Nacionalismo / Ciencias Políticas

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Andrés de Blas Guerrero: Nacionalismos y naciones en Europa ; Alianza Ed., 1994 ÍNDICE 1. Nacionalismo y nación en el mundo actual (1-5) 2. Nacionalismo y liberalismo en el mundo moderno (5- 9) 3. Socialismo, comunismo y nacionalismo (10-14) 4. Factores culturales y nacionalismo (14-16) 5. El tratamiento político del problema nacional (16- 23) 6. Conclusión: el futuro de los nacionalismos en Europa (23-24) TEMA 1. NACIONALISMO Y NACIÓN EN EL MUNDO ACTUAL 1.1. Hacia una explicación general del nacionalismo El nacionalismo, como ideología y movimiento político, es una realidad difícil de aprehender en una teoría de carácter global debido a su versatilidad y profundo casuismo, que incluye nacionalismos estatales, autonomistas, separatistas o irredentistas. La distinción entre nación política y nación cultural es la base para la comprensión de dos tipos ideales de nacionalismo. El nacionalismo político supone un mayor sentido funcional y pragmático, en tanto que fuente de legitimidad de un Estado-nación que se ha equiparado al sistema político liberal-democrático. Por su parte, el nacionalismo cultural tiende a acentuar rasgos más emotivos y comprometidos, menos acordes con una lógica instrumental. Ambos tipos de nacionalismo aparecen en los nacionalismos surgidos desde finales del s. XIX. El nacionalismo puede relacionarse con las grandes ideologías políticas contemporáneas. Existe un nacionalismo liberal-democrático que quiere legitimar un Estado de esas características; también un nacionalismo cultural de estas características que quiere liquidar viejas formas de organización política; un nacionalismo conservador y reaccionario que se relaciona con el totalitarismo; unos nacionalismos culturales con dinámica propia; y un nacionalismo que se relacionó con los partidos socialistas, comunistas y con los movimientos de liberación nacional. 1.1.1. Los enfoques de la modernización Después de la 2ª Guerra Mundial, los estudiosos de la modernización fueron los que hicieron avanzar más el conocimiento del nacionalismo. Descubrieron su capacidad para impulsar nuevos procesos de identidad en sociedades en cambio y poner de manifiesto su atractivo para facilitar la movilización de complejos procesos de modernización económica y social. Los procesos de modernización habían supuesto antes, en el ámbito occidental, una intensificación de la movilización social que se concretó en un incremento de 1 1

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Andrés de Blas Guerrero: Nacionalismos y naciones en Europa; Alianza Ed., 1994ÍNDICE1. Nacionalismo y nación en el mundo actual (1-5)2. Nacionalismo y liberalismo en el mundo moderno (5-9)3. Socialismo, comunismo y nacionalismo (10-14)4. Factores culturales y nacionalismo (14-16)5. El tratamiento político del problema nacional (16-23)6. Conclusión: el futuro de los nacionalismos en Europa (23-24)

TEMA 1. NACIONALISMO Y NACIÓN EN EL MUNDO ACTUAL

1.1. Hacia una explicación general del nacionalismoEl nacionalismo, como ideología y movimiento político, es una realidad difícil de aprehender en

una teoría de carácter global debido a su versatilidad y profundo casuismo, que incluye nacionalismos estatales, autonomistas, separatistas o irredentistas. La distinción entre nación política y nación cultural es la base para la comprensión de dos tipos ideales de nacionalismo.

El nacionalismo político supone un mayor sentido funcional y pragmático, en tanto que fuente de legitimidad de un Estado-nación que se ha equiparado al sistema político liberal-democrático. Por su parte, el nacionalismo cultural tiende a acentuar rasgos más emotivos y comprometidos, menos acordes con una lógica instrumental. Ambos tipos de nacionalismo aparecen en los nacionalismos surgidos desde finales del s. XIX.

El nacionalismo puede relacionarse con las grandes ideologías políticas contemporáneas. Existe un nacionalismo liberal-democrático que quiere legitimar un Estado de esas características; también un nacionalismo cultural de estas características que quiere liquidar viejas formas de organización política; un nacionalismo conservador y reaccionario que se relaciona con el totalitarismo; unos nacionalismos culturales con dinámica propia; y un nacionalismo que se relacionó con los partidos socialistas, comunistas y con los movimientos de liberación nacional.

1.1.1. Los enfoques de la modernización Después de la 2ª Guerra Mundial, los estudiosos de la modernización fueron los que hicieron

avanzar más el conocimiento del nacionalismo. Descubrieron su capacidad para impulsar nuevos procesos de identidad en sociedades en cambio y poner de manifiesto su atractivo para facilitar la movilización de complejos procesos de modernización económica y social. Los procesos de modernización habían supuesto antes, en el ámbito occidental, una intensificación de la movilización social que se concretó en un incremento de la asimilación de los ciudadanos a las pautas culturales dominantes en el conjunto del Estado.

Las diferencias puestas al descubierto por los efectos de la modernización y la densificación de las comunicaciones sociales son capaces de generar una conciencia de singularidad alentada por las ideologías nacionalistas que es capaz de romper viejas solidaridades, forzar la eclosión de conflictos interétnicos y propiciar el surgimiento de identidades nacionales.

ANDERSON considera la nación como una comunidad imaginada caracterizada por su limitación espacial y por su aspiración a la soberanía política. El nacionalismo será la fuerza ideológica capaz de dar vida a esta comunidad. El impulso nacionalista y la construcción de las naciones en el mundo contemporáneo ha respondido a pautas desiguales. Las naciones iberoamericanas tienden a corresponderse con las demarcaciones administrativas propias de la vieja organización colonial. Las nuevas naciones europeas del s. XIX tendrán como rasgos singulares la existencia de lenguas propias.

El desarrollo de la educación, el comercio, la industria, las comunicaciones y la maquinaria estatal generarán nuevos impulsos para la unificación dentro de los viejos Estados nacionales, animando así el proceso de “nacionalización” de los mismos (nacionalismos “oficiales”). Por último, los hechos nacionales surgidos al compás del proceso de descolonización, capaces de combinar los rasgos de un nacionalismo “americano” (aceptación de los límites geográficos coloniales y de la lengua imperial), “popular” europeo (vocación populista y movilizadora) y “oficial” (políticas de “rusificación” a favor de la ocupación de un aparato político heredado de la etapa colonial).

GELLNER es uno de los más influyentes estudiosos del nacionalismo desde la perspectiva sociológica. Su punto de arranque es profundamente desmitificador de las ideas propias del nacionalismo cultural y plantea serios problemas al presente a la vista de una complejidad cultural

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desacorde con la posibilidad de crear tantos estados como realidades nacionales de signo cultural existentes.

Sólo el capitalismo y el industrialismo están en condiciones de descubrir la necesidad de la nación. Un crecimiento económico constante, un cierto igualitarismo, la necesidad de unos agentes educativos especializados, son el sine que non de la respuesta nacionalista. Contra las ingenuas pretensiones de los nacionalismos culturales, resultaría evidente que es la demanda impulsada por estas necesidades sociales, y no la fuerza de las realidades étnico-lingüísticas, la creadora de la nación. La argumentación de Gellner vuelve una y otra vez a la equiparación entre Estado propio de una sociedad industrial y Estado nacional.

1.1.2. La explicación ideológica La posición de KEDOURIE significa una renuncia a la “totalidad” inherente a las pretensiones de

los enfoques sociológicos, para retomar el hilo de una explicación histórico-ideológica. Kedourie parte de la identificación del núcleo duro de la doctrina nacionalista: la pretensión de suministrar un criterio adecuado para resolver la relación entre grupos de población y Estado.

La insistencia de Kant en el principio de autodeterminación individual da inicio al proceso, este nacionalismo orgánico alemán será la definición de la nación en términos estrictamente culturales dentro de los cuales la lengua ocupa un lugar decisivo. De Kedourie se ha subrayado su empeño reduccionista a la hora de describir la génesis y desarrollo del nacionalismo, pocas veces se ha señalado su insistencia en negar reconocimiento a la significación de un nacionalismo político que atraviesa la historia contemporánea de occidente de modo paralelo al nacionalismo cultural que él describe.

I. BERLIN ofrece unas claves para entender el nacionalismo que no se alejan sustancialmente de las empleadas por Kedourie y que limitan el campo de estudio a lo que se llama el nacionalismo cultural. Para esta ideología, según Berlin, es un axioma el que los hombres pertenecen de modo natural a un grupo nacional cuyo modo de vida colectivo difiere de otros grupos de la misma especie. Los caracteres de los individuos serían conformados por esa adscripción espontánea. La realidad nacional es entendida como un organismo biológico. La razón más significativa para defender una creencia habrá de ser, desde la perspectiva nacionalista, su condición de “nuestra”.

Berlin acepta que el sentimiento herido a consecuencia del ataque a los valores de una sociedad tradicional es el motor de la respuesta nacional. Es indiferente que el ataque venga de una guerra, de la revolución tecnológica de la apertura y cierre de mercados o de la falta de oportunidades para minorías. Las situaciones enumeradas no explican por sí mismas el despertar nacionalista. Hace falta un grupo de personas que sean capaces de ofrecer una alternativa política de esa clase (“inteligencia” nacionalista).

1.1.3. El estudio de los movimientos nacionales HROCH se centra en un aspecto parcial de la cuestión: las causas que explican el surgimiento de

unos movimientos nacionalistas basados en la idea de nación cultural y el estudio de las fases de desarrollo de estos movimientos, así como la aproximación a las razones de su éxito o fracaso.

La nación que sirve de soporte a los movimientos nacionalistas se caracteriza por la memoria de un pasado común, la existencia de lazos lingüísticos y culturales y la conciencia de una igualdad básica entre todos los integrantes del grupo nacional que se ven a sí mismos como miembros de una misma realidad social. Hroch acepta la existencia de un modelo “francés” de nación que sería el resultado de la transformación de un viejo Estado feudal en un Estado “civil” moderno (nación política), a la que reprocha su pretensión de convertirse en la única realidad nacional significativa.

Hroch distingue tres fases. En la fase A, los activistas se dedican a trabajos “académicos” destinados a conocer mejor la historia y la realidad cultural del grupo étnico llamado a construir la nación. En la fase B, los activistas comienzan una etapa de agitación patriótica orientada a forzar el surgimiento de una auténtica conciencia nacional. La fase C supone el paso de un movimiento de élites a un movimiento de masas, produciéndose una complicación en el seno del movimiento que lleva al surgimiento de distintos grupos y partidos dentro del movimiento nacional.

Según que el movimiento nacional arranque en momentos de gobierno absolutista o constitucional, coincida con coyunturas de cambio económico o se desarrolle en el marco de una sociedad tradicional, son previsibles rumbos bien diferentes para su existencia. En Europa occidental, la fase A ha coincidido con un marco político liberal y el desarrollo de la economía capitalista. En estos supuestos es previsible un lento desarrollo del movimiento nacional que no alcanzaría su fase C hasta avanzado el s. XX (P. Vasco, Catalunya, Escocia, Gales, Flandes).

El éxito de los movimientos nacionales radicaría, entre otros factores, en la existencia de unos claros antecedentes históricos de autonomía política para la realidad cultural aspirante a transformarse en nación (antigua independencia, supervivencia de lengua escrita). Un segundo factor de éxito estaría ligado al nivel de eficacia del Estado en que se ubica la realidad cultural aspirante a nación y al desarrollo social y económico de la comunidad estatal (crisis de legitimidad del Estado y de la nación política).

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Si la movilidad social vertical y horizontal en el seno de la sociedad estatal es alta y existe un alto nivel de comunicación entre sus integrantes, todavía disminuyen las posibilidades de los movimientos nacionales (existencia o no de tensiones sociales). El cruce de conflictos culturales con complejos procesos de transformación social propios del paso de una economía tradicional a una capitalista es clave, no resulta tan clara la conexión entre movimientos nacionales y el desarrollo de ideologías nacionalistas de signo cultural.

El modelo explicativa apenas deja espacio para el desarrollo de otras ideologías y movimientos nacionales que, con base en una idea política de la nación, realizan en un buen número de casos su despliegue histórico en coincidencia espacial y cronológica con los movimientos nacionales de signo cultural.

1.1.4. La dimensión estrictamente política Los estudios actuales sobre el nacionalismo subrayan la significación de la búsqueda del poder en

estrecha relación con la materialización más plástica en los tiempos modernos: el Estado. El nacionalismo se constituye en una instancia privilegiada de legitimación del Estado preexistente o en el vehículo a través del cual nuevos agentes sociales pretenden llegar a la conquista del poder político.

La versatilidad del fenómeno nacionalista le permitirá ponerse al servicio de la revolución o de la contrarrevolución, animar el liberalismo democrático o amparar las respuestas autoritarias o totalitarias.

Las tensiones de signo secesionista en el mundo actual refuerzan la conveniencia de dar prioridad a este enfoque más realista, menos apegado a las singularidades étnico-lingüísticas y a las grandes explicaciones sociológicas, a la hora de buscar las motivaciones fundamentales, aunque no únicas, de los nacionalismos contemporáneos. El caso de los nacionalismos periféricos de los países desarrollados tiene una particular fuerza explicativa. La pretensión de singularidad es siempre rasgo obligado de todo movimiento nacionalista.

BREUILLY ha arrojado luz con su consideración de los nacionalismos de base cultural en el mundo actual. Son los nuevos grupos sociales surgidos del reajuste económico los que parecen dar soporte al nacionalismo, y ello explicaría el carácter concreto, material y pragmático de sus reivindicaciones básicas.

El nacionalismo de las regiones avanzadas de Occidente tiene poco que ver hoy con el viejo mosaico de los desenganchados de la historia que en otro momento pudo levantar la bandera del descontento nacionalista. El conflicto centro-periferia no tiene por qué aparejar la existencia de opresiones o relaciones de desigualdad de carácter cuasicolonial o abiertamente colonial. Resultan suficientes las tensiones generadas por la diferente ubicación territorial del poder político, económico y cultural.

