecto”. Podemos tratar de evitar tal pantano normativo

mediante la reintroducción de la pretensión universalista del cosmopolitismo, pero los críticos sólo pueden

hacerlo por la puerta de atrás; ellos tienen que introducir subrepticiamente, antes que justificar

abiertamente, el sustento universalista que es necesario para que un argumento normativo tenga alguna

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110

capacidad real. Son incapaces de reconocer, y están ciertamente poco dispuestos a aceptar, que su

reivindicación de lo local, de lo particular, de lo femenino tiene como base una pretensión universalista. Sus

intentos terminan entonces obviando la pregunta normativa más importante que el cosmopolitismo

plantea: ¿Dónde han de encontrarse fundamentos normativos si no es en la creencia abstractamente

universalista de la unidad fundamental del género humano?

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111

Capítulo 6. En Busca del Universalismo: Reevaluando la Naturaleza del Cosmopolitismo de la

Teoría Social Clásica*

Creo que nos encontramos en una buena posición para mirar retrospectivamente los escritos de los

teóricos sociales clásicos desde el punto de vista del cosmopolitismo.34 Nuestra situación epocal se parece a

la suya, por ejemplo, en cuanto tampoco puede asumir que las formas sociopolíticas de la modernidad son

inevitables o se mantendrán por siempre. Nos enfrentamos, igualmente, a la cuestión de la problemática

posición del estado-nación en el contexto de una siempre “renovada” transformación global de la

modernidad (capítulo 1). Existe, asimismo, el desafío compartido de ofrecer, siempre desde el presente, una

evaluación clara del grado y profundidad de las transformaciones estructurales de la modernidad. Y tanto

en aquel entonces como hoy tenemos la necesidad de encontrar nuevas definiciones para los términos clave

con los que intentamos describir la vida social moderna. Una vez que la sobreexcitación inicial con la idea

de globalización comienza a calmarse, podemos esperar también que el cosmopolitismo actual comience a

liberarse de sus numerosos ‘- ismos’ y a tornarse con ello menos ideológico y doctrinal (Fine 2003a). Hay

espacio ahora para comprender el grado en que algunas de las ideas básicas de la teoría social clásica

adelantan temas fundamentales del pensamiento cosmopolita actual (Turner 2006a, capítulo 5).

Esto no significa, naturalmente, que todo ha permanecido igual desde esa época o que una repetición

mecánica de los teoremas de la teoría social clásica constituya, por sí misma, una buena teoría social. Pero

el rechazo rotundo a las explicaciones de la teoría social clásica sobre los rasgos estructurales de la

modernidad en razón de un presunto cambio de época (Albrow 1996), la abdicación de sus conceptos clave

porque ahora son sólo “categorías zombi” (Beck 2002b) y el abandono de su pretensión universalista

debido a condiciones epistemológicas radicalmente trasformadas (Urry 2000), son tesis que han prosperado

demasiado rápidamente y que se pueden haber vuelto moneda corriente demasiado fácilmente. En vez de

oponer lo que parece haber sido válido en ese entonces a lo que parece ya no serlo más, sugiero que no

* Mi agradecimiento principal es para Robert Fine por su amistad e inspiración intelectual. Les agradezco también a Vivienne Boon, Robert Fine y William Outhwaite por haberme invitado a presentar este trabajo en las Universidades de Liverpool y Sussex en Noviembre de 2005. Los comentarios y críticas de quienes participaron en esas sesiones fueron también muy útiles: Ulrich Beck, Andrew Chitty, Mathew David, Gerard Delanty, María Pía Lara, Darrow Schecter y Charles Turner. Como en trabajos anteriores, he contado con la inapreciable ayuda de Margaret Archer, Jorge Larraín, Aldo Mascareño, Cristóbal Rovira, Guido Starosta y Marcus Taylor. Finalmente, Robert, Aldo y William me hicieron comentarios detallados a versiones preliminares de este texto que me permitieron refinar mis argumentos. Por cierto soy el único responsable de los errores que subsisten en este artículo, que forma parte del proyecto FONDECYT 3040004. 34 Aunque su status de clásicos no sea a-problemático, sólo puedo dar por sentado aquí que estos cuatro autores merecen tal condición. De hecho, entiendo la reevaluación de la teoría social clásica que se hace en este capítulo justamente como una contribución a la renovación de su posición canónica a partir de nuestras circunstancias actuales. Apoyo textual adicional para sustentar mis afirmaciones está disponible en Chernilo (2007).

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sólo los orígenes nacionales sino que también el impacto global de la modernidad sea reevaluado a la luz de

nuestras circunstancias actuales. Cuando se procede desde el interior de la teoría social, una reconstrucción

sobre la relación de la teoría social clásica con el cosmopolitismo sólo puede provenir de nuestro interés en

el presente: la reconstrucción está fundamentalmente determinada por las condiciones y los asuntos que

hoy consideramos como las tareas más urgentes de nuestra propia época. Un acercamiento crítico a esta

tradición de pensamiento es entonces pertinente porque la perplejidad intelectual y la incertidumbre

histórica que ahora experimentamos son parte esencial del modo que tiene la teoría social de entender la

modernidad.

Mi estrategia para reevaluar el vínculo entre la teoría social clásica y el cosmopolitismo se basa en la idea de

que hay cierta pretensión universalista que ambas – la teoría social clásica y el cosmopolitismo – comparten. Mi

tesis principal es que como la teoría social clásica surge del legado universalista de la ilustración –

adoptando un universalismo normativo que se basa en las teorías del derecho natural tradicional – ella

necesitó definir una concepción de universalismo más refinada y diferenciada para hacer frente

adecuadamente al reto de explicar la vida social moderna. La teoría social clásica intentó comprender el

surgimiento de las relaciones sociales modernas por medio de una concepción universalista de la

humanidad y mediante dispositivos analíticos y procedimientos metodológicos igualmente universalistas.

La siguiente sección del capítulo expone por eso la conexión entre el cosmopolitismo, el universalismo y la

emergencia de la teoría social clásica. Quiero después profundizar, para los siguientes cuatro pensadores –

Marx, Simmel, Durkheim y Weber – el argumento del universalismo de la teoría social clásica en tres

niveles: (1) la idea normativa de una única sociedad moderna que abarca todo el globo y el conjunto de

humanidad; (2) la definición conceptual de cuál es el elemento social de las relaciones sociales modernas; y

(3) la justificación metodológica sobre cómo generar conocimiento empírico adecuado. Hacia el final del

capítulo, esbozo la conclusión de que es precisamente esta pretensión universalista la que hace clásica a la

teoría social clásica.

Cosmopolitismo, universalismo y el surgimiento de la teoría social

De acuerdo al estudio sobre el cosmopolitismo de Stephen Toulmin (1990: 68), el universalismo es una

característica clave del programa cosmopolita temprano que se originó en la filosofía estoica griega. En esta

tradición, las cosas en el mundo manifiestan: “de variadas maneras un ‘orden’ que expresa la Razón que

une las cosas (...) la idea práctica de que los asuntos humanos están influenciados y marchan al ritmo de los

asuntos celestiales, se transforma en la idea filosófica de que la estructura de la Naturaleza refuerza un

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113

orden social racional”. En la época del absolutismo europeo durante los siglos XVII y XVIII, la pretensión

universalista hallaba expresión en modos de pensamiento semejantes al de la teoría del derecho natural

tradicional. El tipo específicamente normativo de universalismo que la caracteriza es transformado en una

visión de mundo que comprende una explicación y justificación unificada para todos los ámbitos posibles

de la experiencia humana:

Cada cosa en el orden natural testifica (o se la puede hacer testificar) el dominio de Dios sobre la

Naturaleza. Tal dominio se extiende sobre toda la fábrica del mundo natural y humano y es

evidente en todos los niveles de la experiencia. Lo que Dios es a la Naturaleza, el Rey es al Estado.

Es consistente que una Nación Moderna modelase su organización Estatal a partir de la estructura

que despliega el mundo de la astronomía: el Roi Soleil¸ o Rey Sol, ejerce autoridad sobre círculos

sucesivos de súbditos que conocen sus lugares y se mantienen en sus propias órbitas. Lo que Dios

es a la Naturaleza y el Rey es al Estado, el Marido es a su Esposa y el Padre es a su familia (…) En

todas estas formas, el orden de la Naturaleza y el de la Sociedad aparecen como gobernados por el

mismo conjunto de leyes (Toulmin 1990: 127)

En el contexto de las teorías del derecho natural tradicional, entonces, el papel de la razón humana es fijar

el estándar que haga inteligible cualquier acontecimiento en el mundo, incluso si la historia de la humanidad

no puede ser considerada aún como el resultado de sus propias acciones. Los seres humanos están

capacitados para entender, pero no pueden alterar, la naturaleza intrínseca y divina de la racionalidad última

del mundo. El universalismo de esta tradición cosmopolita temprana no puede distinguir que está

trabajando articulada y simultáneamente en tres niveles: normativamente, sobre la base de una concepción

divina de la naturaleza humana; conceptualmente, porque la razón humana proporciona las explicaciones

causales para describir el funcionamiento de todos los diferentes campos de la vida, y metodológicamente,

mediante analogías que ayudan a la organización práctica de los diferentes ámbitos de experiencia humana.

Estos tres planos diferentes funcionan inevitable y conjuntamente como una aproblemática visión

unificada.

El momento más acabado de esta conexión entre universalismo y cosmopolitismo se encuentra, por cierto,

en los escritos de Immanuel Kant (1991) sobre la Paz Perpetua y la Idea de una Historia Universal con Sentido

Cosmopolita. En relación al cosmopolitismo, la posición de Kant es de ruptura y continuidad con la teoría

tradicional del derecho natural y su concepción no diferenciada de universalismo. Por un lado, Kant rompe

con las formas tempranas de pensamiento cosmopolita ya que él explícitamente lo considera como la

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114

encarnación – en los campos de la política y de las relaciones internacionales – de aquellos principios

morales que obtienen su validez del hecho de ser postulados de la razón práctica. Kant es también un

innovador porque agregó una dimensión explícitamente política al cosmopolitismo; él acepta que una cierta

concepción unificada del mundo como la propia polis – el hecho de ser un ciudadano del mundo como

una realidad emergente – está inscrita en la idea misma de cosmopolitismo. La innovación institucional

inscrita en su idea de una “Federación de Voluntaria de Naciones” y la innovación legal de su “Derecho de

la Humanidad” que incluye el principio de la hospitalidad hacia los extranjeros, están ambas basadas en el

universalismo de sus postulados morales y son por tanto aplicables a todos los seres humanos sin

distinción. Con este movimiento, Kant comienza a desplegar las diferentes dimensiones del universalismo

del cosmopolitismo: mientras sigue basado en su núcleo normativo original (aunque de una manera

modificada, debido a la forma de la filosofía práctica de Kant), incluye ahora también una dimensión más

nítidamente procedimental. Por otra parte, Kant todavía pertenece a la tradición de la teoría del derecho

natural en tanto recurre a la providencia para hacer del cosmopolitismo un logro evolutivo necesario de la

humanidad. Si las tendencias históricas no se ajustan a los postulados de la razón práctica, los seres

humanos no tenemos que preocuparnos porque la providencia hará bien su trabajo; a saber, contener la

‘insociable sociabilidad’ de los hombres (Fine 2001: 134-5; 2006: 51-5). Él confía en que la providencia

eventualmente nos llevará a crear instituciones cosmopolitas y nos permitirá disfrutar de una forma de vida

cosmopolita. Kant es por lo tanto una figura transicional clave en el desarrollo de una conceptualización

más diferenciada del universalismo cosmopolita. Es el último de los viejos cosmopolitas pues él, al menos

en parte, habita aun en la teoría del derecho natural tradicional, pero Kant es también el primero de los

cosmopolitas modernos ya que comienza a desplegar el corazón normativo del universalismo en ámbitos

distintos y más operacionalizables (capítulos 7 y 8).

La crítica a la teoría del derecho natural tradicional debe ser vista como un tema importante para explicar la

emergencia de la teoría social clásica que surgió, a fines del siglo XIX, como un programa intelectual

centrado en intentar comprender y conceptualizar la naturaleza de un conjunto totalmente nuevo de

relaciones sociales que estaban teniendo impacto a lo largo y ancho del globo (Fine 2002). Como parte de

la tradición de la ilustración, la teoría social clásica heredó la pretensión universalista que, hemos sostenido,

está en el corazón de todo cosmopolitismo. Sin embargo, la teoría social clásica se desarrolló también

como “filosofía política empírica” (Wagner 2001a), por lo que ya no estaba en situación de seguir

desplegando acríticamente el proyecto normativo del cosmopolitismo. Mi argumento es que la teoría social

clásica se mantuvo comprometida con el fundamento universalista de todas las formas anteriores de

pensamiento cosmopolita pero que, a diferencia de las formulaciones ilustradas, necesitó de una pretensión

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universalista diferenciada. Requirió de un argumento en favor del universalismo que pudiera funcionar sin

los pilares legitimatorios que proveía la teoría del derecho natural tradicional; es decir, era necesario

permitir el desacuerdo ético y la variación empírica sin simultáneamente desechar completamente la

posibilidad del universalismo. Quiero por ello afirmar que, en vez de abandonar el universalismo

normativo, la teoría social clásica lo pone entre paréntesis y empieza a desplegarlo. O, en otras palabras,

que el compromiso con el universalismo permanece pero comienza ahora a diferenciar entre sus

dimensiones normativas, conceptuales y metodológicas. Fue necesario hacer un trabajo separado en cada

uno de esos tres ámbitos porque, aunque ellos podrían en principio converger, ello ya no sucedía de

manera automática o necesaria.

Normativamente, la teoría social clásica apoya el universalismo original del cosmopolitismo pero sin la pesada

carga que ahora representaba su relación con el derecho natural – no hay duda de que uno de los temas

clave de la teoría social clásica fue “el estudio y la crítica de las estructuras normativas de la sociedad”

(Freitag 2002: 175). De hecho, desde los escritos de Kant en adelante, se hizo cada vez más claro que la

emergencia de la modernidad sólo podría ser significativamente entendida si se la unía a la imagen de una

modernidad global. El elemento común de la comprensión de Marx sobre el capitalismo, los estudios de

Weber sobre la relación entre ética religiosa y economía, el análisis de Simmel sobre los procesos de

ampliación de la socialidad y la valoración que Durkheim hace del propio cosmopolitismo es precisamente

la afirmación de que la sociedad moderna es local en su origen, nacional en su organización y universal en

su impacto. La teoría social clásica intenta responder a la pregunta fundamental sobre en qué medida un

conjunto geográficamente particular de procesos históricamente circunscritos ha conducido al surgimiento

de una serie de tendencias evolutivas que tienen impacto en todo el mundo. El corolario normativo simple,

pero de ninguna manera trivial, de esta afirmación es que a pesar de todas las diferencias, la humanidad es

efectivamente una y sólo puede ser teorizada como tal. La conceptualización del alcance global de la

modernidad requiere efectivamente de la presunción normativa de una concepción universalista de la

humanidad de la cual nadie está en principio excluido. Esta comprensión de la humanidad opera como una

de las ideas regulativas de la teoría social clásica que entiende el surgimiento de la sociedad moderna como

el momento en que la humanidad ha finalmente comenzado a forjar, por sí misma, su destino (Kant 1973:

485-7). Incluso si la modernidad no es conceptualizada como un desarrollo consciente de la humanidad,

esta idea de humanidad difiere de las nociones previas de naturaleza humana porque, por primera vez, es

vista como una realización evolutiva de la propia historia de la humanidad. Los desarrollos conceptuales y

metodológicos de la teoría social clásica apuntaron en una dirección que es ampliamente compatible con el

universalismo normativo del cosmopolitismo.

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Conceptualmente, entonces, la teoría social clásica intentó capturar las formas emergentes de “socialidad” de

una manera universalista; el proyecto de la teoría social clásica está directamente asociado con términos

tales como “lo social”, “sociedad” y “sociación”. La característica principal de estos conceptos es que

intentaron capturar qué constituye las relaciones sociales modernas en ausencia de aquellos elementos de

las teorías del derecho natural tradicional como la tradición, la naturaleza humana, la providencia o las

divinidades. Las ambigüedades en el uso de estos conceptos reflejan problemas reales que había que

resolver. Si tomamos la idea de sociedad, por ejemplo, a veces se la usó para establecer una referencia

política, geográfica o cultural. La “sociedad” era el nombre abstracto que se le dio a estructuras

sociopolíticas relativamente recientes como el estado-nación – de ahí la idea de “sociedades nacionales”

(Calhoun 1999, Smelser 1997). No obstante, hubo un segundo y en mi opinión más consistente uso del

término “sociedad” que dice relación con una conceptualización abstracta de la naturaleza de las

“relaciones sociales modernas” propiamente tales (Frisby y Sayer 1986, Outhwaite 2006). Entonces, por un

lado, la idea de sociedad nacional enfatiza lo que podría constituir un grupo de personas como una unidad

singular de manera tal que obtenga su derecho a la autodeterminación nacional. Enfatiza el hecho de que

una nación es diferente a otra debido a su clima (los latinos son calientes y los sajones fríos), al color (de la

piel) o incluso a sus sabores (preferentemente del vino o la cerveza). Por el otro, sin embargo, el uso de la

idea de sociedad más claramente ligado a los conceptos de “lo social” y “sociación” coloca el énfasis en la

cuestión de aquello que constituye las relaciones sociales modernas: la pretensión universalista que nos hace

a todos seres humanos y nos permite hablar de relaciones sociales en cualquier lugar (Europa o América

Latina) y tiempo (antes o después del nacimiento de Cristo). Veremos que la teoría social clásica trabajó

afanosamente para encontrar un principio regulativo que pudiese fijar los fundamentos universalistas del

conocimiento científico social sobre la base del alcance global de la modernidad. Para ello, la característica

distintiva que la idea de sociedad debió suscribir fue una pretensión universalista en sus evaluaciones

normativas al igual que en sus conceptualizaciones de la diversidad empírica.

Las herramientas conceptuales con orientación universalista de la teoría social clásica habrían de funcionar

sólo si en los hechos ellas se ven complementadas con procedimientos metodológicos utilizables en la práctica.

A primera vista por lo menos no parece haber mucho en común entre la insistencia de Weber en la

imputación de comportamiento racional cuando se construyen tipos ideales, la inversión de Marx del

idealismo de Hegel, la argumentación kantiana de Simmel sobre la naturaleza a-priori de la sociedad, y la

declaración de Durkheim sobre la naturaleza externa y coercitiva de los hechos sociales. Más aun, en tanto

lineamientos generales, ellos presentan problemas y no fueron desplegados siempre con total fidelidad –

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117

incluso por los propios autores. Pero todos estos procedimientos comparten dos rasgos dignos de

mencionar aquí. Primero, críticamente, estas reglas metodológicas de la teoría social clásica rechazaron el

hecho de que las preferencias políticas nacionalistas se tradujesen en posiciones teóricas para la explicar “lo

social”. Incluso si a inicios de la Primera Guerra Mundial, Durkheim (1915), Weber (Palonen 2001) y

Simmel (Harrington 2005) fueron víctimas del chauvinismo nacionalista de su tiempo, éste no solo mostró

tener una corta vida sino que, más importante aún, no llegó a contaminar sus principios científicos sociales

más abstractos. Aunque para mi sorpresa este tema no ha atraído demasiada atención en la literatura

secundaria, la teoría social clásica criticó la tendencia a la reificación de la idea de nación que era común en

aquel entonces. Todos ellos rechazaron lo qué ahora llamamos “nacionalismo metodológico”, la idea de

que el estado-nación y el principio de la nacionalidad eran y son las representaciones naturales y necesarias

de la vida social moderna (capítulos 1 y 3). En una palabra, todos coincidían en que la ciencia social

moderna no puede fundarse en ningún principio völkisch de tipo particularista. Segundo, y lo que es más

importante, todos sus procedimientos comparten una cierto compromiso universalista como principio

metodológico. La validez del nuevo conocimiento a ser producido habría de ser aceptada sólo porque estos

procedimientos metodológicos dan cuenta de la diversidad cultural e histórica a la vez que se mantienen

comprometidos con el universalismo. Incluso si sus conceptos y métodos no siempre probaron ser tan

acertados o realizables como originalmente se anticipó, el universalismo sigue siendo un principio

regulativo, un estándar al cual aferrarse (Emmet 1994). Del mismo modo que la vocación empírica de la

teoría social clásica debía operar como un antídoto contra toda versión reificada de lo universal, la

pretensión universalista de sus conceptos y procedimientos metodológicos debía representar un antídoto

contra cualquier tratamiento sagrado de lo particular.

