Physical Geography Tidbits: Oceania. Formation of Oceania Islands.
Mitos de Africa Asia y Oceania. Fabio Silva
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MITOS Y LEYENDAS DE AFRICA,
ASIA Y OCEANÍA
FABIO SILVA VALLEJO
SANTA MARTA
JULIO 2003
INDICE
MANUI, EL QUE TRAJO EL FUEGO
Mito de Nueva Zelandia
LEYENDA DEL DIOS DE LA PORCELANA
Leyenda China
LA HUIDA DEL PINTOR LI
Leyenda China
EL BRAHMÁN, EL TIGRE Y EL CHACAL
Leyenda India
CÓMO NACIÓ EN LA INDIA EL ÁRBOL DEL PAN
Mito de la India
LA JUSTICIA DEL CADÍ
Leyenda de Arabia
IMÁN DEL YEMEN
Leyenda de Arabia
SAMBA GANA
Leyenda del Níger)
DE PURA RAZA
Leyenda de Níger
DAN-AUTA
Mito de Malí
HAZAÑAS Y AVENTURAS DE GILGAMESH
Mito de Mesopotamia
LA VENGANZA DE ISHTAR
Mito de Mesopotamia
LA MUERTE DE ENKIDU
Mito de Mesopotamia
EL HOMBRE QUE PUDO SER DIOS
Leyenda de Mesopotamia
MARDUK EL DIOS TRIUNFADOR
Mito de Mesopotamia
LA MUERTE DEL DRAGÓN
Leyenda de Mesopotamia
EL REY KITAMBA KIA SHIBA
Leyenda de Angola
CÓMO NGUNZA DESAFIÓ LA MUERTE
Leyenda de Zambia
EL RELATO DE LOS BOSHONGO.
Mito de Zaire
LA HISTORIA DEL AVARO
Leyenda de Ruanda
EL HOMBRE QUE QUISO A IRUWA
Leyenda de Tanzania
LA NOVIA DEL TRUENO
Mito de Ruanda
LA LEYENDA DE MARWE
Leyenda de Etiopía
RYANG’OMBE, EN RUANDA
Leyenda de Ruanda
LA MUERTE DE RYANG'OMBE
Leyenda de Ruanda
SUDIKA-MBAMBI, EL INVENCIBLE
Mito de Kenya
MBEGA, UN NIÑO CON MALA ESTRELLA
Leyenda del Africa Meridional
LA DIOSA RADHA Y SU PENITENCIA POR LA TIERRA
Mito de la India
EL MAHABHARATA
Mito de la India
EPISODIO DE NALA Y DAMAYANTI
Mito de la India
EL RAMAYANA
Mitos de la India
WANG SHUH, UN HERBOLARIO
Leyenda China
LA CAÍDA DE LA DINASTÍA HEA.
Leyenda China
LAS LAGRIMAS DE SUSA-NO-WO
Leyenda Coreana
EL CAZADOR DE DRAGONES Y SU RIVAL
Leyenda de Corea
ANTAÑAVO, EL LAGO SAGRADO DE LOS ANTANKARANA
Leyenda de Madagascar
EL MITO DE OSIRIS
Mito de Egipto
MITO SOBRE EL SABER SALADO DEL MAR
Mito de todos los países musulmanes
EL LEVIATÁN
Mito del mar Mediterráneo
LA LEYENDA DEL DRAGON
Leyenda de Japón
EL MITO DE LA CREACION
Mito del Tibet
EL CICLO DE TANGUN
Leyenda de Corea
EL MITO DE LA CREACION DE LOS ANANGU
Mito de Australia
LA LEYENDA DE RA Y HATHOR
Leyenda de Egipto
LA HISTORIA DE ISIS
Leyenda de Egipto
MANUI, EL QUE TRAJO EL FUEGO
Mito de Nueva Zelandia
Del héroe Manui se cuentan hazañas prodigiosas. Fue Manui quien sacó del fondo del
mar la isla más grande de Nueva Zelandia y la dejó en la superficie de las aguas, en el
mismo lugar donde hoy se encuentra. Fue Manui quien inventó el diente del arpón que
enganchara bien los peces, y el cesto con trampa para atrapar las anguilas. Fue Manui
quien trajo el fuego a los hombres. Él fue quien hizo que el día durara bastante para que
los hombres pudieran trabajar mejor. Mucha más cosas hizo Manui para el bien de su
pueblo, y fueron tantas, que no se podrían contar.
Cuando nació Manui era menudo y deforme, y su madre lo abandonó en una playa
desierta. Pero los dioses del mar lo cuidaron y Tama-nuiku-te-rangi, un antepasado suyo
que estaba en el cielo, lo llevó allí y le enseñó todas las cosas prodigiosas que él sabía.
Así es que, cuando Manui creció, volvió a la Tierra a buscar a su familia, y, al llegar,
encontró a sus hermanos jugando con los arpones a la orilla del mar.
Al ver aquel muchacho tan feo, todos se echaron a reír, y él les dijo:
¿Por qué se ríen? ¿No ven que soy el hermano menor?
Ni ellos ni su madre lo creían. Su madre le dijo:
Tú no eres mi hijo
¿No recuerdas que me abandonaste en aquella playa desierta
¡Ah, sí, es verdad; se me había olvidado! Tú eres Manui –dijo la madre, arrepentida y
contenta de volver a verlo.
Manui se quedó con su gente, y cuando los hermanos subieron en la canoa para ir a
pescar, les dijo:
Yo quiero ir con ustedes.
Pero los hermanos lo rechazaron:
No, no te necesitamos.
Los hermanos de Manui pescaban muy poco, pues sus arpones no tenían diente para
enganchar a los peces, y Manui les enseñó cómo hacer arpones con un diente en el
extremo para que los peces no pudieran escaparse.
Otro día se fueron los hermanos a pescar anguilas, pero pescaban pocas, pues las
anguilas salían por la misma puerta por donde entraban en los cestos de pescar.
Manui inventó entonces una trampa en la puerta de las nasas para que las anguilas
entraran y no pudieran salir.
A pesar de eso, los hermanos no querían a Manui y no lo dejaban ir en su canoa.
Un día Manui se escondió en el fondo de la canoa y se tapó con las tablas del piso.
Cuando estaban ya en alta mar, los hermanos se dijeron:
Qué bien vamos sin Manui.
Y del fondo salió una voz:
¡Estoy aquí! –y Manui levantó las tablas y salió.
Los hermanos se enfadaron mucho y no quisieron prestarle anzuelo para pescar.
Manui no se enojó, y se dispuso a pescar con un anzuelo mágico que llevaba escondido,
hecho con la mandíbula de un antepasado.
Los hermanos no quisieron darle carnada, y entonces Manui se arañó la nariz con el
anzuelo, lo untó bien de sangre y lo lanzó al agua.
Ninguno de los hermanos pescaba nada y todos pensaban que Manui tampoco pescaría:
pero Manui esperó que el anzuelo bajara a lo más profundo.
¿Por qué eres tan testarudo? –le decían sus hermanos-. Aquí no hay pesca. Vamos a otro
lado.
Manui se reía y esperaba. De pronto sintió un poderoso tirón en la cuerda, que hizo
zozobrar la canoa. Manui sujetó con fuerza la cuerda, y sus hermanos lo ayudaron. Poco
a poco comenzó a subir el monstruo de las profundidades. Cuando llegó a la superficie,
los hermanos de Manui se quedaron aterrorizados, pues era tan grande que cubría toda
la extensión del mar que abarcaba la vista. Y es que aquello era nada menos que Te-ika-
a-Manui, es decir, “el pez que pescó Manui”, que es la isla grande de Nueva Zelandia.
Los hermanos de Manui saltaron sobre el monstruo para cortarle grandes pedazos de
carne, y los lugares donde se hundieron su cuchillos se convirtieron en barrancos, y
donde se levantó la piel se formaron montañas. Así nació del fondo de las aguas Nueva
Zelandia, que había de ser luego la tierra de los maoríes.
A medida que pasaba el tiempo Manui se iba dando cuenta de que los días eran
demasiado cortos. Tamanuitera, es decir, el Sol, se levantaba, recorría rápido el cielo y
se ponía sin dar tiempo a que las gentes pudieran hacer sus trabajos. Manui pensó que
había que obligar al Sol a que anduviese más despacio.
Atemos al Sol para que camine más despacio, y así la gente tendrá tiempo para terminar
sus trabajos –les dijo a sus hermanos.
¿Cómo vamos a hacer eso? –le respondieron-. ¿No ves que el Sol quemará a quien se le
acerque?
Ya han visto ustedes las cosas que puedo hacer –dijo Manui- ¿No levanté del fondo del
mar la isla de Te-ika-a-Manui? Pues aún puedo hacer cosas mayores.
Manui convenció a sus hermanos. Arrancó un mechón de cabellos de la cabeza de su
hermana Hjna y buscó manojos de lino verde para que sus hermanos trenzara fuertes
cuerdas. Manui recordaba lo que le había enseñado su antepasado que estaba en el cielo,
para que las cuerdas tuvieran poderes mágicos.
Con aquellas cuerdas hicieron una red grande, y, cargando con ella, navegaron hasta el
confín del mundo, por donde salía el Sol cada mañana.
Tardaron varios meses en arribar al confín del mundo y llegaron aél en oscura noche.
Entonces colocaron la red delante del agujero por donde había de salir el Sol.
Por la mañana salió Tamanuitera y se encontró aprisionado en la red mágica. Trató de
zafarse y no pudo. Los hermanos sostuvieron bien firme la red y lo amarraron con
nuevas cuerdas.
El Sol daba sacudidas a uno y otro lado para soltarse, y trató de romper las cuerdas, pero
eran demasiado fuertes. Entonces Manui se acercó con su bastón de guerra hecho con
un hueso de su antepasado, y empezó a apalear al Sol. El Sol trataba de rechazarlo
echando enormes bocanadas calientes que hacían retroceder a los hermanos, pero que
no lograban mover a Manui de su sitio. Así sigió la lucha, y el Sol gritaba:
Yo soy el poderoso Tamanuitera: ¿Por qué vienes así contra mí?
Porque corres tan de prisa por el cielo, que la gente no tiene tiempo de buscar la comida
y tiene hambre.
Bueno, pues yo no tengo tiempo que perder –respondió Tamanuitera.
Entonces Manui siguió dándole estacazos, hasta que ya débil y vencido gritó el Sol:
¡Basta, por favor! Yo iré despacio.
Con esta promesa lo dejaron salir de la red.
Tamanuitera cumplió lo prometido. Desde aquel día cruza despacio por el cielo y la
gente tiene tiempo de secar sus ropas y de recoger su alimento. Pero algunas de las
cuerdas con que ataron al Sol se le quedaron enredadas, y todavía se las puede ver como
rayos brillantes que atraviesan las nubes.
Todfas esas proezas llevó a cabo Manui. Pero su pueblo todavía no sabía cómo
encender el fuego.
Manui decidió descubrir el secreto en las regiones del infierno. Bajó pues, por un
agujero que halló en la tierra y encontró allá abajo a Mafuike, la diosa del fuego. Manui
le pidió un ascua a Mafuike, y ella le dio una de sus uñas encendidas. Manui salió con la
uña y pensó: “Esto no me sirve. Es en verdad fuego, pero mi gente lo que tiene que
saber es cómo encenderlo”. Y así, apagó la uña llameante en una corriente de agua y
volvió a pedir fuego otra vez.
Mafuike le entregó otra uña encendida, que Manui apagó también en el mismo arroyo.
Por tercera vez tornó a pedirle fuego a la diosa, y por tercera vez le dio una uña
encendida. Nueve veces hizo el viaje Manui, y nueve veces arrojó el fuego al agua.
Cuando se apareció ante la diosa por décima vez y le pidió su última uña encendida,
Mafuike lo persiguió furiosa por el infierno, pero Manui se escabulló tan rápido que no
pudo alcanzarlo. Mientras huía, Manui la insultaba, hasta que, llena de ira, Mafuike se
arrancó su última uña de fuego y se la tiró para abrasarlo.
La uña prendió fuego en los campos y en los bosques, y Manui tuvo que huir ante el
avance de las llamas. Por fin llamó en su ayuda a la lluvia, que cayó a torrentes hasta
apagar el gran incendio.
Viendo que se apagaba el último fuego del mundo. Manui recogió algunas brasas y las
escondió dentro de los árboles del bosque.
Aún queda fuego en el mundo desde aquel día, donde lo escondió Manui. Y el hombre
sabe cómo hacerlo aparecer, frotando uno con otro trozo de madera de los bosques.
LEYENDA DEL DIOS DE LA PORCELANA
Leyenda China
¿Quién fue el primer hombre que descubrió el secreto del caolín? ¿Quién descubrió la
virtud del fino polvo que se convierte en cristalina piedra, blanca como la nieve de las
altas montañas? ¿Quién descubrió el arte divino de la porcelana?
Sí, fue Pu, el hombre hecho dios que han adorado por siglos los alfareros chinos. Fue
Pu, el Dios de la Porcelana.
A decir verdad, el Genio de los Hornos de las tierras cocidas existió mucho antes…
Cinco mil años hacía que el Emperador Amarillo había enseñado a sus súbditos el arte
de modelar con tierra hermosos jarrones y cocerlos en el fuego que mantiene vivo el
Genio del Horno. Dos mil años después nació Pu, el hombre que el Señor de los Cielos
destinó a convertirse en el Dios de la Porcelana.
Todavía se conservan y se adoran las obras que el genio de Pu dejó para inspirar al
trabajo de alfareros y ceramistas que guardan secretos del arte maravilloso.
Y son como reliquias las que Pu dejó, porcelanas de claro cielo, brillantes como espejos.
Y las luces de alba, con vuelo de zancudas sobre los lagos.
Y las blancas, como el vestido con rocío de lágrimas de las viudas desconsoladas.
Y las grandes copas de camaleón, que vacías tienen blancura de perla y colmadas de
agua parecen llenas de peces de púrpuras.
Y, las de cielo nocturno, azul con polvo de estrellas y reflejos de luna.
Y las verdes de brotes vegetales con nubes de alabastro y soles rodeados de dragones
celestes…
Y muchas, y muchas más, maravillas del arte de Pu.
Los hombres han olvidado ya muchos de los secretos que el artesano hecho dios les
legó. Pero la memoria no se ha perdido de la emocionante historia del generoso Dios de
la Porcelana.
Tal vez podría contárnosla alguno de esos ancianos que muelen colores todo el día en
los grandes talleres de cerámica.
Y nos diría que Pu era un humilde obrero chino, que fue haciéndose gran artista con
incansable paciencia y gran ingenio. Combinaba colores, mezclaba tierras, retocaba y
transformaba dibujos, se arrodillaba ante los hornos esperando sacar de ellos la obra
perfecta y desconocida.
Llegó a alcanzar tanta fama, que no pocos lo creían un mago conocedor de los secretos
que hacen cambiar las piedras en oro, y permiten leer los misterios del mundo en las
estrellas. Por eso era posible que las más hermosas formas y los milagrosos tonos de luz
pudieran salir de la suave arcilla acariciada por las manos de Pu.
Un día el mágico obrero hizo llegar al emperador una muestra de su arte prodigioso. El
Hijo del Cielo contemplaba asombrado el hermoso jarrón de reflejos de metal y de Sol,
con voladores monstruos que cambiaban de color a cada movimiento de quien los
miraba.
Mandó llamar el Hijo del Cielo al obrero admirable, y el humilde Pu fue llevado
enseguida a la sala del trono. Ante el emperador se arrodilló tres veces para tocar tres
veces el suelo con la frente, y aguardó las órdenes del Ser Augusto.
Y el emperador habló así:
Hijo, hemos aceptado tu gracioso presente, y para mostrarte nuestra complacencia por tu
encantadora obra hemos mandado que te sean entregadas cinco mil monedas de plata.
Pero escucha bien: tendrás tres veces esa suma si logras hacer para tu Emperador un
jarrón que tenga los tintes y la apariencia de la carne viva. Óyelo bien: una carne que
tiemble al encanto de las palabras de los poetas y que se turbe y conmueva con las ideas
y los pensamientos. ¡Piensa en nuestro mandato y… obedece!
Pu se retiró del palacio con angustia en el corazón. ¿Cómo podrá el hombre dar a la
materia muerta el temblor de la vida, que es el secreto del Principio Supremo?
Sabía que podría lograr matices nunca logrados. Había imitado de la rosa los suaves y
delicados tonos, el verde esmeralda de las montañas, el azul y sangre de los crepúsculos,
el lustroso brillo del oro, el verdeazul de las serpientes, el iris plateado de los peces…
Pero ¿cómo podría un hombre dar ala tierra la apariencia de la carne viva y dejarla
capaz de estremecerse con el rumor de las palabras y la sombra de los pensamientos?
Y, sin embargo, tenía que obedecer el mandato del emperador.
Tenía que consumirse en el intento de satisfacer el deseo del hijo del Cielo.
Allí, en su taller, mezclaba tierras y colores, amasaba y modelaba con la caricia de sus
manos, se arrodillaba ante el fuego, suplicando a los dioses…
En vano pasaban los meses. En vano invocaba al genio del Horno en su ayuda:
¡Oh, tú, Genio del Fuego, ayúdame! ¿Cómo podré, mísero de mí, infundir un soplo de
vida a la arcilla? ¿Cómo podré dar a este barro muerto la virtud de la carne que se
estremece con los pensamientos?
Y el Genio del Horno le respondió en su misteriosa lengua de fuego:
Inmensa es tu fe. ¿Puede algún mortal seguir las huellas del pensamiento y el temblor
de la vida?
A pesar de esta respuesta sin esperanza, el buen trabajador continuó sus pruebas sin
descanso. Pero todo fue en vano. Se le agotaron las reservas de caolín; se le agotaron las
fuerzas; agotó su ingenio y su santa paciencia. Y vino la enfermedad a morder en él y
luego siguieron la pobreza y la miseria.
Intentaba de nuevo casi sin fuerzas, pero en el momento en que el fuego tenía que fundir
tierras y colores en transparente materia estremecida, tornábase la masa confusamente
áspera y sucia de tintes.
Pu se quejaba angustiado:
¡Oh, Genio del Horno! Si no me socorres, ¿cómo podré acertar con el tono y el soplo de
vida que espera el Hijo del Cielo?
Y la voz del fuego le respondía misteriosamente:
¿Quieres tú hacer lo que el Esmaltador Infinito, que hace el arco iris con pinceles de
luz?
Volvía de nuevo al trabajo. A veces los colores parecían haberse fundido en la tonalidad
justa. La superficie del jarrón vibraba en el calor como piel viviente; pero a medida que
se iba enfriando, se surcaba de arrugas, y se cruzaba de grietas como piel de fruto seco.
Y Pu volvía a implorar con súplica de llanto:
¡Oh, Genio del Fuego! Si tú no me ayudas, ¿cómo podrá fundirse en el horno mi
porcelana de sensible carne?
Y otra vez la respuesta misteriosa:
¿Pretendes infundir alma a una piedra? ¿Puedes tú hacer que se estremezca con un
pensamiento la entraña de las colinas de granito?
¿Por qué, dios implacable, me has abandonado? –gritó Pu desesperado- ¿Por qué me has
olvidado, tú a quien he adorado siempre?
Y el Genio del Horno dijo entonces con rugido de fuego:
Tú no quieres dar un alma a lo que has hecho. Pero un alma no puede partirse. No
puedes dar parte de la tuya. ¡Necesito tu vida entera por la vida de tu obra!
Pu se levantó. Le llenaba los ojos un pofundo velo de tristeza, pero su corazón estaba
resuelto.
Por ultima vez preparó su trabajo. Tamizó cien veces las arcillas y tierras finísimas; cien
veces las lavó con el agua más pura, y las amasó amorosamente. Los colores se iban
mezclando poco a poco para conseguir los tonos que el Hijo del Cielo había soñado.
Luego, el prodigioso obrero comenzó a modelar aquella masa pura, tocándola y
acariciándola con los dedos hasta que la piel del hermoso jarrón pareció cobrar la leve
transparencia de la seda el suave rosado de cera y sangre de la piel de las princesas.
Pu ordenó entonces a los ayudantes que alimentaran el gran horno con finas y puras
ramas del árbol del té. Durante nueve días y nueve noches el horno estuvo encendido al
rojo, alimentado con puras y finas ramas del árbol del té. Durante nueve días y nueve
noches los hombres cuidaron que el fuego envolviera el jarrón único, que había de
cristalizar en milagrosa carne.
Al acercarse la novena noche, Pu ordenó a sus ayudantes que fueran a descansar, pues la
obra parecía ya acabada.
Si al alba no me encontrais aquí, sacad del horno el jarrón, pues para esa hora ya estará
como lo quiere el Hijo del Cielo.
Pu se quedó solo frene al horno en la novena noche. Se arrodilló ante el fuego y dijo su
ofrenda al Genio de las Llamas:
¡Oh Dios del Fuego! ¡Yo comprendí el profundo sentido de tus palabras! ¡Acepta mi
vida por la vida de mi obra, mi alma por su alma!
Y antes de que terminara la novena noche, Pu se arrojó al fuego vivo del horno.
Cuando al amanecer del décimo día vinieron los obreros para retirar la preciosa obra, no
encontraron al maestro. Pero -¡oh milagro!- el jarrón estaba en verdad animado como
carne que se estremece con el susurro de las palabras y la sombra de los pensamientos.
Y si lo tocaban, tan solo con la yema de un dedo, un débil sonido, como voz de un alma
doliente, dejaba oír en un suspiro el nombre del que fue desde entonces el Dios de la
Porcelana.
LA HUIDA DEL PINTOR LI
Leyenda China
He aquí la curiosa historia de Li Chen-Jao, el pintor chino que en tiempos ya lejanos,
huyó del palacio imperial sin que nunca más se haya vuelto a saber de él.
Li nació en un lugar de una región húmeda y verde. Su vida de niño había sido alegre
entre prados y blancos árboles floridos. ¡La aldea, su dulce aldea, sus viejos padres
campesinos, el río transparente entre cañaverales de bambú!... Aquello era todo su gozo
y toda su vida. Hasta cuando dormía sonreía soñando la luz de cristal del campo.
Desde muy pequeño dibujaba los peces y los pájaros en las piedras lavadas del río, y los
rebaños y los pastores en las maderas de los establos. El yeso y el carbón eran lápices
mágicos en sus manitas de niño.
Li creció. En las aldeas y en los pueblos próximos todos hablaban de Li. Mucha gente
venía por los caminos para ver las pinturas del joven artista. La fama de su mérito fue
creciendo, creciendo hasta llegar al palacio del emperador.
El emperador llamó a Li. Se arrodilló Li tres veces ante el Hijo del Cielo, y tocó tres
veces el suelo con su frente. El emperador le dijo:
Te quedaras aquí y trabajarás para adornar los corredores y salones del palacio. Ya he
mandado prepararte en una de las salas tu taller bien provisto de colores y lacas y ricas
maderas. Tu vida cambiará desde hoy. Ya no volverás allá donde naciste.
Li estaba triste. Ya no podría ver su casa en la dulce aldea blanca de árboles floridos a la
orilla del río transparente y manso. Tendría que contentarse con soñar la alegría del
campo en las cerradas salas del palacio guarnecido de barbados dragones de piedra.
Trabajaba sin descanso para agradar al emperador. Sus pinturas llenaban los biombos
lacados, las puertas de madera y de hierro y los muros de los templos y salones
imperiales. Pero su pensamiento volaba a las bellas tierras húmedas donde había vivido
feliz.
Un día Li pintó un gran cuadro maravilloso: el transparente cielo de su infancia, el
campo de prados, el puentecito de estacas en el río bordeado de bambúes, la blanca
aldea a lo lejos entre vuelos de patos salvajes, un rojo sol de aurora y un verde limpio de
yerba húmeda.
Un gran cuadro maravilloso. Acudían a verlo príncipes y mandarines. Colgado en un
lujoso salón del palacio, parecía una ventana abierta en el recio muro frente al más
delicioso y sereno paisaje campesino.
Li había hecho su mejor obra; la que llevaba siempre en su pensamiento y en sus
sueños. A él no le parecía una pintura de su país, sino su país mismo recogido en el
cuadro como un milagro. Por eso se habría pasado horas largas frente a él, aspirando su
aire limpio y fragante; pero el pintor esclavo no podía entrar en las grandes alas
destinadas a fiestas y recepciones de príncipes y nobles. Él había de vivir trabajando en
su taller, olvidado de todos.
Li espiaba siempre para poder ver su cuadro a través de las puertas entreabiertas. Y un
día, ausentes un momento guardianes y criados, entró muy despacio, descolgó el campo
verde y se lo llevó por corredores oscuros para esconderlo en su taller donde podría
contemplarlo ilusionado.
La voz de alarma resonó imponente en el alacio y se extendió por toda la ciudad. La
pintura maravillosa había desaparecido. El emperador estaba furioso y amenazador. Mil
soldados buscaron al ladrón. Llegaron a todas las casas y a todos los rincones. Por fin
hallaron el cuadro en el taller de Li, escondido entre tablas y lienzos.
El emperador mandó encarcelar a Li y le ordenó que siguiera pintando cuadros en la
prisión para adornar su palacio.
Li no podía pintar. Le faltaba luz a sus ojos y le faltaba alegría a su corazón. Entonces lo
llamó el emperador y le dijo:
Vendrás otra vez a vivir y a trabajar en palacio. Para que te contentes te dejaré a solas
con tu cuadro unos momentos cada día; pero si intentas algo que pueda enojarme serás
castigado sin compasión.
Li continuó su trabajo. Cada día se le ensanchaba el alma de esperanza frente al campo
libre de su verde país. Después, seguía sufriendo la pesada tristeza del palacio imperial.
Un día ya no pudo resistir más. Se encontraba solo en la amplia sala, ante el paisaje
suyo, mirándolo con grandes ojos, muy abiertos. Su aldea, su aldea verde y luminosa;
ancho el campo para correr sin llegar al fin, para tragar el aire filtrado por los sauces,
para abrazarse a los árboles, para cantar con el viento y oír su murmullo en los
cañaverales de bambú… para huir de este otro mundo negro y pesado como una cárcel.
Sí, ancho el campo, allí cerca, blando de prados, para pisarlos , para correr allá con los
brazos abiertos como alas… Y Li se acercó, se acercó, dio un pequeño salto, se metió en
el cuadro, en el campo, en los prados, sin buscar los caminos, corriendo, corriendo, sin
descanso, alejándose, haciéndose poco a poco pequeño, pequeño, pequeñito… hasta
perderse en el horizonte azul.
Cuando los guardianes entraron para retirar a Li no lo encontraron. El emperador se
enfureció. Era imposible que hubiera salido de allí sin ser visto. Un sabio mandarín
encontró la explicación del misterio. Li había huido por el cuadro, metiéndose y
corriendo por el paisaje que había pintado. Aún se veían las huellas de sus pisadas en la
yerba húmeda de los prados.
EL BRAHMÁN, EL TIGRE Y EL CHACAL
Leyenda India
Una vez, al pasar un brahmán por un pueblo de la India, vio a la vera del camino una
gran jaula de bambú donde se revolvía furioso un tigre que los campesinos habían
cazada en una trampa.
Al ver al brahmán dijo el tigre con voz lastimera:
¡Hermano brahmán, ábreme la puerta y déjame salir a beber agua! ¡Tengo sed y no me
han puesto agua en la jaula!
Si te abro la puerta, hermano tigre, temo que después quieras devorarme como a los
carneros de los rebaños –dijo el brahmán.
¿Cómo puedes haber pensado tal cosa? –añadió el tigre-. ¿Me crees capaz de una acción
tan baja? Anda, déjame salir tan solo un momento para beber un soprbo de agua,
hermano brahmán. Yo te mostraré mi agradecimiento.
Abrió el brahmán la puerta de la jaula y el tigre, al verse en libertad, saltó sobre él para
comérselo.
¡Hermano tigre!, ¡hermano tigre!, ¡espera! Me has prometido que no me harías daño
alguno. Lo que quieres hacer ahora no es noble ni es justo.
Eso no me importa –dijo el tigre-. Voy a devorarte, porque a mí me parece muy justo y
puesto en razón.
Tanto suplicó el brahmán, que al fin convenció al tigre de que esperara a oír el parecer
de los tres primeros caminantes con quienes toparan.
El primero que encontraron fue un búfalo que estaba tendido al borde del camino.
El brahmán se detuvo y le dijo:
Hermano búfalo, ¿a ti te parece justo y noble que el tigre quiera devorarme, después que
acabo de librarlo de una jaula donde estaba encerrado?
El búfalo levantó la vista con tristeza y dijo lentamente:
Cuando yo era joven y fuerte, mi amo me hacía trabajar sin descanso. Ahora que soy
viejo y débil, me abandona para que me muera aquí mismo de hambre y de sed. Los
hombres son muy ingratos. Si el tigre se comiera al brahmán haría una obra de justicia.
El tigre saltó furioso sobre el brahmán, pero este gritó:
¡NO!, ¡no!, ¡espera!, aún tenemos que consultar a otros dos. Me lo has prometido.
Poco después vieron un águila que planeaba el vuelo a poca altura sobre sus cabezas, y
el brahmán le gritó:
¡Hermana águila!, ¡hermana águila!, dinos si te parece justo que este tigre quiera
comerme, después que lo he librado de un terrible encierro.
El águila contuvo su vuelo sereno durante unos instantes. Después descendió y dijo:
Yo paso mi vida entre las nubes y no hago daño a los hombres, pero los hombres me
disparan flechas y matan a mis hijos cuando encuentran mi nido. Los hombres son una
raza cruel. Yo creo que el tigre hará bien si se come al brahmán.
El tigre se abalanzó sobre el brahmán. El brahmán gritó:
¡No!, ¡no!, espera, hermano tigre. Esta es la segunda vez que consultamos y hemos
convenido en que pediríamos tres pareceres. Todavía falta uno.
El tigre, aunque rezongando, continuó el camino con el brahmán. Al poco rato
encontraron un chacal que caminaba alegremente.
El brahmán se acercó a él y le dijo:
Hermano chacal, ¿qué te parece?, ¿encuentras justo que el tigre quiera devorarme,
después que lo he librado de una jaula?
¿Cómo dices? –preguntó el chacal.
Digo –repitió el brahmán en alta voz-. Si tú crees noble y justo que el señor tigre quiera
devorarme, cuando yo mismo lo he ayudado a salir de una jaula donde estaba encerrado.
¿De una jaula? –repitió el chacal como distraído.
Sí, sí, de una jaula. Yo mismo le abrí la puerta. Ahora queremos saber tu opinión…
¡Ah!, ya –dijo el chacal-; quieres saber mi opinión. En ese caso tienes que contármelo
todo con claridad, pues yo soy un poco torpe y no entiendo bien las cosas. Vamos a ver,
¿de qué se trata?
Mira –comenzó el brahmán-, iba yo por un camino, cuando vi a l tigre que estaba
encerrado en una jaula. Entonces me llamó…
¡Huy!, ¡huy!, ¡huy! Si empiezas una historia tan larga –dijo el chacal-, no te entenderé
una sola palabra. Tienes que explicármelo mejor. ¿A qué jaula te refieres?
A una jaula ordinaria, una jaula de bambú –respondió el brahmán.
Bueno pero eso no basta. Sería mejor que yo viera esa jaula, y así comprendería bien lo
que ha pasado.
Desanduvieron el camino y llegaron los tres al sitio donde estaba la jaula.
Ahora, vamos a ver –dijo el chacal-, ¿Dónde estas tú, hermano brahmán?
Aquí mismo, en el camino.
¿Y tú hermano tigre?
Yo, dentro de la jaula –respondió el tigre enfadado y dispuesto a comerse a los dos.
¡Oh! Dispense señor tigre –dijo el chacal-. Soy torpe y no puedo darme exacta cuenta de
todo eso. A ver, permítame, ¿cómo estaba usted en la jaula?, ¿en qué posición?
Así, ¡torpe! –dijo el tigre saltando dentro de la jaula-. En este rincón y con la cabeza
vuelta hacia allá.
¡Ah, sí, sí!; ya empiezo a comprender. Pero ¿por qué no salía de ahí? –preguntó el
chacal.
¡No ves que la puerta estaba cerrada! –rugió el tigre.
¡Ah!... la puerta estaba cerrada. Y ¿cómo estaba, cómo estaba cerrada? –siguió diciendo
el chacal.
Así –dijo el brahmán cerrando la puerta.
Pero no veo la cerradura –añadió el chacal-. Bien se podía haber salido.
Es que hay un cerrojo –dijo el brahmán corriendo el cerrojo.
¡Ah!, vamos, hay un cerrojo. Ya veía yo que había un cerrojo –dijo burlón el chal,
viendo ya encerrado el tigre.
Y, dirigiéndose al brahmán, añadió:
Ahora que la jaula está cerrada le aconsejo, amigo mío, que la deje como está. Y usted,
señor tigre, ya puede estar tranquilo, que pasará algún tiempo sin que haya quien se
atreva a devolverle la libertad.
Luego, volviéndose al brahmán, le hizo un gracioso saludo y marchó camino adelante.
CÓMO NACIÓ EN LA INDIA EL ÁRBOL DEL PAN
Mito de la India
En una región húmeda de la India ardiente vivía un hombre viejo y pobre, con su hijo,
su antiguo criado y su perro. En años de desgracia perdió su pequeña fortuna y, ya sin
ánimos y sin protección de nadie se retiró con los suyos a vivir en una casa abandonada
del campo desierto. En el arcón roto sólo pudieron llevar cuatro grandes panes: una
hogaza para cada uno. Y este era el único alimento con que habían de contar durante
todo un mes, hasta que cesara la época de las lluvias.
Sentados alrededor de la mesa, en una noche rasgada de relámpagos, el padre, el criado
y el hijo pensaban en su desamparo. El perro dormitaba a los pies de su amo. Entre el
ruido de la lluvia y el viento sonaron en la puerta recios golpes. Se apresuró a abrir el
criado y apareció en la noche un mendigo que pidió de comer.
Nadie habría podido reconocer en aquel hombre encorvado y astroso al dios Brahma,
que pasaba así transformado por la Tierra para conocer las costumbres y la vida de los
hombres, y para castigarlos o bendecidlos según sus acciones.
Oyó el padre la petición del mendigo y dijo al criado:
Dale al hombre mi pan. Él es más pobre que yo. No tiene ni casa donde refugiarse.
Pasaré sin comer hasta que de la tierra podamos sacar los bienes que nos faltan.
El criado obedeció de mala gana y dio al pobre la hogaza de su señor. Continuaron las
lluvias, y todo era tristeza en la casa humilde. Siete días después llegó otra vez el
mendigo a la puerta y pidió con qué remediar su miseria y su hambre.
El padre reflexionó un momento. Su mirada era serena y fija. Llamó después al criado y
le dijo:
si yo me he privado de comer para ayudar al hombre desgraciado, tú también debes
hacer lo mismo, pues eres joven y fuerte y vives en mi casa como un hijo. El pobre que
te pide se siente viejo y abandonado. Dale tu pan como le diste el mío.
El criado obedeció, esta vez con alegría.
Siete días pasaron. El cielo seguía negro y hostil. La casa, cerrada y silenciosa. Volvió
el mendigo a pedir con voz desfallecida.
El anciano reflexionó un momento. Habló, y su voz era grave y firme.
Ha llegado el momento en que mi hijo debe sacrificarse. Desde pequeño ha de aprender
a sufrir la miseria del prójimo como su propia miseria. Dale al hombre el pan de mi hijo.
El criado obedeció disgustado.
Pasaron otros siete días largos llenos de esperanza.
El dios Brahma volvió por última vez fingiendo cansancio y hambre y desamparo.
Quería probar hasta dónde llegaba la bondan de aquellos hombres humildes. Y pidió
pan, con débil voz de lástima.
Oyó el anciano la súplica del mendigo. Reflexionó un momento y dijo acompañando
sus palabras con un lento ademán.
He dado al hombre mi pan, el de mi criado y el de mi hijo. Después de esto creo que
puedo también ofrecerle el que está destinado al perro. El buen animal no puede sentir
el placer del sacrificio. Dale el pan que queda y considerémonos dichosos de haber
podido dar algo.
Obedeció el criado sin resistencia y sin alegría.
El mendigo tomó el pan de las nobles manos. Saludó el criado para ir al lado de su amo,
pero volvió otra vez a la puerta donde oyó que lo llamaban por su nombre entre gracias
y alabanzas. En la luz gris de la tarde el mendigo se iba transformando majestuoso y
radiante como el sol. El dios Brahma mostró entre sus dedos una semilla grande como
una almendra y dijo:
Toma, dale esto a tu señor. Que lo siembre, y nunca más tendréis hambre.
El criado llegó lleno de asombro a donde su señor estaba. Le dio el raro regalo del dios
y le contó la maravillosa transformación del mendigo. El anciano cogió de la mano a su
hijo y salió para ver con sus ojos la misteriosa aparición, pero nadie había ya en la luz
gris de la tarde.
Con su hijo, su criado y su perro subió el padre a un altozano próximo, y sembró allí la
morena semilla. Al poco rato se vieron las entrañas del cielo por la rasgadura de un
relámpago, y empezó a caer una lluvia pesada y caliente. Brotó con fuerza de la tierra
un tallo duro y recto que crecía y crecía y se ensanchaba como un tronco prodigioso. Y,
en poco tiempo, se formó un árbol hermoso, entre cuyas ramas nacieron cuatro grandes
y preciosos frutos, como ovalados panes de pasta blanca y tierna. Cuatro panes para los
cuatro humildes habitantes de la casa mísera.
Y los hombres dieron gracias a Brahma, que había traído a la tierra de la India el
generoso árbol del pan.
LA JUSTICIA DEL CADÍ
Leyenda de Arabia
Una vez era un cazador muy diestro en cobrar piezas que luego vendía en la ciudad.
Cierto día tuvo la suerte de matar un hermoso ganso y, aconsejado de su apetito, lo llevó
al horno de su vecino, el panadero, para que lo preparara y asara como él sabía hacerlo.
Vete a tu casa –le dijo el panadero-, vuelve dentro de un rato y te llevarás el ganso ya
asado y dispuesto para la mesa.
El cazador marchó a su casa confiado y contento.
Poco después acertó a pasar el cadí muy cerca del horno y detrás del rico olor de asado
que de allí salía, entró en la casa del panadero y le preguntó:
¿Qué exquisito manjar se prepara en esta santa casa?
Un ganso, señor, que un hombre ha traído para que se ase en mi horno.
Como es un bocado que merece el honor de una noble mesa –dijo el cadí-, cuando esté
asado llévalo a mi casa sin tardar.
Y ¿cómo, señor, responderé de él ante su dueño?
Cuando venga a llevárselo –contestó el cadí-, dile: Ya estaba asado tu ganso cuando al
sacarlo del horno, me dio un terrible picotazo en un dedo y se escapó volando.
Señor –dijo el panadero-, ¿cómo podré hacerle creer que un ganso muerto y asado
pueda picar y volar?
Si no quiere creerlo –contestó el cadí-, tráelo ante mí en el tribunal y no temas.
Siguiendo el mandato del cadí, el panadero llevó el ganso a su casa, y tanto comieron
entre los dos y tan sabrosa encontraron aquella carne, que le dieron fin con gran
satisfacción y hartura.
Volvió a su horno el panadero, y volvió también el cazador muy dispuesto a llevarse lo
que le pertenecía y reclamaba su hambre.
No bien lo vio llegar el panadero, fingiendo gran disgusto, comenzó a lamentarse y a
decir:
¡Ay, hermano, qué cosa tan extraña me ha sucedido con el encargo que me
encomendaste! Nunca vi cosa igual en el mundo, y no salgo de mi asombro ni saldré en
todos los días de mi vida.
Pues, ¿qué te ha pasado? –dijo el cazador.
Mira, mira bien vacía la bandeja. Cuando tu ganso estaba asado y me disponía a sacarlo
del horno, dio un brinco, me dio un picotazo en un dedo y salió volando.
A estas palabras el cazador empezó a gritar y a pedir justicia con tanta furia, que más
parecía loco peligroso que hombre pacífico y cogiendo por el cuello al panadero lo sacó
de su casa gritando: “¡Vamos al tribunal! ¡Quiero que se haga justicia con este pícaro!”
Así iban por la calle muy alborotados y reñidores, cuando pasó junto a ellos un copto
que, compadecido del panadero, avanzó hacia el cazador y le dijo:
¿Por qué lo traes así cogido del cuello con tanta rabia? ¿Qué te ha hecho?
El panadero, sin pensar en que aquel hombre hablaba en su defensa, le dio tan puñetazo
en un ojo, que lo dejó tuerto.
Agarróse el copto también al panadero, y de esta manera iban los tres por la calle,
cuando pasó un hombre montado en su asno.
El hombre, al verlos tan furiosos, les dijo:
No está bien que lo tratéis así. Dejadlo en paz, que él os pagará.
El panadero, sin más miramientos, se agarró al rabo del asno y le dio tan tremendo tirón,
que se lo arrancó de cuajo.
El buen hombre del asno se cogió también al panadero pidiendo justicia y, caminando
así, al pasar por cerca de una mezquita, libróse nuestro hombre de entre las manos que
lo sujetaban y se entró a todo correr en el templo, perseguido por sus enemigos.
Viéndose el panadero seguido tan de cerca y a punto de ser alcanzado, subióse a lo alto
de la mezquita y se arrojó, desde el alminar, con tan mala fortuna, que vino a caer sobre
uno de los fieles que hallaba en oración, dejándolo muerto en el acto.
El hermano del muerto quiso tomar justicia allí mismo, y ya había cogido al panadero
por las barbas con malísimas intenciones, pero llegaron a tiempo los tres hombres que
venían en su persecución y ya fueron cuatro los que lo arrastraron hasta llegar a
presencia del tribunal.
Una vez allí, avanzó el cazador y dijo:
Señor cadí, yo soy un pobre cazador. Esta mañana he llevado un ganso a este panadero
para que lo asara en su horno, pero este mal hombre que me lo ha robado diciéndome
que, después de asado y al sacarlo del horno, el ganso se fue volando sin que lo haya
visto más.
Hizo el cadí como si reflexionara un momento y dijo luego:
En verdad, no es posible dudar que pueda volar un ganso.
Pero ¡cómo! –exclamó el cazador-, ¿pretende hacerme creer, señor cadí, que un ganso
muerto puede resucitar?
¡Ah!, hombre de poca fe –añadió el cadí- ¿Niegas que todo sea posible al poder de Alá?
¿Te resistes a creer lo que afirma el panadero, siendo así que el Profeta ha dicho en el
santo libro: “Alá devuelve la vida a los muertos aunque estuviera en completa
descomposición”? Pues ya que te niegas a creer lo que del poder de Alá está escrito, te
condeno a que pagues una multa de diez guineas.
El cazador pagó lo que se le ordenaba y se fue maldiciendo el fallo de la justicia.
Después se adelantó el copto al tribunal y dijo:
Señor cadí yo encontré por la calle a este hombre y a otro que lo llevaba fuertemente
agarrado por el cuello. Me aproximé e intervine para que lo soltara y el desgraciado me
dio tal golpe con el puño, que me sacó un ojo.
Esta vez –dijo el cadí- debemos castigar a este cruel panadero, puesto que el
Todopoderoso dice en su santo libro: “Ojo por ojo y diente por diente”
Pero, señor –explicó el panadero-, tenga en cuenta que este hombre es un copto.
Entonces –replicó el cadí- ya está la cuestión zanjada. Tú, panadero, sácale el otro ojo, y
él que te arranque a ti uno, pues un ojo de un musulmán vale por dos de un cristiano.
Así yo, señor cadí, ¿me quedaré ciego? –dijo el copto-. Pues no hablemos más; renuncio
a la justicia que reclamaba.
Bueno –añadió el cadí-, paga diez guineas por no aceptar mi sentencia.
El copto pagó las diez guineas y salió muy mohíno del tribunal.
El hermano del hombre que el panadero había matado en la mezquita adelantóse ante el
cadí y dijo:
Señor, este panadero subió a la torre de la mezquita y perseguido por estos hombres y,
al verse perdido, se arrojó desde allí y fue a caer sobre mi hermano que estaba orando.
Este hombre ha matado a mi hermano, señor.
¡Ah!, panadero desdichado –exclamó el cadí-. Tú no sabes la gravedad de tu culpa. Has
matado a un musulmán en el momento en que rogaba a Alá. Tu crimen es tremendo. Tu
pecado es horrible. Yo te condeno y te castigo como te mereces. A ver, tú, panadero,
entra en la mezquita y siéntate debajo del alminar. El hermano del hombre que tú has
matado subirá a la torre y se arrojará sobre ti. Así perecerás, si Alá quiere, y ya no
tendremos que sufrir tus fechorías.
No, no -dijo el hermano del muerto-. Yo no estoy dispuesto a tirarme desde lo alto de la
torre. No se hable más de justicia ni de derecho, que yo renuncio a ellos de buena gana.
Pues paga la multa como han hecho tus compañeros.
El hombre pagó la muerte y se fue.
Mientras esto ocurría; mientras el cadí administraba justicia en el pleito de todos
aquellos desdichados, el hombre del asno iba retirándose poco apoco hacia la puerta. Ya
se disponía a salir del tribunal con mucha cautera y sin ser visto, cuando el cadí se
levantó y dijo:
A ver, traedme a ese hombre para que sepamos lo que pide.
El pobre infeliz, que había visto suficientes muestras de la justicia del tribunal, se
escapó corriendo y gritando:
Señor cadí, yo no pido nada. Confieso que mi asno vino al mundo sin rabo.
IMÁN DEL YEMEN
Leyenda de Arabia
Era una vez, hace tiempo, un sultán que reinaba en el luminoso y rico territorio del
Yemen, en la Arabia Feliz.
Anciano venerable, muy encorvado ya por los años, había velado siempre por el
bienestar de su pueblo. Todos alababan su nombre al final de su vida, pero el sultán se
sentía muy solo, falto de hondos afectos familiares. Su hijo único, el Yaya, era
bondadoso y sencillo, pero se apartaba de su lado buscando para su juventud alegría y
espacio.
El buen sultán se consolaba y se entristecía recordando a Solimán Chamsán, su amigo
de siempre. Como hermanos habían jugado cuando niños. Como hermanos inseparables
crecieron, pero Solimán se apartó de él desde el día mismo en que el destino lo llevó a
ser soberano del Yemen. El amigo de siempre no quiso convertirse en consejero o
favorito del sultán, rechazó honores y poderíos y se retiró a su antigua morada de
Kauka; grandes y blancas paredes entre palmeras altas, cerca del mar de playas doradas.
Solimán Chamsán había llegado a ser el hombre más rico del Yemen y el más bueno y
más santo de toda Arabia. Vivía feliz con su hijo, el joven Osmán, en el retiro señorial
de Kauka y, desde allí, veía salir del mar Rojo sus grandes veleros de alta y firme proa
cargados de café y de aromas, para regresar empujador por los monzones de invierno,
llenos de dátiles, arroz y tapices del lado de Persia y de Omán, o las ligeras naves
portadoras de bellas esclavas africanas y del producto de los pescadores de perlas.
Muchas veces lo había llamado a su lado el buen sultán, necesitado del afecto de su
antiguo amigo, pero Solimán se negó siempre a abandonar su vida tranquila lejos del
favor del soberano.
Por el contrario, Osmán, el bello y fuerte joven, generoso y de claro talento, frecuentaba
el palacio y brillaba entre los nobles de la corte. Entre él y Yaya, el hijo del sultán, había
nacido una estrecha amistad. Juntos solían olvidarse de fiestas y cacerías, se alejaban de
Sana, la gran ciudad y, sentados en la arena, frente al mar, a la sombra de las palmeras
de Kauka, leían las bellas estrofas de Omar Kayam, el noble poeta persa.
Un día, el viejo sultán sintió el soplo frío de la muerte. La vida se le iba apagando poco
a poco. Solimán Chamsán corrió a su lado, junto al lecho y cerró para siempre el amigo
los ojos que ya no veían.
El visir se hizo cargo del gobierno del Yemen. Según la costumbre, el hijo del sultán no
podía reinar hasta después de la muerte del visir.
El príncipe Yaya buscaba cada vez más el trato paternal de Solimán Chamsán, el amigo
de su padre, y la fraternal amistad del generoso Osmán.
Una tarde en que los dos amigos, junto al palmeral de Kauka, saludaban al sol y a las
brisas marinas con gozo de versos, llegó la noticia de que el visir había muerto.
Desde aquel día Yaya era imán del Yemen.
Los dos amigos se miraron, primero con alegría; luego con tristeza. Los dos sintieron
que una nueva vida iba a separarlos. Yaya abrazó a Osmán y le dijo:
si no puedes acompañarme hoy, no tardes en venir a Sana. Quiero tenerte junto a mí en
el palacio, para que mi alma se fortalezca con tu presencia.
Osmán miraba inmóvil cómo se alejaba su amigo, tierra dentro, en la veloz carrera del
caballo hacia el horizonte. Él tenía que quedarse en Kauka, junto a su padre, alejado
como él de la corte del sultán. Era el deseo del anciano bondadoso y sabio.
El alma de Osmán se entristecía sin su amigo. El viejo Solimán buscó para alegrar a su
hijo una mujer más bella que el día. Después, aguardó con serenidad la muerte.
Un día le dijo a Osmán:
Hijo mío, siento que la vida se me acaba. Pronto vas a ser dueño de todos mis bienes;
pero quiero darte, además, dos consejos de más valía que todas las riquezas. Escucha:
“Jamás confíes ningún secreto a tu mujer. Piensa que cuanto más grave sea lo que tenga
que ocultar, menos tardará en traicionarte, aunque con su traición te haya de acarrear la
muerte.
“No consientas nunca en ser el favorito de un sultán, pues aunque sea muy grande la
bondad de su corazón, su amistad será siempre tan falsa como terribles son su autoridad
y su cólera.”
Poco después, el noble Solimán ordenó que lo llevasen a la orilla del mar, bajo los
datileros que él mismo había plantado en su infancia. Sentía un deseo inmenso de
reposo. El sol se iba hundiendo en las aguas rojas, como una enorme perla de fuego. La
noche fue apagando poco a poco la luz del crepúsculo y se metió en los ojos y en el
alma del anciano. Un rayo de luna atravesó el palmeral y esclareció con luz de plata la
noche cara inmóvil del que había sido el más puro de los creyentes.
En el lugar mismo donde Solimán se durmió para siempre hizo su hijo levantar una
tumba; la humilde mezquita blanca ante la cual todavía hoy se detienen a orar los
caminantes de esta playa desierta.
Después de la muerte de su padre, Osmán se sintió muy solo en la aislada casa de
Kaulka. Le renacieron los deseos de vivir en la corte junto a su amigo. No olvidó los
consejos de su padre, pero confiado en su amistad con el sultán, abandonó su posesión y
marchó a Sana, capital del Estado.
El sultán abrazó con alegría a su amigo. Osmán sería su favorito y su consejero. Para
ayudar al sultán en una acción guerrera, Osmán le entregó todas sus riquezas. En
recompensa recibió los mayores honores y los más valiosos presentes. No había en la
corte noble más influyente y poderoso.
El palacio de Osmán era grande y hermoso y cubierto de tapices y joyas. El agua
susurraba en fuentes y atanores de mármol por las amplias salas y por los jardines de
sombra fresca. Pasaban silenciosos los esclavos y se oían sonidos de brazaletes y dulces
canciones lejanas.
Osmán se sentía feliz. Se desbordaba su alma generosa. A todos dispensaba favores y
todos lo respetaban y hablaban de él con alabanza. Un viejo esclavo al que salvó de la
muerte un día de caza, quedó bajo su protección y llegó a ser intendente del sultán. Alí,
el antiguo esclavo, bendecía el nombre de su bienhechor y besaba sus manos y el borde
de su aljuba.
Osmán se sentía feliz.
El sultán Yaya tenía una joven gacela domesticada. Un pastor la trajo recién nacida, de
las altas mesetas del Yemen. Acostumbrada a la vida del palacio, saltaba por los
jardines, se contemplaba en las aguas tranquilas de los estanques y acudía mansa a
recibir las caricias de su amo. Yaya la llevaba siempre a su lado, le daba de comer
golosinas en la palma de la mano, la acostaba a sus pies cuando administraba justicia y,
muchas veces, ante la mirada dulce y clara de los ojos grandes del animal fijos en los
suyos, había sido más clemente para la desgracia de los hombres.
Osmán vio una noche a la gacela en el jardín blanco de luna. No había nadie en el
jardín. Osmán se detuvo sobrecogido por una ides súbita. ¿Sería posible que aquel
animal representase más que él mismo en el corazón de su amigo? Mientras acariciaba a
la gacela, recordaba las palabras de su padre: “No consientas nunca ser el favorito de un
sultán, pues su amistad será siempre falsa…”
Rápidamente, llevado de un pensamiento fijo, cogió a la gacela, la envolvió en su capa y
huyó.
Salió sin ser visto. Al llegar a su casa encerró al animal en una habitación apartada y
escondida.
Al día siguiente mandó comprar en el mercado una gacela joven, parecida a la del
sultán, y ordenó a sus criados que la mataran y la prepararan para la comida. Después
llamó a su mujer y le dijo con mucho misterio.
Voy a confiarte un grave secreto que debes guardar hasta la tumba si en algo aprecias
mi honor y mi vida. ¿Puedo confiar en ti?
Sí, esposo mío, nada puede ser más fuerte que el amor que te tengo. Yo guardaré tu
secreto hasta la muerte.
Escucha, pues, ¡oh, Halema! He tenido la desgracia de herir sin querer a la gacela del
sultán. Por temor a la ira del soberano la he matado y nuestro cocinero la está guisando
para la comida. Es mejor que desaparezca así.
Los pregoneros llenaban el día con clarines y tambores, prometiendo recompensas a
quien hallara la gacela del sultán.
La casa del noble Osmán se abrió a los visitantes que llegaban a comentar el extraño
suceso. Las mujeres hablaban en voz baja con Halema. Todas creían saber algo de lo
que pudiera haber ocurrido. Halema escuchaba, complacida de ser ella la única que
sabía la verdad. Todas hablaban, todas pretendían saber más que Halema. Y la débil
mujer, no pudiendo resistir la tentación de demostrar a sus amigas que ninguna más que
ella estaba en lo cierto, llamó aparte a las más íntimas con mucho misterio y después de
exigirles promesas y juramentos, les contó todo con gran detalle.
El sultán no tardó mucho en enterarse. Osmán fue encarcelado y condenado a muerte.
Confesó que había matado a la gacela involuntariamente. Ofreció al sultán sustituirla
por otra igual; pero Yaya rechazó indignado las razones de su amigo y decidió que se le
cortara la cabeza en castigo de su crimen.
Osmán escuchó la sentencia sin turbarse y marchó al suplicio con gran serenidad. Su
gesto y su mirada eran tranquilos y severos. El sultán quiso asistir al castidgo del
culpable. Muchos antiguos amigos de Osmán fueron también a presenciarlo y ellos eran
los que con más encono decían:
Ved, imán, qué dureza de corazón. No tiembla ni se arrepiente el miserable. Deberíais
mandar que le vaciaran los ojos y lo dejaran morir en el desierto.