Ideologías, identidades y datos étnicos necesitan de una movilización por grupos y élites sociales para transformarse en acicates significativos de los movimientos nacionales. Y resulta plausible que esos grupos y élites, en la lucha por el poder y en la defensa de sus intereses económico-sociales, recurran a unas causas nacionales que pueden resultar medios mejor que fines de sus actuaciones.

1.2. La idea de naciónErnest Renan realizó una magistral síntesis en torno a los límites de los factores objetivos (lengua,

raza, religión, economía, geografía...) como conformadores de la nación y defendió en 1882 sus componentes subjetivos (principalmente la libre voluntad de los ciudadanos). Se configuraba así el perfil de una visión francesa de la nación contrapuesta al supuesto modo alemán de entender la cuestión.

Se puede percibir desde entonces en el estudio del nacionalismo una creciente preocupación por las manifestaciones de fenómeno nacional que tienen origen en realidades étnico-lingüísticas con aspiraciones políticas enfrentadas a los Estados de los que forman parte. La “cuestión nacional” ha consistido a partir de 1918, en las pretensiones políticas de unas nacionalidades crecientemente insatisfechas con su tradicional ubicación en el marco de organizaciones políticas territoriales de signo pluricultural.

La sustancia del problema radica en el reconocimiento de que hay distintos tipos de nación, del mismo modo que de nacionalismo, de conformidad con el significado y alcance que diferentes factores de naturaleza política y cultural han tenido en su eclosión. La identificación de unos tipos ideales de nación debe ayudar a orientar el estudio de los casos concretos. Señalando los rasgos principales de los dos grandes modelos se evidencian las consecuencias que se derivan para los movimientos e ideologías nacionalistas según arranquen de uno u otro tipo de realidad nacional.

1.2.1. El modelo de nación políticaLa nación política surgiría en la vida europea como una referencia ideológica destinada a hacer

más fácil la vida del Estado; un Estado lejos de ser el resultado de una realidad nacional preexistente.Los orígenes de este tipo de nación son antiguos y pueden remontarse al mismo nacimiento de un

Estado Moderno que surge con vocación de Estado–Nación. La nación es una construcción ideológica

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en buena medida gratuita. Será el Estado liberal, desde sus plasmaciones norteamericana y francesa, quien descubra todas sus potencialidades de cara a la ventajosa sustitución de los ídolos caídos. Esto explica el diferente tiempo e intensidad del nacionalismo con base en este tipo de nación en los distintos países europeos y americanos. Corresponderá al bloque de los países africanos y asiáticos cerrar el recurso a la nación política como expediente capaz de ayudar al proceso de modernización y de afirmación de una estabilidad recientemente conquistada.

Una nación acompasada a las necesidades planteadas por las transformaciones económicas, sociales, ideológicas y políticas que no puede oponer su originalidad a la artificiosidad del Estado, que asume el carácter multiétnico de su realidad, debe generar un tipo de nacionalismo específico acorde en líneas generales con el nacionalismo liberal, un nacionalismo a la medida del ciudadano y no del particularismo étnico.

Este planteamiento admite tres matizaciones complementarias:1º Tendría que ver con un “exceso de modernidad” a la hora de entender esta idea de nación política. Existen dificultades para penetrar en la larga génesis de esta idea de nación política y en fenómenos ideológicos paralelos a su despliegue como son el protonacionalismo o el nacionalismo dinástico.2º Tiene que ver con las razones capaces de explicar el desarrollo de la nación y el nacionalismo a partir de la revolución liberal. Junto a la necesidad de fundamentar una nueva legitimidad a la altura de los tiempos tiene nueva importancia del paso de un gobierno indirecto de carácter casi general a un gobierno directo. El siglo XIX supone en Occidente la eliminación del papel de los patrones locales y regionales y la llegada al nivel local de los genuinos representantes del Estado. Cuando este hecho se combine con el aumento de la participación política, se hará inevitable el desarrollo de una idea de comunidad nacional proporcionada a las transformaciones operadas en el conjunto de la vida política. La consecuencia de este proceso será el reforzamiento de la nación y el nacionalismo políticos.3º Tendría que ver con la importante cuestión de si estas naciones políticas necesitaron de un núcleo étnico homogéneo para llevar adelante un proyecto político. Un proceso tácito y de larga duración, sin necesidad de mayores elaboraciones doctrinales hizo posible en el pasado lo que hoy resulta extremadamente complicado. El proceso de construcción nacional se verá históricamente facilitado gracias al peso de un argumento importante para los arquitectos de un Estado-nación que tiende a transformarse en auténtico Estado nacional.

1.2.2. El modelo de nación culturalUna tradición nacionalista de base alemana apostará por otra interpretación del hecho nacional

capaz de concluir en la idea de nación cultural. De Blas Guerrero subraya el significado de la obra de Herder (1744-1803) y Fichte (1762-1814) como ilustración de un modo de entender la idea nacional progresivamente alejado de la pauta anteriormente considerada.

Herder es un prenacionalista con un vago historicismo y un relativismo cultural en que cada nación tiene su propio modo de entender la felicidad, evita la condena del despotismo y defiende el cristianismo y el orden feudal. Termina cuestionando el lugar de la inteligencia y la razón en provecho de otras vías de conocimiento. Su gusto por el folklore, del mismo modo que su preocupación por el lenguaje, son expresiones de su interés por lo que hay de singular en cada comunidad étnica.

Es un lugar común en los estudios sobre el nacionalismo subrayar los componentes humanitarios, culturales y pacifistas presentes en la obra de Herder, componentes que le distanciarían del rumbo posterior del nacionalismo cultural alemán. Despreciaba el militarismo prusiano y todos los imperialismos y señalaba el valor intrínseco de toda lengua.

Lo fundado de estas observaciones y sus valores intrínsecos no pueden ocultar la existencia de otros elementos ideológicos en sus escritos llamados a tener fuerte predicamento; por ejemplo, la confianza en la futura grandeza germánica, entusiasmo por la lengua propia o la visión de Alemania como garante de una vida europea digna.

Decía Kohn que Herder había trasladado la ingenua confianza de Rousseau en el hombre no contaminado por la sociedad a la confianza en las nacionalidades.

La obra de Fichte, ”Discursos a la nación alemana”, supone un claro avance en la definición del nacionalismo orgánico alemán y en la construcción de una idea de nación cultural. El Fichte que dejará una huella profunda en el pensamiento político alemán y europeo es el que se levanta contra la amenaza napoleónica y en defensa de Prusia, teorizando un programa político nacionalista de acusado carácter aliberal.

El punto de partida reside en la distinción entre lenguas muertas y lenguas vivas:- Lengua viva (como la alemana): es la que posibilita que la formación espiritual penetre en la vida,

que esa formación se imponga sobre el mero ingenio en que naufragan los pueblos con una lengua muerta.

- De una Lengua muerta no puede surgir ninguna idea genial, verdaderamente creadora, al carecer de la capacidad de expresión originaria.

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Lo que quedó de los Discursos a la nación alemana fue la exaltación de la cultura germánica, el desprecio hacia Francia, la defensa para su país de la condición de guía de Europa y la necesidad de una celosa defensa del alma nacional contra el influjo exterior.

En cuanto a política internacional, Fichte reivindica a Maquiavelo y a sus componentes nacionalistas cuando subraya la irrelevancia de cualquier límite a la fuerza de las naciones. Está convencido de que, en política internacional, de nada valen los acuerdos y las palabras de otros Estados cuando los objetivos se pueden alcanzar por la fuerza.

La obra de Herder y Fichte, del mismo modo que la divulgación nacionalista de Arndt y Jahn o los escritos de Schlegel sobre la lengua, alcanzan su influencia en un contexto social en que factores de muy distinta naturaleza han forzado la politización y el paso a un primer plano de unas realidades étnicas que habían disfrutado hasta entonces un limitado papel en la vida pública.

Diferentes factores pueden explicar el surgimiento de la nación cultural. En algunos casos podrá ser la consecuencia de choques externos del tipo de los que inspirarán a Fichte. En otros casos se buscará en factores internos el elemento desencadenante del proceso. El industrialismo pone de relieve intereses y diferencias con otros territorios del Estado, procesos como la urbanización, la nueva educación de masas, los movimientos migratorios son otros tantos factores capaces de dar cuenta al fenómeno.

Junto a la importancia de estos factores, no hay que olvidar la capacidad de unas ideologías y unos movimientos nacionalistas en cuanto constructores de las nuevas realidades nacionales. La movilización étnica capaz de forzar el surgimiento de este tipo de naciones puede tener estímulos más importantes que la acción de la “inteligencia” nacionalista, las estrategias de unas élites económicas y sociales interesadas en las posibilidades manifestadas por los hechos culturales, las relaciones de élites locales con el Estado, condiciones desiguales ofrecidas por los servicios públicos, etc. pueden ser otras tantas invitaciones a la movilización de las élites políticas sobre unas bases culturales susceptibles de transformarse en movimientos nacionalistas.

Esta concepción de la idea nacional tendería a dar origen a un particular tipo de nacionalismo en el que será obligado, además del gusto por la diversidad y el inevitable entusiasmo por lo que es propio a cada pueblo, su base supraindividual. El protagonista de la nación es la etnia.

1.2.3. Limites de la distinciónEstas dos clases de hechos nacionales, en las que sería posible encontrar el eco de la vieja

distinción de Tönnies entre la idea de “comunidad” y “sociedad”, son tipos ideales mejor que intentos descriptivos de una compleja realidad. Es una constatación paralela al dato de que las naciones culturales no son ajenas a los más acusados componentes instrumentales y utilitarios señalados como propios de las naciones políticas.

Lo interesante de esta tipología es su capacidad para ayudar a entender la pluralidad inherente a los hechos nacionales, así como las disposiciones ideológicas de los movimientos nacionalistas que los toman como fundamento en distintos momentos de su historia. Uno y otro tipo de nación puedan coincidir en el mismo espacio geográfico. Esto sucede en Francia y España, que han debido abrirse a la convivencia con otras realidades nacionales de signo cultural a partir de los inicios del s. XX.

La política democrática debe dar con la fórmula armonizadora de esas complejas realidades. Es indispensable ofrecer unos mecanismos de integración política que favorezcan unas lealtades compartidas a las naciones de diferente naturaleza que desarrollan su vida en el mismo territorio.

Visto el panorama de conflicto nacional en el centro y este de Europa, todavía se hace más urgente este esfuerzo de convivencia y adquieren mayor interés experiencias como la española, que ha sabido avanzar por el camino de un auténtico pluralismo basado en el reconocimiento y respeto a todas las realidades nacionales, políticas o culturales.

Un clima propicio a la observancia de lealtades compartidas pasará por la práctica de formas significativas de reparto vertical del poder y por la aceptación en profundidad de una política liberal-democrática.

TEMA 2. NACIONALISMO Y LIBERALISMO EN EL MUNDO EUROPEO

2.1. La visión liberal del nacionalismo culturalEl interés del liberalismo inicial en un nacionalismo de corte político al servicio de un Estado

nacional reconciliado con el nuevo orden de ideas que se deriva de las revoluciones norteamericana y francesa es un hecho constatado.

La franca predisposición del pensamiento y la práctica liberales en sus primeros estadios a favor de un nacionalismo cultural al servicio de la causa de las nacionalidades irredentas se explica, en primer lugar, por la común impugnación del statu quo que se manifiesta en ambas actitudes ideológicas. La protesta nacionalista era uno de los arietes para derruir el viejo estado de cosas, haciendo posible el

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nuevo orden liberal europeo. Parte decisiva de ese estado de cosas eran los imperios. Y ningún instrumento podía ser más eficaz contra ellos que el nacionalismo.

Complementariamente, una razón ligada a la propia entraña del liberalismo explica parte del apoyo inicial a este nacionalismo cultural: la posibilidad de trasladar los principios de autonomía y libertad de la esfera individual a la de los pueblos.

Un análisis en profundidad de la lógica nacionalista, a la luz del nacionalismo orgánico alemán, revelaba su incompatibilidad con el gusto por la libertad individual, con la fidelidad a la razón y al utilitarismo, propios del liberalismo. Prueba de ello, será el parcial cambio de signo en las relaciones entre ambas ideologías en tanto el nacionalismo cultural acentué sus rasgos más voluntaristas y misticistas.

Por de pronto, los viejos imperios, a quienes el nacionalismo cultural sentenciaba de modo inapelable, descubrieron pronto las posibilidades de maniobra en torno a un discurso nacionalista que no sólo las potencias liberales podían aspirar a manejar.

El desarrollo de los acontecimientos políticos contribuirá a establecer las primeras dudas sobre una cuestionable y precipitada identificación de posiciones. En esta línea, seguramente correspondió a la revolución de 1848, con el inevitable choque entre criterios históricos, políticos y culturales y con la utilización imperial de las “naciones sin historia” contra las genuinas aspiraciones liberales, sembrar las dudas en torno a la evidente armonía entre liberalismo y nacionalismo cultural.

Hobsbawm ha subrayado que hay un consenso generalizado respecto a la necesidad de viabilidad económica y política para los nuevos artefactos estatales. La tendencia liberal va a favor de los procesos de unificación, aceptándose sin especial preocupación el fin de viejas o renovadas realidades culturales integradas en los cada vez más trabados estados occidentales.

Debe añadirse el papel de Gran Bretaña como vigilante ciudadela del orden liberal capaz de contener el impulso del nuevo nacionalismo, incluso la hostilidad a los imperios resultaba susceptible de matización. En última instancia, ahí está el dato incuestionable de la no emergencia de nuevos estados en Europa después de la guerra franco-prusiana hasta la primera guerra mundial, exceptuando el caso noruego.

Del momento de entendimiento entre liberalismo y nacionalismo cultural son ilustrativas las actitudes de un liberalismo británico representado por el punto de vista de Bentham y por las posiciones de J. Stuart Mill. Incluso iniciada la rectificación de esta tendencia, es posible ver en los representantes de un “liberalismo modernizado” una actitud filonacionalista de signo cultural.

Fue seguramente Mazzini quién expresó del modo más acabado esta fusión de liberalismo y nacionalismo. Le correspondió hacer de la causa nacional un requisito de la paz y de la libertad, fundiéndola al mismo tiempo con la idea de Europa y la defensa de la forma de gobierno republicana.