En el resto del capítulo quisiera entonces dar sustento a mi afirmación sobre el compromiso de la teoría

social clásica con el universalismo en esos tres niveles. Normativamente, en su concepción de que la idea de

sociedad moderna es significativa solamente cuando engloba a toda la humanidad; conceptualmente, en su

definición de qué es lo social de las relaciones sociales modernas y, metodológicamente, en su señalamiento de

los procedimientos que habrían de guiar y justificar los resultados de la investigación empírica en diferentes

contextos históricos y culturales. Aunque voy a desarrollar el argumento sobre el universalismo en estos

tres niveles para cada uno de los cuatro autores que ya mencioné, es también claro que cada uno de ellos es

más fuerte en ciertos aspectos: Marx con el logro definitivo que representa su crítica a la teoría del derecho

natural tradicional y su postulado sobre la naturaleza global del capitalismo; Simmel con el argumento del

universalismo conceptual y metodológico de la idea de sociedad; Durkheim gracias a su tesis sobre el

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118

universalismo normativo que está a la base de la relación entre cosmopolitismo y nacionalismo y Weber en

relación al procedimentalismo universalista sobre el cual basó sus aportes metodológicos.

Marx

Uno de los temas centrales de la obra de Marx fue su intento por desprenderse del esencialismo de las

teorías tradicional del derecho natural. Su adopción de un punto de vista materialista se basa en el rechazo a

cualquier concepción inmutable de la naturaleza humana. Antes bien, él entiende la evolución de la historia

humana – mediante los conceptos de praxis, primero, y luego de trabajo – como el desarrollo radicalmente

historizado de la reproducción material de la vida social. El punto de partida de su crítica al idealismo

alemán se centra precisamente en el dogmatismo de sus presuposiciones nacionalistas. Así, muy en los

inicios y en el contexto de su disputa con los jóvenes Hegelianos, Marx (1978c: 59) lee a Hegel como el

más alto representante de “la filosofía alemana del derecho y del estado” y del “estado moderno y la

realidad a él asociada”. Marx critica esa visión de Alemania en la que el país es considerado como

autosuficiente y sin consideración de procesos sociales más amplios y se refiere a la perspectiva de Hegel

sobre Alemania como “la deficiencia de la política actual constituida como sistema” (Marx 1978c:62). Sin

entrar en la disputa sobre si Marx interpretó a Hegel correctamente, su crítica a Hegel se centra

precisamente en la transformación del proyecto del estado-nación alemán en una forma de religión. La

principal preocupación metodológica de Marx es por ello intentar deshacerse de las limitaciones que el

lugar y tiempo propio imponen sobre el pensamiento; él está en busca de una posición universalista en la

que pueda conseguirse el punto de vista más abstracto posible.

Las preocupaciones filosóficas del joven Marx se fueron progresivamente reformulando en un lenguaje

científico social en la medida en que se interesó en la economía política como la ciencia empírica que podía

ofrecer la mejor explicación sobre la reproducción material de la sociedad en el capitalismo. Marx se

interesó en la economía política burguesa porque vio en ella un intento de generar conocimiento científico

universalmente válido y aplicable. Su crítica a la economía política, a su vez, la desarrolló para trascender ese

proyecto científico para desentrañar eficazmente los procesos esenciales y penetrar en su apariencia – tal y

como se esboza magistralmente en su tesis sobre el fetichismo de la mercancía en el capítulo 1 de El Capital

(Larraín 1979: 180-4). Por lo tanto, cuando el joven Marx (1978d: 145) se refiere a una concepción de

sociedad como “humanidad socializada”, en los Grundrisse, un Marx más maduro sostiene de manera similar

que “la sociedad no consiste en individuos, sino que expresa la suma de sus interrelaciones, las relaciones

dentro de las cuales estos individuos se encuentran” (Marx 1973: 265). Su idea de sociedad apunta entonces

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119

mucho más a un concepto genérico de “relaciones sociales” y mucho menos al estado-nación o, de hecho,

a cualquier forma de organización sociopolítica. A lo largo de toda la obra de Marx, entonces, “las

concepciones reificadas de sociedad (…) reflejan la alienación real de las relaciones sociales a partir de las

características principales de la sociedad burguesa” (Frisby y Sayer 1986: 95).

Este intento por desarrollar un punto de vista conceptual y metodológicamente universalista encuentra,

desde el inicio, un claro contrapunto normativo. En Sobre la Cuestión Judía, por ejemplo, el argumento de

Marx es que la emancipación política es un escalón necesario en el proceso mediante el cual el estado y la

sociedad moderna alcanzan sus propios límites. Mientras que el proyecto de la emancipación política hace

posible la realización completa de las relaciones sociopolíticas modernas – representadas en la división

entre el estado y la sociedad civil – su crítica expone las limitaciones de la actual forma de organización de

la vida social. El problema fundamental de la emancipación política es que aunque representa un estadio

importante en el desarrollo de la humanidad, ella no llega lo suficientemente lejos:

La emancipación política es una reducción del hombre, por un lado, a miembro de la sociedad

civil, a un individuo independiente y egoísta y por el otro, a un ciudadano, a una persona moral.

La emancipación humana será completa solamente cuando el verdadero hombre individual se haya

absorbido a sí mismo dentro del ciudadano abstracto; cuando como hombre individual, en su vida

cotidiana, en su trabajo y en sus relaciones, se haya convertido en ser genérico (…) como poder

social, de modo que no separe más este poder social de sí mismo como poder político (Marx

1978b:46)

Marx sostiene que el programa político que apunta a la reforma del estado moderno dentro de los límites

de ese estado deja de captar no sólo su carácter histórico y contradictorio sino que tampoco entiende la

fuente final de la alienación y desigualdad de la vida social moderna. Se hace necesaria una concepción más

amplia de la emancipación humana basada en la superación de la forma contradictoria de reproducción de

la vida social y política moderna: el capitalismo. El universalismo normativo subyacente a la idea de la

emancipación humana es totalmente consistente con la concepción general de Marx de la modernidad

como verdaderamente global: la expansión del capitalismo es global y solamente global. De hecho, el

llamado político a los proletarios del mundo a unirse es completamente consistente con el argumento más

empírico sobre la “cosmopolitización” – el surgimiento de la literatura, la ciencia, el comercio y los medios

de transporte mundiales, entre otros – que ese capitalismo trae consigo (Marx y Engels 1976, capítulo 3).

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120

No podemos empezar a entender el proyecto intelectual de Marx sin comprender el rol que el

universalismo juega en su interior. Para los fines de este texto, sus argumentos han dado ya la vuelta

completa: Marx comenzó con la crítica a las restricciones que determinadas condiciones socio-históricas

ponían sobre ciertas tendencias intelectuales en la Alemania de ese entonces e intentó vencer tales

limitaciones precisamente ubicándolas en el contexto más amplio posible – un contexto global. Incluso si

tuviéramos que afirmar que Marx no pudo controlar totalmente los diferentes planos en los que el

universalismo opera dentro de su propio trabajo, lo que sí logró es en cualquier caso todo notable. Desde el

universalismo normativo hacia abajo, consiguió traducir el núcleo normativo de su concepto de

emancipación humana en conceptos y procedimientos cada vez más universalistas y operacionalizables.

Desde el universalismo conceptual y metodológico hacia arriba, estos conceptos y métodos eran

efectivamente capaces de ofrecer argumentos renovados para el proyecto normativo moderno.

Simmel

Podemos comenzar de manera similar esta presentación de Georg Simmel mediante su crítica a las ciencias

sociales de su tiempo. Simmel llega a una definición positiva de la idea de sociedad sólo después de un

largo ejercicio de delimitación. Antes que nada, él rechaza cualquier conceptualización de la sociedad en

que se la reduce sólo a representaciones subjetivas individuales: Simmel es contrario a lo que hoy

llamaríamos una definición metodológicamente individualista de la sociedad. Se opone, igualmente, a la

ingenuidad y fantasía de las nociones metafísicas de la sociedad, por ejemplo, las de tipo místico que se

encuentran en la Völkerspsychologie alemana: “[n]o es posible seguir explicando los hechos en el sentido más

amplio de la palabra, los contenidos de la cultura, los tipos de industria, las normas de la moralidad,

haciendo referencia solamente al individuo, su comprensión y sus intereses. Menos aún es posible, si este

tipo de explicación falla, encontrar recursos en orígenes metafísicos o mágicos” (Simmel 1909: 292)

La idea de sociedad está siempre en peligro de ser incorrectamente tratada como “un nombre colectivo que

surge de nuestra incapacidad para tratar fenómenos separados individualmente (…) no hacemos la

distinción requerida entre lo que, simplemente, ocurre en el interior de la sociedad, como en el interior de un

marco, y lo que sucede a través de la sociedad” (Simmel 1994: 34). Simmel contrasta de esta manera una idea

de sociedad como marco con una idea de sociedad como fuerza activa y solamente esta última se aproxima a una

definición aceptable de sociedad. La influencia de un individuo sobre otros lleva a la creación de fuerzas

emergentes que no pueden ser anticipadas ni, de hecho, controladas. Él está ahora preparado para

proponer una idea positiva de sociedad como “tipos de influencia recíproca (…) Si, por consiguiente, ha

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de haber una ciencia cuyo objeto ha de ser la ‘sociedad’ y nada más, ésta puede investigar solamente estas

influencias recíprocas, este tipo y formas de sociación” (Simmel 1909: 297 - 8).

Habiendo arribado a un concepto universalista de sociedad como principio de influencia recíproca – y de

ese modo opuesto a la suma de acciones individuales o equiparable al estado-nación – Simmel necesita

ahora dilucidar algunas dificultades metodológicas para evitar “tratar la sociedad como un ‘producto real’ o

como una ‘pura presuposición trascendental de la experiencia sociológica’” (Frisby y Sayer 1986: 63). En

otras palabras, él no puede estudiar a la sociedad como si fuese una fuerza natural independiente de la

interacción humana, pero tampoco como un artefacto completamente carente de referencia real en el

mundo. La mejor posibilidad metodológica para Simmel es fenomenológica: el conocimiento positivo de la

sociedad se deriva sólo de las formas en las que las personas experimentan realmente estas influencias

recíprocas en su propia vida. El hecho que la sociedad no pueda ser comprendida más allá de cómo se

presenta en las experiencias cotidianas significa, desde un punto de vista metodológico, que la sociedad es

la manera más abstracta de acceder a la naturaleza objetiva de la intersubjetividad en las experiencias de los individuos.

En tanto principio activo de interacción recíproca, la sociedad es ahora el marco general que hace posible el

análisis científico social sin anticipar, o agotar, el contenido real con el que ese marco ha de ser finalmente

llenado. La sociedad es un objeto imposible para la investigación social empírica, pero es también su

condición de posibilidad. Puesto la sociedad nos ayuda a aislar lo que es realmente social de manera

universalista podemos decir que opera como un ideal regulativo (Chernilo 2007, Schrader-Klebert 1968).

Simmel está interesado en la sociología porque, conceptual y metodológicamente, ella intenta captar de

manera universalista lo que es estrictamente social en la vida social moderna. La sociología surge en razón

de la emergencia de ciertas tendencias históricas sin precedente. Como idea, entonces, la sociedad surge

porque hay fuerzas sociales reales que deben ahora ser consideradas. Simmel está particularmente

interesado en aquellas situaciones sociales en las que la aparición de las formas modernas de influencia

recíproca resultan también en procesos modernos de individualización (Honneth 2004). El estudio de la

“sociabilidad”, como relaciones sociales en su forma más pura, le ofrece la oportunidad de probar con

mayor rigor su universalismo metodológico y conceptual. En las reuniones sociales modernas, dice Simmel

(1949: 257):

cada uno debe garantizar al otro el máximo de valores sociales (goce, alivio, vivacidad) que sea

consistente con el máximo de valores que recibe. Tal y como la justicia sobre bases kantianas es

absolutamente democrática, así igualmente este principio muestra la estructura democrática de toda

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122

sociabilidad (…) La sociabilidad crea, si se quiere, un mundo sociológico ideal, en el que – así lo

plantean los principios declarados – el placer del individuo es siempre contingente sobre el goce de

otros; por definición, nadie puede obtener satisfacción a costa de experiencias contrarias de parte

de los otros (las cursivas son mías)

Incluso si el análisis de las implicaciones normativas de la teoría social de Simmel se ha demostrado

oneroso para la literatura secundaria (Gangas 2004), podemos apreciar aquí cómo comienzan a

desprenderse consecuencias normativas de sus descripciones sociológicas: una concepción de la vida social

moderna como intrínsecamente democrática. El argumento es que cuanto más se ve envuelto el individuo

en redes de relaciones sociales, más él o ella se emancipa a sí mismo: gana en autonomía moral, libertad

política, capacidad de emprendimiento económico, innovación estética o satisfacción erótica. Y aunque este

incremento en la libertad individual se paga con un costo en términos de soledad, privación social e incluso

indiferencia, la pregunta radica en el equilibrio adecuado entre las formas de sociación e individualización.

Analizando siempre la sociabilidad como la representación más acabada de la sociedad, Simmel sostiene

que en estas reuniones la interacción social ocurre “sin un fin ulterior” sino que está orientada totalmente

por los propósitos de las personalidades que en ella se congregan. Pero, “precisamente porque todo está

orientado hacia ellas, las personalidades no deberían ser ellas mismas enfatizadas demasiado

individualmente” (Simmel 1949: 255). Una concepción normativamente universalista de la humanidad

deviene en parte crucial del argumento:

Si ahora tenemos la concepción de que entramos en sociabilidad puramente como ‘seres

humanos’, como lo que somos realmente, desprovistos de todas las cargas, la agitación, las

desigualdades con las que la vida real altera la pureza de nuestra imagen, esto es porque la vida

moderna está sobrecargada de contenidos objetivos y demandas materiales. Liberándonos

nosotros mismos de estas cargas en los círculos sociables, creemos volver a nuestra naturaleza

personal y descuidamos el hecho de que este aspecto personal no consiste, asimismo, en su total

singularidad y plenitud natural sino que solamente en cierta reserva y estilización del hombre

sociable (Simmel 1949: 257)

El universalismo, entonces, se convierte en un rasgo definitorio de la teoría social de Simmel ya que

sostiene su concepción de la vida social moderna, su método para estudiar la sociedad y la orientación

normativa que subyace a ambas. La tesis normativa de Simmel es no sólo que con la emergencia de la

sociedad moderna todos los individuos llegarán a participar, a su debido tiempo, en esas tendencias sociales

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123

que la constituyen. Aun más importante es el argumento de que la humanidad misma del individuo

moderno está fundamentalmente asociada a su pertenencia a la sociedad moderna. Somos todos seres

humanos porque, como individuos, nuestra intimidad es moldeada en la sociedad, aunque en ningún punto

podamos o debamos manifestar completamente esa individualidad en la sociedad. En otras palabras,

mientras la sociedad de la sociedad moderna es entendida como intersubjetividad fenomenológicamente

objetivada, la modernidad de esta sociedad moderna se encuentra en el hecho de que cada vez más aspectos

de la vida social son reestructurados como resultado de estos procesos de influencia recíproca.

Durkheim

Durkheim tiene también una idea de cómo debe ser la teoría social a partir de su rechazo a lo que él

consideraba eran los modos de pensamiento dogmáticos y místicos dominantes en la escena intelectual

francesa. Es interesante notar, por ejemplo, que él se opuso a las doctrinas de Ernest Renan, un intelectual

mejor conocido por su panfleto “¿Qué es la Nación?”. Contra el elitismo y la fe más bien religiosa en la

ciencia de Renan, Durkheim ofrecía un “racionalismo optimista y universalizado” en el que “todos los

individuos, no importa cuan humildes, tienen derecho a aspirar a la más alta vida espiritual” (Durkheim

Discours aux lycéens de Sens, citado en Lukes 1973: 72). Conceptualmente, Durkheim (1964a) entiende que la

división del trabajo es el desarrollo estructural clave de la modernidad. En términos de solidaridad social, él

sostiene que las consecuencias de la división del trabajo se dejan sentir sobre todo a escala nacional. Sin

embargo, la explicación real de su aparición, sus características más importantes y su desarrollo de largo

plazo sólo puede conseguirse si se las concibe como un fenómeno de escala mundial. Metodológicamente,

Durkheim desarrolló nuevos procedimientos no sólo para permitir al investigador tratar fenómenos

complejos tan objetivamente como sea posible, sino para acceder también a la naturaleza última de los

hechos sociales: de ahí sus reglas metodológicas para tratar a los hechos sociales como externos a los

individuos y con capacidad de ejercer coerción sobre ellos (Durkheim 1964b). Al definir la sociedad como

una realidad emergente, él intentaba teorizarla como algo que ocurre “entre” los individuos y las

instituciones sociales: la sociedad no coincide con ninguna pero tampoco puede ser pensada como

totalmente independiente de ellas. Pero la característica conceptual y metodológicamente más compleja de

la sociedad radica en su naturaleza moral; el carácter sagrado de la vida en común se expresa en que los

hechos sociales externos realmente se internalizan como los valores y normas legítimos de la sociedad.

Durkheim intentó por ello crear una estrategia metodológica para hacer posible la comprensión empírica

de la vida no directamente observable de la sociedad. El universalismo implacable de la particular

concepción del positivismo de Durkheim es palpable en su solución, tan original como polémica, del hecho

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altamente problemático de que no se puede acceder directamente a la integración normativa de la sociedad

sino que ésta debe estudiarse empíricamente mediante sus símbolos visibles. La solidaridad social se estudia

mejor mediante sus formas jurídicas predominantes y el estado de la conciencia colectiva mediante los tipos y

tasas de suicidio.

Normativamente, Durkheim es el único autor de este grupo que sí usó explícitamente el término

cosmopolitismo. Por un lado, él creía en el estado-nación como una forma moderna y racional de

organización sociopolítica. Se refiere positivamente al rol del estado en la vida social y al patriotismo como

el necesario sentimiento de apego y valoración hacia cualquier estado. Por otro, él puntualiza también que

el estado y el patriotismo pueden hallar justificación solamente si están basados en un compromiso

universalista hacia la humanidad en su conjunto. El cosmopolitismo de Durkheim (1973: 54) – siguiendo el

argumento de Kant sobre la paz perpetua – apunta a la expansión de las libertades individuales en todo el

mundo sobre la base del carácter cada vez más moral de la vida social moderna en el estado. Él intenta

constantemente encontrar un sistema de equilibrios entre la libertad individual y el control estatal que

pueda ayudar efectivamente a contener los efectos anómicos del desarrollo estructural de la modernidad.

La idea del cosmopolitismo de Durkheim se refiere a un sentimiento moral que necesita encontrar

expresión sociológica dentro del estado-nación (Poggi 2000, B. Turner 1992). En palabras del propio

Durkheim (1992: 74):

Si el estado no tiene ningún otro propósito que hacer hombres de sus ciudadanos, en el sentido

más amplio del término, los deberes cívicos serían solamente un forma particular de las

obligaciones generales de la humanidad (...) Cuanto más las sociedades concentren sus energías

hacia adentro, hacia la vida interior, tanto más se desviarán de las disputas que trae el choque entre

el cosmopolitismo – o el patriotismo mundial – y el patriotismo

Los valores universales deben quedar anclados en comunidades “realmente existentes” y Durkheim pensó

que el estado-nación era de hecho una forma muy importante de organización política en la modernidad:

prácticas, normas y valores sociales son reproducidos sólo a través de relaciones sociales “concretas” tales

como la nación. Para ser práctica y útil, la regulación de la vida social tiene que ser llevada a cabo en cierta

escala y rango y, hasta ahora, tal escala ha sido proporcionada por el estado-nación. Una vez más, la

“identidad” del estado – el patriotismo nacional – tiene que centrarse en el patriotismo del mundo, el

horizonte cosmopolita del valor intrínseco de la humanidad. Su teoría social está entonces tensionada entre

la autonomía moral del individuo, por una parte, y el determinismo que está implícito en su

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conceptualización de la externalidad de los hechos sociales, por otra. Así pues, aunque ninguna defensa

convincente puede ofrecerse actualmente sobre su inadecuado tratamiento de las series estadísticas, o para

su máxima de tratar a los hechos sociales “como cosas”, su universalismo normativo es con certeza

consistente con los puntos de vista conceptuales y metodológicos que él había madurado en los primeros

períodos de su desarrollo intelectual. En este contexto, la estrategia de Durkheim fue desarrollar un

argumento diferenciado para el universalismo en cada uno de los tres niveles de modo que sus

proposiciones más descriptivas pudieran complementar, y aun así mantenerse independientes, de su

posición normativa.