Yaya sentía rencor y deseo de venganza, pero en aquellos últimos momentos de la vida
de Osmán vinieron a su memoria los felices días de su juventud junto al fiel amigo, la
intimidad de sus almas fundidas en la luz de las estrofas de Omar Kayam, ante el testigo
de la mar eterna… Ya se disponía perdonar, cuando su intendente, el esclavo a quien
Osmán salvó la vida, puso a sus pies una cabeza de gacela casi carbonizada que había
encontrado detrás de la casa de su bienhechor.
Ante esto, surgió otra vez el furor del sultán y dio la orden fatal.
El verdugo probaba con el dedo el filo del sable. Osmán estaba atado y arrodillado.
Levantó la cabeza y habló:
¡Ingrato Alí! Me empujas a la muerte, tú que me debes la vida. Pero esa acusación
sañuda es falsa. Esa cabeza no es la de la gacela del sultán. Tome esta llave mi señor y
dígnese mandar que registren mi casa. En una habitación apartada del segundo piso,
detrás de la sala de esclavas, encontrarán la gacela que tanto ama nuestro soberano. Solo
te pido, ¡Oh señor!, y este es mi último deseo, que aguarden a quitarme la vida cuando
me haya podido arrodillar ante el bello animal.
Yaya esperó sin fe en las palabras de Osmán.
Los soldados emisarios volvieron de registrar la casa y la gacela saltó gozosa y
triscadora a las rodillas de su amo.
El sultán corrió lleno de contento a abrazar a su amigo y a devolverle él mismo la
libertad.
Osmán se dispuso en seguida a abandonar la ciudad. En vano quiso retenerlo el sultán.
Le ofreció ricos presentes para que olvidara su proceder injusto, pero Osmán insistió en
alejarse de la corte.
No hay riqueza ni regalo, amigo mío, que puedan valer lo que una amistad fiel. Voy a
volver a mi retiro de Kauka donde soñé una amistad sincera y eterna. He urdido esa
aventura de la gacela para comprobar si en tu estimación importaba yo tanto como un
animal que vale seis piastras. Si quieres contentarme, perdona a ese desdichado esclavo
que ha mentido para acusarme. Él no ha hecho más que lo que tantos otros para quienes
la vida un hombre no vale nada cuando puede servir para halagar a un soberano. Todos
los cortesanos que te rodean son así. Que Alá defienda tu corazón generoso contra el
veneno de su adulación. Yo me voy a vivir lejos de los hombres y de las ciudades, en la
naturaleza sincera y espléndida. Quiero morir como murió mi padre, bajo las palmeras,
frente al mar inmenso, en la calma de un bello atardecer.
SAMBA GANA
Leyenda del Níger)
En la ciudad de Wagana reinaba la hermosa Analia Tu-Bari.
El padre de Analia había sido el príncipe de Wagana y el señor de muchas aldeas. En
una ocasión sostuvo una guerra con un príncipe enemigo que le disputaba sus
posesiones. El padre de Analia fue vencido y tuvo que entregar una de sus aldeas. Su
orgullo no pudo soportar esto y murió de pesadumbre.
Analia heredó todo el reino de su padre. Muchos caballeros vinieron a la ciudad de
Wagana a pedir su mano, pero Analia les exigía no solo que volvieran a conquistar la
aldea perdida, sino, además, otras ochenta ciudades.
Ninguno de los caballeros se atrevía con esta empresa guerrera. Pasaron los años.
Analia perdió toda su alegría. Analia estaba cada día más hermosa y más triste.
En un país próximo había un príncipe que tenía un hijo llamado Samba Gana. Cuando
Samba Gana fue mayor abandonó la ciudad de su padre, según la costumbre del país y
salió a conquistar tierras y ciudades donde poder reinar.
Samba Gana era joven y estaba siempre alegre. Samba Gana salió contento de la ciudad
de su padre, acompañado de un bardo y dos escuderos.
Samba Gana declaró la guerra al príncipe de una ciudad y lo desafío a un duelo.
Combatieron los dos. Toda la ciudad los miraba. Venció Samba Gana. El príncipe
vencido le pidió que le perdonara la vida y le ofreció su ciudad. Samba Gana se echó a
reír y dijo:
Quédate con tu ciudad. Tu ciudad nada me importa.
Samba Gana siguió su camino. Venció a un príncipe tras otro. Lo que ganaba en sus
victorias lo devolvía siempre. A cada príncipe vencido le decía:
Quédate con tu ciudad. Tu ciudad nada me importa.
Samba Gana llegó a vencer a todos los príncipes del país y, sin embargo, no poseía
tierras ni ciudades, porque después de la victoria todo lo devolvía y seguía adelante
alegre y risueño.
Un día descansaba con su bardo a orillas del Níger. El bardo cantó la canción de Analia
Tu-Bari, llena de la hermosura, la tristeza y la soledad de la princesa. El bardo cantó:
“Sólo conseguirá a Analia y la hará reír el caballero que conquiste ochenta ciudades”
Cuando Samba Gana oyó esto, se levantó de un brinco y exclamó:
¡Arriba, mozos! ¡Ensillen los caballos! ¡Vamos al país de Analia Tu-Bari!
Samba Gana rompió la marcha con su bardo y sus escuderos.
Cabalgaron día y noche. Un día tras otro cabalgaron. Llegaron a la ciudad de Analia Tu-
Bari. Samba Gana vio a Analia Tu-Bari. Vio que era hermosa y estaba triste. Samba
Gana dijo:
Analia, yo conquistaré las ochenta ciudades.
Samba Gana se puso en marcha. Antes de partir, dijo al bardo:
Tú quédate con Analia; cántale, distráela, hazla reír.
El bardo se quedó en la ciudad de Analia Tu-Bari. Todos los días le cantaba canciones
de los héroes de su país, de sus ciudades, de la serpiente del río que hace crecer las
aguas, de modo que la gente recoge unos años sobra de arroz y otros años pasa hambre.
La hermosa analia lo escuchaba.
Samba Gana recorrió la comarca. Combatió a un príncipe tras otro.
Sometió a los ochenta príncipes. A todos los vencidos les decía:
Preséntate a Analia Tu-Bari y dile que tu ciudad le pertenece.
Los ochenta príncipes y muchos guerreros fueron ante Analia Tu-Bari y se quedaron en
Wagana. La ciudad crecía y crecía. Analia Tu-Bari reinaba sobre todos los príncipes y
guerreros de toda la comarca.
Samba Gana se presentó a Analia Tu-Bari y le dijo:
Ya es tuyo lo que deseabas poseer.
Analia Tu-Bari dijo:
Has cumplido tu promesa. Seré tu esposa.
Samba Gana dijo:
¿Por qué estás tan triste? No me casaré contigo hasta que vuelvas a reirte.
Antes me entristecía la vergüenza de mi padre vencido –contestó Analia-. Ahora no
puedo reír porque nadie es capaz de cumplir mi deseo.
Samba Gana dijo:
Indícame lo que debo hacer.
Mata a la serpiente del río, que un año trae abundancia y otro escasez, y estaré contenta.
Samba Gana dijo:
Nadie se ha atrevido a hacerlo, pero yo lo haré.
Samba Gana, con sus tres acompañantes, se dirigió al río y buscó a la serpiente. Siguió
andando y buscando. Llegó a una ciudad, no la encontró y siguió río arriba. Llegó a otra
ciudad, no la encontró y siguió río arriba. Por fin encontró a la serpiente y combatió con
ella. Tan pronto vencía la serpiente como Samba Gana. La corriente del río iba tan
pronto en una dirección como en otra. Las montañas se desplomaban y la tierra se abría.
Ocho años luchó Samba Gana con la serpiente. A los ocho años la venció. Durante este
tiempo Samba Gana había roto ochocientas lanzas y ochenta espadas. No le quedaba
más que una espada y una lanza ensangrentada. Le dio al bardo la lanza y dijo:
Llévale esta lanza a Analia Tu-Bari, dile que he vencido a la serpiente y mira a ver si se
ríe.
El bardo cumplió el encargo de Samba Gana
Analia Tu-Bari dijo:
Vuelve y dile a Samba Gana que traiga la serpiente para que, como esclava mía,
conduzca la corriente del río a mi país. Cuando yo vea a Samba Gana con la serpiente,
reiré y estaré contenta.
El bardo volvió y dio el recado a Samba Gana. Cuando Samba Gana oyó las palabras de
Analia Tu-Bari, dijo:
Es demasiado.
Samba Gana cogió la espada ensangrentada, se la clavó en el pecho, se rió una vez más
y cayó muerto.
El bardo cogió la espada ensangrentada, montó a caballo y se fue ante Analia Tu-Bari.
Al llegar le dijo:
Aquí está la espada de Samba Gana. La sangre que hay en ella es de la serpiente y de
Samba Gana. Samba Gana se ha reído por última vez.
Analia Tu-Bari reunió a todos los príncipes y guerreros que había en su ciudad. Montó a
caballo. Todos montaron a caballo y la siguieron hasta llegar al país donde había muerto
Samba Gana. Analia Tu-Bari llegó donde estaba el cadáver de Samba Gana. Analia Tu-
Bari dijo:
Era mayor héroe que todos los anteriores. Alzadle una tumba más alta que la de todos
los reyes y héroes.
Empezó el trabajo. Ocho veces ochocientos hombres cavaron la tierra. Ocho veces
ochocientos hombres construyeron un templo sobre el suelo. Ocho veces ochocientos
hombres amontonaron tierra sobre el templo y la apisonaron y quemaron. La pirámide
crecía y crecía.
Todas las tardes Analia Tu-Bari subía con sus príncipes y guerreros a la cima de la
pirámide. Todas las mañanas al levantarse decía Analia Tu-Bari:
La pirámide no es aún bastante alta. Levantadla hasta que se pueda ver Wagana.
Ocho veces ochocientos hombres acarreaban tierra, la apisonaban y la quemaban. Ocho
años siguió subiendo la pirámide. Al final del octavo año salió el sol. El bardo miró en
derredor y exclamó:
Analia Tu-Bari, hoy se ve Wagana.
Analia miró hacia el Oeste y dijo:
¡Ya veo Wagana! El sepulcro de Samba Gana es todo lo grande que su nombre merece.
Analia Tu-Bari se rió. Se rió Analia Tu-Bari y dijo:
Ahora separaos, príncipes y caballeros. Dispersaos por toda la tierra y sed héroes como
Samba Gana.
Analia Tu-Bari se rió otra vez y cayó muerta. Se la enterró en la cripta de la pirámide, al
lado de Samba Gana.
DE PURA RAZA
Leyenda de Níger
Durante mucho tiempo, reinó en el país de los fulbés la familia Ardo. El joven y fuerte
Goroba-Dike era un descendiente de esta noble familia, pero, por no ser primogénito, no
le había correspondido ciudad donde reinar. Por eso andaba errante por el país de
Bammana haciendo sufrir a los habitantes su mal humor. Los pueblos bammanas tenían
gran miedo de su crueldad. Goroba-Dike era un hombre duro, valeroso y violento.
Apurados y temerosos, los hombres bammanas llamaron a Alal, el escudero de Goroba-
Dike, y le dijeron:
Tú eres el único que puede convencer a Goroba-Dike. Si consigues que se marche de
este país, te daremos una buena cantidad de oro.
Al cabo de algunas semanas, Alal dijo a Goroba-Dike:
Escucha: los bammanas no te han hecho nada malo para que los trates así. Yo de ti iría
contra los fulbés que deben un reino.
Tienes razón –dijo Goroba-Dike-. ¿Qué ciudad quieres que escoja?
¿Qué te parece si fueras a Sariam donde reina Hamadi Ardo?
Goroba-Dike dijo:
Me parece bien. Vamos allá.
Llegaron cerca de Sariam. En una aldea de los alrededores se detuvieron en la casa de
un labrador y se apearon. Goroba-Dike dijo a su escudero:
Quédate aquí por ahora. Quiero primero ver yo solo la ciudad.
Se quitó los lujosos vestidos, le pidió al labrador un traje viejo de trabajador, se lo puso
y se dirigió a la ciudad.
Habló primeramente con un herrero y le dijo:
Soy un fulbé a quien de momento le va muy mal. Por un poco de comida estoy
dispuesto a ayudarte en tu trabajo.
El herrero le dijo:
¡Como no quieras tirar del fuelle!
Goroba-Dike dijo:
Lo haré con mucho gusto –y se puso a trabajar con gran afición.
Mientras trabajaba preguntó al herrero:
¿Quién reina en esta ciudad?
Aquí reina Hamadi, de la familia de los Ardo –contestó el herrero.
¿De modo que Hamadi Ardo?, ¿tiene caballos?
Sí –dijo el herrero-, tiene muchos caballos. Es muy rico. También tiene tres hijas. Dos
de ellas están casadas con dos valientes fulbés. La más pequeña se llama Kode Ardo y
es la muchacha fulbé más orgullosa del país. Lleva un anillo de plata en el dedo
meñique y solo permitirá casarse con el que pueda ponérselo también en el dedo
meñique, porque dice que un verdadero fulbé ha de tener miembros finos y dedos
delicados.
A la mañana siguiente reuniéronse como todos los días los jóvenes fulbés distinguidos
delante de la casa de Hamadi Ardo. Salió de su casa la orgullosa hija menor del rey.
Kode Ardo sacó de su dedo el anillo de plata y buscó entre los presentes un hombre a
quien le entrase. Unos pudieron meterlo con mucho trabajo hasta la primera falange,
unos pocos consiguieron llegar hasta la segunda falange. Pero ninguno logró pasar de
allí.
Entonces se agotó la paciencia del rey Hamadi y le dijo a su hija:
Tendrás que casarte con cualquiera que se presente.
El herrero con quien trabajaba Goroba-Dike oyó estas palabras y dijo:
En mi casa trabaja ahora un hombre. Va mal vestido, pero se conoce bien que es un
fulbé.
Tráeme al hombre –dijo el rey-. Que pruebe a colocarse el anillo de mi hija.
El herrero se fue en busca de Goroba-Dike y le dijo:
Ven pronto; el rey quiere hablar contigo.
Goroba-Dike se fue con el herrero a la gran plaza donde se hallaban el rey Hamadi,
Kode Ardo y todas las personas distinguidas. Llevaba los vestidos harapientos.
Hamadi Ardo le preguntó:
¿Eres fulbé?
Goroba-Dike contestó:
Sí, soy fulbé.
Hamadi Ardo dijo:
¿Cómo te llamas?
Goroba-Dike contestó:
No puedo decírtelo.
Prueba a meter este anillo en el dedo meñique de tu mano –dijo el rey.
Goroba-Dike cogió el anillo de Kode Ardo y se lo metió en el dedo. El anillo le venía
muy bien.
Te casarás con mi hija –dijo el rey.
Kode Ardo decía llorando:
No, no quiero casarme con ese hombre del campo. Con ese hombre sucio y feo.
Kode Ardo estuvo llorando todo el día, pero tuvo que casarse con el sucio Goroba-Dike.
El mismo día se celebró la boda.
Una mañana llegaron los tuaregs enemigos y robaron todo el ganado vacuno del rey
Hamadi y de la ciudad de Sariam. Todos los hombres de la ciudad se armaron para
perseguirlos. Goroba-Dike estaba tumbado en un rincón. El rey Hamadi se acercó a él y
le preguntó:
¿No quieres montar a caballo y venir con nosotros a la guerra?
¿Montar a caballo? Yo no he montado nunca a caballo. Yo soy hijo de gente pobre. Si
me dan un asno quizás pueda montar.
Kode Ardo lloraba. Goroba-Dike montó en un asno y salió en dirección contraria a la de
los demás guerreros. Kode Ardo decía llorando:
¡Padre, padre, qué desgracia me has echado encima casándome con ese hombre!
Goroba-Dike se fue a casa del labrador donde había dejado su caballo, sus armas y su
escudero. Saltó del asno y dijo:
Alal, me he casado.
¿Cómo? ¿Te has casado? ¿Con quién te has casado?
Me he casado con la mujer más orgullosa de la ciudad, con la hija del rey Hamadi Ardo.
¿Cómo? ¿Esa suerte has tenido?
Sí, pero hay otra cosa –añadió Goroba-Dike-. Los tuaregs han robado el ganado de mi
suegro. Dame pronto vestidos y armas y ensíllame el caballo. Quiero adelantarme a los
otros cortándoles el camino.
El escudero lo preparó todo y preguntó:
¿Puedo acompañarte?
Goroba-Dike dijo:
No, hoy no.
Y, tras esto, salió galopando.
Alcanzó pronto a los otros y galopaba a alguna distancia. Los dos yernos del rey
Hamadi y los demás fulbés lo vieron correr a campo traviesa y se dijeron unos a otros:
Debe de ser Chinar, el demonio. Nos conviene que se ponga de nuestra parte para ganar
la batalla. Debemos hablar con él.
Algunos se dirigieron a Goroba-Dike y le preguntaron:
¿Adónde vas? ¿Qué te propones?
Voy adonde hay lucha y ayudo a los que me parece –contestó Goroba-Dike.
¿Eres, pues, Chinar?
Sí, soy Chinar.
¿Quieres ayudarnos?
Goroba-Dike dijo:
¿Cuántos yernos del rey van con ustedes?
Van dos –dijeron los hombres.
Si cada uno de ellos me paga con una oreja os ayudaré.
Los hombres dijeron:
¡Eso no es posible! ¿Qué dirían en la ciudad?
Es muy sencillo –dijo Goroba-Dike-. Que digan que las han perdido en la batalla. Eso
pasa hasta por muy honroso.
Los hombres cabalgaron hasta donde se encontraban los demás y contaron a los yernos
de rey lo que pasaba. Primero no se avenían, pero luego dejaron que les cortaran una
oreja a cada uno y se las enviaron a Goroba-Dike. Este se guardó las orejas en el bolsillo
y se puso a la cabeza de la tropa diciendo:
No digan que los ha ayudado Chinar.
No, no; no lo diremos –contestaron los fulbés.
Alcanzaron a los tuaregs. Pelearon con los tuaregs. Los fulbés ganaron la batalla y
recuperaron los ganados. Goroba-Dike se apartó y cabalgó hasta la casa del labrador en
la que le aguardaba su escudero. Allí se bajó del caballo, se quitó los vestidos y las
armas, volvió a ponerse sus harapos, montó en el asno y regresó a la ciudad. Cuando iba
por las calles de Sariam, el herrero que le había dado albergue el primer día le dijo:
No traspases mi puerta. Tú no eres un fulbé; tú eres un bastardo o un esclavo; no eres
guerrero ni fulbé.
Entre tanto, habían vuelto felizmente los fulbés victoriosos con los rebaños recuperados.
Todo el mundo los saludó con alegría. El rey salió personalmente a recibirlos y dijo:
Todavía quedan guerreros valientes. Todavía hay fulbés. ¿Vienen heridos?
Uno de los yernos dijo:
Cuando yo me lanzaba al ataque, un tuareg muy grande me tiró un sablazo. Yo aparté la
cabeza y el sable me cortó la oreja. Gracias a esto me salvé.
Otro yerno dijo:
Cuando yo atacaba por otro lado, un tuareg pequeño me tiró una estocada con su larga
espada desde abajo contra el cuello. Estuvo a punto de cortarme la cabeza. Pero me
incliné y solo me voló la oreja.
El rey Hamadi dijo:
Oír cosas de estas, alegra el ánimo. Ustedes son unos héroes. Pero díganme: ¿no han
visto al tercero de mis yernos?
¡Oh, ese! ¡Desde el principio se marchó en dirección contraria! –dijeron todos entre
risas.
Por el otro lado venía Goroba-Dike montado en el burro. Cuando estuvo cerca espoleó
al animal, que emprendió un trotecillo. Al verlo venir en esta facha, Kode Ardo rompió
a llorar amargamente diciendo:
¡Padre, padre, qué desgracia me has echado encima!
Durante la velada los fulbés distinguidos estaban sentados en círculo y contaban lo que
habían hecho. Goroba-Dike lo oía todo desde un rincón. Uno dijo:
Cuando yo me arrojé el primero en medio de los enemigos…
Otro dijo:
Cuando yo conquisté los caballos…
Un tercero dijo:
Sí, ustedes no son como el marido de Kode Ardo, sino verdaderos héroes.
Los otros dos yernos tuvieron que repetir cómo habían perdido en la lucha las orejas,
Goroba-Dike estaba allí al lado y lo oía todo. En el bolsillo tenía las dos orejas. Cuando
se hizo de noche se fue a su casa. Kode Ardo le dijo:
¡Eres un cobarde!
Al día siguiente la ciudad fue atacada por muchos tuaregs. Cuando los divisaron de
lejos, todos los hombres capaces de tomar las armas se reunieron. Goroba-Dike montó
en el asno y salió a escape de la ciudad. La gente gritaba:
¡Ahí va el yerno del rey! ¡Ahí huye ese cobarde!
Kode Ardo decía llorando:
¡Padre, padre, qué gran desgracia has echado sobre mí!
Goroba-Dike se fue a la casa del labrador en donde había dejado sus vestidos, su caballo
y sus armas. Cuando llegó, saltó del asno y le dijo a su escudero:
¡Pronto, pronto; prepara mi caballo y mis cosas! Hoy hay grandes sucesos. Los tuaregs
atacan la ciudad en grandes masas y no hay nadie que sepa defenderla.
¿Puedo acompañarte? –preguntó Alal.
Goroba-Dike dijo:
Hoy todavía no.
Se puso sus buenos vestidos, cogió sus armas, saltó sobre el caballo y salió a galope.
Entre tanto, los tuaregs habían cercado y atacado la ciudad. Hasta habían conseguido
entrar en ella, y una parte avanzaba ya contra el palacio del rey.
Goroba-Dike llegó a tiempo. Rompió las líneas enemigas, desarzonó a los tuaregs a
derecha e izquierda, saltó por encima de ellos y llegó en el momento decisivo al palacio
del suegro. En aquel instante, algunos tuaregs rodeaban a Kode Ardo y querían
llevársela. Cuando Kode Ardo vio llegar al visitante fulbés, exclamó:
¡Mi gran hermano, ven y ayúdame; mi marido ha huido cobardemente!
Goroba-Dike apartó con su larga lanza a un tuareg. Un segundo enemigo le hizo una
gran herida, pero luego Goroba-Dike lo traspasó a su vez. Los demás huyeron. Viendo
Kode Ardo que Goroba-Dike tenía una herida grave, exclamó:
¡Oh!, mi gran hermano, me has salvado pero estás herido.
Se arrancó apresuradamente la mitad de su vestido y vendó con ella la pierna
ensangrentada de Goroba-Dike. Enseguida Goroba-Dike se fue de allí y cayó sobre los
tuaregs dispersándolos en todas direcciones y haciéndoles huir despavoridos. Los fulbés
salieron a perseguirlos.
Pero Goroba-Dike se fue a casa del labrador en donde estaba su escudero Alal. Allí se
apeó del caballo, se quitó vestidos y armas, se puso sus harapos y regresó a la ciudad en
el asno.
Al velo pasar el herrero en cuya casa había parado la primera vez, le gritó:
¡Miren a ese miserable bastardo, ese perro sarnoso, ese cobarde! ¡Pasa pronto por
delante de mi casa!
Goroba-Dike dijo:
¿Qué quieres? Desde que llegué siempre he dicho que era hijo de gente pobre.
Dicho esto, arreó el asno para que galopase por la gran plaza. Allí estaban muchos
fulbés reunidos en torno del rey Hamadi, hablando de los sucesos del día. También
Kode Ardo estaba. Cuando Goroba-Dike llegó en aquella facha, Kode Ardo se echó a
llora diciendo:
¡Oh, padre mío! ¿Por qué me has echado tal desgracia habiendo entre los fulbés
hombres tan valerosos?
Goroba-Dike dijo:
Ya el primer día de nuestro casamiento te dije que era hijo de gente pobre y le dije a tu
padre que no entendía de caballos ni de guerras.
Pero Kode Ardo lloraba y decía:
¡Cobarde, miserable, cobarde!
Goroba-Dike se sentó indiferente en un rincón.
Vino la noche. Los fulbés se fueron a sus casas. Kode Ardo no podía dormir. Pensaba
en su cobarde esposo y en el valiente forastero que la había salvado. Hacia media noche
miró a la cama de su marido y vio que había sangre. Caía la sangre del muslo vendado,
y la venda era un trozo de su vestido. Era el trozo de vestido que ella misma había
rasgado para curar al valiente forastero. La venda apretaba el muslo de su esposo que
había venido montado en el asno. Kode Ardo se levantó y preguntó a su marido:
Dime, ¿dónde has recibido esa herida?
Goroba-Dike dijo:
Piénsalo.
Kode Ardo preguntó:
¿Quién se rasgó el vestido para vendar tu herida?
Goroba-Dike dijo:
Piénsalo.
Kode Ardo preguntó:
¿Quién eres tú?
Goroba-Dike dijo:
El hijo de un rey, pero no digas nada por ahora. Prepara manteca y pónmela en la
herida.
Kode Ardo trajo la manteca. La calentó. La hizo gotear sobre la herida. Ató la venda.
Luego salió. Fue a ver a su madre, se sentó a su lado, se echó a llorar y dijo:
Mi marido no es un cobarde. No ha huido. Es el hombre que hoy ha salvado de los
tuaregs a la ciudad. Pero no se lo digas a nadie –y salió silenciosamente.
Al día siguiente Goroba-Dike volvió a montar en el asno y se fue a la casa del labrador
donde había dejado a su escudero, sus armas, sus vestidos y su caballo.
Alal –dijo a su escudero-, hoy ha llegado el día de presentarnos en Sariam y al orgulloso
Hamadi Ardo como realmente somos. Ensilla mi caballo. Ensilla también el tuyo.
Goroba-Dike se vistió y cogió sus armas. Entró a caballo en Sariam seguido de su
escudero. Se apeó en la gran plaza donde estaban reunidos muchos fulbés. El escudero
clavó en tierra unas hermosas barras de plata para atar los caballos.
Goroba-Dike llamó a su mujer, que vino enseguida y lo saludó riendo.
Luego saludó a los fulbés y dijo:
Yo soy Goroba-Dike y esta es mi mujer, Kode Ardo. Yo soy hijo de un rey y el que ayer
y anteayer venció a los tuaregs.
No lo creo –dijo Hamadi Ardo-. Siempre te hemos visto montado en un asno y huyendo.
Goroba-Dike dijo:
Pregunta a los que estuvieron conmigo en la lucha.
Es verdad; siempre lo hemos visto huir en un asno –dijeron todos.
Solo los yernos del rey dijeron:
No estamos seguros.
Entonces Goroba-Dike sacó del bolsillo las dos orejas y preguntó:
¿Conocen estas orejas?
Los dos bajaron la cabeza sin decir palabra.
El rey Hamadi se acercó a Goroba-Dike, se arrodilló ante él y le dijo:
Perdóname. Toma de mis manos el reino.
Goroba-Dike dijo:
Rey Hamadi Ardo, yo no soy menos que tú. Yo soy también de la familia de los Ardo.
Y puesto que soy rey, ordeno que al herrero que me ha injuriado varias veces le den
cincuenta azotes en las nalgas.
Y así se hizo.
DAN-AUTA
Mito de Mali
Una vez, hace mucho tiempo, en un tiempo que está en la espalda del tiempo, se casó un
hombre con una mujer. Solos se fueron al bosque, cultivaron la tierra y se hicieron de
cuanto necesitaban. Tuvieron una hija que llamaron Sarra. Pasaron soles y soles y
cuando Sarra era ya moza tuvieron otro hijo, tan pequeño, que le llamaron Dan-Auta.
Poco después, el padre enfermó. “Me muero”, se dijo el padre y llamó a Sarra:
Me muero –le dijo el padre-. Dan-Auta queda junto a ti. No lo abandones y, sobre todo,
cuida de que Dan-Auta no llore más.
El padre dijo esto y se murió.
Poco después la madre enfermó. “Me muero”, se dijo la madre y llamó a Sarra:
Me muero –dijo a Sarra la madre-. Dan-Auta queda junto a ti. No lo abandones y, sobre
todo, cuida de que Dan-Auta no llore más.
La madre dijo esto y se murió.
Quedaron solos en el bosque Sarra y Dan-Auta. Pero les quedaba en alto un pequeño
silo lleno de maíz y uno lleno de harinas del árbol del pan, y uno lleno de frijoles y uno
lleno de millo. Sarra dijo:
Con esto tendremos bastante para alimentarnos hasta que Dan-Auta sea hombre y pueda
cultivar la tierra.
Sarra se puso a moler maíz para hacer comida. Cuando tuvo la harina delgada, la puso
en una calabaza y la llevó a la choza para cocerla. Luego salió a buscar leña y dejó solo
a Dan-Auta que, menudillo, se arrastraba por el suelo y apenas podía aún tenerse de pie.
Dan-Auta se aburría; se acercó a la calabaza y la volcó; luego tomó ceniza del hogar y
la mezcló con el maíz. Cuando Sarra volvió, al ver lo que Dan-Auta había hecho
exclamó:
¡Ay, Dan-Auta mío! ¿qué has hecho? ¿has echado a perder la harina que íbamos a
comer?
Dan-Auta comenzó a sollozar, pero Sarra dijo enseguida:
¡No llores, no llores, Dan-Auta! Tu padre y tu madre dijeron que no llorases nunca.
Sarra volvió a salir y Dan-Auta, a aburrirse. En el hogar llameaba un tizón. Dan-Auta lo
tomó y, arrastrándose fuera de la choza, prendió fuego en el silo del maíz y en el de la
harina del árbol del pan y en el de frijoles y en el de millo. En esto llegó Sarra y, viendo
todas las despensas consumidas por el fuego, gritó:
¡Ay, Dan-Auta mío! ¿Qué has hecho? ¡Has quemado todo lo que teníamos para comer!
¿Cómo viviremos ahora?
Dan-Auta, al oírla, comenzó a sollozar; pero Sarra se apresuró a decirle:
¡Dan-Auta mío, no llores! Tu padre y tu madre me dijeron que no llorases nunca. Has
quemado cuanto teníamos; pero ven, ya buscaremos qué comer.
Sarra se puso a Dan-Auta a la espalda y, sujetándolo con su vestido, echó a andar por el
bosque. Sarra encontró un camino y se fue por él hasta llegar a una ciudad. Acertó a
pasar por el barrio del rey. La primera mujer del rey los recibió y se quedaron a vivir
con ella. Cada día les daba de comer.
Sarra llevaba siempre a Dan-Auta atado a su espalda. Las otras mujeres le decían:
Sarra, ¿Por qué llevas siempre a Dan-Auta sobre tu espalda? ¿por qué no lo pones en el
suelo y lo dejas jugar como los otros niños?
Y Sarra respondía:
Déjenme a mí. El padre y la madre de Dan-Auta dijeron que llorase nunca. Mientras yo
lleve a Dan-Auta sobre mí, no llorará. Tengo que cuidar de que Dan-Auta no llore.
Un día dijo Dan-Auta:
Sarra, yo quiero jugar con el hijo del rey.
Sarra entonces lo puso en tierra y Dan-Auta jugó con el hijo del rey, Sarra tomó un
cántaro y salió por agua. En tanto, el hijo del rey cogió un palo y Dan-Auto cogió otro
palo. Ambos jugaron con los palos. Dan-Auta, de un palo le sacó un ojo al hijo del rey y
el hijo del rey quedó tendido.
En esto, Sarra llegó. Vio que Dan-Auta había sacado un ojo al hijo del rey. Nadie estaba
presente. El hijo del rey comenzó a gritar. Sarra dejó el cántaro y, tomando a Dan-Auta,
salió de la casa, salió del barrio del rey, salió de la ciudad todo lo de prisa que pudo.
Nadie estaba presente cuando Dan-Auta sacó el ojo al hijo del rey; pero el niño gritó. El
rey, al oírlo, preguntó:
¿Por qué llora mi hijo?
Sus mujeres fueron a ver lo que ocurría y al notar la desgracia comenzaron a gritar. Oyó
el rey los gritos de sus cuarenta mujeres y acudió presuroso.
¿Qué es esto? ¿Quién ha hecho esto? –preguntó el rey. Y el hijo del rey repuso: “Dan-
Auta”
¡Salgan! –dijo entonces el rey a sus guardias-. ¡Vayan por toda la ciudad! ¡Busquen por
toda la ciudad a Sarra y Dan-Auta!
Los guardias salieron y miraron casa por casa, pero en ninguna hallaron lo que
buscaban. En vista de ello, el rey llamó a sus gentes, llamó a todos sus soldados, llamó a
los de a pie y a los de a caballo y les dijo:
Sarra y Dan-Auta han huido de la ciudad. Busquémoslos en el bosque. Yo mismo iré
con los de a caballo para buscar a Sarra y Dan-Auta.
Dos días seguidos había corrido Sarra con Dan-Auta al lomo. Al cabo de ellos no podía
más y justamente entonces oyó que el rey y sus caballeros llegaban en su busca. Había
allí un árbol muy grande y Sarra dijo:
Subiré al árbol y así podré ocultarme entre las hojas con Dan-Auta.
Subió, en efecto, al árbol con Dan-Auta a su espalda y se ocultó en la tupida fronda.
Poco después llegaban junto al árbol el rey con sus caballeros.
He cabalgado dos días –dijo- y estoy cansado; pongan mi silla de cañas debajo del
árbol, que quiero descansar.
Así lo hicieron sus hombres y el rey se tendió en su silla, bajo la rama donde Sarra y
Dan-Auta estaban.
Dan-Auta se aburría; pero vio al rey allá abajo y dijo a Sarra: “¡Sarra!”
Sarra dijo:
¡Calla, Dan-Auta calla!
Dan-Auta comenzó a sollozar. Sarra se apresuró a decirle:
¡No llores, Dan-Auta, no llores! Tu padre y tu madre me dijeron que no llorases nunca.
Di lo que quieres.
Dan-Auta dijo:
Sarra, quiero hacer pis. Quiero hacer pis encima de la cabeza del rey.
Sarra exclamó:
¡Ay, Dan-Auta, nos matarán si hacer eso; pero no llores y haz lo que quieras!
Dan-Auta llevó a cabo su propósito. El líquido cayó sobre la cabeza del rey. El rey llevó
la mano a su cabeza y, mirándola luego, exclamó.
¡Esto es porquería!
El rey miró entonces a la copa del árbol. Vio a Sarra, vio a Dan-Auta y gritó:
Traigan hachas y echemos abajo el árbol.
Sus gentes corrieron y trajeron hachas. Comenzaron a abatir el árbol.
El árbol tembló. Luego dieron golpes más profundos en el tronco y el árbol empezó a
inclinarse. Sarra dijo:
Ahora nos prenderán y nos matarán.
Un gran churua –un gavilán gigante- voló entonces sobre el bosque y vino a pasar cerca
del árbol donde Sarra y Dan-Auta estaban. Sarra vio al churua. El árbol se inclinaba, se
inclinaba. Sarra dijo al churua.
¡Churua mío! Las gentes del rey van a matarnos a Dan-Auta y a mí, si tú no nos salvas.
Oyó el churua a Sarra y, acercándose, puso a Sarra y a Dan-Auta sobre su espalda. El
árbol cayó y el pájaro voló con sarra y Dan-Auta. Voló muy alto sobre el bosque, siguió
volando hacia arriba, siempre hacia arriba. Dan-Auta miraba al pájaro, vio que movía su
cola como un timón y se entretuvo observándolo bien. Pero luego Dan-Auta se aburría y
dijo: “¡Sarra!”
Sarra repuso:
¿Qué más quieres, Dan-Auta?
Y como Dan-Auta sollozase, añadió:
No llores, no llores, que madre y padre dijeron que no lloraras. Di lo que quieras
Dan-Auta dijo:
Quiero meter el dedo en el agujero que el pájaro lleva debajo de la cola.
Sarra dijo:
Si haces eso, el pájaro nos dejará caer y moriremos; pero no llores y haz lo que quieras.
Dan-Auta introdujo su dedo donde había dicho. El pájaro entonces cerró las alas, Sarra
y Dan-Auta estaban ya cerca de la tierra, comenzó a soplar un gran gugua, un torbellino.
Sarra lo vio y dijo:
¡Gugua mío! Vamos a caer enseguida contra la tierra, y moriremos si tú no nos salvas.
El gugua llegó, arrebató a Sarra y a Dan-Auta y, transportándolos a larga distancia, los
puso suavemente en el suelo. Era aquel sitio un bosque de una comarca lejana.
Sarra avanzó por el bosque con San-Auta y encontró un camino. Siguiendo el camino
llegaron a una gran ciudad, a una ciudad más grande que todas las ciudades. Un fuerte y
alto muro la rodeaba. En el muro había una gran puerta de hierro que era cerrada todas
las noches. Porque todas las noches, apenas moría la claridad, aparecía un terrible
monstruo; un Dodo. Este Dodo era alto como un asno; pero no era un asno. Este Dodo
era largo como una serpiente gigante; pero no era una serpiente gigante. Este Dodo era
fuerte como un elefante; pero no era un elefante. Este Dodo tenía unos ojos que
iluminaban en la noche como el sol en el día. Este Dodo tenía una cola. Todas las
noches el Dodo se arrastraba hasta ciudad. Por esta razón se había construido el muro
con la gran puerta de hierro.
Por ella entraron Sarra y Dan-Auta. Tras el muro, junto a la puerta, vivía una vieja.
Sarra le pidió que los amparase. La vieja dijo:
Yo os ampararé. Pero todas las noches viene el terrible Dodo ante la ciudad y canta con
su voz fuerte. Si alguien le responde el Dodo entrará en la ciudad y nos matará a todos.
Cuida, pues, de que Dan-Auta no grite. Con esta condición yo los ampararé.
Dan-Auta oía todo esto. Al día siguiente fue Sarra al interior de la ciudad para traer
comida. Entre tanto, Dan-Auta buscó ramas secas y pequeños trozos de madera, que
encontró junto al muro. Luego corrió por la ciudad y donde veía un makodi, una piedra
redonda con que se machacaba el grano sobre una losa, lo cogía. Así reunió cien
makodi. Luego se dijo: “Sólo necesito unas tenazas”. Y andando por la ciudad vio unas
abandonadas. Junto al muro donde había amontonado la leña colocó los makodi y,
ocultas bajo ellos, las tenazas. Nadie advirtió la faena del pequeño Dan-Auta.
A la noche Sarra le dijo:
Entra enseguida en la casa, Dan-Auta porque pronto vendrá el terrible Dodo y puede
matarnos.
Dan-Auta repuso:
Yo quiero quedarme hoy afuera.
Sarra dijo:
Entra en casa.
Dan-Auta comenzó a sollozar, pero Sarra le dijo inmediatamente:
Dan-Auta mío, no llores. Tu padre y tu madre dijeron que no lloraras nunca. Si quieres
quedarte afuera, quédate fuera.
Sarra entró en la casa donde ya estaba la vieja.
Dan-Auta permaneció fuera, sentado ante la casa de la vieja. Todas las gentes de la
ciudad estaban en sus casas y habían cerrado tras sí las puertas. Solo Dan-Auta quedaba
a la intemperie. Corrió al lugar donde había juntado la lena y le prendió fuelo. Los
makodi en el fuego se pusieron ardientes como ascuas.
En esto se sintió que llegaba el Dodo. Subió al muro Dan-Auta y vio al monstruo que
venía a lo lejos. Sus pupilas brillaban como el sol y como incendios. Dan-Auta oyó al
Dodo que, con una voz terrible, cantaba:
¡Vuayanni agarinana ni Dodo!
(¡Quién es en esta ciudad como yo, Dodo!)
Cuando Dan-Auta oyó esto, cantó a su vez desde el muro, con todas sus fuerzas, hacia
el Dodo:
¡Naiyakay agarinana naiyakai ni Auta!
(¡Yo soy como tú en esta ciudad; yo, Auta!)
Cuando oyó esto el Dodo se acercó a la ciudad, llegó muy cerca, muy cerca, y cantó:
¡Vuayanni agarinana ni Dodo!
Al cantar esto el Dodo, los árboles se estremecieron el bosque y la hierba seca empezó a
arder. Pero Dan-Auta contestó:
¡Naiyakay agarinana naiyakai ni Auta!
Al oír esto, el Dodo se alzó sobre el muro. Dan-Auta bajó corriendo y fue junto al
fuego, donde relumbraban como ascuas los makodi ardiendo.
El Dodo entonces cantó de nuevo con voz más terrible que nunca y Dan-Auta, una vez
más, le contestó. Todos los hombres en la ciudad temblaron dentro de sus casas al oír
tan cerca la horrible voz del monstruo.
Más fiero que nunca el Dodo comenzó a repetir su canto:
¡Vuayanni…
Pero al abrir sus fauces para este grito. Dan-Auta le lanzó con las tenazas diez makodi
ardiendo, que le abrasaron la garganta. Enroquecido, siguió el Dodo:
¡Agarinana…!
Pero Dan-Auta le hizo tragar otros diez makodi encendidos que le hicieron prorrumpir
en un gran quejido. Entonces, con voz más débil siguió:
¡Ni Dodo!
Y Dan-Auta aprovechando la abertura de las fauces, le envió el resto de los makodi. El
Dodo se retorció y murió, mientras Dan-Auta, subiendo al muro, cantó:
¡Naiyakay agarinana naiyakai ni Auta!
Luego con un cuchillo que había dejado fuera de la casa, cortó al Dodo la cola y,
ocultándola en un morralillo, entró con ella en la habitación de la vieja; se deslizó junto
a Sarra y se durmió.
A la mañana siguiente salían de sus casas cautelosamente los habitantes de la ciudad.
Los más decididos fueron a ver al rey. El Rey preguntó:
¿Qué ha sido lo que esta noche ha pasado?
Ellos respondieron:
No lo sabemos. Por poco morimos de miedo. La cosa ha debido ocurrir junto a la puerta
de hierro.
Entonces el rey dijo a su ministro de caza:
Ve allá y mira lo que hay.
El ministro de caza fue allí y, subiendo, medroso, al muro, vio al Dodo muerto.
Corriendo volvió al rey y le dijo:
Un hombre poderoso ha matado al Dodo.
Entonces el rey quiso verlo y cabalgó hasta el muro. Vio al monstruo tendido y sin vida.
El rey exclamó:
En efecto, el Dodo ha sido muerto y le han cortado la cola. ¡Busquemos al valiente que
lo ha matado!
Un hombre que tenía una yegua, la mató y le cortó la cola. Otro que tenía un camello, lo
mató y le cortó la cola. Otro hombre que tenía una vaca, la mató y le cortó la cola. Cada
uno de ellos fue al rey y le mostró la cola de su animal si fuese la del Dodo. Pero el rey
conoció el engaño, y dijo:
Todos ustedes son unos embusteros; no han muerto al Dodo. Ningún hombre de la
ciudad ha matado al Dodo. Yo y todos hemos oído en la noche la voz de un niño. ¿Vive
por aquí cerca junto a la puerta de hierro, algún niño extranjero?
Los soldados fueron a casa de la vieja y preguntaron:
Vieja, ¿vive aquí algún niño forastero?
La vieja respondió:
Conmigo viven Sarra y Dan-Auta.
Los soldados fueron a Sarra y preguntaron:
Sarra, ¿ha matado al Dodo el pequeño Auta?
Sarra respondió:
Yo no sé nada; pregúntenselo a él.
Dan-Auta, ¿has matado tú al Dodo? El rey quiere verte.
Dan-Auta no respondió. Tomó su morralillo y fue con los soldados ante el rey. Allí
abrió el morralillo y, sacando la cola del Dodo, la mostró al rey. Entonces, el rey dijo:
Sí, Dan-Auta, Dan-Auta ha matado al terrible Dodo.
El rey dio a Dan-Auta cien mujeres, cien camellos, cien caballos, cien esclavos, cien
vacas, cien vestidos, cien ovejas y la mitad de la ciudad.
HAZAÑAS Y AVENTURAS DE GILGAMESH
Mito de Mesopotamia
Gilgamesh reinaba en Erech, capital del reino de ese mismo nombre que formaba parte
de lo que hoy llamamos la Mesopotamia. Esta era por aquel entonces tan fértil y rica,
que se cree que allí estuvo situado el Paraíso Terrenal. Entre sus dos grandes ríos, el
Tigres y el Éufrates, se extendían infinitos huertos, jardines y palmares.
Gilgamesh era rey y merecía serlo; entonces no se heredaban los reinos, sino que se
ganaban. Gilgamesh había ganado el suyo por su gallardía varonil y por su destreza de
guerrero. Era alto, sin ser un gigante, porque estos no suelen tener agilidad ni apostura.
Gilgamesh poseía ambas cosas. Y también belleza varonil porque su piel morena, sus
cabellos negros peinados hacia arriba y sujetos con una cinta dorada, que hacía juego
con su túnica, despertaban admiración. Pero, además de hermoso y valiente, estaba
dotado de una gran inteligencia que le hacía descollar entre los más inteligentes de su
pueblo. Gilgamesh tenía dos partes de dios y una parte de hombre. La diosa Ninsun,
reina del firmamento, era su madre. También el padre debió de ser hombre ilustre
cuando se desposó con una diosa.
He dicho ya que esto que cuento –sacándolo de los ladrillos de la biblioteca de
Asurbanipal- ocurrió hace muchísimos miles de años; quizá cuando todavía los
elefantes corrían en manadas por las orillas del río Manzanares y el diplodocus, lagarto
de veinte metros de largura, se escondía de los enormes animales carniceros. Entonces
todo era descomunal y fantástico en el mundo.
Gilgamesh, a pesar de sus buenas cualidades, tenía grandes defectos. Estos venían a ser
una exageración de sus mismas buenas cualidades. Como ocurre en casi todos los
hombres. Las dos partes de dios que había en su naturaleza lo llevaban a mirar con
altanería a sus semejantes. No se conformaba con imponer al pueblo el orden y el
respeto a las leyes; excediéndose en sus severidades, no admitía freno para su real
voluntad. Cuando el Consejo de los Ancianos no se sometía a su capricho, prescindía de
su aprobación. Amaba el valor y se rodeaba de los hombres más valientes y más
apuestos del país. Amaba la belleza en todas sus manifestaciones: la poesía, la música,
la escultura, la arquitectura. Quería vivir en bellos palacios, rendir culto a los dioses en
templos grandiosos. Organizaba competiciones de luchadores, atletas, bailarinas y
cantores.
Todo eso costaba demasiado dinero y Gilgamesch abrumó con impuestos a sus súbditos
y, de una manera especial, a los campesinos. Cuando estos protestaron, los castigó sin
piedad, los despojó de sus cosechas para llenar sus propios silos, les arrebató a sus hijos
más gallardos y fuertes para formar su guardia de guerreros y se llevó a sus palacios a
las más bellas mujeres.
Los hombres han acudido siempre a Dios en sus tribulaciones. Los súbditos de
Gilgamesh, afligidos por los rigores y exigencias de su rey, recurrieron al que ellos
adoraban, al Dios-Sol, que reinaba sobre los hombres y sobre los demás dioses. Todo
rey tiene su corte y el Dios-Sol tenía la suya en una meseta, sobre la cumbre más alta
del Monte de los Cedros. Pero el Dios-Sol acudía a los templos que le estaban
consagrados y escuchaba las súplicas de sus fieles. Tantos eran los que le pedían
remedio para sus miserias, que comprendió que la situación de las pobres gentes de
Erech había llegado a ser intolerable por culpa del rey. Los huertos estaban
abandonados a las malas hierbas; el barro, la hojarasca y las ramas secas tenían cegados
los canales de riego. No se oía el chirriar de las norias subiendo el agua de los pozos, ni
se escuchaban los cantos de los segadores, de las vendimiadoras y de los datileros.
El Dios-Sol ordenó entonces que acudiera a presencia suya la diosa Aruru, la celestial
moldeadora y escultora de los seres vivientes. Era ella la que, en el principio de los
tiempos, había dado forma al hombre. Aruru acudió en seguida. Hacía tiempo que
anhelaba moldear algún ser extraordinario.
Aruru –dijo el Dios-Sol-, tú conoces la Gilgamesh, el rey del Erech. Quiero que
moldees un ser humano que lo supere en fortaleza y en bondad de corazón. Se llamará
Enkidu y nadie debe conocer, por ahora, su existencia.
La diosa Aruru se trasladó a lo más profundo de los bosques y, en un calvero, no lejos
de la falda del Monte de los Cedros, se dispuso a realizar su obra. La entrada al Monte
de los Cedros estaba guardada por un monstruo espantoso, llamado Jumbaba, que
convertía en estatua de piedra a todo aquel que se metía por sus dominios. Bastábale
para ello con clavar en él la mirada del único ojo que tenía en medio de la frente. Los
bramidos del monstruo llegaban hasta el calvero de bosque elegido por Aruru.
La diosa tomó primero las medidas que calculó debía de tener el cuerpo en estatura y en
anchura y las trazó en el suelo. Después dibujó la configuración del cráneo. Recordó la
anchura y rectitud de torre que tenía la frente de Gilgamesh. Aplastó un poco la línea de
la frente del nuevo ser; sería un poco menos inteligente, pero más duro luchador. En
cambio, le dio más anchura al busto, a la altura de los músculos del pecho, dejando
espacio para el corazón. No sería tan bello como Gilgamesh, pero sería más fuerte. No
sería tan inteligente, pero sería más bueno. Sobre la forma dibujada en el suelo
amontonó a puñados la arcilla, después de amasarla bien, hasta hacer una gran figura
informe y acto continuo se puso a moldearla con las manos húmedas. Acariciaba la
arcilla lo mismo que una madre acaricia un hijo: con mimo, con amor. Aquí suavizaba
un perfil, allí realzaba un músculo, más abajo daba forma al arco de los pies que habían
de aguantar tanto peso.
El Dios-Sol la veía trabajar por entre la rendija de dos nubes. No quiso asomar la cara
porque la masa de arcilla se habría secado antes de tiempo y el trabajo de Aruru podía
desmerecer. Pero cuando vio la figura terminada, con los labios entreabiertos, que
parecían querer hablar, levantado el pecho como para aspirar el aliento de vida y el
corazón dispuesto a empezar el tictac que únicamente la muerte había de interrumpir,
apartó las dos nubes que lo ocultaban y apareció radiante en el cielo.
Bien has trabajado, Aruru. Deja que haga yo ahora mi obra.
La arcilla adquirió frescura de carne, el pecho de la estatua empezó a subir y bajar, y el
corazón a enviar oleadas de sangre por las arterias. Hecha su obra, el Dios-Sol se
escondió por el Occidente, al otro lado del Monte de los Cedros y el nuevo ser abrió sus
ojos y vio el cielo azul, los bosques oscuros y el manantial cristalino.
Sólo el Dios-Sol y la diosa Aruru conocían la existencia de Enkidu. Este vivía entre los
animales selváticos, que no lo consideraban como hombre, sino como una fiera noble y
generosa. Se alimentaba de la leche de las hembras con cría y de las bayas y frutos de
los árboles. Su cuerpo se cubrió de vello para poder resistir la vida a la intemperie.
Gilgamesh, por su parte, seguía oprimiendo cada vez a su pueblo. Ahora reclutaba a
viva fuerza trabajadores para la construcción de un nuevo templo que quería dejar
terminado para celebrar en el mismo las grandes ceremonias del Año Nuevo. Uno de los
jóvenes que había huido a los bosques para escapar a la tiranía de Gilgamesh salió cierto
día de su cabaña para montar cepos y cavar trampas en lugares que no había explorado
hasta entonces. Cuando volvió al siguiente día por el mismo camino para recoger las
piezas que hubiesen caído, tuvo la sorpresa desagradable de encontrar las trampas
hundidas y los cepos saltados, con señales ciertas de que alguien había libertado a los
animales que habían caído en ellos. ¿Cómo se explicaba tan extraño fenómeno? El
joven montó de nuevo los cepos y las trampas, borró sus propias huellas y se retiró a la
cabaña. Dejó transcurrir un día y volvió a recorrerlos; pero su astucia se había visto otra
vez burlada. Con gran sobresalto suyo, descubrió las huellas de unos pies de hombre.
Agazapado, poniendo el alma en los oídos, dispuesto a huir a la primera alarma o a
disparar sus flechas contra quien de ese modo le robaba el fruto de sus afanes, fue
siguiendo el rastro. Este le condujo hasta un calvero, donde estaba el nacimiento del
manantial; observó por entre unas matas, los latidos de su corazón se aceleraron y
empezó a retirarse con gran cautela. Cuando estuvo a cierta distancia, echó a correr y no
se detuvo hasta llegar a su cabaña.
Aquella misma noche marchó a su pueblo y, sin que nadie le viese, entró en la casa de
su padre. Reunida la familia alrededor del hogar, el cazador contó lo que le había
ocurrido con los cepos y trampas, y agregó:
En el claro de bosque estaba un hombrón moreno y velludo, casi un gigante, curando a
una leona una pata que se había roto al caer en una de mis trampas. Y otros muchos
animales de la selva jugaban en el calvero sin hacerse daño unos a otros porque aquel
hombre extraño les imponía respeto. Un chacal le enseñó los dientes a una gacela; esta
dejó escapar un balido, el hombre dio un grito y el chacal acabó retozando con el
asustado animalito.
¿Es hombre tan alto, fuerte y valeroso como Gilgamesh? –preguntó el padre del
cazador.
Quizá un poquito más bajo, no tan hermoso, pero más fornido.
Valeroso tiene que ser para vivir entre las fieras –exclamó la joven y bella hermana del
cazador.
Quien libra de la trampa y el cepo a los animales y cura la pata de una leona, es hombre
de buen corazón –dijo con dulzura la madre.
Será preciso contárselo a Gilgamesh. Si la noticia le llegase por otro conducto, nos
castigaría.
Marchó, pues, el padre a la capital y contó a Gilgamesh el descubrimiento que había
hecho su hijo. El rey del Erech pensó que un hombre como aquel luciría mucho en su
escolta y quizá fuese un magnífico abanderado. Y contestó:
A un hombre como ese de que me hablas, sólo con la dulzura se le puede atraer. Sería
inútil recurrir a la violencia; tendríamos que enviar contra él a un ejército y no se dejaría
prender vivo. Una joven dulce y buena podría atraerlo a vivir entre los hombres y a que
abandonase la compañía de las fieras. Si lo consigues, te libraré de impuestos y
perdonaré a tu hijo.
En la corte celestial miraban con malos ojos los atropellos que Gilgamesh cometía con
su pueblo. El Dios-Sol, al que sus adoradores acudían cada vez más afligidos, llamó a
presencia suya a Ninsun, la diosa del firmamento y madre del rey del Erech, y le habló
así:
Ese hijo tuyo está agotando mi paciencia.
La diosa Ningún habló a Gilgamesh:
Hijo, modera tu carácter. Los llantos de los pobres son como el zumbido de los
mosquitos alrededor del lecho del Dios-Sol. Lo irritan contra ti.
Gilgamesh se encogió de hombros y contestó a su madre:
Cuando vea su nuevo templo terminado, el Dios-Sol se sonreirá satisfecho. Espera a las
fiestas del Año Nuevo, madre.
Y se durmió. Y mientras dormía tuvo un sueño.