Mancini es otro de los grandes teóricos, pasa revista a los elementos objetivos de la nación (geografía, raza, lengua, historia), que necesitan del componente voluntarista para dar un paso a un hecho nacional definido. Mancini se declara enemigo abierto del Estado plurinacional y no duda en considerar indispensable la soberanía política como garantía del mismo hecho nacional. Solamente un orden internacional basado en la existencia de nacionalidades libres puede ser un fundamento sólido para la convivencia.

El entendimiento entre liberalismo y nacionalismo estaba llamado a su disolución. El factor clave para ello será, desde una perspectiva ideológica, las contradicciones cada vez más evidentes entre las rigurosas exigencias del nacionalismo y las demandas de pluralismo, tolerancia y relativismo de la cosmovisión liberal. Fueron Lord Acton y E. Renan quienes explicitaron de un modo abierto las dificultades presentes cara a ese entendimiento.

La base social de los nacionalismos culturales ayuda a hacer más explícita la distancia entre ambos discursos políticos. Mientras los intereses de la burguesía europea, en contraste con las reticencias de la vieja oligarquía y el desinterés del mundo obrero y campesino, tienden a coincidir con el nacionalismo de base estatal, los apoyos de los que se beneficia el nacionalismo cultural suelen ser más complejos y distintos a los disfrutados tanto por el nacionalismo político como por el liberalismo.

Esta distinción puede resultar exagerada en ocasiones. El nacionalismo político español del XIX, del mismo modo que nuestro liberalismo, tiene una clara base burguesa que engloba unas complejas nuevas y viejas clases medias.

Siendo cierta esta complejidad, no puede ignorarse el componente filoaristocratizante y el peso de una “inteligencia” desconectada de los intereses capitalistas en gran parte de los movimientos nacionalistas de signo cultural.

Entre los movimientos nacionalistas cuestionadores del orden estatal, y al margen de los casos de nacionalismos constructores alemán e italiano, no es fácil encontrar la presión de unas fuerzas económicas y sociales equiparables a las que protagonizan el discurso liberal. El entusiasmo nacional de

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sectores de la pequeña burguesía tiene que implicar la inhibición y el temor de quienes se sienten cómodos con un marco estatal que tratan de adaptar definitivamente al nuevo orden liberal.

Este estado de cosas puede modificarse a lo largo del tiempo, la propia evolución en el status económico–social de los dirigentes iniciales de la protesta nacional puede explicar la modificación de sus actitudes ante un orden capitalista e industrial que adquiere nuevo significado ante el enriquecimiento y promoción de las élites nacionales.

2.2 Liberalismo y nacionalismo políticoLa política y la vida intelectual francesas serán las que ejemplifiquen con mayor claridad el recurso

liberal a un nacionalismo de signo político. Es la revolución de1789 la que imagina el recurso a la nación y a la ideología nacionalista en sustitución de los viejos expedientes de legitimación. Y es la experiencia revolucionaria abierta y prorrogada en el imperialismo napoleónico la que generaliza el nuevo credo político en el ámbito europeo. Hasta la crisis de 1870 ligada a la derrota a manos de Prusia, persistirán en ese nacionalismo unas orientaciones claramente liberales.

Los componentes estrictamente funcionales de la llamada jacobina al nacionalismo cara a la legitimación de la revolución, del Imperio después y más tarde del liberalismo asentado, no ocultan la existencia de otros dos rasgos complementarios de este primer nacionalismo francés:

1º De una parte, el elemento patriótico superficial del que beberá más tarde el nacionalismo conservador de finales del siglo XIX e inicios de siglo XX.

2º De otra parte, la configuración mítica de una peculiar misión histórica en clave progresista, humanitaria, de la que se deriva algunos rasgos significativos de la política exterior francesa de signo liberal.

Como en otros países europeos, caso británico, el nacionalismo cumplirá una función animadora y justificadora del expansionismo imperialista, un imperialismo que resulta a su vez en Francia fuente de apoyo y prestigio cara a la institucionalización de la III República. Pero más allá de este hecho, el ansia de revancha antiprusiana, las debilidades del régimen republicano y el impacto del affaire Dreyfus forzarán la eclosión de un nacionalismo francamente conservador y de clara vocación antiliberal.

El autor más significativo de esta inflexión conservadora del nacionalismo es Charles Maurras, cuyo liderazgo intelectual en este mundo nacionalista es visible desde finales del XIX hasta el hundimiento del gobierno de Vichy. A partir de su profundo individualismo, intentará fusionar su defensa del nacionalismo y su nostalgia tradicionalista. Lo singular de esta empresa es que se llevará a cabo a una actitud cientifista y positivista que se pretende hacer compatible con el catolicismo.

Su influjo en la vida política francesa y europea no podrá ser detenido por las maniobras vaticanas. Maurras no fue un autor fascista, se lo impedía su resistencia al centralismo, a la burocracia y al protagonismo del Estado. Su nacionalismo francés no le permitirá ver en Alemania otra cosa que una potencial amenaza a su visión chauvinista. Con todo, la coincidencia de los intereses sociales y la hostilidad al ideal liberal-democrático terminarán de ligar su proyecto político e intelectual a la suerte de los fascismos europeos.

Otra teorización del nacionalismo francés es la de Barrès, que conseguirá desprender al nacionalismo de la derecha del lastre tradicionalista visible en la obra maurrasiana. Su confianza en la energía nacional y en la posibilidad de frenar la decadencia le permiten una visión más integrada del pasado francés, dando como resultado un discurso político-literario de consecuencias más abiertas. Debe aceptarse, sin embargo, que su antisemitismo, su xenofobia y el aire más moderno de sus escritos podrán terminar situando a Barrès en posiciones más próximas al fascismo.

Esta deriva conservadora, reaccionaria y hasta fascista del nacionalismo francés no oculta la salud del otro nacionalismo, del liberal, democrático y republicano a lo largo del s. XX, que mantuvo una lealtad sin fisuras a la idea de patria y patriotismo. Particularmente significativa es la equiparación entre la patria y la república. El Estado republicano se vio favorecido con un sentido de la lealtad pública que bebía directamente de los sentimientos y las emociones del viejo discurso nacionalista de la revolución.

El nacionalismo español de signo liberal-democrático materializa en buena medida nuestra tradición republicana. Desemboca en este particular discurso nacionalista, de una parte, la herencia liberal anterior a la Gloriosa y del propio sexenio democrático, que siempre hizo de la aceptación de la idea liberal de nación una de sus principales banderas políticas. A través de la movilización de la conciencia nacional se estima posible, por otro lado, remover un régimen monárquico que es visto como un mero conjunto de obstáculos tradicionales.

A partir del 98 se generarán argumentos adicionales a favor del nacionalismo. No deben desdeñarse, desde luego, las consecuencias de la irrupción del catalanismo y del vasquismo. Hay un inevitable componente reactivo en la movilización nacionalista española desde el primer tercio del siglo XX. Nuestro nacionalismo liberal era una fuerza ideológica activa desde hacía un siglo cuando el nacionalismo catalán accede a la escena política.

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El auténtico significado del 98 para la dinamización del discurso nacionalista republicano radicaría en el convencimiento de que la causa nacional podía ser el camino y el instrumento capaz de liberar las energías con que llevar adelante el proceso de modernización económica y social del país. El complejo nacionalismo español está presidido a lo largo del siglo XIX por un claro aliento liberal. Otra cuestión es la operatividad de un discurso nacionalista en la vida de un sistema político que no conoce desafíos significativos durante el XIX a su realidad estatal y nacional.

Los inicios del siglo XX conocerán una brusca complicación en el mundo nacionalista. Junto a la emergencia de un movimiento nacional que responde a las pautas del modelo cultural, el catalanista, y la insinuación del vasquismo, también hará su presentación el nacionalismo de los “nacionalistas”, una puesta al día de las posiciones ultraconservadoras. Hasta el estallido de la guerra civil, ello no supondrá la eliminación de un viejo discurso nacionalista liberal democrático que tiene su expresión tanto en el nuevo republicanismo, como en la tradición liberal de los partidos dinásticos y hasta buena parte del emergente socialismo español.

2.3. John Stuart Mill y la cuestión nacionalJames Mill no entendía el significado del discurso nacionalista de signo cultural. Por el contrario,

su hijo J. S. Mill era consciente de unas ideologías y unos hechos nacionales a los que intentó dar una respuesta no especialmente congruente a lo largo de su obra. En Consideraciones sobre el gobierno representativo parece asumir hasta sus últimas consecuencias una visión cultural de ese hecho nacional. La idea de nación se ofrece con claro sabor etnicista.

A tenor de este planteamiento, J. S. Mill reconoce la existencia de un derecho a la constitución de un Gobierno propio para quienes comparten un común sentimiento de nacionalidad. La conclusión de este discurrir no puede ser otra que la rotunda aceptación de la lógica del principio de las nacionalidades

El gusto por la diversidad, la espontaneidad y la singularidad que Berlin ha visto como una de las claves de la obra de J. Stuart Mill se ha traducido en la asunción de un principio de muy serias consecuencias, cuya puesta en práctica parece constreñirse a los viejos imperios renuentes a la aceptación del orden liberal tutelado por Gran Bretaña.

De entrada, el derecho de las nacionalidades debe quebrar en aquellos supuestos en que es más difícil su aplicación. Cuando los grupos étnicos están divididos y mezclados, puede resultar más prudente dejar las cosas como están. Una segunda gran exclusión, serán aquellas realidades nacionales culturalmente poco desarrolladas que se benefician de su inclusión en el seno de las grandes naciones europeas (Escocia, Gales, Bretaña o Navarra francesa). En este momento, Mill redescubre los atractivos del pluralismo y deja caer por la borda el mismo principio de las nacionalidades.

A partir de este momento, de la rotundidad del planteamiento general solo queda un complejo casuismo. Y llegamos al problema de la cuestión irlandesa. Mill no concibe para Irlanda una salida secesionista que tan adecuadamente encajaría con algunos de sus planteamientos teóricos. Para él, Irlanda es un problema interno del Reino Unido que tiene su tratamiento adecuado en una política agraria capaz de traducirse en un avanzado programa de arrendamiento de la tierra y en el consiguiente alejamiento de un campesinado satisfecho de los cantos de sirena desleales.

El filonacionalismo cultural de J. S. Mill no trasciende de una actitud estética solamente traducible en decisiones concretas a favor de los intereses del orden liberal y en contra de los viejos imperios. En su pensamiento se combinan actitudes elitistas y progresistas. Mill estaba convencido de la legitimidad de un gobierno colonial y de la funcionalidad del despotismo cuando se dirigía al gobierno de las “razas menores.

J. S. Mill es un defensor de las ventajas del librecambrismo y no está dispuesto a admitir el expediente proteccionista sino como medida excepcional y a plazo concreto.

2.4 Lord Acton y la crítica del nacionalismo cultural A la hora de abordar el significado de Lord Acton en la reflexión sobre el nacionalismo debe

reconocerse su autoridad e influencia. El grueso de los enfoques liberales sobre la cuestión a lo largo del siglo XX, especialmente los caracterizados por una visión crítica del nacionalismo cultural, son tributarios de sus palabras e ideas (Kedourie, Cobban, Carr).

Sus ideas básicas del tema están contenidas en un texto relativamente breve, Nacionalidad de 1862. Acton reconoce el carácter revolucionario del principio de las nacionalidades, equiparable por sus efectos al lugar del principio democrático o de las ideas comunistas. Aunque es consciente del diferente impulso ideológico que anima a la idea de soberanía popular y a las pretensiones de un nacionalismo de base cultural. La nacionalidad no ha sido en el pasado un criterio determinante en la construcción de los Estados; a partir de ahora, sin embargo, se abre la posibilidad de que las cosas puedan ser de otra manera.

Acton subraya la obvia contradicción entre los valores del individualismo y la existencia de unas supuestas fuerzas naturales (naciones culturales) a las que estaría encomendada la determinación de la

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forma, el carácter y la política del Estado. Contra la alianza tácita y acrítica entre revolución liberal y explosión nacionalista, le corresponde a Acton subrayar lo que hay de táctico y hasta de casual en esta relación.

La ambigüedad es consustancial a una ideología que no está estrechamente ligada ni es proporcional a la existencia de unos agravios o a una personalidad cultural diferenciada. Decidido partidario de la difusión del poder y del pluralismo, es consciente de las potencialidades de las nacionalidades para poner frenos eficaces a la acción del Estado. Nunca defiende soluciones centralistas para el problema nacional; por el contrario, está firmemente convencido de la eficacia de un reparto vertical del poder. Lo que le asusta es hacer absoluto un principio de las nacionalidades de base cultural.

El componente conservador de sus visiones políticas no le impide comprender y hacer suya la visión genuinamente liberal del fenómeno de las naciones. A Lord Acton no se le puede escapar el significado del Estado como impulsor decisivo, aunque no exclusivo, de la nación. “La nacionalidad formada por el Estado es la única a la que debemos obligaciones políticas y es, por consiguiente, la única que tiene derechos políticos” (rotunda negación a la democracia ya que reconoce la existencia de un sujeto colectivo reclamante de derechos políticos con independencia de la voluntad individual de los integrantes de esa colectividad). Acton no es un demócrata en sentido estricto, y ello le permite llevar a cabo el rechazo de un nacionalismo de signo cultural, que no de las nacionalidades en sí, tanto desde su perspectiva liberal como desde la visión propia de la democracia.

Su enemigo no es tanto la nacionalidad como el nacionalismo, no tanto el hecho en sí como el tratamiento político que se aspira a dar al mismo. De ahí su actitud crítica con el nacionalismo alemán o la oposición a una proyección política de la idea de raza o de los datos étnicos. El que Acton pudiera entender las ventajas de una base cultural homogénea para el Estado está lejos de significar que hiciera suyo algo parecido al principio de las nacionalidades.