Weber

Podemos comenzar esta sección final con las reflexiones de Max Weber sobre los problemas de reificación

que él encuentra en los círculos académicos alemanes a principios del siglo XX. Por ejemplo, la base de su

extensa crítica a Wilhelm Roscher y Karl Knies se centra precisamente en su escepticismo frente a la

manera en que estos dos autores intentan rechazar cualquier orientación universalista de las explicaciones

científico-sociales y con ello reintroducen, por la puerta trasera del intuicionismo y chauvinismo, un tipo de

argumento de derecho natural tradicional. Weber (1992: 27-37) critica a Roscher, por ejemplo, porque él

entiende a los pueblos como “organismos cerrados” y a las naciones como “individuos” y “entidades

biológicas”. Weber rechaza cualquier intento de conceptualizar la nación como un individuo cultural que

encontraría expresión no sólo en esferas tales como el arte, el idioma y la política, sino también en el hecho

de que cada nación habría de tener “su propio vino”. En esta concepción, argumenta Weber (1992: 31), la

nación es simplemente “hipostatizada como una unidad ‘psicológico-social’ que experimenta desarrollo a

partir de sí misma”. Weber escribe con rabia contra este intuicionismo que intenta entender la vida socio-

histórica mediante la empatía – cuya peor versión estaba basada en la idea de “la sangre común” o “la

cultura compartida”. Weber rechaza enfáticamente la idea de que las esferas de valor que componen su

diagnóstico más abstracto del desarrollo de la cultura occidental moderna se puedan entender, a la manera

del nacionalismo metodológico, como “emanaciones del Volksgeist” (Bendix y Berger 1959: 106-7). El

universalismo metodológico de Weber se ve reforzado por su idea sobre la libertad valorativa de la ciencia.

El conocimiento científico no está en posición de sostener, justificar, o incluso establecer valores últimos.

Y es precisamente en el contexto de este argumento sobre la neutralidad científica que Weber (1997: 147-8)

sostiene que “la nación” es un concepto que pertenece al reino de los valores. La ciencia no puede ni debe

ser instrumental a la nación.

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Wolfgang Schluchter (1996: 39-45, 273) ha documentado precisamente estos planteamientos a partir de la

polémica suscitada por la conferencia de Weber sobre La Ciencia como Vocación en 1919. Schluchter

menciona artículos de varios de los académicos alemanes más importantes de ese entonces (entre ellos

Ernst Troeltsch, Max Scheler, Erich von Kahler y Heinrich Rickert) quienes, de un modo u otro, se

opusieron al contenido de la conferencia de Weber. De acuerdo a Schluchter, Weber recibió ataques desde

diversos flancos (de hecho, en ocasiones desde flancos directamente opuestos) pero la mayor parte de ellos

parecía concentrarse en el rechazo de Weber (1949: 28-37) a justificar filosóficamente un cierto tipo de

jerarquía válida para los valores últimos, ya sea a la manera de una visión de mundo nacionalista, una cierta

noción de progreso o la revolución proletaria. Es precisamente porque Weber parecía haber adoptado el

programa universalista de la ilustración, y habría aceptado hasta el límite la consecuencia de una

confrontación definitiva entre cosmovisiones, que se le acusó de proponer un universalismo “no-alemán”.

Sin embargo, esto parece haber tenido más que ver con la tesis de Weber de que el politeísmo de valores

representa la “tragedia definitiva de la cultura moderna” (C. Turner 1992).

El universalismo es una característica definitoria del programa sociológico de Weber que subyace a los

tipos ideales como el procedimiento metodológico preferible para las nacientes ciencias sociales. La meta

de Weber era construir explicaciones sociológicas de casos históricos individuales que pudieran pasar con

éxito la prueba de la universalidad y propuso dos cláusulas para asegurarlo. Primero, lo que quisiera llamar

el principio del “investigador chino”: si se explican y aplican adecuadamente, las reglas metodológicas

debieran permitir a un investigador de cualquier contexto sociocultural llegar a resultados similares. Weber

(1949: 59) reconoce que esto puede no ser totalmente factible en la práctica, pero no obstante espera que

este universalismo metodológico trabaje como idea regulativa – un tipo de “universalismo regulativo”. Por

el otro, la afirmación de que “uno no necesita ser el César para entender al César” funciona como crítica a

la idea de que las ciencias sociales tienen que estar basadas, o pueden reducirse, a la empatía (Weber 1997:

176). Weber eligió la racionalidad de medios y fines como la forma preferida de imputación causal – y

decidió construir tipos ideales sobre la base de esta imputación de racionalidad – porque la racionalidad de

medios y fines le proveía de procedimientos y estándares claros para reconstruir y después decidir entre

diversas posibilidades de explicaciones causales. Se trata de un tipo de procedimiento universalistamente

orientado que podría ayudar a superar el relativismo que él pensó estaba asociado con todas las formas de

comprensión empática. Ésta es también la razón por la que – a pesar de argumentos recientes en contrario

(Swedberg 2003) – sostengo que la preferencia de Weber por la racionalidad de medios y fines es

metodológica antes que ontológica. Incluso asumiéndola como problemática, la preferencia por la

racionalidad de medios y fines no parece implicar que Weber pensase que los individuos, o los agentes

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colectivos como las clases o el estado, se comportan en su vida diaria de acuerdo a este tipo de

racionalidad. Los tipos ideales ofrecen la posibilidad a todo investigador de establecer claramente sus

propias explicaciones de modo que cualquier colega (un investigador que venga de China y que nunca haya

gobernado un imperio) pueda reevaluar independientemente estas explicaciones y llegar a una comprensión

de las opciones del agente (Weber 1949: 27). Los tipos ideales ayudan a fijar casos empíricos determinados

en un marco analítico universalista.

Esta regla metodológica es consistente con la manera en que Weber establece su investigación al inicio de

su sociología comparada de las religiones universales. En ella está preocupado por cómo la importancia

histórico universal de la modernidad se libera – pero al mismo tiempo también se revincula – con aquello

que es particularmente occidental de la modernidad: “¿qué encadenamiento de circunstancias ha conducido

a que aparecieran en Occidente, y sólo en Occidente, fenómenos culturales que (al menos tal y como

tendemos a representárnoslos) se insertan en una dirección evolutiva de alcance y validez universales?”

(Weber 2001: 11). Así, aunque ningún programa normativo unificado puede derivarse de la teoría social de

Weber, al menos dos comentarios son posibles en favor de su interpretación en un sentido compatible con

tal universalismo normativo. Primero, se puede sostener la opinión de que sólo una perspectiva

cosmopolita es compatible con su sociología comparativa de las religiones universales. Esta última cita

ilustra el hecho de que el asunto en juego es el reconocimiento de la especificidad histórica – la

combinación de circunstancias particulares de occidente – en el contexto de una pretensión universalista; la

investigación que se intenta realizar es importante precisamente porque apunta más allá de su ubicación

histórica y geográfica. Para Weber puede haber sólo una única sociedad moderna y ella incluye a toda la

humanidad. Segundo, se ha demostrado que la única posición normativa compatible con las reflexiones

metodológicas de Weber debiera estar basada en una aplicación de procedimientos universalistas o

“principios reflexivos” similares al imperativo categórico de Kant – tal y como se los encuentra en ideas

como la libertad valorativa, la neutralidad científica y la autonomía individual en materia ética (Schluchter

1996: 69-101). Puesto que el mundo moderno es éticamente irracional – actos malvados pueden resultar de

buenas intenciones – sólo son decisiones normativamente acertadas aquellas que surgen de la aplicación de

principios reflexivos. De manera semejante a lo que Jürgen Habermas (1990b) ha llamado la naturaleza

procedimental del pensamiento postmetafísico actual, la idea de Weber de un razonamiento moral sólido

también se forma procedimentalmente. La justificación de las decisiones morales en el contexto de un

conflicto entre valores o máximas debe ser de carácter formal, estar basada en compromisos guiados

internamente, permanecer abierta a la crítica y considerar las consecuencias previsibles de la acción.

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Conclusión

Permítanme volver a la analogía histórica con que comencé este capítulo. De la misma forma en que la

crítica a la Weltanschauung nacionalista fue una preocupación primordial de la teoría social clásica, tenemos

aun necesidad de un desplazamiento similar (capítulo 1). Y del mismo modo en que esto no significó una

celebración acrítica del chauvinismo, del particularismo y de la reificación en la teoría social clásica, no tiene

por qué conducirnos ahora a responder al relativismo posmoderno, y al más reciente gusto globalista por lo

nuevo, con un retorno al fundamentalismo o a la metafísica dogmática del derecho natural. El desafío sigue

siendo, hoy como ayer, encontrar un balance entre la sensibilidad frente a las diferencias empíricas y las

variaciones históricas sin predecidir en contra de la posibilidad de hacer afirmaciones con intención

universalista. La teoría social clásica luchó decididamente – y no fue siempre exitosa – por conservar el

universalismo normativo que está a la base de la tradición cosmopolita. Sólo logró legitimar ese

movimiento, sin embargo, en la medida que intentó crear herramientas conceptuales y dispositivos

metodológicos que pudiesen sentar las bases de un conocimiento científico social confiable. A pesar de las

diferencias que hemos encontrado en este grupo de autores la característica a la que todos ellos

suscribieron es una pretensión universalista; ese es el vínculo que une el surgimiento de la teoría social

clásica con la tradición de pensamiento cosmopolita.

La teoría social clásica se desarrolló como heredera crítica de la tradición de la ilustración y ello explica la

posición ambivalente que adoptó respecto de su legado universalista. En la senda de la traducción

temprana que Kant hizo de los principios cosmopolitas en términos legales e institucionales, la teoría social

clásica debió encontrar nuevas formas de actualizar el cosmopolitismo y comenzó a separar su base

normativa universalista de sus dimensiones conceptuales y metodológicas. He intentado mostrar que

aunque la teoría social clásica claramente mantuvo el valor del universalismo como principio regulativo,

igualmente requirió de un concepto mucho más diferenciado de universalismo del que podían ofrecer las

formas tempranas de cosmopolitismo. Vació progresivamente la base normativa universalista del

cosmopolitismo del poder de legitimación de lo divino y de su representación unificada del mundo; la

teoría social clásica enfatizó una idea de modernidad que se conceptualiza adecuadamente sólo por medio

de conceptos y procedimientos metodológicos universalistas. Es un tipo de universalismo basado en la

fuerza abstractiva de sus herramientas analíticas y en la naturaleza neutral de sus dispositivos

metodológicos; un universalismo que puede no ser siempre realizable en la práctica pero que sin embargo

sigue siendo un estándar por el cual esforzarse. Esta pretensión universalista es un principio regulativo

central de la teoría social clásica; la búsqueda del universalismo de la teoría social clásica considera las

Page 130: Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

129

variaciones culturales, geográficas e históricas como parte de lo que debía ser explicado en el avance

creciente y global de las relaciones sociales modernas. Si el universalismo normativo del cosmopolitismo se

conserva es porque se convierte crecientemente en el único punto de vista normativo compatible con su

propio universalismo conceptual y metodológico. Para los desafíos intelectuales que ahora enfrentamos,

entonces, esta pretensión universalista es lo que hace clásica a la teoría social clásica.

Page 131: Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

130

Capítulo 7. Entre el Pasado y el Futuro: Las Equivocaciones del Nuevo Cosmopolitismo

Con Robert Fine

Cosmopolitismo y el 11 de septiembre de 2001: El caso de Ulrich Beck

Un tema común en la teoría social contemporánea es la interpretación del presente como un momento de

cambio radical de época. Esta transformación se describe de varias maneras – por ejemplo, como

transición de la modernidad a la posmodernidad o de una forma de modernidad a otra – pero en todas las

formulaciones lo que hace radical este cambio de época es el hecho de que un evento o proceso social

específico puede señalarse como el indicador inequívoco y definitivo de la transición histórica. En tales

momentos críticos, las herramientas conceptuales y los estándares normativos de la época que desaparece

son considerados como inadecuados en relación con la más reciente. Pero no hay nada original en esta

propensión a observar lo nuevo. Jürgen Habermas (1987b), por ejemplo, señaló hace ya tiempo que un

sentido de crisis es parte integral de cualquier diagnóstico de época moderno y que todos los textos clásicos

del pensamiento social y político expresan este sentido de crisis e identifican los problemas asociados al

intento de comprender un mundo recientemente transformado. Pero una marca distintiva de la teoría

social clásica fue siempre localizar la idea de “crisis” en un marco de cambio y continuidad, así como

comprenderla mediante categorías universales como clase, nación, racionalidad, relaciones de producción,

división del trabajo y así sucesivamente. Hoy, por el contrario, la marca distintiva de la teoría social es la

historización de los conceptos y la pretensión de que nuestra época se puede entender sólo mediante el

desarrollo de nuevas categorías que trasciendan los marcos de referencia clásicos de las ciencias sociales y

políticas. La idea de que algo radicalmente nuevo está ocurriendo en el mundo va de la mano con la idea de

que se requiere algo también radicalmente nuevo en el pensamiento social y político. La condición de eventos

de estos instantes críticos parece radicar en su originalidad y resistencia frente a cualquier similitud con

formas sociales anteriores.

El evento que el mundo conoce como el 11 de Septiembre de 2001 es, hoy en día, presentado por los

científicos sociales como indicador de una ruptura significativa entre el pasado y el futuro, una marca

irrefutable de transformación social y un llamado para una profunda transformación conceptual. El

sociólogo Ulrich Beck nos provee de un ejemplo convincente de esta forma de pensar. Él sostiene que el

11 de septiembre “trae consigo un colapso completo del lenguaje”, que carecemos de los conceptos

adecuados para entender tal evento y que necesitamos construir unos nuevos. Él ve el 11 de septiembre

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131

como expresión de un nuevo terrorismo global y lo asocia con otras amenazas globales – que incluyen los

desastres ecológicos y las crisis financieras – como la expresión de la condición central de nuestros

tiempos, la “comunidad global de destino” a la que todos necesariamente pertenecemos. Beck sostiene que

esta comunidad global de destino revela la inconveniencia o incluso la insolvencia de las viejas perspectivas

nacionales y sobre la base de este principio fundamental él es prudentemente optimista acerca de la

dirección que debe tomar el cambio: “[d]esde el 11 de septiembre”, dice Beck, “los gobiernos han

redescubierto las posibilidades y el poder de la cooperación internacional” (Beck 2002b: 48). Él presenta la

era actual como cruzada por dos opciones existenciales: primero, entre el nacionalismo y el multilateralismo

y, segundo, entre un multilateralismo regresivo basado en “estados guardianes” y un multilateralismo

progresivo basado en “estados cosmopolitas”. Si un multilateralismo basado en la vigilancia está dispuesto

a sacrificar los derechos, la ley, la democracia y el principio de la hospitalidad a cambio de una mayor

seguridad para la ciudadela occidental, un multilateralismo basado en principios cosmopolitas también

busca la seguridad pero por medio de reafirmar los derechos humanos, el derecho internacional, la

democracia y la hospitalidad en el nivel transnacional. En una “sociedad del riesgo global”, argumenta

Beck, necesitamos una “nueva gran idea” para sobrevivir y civilizar el siglo XXI. Para Beck, esta nueva gran

idea es justamente el estado cosmopolita. Él compara el advenimiento del cosmopolitismo en nuestra época

con el cambio radical que la Paz de Westfalia logró en el siglo XVII (Beck 2002b: 50). Puesto que los

riesgos son ahora espacial, temporal y socialmente ilimitados, puesto que se han vuelto desterritorializados

e incontrolables en el nivel del estado-nación, es necesario construir una nueva forma de autoridad legal-

racional, un nuevo Leviatán, a un nivel más alto que el estado-nación. En su búsqueda de la seguridad por

medio de los derechos humanos, esta visión de un nuevo orden cosmopolita trasciende el marco clásico de

los estados-nación y se resiste a la imposición disciplinaria de fuerzas policiales en el nivel internacional.

Beck sostiene que la legitimidad, tanto política como cognoscitiva, proviene ahora del futuro y no del

pasado y caracteriza esta transición nada menos que como una “segunda ilustración” que “abrirá nuestros

ojos y nuestras instituciones a la inmadurez de la primera civilización industrial y los peligros que planteó

para sí misma”. La sociedad del riesgo global, como él la define, “implica que el pasado pierde su capacidad

para determinar el presente. En cambio, el futuro – algo inexistente, construido o ficticio – toma su lugar

como causa de la experiencia y acción presente” (Beck 2000a: 100). Su visión del cosmopolitismo se

relaciona con la ruptura con el pasado como fuente de legitimación para el presente y su reemplazo por el

poder del futuro en el pensamiento sociológico. Por un lado, Beck afirma la necesidad de una “legitimidad

orientada hacia el futuro” en el conocimiento sociológico, en contraste con el “dogma de más de lo

mismo” de la sociología tradicional y su correspondiente exclusión de escenarios alternativos. Por el otro,

Page 133: Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

132

en vez de tratar el futuro mediante concepciones lineales y teleológicas del progreso, característicos de la

primera modernidad, la sociología de la segunda ilustración busca una “no-ficción visionaria” para entender

una situación que está todavía por evidenciar su completo desarrollo (Beck 2000b: 8-9). Por ejemplo, Beck

dice que la era del pleno empleo ha terminado, que el desarrollo de la producción económica ya no puede

crear más trabajos y que el empleo absoluto está decreciendo. A partir de estas observaciones, él sostiene

que el desmoronamiento de un pilar central de la primera modernidad, el pleno empleo para toda la vida,

representa una crisis en la política, la cultura y la sociedad que debe ser vista no sólo como una amenaza

sino también como la apertura de nuevas posibilidades para la propia sociedad moderna. Para Beck, la

imagen del “fin de la sociedad del trabajo tal como la conocemos” es simplemente una amenaza y no un

nuevo principio, y él la entiende como síntoma de la falla general de las ciencias sociales para escapar de ese

dogma de más de lo mismo o para ofrecer una comprensión del mundo que se nos viene.

En términos de la tradición sociológica, la tesis de Beck equivale a un rechazo tanto de las “teorías de la

modernización de Marx y Weber” como de la teoría social posmoderna. En relación a la primera, el

argumento es que la sociología debe cuestionar “las premisas básicas del pensamiento y actividad europeos

– la noción de crecimiento ilimitado, la certeza del progreso o la oposición entre la naturaleza y la

sociedad” (Beck 1997: 12). El problema fundamental de este consenso es que se refiere a un mundo que ya

no existe mediante “categorías zombie” (Beck 2002b: 53). Contra la teoría social posmoderna, por su parte,

el argumento es que ella ha sido incapaz de ir más allá de una teoría de la crisis de la modernidad. Si las

teorías de la modernización confunden modernismo con crecimiento, progreso y humanidad, las teorías de

la posmodernidad son incapaces de reconocer los elementos positivos del proyecto de la ilustración y

mucho menos pensar el futuro de la sociedad. La respuesta de Beck a estos problemas, su teoría de la

modernización reflexiva, está basada en la tesis de que ya no es el conocimiento, sino sólo la falta-de-

conocimiento, lo que puede tomarse como el principio fundamental de las sociedades del riesgo global. La

modernización ya no puede equiparse con la racionalización y el optimismo basado en la linealidad y el

control de los efectos colaterales ya no puede defenderse: “la sociedad cambia no sólo mediante lo que se

observa y se desea sino también por lo que no se ve y no se desea. El efecto colateral, no la racionalidad

instrumental (como en la teoría de la modernización simple) se convierte en el motor de la historia social”

(Beck 1997: 32).

Mediante esta formulación paradójica de que los efectos colaterales son ahora el motor de la historia, ésta

avanza ahora a través de mecanismos que no pueden ser controlados o previstos. Antes que presuponer un

telos para la historia, la teoría de la modernización reflexiva de Beck lleva a tener que optar: la revinculación

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con el proyecto de la ilustración o la aceptación de fenómenos antimodernos como el neo-nacionalismo y

la xenofobia (Beck 1997: 5). Su rechazo de la teleología deja abierta de par en par la relación entre el pasado

y el futuro.

La idea de cosmopolitismo que Beck ahora propone, en sintonía con su programa de investigación más

general, intenta extraer de la experiencia de la globalización algunas lecciones conceptuales, históricas y

normativas para las ciencias sociales y políticas. Primero, plantea una crítica conceptual al “nacionalismo

metodológico” que se asume como dominante en las ciencias sociales y políticas de los siglos XIX y XX

(Beck 2000c, 2002b, capítulo 1).35 En segundo lugar, ofrece un diagnóstico de nuestra época que ya no

acepta más la centralidad de los estados-nación como la forma característica de la modernidad política.

Tercero, expresa un esfuerzo normativo por construir nuevos estándares de justicia global más allá del

provincialismo de los esquemas nacionales. Se presenta a sí misma como una teoría crítica cuya meta es la

reconstrucción de las ciencias sociales y políticas, la reelaboración del diagnóstico de crisis de nuestra

época, la toma de decisiones que la crisis actual demanda de nosotros y el desarrollo de instituciones y

prácticas para un nuevo orden cosmopolita.