Soñó que estaba a cielo raso, en pleno campo y que, de pronto, se le clavaba una flecha
en el cuerpo y no podía arrancársela por más esfuerzos que hacía. La flecha había
venido del cielo, pero Gilgamesh no había visto al arco ni al arquero. Un dolor agudo en
el costado lo despertó pero no había señal de herida ni de flecha. Todo era efecto de la
fuerza misma del sueño…
Gilgamesh volvió a dormirse y volvió a soñar. Estaba asomado a una ventana de su
propio palacio cuando cruzó por el aire un objeto brillante. Era un hacha de guerra. ¿De
dónde venía? ¿Quién la había lanzado? El arma fue a dar con estrépito en la puerta de su
propio palacio. Al ruido del golpe se despertó Gilgamesh y mandó llamar al jefe de la
guardia. Todo estaba tranquilo. No había ocurrido nada. Gilgamesh se puso en pie y fue
en busca de su madre. Ninsun sólo supo decirle:
Hijo, un peligro muy grave te amenaza.
Pero Gilgamesh era valiente y le contestó:
No me asusta morir, madre. Alguna vez tiene que ser. Pero tú eres inmortal porque eres
diosa y tendrá que llorarme por toda la eternidad.
La diosa Ninsun dejó escapar un profundo suspiro. Gilgamesh se encogió de hombros y
pensó: “El peligro hace hermosa la vida”
Enkidu, después de ordeñar a una cierva que tenía cervatos y de vaciar sobre la hierba el
contenido de un zurrón lleno de variadas y sabrosas frutas, se disponía a cenar,
jugueteando con un cachorrito de león. No llevaba más ropa que la piel de un rebeco
que había muerto despeñado porque un bramido horrendo del monstruo Jumbaba lo
sobresaltó y le hizo perder pie al saltar de una roca otra.
El Dios-Sol, a punto ya de esconderse por el Occidente, al otro lado del Monte de los
Cedros, se detuvo un instante para ver con el rabillo del ojo lo que ocurría en el calvero
del bosque. Los animales selváticos habían alzado los hocicos olfateando, como si el
viento les hubiese traido de pronto un olorcillo peligroso. Hasta el cachorro de león que
jugueteaba con Enkidu había dejado escapar un refunfuño amenazador. En el bosque del
calvero, entrando por la orilla del arroyo, apareció una joven, adornada con sus mejores
galas. La leona madre dio un salto hacia ella, un salto acompañado de un rugido
espantoso. Pero también Enkidu había saltado y el grito de mando que él lanzó hizo que
la leona, al tocar tierra, se quedase encogida y acobardada y que luego lamiese los pies
de la recién llegada, que también estaba temblorosa de miedo. Enkidu contemplaba a la
joven. El rostro de esta se parecía l suyo propio, tal y como la cara de la leona se parecía
a la del león melenudo y la de la cierva a la del ciervo de grandes cuernos rameados. Se
parecía pero de modo más fino. Enkidu era velludo y barbudo; ella era de cara lampiña,
piel suave y ojos dulces; su larga cabellera estaba bien cuidada, mientras que la de
Enkidu aparecía enmarañada y revuelta. Tomó la mano, pequeña y fina, de la joven con
su manaza grande y áspera. No había duda: aquella era su pareja. Sólo acertó a decirle:
Soy Enkidu.
Y ella le comprendió, contestándoles:
Soy Sadiru.
El Dios-Sol, al desaparecer por el Occidente del Monte de los Cedros, pintó las
nubecillas del cielo de color rosa y de color rosa fueron las sonrisas con que Enkidu y
Sadiru se saludaron.
Y entonces ocurrieron dos cosas. Enkidu comprendió que él y Sadiru eran dos seres
distintos de las fieras entre las que había vivido hasta entonces. Un rugido de la leona,
desde el extremo del calvero, hizo que el leoncillo corriese junto a ella. Enkidu se
levantó para atraparlo pero todos los animales selváticos y las fieras se desbandaron.
Habían comprendido que Enkidu no era de los suyos, como hasta entonces habían
creído, era de la raza de los hombres, sus enemigos de siempre.
Sadiru, la joven campesina, que sabía que en la noche acechan las fieras, reunió ramas y
encendió fuego. Y acertó porque los que hasta entonces habían sido amigos de Enkidu
acechaban desde todo el círculo exterior del calvero, esperando velos dormidos para
caer sobre los dos. Saduri explicó a Enkidu cómo vivían los hombres en las aldeas y
ciudades y le hizo el relato de sus fiestas y de sus cultos. Luego le contó las penas
suyas, las de los habitantes de su aldea y las de todos los moradores del Erech, por causa
de los atropellos de Gilgamesh. Y agregó:
Tú eres fuerte y te corresponde reinar entre los hombres, no entre las fieras. Te
conduciré a Erech, la ciudad más grande y magnífica que han construido los hombres.
Pronto van a celebrarse las grandes fiestas del Año Nuevo en el magnífico templo del
Dios-Sol, que es el que protege a nuestro pueblo y al que nosotros adoramos. Y si, como
eres fuerte, eres también bueno, tú nos librarás de la tiranía de Gilgamesh.
Enkidu contestó sin vacilar:
Os libraré de ella.
Gilgamesh es valiente.
Fuera de Jumbaba, el monstruo que guarda el Bosque de los Cedros sagrados, no temo a
nada. Y si tú me lo mandases, pelearía con Jumbaba.
Sadiru miró al gigante, que había ensanchado el pecho y abierto las enormes manazas
como para hacer presa en un enemigo invisible, y pensó:
“Vencerá a Gilgamesh y se proclamará rey”
Enkidu, por su parte, pensaba:
“Si llego a ser rey del Erech, haré reina a Sadiru”
Gilgamesh andaba atareadísimo en los preparativos de las grandes fiestas que habían de
celebrarse con motivo del Año Nuevo. En esas fiestas debía inaugurarse el nuevo
templo al Dios-sol y Gilgamesh apremiaba brutalmente a todos cuantos trabajaban en
aquella obra; sus furores y sus caprichos traían aterrorizados a los arquitectos, maestros
de obra, escultores, canteros y decoradores. Gilgamesh lo quería todo bello, todo
perfecto, grandioso todo. Las dos partes de Dios que había en su naturaleza así lo
exigían; la otra parte, la que tenía de hombre, se dejaba arrastrar a los mayores
arrebatos.
Sadiru, entre tanto, marchaba camino de la capital del Erech, acompañada de sus padres,
de su hermano el cazador y de un gigantón desconocido, al ver al cual la gente se
quedaba atónita y boquiabierta. El gigantón era Enkidu, que ya no llevaba a la cintura la
piel de rebeco, sino el ceñidor de hilo que le llegaba hasta las rodillas y una clámide o
capita corta, pero de puntas muy largas, que caían formando pliegues hasta el borde
inferior del ceñidor. Empuñaba una formidable garrota, que no era sino la misma rama
con que iba armado en el bosque, pero podaba y arreglada según las indicaciones de
Sadiru. Esta iba pensando que, si la rama se había convertido en garrota, bien podía la
garrota, afinándola aún más, convertirse en cetro de rey; porque el cetro no es sino un
bastón de mando, acortado y elegantizado y el bastón de mando una garrota afinada y
elegantizada; y la garrota una rama de árbol desbastada. Cetro, bastón, garrota, son
símbolos de autoridad, de mando.
Cuando el grupo de Enkidu cruzaba por las aldeas, se oían comentarios como estos:
Gilgamesh va a encontrar, por fin, un adversario digno de él.
Es más fornido que Gilgamesh.
Yo diría que un poco más bajo.
Gilgamesh lo hará matar por su escolta.
¿Cómo se llama ese buen mozo? –preguntaban las muchachas.
Enkidu y será nuestro libertador –contestaba Sadiru.
Nadie puede libertarnos como no sea voluntad del Dios-Sol –dijeron los ancianos.
“Por lo menos demostraré a Gilgamesh que los campesinos no somos gente floja y
cobarde”, pensó Enkidu.
Llegó por fin el día en que el pueblo del Erech celebraba su rito del Año Nuevo. Los
habitantes del Erech hacían de esa fecha la fiesta del retorno de la vida; el sol empieza
alargar los días, la savia de los árboles despierta de su sueño invernal, los grillos se
asoman a la boca de su escondrijo y lanzan sus primeros cricrís y la sangre empieza a
hervir en las venas de los pájaros y les cosquillea la garganta para que canten, píen y se
arrullen.
El día apareció magnífico. Las flautas, tamborcillos y panderos llevaron la alegría por
las calles de la ciudad. Las gentes se dirigieron hacia el atrio del templo del Dios-Sol o
se agolparon en la gran avenida que conducía al mismo, entre dos grandes hileras de
soles simbólicos tallados en piedra que se alzaban sobre pedestales. Enkidu abrió paso a
Sadiru y a la familia de esta hacia el atrio mismo y allí se situaron a la sombra de una
estatua.
Se oyó a lo lejos un suave vibrar de címbalos y flautas. Sadiru se volvió hacia Enkidu y
le dijo con lágrimas en los ojos:
Ahí llega Gilgamesh. Libra a mi pueblo de su tiranía. Desafíalo, véncelo y proclámate
rey.
Enkidu sintió que se le ensanchaba el pecho, que todo su cuerpo se endurecía para el
combate y le contestó únicamente con una sonrisa.
El cortejo de Gilgamesh se iba acercando. Venían delante las bailarinas agitando
panderos y marcando los alegres pasos de la Danza de los desposados. A ambos lados,
los tamborileros, encuadrándolas y acompasándolas, hacían resonar con las manos sus
instrumentos de tamaños distintos. Detrás de las bailarinas venían las flautas y dulzainas
ejecutando la melodía de la danza.
Un buen trecho detrás, solo, magnífico, radiante de belleza, resplandeciente de alhajas,
Gilgamesh. Iba al templo para el gran rito en que, como representante de aquella ciudad
y tierra, iba a celebrar el desposorio de esta con su dios, un desposorio simbólico,
mediante el cual Erech se comprometía a dar culto al Dios-Sol y este le prometía
prosperidad para todo el año.
Detrás de Gilgamesh, la más lucida escolta de guerreros que ha guardado las espaldas a
un rey. Cerraban el cortejo los altos dignatarios, el Consejo de Ancianos y una gran
masa de pueblo que llenaba por completo la avenida.
Danzarines y músicos se colocaron a un lado del atrio, frente por frente de los
sacerdotes y Gilgamesh avanzó por el centro. En este instante se adelantó Enkidu hacia
la puerta del templo, se volvió de cara al rey, que llegaba, y cruzó la pierna derecha en
el umbral, en gesto simbólico de que le cerraba el paso y lo desafiaba.
Gilgamesh, eres el tirano de tu pueblo y no el rey. Yo vengo a libertarlo de tu tiranía –
gritó Enkidu.
Los sacerdotes levantaron sus brazos al cielo, horrorizados de tamaño sacrilegio. Una
voz vibrante añadió de entre la multitud, muda de asombro:
¡Viva Enkidu, el bueno!
Era la de Sadiru.
La escolta de Gilgamesh, obedeciendo una orden de su jefe, avanzó, blandiendo en alto
las lanzas. Pero, dominando el tumulto, resonó otra vez, más terrible, la de Gilgamesh.
¡Atrás todos! Yo me basto para castigar al insolente.
Dio unos pasos hacia Enkidu y le gritó:
Prepárate. La lucha será a muerte.
Y tiró el cetro, que rodó por las losas. Enkidu hizo lo mismo con su garrota. Ambos se
quedaron solos en el centro del atrio, frente a frente.
El Dios-Sol se arrellanó en la cúpula dorada del templo para presenciar la pelea. Su
rostro redondo y mofletudo tenía una sonrisa enigmática. ¿Quién había de vencer?
¿Gilgamesh? ¿Enkidu?
Los campesinos, encabezados por Sadiru, suplicaban al Dios-Sol:
¡Da la victoria a Enkidu, que será nuestro libertador!
La guardia de guerreros gritaban a Gilgamesh:
¡Aplástalo, destrózalo!
Se acercaron el uno al otro con las manos abiertas como garras de tigres feroces.
Gilgamesh tenía dos partes de dios; pero Enkidu había luchado con fieras, esta curtido
por el sol, había trepado a las cimas peñascosas y a las copas de los altísimos cedros.
Se agarran uno a otro con fiereza, forcejean, ruedan por el suelo, se atenazan con presas
brutales, reciben y dan puñetazos como coces de caballo salvaje y patadas que parecen
martillazos de herrero. Se cubren sus cuerpos de magulladuras y de sangre. Heridas y
regueros de sangre manchan el hermoso rostro de Gilgamesh. Atornillado en una presa
irresistible de Enkidu, jadea como perro cansado, siente que se ahoga, se le aflojan las
piernas y cae al suelo con Enkidu encima. La vida del rey estaba a merced del gigante.
Los guerreros gritan ahora:
¡Es un flojo! ¡Mátalo, Enkidu! Serás nuestro rey.
En cambio, el pueblo clama con Sadiru:
¡Dale cuartel, Enkidu! No lo mates. Ha luchado como un valiente.
Los hombres valerosos y nobles son quienes mejor saben apreciar el valor y la nobleza
de sus enemigos. Enkidu pensó que Gilgamesh podía haber lanzado contra él su
guardia; sin embargo, había preferido pelear solo, sin ayuda de nadie y a cuerpo limpio.
Esa gallardía de Gilgamesh despertó en el corazón de Enkidu un sentimiento de
generosidad.
Mátame de una vez –balbucea Gilgamesh.
Pero Enkidu le tiene la mano, le ayuda a levantarse del suelo y le dice:
Prométeme que de aquí en adelante serás justo y benigno con tu pueblo, que le rebajarás
los tributos y que harás caso de los hombres sabios del Consejo de Ancianos.
Gilgamesh se lo promete y pregunta luego:
¿Quién eres tú, mi vencedor? ¿Eres un dios acaso? Sólo dios puede tener tu fuerza, tu
valentía y tu generosidad.
El Dios-Sol, desde lo alto de la cúpula dorada del templo, dejó oír su voz:
Hijo de Ninsun, tu vencedor, Enkidu, ha sido creado por mí de la arcilla moldeada por
Aruru, para que sepas que la gloria de un rey está en su justicia, no en su fuerza, porque
siempre puedo yo crear otro ser más fuerte. Abrazaos y haced feliz entre los dos a mi
pueblo del Erech.
Gilgamesh y Enkidu se abrazaron. El pueblo prorrumpió en vítores, los guerreros de la
escolta levantaron las lanzas, los sacerdotes entonaron himnos, los músicos hicieron
sonar sus instrumentos. Las danzarinas bailaron la danza nupcial y Gilgamesh entró en
el templo.
No hubo en el Erech fiestas de Año Nuevo más alegres y suntuosas. Gilgamesh y
Enkidu se hicieron amigos inseparables. Gilgamesh volvió a ser un rey justo y bueno,
preocupado únicamente con la felicidad de su pueblo.
LA VENGANZA DE ISHTAR
Mito de Mesopotamia
Ishtar era para los babilonios la diosa que regía la germinación de las sementeras y de
todos los seres vivos. Se la identificaba con la Luna y es la misma diosa a la que los
griegos llamaron Diana. Si los que llamamos alunados o lunáticos son gentes algo
locas y alucinadas, es de suponer que la Luna o Ishtar, lo era en grado superlativo:
completamente lunática y completamente alocada. En la tercera aventura de Gilgamesh
y Enkidu interviene Ishtar.
Gilgamesh, una vez descabezado Jumbaba, dejó escapar un grito de triunfo, se enjugó el
sudor del combate, limpió sus armas ensangrentadas y soltó la cinta con que enlazaba
sus cabellos. Lo mismo hizo Enkidu y ambos emprendieron inmediatamente el regreso a
Erech, la capital del reino, llevando la cabeza de Jumbaba.
La entrada de Gilgamesh y Enkidu fue triunfal. Eran los días en que los habitantes del
Erech celebraban la muerte y la resurrección anual de Tammuz, que coincidía con las
fiestas de la primavera. Los primeros días eran de llanto por la muerte de Tammuz; los
últimos eran de grandes regocijos por su resurrección. Ahora bien, Tammuz había
querido ser esposo de Ishtar –que era entonces joven y hermosa- y esta diosa alocada lo
hizo despedazar por sus propios perros. Sin embargo, ahora que ya no era joven ni
hermosa, quedó deslumbrada por la arrogancia y el valor de Gilgamesh, que más que
hombre parecía un Dios, aclamado por su pueblo. Delante de Gilgamesh iba Enkidu
llevando ensartada la cabeza de Jumbaba en lo alto de su lanza.
Ishtar tenía en Babilonia un templo en el que recibía el culto de sus devotos adoradores.
La diosa salió al encuentro de Gilgamesh y le habló de este modo:
Gilgamesh, quiero que seas mi esposo. Eres hijo de una diosa y te corresponde tener por
mujer a una diosa. Muchos han solicitado mi mano y a todos rechacé. Yo te regalaré una
carroza de oro incrustada de piedras preciosas, con un tiro de mulas veloces como el
viento. Tendrás un palacio sombreado por aromáticos cedros centenarios. Reyes y
príncipes de la tierra te rendirán tributo trayéndote la flor de sus riquezas. Tendrás
rebaños incontables de ovejas, de caballos y de vacas.
Pero Enkidu le dijo por lo bajo a Gilgamesh:
Acuérdate de Tammuz.
Y en ese mismo instante llegaron al oído de Gilgamesh los cantos rituales en que se
lloraba la muerte atroz de Tammuz. Entonces se volvió irritado hacia Ishtar, olvidando
que esta era diosa y recordando únicamente sus crueldades.
Diosa Ishtar, las riquezas que me ofreces tendría yo que pagarlas a un precio muy
caro.Obligación del esposo es cuidar del decoro del hogar y de la persona de su
mujer.Tendría yo que darte palacios y vestidos dignos de una diosa y cumplirte tus
caprichos. Pero todos saben que desde niña fuiste alocada. Hoy, como todos los años, el
pueblo llora por Tammuz, al que hiciste dar muerte cruel. Se te presentó como joven
pastor y tú lo transformaste en lobo para que muriese despedazado por sus perros y
acosado por sus propios compañeros. Disfrutas envileciendo al león: clavas espuelas en
los ijares del corcel de guerra para luego hacerle beber agua cenagosa.
Gilgamesh y Enkidu se unieron a la procesión de los que lloraban a Tammuz, sin
preocuparse de Ishtar.
La diosa, irritada por aquel desprecio y aquellos insultos, corrió a la mansión celestial,
en la cumbre del Monte de los Cedros. Pero por más que lloró y pataleó, el dios padre
de los dioses se limitó a decirle que se lo tenía bien merecido.
Ishtar entonces se dejó llevar por un arrebato de locura furiosa:
Padre, soltad contra el hombre que me ha ofendido al toro del firmamento, a ese animal
feroz que cuando se enfurece produce los truenos y las tempestades o tomaré terrible
venganza en todos los hombres. Abriré las puertas del infierno y haré salir de este a los
muertos para que acosen y maten a los vivos.
El padre de la diosa Ishtar se resistió largo rato, pero temió que su hija cometiese alguna
insensatez espantosa. Por fin pareció ceder y le dijo:
Tú tienes a cargo tuyo la germinación de las plantas y la propagación de los seres vivos.
Sólo el cumplimiento de ese deber justifica tu carácter de diosa. Ya sabes las
consecuencias que acarrea fatalmente el descenso del toro celestial a la tierra de
Ramman: siete años de hambre. Obligación tuya es hacer provisión de pan para los
hombres y de forraje para las bestias, a fin de que la tierra no se despueble y los seres
vivientes no padezcan por culpa tuya.
La diosa Ishtar le contestó:
Todo lo tengo previsto y siempre hay en el Erech, gracias a mi protección, alimentos y
forrajes sobrantes de siete años de abundancia.
El toro que por orden del padre de la diosa Ishtar bajó a la tierra es el mismo que brama
con el trueno, echa bufidos de fuego con el rayo y arrasa bosques, cosechas y casas con
el huracán. Pero esta vez Ishtar dominó su indomitez y lo llevó al Erech, bajo los
mismos muros de la capital, en el momento mismo que Gilgamesh y Enkidu salían por
la puerta occidental de sus murallas. Y lo azuzó contra ellos.
La vengativa y despreciada Ishtar se dispuso a contemplar el combate. Ya veía a
Gilgamesh volando por los aires ante la acometida del toro, para ser luego recogido,
corneado y despedazado con las puntas largas y afiladas de sus cuernos. Y gritó, fuera
de sí, de rabia:
Ahora aprenderá, Gilgamesh, que no se puede ofender a Ishtar, pero lo aprenderás
demasiado tarde.
El cortejo que seguía a Gilgamesh y Enkidu se refugiaba precipitadamente dentro de las
altas murallas que rodean a la ciudad. Cierran las puertas y son muchos los que corren al
templo del Dios-Sol, pidiéndole protección.
Ni Gilgamesh ni Enkidu se arredran ante el peligro. Este último había probado muchas
veces su agilidad y la fuerza extraordinaria de sus músculos hurtando el cuerpo a los
toros salvajes en su carrera y sujetándolos por los cuernos hasta quebrantárselos de raíz,
o hasta derribarlos por tierra, exhaustos y jadeantes. Este de ahora corría como un
huracán y se revolvía como un remolino. Pero en la misma ceguera de su rabia
encuentran los dos héroes el medio de burlarlo y de castigarlos. Ya su furia empieza a
amainar después de cien carreras inútiles y por efecto de los tremendos topetazos que se
da contra los árboles, rompiéndolos y rodando por el suelo, para volver a levantarse
inmediatamente. Enkidu entonces se coloca entre los dientes la espada larga y muy
afilada, engaña al toro con un quiebro del cuerpo y cuando aquel se revuelve lo agarra
por los cuernos. Después de mis coces y esfuerzos foribundos, empiezan a agotarse las
energías del toro; Enkidu empuña la espada en su mano derecha y se la hunde en las
agujas, hasta traspasarle al corazón.
El Toro Ramman se desploma patas arriba.
Los gritos de triunfo de Gilgamesh y enkidu se confunden con el alarido de furor de la
diosa de Ishtar, que ha contemplado la pelea desde lo alto del torreón que se alza sobre
la puerta de Occidente. Y el furor se convierte en locura al ver cómo Gilgamesh y
Enkidu arrancan el corazón sangrante del toro del cielo para llevarlo de ofrenda al
templo del Dios-Sol. Entonces Ishtar grita desde las almenas:
¡Ay de ti, Gilgamesh, ay de ti que has tenido la audacia de despreciarme y de matar al
toro del cielo!
El leal Enkidu quiere correr también los peligros de aquella maldición de la diosa. Para
que esta vea que él había participado en la muerte del toro, corta de sendos tajos de su
espada las dos ancas del animal, toma impulso, se las tira con toda su fuerza a la diosa,
dándole en la cara con aquella masa sanguinolenta y le grita:
¡A ti quisiera tenerte entre mis manos! ¡Te arrancaría las entrañas y las colgaría junto a
las de este animal!
Tamaña audacia dejó de momento acobardada a la diosa Ishtar y esta se dispuso a hacer
un entierro digno al cadáver del animal sagrado. Pero ya los habitantes de Erech se
habían enterado de la victoria de sus héroes, abrieron las puertas y salieron en tropel
para llevar en triunfo a Gilgamesh y Enkidu. Estos levantaron el cadáver del toro y, de
esta manera, hicieron su entrada en la ciudad, rodeados de las aclamaciones delirantes
del pueblo.
Y allá queda Ishtar en lo alto del torreón, rodeada de sus doncellas, lavando con un
torrente de lágrimas las ancas sangrantes del toro que había bajado del firmamento a
vengarla.
LA MUERTE DE ENKIDU
Mito de Mesopotamia
Los dioses que vivían en lo alto del Monte de los Cedros tenían su amor propio y era
frecuente que el rey de los dioses tuviese que intervenir para apaciguar las disputas que
surgían entre ellos. Tenían su amor propio y no les gustaba que ningún hombre, por
elevado que fuese su rango, se descarase con ninguno de ellos.
“El que siembra vientos, recoge tempestades” Eso estuvo pensando Enkidu, recién
acostado en el hermoso lecho de que disponía en el palacio del Gilgamesh. “Sí –se decía
Enkidu-, las temeridades de Gilgamesh nos acarrearán desgracias”. Por mucha que
fuese la influencia de Ninsun, diosa del firmamento, también Ishtar, la Luna, tenía
muchísimo poder. Y algún día Ishtar tendría de su parte a la asamblea de los dioses y
estos los castigarían.
Quizá por efecto de tales pensamientos Enkidu tuvo aquella noche sueños muy
extraños. Vio en esos sueños a los dioses reunidos en asamblea, mejor dicho,
constituidos en tribunal para juzgarlos a él y a Gilgamesh. Haber matado a Jumbaba y al
Toro del firmamento era un crimen que merecía ser castigado con la muerte. Como en la
asamblea no tomaban parte las diosas, hubo mayoría en el acuerdo de imponer un
castigo. Alguien propuso que muriese el más culpable de los dos mortales. Y allí fue
donde la asamblea de los dioses cayó en la más enconada de las disputas. Los
partidarios de la diosa Ninsun querían a todo trance salvar a Gilgamesh y los partidarios
de la diosa Ishtar querían perderlo. El más anciano de los dioses era Anu y por ser el
más anciano le llamaban y consideraban como padre y el más sabio de todos ellos. Se
hizo el silencio cuando él abrió la boca para decir:
En mi opinión, hay algo que agrava la culpabilidad de Gilgamesh. Este derribó uno de
los cedros sagrados y eso constituye un sacrilegio. Si cada habitante del Erech, viendo
que Gilgamesh no ha sido castigado, derriba a su vez un cedro, pronto quedará
desembarazado el camino hasta la cima del monte. ¿Qué haremos entonces?
Se levantó en la asamblea un griterío ensordecedor y estuvo en poco que los partidarios
de Ninsun y de Ishtar no llegasen a las manos.
El dios de los vientos gritó:
Enkidu es el verdadero criminal porque conocía el camino y fue quien guió a
Gilgamesh.
Pero el rey de los dioses, el Dios-Sol, se volvió iracundo hacia el de los vientos y bramó
con voz tonante:
¡Cállate! ¿Habrían matado ellos a Jumbaba si tú…, tú mismo…, no le hubieses cegado
con el soplo de tus vientos? Cállate, si no quieres pasar de juez a reo.
Pero el dios de los vientos también tenía voz bramadora, aunque no de trueno:
Harás bien en callar, ¡oh rey de los dioses!, porque yo obedecí órdenes tuyas y fuiste tú
quien los animó a cometer tan grandes atropellos.
Enkidu sintió impulsos de decir que sí, que el rey de los viento tenía razón, que la
misma diosa Ninsun le había colocado a él su distintivo e insignia. Y con los esfuerzos
que hizo para hablar, se despertó, sin que los dioses hubiesen llegado a tomar una
resolución.
Enkidu ya no pudo conciliar el sueño, convencido de que el condenado a muerte por los
dioses sería él, que no tenía ningún valedor…
Fue a la habitación de Gilgamesh y le contó el sueño; pero este se mostró seguro de que
el castigo tenía que recaer en su propia persona. Sabía perfectamente que él había sido
el instigador de todo y que Enkidu sólo le había seguido por lealtad y que se había
opuesto a que derribase el cedro sagrado. Reconocíase plenamente culpable y juzgó que
el castigo tenía que recaer en él. Pero los dioses podían infligirle un castigo peor que la
muerte: vivir sin la compañía del bueno y leal Enkidu.
Y por eso le dijo:
Amigo y hermano mío, ¿crees que los dioses no me castigan a mí de la manera más
cruel si te matan a ti? Ellos saben muy bien que, muerto tú, me sentaré yo a las puertas
de la muerte, igual que mendigo a las puertas del Palacio real, esperando que se abran,
para poder entrar a ver tu rostro querido. Muerto tú no me queda a mí sino morir.
Enkidu volvió a su cama, pero no consiguió conciliar el sueño en toda la noche.
Despierto y envuelto en la oscuridad, se puso a meditar en su corta vida. Enkidu había
sido moldeado por la diosa Aruru como hombre en la plenitud de su desarrollo. Nunca
fue niño; no conoció los besos de una madre, ni jugó y riñó con otros pequeños de su
misma edad, ni conoció las alegrías, estímulos e ilusiones del niño, ni había tenido un
padre al que tomar como modelo de valentía, previsión y seriedad. Enkidu se había
despertado a la vida siendo ya hombre hecho y derecho, y sólo supo que era hombre
cuando se le apareció la joven y bella campesina. ¿Para qué se cruzó aquella mujer en
su vida? Enkidu habría seguido considerándose como un animal del bosque y habría
vivido largos años sin incurrir en la cólera de los dioses. Recordó luego el episodio de
su mano magullada por la puerta de entrada al Bosque de los Cedros y sintió un vivo
dolor en la misma. Y al amontonarse en su recuerdo los mil pequeños detalles
dolorosos, Enkidu sintió tentaciones de maldecir la vida.
Pero amaneció. La luz del día no solamente iluminó y alegró la estancia en que dormía
Enkidu; también llevó un rayo de luz y de optimismo a su alma. Vio su lecho magnífico
y la puerta de comunicación de su estancia con el dormitorio de Gilgamesh, rey
magnífico del Erech y amigo suyo. Y recordó las gloriosas aventuras del combate con
Gilgamesh, de la muerte y decapitación de Jumbaba, de la lucha y muerte del toro
celestial y de la entrada triunfal en el Erech. La vida, como las nubes sonrosadas del
amanecer y del crepúsculo tiene dos caras, una hermoseada por el sol del amor y de la
ilusión y la otra oscura, y ese contraste la hace bella. Enkidu dio gracias en su corazón a
la diosa Aruru, que lo moldeó fuerte y sano; al Dios-Sol, que le comunicó el hálito de
vida; a la dulce Saridu, que lo trajo a vivir entre los hombres. Y aceptó la decisión que
tomasen los dioses, cualquiera que esta fuese, comprendiendo que era el rey de los
dioses quien le había permitido asistir en sueños a la asamblea en que se discutí su
porvenir.
Pasadas algunas noches tuvo otro sueño; fue como si los dioses compasivos quisieran ir
preparando su espíritu para lo que se avecinaba. He aquí el sueño:
Oye un chillido prolongado y penetrante que parece brotar del cielo y de la tierra.
Enkidu se ve de pronto alzado en el aire por las garras de un monstruo espantable que
tiene cara de león y alas y garras de águila y todo el cuerpo cubierto de plumas. Pero lo
que más angustia a Enkidu es que siente que le brotan plumas en todo el cuerpo, y ve
cómo sus brazos se convierten en alas hasta que todo él se transforma en un ser parecido
al que le lleva por los aires. Entonces comprende que está muerto, que se ha convertido
en espíritu y que aquel espantable pajarraco es una de las harpías del infierno que lo
lleva hacia la morada de los muertos. Ya es sólo espíritu, aire, cosa que flota…, pájaro.
Al entrar en la mansión de los muertos Enkidu ve sentada en un trono elevado a la diosa
que reina en los infiernos. Junto a la reina de la noche eterna está acuclillada su fiel
servidoras. A medida que entran nuevas almas, esta lee la relación de sus vidas grabada
en un registro. Mientras Enkidu espera su turno, recorre con la vista una sección en la
que se agolpan todos aquellos que en el mundo habían sido grandes personajes: reyes,
nobles y sacerdotes. Pero allí no se ven coronas, ricos mantos y túnicas porque todos
están cubiertos de plumas y agitan alas; sus rostros son de espantables demonios. Ya no
tienen servidores ni comen en ricas mesas manjares apetitosos y blanco pan, sino que se
llevan a la boca cosas hediondas y basura.
Enkidu no pudo seguir viendo lo que allí ocurría porque despertó de su sueño. Se lo
contó a Gilgamesh y, esta vez, ya no hubo dudas sobre cuál de los dos había sido
condenado a morir.
Enkidu no pudo ya levantarse de la cama. Una fiebre ardorosa lo consumía; dejó de
comer y se fue debilitando día a día. Gilgamesh, afligidísimo, no se apartaba de su lado,
tratando de darles ánimos porque de ese modo se daba ánimos a sí mismo.
Pero al noveno día cayó Enkidu en un sopor profundo y Gilgamesh se alarmó,
hablándole con las más cariñosas palabras:
Enkidu, mi hermano y camarada, con el que yo afronté los mayores peligros y realicé
las hazañas más gloriosas, abre los ojos, háblame. Juntos matamos al toro del
firmamento y juntos acometimos a Jumbaba… Tus ojos se han nublado, tu voz ha
enmudecido.
Puso la mano sobre el corazón de Enkidu. Este había dejado de latir. Gilgamesh cubrió
el rostro de Enkidu con un velo. Después paseó por las habitaciones de su palacio dando
bramidos de dolor que dejaron aterrados a sus servidores. Parecía una leona a la que le
han matado sus cachorros. Se mesó los cabellos, se desgarró las vestiduras y lloró con
lágrimas ardientes al muerto querido.
Gilgamesh no podía apartar los ojos de Enkidu y durante toda la noche estuvo mirando
aquel cuerpo, tan lleno de vigor y de energías; se había achicado y encogido porque le
faltaba el hálito de vida y el alma había marchado al país de las tinieblas. Gilgamesh
anheló, más que nunca, poseer la inmortalidad para no verse como ahora estaba Enkidu.
Cuando las primeras luces del día entraron a la habitación en que estaba expuesto el
cuerpo de Enkidu, Gilgamesh tomó una resolución heroica, temeraria. Buscaría el
secreto de la inmortalidad. En una isla de los mares lejanos, allá por Occidente, en los
últimos confines de la tierra, vivía el único hombre al que hasta entonces había
respetado la muerte. Siglos, milenios incontables llevaba viviendo y aunque, según
decían las leyendas, sus cabellos eran blancos, su cuerpo tenía el vigor de la edad
madura. ¿Cómo había logrado hacerse inmortal? Gilgamesh se lo preguntaría y a fuerza
de súplicas y de lágrimas le arrancaría su secreto, el secreto de la inmortalidad.
Esa fue la resolución que tomó Gilgamesh, dolido y temeroso, a la vista del bueno y leal
Enkidu, del que sólo quedaba en la tierra el barro o arcilla de que lo había moldeado la
diosa Aruru.
EL HOMBRE QUE PUDO SER DIOS
Leyenda de Mesopotamia
El dios de la sabiduría, Ea, tuvo un capricho; un capricho de dios. Necesitaba un
servidor que atendiese a sus necesidades y le librase de mil preocupaciones. Bajó, pues,
a tierra a la ciudad sagrada de Eridu y moldeó a un ser con cuerpo de hombre, pero le
dotó de una inteligencia y de una sabiduría tales, que no había en la tierra y en el cielo
nada que él no supiese o que no fuese capaz de comprender. La misma perfección que a
su inteligencia dio Ea a los órganos y a los músculos del nuevo ser. La habilidad de sus
manos era prodigiosa, lo mismo si se trataba de amasar y de cocer el pan, que de
preparar trampas y armas para los cazadores y redes y anzuelos para los pescadores.
Sabía ser panadero, cazador y pescador. Hablaba como el más experimentado de los
ancianos. Y era, además, un ser de nobles sentimientos, cumplidor de los mandatos
divinos, fiel servidor de Ea y cuidadoso del bienestar de los habitantes de Eridu. Todas
las noches, antes de acostarse, recorría el recinto amurallado y comprobaba que las
puertas de la ciudad estaban bien cerradas y las guardias y centinelas en sus sitios para
evitar cualquier sorpresa de los merodeadores. Este ser, que tenía cuerpo de hombre,
pero que casi podía compararse a los dioses por su inteligencia, se llamó Adapa.
Adapa salió un día de pesca en su barca. Quería sacar algunos peces para servirlos en la
mesa del dios Ea, su señor. La barca se adentró en el mar y cuando Adapa se hallaba
entregado a sus tareas, he aquí que el Pájaro gigantesco de la Tempestad se echa a volar
lejos de las costas y empieza a mover furiosamente sus alas inmensas agitando las aguas
y levantando olas gigantescas. La barca de Adapa se ve sacudida en todas direcciones:
tan pronto se levanta de proa, empujada por una ola, como parece que va a tragársela el
abismo. Un aletazo terrible del Pájaro de la Tempestad levanta un remolino súbito y la
barca da la vuelta, quedando con la quilla hacia arriba.
Adapa, que sabía de todo, sabía nadar como un pez. Salió, pues, a flote, pero aquel
percance le irritó. Por una sola vez, perdió la serenidad y se dejó llevar de la cólera. Los
mortales no ven al Pájaro gigantesco de la Tempestad. Sólo sienten sus aletazos en las
ráfagas del viento y en los huracanes. Pero Adapa sí que lo vio. Adapa estaba en ese
momento irritadísimo y gritó al Pájaro de las Tempestades, amenazándole con el puño:
Esto que has hecho me lo vas a pagar muy caro, porque voy a quebrarte las alas.
No era una fanfarronada de Adapa. Entre las cosas que este sabía, por habérselas
enseñado su señor, Ea, dios de la Sabiduría, estaban las fórmulas de encantamientos y
de maldiciones. Adapa lanzó contra el Pájaro de las Tormentas la más eficaz de todas
que sabía y apenas la maldición salió de sus labios cuando las alas de aquel se plegaron
como paralizadas. Cesó en un instante de soplar el viento; las olas se deshicieron,
quedando todo en calma; pasaron días y días sin que se moviese una hoja de árbol, sin
que se rizase el mar y cruzasen las nubes por el cielo. Todos los vientos y las brisas se
durmieron profundamente.
Transcurrieron así siete días y el dios de los cielos mandó llamar a su alado mensajero
Ilabrat y le preguntó:
¿Qué ocurre que desde hace siete días no soplan los vientos?
Ilabrat contestó:
Señor, el Pájaro de las Tormentas tiene rotas las alas.
¿Quién se las rompió?
Señor, fue obra de Adapa, el servidor del dios de la Sabiduría.
Esas palabras despertaron la cólera del dios de los cielos. ¿Qué clase de ser
extraordinario era aquel Adapa? ¿Cómo llegaba a tanto su poder? Había dioses que no
habrían podido realizar lo que aquel ser mortal había hecho. Resolvió aplicarle un
severo castigo y dio orden de que llevasen a Adapa a presencia suya.
Pero nada de lo que ocurría en los cielos y en la tierra escapaba al conocimiento de Ea,
el dios de la Sabiduría, que estaba además encariñado con Adapa, por ser creación suya
y porque era un servidor leal y obediente. Lo llamó a su presencia y le dijo:
Adapa, el dios de los cielos está irritado contra ti por haberle quebrado las alas al Pájaro
de las Tempestades. Te va a llamar a juicio y te castigará. Escúchame y haz lo que voy a
decirte.
El dios de la Sabiduría habló largo rato con Adapa aleccionándole en ciertos secretos de
la corte celestial que este no conocía. Y terminó diciéndole:
Sigue al pie de la letra mis consejos.
Lo primero que hizo Adapa fue despeinarse los cabellos, cubrirse la cabeza de ceniza y
vestirse de harapos como un mendigo. Llegó al poco rato el mensajero del dios de los
cielos y le ordenó que lo siguiese. Cuando llegaron a las puertas de la mansión celestial
les cerraron el paso dos dioses que allí estaban de guardia y que preguntaron a Adapa:
¿Cómo te presentas de esas trazas en la corte celestial?
Adapa le contestó con tono lastimero:
Dos dioses han desaparecido de la tierra; yo me he puesto así para hacer llantos por ello
y quiero pedir al dios del cielo que se apiade de nosotros y nos los vuelva a enviar a la
tierra.
Los centinelas preguntaron extrañados:
¿Y qué dioses son los desaparecidos?
Adapa les contestó:
Tammuz el uno y Gishzida el otro.
Al oír lo que decía Adapa, los dos centinelas dejaron ver una sonrisa de simpatía,
porque Tammuz y Gishzida eran ellos mismos, que se retiran en efecto de la tierra todos
los años en estación seca. Tammuz y Gishzida tratáronle con gran amabilidad y lo
llevaron a presencia del rey de los dioses, que lo recibió sentado en su trono y le
preguntó con voz terrible:
Escúchame y contéstame: ¿por qué le quebraste las alas al Pájaro de las Tempestades?
Adapa le contesta con gran serenidad:
Rey de los dioses y de los hombres: Ea, el señor de la Sabiduría, me dio una inteligencia
superior a la de todos los hombres y me puso al corriente de los misterios del cielo y de
la tierra. Yo le quedé tan agradecido, que me convertí en servidor suyo y le proveo
todos los días de los mejores alimentos que puedo conseguir. Salí un día al mar en mi
barca con el propósito de pescar peces para la comida de mi señor. El mar estaba en
calma, y de pronto el Pájaro de las Tempestades empezó a mover las alas con furia,
revolviendo las aguas de tal manera que volvió mi barca boca abajo… Yo pensé que mi
señor se iba a quedar sin comer. Eso me produjo tal cólera, que lancé una maldición y le
quebré las alas al Pájaro de las Tempestades.
El divino juez le escucha con atención, examinando sus facciones para ver si dice
verdad. No acaba de convencerse. Pero Tammuz y Gizhzida se adelantan y hablan a
favor de Adapa:
Señor nuestro, la boca de Adapa habla verdad. No se trata de un pícaro impío, sino de
un hombre que respeta y ama a los dioses. Ahora mismo, en lugar de preocuparse de su
propia suerte, viene ante vos, señor, en esas trazas, llorando la desaparición nuestra y
para pediros que os compadezcáis de los hombres. Nosotros os suplicamos, señor, que
no veáis malicia en lo que ha hecho y que no lo condenéis.
Esas palabras de Tammuz y de Gishzida aplacaron la cólera del dios. Se vuelve hacia
los dioses que le rodean y les dice:
Adapa no es culpable y yo lo declaro libre de castigo.
Y después de unos momentos de meditar consigo mismo agregó:
Puesto que Ea lo ha dotado de una inteligencia igual a la de los dioses, a pesar de su
condición de simple mortal, vamos a darle de aquí en adelante trato de dios. Servidle de
comer y de beber de lo mismo que comemos y bebemos nosotros, para que de ese modo
se convierta en inmortal.
La verdad es que no había hecho hasta entonces otra cosa que seguir punto por punto
los consejos que le había dado Ea sobre cómo debía presentarse y lo que le convenía
decir y hacer. Y el resultado había sido tal y como Ea había previsto. Al llegar, pues, al
convite que le ofreció al dios del dielo recordó Adapa las palabras de Ea: “No pruebes
bocado ni bebas una gota, porque son manjares y bebida que matan a los mortales”
¿Buscaba, en fin de cuentas, el dios del cielo desembarazarse de él después de haberle
absuelto? Adapa tuvo sus dudas, porque la posibilidad de convertirse en dios era
tentadora, pero su señor y creador Ea había sido terminante. No comas ni bebas porque
morirás. Apartó, pues, los manjares y el agua cuando le fueron puestos delante y se
negó a probarlos.
El dios del cielo, al ver aquella actitud, pensó para sus adentros:
“Está visto que Adapa, a pesar de toda su inteligencia, no deja de ser un hombre: torpe,
insensato y que no ve más allá de sus narices”.
Se volvió hacia los dioses y les dijo:
Ya estáis viendo cómo se niega a comer los manjares y beber el agua que le habrían
hecho inmortal.
A continuación ordenó a sus servidores:
Lleváoslo de aquí y que vuelva a la tierra.
Pero el dios de los cielos no quiso dejar sin premio la rectitud, lealtad y devoción a los
dioses de Adapa y le dijo:
Adapa, antes de que vuelvas a la tierra quiero recompensarte. Ven y te mostraré los
misterios del cielo, con toda su gloria y sus maravillas.
Y después de habérselas mostrado, volvió a subir al trono y pronunció una orden:
Aunque Adapa tenga que volver a la tierra, yo quiero que no pueda ser nunca víctima de
enfermedades. Ninkarrak, la diosa de la Salud, cuidará de él en todo momento. Ella
cuidará de alejar de él las enfermedades. Si la peste se le acerca, ella la ahuyentará. Si
alguna desgracia va en busca suya, Ninkarrak le cerrará el paso. Si lo acosan
dificultades y le quitan el sueño, ella serenará su ánimo y loa dormecerá. Será, además,
señor y rey de hombres y sus descendientes reinarán por siempre, y la ciudad de Eridu,
en que él vive, no conocerá jamás el yugo de extraños ni pagará tributos.
Adapa volvió a la tierra. Dentro de su felicidad, no pudo menos de pensar: “¿por qué mi
señor Ea me engañó al decirme que moriría si probaba aquellos manjares? ¿por qué no
quiso que yo fuese inmortal?”
Adapa fue señor y rey. Sus descendientes se sientan hoy mismo en el trono y la ciudad
de Eridu no ha conocido nunca el yugo de extraños.
MARDUK EL DIOS TRIUNFADOR
Mito de Mesopotamia
El imperio babilónico fue uno de los primeros del mundo. Su capital era Babilonia,
situada en las feraces tierras regadas por el Tigris y el Éufrates. Los babilonios
conquistaron con sus ejércitos ciudades populosas y reinos extensos. Todas las ciudades
y reinos conquistadas por los babilonios con sus ejércitos tenían sus propios dioses y
diosas. Los babilonios –pensando como se pensaba entonces- juzgaron que si ellos
habían vencido a esas ciudades y reinos, era porque el dios suyo tenía también un poder
superior al de los dioses de los vencidos. Unas veces destruyeron los templos de estos;
otras les permitieron conservar sus dioses, el culto de esos dioses vencidos, pero como
subordinados del babilónico, que era Marduk, y con obligación de rendirle pleitesía.
Marduk era rey de dioses, lo mismo que el emperador de los babilonios era rey de reyes.
Los sacerdotes de Marduk, recogiendo leyendas antiquísimas, escribieron esta de la
guerra de los dioses. La recitaban y representaban, acompañada de danzas, pantomimas
y ritos, durante las fiestas de Año Nuevo. Las estatuas de los dioses de las restantes
ciudades del reino eran llevadas en procesión a Babilonia, para formar una especie de
corte de honor a la estatua de Marduk –el rey de los dioses- en el gran cortejo que
recorría las calles de Babilonia.
En las fiestas de Año Nuevo se representaba de una manera simbólica la renovación de
la vida, porque ya la savia vuelve en esa época a correr por el interior de los árboles,
germinan las plantas y hasta florecen muchas en aquel clima caluroso. En realidad, las
fiestas babilónicas del Año Nuevo son el precedente del que se han servido las fiestas de
la primavera, que aún se celebran en muchas partes, aunque tienen un sentido distinto.
Porque entre todos aquellos supuestos dioses que Marduk –o más bien sus sacerdotes-
creyeron haber vencido, había uno que no era supuesto, sino real y auténtico, Jehová, el
dios de los descendientes de Abraham, el único, el puro espíritu que no admitía estatuas
y que barrió a Marduk de la faz de la Tierra.
Los ladrillos en que se cuenta La guerra de los dioses han sido descubiertos en las
ruinas de Nínive, capital del imperio babilónico, después de la destrucción de Babilonia.
Guerra entre los dioses
En aquel entonces, aún no existían ni el firmamento ni la tierra. Todo era agua: agua
dulce y agua salada. Sus dos grandes corrientes se entremezclaban, aunque sin formar
ríos ni mares, porque todo era un océano inmenso cuya posesión se dividían entre si
Apsu y Tiamat, dios aquel, diosa y esposa suya esta última. Tiamat tenía el dominio del
agua salada y Apsu el del agua dulce.
De esa conjunción de las dos aguas y del matrimonio de Apsu y Tiamat nacieron Lahmu
y su esposa Lahamu, que reinaron en la tierra y en el aire; y de Lahmu y Lahamu
nacieron Anshar, el dios de todo lo de arriba y Kishar, la diosa de todo lo de abajo. Hijo
de ambos fue Anu, dios del firmamento y de Anu nació Ea.
Ea nació superior a sus padres en todo: en inteligencia y en fuerza, en sabiduría y en
vigor físico. Para Ea no existía secreto ignorado ni suceso que él no fuese capaz de
prever. Su serenidad y su astucia sabían hacer frente a todos los peligros. Descubrió,
además, la ciencia de las fórmulas mágicas y de los encantamientos.
Pero Anu tuvo otros muchos hijos, además del sabio y fuerte Ea. La familia de los
dioses se multiplicó de tal manera y salieron todos tan díscolos y alborotados, que
acabaron despertando la cólera de Apsu. Tendía este a su servicio al enano Mummu,
que, además de servidor, había llegado a ser su consejero y le divertía con sus cabriolas
y sus juegos de manos.
Señor –le dijo Mummu-, si queréis gozar de sosiego, hacedme caso y aniquiladlos a
todos.
Pero Tiamat, la abuela de todos los dioses se alteró al enterarse de aquella resolución.
¿Vamos a destruir los que nosotros hemos creado?
Sí, para crearlo mejor –dijo Mummu.
Apsu sentó al enano en sus rodillas y le besó, en señal de que su consejo era del agrado
suyo. El maligno enano se apresuró a dar a conocer a los dioses la noticia de que iban a
ser destruidos por Apsu. Lo hizo para gozarse en el terror de aquellos a quiene él
envidiaba.
Ea –que por algo era sabio, fuerte y decidido- no se dejó llevar por el terror como sus
hermanos y meditó en la manera de hacer frente a la peligrosa situación. Sin decir
palabra a nadie, cogió un jarro, lo llenó de agua y, acercándolo a la boca, pronunció las
palabras misteriosas del más poderoso de los encantamientos por él descubiertos.
Después se presentó a Apsu, que estaba acompañado de Mummu, y les ofreció de beber.
Entre el abuelo de los dioses y su enano agotaron el jarro.
El encantamiento produjo efectos inmediatos. Apsu se durmió profundamente y también
Mummu, por más esfuerzos que hizo para no dejarse vencer del sueño.
Ea, entonces, despojó a Apsu del paño que llevaba ceñido a la cintura, le arrebató la
corona y el alo luminoso y se colocó esas prendas que eran símbolos de divina
autoridad. Acto seguido, ató de pies y manos a Apsu, lo mató y tomó posesión del
palacio en que vivía. Después puso a Mummu una argolla en la nariz, remachó una
cadena en la argolla y lo encerró en una lóbrega mazmorra.
Todos los dioses, llenos de júbilo por haber escapado a la destrucción, acataron a Ea or
rey. Ea, para dejar constancia de su triunfo, levantó una altísima columna
conmemorativa. Construyó también en los jardines de su palacio un pabellón florido e
instaló en el mismo a Damkina, a la que acababa de tomar por esposa.
En aquel pabellón, embalsamado de aromas de flores y alegrado por el canto de los
pájaros, nació el hijo de Ea y Damkina, que se llamó Marduk. Marduk nació perfecto.
En cuanto Ea vio a su hijo, se le llenó de júbilo el corazón y decidió conferirle una suma
doble de divinidad. Le dio formas magníficas y esbeltas, un continente majestuoso y un
cuerpo gigantesco, de potentes músculos, que envolvió en resplandor tan potente como
el de diez dioses. Le dotó de cuatro ojos y cuatro orejas. Metió en su interior un hálito
de vida tan ardiente, que su boca despedía fuego. Ea, el más sabio de los dioses, previó
que estos no aceptarían fácilmente el dominio de Marduk y preparó a su hijo para que
pudiera hacerles frente.
La juventud de Marduk anhelaba desfogarse en grandes empresas. Mientras le llegaba
su hora, se entretenía en travesuras como la de enlazar a todos los vientos, de modo que
sólo cuando él quisiera pudieran soplar.
Y como cosa sin importancia, amordazó al dragón que guardaba los accesos de la corte
de los dioses.
Estos que habían aceptado por rey de todos a Ea, que los había salvado de la
destrucción, contemplaban con celos mal reprimidos y con un sentimiento de terror al
exuberante hijo. Un buen día acudieron todos en queja a su abuela común, Tiamat.
¿Cómo podéis tolerar que Marduk amenace nuestro sosiego? Cuando Apsu y su enano
Mummu intentaron destruirnos, no quisisteis intervenir. Aunque disponíais de un arma
poderosa, fabricada por el mismo Apsu, dejasteis que este pereciese…, a pesar de que
era vuestro esposo. Llamad a Marduk y aplicadle un buen castigo.
Pero si Tiamat no había intervenido hasta entonces era precisamente porque participaba
del mismo temor que inspiraba Marduk a todos los dioses. Por eso les contestó ahora:
Marduk es capaz de vencernos a todos nosotros juntos. Le declararemos la guerra, pero
antes hemos de prepararnos para el combate.
Tiamat, sirviéndose de sus facultades de diosa creadora, dio forma y vida a bestias
feroces, de garras y colmillos espantosos y por cuyas venas corría veneno mortal. El
fuego que lanzaba por sus ojos y su boca bastaba para ahuyentar a los monstruos más
espantables que hasta entonces se conocían. Once eran los nuevos auxiliares que Tiamat
había creado, demonios de la Tempestad, dragones de fuego, escorpiones gigantescos y
serpientes de lengua llameante. ¿Quién podía hacer frene a su acometida?
Tiamat no se conformó con eso. Aunque ella poseía un espíritu guerrero y era capaz de
combatir contra cualquier enemigo, comprendió que los dioses preferían estar mandados
por un dios. Entonces puso sus ojos en Kingu, dios joven, gallardo y animoso, y le dijo:
Kingu, tú salvarás la bandera del combate, marcharás al frente de mis huestes y serás
quien divida el botín. Yo te doy la autoridad que tendrías si fueses mi consorte.
Y procedió a investirlo de los símbolos del poder y del mando. Luego se presentaron
Tiamat y Kingu ante los dioses, que esperaban ya, listos para el combate, armados de
sus armas y sobre sus carros de guerra. Todos entonaron entonces el himno marcial:
Ni el fuego nos aterra ni la llama,
Nuestro soplo los apagará;
Daremos con el altivo en tierra,
El fuerte de nosotros huirá.
Y cantando el himno guerrero, el ejército se desplegó en orden de ataque para caer sobre
el hijo de Ea, que estaba ignorante de lo que ocurría. Pero el padre de Marduk, Ea, el
más sabio y avisado de los dioses, sí que se enteró. Para obrar con cordura es preciso
pensar fríamente. Ea no se dejó llevar de la cólera y meditó. Necesitaba ante todo ganar
para su partida a los dioses mayores: a su abuelo Anshar, que era el espíritu de todo lo
de arriba, y a su padre Anu, dios del firmamento.
Fue en primer lugar a entrevistarse con Anshar y le contó cómo Tiamat estaba
preparando una rebelión contra los poderes celestiales establecidos y que a este efecto
se dedicaba a crear animales feroces y monstruosos con los que se había puesto en
campaña. Se cuidó de no hablar de las travesuras de Marduk. Anshar, furioso pero
asustado, le contestó:
Ea, tú supiste un día triunfar de Apsu y de Mummu. ¿Por qué no has de triunfar ahora
de Tiamat y de Kingu? Véncelos y mátalos.
Salió, pues, Ea a dar la batalla a las huestes enemigas. Pero en la vanguardia de esta
venían los once monstruos llameantes, creados por Tiamat. Sus rugidos y el brillo
fosforescente que los envolvía llenaron de terror a Ea y sus huestes, que volvieron
grupas y huyeron a todo correr.