Si algo no invalida su visión general del nacionalismo es su activa y generosa defensa del “Home Rule” para Irlanda. En primer lugar porque Irlanda no era sólo un problema nacional sino un desafío para cualquier liberal inglés deseoso de satisfacer una injusticia histórica. En segundo lugar, forma parte de la visión pluralista de Acton la defensa de un tratamiento federal y autonomista de los problemas nacionales.

2.5. Ernest Renan: nación y voluntadLa visión de la nación y el nacionalismo en la obra de E. Renan se encuentra en su célebre

conferencia en la Sorbona (“Qué es una nación”, 1882), en las cartas a Strauss, en La reforma intelectual y moral de Francia y en su estudio sobre La monarquía constitucional en Francia. En todas estas obras pueden verse aproximaciones contradictorias al tema nacional.

Renan era un liberal conservador, entendía la idea de “plebiscito de todos los días” como una metáfora a través de la cual pudiera subrayarse la importancia que la voluntad de los ciudadanos tiene en la configuración final de ese complejo precipitado de la historia que son las grandes naciones políticas europeas. Quien estaba convencido de que los grandes hechos nacionales no podían ser fruto de la improvisación, quien exigía para ellos un pasado a la altura de su presente y su futuro, tenía que estar alejado de unos excesos subjetivos capaces de poner en cuestión un orden internacional basado en el equilibrio de los grandes Estados occidentales. Renan fue un convencido europeísta.

Las naciones son desembocadura de un largo pasado. El voluntarismo nacionalista debe ser consciente de que en semejante materia ningún principio debe llevarse al exceso. Por ultimo, en horizonte todavía lejano, ahí está el proyecto de confederación europea capaz de anular, superándolos, los proyectos nacionalistas en el viejo continente.

Renan fue un gran admirador del país (Alemania) ante el que resaltaba la mediocridad denunciada de otras potencias burguesas. Y justamente es este hombre el que debe ser testigo de la mayor humillación de su nación a manos del pueblo admirado. Renan trató de superar esta situación agudizando la distinción entre la Prusia culpable y la Alemania víctima del militarismo prusiano. Por otra parte, las circunstancias le empujaron a la defensa de un nacionalismo francés, que él veía unido a la causa del liberalismo.

La defensa de la integridad territorial de Francia pasaba a ser un argumento decisivo de cosmovisión política. Y nada mejor para ello que levantar bandera en defensa de unos principios nacionales heredados directamente de la revolución de 1789 y de la voluntad de unos ciudadanos capaz de solventar por su simple manifestación la integración de las provincias perdidas.

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TEMA 3. SOCIALISMO, COMUNISMO Y NACIONALISMO

3.1. La visión de Marx y EngelsEn Marx y Engels puede distinguirse una visión general, implícita en la mayoría de los casos, de la

idea de nación política y de Estado, de una serie de observaciones concretas, dispersas a lo largo de su obra, sobre el problema de las nacionalidades y nacionalismo cultural. Por tanto no tienen una teoría sistemática sobre la nación y el nacionalismo.

En los escritos de Marx y Engels tiende a primar la equiparación de la nación a la idea de Estado nacional. Este Estado no es el precipitado de ninguna singularidad cultural o étnica; su justificación radicará en su capacidad para promover un marco económico adecuada al desarrollo capitalista que sea capaz a su vez de generar la demanda de una nueva sociedad socialista.

Bloom ha intentado matizar el alcance de la visión marxista del nacionalismo señalando la existencia en ella de un “hombre genérico” en contraste con un “hombre histórico” susceptible este segundo de reconciliación con las variedades nacionales; las propias llamadas de Marx a favor del proletariado como clase nacional podrían dar fundamento a esta hipótesis.

Si el nacionalismo es, fundamentalmente, un instrumento ideológico tendente a favorecer la idealización del estado, punto recurrente de la visión marxista, resulta obvio el rechazo de este expediente ideológico. A Marx y a Engels no se les escapan en todo caso las posibilidades tácticas que ofrece y que hacen de él un considerable e importante instrumento político. Ellos no pueden olvidar la vertiente práctico-revolucionaria de su teoría; en la elección entre el rechazo del nacionalismo y su instrumentalización tacticista se habrá de mover la reflexión socialista y comunista posterior.

Las grandes obras de Marx y Engels evitan por lo general una referencia directa a la cuestión nacional, pero no puede decirse lo mismo de trabajos periodísticos y de algunos textos políticos de combate. Pasados bastantes años de la revolución de 1848, Engels sigue viendo en el derecho de las nacionalidades, el derecho de las grandes entidades nacionales de Europa a su independencia política. El que exista una acusada pluralidad de culturas en las grandes naciones es un hecho normal y hasta conveniente para su vida. Lo que resulta claro para Engels es la falta de fundamento de un principio de las nacionalidades entendido en sentido estricto.

En 1866 Marx y Engels habían proclamado que los intereses nacionales debían ceder ante la marcha del progreso y la maduración capitalista; que las “naciones sin historia”, el grueso de las pequeñas naciones aspirantes a la estatalidad, eran esencialmente contrarrevolucionarias; que la centralización política resultaba a mediados del siglo XIX más imperiosa que en los inicios de la modernidad, y que ninguna minoría étnica podía interponerse en el desarrollo económico y social de las grandes naciones europeas.

Existen dos excepciones parciales, dejando al margen la cuestión colonial, a este modelo: el caso polaco y el tema irlandés.

3.2. La II InternacionalEl pensamiento de la II Internacional permanece fiel a las posiciones marxistas sobre el tema.

Ciertamente son identificables posiciones filonacionalistas en diferentes países europeos, pero la posición predominante de la ortodoxia alemana (Kautsky) es la que va a valer para el grueso del movimiento socialista anterior a la I GM.

En primer lugar, hay una minusvaloración del problema como resultado de la creencia en las posibilidades homologadoras que en el campo cultural representa el desarrollo capitalista. En segundo lugar, en los conflictos nacionales se ve fundamentalmente un enfrentamiento de intereses económicos y lucha por los mercados a ser superada por la futura organización socialista; en última instancia, hay una confianza en los valores universalistas que, además de inevitables, son aceptados como deseables.

Las naciones tienen su principal función en la oferta de unos marcos adecuados al desarrollo económico y social; cualquier factor cultural que pueda oponerse a ese desarrollo deberá ser superado. El teórico y retórico reconocimiento del derecho de autodeterminación debe pasar por los intereses de la táctica y la estrategia socialistas.

El socialismo europeo permanecerá fiel a la tradición liberal y a sus propias posiciones iniciales en el sentido de ver como progresistas los grandes estados y reaccionarias las pequeñas organizaciones políticas de base territorial.

Este criterio era ampliable al desinterés por cualquier movimiento nacionalista de signo tercermundista. El anticolonialismo va dirigido primordialmente contra los riesgos bélicos implícitos en el proceso de colonización o el peligro para los trabajadores europeos derivado de la explotación de los trabajadores indígenas. Y todavía este tipo de anticolonialismo tiene importantes excepciones en los movimientos socialistas de países con fuertes intereses coloniales (GBR, HOL). Es demasiado firme la

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convicción en torno a la superioridad europea y son demasiado débiles las tensiones nacionalistas tercermundistas con anterioridad a las guerras mundiales.

Dentro de estas coordenadas generales tiene particular interés la posición del austromarxismo. Se aspiraba a solucionar el problema sobre cuatro líneas básicas: resolución del tema dentro del ámbito del Estado, supresión de privilegios nacionales, existencia de territorios autónomos sobre una base étnica y fin del carácter estatal del idioma alemán.

K. Renner se apresta a la defensa de una base no exclusivamente territorial para la autonomía de las nacionalidades, insistiendo en la importancia del fundamento personal de esa autonomía. La cultura de una nacionalidad tenía un fundamento sociológico más allá de la continuidad o no del territorio. Como subraya B. Akzin, la idea de autonomía personal propugnaría que el estatuto de una persona con relación al derecho y a las instituciones políticas está determinado no por el lugar de residencia, sino por su autoinclusión en un grupo comunitario nacional.

La gran cuestión era si la autonomía política, en sus diferentes manifestaciones, era una alternativa suficiente a las tensiones nacionalistas del Imperio. Ante el corazón del problema difieren las razones alegadas por Bauer y Renner.

Mientras la defensa de la autonomía se justifica en Renner en el respecto a los derechos culturales de todo individuo como prolongación de las convicciones democráticas a la cuestión de las nacionalidades, en Bauer esa autonomía tiende a ser justificada como resultado de una necesidades económicas que refrenan la asunción en profundidad del principio de las nacionalidades y el protagonismo de la voluntad nacional. El desarrollo capitalista ha supuesto el despertar de las naciones “sin historia”, desprovistas de una organización estatal. Bauer deduce que el desarrollo capitalista obliga al mantenimiento de Estados multinacionales como el Imperio.

Bauer defiende el principio de autodeterminación cuando estima modificadas las circunstancias económicas y las exigencias derivadas de la lucha por el socialismo. Este es el momento en que el componente nacionalista de su obra le lleva a sumarse a los liquidadores del Imperio, en contraste con Renner y otros, quienes habían defendido la autonomía política desde posiciones democráticas y socialistas renuentes a la aceptación del principio secesionista.

La referencia a la actitud del nacionalismo de la II Internacional acerca de la cuestión nacional quedaría incompleta sin tener en cuenta su interés por un nacionalismo político de signo liberal-democrático con asiento en los grandes Estados europeos. Esta línea de interpretación socialista defiende justamente la equiparación de los socialistas con los buenos patriotas; mientras los capitalistas siempre estarían dispuestos a sacrificar los intereses de la patria a la obtención de sus beneficios, serían las clases populares las que se identificarían de modo más generoso con una nación democrática que ha sabido completar los derechos y libertades individuales con los de carácter social y colectivo.

El caso español es muy ilustrativo a este respecto. La identificación externa, casi ritual, del “pablismo” con la ortodoxia socialdemócrata alemana no podrá impedir que se abra paso en el socialismo español una actitud general de simpatía con las posiciones democráticas avanzadas con relación al tema nacional. En los escritos de P. Iglesias hay una primera aceptación natural y espontánea del marco nacional español que se dobla con el desconocimiento o la hostilidad hacia los emergentes nacionalismos españoles de signo periférico. En su hostilidad a la guerra de Cuba, y especialmente en su oposición a la aventura marroquí, Iglesias estará siempre convencido de cumplir una alta misión patriótica enfrentada al falso patriotismo de la derecha dinástica. En esta misma dirección discurre la actitud del grueso de un reformismo socialista español.

Sería fácil seguir la pista a posiciones similares en otros movimientos socialistas europeos. Es muy significativo a este respecto el influjo de la obra de Bernstein. El padre del revisionismo considerará sin fundamento, a finales del siglo XIX, la afirmación de que los obreros no tienen patria y planteará la necesidad de que la socialdemocracia, en la medida que necesita alcanzar compromisos con opciones no socialistas, diseñe una autentica política nacional para los distintos países europeos. Con alguna ambigüedad señalará que el internacionalismo no puede ser pretexto para dar por buenas las aspiraciones expansionistas de otras naciones en perjuicio de la propia.

En absoluto resulta excepcional esta actitud en el conjunto del socialismo alemán, Hermann Heller ilustra bien el calado de este sentimiento nacional germano cuando en 1925 señale que Alemania tiene un papel en la vida europea, el de ser la auténtica comunidad popular socialista.

3.3. La visión comunistaLas posiciones leninistas respecto al problema nacional son de notable claridad. La continuidad de

sus posiciones marxistas iniciales no tiene otras modulaciones que las derivadas de unas necesidades tácticas propias de la lucha revolucionaria. Ante todo debe evitarse que la cuestión nacional obstaculice el camino hacia la revolución; complementariamente, deben ser explotadas las tensiones nacionales en provecho de esa revolución. Pero nunca deben confundirse intereses revolucionarios y nacionalistas.

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El desarrollo de la política soviética sobre el tema de 1917 a 1922 ilustra su comprensión del problema. En el período de comunismo de guerra la lucha contra los movimientos contrarrevolucionarios obliga al apoyo incondicional de todos los nacionalismos con base en las nacionalidades culturales. Con el inicio de la década de los años veinte, la situación se había modificado. Sin embargo, y a diferencia del stalinismo posterior, Lenin seguirá propugnando el respeto a un principio de igualdad entre las distintas realidades nacionales, principio formalmente reconocido en los posteriores textos constitucionales, y una pedagogía internacionalista.

La comprensión de la actitud leninista ante el problema debe tener en cuenta dos observaciones complementarias. La primera es que Lenin se mueve siempre en terreno abonado por la defensa de una actitud maximalista que él hará compatible con la defensa del centralismo democrático para el partido y con la antipatía de fondo hacia unas fórmulas federales que solamente entran en los planteamientos del comunismo ruso al calor de la guerra y la revolución. La segunda tiene que ver con el papel fundamental reservado en su cosmovisión política a la situación colonial y a la necesidad de hacer de la autodeterminación un instrumento decisivo con que plantear el asalto de la periferia oprimida al centro explotador.

La obra de Rosa Luxemburg presenta matices importantes en la visión del tema dentro del sector de izquierdas de la socialdemocracia que da origen al movimiento comunista. Sus escritos trascienden la habitual visión táctico-estratégica. Sus ideas más girarán entorno a la esencial confusión del concepto de nación, a la falta de rigor de las ideas relativas a la opresión nacional, a la endeblez de la identificación entre nacionalismo y democracia y a la ambigüedad esencial visible en los movimientos nacionalistas.

Para Rosa L. hay un interrogante básico en torno a la nación al que debe darse respuesta: ”cuando se habla del derecho de las naciones a la autodeterminación se usa el concepto de nación como un todo, como unidad social y política homogénea...En la sociedad de clases no existe la nación como entidad sociopolítica homogénea, sino que en cada nación hay clases con intereses y derechos antagónicos”.

La supuesta opresión nacional pasaba a convertirse en el enmascaramiento de una opresión de carácter clasista. La autodeterminación, del mismo modo que el federalismo, sería, en última instancia, un obstáculo en el marco de las aspiraciones revolucionarias. Rosa Luxemburg pone al descubierto un hecho básico de la ideología y los movimientos nacionales: su esencial ambigüedad, su carácter de moldes vacíos susceptibles de llenarse de contenido diverso y contradictorio según las distintas coyunturas históricas.