El defecto principal del Manifiesto Cosmopolita de Beck se puede formular, siguiendo a Frank Webster, como

una “falacia del presentismo” (Webster 2002: 267). Con esto nos referimos a la tendencia de transformar el

presente en un “ismo” al declarar prematuramente la inutilidad de los conceptos tradicionales y convertir

cualquier gran evento o serie de eventos que captan la atención pública en signo de una nueva época. Lo

falacioso de este presentismo puede indicarse en el hecho de que mientras Beck anuncia en relación al 11

de septiembre de 2001 la necesidad de crear nuevos conceptos y estándares para lidiar con este

acontecimiento más allá de los términos clásicos de la teoría social, su propio planteamiento expresa con

claridad una deuda con la filosofía política de Thomas Hobbes. En un sentido literal, la tesis cosmopolita

de Beck se lee de manera bastante similar a las ideas centrales de Hobbes – su propio análisis se plantea en

términos esencialmente hobbesianos (Beck 2002b: 46). En la sociedad del riesgo global, las personas se

mueven por un “miedo a la muerte”, un “deseo de seguridad” y en “búsqueda de la paz”. Con este fin, la

35 La formulación original de esta idea de “nacionalismo metodológico” se encuentra en Herminio Martins (1974: 275-80). La definición de Anthony D. Smith (1979: 191) señala que las “estadísticas (...) se recogen sobre una base nacional; y no simplemente los datos, sino que también las presuposiciones de tal operación de compilación de información se encuadran en un marco nacionalista que entiende las ‘sociedades’ como ‘naturalmente’ determinadas por los límites y las propiedades del estado-nación (...) el estudio de la ‘sociedad’ es hoy, casi indiscutiblemente, equiparado con el análisis del estado-nación; el principio del ‘nacionalismo metodológico’ opera a todos los niveles en la sociología, la política, la economía y la historia de la humanidad en la era moderna (...) el sistema mundial del estado-nación se ha convertido en un componente estable y permanente del conjunto de nuestra perspectiva cognoscitiva, con total independencia de las satisfacciones psicológicas que confiere”.

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134

razón exige renunciar a la libertad natural de las naciones y levantar un “poder común”, “un dios mortal”

para obligar el cumplimiento de las promesas y la obediencia a las leyes. Ya sea que este poder común tome

la forma de una única nación poderosa o de una federación de naciones, lo fundamental es reducir la

pluralidad de voces a una sola voluntad. En palabras de Hobbes, cada uno tiene que “saberse y reconocerse

a sí mismo como el autor de cualquier carga que se establezca sobre su persona; él de ha actuar o ha de ser

empujado a actuar sobre aquellos asuntos que se refieren a la paz y la seguridad comunes”, mientras que el

nuevo el soberano, citando nuevamente a Hobbes, “no puede hacer daño alguno a ninguno de sus súbditos

ni nadie debe acusarlo de haberlo causado” (Hobbes 2000: 122 y 124). Es quizás sorprendente que la visión

inspiradora del nuevo cosmopolitismo de Beck esté en consonancia con este texto icónico de la

imaginación política estatal en el que la ausencia de un poder común se identifica con lo primitivo. Pero

dado que esto es así no debemos sorprendernos de encontrar que las ambigüedades del liberalismo y del

autoritarismo que son propios del Leviatán de Hobbes se reproducen en la teoría cosmopolita de Beck.

Paradigmas cosmopolitas en las ciencias sociales y políticas

Queremos ahora ampliar nuestra visión, ir más allá de Beck y el 11 de septiembre de 2001, para estudiar el

rol del cosmopolitismo en las ciencias sociales y políticas. Entendida históricamente, la emergencia del

paradigma cosmopolita coincide con el final de la guerra fría en 1989. El cosmopolitismo es por cierto un

término viejo que se puede rastrear hasta la Grecia clásica, los romanos y los primeros cristianos, antes de

que fuera reconstruido como una idea moderna durante la ilustración del siglo XVIII. Para mediados del

siglo XX, sin embargo, el cosmopolitismo era ampliamente utilizado, por los ideólogos del totalitarismo,

como un término denigratorio para denostar a los judíos y otros grupos “desarraigados” que eran

considerados incapaces o no merecedoras de vivir y morir por su país. En este contexto, el nuevo

cosmopolitismo de nuestra época mira nuevamente a la ilustración para recuperar la legitimidad de las ideas

cosmopolitas y erradicar el legado totalitario. Entendido políticamente, el nuevo cosmopolitismo considera

que la integridad de la vida política contemporánea está amenazada desde dos flancos: uno, la globalización

de los mercados y la consecuente pérdida de autonomía política de las naciones; el otro, la reafirmación

destemplada de la autonomía política bajo la forma de nacionalismo, fundamentalismo religioso y

comunalismo étnico. El cosmopolitismo intenta reconstruir la vida política en base a una visión progresista

de las relaciones pacíficas entre estados-nación, derechos humanos compartidos por los “ciudadanos del

mundo”, y un ordenamiento jurídico global fundado sobre una sociedad civil global. Entendido

académicamente, el nuevo cosmopolitismo ha proliferado en las ciencias sociales y políticas al punto de que

ahora oímos hablar de derecho cosmopolita, relaciones internacionales cosmopolitas, sociología

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135

cosmopolita, filosofía política cosmopolita y teoría social cosmopolita – cada una con su propia historia

que contar.

Hemos evaluado con más detalle estos desarrollos académicos en otra parte (Fine 2003a). Basta con decir

ahora que a través de éstas y sin duda otras disciplinas científico sociales, el cosmopolitismo ha devenido en

un movimiento intelectual comprometido con el cambio de sus cánones intelectuales, la redefinición de sus

objetos de estudio, la reformulación de sus diagnósticos de época y la reconstrucción de sus estándares

normativos. La reforma de los cánones disciplinarios se refiere a la creación de las herramientas

intelectuales necesarias para el desarrollo de las distintas disciplinas: se crean conceptos, diversas

tradiciones intelectuales se reúnen y se lucha por la creación de espacios institucionales. La definición de un

objeto de estudio refiere al tiempo y lugar de la investigación; en este caso, el espacio global en que las

relaciones sociales actuales pueden ser entendidas, la creciente obsolescencia temporal del estado-nación y

de sus fenómenos derivados y la emergencia de una reciente “constelación posnacional”. La reformulación

de los diagnósticos de época se refiere al análisis de las tendencias más importantes de la condición

histórica actual y que hacen que el mundo cambie con tanta rapidez. Esto, a su vez, implica dimensiones

normativas y descriptivas en favor de un estándar universalista de juicio moral, político y legal.

El nuevo cosmopolitismo ha sido un movimiento productivo en las ciencias sociales. Consideremos los

siguientes ejemplos. La idea de derecho cosmopolita surgió en el campo del derecho internacional pero

tiene una lógica que supera sus orígenes y está en algunos aspectos fundamentales en contradicción con él.

Mientras que el derecho internacional reconoce sólo a los estados-nación como personalidades jurídicas y

tiene a la soberanía nacional como su principio rector, el derecho cosmopolita se introduce en el interior de

los estados para reconocer a individuos y grupos en la sociedad civil, así como a los propios estados, como

personalidades jurídicas; y se extiende también más allá de los estados para reconocer una autoridad legal

superior a ellos. Se ocupa de los derechos y responsabilidades de los ciudadanos del mundo y el problema

clave que enfrenta es que los peores violadores de los derechos humanos son a menudo los estados – o

formaciones sociales similares a los estados (Charney 1993).

En el campo de las relaciones internacionales, el cosmopolitismo también tiene una lógica que trasciende

sus orígenes. Mientras que la corriente principal “realista” en relaciones internacionales sostiene que el

estado es la fuente principal de autoridad y que no hay una soberanía legal o moral más allá de la pluralidad

de estados soberanos, el paradigma cosmopolita critica al realismo por naturalizar un sistema de estados

soberanos que es de hecho históricamente particular y normativamente problemático – sino directamente

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136

indeseable. Se rechaza la matriz espacial de las relaciones internacionales que distingue entre una arena

doméstica en que los individuos se someten libremente al estado como lo hacen a su propia voluntad

racional y una arena internacional que se asume desprovista de cualquier valor ético. Y rechaza la matriz

temporal de las relaciones internacionales que declara que en el interior del estado el progreso es

meramente una cosa de tiempo pero que en su exterior se expresa únicamente la repetición eterna de

relaciones de poder e interés (Bartelson 2001, Walker 1993, Doyle 1993).

En la filosofía política, el nuevo cosmopolitismo se basa en un renacimiento de las ideas de derecho

cosmopolita e historia universal desarrolladas primero por Kant hacia finales del siglo XVIII (Kant 1991,

Archibugi 1995, Nussbaum 1997, Fine 2001). Su intuición básica es que el pensamiento cosmopolita de

Kant es tan pertinente para nuestros tiempos como lo era en la época de Kant y que los desafíos

planteados por las catástrofes del siglo XX han dado un nuevo ímpetu a esta forma de pensamiento

(Archibugi et al 1998, O’Neill 2000). Reconoce que la visión cosmopolita de Kant debe ser racionalizada

para resolver las inconsistencias internas de su pensamiento, modernizada para tomar en cuenta las

diferencias en el contexto social e intelectual que ahora nos separa del suyo, democratizada para introducir

un elemento deliberativo e intersubjetivo en la definición del derecho cosmopolita y socializada para

elaborar la articulación entre paz y justicia social que Kant descuidó (Habermas 1999a). En cualquier caso,

su horizonte es “pensar con Kant contra Kant” para avanzar en la reconstrucción del proyecto

cosmopolita (Apel 1997).

Finalmente, en sociología el paradigma cosmopolita busca disociar los conceptos base de la disciplina,

especialmente el de sociedad, de los presupuestos del estado-nación. Su argumento es que la noción fuerte

de sociedad nacional que ha prevalecido tradicionalmente en la sociología es producto conjunto de la

conciencia nacional de la disciplina y de la solidez aparente de las sociedades nacionales durante la época

del desarrollo temprano de la sociología. Se acentúa la historicidad de este esquema y se mantiene que no es

capaz de contener la heterogeneidad e hibridación internas de las poblaciones modernas o de comprender

la proliferación de conexiones externas entre los estados-nación (Albrow 1996, Beck 1997, 2000a, b, c,

Castells 1996, Lash 1999, Urry 2000). Los argumentos cosmopolitas han llegado a ser tan frecuentes en la

sociología que pueden ser caracterizados como una “nueva ortodoxia” en la cual, en lo que se refiere al

pasado, el estado-nación no es visto más como el contenedor principal de las relaciones sociales y la

modernidad política no es más concebida como teleológicamente orientada hacia la generalización de los

estados-nación a través del globo. Y en lo que se refiere al futuro, la construcción de un orden basado en el

derecho cosmopolita se propone como una visión con dimensiones tanto empíricas como normativas.

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137

Utilizamos la idea de “ortodoxia” para sugerir que el nuevo cosmopolitismo puede convertirse en una

forma de pensamiento por defecto en la sociología, pero no implica la ausencia de detractores. De hecho,

nos incluimos entre quienes, a la par de rechazar la visión clásica del estado-nación como el referente

necesario del pensamiento social, político y legal, no dan simplemente por descontada la idea de un cambio

de época y sus implicaciones respecto de la obsolescencia de toda la sociología previa (Calhoun 2002,

Mann 1997, Smelser 1997, Wagner 2001a, capítulo 1).

A los intelectuales sin duda les agrada pensar que viven en épocas agitadas y que desempeñan un rol

fundamental en su desenlace. A nuestro juicio no hay nada de malo en esta ambición, incluso si en

ocasiones implica cierta vanidad, pero la “falacia del presentismo” a la que nos referimos en la sección

anterior critica la propensión de los intelectuales a subestimar los vínculos entre el presente al pasado y a

exagerar aquellos que miran al futuro. El argumento básico que queremos explorar es que la teoría social

cosmopolita puede ayudarnos a reconstruir los cánones de las ciencias sociales, a entender la condición de

nuestra época actual y a fijar los parámetros para un nuevo orden normativo. Pero sólo puede hacerlo

colocándose dentro y no más allá de las tradiciones intelectuales de las ciencias sociales y políticas – y

reflejando las preocupaciones políticas que están a la base de estas disciplinas. Cuando somos críticos del

nuevo cosmopolitismo, no lo hacemos desde el punto de vista de renovar el nacionalismo, sino en la

medida en que transforma al cosmopolitismo en un ideal abstracto desprovisto de las ambigüedades,

pasiones y conflictos de la vida social que la teoría social clásica siempre ha intentado comprender. Vamos

a ejemplificar nuestro argumento considerando brevemente el actual “retorno a Kant”.

Las ambigüedades de la herencia cosmopolita de Kant

Los textos políticos de Immanuel Kant, escritos durante un período de doce años alrededor de la época de

la Revolución Francesa, se asumen comúnmente como el punto de partida del nuevo pensamiento

cosmopolita. Kant rechaza la visión nacionalista del mundo, que recién nacía y ofrece en su lugar la idea de

un orden cosmopolita – y con ello demuestra que el surgimiento del nacionalismo es paralelo al del

cosmopolitismo. Kant critica el sentido común que trata la competencia desenfrenada entre estados-nación

como un hecho natural e insuperable de la vida moderna y sostiene que, en ese contexto, la idea de

“derecho” no significa más que el derecho de los estados a declarar la guerra cuando quieran, para utilizar

cualquier medio de guerra que juzgaran necesario, para explotar las colonias recientemente descubiertas

como si fueran “tierras sin dueño” y para tratar a los extranjeros que arriban a sus territorios como

enemigos (Kant 1991: 105-6). Para Kant, esto es esencialmente la negación del derecho y compara esta

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forma de “orden” con el “estado hobbesiano de naturaleza”: como una guerra de todos los estados contra

todos los otros que sólo ha de terminar con la formación de un nuevo Leviatán en el que, por primera vez

en la historia de la humanidad, se “establezcan relaciones legales entre estados” y una “sociedad civil

universal” (Kant 1991: 114).

Mediante la idea de “relaciones legales entre estados”, Kant se refiere a las leyes internacionales que tienen

como meta fundamental el establecimiento de relaciones pacíficas entre estados; mediante la idea de una

“sociedad civil universal”, se refiere a las leyes internacionales que tratan a los individuos como sujetos

jurídicos y garantizan los derechos humanos básicos de ciudadanos globales sin importar si sus estados-

nación los reconocen (Kant 1991: 47, 172). En el mundo que Kant imagina, para usar sus propias palabras,

se eliminan los ejércitos permanentes, no se contrae ninguna deuda nacional relacionada con costes

militares, ningún estado interfiere por la fuerza en los asuntos internos de otro estado, a los extranjeros se

les otorga el derecho universal a la hospitalidad y a los habitantes indígenas de las colonias recientemente

conquistadas ya no “se los trata como nada” (Kant 1991: 106-25). Para acercarse a este ideal normativo

Kant sostiene que los estados-nación “deben” ponerle fin a la “condición carente de legalidad de la guerra

pura”, renunciar a su libertad salvaje y sin ley, adaptase a leyes públicas coercitivas y formar un estado

internacional (…) que habría de crecer hasta abarcar a todos los pueblos de la tierra” (Kant 1991: 105). Él

sostiene, adicionalmente, que el nuevo Leviatán tendría que tomar la forma de una federación de naciones

basada en la cooperación mutua y en el consentimiento voluntario de la mayoría o todos los estados

independientes, puesto que de lo contrario podría encubrir el control de un único superpoder que lo usaría

como coartada en la búsqueda de sus propios intereses hasta llegar a constituirse en un “despotismo

universal” que niega la libertad a todos por igual.

Kant acepta que la idea de un orden cosmopolita es “fantástica”, es decir, sin precedentes en la historia

mundial y que los estados europeos, en los hechos, se relacionan cada vez más entre ellos como lo hacen

los individuos atomizados en el estado hobbesiano de naturaleza. Entiende que el nacionalismo y la

xenofobia son las estrellas nacientes del nuevo orden republicano, pero persevera en su intento por

armonizar el principio sobre el cual giraba esa revolución global, la soberanía de los estados-nación

independientes, con un universalismo pacífico, ilustrado y basado en el derecho. Sostiene, en oposición a

las corrientes predominantes del nacionalismo, que la idea de un orden cosmopolita es no obstante un

deber que cada uno tiene la obligación de cumplir sin importar si está en consonancia con las propias

inclinaciones; un deber para los gobernantes sin importar cuan grandes sean los sacrificios que exige, un

deber que es válido con independencia de si la opinión pública o el estado lo reconoce, un deber que obliga

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incluso cuando no hay la más ligera posibilidad de su realización. Toda forma de política, dice Kant, debe

“arrodillarse” ante la idea del derecho (Kant 1991: 125). Él también mira más allá de las circunstancias

inmediatas, que eran evidentemente contrarias a la idea del derecho cosmopolita, y busca tendencias

subterráneas más propicias que puedan mostrar al cosmopolitismo como una forma de realismo en el

mundo moderno. Reconoce, en primer lugar, que “los pueblos de la tierra han entrado, en diversos grados,

en una comunidad universal (…) al extremo que una violación de los derechos en una parte del mundo se

siente en todas partes” (Kant 1991: 107-8). En segundo lugar, el cosmopolitismo se corresponde con los

requisitos económicos de una era comercial en que el intercambio pacífico es más provechoso que el

saqueo. Tercero, está en consonancia con los intereses políticos de los estados-nación que enfrentan

riesgos y costes de guerra crecientes. Y, finalmente, tiene una afinidad electiva con el republicanismo

porque los gobernantes republicanos ya no pueden declarar la guerra sin consultar a sus ciudadanos – y los

ciudadanos de las republicas tienen un mayor nivel de madurez política que los súbditos de los estados

monárquicos tradicionales. Operando tras bambalinas, por decirlo de algún modo, Kant mantiene lo que él

llama “providencia” o “plan de la naturaleza”, que preparaba el camino para el avance, si no la realización,

del derecho cosmopolita. Unifica de esa manera su metafísica de la justicia y su filosofía de la historia para

ofrecer los recursos necesarios para trascender tanto un “positivismo desencantado” que afirma que la

manera en que las cosas son es la manera en que tienen necesariamente que ser como un “empirismo

superficial” que sostiene que las apariencias de las cosas coinciden con lo que esencialmente son.

Kant no inventó la idea del cosmopolitismo pero la transformó en un principio filosófico de la edad

moderna a partir de la creencia que el nacionalismo es expresión de la inmadurez humana y que los

“principios genuinos del derecho” apuntan hacia “una ley universal de la humanidad”. Su convicción es

que la humanidad “por su propia naturaleza, es capaz de progreso y mejora constante sin perder su

fortaleza” (Kant 1991: 189). Y, a la vez, sigue siendo cuidadoso en no definir demasiado estrechamente

hacia donde esta capacidad para el progreso y la mejoría nos podría llevar: “nadie puede o debe decidir cuál

puede ser el punto máximo en que la humanidad ha de dejar de progresar y por tanto cuán amplia ha aun

de permanecer, necesariamente, la distancia entre la idea y su ejecución. Pues esto dependerá de la libertad,

que puede trascender cualquier límite que le intentemos imponer” (Kant 1991: 191).

El logro de Kant fue no sólo reconocer la importancia de la idea moderna que “un ser humano cuenta

como tal porque es un ser humano, no porque es judío, católico, protestante, alemán, italiano, etc.”, sino

intentar actualizar tal idea como un proyecto moral, social, legal y político. Es por una buena razón que la

filosofía política de Kant ha sido redescubierta por los nuevos cosmopolitas, pero nos parece que su

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reconstrucción ha sido problemática. Nuestro argumento es que al despojar a Kant de sus presuposiciones

teleológicas y metafísicas, el nuevo cosmopolitismo reproduce las relaciones ilusorias que Kant construyó

entre el pasado y el futuro, por un lado, y se pierde buena parte del radicalismo de su concepción del

derecho cosmopolita, por el otro.

La primera crítica: Entre el pasado y el presente

Una característica del punto de vista moral de Kant es contrastar la oscuridad del pasado “westfaliano” con

la luz del futuro cosmopolita. Él ve la transición de un orden basado en los derechos abstractos de los

estados-nación (definitorios de Westfalia) a uno basado en leyes positivas, y respaldado por una federación

de estados-nación (definitorio de la cosmópolis), como una ruptura radical. La denuncia moral del primero

es el acompañamiento natural de la idealización, igualmente moral, del segundo. Por ejemplo, al mismo

tiempo en que representa a los teóricos del derecho internacional tradicionales – “Grotius, Puffendorf y el

resto”, que es la manera peyorativa con que el propio Kant se refirió a ellos – como ofreciendo únicamente

una coartada para lo que eran esencialmente relaciones no-legales entre los estados, él se presenta a sí

mismo como el portador de un ordenamiento íntegramente legalizado. Pero fueron estos mismos juristas

los primeros en dar al mundo un sistema regular de jurisprudencia natural, en concebir la unidad de la

especie humana a pesar de su división en naciones, en basar esta unidad en el parentesco moral de todos

los seres humanos y en sostener que la unidad humana es una ley natural incluso cuando no se reconoce

como tal por quienes sostienen que los deberes de la humanidad deben ser conferidos solamente a los

conciudadanos y tratan por ello a los extranjeros como enemigos. Es verdad que en esta jurisprudencia

temprana se encuentran pocos, o ningún, signo que indique la existencia histórica o posibilidad ética de “un

poder legislativo humano de carácter universal y alcance mundial”, pero aun así ella proporciona un marco

jurídico que permitió dar fin a la condición de desconfianza total entre los estados que quedó de manifiesto

en la Guerra de los Treinta Años, liberó a los estados de la moralidad fija de una iglesia única, excluyó el

punto de vista religioso de la política internacional, ratificó la coexistencia de los partidos religiosos,

reconoció el principio legal del pluralismo entre los estados y estableció un sistema de relaciones inter-

estados basado en la voluntad humana y la observación empírica antes que en un mandato o revelación

divino (Hegel 1956: 412).