Anshar supo con espanto lo ocurrido a Ea y llamó al padre de este, el dios Anu, para
decirle:
Tú eres mi hijo primogénito y no hay nadie que pueda compararse contigo en fuerza y
valor. Ve al encuentro de Tiamat y exígele en mi nombre que se someta.
Anu marchó al encuentro de tiamat, pero cuando vio todo aquel aparato guerrero y el
rostro terrible de la madre primera de todos los seres, se aterrorizó como Ea. Corrió a
donde estaba Anshar y le hizo el relato de cuanto había visto, asegurándole que nadie
podía oponerse a la diosa rebelde.
Anshar, Anu y Ea permanecieron largo rato sumidos en el mayor abatimiento. Pero
Anshar se levantó por fin y dijo con severo continente y con el tono de suprema
autoridad:
Si queréis evitar que Tiamat consume nuestra ruina, sólo nos queda un recurso: nombrar
campeón nuestro a Marduk, el guerrero valeroso. Ve, pues, Ea y trae a nuestra presencia
a tu hijo.
Ea habló primero en secreto con su hijo; pero tampoco a este le dijo la verdad sino que
le repitió la misma historia que había contado a Anshar y Anu, es decir, le aseguró que
se trataba de una sublevación contra la corte de los dioses y el poder establecido.
Cuando vio a Marduk colérico y enfurecido contra Tiamat y los rebeldes, agregó:
Y ahora, hijo, sigue el consejo que va a darte tu padre. Ve a visitar a tu bisabuelo
Anshar. Yo sé que eres su debilidad porque te tiene por un guerrero valeroso.
Condúcete, pues como lo haría un guerrero, pues eso le agrada.
Marduk se presentó a Anshar armado de punta en blanco y exhibiendo su arrogancia y
aplomo. Anshar, complacido, besó a su bisnieto y le expuso el deseo de que fuese el
campeón suyo. Semejante confianza en él lo llenó de orgullo.
Anshar –le contestó-, ¿Qué no haré yo por vos, a quien tanto quiero? ¿Y quién se asusta
de una mujer? Por muy fiera que sea, Tiamat no deja de serlo. Yo la arrojaré, vencida, a
vuestros pies.
Marduk, nieto querido, marcha, pues, al encuentro de la rebelde. Ensaya primero las
buenas palabras o las fórmulas mágicas en que tan diestro es tu padre; pero si no se
somete, monta en tu carro de combate y destrúyela.
Pero Marduk, además de valiente, era ambicioso y contestó:
¿Y qué premio recibiré por mi hazaña si hago frente a los once monstruos y a todos los
dioses rebeldes con Tiamat al frente?
¿Qué premio pides? –le contestó Anshar.
Marduk se cuadró y adoptó sus aires más solemnes para contestar:
Quiero ser el jefe de todos los dioses. Quiero que lo que yo mande sea ley y que nadie
sino yo tome las resoluciones supremas.
Anshar le contestó:
Únicamente los dioses, reunidos en asamblea, pueden conferir ese poder.
Anshar llamó entonces a su mensajero y hombre de confianza, que se llamaba Gaga, y
le dijo:
Ve a la corte de mis ancianos padres, Lahmu y Lahamu, que tienen la suya en los
abismos del mar. Diles lo que ocurre con Tiamat y el premio que pide Marduk por
aplastar la rebelión. Únicamente la asamblea de los dioses de lo profundo y de las
regiones superiores puede tomar esta decisión. Di a mis padres que convoquen a los
dioses de sus regiones y que acudan todos a la asamblea general.
Gaga cruzó las regiones del aire y se sumergió en las del agua. Lahmu y Lahamu se
apresuraron a convocar a todos los dioses de sus dominios. Estos oyeron con extrañeza
la noticia y fueron partidarios de investigar las razones de aquella conducta de Tiamat.
Los palacios celestiales se llenaron de dioses y de diosas que acudían veloces a la
asamblea. Todos hablaban de ponerse al habla con Tiamat. Pero el astuto Ea les había
preparado un magnífico banquete, durante el cual corrió la bebida en abundancia.
Cuando llegó el momento de entrar en materia, hallábanse todos tan eufóricos, que se
olvidaron de sus recelos y aceptaron con entusiasmo la proposición de la jefatura de
Marduk. Este fue levantado sobre un tablado, en el que se colocó un trono, haciéndole
sentar entre aclamaciones de “¡Marduk es nuestro jefe! ¡La palabra de Marduk será
nuestra ley! ¡Que todos los poderes y honores de Anu le sean conferidos a él!”
Acto continuo se procedió a una fórmula mágica que demostrase el poder de Marduk.
Una de las diosas trajo un manto y se lo presento al nuevo jefe y todos gritaron:
Marduk, demuestra tus poderes mágicos pronunciando la frase que hará desaparecer
este manto y cuando haya desaparecido, di la frase que lo hará reaparecer.
Marduk pronunció una fórmula mágica y el manto desapareció. Después pronunció la
otra fórmula y el manto volvió a aparecer intacto.
¡Viva Marduk, rey nuestro! ¡Viva Marduk, rey nuestro! –gritó la asamblea en pleno y
procedieron a entregarle los símbolos de la realeza y una espada poderosísima,
agregando-: ¡Ve y degüella a Tiamat, la rebelde, y que los vientos desparramen su
sangre!
Sólo entonces se preparó Marduk para el combate. Empuñó un arco gigantesco y puso
en el mismo una flecha de dimensiones proporcionales. Hizo que su abanderado alzase
por guión el mangual erizado de rayos y se volvió en centelleos de sol. Luego fabricó
una red con la que cazaría a sus enemigos y se rodeó de una escolta de huracanes. Se
armó de la clava del trueno y montó en el carro de guerra del torbellino, que iba tirado
por cuatro dragones: El Veloz, El Furioso, El Implacable, El Encarnizado. ¡Ay de aquel
en quien clavase cualquiera de ellos sus colmillos venenosos!
Marduk se pintó de rojo los labios para protegerse contra los encantamientos y agarró en
la mano hierba olorosa para contrarrestar la pestilencia de los monstruos de Tiamat. Y
se lanzó al encuentro de las huestes enemigas.
Ni Kingu y ni los dioses que formaban su hueste habían calculado que Marduk saliese
preparado para combatir con ello. Lo habían llevado todo tan en secreto, que esperaban
sorprenderle. Por eso les invadió ahora el pánico. La única que no se amilanó ni se
doblegó fue Tiamat. Avanzó al encuentro de Marduk y para animar a sus huestes entonó
un canto que era como un desafío a su enemigo:
¡De modo que eres tú quien se jacta
de mandarnos a todos!
Mira aquí al ejército de dioses
Dispuesto a hacerte frente.
Marduk empuñó su clava y blandiéndola en el aire entonó su propio canto de desafío:
Tendrás lucha y pelea, pues la quieres,
Y ese es tu placer único.
Solo hay en ti rencores y ambiciones,
Aunque de todos eres madre.
Por tu culpa luchamos padres e hijos
Y hermanos contra hermanos.
Mucho fías de esbirros y de monstruos.
Sal tú misma y pelea.
Sí, mano a mano peleemos
Y que triunfe el mejor.
El desafío de Marduk hirió de tal manera los instintos guerreros y el orgullo de Tiamat,
que esta se lanzó frenética contra él, sin dar tiempo a que entrasen en acción sus once
monstruos y avanzase su tropa de dioses.
Marduk vio allí su oportunidad. Rápido como el relámpago, lanzó su red abierta en
dirección de su enemiga y, dando un rápido tirón, apresó dentro de ella a Tiamat, que se
revolvía furiosa lanzando insultos al joven guerrero. Marduk ordenó entonces a los
huracanes que avanzasen. Estos se metieron entre las fauces abiertas de Taimat, que ya
no pudo cerrar la boca. Marduk empuñó entonces el arco y descargó una flecha sobre la
boca abierta de Tiamat; la flecha le desgarró la garganta y fue a clavarse en el corazón.
El cuerpo gigantesco de la diosa se encogió y se desplomó. Marduk acabó de matarla y
plantó el pie sobre el cadáver en señal de victoria.
Cuando los dioses que formaban las huestes de Tiamat vieron muerta a la diosa, echaron
a correr en todas direcciones, pero el ejército de Marduk les dio alcance, los apresó e
hizo pedazos sus armas. Marduk los envolvió a todos ellos en una red apretada y los
arrojó a las simas infernales que están en el corazón de la tierra, condenándolos a
perpetua prisión. También sujetó con cadenas a los once monstruos y los pisoteó para
abatir su orgullo, acobardándolos de tal manera que llegaron a domesticarse y a dejarse
atraillar.
La sentencia dictada contra Kingu fue por demás severa. Se le desposeyó de la
inmortalidad y no fue ya contado entre los dioses.
Pero Marduk comprendió que, para evitar nuevas rebeliones entre los dioses, era preciso
hacer un escarmiento mayor todavía con Tiamat.
El huracán seguía metido dentro de las fauces y las entrañas d ela diosa muerta. Marduk
descargó un golpe gigantesco con su maza sobre el cráneo de Tiamat, haciéndolo añicos
y el viento, al recobrar su libertad, se llevó la sangre de sus venas cortadas.
Anshar, Ea y los demás dioses adictos lanzaron gritos de júbilo al ver la hazaña de
Marduk y corrieron hacia él aclamándolo; pero Marduk tenía otras cosas que hacer
como jefe supremo de todos los dioses. Levantó con ambas manos el cadáver de la
diosa rebelde y lo rasgó en dos. Lo hizo de manera que tuviesen la forma de dos
conchas iguales. Con la mitad superior dio forma de bóveda al firmamento. Con la otra
mitad hizo un envoltorio para las aguas que tomaron así la misma forma del firmamento
y ese envoltorio sirvió de base para la tierra. Luego asignó a Anu el reino de todo lo que
hay encima del firmamento; a Enlil, el reino de todo lo que hay entre el firmamento y la
tierra, y a Eam, las aguas que hay debajo de la tierra. Anu quedó como dios del
firmamento; Enlil, de los aires y Ea, de las profundidades.
Acto continuo, señaló Marduk cargos fijos a todos los demás dioses y creó luminarias
que alumbrasen el firmamento, incluyendo entre ellas al sol, la luna y las estrellas;
combinó los tiempos y épocas de sus movimientos. Marcó la ruta a las estrella y fijó la
duración de los meses y abrió dos puertas, una en el Oriente, para que el sol pudiese
entrar por ella a la hora del alba y otra en Occidente, por donde se recogiera a la hora
del ocaso.
Pero cuando Marduk estableció un orden en el cielo, en el aire y en las profundidades,
los dioses todos acudieron a él suplicantes y le dijeron:
Marduk, señor nuestro: nos habéis señalado cargos, lugares y tareas; pero ¿quién va a
proveer nuestras necesidades mientras las desempeñamos? ¿quién va a cuidar de
nuestras casas y de prepararnos el alimento?
Cuando Marduk oyó tales quejas se quedó muy preocupado y se sumió en profundas
meditaciones. Pero de pronto alzó la cabeza y se dijo para sus adentros: “Ya he dado
con la solución. Modelaré de carne y de hueso un ser que resultará como un muñeco.
Será el hombre. El hombre será el servidor de los dioses; atenderá a las necesidades de
los dioses mientras estos se hallan entregados a sus tareas”
Consultó Marduk su proyecto con Ea y este le contestó:
¿Qué necesidad tienes de crear sangre, carne y hueso nuevos? Haz que te las
proporcione uno de los dioses rebeldes.
Entonces Marduk hizo llamar a presencia suya a los rebeldes encadenados y los sometió
a un interrogatorio riguroso para averiguar quién era el principal culpable, el que los
había instigado a todos.
Los rebeldes contestaron a una:
Nuestro instigador y nuestro jefe, el que proyectó el ataque y lo dirigió ha sido Kingu.
Entonces fue traido Kingu desde su mazmorra y entregado a Ea. Este le cortó la cabeza,
le abrió las venas y con su carne, sangre y huesos formó al hombre, para que sea
servidor de los dioses y provea sus necesidades.
Cuando los dioses vieron de qué manera había atendido Marduk a su queja, le rodearon
jubilosos y exclamaron:
Marduk, señor nuestro: para demostraros nuestro agradecimiento vamos a construiros
en la tierra un templo en que podáis reposar de vuestras tareas. Y todos los años
acudiremos a ese templo para rendiros homenaje y cantar vuestros loores.
Durante dos años trabajaron sin descanso los dioses y al tercero surgió la ciudad de
Babilonia, y dominando a esta, muy por encima de los techos de sus casas, se alzaba el
gran templo de Esagila, santuario de Marduk.
Cuando este edificio se terminó, reuniéronse todos los dioses y celebraron dentro del
santuario una gran fiesta en la que rindieron homenaje a Marduk. ]este dictó ese día las
leyes por que se habían de regir los mortales y señaló sus destinos. Acto continuo, tomó
el arco gigante, con cuya saeta había matado a Tiamat y lo colgó en el firmamento para
que sea visto por todos.
Y así han quedado las cosas hasta hoy. El hombre es el servidor de los dioses; los dioses
reúnense por Año Nuevo en el santuario que tiene Marduk en Babilonia y le rinden
homenaje. Marduk dicta leyes y señala destinos al universo.
LA MUERTE DEL DRAGÓN
Leyenda de Mesopotamia
El dios de las Tormentas y el dragón de las aguas profundas eran desde siempre
enemigos encarnizados y anhelaban medir sus fuerzas, porque cada uno de ellos se creía
más poderoso que el otro. El dios de las Tormentas bramaba con sus huracanes y el
dragón sacudía las aguas y levantaba gigantescas olas que rompían con estrépito. De las
amenazas llegaron un día a los hechos y la pelea entre ambos fue tan estruendosa que
parecía que el mundo se venía abajo. Ambos se golpearon y se maltrataron hasta que el
dragón, en un descuido del rey de las Tormentas, lo sujetó y le arrancó lo ojos y el
corazón.
Los dioses son inmortales y aun sin corazón viven y sin ojos ven; pero el poder del dios
de las Tormentas había quedado por el momento destrozado. Largo tiempo tardó en
curarse de sus heridas y no hacía otra cosa que trazar planes para recobrar el corazón y
los ojos y con ellos su poder, y se tomaría venganza de la afrenta.
Curado ya de sus heridas, pero humillado ante los demás dioses por su derrota, bajó a la
tierra y se casó con la hija de un campesino y ella le dio un hijo. El padre lo crió, no
como él era ahora, sino como había sido antes: gallardo, valeroso, magnífico.
El dragón, por su parte, tenía una hija bellísima. Paseándose esta por las orillas del mar
vio cierto día a un joven del que quedó enamorada. No sabía de quién era hijo y lo creyó
de padre campesino. El joven correspondió al amor de la muchacha y ambos decidieron
casarse. El dios de las Tormentas vio allí su oportunidad, porque el mozo de quien la
hija del dragón estaba enamorada era su propio hijo. Cuando supo que aquella había
conseguido la autorización de esta para su matrimonio con el que creían joven
campesino, el dios de las Tormentas llamó aparte a su hijo para decirle:
Vas a ir a la casa del padre de la doncella con quien quieres casarte y le pedirás que te la
entregue. El padre te preguntará cuál es el regalo de boda que tú desea. Tú le contestarás
que quieres el corazón y los ojos del dios de las Tormentas.
En efecto, cuando el dragón preguntó al muchacho qué regalo de boda le apetecería,
este le pidió el corazón y los ojos del dios de las Tormentas.
El dragón se los regaló muy gustoso, aunque algo sorprendido. Cuando el joven volvió
a su casa se los entregó a su propio padre.
El dios de las Tormentas recuperó con su corazón todas sus antiguas energías y audacias
y, con sus ojos, el arte de pelear. En pocos días volvió a ser el dios poderoso de otros
tiempos. Así que tuvo seguridad en sí mismo, marchó a desafiar al dragón a batalla
mortal.
La lucha fue espantosa, el dos de las Tormentas se valió de la fuerza de los huracanes,
de los retumbos del trueno y del rayo, logrando hacer caer al suelo vencido a su viejo
enemigo.
Ahora bien, en el momento mismo que se libraba la feroz batalla, el hijo del dios de las
Tormentas era obsequiado y festejado en casa de su futura esposa. Al escuchar el
estruendo de la lucha, salió el novio a tiempo de ver derrumbarse al dragón bajo los
golpes de su propio padre enfurecido y comprendió que este le había hecho cometer el
más horrendo de los crímenes: el de traicionar al huésped que lo había acogido en su
casa. Sólo con la vida podía el joven borrar semejante deshonra. Por eso corrió junto al
dragón y cuando el dios de las Tormentas se preparaba a traspasar a este con el rayo y a
rematarlo con el mayal, le gritó:
¡A mí también, padre, a mí también! ¡No tengas compasión de mí!
Y era tal la cólera del dios de las Tormentas que los mató a los dos: a su enemigo el
dragón y a su propio hijo.
El Rey Kitamba kia Shiba
Leyenda de Angola
Kitamba era un líder que vivía en Kasanji. Perdió su mujer principal, la reina Muhongo,
y lloró su muerte durante muchos días. No sólo lloraba él, sino también pidió que su
gente compartiera su pena. «Ningún hombre hará nada en mi pueblo. Los jóvenes no
gritarán, las mujeres no molerán y nadie hablará en el pueblo.» Sus caciques se lo
reprocharon, pero Kitamba estaba obstinado, y declaró que no hablaría ni comería hasta
que se le restituyera su mujer. Los caciques se consultaron entre sí y llamaron a un
«curandero» (kimbanda). Después de recibir su cuota (primera una pistola y luego una
vaca) y enterarse del asunto, dijo: «Está bien», y se puso a juntar hierbas. Luego
machacó éstas en un «mortero para medicinas» y, después de preparar una mezcla,
mandó al rey y a todo el mundo que se lavasen con ella. Luego ordenó a algunos
hombres que «cavasen una tumba en su choza para huéspedes al lado de la chimenea»,
lo cual hicieron, y entró allí con su hijo pequeño, dando a su mujer dos últimas
instrucciones: que quitara su faja (es decir, que se vistiera como si estuviera de luto) y
que echara agua todos los días en la chimenea. Luego los hombres llenaron la tumba. El
curandero vio un camino delante de él; anduvo por él con su hijo pequeño hasta llegar a
un pueblo, donde se encontró a la reina Muhongo sentada, cosiendo una cesta. Ella le
vio acercarse y le preguntó: «¿por qué ha venido?» Él contestó de la manera normal que
exige la etiqueta de los nativos: «Para buscarle; a usted. Ya que está muerta, el rey
Kitamba no come, ni bebe, ni ~ habla. No muelen en el pueblo; ni hablan; dice: "Si yo
hablo, si como, ve a traerme mi mujer principal." Por eso estoy aquí. He hablado»
La reina entonces señaló a un hombre que estaba sentado allí, y preguntó al curandero
quién era. Visto que él no sabía, ella le dijo: «Es el señor Kalunga-ngombe; nos está
consumiendo siempre, a todos.» Dirigiendo su atención a otro hombre, que estaba
encadenado, ella le preguntó si le conocía, y él contestó: «Parece el rey Kitamba, que he
dejado en el lugar de donde vengo.» En efecto sí era Kitamba, y la reina informó al
mensajero que a su marido no le quedaban muchos más años para vivir y también que:
«Aquí en Kalunga nadie viene para luego volver». Le dio la armadura que había sido
enterrada con ella, para enseñársela a Kitamba y demostrar que había visitado la morada
de los difuntos, pero le prohibió que dijera al rey que la había visto allí. Y no debe
comer nada en Kalunga; si no nunca podría volver a la Tierra.
Mientras tanto la mujer del curandero seguía echando agua en la tumba. Un día vio que
la tierra estaba empezando a romper; las grietas se abrieron más y, finalmente, apareció
la cabeza de su marido. Salió de la tumba poco a poco, Llevando su hijo pequeño con él.
El niño se desmayó cuando Ilegó a la luz del sol, pero su padre le lavó con alguna
«medicina de hierbas» y pronto se despertó.
El día siguiente el curandero se dirigió a los caciques, presentó su informe, le pagaron
con dos esclavos y volvió a su casa. Los caciques contaron a Kitamba lo que había
dicho y le enseñaron la prueba. La única cosa que dijo aparentemente es: «Verdad que
es lo mismo.» No sabemos si canceló el luto oficial, pero podemos suponer que sí,
porque la gente empezó a comer y a beber otra vez. Luego, después de unos pocos años,
murió, y la historia concluye «Lloraron durante el funeral; se dispersaron. »
Cómo Ngunza desafió la muerte
Leyenda de Zambia
Ngunza Kilundu estaba fuera de casa cuando un sueño le advirtió que su hermano
menor Maka había muerto. Cuando volvió preguntó a su madre: «¿Quién mató a
Maka?» Ella solamente pudo decir que fue Kalunga-ngombe quien le había matado.
«Entonces», dijo Ngunza, «me iré y lucharé contra Kalunga-ngombe.» Fue en seguida a
un herrero y pidió una fuerte trampa de hierro. Cuando estaba preparada la Ilevó al
monte y la tendió, escondiéndose cerca con su arma en la mano. Al poco oyó un grito,
como si alguna criatura estuviera sufriendo mucho, y, escuchando, oyó a alguien decir:
«Estoy muriéndome, muriéndome.» Era Kalunga-ngombe quien estaba atrapado, y
Ngunza cogió su arma y se preparó para arrojarla. La voz gritó: «¡No me mates! ¡Ven a
librarme!» Ngunza gritó: «¿Quién eres que te debo librar?» Vino la respuesta: «Yo soy
Kalunga-ngombe.» «¡Ah, tú eres Kalunga-ngombe, quien mató a mi hermano menor
Maka!» Kalunga-ngombe comprendió la amenaza implícita y luego se explicó: «Me
acusas de matar a la gente. No lo hago sin ningún miramiento, ni tampoco lo hago por
satisfacerme; viene a mí porque sus compatriotas me la traen, o por su propia culpa.
Esto lo verás. Vete fuera y espera cuatro días: quinto día puedes ir a buscar a tu
hermano en mi país.»
Ngunza hizo esto y se fue a Kalunga. No se dice cómo llegó allí -probablemente de una
manera parecida a la del curandero en la historia anterior-. Allí le recibió Kalunga-
ngombe, quien le invitó a sentarse a su lado. Los recién llegados empezaron a entrar
Kalunga-ngombe preguntó al primer hombre: «¿Cómo te has muerto?» El hombre
contestó que en la tierra había sido un hombre muy rico; sus vecinos tuvieron envidia y
le embrujaron para que se muriese. La siguiente que llegó fue una mujer, quien admitió
que «la vanidad» había sido la causa de su muerte -es decir, había sido ávida de las
cosas de calidad y la admiración, había coqueteado con los hombres y finalmente la
había matado su marido celoso-. Y así siguió: uno tras otro entraron contando más o
menos la misma historia, y por fin Kalunga-Ngombe dijo: «Ves cómo es: yo no mato a
la gente; me la traen por una causa u otra. Es muy injusto echarme la culpa a mí. Ahora
puedes ir a Milunga y llevar a tu hermano Maka. »
Ngunza así lo hizo, y se alegró mucho de encontrar a su hermano Maka tal como había
estado en casa con ellos y, aparentemente, llevando la misma manera de vida que en la
Tierra. Se saludaron cariñosamente, y luego Ngunza dijo: «Ahora vámonos, porque he
venido para llevarte a casa.» Pero, para su sorpresa, Maka no quiso irse. «No volveré;
estoy mejor aquí que cuando vivía en la Tierra. Si voy contigo ¿me lo pasaré bien?»
Ngunza no supo cómo contestar y, sin ninguna gana, tuvo que dejar a su hermano allí
donde estaba. Se volvió tristemente y se fue a despedirse de Kalunga, que le dio, como
un regalo de despedida, las semillas de todas las plantas útiles que se cultivan hoy día en
Angola, y acabó diciendo: «Dentro de ocho días iré a visitarte en tu casa.»
Kalunga se fue a la casa de Ngunza el octavo día y se enteró de que se había huido al
Este -es decir, a la tierra adentro. Le persiguió de lugar en lugar y finalmente le
encontró. Ngunza le preguntó a Kalunga por qué le había perseguido, añadiendo: «No
me puedes matar porque no he hecho nada malo. Has insistido en que no matas a nadie,
que se te lleva a la gente por su propia culpa.» Kalunga, como respuesta, tiró su hacha a
Ngunza y Ngunza «se convirtió en un espíritu kituta».
EL RELATO DE LOS BOSHONGO.
Mito de Zaire
Al principio sólo había oscuridad y Bumba estaba sólo. Un día Bumba se sentía
atormentado por su terrible dolor de estómago. A continuación sintió nauseas y al
realizar un esfuerzo vomitó el sol; y así la luz se difundió por todas partes.
El calor del sol hizo que parte de las aguas primitivas se secasen, de manera que en
algunas zonas empezó a aparecer tierra seca. Después Bumba vomitó la luna y las
estrellas, de forma que la noche tuvo también su luz.
Nuevamente Bumba se sintió mal y realizó otro esfuerzo, tras lo cual aparecieron nueve
criaturas vivas: el leopardo, el águila, el cocodrilo, un pez, la tortuga, el rayo (llamado
Tsetse), la garza blanca, un escarabajo y un cabrito. Por último apareció el ser humano,
había muchos hombres, pero sólo uno era blanco como Bumba: Loko Yima. Esas
criaturas crearon a su vez nuevas criaturas.
Entonces, los tres hijos de Bumba (Nyonye Ngana, Chongannda y Chedi Bumba)
dijeron a su padre que ellos terminarían de hacer el mundo. De todas las criaturas
solamente Tsetse, el rayo, creaba problemas. Tanto mal hizo que Bumba lo atrapó y lo
encerró en el cielo. La humanidad se quedó entonces sin fuego, hasta que Bumba
enseñó al hombre cómo sacar fuego de los árboles.
Cuando finalmente la obra de la creación estuvo acabada, Bumba se paseó entre los
pueblos y dijo a los hombres: Mirad todas estas maravillas. Os pertenecen. Del dios
Bumba, el creador, el Primer Antepasado, proceden todas las cosas y todos los seres.
LA HISTORIA DEL AVARO
Leyenda de Ruanda
También tenemos el cuento de Sebgugugu, el hombre avaro haciendo respetar la
moraleja casera y antigua de la oca que puso los huevos de oro, por un caso
extraordinario de egoísmo estúpido y obstinado. Sebgugugu era un pobre cuya única
riqueza era una vaca blanca con su ternero. Un día, mientras su mujer estaba fuera,
excavando su parcela en la selva y él estaba sentado tomando el sol delante de su choza,
vino un pájaro y se posó en un poste de la verja. Se puso a cantar, y mientras escuchaba
parecía oír estas palabras: «¡Sebgugugu, mata al Blanco (Gitale); mata al Blanco y
obtendrás cien! » Cuando volvió su mujer el pájaro seguía cantando, y dijo: « ¡Escucha,
mujer! ¿Oyes lo que dice este pájaro?» Ella contestó: « ¡Qué tontería! Es solamente un
pájaro cantando.» Otra vez cantó las mismas palabras y Sebgugugu dijo: «¿No
entiendes? Imana me está diciendo que si mato a la vaca blanca obtendré cien vacas.
¿Verdad?» «¿Qué quieres decir? Yo tengo que dar de comer a nuestros niños con su
leche, y si la matas ellos morirán. ¿Quieres decir que vas a creer lo que te dice un pá-
jaro?» Pero no escucharía; cogió su hacha y mató a la vaca. La familia cenó carne de
vaca y se alimentaron durante algún tiempo del resto de la carne, pero ninguna vaca más
apareció para sustituir a la Blanca. Luego el pájaro volvió a venir y esta vez le aconsejó
que matara al ternero, y lo hizo a pesar de la oposición de su mujer. Cuando se había
acabado la carne y ninguna vaca apareció empezaron todos a tener mucha hambre. (Un
africano puede preguntar: «¿No había productos del huerto?» Pero sin duda no era la
temporada para esto.) Sebgugugu dijo a su mujer: «¡Ahora los niños están
hambrientos!» Ella contestó: «¿No te dije lo que pasaría cuando insististe en matar a la
Blanca?» Luego, desesperados, decidieron ir en busca de comida.
Ató a algunos de sus niños en esteras y metió los demás en una cesta, que su mujer llevó
en la cabeza; cogió los atados, y así comenzaron a caminar. Siguieron hasta cansarse y
se sentaron al borde del camino, y Sebgugugu gritó desesperado: «¿Qué voy a hacer con
mis niños?» Luego Imana, el creador, vino y le dijo: «¿Qué te pasa Sebgugugu?» El
hombre le contó todo lo ocurrido e Imana señaló una colina lejana, diciendo: «Mira,
más allá hay ganado. Vete allí y bebed la leche de las vacas. Un cuervo me las está
cuidando. Siempre debes darle algo de leche y nunca debes darle golpes ni hablarle
mal.» Entonces se fueron al corral. No había nadie allí, no obstante encontraron todos
los recipientes llenos de leche. Cuando Sebgugugu hubo bebido toda la leche que quería
se la dio a su mujer, y ella alimentó a los niños. Se sentaron todos y esperaron a ver lo
que pasaría.
Cuando el Sol se estaba poniendo vieron al ganado volver; no había ningún hombre o
chico con ellos, sino un gran cuervo con el cuello blanca que volaba de un lado a otro
encima de ellos, juntándoles. Cuando llegaron Sebgugugu encendió un fuego en la verja
del corral para echar los mosquitos, trajo un cubo y ordeñó las vacas, haciendo como se
le había dicho, y dando un cuenco al cuervo vaquero antes de cenar.
Siguieron de esta manera durante un tiempo, hasta que Sebgugugu se puso descontento.
No está claro por qué se quejaba, pero evidentemente era «ese tipo de hombre». Dijo a
su mujer: «Ya que los niños tienen los años suficientes como para arrear el ganado para
mí no creo que nos haga falta este cuervo. Le mataré.» La mujer protestó en vano, y
Sebgugugu, cogiendo su arco y flechas, esperó la vuelta del ganado al anochecer
Cuando el cuervo se acercó lo suficiente le tiró una flecha y falló, volvió a tirar -el
cuervo se fue volando y cuando se dio la vuelta ya no había ganado- y ¡ni un ternero
perdido! La familia otra vez se vio abocada a la miseria. Sebgugugu dijo: «¿Qué voy a
hacer?» Por supuesto no recibió ningún consuelo de su mujer, así que cogieron los niños
y partieron. Mientras se sentaron agotados al borde del camino descansando un poco,
gritó otra vez a Imana, y el sufrido Imana le dirigió a una plantación de melones
creciendo en el monte, de donde no sólo pudo coger melones y calabazas, sino también
variedad de otras frutas. Lo único era que no había que cultivar o podar la planta, ni
tampoco hacer nada aparte de coger frutos diarios de ello. Encontró la planta, cogió
calabazas y su mujer las cocinó. Así que otra vez todo iba bien, hasta que al hombre se
le ocurrió que la planta sería más productiva si las ramas fuesen cortadas, e
inmediatamente se marchitó como la calabaza de Jonás. Otra vez se desesperó, pero
Imana le dio una oportunidad más. Al ir al monte para cortar leña, encontró una roca
con varias grietas, de la que salía maíz de Guinea, leche, judías y otros tipos de comidas.
Cogió todo lo que pudo llevar y volvió a su mujer. Al día siguiente volvió a la roca,
llevando con él una cesta y un bote; pero se impacientó, porque el maíz y los demás
productos salían despacio y tardaba mucho en llenar su cesta. Se quejó a su mujer, pero
perseveró en su intento durante unos días, y luego le dijo que iba a abrir las grietas en la
roca, para que pudiesen obtener unos suministros más abundantes. Ella intentó disua-
dirle, con el resultado de siempre: se fue y cortó algunos postes fuertes y les endureció
en el fuego. Se fue a la roca e intentó aumentar tas grietas, utilizando sus postes como
palancas, pero, con un estrépito como el truena, se cerraron y no salió más maíz ni nada.
Volvió al campamento y vio que ya no había nadie allí; su mujer y sus hijos habían
desaparecido sin dejar ni una huella, y estaba solo en el bosque. Suponemos que así
moriría.
EL HOMBRE QUE QUISO A IRUWA
Leyenda de Tanzania
Un pobre, que vivía en algún sitio en el país de Chaga, en la montaña del Kilimanjaro,
tuvo varios hijos, pero les perdió todos, uno tras otro. Se sentó en su casa desolado,
amargándose pensando en sus problemas, y por fin su ira salvaje estalló: «¿Quién ha
dicho a Iruwa que mate todos mis hijos?», una interpretación bastante literal, que
sugiere que pensaba que un enemigo había hecho esto. (Iruwa nunca lo hubiera
pensado, según él mismo.) Sin embargo, si tiene razón en su conclusión no tiene apenas
lógica; pero cuánta gente, con el corazón amargado, hubiera tenido los mismos
sentimientos, aun si los hubiesen expresado de una manera diferente. «Voy a tirar una
flecha a Iruwa.» Así que se levantó y se fue al herrero, y le pidió que le hiciera algunas
puntas de flecha. cuando ya las tenía las metió en su aljaba, cogió su arco y dijo: «Ahora
voy al extremo más lejano del mundo, al sitio donde se levanta el Sol. En el mismo
momento en que le vea tiraré esta flecha contra él: ¡Tichi!», imitando el sonido de la
flecha. Así que salió y anduvo, sin interrupción, hasta que llegó a un prado amplio,
donde vio una puerta y muchos senderos, otros seguían hasta el cielo, algunos seguían
hacia abajo a la tierra. Se quedó inmóvil, esperando que se levantara el Sol, en silencio.
Después de un tiempo oyó un ruido muy grande, y la tierra pareció temblar con el
pisotear de muchos pies, como si un gran desfile se acercara. Y oyó a la gente gritar
entre ellos: «¡De prisa! ¡De prisa! ¡Abre la puerta para que pase el rey!» En ese
momento vio a muchos hombres acercándose hacia él, todos bien presentados y
brillando como el fuego. Luego tuvo miedo y se escondió en Ios arbustos. Otra vez oyó
a estos hombres gritar: «¡Abre el camino por donde el rey va a pasar!» Se acercó una
gran multitud, y de repente, en el medio de ellos, vio al Brillante, brillando con un fuego
llameante, y detrás de él seguía otro largo desfile. Pero de repente los de delante se
pararon y empezaron a preguntarse: «¿Qué es este olor tan horrible que hay aquí, como
si un hombre de la tierra hubiera pasado?» Buscaron hasta que encontraron al hombre, y
le cogieron y le llevaron ante el rey, que preguntó: «¿De dónde eres, por qué vienes
aquí?» Y el hombre contestó: «No, señor, no fue nada sino la pena que me llevó a salir
de mi casa, y me dije: voy a ir a morir en el monte.» Luego el rey dijo: «¿Pero cómo es
que dijiste que me querías matar? ¡Venga! ¡Mata!» El hombre dijo: «¡Ay señor, no me
atrevo, ya no!» «¿Qué quieres de mí?» «¡Tú lo sabes sin que te lo diga, señor!»
«¿Entonces quieres que te devuelva tus hijos?» El rey señaló detrás de él, diciendo:
«Allí están. ¡Llévales a casa!» El hombre miró y vio a todos sus hijos juntos delante de
él; pero eran tan hermosos y radiantes que apenas les conoció, y dijo, «No, señor, ya no
me los puedo llevar. Son tuyos y tú debes quedarte con ellos.» Así que Iruwa le dijo que
volviera a casa y estuviera muy atento en el camino, porque iba a encontrar algo que le
daría mucha alegría. También le dijo que iba a tener otros hijos para sustituir a los que
había perdido.
Y así sucedió, porque con el tiempo tuvo otros hijos y llegó a criar a todos. Y lo que
encontró en el camino era un gran almacén de colmillos de elefantes, así que una vez
que sus vecinos le hubieron ayudado a llevarlos a casa se hizo rico para el resto de su
vida.
No se debe concluir demasiado precipitadamente que el deseo del hombre de tener hijos
era solamente por el egoísmo y que, siempre y cuando tenía bastante trabajo y mantenía
su posición en la tribu, no le importaba si eran los mismos que había perdido o no. Pero
es fácil entender que no se sintió cómodo con estos seres brillantes y extraños, que, hay
que recordar, habían muerto cuando eran niños. Es un punto extraordinario que deben
haber sido encontrados en la compañía del dios del Sol; porque como regla general los
bantúes consideran que sus muertos viven bajo tierra. Esta misma gente chaga señala las
lagunas de montaña como entradas al mundo de los fantasmas, y tienen muchas
leyendas que suponen que los muertos viven bajo tierra en vez de en el cielo. Como han
tenido muchas relaciones con los masai y, de hecho, se han mezclado con ellos hasta
cierto punto, puede que esta idea tenga su origen en una fuente independiente, quizá
camítica. Aunque por lo visto los masai se ocupan muy poco del mundo de los espíritus.
Otra tribu bantuhablante sometida a una fuerte influencia camítica es la de los
banyaruanda, por el lago Kivu, en los límites del territorio británico y belga. Su familia
real y los clanes de que se compone la aristocracia son más altos y tienen una tez más
clara que la de los cultivadores que constituyen la mayoría de la población, y también
tienen las facciones bastante diferentes, aunque han adoptado el lenguaje de los bahutu,
como llaman a los campesinos indígenas. El nombre de su dios superior, Imana, es uno
que me ha resultado imposible localizar más allá de Ruanda. Como vimos en el último
capítulo, indudablemente se le considera como persona, y una persona caritativa además
de justa, si damos algún crédito a las leyendas.
LA NOVIA DEL TRUENO
Mito de Ruanda
En esta historia encontramos a Imana vinculado al trueno y relámpagos, como son el
señor del Cielo zulú y el Tilo Thonga, así que suponemos que fuera un dios del cielo, o,
por lo menos, que fuera uno en el principio. En la historia de Ruanda después el Trueno
está tratado como un personaje definido (como le tratan los nandi), pero en ningún sitio
dice que es idéntico a Imana.
Había una cierta mujer de Ruanda, la mujer de Kwisaba. Su marido se iba a las guerras
y faltaba durante muchos meses. Un día, mientras estaba sola en la choza, enfermó y no
tenía fuerzas ni para prender fuego, y si alguien hubiera estado presente lo hubiera
hecho en seguida. Gritó desesperadamente: «¿Ay, qué voy a hacer? ¡Ojalá tuviera
alguien para partir la leña y prender el fuego! ¡Moriré de frío si no viene nadie! ¡Ay, que
venga alguien, aunque fuera el mismo Trueno del cielo!»
Así habló la mujer, sin saber apenas lo que decía, y en ese momento una nube pequeña
apareció en el cielo. No la pudo ver, pero pronto se extendió; otras nubes se juntaron,
hasta que el cielo quedó bastante nublado; se puso tan oscuro como la noche en la choza
y oyó un estruendo a lo lejos. Luego hubo un relámpago de cerca y vio al Trueno ante
ella, en la forma de un hombre, con una pequeña hacha brillante en la mano. Se puso a
trabajar y partió toda la leña en un santiamén; luego prendió el fuego con un toque ~ de
la mano, como si sus dedos fuesen teas. Cuando el fuego saltó ''.. se volvió hacia la
mujer y dijo: «Ahora, mujer de Kwisaba, ¿qué ~ me vas a ofrecer?» Se paralizó del
susto y no pudo decir nada. Le dio algún tiempo para recuperarse, y luego siguió:
«Cuándo nazca tu bebé, si es una niña, ¿me la darás como esposa?» Temblando ''por
todas partes, la pobre mujer solamente pudo balbucear: «¿Sí!», y el Trueno desapareció.
Poco después nació una niña, que se convirtió en una niña bonita y sana, y le llamaron
Miseke. Cuando Kwisaba volvió de las guerras las mujeres le saludaron con la noticia
de que había tenido una hija, quedando encantado, en parte, porque pensaba en el ga-
nado que recibiría como su precio de novia cuando tuviera la edad de casarse. Pero
cuando su mujer le contó lo del Trueno se puso muy serio y dijo: «Cuando sea mayor no
debes dejarla salir fuera la casa en absoluto, o si no el Trueno la llevará.»
Mientras Miseke fue pequeña la dejaron jugar fuera con los otros niños, pero demasiado
pronto llegó del día en que tuvo que quedarse encerrada en la choza. Un día unas de las
otras chicas fueron corriendo a la madre de Miseke muy emocionadas: «¿Salen
abalorios de la boca de Miseke! Pensamos que los había puesto allí a propósito, pero
salen cada vez que ríe.» Efectivamente la madre se enteró de que era verdad, y Miseke,
no sólo produjo abalorios de los tipos más valorados, sino también pulseras preciosas de
latón y cobre. El padre de Miseke se preocupó mucho cuando le contaron lo que pasaba.
Pensó que debía ser Trueno el que había mandado los abalorios de esta manera tan
extraordinaria como los regalos que un hombre siempre tiene que mandar a su
prometida mientras crece. Así que Miseke tuvo que quedarse dentro de la casa y
entretenerse lo mejor que podía -cuando no estaba ayudando en los quehaceres- en
trenzar esteras y hacer cestas. A veces sus compañeras de juegos venían a visitarla, pero
ellas tampoco querían estar mucho tiempo en una choza oscura y viciada.
Un día, cuando Miseke tuvo como quince años, unas chicas se juntaron para ir y cavar
inkwa, y pensaron que seria buena idea llevar a Miseke también. Fueron a la choza de
su madre y la llamaron, pero por supuesto sus padres se negaron rotundamente a que se
fuera y tuvo que quedarse en casa. Intentaron otro día, pero sin éxito. Sin embargo,
algún tiempo después Kwisaba y su mujer fueron juntos a ver su huerto, que estaba
situado bastante lejos, así que salieron al amanecer, dejando a Miseke sola en la choza.
De alguna manera las chicas se enteraron de esto y, como ya habían planeado ir a cavar
inkwa, ese día fueron a buscarla. La tentación fue demasiado grande, y salió sin hacer
ningún ruido, acompañándolas al riachuelo donde se encontraba el barro blanco. Tanta
gente había ido allí a lo largo del tiempo por las mismas razones que se había cavado un
hoyo bastante grande. Las chicas entraron y se pusieron a trabajar, riendo y hablando,
cuando, de repente, se dieron cuenta de que se estaba oscureciendo, y, mirando hacia
arriba, vieron una nube grande y negra formarse en lo alto. Y luego, de repente, vieron
la forma de un hombre ante ellas, que gritó en voz alta: «¿Dónde está Miseke, hija de
Kwisaba?» Una chica salió del hoyo y dijo: «Yo no soy Miseke, hija de Kwisaba.
Cuando se ríe Miseke abalorios y pulseras salen de sus labios.» El Trueno dijo:
«Entonces ríete y veré.» Se rió y no pasó nada. «No, veo que tú no eres ella.» Así que
hizo la misma pregunta a una tras otra. La misma Miseke fue la última, e intentó pasar,
repitiendo las mismas palabras que las otras; pero el Trueno insistió en que se riera y
una Lluvia de abalorios cayó al suelo. El Trueno la cogió, la llevó al cielo y se casó con
ella.
Claro que tuvo mucho miedo, pero el Trueno se mostró un marido amable y se
estableció bastante feliz y, con el tiempo, tuvo tres hijos: dos niños y una niña. Cuando
la niña tuvo unas pocas semanas Miseke dijo a su marido que quería ir a casa y ver a sus
padres. No sólo se lo consintió, sino que también le proveyó de ganado y cerveza (como
suministros para el viaje y regalos al llegar) y gente para llevar su hamaca, y la mandó a
la Tierra con consejo de despedida: «Que vayas por el camino principal; no vayas por
ningún sendero poco frecuentado.» Pero, como la gente que llevaba su hamaca no
conocía bien el país, pronto se alejaron
del camino principal. Después de haber viajado bastante a lo largo de este camino
encontraron un sendero obstruido por un monstruo extraño llamado igikoko, un tipo de
ogro, que exigió algo de comer. Miseke dijo a los sirvientes que le diesen la cerveza que
llevaban: bebió toda la cerveza en un santiamén. Luego agarró a uno de los sirvientes y
lo comió, luego otro; en breve los devoró a todos, además del ganado, hasta que no
quedaba nadie más aparte de Miseke y sus niños. El ogro exigió un niño. Sin ver otro
remedio, Miseke le dio su hijo pequeño, y luego, como estaba tan desesperada, le dio el
bebé que cuidaba, pero mientras él estaba ocupado logró mandar huir al niño mayor,
susurrándole que fuera corriendo hasta que llegara a una casa . «Si ves a un viejo
sentado en el montón de cenizas en el jardín de frente será tu abuelo; si ves a unos
jóvenes tirando flechas a un blanco serán tus tíos; los chicos arreando las vacas son tus
primos, y encontrarás a tu abuela dentro de la choza. Díselo a alguien que vengan a
ayudarnos.» El niño salió, mientras su madre intentaba evitar al ogro lo mejor que
podía. Llegó a la casa de su abuelo y les contó lo que había pasado, y salieron en
seguida, después de atar los cencerros en los perros cazadores. El niño les señaló el
camino lo mejor que pudo pero no hubieran llegado hasta Miseke si ella no hubiera oído
el sonido de los perros y gritos. Luego se acercaron corriendo los jóvenes y mataron al
ogro con sus lanzas. Antes de morirse dijo: «Si me cortáis mi dedo gordo del pie, todo
lo que os pertenece os será devuelto.» Hicieron esto y salieron los sirvientes, el ganado
y los niños, ninguno dañado de ninguna manera. Luego, asegurándose que el ogro
estaba muerto de verdad, se fueron a la casa anterior de Miseke. A sus padres les dio
una alegría enorme poder verla a ella y a los niños, y el tiempo pasó demasiado
rápidamente. Al final del mes empezó a pensar que debía volver, y los viejos mandaron
ganado y todo tipo de regalos, como es costumbre cuando un invitado se va a marchar.
Juntaron todo fuera del pueblo, y sus hermanos estaban dispuestos a acompañarla
cuando vieron las nubes juntándose y, de repente, Miseke, sus hijos, sus sirvientes y su
ganado subieron al aire y desaparecieron. La familia se quedó muda de asombro, y no
volvieron a ver a Miseke en la Tierra. Se supone que estaba feliz.
LA LEYENDA DE MARWE
Leyenda de Etiopia
Los wachaga relatan una historia de cómo una chica llegó a la tierra de los fantasmas y
volvió. Marwe y su hermano fueron mandados por sus padres a vigilar el campo de
judías y echar a los monos. Guardaron su puesto durante la mayor parte del día, pero
como su madre no les había dado comida para llevar con ellos tenían hambre.
Levantaron las madrigueras de los campos de ratas, cogieron algunas, prendieron un
fuego, asaron su presa y la comieron. Luego, ya que tenían sed, se fueron a una charca y
bebieron. Esta charca estaba bastante lejos, y cuando volvieron observaron que los
monos habían bajado a la parcela de judías y habían comido todas. Tenían mucho
miedo, y Marwe dijo: «Vamos a tirarnos a la charca.» Pero su hermano pensó que sería
mejor volver a casa sin que les viera nadie y escuchar lo que decían sus padres. Así que
se acercaron silenciosamente a la choza y escucharon un momento entre tas hojas de
plátano de la quincha. Los padres estaban muy enfadados. «¿Qué vamos a hacer con dos
criaturas tan inútiles? ¿les pegaremos? ¿O les estrangularemos?» Los niños no
esperaron a oír nada más, sino que se fueron corriendo a la charca. Marwe se tiró al
agua, pero su hermano no tuvo el coraje suficiente y volvió a casa y dijo a sus padres:
«Marwe se ha ido a la charca.» Se fueron allí en seguida, olvidándose de las palabras
precipitadas provocadas por el descubrimiento repentino de su pérdida, y llamaron una
vez y otra: « ¡Marwe, vuelve a casa! ¡No te preocupes de las judías; Volveremos a
plantar la parcela!» Pero no hubo ninguna respuesta. Día tras día el padre se fue a la
charca y la Llamó -siempre en vano- Marwe se había ido al país de Ios fantasmas.
Se podía entrar por el fondo de la charca. Antes de que hubiese ido muy lejos, llegó a
una choza, donde vivía una con muchos niños. Esta vieja la dejó entrar y dijo que podía
quedarse con ella. El día siguiente la mandó con los otros a coger leña, pero dijo: «No
hace falta que hagas nada. Deja a los otros trabajar.» Sin embargo, Marwe participó con
los demás, e hizo lo mismo cuando fueron a cortar hierba o a hacer cualquier otra tarea.
Se le ofreció comida de cuando en cuando, pero siempre buscó pretextos para no
aceptarla. (Los vivos que llegan al país de los muertos no pueden volver a salir si comen
mientras están allí, una creencia que también existe en otros sitios en África.) Así que
pasó algún tiempo, hasta que un día, ya aburrida, dijo a las otras chicas: «Me gustaría
volver a casa.» Las chicas la aconsejaron que se fuera y que se lo dijera a la vieja. Hizo
esto y la vieja no tuvo nada en contra de la idea, pero le preguntó: «¿Te golpeo con el
frío o con el caliente?» No está muy claro lo que se quiere decir con esta pregunta, pero
en todas las historias de este tipo, que son numerosas, se da una elección de algún tipo
al visitante que parte del país de los fantasmas: a veces entre dos regalos y otras entre
dos maneras de volver a casa. Quizá la significación en la alternativa propuesta aquí ha
sido perdida en la transmisión o la traducción. La chica buena siempre elige el camino
menos atractivo, y Marwe pidió que «se le golpeara con el frío». La mujer le dijo que
metiera los brazos en un cacharro que estaba a su lado. Lo hizo, y cuando los sacó
estaban cubiertos de pulseras brillantes. Luego le dijo que metiera sus pies, y cuando les
sacó sus tobillos estaban adornados con cadenas finas de cobre y latón. Luego la mujer
le dio una enagua de piel con abalorios. v dijo: «Tu futuro marido se llama Sawoye. Él
te llevará a casa.»
Se fue con ella a la charca, la llevó hasta la superficie y la dejó sentada en la orilla. En
aquel tiempo había una hambruna en el país. Alguien vio a Marwe y se fue corriendo al
pueblo diciendo que había una chica sentada en la charca vestida de manera lujosa y
llevando adornos preciosos que ninguna otra persona en la región podía permitirse,
porque la gente se había desprendido de todas sus cosas de valor para venderlas a los
comerciantes de la costa durante los tiempos de carestía. Entonces la población entera
salió para verla, con el jefe a la cabeza. Se llenaron de admiración por su belleza.
(Parece que no perdió su belleza en el país de los fantasmas, a pesar de no comer.)
Todos le saludaron de manera respetuosa y el jefe quería llevarla a casa; pero ella se
negó. Otros se ofrecieron, pero no escuchaba a ninguno hasta que viniera un cierto
hombre llamado Sawoye. Dio la casualidad que Sawoye estaba desfigurado por una
enfermedad que había sufrido Llamada woye, de donde viene su nombre. En cuanto le
vio Marwe dijo: «Ése es mi marido.» Así que la cogió y la llevó a casa y se casó con
ella.
Ésta es una boda poco común, desde el punto de vista bantú ya que no se dice nada de
los padres. Sin embargo, la situación entera fue poco corriente: no ocurre todos los días
que una chica vuelva del país de los muertos, con su marido señalado por la jefa:~ de
los fantasmas.
No se dice, pero creo que se puede suponer, que Sawoye pronto se recuperó de la
enfermedad que desfiguraba su piel y se hizo el hombre más guapo del clan. Compraron
una gran manada de ganado y se construyeron la mejor casa del pueblo después de
vender las pulseras de la dama. Y hubieran vivido de manera feliz si algunos de sus
vecinos no le hubieran tenido envidia y tramado matarle. Y sí le mataron, pero su fiel
esposa encontró medios para resucitarle, escondiéndole en el compartimiento interior de
la choza. Luego, cuando vinieron los enemigos para repartir el botín y llevar a Marwe al
jefe como su esposa, Sawoye salió, armado, y mató a todos. Y luego dejaron a él y
Marwe en paz.
RYANG’OMBE, EN RUANDA
Leyenda de Ruanda
Los banyaruanda dan detalles de los asuntos de la familia de 'Ryang'ombe con gran
detalle. Su padre era Babinga, descrito v como el «rey de los imandwa» su madre,
originariamente llamada Kalimulore, era un tipo de persona incómoda, que tenía el
poder de convertirse en una leona y se dedicaba a matar el ganado de su padre, hasta
que él le prohibió salir con ellos y envió a otra persona en su lugar. Tanto asustó a su
primer marido que se volvió a casa con sus padres y no quiso tener nada más que ver
con ella. Después de su segundo matrimonio, con Babinga, parece no haber =habido
más problemas. No está claro cómo Babinga pudo llegar a ° ser rey de los fantasmas,
mientras aún vivía, pero cuando murió, su 'hijo, Ryang'ombe, anunció que iba a tomar el
lugar de su padre. Esto fue disputado por uno de los seguidores de Babinga Ilamado
Mpumutimuchuni, y los dos decidieron que la cuestión fuera decidida por un juego de
kisoro', que Ryang'ombe perdió. Quizá tenemos Que entender por la larga historia que
sigue que pasó algún tiempo en el exilio; porque salió de caza y oyó una profecía de al-
gunos pastores que condujo a su matrimonio. Después de algunas dificultades con sus
suegros, se estableció con su esposa y tuvo un hijo, Binego, pero pronto los dejó y
volvió a su propia casa.
Tan pronto como Binego fue lo suficientemente mayor el hermano de su madre le envió
para pastorear el ganado; el primer día clavó su lanza en una novilla y el segundo en una
vaca y su ternero, y cuando su tío protestó le mató a él también. Luego llamó a su
madre, y se dirigieron al lugar de Ryang'ombe, al que llegaron en el tiempo debido,
después de que Binego matara, en el camino, a dos hombres que rechazaron abandonar
su trabajo para guiarles, y a un bebé, por ninguna razón en particular. Cuando llegó
encontró a su padre jugando el juego final con Mpumutimuchuni. Se había dejado que
la decisión esperara durante un pequeño tiempo, y Ryang'ombe, si perdía este juego, no
sólo tendría que entregar su reino, sino también dejar a su oponente que le afeitara la ca-
beza, es decir privarle de la cresta de pelo que marcaba su rango real. Binego fue y
permaneció detrás de su padre para ver el juego, sugiriendo un movimiento que le
permitió ganar, y cuando Mpumutimuchuni protestó le apuñaló. Así aseguró a su padre
como rey, que, aparentemente, fue tan bien considerado que compensó todos los
crímenes que había cometido. Ryang'ombe le nombró primero como su segundo de a
bordo, y luego como su sucesor, y Binego, como se verá, vengó su muerte. Como todos
los imandwa, con la excepción del mismo Ryang'ombe, que es amable y benefactor, se
piensa que es maligno y cruel, y a él se teme, especialmente cuando el adivino ha
declarado, en caso de una enfermedad, que Binego es responsable. Durante estas
ceremonias, y también en los misterios celebrados de cuando en cuando, ciertas
personas no sólo son reconocidas como médiums de Ryang'ombe, Binego u otros
imandwa, sino que realmente asumen sus caracteres y se les llaman por esos nombres
durante un tiempo.