Stalin, por último, marcará la orientación lisa y llanamente oportunista en torno a la cuestión. Con Lenin, estará dispuesto a una generosa concesión del derecho de autodeterminación, pero condicionará ese derecho a los intereses del proletariado administrados por su vanguardia: “La nación tiene derecho a organizarse sobre la base de la autonomía. Tiene derecho incluso a separarse. Pero eso no significa que deba hacerlo bajo cualesquiera condiciones”.

Complementariamente, Stalin subrayará la importancia del elemento territorial en la definición del hecho nacional. El interés tacticista y coyuntural en esta cuestión tendrá como consecuencia hacer inviable desde la perspectiva comunista la línea de solución apuntada por los austromarxista sobre la base de un proyecto de nación de carácter personal. Stalin en su práctica política va sentando las bases para la construcción de una “gran patria soviética” de imposible acomodo en sus propias categorías teóricas.

En el período anterior a la constitución de 1936 se pone en práctica la defensa de las culturas nacionales como “forma”, aunque su “contenido” debe responder a las aspiraciones de la nueva sociedad socialista. Esta estrategia se agotará a partir de los últimos años treinta y, muy especialmente, de la segunda guerra mundial. Ahora será el momento de la jerarquización de las naciones y de que Rusia ocupe el papel de vanguardia en la construcción de esa patria soviética que termina siendo el gran objetivo de la política nacional del comunismo en la URSS.

Más allá de la flexibilidad introducida en la cuestión por la política de Kruschev, una política forzada en buena medida por el oportunismo de la acción exterior soviética, interesa llamar la atención sobre la paradójica circunstancia de que haya sido la revuelta de las nacionalidades la que terminara apuntillando al régimen comunista.

El sistemático y espectacular proceso de voladura del Imperio hace inevitable preguntarse por las razones de su forma y celeridad. El estudio actual de la cuestión del nacionalismo se debate entre dos grandes hipótesis al respecto. La primera de ellas apostaría por la idea del renacer nacional como resultado del fin de la opresión comunista, las nacionalidades sometidas por una dictadura despiadada volverían a sus antiguas y no resueltas reivindicaciones. Una segunda hipótesis preferiría ver en el estallido nacional la respuesta al hundimiento de un mundo comunista que había resultado algo de mayor calado que un régimen político e incluso que un sistema económico-social. Parece más fructífera la segunda de estas dos grandes hipótesis.

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La crisis de la URSS, como la de Yugoslavia, ha puesto de manifiesto otra vez los límites de los derechos de autodeterminación y secesión como expedientes capaces de resolver por sí mismos las tensiones nacionales. Los movimientos de población y la interrelación étnica propia de la vida de unos integrados Estados plurinacionales, hacía más difícil una aplicación pacífica de la lógica secesionista.

Parece prudente señalar que una vez liquidado el Imperio y agotada la primera fase de la liberación nacional, el antiguo mundo comunista parece iniciar la etapa de unas rivalidades y contenciosos nacionalistas. Se hará inevitable al fin la vuelta a unos expedientes democráticos ordinarios (pluralismo, reparto horizontal y vertical del poder, lealtades compartidas) como solución para unas tensiones que amenazan con prolongar la crisis del comunismo en una crisis de larga duración y efectos imprevisibles en Europa.

3.4. Nacionalismo e izquierda radicalEn contraste con la interpretación convencional de la tradición socialista y comunista, un sector del

izquierdismo europeo posterior a los años sesenta va a enfrentase con una nueva visión del tema en que la utilización del marxismo por el nacionalismo se entremezcla con la ausencia de una clara perspectiva revolucionaria, la predicación etnicista, el influjo tercermundista y la significativa incidencia de los nacionalismos de signo etnoterritorial de algunos países europeos occidentales.

Tras 1945, vencedores y vencidos coinciden en relativizar la permanente tensión nacional del s. XIX y el primer tercio del XX. La única excepción significativa será sin duda la de un movimiento comunista aferrado a sus consideraciones tácticas y ocasionalmente dispuesto a utilizar también los nacionalismos de orden estatal. La política exterior soviética da la pauta para lo primero. La política interior del la URSS y la construcción de la “gran patria soviética” puede ser adecuada ilustración de lo segundo.

En el mundo europeo, la utilización del lenguaje marxista por los viejos nacionalismos culturales es también una realidad. Como ejemplos, el IRA en el Ulster o ETA en el País Vasco (donde el impulso ideológico sustancial, el nacionalismo radical, se complementa con la presencia de actitudes revolucionarias y el uso generalizado de una fraseología marxista).

La explicación del renacimiento de ciertos nacionalismos culturales con nuevos acentos izquierdistas es, sin duda, inseparable de la actitud de unas fuerzas de izquierda aspirantes a instrumentar esos movimientos nacionalistas. Europa no ha generado tras 1917 otros sistemas políticos de pretensión revolucionaria que las dictaduras burocráticas establecidas por la fuerza en la Europa del Este tras la II GM.

El movimiento comunista logró por algún tiempo alimentar estas ilusiones, pero la tarea resultaba ya inmantenible a partir de finales de la década de los 40. Los movimientos nacionalistas de inspiración izquierdista en el marco de la Europa occidental no tienen necesariamente una relación directa con más altos niveles de subdesarrollo o con un más o menos real “colonialismo interno”. Más importante resulta en todos los casos las potencialidades de la vía nacionalista, para algunos sectores de la izquierda radical, como la última oportunidad de un discurso revolucionario.

Una visión izquierdista del nacionalismo requería un corte tajante entre nacionalismo estatal o nacionalismo cultural satisfecho y nacionalismo cultural “no realizado” políticamente. La nacionalidad, nunca la nación, debía de ser su fundamento. Sólo el nacionalismo que no ha gozado de una trascendencia estatal puede alimentar la creencia en sus supuestas potencialidades revolucionarias. Puede valer el nacionalismo corso, bretón, escocés, catalán o vasco. Nunca los nacionalismos estatales como el francés, español o británico o nacionalismos culturales como el checo, polaco, griego o irlandés que han tenido ya la oportunidad de manifestar sus limitaciones transformadoras.

El sustento ideológico más sólido para el interés nacionalista por parte de esa nueva izquierda es seguramente el descubrimiento de la etnicidad. Redescubrimiento de Herder, gusto por la creatividad y la espontaneidad. Estos planteamientos implican serias complicaciones. En el triunfo de lo “natural” sobre lo “artificial” pueden verse comprometidos valores tan preciados como el de la libertad o la tolerancia, y los elementos potencialmente cohesivos y gratificantes del particularismo étnico no pueden ocultar el riesgo implícito en el protagonismo de una realidad comunitaria susceptible de entrar en conflicto con unos interese individuales mejor defendidos en el marco de una realidad estrictamente societaria.

Los Estados Europeos son más sensibles que en el pasado a las demandas de cualquier manifestación de pluralismo; los límites mismos de una identidad cultural son hoy más fáciles de cruzar que en cualquier otro momento del pasado.

El etnicismo, como ideología que explica el interés de la izquierda radical por la causa nacionalista, presenta además algunos inconvenientes adicionales para los movimientos nacionalistas. El protagonista de la recuperación étnica debe ser la nacionalidad de base cultural en guerra con la nación de base política. La salida intelectualmente más coherente a esta situación será negar la

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aspiración a la construcción de Estados soberanos, organizaciones políticas que tendrían algo de incompatibles con los principios etnicistas.

El nacionalismo izquierdista cuenta con un curioso mecanismo de retroalimentación ideológica: la sorprendente vuelta, vía Tercer Mundo, del viejo nacionalismo cultural, con nuevos y exóticos ropajes, a sus bases de origen. Los supuestos políticos sobre los que descansa el grueso de los nacionalismos tercermundistas y los movimientos nacionalistas de izquierda en Europa son fundamentalmente distintos. En el marco africano y asiático el nacionalismo es un expediente ideológico a través del cual se pretende llevar adelante un proceso de modernización económica y social, creando una fuente de legitimación al poder político. Nada de eso se plantea en el marco europeo occidental.

Hay que volver los ojos a la frustración que la sociedad actual genera en determinados grupos sociales para entender el sorprendente renacimiento de este nacionalismo izquierdista con fundamento en una movilización de las realidades étnicas. Las causas para el desánimo están ancladas en la crisis de la idea de progreso y en la constatación de las dificultades para seguir defendiendo un desarrollo ininterrumpido que permita el incremento sin fin de las compensaciones materiales (atomización de las sociedades desarrolladas, soledad, anomía, insolidaridad). Todo esto empuja a buscar valores sustitutorios a los ya difícilmente recuperables.

Esman señala que los activistas étnicos generalmente provienen de grupos que se han beneficiado de la expansión de la educación superior en la segunda posguerra, pero que han tenido pocas oportunidades de éxito social. Se ha hablado del renacer de un nacionalismo cultural en Occidente ligado en buena medida a los intereses de unas nuevas clases medias conscientes de la importancia del conjunto de los aparatos de poder y de las administraciones públicas para su vida (“nacionalismo de los funcionarios”).

En sentido riguroso, el nacionalismo de estas nuevas clases medias y el nacionalismo de la izquierda radical tienen objetivos diferenciados. Permanece, sin embargo, la identidad derivada de una común movilización nacionalista y de una muy próxima base social de sus protagonistas. No hay que extrañarse por ello que se produzca una significativa interacción entre estas dos manifestaciones de nacionalismo.

Todavía se podrían añadir unos novísimos nacionalismos de la vida occidental cuya conexión con el mundo de la izquierda no es fácil de dilucidar. Son unos nacionalismos ajenos a una estrategia separatista, que se centrarían en la obtención de recursos de poder y que rehuirían las posibilidades de integración tan apetecidas en otros momentos de la historia.

TEMA 4. FACTORES CULTURALES Y NACIONALISMOLa cultura es susceptible de ser vista como un conjunto diferenciado de costumbres, instituciones

y creencias propias de cada sociedad. Algunos factores culturales tienen especial significado sobre la génesis y desarrollo de los movimientos e ideologías nacionalistas. Dos advertencias previas a esto: 1. Es obvio que el nacionalismo de corte cultural es el más expuesto a la incidencia de esos factores, aunque también el nacionalismo político puede verse sometido a su influjo. 2. El peso real y aparente que tienen estos elementos culturales en la vida de los nacionalismos.

4.1. Lengua y naciónDe todos los elementos culturales que intervienen en la génesis, desarrollo y transformación de los

movimientos e ideologías nacionalistas, ninguno ha alcanzado la importancia de la lengua. Resultó un valor convenido de la doctrina de este tipo de nacionalismos que la lengua era el elemento básico del espíritu del pueblo sobre el que a su vez debería asentarse la nación (Fichte).

La búsqueda de una singularidad cultural capaz de subrayar la distancia entre el “nosotros” y los “otros” puede encontrar su mejor recompensa en unos hechos lingüísticos inmediatamente reconocibles. La lengua no es solamente vehículo de expresión de pensamiento, sino también y como dijo Herder, algo que contribuye a la formación de ese pensamiento o en condicionante y hasta en potencial determinante de la cultura.

Lo que el nacionalismo valoró y sigue valorando en los hechos lingüísticos era y es su inigualable capacidad para fundamentar la identidad colectiva en general y la identidad nacional en particular. El argumento lingüístico presenta serias dificultades para una lógica nacionalista que quisiera equiparar realidades de signo cultural, en que la existencia de una lengua propia sería el rasgo más fácilmente identificable, y organizaciones políticas estatales a la medida de esas realidades.

El caso europeo es ilustrativo de la ambigua relación entre lenguas y naciones. Como pauta general, puede afirmarse que ha sido mayor el impacto de las segundas sobre las primeras, quedando así muy poco espacio para la defensa de un tipo de nacionalismo que hiciese de la realidad cultural primigenia el motor cuasi exclusivo de la construcción nacional. Existen entre 40 y 50 lenguas en Europa, con grandes familias idiomáticas (romance, teutona, eslava y báltica). Las románicas serían el francés,

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español, italiano, catalán, gallego, .... Las teutónicas son el inglés, alemán, las lenguas escandinavas y el holandés. Las eslavas son el ruso, checo, serbio, búlgaro, etc. Por último están las lenguas bálticas (lituano, albanés, griego) y las del tronco ugrofinés y tártaro (finés, húngaro o vasco).

Lo significativo es constatar cómo, detrás del incremento del número de lenguas escritas y estructuradas, se encuentra siempre la voluntad política manifestada en la forma de nuevos estados o en el surgimiento de significativos movimientos nacionalistas de signo cultural. En cierta medida, las lenguas han ido acomodándose a las demandas políticas.

Existen dificultades para ajustar realidades culturales definidas por la lengua y entidades políticas de carácter estatal, y no sólo por el dato incontrovertible de la desproporción entre número de hablantes y la ausencia de una distribución homogénea en el espacio como consecuencia de complejos movimientos de población. Tampoco la realización política de todos los pueblos hablantes de diversas lenguas garantizaría el fin de eventuales demandas secesionistas.

Tiene sentido subrayar las especiales relaciones que se producen entre renacer lingüístico y el nacionalista en la Europa actual. Es muy probable que los movimientos nacionalistas emergentes empujen el desarrollo de la lengua propia como vía para reforzar sus objetivos políticos. El bilingüismo es una opción poco viable y se extreman las demandas radicales a favor de la lengua “nacional” que pueden generar situaciones de tensión latentes o expresas de innegable incidencia en la vida de los conflictos nacionales (políticas de normalización lingüística).

Las innegables posibilidades aglutinadoras de la lengua, su capacidad para generar solidaridad hacia dentro y conciencia de disimilitud hacia fuera, hacen de ella un argumento precioso para los intereses del nacionalismo cultural. No es extraño por ello que en ocasiones extiendan su entusiasmo por la propia lengua a pedir la supresión de otras en su territorio nacional, la purificación de su idioma de elementos extraños y la asimilación lingüística de los extranjeros que viven dentro de su territorio.