El objetivo de estas breves observaciones históricas no es idealizar el orden westfaliano o lamentar su fin,

menos aun intentar su restauración, sino indicar que esa interpretación dicotómica del cambio social de

Kant, en la que el establecimiento de una autoridad legal más alta se presenta como la alquimia que ha de

Page 142: Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

141

transformar la “guerra perpetua” en “paz perpetua”, ofrece una visión altamente estilizada de las relaciones

entre el pasado y el futuro. La suposición de Kant era que los códigos legales del viejo orden westfaliano no

tenían ninguna fuerza legal porque carecían de una autoridad legal más alta para hacerlos obligatorios y, a

su vez, que un orden cosmopolita representa una nueva etapa en la historia de la humanidad porque se

basa en una autoridad legal superior. Con todo, como Hegel señala en su Filosofía del Derecho, el modelo de

Westfalia no estaba “desprovisto de derecho” puesto que las relaciones entre los estados adoptaron la

forma de contratos y tratados y el principio en que se basan estas relaciones es que los contratos y los

tratados deben ser respetados. De manera similar, una federación de naciones no estará libre de violencia

puesto que es capaz de crear su propios enemigos tal y como puede hacerlo un estado individual: “‘incluso

si un conjunto de estados se agrupa como familia esta liga, en su individualidad, debe generar oposición y

crear un enemigo” (Hegel 1991: §324A). Para parafrasear a Hegel, la violencia conectada con las formas

más simples de derecho queda sublimada, pero de ninguna manera superada, en las más formas

desarrolladas y complejas.

El nuevo cosmopolitismo enfrenta problemas similares a los de Kant en su tratamiento de las relaciones

entre el pasado y el futuro. Si su fortaleza es criticar el nacionalismo metodológico de las ciencias sociales y

políticas y hacerse cargo de la historicidad del estado-nación, reproduce sin embargo el objeto de su crítica.

Niega que el estado-nación sea una forma natural o racional de organización socio-política en general, pero

acepta que era o es la forma natural y racional de organización sociopolítica en la era moderna – es decir,

que era o es el principio de organización de la modernidad política. Esta visión curiosamente renaturalizada

de los estados-nación reproduce, o al menos se asimila, al modernismo al que se opone. Históricamente,

minimiza la presencia de otras formas modernas de organización política distintas al estado-nación

(imperios, colonias, dominios, regímenes totalitarios, ciudades-estado, campos de concentración,

organizaciones multinacionales, etc.); considera un tiempo relativamente breve de la vida política moderna

cuando el estado-nación pareció ser mayoritario (el período de posguerra como paradigmático de la

modernidad política como tal); e incluso impone una imagen de solidez del estado-nación que no era

consensuada entre los científicos sociales de ese entonces, para quienes el totalitarismo y a la guerra fría

eran problemas tan serios como urgentes (Buxton 1985, Parsons 1993c, d, capítulo 4). El diagnóstico

cosmopolita de la época actual en términos de la declinación del estado-nación tiene sentido sólo por

contraste con este contexto mítico en el que el estado-nación aparece como la forma característica de la

modernidad política. Nuestro argumento al respecto es no sólo que los estados-nación modernos han

coexistido con otras formas sociopolíticas sino que ellos han sido también más intermitentes e inestables de

lo que acepta esta visión excesivamente sesgada de la modernidad política. El caso de Alemania ejemplifica

Page 143: Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

142

nuestro argumento claramente. Por un lado, la idea de un estado-nación alemán ha estado presente por lo

menos desde las guerras napoleónicas de principios del siglo XIX (Kohn 1961, Mann 1974). Por otro lado,

desde la unificación del Reich en 1871, esta idea se ha expresado en una variedad de formas políticas:

imperio, estado-nación, régimen totalitario, territorio ocupado, estado-nación dividido, estado-nación

unificado y miembro de la Unión Europea. Aunque es desalentador encontrar que la literatura sobre el

estado-nación a menudo se rinde frente una imagen de solidez y estabilidad, es mucho más frustrante que

el nuevo cosmopolitismo haya tendido a reforzar esta imagen reduccionista del pasado.

Nos importa destacar aquí que los estados-nación son un objeto de estudio elusivo cuando se aborda al

asunto de su declinación. En los discursos cosmopolitas actuales presenciamos con frecuencia el

renacimiento de una de las tensiones fundantes de la sociología: entre Gemeinschaft (comunidad) y Gesellschaft

(sociedad). En la sociología clásica, el concepto de Gemeinschaft se utilizó para describir formas de vida

comunal que no estaban mediadas por medios abstractos de coordinación social como el dinero o el

derecho, mientras que el estado-nación, entendido como mercado nacional y comunidad política de

ciudadanos, era la forma en que se representaba la Gesellschaft. La ciencia social modernista, como lo señala

acertadamente Reinhard Bendix, perpetúa este modo de pensamiento acerca de la transición histórica

presentándola como el paso de la “tradición” a la “modernidad”. Su argumento es que la reflexión de las

ciencias sociales sobre la “modernización occidental ha estado siempre acompañada de una particular

construcción intelectual de esa experiencia, gatillada por impulsos reformadores o morales presentados a

menudo so pretexto de generalizaciones científicas” (Bendix 1967: 313). Su preocupación radica en la

“falacia romántica” de la sociología clásica y modernista que reconstruye las transiciones históricas

“contrastando los defectos del presente con las virtudes del pasado” (Bendix 1967: 319-20).

En las versiones actuales, esta renovada antinomia se expresa en una variedad de reconstrucciones

diferentes. El escenario escéptico sobre el cosmopolitismo reconstruye el estado-nación como una forma

de Gemeinschaft mientras que la Gesellschaft queda ahora representada por las formaciones sociales

transnacionales que están lentamente reemplazando a los estados-nación. Ésta es, a grandes rasgos, la

posición adoptada por aquellos sociólogos que dudan de que las condiciones de confianza y solidaridad

social que fueron posibles en los estados-nación se puedan ampliar mucho más allá de tales límites

históricos y filosóficos (Claus Offe, citado en Freise y Wagner 2002). Los partidarios del nuevo

cosmopolitismo no consideran, en general, esta clase de pensamiento dualista como una estrategia

adecuada para entender el mundo, aunque encontramos que ellos también la utilizan. Dan vuelta el

escenario escéptico mencionado anteriormente, presentando la nueva Gesellschaft cosmopolita como

Page 144: Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

143

radicalmente diferente de la “comunidad” del estado-nación, pero esta vez contrastando “los defectos del

pasado” (por ejemplo, el nacionalismo) con “las virtudes del futuro” (el orden cosmopolita) O, en un tono

más nostálgico, buscan reconciliar el concepto tradicional de los deberes morales de los estados que fueron

establecidos por el derecho natural con concepciones modernas del positivismo jurídico, la Realpolitik y el

interés nacional. Hacen esto agregando un tercer escenario a la dicotomía modernista entre tradición y

modernidad – la edad cosmopolita. Lo que todas estas versiones tienen en común, pensamos, es que ellas

subvaloran las fracturas internas de la modernidad política tanto como exageran la distancia que separa el

orden cosmopolita futuro con el presente y el pasado.

Si desde el punto de vista jurídico los pensadores cosmopolitas representan el orden moderno de los

estados-nación como un orden esencialmente anárquico, una guerra de todos los estados contra todos,

ellos caracterizan también este orden como increíblemente estable y seguro puesto que habría durado, sin

dificultades, más de trescientos años desde la paz de Westfalia hasta nuestros días. Los eventos más

trascendentales de este período – las revoluciones políticas de fines del siglo XVIII, el crecimiento del

imperialismo, el colapso de los imperios europeos continentales después de la Primera Guerra Mundial, la

emergencia de regímenes totalitarios, el colapso de imperios de ultramar después de la Segunda Guerra

Mundial – todos aparecen como simples notas al pie en la narrativa continua del estado-nación. Incluso las

formas de cooperación establecidas entre estados-nación – la Liga de Naciones después de la Primera

Guerra Mundial y las Naciones Unidas que le siguieron – se ven como la consolidación del principio de

soberanía nacional y de la Realpolitik que la acompaña (Giddens 1985). En esta imagen de la modernidad

política todos los eventos previos a la emergencia del nuevo orden cosmopolita parecen reproducir el viejo

orden de los estados-nación. Es como si el viejo adagio del gatopardo, le plus ça change, le plus c’est la même

chose (todo cambia para que todo siga igual), predominase sin contrapeso en esta esfera de la vida. Es una

imagen del orden de Westfalia que reproduce, o incluso exagera, el paradigma modernista al que se opone.

Se diferencia del modernismo solamente en que rechaza considerar la modernidad política como el fin de la

historia y propone una segunda ruptura que crea ahora una constelación posnacional o cosmopolita

(Wagner 2001b: 83). En esta narrativa parecería que nada fundamental ha ocurrido por casi 350 años y

entonces, repentinamente en nuestra época, todo ocurre simultáneamente.

La segunda crítica: entre el presente y el futuro

El argumento fundamental del nuevo cosmopolitismo es que vivimos en una era marcada por la

declinación del modelo de Westfalia del estado-nación y por la emergencia de un nuevo orden cosmopolita.

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144

En la época actual, la soberanía nacional y el estado-nación finalmente nos están llevando a un orden global

en el que la realización de los derechos humanos y de una autoridad legal internacional, o al menos su

posibilidad, están a la vista. Hay muchas explicaciones diferentes sobre cuándo se supone ocurrió esta

transición y cuáles son los indicios de que efectivamente sucedió, pero esta generación de pensadores

cosmopolitas data el inicio del nuevo orden cosmopolita con el fin de la Guerra Fría en 1989 y entrega dos

tipos de evidencia en su apoyo: reformas observables y procesos sociales profundos. En relación a la

primeras se señalan, por ejemplo, la transformación de las convenciones de los derechos humanos en leyes

internacionales ejecutoriables, el establecimiento de tribunales criminales internacionales, la

implementación de intervenciones militares internacionales para detener crímenes contra la humanidad, la

apelación a una crítica cosmopolita frente la incapacidad de las superpotencias parar detener estos

crímenes, la transición en las Naciones Unidas desde la defensa de la soberanía nacional hacia la protección

de los derechos humanos, el establecimiento del principio de condicionalidad de la soberanía nacional en el

derecho internacional y así sucesivamente. El argumento es que tales reformas no son fenómenos

contingentes sino más bien la expresión visible de procesos sociales y tendencias históricas más profundas.

Entre estas últimas podemos citar la separación de la nación y el estado que resulta de los movimientos de

personas, el carácter heterogéneo e híbrido de distintos grupos al interior del territorio estatal, la expansión

de conexiones móviles complejas a través de los límites estatales, la proliferación de riesgos globales que

requieren de soluciones trasnacionales y la “liquidez” desterritorializada del dinero, los medios de

comunicación y la información.

Se han propuesto dos tipos de objeciones contra esta tesis: una critica su base factual y la otra su sentido

normativo (Hutchings 1999). La crítica factual sostiene el carácter de corto plazo y transitorio de estos

cambios y reafirma con ello las pretensiones realistas acerca de la importancia continúa del poder del estado

en relación a la gobernanza global. La crítica normativa acepta que el orden de los estados-nación está

siendo sobrepasado pero proporciona una lectura pesimista del orden post-westfaliano como la

dominación desenfrenada del capital global sobre la vida política – o como la transformación de imperios

rivales en un imperio singular (Hardt y Negri 2000). Tras estos argumentos empíricos y normativos

encontramos un “anti-cosmopolitismo” que es tan doctrinal como el cosmopolitismo al que se opone y

que por ello entiende poco y nada sobre el concepto mismo. El argumento empírico de los escépticos

simplemente sustituye el “no cambio” por la idea cosmopolita del “cambio total”, el argumento normativo

simplemente sustituye su propio pesimismo por el optimismo cosmopolita. Nuestra línea argumental a este

respecto recoge un comentario anterior; a saber, que las críticas al nuevo cosmopolitismo no pueden

derivarse de la reconstrucción de un marco nacional, ni tampoco de una futurología negativa, sino que sólo

Page 146: Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

145

pueden surgir de la preocupación frente al hecho de que la idea de cosmopolitismo está siendo removida

de los conflictos de la vida política. Por el contrario, de lo que se trata es reinsertarlo en la tradición

intelectual de las ciencias sociales.

El nuevo cosmopolitismo devalúa dos de las piedras angulares de la autocomprensión de las sociedades

modernas: las clases y las naciones (capítulo 2). Se opone al nacionalismo sobre la base de que convierte la

idea de nación en un principio supremo y da prioridad a sus intereses particulares por sobre los intereses

universales de la humanidad. Y se opone socialismo sobre la base de que convierte la clase en un principio

supremo. Objeta igualmente el viejo dogma de una clase universal (sea esta la burocracia o el proletariado)

y el de la nación universal (sea esta la Francia de 1789 o la Rusia de 1917), porque ambas identifican

falsamente los intereses de una entidad particular con los intereses de la humanidad en su conjunto.

Describe al nacionalismo y al socialismo como discursos políticos peligrosos y contradictorios y ve

estrechos paralelismos entre la idea de un “enemigo de clase” y un “enemigo nacional”. En cada uno

encuentra un potencial de violencia dirigida a la destrucción de sus respectivos “otros”. Representa al

internacionalismo socialista como una mentira que básicamente permite a determinados intereses

nacionales hacerse por pasar por universales (por ejemplo, el nacionalismo soviético o el nacionalismo

antiimperialista durante la Guerra Fría) y suprime otros intereses nacionales en nombre de la solidaridad de

clase como si los primeros fueran todos malos y los segundos todos buenos. El nuevo cosmopolitismo

declara que mientras el debate político se mantenga anclado en estas formas no puede haber resistencia al

orden establecido que no reproduzca el poder al que se opone. Contra un marco modernista definido en

términos de particularismos en competencia y falsos universales, el nuevo cosmopolitismo se presenta a sí

mismo como una perspectiva genuinamente universalista que reconoce el punto de vista de la humanidad

en su conjunto tanto como la diversidad de la especie humana. Se presenta, en otras palabras, como la

reconstrucción de nuestras categorías intelectuales a fin de superar tanto el particularismo estrecho como el

universalismo abstracto que son constitutivos de la imaginación política modernista. Anuncia una relación

diferente que ya no mira a una clase o a una nación particular como la encarnación de valores universales, o

a la destrucción de otra clase o nación como condición de la emancipación humana, sino que deviene en

una alternativa genuinamente universalista contra todas esas formas espurias de reconciliación.

La dificultad radica, sin embargo, en descubrir en qué puede consistir tal reconciliación genuina y sobre ello

encontramos una gran variedad de opiniones. Sugerimos que las dificultades para la reconciliación que se

encuentran en el nivel del estado-nación se reproducen al nivel cosmopolita de nuevas maneras.

Consideremos, por ejemplo, el peligro identificado por Kant de que una Federación de Naciones pueda

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146

convertirse en un impostor que encubre el control de una superpotencia. Kant creyó encontrar una

respuesta bajo la forma de una Federación de Naciones basada en la cooperación mutua y el

consentimiento voluntario entre una pluralidad de estados independientes, todos los cuales conservarían

sus derechos a la particularidad incluyendo incluso el derecho a retirarse de la propia federación. Esta es

una dificultad que Habermas (1999a, 2000) ha identificado como la inconsistencia entre establecer una

Federación de Naciones como autoridad suprema y al mismo tiempo basarla en un principio puramente

voluntario. Una Federación de Naciones no puede convertirse en un cuerpo estable y legítimo sin leyes que

sean vinculantes para los gobiernos individuales, pues en caso contrario cualquiera puede simplemente

retirarse y tomar un camino propio. Una dificultad adicional es que si una Federación de Naciones da

prioridad a la soberanía nacional por sobre la protección de los derechos humanos o la preservación de la

paz, como cuando los derechos de personas particulares son violados por sus propios estados u otros

gobiernos nacionales, el cosmopolita podría por su parte recurrir a una gran potencia u otro grupo para

intervenir e impedir que los perpetradores lleven a cabo sus crímenes. En este escenario, sin embargo, nos

encontramos otra vez con la idea potencialmente destructiva de una nación universal que identifica su

propia voluntad con la voluntad general de la humanidad. Mientas escribimos este texto somos testigos de

cómo tales peligros se despliegan: una nación poderosa que se retira de los parámetros de las Naciones

Unidas y se presenta como la nación universal con su propia misión histórica y una comunidad

internacional que no protege los derechos de los pueblos oprimidos. Estas son dificultades reales de la vida

política moderna y que no pueden reconciliarse a partir de los imperativos del nuevo cosmopolitismo. Al

mencionar estos ejemplos no queremos crear un cosmopolitismo “mejor” que pueda finalmente reconciliar

todas estas oposiciones sino simplemente reconocer que aquello que el nuevo cosmopolitismo identifica

como patología del modernismo termina siendo una propiedad del propio cosmopolitismo.

Conclusión

En este capítulo hemos afirmado la existencia de un nuevo cosmopolitismo como un movimiento

intelectual claramente identificable en las ciencias sociales y políticas contemporáneas. Se ha intentado

mostrar cómo: [1] construye su propio canon, tomando a menudo como punto de partida las ideas del

Leviatán de Hobbes o la paz perpetua de Kant; [2] define un nuevo objeto del estudio, “lo global”, que

pueda superar el nacionalismo metodológico que habría prevalecido en las ciencias sociales y políticas

modernistas; y [3] conceptualiza un nuevo grupo de proposiciones normativas basadas en una idea

universal de derechos humanos y una autoridad legal más allá del estado-nación. Este movimiento ha

cruzado los límites disciplinares y ha promovido una agenda interdisciplinaria para estudiar lo que entiende

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147

son los desarrollos más importantes del mundo actual: la crisis del estado-nación (sociología), el

surgimiento de la globalización (relaciones internacionales), las expectativas de la democracia cosmopolita

(teoría política) y el desarrollo del derecho cosmopolita (derecho internacional). El discurso

interdisciplinario del nuevo cosmopolitismo es su punto más fuerte y es, de hecho, una razón fundamental

para intentar reconstruirlo y comprender sus características más importantes.

No se trata tampoco de un movimiento monolítico o una tradición fija. Mientras que en la sociología y la

teoría política el nuevo cosmopolitismo está alcanzando estatus de corriente principal, su posición en otros

campos se muestra menos segura. Más allá de estas diferencias, hemos identificado una dimensión que

cruza sus diversas formulaciones: la tesis sobre la transición histórica de la actualidad. Hemos criticado el

nuevo cosmopolitismo por lo que podemos ahora llamar su rígida imaginación histórica: adopta la idea de un

cambio de época radical, que ha sido una característica permanente de las ciencias sociales y políticas, y lo

convierte en una idea fija sobre la relación entre el pasado y el futuro. La estabilidad de la modernidad se

quiebra repentinamente y todo comienza de nuevo a partir de un único acontecimiento. Es una visión del

futuro normativamente modelada, una “teleología” para una era post-teleológica, que se proyecta sobre el

presente.

El derecho cosmopolita ya no es más una idea en la cabeza de los filósofos. Es real y nuestro conocimiento

sobre él es externo a nosotros mismos. Podemos estudiarlo de la misma manera en que estudiamos otras

formas de derecho. Surge de los seres humanos, se relaciona con otras formas de derecho, nunca es válido

simplemente porque existe y hay una posibilidad permanente de conflicto entre lo que es y lo que debe ser.

Nuestra conciencia y convicciones pueden ajustarse a él – o no. Como científicos sociales, nuestra tarea es

precisamente identificar qué es el derecho cosmopolita. Así, antes que celebrar prematuramente la idea del

derecho cosmopolita y elevarlo al estatus de un ideal, hemos intentado ubicarlo en la historia de la

modernidad. Entendemos el derecho cosmopolita como una etapa en el desarrollo del derecho desde sus

formas más simples y abstractas hasta las más complejas y concretas. Es un momento esencial en el

desarrollo de la libertad humana, pero si la teoría social modernista alguna vez cometió el error de divinizar

al estado-nación, no deseamos cometer el mismo error ahora con la idea de cosmópolis. No nos interesa la

idea de cosmopolitismo como consuelo frente a la violencia de nuestra era, sobre la base de una “no-

ficción visionaria” del orden cosmopolita por venir, sino más bien como una manera de hacer frente a la

violencia de nuestro tiempo aquí y ahora. Y tomamos esta posición a sabiendas de que bajo el estandarte

cosmopolita las viejas formulas de violencia pueden reafirmarse. El cosmopolitismo se puede llevar a la

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práctica política de múltiples maneras – puede ser fundamentalista, conservador, liberal y radical – de

forma tal que sus consecuencias políticas no vienen preestablecidas en la idea misma.