LA MUERTE DE RYANG'OMBE
Leyenda de Ruanda
Ryang'ombe un día fue de caza, acompañado por sus hijos, Kagoro y Ruhanga, dos de
sus hermanas y varios otros imandwa. Su madre trató de disuadirle de irse, porque
durante la noche anterior había tenido cuatro sueños muy extraños, que le parecían de
maligna profecía. Primero había visto una pequeña bestia sin rabo; luego un animal,
todo de un color; en tercer lugar un río corriendo por dos cauces a la vez, y en cuarto
lugar una niña inmadura llevando un bebé sin ngobe. Estaba muy intranquila por todos
estos sueños y rogó a su hijo que se quedara en casa, pero, a diferencia de muchos
africanos, que dan mucha importancia a estas cosas, no prestó atención a sus palabras y
partió. Al poco de empezar a caminar mató a una liebre, que al mirarla se dio cuenta de
que no tenía rabo. Su sirviente personal exclamó de inmediato que éste era el
cumplimiento del primer sueño de Nyiraryang, pero Ryang'ombe sólo dijo: «No repitas
las palabras de una mujer cuando estamos detrás de un juego.» Poco después de esto se
encontraron con el segundo y tercer portento (el animal todo de un color era una hiena
negra), pero Ryang'ombe todavía rechazó estar impresionado. Luego se encontraron con
una joven muchacha llevando un bebé sin la piel que normalmente les envuelve. Ella
detuvo a Ryang'ombe y le pidió que le diera un ngobe. El ofreció la piel de un animal
tras otro; pero ella las rechazó todas, hasta que le mostró una piel de búfalo. Luego dijo
que le tenía que vestir adecuadamente, lo que hizo, y también le dio las correas para
atarle.
Así pues ella dijo: «Coge el niño.» Él protestó, pero lo hizo cuando ella repitió su orden,
e incluso, por petición de la niña, le dio al niño un nombre. Finalmente, cansado de esta
importunidad dijo: « ¡Déjame en paz! », y la niña se alejó de inmediato, se perdió de
vista entre los arbustos y se convirtió en un búfalo. Los perros de Ryang'ombe, oliendo
la bestia, fueron a la caza, uno tras de otro, y al no volver envió a su hombre,
Nyarwambali, para ver lo que les había ocurrido. Nyarwambali volvió y contó: «Hay
una bestia aquí que ha matado a los perros.» Ryang'ombe le siguió, encontró al búfalo y
le clavó su lanza, y pensó que lo había matado, pero justo cuando estaba cantando su
canción de victoria se levantó, se lanzó sobre él y le corneó. Él se tambaleó y se apoyó
contra un árbol; el búfalo se convirtió en una mujer. cogió al niño y se fue.
En el mismo momento en el que cayó herido una hoja manchada de sangre cayó del aire
sobre el pecho de su madre. Ella sabía, de hecho, que su sueño había sido un aviso de
desastre; pero no supo lo que había pasado hasta que transcurrió una noche y un día.
Ryang'ombe, tan pronto como se dio cuenta de que había sido herido de muerte, llamó a
todos los imandwa juntos y dijo al primero y, al éste rechazarlo, a otro que fuera y
llamara a su madre y a Binego. Uno tras otro todos rehusaron, excepto el sirviente
Nkonzo, que partió de inmediato, viajando noche y día, hasta que llegó a la casa de
Nyiraryang'ombe y le dio las noticias. Ella vino con Binego de inmediato y encontró a
su hijo aún con vida. Binego, cuando hubo oído la historia completa, preguntó a su
padre en qué dirección había ido el búfalo; habiéndoselo apuntado, salió corriendo,
adelantó a la mujer, la trajo de vuelta y la mató, con el niño, cortando a ambos en
pedazos. Así vengó a su padre.
Luego Ryang'ombe dio instrucciones sobre los honores que debían tributarle tras su
muerte; éstos son, hablando de cierta forma, los fueros de la sociedad Kubandwa que
practica el culto de los imandwa. Especialmente insistió en que Nkonzo, como re-
compensa por sus servicios, debería tener un lugar en estos ritos, y, de esta forma, le
encontramos representado por uno de los actores en la ceremonia de iniciación, como ha
sido fotografiado por P. Schumacher. Luego, en el momento en que su garganta se en-
dureció, nombró a Binego su sucesor y así murió.
Aquí Ryang'ombe aparece como un fuerte aventurero, cuya principal virtud es el coraje,
y es un poco difícil sacar de esta historia, como se ha relatado aquí, por qué se le
habrían concedido tantas buenas cualidades. Muestra algo de afecto por su madre
(aunque no suficiente como para hacerle considerar sus deseos) y por su hijo, y gratitud
hacia el pobre siervo que cumplió su última súplica, pero eso es todo lo que se puede
decir.
SUDIKA-MBAMBI, EL INVENCIBLE
Mito de Kenya
Sudika-Mbambi era el hijo de Nzua dia Kimanaweze, que se casó con la hija del Sol y
la Luna. La joven pareja estaba viviendo con su padre Nzua, cuando un día
Kimanaweze envió a su hijo a Loanda para comerciar El hijo protestó, pero el padre
insistió, así que fue. Mientras estuvo fuera ciertos monstruos caníbales llamados
makishi destruyeron la villa y la saquearon -toda la gente que no fue asesinada huyó-.
Nzua, al volver, no encontró ni casas ni gente; buscando por los terrenos cultivados, al
final se encontró con su esposa, pero ésta estaba tan cambiada que no la pudo reconocer
a primera vista. «Los makishi nos han destruido», fue su explicación de lo que había
sucedido.
Parecen haber acampado y cultivado la tierra lo mejor que pudieron, y al cabo del
tiempo debido Sudika-Mbambi («El trueno») nació. Como otros que serán mencionados
más tarde, era un niño prodigio, que habló antes de entrar en el mundo, y venía
equipado con un cuchillo, un garrote y su kilembe, una planta mítica, explicada como el
árbol de la vida, que pidió a su madre plantarlo en la parte de atrás de la casa. Apenas
había él hecho su aparición cuando se oyó otra voz, la de su hermano gemelo
Kabundungulu. La primera cosa que hizo fue cortar troncos y construir una casa para
sus padres. Ryang'ombe y (como veremos) Hlakanyana fueron similarmente precoces,
pero sus actividades eran de un carácter muy diferente. Poco después de esto Sudika-
Mbambi anunció que iba a ir a luchar contra los makishi. Dijo a Kabundungulu que se
quedara en casa y que vigilara el kilemhe: si se marchitaba sabría que su hermano
estaba muerto; luego partió. En su camino se le unieron cuatro seres llamados
kipalendes, que se jactaban de varios logros: construir una casa sobre la roca desnuda
(una total imposibilidad en condiciones normales), tallar diez dagas al día y otras ope-
raciones más recónditas, ninguna de las cuales, como se probó, pudieron realizar con
éxito. Cuando habían recorrido cierta distancia por el bosque, Sudika-Mbambi les
dirigió y construyeron una casa, «para luchar con los makishi». Él cortó un tronco
solamente y los otros los tuvieron que cortar ellos. Ordenó a los kipalende que habían
dicho que podían levantar una casa en la roca que empezaran a construir, pero tan
pronto como el primer tronco era fijado se caía. Entonces él se dispuso a hacer el trabajo
y lo terminó rápidamente. Al día siguiente salió para luchar con los makishi, con tres
kipalendes, dejando al cuarto en la casa. A él se le apareció poco después una anciana
que le dijo que podría casarse con su nieta si luchaba con ella (la abuela) y la vencía.
Lucharon, pero la anciana pronto venció al kipalende, le colocó una gran piedra encima
cuando yacía en el suelo y le dejó allí sin poder moverse.
Sudika-Nlbambi, que tenía el don de ver dos veces, de inmediato supo lo que había
pasado. Volvió con los otros tres y liberó al kipalende. Éste contó la historia y los otros
se burlaron de él por haber sido vencido por una mujer. Al siguiente día salió con el
resto y el segundo kipalende se quedó en la casa. No se dan detalles sobre la lucha del
maktshi, salvo que «estuvieron disparando». El segundo kipalende se encontró con la
misma suerte que su hermano y de nuevo Sudika-Mbambi rápido se dio cuenta; el
incidente se repitió al tercer y cuarto día. Al quinto Sudika-Mbambi envió a los
kipalende a la guerra y él se quedó en casa. La anciana le retó, luchó con ella y la mató.
Parece haber sido una clase de bruja peculiarmente maligna, que había mantenido a su
nieta encerrada en una casa de piedra, posiblemente como cebo para extraños incautos.
No se dice lo que intentaba hacer con los cautivos a los que aseguraba bajo fuertes
piedras, pero, juzgando lo que ocurre en otras historias de esta clase, se puede concluir
que los mantenía allí para comérselos llegado el tiempo.
Sudika-Mbambi se casó con la nieta de la vieja bruja y se establecieron en la casa de
piedra. Los kipalende volvieron con las noticias de que los makishi estaban totalmente
derrotados y todo fue bien durante un tiempo.
MBEGA, UN NIÑO CON MALA ESTRELLA
Leyenda del Africa Meridional
Mbega en circunstancias ordinarias habría tenido poca compasión, porque le nacieron
los dientes de arriba primero, y estos niños son considerados por la mayoría de los
bantúes como extremadamente desgraciados. En verdad, tan fuerte es la creencia que
pensaban que si les permitían crecer se convertirían en criminales peligrosos, que en
tiempos anteriores hubieran invariablemente recibido la muerte. En Rabai, en el ahora
olvidado lugar de la antigua villa fortificada de la colina de arriba, una pendiente muy
inclinada apunta al lugar desde donde se arrojaban los bebés que nacían con un presagio
tan maligno. Debe haber sido la rareza de este suceso lo que les hacía ser considerados
como innaturales, y así surgió la creencia. Los padre de Mbega, sin embargo, sin duda
porque su padre no creía en tales supersticiones paganas (él debe haber sido musulmán,
aunque sus hijos no siguieron su fe), no prestaron atención a esta costumbre, sino al
contrario, cuidaron de él y creció fuerte y bien parecido y querido por todos, excepto
por sus hermanastros, los hijos de las otras mujeres. Su hostilidad no podía herirle
mientras su padre viviera, pero los dos murieron cuando todavía era joven. Tenía un
protector, que era su hermano mayor, del mismo padre y la misma madre -un parentesco
siempre así especificado con cuidado en las sociedades polígamas-. Pero su hermano
murió y el resto dispuso de su propiedad, que junto con la protección de la viuda y de
los niños- debería haber pasado naturalmente a Mbega. Ni siquiera le llamaron para el
funeral.
Cuando todas la ceremonias debidas se habían llevado a cabo y llegó el tiempo de dejar
de lamentarse, que significa matar al ganado y hacer un festín para todo el clan, durante,
o después del cuál, el heredero es colocado en posesión, todos los parientes se
reunieron, pero no se hizo ni el mínimo caso al heredero que le correspondía por
derecho. Mbega, naturalmente, estaba profundamente dolido –el dibujo le representa
diciendo: « ¡Oh, si mi hermano aún viviera, no tengo a nadie que, me aconseje, a nadie;
mi padre está muerto y mi madre está muerta! »-. Así se fue a su Casa y lloró sobre su
cama (akalia kitandani pake) desesperado.
Mbega reclama su herencia
Los hermanos eligieron al hijo de un pariente más distante para gobernar la propiedad y
casarse con la viuda, y le entregaron la casa del hombre muerto y una parte de su
ganado, repartiéndose el resto entre ellos mismos. Mbega, al oírlo, como no podía per-
mitirles esto, consultó con los ancianos de la villa y les envió a sus hermanos y a todo el
clan con este mensaje: «¿Por qué no me dan a mí la herencia? Ni una sola vez cuando
uno de la familia murió me han llamado a mí al funeral. ¿Qué mal he hecho yo?»
Cuando los mensajeros habían terminado de hablar, los hermanos se miraron a los ojos
entre sí, y cada hombre dijo a su compañero: «Responde tú.» Al fin uno de ellos habló y
dijo: «Escucha, has venido y nosotros te lo explicaremos. Ese Mbega tuyo está loco.
¿Por qué os ha enviado él a vosotros en vez de venir él mismo? Decidle que no hay
ningún hombre en nuestro clan que se llame Mbega. No queremos verle ni tener nada
que ver con él.»
Los ancianos preguntaron lo que Mbega había hecho para e le odiaran así, y el
representante replicó que era un hechicero (mchawi) causante de todas las muertes que
habían ocurrido en el clan. Todos deberían saber que no era una criatura humana
normal, ya que era un kigego al que le habían salido los dientes de arriba primero; pero
sus padres habían sido débiles y habían ocultado el hecho y le habían educado como a
cualquier otro niño. Continuó diciendo que cuando la madre de Mbega había muerto él
y los otros habían consultado a un adivino, que les había dicho que Mbega era
responsable (una cruel calumnia para un hijo que quiere a sus padres) y ellos le habían
dicho a su padre que debería ser asesinado, «pero él no estaba de acuerdo por su gran
amor hacia él». Añora que los padres de Mbega y su propio hermano ya no existían iban
a tomarse la justicia por su mano, ya que, si le dejan, el solo exterminaría a todo el clan.
No deseaban tener su sangre en sus manos, pero le dejaron salir del país con peligro de
su vida, y, en cuanto a los mensajeros: «No volváis aquí de nuevo con palabras de
Mbega.» Ellos replicaron con la calmada dignidad de los consejeros ancianos: «No
volveremos de nuevo a vosotros.» Así volvieron a Mbega, que les recibió con la usual
cortesía y no les preguntó sobre su misión hasta que habían descansado y fumado.
Entonces le contaron todo, y él dijo: «He oído vuestras palabras y las suyas, y en verdad
no necesito enviar hombres allí de nuevo. Yo tampoco quiero tratos con ellos.»
Mbega, un poderoso cazador
Mbega, aunque odiado por sus parientes más cercanos, era querido por el resto de la
tribu, y más especialmente por los hombres jóvenes, a quien él llevaba con ellos en
expediciones de caza y les enseñaba el uso de los perros entrenados, entonces una nove-
dad en el país. Su padre, sin duda, había traído algo con él de Pemba. El nombre del
perro favorito del propio Mbega, Chamfumu, ha sido conservado. El cronista añade:
«Éste era su corazón.» No parece estar claro si esta frase expresa meramente el grado de
afecto por este perro en particular, o si indica de alguna manera que la vida de Mbega
estaba ligada a él. Esta idea del animal tótem como alma externa probablemente no era
extraña en los tiempos antiguos de Washambala, pero Abdallah bín Hemedí bien podía
no haberlo entendido, y nada de esto aparece por ninguna otra parte en la historia.
La tierra estaba totalmente plagada de bestias salvajes, que destrozaban el ganado y los
cultivos. Se menciona mucho al puerco salvaje, que todavía, en muchas partes del este
de África, representan un gran inconveniente para la vida del agricultor. Mbega y su
banda de leales seguidores recorrieron los bosques con los perros, terminaron con los
estragos de los animales y dieron carne a los habitantes de las villas.
Cuando los mensajeros de Mbega le comunicaron la respuesta por sus hermanos, él
llamó a sus amigos, les contó toda la historia y les informo de que tendría que dejar el
país. Luego le preguntaron adónde iba a ir y él respondió que no sabía todavía, pero que
lo averiguaría por adivinación y luego les reuniría y se despediría de ellos.
Se nos da a entender que Mbega estaba bastante entrenado en la magia -la magia blanca,
por supuesto- y esto puede haber dado pie a las acusaciones de sus hermanos. Si la
expresión que usó en esta ocasión («Voy a usar la tabla de arena») se toma literalmente
parece referirse al método de adivinación árabe, por medio de extender arena en una
tabla, conocimiento que el padre de Mbega puede haber traído con él de Pemba.
Los jóvenes protestaron por el hecho de que les fuera a abandonar y declararon que le
seguirían dondequiera que fuera. Estaba determinado a no permitir esto, sabiendo que
causaría problemas a sus padres, pero no diría nada hasta que hubiera decidió lo que iba
a hacer. Luego consultó el oráculo y determinó dirigir sus pasos hacia Kilindi, donde
era bien conocido. Al día siguiente, cuando sus amigos estaban reunidos, les dijo que
debía dejarles. No les dijo a donde iba a ir para el caso de que sus hermanos les
preguntaran. Ellos no querían decir que sí a esto, insistiendo en que querían ir con él,
pero al final les persuadió para que cedieran. Mandó a buscar a todos sus perros y les
distribuyó entre los jóvenes, guardando para el siete parejas, entre ellas el gran
Chamfumu, «que era su corazón». También les dio sus recetas para la caza mágica, en
la que, hasta este día, muchos nativos tienen más fe que en las artes de la caza o la
excelencia de sus armas.
Mbega va a Kilindi
Así Mbega salió, Ilevando sus lanzas, grande y pequeña, y sus perros, y su caja de
encantamientos, y, seguido por su jauría de perros, llegó en la tarde del segundo día a la
puerta de la ciudad de Kilindi. Estaba ya cerrada porque era de noche y, aunque los que
estaban dentro contestaron a su llamada, dudaron en admitirle, hasta que les convenció
de que era en verdad Mbega de Nguu, el cazador de jabalíes. Entonces la puerta se abrió
y toda la ciudad salió corriendo para darle la bienvenida, gritando: «¡Es él, es él!» Le
escoltaron a presencia del jefe, que le recibió calurosamente, le asignó una morada y les
dio órdenes de que hicieran todo lo que fuera posible para honrarlo. «Así que le dieron
una casa con camas y alfombras de Zigula» -era lo usual en lo que se refiere a muebles-
y cuando toda la gente reunida para tal ocasión se había ido a sus casas, con gran
regocijo, Mbega descansó durante dos o tres días.
Se quedó en Kilindi durante varios meses, y no sólo limpió el campo de bestias dañinas,
sino que también aseguró toda la ciudad mediante la magia contra los humanos y otros
enemigos. Poseía el secreto de levantar una niebla tan densa como para hacerla invisible
ante cualquiera que la atacara y podía hacer encantamientos para proteger al ganado de
los leones y leopardos. Parece haber tenido i también habilidades como la del
conocimiento de las hierbas por '
, que se nos cuenta que curaba a los enfermos. Por estas cosas, y sobre todo «por ser
quien era», se hizo universalmente querido. El hijo del jefe, en particular, que insistió en
hacer una alianza de Sangre con él, le alababa con todo el entusiasmo de un joven.
La muerte del hijo del jefe
Con el paso del tiempo los jabalies de las cercanías de Kilindi fueron asesinados o
alejados y los agricultores tenían paz; pero un día se oyó que había un número de cerdos
particularmente grandes en un bosque a una distancia de dos o tres días de viaje. Mbega
de inmediato se preparó para partir, y el hijo del jefe deseaba ir con él. Mbega no quería
asumir este riesgo, y todos sus compañeros intentaron disuadir al joven, pero él insistió
y ellos finalmente cedieron a condición de que obtuviera el permiso de su padre para ir.
El padre asintió, así que se unió al grupo.
Los cerdos, cuando fueron encontrados, eran en verdad muy fieros: se dice «que rugían
como leones». Los perros, excitados más allá. de todo límite por un estimulante que
Mbega les había administrado, eran igualmente fieros, y cuando los cazadores se
abalanzaron con sus lanzas, algunos de ellos fueron derribados en la lucha y otros
corrieron para refugiarse en los árboles. Un gran número de estos cerdos salvajes
resultaron muertos, pero cinco hombres fueron heridos y cuando se limpió el campo se
descubrió que el hijo del jefe estaba muerto.
No se planteó ni siquiera volver a Kilindi: Mbega sabía que le parían por la muerte del
muchacho, y por una vez estaba perdido. Cuando los otros dijeron: «¿Qué será de ti?»,
él contestó: «No tengo nada que decir; tenéis vosotros que decidir» Dijeron que debían
huir del país, y como él, siendo extranjero, no sabía a donde dirigirse, se ofrecieron para
guiarlo. Así salieron juntos, quince hombres en total (los nombres de diez de ellos han
sido conservados por la tradición), con once perros -parece que tres habían perecido en
el último o algún otro encuentro con los perros salvajes---. Sus andanzas, recogidas en
detalle, terminaron en Zirai, en la frontera de Usambara, donde se establecieron durante
algún tiempo y la fama de Mbega se extendió por todo el país. Los más ancianos de
Bumburi (en Usambara) le invitaron a convertirse en su jefe, «y él gobernó todo el país
y fue reconocido por sus habilidades en la magia y su amabilidad, y la quietud de su
cara, y su conocimiento de la Iey; y sí algún hombre estaba presionado por alguna
deuda, Mbega pagaba por él». Se casó con una joven doncella de Bumburi, y sin duda
deseaba pasar el resto de su vida allí. Pero no había contado con los hombres de Vuga.
Mbega, llamado para ser jefe de los vuga
Los vuga, la comunidad más importante de Usambara, habían estado durante algún
tiempo en guerra con los hombres de las colinas de Pare. El dirigente, Turi, habiendo
oído historias sobre los grandes poderes de Mbega, especialmente en lo que respecta a
la magia de guerra, primero envió mensajeros para preguntar la ver dad de estos
informes y después vino él mismo en persona para invitarle a ser su jefe. Acampó con
su grupo en Karange, a una corta distancia de Bumburi, tocando los tambores y cuernos
de guerra. Mbega, al oír que habían llegado, se preparó para recibirlos y también para
dar prueba de su poder Habiéndose puesto su ropa de piel de búfalo curtida, y animado
con sus espada, lanza y daga, envió un mensajero, ordenándole que dijera: «Que mis
invitados me excusen por un momento, mientras hablo con las nubes para que cubran el
Sol, ya que hace tanto calor que no puedo saludarles cómodamente.» Porque era la
estación del kaskazi, el monzón del noroeste, cuando el Sol es más fuerte.
Los hombres de Vuga se asombraron al recibir este mensaje, pero muy pronto vieron
levantarse una niebla que se extendió hasta que se convirtió en una gran nube que tapó
al Sol. Mbega había llenado su calabaza mágica de agua y la había agotado; luego había
cogido un montón de brasas y las había golpeado contra el suelo hasta que los ardientes
rescoldos quedaron esparcidos, y luego los apagó con el agua de la calabaza. El
creciente vapor formó la nube, esto impresionó profundamente a los ancianos de Vuga.
Cuando, al fin, le vieron cara a cara sintieron que todo lo que habían oído sobre él era
verdad, tan agradable era su cara y tan noble su porte. Turi explicó por qué había venido
y, después de haber tomado los pasos acostumbrados para entretener a los invitados,
Mbega estuvo de acuerdo en aceptar la invitación bajo ciertas condiciones. Éstas
principalmente tenían que ver con la construcción de su casa y la recuperación de los
encantamientos que había dejado a cargo de sus amigos kilindi en el monte. Éstos
tendrían que ser entregados a los vuga por un mensajero de confianza y escondidos en
un punto del camino fuera de la ciudad que él tendría que pasar.
Todo se había acordado, y Mbega fue a informar a su suegro y le pidió que le dejara
llevarse a su mujer -un punto interesante que indica que la organización tribal era
matrilineal-. También deberíamos señalar que el suegro señaló que, aunque él daba su
consentimiento, también debería consultar a su mujer. Ella, sin embargo, no puso
ninguna objeción: «Debo ciertamente ir y despedirme de mi hija.»
Mbega entonces se despidió de los ancianos de Bumburi insistiendo en que no deseaba
perder contacto con ellos y haciéndoles prometer que le mandarían aviso a Vuga de
cualquier asunto importante. Quería que el hermano de su mujer les acompañara para
que ella no se sintiera tan aislada de todos sus parientes; también cuatro de los ancianos.
El grupo partió, viajando por la noche y descansando por el ~, cuando Mbega sacrificó
una oveja y realizó varios. ritos secretos, que explicó a su cuñado. A la mañana
siguiente alcanzaron el lugar donde se habían depositado los encantamientos, y el
hombre que los había escondido los sacó y se los dio a Mbega, que se los dio a su mujer
para que los guardara. Acamparon en un lugar durante el día, y cuando llego la noche
apareció un león. Los hombres se esparcieron y huyeron; Mbega siguió al león y lo
mató con un golpe de su lanza. Cuando sus hombres volvieron les dio instrucciones
muy detalladas sobre cómo quitar y curar la piel, por razones que veremos más tarde.
Entonces partieron una vez más y alcanzaron Vuga en una fácil etapa a la mañana
siguiente temprano. El tambor de guerra fue tocado y respondieron los tambores desde
las colinas más cercanas, y aquellos de nuevo por otros más distantes, proclamando al
país entero que el jefe había venido. Y desde cada villa cercana y lejana, la gente
caminó para saludarle. Se construyó su casa, se colocó el techo y se enyesó, de acuerdo
con sus instrucciones, y cuando estaba terminada mandó matar ganado y preparó una
fiesta para los trabajadores, que eran hombres y mujeres. Luego envió a buscar la piel
del león, que mientras tanto había sido preparada cuidadosamente, y la colocó en la
cama de su mujer, que en poco tiempo iba a dar a luz a su primer niño.
Poco después de haber tomado asiento en este lugar, mandaron a buscar a la mujer de
Turi, y, habiendo llamado a otras mujeres cualificadas para que atendieran a la reina, al
cabo de poco tiempo se oyó el grito de regocijo, usual en estas ocasiones. Toda la gente
vino, trayendo regalos y saludos, y Mbega mató un buey y lo envió a las parteras. Su
primera pregunta fue si el nacimiento había tenido lugar sobre la piel de león; cuando le
informaron de que así había sido él preguntó si el bebé era niño o niña y, al responderle
que era un niño, él dijo: «¿Le habéis dado ya nombre de alabanza?» . Ellos respondieron
que no y él dijo, pues, que el nombre del niño sería Simba, el león, y por este nombre
sería Ilamado. El nombre original de Mbega, el primero que se le dio en su infancia, era
Mwene, y por esto a su hijo se le conocería como Simba (hijo) de Mwene, que se
convirtió en un título entregado a la línea masculina de la dinastía. Pero el nombre
oficialmente entregado al muchacho fue Buge.
Tan pronto como el niño creció lo suficiente los parientes de su madre lo reclamaron y
fue educado por sus tíos en Bumburi otra muestra del derecho de la madre en
Usambara-. Mbega después se casó al menos con otra mujer y tuvo varios hijos, pero la
madre Buge era la gran esposa y su hijo el heredero. Cuando hubo llegado a la edad
adulta sus parientes en Bumburi pidieron permiso a Mbega para instalarle como su jefe,
lo que éste concedió rápidamente. El muchacho reinó con sabiduría y le ordenaron
seguir los pasos de su padre. Sus hermanos más pequeños, cuando crecieron, fueron
también colocados en cargos de distritos, rigiendo como diputados de Mbega; esto se
convirtió en costumbre entre los jefes wakilindi. que también asignaron distritos a sus
hijas.
La muerte y entierro de Mbega
Sucedió que Mbega cayó enfermo, pero nadie lo sabía excepto cinco ancianos que le
atendían de cerca. El hecho de no aparecer en público no había causado extrañeza,
porque había tenido el hábito ocasionalmente de ocultarse durante hasta diez días
algunas veces y no ver a nadie, cuando se decía que estaba entretenido en ritos de
magia, como era, verdaderamente, el caso. Su enfermad, que no era conocida por sus
hijos, duró sólo tres días y los ancianos guardaron el secreto durante algún tiempo.
Entonces se enviaron mensajeros a Bumburi para decir a Buge que su padre estaba muy
enfermo y que había enviado a buscarle. Él partió de inmediato y, al llegar, se encontró
con la noticia de que Mbega estaba muerto. El funeral tuvo lugar en secreto, sin duda
para asegurar la sucesión al tener a Buge en el lugar antes de que la muerte de su padre
fuera conocida. Primero se mató un toro negro se le quitó la piel y se forró la tumba con
su piel; luego se comió un gato negro y lo mataron, y eligieron a un muchacho y una
muchacha para que yacieran en la tumba uno junto al otro y se quedaran allí hasta que
se enterrara el cuerpo. Esto, sin duda, era t un acto simbólico que representaba lo que en
tiempos anteriores había sido un sacrificio humano. Cuando se colocó el cuerpo en la
tumba los dos jóvenes salieron y desde entonces fueron tabú el uno para el otro: se les
prohibió encontrarse de nuevo mientras vivieran. Luego se colocó al gato junto al
hombre muerto y se tapó la tumba.
Todo esto se llevó a cabo sin el conocimiento de la gente de la ciudad. Los ancianos
acordaron instalar a Buge como sucesor a la muerte de su padre, y fueron a buscar a su
mujer desde Bumburi. Llegó por la mañana, y al romper el día se tocaron los tambores
que anunciaban la muerte del jefe, y Buge sacrificó a dos bueyes en la tumba de su
padre. Luego fue proclamado solemnemente como jefe, y su hermano mas joven,
Kimweri, ocupó su lugar en Bumburi.
LA DIOSA RADHA Y SU PENITENCIA POR LA TIERRA
Mito de la India
Tomaré la forma de una mujer. ¡Damán ha lanzado sobre mí su maldición! ¿A qué
recurso acudiré ahora? Oh, tú que destruyes el temor, dímelo. Sin ti ¿qué haré para
vivir? Sin ti, mi señor, un segundo me parece la eternidad. Mi corazón, privado de tu
mirada, se secaría.
Tu rostro, bello como la luna en noche de otoño y resplandeciente como la bebida de los
dioses, oh, mi señor, lo bebo con mis ojos, a través de las pestañas de mis párpados, de
noche y de día.
Tú, eres mi alma, mi esencia, mi espíritu, mi verdadero cuerpo, lo juro. Tú eres mi vista,
mi vida y mi riqueza suprema. Que yo duerma o que vele, en ti se cifra mi pensamiento;
y veo siempre tus pies de loto.
Yo no podría vivir un instante, oh, mi dueño, sin ser tu esclava.
Yo también -le dice-, iré a la superficie de la Tierra, oh, noble diosa. Puesto que
decidido está que tú debas nacer allí, desciende conmigo. Me pasearé en los bosques de
Viraja cuando allí te encuentres, oh, bella deidad.
Te amo más que a la vida: ¿qué podrás temer, si estoy a tu lado?
Cierto día en que Hari (Krichna) acababa de separarse de su mujer Radha, después de
un largo paseo en el bosque encontró a otra gopi, Viraja, a quien rodeaban mil y mil
ninfas admirablemente bellas.
De repente, el dios veleidoso se sintió herido de amor por aquella graciosa pastora, a
quien muchos jóvenes servían de humilde cortejo.
Sentada en su carroza, que hacía las veces de trono real, vio a Hari delante de ella y Hari
la contempló: el rostro de la joven se parecía a la Luna llena; su belleza era
arrebatadora, su mirada seducía, sus gracias eran las de una ninfa de dieciséis años;
llevaba adornos del coral más rico, vestía un traje blanco y su cuerpo se estremecía de
placer al sentirse objeto de las flechas del dios del amor.
Después de haberla contemplado, Hari la llevó consigo, en un instante, a un montecillo
de flores de la gran selva despierta.
Entregada a la delicia del amor, Viraja se olvidó del mundo, oprimiendo contra su
corazón al señor de su vida.
Las compañeras de Radha, viendo a la ninfa y al dios, juntos en su fresco retiro, se
apresuraron a informar del suceso a su soberana
“¿Podéis mostrármela? Les dijo la gran diosa; si vuestras palabras son ciertas, venid
conmigo. Yo recompensaré como lo merecen, al perjuro y a la moza. Traedme sin
demora todas las demás mujeres a quienes él quiere. Cuanto a ese engañador cuyos
labios sonrientes están humedecidos por un néctar emponzoñado, si por capricho
amoroso se presenta, no le dejéis entrar.”
Oyendo las palabras de Radha, las ninfas se sobrecogieron de temor. Todas, juntando
las manos en forma de copa e inclinando la cabeza con respeto delante de su buena y
bien amada señora, exclamaron: “Nosotras te mostraremos a ese dios, en los brazos de
Viraja.”
A esas palabras la diosa se dirigió a su carro.
Aquel carro era un admirable monumento, un edificio inmenso de cien yodjanas de
longitud; de una latitud y de una altura proporcionadas; construido sobre un número
infinito de ruedas, rodeado de tapicerías preciosas, de voluptuosos ropajes y de
espléndidos espejos; su ornamentación era de perlas, de diamantes, de leones de oro, de
soles formados de toda clase de pedrerías, de guirnaldas y de coronas, de maderas
olorosas y perfurmadas… Columnas gigantescas le servían de soportes; por medio de
incalculables tramos, se llegaba a sus departamentos, espléndidamente amueblados,
provistos de vasos y de utensilios de oro, de todas clases.
La diosa montó en él, seguida de dos mil veces diez millones de ninfas.
Rápida como el pensamiento, la carroza llegó prontamente al retiro de Krichna y de
Viraja.
Habiendo descendido de la carroza, la diosa vio delante de la puerta del tocador de
verdura a Damán, el muy bello guardián de rostro franco tal como un loto, el servidor
querido de Krichna, rodeado de una tropa innumerable de gentes.
La diosa irritada le apostrofó de esta manera: “Vete lejos de aquí, huye muy lejos,
esclavo de un dueño libertino: ¡Quién sabe si habré de verle aún otra favorita!”
Habiendo oído la voz de Radha, el vigoroso boyero se colocó delante de ella
atrevidamente, con la vara levantada para impedirle la entrada en el retiro de su señor;
pero las compañeras de Radha, temblándoles de cólera los labios, rechazaron
prontamente a Damán con sus manos, sin embargo delicadas.
Al oír el ruidoso tumulto que producían todas aquellas mujeres, el mismo Hari se
desvaneció reconociendo entre todas las demás voces, la voz de Radha.
Temiendo la cólera de esta diosa, cuyos clamores habían trastornado a Krichna, Viraja,
entregada totalmente a la pasión de su corazón, perdió súbitamente la vida y su cuerpo
se convirtió en un río, río Admirable y bello, abundante en perlas, de diez mil yodjanas
de ancho, y de una longitud diez veces mayor, que formó su lecho al pie de la montaña,
teniendo su curso en medio de la comarca de las gopis.
Radha penetró en el retiro voluptuoso de su esposo infiel. Lo buscó dirigiendo la mirada
a todas partes; pero Hari, a quien la pasión arrastraba, había desaparecido de aquel
lugar: caminaba a lo largo de la ribera y queriendo detener el curso del río, llamó a
voces, llorando, a Viraja, que convertida en río de aguas rápidas, obedecía al poder cuyo
decreto fatal tenía que sufrir y seguía el declive que la atraía, la arrastraba y la
precipitaba, entonces, para siempre y sin cesar.
“Ven a mí –decía-, ven, oh mujer, la mejor, la primera, la más querida entre todas las
mujeres; sin ti ¿cómo podré yo vivir?
“Reina de los ríos, diosa excelente, tú a quien bendigo, tú tan graciosa, ¡toma un cuerpo!
De lo que fuiste hace poco, no queda más que agua que se escapa; triunfa del sortilegio,
oh predilecta mía y reviste una forma aún más admirable que la que antes tuviste.
“Escápate de las ondas, levántate y ven hacia mí con una belleza nueva”
Y bella como Radha, la ninfa salió de las olas, para volver al lado de Hari.
Al ver a la bella deidad, Krichna, el señor de los mundos, se entregó a todos los
transportes del amor; olvidó el Universo y se retiró con su adorada al fondo de la más
completa soledad.
Un siglo después, Viraja fue madre de siete bellos hijos.
Pero, abandonada por el dios, maldijo a sus hijos.
“¡Qué este se convierta en Océano –dijo- y que nunca beba de su agua ningún
hombre!”
Profirió otras imprecaciones contra todos sus hijos. –“¡Insensatos! ¡que vivan en la
Tierra! ¡que bajen al suelo de la agradable Jambuduipa!
“Pero ¡dónde tendrán su morada? En cualquier isla en que fijen su residencia, ¿vivirán
felices mis hijos? Donde quieran que se hallen, en medio de las islas o del desierto, mis
hijos correrán de una parte a otra jugando entre los ríos”.
Por efecto de la maldición materna, el más joven se convirtió en Océano; y los otros,
penetrados de dolor, se resignaron a bajar a su destierro terrestre, después de haberse
humillado a los pies de su madre, inclinando ante ella la cabeza con respeto.
Convertidos en siete mares distintos, en otras tantas islas diferentes, se apartaron los
unos de los otros y cada uno de ellos formó uno de los mares siguientes, objeto de los
deseos humanos: mares de sal, de azúcar, de licor espirituoso, de manteca, de leche
cuajada, de leche y de agua de lluvia.
La desgraciada ninfa, privada de sus hijos, vertió abundantes lágrimas.
Sabiendo que ella se encontraba abismada en un mar de dolores, el esposo de Radha fue
de nuevo a encontrar a Viraja, con rostro franco, a semejanza de la flor del loto.
A la presencia del dios preferido, la aflicción y los suspiros cesaron: un océano de
alegría inundó el corazón de Viraja. Hari estrechó contra su pecho a la ninfa que sufría
de amor y la consoló por la pérdida de sus hijos que ella misma había proscrito.
Hari volvió en seguida al lado de Radha. Pero esta se hallaba muy irritada por la nueva
fuga de su esposo.
“¡Está bien! Krichna, tú, el amante de Viraja. Vete; aléjate de mi residencia. ¿Cómo tu
impudor se atreve a acercarse a mí, libertino, disoluto, ladrón de amor?
¡Ve otra vez a encontrar a aquella mujer que te encanta, aquel loto, aquella perla!
Dirígete, si quieres, a cualquier muchacha del campo, aunque sea muy ordinaria, con tal
que ame el placer de los sentidos.
Sí, amante de un río, tú, soberano señor, dueño de los dioses, te lo ordeno; sepárate del
umbral de mi morada solitaria.
Tú que te rebajas hasta sentir las pasiones humanas y te corrompes en el vicio, entra en
el seno de una mortal y se concebido por ella. Desciende a la tierra, desde el cielo de las
gopis.
¡Vamos, Sucila, Sacikala, Madavi, que sea expulsado ese engañador! ¿Qué hace aquí?”
Las ninfas de Radha no sabían cómo ejecutar la orden de su reina. Sin embargo,
rechazaron dulcemente al dios, que retrocedió. Esa despedida irritó a Damán, que se
dirigió en estos términos a Radha:
“¿Por qué motivo, oh diosa, dirigís tan duras palabras a mi señor?
Vos, la reina y la más perfecta de todas las excelentes diosas que se hallan bajo su poder
y que le besan los pies para adorarlo, ¿no lo conocéis, pues, oh diosa preferida?...
Calmada pronto vuestra cólera; someteos a Hari que puede, con sólo fruncir el
entrecejo, aniquilar la creación, arruinar la obra de Brahma en un abrir y cerrar de ojos,
y precipitar del cielo en un solo día a veinte y ocho Indras”.
En vez de apaciguar el enojo de Radha, las palabras de Damán no hicieron más que
aumentarlo. Con los ojos encendidos y los labios trémulos, se lanzó hacia el umbral del
palacio y dijo:
“¡Vergüenza para ti, despreciable insensato, servidor de un libertino! Escucha: tú lo
sabes todo, sin duda, pero yo, yo, no conozco a tu señor; porque ese Krichna a quien
sirves no es tu señor de igual manera que lo es mío. ¡Atrás, pues, vil esclavo!
Lo mismo que los Asuras desafían sin cesar a los dioses, así tú me insultas, ser
irracional: conviértete, pues, en Asura. Boyero, vete al cielo de las gopis y ve a nacer de
un seno miserable. Ahora que estás maldecido por mí, ¿quién podrá salvarte?”
Habiendo hablado de esa manera, Radha se quedó inmóvil y como privada de
sentimiento. Las ninfas la rodearon agitando mosqueros guarnecidos de piedras
preciosas.
Damán, cuando oyó el discurso de la diosa, se mostró irritadísimo. Con los labios
temblorosos, pronunció esta imprecación:
“¡Lejos de aquí! ¡Ve a nacer en un seno abyecto! Te dejas dominar por la cólera como
una mortal: ve, pues, a ser una mujer en la tierra, oh reina, cuya exigente voluntad yo
castigo.
Radha descendió a la tierra en la que vivió separada de Hari, durante un siglo. Damán
llegó a ser jefe de los Asuras. Cuando a Krichna, ese dios, nació hijo del rey Vasudeva y
de la reina Devaki. Dicha princesa tenía un hermano, Kansú, al cual, presagios
misteriosos le habían anunciado que moriría víctima del octavo hijo de su hermana.
Dansú quiso entonces matar a la reina; pero renunció a su proyecto, fiado en la promesa
que le hizo Vasudeva, de entregarle todos los hijos que Devaki diese al mundo. Seis de
esos hijos habían sido ya sacrificados. El séptimo escapó milagrosamente de la muerte.
Krichna fue el octavo. Cuando nació, su madre lo substituyó por la niña Radha, hija de
Nandi y de Yasoda.
Algún tiempo después, Kansú celebró la paz con su hermana y su cuñado; todo temor se
había desvanecido: Radha volvió a su familia y Krichna a la suya.
De ese modo entró en la India aquel héroe famoso, tipo de la raza aria, que siguiendo el
curso de los ríos y de los arroyos, conquistó la gran península
LOS CINCO DIOSES DEL MAHABHARATA
Mito de la India
El rey Pandú tiene dos mujeres, Kunti y Madri. Sin embargo, la maldición de un
brahmán le ha condenado a no tener hijos. Sus dos mujeres se unen, pues, a diversos
dioses, de los que tienen cinco hijos, que son, precisamente, los héroes del
Mahabharata. He aquí sus nombres: Yudhishtiva (el animoso); Arjona (el brillante);
Bhimasena (el terrible), Nakula y Sahadeva.
Al ocurrir la muerte de Pandú, sus cinco hijos son recibidos en la corte de su tío ciego
Dhritarashtra, quien tiene seis hijos propios. Pero los hijos de Pandú (los Panduidas),
están dotados, los cinco, de una fuerza invencible y de bellas cualidades morales,
además sirven de blanco a las vejaciones y aun al odio de sus primos, quienes, cierto
día, prenden fuego a la casa en que se encuentran los cinco hermanos.
Estos escaparon, conducidos por Bhimasena, el terrible, que… “dotado de una fuerza
prodigiosa, cogió a Kunti, su madre, en sus hombros, a dos de sus hermanos alrededor
de la cintura y a los otros en sus manos y huyó, derribando y aplastando árboles, terrible
y rápido como un huracán”
Los Panduidas vivieron ocultos en la selva, usando trajes de brahmanes. Allí supieron
que el rey Draupada había abierto un Suayambara, especie de torneo, en el que ofrecía
como premio la mano de su hija. Los cinco hermanos deciden presentarse.
Arjuna fue declarado vencedor, porque entre todos los concurrentes, sólo él pudo
encorvar el arco gigantesco y dar en el blanco. Pero los Chatrías protestan contra la
victoria de Arjuna y acometen a Draupada. Arjuna y uno de sus hermanos, auxiliados
por el dios Krichna, los rechazaron.
Al mismo tiempo, el amor por Dropadi surge en el corazón de los cuatro hermanos de
Arjuna. Se hallan a punto de venir a las manos, cuando una voz celeste declara que la
princesa será esposa de los cinco hermanos, los cuales, en honor de Indra, van a fundar
una ciudad nombrada Indraspatha.
Sin embargo, los cinco Panduidas mantienen todavía frecuentes querellas por causa de
Dropadi. Entonces, el buen Arjuna, sacrificándose, se marcha y hace el voto de habitar
en las soledades durante doce años.
Otro de los hermanos, Yudhishtira, extiende su soberanía en el valle del Ganges.
Durante un sacrificio, un Rajá provoca a otro Panduida, Bhimasena, quien mata al Rajá.
Uno de sus primos, celoso de la gloria de los hermanos, quiere perderlos y hace que su
padre Dhitarashtra, los invite a visitar su palacio de Hastinapura.
Ya en el camino, Yudhishtira, por la influencia de un genio enemigo, pierde a los dados
su ejército, sus riquezas y su mujer: sus hermanos fueron cargados de cadenas.
La desgraciada Dropadi queda reducida a esclavitud. Duryodhana la ultraja
públicamente. El viejo Dhritarashtra indignado, hace que se de la libertad a Dropadi y a
sus cinco esposos. Pero el incorregible jugador Yudhistira se deja nuevamente seducir
por los dados, y pierde por segunda vez su libertad y la de su esposa y de sus hermanos.
Duryodhana los condena entonces a un destierro de doce años, durante los cuales
deberán errar por las selvas; y al cabo de aquel tiempo, todos juntos podrán habitar en
una ciudad, pero sin hacer reconocer su categoría.
Durante su estancia en la selva, los cinco hermanos se conducen con la austeridad de los
brahmanes; practican las virtudes y ejercitan sus fuerzas en todas ocasiones. Arjuna, en
cierto día, sostuvo un terrible combate con un dios.
Arjuna, el de los brazos fuertes, había ido a ver a Sakra, rey de los Suras y a Sankara,
dios de los dioses.
Llevaba el arco de Gandara y su propia espada de puño de oro.
Se dirigió hacia el Himalaya y llegó a un bosque sombrío, aunque rico de frutos y de
flores y poblado de pájaros de todas clases.
En el momento en que marchaba por el bosque, un gran ruido de conchas y de címbalos
estalló en el cielo; una lluvia de flores cayó seguidamente sobre la tierra y una multitud
inmensa de nubes cubrió el cielo.
Cuando hubo atravesado aquel lugar terrible, Arjuna llegó a la cima del Himalaya. Vio
allí árboles con flores, poblados de pájaros que cantaban y vio torrentes impetuosos
cuyas aguas eran del color de lapislázuli.
Aquel guerrero de gran corazón se sintió atraído por tan deliciosa selva y resolvió
someter allí su energía indomable a una terrible penitencia.
Se vistió con un traje tosco, que recubrió con una piel de antílope, tomó un cayado y se
alimentó con hojas secas.
Pasó el primer mes comiendo solamente alguna fruta cada tercera noche; en el segundo
mes no comió más que una fruta cada seis días; en el tercero, triplicó ese intervalo; y
cuando llegó el cuarto mes, el hijo de Pandú no tuvo más que el aire por alimento.
Entonces, con los brazos extendidos y levantados en alto, sin apoyo alguno, se sostuvo
descansando solamente en la extremidad del dedo grueso de un solo pie.
El venerable Hara Siva, señor de los dioses, que lleva en la mano el arco de Pinaka, se
vistió un disfraz de cazador y semejante a un árbol de oro, resplandeciente como otro
monte Merú, armado con arco y con flechas parecidas a serpientes, descendió a la tierra.
Entonces, toda la selva quedó silenciosa; el ruido de las cataratas se extinguió y el
gorjeo de los pájaros cesó.
Llegado que hubo cerca del Prithida vio, bajo un aspecto maravilloso, a un hijo de
Danú, llamado Muka, el cual había tomado la forma de un jabalí e intentaba matar a
Arjuna, disparando contra él su arco.
Pero Sankara le arrojó una flecha semejante al rayo y parecida a la llama, al mismo
tiempo que Arjuna le disparaba un dardo.
La caída de las flechas produjo entonces un ruido parecido al trueno que retumba en una
montaña.
Las dos flechas hirieron a la vez al jabalí, cuyo cadáver cayó a tierra.
En aquel momento Arjuna vio delante de él a un hombre tan brillante como el oro; era
Siva, disfrazado de cazador montaraz. Arjuna le dijo estas palabras, sonriéndose y con
semblante alegre: “¿Quién eres tú que caminas por esa selva desierta? ¿No temes nada
en estos sitios tan temibles? ¿Por qué has herido a ese jabalí, que era una pieza que me
correspondía? Yo lo herí primero… por paz o por guerra, no puedes escapar vivo de mis
manos, porque no has cumplido respecto de mí un deber de la caza: así es que voy a
quitarte la vida, habitante de las montañas.”
Zankara le respondió con dulce voz:
“No temas nada por mí, porque estoy acostumbrado a estos lugares. ¿Cómo ha podido
agradarte este paraje tan incómodo?”
Arjuna le dijo entonces:
“Tengo para defenderme un arco y flechas de hierro y he sido yo quyien ha matado a
ese jabalí venido aquí para quitarme la vida”.
“Ha sucumbido bajo mis disparos –replicó el Pirata- y el botín es mío. No vengas,
envanecido con tu fuerza, a culpar a otro de tu falta de destreza. ¡Insensato! No
quedarás con vida. ¡Prepárate! ¡Voy a lanzarte mis flechas como rayos! ¡Defiéndete!
Al oír esas palabras del montaraz, Arjuna sintió un furor indescriptible y disparó sus
dardos con todas sus fuerzas contra su enemigo.
Este recibió los tiros tranquilamente: “¡Más aún; más todavía!”, exclamaba, “¡más de
prisa, más fuerte!”
Arjuna redobló entonces su lluvia de flechas.
Aquellos dos héroes, irritados, que tenían una fiereza de reyes, se atacaron mutuamente
muchas veces con sus dardos en forma de serpientes.
Después que el dios del arco de oro hubo sufrido esa lluvia de flechas durante una hora,
quedó inmóvil, sonriente y con el cuerpo libre de heridas.
Cuando Arjuna vio fracasada la acción de la lluvia de flechas, se sintió sobrecogido por
la mayor admiración y exclamó:
“¡Cómo! ¡este montaraz, de cuerpo tan delicado, ha recibido sin conmoverse mis
flechas de hierro! ¿Qué dios visible es, pues? ¿Un Yaksha, un Rudra, un Asura? Nadie
más que el dios del arco de oro hubiera podido quedar ileso del ímpetu de esa multitud
de flechas que mi arco ha disparado… Cualquier individuo que, sin ser Rudra, hubiera
recibido mis dardos acerados, habría quedado sumergido por mí en el reposo de Yama”.
Entonces, con el alma exaltada, comenzó de nuevo a disparar a centenares sus
penetrantes flechas, como el Sol envía sus rayos.
El dios las recibió con impasibilidad, como una montaña recibe un aluvión de piedras.
“¡Cómo! ¿aún me desafía? Hiriéndole con el mango de mi arco, lo mismo que a un
elefante con la punta de una lanza, ¡tal vez llegaré a dar fin de él!”.
Quitó entonces la cuerda de su arco y arremetió contra el dios, pero este le quitó de las
manos el arma.
Arjuna cogió inmediatamente su cimitarra, cayó como un rayo sobre su enemigo y le
descargó en la cabeza, con toda la fuerza de su brazo, un golpe que hubiese podido rajar
algunas montañas. Pero la hoja voló hecha pedazos en la cabeza del dios.
Lanzó contra él rocas; desarraigó árboles y se los echó encima. El dios recibió en su
cuerpo estos árboles y estas rocas, y después golpeó al hijo de Pandú con sus terribles
puños; entonces se oyó un ruido espantoso de carnes desgarradas y de huesos triturados.
Ese duelo que hacía erizarse el pelo a los contendientes duró más de una hora.
Arjuna golpeó al dios en el pecho y el dios le golpeó en el rostro.
La trituración de sus brazos y el choque de sus pechos produjeron en sus miembros un
calor intenso.
Por último, el dios aprisionó a su rival entre los brazos y lo arrojó lejos de sí. Arjuna
parecía una pelota; la respiración le faltó, cayó a tierra y perdió el conocimiento.
Cuando se repuso, reconoció en su rival a aquel dios que lleva el arco de oro. Cayó
humillado a sus pies y Bhava satisfecho, le dijo con una voz tan profunda como el ruido
de las nubes:
“¡Bien, Arjuna, bien! Estoy contento de tu proeza. ¡En lo sucesivo vencerás a todos tus
enemigos en batalla, aunque sean dioses!”
Arjuna, confundido, imploró su perdón y le adoró.
“Dígnate, Zankara, tú que eres el más sutil de los dioses, dígnate perdonarme esa falta.
He venido a esta montaña impulsado por el deseo de ver tu dividinidad. Te suplico, a ti,
bienaventurado que recibes las adoraciones del mundo, que esta ofensa no me atraiga tu
castigo… Yo he sostenido contigo un combate sin conocerte. Perdóname esta falta,
Zankara, a mí que imploro tu protección”.
Al oír estas palabras, el dios del gran esplendor, que tiene por enseña el toro, sonrió,
extendió un brazo reluciente y dijo a Arjuna:
“Estás perdonado”
Indra ha enviado a Arjuna su cochero Matali para que lo transporte al cielo. La carroza
se lanza al aire desde lo alto de una montaña.
Temblando de gozo, Arjuna salta al carro celeste, que en el instante se lanza al cielo.
Cuando hubo llegado a las regiones inaccesibles a los mortales, Arjuna vio pasar en
todas direcciones, alrededor, por encima y por debajo de él, carros centelleantes. Ningún
astro, ni el Sol, ni la Luna los iluminaba, sin embargo, pero de ellos mismos se
desprendía una luz deslumbradora. Los unos, en el fondo del cielo, parecían pequeños y
oscuros, como lámparas próximas a extinguirse; otros, por lo contrario, brillaban con
diafanidad espléndida.
El héroe, desprendido de todo aquello que podía atarle a la Tierra, contemplaba aquel
maravilloso espectáculo embellecido de armonías sublimes.
Vio pasar por delante de él, reyes que fueron virtuosos, piadosos anacoretas y guerreros
que perdieron la vida combatiendo con valor.
Finalmente, divisó la mansión de los santos en la mayor gloria: allí, el suelo estaba
alfombrado de flores siempre frescas y una suave brisa extendía por todas partes un
perfume dulce como la virtud.
Después de aquel lugar, había una selva siempre verde, en donde se producían sombras,
por las que pasaban algunas ninfas asidas por la cintura y cantando celestes coros.
Aquella selva era el refugio de los corazones constantes, donde nunca pueden habitar
los mortales que no se arrepienten, ni aquellos que descuidan el hacer ofrendas a los
dioses, ni los guerreros que abandonan el campo de batalla.
Aquel imperio está vedado a los que no van en peregrinación a los santos lugares, a los
que no hacen limosnas, a los que han profanado objetos sagrados, a los que se entregan
a los excesos de la alimentación o de la bebida y a los que son adúlteros.
Después de haber atravesado aquella, maravillosa selva, se oía resonar una armonía
musical voluptuosa y se penetraba en la residencia de Indra.
Un ambiente cefíreo, embalsamado de gratos olores, envolvía al señor de los dioses,
rodeado de ninfas que cantaban sus alabanzas.
Ajuna, al penetrar en la ciudad celeste, fue saludado por sus divinos habitantes. Todos
los instrumentos de música celeste resonaron a la vez: guiado por el cochero Matali,
siguió un camino sembrado de estrellas, hacia el Sol radiante de Indra. Después,
rodeado de todos los genios del cielo, de todos los reyes y de todos los brahmanes, llegó
a los pies del mismo Indra.
Al cabo, tuvo fin el destierro de los Panduidas. Fueron a vivir a la corte del rey Virhata,
donde ejercieron modestas funciones. Pero prestaron a Virhata un magnífico servicio
con ocasión del ataque de la ciudad por los Koravas. Arjuna tomó su vestidura, cogió su
potente arco y con sola su presencia, los enemigos huyeron aterrorizados.