No puede pasar por alto la significación que ha tenido la lengua para un nacionalismo político que ha sido precisamente en este campo donde más se ha aproximado a la lógica del nacionalismo cultural. La irrupción del Estado liberal y el desarrollo del gobierno directo pusieron en primer plano la importancia de una lengua nacional cuya generalización en el conjunto del territorio estatal se estimaba indispensable.

4.2. El factor religiosoLa incidencia de las distintas religiones sobre el nacionalismo europeo tiene cuando menos cuatro

grandes líneas de materialización:1. La influencia derivada de la Reforma . La Reforma fue sin duda un decisivo acicate a la generación de un sentimiento prenacionalista como consecuencia de su contribución a la quiebra del universalismo cristiano, al desarrollo de los Estados emergentes y al uso generalizado de las lenguas vernáculas.2. La resistencia ocasional a los movimientos nacionalistas desde la parcial adopción de criterios universalistas por las confesiones cristianas. El cristianismo genera también inevitables actitudes universalistas que, en combinación con los intereses conservadores de sus iglesias, aportan un elemento de reticencia e incluso de hostilidad a las pretensiones de los nacionalismos en beligerancia con sus poderes estatales. Esta actitud derivada de las posiciones de la jerarquía y de la fuerza de los mensajes universalistas, conoce dos importantes correcciones. La primera se manifiesta cuando las tensiones nacionalistas tienen como protagonistas a movimientos de clara inspiración católica (Polonia e Irlanda) y la segunda tiene que ver con las dificultades para controlar los escalones más bajos de la jerarquía y el clero, incluso a una organización tan rígidamente jerárquica como la Iglesia católica le es difícil la tutela de su ministerio.3. La fuerza del proceso de secularización y el creciente escepticismo en materia religiosa. Hayes expuso que la revolución industrial y el proceso de urbanización acompañan a una crisis de las religiones. Además, las masas no son capaces de acceder a los sustitutos filosóficos e ideológicos en que puede intentar refugiarse una intelectualidad descreída. Comunismo y nacionalismo son las alternativas que se ofrecen a las clases populares en sustitución de las viejas religiones.4. El impacto de la cultura y la socialización eclesiásticas en la obtención del clímax nacionalista . La contribución cristiana al nacionalismo se manifestará, de forma colateral, por otras dos vías. La aportación de hombres dotados para manejar el arsenal cultural (clero local) y como contexto socializador para el discurso nacionalista de signo radical (desprecio por el compromiso, validez de principios absolutos, clima emocional).

Las razones de oportunidad tienden a ser mucho más importantes que los argumentos teológicos y doctrinales. El clero no ha tendido a ofrecer una influencia sustancial en la fijación de los grandes objetivos de esos movimientos, aunque su peso ha aumentado cuando el grupo dominante, opuesto a la realización política de la nacionalidad, pertenecía a otra confesión.

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No puede olvidarse que el estímulo católico resultó decisivo, desde finales del s. XIX, para el desarrollo de un nacionalismo conservador y reaccionario de base estatal en condiciones de intentar tomar el relevo a las tradiciones liberales en la materia. España resulta en este caso un escenario privilegiado. Temerosa de las implicaciones secularizadoras de un discurso puramente nacionalista, la ultraderecha española de los años 30 tendió a cubrir su relativamente novedosa vocación nacional con el manto protector del catolicismo.

El intento de ofrecer un panorama de las relaciones entre religión y nacionalismo europeo quedaría incompleto sin una referencia final al anticlericalismo de los países católicos. En la medida que la ideología anticlerical tiene especial acomodo en la tradición de izquierdas de la vida europea, tiene poco de extraño que se deje influir por el significado que en esta tradición tiene un nacionalismo estatal de claro signo democrático.

4.3. El mito racialLa idea misma de raza, soporte indispensable del racismo, es probable que no se remonte mucho

más allá del s. XVIII. El racismo es una actitud ideológica necesitada del cientificismo y el determinismo decimonónicos para su desarrollo.

Los complejos prejuicios hacia los que tienen características físicas diferentes, no aportan fundamento suficiente para hablar de racismo en tanto que actitud ideológica elaborada. Este tipo de racismo vulgar sí tendría un largo pasado, mientras que el racismo como ideología es un fenómeno relativamente reciente. Van de Berghe se refiere al racismo como un conjunto de creencias en que las diferencias orgánicas transmitidas por vía genética están asociadas con la presencia o ausencia de capacidades y características de gran importancia social.

El componente básico de la ideología racista consiste en la asunción, contra toda evidencia empírica, de que las diferencias físicas arrastran diferencias culturales y que el comportamiento del individuo depende en medida sustancial del grupo racial al que pertenece. El surgimiento de esta ideología esta ligado a un complejo juego de factores (colonialismo, esclavitud, movimientos de población, extensión de un discurso liberal-democrático).

La tensión entre aquella práctica y este discurso forzaba a la defensa de una democracia de los hombres blancos en que la determinación del demos fuera compatible, de una parte, con el mantenimiento de la explotación de los esclavos y los colonizados y, de otra, con la relativamente pacífica asunción de los principios liberales (distinción hombres-“subhombres”).

Corresponderá a un importante grupo de escritores europeos, historiadores, filósofos y creadores literarios, completar este argumento básico con el recurso a movilizaciones cientificistas inspiradas en el mayor número de casos en un vago darwinismo social.

El racismo se encuentra en condiciones de ejercer su influjo sobre el nacionalismo a través de 3 grandes vías. La primera es la automática conexión entre lengua y raza. La segunda es la radical confusión entre cultura y política que caracteriza a una significativa reflexión nacional, cualquier elemento cultural, cualquier hecho diferencial, puede resultar funcional en su pretensión de diseñar el mapa europeo de conformidad con especulaciones folklóricas, lingüísticas, históricas o geográficas. Lo importante es forjar una singularidad. Una tercera vía de influencia del racismo en el nacionalismo de signo conservador es que las teorías raciales aportaban una supuesta base científica a quienes deseaban basar el nacionalismo en argumentos más sólidos que el “espíritu del pueblo”.

Hay que señalar las posibilidades que el racismo ofrecía para una política de autoafirmación nacional para la compensación de buena parte de las frustraciones económicas y sociales de una parte de las frustraciones económicas y sociales de una parte significativa de las clientelas del nacionalismo cultural. Son abundantes los casos en que la pertenencia a una raza singular, acreditada mediante la equívoca prueba de los apellidos o el uso de una lengua, ha jugado como escudo contra el impacto de movimientos migratorios o como vía de promoción y privilegio ante las incertidumbres del mercado.

El recurso al racismo no era una posibilidad exclusiva de los nacionalismos de signo cultural, pero la naturaleza misma de las cosas lo situaba en posición de ventaja con relación a otros nacionalismos que habían de enfrentarse con la complejidad racial y étnico-lingüística propia de la idea de nación política.

TEMA 5. EL TRATAMIENTO POLÍTICO DEL PROBLEMA NACIONAL

5.1. El principio de las nacionalidadesEl principio de las nacionalidades forma parte de la lógica de unos movimientos e ideologías

nacionalistas basados en la idea de nación cultural. Estaría en la naturaleza de las cosas que las organizaciones estatales, conscientes de su sustancial artificiosidad, se pusieran al servicio de esta idea de nación. Allí donde no se ha conseguido reconciliar al Estado con la nación cultural, se consideraría

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lógico que las nacionalidades, entendidas como naciones no realizadas políticamente, reclamen el acceso a su propia estabilidad. En pocas palabras, ésta sería la teoría básica de un principio de nacionalidades que se fue abriendo paso a lo largo del siglo XIX dentro de una de las grandes familias del liberalismo europeo.La coyuntura de 1919 y 1920

La vida europea, además de la unificación de Alemania e Italia, conocería, con anterioridad a la primera gran guerra, otras decisiones susceptibles de equipararse al principio de las nacionalidades y de autodeterminación. Pero corresponderá a los tratados de paz de 1919 y 1920, bajo la directa inspiración del presidente Wilson, establecer el gran momento político del principio de las nacionalidades. La independencia de Checoslovaquia, Finlandia y los países bálticos, el renacimiento de Polonia, el surgimiento de Austria como república y de la gran Yugoslavia y la expansión territorial de otros países (Rumanía, Grecia y Francia) son sus más importantes consecuencias. El principio de las nacionalidades, antes y después de 1919, fue utilizado más para ganar ventaja en la lucha internacional por el poder que por deseo de los habitantes de los pueblos afectados por la autodeterminación.

Cobban llamó la atención sobre el carácter oportunista del entusiasmo por el principio de las nacionalidades y hasta su componente casual, con el fin del imperio zarista. Los más lúcidos dirigentes políticos aliados eran conscientes de las dificultades prácticas de su aplicación, de los riesgos de su generalización a los propios países aliados y de la profunda inmoralidad implícita en la defensa de un principio presentado como imperativo ético cuando no se estaba dispuesto a sacar las oportunas conclusiones para su aplicación en el ámbito de las potencias liberales.

El Principio de las Nacionalidades al final se llevará parcialmente a la práctica, incluyendo, tras serias dudas al respecto, al propio Imperio austro-húngaro. La aplicación de este principio dará lugar a trastornos traumáticos. La mezcla de pueblos y grupos étnicos en la Europa central y del este hacía imposible una materialización razonable de ese principio. Las tensiones nacionalistas, lejos de encontrar solución, recibirán un nuevo estímulo.

El resultado final habrá de ser la paradoja descrita por Minogue: “La paradoja fue que el arreglo político destinado a satisfacer las aspiraciones de las nacionalidades más pequeñas había logrado crear una situación intolerable para millones de personas; pues es un destino mucho peor vivir como miembro de una minoría en un Estado nacionalista que ser parte de un pueblo que es uno de los muchos gobernados en un imperio multinacional”.

Esta inestabilidad dentro de la Europa central y del este se verá animada por la clara tendencia centralizadora de los nuevos Estados, dispuestos a cohesionar sus poblaciones en Estados nacionales poco interesados en la concesión de una amplía autonomía a sus minorías.

Los movimientos nacionalistas de signo cultural recibirán un fuerte impulso en Gran Bretaña, Francia, Bélgica y España.

En 1914 existía en el centro y el este de Europa un real malestar cultural y político sin el que resulta imposible entender la propagación de unos movimientos e ideologías nacionalistas que no puede reducirse a la expresión del voluntarismo político de ideólogos y activistas. Por último, parece evidente que las viejas realidades imperiales estaban tan mal equipadas para enfrentarse al problema nacional como para afrontar el resto de las grandes cuestiones políticas planteadas por los nuevos tiempos.La protección de las minorías

La Europa central y del este ofrecía y ofrece, pese a los bárbaros desplazamientos de población, el holocausto del pueblo judío y las operaciones de limpieza étnica que se produjeron de 1918 a 1945, un cuadro muy diferente a la Europa occidental en cuanto a la presencia e interrelación de sus minorías étnicas. Esta parte de Europa caracterizada por una mayor fluidez de sus fronteras se enfrentó a la construcción de unidades políticas modernas tras las crisis de los imperios.

El resultado de esta situación fue que, después de la IGM, los Estados del centro y del este de Europa albergaban en su seno significativas, y políticamente conscientes, minorías. Los datos ilustran sobradamente una mezcla de pueblos que hacía sumamente difícil la aplicación más o menos rigurosa de la filosofía política del nacionalismo cultural.

La preocupación internacional por la protección de minorías religiosas, étnicas o lingüísticas en territorios de otros Estados antecede al surgimiento de cualquier organización orientada a tratar con el problema. Se trataba de evitar con la protección que otros Estados con los mismos rasgos culturales que las minorías en cuestión interviniesen en su defensa creando así situaciones de conflicto.

Ante esta situación era inevitable que los aliados, en los tratados de paz primero y en la Sociedad de Naciones después, se hiciesen eco de la cuestión. La preocupación de las propias minorías, lógicamente temerosas del significado de los nuevos Estados alumbrados por la práctica de principio de las nacionalidades, resultaba un eficaz recordatorio.

Instrumentos legales para su protección fueron los tratados firmados con Polonia, Yugoslavia, Checoslovaquia, Rumania y Grecia. Capítulos esenciales para la protección de las minorías se

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insertaron en los tratados de paz con Austria, Bulgaria, Hungría y Turquía. Por lo que hace a la articulación práctica de la protección confiada a la Sociedad de naciones, se puso en marcha un sistema basado en el máximo respeto a los Estados y en la confianza en la negociación y el compromiso. En cuanto a su eficacia, la voz de las minorías fue sumamente crítica, con Polonia a la cabeza de la intransigencia. Este ejemplo fue seguido por los nuevos Estados que estimaban un atentado a su soberanía la existencia del suave control de la Sociedad de Naciones y una discriminación con relación a otros países occidentales que no debían aceptar ninguna protección internacional, por tímida que fuese, a sus propios grupos étnicos.

Faltaba claridad en el sentido de la política perseguida por la Sociedad de Naciones en este punto. En cuanto a los expedientes de protección, resultaba un problema crucial la pretensión de que las denuncias contra los abusos se canalizasen a través de personas físicas, ignorando la existencia de los grupos minoritarios como garantes de su propia defensa.

Un problema añadido resultó la interferencia en la cuestión de algunas de las grandes potencias, particularmente Alemania, inevitablemente comprometida en la suerte de las influyentes minorías germanas a lo largo y ancho de la Europa central. Junta a esta actitud, habría que anotar la acción de los distintos movimientos nacionalistas que se ajustaban mejor a la condición de opciones políticas fracasadas en sus aspiraciones nacionales que a la condición en sentido estricto. En última instancia, el fracaso de esta política de protección hay que buscarlo en la aludida tendencia centralizadora y opresiva de los nuevos Estados.Wilson y la justificación del principio de las nacionalidades

Corresponde a Wilson reactivar el viejo Principio de las Nacionalidades con el recurso parcial a una idea de autodeterminación externa que estaba en el ambiente desde principios del XIX y que Lenin y los bolcheviques ayudarán a generalizar desde 1917. Si bien no es el padre de los principios de las nacionalidades y de autodeterminación, le corresponderá a él insuflar en ambos la autoridad y el prestigio que permitieron su aplicación parcial tras el fin de la primera guerra mundial.