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Capítulo 8. Universalismo y Cosmopolitismo en la Teoría de Jürgen Habermas*

Este último capítulo indaga en la importancia creciente que el tema del cosmopolitismo ha adquirido en los

escritos de Jürgen Habermas a contar de los años noventa. Sin duda, la presencia del cosmopolitismo en la

obra reciente de Habermas responde a la evaluación que el autor hace de eventos más o menos recientes

como la caída del muro de Berlín y de procesos históricos como la globalización económica y el proyecto

de la Unión Europea (Habermas 2004). Mi tesis, sin embargo, es que el giro cosmopolita que se aprecia en

su trabajo no responde principalmente a cuestiones de tipo empírico sino que debe ser entendido más bien

como un corolario normativo que emerge del universalismo filosófico en el que se funda el conjunto de su

obra anterior. A pesar de la ausencia de referencias explícitas al tema en su obra temprana, este artículo

argumenta que un horizonte cosmopolita viene inscrito en el proyecto intelectual habermasiano desde sus

inicios.

La relevancia actual del cosmopolitismo comienza a acreditarse con las evaluaciones normativas que

siguieron a las descripciones de la globalización que inundaron las ciencias sociales de los años noventa

(Held 1995, capítulo 7). Con ello el cosmopolitismo se consolida como un programa de investigación

empírico relevante para el conjunto de las ciencias sociales contemporáneas (Beck y Sznaider 2006,

Calhoun 2002, Fine 2006b, Fine y Boon 2007, Vertovec y Cohen 2002, Zolo 1999). Sin embargo, no todas

las versiones del cosmopolitismo contemporáneo son igualmente capaces de hacer frente a los desafíos

explicativos y normativos del presente. En su tardío Derecho de Gentes, por ejemplo, John Rawls (1999,

Caney 2002) despliega un modelo cosmopolita puramente normativo altamente sofisticado. De un modo

similar, Ulrich Beck (2000c, capítulo 1) ha hecho del cosmopolitismo una agenda de investigación concreta

para la sociología. Mi punto de partida en este trabajo es que, dado su alto nivel de abstracción, el

cosmopolitismo de Habermas se muestra superior tanto a aquellas versiones exclusivamente normativas

como a aquellas que se contentan con el mero registro narrativo de procesos empíricos. La perspectiva

cosmopolita de Habermas es la única que, hasta el momento al menos, se ha mostrado capaz de afrontar el

desafío de producir simultáneamente una descripción empírica pertinente, una explicación teóricamente

consistente y un juicio normativo bien fundamentado.

* Este texto no habría sido posible sin el apoyo y generosidad intelectual de Robert Fine, cuya convicción de que el cosmopolitismo es un programa teórico y normativo fundamental para entender el presente es un estímulo y un ejemplo permanente. El autor agradece también a Aldo Mascareño sus siempre sugerentes ideas, precisiones y críticas a las distintas versiones de este trabajo. Aldo y Robert no comparten todos mis argumentos y obviamente no son responsables de mis errores. Este texto forma parte del proyecto FONDECYT 1070826.

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La tesis de un “giro” cosmopolita es en algún sentido similar a aquella que, a mediados de la década de los

setenta del siglo XX, se usó para describir el cambio en la orientación teórica de Habermas. El así llamado

giro lingüístico habermasiano es heredero tanto de la tradición filosófica alemana como de la filosofía

anglosajona de la época (Lafont 1993). Su objetivo era el refinamiento conceptual pues con él se

incorporaban perspectivas y tradiciones filosóficas nuevas para resolver deficiencias que se constataban a

nivel teórico o epistemológico. El interés reciente por el cosmopolitismo es diferente dado que no le

resuelve a Habermas problemas teóricos de fondo sino que, por decirlo de algún modo, se le fue

imponiendo lentamente a la argumentación teórica de Habermas como una consecuencia normativa casi

ineludible. El giro cosmopolita al que aquí me refiero hace explícita, con renovada fuerza, el sustrato último

del proyecto normativo de Habermas. La diferencia es tal vez sutil pero no por ello menos importante. La

centralidad del cosmopolitismo en la obra tardía de Habermas dice relación no tanto con un proceso de

refinamiento estrictamente conceptual sino sobre todo con la explicación de los efectos normativos de la

teoría de la acción comunicativa. Sin duda la perspectiva cosmopolita de Habermas ha de certificarse

empíricamente pero su orientación de base es decididamente normativa. Con la idea de la doble validez

jurídica y moral de los derechos humanos, con la tesis del tránsito hacia una constelación posnacional que

pone en cuestión la posición del estado-nación como eje articulador del sistema de Naciones Unidas, con la

búsqueda de un principio contrafáctico que permita justificar argumentativamente aquello que es mejor

“para la especie humana en su conjunto”, este giro cosmopolita es otra forma de expresar la intuición

reguladora que cruza el casi medio siglo de producción intelectual de Habermas: ¿cómo es posible explicar

el hecho de que en el marco de procesos de interacción social surja la noción a todas luces ficticia desde un

punto de vista empírico, pero normativamente vinculante, de la igualdad formal entre individuos

materialmente desiguales? El cosmopolitismo es, en definitiva, la última fórmula que Habermas encuentra

para expresar en un lenguaje normativo el núcleo universalista que está en el centro de su programa teórico.

El capítulo se encuentra dividido en tres secciones. En primer lugar, se intenta mostrar la conexión

intrínseca que existe entre universalismo y cosmopolitismo tanto a nivel histórico como conceptual. Para

ello, se hace un breve recuento de los orígenes y características principales del cosmopolitismo en el marco

de su estrecha relación con el universalismo filosófico de las teorías del derecho natural. Esta primera

sección se centra especialmente en la obra de Immanuel Kant, cuya condición paradigmática se explica por

la traducción moderna que él hace de la tradición filosófica del cosmopolitismo de la Grecia clásica, así

como por su intento por romper con la carga metafísica de las teorías del derecho natural anteriores. La

segunda sección está dedicada a reconstruir la visión habermasiana del cosmopolitismo. Para ello, se presta

especial atención a la reconstrucción que el propio Habermas hace del diseño institucional con que Kant

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introduce y justifica su proyecto cosmopolita. Habermas entiende el cosmopolitismo como uno de los

programas teóricos inmanentes del proyecto moderno antes que como una tendencia reciente de los

últimos años; como un marco normativo intrínsecamente universalista sobre la base de un apoyo irrestricto

a la idea de derechos humanos universales; y como un marco institucional democrático cuya máxima

expresión no es la formación de un único estado mundial sino la articulación de instancias decisoras a nivel

local, nacional, regional y mundial. Finalmente, la última sección del artículo reconstruye estilizada pero

sistemáticamente la relación entre la pretensión universalista que está a la base de los distintos momentos

del proyecto teórico de Habermas – y las consecuencias cosmopolitas que se derivan de cada uno de ellos.

Se intenta mostrar que una fuerte pretensión universalista caracterizaba ya los estudios tempranos de

Habermas Historia y Crítica de la Opinión Pública ([1962] 1994) y Conocimiento e Interés ([1968] 1990a). Un

universalismo similar se aprecia con el giro lingüístico que da vida a la Teoría de la Acción Comunicativa ([1981]

1989a) y con la más reciente incorporación de discusiones de filosofía política y del derecho en Facticidad y

Validez ([1992] 1998). En todos los casos, el universalismo explícito de estos trabajos no sólo es compatible

sino que sirve de soporte para la incorporación explícita del cosmopolitismo en su obra tardía.

Universalismo filosófico, cosmopolitismo y derecho natural

En esta primera sección quisiera proponer que hay una relación sistemática entre universalismo filosófico y

cosmopolitismo. El corazón de la tradición cosmopolita es intrínsecamente universalista puesto que

propone la igualdad fundamental de los seres humanos con prescindencia de cualquier diferencia de clase,

género, étnica, nacional, religiosa o cultural (capítulos 5 y 6). Como programa normativo, el

cosmopolitismo no puede desplegarse sin un universalismo filosófico de base y ha de ser entendido como

la consecuencia normativa de una pretensión universalista de conocimiento. Sin duda, la expresión concreta

del vínculo entre universalismo y cosmopolitismo se ha mostrado históricamente cambiante. Pero en ese

tránsito ambos han coevolucionado y tal coevolución puede ser metodológicamente reconstruida mediante

el análisis de distintas teorías del derecho natural (Friedrich 1964, Hochstrasser 2000, Strauss 1974).

Los inicios de la tradición cosmopolita pueden rastrearse en la época de la Grecia clásica. En su

investigación de los orígenes premodernos del cosmopolitismo, el filósofo y matemático Stephen Toulmin

plantea la tesis de que ya en Grecia aparece una primera idea de cosmopolitismo que se basa en el

principio, por cierto altamente metafísico pero ya con aspiración universalista, de la unidad última del

mundo social y el mundo natural:

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152

Desde los inicios de la sociedad humana de gran escala, las personas se han preguntado sobre los

vínculos entre el cosmos y la polis, el Orden de la Naturaleza y el de la Sociedad (…) más adelante

encontramos a los filósofos estoicos fusionando los órdenes ‘natural’ y ‘social’ en un mismo todo.

Cada cosa en el mundo (pensaban ellos) hace manifiesto de diversas formas un ‘orden’ que expresa

la Razón que unifica tales cosas (…) la idea práctica de que los asuntos humanos están

influenciados y proceden alineados con los asuntos divinos, se transforma en la idea filosófica de

que la estructura de la Naturaleza refuerza un Orden Social racional (Toulmin 1990: 67-8)

El despliegue histórico de esta tradición intelectual no puede ser rastreado aquí en detalle, pero quisiera

sostener la tesis de que el horizonte universalista que la cita expresa no sólo no desaparece con el ocaso de

la Grecia clásica sino que encontrará, sistemáticamente, formas de readecuarse a los tiempos. La

demostración del origen común de universalismo y cosmopolitismo se expresa en el hecho de que la

primera gran renovación de este proyecto universalista, el Código Romano que en 534 DC el emperador

Justiniano mandó compilar, se sostiene justamente en las enseñanzas del estoicismo filosófico griego que

está también a la base del cosmopolitismo (d’Entrèves 1970: 23-5). El horizonte universalista de esta

codificación temprana se expresa en un conjunto de atributos que en buena medida aún se consideran

pertinentes para los efectos del debate contemporáneo que nos convoca: (1) el principio la igualdad de los

individuos ante la ley; (2) el rol del derecho como expresión de una idea de justicia que sirve para la

resolución pacífica y razonada de conflictos y, de modo muy particular; (3) la tesis de una ontología

estratificada que permite sostener la existencia de órdenes jurídicos distintos pero complementarios. En el

código de Justiniano se reconoce la existencia igualmente objetiva de un derecho o ley natural no susceptible

de alteración humana, pero por cierto cognoscible racionalmente, un derecho o ley civil y un derecho de gentes que

han de responder a necesidades humanas cambiantes pero que en cualquier caso han de adecuarse a los

requerimientos objetivos de la ley natural (d’Entrèves 1970: 28). El problema que permanece es justamente

la cuestión de cómo han de establecerse y justificarse las relaciones y jerarquías entre estos distintos

órdenes. El resguardo de la igualdad formal de los individuos, una idea de paz justa que se regula mediante

el derecho y una concepción estratificada de órdenes jurídicos ontológicamente distintos son los elementos

que dan coherencia al núcleo de derecho natural del cosmopolitismo temprano. Ellas son intuiciones

reguladoras que, como tendremos ocasión de revisar, a través de la obra de Kant se expresan también en la

teoría de Habermas.

Una ontología estratificada similar está igualmente a la base de las reformulaciones que las teorías del

derecho natural experimentan mediante su recepción en el pensamiento medieval cristiano (Donelly 1980,

Page 154: Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

153

Lewis 1940). Tanto en Agustín como en Tomás de Aquino, la pregunta por la autonomía y heteronomía

del orden secular en relación al divino está en el centro de sus reflexiones. Por una parte, la tesis heredada

sobre la existencia de un plan perfecto y necesario que vale tanto para el orden natural como el social no se

pone en cuestión a pesar de que su explicación se formula ahora en términos abiertamente religiosos. En

eso justamente consiste la primacía de las leyes que rigen la Ciudad de Dios de San Agustín; ellas no son otra

cosa que la expresión inmutable de la existencia de un ser y por tanto un orden superior. El principio

estructurante de la unidad del mundo cambia – es una voluntad divina antes que un plan de la naturaleza –

pero su unidad e inmutabilidad se reafirma. Por la otra, sin embargo, el postulado de la autonomía efectiva

de la razón humana así como la necesidad de regular las prácticas sociales concretas e históricamente

cambiantes de la Ciudad de Roma no permite afirmar de modo mecánico o inmediato la primacía que en el

plano teórico se le reconoce al orden divino. La ontología tripartita del código de Justiniano es ahora sólo

doble: las leyes de la ciudad de dios y las de Roma (d’Entrèves 1970: 39).

El siglo XVII marca el punto de inflexión de la secularización del principio universalista que está a la base

de este cosmopolitismo temprano. La respuesta a la incertidumbre de las guerras y el cisma religioso que

caracterizan ese período de la historia europea resultan en una incesante búsqueda de certezas y con ello la

idea de razón deviene en el estándar que ha de unificar todos los distintos ámbitos de indagación científica.

El renovado interés por el universalismo de la razón es la característica distintiva de la cosmópolis moderna.

Con la publicación de tres de las obras centrales del pensamiento moderno en un lapso de quince años – el

Discurso del Método de René Descartes (1637), los Principia Matematica de Isaac Newton (1642) y el Leviatán de

Thomas Hobbes (1651) – se hace explícita la pretensión por fundamentar un principio que resulte válido

en la explicación del mundo psíquico, natural y social (Toulmin 1990: 69-80).

El fundamento universalista que está operando en estas teorías del derecho natural, tanto en las versiones

religiosas como en las seculares, no remite directamente a la idea de cosmopolitismo en el sentido de

ciudadanos del mundo al que aspiraba el estoicismo griego. Es sólo con Immanuel Kant, hacia finales del

siglo XVIII, que se rescata explícitamente la tradición cosmopolita que se origina en ese movimiento

filosófico (Nussbaum 1997) y para ello la sintoniza con la pretensión universalista que constituye el centro

de su filosofía (Cassirer 1993). Para nuestros propósitos, los principales trabajos del Kant sobre el

cosmopolitismo son sus escritos La Idea de una Historia Universal con Sentido Cosmopolita ([1784] 1994a) y La

Paz Perpetua ([1795] 2001). Si bien es necesario destacar el carácter normativo que la idea de

cosmopolitismo juega en la filosofía kantiana, no es menos cierto que la importancia que Kant le asigna al

cosmopolitismo dice relación también con el hecho de que se trata de una tendencia que comienza a

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154

observarse empíricamente. Kant constata el surgimiento de un incipiente sentido de solidaridad colectiva

que no se basa en cuestiones de nacionalidad o religión sino que toma como fundamento identitario la idea

de una única especie humana definida en un sentido fuertemente universalista. En palabras del propio Kant

(2001: 51):

La comunidad más o menos íntima que se fue practicando entre los pueblos terrenales llegó

ya hasta el extremo de que una violación del derecho cometida en un sitio se hace sentir en

todos los otros; de lo que se deduce que la idea de un derecho de ciudadanía mundial no es

una fantasía jurídica, sino un necesario complemento del código no escrito del derecho

político y de gentes, que de ese modo se eleva a la categoría de derecho público de la

humanidad y redunda en beneficio de la paz perpetua, siendo la condición indispensable

para que se pueda guardar la esperanza de un continuo acercamiento a un estado pacífico

La principal innovación de Kant es usar la idea de cosmopolitismo para vincular el proyecto de un nuevo

orden jurídico-institucional con lo que, como hemos visto, hasta el momento no era más que una intuición

filosófica. Kant se hace cargo de la ontología estratificada que marca a fuego las teorías del derecho natural,

pero ofrece al mismo tiempo una guía para su dramática renovación. Kant distingue aquellas formas

tradicionales de derecho de su tiempo: un “derecho Político de los hombres reunidos en un pueblo”

(derecho civil), y un “derecho de Gentes o de los países y sus relaciones mutuas” (el derecho internacional).

Pero concibe también un tercer estrato más general o universalisable que los dos anteriores aunque ya no

se trata de un derecho o ley natural en sentido estricto. Kant habla de un “derecho de la humanidad, donde

hay que tomar en cuenta seres y estados relacionados recíprocamente (...) una especie de ciudadanía

universal entre seres humanos” (Kant 1994a: 30). Este derecho de la humanidad refiere a un tipo nuevo de

regulación de las relaciones entre estados soberanos y los ciudadanos de esos estados y ha de fundarse en la

pertenencia de los individuos a una especie humana que es concebida sin restricciones de ninguna clase. La

ontología estratificada de las teorías del derecho natural anteriores queda así modificada. Por una parte, se

vuelve a la versión de tres niveles. Por la otra, esos niveles son todos ahora parte del mundo humano. Las

leyes que rigen el orden divino quedan fuera del ámbito de la reflexión kantiana y lo mismo sucede con la

afirmación de los principios generales que sirven para explicar las regularidades del mundo natural. La ley

natural se reemplaza por la idea de un derecho de la humanidad cuya validez no se deriva de una necesidad

metafísica externa sino de su condición de postulado universal de la razón práctica. Kant no recurre a

fundamentaciones últimas de tipo religioso para avalar el universalismo normativo de su propuesta sino

que recupera el fundamento laico y racionalista que era parte de la tradición filosófica del cosmopolitismo

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155

estoico y que había quedado subsumido durante la primacía de las versiones religiosas la edad media. La

justificación filosófica del universalismo kantiano se juega en el rol que él le atribuye a las tres ideas

regulativas de la razón pura: el Yo, la Naturaleza y Dios. Lo propio de estas ideas en su sentido kantiano es

que, al mismo tiempo que se evita entrar en la cuestión de su existencia objetiva, ellas constituyen la

condición de posibilidad del conocimiento empírico verdadero al interior de los ámbitos objetuales

psíquico, natural y moral (Chernilo 2004, Emmet 1994, Kant 1973).

En su orientación más práctica, la noción kantiana de cosmopolitismo es definida en un sentido

crecientemente político. El cosmopolitismo de Kant apunta a que los estados trasciendan el “estado de

naturaleza” en que se encuentran y puedan tender hacia el establecimiento de relaciones jurídicas entre

ellos: “en sus relaciones recíprocas para los Estados no existe ninguna otra forma de salir de la situación

anárquica – causa de guerras continuas – que sacrificar, como hacen los individuos, su salvaje y

desenfrenada libertad y reducirse a leyes públicas coactivas, formando de ese modo un Estado de naciones

que, aumentando incesantemente, llegue por fin a contener en su seno a todos los pueblos de la Tierra”

(Kant 2001: 47). La creación de una “Federación Voluntaria de Naciones” de este tipo no es, sin embargo,

la única novedad del cosmopolitismo kantiano. El núcleo de ese derecho propiamente cosmopolita radica

en la forma en que los estados han de acoger y respetar los derechos de los forasteros que se encuentran en

su territorio. Para Kant (1994a: 50), el trato al forastero ha de basarse en el “principio de hospitalidad”, que

se resume en la máxima de que “nadie tiene más derecho que otro a estar un sitio determinado del globo”.

El forastero es por definición aquel individuo que hace evidente la diversidad, particularidad y contingencia

de cualquier forma de vida específica (en su idioma, sus rasgos físicos, sus hábitos alimenticios, su forma de

vestir, etc.). La imagen del forastero sirve a Kant para reforzar que son precisamente tales diferencias las

que nos hacen capaces de discernir aquello que nos hace uno con él/ella: ese mínimo común denominador

del que nadie puede ser despojado si ha de ser considerado un ser humano. Así, ninguna característica

particular (étnica, nacional, religiosa, política o de otro tipo) ha de impedir el trato digno y justo al

forastero. En rigor, el principio de hospitalidad usa aquello que nos diferencia del forastero como el

fundamento que nos obliga a tratarlo como uno de los ‘nuestros’. El derecho cosmopolita se funda así

tanto en el reconocimiento de la diferencia entre el forastero y el local como en la filiación común de

ambos en tanto miembros de la especie humana. El resultado de este análisis se traduce en la tesis de Kant

(1994a: 60-1) de que, a fines del siglo XVIII, la humanidad se encuentra en un período de transición:

aunque este cuerpo político se halla todavía en estado de burdo proyecto, sin embargo, ya empieza

a despertarse un sentimiento en los miembros, interesados en la conservación del todo; lo que nos

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156

da esperanza de que, después de muchas revoluciones transformadoras, será a la postre una realidad

ese fin supremo de la Naturaleza, un estado de ciudadanía mundial o cosmopolita, seno donde

pueden desarrollarse todas las disposiciones primitivas de la especie humana

Una vez descritos los avances que comportan las innovaciones filosóficas e institucionales propuestas por

Kant, hemos de reconocer que él no ha terminado por romper totalmente con los fundamentos metafísicos

de las teorías del derecho natural – en sus versiones más racionalistas que religiosas – que lo precedieron.