Poco tiempo después, Arjuna dio a conocer a Virhata su verdadera condición de héroe;
Virhata le ofreció su hija y prometió a los Panduidas ayudarles a reconquistar su reino.
Los Panduidas organizan un numeroso ejército y dan a los Koravas una batalla terrible:
un choque fantástico de carros, elefantes y de caballos, y una carnicería de diez y ocho
días aparecen descritos largamente en el poema; cinco cantos de este están consagrados
a la batalla de Kuruksetra.
A continuación damos algunos episodios de este encuentro épico:
Por todas partes estalló un tumulto espantoso: eran aclamaciones, llamamiento al
combate, redobles de tambor, ruidos de charangas y de caracolas, gritos de guerra,
rechinamientos de carros, relinchos de caballos, rugidos de elefantes… Todas las tropas
de Kurú y de Pandú reunidas se habían levantado a los primeros albores del día.
Los dardos, las corazas, las flechas, las lanzas, resplandecían ofuscando la vista… Se
veían brillar, como nubes tornasoladas, los elefantes y los carros centelleantes de oro.
Como un grupo de poblados, carros innumerables brillaban y un resplandor magnífico
rodeaba al jefe, parecido a la luna en plenitud… Se veían ondear ene l aire millares de
banderas resplandecientes, que lucían, como llamas ardientes, sus astas de oro,
esmaltadas de pedrerías y en el palacio de Indra flameaban sus estandartes.
Aquellos dos inmensos ejércitos parecían dos mares que confundían sus torbellinos
repletos de monstruos furiosos…
Había amanecido: la Luna y las brillantes estrellas se habían extinguido en el cielo; el
Sol se elevaba radiante; los chacales, los buitres, los animales que se alimentan de carne
y sangre, con estentóreos graznidos pedían cadáveres…
Todas las regiones del cielo anunciaron, por medio de extraordinarios prodigios,
acontecimientos terribles… La región oriental del cielo tenía color de sangre… La
Tierra se estremeció; vientos impetuosos soplaron, levantando un polvo molesto que no
dejaba ver nada: el Sol parecía cubierto con un velo rojo… Como en las selvas de
palmeras, corría un largo gemido y se oían los crujidos de las banderas agitadas por el
viento y el tañido de sus millares de campanillas…
Entonces, a la vista de los antepasados y de los dioses, ávidos de contemplar el choque
espantoso, se desarrolló un terrible combate. Centenas de millares de soldados de
infantería se pusieron frente a frente, y lanzando gritos, se precipitaron unos contra
otros. El hijo no conocía ya a su padre, ni el padre a su hijo, ni el hermano al hermano,
ni el amigo al amigo…
Elefantes de guerra, cuyas mejillas hendidas regaban de sangre su rostro, encerrados en
un círculo de flechas, de mazas, de cimitarras, lanzaban temerosos berrido y de pronto
se derrumbaban destruyéndolo todo a su alrededor. Otros, berreando furiosamente,
corrían de una parte a otra…
Los caballeros chocaban con un ruido terrible, llevando sus monturas al galope o se
lanzaban flechas agudas, relucientes como el oro, que caían de todas partes como
serpientes… Montados en caballos de velocidad prodigiosa, algunos héroes se
precipitaban hacia los carros, y con su cimitarra, hacían volar las cabezas de los que los
montaban. Producíanse grandes remolinos de aceros brillantes y sus destellos se
mezclaban con chorros de sangre.
Algunos elefantes furiosos, de adornos auríferos, magullaban con sus macizos pies, a
los caballos derribados. Otros hundiendo sus colmillos, al azar, en las masas de hombres
y de caballos, llevaban la cabeza destrozada y el cuerpo erizado de dardos y de flechas y
caían lanzando prolongados gemidos.
Otros elefantes, levantando con su trompa caballos y caballeros, los arrojaban al suelo y
los aplastaban bajo sus pies; después corrían pesadamente hacia los carros. Algunos,
embriagados por el combate, con sus pies, con sus trompas estrujaban, machacaban,
pisoteaban, aplastaban y destruían a caballeros y a caballos, sin temor a las flechas
aceradas, centelleantes, parecidas a reptiles, que caían sobre ellos de todas partes,
hundiéndose en sus grandes ijares…
Y otros, por último, volcando los carros, los cogían luego con sus trompas, los sacudían
y los golpeaban contra la tierra, produciendo un ruido formidable.
Entre los guerreros heridos, algunos, con gritos penetrantes, llamaban a su hijo, a su
padre…
Estos, amenazadores, con el pelo erizado y la boca abierta se mostraban los dientes,
ebrios de furor y se lanzaban horribles imprecaciones… Aquellos agujereados por las
flechas, abrumados por los sufrimientos, mutilados, pero con el alma intacta y la energía
moral entera, permanecían silenciosos.
Otros héroes que habían perdido sus carros y buscaban otro en el tumulto de la pelea,
eran de improviso arrebatados por elefantes y después brillaban en tierra,
ensangrentados, como Kinsukas floridos…
Después de la batalla.
… El suelo estaba todo cubierto de arcos dorados y de ricos adornos, caídos de las
manos yertas de todos aquellos guerreros que ahora yacían sin vida sobre su propia
sangre.
Flechas de oro emplumadas brillaban en el suelo, semejantes a serpientes. Alrededor de
los cadáveres se veían cimitarras de puño de marfil, escudos recubiertos de oro,
armaduras brillantes, mazas, espantamoscas, abanicos… En todas partes se veían
hombres yacentes en tierra, con la cabeza triturada, los miembros rotos o aplastados por
los elefantes y en muchos sitios cubiertos por trozos de los carros que habían sido
volcados y hechos trizas.
El suelo brillaba por los reflejos de los brazaletes que adornaban los brazos cortados,
parecidos a trompas de elefantes, que estaban esparcidos por todas partes. En el mismo
suelo se veían resplandecer los adornos de pendientes, pedrerías y penachos que
ostentaban las cabezas cortadas.
En otros sitios, las corazas de oro esparcidas en tierra y manchadas de sangre, lucían
como fogatas cuya llama se extingue.
La tierra se ofrecía a la vista cubierta de arcos esparcidos, de flechas empenachadas de
oro, de caballos que yacían acá y allá, con la lengua fuera de la boca, los ojos fijos y
bañándose en su sangre.
Con tantos tesoros sembrados en la tierra, esta parecía adornada como una mujer.
Las aves de rapiña se aproximan… y llénanse de gozo los perros, los chacales, las
cornejas, los buitres, los lobos y las hienas; tropas de monos llegan también y, haciendo
muecas, arrastran los cadáveres, les arrancan la piel, les sacan los ojos con los dientes,
beben su sangre, trituran sus huesos para chuparles el tuétano.
Un río corría caudaloso, difícil de atravesar por tener su cauce obstruido por montañas
de elefantes, fío que tenía sangre por ondas, carros destrozados por barcas, cabezas
humanas por lotos, carnes por lino y proyectiles de todas clases por guirnaldas de
plantas acuáticas…
Sobre aquella carnicería, la Luna lució pronto, blanca y diáfana; disipó las tinieblas y
trajo consigo la serenidad de la noche.
Las esposas de los guerreros acuden al campo de batalla para buscar a sus hijos y a
sus esposos, y librarlos de los animales feroces.
De sus casas parecidas a blancas colinas, sin llevar adornos y con el cabello suelto,
salieron, como salen las grutas de la montaña las ciervas cuyo jefe ha sucumbido… En
grupos numerosos corrían en todas direcciones como yeguas en el corral… Después de
haber reconocido, gimiendo, a su hijo muerto y a su esposo atravesado por crueles
flechas, presentaban un espectáculo semejante a la desolación del mundo, al fin de una
época… Llorosas, corriendo sin concierto para volver al mismo punto, con el alma
atravesada de dolor, no sabían qué hacer…
Y Gandhari, la reina, cuyos hijos todos habían muerto, pronunció esta dolorida queja:
“¡Oh héroes que en otras ocasiones reposabais en preciosos lechos, teniendo perfumado
de sándalo el cuerpo, y que hoy dormís sobre la tierra desnuda! ¡Ningún ensueño alegre
viene a ocupar vuestro cerebro helado! Los buitres y los chacales, dando lúgubres
gritos, dispersan vuestros adornos. Otros cadáveres cubiertos con sus corazas y
conservando sus armas centelleantes, son respetados por las fieras, que, creyéndolos
vivos, no se atreven a atacarlos…”
Y sus mujeres iban de una parte a otra: su rostro, bello como el Sol y parecido al oro,
por las lágrimas de dolor, habíase tornado en color de cobre. Unas, después de hondos
suspiros, sucumbían bajo el peso de su sufrimiento y quedaban inanimadas: otras
redoblaban sus gritos al ver los cadáveres… algunas se golpeaban la cabeza con sus
delicadas manos. Sus rostros pegados unos a otros, sus cabelleras enredadas y sus
cuerpos juntos y enlazados, presentaban un conjunto agitado por el más triste dolor.
Al contemplar cadáveres sin cabezas, cabezas sin cuerpos, algunas mujeres eran
víctimas de una horrible emoción, enloquecían y se ponían a gritar y a reír…
La esposa de Duryodhana se aproxima; abraza el cadáver, lo besa, le lava el rostro… Se
ven mujeres ahuyentando a los buitres y a los chacales; pero unos y otros vuelven…
Algunas mujeres, al ver a sus hermanos, otras al contemplar a sus esposos o a sus hijos
muertos, caen, retorciéndose las manos… Una permanece de pie, fija, inmóvil, teniendo
en sus manos una cabeza separada del cuerpo correspondiente… Aquí está Dusasena;
allí Vikarnas, que reposa inanimado en medio de elefantes, como la Luna de otoño
rodeada de nubes negruzcas, y su joven esposa no consigue ahuyentar de aquel cuerpo a
los buitres. Ahí está Durmukha, la mitad de su rostro ha sido ya devorado por las fieras.
Más allá se ve a Kchitrasena a quien rodean sus mujeres desoladas, en medio de una
multitud de animales salvajes… Y los aullidos de las fieras se confunden con los
sollozos de las mujeres.
Los Koravas quedaron exterminados, lo mismo que los cien hijos de Dhritarashtra. Este
se entregó en el campo de batalla con las mujeres y las hijas de sus hijos. Aquel grupo
lamentable fue al encuentro del ejército de los Panduidas y el anciano rey se reconcilió
con sus sobrinos.
Mas tan feroces luchas sumieron al dulce Yudhishtira en una profunda melancolía:
pensó en abandonar una realeza que tanta sangre costaba; pero se le apareció Viasa, su
abuelo y reanimó su fiereza. Entonces decidió hacer su entrada triunfal en la ciudad de
Hastinapura, aunque dispensó a Dhritarashtra de figurar al frente del cortejo.
El anciano rey, impresionado por el afecto y el respeto de que le rodeaban sus sobrinos,
les da excelentes consejos para la dirección de los asuntos de su reino; presintiendo que
su fin se aproxima, el viejo rey se retira al bosque para terminar su vida en piadosas
meditaciones, como lo exige la ley de los brahmanes.
Llevó consigo a su mujer, a la hermana de esta y a un solo servidor. Pero los cuatro
perecieron poco después, víctimas de un incendio que devoró el bosque.
En el campo de batalla de Kuruksetra, la reina Ghandari, enloquecida por la pena,
maldijo a Krichna. Esta malidición ahora se cumple: Krichna, rey de los Yadavas,
muere a manos de un cazador, después de haber asistido a la matanza de sus súbditos.
Arjuna le hace quemar sobre una pira con todas sus mujeres. (Se ha perpetuado casi
hasta nuestros días, la costumbre de estos odiosos sacrificios de las mujeres cuyo rajá
hubiera muerto. Todo hace creer que el origen de esta práctica bárbara es la fe ciega de
los pueblos indos en los poemas védicos –que todavía tienen la autoridad de verdaderas
leyes en varias comarcas de la India.)
Yudhisthira mismo deja la ciudad y, acompañado de sus hermanos y de Dropadi, va a
recorrer el bosque.
Atraviesan una inmensa extensión de campos, bosques, ríos, lagos. Llegan al pie del
Monte Merú coronado de nieves perpetuas. Empiezan su ascensión hacia el país de la
paz infinita. Suben guardando silencio, entregados a un piadoso éxtasis. Dropadi cae la
primera; después, sucesivamente, mueren cuatro de los Panduidas.
Yudhisthira, solo, seguido de su fiel perro, continúa caminando hacia el cielo
resplandeciente de luz. Indra, el señor de los dioses, se presenta a él y le ofrece entrar en
el cielo. El Panduida rehusa, a menos que se permita a su perro entrar con él. Indra no
accede. Yudhisthira ya va a renunciar al cielo cuando el dios, conmovido sinceramente
por el héroe, accede.
Yudhisthira entra, pues, en el Suarga, seguido de su perro que es una encarnación de
Yama, dios de la muerte, padre de Yudhisthira. No ve en el cielo, aunque así se lo había
prometido el dios Indra, ni a sus hermanos ni a Dropadi. Por el contrario, encuentra allí
a todos sus enemigos.
Se entera de que los Panduidas están en los infiernos y va a reunirse con ellos.
Bajada espantosa… En medio de horrorosas tinieblas, infestadas del olor de carne y
sangre; en sitios llenos de cadáveres, de huesos y cabelleras, donde hormiguean
innumerables insectos, el héroe siente erizársele de horror los cabellos… Monstruos
horribles le atacan, le rodean, le hostigan; cae agobiado de fatiga y de espanto… llegan
a él voces quejumbrosas que le dicen:
“¡Ay! Quédate un instante para dulcificar nuestras penas; a tu alrededor se esparce el
perfume delicioso de tu alma piadosa. Ese soplo embalsamado nos devuelve la
tranquilidad… quédate aquí; no sufrimos desde que tú has llegado…”
El héroe, impresionado por estas quejas que procedían de sus hermanos y de su esposa,
renuncia a volverse al cielo y prefiere participar de la estancia de los seres que amó. Se
queda, pues, pero…
“… después que Yudhisthira hubo descansado algún tiempo en la región de los
castigos, Indra, Yama y los otros dioses descendieron al abismo de horror. En seguida,
la luz emanada de los inmortales disipó las tinieblas, y los sufrimientos de las almas
torturadas de los malvados terminaron. No más río de fuego; no más selva de espadas
donde se agitaban las hojas aceradas… no más lagos inflamados, no más cadáveres
llenos de gusanos… Un soplo dulce y embalsamado se extiende al paso de los dioses, y
el infierno apareció iluminado con la radiante luz del cielo.
Los dioses permiten al héroe llevar consigo a los otros hijos de Pandú; los héroes
vuelven a su estado de seres divinos, como eran antes de su residencia en la Tierra.
EPISODIO DE NALA Y DAMAYANTI
Mito de la India
Hubo entre los Nishadenos un rey vigoroso, Nala, hijo de Virasena. Era gallardo, reunía
las cualidades que más se desean y era hábil para manejar cabellos: era un héroe
piadoso que sabía el Veda; era verídico, fuerte y mandaba un numeroso ejército; era
generoso; como valiente guerrero, manejaba perfectamente el arco y parecía que era el
mismo Manú, hecho visible en la Tierra; pero… era aficionado al juego de dados.
En la misma época, Bhima, rey del Vidharba, tuvo tres hijos, jóvenes príncipes
generosos hasta el exceso y una hija, Damayanti, de talle gentil.
Ataviada con todas sus galas, Damayanti brillaba en medio de sus compañeras,
colocadas por centenares en grado inferior al de aquella. Esta virgen de ojos grandes
estaba dotada de una belleza superior y en ninguna parte se veían parecidas formas, ni
entre los Yaksas, ni entre los dioses.
Esta joven llenaba de amor el alma y era bella aun para los dioses.
Se complacían en elogiar a Nala delante de ella, y en ensalzar a Damayanti en presencia
de Nala. Esas continuas alabanzas de las cualidades de uno y de otra, despertaron el
amor entre los dos.
Nala no pudo vencer ese amor que había brotado en su corazón y fue secretamente a
sentarse en un bosque cerca del gineceo. Vio allí cisnes paseándose en el bosque. Cogió
uno, el cual le dirigió la palabra en estos términos: “Si respetas mi vida, haré algo que te
será muy agradable: hablaré de ti tan bien en presencia de Damayanti, que ella no querrá
nunca a ningún otro hombre más que a ti”.
El príncipe soltó el ave. Los cisnes volaron y fueron a caer cerca de Damayanti.
Damayanti, rodeada de sus amigas, admiró aquellos huéspedes del aire de maravillosa
belleza y trató de coger uno.
Los cisnes se posaron en todas partes, en los jardines del serrallo y las jóvenes corrieron
acá y allá tras los plumíferos.
El ave que perseguía Damayanti se detuvo ante ella y, adquiriendo voz humana, le habló
en este lenguaje: “Damayanti, entre los Nishadenos hay un rey llamado Nala, que iguala
en belleza a los Asuines y que no tiene igual entre los hombres.
Si tú llegaras a ser su esposa, tu juventud y tu belleza no quedarían sin fruto, virgen de
esbelto talle. Eres la perla de las mujeres, Nala es el más bello de los hombres. Vuestra
alianza sería proporcionada y feliz”.
Damayanti respondió entonces: “Habla a Nala de igual modo que amí”. El cisne voló,
volvió adonde estaban los Nishadenos y reveló todo a Nala.
La virgen se puso triste, sumergida en sus pensamientos, lanzando grandes suspiros y
con la cara pálida; el amor en un momento había penetrado en su alma.
Las compañeras hicieron saber al rey del Vidharba el estado en que se hallaba
Damayanti. Entonces su padre pensó en casarla y dijo: “Que se proclame el
Suayanvara”.
Todos los príncipes y los reyes acudieron a casa de Bhima, llenando la tierra con el
ruido de sus caballos, de sus elefantes, de sus carros; todos venían ricamente adornados,
admirables, fuertes, revestidos de galas doradas y de guirnaldas de flores.
Los más poderosos inmortales, los guardianes del mundo, se aproximaron al rey de los
dioses; oyeron a Narada anunciar el Suayanvara de Damayanti y, entusiasmados por
aquellas palabras, exclamaron: “¡Vamos también nosotros!”
Entonces todos, con sus carros y con sus séquitos, fueron a la residencia de los
Vidharbanos, adonde afluían todos los príncipes de la Tierra.
En el camino divisaron a Nala. Al ver a aquel joven brillante como el Sol, los
guardianes del Mundo quedaron sorprendidos y admirados de tan perfecta belleza;
detuvieron sus carros, se bajaron y propusieron al Nishadeno que hiciese alianza con
ellos y fuese su mensajero ante Bhima, padre de Damayanti.
Aceptó… pero al contemplar a aquella princesa de seductora sonrisa aumentó su amor;
sin embargo, contuvo su pasión…
“¿Quién eres tú –le dijo Damayanti-, tú que pareces un dios?”
“Soy Nala y vengo aquí como enviado de los dioses. Los inmortales Sakra, Agni,
Varuna y Yama, desean obtener tu mano. Elige, mujer encantadora, uno de estos dioses
para esposo tuyo”
Damayanti respondió sonriendo a Nala: “Príncipe, la palabra que me han dicho los
cisnes me quema; por tu causa he hecho convocar a los reyes; si rechazas mi amor, tu
negativa me sumirá en la vergüenza y en el dolor, cosas peores que la muerte”.
Nala respondió a la Vidharbana: “¿Cómo desea tú un hombre siendo tan deseada por los
dioses? ¡Yo que ni siquiera igualo al polvo de sus pies! Únete a los dioses y goza de
vestiduras inmaculadas, de los más bellos adornos y de guirnaldas celestes”
Aquel lenguaje hizo brotar lágrimas de los bellos ojos de la Vidharbana y esta dijo a
Nala: “Comienzo por dirigir mi adoración a todos los dioses y en seguida te escojo por
marido”.
Cuando los dioses llegaron, Damayanti juntó las palmas de sus manos y dirigió estas
palabras a los inmortales: “Por lo que me dijeron los cisnes he escogido al Nishadeno
por esposo…” Después colocó una guirnalda de flores en sus hombros, y así quedó
declarada la elección hecha por la virgen regia…
Entonces los dioses, muy gozosos, concedieron ocho gracias a Damayanti, y se
marcharon como habían venido…
Nala volvió a sus Estados con su mujer. Pero un dios, Kali, envidioso de la felicidad de
Nala, persiguió a este con su cólera y le obligó a jugar a los dados. Nala perdió todas
sus riquezas jugando con Pushkara. El vicio del juego dominó de tal manera al
desgraciado rey, que este llegó a perder hasta su último traje. Damayanti quiso
refugiarse con él cerca del rey su padre; peor Nala se opuso, y los esposos, desprovistos
de todo, se fueron a vivir miserablemente a una selva. Durante el sueño de Damayanti,
Nala se decidió a abandonarla, esperando que su mujer volvería a la casa de su padre,
donde encontraría la tranquilidad perdida. Damayanti, sola en la selva, se lamentaba así:
“¿Has visto al rey Nala, oh montaña, en esta selva espantosa, en alguna de sus cimas
que tocan el cielo? A ese héroe sabio, lleno de energía, bravo, llamado Nala, soberano
de los Nishadenos ¿le has visto? ¿Por qué, santa montaña, tu voz no me tranquiliza, ya
que estoy turbada, desamparada y llorosa, como si yo misma fuera una hija tuya caída
en el infortunio? Y si estás en este bosque, oh tú, soberano de la Tierra, héroe valeroso,
¿por qué no te muestras ante mis ojos?
“¿Cuándo volveré a oír a mi Nishadeno, llamarme con su voz profunda y dulce parecida
a la de un inmortal? ¿cuándo oiré a ese magnánimo rey que me diga con su voz sonora y
dulce: “¡Vidharbana!”
“¡Oh, gran rey! ¡Oh, mi señor!... ¿Por qué me has abandonado? ¡Ay! ¡yo muero! ¡Estoy
perdida! El temor se ha apoderado de mí en esta selva horrible… ¿Por qué te has
separado de mí, dejándome dormida en medio de este bosque?... ¡Tengo miedo!
¡Mírame, oh soberano invencible! ¿No estás por aquí, cerca de mí? ¿No eres tú aquel a
quien veo reclinado detrás de aquellos arbustos? ¿Por qué no me respondes?... “
La hija de Bhima, sollozando, corrió de un lado para otro, como una loca, cayendo,
levantándose, lanzando gritos y repitiendo entre gemidos “¡Ay de mí!”
Damayanti fue amparada en la ciudad de Chedi por el rey Subahú, quien la hizo llevar
al palacio del rey Bhima. Buscaron a Nala que estaba de cochero del rey Riturpana. Por
ultimo, se reunieron los dos esposos.
El rey Nala, restablecido en su antiguo esplendor, abrazó a Damayanti y a sus dos
hijos… Pero al recordar sus dolores, la mujer de rostro encantador y de grandes ojos,
apoyando la cabeza en el pecho de su esposo, comenzó a llorar. Entonces, el rey abrazó
a la mujer de cándida sonrisa y permaneció largo tiempo inundado de pesar…
Después, los dos esposos, llenos de alegría, pasaron la noche refiriéndose sus pasadas
peregrinaciones en el bosque.
De esa manera fue como, al cuarto año de separación, el rey Nala se reunió con su
esposa y cumplidos todos los deseos, disfrutó una dicha suprema.
La misma Damayanti saboreó el placer de su reunión con su esposo, como la Tierra
cuando obtiene la lluvia para sus frutos a medio madurar.
Así, junto a su esposo, sus inquietudes calmadas, sus deseos cumplidos, su corazón
inundado por la alegría, la hija de Bhima, cuando hubo sacudido el sueño, resplandeció
como la noche durante la claridad de la Luna.
LA AMENAZA DE LOS RAKSASAS
Mito de la India
Los dioses son amenazados por los Raksasas, raza de demonios terribles, de inmensa
fuerza, gobernados por el rey de diez cabezas, Ravana, que reside en Lanka (Ceilán).
Aquellos seres dedicados al mal, invaden poco a poco el universo y hasta amenazan al
cielo y a sus divinos habitantes; el dios Vichnú se sacrifica por el bien de todos y
encarna entre los hombres:
Desarata, rey de Ayodya, hace beber a sus cuatro mujeres un brebaje compuesto por los
dioses; Kaosalya, su primera mujer, da al mundo a Rama. El cuerpo de ese príncipe es
el que anima Vichnú, ignorándolo todos y hasta el mismo Rama, que no sabrá su divina
esencia sino después del cumplimiento de su misión.
Otra mujer del rey, Kekeyi, da al mundo a Barata; Sumitra, la tercera, es madre de
Laksmana y de Satruña. Este era devoto de Barata y Laksmana lo era de Rama.
Rama contrae matrimonio con Sita, hija del rey de Mitila, del país de Videa; después de
ese acontecimiento, el rey Dasarata maduró el proyecto de compartir su poder real con
Rama; pero el día en que Rama debía ser consagrado, Kekeyi, inspirada por la Raksasa
Mantara, obliga al rey, su esposo, a cumplir una promesa que le había hecho de
concederle el primer favor que ella le pidiese. Le pide, pues, que destierre a Rama y que
en lugar de este, ponga en el trono a su propio hijo Barata. El rey se resiste, pero Kekeyi
porfía y vence hasta la voluntad de Kaosalya, madre de Rama, la que, “delirante de
pena” teme que su hijo sea desterrado en medio de los bosques.
Pero Rama, hijo respetuoso, da cumplimiento a la voluntad de su padre y marcha a la
selva donde habrá de residir catorce años. Le siguen a su retiro Sita y Laksmana.
“Y he aquí que entran en el bosque de Chitrakuta, de árboles variados: Rama habla de
este modo a Sita:
“Mira, mi bella amada, mira cómo en los bordes del Mandakini, la Naturaleza, al pie de
cada árbol, nos ha preparado lechos bordados con multitud de flores”.
Los dos hermanos se construyeron, pues, una cabaña.
Llegamos a saber, en el intervalo, que Dasarata se halla bajo la maldición de un anciano
anacoreta ciego, a cuyo hijo mató por descuido en una cacería. El poerta nos refiere la
escena patética en la que Dasarata presenta al anciano y a su mujer, ciegos, el cadáver
de su hijo Yadjnadatta.
Oprimidos por una pena mortal, el anciano y su mujer caen inanimados exhalando un
doble grito de dolor. La madre recobra primeramente sus sentidos y cubre de caricias el
rostro de su esposo: después gime de una manera lamentable, como una vaca a la que
han quitado el ternero que cría. “Oh, hijo mío, mi Yadjnadatta, muy amado, -exclama la
infeliz-, ahora guardas un profundo silencio: ¿por qué me has dejado, a mí, a tu madre,
que era para ti más querida que la vida? Tú no me has abrazado antes de partir para tu
último viaje”. El padre de Yadjnadatta se reanima al cabo y siente el corazón traspasado
por el sufrimiento. Dirige a su hijo palabras extraviadas por el dolor, al mismo tiempo
que palpa con sus manos trémulas el cadáver del infortunado adolescente. “Oh, hijo
mío, ya no reconoces a tu padre, ciego el infeliz. ¡Vamos, levántate! Pasa un brazo
alrededor del cuello de tu madre y el otro alrededor de mi cuello. Guíanos y marchemos
al bosque… Después, párate, coge frutas para nosotros, corta leña para encender el
fuego que cocerá nuestros alimentos… porque ¿de qué modo podría hacer ese oficio, yo
que soy ciego, y cómo tu madre, ciega también, podría subsistir sin tu ayuda pero estás
muerto. No te moverá más. Espera el día que seguirá al presente: la pena habrá agotado
nuestra resistencia, ya tan débil, y partiremos contigo…
“Tú has vivido inocente y has sucumbido bajo los golpes de un malvado: por ese motivo
habitarás en el cielo con los héroes que han sido libertados del suplicio de una nueva
existencia. Habitarás en la esfera en que residen aquellos que fueron en vida fieles a sus
esposas: vivirás una existencia inmortal al lado de todos aquellos que procuraron en la
Tierra el bien a sus semejantes, porque fuiste el fundamento de la felicidad de tus
padres”.
Yadjnadatta se apareció a sus padres y subió al cielo. El anacoreta maldijo entonces a
Dasarata y le deseó una desdicha.
Dasarata, ya en la vejez, murió dulcemente, estando al lado de su mujer Kaosalya,
dormida. Al despertar, la reina se dio cuenta de que su esposo no era ya más que un
cadáver frío: entonces prorrumpió en dolorosos gemidos; se extendió la noticia por
todas partes y, por último, la reina dedicó a Dasarata magníficos funerales.
A la muerte del rey, su padre, Barata quiere que pase el poder a manos de Rama y
marcha a buscarlo.
Cuando Barata hubo atravesado el Ganges con todas sus tropas, dijo a Gua: ¿Por qué
camino deberemos ir para llegar al sitio en que se encuentra el digno hijo de Ragú?
Gua le respondió: “A partir de aquí debes ir hacia la selva a buscar la confluencia,
donde hay multitud de variadas clases de pájaros. Harás alto en este sitio y, en seguida,
dirigirás la ruta hacia el retiro de Baradvadja, situado al Este del bosque, a la distancia
de un krosa”
Cuando a cierta distancia divisó el retiro de Baradvadja, el augusto príncipe mandó
hacer alto a todo su ejército y él avanzó acompañado de sus ministros. Marchaba a pie
detrás del gran sacerdote del palacio, sin armas, sin escolta, y vestido con un humilde
traje de lino. Llegado al umbral de la cabaña siguiendo al gran sacerdote, Barata vio al
anacoreta rodeado de una majestad suprema y con el brillo de un esplendor reluciente.
Al notar la presencia del santo, el digno hijo de Ragú suspendió en el acto la marcha de
los ministros, y él entró solo con el consejero. Apenas el ermitaño de las grandes
maceraciones hubo visto a Vasista, se levantó precipitadamente de su asiento.
“Permíteme que te ofrezca –dijo el solitario al hijo de Kekeyi-, los refrescos que un
individuo debe dar a su huésped. Pero quiero, además, ofrecer un banquete a todo ese
ejército que te sigue. Para mí será muy grato el pensar, oh noble príncipe, que ese
ejército haya recibido de mí una buena acogida”.
Entonces penetró en el recinto del fuego sagrado, bebió agua, se purificó y como
necesitaba disponer de todo aquello que la hospitalidad demanda, invocó e hizo
aparecer al mismo Visvakarma. “Quiero dar un banquete a mis huéspedes –dijo al
celeste genio llegado a su presencia-. ¡Que me proporcione sin dilación un espléndido
festín! Haz que corran por aquí todos los ríos de la Tierra y del mismo cielo y que
entren por Oriente y salgan por Occidente; que unos sean de licor, que otros contengan
vino en vez de agua; y que en otros corra una onda fresca y dulce semejante, por el
sabor, al jugo que se extrae de la caña del azúcar.
“Que la Luna me proporcione alimentos más sabrosos, todas las cosas que se comen, se
saborean, se chupan, se beben, toda clase de carnes y de bebidas y diversidad de ramos
de flores y guirnaldas; y que haga que de estos árboles mane miel y toda especie de
licores espirituosos”.
Mientras que el ermitaño, con las manos juntas permanecía con el rostro inclinado hacia
Oriente y con el alma sumergida en la contemplación, todas las divinidades llegaron a
su retiro, familias por familias.
La tierra se allanó por sí misma en una extensión de cinco yodjanas a la redonda, y se
cubrió de tierno césped que semejaba un semillero de lapislázuli coloreado de azul. Allí
aparecieron plazas espléndidas cerradas por cuatro edificios, caballerizas destinadas a
los corceles, establos para elefantes, numerosas arcadas, una multitud de suntuosas
casas, innumerables palacios y hasta un castillo real adornado de majestuoso pórtico,
regado con aguas perfumadas, tapizado de flores blancas y parecido a grupos argentados
de nubes.
Cuando el héroe de los fuertes brazos, hijo de Kekeyi, se hubo despedido del gran
sacerdote, entró en aquella morada deslumbradora por las muchas pedrerías. En el
mismo instante, a una voz de Baradvaja, se presentaron delante del huésped los coros de
las Apsaras, adornadas con sus más preciosos ornamentos, formando numerosos
enjambres enviados por el dios de las riquezas, mujeres celestes en número de veinte
mil, parecidas al oro por su esplendor y flexibles como los tallos del loto. El huésped
fue cogido por una de ellas, que haría enloquecer de amor repentinamente a cualquier
hombre. Treinta mil mujeres más acudieron de los bosques de Nandana.
“¡Vamos, decían; todo está dispuesto! ¡Que sin medida, se beba leche y sura mezclada
con agua o pura! Tú, que deseas comer, saborea aquí a toda tu satisfacción las viandas
más exquisitas”.
Complacidos en todas las cosas que el deseo puede apetecer; adornados con velos rojos;
arrebatados hasta el encantamiento por los atractivos de las Apsaras, los hombres del
ejército lanzaban al aire estas palabras: “¡No queremos regresar a Ayodya! ¡No
queremos volver a la selva de Dandaka! ¡Adiós, Barata! ¡Que Rama haga de nosotros lo
que quiera!”
Así hablaban infantes, jinetes, servidores, guerreros que combatían montados en carros
o en elefantes. Miles de hombres lanzaban gritos de alegría diciendo: “¡Este es el
paraíso!”
Mientras que así se regocijaban en el retiro del anacoreta, como los inmortales en los
bosquecillos de Nandana, transcurrió la noche entera. Entonces, los ríos, los Gandarvas
y las ninfas celestes se despidieron de Baradvadja y se marcharon como habían venido.
Después de alojado el ejército, el eminente Barata, impaciente de ver a su hermano, se
dirigió al retiro de este acompañado de Satruña. “Ya hemos llegado, según creo, al sitio
de que Baradvadja nos ha hablado. De la cabaña de Rama procede, sin duda, aquel
humo que veo subir y confundirse en el cielo azul, humo del fuego sagrado que los
penitentes alimentan sin fin en medio de las selvas. Hoy verán mis ojos a ese digno
vástago de Kakutsta, cuyo aspecto es semejante al porte de un gran santo, y cuyo
proceder está completamente ajustado a los mandatos de mi padre”.
Allí, en un lugar situado entre el Norte y el Este, Barata vio en la casa de Rama un altar
elevado, donde brillaba el fuego sagrado; después vio al reverendo solitario sentado en
lo interior de su choza de follaje, aquel Rama, de hombros de león que, fiel al
cumplimiento de su deber, llevaba humildemente su áspero vestido de corteza y sus
cabellos al estilo de los anacoretas.
Inundado por el dolor y la pena, al aspecto del noble ermitaño, que descansaba sentado
entre su esposa y Laksmana, el afortunado Barata, hijo virtuoso de la injusta Kekeyi, se
precipitó a los pies de su hermano y balbuceó estas palabras con voz sofocada por las
lágrimas:
“¡Por causa mía, mi hermano, acostumbrado a todos los placeres de la existencia, fue
condenado a tal infortunio! ¡Yo soy un bárbaro! ¡Vergüenza eterna para mi vida,
censurada por todo el mundo!”
Llegado cerca de Rama, afligido y con el rostro inundado de sudor, el desgraciado
barata cayó llorando a los pies de su hermano. El mayor de los Ragüidas besó en la
frente a Barata, le estrechó entre sus brazos, le hizo sentar a su lado y le dirigió
dulcemente estas preguntas:
“¿Dónde está tu padre, amigo mío, cuando has venido a estos bosques? Porque tú no
podrías venir sin él viviendo nuestro padre. ¿Cómo está el rey Dasarata, fiel observador
de la verdad? Y Kaosalya, la gran reina, ¿vive con alegría?
Entonces Barata, con el alma turbada y bajo una profunda aflicción, hizo saber en estos
términos al piadoso Rama que le interrogaba, la muerte del rey su padre:
“Noble príncipe, el gran monarca ha abandonado su imperio y se ha ido al cielo,
perturbado por el pesar del acto doloroso que llevó a cabo desterrando a su hijo.
Siguiéndote a todas partes con sus remordimientos, privado de tu presencia, no
pudiendo separar de tu pensamiento su alma siempre unida a ti, abandonado por ti, por
causa tuya tu padre ha descendido al sepulcro.
“¡Dígnate concederme ahora una gracia, a mí que soy tu servidor! ¡hazte consagrar en el
trono de tus padres, como Indra lo fue en el trono del cielo! Todos los súbditos que ves
y nuestras nobles madres, las viudas del rey difunto, han venido a buscar aquí tu
presencia: concédeles también el mismo favor”.
Rama, entonces, abrazó al príncipe dolorido y le dirigió estas expresiones, acompañadas
de suspiros:
“Cuando mi padre y esa madre, distinguidos por tantas virtudes, me dijeron: “¡Vete a
los bosques!” ¿Cómo yo, descendiente de Ragú, podía obrar de otra manera?
Tu destino es ceñir en tu frente, en Ayodya, esa diadema respetada en el Universo; el
mío consiste en habitar la selva Dadaza, a modo de ermitaño, vestido con túnica
grosera.
Confinado por catorce años en la selva Dandaka, quiero pasar aquí ese tiempo, tal como
lo dispuso mi magnánimo padre.
Al oir esas palabras, Barata respondió así: “¿Puede ser mi conducta digna de un rey, si
empiezo faltando a mi deber? Es ley constante, noble príncipe, que siempre ha existido
entre nosotros, esta: “Mientras el primogénito exista, el hijo segundo no tiene derecho a
la corona”. ¡Ve, digno hijo de Ragú, ve a la deliciosa Ayodya, poblada por ricos
habitantes y hazte consagrar!”
Cuando Rama oyó esas palabras escapadas de los labios de Barata, extendió los brazos
y cayó al suelo, como cae un árbol de florida copa abatido por el hacha en medio de la
selva. Pero cuando hubo recobrado sus sentidos, exclamó, teniendo los ojos bañados en
lágrimas, al pensar en su padre descendido a la tumba: “Aun llegado el término de mi
destierro en este bosque, creo que no tendré la energía necesaria para volver a esa
Ayodya, privada de su jefe, privada del mejor de los reyes y turbada en la paz de su
vida. ¿De qué boca oiría ahora aquellas palabras, tan dulces a mi oído, con que mi padre
me acogía al regreso de largos viajes?”
Después que hubo hablado de esa manera a Barata, el noble anacoreta, aproximándose a
Sita, le dijo: “Tu suegro ha muerto, Sita: Barata acaba de comunicarme la infausta
noticia de que el señor de la Tierra se ha separado de nosotros para ir al cielo”. A la
noticia de que su suegro, reverenciado por todo el mundo, había muerto, la hija del rey
Djanaka no pudo ver nada, porque sus ojos se llenaron de lágrimas.
Seguidamente, acompañado de los ministros y de los guerreros jefes del ejército, Barata
se aproximó al piadoso Argüida. Y, esclavo de la ciencia del deber, se sentó con ellos a
los pies de Rama.
Los sacerdotes, los poetas, los bardos, los panegiristas oficiales y las madres, con voz
debilitada por las lágrimas, ellas, que amaban al hijo de Kaosalya con igual ternura,
arrodillados delante de Rama, suplicaban todos, al mismo tiempo que Barata, al piadoso
anacoreta.
Pero Rama, continuando firme en su propósito de seguir el camino del deber, respondió:
“Recobra tu firmeza; no te entregues a ese duelo; ve, tigre de los hombres, ve
prontamente a habitar en la bella capital y procede como mi padre te ha ordenado: sería
impropio de mí faltar al mandato que recibí de mi padre, mandato que de igual modo tú
debes seguir”
A esas palabras, Barata opuso las siguientes: “Tú eres fiel a tu alianza con la verdad;
pero a mí, separado de ti y privado de mi padre, me será imposible vivir, sofocado por
mi pena, como la gamuza herido por una flecha envenenada. ¡Toma, pues, en tu mano el
cetro de la Tierra!”
Pero Rama no llevó su espíritu hacia el pen
maestros y el gran sacerdote del palacio. Las mismas lianas lloraban una lluvia de
flores: ¿cómo no habían de llorar los hombres, cuya alma es tan sensible a las penas de
la humanidad?
Rama, vivamente emocionado por ese incidente, estrechó en un abrazo efusivo a Barata,
y dijo a su hermano que estaba oprimido de pena y con los ojos bañados de lágrimas.
“Amigo mío, basta. ¡Vamos! Detén tus lágrimas; observa cómo el dolor nos atormenta a
los dos. ¡Vamos! ¡Regresa a Ayodya!”
Barata enjugó las lágrimas que mojaban su rostro, “Concédeme tu benevolencia –
exclamó- y no olvides que me resigno, pero bajo la condición que envuelven estas
palabras que han salido de tu boca: “Toma a título de depósito la corona imperial de
Ikswakú”.
Entonces Vasista, orador hábil, dijo estas palabras hallándose rodeado por la masa del
pueblo: “Pon ahora en tus pies, noble Rama, estas sandalias: enseguida quítatelas,
porque van a servir para arreglar los asuntos presentes a gusto de todo el mundo”:
El inteligente Rama, el hombre de gran esplendor, puso en sus pies y después se quitó
las sandalias y seguidamente las dio al magnánimo Barata. Este, lleno de firmeza en sus
decisiones, recibió aquel calzado con alegría, dirigió al piadoso Ragüida palabras
impregnadas de respeto y colocó las dos sandalias sobre su cabeza, alta como la de un
gigantesco elefante.
A continuación, Barata, acompañado por Satruña, montó en el carro que los había
llevado y precedido de Vasista, de Vamadeva, de Javali y de todos los ministros,
redirigió a Ayodya y entró en el palacio de su padre, deshabitado ahora por aquel Indra
de los mortales, como una caverna abandonada por el león que antes la ocupara.
La diosa Surpanaka turbó el retiro de Rama y de Sita: quiso separar a Rama de su
mujer; pero Laksmana se lanzó a ella y le cortó la nariz y las orejas. La diosa, fue a
quejarse a su hermano Kara, el dios Raksasa. El dios envió contra Rama catorce
demonios, a los que Rama dio muerte a flechazos.
El dios, irritado, decidió ir a combatir personalmente al mortal que había sido capaz de
oponerle resistencia.
Kara, ardiendo en cólera, subió a su carro tirado por vigorosos corceles, pero dotado de
un movimiento espontáneo, con una pértiga cubierta de perlas y de lapislázuli, donde
brillaba como oro el astro de las noches.
De pronto una gran nube hizo caer sobre el demonio una lluvia oscura, en la que el agua
iba mezclada con piedra y con sangre. Una sombría nube envolvió con su manto negro
bordado de rojo al astro del día, que por el color de su disco parecía entonces un tizón
ardiendo.
El cielo brilló con color sangriento antes de la hora que anuncia el crepúsculo. Soplo un
viento impetuoso; el Sol perdió su claridad y en mitad del día se vio brillar la Luna
rodeada de todas las estrellas. En aquel momento acudieron, todos deseosos de ver
aquel gran combate, los Risis, los Sidas, los Dioses, los principales Gandarvas y los
celestes coros de las Apsaras.
Cuando Kara, el demonio de fogosa audacia, llegó a los alrededores de la santa choza de
Rama, este y su hermano vieron siniestros augurios. Y el primogénito de los Ragüidas
dirigió al otro este lenguaje: “¡Hermano, tenemos a nuestro alcance una victoria con la
derrota del enemigo, puesto que mi rostro está sereno y tu ves cómo brilla! Armado con
tu arco y con tus flechas en la mano, ve a buscar a Sita y corre a ponerla a salvo en
algún lugar oculto de la montaña que esté rodeado de árboles y que sea de difícil acceso.
Quédate allí bien provisto de armas, con la princesa del Videa”.
Al oír esas palabras de Rama, Laksmana tomó su arco y sus flechas; después,
acompañado de Sita, se fue hacia una caverna de acceso impracticable. “Bien”, dijo
Rama que entonces sujetó sólidamente su coraza. En aquel momento el Kakústida,
dirigiendo sus ojos a todas partes vio a los batallones de los Raksasas que se ponían en
frente de él para el combate. Con el arco empuñado y con las flechas fuera del carcaj,
permaneció dispuesto a la lucha.
Al ver al terrible hijo de Ragú, todos los Raksasas cayeron en profunda estupefacción y,
aunque deseosos de combatir, se quedaron inmóviles como rocas.
Kara, con una bravura impetuosa, se precipitó en su carro contra el valiente vástago de
Kakutsa, como Raú cae sobre el astro productor de la luz. Cuando el ejército del
Raksasa vio a Kara empujado al combate por el aguijón del furor, se lanzó detrás de él
en apretada falange, produciendo un ruido semejante al de las nubes que se entrechocan
en grandes masas de color de cobre.
Entonces, llenos de cólera, los demonios hicieron caer sobre el invencible una lluvia de
proyectiles. Él, por su parte, recibió todas las flechas con aire impasible, como el
Océano recibe las olas de los ríos. En el combate, Rama enviaba en masa a los
demonios sus dardos adornados de oro, certeros, irresistibles y parecidos al zarpazo de
la muerte. Las cabezas de los enemigos, cortadas por los dardos en forma de media luna,
caían por millares a tierra, donde los plegados labios de su boca se agitaban
convulsivamente. En aquel momento, refugiados al abrigo del monarca y de su hermano
Susana, los cuerpos se amontonaron alrededor de ellos como un rebaño de elefantes.
Entonces Kara, al ver sus batallones destruidos por las flechas de Rama, con el corazón
lleno de ira, dijo al general de sus tropas, guerrero de valor admirable: “Héroe, haz que
se reanime el valor de mi ejército; que se intente un nuevo esfuerzo”. Dusana se
precipitó hacia Rama con furor; todos los malos genios, sin temor, puesto que veían a
Dusana cerca de ellos, cayeron sobre Rama por segunda vez. El héroe de fuertes brazos
marchando, como si jugara, dentro del mismo círculo formado por los malos genios, fue
cortando con ligereza cabezas y brazos.
En aquella situación, Dusana, con vigor invencible, cogió una maza nunca vista,
parecida a una montaña y, como si fuera la muerte, se lanzó sobre el valeroso Rama, tal
como en otro tiempo se vio al demonio Vrita arrojarse contra el poderoso Indra. Viendo
a Dusana, inflamado de cólera, avanzar impávido, el guerrero le disparó dos flechas y
con una de ellas cortó los dos brazos adornados y armados de aquel fiero demonio: la
espantosa maza escapó con la mano cortada y cayó con ruido atronador en el campo de
batalla, aún llevando asido a ella el brazo mutilado, como una bandera cae de la cúpula
de un templo; y el mismo Dusana, vencido, cayó moribundo en el suelo.
El campo de batalla quedó libre de combatientes porque el fuego de las flechas de Rama
lo había arrasado todo. En aquella jornada Rama inmoló con terribles hazañas a catorce
mil Raksasas y, sin embargo, estaba solo, iba a pie y no era más que un mortal.
Al contemplar aquella desolación, Kara se sintió dominado por la cólera; armó su gran
arco y disparó contra Rama innumerables flechas.
Rama las aniquiló inmediatamente con sus irresistibles dardos de hierro. La bóveda del
cielo se había inflamado por efecto de las agudas flechas que recíprocamente se
enviaban Kara y Rama, como sucede cuando esa bóveda aparece como surcada de
nubes encendidas por el fulgor del rayo.
En aquel momento, teniendo el cuerpo bañado en sangre por efecto de los numerosos
dardos que el Raksasa le había enviado con su arco, el Kakútstida brillaba con el mismo
fulgor que un ardiente braser. Blandiendo su gran arco, semejante al de Sakra mismo,
con su mano derecha disparó veintiuna saetas.
Kara, ardiendo en cólera, arrojó contra Rama, con un rayo inflamado, su maza adornada
con brazaletes de oro, enorme, fulgurante, horrible, espantosa, envuelta entre llamas,
como un meteoro de fuego. De los arbustos y aun de los árboles que había en el sitio por
donde pasó aquella tromba, no quedaron más que cenizas. Inmediatamente el hijo,
afortunado de Ragú, queriendo destruir aquella maza, tomó de su carcaj la flecha de
fuego semejante a una serpiente y disparó aquel dardo resplandeciente… El rayo de
Agni, parecido al fuego, alcanzó en medio de los aires a la gran maza, la hizo girar
varias veces sobre sí misma, le quitó la velocidad y la precipitó a tierra, destrozada y
deshecha, con sus ornamentos y sus brazaletes, como un globo de fuego.
El demonio, mirando a todos lados, vio un árbol enorme: con fuerza inmensa desarraigó
aquel árbol y cargado con él corrió y, viendo a Rama, lanzó un grito y arrojó contra él
aquella pesada mole, exclamando al mismo tiempo: “¡Ya moriste!” Pero su augusto
enemigo detuvo con un raudal de flechas el vuelo del proyectil foliáceo.
Por último, bañado de sudor e hirviendo de cólera, en otro combate, Rama traspasó al
demonio con un millar de flechas.
En el mismo instante se esparció por toda la amplitud de la atmósfera un sonido de
tambores celestes, mezclado con el canto de voces melodiosas que con grandes
aclamaciones decía: “¡Bien, bien!” Una lluvia de flores cayó en medio del campo de
batalla sobre la cabeza de Rama.
Después de aquellos sucesos, Rama, feliz entre Laksmana y su esposa Sita, la de los
ojos de gacela, pasó en su retiro una vida agradable, rodeado de los honores que le
tributaban todos los ermitaños reunidos alrededor de su persona.
Pero Surpanaka no se dio por vencida y persuadió a Ravana, azote del mundo, para que
sedujera a Sita. Ravana dirigió a Sita hábiles lisonjas.
“¡Mujer de encantadora sonrisa, de dulces ojos, de rostro amable, tímido y gracioso; tú
brillas con vivo fulgor, como vergel florido! ¿Quién eres tú, cuyo vestido de seda color
de Sol, se asemeja al cáliz de una flor dorada y a quien todavía embellece más esa
guirnalda de lotos rojos y de nenúfares azules? ¿Eres la Gloria, el Pudor, la Felicidad, la
Fortuna, la Belleza, la Voluptuosidad misma o la misma Vida? ¡Qué blancos, pequeños,
iguales y unidos son tus dientes, oh mujer de talle escultural! Eres bella como una diosa
y tus cejas finas y arqueadas son un precioso adorno de tus ojos. Tus mejillas, dignas de
tu boca, son hermosas, suaves y dan forma armoniosa a tu figura; tienen color brillante,
frescura exquisita, contorno elegante y nada hay más digno de nuestra contemplación,
¡Oh mujer querida, de encantos seductores! Tus finas orejas adornadas con pendientes
de oro, pero mejor adornadas con su belleza natural, forman líneas curvas dibujadas con
las más delicadas proporciones. Tus manos, tan flexibles, tienen matiz azulado, como
los pétalos del loto; oh criatura de risa deliciosa, tu gentileza está en armonía con tus
otros encantos. Tus pies que, juntos en este momento el uno al otro, se hacen
mutuamente resaltar, son de una belleza inexpresable; u forma es de una delicadeza
infantil y sus dedos son de una frescura incomparable: bellos como las flores más
deslumbradoras, durante la marcha se muestran llenos de atractivos y de gracia… Tus
piernas, finas y elegantes, son dignos sostenes de su cuerpo flexible… Tus grandes ojos,
bordeados por un círculo de púrpura, son dos estrellas de azabache engastadas en medio
de un esmalte purísimo. Tu cabellera es magnífica, tu cintura podría ceñirse con las dos
manos… No, nunca he visto en la superficie de la Tierra una mortal, ni una ninfa, ni aun
una diosa que se iguale a ti en atractivos.
Engañada por ese lenguaje, Sita dio hospitalidad a Ravana, vestido de anacoreta. El
Raksasa hizo ostentación de su poder ante los ojos de la princesa. Sita quiso arrojarlo de
morada. Ebrio de furor, el dios recobró su forma y se apoderó de Sita, a la que se llevó
en su carro mágico.
El rey de los pájaros. Djatayú, presenció el rapto de Sita y quito quitársela a Ravana;
pero el Raksasa lo mató y siguió su marcha por los aires.
Sita dejó caer al suelo sus alhajas que el rey de los monos, Sugriva, encontró y presentó
a Rama, quien solicitó su ayuda para buscar a Sita.
El rey de los monos supo que Sita se hallaba en la ciudad de Lanka, prisionera de
Ravana; pero el monarca de los Raksasas no había podido vencer la resistencia de Sita:
por el contrario, esta le amenazaba.
“Ni tu imperio, ni tus riquezas pueden seducirme: yo no pertenezco más que a Rama,
como la luz no pertenece más que al astro del día. No tardará mucho tiempo en que el
Ragüida, mi esposo, cayendo sobre ti, su odioso rival, me arrancará de tus manos”
Las furias Raksasas amenazan devorar a Sita
Una Raksasa de horrible aspecto llamada Vientre de Trueno rugió estas palabras, al
mismo tiempo que blandía una gran pica:
“Cuando vi que Ravana había hecho presa de esta mujer, cuyo seno se agitaba como una
onda con palpitaciones de temor, sentí un gran deseo de comérmela. ¡Qué regalo –
pensaba- será saborear su hígado, sus nalgas, sus pechos, sus entrañas, su cabeza y su
corazón, y todo ello goteando su sangre líquida. Estrangulémosla y, después vayamos a
anunciar que ha muerte de repente. Cuando el señor vea a esta mujer sin respiración y
entregada al dominio de Yama, nos dirá: “¡Cómo ha de ser! Coméosla”
Al oír las palabras de la Raksasa, la prudente Videana se apoyó en una larga rama
florida de asoka, y allí, abatida por la pena, con el alma lacerada, llevó su pensamiento
hacia su esposo y sintió las lágrimas que corrían por sus mejillas. Dolorida,
desesperada, con la cabeza inclinada hacia la tierra, la joven se lamentó como una
extraviada, pareciendo a veces adormecida por una tristeza sombría, y arrojándose otras
al suelo como un potro que se revuelca en la arena.
Pero en aquel momento cantó un pájaro subido en una rama de árbol próximo a Sita y
dirigió a la afligida joven una y otra vez gorjeos de consuelo: corneja afortunada, envió
a la cautiva sus dulces palabras de “¡Buenos días!” y pareció anunciar a Sita la próxima
llegada de su esposo.
Entonces el inteligente mono Hanumat hizo llegar con lentitud estas palabras al oído de
Sita: “Reina a quien el Videa vio nacer, tu esposo Rama te dice por mi boca lo que te
puede ser más agradable de oír; y el joven hermano de tu marido, Laksmana, el héroe, te
desea felicidades”.
Temblorosa y con el alma emocionada, la modesta Sita vio sentado entre varias ramas a
un mono de porte amable.
A la vista de aquel noble cuadrumano colocado en actitud respetuosa pensó la Mitilana:
“Lo que he creido oír no será más que un sueño. Si hay alguna cosa real en lo que dice
ese habitante de los bosques, dígnense los dioses permitir que todas sus palabras sean
verdaderas.”
Entonces la dulce Sita, a quien el nombre de su esposo había colmado de alegría,
respondió en estos términos al gran mono que había bajado de las ramas del sisapa: “Yo
soy la hija del magnánimo Djanaka, rey del Videa: me llaman Sita y soy la esposa del
sabio Rama”.