Wilson prefería la expresión autogobierno a la de autodeterminación. Wilson creía que los hombres debían participar en la elección de sus gobiernos (autodeterminación interna), en que la democracia tendría que universalizarse y en que los pueblos primitivos y subdesarrollados debían ser tutelados en su marcha hacia ese autogobierno. A partir de esta visión teórica puede imaginarse la confusión que su demanda de autodeterminación y de respeto por el principio de las nacionalidades podía ocasionar en la vida europea. No es fácil decidir si Wilson se estaba limitando a la defensa de los intereses norteamericanos a través de la ruptura de los imperios, también es posible que quisiera contener la demagogia bolchevique en el tema, evitando el deslizamiento de los nacionalismos hacia la órbita soviética. Incluso es probable que Wilson se limitase a impulsar una política de principios de carácter idealista. Cualquiera que fuese el motor de su decisión, lo cierto es que asumió la defensa teórica abierta, aunque sujeta a un buen número de excepciones, del principio de nacionalidades y de autodeterminación.

En sus famosos 14 puntos no se habla explícitamente del principio de las nacionalidades o de autodeterminación, pero su final es más que una solemne confirmación del mismo. El principio de las nacionalidades era suscrito en menor medida por los gobiernos aliados de Europa, ingleses y franceses no estaban dispuestos a aceptarlo sin librar una dura batalla en defensa de sus intereses imperialistas y sus compromisos nacionales.

Fueron la cuestión colonial y la conciencia de los riesgos de una rotunda política filonacionalista en el centro y este de Europa, las causas fundamentales de una diferente visión del problema por los aliados europeos con relación a los postulados de Wilson.

La práctica del principio de Nacionalidades a partir de 1918 no quedó solamente en entredicho por sus resultados. Sus efectos fueron igualmente desgraciados por el modo parcial e injustificado en que dejó de aplicarse. La incongruencia llegó al máximo con el trato aplicado a Alemania y a los otros perdedores.

5.2. El principio y el derecho de autodeterminaciónA partir del fin de la 2ª Guerra Mundial se produce una reacción crítica contra los excesos de unos

planteamientos nacionalistas a los que se acusaba de haber propiciado el clima de tensión y excitación capaz de desencadenar el estallido de dos guerras mundiales. En este contexto se va a producir la crisis del principio de las nacionalidades como resultado de una doble consideración: su potencialidad antidemocrática a la vista de la base supraindividual del beneficiado del principio (la nación cultural o nacionalidad) y su inadecuación para una de las grandes tareas políticas del mundo en la segunda postguerra, el proceso de descolonización. El deseo de facilitar el acceso a la estabilidad de unos pueblos colonizados desprovistos ordinariamente de una básica homogeneidad cultural, privaba de

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fundamento a una teoría como el principio de las nacionalidades diseñada en el contexto de la vida europea. La comunidad internacional ante la autodeterminación

Desde la Carta del Atlántico (1941) y los acuerdos de Yalta (febrero de 1945), queda clara la intención de los aliados de proceder a un reconocimiento de la idea de autodeterminación tal como se plasmará finalmente en la Carta de las Naciones Unidas. Es importante subrayar, sin embargo, que la Carta hace referencia a un principio y no a un derecho.

Resulta razonable presumir que con el reconocimiento de este principio se está haciendo alusión, preferentemente, a su dimensión interna. La autodeterminación de los pueblos colonizados se equiparó entonces en la estrategia soviética a la defensa del principio de igualdad, al derecho de rebelión contra las autoridades opresoras o a los derechos de las minorías nacionales.

En 1960 se aprueba, con la abstención de un grupo de países occidentales, la Declaración que garantiza el derecho a la independencia de los países colonizados. Con ella se da el paso del principio al derecho y se conecta definitivamente la idea de autodeterminación al proceso de descolonización. El art. 1.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 proclama con rotundidad el nuevo estado de cosas: “todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural”.

Puesto que en los textos de las Naciones Unidas la autodeterminación no se limita al reconocimiento de un status político, sino que hace referencia también a problemas económicos, sociales y culturales, cabría incluso la posibilidad que determinados pueblos reclamasen la autodeterminación para determinadas cuestiones económicas o culturales, permaneciendo integrados en sus respectivos Estados para otros objetivos. Es evidente la alusión a la práctica descolonizadora en esta invitación a promover la autodeterminación.

Durante muchos años, la práctica de las naciones Unidas con relación a este tema se ha materializado en tres grandes orientaciones: a) Aplicación del principio de autodeterminación a favor de los países colonizados.b) Negativa para su aplicación a favor de poblaciones correspondientes a territorios artificialmente creados por las potencias coloniales (supuesto de Gibraltar) yc) Hostilidad respecto a su utilización en cualquier circunstancia que implique secesión de un Estado soberano miembro reconocido de la Comunidad Internacional. En este último supuesto la actitud de las Naciones Unidas ha tendido a ser la misma en el caso de guerra civil: exigencia de neutralidad y no-intervención en los asuntos internos de un Estado soberano.

Se ha pretendido en ocasiones que la Declaración sobre Principios de Derecho Internacional concerniente a las relaciones de amistad y cooperación entre los Estados de 1970 trata de precisar el alcance de la libre determinación: “El establecimiento de un Estado soberano e independiente, la libre asociación o integración con un Estado independiente o la adquisición de cualquier otra condición política libremente decidida por un pueblo constituyen formas de ejercicio del derecho de libre determinación de ese pueblo”. Se dice a continuación: “En los actos que realicen y en la resistencia que opongan contra esas medidas de fuerza con el fin de ejercer su derecho ala libre determinación, tales pueblos podrán pedir y recibir apoyo de conformidad con los propósitos y principios de la Carta”.

Las conclusiones de lo anterior deben contrastarse, sin embargo, con las sólidas garantías que la Declaración ofrece a los Estados contra una hipótesis de secesión, siempre que estos Estados se encuentren libres de cualquier responsabilidad colonial y puedan considerarse como democráticos. Se reconoce la primacía del principio de integridad territorial del Estado no colonial sobre cualquier eventual derecho a la secesión, siempre que estén garantizadas las exigencias mínimas de democracia. Simplemente, se están sacando las conclusiones lógicas de una compresión de la idea de autodeterminación que siempre osciló en los textos de las naciones Unidas entre una interpretación “interna” y una concepción tacticista que permitiera hacer de ella un instrumento eficaz para la descolonización.

El paso del tiempo no ha modificado, en lo sustancial, esta situación. Desde la perspectiva del derecho internacional, la autodeterminación ha seguido siendo entendida como un derecho contra la persistencia del hecho colonial, no aplicable por tanto a la pretensión secesionista de territorios ubicados dentro de los limites de Estados soberanos. Tal y como se ha subrayado en muchas ocasiones, han sido los nuevos Estados surgidos del proceso de descolonización los mayores interesados en limitar el alcance del derecho de autodeterminación. En África y Asia no es fácil encontrar naciones culturalmente homogéneas que priven de base teórica a los movimientos secesionistas (excepción: Eritrea).Del principio de autodeterminación al derecho de secesión

Las bases históricas de la idea de autodeterminación apuntan hacia una dimensión interna, ligada al nacimiento de la idea moderna de gobierno representativo. Este particular concepto de

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autodeterminación defendería lisa y llanamente que los ciudadanos deben elegir su gobierno de modo que éste repose sobre su consentimiento. El viejo ideal kantiano de la autodeterminación individual, la defensa del autogobierno y la fe en el gobierno representativo, terminan constituyéndose en los materiales sobre los que ese toque de prestidigitación crea el principio y el derecho de autodeterminación de los pueblos.

En este punto acostumbra a reemerger la vieja teoría del principio de las nacionalidades al identificar al “pueblo”, entendido como sinónimo de nación cultural o nacionalidad, como el protagonista de la autodeterminación. Un planteamiento de este tipo tiene que reconciliarse con la existencia de entre tres mil a cinco mil potenciales sujetos autodeterminantes (número de lenguas). El peligro potencial que esto supone para cualquier idea de orden internacional se dobla con dos consideraciones:- La primera tendría que ver con la sustancial ilegitimidad de la práctica autodeterminante auspiciada por las Naciones Unidas y la Comunidad Internacional en cuanto el grueso de los beneficiados por ella no se ajusta al estatuto nacional que se estima indispensable para el recurso a la autodeterminación.- La segunda consideración plantea un problema de más difícil superación: las bases morales y filosóficas desde las que resulta posible conceder un derecho a las colectividades de signo nacional al tiempo que ese derecho es negado a otras colectividades de signo nacional al tiempo que ese derecho es negado a otras colectividades o comunidades de carácter religioso, ideológico, económico, histórico, geográfico o fruto de una mera expresión de voluntad.

En la visión de autodeterminación, se hace patente en ocasiones la insuficiente valoración de una perspectiva histórica que explicite lo que en estos principios hay de instrumentos políticos dispuestos a ser aplicados con muy diferentes objetivos:a) Castigo a los imperios a partir de 1919.b) Legitimación de buena parte de la política exterior soviética desde la revolución hasta la fecha relativamente avanzada de la segunda postguerra. c) Amparo a la política expansionista del III Reich alemán.d) Restablecimiento del orden europeo truncado por el imperialismo nazi.e) Instrumento decisivo en el proceso de descolonización.

Son demasiado variadas las causas y banderas a que ha servido la idea de autodeterminación como para que podamos prescindir de un estudio apegado a los casos concretos. Las tensiones de signo potencialmente disgregador habían de tener su acomodo en un tratamiento autonomista-federal o, en situaciones extremas, en el recurso a la secesión.

El plus de racionalidad introducido por la pretensión secesionista con relación a la demanda de autodeterminación: la opción a favor de la secesión implica la existencia de una colectividad humana, libremente definida en función de diferentes factores, que aspira a la separación del Estado en cuyo seno se encuentra integrada.

Entre las razones que pueden avalar el recurso a la secesión nos encontramos:- La protección de derechos y libertades fundamentales.- Una supuesta defensa del valor de la diversidad.- La existencia de una redistribución económica discriminatoria.- Razones de autodefensa y el deseo de rectificar las injusticias del pasado.

Las repercusiones en el orden internacional son condicionantes estrictos de un eventual derecho a la secesión. Bowett señala como requisitos del ejercicio de la secesión que no se creen Estados sin viabilidad económica, que no se prive a un Estado ya existente de su base económica y que el deseo de separación se muestre por una clara mayoría del pueblo afectado. Además que no se produzca una grave perturbación internacional como consecuencia de su aplicación (la crisis de Yugoslavia es buena prueba de ello).

El temor a la hipótesis de creciente divisibilidad que subyace a cualquier ejercicio de la secesión es también una preocupación ética por el riesgo de caos y conflicto que puede afectar a grandes sectores de la población. El temor por la creación de Estados económica y socialmente inviables es también el temor por el sufrimiento de una población embarcada quizás en la aventura secesionista por la ambición del poder de sus élites dirigentes o por complejas manipulaciones de política internacional.

La eventual puesta en práctica de la secesión debe enfrentarse con significativas cuestiones procedimentales (mayoría cualificada y mediante una repetida expresión de la voluntad secesionista). Y dentro de estas cuestiones procedimentales, se ha apuntado en repetidas ocasiones la necesidad de introducir límites rigurosos a las propuestas de secesión, de modo que su amenaza no pase a convertirse en un instrumento de presión y hasta de intimidación en la vida política ordinaria de los Estados (Canadá).

5.3. Los expedientes ordinarios liberal-democráticos

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El Estado liberal inicial es reticente con relación a la puesta en práctica de formas de reparto vertical de poder muy moderadamente reclamadas desde unas poco significativas tensiones nacionalistas.Las reticencias iniciales

El Estado-nación surgido de la modernidad europea se caracteriza por un impulso centralizador presente tanto en las manifestaciones de las monarquías autoritarias como de las monarquías absolutas. Cuestión distinta es que ese impulso se concrete en la formación de un Estado unitario desde un primer momento. En la mayoría de los casos, el peso de lo antiguo coexistiendo con lo moderno y las resistencias de los viejos poderes territoriales y estamentales dan origen a un equilibrio precario que se resuelve, normalmente, a favor del ánimo centralizador (absolutismo del s. XVIII o primer liberalismo).

La continuación de las aspiraciones unitarias que late en el liberalismo europeo tiene un sólido fundamento en razones históricas más que políticas. El desafío al orden liberal se reflejará en el atrincheramiento de los intereses de la nobleza y de la Iglesia en los poderes provinciales y locales heredados de la situación anterior.

El triunfo del liberalismo será inseparable de la necesidad de remover esos centros de poder, permitiendo el acceso a los mismos de los nuevos protagonistas sociales. El resultado final será que los viejos estados europeos, en el momento de dar paso hacia la construcción del Estado liberal, optarán por el modelo unitario. La filosofía política liberal no conduce directamente a formas centralistas de organización del Estado, son los hechos (resistencia de poderes estamentales, revoluciones) los que forzarán esta inicial disposición liberal a favor de prácticas unitarias y hasta centralistas.

El Estado unitario no se corresponde con un Estado centralista. El liberalismo clásico, como encarnación del Estado unitario, llevó adelante planes de descentralización local y provincial y fue capaz de coexistir con viejas manifestaciones de autonomía política y administrativa (los fueros en España, p.ej).La descentralización regional

El liberalismo del XIX europeo vio con poco entusiasmo una causa regional que venía amparada por sectores sociales y políticos renuentes al establecimiento del orden liberal. En Francia, España o Italia, el regionalismo se alineó con posiciones hiperconservadoras. Conforme avanza el s. XIX, ese regionalismo se enriquece tanto con las voces de un nacionalismo moderado como con los programas regeneracionistas que ven en las realidades regionales un punto de arranque para la reforma y saneamiento del sistema liberal.

La descentralización regional es inseparable de la existencia de movimientos nacionalistas a los que se pretende ofrecer un instrumento de integración dentro del Estado (nacionalismo flamenco en Bélgica, escocés y galés en el R. Unido y vasco y catalán en la España autonómica de 1978).