Esta continuidad se expresa, sobre todo, en el hecho de que Kant hace aun recaer buena parte de la

plausibilidad de su argumento en la “insociable socialidad” de los seres humanos, es decir, en “su

inclinación a formar sociedad que, sin embargo, va unida a una resistencia constante que amenaza

permanentemente con disolverla” (Kant 1994a: 46). En el principio octavo de su narración histórica con un

sentido cosmopolita, Kant (1994a: 57) no tiene problemas en plantear la solución al dilema de la

direccionalidad del proceso histórico de la humanidad en los siguientes términos: “se puede considerar la

historia de la especie humana en su conjunto como la ejecución de un secreto plan de la Naturaleza para la

realización de una constitución estatal interiormente perfecta, y, con este fin, también exteriormente, como el

único estado en que aquella puede desenvolver plenamente todas las disposiciones de la humanidad”. En

otras palabras, Kant todavía podía en su época echar mano a las teorías del derecho natural y justificar su

adhesión al cosmopolitismo en razón de una direccionalidad histórica que viene garantizada por la

providencia (Fine 2006a: 51-5). Kant confía en que la providencia conducirá progresivamente a la creación

de instituciones cosmopolitas para que así la humanidad en su conjunto esté en condiciones de disfrutar de

un modo de vida igualmente cosmopolita.

Desde el punto de vista de la teoría cosmopolita, en resumen, Kant puede ser entendido como el último de

los cosmopolitas premodernos en tanto todavía hace uso de una idea de providencia muy cercana a una

concepción de ley de la naturaleza. Como ya el propio Hegel (1975) hiciese patente, Kant intenta pero no

consigue romper definitivamente con los fundamentos filosóficos de las teorías del derecho natural y que

hasta ese momento habían permitido mantener conectados universalismo y cosmopolitismo. Pero Kant es

también el primero de los cosmopolitas modernos dado que intenta justificar el cosmopolitismo no sólo

desde el punto de vista de su relevancia crecientemente empírica sino también como resultado institucional

del mandato universalizable de la razón práctica (Fine 2003b, Schneewind 1993).

El giro cosmopolita en la teoría reciente de Habermas

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157

El punto de entrada de Habermas al tema del cosmopolitismo es precisamente que la idea kantiana de una

paz perpetua orientada en un sentido cosmopolita retiene, en el presente, tanto su encanto como su

relevancia: “la puesta en práctica de un derecho cosmopolita expuesto de manera conceptual (…)

permanece como una intuición reguladora del universalismo moral que guió a Kant en su proyecto”

(Habermas 1999a: 172). El primer elemento de la renovación habermasiana del cosmopolitismo kantiano

viene por el lado de su estrategia de fundamentación: los doscientos años transcurridos entre los escritos de

Kant y los de Habermas no han pasado en vano. Como acabamos de ver, el cosmopolitismo de Kant es

todavía metafísico puesto que hace depender su plausibilidad de una concepción de naturaleza humana

conocida, inmutable y religiosamente aceptable. El cosmopolitismo de Habermas, por su parte, intenta

justificarse desde un punto de vista crecientemente postmetafísico – o al menos desde la perspectiva de una

argumentación moral posconvencional (Habermas 1985b). El cosmopolitismo habermasiano no requiere

de una idea de providencia ni hace tampoco uso explícito de la idea de naturaleza humana, aunque es justo

reconocer que sus nociones de competencia comunicativa y telos inmanente del lenguaje han sido

interpretadas como una versión contemporánea de la tradición filosófica del derecho natural con las que ya

Kant quería romper (Fine 2001: 21-3, Finnis 1999, la Torre 2006). Pero incluso si se acepta que Habermas

no se desliga completamente de tal carga metafísica, se trata en cualquier caso de un cosmopolitismo que

debe acreditarse desde dentro, es decir, de un cosmopolitismo que debe dar cuenta argumentativamente de

la pertinencia y plausibilidad de su propia pretensión normativa. Para Habermas, el cosmopolitismo sólo

puede justificarse como resultado de un procedimiento discursivo que, potencialmente, es universalmente

inclusivo en razón de que “las determinaciones positivas se han tornado imposibles porque todo producto

cognitivo sólo puede ya acreditarse merced a la racionalidad del camino por el que se ha obtenido, merced

a procedimientos, y en última instancia a los procedimientos que implica el discurso argumentativo”

(Habermas 1990b: 48). La transición hacia un nuevo tipo de cosmopolitismo se traduce tanto en la

transformación de la idea de razón práctica en razón comunicativa mediante su anclaje discursivo

(Habermas 2002), como en el rediseño de una arquitectura institucional internacional a partir de principios

que puedan considerarse como efectivamente cosmopolitas. Es a este último punto al que dedicaremos

ahora atención.

A juicio de Habermas, el equivalente contemporáneo de la idea kantiana del derecho de la humanidad son

los derechos humanos puesto que éstos “representan el único fundamento reconocido para la legitimidad

política de la comunidad internacional” (Habermas 2000: 154); y el contenido cosmopolita de los derechos

humanos radica justamente en que apelan a un “sentido de validez que transciende los ordenamientos

jurídicos de los estados nacionales” (Habermas 1999a: 175). Habermas destaca de los derechos humanos el

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158

hecho de que adoptan la forma de máximas morales: “estos derechos fundamentales comparten con las

normas morales esa validez universal referida a los seres humanos en cuanto tales” (Habermas 1999a: 176).

Pero a diferencia de las normas morales, los derechos humanos son también derecho positivo dado que

aspiran a contar con validez jurídica e instituciones que los hagan efectivamente aplicables. Habermas

reconoce que no hemos llegado a un punto en que se pueda hablar de la institucionalización efectiva de

una arquitectura institucional internacional con orientación cosmopolita basada en los derechos humanos,

sino que hemos de describir nuestra situación, “en el mejor de los casos, como una situación de transición

desde el derecho internacional hacia el derecho cosmopolita” (Habermas 1999a: 167).

El mínimo común denominador de cualquier definición de cosmopolitismo es la idea del aseguramiento de

una paz duradera mediante el derecho. Una forma posible para la consecución de tal objetivo sería la

conformación de un Leviatán hobbesiano donde “la pacificación jurídica de la sociedad en el intercambio

paradigmático de la obediencia de los sometidos al derecho” se justifica principalmente por el miedo, es

decir, merced a “la garantía de protección que ofrece el estado” (Habermas 2006: 119). En esta

formulación, la respuesta a la pregunta por la forma institucional que mejor garantizaría la seguridad no

sería otra que la idea de un estado mundial. En directa analogía al Leviatán que saca a los individuos de su

estado de naturaleza permanente para asociarlos, mediante un contrato social que es paradójicamente tan

voluntario como inevitable en una comunidad sometida a derecho, lo que se requiere en este caso es un

Leviatán mundial que saque ahora a los estados de la situación de anarquía que prima entre ellos. El acto

constituyente del estado de las teorías contractualistas se extrapola aquí a escala global – la así llamada

“analogía doméstica” (Bottici 2003) – y se asume con ello que un estado mundial habría de tomar el rol

más bien policial de garantizar la seguridad de todos quienes vivirían en él.

La estabilidad y seguridad que son condición sine qua non de una situación de paz propiamente cosmopolita

no se logran garantizando solamente la integridad física de estados e individuos. El logro de esa estabilidad

requiere también, y en eso tanto Habermas como Kant renuncian a la analogía de la salida del estado de

naturaleza de Hobbes, de la creación de condiciones de vida en que los individuos pueden desarrollarse

libremente. La idea cosmopolita de Kant se funda en una idea de libertad que, como mandato de la razón

práctica, ha de regir tanto para los individuos como para los estados. Como ya hemos revisado,

cosmopolita sería para Kant sólo aquella situación de paz duradera entre los estados que se regula mediante

un marco jurídico legítimo y que a su vez reconoce los derechos fundamentales de sus habitantes en tanto

individuos que pertenecen a la misma especie humana. Las guerras de agresión entre estados y el trato

discriminatorio a los individuos en función de sus características o adscripciones particulares ha de ser

Page 160: Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

159

rechazado moralmente y considerado como ilegal. Según Habermas, ya el propio Kant reconoce que “la

función pacificadora del derecho” antes que garantizar la seguridad “se entrelaza más bien con la función

de asegurar la libertad que cumple una situación jurídica que los ciudadanos pueden reconocer libremente

como legítima” (Habermas 2006: 119). Esta comprensión de la situación cosmopolita como aseguramiento

simultáneo de la seguridad y la libertad lleva a que Kant se oponga a la idea del estado mundial. Este

rechazo, que Habermas comparte, se fundamenta por cuestiones tanto pragmáticas como normativas. Un

estado mundial que se justifica solamente a partir de la protección e integridad de sus miembros se

encuentra en permanente riesgo de caer en el despotismo puesto que la libertad queda subordinada a la

seguridad. El estado mundial tendría un déficit crónico de legitimidad democrática dado que la prueba de

una adhesión libre y voluntaria a la institucionalidad vigente habría de manifestarse sólo esporádicamente.

Como vimos, la respuesta de Kant a la posibilidad de un estado mundial es su propuesta de una federación

voluntaria de naciones. Habermas reconoce en ello un importante avance normativo dado que Kant puede

de esta forma reconocer y proteger la especificidad de formas particulares de vida colectiva que no son

sustituibles o intercambiables entre sí. En la medida en que se organizan de forma republicana, es decir, de

manera no despótica y bajo el imperio del derecho, los estados-nación han venido creando lentamente y a

tropiezos las condiciones de solidaridad social sobre las que la democracia política y social puede florecer.

El orden cosmopolita al que se aspira no sólo rechaza entonces la eliminación o disolución de

comunidades sociopolíticas realmente existentes. No hay posición propiamente cosmopolita sin aquel nivel

intermedio de organización social que se encuentra entre el individuo aislado como sujeto de derechos y la

especie humana entendida como un todo. Una federación voluntaria de naciones así concebida tiene un

conjunto de ventajas por sobre el estado mundial puesto que en este último:

los pueblos perderían junto con la soberanía de sus Estados la independencia nacional que

ya habían conquistado, se pondría en peligro la autonomía de cada forma de vida colectiva.

De acuerdo con esta lectura, la ‘contradicción’ consiste en que los ciudadanos de una

república mundial obtendrían la garantía de la paz y la libertad sólo a costa de perder esa

libertad sustancial que poseen como miembros de un pueblo organizo en la forma de un

estado nacional (…) En último término, lo que inquieta a Kant es la alternativa entre el

dominio mundial de un único gobierno monopolizador de la violencia y el sistema existente

de varios estados soberanos. Con la concepción sustitutoria de una ‘asociación de naciones’

busca una salida a esa alternativa (Habermas 2006: 125-6)

Page 161: Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

160

El dilema del cosmopolitismo contemporáneo queda entonces planteado de la siguiente forma. Por un

lado, es preciso aceptar que el fundamento cosmopolita del estado mundial se basa en el reconocimiento de

que son los individuos y no los estados los sujetos últimos del derecho cosmopolita. Todos y cada uno de

los habitantes de ese hipotético estado mundial serían igualmente sujetos de los mismos derechos. Pero

para garantizar tales derechos individuales, el derecho cosmopolita de un estado mundial tendría

necesariamente que disolver el derecho internacional que regula las relaciones entre estados. El estado

mundial elide derecho cosmopolita y derecho civil pues todo derecho sería ahora interno al único estado

que efectivamente posee legitimidad; la ontología estratificada que hemos visto es patrimonio de la

tradición cosmopolita desde sus inicios desaparecería definitivamente. El riesgo que ello comporta es que

los ciudadanos de tal estado mundial estarían todos igualmente desprotegidos para resistir las posibles

acciones arbitrarias de aquel leviatán mundial. Por el otro, la objeción de Habermas a la idea de la

federación de naciones de Kant es que en tanto federación voluntaria Kant no consigue explicar por qué los

estados habrían de renunciar a aquella parte central de su soberanía que se expresa en su derecho a declarar

la guerra. La federación de naciones de Kant es demasiado débil para sacar a los estados de su condición de

crónica anarquía porque, en ausencia de una autoridad superior con capacidad de coacción efectiva, no hay

garantía de que todos los otros estados habrían de actuar de la misma forma. La solución que Habermas

propone requiere entonces la mantención de niveles jurídicos diferentes que se complementen y balanceen

mutuamente.

En opinión de Habermas, entonces, Kant está operando con dos supuestos errados que lo dejan

entrampado en la falsa alternativa entre un estado mundial potencialmente eficaz desde un punto de vista

pragmático pero crónicamente deficitario desde un punto de vista normativo y una federación voluntaria

de naciones presumiblemente diversa pero con una debilidad endémica para ejecutar sus decisiones. El

primero de esos supuestos problemáticos es que Kant iguala el concepto jurídico de estado, en tanto

aquellas “asociaciones de ciudadanos libres e iguales”, con el concepto sustantivo de pueblo o “comunidad

ética” que se diferencia de otros pueblos en razón de “la lengua, la religión y la forma de vida” (Habermas

2006: 125). Esta igualación entre estado y nación o pueblo es por cierto una expresión del debate sobre el

nacionalismo metodológico (capítulo 1). Habermas reconoce que el estado-nación puede ser condición

necesaria pero no es nunca condición suficiente para el establecimiento de un orden cosmopolita. El

estado-nación es una instancia que hasta el momento se ha mostrado imprescindible para la concreción de

los distintos órdenes jurídicos que una situación cosmopolita ha de comprender, pero antes que una

formación sociopolítica monolítica, autocontenida e inmutable, el estado-nación ha de ser concebido como

históricamente elusivo, sociológicamente impreciso y normativamente ambiguo (Chernilo 2007, capítulo 3).

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161

El segundo problema que Habermas distingue se deriva del hecho que Kant “concreta precipitadamente la

idea bien fundamentada de una situación cosmopolita” (Habermas 2006: 126) en el modelo de la república

francesa centralista donde la soberanía estatal es indivisible y es ejercida siempre de forma centralizada. Un

modelo federalista antes que centralista, piensa Habermas, le habría permitido a Kant entender que la

soberanía popular puede ser compartida, de forma tal que “los ‘pueblos’ de Estados independientes que

restringen su soberanía a favor de un gobierno federal no pierdan necesariamente su particularidad y su

identidad cultural” (Habermas 2006: 127). Este modelo federal permite entonces concebir una

organización del poder estatal que funcione en niveles diferenciados y fundamente tanto su legitimidad

como su capacidad ejecutiva (de Grieff 2002). Habermas concibe lo que podríamos denominar un

cosmopolitismo federalista que es capaz de entregar el monopolio del uso de la fuerza legítima a una agencia

específica, sin que ello signifique renunciar de forma absoluta a la autodeterminación efectiva de instancias

intermedias en toda una serie de ámbitos igualmente relevantes para la vida colectiva.

Si ya el propio Kant encontraba necesario hacerse la pregunta por la plausibilidad empírica del

cosmopolitismo para caracterizar el proyecto moderno, el problema de la pertinencia descriptiva del

cosmopolitismo es tanto más urgente para Habermas. La tesis habermasiana de la transición a una

constelación posnacional de la sociedad mundial, requiere de un anclaje que es tan descriptivo como

normativo. No basta entonces con vincular el resurgimiento del interés por el cosmopolitismo como una

forma de controlar o aminorar las consecuencias negativas de la globalización económica. Para Habermas,

la pertinencia sustantiva del cosmopolitismo se juega en su capacidad para describir los eventos más

controvertidos de los últimos años como la intervención de la OTAN en Kosovo en 1999, el atentado a las

Torres Gemelas el año 2001 y la invasión de los Estados Unidos y Gran Bretaña a Irak en el año 2003 –

ofreciendo al mismo tiempo una perspectiva normativa con la que evaluar tales fenómenos (Chernilo

2006). La conclusión que así surge es que el proyecto cosmopolita debe quedar asegurado no sólo desde el

punto de vista de su adecuación normativa - “como la culminación lógica de los principios legales sobre los

que se fundó la ilustración” (Fine y Smith 2003: 470) – sino también desde un punto de vista jurídico-

político. En el marco de las relaciones internacionales contemporáneas, señala Habermas, la cuestión más

“controvertida es cómo podrían realizarse mejor estos fines: siguiendo el procedimiento jurídicamente

establecido de una ONU inclusiva pero carente de fuerza y muy selectiva en sus decisiones; o más bien en

virtud de una política con la que una potencia hegemónica bienintencionada establece unilateralmente un

nuevo orden” (Habermas 2006: 114-5). En el caso de Kosovo, por ejemplo, Habermas estuvo de acuerdo

con el uso de la fuerza con el fin de evitar un genocidio, incluso a pesar de que tal intervención se llevó a

cabo sin el respaldo legal que habría significado el apoyo explícito Consejo de Seguridad de las Naciones

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162

Unidas. La reciente invasión a Irak, a la que Habermas se opuso desde antes del inicio de las acciones

militares, hace por su parte patente el riesgo asociado a la ausencia de un marco jurídico que permita

delimitar con precisión la forma en que se actualizan los ideales cosmopolitas en las prácticas e

instituciones internacionales.

Podemos resumir ahora cuales son los atributos principales de la teoría cosmopolita en su versión

habermasiana. En primer lugar, hemos visto que el cosmopolitismo habermasiano se opone a la idea del

estado mundial en razón de su crónico déficit democrático. La idea de cosmopolitismo que Habermas

defiende requiere de una legitimidad que sólo puede surgir de procedimientos e instituciones que permitan

el asentimiento libre de todos los involucrados. Incluso si uno interpretase – contra la pretensión explícita

del propio Habermas – que su noción de acuerdo normativo se funda en un principio trascendente análogo

al de las teorías del derecho natural, es preciso reconocer que su concepción universalista sólo puede

acreditarse internamente, es decir, desde la perspectiva de los propios actores que intentan arribar a un

consenso racional. En segundo término, Habermas entiende el cosmopolitismo como uno de los

programas normativos inmanentes de la modernidad. En este punto, su posición se separa de otras

propuestas contemporáneas, como la de Ulrich Beck (2004, 2006), para quien el cosmopolitismo

contemporáneo se constituye en la expresión visible de un verdadero cambio epocal que se inicia sólo con

el fin de la Guerra Fría (capítulos 5 y 7). Mientras Habermas entiende que la relevancia del cosmopolitismo

en el mundo contemporáneo se juega en sopesar las continuidades y rupturas del pensamiento y formas

institucionales modernas (Fine 2003a), Beck exagera todo evento o tendencia que parece novedosa y con

ello termina en una suerte de culto reificado a la novedad (Webster 2002, capítulos 1 y 7). Tercero, hemos

visto que el derecho cosmopolita es para Habermas antes un complemento que un sustituto al derecho

nacional e internacional. Cosmopolitismo y nacionalismo han co-evolucionado durante la modernidad y no

hay razón para verlos como opuestos (Delanty 2006a). Tanto la legitimidad como la efectividad de las

instituciones cosmopolitas requieren del soporte efectivo de marcos jurídicos que se anclan a distintos

niveles y con ello se renueva la tesis de una ontología jurídica estratificada que ha sido parte de la tradición

cosmopolita desde sus inicios. En la formulación de Habermas, entonces, una situación propiamente

cosmopolita es aquella que combina exitosamente instancias decisorias a nivel local, nacional, transnacional

y global: esa es la versión contemporánea de la ontología estratificada de órdenes jurídicos. El logro de este

objetivo requiere que las instituciones se hagan compatibles con los fundamentos normativos del

cosmopolitismo y si bien ello no es imposible, no es algo que venga tampoco automáticamente

garantizado.

Page 164: Nacionalismo y Cosmopolitismo, 2010, Chernilo

163

El universalismo filosófico de la teoría habermasiana y sus consecuencias cosmopolitas

Mientras la primera sección del capítulo esbozó la conexión histórica y sistemática entre universalismo

filosófico y cosmopolitismo a través de su relación con las teorías del derecho natural, la segunda

reconstruyó la forma en que para Habermas el cosmopolitismo participa de la comprensión del mundo

contemporáneo. El vínculo entre ambas secciones viene dado por la renovación de la tradición

cosmopolita que Kant lleva a cabo, pues no es otro que el propio Kant quien establece el vínculo explícito

entre universalismo filosófico y cosmopolitismo. Esta tercera sección muestra que también el

cosmopolitismo habermasiano está anclado sobre una fuerte pretensión universalista. Al igual que en el

caso de Kant, el núcleo de la teoría de Habermas está en su universalismo filosófico (Apel 1994, McCarthy

1987). La hipótesis que guía esta última sección es que la inclusión del cosmopolitismo como perspectiva

normativa en la obra de Habermas es consistente con las decisiones conceptuales fundamentales de su

teoría durante ya casi medio siglo: el cosmopolitismo ha de ser entendido como un corolario normativo

que es interno al universalismo de su propia teoría. Mi intención, por tanto, es rastrear de forma

sistemática, aunque breve, la conexión entre universalismo y cosmopolitismo a lo largo del desarrollo

intelectual del pensamiento de Habermas. Me interesa mostrar las formas en que se expresa tal relación

entre universalismo y cosmopolitismo al interior de la teoría de Habermas. Para ello, propongo analizar la

pretensión universalista vis-à-vis el resultado normativo cosmopolita de los cuatro trabajos más importantes

de Habermas: (a) Historia y Crítica de la Opinión Pública de 1962; (b) Conocimiento e Interés de 1968; (c) Teoría de

la Acción Comunicativa de 1981 y; (d) Facticidad y Validez de 1992.