Seguidamente, la Videana tuvo el deseo de conocer mejor al mono y dijo a este: “Puesto
que eres mensajero de Rama, consiente en decirme, oh mono, el mejor entre todos, si
Rama se ha aliado con los monos, habitantes de los bosques”.
A esas palabras contestó el augusto hijo del Viento:
“¡Dentro de poco tiempo verás llegar a tu Rama, acompañado de Laksmana y de sugriva
y rodeado de diez millones de monos, como Indra en medio de los Marutas! Yo soy el
mono Hanumat, consejero de Sugriva y mensajero de Rama, ese león de los reyes. He
pasado el gran mar y he entrado en la ciudad de Lanka. Como en mí no puedes ver más
que un mono, oh prudente Mitilana, recibe este anillo, en eque está grabado el nombre
de Rama, y que este noble héroe me entregó para que yo pudiera acreditar mi
representación”
La joven reina cautiva, palpitante de alegría y llorosa de emoción, recibió aquel anillo y
lo guardó en su pecho…
El gran mono le dijo entonces: “Hoy mismo voy a llevarte al lado de Rama. Mitilana de
los cabellos flexibles, ven, sube sobre mi espalda, Reina, y agárrate a mis crines. ¡Mira
antes la forma que voy a tomar!” Entonces, aquel tigre de los monos, dotado de gran
fuerza y a quien estaba concedido adoptar cualquier forma, aumentó el tamaño de sus
miembros. Habiendo llegado a ser semejante a una sombría nube, el príncipe de los
cuadrumanos se aproximó a Sita, a quien habló de esta manera: “Tengo fuerza bastante
para transportar la villa de Lanka, incluyendo sus caballos, sus elefantes, sus arcadas,
sus palacios, sus murallas, sus parques, sus bosques y sus montañas”.
Cuando la hija del rey Djanaka vio al hijo del Viento semejante a una montaña, la
princesa de ojos grandes como los pétalos de los nenúfares, le dijo: “Sé que tienes
fuerza bastante, mono, para llevarme en esta carrera; pero no está bien que la esposa de
Rama, para quien el deber es antes que todo, monte en la espalda de un ser que se llama
con un nombre correspondiente al sexo masculino”
Entonces Sita, mirando todo el gracioso conjunto de su cabellera formando una trenza,
deshizo esta y dio al mono Hanumat la joya que mantenía sus cabellos reunidos:
“Entrégala a Rama y di al rey de los hombres: Sita la Djanákida, queda recostada, presa
de dolor, al pie de un asoka, y duerme en la tierra desnuda. Con su cuerpo palpitando de
pena y deseando con todo su corazón volver a verte, está sumergida en un océano de
tristeza: dígnate sacarla de ese estado. ¡Eres señor de la Tierra, posees gran vigor, tienes
flechas, dispones de ejércitos y, sin embargo, Ravana, que merece la muerte, vive
todavía! ¿Por qué no despiertas?”
Hanumat devastó la selva en que se hallaba Sita. Ravana fue a combatirlo y lo ató con
un lazo de Rama. Tirado a tierra e impotente, el mono reclamó sin embargo, del rey, la
libertad de Sita. El rey mandó entonces que sus gentes quemasen el rabo del mono. Ante
el peligro, el mono se redujo mucho para escaparse del lazo y después tomó súbitamente
grandes proporciones y corrió a llevar el incendio a la ciudad de Lanka.
Después, acompañado de Sugriva, rey de los simios, fue a notificar a Rama su entrevista
con Sita.
Mientras tanto, Ravana decidió combatir a Rama. El prudente Vibisana pretendió
disuadirlo: Ravana lo insultó y entonces Vibisana marchó a reunirse con Rama, “héroe
del deber”.
Habiendo llegado Vibisana a la ribera septentrional del mar, quedó allí cerniéndose en
medio de los aires. Aquel demonio de gran prudencia, dirigiendo sus miradas hacia el
monarca y los monos, les dijo gritando con voz fuerte: “Oh monos, sabed que he venido
para ver al noble Rama. Soy el hermano segundo de Ravana y mi nombre es Vibisana.
Intenté abrir los ojos de mi hermano mediante prudentes discursos: “¡Vamos! Le dije
varias veces –deja que Sita vuelva al lado de Rama”. Pero Ravana, a quien la muerte
empuja, no quiso dar oído a las discretas razones que le dirigí. Anunciad
inmediatamente al magnánimo Rama, protector de todas las criaturas, que yo he venido
a solicitar su protección”.
Vibisana descendió a tierra con sus compañeros. El inteligente monarca de los
cuadrumanos se aproximó a él, lo estrechó entre sus brazos y lo presentó al héroe hijo
de Ragú. Entonces el Raksasa, lleno de alegría ató sus armas a los troncos de los árboles
que se hallaban próximos a él: sus compañeros hicieron lo mismo: el virtuoso demonio
cambió su forma en otra más propia de las circunstancias y se prosternó a los pies de
Rama.
Este no dejó que el demonio le besara los pies; le hizo levantar, le dio un abrazo y le
dijo esta dulce expresión: “Tu grandeza sea bienvenido”. Al oír aquel lisonjero lenguaje,
Vibisana respondió en estos términos: “Yo he abandonado la ciudad de Lanka, mis
riquezas y mis amigos, y vengo a refugiarme cerda de tu majestad que es un segundo
para todas las criaturas. A ti deberé todo: mi vida, mis riquezas y el imperio mismo.
Celebraré contigo una alianza, oh héroe de gran prudencia, y conduciré tus ejércitos
para que derrote a los Raksasas y conquiste a Lanka”.
A continuación Hanumat y Sugriva dijeron a Vibisana: “¿Cómo atravesaremos ese mar,
inaccesible asilo de monstruos marinos? Los dioses poderosos, con Indra al frente de
ellos, no podrían conquistar a Lanka si no tendiesen un puente sobre este mar, estancia
inviolable de Varuna! ¡No perdamos el tiempo y construyamos un puente que nos
facilite el medio de pasar ese mar!”
Pero Rama, aunque exaltó sus sentidos, no consiguió que el mar se mostrara a sus ojos.
Entonces, irritándose contra el mar, arrancó de las manos de Laksmana sus flechas y su
arco celeste, al cual ató inmediatamente la cuerda. Encorvó después su gran arco y este
movimiento hizo estremecer la Tierra; luego disparó sus dardos acerados, de igual modo
que Indra lanza sus rayos.
En el mismo instante se elevaron por millares, semejantes al monte Vindya, las olas del
soberano de los ríos, llevando hasta las nubes los tiburones y cocodrilos. Erizado de
multitud de ondas monstruosas, en las que se agitaban masas de moluscos, el gran
receptáculo de las aguas agitaba sus olas envueltas en humo.
Abriendo, pues, cerca del noble Rama sus vastas olas, el mar se mostró rodeado de
monstruos de fauces inflamadas. Semejante al suave lapislázuli, y vestido con traje
dorado cubierto de guirnaldas de flores rojas y adornos de diamantes, el mar,
acompañado de sus ministros, se aproximó a Rama, al que dirigió estas palabras:
“Rama, no quiero que tiendan sobre mí un puente; pero construye un muelle en mis
aguas y te prepararé un camino fácil por el que puedan pasar tus monos.”.
El mar se despidió inmediatamente de Rama y entró en su dominio.
Obedeciendo las órdenes de Sugriva, los monos se lanzaron a la obra llenos de
entusiasmo. Centenares de miles construyeron una calzada en las aguas del mar. Los
unos, con una fuerza inmensa, arrancaban a porfía las crestas de las montañas y las
rocas relucientes como oro y venían a depositarlas en las manos de Rama. Los otros,
parecidos a elefantes, contribuían a formar aquel muelle con montes grandes como
ciudades y con árboles aún llenos de flores… Construida la escollera, el paso de kotis
(batallones) de monos por millares exigió un mes entero.
Rama, después de haber enviado a Ravana como embajador a Angada, hijo de Bali, para
pedirle por última vez la libertad de Sita, ataca la ciudad de Lanka
Entonces, ante los mismos ojos del monarca de los Raksasas, los ejércitos favorables a
Rama escalaron por secciones las murallas de la ciudad.
Ravana dispuso que inmediatamente sus ejércitos salieron a paso de carga. A su orden,
los héroes se lanzaron gozosos a las puertas, en masas compactas, como las corrientes
del mar. En el mismo instante una batalla formidable se emprendió entre los Raksasas y
los monos.
El sol llegó a su ocaso y su luz fue reemplazada en los cielos por la oscuridad de la
noche destructora de vidas. Entonces el combate, durante la noche, se hizo infinitamente
más espantoso entre aquellos guerreros, impulsados por un odio vivo de cada uno contra
los demás. “¿Eeres Raksasa?” –decían los monos. “¿Eres simio?” preguntaban los
Raksasas. Y todos, después de esas palabras, se golpeaban en combates recíprocos
cuerpo a cuerpo en medio de la horrible oscuridad. “¡Hiende, destruye, golpea!” –decían
los unos. “Mátalo, arrástralo, hazlo pedazos!” –gritaban los otros.
Rama y Laksmana, atisbando con precisión a los más tremendos noctívagos, los herían
con sus flechas parecidas a llamas. El campo de combate, repugnante a la vista, donde
había que marchar sobre un lodazal de carne y de sangre, no ofrecía más que montones
de armas y de dardos, en vez de matas de flores
Pero Indradgit el Ravanida hiere a Rama y a Laksmana: los dos héroes caen.
Entonces Indradgit prorrumpió en risa ruidosa y dijo estas palabras: “Ved, Raksasas; a
la vista del ejército he agarrotado a los dos hermanos, compañeros de fortuna, con la
infamante cuerda de un arco”. En el momento gritaron todos, con ruido atronador como
el de las nubes tonantes: “Rama ha muerto”.
En seguida, el indomable Indradgit entró rápidamente en la ciudad de Lanka; se
aproximó a Ravana y le dio la agradable noticia de que Rama y Laksmana ya no
existían.
Entonces Sita, desde el carro en que estaba sentada en compañía de Tridjidata, vio la
tierra cubierta por ejércitos de héroes cuadrumanos, a los Raksasas con el alma llena de
gozo pero con alegría feroz y a los monos abatidos por el dolor, al lado de Rama y de
Laksmana. Y ahogada por las lágrimas de honda pena, cayó al suelo inanimada. Parecía
que la vida se había escapado de su cuerpo; sus mejillas adquirieron el color de la
ceniza; sus finísimos labios quedaron descoloridos: sus dulces ojos fueron velados por
los párpados y su respiración apenas levantaba su pecho delicado.
Cuando recobró el uso de sus sentidos vertió abundantes lágrimas: después gimió e
invocó a su marido a quien creía muerto:
“No quiero sobrevivirte, oh esposo mío de reconocido valor: el amor que te tengo me lo
impide; además, la vida me serviría ahora de tormento sin tu querida presencia. Mi
viudez representa el fin de mi existencia, ya amargada por innumerables dolores desde
que fui separada de ti, porque el más dulce asilo de la mujer es el que encuentra al lado
de su marido; y cuando se queda irremediablemente sin este, no puede encontrar refugio
más que en la muerte.
“Sería vergonzoso para mi memoria el hecho de que te dejara solo en la muerte, porque
tú has sucumbido en tu marcha atrevida contra las impías Raksasas solamente por mí,
solamente por salvarme. Sin duda estás ya en los cielos al lado de tu padre y de todos
tus antepasados.
“Allí, aquellos reyes virtuosos celebran sacrificios divinos y forman una constelación de
resplandeciente pureza.
“Oh Rama, esposo mío muy amado, ¿por qué no has de volver más hacia mí tus ojos?
¿Por qué no me has de dirigir ya una palabra, a mí tu compañera fiel desde los años de
nuestra juventud, a mí que siempre he vivido a tu lado hasta que un odioso demonio
vino a separarno? Eramos tres en nuestro destierro: tú, tu hermano Laksmana y yo, tu
esposa amante; y Laksmana volverá solo a nuestro reino y verterá lágrimas refiriendo
nuestro triste fin.
“Cuando tu madre le pregunte, ansiosa, se verá precisado a decir de qué modo afrentoso
te ha asesinado un demonio, después de haberme arrancado de nuestra querida soledad.
Esa noticia lamentable le quitará la vida también a ella, porque su fuerte alma se
quebrantará…
¡Ven, demonio, mátame sobre el cuerpo de mi esposo Rama! Reúne la esposa a su
marido muy amado: así satisfarás tu rabia y me darás el único bien que puedes
proporcionarme, porque me reuniré con mi compañero y mi cabeza helada reposará para
siempre al lado de la suya”
Pero la raksasa Tridjidata dijo a la infortunada: “Reina, no te entregues a la
desesperación porque tu esposo vive. Hay señales evidentes que acompañan siempre a
la desgracia de los héroes: cuando un ejército pierde a su general queda sin vigor y sin
energía; pero ese ejército, por el contrario, lleno de ardor y sin trastornos, manteniendo
en buen orden sus legiones, guarda aquí al Kakútsida permaneciendo en el campo de
batalla. Desecha esa pena y ese dolor; los dos héroes no han perdido la vida”.
Lo mismo que una hija de dioses, Sita juntó las manos y aún afligida, repuso a esas
palabras de Tridjidata: “¡Ojalá sea así!”
En aquel mismo instante, el Viento se aproximó gimiendo al héroe y le sopló al oído
estas palabras: “¡Rama! ¡Rama de los fuertes brazos, acuérdate en tu interior de ti
mismo! Tú eres el bienaventurado Narayana, encarnado en este mundo para librarlo de
los Raksasas: acuérdate solamente de Vinata, el divino Garuda de vigor inmenso que
devora las serpientes. En el acto vendrá aquí para libraros, a ti y a tu hermano, de ese
afrentoso dogal con que os han encadenado serpientes con apariencias de flechas”.
Apenas había pasado un solo instante cuando todos los simios notaron la presencia de
Garuda, el de la gran fuerza, bajo la apariencia de un fuego que flameaba en medio del
cielo. Al ver al pájaro que se aproximaba con las alas extendidas, los reptiles huyeron en
todas direcciones y las serpientes que en forma de flechas permanecían en el cuerpo de
los dos robustos y nobles héroes, escaparon precipitadamente y se escondieron en los
agujeros de la tierra. Tan pronto como el dios pájaro vio a los príncipes Kakútsidas se
aproximó a ellos, los saludó y les limpió los rostros que resplandecieron como la Luna.
Todas las heridas se cerraron en el instante en que las tocó el pájaro divino y su
influencia, igual para todo el cuerpo, borró en un momento las cicatrices todas.
Después Garuda, con fuerza impetuosa, lanzándose al seno de los aires, escapó en forma
parecida al viento.
Al contemplar aquel maravilloso espectáculo y el de los Ragüidas, vueltos a la salud,
los simios lanzaron innumerables aclamaciones de triunfo que llevaron el terror al alma
de los Raksasas…
Entonces, Ravana mandó al raksasa Dumraksa a combatir a Rama y al pueblo de los
bosques.
Con su arco en la mano y en la primera fila de batalla, Dumraksa, riendo, dispersó por
todos los puntos del espacio a los monos que desatentadamente huían de aquella lluvia
de flechas. Pero apenas el Marútida vio que el Raksasa maltrataba su ejército, empuñó
una roca espantosamente enorme y, furioso, cayó sobre él. Este, levantando su maza,
fue rápidamente al encuentro de Hanumat y, con una impetuosidad increíble, dejó caer
aquella arma erizada de púas, sobre el pecho del Marútida.
El mono, sin pararse a pensar en el golpe recibido, descargó el trozo de montaña en la
cabeza del Raksasa. Atolondrado por el tremendo golpe, Dumraksa quedó vacilante y
cayó después a tierra, como una montaña que se desploma.
En el momento en que Ravana se enteró de aquella horrible desgracia, envío contra los
simios a Acampana, rodeado de formidables Raksasas. La batalla se encendió de nuevo,
encarnizada, espantosa.
Los monos no podían resistir y huían destrozados por las flechas del general enemigo.
Cuando Hanumat vio que sus parientes caían en manos de la muerte, se adelantó con
inmenso valor. El mono de la gran fuerza arrancó en un movimiento rápido una
corpulenta encina para atacar a su enemigo. Teniendo su árbol en alto, se precipitó con
supremo esfuerzo y descargó un tremendo golpe con su espantosa arma sobre el
noctívago Akampana, quien al recibir de lleno en la cabeza el porrazo que le asestó el
mono, cayó a tierra y murió.
Cuando Ravana supo la noticia de aquella nueva derrota, dijo, dirigiéndose a los
Raksasas: “¡Que preparen mi carro y que lo traigan aquí inmediatamente!”
Al aspecto de Ravana que corre con rápido vuelo, llevando en las manos su arco y su
dardo inflamado, el monarca de los simios se apresta a su encuentro, impaciente de
medirse con él en un combate. Con sus brazos vigorosos arrancó la cumbre de una
montaña, se acercó al rey de los Raksasas y levantando aquella enorme carga, lanzó a
Ravana la mole coronada con una meseta cubierta por un bosque. Pero al ver aquel
monte que iba a caer sobre él, rápidamente el héroe de las diez cabezas lo partió con sus
flechas parecidas al cetro de la muerte.
Después que hubo desmenuzado en pedazos aquella montaña, el feroz monarca tomó
una flecha terrible y la disparó contra el jefe de las tropas simias. El dardo alcanzó a
Sugriva y le agujereó con impetuosidad. El rey herido lanzó un grito y cayó a tierra, con
el alma extraviada.
El hijo del Viento, Hanumat, de gran esplendor, viendo que Ravana disparaba en todas
direcciones sus flechas, había avanzado contra él: se aproximó a su caror y levantando
su brazo derecho hizo temblar al héroe.
“Este brazo vigoroso, este brazo derecho que tengo levantado va a arrancar de tu cuerpo
el alma negra que lo habita y de la cual ha sido refugio durante mucho tiempo”
Entonces, teniendo los ojos espantosamente enrojecidos, el vigoroso Ravana levantó su
terrible puño que descargó pesadamente en el pecho del simio. El gran mono quedó
paralizado, perdió el conocimiento y vaciló.
El valiente rama, viendo las muestras de coraje del poderoso noctívago y a tantos
famosos héroes de los ejércitos simios tendidos sin vida en el suelo, corrió tras Ravana
y haciendo resonar la cuerda de su arco, gritó con voz estentórea al monarca de los
Yatavas: “¡Detente! Aun cuando quieras buscar refugio cerca de Indra, no podrás
escapar hoy a mi cólera”. Así gritando, llegó cerca del carro de Ravana y con sus dardos
de aguda punta destrozó el carro, incluso las ruedas, los caballos, el cochero, su amplio
estandarte y su blanca sombrilla de mango de oro. Después, inmediatamente hirió al
mismo demonio en el pecho con una gran flecha, de efectos parecidos a los del
relámpago y el trueno. Aquel orgulloso rey a quien no habían podido quebrantar las
violencias del rayo ni el estruendo de la tempestad, alcanzado por la flecha de Rama,
vaciló al golpe y vencido, trastornado por el dolor, dejó caer de su mano el arco. Al
notar aquella vacilación de su enemigo, el generoso Rama tomó un dardo flamígero en
forma de luna, medio plano, y se contentó con cortar rápidamente la tiara radiante, color
de Sol, que llevaba en la cabeza el rey de los Yatavas.
Ravana, cuyo orgullo había sido humillado, su jactancia abatida, su arco roto, el cochero
y los caballos muertos, la regia tiara destrozada, se decidió a volverse a Lanka,
consumido por la pena y considerando eclipsada toda su gloria.
Se aproximó a su trono, lo ocupó, y mirando a su consejeros les habló de esta manera:
“Todas esas empresas penosas que he realizado han sido inútiles; porque yo, que soy
igual al rey de los dioses ¡He sido vencido por un hombre! ¡Que Kumbakarna, de valor
incomparable y que ha abatido el orgullo de los Danavas y de los dioses, sea despertado
del suelo en que está aletargado por la maldición de Brahma! Ese gigante de largos
brazos, en el combate, excede a todos los Raksasas como la cima de una montaña: él
destruirá pronto a los monos y a los dos príncipes dasarátidas.
Al oír esas palabras del monarca, los Raksasas corrieron apresuradamente hacia el
palacio de Kumbakarna. Allí vieron tendido y durmiendo, con todo el aspecto de helado
terror y con el pelo erizado, a aquel horrible jefe de los Nairritas, a aquel devorador de
carne, roncando horriblemente, soplando como una boa, con respiración que parecía una
tempestad espantosa, saliendo de una boca tan grande como la misma entrada del
infierno.
Entonces, colocándose a su rededor y sosteniéndose los unos a los otros fuertemente, se
aproximaron al gigante. Entonaron himnos en honor de Kumbakarna para despertar de
su pesado sueño al héroe destructor de sus enemigos. Los Yatudanas hicieron tanto
ruido como nubes tormentosas: lanzaron gritos, golpearon y sacudieron al durmiente.
En vano se fatigaron, porque no pudieron despertarlo. Intentaron entonces un mayor
esfuerzo: con sus trompetas relucientes como la Luna, llenas de aire, todos a la vez,
produjeron sonidos agudísimos y al mismo tiempo castigaron con palos a los camellos,
con látigos a los asnos y a los caballos y con aguijones a los elefantes e hicieron resonar
contadas sus fuerzas timbales, caracolas y tambores. Después golpearon los miembros
del gigante, con martillos, mazas y porras.
Pero todo en vano: aquel extraordinario tumulto no despertó al demonio dormido.
Cansados de tantos esfuerzos inútiles, los noctívagos (vagabundos nocturnos) pusieron
en práctica un nuevo procedimiento: hicieron ir encantadoras mujeres adornadas con
collares de pedrerías resplandecientes. Y con sus movimientos seductores, aquellas
damas celestes de celestes adornos, embalsamadas con celeste incienso y perfumadas
con olores celestes, llenaron de aromas suavísimos aquella espléndida habitación.
Despertado por el gorjeo de su charla, por el ludir de sus trajes, por el concierto de sus
cantos, unidos a la música de sus instrumentos, con sus dulces voces, sus perfumes
exquisitos y el ligero ruido de sus pis desnudos tocando el suelo, el gigante creyó que
nunca había gustado más deliciosas sensaciones.
Alargó sus brazos tan altos como si fueran montañas, abrió su boca semejante a un
volcán submarino y bostezó horrorosamente. En seguida preguntó a sus despertadores la
causa de verlos alrededor de él.
Ravana le dijo entonces: “Tú no has podido saber, por haber estado sumido en dulce
reposo, cuál es el infortunio en que me ha colocado Rama. Mira y verás, en las puertas
de Lanka, de qué manera los monos, llegados por una calzada marina, hacen aparecer de
color pardo nuestros vergeles amenos. Destruye, oh enemigo de los dioses, a Rama y a
todo su ejército”.
“puedes deponer tu pena y tu cólera, tigre de los Raksasas; porque yo inmolaré al que es
causa de tus disgustos. ¡Yo, yo mismo, iré solo! ¡que tu ejército permanezca aquí!”
Tan pronto como el inmenso coloso hubo pasado los umbrales de la ciudad, lanzó un
clamor horrible que resonó en todo el Océano. Después se bajó del carro y, llevando su
lanza levantada, se precipitó rápidamente en medio de los aires, como si fuera una
montaña alada.
Cayó en los ejércitos de los monos y entre sus brazos cogió a muchos de estos y los
devoraba en su furor, como Garuda se come las serpientes.
Entonces Rama se adelantó, cogió su arco, aquella perla de los arcos y clavó dos flechas
invencibles en el mismo corazón de Kumbakarna; de la boca del coloso enfurecido salió
una mezcla de llamas y de humo negro. En su vacilación, cayó de su mano su lanza
terrible; y cuando vio desarmado su propio brazo, el monstruo hizo una gran carnicería
a patadas y a manotazos, devorando sin distinción a cuadrumanos y a Raksasas.
En aquella situación, Rama disparó contra el noctívago la gran flecha del viento y le
cortó un brazo, el cual cayó en medo de los ejércitos cuadrumanos y golpeó en sus
convulsiones a los batallones de los monos. El gigante arrancó una encina y, cargado
con ella, se arrojó sobre su adversario. Pero Rama, uniendo a la flecha de Indra un dardo
parecido al relámpago y al trueno, le cortó el otro brazo.
A pesar de todo, el Raksasa corrió con la misma furia, aunque sin brazos: a su vista
Rama tomó dos flechas de hierro en forma de media luna y le cortó los dos pies.
Entonces, el demonio abrió su inmensa boca y vociferando, aunque tenía cortados los
brazos y las piernas, avanzó impetuosamente hacia el Ragüida: Rama, con rapidez, le
llenó la garganta de flechas con la punta aguda y el monstruo, con la boca llena de
dardos no pudo producir más que sonidos inarticulados.
Rama tomó otro dardo celeste que los dioses y hasta el mismo Indra, consideraban
como el segundo cetro de la muerte. Inmediatamente la flecha cortó al rey de los
Yatavas la cabeza, tan grande como la cumbre de una montaña: el demonio lanzó un
espantoso grito y cayó muerto: su cuerpo aplastó a dos mil monos y la caída del gigante
hizo temblar las murallas y los pórticos de Lanka: el dilatado mar fue también agitado…
Entonces Indradgit montó en su carro y apresuró su marcha hacia el campo de batalla.
Despidió a su ejército, y solo, invisible para todos, envió a los ejércitos de los monos
una tempestad de flechas.
Cuando hubo inutilizado con sus dardos emponzoñados a los héroes y al monarca de los
monos, envolvió a Rama y a Laksmana en la lluvia de sus flechas tan rápidas como el
rayo. Los dos poderosos Ragüidas, cubiertos de heridas cayeron a tierra, y el príncipe de
los Raksasas dio por terminado el combate y lanzó un gran grito de victoria.
Entonces Djambavat, el monarca de los osos, dijo a Vibisana: “Mira al príncipe
Marútida que, aunque tendido en tierra, conserva un esplendor parecido al del fuego:
también el invencible Hanumat respira: ese ejército, aunque ha sucumbido, puede vivir
aún”.
Seguidamente dijo a Hanumat: “Levántate, príncipe de los simios y decídete a salvar a
los cuadrumanos. Dirige tu marcha hacia el Himalaya, rey de los montes. Allí verás una
montaña de oro llamada Risaba, de aspecto nebuloso. Entre dos cimas, verás una
admirable montaña de una claridad incomparable: es la montaña de los simples, rica en
todas las hierbas medicinales. Una de ellas resucita a los muertos; otra hace salir de las
heridas las flechas; la tercera cicatriza las llagas; y otra, en fin, esparce sobre los
miembros curados un color uniforme y natural. Tómalas todas, Hanumat, y vuelve aquí
prontamente para hacer a todos los monos el obsequio de la vida.
Al oír esas palabras, Hanumat extendió sus brazos parecidos a serpientes, y atravesando
las capas atmosféricas, dirigió su vuelo hacia el Meú, gran rey de los montes. El gran
mono divisó pronto el Himalaya, coronado de cataratas y de selvas, con sus cumbres de
aspecto magnífico semejantes a masas de nubes blancas.
Se puso a buscar las cuatro estimables panaceas; pero aquellas divinas plantas, habiendo
sabido que Hanumat no había ido a aquel lugar más que para apoderarse de ellas, se
ocultaron debajo del follaje. El noble mono se irritó porque no las encontraba y dio un
grito de cólera. En seguida aquel ser de gran fuerza, abrazando la cumbre, la arrancó de
un solo esfuerzo y cargó con ella, llevándose, además, sus elefantes, su oro y sus minas
de mil metales.
Cargado con la meseta de la montaña desarrolló su velocidad impetuosa y, asustando al
mundo, se lanzó a través del inmenso espacio.
Tan pronto como los monos reconocieron a Hanumat prorrumpieron en exclamaciones
de alegría. El héroe, sosteniendo la cumbre de la montaña, bajó y se colocó en medio de
ellos. Apenas los dos descendientes del monarca Ragú hubieron aspirado el olor que
exhalaban las celestes panaceas, notaron que las flechas salían de sus heridas y que su
cuerpo curaba de todas sus incomodidades.
Y al mismo tiempo, todos los monos privados de la vida salieron del estado de muerte,
como se sale del sueño al fin de la noche y, lanzando gritos de gozo, vitorearon a porfía
a aquel glorioso hijo del Viento.
Mientras tanto, Indradgit, después de su victoria, había entrado en Lanka; pero pronto
volvió a salir, resuelto a poner en obra la magia para fascinar a los cuadrumanos.
Entonces, haciendo uso de su magia, preparó un fantasma parecido a Sita montada en su
carro; después avanzó por el campo de batalla. Los monos, al frente de los cuales iba
Hanumat, se adelantaron inflamados de cólera y con las manos llenas de piedras.
Creyendo ver a Sita víctima de grandes penas, Hanumat se precipitó sobre el hijo de
Ravana; pero este, sacando de la vaina su espada y lanzando una estridente carcajada,
cogió por los cabellos al fantasma de Sita, la cual exclamaba con grandes voces
“¡Rama! !Rama!” Después la golpeó con la espada, partió en dos pedazos el muñeco, lo
mismo que si hubiera sido un hijo y lo arrojó a Tierra, haciendo creer que arrojaba a la
bella anacoreta de cuerpo seductor.
Hanumat dio conocimiento de ese horrible suceso a Rama y este, sofocado por el dolor,
cayó sin sentido al suelo.
Afortunadamente Vibisana dijo estas palabras consoladoras al Ragüida, que después de
un momento había recobrado el uso de los sentidos: “en lo que te ha contado Hanumat,
todo afligido, pienso que no hay más verdad que si te dieran esta otra noticia: “El mar
está seco”. Desecha esa desesperación que no tiene fundamento”.
Entonces comenzó un combate espantoso, encarnizado, cuerpo a cuerpo, entre Ravana y
Rama. Los dos guerreros se hirieron mutuamente con numerosas flechas. Con suma
atención se observaban, describían evoluciones varias alrededor de su enemigo y los dos
héroes hasta entonces no vencidos, se lanzaban con habilidad y destreza un montón de
proyectiles.
Por fin, Ravana, con mano vigorosa, plantó un haz de flechas de hierro en la frente del
valeroso Dasarátida; pero este, llevando en la frente aquella extraña corona, como si
fuese guirnalda de lotos azulados, no experimentó ninguna emoción, y disparó una
flecha contra el tirano que permanecía de pie en su carro; Ravana devolvió aquella
flecha que, silbando, se clavó en la tierra y cogió otra, la de los Asuras, que lanzó contra
su enemigo. El Ragüida, irritado y silbando como una serpiente, disparó contra Ravana
innumerables dardos terminados en hocico de tigre y de león, en pico de buitre y de
cuervo, que anularon el poder de la flecha del rey de los Raksasas.
El enérgico Laksmana apareció entonces disparando siete dardos que destrozaron la
bandera del monarca y con una sola flecha hizo caer del carro al cochero de Ravana.
Este se armó con una lanza de hierro más temible que la misma muerte: vio a Laksmana
y arrojó contra él su lanza, al mismo tiempo que gritaba estentóreamente.
Rama habló así al arma de hierro: “¡Se inútil! ¡No llegues a donde vas dirigida!” Pero
mientras enunciaba ese pensamiento, la férrea lanza, vibrando, hirió el pecho de
Laksmana.
Este cayó al suelo con el corazón traspasado.
Después, montado en una carroza deslumbradora, parecida al fuego, Ravana atacó
nuevamente a Rama.
En aquella ocasión, Indra, viendo a Rama que iba a pie, le mandó su carroza de oro, con
su bandera de asta de oro, y las cien zonas de campanillas, su arco, su coraza parecida al
fuego, sus flechas semejantes a los rayos del Sol y sus lanzas férreas, relucientes y
aceradas.
Rama, después de haber tomado aquellas armas, subió a la carroza del rey de los dioses
y en seguida, Matali, el cochero más hábil entre todos, lanzó sus caballos contra el carro
de Ravana. Este, entonces, hizo caer sobre Rama una espantosa lluvia de flechas, con
las que destrozó a Matali, abatió la bandera de oro que cayó al fondo de la carroza e
hirió a los corceles de Indra.
Al ver al Ragüida perseguido por su enemigo, los mismos dioses temblaron. El mar,
ardiendo, por decirlo así, envuelto en humo y teniendo sus olas agitadísimas, se
encrespó con furor hasta tocar en las alturas del espacio a la antorcha del día. El Sol,
cuyos fulgores se habían oscurecido, aparecía horrible, de color de cobre, con su disco
empañado y pegado, en cierto modo, al fondo del cielo.
Inmediatamente los Asuras y los Dioses volvieron a encender la antigua guerra que
entre ellos existía desde tiempo remoto. Aclamaciones apasionadas se producían entre
unos y otros.
“¡La victoria para ti, Ravana!” exclamaban los Asuras. “¡La victoria para ti, Rama!”
gritaban los dioses.
En aquel momento, Ravana tomó una lanza espantosa, que era el terror de todas las
criaturas y tenía el filo de diamante. Al verla terrible y resplandeciente, el Ragüida,
levantando su arco, envió contra ella sus dardos más agudos, que la alcanzaron y la
cortaron en medio de su vuelo.
Pero la gran pica del Raksasa inutilizó sus flechas que le disparaba su rival. El Raguida,
entonces, se sintió poseído de cólera y empuñó la pica de hierro de Indra. Apenas hubo
levantado con mano vigorosa el arma de innumerables campanillas, el cielo se iluminó.
Tiró la pica para que destrozara la gran lanza del rey de los Yatavas y, en efecto, aquella
lanza rota en varios pedazos, cayó, quedando extinguidos sus fulgores y destruido su
poder.
A continuación, Rama hizo sucumbir los corceles de Ravana y a este mismo lo hirió con
tres flechas en el pecho y con otras tres en medio de la frente. Después, riendo
irónicamente dijo a Ravana: “¡En castigo de haber tenido cautiva a mi esposa, vas a
perder la vida, tú que eres el más vil de los Raksasas!... has alardeado de valor con
mujeres indefensas; te has portado como hombre depravado y piensas: “Soy un
héroe…” No duermo de día ni de noche, noctívago de acciones criminales. No puedo
reposar hasta que te haya arrancado la vida… ¡Que aquí pues, hoy mismo, de tu cuerpo
acribillado con mis dardos y tendido, sin vida, las aves del cielo extraigan tus entrañas,
como Garuda devora las serpientes!”
Entonces Rama abrumó con sus flechas a Ravana, a quien los monos lanzaron al mismo
tiempo una lluvia de piedras. Ravana contestó. Rama cortó una de las cabezas de
Ravana. Pero, inmediatamente, sobre los hombros de Ravana surgió otra cabeza que
Rama derribó igualmente. Una tercera cabeza le nació en el acto, la cual también cayó
como las otras bajo las flechas del Ragüida. Pero mientras más cabezas le cortaba, otras
le nacían: Rama le cortó así un centenar de cabezas, una tras otra, y no por eso se
extinguió la vida del monarca de los Raksasas.
A su vez Ravana hostilizaba a Rama con una diversidad de flechas.
La escena de aquel tumultuoso y formidable combate se desarrolló unas veces en el
cielo y otras en la tierra y duró siete días, sin cesar ni una hora ni un minuto.
Rama, en aquel trance, tomó un dardo que Brahma había fabricado en otro tiempo a
favor de Indra; ese dardo, en su parte emplumada tenía el viento y en su punta, el fuego
y el sol. Brahma había hecho que en el centro de ese dardo se sentaran las divinidades
que representan el terror: tenía, además, la forma de la muerte.
Rama blandió con toda su fuerza su arco e, hirviendo de coraje, lanzó a Ravana aquel
dardo terrible, que cayó sobre el demonio y le horadó el corazón: en seguida, cumplido
su objeto, el dardo volvió por sí mismo a su aljaba.
Ravana, extinguido su esplendor, aniquilada su fogosidad, exhalada su alma, se
desplomó desde su carro sobre la tierra.
La batalla había concluido. Rama envió a Hanumat a la ciudad de Lanka y le encargó
que buscase a Sita, su esposa. Esta, “cuya alegría no dejaba paso a su voz, incapaz de
articular una sola palabra”, vestida con preciosos trajes, ostentando joyas
deslumbradoras y ocupando una rica litera, se hizo conducir al lado de su esposo.
En presencia de aquella mujer que animaba un cuerpo de celestial belleza, Rama no
pronunció una sola palabra, porque la duda había entrado en su alma: sus ojos aparecían
amoratados extremadamente, como consecuencia del esfuerzo que el héroe hacía para
contener las lágrimas. Sita, sin tacha, inocente, de alma pura, no consiguió de su esposo
ni una sola palabra. Así, con los ojos bañados por lágrimas de pudor, al hallarse entre
los pueblos reunidos, prorrumpió en torrentes de llanto cuando se fue aproximando a
Rama, a quien dijo: “¡Esposo mío!” Y se pudo observar que la intensa mirada que
dirigió a este, expresaba más de un sentimiento: había en ella admiración, alegría, amor,
cólera y dolor. Pero Rama, contrayendo sus negras cejas le dirigió estas cáusticas
palabras: “He hecho todo lo que puede hacer un hombre para lavar una ofensa; por ese
motivo te he libertado. He dejado, pues, en salvo mi honor. Pero ¿es digno de un
hombre de corazón, perteneciente a familia ilustre, y en cuya alma ha brotado la duda,
es digno que vulva a vivir con su esposa, después que esta ha habitado bajo el techo de
otro hombre? Ve, pues, donde quieras; me despido de ti: ve, Djanákida, allí donde te
plazca. He ahí los diez puntos cardinales del espacio: escoge. Ya no hay nada de común
entre nosotros dos”
Enjugando su rostro bañado por las lágrimas, Sita dijo a su esposo, lentamente y con
voz conmovida, estas palabras: “Nunca, nunca, ni en pensamientos, he cometido contra
ti la más mínima falta; que los dioses, nuestros dueños, te den una felicidad tan
verdadera como cierta es esta afirmación mía. Si mi alma, príncipe, si mi natural casto y
nuestra vida en común, no han sido bastantes para darte confianza en mí, esa desgracia
me matará para la eternidad”
Después dijo con tristeza a Laksmana: “Hijo de Sumitra, levanta para mí una pira; ese
es el único remedio que a mi infortunio queda; castigada injustaente por tantos golpes,
ya no me restan fuerzas para soportar la vida” Después de esas palabras de la Mitilana,
el robusto guerrero, conformándose a los deseos de Sita, preparó una hoguera.
Entonces, Sita, con suprema resolución, se prosternó un momento ante su esposo y se
arrojó a las llamas.
De pronto, Kuvera, rey de las riquezas, Yama, dios de la muerte, el dios de la mil
miradas, monarca de los inmortales y Varuna, soberano de los dioses, el afortunado,
Siva, de los tres ojos, el augusto y afortunado creador del mundo entero, Brahma, y el
rey Dasarata, conducidos en una carroza por los aires, acudieron a aquellos lugares.
En seguida, el más eminente de los inmortales extendió su fuerte brazo y dijo al
Ragüida que estaba ante él con las dos manos juntas en forma de copa: “¿Cómo puedes
ver con indiferencia el hecho de que Sita se arroje al fuego de una hoguera? ¿Cómo, oh
tú, el primero entre los mayores dioses, no te reconoces a ti mismo? ¡Cómo! ¿Eres tú
quien se atreve a dudar de la casta Videana, como si fueras un esposo vulgar?
A estas palabras del creador de todo el Universo, Rama respondió: “Yo creo que soy
simplemente un hijo de Manú, que sólo soy Rama, hijo del rey Dasarata” Entonces el
Ser del esplendor infinito habló así al Kakútstida: “Escucha ahora la verdad ¡tú de quien
la fuerza nunca se ha desmentido! Tu excelencia es Narayana, dios augusto y
afortunado. Eres la morada de la verdad; se te ha visto desde el principio hasta el fin de
los mundos; pero no se sabe ni tu principio ni tu fin. Para la muerte de Ravana entraste
aquí abajo en un cuerpo humano. Para beneficio nuestro has consumado esa empresa.
¡Oh tú, la más fuerte columna que sostiene el principio del deber! Ahora que el impío
Ravana ha muerto, vuelve gozoso a tu mansión”.
Mientras tanto, el fuego ardiente y sin humo había respetado a la Djanákida colocada en
medio de la hoguera: de pronto, el fuego encarnó en un cuerpo y se lanzó por los aires
llevando a Sita en sus brazos.
El Fuego mismo puso en el seno de Rama a la joven, a la bella, a la sabia Videana de las
joyas de oro puro, vestida con traje escarlata, adornada de frescas guirnaldas de flores y
parecida al Sol.
Entonces, el testigo incorruptible del mundo, el Fuego, dijo a Rama: “He aquí a tu
esposa pura y sin tacha: yo, el Fuego que ve todo lo que hay manifiesto y oculto, te
garantizo que no existe en ella la menor falta…”
El rey Dasarata dijo a su hijo estas palabras: “Tú has visto, héroe, transcurrir catorce
años, durante los cuales, por mí has habitado los bosques en compañía de tu Videana y
de Laksmana. Tu estancia en los bosques, es pues, hoy una deuda pagada y tu promesa
está cumplida. Ahora, sosegado, con tus hermanos disfruta de larga vida”.
Mientras que el Kakútstida deificado se fue por los aires, Indra dijo estas palabras a
Rama: “Estamos contentos; dinos, lo que tu corazón desea”. A estas palabras el
Ragüida, con serenidad de alma, contestó alegremente: “Voy a pedirte una gracia,
soberano del mundo entero de los inmortales; dígnate concedérmela. Que todos los
monos, que vencidos en estos combates cayeron por mi causa en el imperio de Yama,
resuciten, gratificados con nueva vida. Que ríos límpidos circulen por los lugares donde
estén los monos y que para ellos nazcan raíces, frutos y flores hasta en el tiempo en que
no sea su estación propia…” El gran Indra respondió: “Hoy mismo será así”. Entonces,
Sakra vertió una lluvia mezclada de ambrosía en el campo de batalla. Apenas el
aguacero hubo caído, los magnánimos monos, vueltos a la vida, se levantaron como si
despertaran de un largo sueño.
Rama acompañado de Sita, recupera entonces la ciudad de Ayodya, de la que Barata le
entrega el imperio.
WANG SHUH, UN HERBOLARIO
Leyenda China
Una historia china trata de la búsqueda hecha por Wang Shuh, un herbolario, de la
hierba de la nube roja. Siguió el curso de un arroyuelo de montaña un cálido día de
verano y, a medio día, se sentó a descansar y comer arroz bajo la sombra de unos
árboles al lado de la poza profunda de una cascada. Mientras estaba en la orilla mirando
el agua quedó sorprendido al ver en las profundidades un “chico azul”, de
aproximadamente un pie de estatura, con un junco azul en sus manos, montando sobre
una carpa roja sin molestar en absoluto al pez, el cual se movía de acá para allá. Pasados
unos momentos, la pareja subió a la superficie y ascendiendo por el aire tomaron la
dirección Este. Fueron velozmente hacia un banco de nubes que se deslizaba por el cielo
azul y desaparecieron de la vista.
El herbolario continuó ascendiendo la montaña en busca de la hierba y cuando llegó a la
cumbre se sorprendió al observar que el cielo estaba completamente encapotado.
Grandes masas de nubes amarillas y negras habían ascendido desde el mar oriental y
amenazaba tormenta. Wang Shuh se dio cuenta que el chico que había visto encima de
la carpa no era sino el dragón del trueno. Observó por entre las nubes y percibió que el
chico y la carpa se habían transformado en un kiao negro (dragón con escamas). Se
asustó y se escondió en un árbol hueco.
Pronto estalló la tormenta con toda su furia. El herbolario se asustó de veras al oír los
ruidos del dió al escuchar una música muy dulce. Observando a través de las ramas de
los árboles, vislumbró al chico sobre la carpa roja regresando desde el Este y posándose
sobre la superficie del agua. Pronto el chico estuvo de nuevo en las profundidades con
su juguetón compañero.
Paralizado por el miedo, el herbolario fue incapaz de moverse durante unos instantes.
Cuando reunió suficiente fuerza y valentía para hacerlo descubrió que el chico y la
carpa habían desaparecido. Entonces descubrió que la hierba de la nube roja, que había
estado buscando, había crecido en la orilla de las mismas aguas. Inclinándose, arrancó
una gran cantidad de un tirón. Tan pronto como lo hizo bajó como alma que lleva el
diablo colina abajo. Al llegar a su aldea Wan contó a sus amigos la maravillosa historia
de su aventura y de su descubrimiento.
Sucedió ahora que la hija del emperador –una muchacha muy hermosa- estaba enferma
en el palacio real. Los médicos de la corte trataban en vano de curarla. Al oír hablar del
descubrimiento de la hierba de la nube roja realizado por Wang Shuh, el emperador
mandó a buscarle. Al llegar a palacio, el herbolario fue recibido por el mismo
emperador que le dijo: “¿Es verdad como cuentan los hombres que has visto el kiao
negro en la forma de un chico azul montado en una carpa roja?”
Wang Shuh respondió: “Completamente”
“¿Y es verdad que has hallado la hierba del dragón que crece durante la tormenta?
“La he traído conmigo, majestad”
“Quizá devuelva la salud a mi hija”, dijo el emperador.
Wang Shuh le ofreció la hierba y el emperador le guió a una habitación donde se
encontraba la princesa enferma. La hierba tenía un olor dulce y Wang Shuh arrancó una
hoja y se la dio a la muchacha para que la oliera. Ella, al instante, mostró signos de
recuperación, lo que fue interpretado como señal de buenos augurios. Wang Shuh hizo
una medicina con la hierba y cuando la princesa la hubo tomado se puso bien y sana de
nuevo.
El emperador recompensó a Wang Shuh nombrándole su médico principal. Así el
herbolario se convirtió en un hombre importante.
Pocos mortales tienen la fortuna de ver un dragón, y esos pocos después de la visión son
agraciados con muy buena fortuna.
LA CAÍDA DE LA DINASTÍA HEA.
Leyenda China
Un saco de espuma de dragón, que había sido guardada en el palacio real durante tres
dinastías, fue abierta un día y apareció un dragón con la forma de un lagarto negro.
Tocó a una virgen y la dejó embarazada de una niña, a la que parió en secreto y dejó
abandonada en un bosque. Sucedió que un hombre muy pobre y su mujer, que no tenían
hijos, pasaron por casualidad y habiendo oído el llanto del bebé se lo llevaron a su casa,
donde le cuidaron mucho cariño. Pero los magos descubrieron la existencia de la hija
del dragón, de quien se había profetizado que destruiría la dinastía. Se organizó una
partida para buscar a la niña y los padres adoptivos se escaparon con ella al país de Pao.
Se la ofrecieron al rey del lugar, y ella creció hasta convertirse en una bella doncella
llamada Pao Sze. El rey la amaba tiernamente y cuando le dio un hijo, la hizo su reina
degradando a la reina Chen y su hijo, el príncipe heredero. Poh Fuh, el hijo de la mujer
dragón, fue entonces el príncipe en su lugar.
Pao Sze, aunque muy bella, tenía el semblante muy triste. Nunca sonreía. El rey hacía
todo lo que estaba en su mano para que sonriera y fuera feliz. Pero todos sus esfuerzos
eran en vano.
“Me complacería oirte reír”, decía él.
Pero ella sólo suspiraba y decía: “No me pidas reír.”
Un día el rey, en sus intentos por romper el hechizo que envolvía a su hermosa reina,
dispuso que los miembros de la corte entraran en palacio diciendo que un ejército
enemigo esta próximo y que la vida del rey corría peligro
Así lo hicieron. Estaba el rey divirtiéndose cuando entraron de repente sus nobles y
dijeron: “Majestad, el enemigo ha llegado mientras estás sentado solazándote, y tienen
la pretensión de matarte.”
El súbito cambio en el semblante del rey hizo que la mujer dragón comenzara a reír. Su
majestad estaba muy complacido.
Entonces aconteció que el enemigo vino de veras. Pero cuando se dio la voz de alarma,
los nobles pensaron que era una falsa alarma. El ejército tomó la ciudad, entró en el
palacio y ejecutó al rey. Pao Sze fue hecha prisionera debido a su belleza fatal; pero ella
se transformó en dragón escapándose y causando una furiosa tormenta.
LAS LAGRIMAS DE SUSA-NO-WO
Leyenda Coreana
Los budistas de todo el Oriente creían que en un dios que, mediante una simple gota de
agua podía proporcionar lluvia a uno o dos reinos e incluso evitar que el mar se secara
Las lagrimas malignas de Susa-no-wo eran por supuesto las de un dios perversoo de uno
que estaba enfermo de dolor.
Izanagi, al contemplar al gobernante del océano llorando, le preguntó por qué lo hacía.
Susa-no-wo respondió:
-Lloro porque quiero marcharme al país de mi madre muerta que se encuentra en el país
lejano.
Izanagi se enfadó y dijo: “Si deseas eso, ya no vivirás más en el imperio del océano”.
Desterró entonces a Susa-no-wo a Afumi.
Susa-no-wo le respondió que primero se despediría de su hermana, Ama-terasu, diosa
del Sol. Se elevó por los aires como hace el dragón que trae la tormenta. Dice el Ko-ji-
ki:
“(Con estas palabras) subió al cielo, donde todas las montañas se estremecieron y toda
región y país se estremeció. Entonces Ama-terasu, asustada por el ruido, dijo: “La razón
de la subida de mi hermano mayor seguramente no es buena, posiblemente desea
arrebatarme la región”.
La diosa se desató el pelo, se trenzó el pelo, se puso un collar de quinientas piedras
preciosas curvadas (magatama, es decir, en forma de uña) y se armó con un arco y una
flecha. Permaneció “valientemente como un hombre poderoso” y preguntó a su
hermano por qué había subido. Susa-no-wo declaró que no tenía ninguna intención
perversa, a lo que ella le pidió que le probara su sinceridad y sus buenos deseos. Él le
propuso que deberían prometerse fidelidad y tener hijos. Ella aceptó y “se juraron
fidelidad desde las riberas opuestas del río tranquilo del cielo”.
Ama-terasu pidió a Susa-no-wo su espada. Él se la dio y ella la rompió en tres pedazos.
Ella hizo un sonido tintineante con sus joyas, las cogió y las lavó en el Pozo del
Estanque de la Verdad del Cielo y “las hizo crujir”. Entonces del vaho (de su aliento)
nacieron los dioses: Princesa del Vaho del Torrente, la Princesa de la Isla Maravillosa y
la Princesa del Torrente.
Susa-no-wo pidió a Ama-terasu el collar de las quinientas piedras preciosas que estaba
enrollado en su trenza izquierda. Hizo un sonido tintineante con las joyas, las lavó y,
habiéndolas hecho crujir, “las sopló” y de su aliento nacieron los dioses: El Dios
Conquistador de Grandes Orejas, Ame-no-holi el Señor del Cielo y Kumano. En total
nacieron ocho deidades, tres diosas y cinco dioses.
Los nobles japoneses dicen descender de estos dioses. Se creía que los mikados
procedían del Dios de Grandes Orejas (Masa-ya-a-katsu-kachi-haya-hi-ama-no-oshi-ho-
mi-mi). En otro mito el mikado desciende de la diosa del Sol y de Taka-mi-musubi (el
Dios Grande y Augusto del Nacimiento y del Desarrollo que es, en cierta manera, un
Osiris japonés. Ha sido comparado al dios hindú Shiva. Aston dice que “musubi” es “el
proceso abstracto del desarrollo personificado, es decir, un poder inmanente en la
naturaleza y no externo a ella”. Breasted igualmente observa a Osiris como “el principio
imperecedero de la vida allá donde se encuentre” Shiva como “principio fructificador”
es representado por el falo. Se cree que este símbolo era el “shintai” (cuerpo del dios) de
Musubi.
Después del nacimiento de las tres diosas y los cinco dioses, Susa-no-wo afirmó: “Sin
duda he vencido”. Procedió entonces a asolar las regiones celestes. Rompió las lindes de
los campos de arroz, desbordó las acequias, defecó en el palacio en el que la diosa
comía. Se hizo incluso más violento. Habiendo hecho un agujero en la casa sagrada en
la que se sentaba Ama-terasu para supervisar cómo se tejían los trajes de los dioses, dejó
caer un caballo de varios colores desde el cielo que había sido desollado (una ofensa
terrible). Las tejedoras estaban aterrorizadas.
Asustada por lo que Sus-no-wo había hecho, la diosa del Sol penetró en su cueva, la
Morada de la Roca Celeste y cerró la puerta rápidamente. Todo el país se volvió oscuro.
Entonces las ochocientas deidades se reunieron a la orilla del río del cielo para planear
cómo seducir a la diosa del Sol para que saliera de su escondrijo. Hicieron que los
gallos (“los pájaros que cantan durante la noche eterna”) cantaran fuertemente, hicieron
que el Herrero Celeste forjara un espejo de hierro (“el verdadero metal”) procedente de
las montañas de Metal Celeste (minas) y encargaron al Antepasado de las Joyas (Tama-
noya-no-mikoto) que hiciera un collar con quinientas piedras preciosas curvadas.
Arrancaron también un árbol del monte Kagu celestial y en él colgaron el espejo, la
joya, la corteza del cerezo y otras ofrendas. Se recitó el ritual y posteriormente Ama-no-
Uzume (La Dama Celestial del Terror), llevando un tocado metálico (flores de oro y
plata), un fajín de tréboles procedente de las montañas celestiales y en sus manos un
ramillete de hierba de bambú, se puso a bailar hasta que las ochocientas deidades se
rieron. Deseando escuchar música alegre en lugar de sones tristes, la diosa del Sol abrió
la puerta de su cueva un poco y preguntó de qué se rían. Le dijeron que las deidades se
reían porque había entre ellos una diosa más augusta que ella.
Uno de los dioses le acercó el espejo y la diosa del Sol se sorprendió al contemplar una
diosa radiante, sin saber que estaba viendo su propia imagen y poco a poco se fue
maravillando de su propia belleza y luminosidad. Una de las deidades la tomó de la
mano y la sacó, mientras que otra, llamada Gran Joya, puso una cuerda de paja detrás de
ella para evitar que retrocediera Así la diosa del Sol fue convencida para que regresara e
iluminara el mundo.
Lo que sucedió después fue la segunda expulsión de Susa-no-wo. Sufrió muchos
castigos: le cortaron la barba y le amputaron los dedos meñiques de pies y manos.
Según el Ko-ji-ki imploró comida a la diosa de los alimentos. Ella tomó “cosas
delicadas” de varias partes de su cuerpo que él, sin embargo, consideró como basura,
por lo que la mató. Entonces de la cabeza de la diosa “nacieron gusanos de seda, de sus
ojos brotaron semillas de arroz, de sus orejas surgió mijo, de su nariz germinaron
pequeñas judías, de sus parte íntimas nació cebada, de su esencia surgieron habas”.
Fueron utilizadas como semillas. Según el Nihon-fi fueron sembradas “tanto en los
campos estrechos como en los grandes campos del cielo”.