Los nuevos argumentos en defensa de una amplia descentralización regional, y en directa conexión con la lógica del Estado federal, pretenden reforzar la participación de los ciudadanos en la vida política, reformular las Administraciones Públicas maximizando su eficacia y hacer posible una planificación económica más operativa. El regionalismo sufre una muy notable transformación en sus objetivos y justificaciones con el paso del s. XIX al XX. La tendencia a profundizar en esa autonomía (caso español) y la evolución que caracteriza al actual federalismo cooperativo difumina la distancia entre uno y otro tipo de estado (regional y federal) y priva la distinción de su carga política. Existen tres diferencias importantes:

1. En el Estado federal existen unas más sólidas garantías de los niveles de autonomía. La reforma constitucional requiere del concurso de los estados miembros de la Federación. En los estados regionales o autonómicos, los estatutos de autonomía requieren la aprobación del legislativo del Estado central.

2. Un estado regional o autonómico no precisa un principio de generalidad en el disfrute de la autonomía regional, pudiendo incluso diferenciar el carácter de la misma en función de los distintos territorios del Estado (en este caso, España es una excepción ya que todos los territorios tienen autonomía).

3. No parece equiparable el nivel de participación de las regiones en la formación de la voluntad estatal al que tienen los estados miembros de una Federación. La existencia de una segunda cámara especializada en ser la voz de los estados miembros viene a ser el elemento institucional que diferencia al Estado regional y autonómico del federal.Las formas de Estado compuesto

Mientras los Estados unitarios se corresponden con las primeras formaciones estatales, los Estados compuestos tienden a ser el resultado de los procesos de convergencia de organizaciones estatales preexistentes. Esto no quiere decir que razones estrictamente políticas (tensiones disgregadoras) no justifiquen la adopción de una organización federal en un Estado hasta entonces

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unitario (Bélgica). Cuestión distinta es la evaluación de la eficacia que las distintas formas de Estados compuestos pueden tener para contener y encauzar las tensiones de signo disgregador.

Yugoslavia es la manifestación más contundente de los límites de los expedientes federales para solventar por sí mismos determinadas tendencias secesionistas. Una organización federal no es solamente una cuestión de estructuras, sino también un problema de procedimientos, y que estos últimos remiten a una lógica liberal-democrática ausente en la Yugoslavia comunista.

La confederación se caracterizaría por la existencia de unos poderes limitados en los órganos confederales, poderes siempre delegados por los Estados que integran la misma; la soberanía se estima unánimemente que permanece en los Estados miembros, teniendo en última instancia la confederación un fundamento contractual. Por último, el derecho de secesión forma parte fundamental y singularizadora de un Estado que sostiene una difícil lucha contra el tiempo. A la hora de ilustrar esta forma de Estado es inevitable recurrir o a organizaciones supranacionales del presente o a ejemplos del pasado (EEUU en sus orígenes). La guerra de secesión (1861-65) en EEUU tiene su origen en el deseo de resolver definitivamente el pleito respecto al alcance del pacto federal, creador de una nación norteamericana (Lincoln y los unionistas) o regulador de las relaciones entre unas comunidades políticas primigenias (Calhoun y los sudistas).

El carácter esencialmente inestable de las experiencias confederales no debe hacer pasar por alto la significación que siguen teniendo en el mundo como consecuencia de los fenómenos de integración supranacional (Comunidad Europea).El federalismo: sus justificaciones teóricas

En la idea de federalismo coexisten dos proyectos políticos; uno ligado a la defensa de un determinado modelo de organización territorial del Estado; y otro, más difuso, defensor de un orden político general en que el pacto ocupa lugar preferente, tanto con relación al modelo de organización territorial como a otros aspectos de la vida política, económica y social.

El federalismo en sentido lato tiene un significativo precedente en la obra de Altusio y defensores posteriores en las reflexiones políticas de Kant, Saint Simon o Mazzini. Kant defenderá el federalismo como única posibilidad de introducir el derecho en las relaciones internacionales. El modelo norteamericano se ajustaría a una interpretación restringida del federalismo, mientras que los ejemplos europeos oscilarían hacia una visión más compleja. La modalidad europea se interesa en formas de federalismo supranacional como intranacional. Mientras, la federación sería un acuerdo constitucional para organizar la convivencia entre un gobierno central y unas unidades regionales que comparten el poder con él. El federalismo es el principio inspirador de la federación.

El federalismo estadounidense, más restringido y técnico, tiene también su carga ideológico-política como freno al abuso de poder y garantía de la libertad individual y como su contribución a un gobierno “equilibrado”. Tocqueville interpretó el federalismo norteamericano en esa dirección, como límite a la marea igualitaria y al despotismo de la opinión pública y de las mayorías.Las transformaciones del Estado federal

El fenómeno federal ha evolucionado de una situación en que los estados particulares tenían sus propios fines y la Federación era un instrumento para cumplir limitadas tareas comunes a otra situación en que la Federación encarna los fines político-sociales, convirtiéndose los estados miembros en realizadores de la política de los órganos federales. La evolución del cambio se observa en la evolución del federalismo norteamericano (papel de partidos, modificaciones sistemas electorales, transformaciones Estado liberal, unidad de esfuerzo y técnica, intervencionismo estatal, incremento servicios públicos).

El federalismo dual que encarnó en su inicio la práctica norteamericana estaba orientado a la satisfacción de unos poderes regionales que, en el caso de EEUU, fueron los auténticos creadores de la Unión. Basado en las ventajas de la nítida separación de competencias, estos rasgos a duras penas podían compensar notables inconvenientes. La consecuencia ha sido su sustitución, en EEUU y Europa, por un federalismo cooperativo que ya no confía en la existencia de dos esferas de poder bien delimitadas como garantía de un Estado eficaz. Se trataría entonces de perfeccionar al máximo todos los mecanismos de coordinación entre órganos federales y estados miembros en el contexto de unas competencias compartidas. Este modelo de federalismo ha tenido particular desarrollo en Alemania y se manifiesta en el desarrollo de estrategias comunes con el recurso a las conferencias de jefes de gobiernos y ministros de los distintos poderes ejecutivos, en el refuerzo e un sistema financiero central y en el incremento de una planificación conjunta de todas las políticas de interés global para la federación.

La lógica interna de esta evolución general del federalismo no deja de plantear problemas con respecto a hipotéticas tensiones disgregadoras. El federalismo cooperativo exige, en última instancia, la previa desaparición de aquellos problemas para cuya solución se conjura en ocasiones la fórmula federal. El federalismo es una manifestación de pluralismo y de reparto de poder territorial que debe generar una suavización y hasta una superación de las tensiones nacionalistas. El autogobierno de los

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estados miembros aporta un permanente campo de saludable experimentación para la adopción de decisiones susceptibles de ampliarse después al conjunto federal y, en general, aumenta la participación.

Dos observaciones deben tenerse en cuenta como hipotéticos efectos disfuncionales del reparto vertical del poder: 1. Todo Estado requiere un mínimo de identificación de los ciudadanos con él y de una lealtad hacia los órganos federales. Es perfectamente viable un equilibrio entre la identificación y apego a las unidades subestatales y al Estado en su conjunto. 2. Un rígido federalismo puede convertirse en el refugio de actitudes hiperconservadoras o de reducción de los valores democráticos.

La eficacia del federalismo y su aparente superioridad política y hasta moral sobre otros modelos de organización territorial del Estado son cuestiones que deben considerarse en función de la experiencia pasada y presente. Sólo en la medida en que el federalismo refuerce la vigencia del pluralismo debe preverse una eficaz contribución cara al tratamiento pacífico y democrático de las tensiones de signo nacionalista.

TEMA 6. CONCLUSIÓN: EL FUTURO DEL NACIONALISMO EN EUROPAEl Estado-nación se está viendo sometido a un proceso de puesta en cuestión como consecuencia

de unas transformaciones económicas, sociales y culturales que pueden terminar incluso afectando al sentido mismo del artefacto que ha organizado la vida política de Occidente en los últimos siglos. El Estado acusa la necesidad de una transformación más o menos radical que le permita su adaptación a los nuevos tiempos.

Desde el momento en que los Estados nacionales asumieron su condición liberal-democrática, los beneficios del Estado se impusieron a sus componentes coercitivos (vigencia real de derechos y libertades individuales, equilibrio entre libertad e igualdad, conservación de la paz en el ámbito occidental). Lo que pueda ocurrir con estos Estados afecta al sistema liberal-democrático, que, hasta el momento, se ha ajustado a los límites estatales, y a los movimientos e ideologías nacionalistas.

Schmitter (1992) planteaba un inventario de los cambios más notables en la vida del Estado:1. Transformaciones en el sistema de intercambios internacionales (empresas transnacionales,

globalización, revolución tecnológica en los campos de la producción, distribución y comunicación).2. Alteraciones en el sistema de seguridad (amenaza nuclear, sistemas de seguridad regionales).3. Transformaciones de la sociedad civil nacional (extensión de las libertades, diversificación de

los grupos de interés, formación de redes a escales no coincidentes con las del Estado nacional).La convergencia de estas tres tendencias (compuestas por una variedad de subtendencias),

según Schmitter, ha socavado inevitablemente la legitimidad y capacidad del Estado nacional, oscureciendo las distinciones históricas entre política pública y privada, interior y exterior, “alta” y “baja”, volviéndose difícil discernir cuando actúa el Estado de manera distinta y discrecional. En este diagnóstico están presentes prácticamente todos los argumentos habituales alegados a la hora de describir la reciente crisis del Estado. Debe reconocerse que la interpretación de la crisis del Estado padece de “eurocentrismo”, ya que se ha exagerado la universalización de un patrón europeo para medir la suerte del Estado en los países más desarrollados y más atrasados del planeta.

Es evidente la importancia que sigue jugando la realidad estatal en EEUU o Japón, una realidad que, en medio de sus transformaciones, apuntaría más a una expansión que al debilitamiento. Por lo que hace a los países más atrasados, es evidente la crisis de sus artefactos estatales, pero no lo es menos que está todavía pendiente el surgimiento de un verdadero estado fuerte similar a los europeos.

Al margen de estas cautelas, hay que reconocer que la crisis del Estado nacional ha tenido un impacto particularmente en Europa occidental. La idea de Europa se encarriló después de la 2ª Guerra Mundial sobre las bases de una filosofía funcionalista que confiaba en las inevitables consecuencias políticas a medio y largo plazo de un proceso de integración económica. Cuando las relaciones se han densificado tanto después del Acta Única Europea y del Tratado de Maastricht, es evidente que las posibilidades de un mero pacto internacional han quedado superadas.

La cuestión a dilucidar es si puede resultar suficiente una lógica confederal, expuesta a una evolución posterior, o si es necesario avanzar hacia formas más definidas de unidad política. La posibilidad de que Europa se convierta en un solo Estado es una hipótesis muy limitada, devaluada todavía más por la idea europea de la “crisis del Estado”. Que la solución a esta crisis sea la creación de un gran Estado con la misma lógica y principios de los actuales artefactos estatales está lejos de ser demostrado.

El avance hacia formas de organización federal tiene su obstáculo principal en un problema de legitimidad nacional del tipo de la que disfrutan los Estados integrantes de la UE. Los notables avances que se han producido con vistas a la construcción europea en los terrenos económico, jurídico, político y social no se han visto acompañados de un similar incremento en el grado de integración a escala europea de unos ciudadanos para los que los Estados nacionales siguen siendo la realidad política de mayor significado.

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La Comunidad Europea necesita agilidad para irse adaptando a unas formas de organización política no coincidentes con la organización territorial del poder conocida hasta ahora. Las transformaciones del Estado nacional y la construcción europea han tendido a verse con optimismo por parte de los movimientos nacionalistas, por lo que no siempre han sabido extraer las consecuencias correctas de esos cambios para su propio futuro. La crisis del Estado supone también la crisis del objetivo final al que aspiran esos expedientes movilizadores: la consecución inmediata o futura de una independencia política.

La nueva situación empujará en el ámbito occidental a una reformulación general de las posiciones y los objetivos nacionalistas. Los Estados nacionales sometidos a un inevitable proceso de cesión de competencias hacia arriba (UE y otras instancias internacionales) y de devolución de poder a instancias políticas subestatales, mientras los nacionalismos culturales deberán revisar sus objetivos secesionistas a favor de una política autonomista basada en el reconocimiento del pluralismo nacional y una práctica de lealtades compartidas entre la nación cultural, la nación política (Estado) y las realidades supranacionales.

La “Europa de las regiones” puede resultar una esperanza para los nacionalismos culturales, pero pensar que pueda ser una alternativa real al actual protagonismo de los Estados es poco realista. En Europa occidental han convivido tradiciones distintas respecto a los hechos regionales. De la propensión federal en el área germánica hasta el centralismo francés conviven diversas tradiciones. El cambio de rumbo operado en Bélgica, España o Italia no oculta la muy diferente configuración que tiene el fenómeno regional en Europa. En la UE existen casi 200 unidades regionales, con prácticas político-administrativas, situación económico-social y conciencias nacional-regionales muy diferentes. Además, dichas regiones distan mucho de ser realidades asimilables a los Länder alemanes.

Todo esto no supone menoscabar el importante papel complementario que deben jugar las regiones en la vida europea, aunque diversos movimientos nacionalistas previsiblemente mantengan inamovibles planteamientos maximalistas lo normal será que las tensiones se encaucen y enfríen a medio plazo.

El Estado debe renovarse, pero ello no supone que sea un artefacto inservible, ya que determinadas cuestiones fundamentales para la convivencia son irresolubles sin la existencia de espacios políticos bien delimitados como son unos Estados dotados de niveles de legitimidad a la altura de sus funciones. Las viejas naciones europeas surgidas al calor del Estado moderno y del estado liberal-democrático son más que una “memoria compartida”. Estos Estados democráticos avanzando hacia formas más trabadas de organización supranacional se hacen indispensables como medios para su realización. La nación política deberá convivir de forma enriquecedora con otras realidades comunitarias de carácter supra y subestatal.

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