(a) El primer estudio sistemático realizado por Habermas versa sobre el desarrollo de un tipo específico de

razonamiento en y sobre lo público en Europa durante el siglo XVIII. Desde un punto de vista histórico, el

vínculo de este primer trabajo con el cosmopolitismo se expresa en que la explicación de la aparición de

esta esfera pública en la modernidad temprana coincide, en tiempo y lugar, con las tesis de Kant sobre el

cosmopolitismo. La modernidad surge con el ocaso de la publicidad representativa que caracterizaba los

regímenes absolutistas y con el despunte de un nuevo tipo de publicidad propiamente burguesa. En los

cafés y clubes literarios de las principales ciudades europeas se comienza a ensayar una renovada forma de

discusión entre los comensales de esos salones en la que las diferencias materiales entre individuos

quedaban suspendidas mientras duraba el intercambio de argumentos. Las revoluciones políticas americana

y francesa de finales del siglo XVIII necesitan, como prerrequisito evolutivo si se quiere, de una

infraestructura basada en la ampliación de esta nueva esfera público-política. La relación entre

universalismo y cosmopolitismo en esta primera propuesta habermasiana se expresa también en un plano

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164

más explicativo, puesto que la narrativa histórica del surgimiento de esas distintas esferas de discusión

política nacionales está supeditada a la tesis del surgimiento de la modernidad como una única formación

histórica que crecientemente abarca primero toda Europa y crecientemente el resto del globo. En este

plano, las variaciones y diferencias nacionales en los procesos de formación de estas esferas público-

políticas son expresiones particulares de un proceso histórico que ha de explicarse como logro evolutivo de

la modernidad europea como formación civilizatoria con consecuencias globales.

No estoy sugiriendo que con Historia y Crítica de la Opinión Pública, a inicios de la década del sesenta, se ha

anticipado ya el principal descubrimiento de la teoría de Habermas: la idea de acción comunicativa

(Calhoun 1992). Pero ello no impide destacar la continuidad que existe entre el intento por “desplegar el

tipo ideal de la publicidad burguesa desde el contexto histórico del desarrollo inglés, francés y alemán”

(Habermas 1994: 3), las nociones de situación ideal de habla y consenso racional y los planteamientos aún

más recientes sobre las características de una democracia deliberativa que se orienta en un sentido

cosmopolita. En otras palabras, la formulación de ese principio de publicidad temprano – “el interés

público de la esfera privada de la sociedad burguesa deja de ser percibido exclusivamente por la autoridad y

comienza a ser tomado en consideración como algo propio por los mismos súbditos” (Habermas 1994:

61), es compatible con lo que más adelante será la “peculiar coacción sin coacciones que, merced a su

capacidad de convencer, ejercen los mejores argumentos” (Habermas 1989b: 103) que funge como

fundamento de la noción de situación ideal de habla y lo que aun más recientemente han sido sus

intervenciones sobre la formación de una esfera pública europea que se cristalizaría en la aprobación de la

constitución de la unión (Habermas 2001, Turner 2004). En todos los casos, el resultado normativo de

estos planteamientos es una idea de humanidad entendida en un sentido fuertemente universalista y que se

basa en los principios de participación y asentimiento razonado de todos los involucrados.

(b) La intención del primer programa teórico en sentido estricto de Habermas es reintroducir un momento

autorreflexivo en las prácticas cognoscitivas modernas en tanto “una crítica radical del conocimiento sólo

es posible en cuanto teoría de la sociedad” (Habermas 1990a: 9). En su trabajo Conocimiento e Interés de 1968,

esta referencia a la posición privilegiada de la teoría de la sociedad implica, primero, que se critica la

autocomprensión positivista de la actividad científica que toma como único modelo legítimo a las ciencias

naturales. Se intenta con ello romper la analogía entre conocimiento empírico genuino y el método de las

ciencias naturales. Al mismo tiempo, se amplía el abanico de posibilidades sobre el que modelar formas

alternativas de conocimiento empírico puesto que distintas prácticas cognoscitivas se insertan en distintos

contextos existenciales. Si desde un punto de vista materialista se asume que cualquier forma de

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165

conocimiento ha de ser entendida también como praxis social, se concluye que serán precisamente tales

contextos diferenciados de praxis los que han de permitir el deslinde de tipos de conocimiento igualmente

diferenciados. Habermas reconoce entonces que la acción racional con arreglo a fines es una forma legítima

de “estar en el mundo” y con ello legitima también el modelo cognoscitivo de las ciencias naturales a ella

asociado. La racionalidad de fines que se expresa cognoscitivamente en las ciencias naturales es el tipo de

praxis social que responde al contexto existencial de unas relaciones sujeto-objeto ente seres humanos y

naturaleza. Aceptar que la racionalidad de fines es efectivamente un tipo praxis no alienada no lleva a

Habermas, sin embargo, a sostener que ella es la forma única o privilegiada de conocer el mundo.

Comienza así su separación de la teoría crítica previa que había negado cualquier contenido

sustantivamente racional a la racionalidad de fines. Mientras Marcuse relativiza y hace con ello

históricamente prescindible tanto a la racionalidad de fines como a la propia ciencia moderna (Habermas

1992), Adorno entiende la racionalidad de fines únicamente como una forma de praxis cosificada y termina

así por abandonar la posibilidad misma de una orientación normativa de la acción (Habermas 1985). Para

Habermas, en cambio, se trata de reconocer que la racionalidad de fines es efectivamente un logro

evolutivo de la modernidad sin que ello implique aceptar la tesis de que la racionalidad de fines es un

modelo adecuado para entender el diálogo y el entendimiento lingüístico entre individuos – es decir, las

relaciones sujeto-sujeto.

El potencial cosmopolita de esta tesis se expresa en la forma que ha de adoptar el punto de vista normativo

de una sociología crítica. A juicio de Cristina Lafont (2004: 33), para Habermas “la tarea normativa de una

teoría crítica de la sociedad es interpretada como la orientación hacia la identificación de intereses

generalizables reprimidos”, es decir, intereses comunes a “todos los seres humanos racionales”. Las

primeras formulaciones explícitas de ese principio normativo no están del todo logradas, pero ello no

impide reconocer su compatibilidad con la el cosmopolitismo. En palabras del propio Habermas (1987b:

285), el tipo de reflexión que le interesa llevar a cabo ha de pensar “a partir de la perspectiva preproyectada

ficticiamente de un sujeto generalizado de la acción social”. La sociología que el autor tiene en mente

intenta imaginar aquello que puede ser mejor para la especie humana en su conjunto. Se trata de un

ejercicio de imaginación puesto que ya no es posible determinar efectivamente aquello que es preferible para la

especie humana y sin embargo el momento contrafáctico de ese ejercicio de anticipación se mantiene como

el ideal regulativo que orienta la pretensión normativa de conocimiento en que Habermas está interesado.

Los tres intereses de conocimiento que Habermas distingue en Conocimiento e Interés – el interés de control que

corresponde a las ciencias naturales, el interés comunicativo que corresponde a la hermenéutica y las

humanidades en general y el interés crítico o emancipatorio que corresponde a las ciencias reconstructivas como

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el psicoanálisis y la crítica marxista de la ideología – son todos igualmente representativos del modo de

estar en el mundo del género humano y han de quedar expresados en prácticas cognoscitivas distintas e

igualmente válidas.

(c) La pretensión universalista del proyecto teórico de Habermas toma un nuevo y ya definitivo rumbo con

el giro pragmático-lingüístico que tiene lugar a inicios de la década de los setenta y que cristaliza en la

publicación de su Teoría de la Acción Comunicativa en 1981. Mediante la incorporación de la filosofía y

pragmática del lenguaje, la idea de competencias humanas básicas y la teoría de los actos de habla,

Habermas construye la tesis del telos del lenguaje como descubrimiento empírico, es decir, como resultado

de la orientación al entendimiento que subyace a toda interacción lingüísticamente mediada. En el centro

de tal planteamiento está la tesis de la existencia de una racionalidad y acción comunicativa que tienen el

mismo carácter de logro evolutivo de la modernidad que la racionalidad y acción instrumental: “la

estructura teleológica es fundamental para todos los conceptos de acción. No obstante lo cual los

conceptos de acción social se distinguen por la forma en que plantean la coordinación de las acciones”

(Habermas 1989a, Vol. I: 146). Dado que la teoría de la acción comunicativa se hace cargo de la posición

privilegiada del lenguaje en la constitución de lo social, el problema sociológico de la coordinación de las

acciones – comunicativa en el mundo de la vida o estratégica en lo sistemas de acción racional – queda en

el centro de la preocupación de Habermas.

Con ello no sólo se renueva la posibilidad de una teoría crítica de la sociedad moderna que sea capaz de

justificar sus propios estándares normativos. El despliegue de esta pretensión universalista encuentra un

nuevo impulso en la revisión del canon de la tradición sociológica. Desde sus inicios, la sociología es la

ciencia social que ha hecho suya la pretensión universalista que está a la base del pensamiento ilustrado: “la

sociología ha sido la única ciencia social que ha mantenido su relación con los problemas de la sociedad

global. Ha sido siempre también teoría de la sociedad” (Habermas 1989a, Vol. I: 20). La pertinencia de la

sociología radica en su interés sistemático por comprender y evaluar la direccionalidad de los procesos

recientes de racionalización social – la forma en que se resuelve el problema de la coordinación de las

acciones. La sociología surge como una ciencia de lo social en general y no como una ciencia de las

sociedades nacionales (Turner 1990, 2006a) y sus pretensiones conceptuales y metodológicas son

compatibles con el universalismo normativo del cosmopolitismo (Chernilo y Mascareño 2005). O, en los

términos aquí preferidos, la pretensión universalista de la sociología viene acompañada de un horizonte

normativo cosmopolita y ambos son necesarios para pensar el surgimiento y desarrollo de la modernidad

(capítulos 5 y 6). En este tercer momento del pensamiento de Habermas, el potencial cosmopolita se

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expresa en la tesis de una competencia interactiva o comunicativa generalizada que constituye, en un

sentido enfático, a los individuos en “tanto sujetos capaces de lenguaje y acción” (Habermas 1989b: 25). El

objeto de estudio de la pragmática universal queda definido como “identificar y reconstruir las condiciones

universales del entendimiento posible” (Habermas 1989b: 299). El potencial cosmopolita de la teoría de la

acción comunicativa se muestra también en el papel de la distinción entre sistema y mundo de la vida como

teoría general para describir, explicar y evaluar normativamente el surgimiento y características principales

de la modernidad como una formación histórico-social con pretensiones y alcance universales.

(d) El desarrollo teórico de Habermas llega a lo que seguramente será su última formulación sistemática en

el libro Facticidad y Validez de 1992. Sobre la base de los fundamentos sociológicos y normativos de la teoría

de la acción comunicativa, el esfuerzo de Habermas se concentra ahora en desarrollar una teoría de la

democracia y del estado de derecho también con pretensiones universalistas. Por un lado, Habermas revisa

los fundamentos normativos de la teoría de la democracia y los somete a revisión a la luz de los principios

de universalidad e inclusión. Por el otro, avanza un paso más en la teoría de los medios simbólicamente

generalizados y reconstruye sociológicamente el derecho como un “metamedio”. Es decir, el derecho

queda conceptualizado como aquel lenguaje social generalizado que se mantiene acoplado con el mundo de

la vida por el lado de su inmanente referencia a legitimidad y con los sistemas de acción racional por el lado

de su eficacia pragmática (Habermas 1998: 432, Chernilo 2002). La teoría deliberativa de la democracia que

así surge reflexiona directamente sobre los fundamentos históricos y normativos de las democracias

modernas en el marco del estado-nación. Sin embargo, el horizonte de esa reflexión requiere desde sus

inicios de un fundamento normativo que es independiente del estado-nación. Al afirmar que “la idea de

derechos del hombre y la idea de soberanía popular han venido determinando la autocomprensión

normativa de los estados democráticos de derecho hasta hoy”, Habermas (1998: 94) entiende que no es

posible conceptualizar adecuadamente el núcleo democrático del estado-nación – la soberanía popular –

con prescindencia de una idea de derechos humanos universales. La importancia que Habermas le asigna a

la reflexión sobre las relaciones entre democracia y derecho se justifica por la creciente relevancia que el

cosmopolitismo adquiere tanto desde el punto de vista de la intensificación de los procesos empíricos que

comúnmente vienen asociados a la idea de globalización. Igualmente, las bases normativas del

cosmopolitismo hacen del estado-nación un espacio demasiado estrecho para soportar y legitimar los

derechos y normas fundamentales sobre los que se basan las democracias modernas.

Desde el punto de vista histórico hay por cierto buenas razones para explicar el vínculo entre democracia y

estado-nación, pero en el marco de una transición hacia una constelación posnacional, tal relación debe ser

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revisada. En los años setenta del siglo pasado, Habermas (1975) se hizo parte del diagnóstico de una crisis

de legitimación del estado de bienestar derivada de su incapacidad para garantizar el crecimiento

económico sostenido que se requiere para financiar un sistema amplio de protección social, lo que a su vez

acrecentaba el déficit de adhesión a la democracia política. Hoy en día, piensa Habermas, se constataría que

una parte importante de los problemas más acuciantes de las sociedades modernas reparan sólo débilmente

en los límites geográficos de los estados-nación y con ello el problema de la legitimación democrática

parece irse trasladando desde lo que sucedía en el interior del estado-nación a aquello que tiene lugar al

interior de la sociedad mundial. Calentamiento global, libre comercio, tráfico de drogas, violaciones a los

derechos humanos son todos problemas que requieren de la participación de instancias nacionales pero

cuya comprensión, manejo y eventual solución escapa las capacidades del estado-nación. Tanto el problema

normativo de la legitimidad democrática como el práctico de la efectividad de las políticas públicas se juega

ahora simultáneamente en esferas de toma de decisión subnacionales, nacionales, regionales,

transnacionales y eventualmente globales. Lo que Habermas denomina en ese contexto la “función

epistémica de la democracia” se expresa en las condiciones que hacen racional la participación en procesos

de deliberación público-política: “un discurso racional se supone público e inclusivo, debe garantizar

derechos de comunicación equitativos para los participantes, requiere de sinceridad y ha de difuminar

cualquier tipo de fuerza que no sea la fuerza incoactiva del mejor argumento” (Habermas 1999b: 332). Sin

duda, la efectividad de un planteamiento tan abstracto radica en el tipo concreto de ámbitos institucionales

en que se aplique. El horizonte cosmopolita del argumento queda en cualquier caso de manifiesto en el

hecho de que no hay nada en él que presuponga o requiera de una forma específica de arreglo sociopolítico

– ya sea el estado-nación o algún otro. Así, si bien el tema del cosmopolitismo no aparece explícitamente

en los escritos de Habermas sino hasta después de la publicación de Facticidad y Validez hemos visto que la

pretensión universalista que subyace al programa teórico habermasiano en todas sus etapas hace que la

inclusión del tema no sea ni sorpresiva ni traumática.

El reciente giro cosmopolita de la teoría de Habermas que revisamos en la sección anterior es más una

consecuencia lógica de la pretensión universalista que puede rastrearse a lo largo de su trayectoria

intelectual – no es un descubrimiento nuevo. No hay, en relación al cosmopolitismo, un quiebre entre un

“Habermas joven” y un “Habermas maduro”. Nada parecido a una ruptura epistemológica ha tenido lugar

en su obra por lo que el reciente giro explícitamente cosmopolita debe ser visto más bien como la

consumación de una orientación normativa que se encontraba en ciernes y que se deriva de los

requerimientos internos de la propia teoría. La conexión inmanente entre universalismo y cosmopolitismo

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lleva a Habermas a encontrar en el segundo una forma adecuada de dar expresión normativa a las

pretensiones descriptivas del primero.

Conclusión

A principios del siglo XX, el sociólogo francés Émile Durkheim ya entendía que las ideas de libertad

individual, autodeterminación colectiva y cosmopolitismo son tres órdenes distintos que están igualmente

basados en un principio universalista (Durkheim 1992, Chernilo 2007). Para Durkheim no existía una única

forma de resolver los posibles conflictos entre estos tres niveles y eso lo hacía sensible al hecho de que la

exacerbación de cualquiera de ellos habría de conducir necesariamente a conflictos con los otros dos. El

siglo pasado ha mostrado, con innecesaria crueldad, que un despliegue sin contrapesos de la autonomía

individual conduce a situaciones de anomia, que sólo una delgada línea separa la autodeterminación

nacional de prácticas abiertamente xenófobas y racistas, y que la negación del cosmopolitismo como

orientación normativa despoja del estatus mismo de ser humano a grupos enteros y abre con ello las

puertas de los campos de trabajos forzados, centros de tortura y cámaras de gases de dictaduras y

regímenes totalitarios.

En nuestros días, y parafraseando la distinción kantiana entre una época de ilustración y una época ilustrada

(Kant 1994b), Robert Fine (2006b) encuentra una tensión entre la tesis de una época de cosmopolitismo –

donde la idea de ciudadano del mundo ya no es una mera ficción sino que tiene una incipiente pero

crecientemente nítida resonancia institucional – y una época cosmopolita – en la que buena parte de las

instituciones y prácticas actualmente existentes aun no se fundan en esos ideales. La forma en que

Habermas usa el cosmopolitismo me parece queda capturada con esta distinción. Muchos de los principios

jurídicos, prácticas sociales y visiones de mundo más importantes del presente pueden ser adecuadamente

descritas desde la idea de una época de cosmopolitismo. La instalación del tribunal penal internacional en

La Haya, la creciente positivización jurídica de la declaración universal de los derechos humanos en

distintas convenciones regionales (europea, americana), los movimientos sociales que actúan a escala global,

son todas expresiones reales que refieren a una época que no puede ser entendida sin la noción de

cosmopolitismo. Pero al mismo tiempo, fenómenos como el proteccionismo económico expresado en los

subsidios agrícolas de los países del norte, el levantamiento de muros fronterizos para dificultar los

desplazamientos de individuos y la permanente reaparición de tentaciones neo-imperialistas no sólo no

pueden ser descritas como cosmopolitas sino que se plantean en abierta oposición al cosmopolitismo.

Difícilmente podemos entonces describir los tiempos que corren como una época propiamente

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170

cosmopolita. Aun así, muchos de los problemas sociales más urgentes de las sociedades contemporáneas se

insertan nítidamente en el horizonte cosmopolita que hemos venido describiendo. Como programa teórico

que tiene una pretensión universalista tanto a nivel descriptivo como normativo, una perspectiva

cosmopolita es pertinente para comprender, por ejemplo, las transformaciones jurídicas que están

afectando la aún en ciernes “sociedad mundial” (Mereminskaya y Mascareño 2005), las características

específicas de las prácticas migratorias a inicios del siglo XXI (Schiller y Levitt 2004; Wimmer y Schiller

2002); el calentamiento global y los riesgos ecológicos de escala planetaria (Beck 2002a); el surgimiento,

expansión y potencialidades aun insospechadas de las tecnologías de la información (Castells 1996); el

derecho al asilo (Derrida 1997) y los crímenes contra la humanidad como figura jurídica efectivamente

punible (Arendt 1992; Hirsch 2003). El cosmopolitismo tiene aquí un rol que cumplir no sólo en la

descripción y explicación de estos casos sino también en lo que dice relación con su evaluación normativa.

Tal como no sería preciso caracterizar a toda la tradición intelectual de la teoría social que hemos revisado

en este libro como unívocamente cosmopolita, tampoco es adecuado afirmar que existe una única tradición

cosmopolita que ha permanecido inmutable, menos aún que ella ha conseguido desembarazarse

definitivamente de la carga metafísica de su canon filosófico. Sí es razonable sostener, sin embargo, que

universalismo y cosmopolitismo han co-evolucionado, son intrínsicamente compatibles y se refuerzan

mutuamente. En la actualidad, la conexión entre universalismo y cosmopolitismo se manifiesta en que,

crecientemente, el marco normativo que mejor se acomoda las pretensiones conceptuales de la teoría social

del siglo XXI se funda en aquello que es preferible para el conjunto de los individuos que habitan el

planeta.

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