Los motivos de conservar el espejo y las joyas (tama) en el santuario de Ise y de adorar
allí tanto a la diosa del Sol como a la de los alimentos, están así explicados en la
mitología sintoísta. Las sacerdotisas vírgenes bailaban en las ceremonias religiosas de la
misma manera que había hecho la diosa y las ofrendas se colgaban de los árboles al
igual que ocurría en las regiones celestes, mientras que la cuerda de paja se utilizaba
para mantener a los demonios alejados y asegurar la salida del Sol evitando que la diosa
solar retrocediera.
EL CAZADOR DE DRAGONES Y SU RIVAL
Leyenda de Corea
Después de que Susa-no-wo hubiera sido desterrado del cielo, descendió al Tori-kami,
al lado del río Hi, en la provincia de Idzumo. Vio bajar flotando un palo en el río, por lo
que supo que había gente viviendo cerca y marchó en su busca. Pronto encontró a un
viejo y a una vieja llorando amargamente; entre ellos había una hermosa doncella.
Susa-no-wo preguntó: “¿quién eres?”
El anciano respondió: “Soy un dios de la Tierra, hijo de un dios de la montaña y me
llamo Ashi-na-dzu-chi (“el que golpea con el pie”); esta mujer es mi esposa y se llama
Te-na-dzu-chi (“el que golpea con la mano”); la doncella es mi hija Kush-inada-hime
(“La doncella del sol del campo del arroz milagroso”)”
Preguntó Sua-no-wo: “¿Por qué lloras?”
Dijo el viejo: “He tenido ocho hijas, pero cada año la serpiente de las ocho colas
(dragón) de Koshi ha venido y me las ha ido devorando una tras otra. Lloro ahora
porque ha llegado el día en que debo entregar a Kush-inada-hime a la serpiente”.
“¿Cómo es la serpiente?”
“Sus ojos son rojos como la cereza invernal. Tiene el cuerpo con ocho cabezas y ocho
colas y en su cuerpo crece el musgo y algunos árboles. Es tan larga que se extiende
sobre ocho valles y ocho columnas. Su vientre está continuamente inflamado y
vertiendo sangre”
Dijo Susa-no-wo: “Si esta doncella es tu hija, ¿me la entregarás?”
El anciano respondió: “Me hacéis un honor, pero no sé tu nombre”
“Soy el querido hermano de la diosa del Sol y acabo de bajar del cielo”
Dijo el viejo reverentemente: “Con humildad os ofrezco mi hija”
Susa-no-wo transformó entonces a la muchacha en una peineta que colocó en su pelo.
Después de hacer esto, ordenó a la pareja de ancianos que prepararan cerveza de arroz
(sake). Le obedecieron y les pidió que construyeran una valla con ocho puertas y ocho
bancos y que en cada banco situasen una tinaja con la cerveza.
Pasado el tiempo la serpiente de ocho cabezas se acercó. Introdujo cada una de sus
cabezas en cada una de las tinajas, se bebió el sake, se emborrachó y se tumbó a dormir.
Susa-no-wo sacó su espada de dos empuñaduras y cortó a la serpiente en pedazos. El río
Hi se tiñó de rojo con la sangre.
Cuando Susa-no-wo cortó la cola del medio se le rompió la espada. Esto le maravilló.
Cogiendo la punta de la espada con sus manos, la hincó y siguió cortando, miró adentró
y halló una hoja muy afilada dentro de la cola. La sacó y se la envió a su hermana Ama-
terasu, diosa del Sol. Esta espada es la Kusa-nagi-no-tachi (la espada del dragón
“destruye la tierra”)
Posteriormente, Susa-no-wo construyó una casa en la tierra de Idzumo, en un lugar
llamado Suga. Surgieron nubes de ese lugar. Encomendó al padre ser el guardián de
dicha residencia.
En su casa nupcial tuvo varios hijos con la muchacha que había rescatado del dragón:
Oho-toshi-no-kami (el Dios de la Gran Cosecha), Uka-no-mitana (el Espíritu Augusto
de la Comida) y Ohonamochi (El Poseedor del Gran Nombre) y el dios de Idzumo que
podía asumir la forma huma o de serpiente a voluntad.
Ohonamochi y sus ochenta hermanos querían casarse con la princesa Yakami en Inaba.
Por el camino los ochenta hermanos se burlaron de una liebre que pasaba con una herida
muy dolorosa, sin embargo Ohonamochi la curó. La liebre agradecida de Inaba, llamada
ahora “La Diosa Liebre”, prometió a Ohonamochi, que llevaba el equipaje de sus
hermanos como si fuera su siervo, que la princesa se convertiría en su esposa.
La princesa posteriormente no quiso casarse con ninguno de los ochenta hermanos
diciendo que prefería a Ohonamochi. Los hermanos, muy enfadados, se reunieron y
decidieron decir a Ohonamochi: “Hay un jabalí rojo en esta montaña llamada Tema del
País de Hataki. Cuando lo derribemos debes cogerlo. Si no lo haces, te mataremos.
Habiendo dicho esto, las ochenta deidades encendieron un fuego en el que calentaron
una gran piedra que tenía la forma de un jabalí. Hicieron rodar la piedra colina abajo y
cuando Ohonamochi lo atrapó, se quemó tan dolorosamente que murió.
Entonces su madre lloró y se lamentó y, ascendiendo a los cielos, convocó a Kami-
musu-bi-no-kami (Deidad Productora de Cosas Maravillosas), uno de los dioses más
viejos, que envió a Kisa-gahi-hime (La Princesa de la Concha del Berberecho) y a
Umugi-hime (La Princesa de la Almeja) para devolver la vida al dios muerto. Kisagahi-
hime trituró y quemó su concha y Umugi-hime le llevó agua y le untó con leche
materna. De esta manera Ohonamochi resucitó y volvió a ser un joven apuesto.
Los ochenta dioses engañaron a Ohonamuchi. Le condujeron a las montañas. Allí
talaron un árbol al cual dividieron e introdujeron una cuña en él. Una vez hecho esto,
pusieron a Ohonamochi en medio, quitaron la cuña y lo mataron.
La madre de este lloró de nuevo. Cortó el árbol y sacándolo devolvió la vida de nuevo a
su hijo. Entonces el joven huyó al País de los árboles, tratando de escapar de sus
perseguidores. Estos, sin embargo, se habían ocultado en la copa de un árbol con flechas
dispuestas en los arcos.
Aconsejaron a Ohonamochi que huyera al País Lejano Inferior (Hades), donde moraba
Susa-no-wo. La princesa Descarada le encontró, se enamoraron y se casaron. Ella dijo a
su padre, Susa-no-wo, que un dios muy hermoso había llegado. Pero Susa-no-wo se
enfadó y llamó al joven dios: “El feo Dios Varón de la Llanura del Junco”) y le ordenó
que se durmiera en la madriguera de la serpiente. La Princesa Desacarada dio a
Ohonamochi un pañuelo para la serpiente, diciendo que lo agitara tres veces si la
serpiente quería morderle. Lo hizo así y no le sucedió nada. La noche siguiente Susa-no-
wo ordenó al joven dios que durmiera en el cubículo de los ciempiés y de las avispas,
pero la princesa le dio otro pañuelo que lo protegió igualmente.
Al día siguiente, Susa-no-wo disparó una “flecha zumbante” en mitad de un páramo y
ordenó a Ohonamochi traerla a palacio. Cuando el joven se marchó hacia el páramo,
Ohonamochi prendió fuego alrededor de dicho lugar. Ohonamochi no podía encontrar
ninguna salida. Mientras se encontraba en esa situación, se le acercó un ratón, el cual le
dijo que había un agujero en el que se podía ocultar. Fue corriendo hacia el agujero y se
ocultó hasta que terminó el incendió. Después el ratón descubrió la flecha y se la trajo.
“Las crías del ratón trajeron en sus bocas las plumas de la flecha”
La Princesa Descarada se lamentó por la suerte de su marido y Susa-no-wo creyó que
este habría muerto. Sin embargo, la Princesa halló su marido y lo trajo de vuelta a casa.
Devolvió la flecha a Susa-no-wo. Este dios tenía muchos ciempiés en su pelo y ordenó
al joven que se los quitara. Ohonamochi fingió hacerlo y mientras Sua-no-wo se quedó
dormido.
Entonces Ohonamochi ató el cabello de Susa-no-wo a una viga, puso una gran piedra
contra la puerta y se escapó llevándose a la Princesa Descarada a sus espaldas. Se llevó
también la espada de Susa-no-wo así como el arco y las flechas de la vida y el laúd
celestial que hablaba.
Mientras Ohonamochi huía, el laúd tocó accidentalmente en un árbol y la tierra resonó
con su llamada. Susa-no-wo se despertó con la llamada del espíritu. Tiró la casa abajo
para poder liberarse, pero tardó tanto tiempo en desenredar sus cabellos de la viga que
cuando inició la persecución no pudo divisar a Ohonamochi hasta que estaba en el Paso
de Yomi (Hades)
Susa-no-wo gritó a Ohonamochi, aconsejándole que persiguiera a sus ochenta medio-
hermanos con la espada y con el arco y las flechas de la vida hasta arrojarlos a los
rápidos del río. “Después, tunante, conviértete en Oho-kunimushi (Gran Dios del País) y
convierte a la Princesa Descarada en tu consorte. Levanta las columnas del templo a
pies del monte Uka sobre cimientos de piedra y eleva las vigas traveseras hasta la
Llanura del Alto Cielo. Vive allí, malandrín”.
Ohonamochi persiguió y destruyó a las ochenta deidades. Continúa la narración:
“Entonces comenzó a construir el país”.
Aquí nos encontramos con otro mito de la Creación.
Ohonamochi y la Princesa Descarada tuvieron dos niños. Fueron: Ki-no-mata-no-kami
(El Dios del Tridente) y Mi-wi-no-kami (El Dios de los Torrentes Augustos).
Como Odín, Ohonamochi corteja durante su vida a más de una diosa. Una de ellas, la
Princesa de Nuna-kaha (el río de la Laguna), le canta:
“Siendo un hombre posiblemente tienes en tus islas promontorios que puedes ver y en
cada playa promontorios que miras y a una mujer que le gustan las hierbas tiernas. Pero
yo ¡ay!, siendo mujer, no tengo otro hombre nada más que tú”
Un dios elfo cruza el océano para ayudar a Ohonamochi a “crear y consolidar el país”.
Se llama Sukuna-bikona (El Dios Principito). Vestido con pieles de pájaro, el pequeño
dios navegaba en una barca hecha de Kagami divino.
Después de estar un tiempo ayudando a consolidar el país, se marchó rumbo a Toko-yo-
no-kuni (El País Eterno).
Después vino un dios que iluminaba el mar a ayudar a consolidar el país. Pidió un
templo en el monte Mimorro donde fue posteriormente adorado. Después se marchó al
País Eterno (Toko-yo-no-kuni) donde crece el naranjo de la vida. Allí la deidad reveló
que el principio se llamaba Príncipe que se Desmenuza; sus piernas no caminan, pero
conoce todo lo que hay bajo los cielos
ANTAÑAVO, EL LAGO SAGRADO DE LOS ANTANKARANA
Leyenda de Madagascar
En el País Antankarana, en el norte de Madagascar, se encuentra el lago Antañavo.
Cuenta el Pueblo Antankarana que hace mucho tiempo, donde hoy está el lago existía
un gran poblado que contaba con su rey, príncipes y princesas, con grandes manadas de
vacas y campos de yuca, patatas y arroz.
En este pueblo, mezclados entre la población, vivían un hombre y una mujer a quienes
sus vecinos no conocían. Se habían casado y tenían un niño de unos seis meses de edad.
Una noche, el niño empezó a llorar, sin que la madre supiera qué hacer para calmarlo. A
pesar de las caricias de la madre, de mecerle en sus brazos, de intentar darle de mamar,
el niño no cesaba de llorar y gritar.
Entonces, la madre cogió al bebé en brazos y fue a pasear con él a las afueras del
pueblo, sentándose bajo el gran tamarindo donde las mujeres solían juntarse por la
mañana y por la tarde para moler arroz, por lo que le llamaban ambodilôna. La madre
pensaba que la brisa y el frescor de la noche calmarían al niño. En cuanto ella se sentó,
el niño se calló y se quedó dormido. Entonces, suavemente volvió para casa, pero nada
más cruzar la puerta, el niño se despertó y comenzó de nuevo a llorar y gritar.
La madre salió de nuevo y volvió a sentarse en un mortero a arroz y, como por
encantamiento, el niño dejó de llorar y volvió a dormirse. La madre, que quería volver
junto a su marido, se levantó y se dirigió hacia casa. Nuevamente, en cuanto la mujer
cruzó el umbral de la puerta el niño se despertó y comenzó a llorar violentamente. Por
tres veces hizo la madre lo mismo, y tres veces el niño, se dormía en cuanto ella se
sentaba en el mortero de arroz, y se despertaba cuando ella intentaba entrar en casa. L
cuarta vez, decidió pasarse la noche bajo el tamarindo.
Apenas había tomado esta decisión, cuando de repente todo el pueblo se hundió en la
tierra desapareciendo con un gran estruendo. Donde hasta entonces había estadio el
pueblo no quedaba sino un enorme agujero que de pronto comenzó a llenarse de agua
hasta que ésta llegó al pie del tamarindo donde la mujer asustada sostenía a su hijo,
apretándole entre sus brazos.
En cuanto se hizo de día, la mujer fue corriendo hasta el pueblo más cercano para
contarles lo que había sucedido ante sus ojos y cómo habían desaparecido todos los
vecinos.
Desde entonces, el lago adquirió un carácter sagrado. En él viven muchos cocodrilos en
quienes los antankarana y los sakalava creen que se refugiaron las almas de los antiguos
habitantes de la aldea desaparecida bajo las aguas. Por esta razón, no sólo no se les mata
sino que se les da comida en ciertas fechas.
Tanto el lago Antañavo, los cocodrilos que en él habitan como el gran tamarindo
ambodilôna son venerados y se acude a ellos para pedir ayuda.
Así, cuando una pareja no acaba de tener hijos, acude al lago e invoca a las almas de los
habitantes desaparecidos pidiéndoles que se le conceda una numerosa descendencia,
prometiendo, a cambio, volver para ofrecerles el sacrificio de animales para su
alimento. Cuando la petición tiene éxito, la pareja regresa al lago para cumplir lo
prometido. Los animales sacrificados se matan muy cerca del agua, parte se echa en el
agua y parte de su carne se reparte por las cercanías del lago para provocar que los
cocodrilos se alejen lo más posible del agua porque piensan que cuanto más se alejen
mayor será la ayuda que proporcionarán.
Cuando un antakarana cae enfermo, se le lleva muy cerca del lago, se le lava con sus
aguas y dicen que se cura.
Está prohibido bañarse en sus aguas e incluso hasta meter en ellas las manos o los pies.
Cuando uno quiere beber o tomar agua del lago, debe hacerlo con la ayuda de un
recipiente dispuesto al final de una vara larga y sólo puede beberla a algunos pasos de la
orilla.
También está prohibido escupir en el lago o cerca de él, así como hacer sus necesidades
en los alrededores. Se cree que quien violara estas prohibiciones sería devorado, pronto
o tarde, por los cocodrilos.
EL MITO DE OSIRIS
Mito de Egipto
Cuando Ra todavía gobernaba el Mundo, fue advertido de que su hija Nut (Rea), diosa
de los espacios celestes, tenía comercio secreto con Geb (Cronos), dios de la Tierra, y
que si en algún momento diese a luz un niño, este gobernaría la humanidad, por lo que
Ra maldijo a Nut de manera que nunca podría tener un hijo en ningún día y ninguna
noche del año ("Asi nunca Nut pueda dar a luz niño alguno ni en el transcurso del mes
ni en el transcurso del año"). Nut pidió consejo al gran Thot (Hermes), dios de la
sabiduría, quien por cierto estaba enamorado de la diosa, de la que también había
obtenido favores en su momento. Este, por medio de su sabiduría, encontró la forma de
evitar la maldición. Thot acudió a Jonsu, dios lunar, cuyo brillo era entonces casi como
el del Sol y lo desafió a un juego de mesa, en el que Jonsu apostaba su propia luz.
Ambos jugaron y la suerte siempre estaba de parte de Thot, hasta que Jonsu fue
derrotado. La apuesta consistía en 1/72 parte de la luminosidad diaria de la Luna, y
desde entoces Jonsu no ha tenido suficiente fuerza para brillar a lo largo del mes, por
eso mengua y se recupera. Con esta luz Thot creo 5 nuevos días, conocidos como
epagómenos, en el calendario que hasta entoces constaba de 12 meses de 30 diás cada
uno y los añadió justo al final del año, de manera que no pertenecían ni al año viejo ni al
nuevo. Así Nut pudo tener a sus 5 hijos, y al mismo tiempo se cumplió la maldición de
Ra. Primero nació Osiris, y su nacimiento fué anunciado como el de un dios bondadoso
y benefactor del pueblo (" El gran señor de todas las cosas ha aparecido bañado por la
luz"). El segundo fue reservado para el nacimiento de Horus (Apolo), hijo de Osiris e
Isis, el tercero para Seth (Tifón), quien no nació ni en el tiempo que le correspondía ni
por el camino adecuado, sino rasgando el costado de su madre Nut. El cuarto día nació
Isis , entre las marismas, y el último Neftis (Afrodita, Teleuté y Victoria).
Osiris, el primogénito, era el heredero del reino y representaba el lado bueno, la
regeneración y la fertilidad de la tierra, mientras que Seth representaba la aridez, el lado
oscuro y las zonas desérticas. Con el tiempo Osiris se casó con su hermana Isis, a quien
amaba desde el vientre de su madre. Seth se casó con Neftis, pues al ser un dios sólo
una diosa podía ser su esposa. Isis, la más inteligente de los 4 hermanos, obtuvo con
destreza el nombre secreto de Ra, el nombre que le otorgaba poder y grandeza (Véase
historia de Ra) y con el tiempo Osiris se convirtió en el Rey de Egipto. En aquellos
tiempos la humanidad vivía en estado salvaje, practicando el canibalismo, y fue Osiris
quien enseñó a su pueblo a cultivar los campos, aprovechando las inundaciones anuales
del Nilo, y cómo segar y recoger la cosecha para alimentarse. También les enseñó como
sembrar vides y obtener vino (de ahí la asociación griega con Dionisio) y la forma de
fabricar cerveza a partir del cultivo de cebada. Pero no sólo enseñó al pueblo cómo
alimentarse y cultivar sino que le dió leyes con las que regirse en paz, la música y la
alegría y les instruyó en el respeto a los dioses.
Cuando había acabado su función Osiris partió a proclamar sus enseñanzas en otras
tierras, dejando a cargo de Egipto a Isis quien gobernó sabiamente en ausencia de su
marido. Pero Seth odiaba a su hermano, su poder y su popularidad, por lo que mientras
Osiris se encontraba en otras naciones confabuló un plan junto con otros 72
conspiradores y la reina de Kush (Etiopía), Aso. En secreto obtuvo las medidas exactas
del cuepo de Osiris y fabricó un cofre de maderas nobles, ricamente adornado, como un
Rey se merecía y en el que encajaba perfectamente el cuerpo de su hermano. Tras el
regreso de Osiris, Seth decidió dar un gran banquete en honor a su hermano, e Isis,
enterada de la posible conspiración advirtió a Osiris, quien no vió nada malo en acudir
al banquete. La fiesta, a la que habían asistido los 72 conspiradores, fue grande; las
mejores comidas y bebidas y los mejores bailes de todo el reino. La fiesta y los
acontecimientos que se relatan a continuación se produjeron durante el día 17 del mes
Athyr del año 28 del reinado de Osiris.
En un momento de la fiesta, cuando ya los corazones de los invitados estaban jubilosos,
Seth enseñando el cofre dijo, con voz dulce: "Daré este cofre a aquel cuyo cuerpo
encaje perfectamente en él". Los invitados fueron probando uno a uno si su cuerpo
encajaba dentro del cofre, pero ninguno lo obtuvo porque para unos era largo o corto y
para otros demasiado ancho o estrecho. Osiris, maravillado por la grandeza del oro y
maderas y por las pinturas que lo adornaban, acercándose a él dijo: "Permitidme probar
a mi". Osiris lo probó y viendo que encajaba afirmó: "Encajo y será mio para siempre",
a lo que Seth respondió "Tuyo es, hermano y de hecho lo será para siempre" y cerró la
tapa bruscamente, clavándolo luego con ayuda de los invitados y sellándolo con plomo
fundido. El cofre fue transportado hasta el Nilo donde lo arrojaron. Hapi, el dios del
Nilo, lo arrastró hasta la costa fenicia, junto a la ciudad de Byblos, donde las olas lo
lanzaron contra un arbusto de tamarisco, en el que quedó incrustado. El arbusto creció y
se convirtió en un grandioso árbol con el cofre incrustado en su tronco. Pronto se corrió
la voz de la grandeza del arbusto por las tierras del reino y el rey Malcandro, avisado de
la extraordinaria apariencia del árbol, se acercó al lugar. ordenando fuese talado, para,
con é,l construir un pilar que en adelante sujetara el techo de su palacio.
Isis, enterada de la traición de Seth, se propuso encontrar el cadaver de su marido para
darle la justa sepultura, digna de un dios, y partió en su busca junto a su hijo Horus,
también llamado Horus el Niño o Harpócrates, encontrando refugio en la isla de Buto en
la que vivía Uadyet, a quien los hombres llamaban también Buto o Latona, y le confió a
Horus, temiendo que el odio de Seth acabase con la vida de su hijo de la misma forma
que había acabado con la de su marido.
Isis deambuló por toda la tierra en busca del cuerpo de Osiris, preguntando a todos los
que veía, pero no había hombre ni mujer que conociese el paradero del cofre, y la magia
que Isis poseía no tenía efectos en tales circunstancias. Hasta que encontró a unos niños
que jugaban en la ribera del río, quienes la informaron de la rama del Nilo por la que
había llegado el cofre al mar. Además Isis descubrió meliloto en la corona que Osiris
había dejado cerca de Neftis, signo inequívoco del comercio que éste había mantenido
con su hermana Neftis, a quien confundió con la misma Isis. De esta unión nació
Anubis a quien Neftis había escondido al dar a luz por miedo a la posible venganza de
Seth. Isis, guiada por perros, le encontró, le cuidó y alimentó y desde entonces Anubis
se hizo su guardián y acompañante.
Después Isis, solicitando siempre la ayuda de los niños, averiguó que el cofre había
llegado hasta la localidad de Byblos, noticia que le había sido transmitida por un viento
divino. Llegó a esta ciudad y se sentó en la orilla del mar. Las doncellas de la reina
Astarté, esposa de Malcandro, bajaban cada día al río a bañarse e Isis, a la salida del
baño, les enseñó cómo peinarse, trenzando sus cabellos, y las perfumó con las
fragancias que emanaban de su cuerpo. Cuando las doncellas regresaron a palacio su
señora quedó maravillada por sus nuevos peinados, hasta entonces desconocidos, y por
las fragancias con las que habían sido ungidas. Las doncellas le relataron su encuentro
con una mujer que se encontraba en la orilla, una mujer solitaria y triste que las había
peinado y perfumado con sus fragancias. La reina mandó a buscarla y le propuso a Isis
que sirviese en palacio cuidando de su pequeño hijo, que se encontraba débil y enfermo,
al borde de la muerte. Isis aceptó diciendo 'puedo hacer que este niño sea grande y
poderoso, pero lo haré con medios propios y nadie debe interferir en mi obra'. Poco a
poco el niño fue creciendo aunque Isis no hizo más que darle a chupar su dedo, en lugar
del seno. Más tarde Isis, que sentía gran afecto por el niño, decidió hacerlo inmortal,
quemando sus partes mortales. Por la noche ponía grandes troncos en el fuego y
arrojaba al niño a las llamas; después se convertía en una golondrina y emitía grandes
lamentos en torno al pilar en el que se encontraba Osiris. La reina preguntó a sus
sirvientes si conocían qué hacía su amiga para que el niño se hubiese restablecido de esa
forma, pero nadie conocía el secreto de la diosa, por eso una noche, ávida de curiosidad
acudió a espiar a Isis y cuando vio que su hijo era arrojado al fuego fue a rescatarlo,
privándole de la inmortalidad. Isis entonces pronunció las siguientes palabras: '¡Oh
madre imprudente! ¿Por qué has cogido al niño?, sólo unos días más y todas sus partes
mortales habrían sido destruidas por el fuego y, como los dioses, habría sido inmortal y
joven por siempre'. En ese instante Isis adoptó su verdadera forma y la reina advirtió
que se encontraba ante una diosa. Los reyes ofrecieron a Isis los mejores regalos que
podía imaginar, pero ella sólo pidió una cosa: el gran pilar de tamarisco que sujetaba el
palacio y todo lo que en él estuviese contenido. Cuando se lo ofrecieron Isis lo abrió, sin
ningún esfuerzo, y tomó el cofre, devolviendo el pilar al Rey cubierto por una fina tela
ungida en esencias y flores. Este trozo de madera se mantuvo en Byblos como el pilar
que una vez albergó el cuerpo de un dios, y como tal, fue largamente venerado. Cuando
Isis recogió el cofre que contenía el cuerpo difunto de su marido, se estremeció,
dejándose caer sobre él y de ella emergió un lamento tan profundamente agudo que el
más pequeño de los hijos del rey quedó como muerto en ese mismo instante. Isis cargó
el cofre en un barco ofrecido por el rey y partió hacia Egipto en compañía del mayor de
los hijos del rey. En la travesía a lo largo del río Fedros (Ouadi-Fedar actualmente)
soplaba un viento extremadamente fuerte y violento. Isis, en un momento de irritación,
desecó el curso. Cuando Isis se creía segura y sola decidió abrir el cofre que contenía el
cuerpo de su marido, a quien besó. Pero el principe se encontraba cerca observándola.
Isis le descubrió y fue tal la mirada que surgió de sus ojos que el hijo del rey falleció en
el momento.
A su llegada a Egipto, Isis escondió el cofre en los pantanos del Delta y acudió a Buto
en busca de Horus. Seth, que se encontraba cazando jabalíes una noche, encontró, por la
luz de la Luna, el cofre y lo reconoció. Encolerizado por el hallazgo lo abrió, tomó el
cuerpo de Osiris y lo despedazó en 14 trozos que esparció a lo largo del Nilo para que
sirviese de alimento a los cocodrilos. "¿No es posible destruir el cuerpo de un dios?".
"Yo lo he hecho - porque yo he destruido a Osiris"! dijo Seth riendo, y su risa se oyó en
todos los rincones de la Tierra, y todos aquellos quienes la percibieron temblaron,
estremeciéndose de terror.
Isis debía empezar de nuevo su busqueda, pero esta vez no se encontraba sola, contaba
con su hermana Neftis, esposa de Seth, con quien estaba enfrentada en su rivalidad con
Osiris y con Anubis, hijo de Osiris y Neftis. En su búsqueda iba acompañada y
protegida por 7 escorpiones, viajando por el Nilo en una barca de papiro, y los
cocodrilos en reverencia a la diosa ni tocaron los trozos de Osiris ni a ella. Por eso en
épocas posteriores cuando alguien navegaba por el Nilo en un barco de papiro se creía a
salvo de los cocodrilos, pues se pensaba que estos todavía creían que era la diosa en
busca de los trozos del cuerpo de su marido. Poco a poco Isis fue recuperando cada uno
de los trozos del cuerpo, envolviéndolos en cera aromatizada, y en cada lugar donde
apareció un trozo, Isis entregó a los sacerdotes la figura, obligándoles a jurar que le
darían sepultura y venerarían, además de consagrarle el animal que ellos mismos
decidiesen al que venerarían con los mismos honores en vida, cuando muriese y tras su
muerte. Sólo un pedazo quedó por recuperar, el miembro viril, comido por el lepidoto,
el pagro y el oxirrinco, especies que quedaron malditas a partir de ese momento, y
nunca más ningún egipcio tocaría o comería pez de esta clase (estas especies inspiraban
terror a los egipcios). Isis reconstruyó el cuerpo y con su magia asemejó el miembro
perdido, consagrando así el falo, cuya fiesta celebrarían más tarde los egipcios. Gracias
a Anubis lo embalsamó, convirtiéndose en la primera momia de Egipto, y lo escondió
en un lugar que sólo ella conocía y que permanece oculto y secreto hasta este día.
MITO SOBRE EL SABER SALADO DEL MAR
Mito de todos los paises musulmanes
Existe una leyenda similar, de origen musulmán, que también hace alusión al sabor
salado del agua: En los primeros días del mundo Dios creó el mar, pero, acordándose
del hombre, obra maestra de la creación, puso ciertos límites al poder del líquido
elemento.
-Te ordeno -dijo Dios al mar- que respetes aquella porción de tierra en la que, para
disfrute del hombre, crecen las plantas y las flores. Te he concedido grandes privilegios,
tu superficie reflejará el azur de los cielos y en tus rugientes olas se escuchará el eco del
trueno de mi voz.
El mar prometió respetar la porción de tierra que Dios, había puesto más allá de sus
dominios. Sin embargo, el mar orgulloso y arrogante, pronto olvidó su promesa y
desafió al Eterno. Descargó sus estruendosas olas sobre la Tierra para inundarla y el
hombre estuvo a punto de desaparecer. Entonces Dios intervino, decidió dar una lección
de humildad a las arrogantes aguas y envió un enjambre de insectos que se tragaron el
mar. Desde el interior de las pequeñas criaturas, el rebelde, se arrepintió en voz alta de
su arrogancia y proclamó el poder del Eterno. El mar fue perdonado; pero sus aguas
perdieron para siempre su sabor dulce.
EL LEVIATÁN
Mito del mar Mediterráneo
Había una vez un hombre que diariamente ordenaba a su hijo que pusiera en práctica el
mandamiento del predicador que decía: «Lanza tu pan sobre las aguas porque muchos
días después lo volverás a encontrar». Entonces sucedió que un día el anciano murió y
el hijo, recordando las enseñanzas de su padre, partía su pan y todos los días tiraba un
trozo al mar. Y todos los días venía un pez que se comía el pan y que se hizo tan grande
y fuerte que tenía sometidos a todos los demás peces. Los desdichados peces se
reunieron y decidieron ir a presentar sus quejas ante Leviatán, el rey de las aguas.
-Señor-dijeron los peces-, hay un gran pez que mora en estas aguas que se ha hecho tan
grande y fuerte que estamos indefensos contra él. Todos los días se traga a más de
veinte de nosotros. Estamos condenados a la desaparición. Así hablaron los peces que
imploraron la ayuda de Leviatán. Leviatán envió a un mensajero que trajera al gran pez
a su presencia. El gran pez, sin embargo, se tragó al mensajero. Leviatán envió a un
segundo mensajero, que encontró igual destino. Cuando Leviatán se dio cuenta de que
el pez desafiaba su autoridad negándose a comparecer ante él, fue él mismo a visitar al
pez y le dijo:
-¿Cómo es que entre los muchos peces que habitan en estas aguas sólo tú te has hecho
tan grande y poderoso que
puedes tragarte a tantos de ellos sin que ninguno pueda resistirse?
Entonces el pez contestó:
-Si me he hecho tan grande y fuerte es gracias a un hombre que vive en la tierra. Este
hombre todos los días echa al agua un trozo de pan que yo me como y con esta comida
diaria he crecido grande y fuerte. Todas las mañanas devoro veinte peces y todas las
tardes treinta.
-¿Y por qué te comes a tus iguales? -inquirió Leviatán.
-Son ellos los que se exponen al peligro acercándose mí. Es culpa suya.
Entonces Leviatán ordenó al pez que trajera a su presencia al hombre que diariamente le
llevaba el pan. -Mañana, señor -dijo el pez-, llevaré al hombre a tu presencia.
Entonces nadó hasta la orilla que diariamente visitaba el muchacho y desde la que tiraba
el pan al agua. El pez excavó un agujero en la orilla y cuando el muchacho se acercó
cayó por él al agua. Inmediatamente, el pez, que le estaba esperando con la boca abierta,
se lo tragó y se dirigió a presencia de Leviatán.
-Te he traído al hombre, señor. -Escúpelo ordenó Leviatán.
El pez obedeció y escupió al muchacho, que fue a caer en la boca abierta de Leviatán.
-Hijo mío -dijo el rey de los peces-, porque arrojas tu pan al agua?
-Lo hago obedeciendo las enseñanzas que recibí de mi padre -replicó el muchacho.
Entonces Leviatán besó al que así honraba la memoria de su padre y tan fiel se mantenía
a sus enseñanzas. Le enseñó a hablar las setenta lenguas que se hablaban en el mundo y
le escupió sobre la tierra a una distancia de trescientas millas de la orilla. El muchacho
se encontró en un lugar que nunca había sido pisado por el ser humano. Mientras estaba
tendido en el suelo agotado y exhausto, vio pasar volando dos cuervos y les oyó
conversar entre ellos. Como Leviatán le había enseñado no sólo el lenguaje humano
sino también el de las bestias y las aves, pudo comprender lo que los cuervos iban
diciendo.
-Padre --decía el cuervo más joven-, mira ese hombre que está tirado en el suelo. ¿Tú
crees que está vivo 0 muerto?
-No lo sé, hijo mío -replicó el cuervo viejo.
-Voy a descender -dijo el cuervo joven- y a sacarle los ojos, porque me apetece mucho
comer ojos humanos.
Pero el cuervo padre advirtió a su hijo diciendo:
-No bajes, hijo mío, porque ese hombre aún está vivo. Sin embargo, el impetuoso
cuervo joven desobedeció el prudente consejo de su padre, llevado por sus ganas de
comerse los ojos del hombre. El muchacho esperaba prevenido a su enemigo y en
cuanto el ave de presa se posó en su frente lo agarró por las patas y lo sujetó
fuertemente.
-Padre, padre -gritaba el joven cuervo en su desgracia-, he caído en manos del hombre y
me tiene prisionero. ¡ Sálvame! Cuando el cuervo padre escuchó los gritos de su hijo
comenzó a lamentarse gritando:
-¡Lástima de mi hijo!
Y dirigiéndose al muchacho le dijo así:
-Ojalá pudieras entender mi lengua. Si entiendes lo que te digo, levántate y excava en el
lugar donde ahí encontrarás el tesoro de Salomón, el rey de Israel.
Cuando el muchacho escuchó estas palabras, las cuales podía entender, soltó al joven
cuervo y empezó a excavar en aquella tierra. Allí encontró el tesoro del rey Salomón,
que consistía en perlas y piedras preciosas. Así, gracias a que Leviatán le enseñó el
lenguaje de bestias y aves y a que siguió fielmente las instrucciones de su padre, el mu-
chacho llegó a hacerse rico.
LA LEYENDA DEL DRAGON
Leyenda de Japón
"Hi-ko-hoho-da-mi no mikoto (un dios) salió de caza y su hermano mayor Hono-sa-su-
ri no mikoto salió de pesca. Tuvieron mucha suerte y se propusieron mutuamente
cambiar de ocupación. Lo hicieron así.
Hono-sa-su-ri no mikoto salió a las montañas a cazar, pero no cogió nada, por tanto
devolvió su arco y su flecha; pero Hi-ko-hoho-da-mi no mikoto perdió el anzuelo en e?
mar; así pues, trató de devolverle uno nuevo, pero su hermano no lo quiso, quería el
viejo, y el mikoto estaba muy apenado y andando por la orilla encontró a un viejo lla-
mado Si-wo-tsu-chino-gi, y le dijo lo que le había pasado.
Este último hizo una jaula llamada mé-na-shi.kogo, lo encerró en ella y lo sumergió
hasta el fondo del mar. El mikoto siguió hasta el templo del dios del mar, quien le dio
una chica, Toyotama, en matrimonio. Se quedó allí tres años y recuperó el anzuelo que
había perdido, así como dos piezas de jade a las que llamó "flujo" y "reflujo". Y volvió.
Después de unos años murió. Su hijo Hi-ko-na-gi-sa-ta-k'e-ouga-ya-fu-ki-aya-dzu no
mikoto, le sucedió en el trono.
Cuando su padre le propuso volver, su esposa le dijo que estaba encinta y que ella
saldría a la orilla cuando el tiempo fuera desapacible y el mar bravo, diciendo: Deseo
que esperes hasta que hayas completado una casa para mi confinamiento. Después de
algún tiempo Toyotama llegó hasta él y le rogó que nunca se acercará a su cama mien-
tras ella dormía. Sin embargo, se aproximó sigilosamente y echó una ojeada. Él vio a un
dragón que tenía un bebé en medio de sus anillos. De repente, el dragón se puso en pie
de un salto y se lanzó al mar."
EL MITO DE LA CREACION
Mito del Tibet
En el principio era la Vacuidad, un inmenso vacío sin causa y sin fin. De este gran vacío
se levantaron suaves remolinos de aire, que después de incontables eones se volvieron
más densos y pesados, formando el poderoso cetro doble rayo, el Dorje Gyatram.
El Dorje Gyatram creó las nubes, las cuales, a su vez, crearon la lluvia. Esta cayó
durante muchos años, hasta formar el océano primigenio, el Gyatso3. Luego, todo
quedó en calma, tranquilo y silencioso, y el océano quedó límpido como un espejo.
Poco a poco, les vientos volvieron a soplar, agitando suavemente las aguas del océano,
batiéndolas continuamente hasta que una ligera espuma apareció en su superficie. Así
como se bate la nata para hacer mantequilla, del mismo modo las aguas del Gyatso
fueron batidas por el movimiento rítmico de los vientos para transformarlas en tierra.
La tierra emergió como una montaña, y alrededor de sus picos susurraba el viento,
incansable, formando una nube tras otra. De éstas cayó más lluvia, sólo que esta vez
más fuerte y cargada de sal, dando origen a los grandes océanos del universo.
El centro del universo es el Rirap Lhunpo (Sumeru)4, la gran montaña de cuatro caras
hecha de piedras preciosas y llena de cosas maravillosas. Existen ríos y arroyos en el
Rirap Lhunpo, y muchas clases de árboles, frutos y plantas, pues el Rirap Lhunpo es
especial, es la morada de los dioses y los semidioses.
En torno al Rirap Lhunpo hay un gran lago, y rodeando a éste, un círculo de montañas
de oro. Más allá del círculo de montañas de oro hay otro lago, éste también rodeado por
montañas de oro, y así sucesivamente hasta siete Lagos y siete círculos de montañas de
oro5 y más allá del último círcculo de montañas se encuentra el lago Chi Gyatso.
En el Chi Gyatso es donde se encuentran los cuatro mundos, cada uno de éstos
semejante a una isla, con su forma particular y sus habitantes distintos.
El mundo del Este es el Lu Phak, que tiene forma de media luna. Las gentes del Lu
Phak viven quinientos años y son pacíficas, no hay contiendas en el Lu Phak. Sus
habitantes tienen cuerpos gigantescos y caras en forma de media luna. No obstante, no
son tan afortunados como nosotros, pues no tienen ninguna religión para poder seguir.
El mundo del Oeste se llama Balang Cho y su forma es como la del sol. Como en el Lu
Phak, las gentes son de gran estatura y viven quinientos años, sólo que sus caras tienen
forma de sol y se dedican a la cría de diversas clases de ganado.
La tierra del Norte es de forma cuadrada y se llama Dra Mi Nyen. Las gentes de Dra Mi
Nyen tienen caras cuadradas y viven mil años o más. En Dra Mi Nyen la comida y las
riquezas son abundantes. Todo lo que un hombre necesita en sus mil años de vida lo
obtiene sin esfuerzo ni padecimiento; viven con lujo, sin carecer de nada. Pero durante
los siete últimos días de su vida, el dolor y el tormento anímicos acometen a los seres de
Dra Mi Nyen, pues entonces es cuando reciben una señal de que están a punto de morir.
Les visita una voz -una voz terrible- que les susurra cómo morirán y qué monstruosos
sufrimientos habrán de soportar en los infiernos después de la muerte. En sus últimos
siete días de vida, todas sus riquezas y posesiones decaen y ellos experimentan mayor
sufrimiento que nosotros en toda una vida. Dra Mi Nyen se conoce como la «Tierra de
la Voz Pavorosa».
Nuestro propio mundo, en Ci Sur, se llama Dzambu Ling6. Al comienzo, nuestro
mundo estuvo habitado por dioses de Rirap Lhunpo. No había dolor ni enfermedades, y
los dioses nunca necesitaban comida. Vivían en el contento, pasando sus días en
profunda meditación. No había necesidad de luz en Dzambu Ling, pues los dioses
emitían una luz pura de sus propios cuerpos.
Un día, uno de los dioses reparó en que en la superficie de la tierra había una substancia
cremosa y, probándola, comprobó que era deliciosa al paladar y animó a los demás
dioses a probarla. Tanto les gustó a todos los dioses la cremosa substancia, que no
querían comer otra cosa, y cuanto más comían, más se reducían sus poderes. Ya no
fueron capaces de estar sentados en profunda meditación; la luz que antes había brotado
con tal resplandor de sus cuerpos empezó a apagarse poco a poco y finalmente
desapareció por completo. El mundo quedó sumido en tinieblas y 105 grandes dioses de
Rirap Lhunpo se convirtieron en seres humanos.
Entonces, en la oscuridad de la noche, apareció en los cielos el sol, y cuando el sol se
apagó, la luna y las estrellas iluminaron el cielo y dieron luz al mundo. El sol, la luna y
las estrellas aparecieron a causa de las buenas acciones pasadas de los dioses, y son para
nosotros un recordatorio permanente de que nuestro mundo fue una vez un lugar
hermoso y tranquilo, libre de codicias, sufrimientos y dolor.
Cuando la gente de Dzambu Ling hubieron agotado la provisión de la cremosa
substancia, empezaron a comer los frutos de la planta nyugu. Cada persona tenía su
propia planta, que producía un fruto corno los de las mieses, y cada día, cuando el fruto
había sido comido, aparecía otro; uno cada día, lo cual era suficiente para satisfacer el
hambre de los seres de Dzambu Ling.
Una mañana, un hombre se despertó y descubrió que en vez de producir un solo fruto,
su planta había dado dos. Cayendo en la avidez, se comió los dos frutos; pero, al día
siguiente, su planta estaba vacía. Necesitando satisfacer su hambre, ese hombre robó la
planta de otro hombre y así fueron haciendo todos, pues cada persona tuvo que robarle a
otra para poder comer. Con el robo, llegó la codicia, y todos, temiendo quedarse sin
comer, empezaron a cultivar más y más plantas nyugu, debiendo trabajar cada cual cada
vez más para asegurarse de que tendría bastante que comer.
Cosas extrañas empezaron a ocurrir en Dzambu Ling. Lo que había sido una tranquila
morada de los dioses de Rirap Lhunpo, estaba ahora lleno de hombres que conocían el
robo y la codicia. Un día, un hombre empezó a sentir malestar por sus genitales y se los
cortó, convirtiéndose así en una mujer. Esta mujer tuvo contacto con hombres y pronto
tuvo hijos, quienes a su vez tuvieron más hijos, y en poco tiempo Dzambu Ling se lleno
de gente, toda la cual tenía que procurarse comida y un lugar donde vivir.
Las gentes de Uzambu Ling no vivían juntas en paz. Había muchas peleas y robos, y los
hombres de nuestro mundo empezaron a experimentar realmente auténtico sufrimiento,
que nacía del estado insatisfactorio en que se encontraban. La gente se dio cuenta de que
para sobrevivir tenían que organizarse. Todos se juntaron y decidieron elegir un jefe, a
quien llamaron Mang Kur, que significa «mucha gente lo hizo rey». Mang Kur enseñó
al pueblo a vivir en una relativa armonía, cada cual en una tierra propia en que construir
una casa y cultivar alimentos.
Así es como nuestro mundo llegó a ser, como, de dioses, nos convertimos en seres
humanos sujetos a la enfermedad, la vejez y la muerte. Cuando contemplamos el cielo
nocturno, o recibimos el cálido brillo del sol, deberíamos recordar que, de no ser por las
buenas acciones de los dioses de la preciosa montaña de Rirap Lhumpo, viviríamos en
una total obscuridad y que, de no ser por la codicia de una persona, nuestro mundo no
conocería el sufrimiento que hoy experimenta.
EL CICLO DE TANGUN
Leyenda de Corea
La leyenda de Tangun tiene muchas versiones. La mayoría empiezan cuando Tangun le
revela al padre su deseo de vivir en la Tierra. Hwanin, elige el Monte t’aebaek en la
actual Corea del Norte, como la residencia ideal para su hijo. Hwanung desciende a la
Tierra con 3000 compañeros y se declara rey. Reina en armonía y prosperidad, asistido
por tres ministros: el Conde del Viento, el Maestro de la Lluvia y el Maestro de las
Nubes.
Un día, un oso y un tigre piden a Hwanung que los ayude a convertirse en hombres.
Entonces, Hwanung les entrega 20 dientes de ajo y un racimo de artemisa, indicándoles
que coman las hierbas y que se retiren a sus cuevas durante 100 días, evitando la luz
solar. Si cumplen las condiciones impuestas, se convertirán en seres humanos. El tigre,
símbolo de la naturaleza salvaje, deja la cueva antes de lo pactado, empujado por su
hambre voraz. El oso espera pacientemente y pasados los 100 días de encierro, emerge
convertido en mujer.
El oso convertido en mujer, que simboliza la resistencia, desea un hijo y le reza a un
árbol de sándalo para que la ayude. Hwanunug decide casarse con ella y poco tiempo
después, nace su hijo: Tangun, el Emperador del Sándalo. (Algunas versiones dicen que
el tigre estaba destinado a ser el esposo del oso transformado en mujer, pero como se
alejó, el hijo quedó huérfano de padre.)
La leyenda cuenta que Tangun se convirtió en el primer humano que gobernó Corea, el
ancestro del pueblo coreano, y la persona que dio a Choson el nombre de: “La tierra de
las mañanas calmas.”
Versión traducida del artículo de Loretta Kim escrito para la Británica.com.
Los orígenes de Tangun
Nieto de Hwanin “El creador” e hijo de Hwangun. Fue concebido mediante la
respiración de su padre sobre una joven y hermosa mujer. Según la mitología, Tangun,
el nacido del aliento de su padre, fue el primer rey de los coreanos en el año 2333 a. de
C.
Las leyendas sobre este héroe difieren en detalles. Siguiendo a una, su padre Hwangun
dejó el cielo y habitó la punta del Monte T´aebaek (actualmente Daebaik) desde donde
gobernó la tierra.
En determinado momento, dos animales, un oso y un tigre, expresaron su deseo de
convertirse en seres humanos. Él ordenó a las bestias que se quedaran dentro de una
cueva por cien días y los obligó a que comieran sólo ajo y artemisa -planta de poder
medicinal- y que evitaran la luz solar.
El tigre no tardó en impacientarse y abandonó la cueva, pero el oso se quedó y después
de tres semanas fue transformado en una bella mujer, quien sería la madre de Tangun.
EL MITO DE LA CREACION DE LOS ANANGU
Mito de Australia
Los anangu son un pueblo aborigen australiano que desde un imprecisable tiempo,
habita en la región donde se alza el famoso macizo de Uluru. Los anangu creen poseer
una misión: la de custodiar el sagrado Uluru y todo el pasado ancestral que perdura en
su presencia imponente y en las paredes de sus cuevas. Y los anangu también protegen
su propia memoria mítica que danza en derredor del Tjukurpa, el drimetime, la época de
los sueños, la época de los comienzos, de la creación, de los seres ancestrales. Una era
acaso más real que la nuestra.
Y los anangu dicen que...
En el Tiempo de los Sueños, en la época Tjukurpa, sólo había una vida sobre la tierra.
Una vida inmóvil, representada por una masa embrionaria gigantesca, transparente,
hecha de una amalgama de seres inacabados, replegados sobre sí mismos. Y estos
proyectos de seres pertenecían cada uno a una especia animal o vegetal.
Impreso en una materia primigenia se encontraba todo el devenir de la Humanidad. ¡
Todo El pasado, el presente y el futuro del mundo se hallaban allí latente ! "Aquel que
salió de la nada y existe por sí mismo", el llamado Ser Supremo, modificó esa masa.
Esculpió con ella un cuerpo, brazos, manos, piernas y una cabeza. En una de las caras
de la cabeza, practicó dos orificios para los ojos; formó la nariz. Hizo una hendidura
para la boca y un agujero para el ano. Así fue como los entes inacabados fueron
transformados en seres capaces de sostenerse en pié.
El Tjukurpa habla en términos de pasado y presente. Toda la tierra, incluyendo todo lo
que hay y todo lo que vive sobre ella, fue creada durante el Tjukurpa y por el Tjukurpa.
Ninguna montaña, valle, llanura, corriente de agua, existía anterior al Tjukurpa; nada
había. Durante aquel tiempo, seres ancestrales en forma de humanos, animales y plantas
viajaron a lo largo y ancho de la tierra y perpetraron hechos remarcables de creación y
destrucción. Los viajes de aquellos seres son recordados y celebrados hoy, donde quiera
que fueran. La memoria de sus actividades existe hoy en día en la forma de accidentes
geográficos como en la montaña sagrada de Uluru.
Cada hombre y cada mujer quedaron ligados a la especia animal o vegetal de la que
habían salido; y ese animal o vegetal se convirtió en su Tjukurpa. Así pues, en cada uno
de los seres humanos, en cada uno de los animales, de las plantas y los minerales, en las
estrellas y en el aire y en el agua, el Ser Supremo, la Energía vital sagrada, difundió su
esencia divina, haciendo entrar en una sola, pero inmensa familia, a todas las formas de
la Vida. Pero, por desgracia, retenido por el cosmos, no dispuso de tiempo suficiente
para concluir su obra y los hombres nacieron imperfectos. Enriquecidos por el
Conocimiento primordial del que habían surgido, inspirados por la esencia divina de la
que estaban impregnados, los Grandes Antepasados, criaturas gigantescas, ni hombres
ni animales, se pusieron a crear el mundo tal y como es ahora. En la inmensa llanura
inacabable que era la tierra, crearon los ríos, las colinas y todos los accidentes del
terreno. Promulgaron las leyes destinadas a vincular a todos los hombres entre sí por
medio de parentescos sumamente complicados, parentescos que se imbrican los unos en
los otros, naciendo aquí para reanudarse allá, arrastrando a todos los miembros de un
pueblo en un verdadero torbellino de obligaciones de ayuda mutua, encadenando los
unos a los otros desde el nacimiento hasta la muerte. Asimismo, proveyeron de vínculos
parecidos a los diferentes pueblos. Así, de norte a sur, de este a oeste, los parentescos
creados tejieron una gigantesca telaraña cuyos hilos nos guían y protegen desde
entonces. Luego, antes de desaparecer, antes de que concluyera el Tiempo de los
Sueños, cuando aparecieron los hombres en su forma actual, les dijeron: "Este es
vuestro país. Lo hemos creado para vosotros. Aquí viviréis y lo conservaréis tal como
os lo entregamos. No lo dejaréis nunca, pues sois sus Guardianes. Sois los Guardianes
de nuestra Creación.
LA LEYENDA DE RA Y HATHOR
Leyenda Egipcia
Ra fue el dios del sol, Rey de los dioses y creador de las cosas, incluyendo a la raza
humana, Ra vivio en la tierra y rigio un reino glorioso, por un buen tiempo, los hombres
le dieron a Ra un gran respeto, pero Ra comenzo a envejecerse, y comenzo a enojarse al
escuchar la blasfemia de los hombres, entonces, reunio a los dioses para un consejo.
Los dioses se unieron secretamente y los hombres no sabian nada de esto, Ra les conto
de la insolencia de los hombres, le conto a su padre Nu, que era el primogenito y el mas
viejo de los dioses, le dijo que el era su hijo y que necesitaba su consejo, le dijo que los
hombres que el creo, hablan cosas malas de el, y que su mal humor ya era mucho, pero
que no los destruiria sin antes tener su consentimiento.
Nu le respondio que el era un gran dios, mas que el, y que el era un hijo mas fuerte que
su padre, pero que si el se volteaba contra los hombres, el se blasfemara a si mismo y
que morira en la tierra. Haciendo como Nu le dijo, el se torno contra los hombres,
haciendolos correr y escondiendose entre las sombras, donde el ojo de Ra no pudiera
verlos.
Otra vez mas los dioses se reunieron para un consejo con Ra, y le dijeron que es
necesario que el mande su ojo hacia mas abajo, donde ellos no pueden esconderse, y el
ojo de Ra, en forma de la diosa Hathor, fue hacia el escondite de los hombres, y muchos
de ellos fueron decapitados, y Hathor retorno a Ra, tan poderosa como una leona,
tomando la forma de Sekhmet, ella declaro que fue grandiosa dentro de los hombres y
que fue muy bueno el haber probado la sangre.
Ra ahora sentia miedo que Hathor-Sekhmet podrian destruir la raza humana
completamente. El hubiera querido regirlos, pero no destruirlos, pero habia una sola
forma de parar a Hathor-Sekhmet, el tenia que engañarla, le ordeno a sus asistentes el
traerle siete mil jaras de cerveza y teñirla de rojo, de manera que pareciera la sangre de
esos a quienes decapito. Ra le dijo a sus asistentes que llevaran la cerveza al lugar
donde los hombres fueron muertos por Hathor, ella se llego al lugar, vio la cerveza y se
la tomo, se emborracho dejando asi su sed por la sangre.
LA HISTORIA DE ISIS
Leyenda de Egipto
Muchos, muchos años atras, el dios del sol Ra, creador virtual de todo lo que existe en
el mundo con solo mencionar la palabra, el creo todo, lo controlaba, solo mencionaba
algo y lo mencionado por su boca ya era realidad.
Isis recibio el regalo de dioses en el arte de las magias, envidiando los poderes de RA,
ella deseaba saber sus secretos, porque era la llave de su magia, esto le daria a ella un
gran poder. Isis paso mucho tiempo preguntandose de como podria obtener los secretos
de Ra, mas cuando este se avejento, ella decidio crear un complot en su contra.
Cada vez que RA escupia en la tierra, ella se acercaba, y una vez, cubrio la escupida con
tierra, creando asi una serpiente, aunque la serpiente haya venido de RA, este no la creo,
pues estaba fuera de su control, ella moldeo la serpiente en forma de flecha o dardo, y la
dejo en el camino que usaba Ra diariamente para caminar a traves del cielo, la serpiente
se le abalanzo y lo mordio.
Muy rapido, Ra comenzo a quemarse por el veneno de la serpiente, y trato de
controlarla, pero se desmayo al descubrir que el no tenia poderes sobre ella, no
pudiendo curar asi su cuerpo de ese dolor tan horrible que le producia el efecto del
veneno, el llamo a sus hijos para que lo ayudaran, pero ellos no pudieron hacer nada.
Entonces, Isis se le acerco y se ofrecio para ayudarle con su magia, ella le insistio
diciendole que lo podia curar si le revelaba el secreto de su magia. Ra le ofrecio varios
nombres, pero Isis no fue tomada por tonta, mas el temiendo por su vida, le dijo sus
secretos a ella, y de esta forma, Isis supo del secreto de la magia poderosa de Ra.
BIBLIOGRAFIA UTILIZADA
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Cuentos populares tibetanos. Barcelona, José Olañeta Editor. 1995
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Monstruos Mitologicos. Charles Gould. M.E. Editores. 1997
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Oros viejos. Herminio Almendros. Editorial Pueblo y Educación. Cuba. 1990
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