Mis lecturas favoritas
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“LA FLAUTA MÁGICA”
Mi madre me ha comprado una flauta. Todo el mundo sabe que
una flauta es un tubo con agujeros (mi flauta tiene seis) que se tapan y se
destapan para producir distintos sonidos que llamamos música. Todo el
mundo sabe, también, cómo se toca la flauta, pero pocos son los que
saben interpretar una canción. Yo, en el colegio, estoy aprendiendo. La
profesora me dice que tengo facilidad para ello, y me pone de ejemplo
para los otros compañeros de la clase. A mí me gustaría tocar ya “la
flauta mágica” de Mozart, pero mi profesora dice que estoy algo verde.
Yo le digo que, con seis años, Wolfgang Amadeus Mozart ya era capaz
de interpretar seis tríos como segundo violín.
El otro día, en casa, mientras mi madre preparaba la comida, yo
ejercitaba con mi flauta. Estaba en mi habitación sentada en una
alfombra hecha a mano que me trajo mi padre en un viaje que hizo a la
India y tocando la flauta. Inventándome una melodía misteriosa. Con el
solecito del mediodía me entró modorra. Dejé la flauta y me eché sobre
la alfombra india. Me quedé dormida como un recién nacido.
Me despertó la voz de mi madre, que me avisaba de que la comida
estaba en el plato. Me sobresaltó su llamada. Me sorprendió su grito en
mitad de un sueño. Estaba interpretando una canción con mi flauta,
sentada sobre la alfombra. Iba vestida con una túnica dos tallas mayor y
llevaba un turbante sobre mi cabeza. Una vaca, algo flaca, me miraba
seria. A mi lado una cacerola se calentaba en una lumbre de ramas
secas. De repente la tapadera se elevó unos centímetros y cayó al suelo.
Unos hilos largos empezaron a surgir del interior de la cacerola, parecían
serpientes blancas recién nacidas. Eran… eran espaguetis que se
enderezaban queriendo saber quién estaba tocando la flauta. Se
movían, se contoneaban oyendo la melodía que salía de mi flauta.
- Hola, hija mía, deja de tocar, que ya están cocidos – me dijo mi
madre, terminando de cortar trocitos pequeños de chorizo y jamón.
Cuando me desperté del sueño y fui a la cocina a comer, ya sabía
qué comida me estaba esperando en el plato; ¿a que tú también?
Daniel Nesquens, Diecisiete cuentos y dos pingüinos. Ed Anaya
“El flautista de Hamelín”
Hace mucho, muchísimo tiempo, en la ciudad de Hamelín, sucedió algo muy
extraño: una mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes salieron de sus
casas, encontraron las calles invadidas por miles de ratones que caminaban por
todas partes, comiéndose el grano de sus graneros y la comida de sus despensas.
Nadie acertaba a comprender la causa de tal invasión, y lo que era aún peor,
nadie sabía qué hacer para acabar con aquella plaga.
Por más que pretendían acabar con ellas, parecía que cada vez acudían más
y más ratones a la ciudad. Tal era la cantidad de ratones que, hasta los mismos gatos
huían asustados.
Ante la gravedad de la situación, los hombres de la ciudad, que veían peligrar
sus riquezas, convocaron al Consejo y dijeron: "Daremos cien monedas de oro a
quien nos libre de los ratones".
Al poco se presentó ante ellos un flautista, alto y poco arreglado, a quien nadie
había visto antes, y les dijo: "La recompensa será mía. Esta noche no quedará ni un
sólo ratón en Hamelín".
Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba con
su flauta una maravillosa melodía que encantaba a los ratones, quienes saliendo de
sus escondrijos seguían los pasos del flautista que tocaba incansable su flauta.
Y así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde
allí ni siquiera se veían las murallas de la ciudad.
Por aquel lugar pasaba un caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir
al flautista, todos los ratones murieron ahogados.
Los hamelineses, al verse al fin libres de los ratones, respiraron aliviados. Ya
tranquilos y satisfechos, volvieron a sus negocios, y tan contentos estaban que
organizaron una gran fiesta para celebrar el feliz desenlace, comiendo excelentes
carnes y bailando hasta muy entrada la noche.
A la mañana siguiente, el flautista se presentó ante el Consejo y reclamó a los
hombres de la ciudad las cien monedas de oro prometidas como recompensa. Pero
éstos, liberados ya de su problema y cegados por su avaricia, le contestaron: "¡Vete
de nuestra ciudad!, ¿o acaso crees que te pagaremos tanto oro por tan poca cosa
como tocar la flauta?".
Y dicho esto, los hombres del Consejo de Hamelín le volvieron la espalda
dando grandes carcajadas.
Furioso por lo que había pasado, el flautista, al igual que hiciera el día anterior,
tocó una dulcísima melodía una y otra vez.
Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad
quienes, movidos por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico.
Cogidos de la mano y sonrientes, formaron una gran hilera y siguieron al
flautista.
El flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo adónde, y los
niños, al igual que los ratones, nunca jamás volvieron.
En la ciudad sólo quedaron sus habitantes, sus graneros y sus despensas,
protegidas por sus sólidas murallas y un inmenso manto de silencio y tristeza.
Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años, en esta desierta y vacía
ciudad de Hamelín, donde, por más que busquéis, nunca encontraréis ni un ratón ni
un niño.
FIN
LA FLAUTA MÁGICA
Cuentan que en una aldea lejana vivía una muchacha que, al quedarse
huérfana de padre y madre, trabajaba pastoreando los rebaños del pueblo.
Salía con sus ovejas al amanecer y caminaba monte arriba en busca de una
pradera verde.
Mientras el ganado pastaba, ella, sentada en una piedra, se entretenía
fabricando flautas de caña, con las que tocaba bellas melodías. Un día, cuando
estaba ensimismada con su música, vio aparecer ante ella una figura
resplandeciente: era un ángel que la miraba sonriendo.
- Eres una niña buena. Pídeme lo que quieras y te será concedido.
- Sólo deseo una cosa - dijo ella-: una flauta que haga bailar a todo el que la oiga.
El ángel le entregó inmediatamente una hermosa flauta y desapareció. La
pastora, muy contenta, empezó a tocar el mágico instrumento. Al instante, todas las
ovejas y corderos empezaron a bailar al son de la música.
Pero he aquí que el señor boticario, que había salido a cazar por aquellos
parajes, escuchó a lo lejos la música. Inmediatamente empezó a sentir un extraño
hormigueo en los pies y, sin darse cuenta, se encontró bailando sin poder detenerse.
Bailó y bailó, jadeando de cansancio, hasta que la música cesó.
- ¡Esto es cosa de brujería! - exclamó. Y corrió al pueblo, furioso, para denunciar a la
pastora que lo había hechizado con su música.
La pastora fue llevada ante el tribunal del pueblo y condenada a muerte por
bruja.
Cuando iba a cumplirse la sentencia, le preguntaron si tenía un último deseo.
Ella rogó que le desataran las manos, porque sus muñecas estaban doloridas.
- ¡No lo hagan! ¡No lo hagan o tendrán que arrepentirse! -gritó el boticario al ver que
soltaban las ligaduras de la muchacha.
Pero no lo oyeron y, si lo oyeron, no le hicieron caso. Entonces, el boticario rogó
a un hombre que se encontraba a su lado:
- ¡Átame bien fuerte a este árbol y aprieta bien la cuerda!. Al ver sus manos libres, la
pastora sacó del bolsillo la flauta mágica y empezó a tocar una alegre melodía.
Todos los que se encontraba en la plaza, hasta el verdugo y los soldados,
empezaron a bailar. El boticario, atado como estaba, movía también los pies y la
cabeza al compás de la música.
Cuando la melodía se detuvo, la gente, encantada por el buen rato pasado, corrió a
pedir al alcalde que perdonara a la pastora, y el alcalde, que también había estado
bailando concedió el perdón con mucho gusto.
Desde entonces, todo el pueblo bailó en las fiestas al son de la flauta mágica y la
pastora vivió querida y respetada por todos.
Anónimo
MÚSICA PARA LAS NUBES
Había una vez un pequeñísimo país castigado por una larga sequía. Llevaba
tanto tiempo sin llover que la gente comenzaba a pasar hambre por culpa de las
malas cosechas.
Coincidió que en esos mismos días un grupo de músicos cruzaba el lugar tratando de
conseguir unas monedas como pago por sus conciertos. Pero con tantos problemas,
nadie tenía ganas de música.
- Pero si la música puede ayudar a superar cualquier problema - protestaron los
músicos, sin conseguir ni un poquito de atención.
Así que los artistas trataron de descubrir la causa de que no lloviera. Era algo
muy extraño, pues el cielo se veía cubierto de nubes, pero nadie supo responderles.
“Lleva así muchos meses, pero ni una sola gota han dejado caer las nubes”, les
dijeron.
- No os preocupéis, nosotros traeremos la lluvia a esta tierra – respondieron, e
inmediatamente comenzaron a preparar su concierto en la cumbre de la montaña
más alta.
Todos los que lo oyeron subieron a la montaña, presa de la curiosidad. Y en
cuanto el director de aquella extraña orquesta dio la orden, los músicos empezaron a
tocar.
De sus instrumentos salían pequeñas y juguetonas notas musicales, que subían y
subían hacia las nubes. Era una música tan saltarina, alegre y divertida, que las
simpáticas notas comenzaron a juguetear con las suaves y esponjosas barrigotas de
las nubes, y tanto las recorrieron por arriba y por abajo, por aquí y por allá, que se
formó un gran remolino de cosquillas, y al poco las gigantescas nubes estaban riendo
por medio de grandes truenos.
Los músicos siguieron tocando animadamente y unos minutos más tarde las
nubes, llorando de pura risa, dejaron caer su preciosa lluvia sobre el pequeño país,
con gran alegría para todos.
Y en recuerdo de aquella lluvia musical, cada habitante aprendió a tocar un
instrumento y, por turnos, suben todos los días a la montaña para alegrar a las nubes
con sus bellas canciones.
Pedro Pablo Sacristán
“GAGROBATZ”
En lo más alto de las montañas, allí donde solo hay hielo, nieve y rocas, vivió en
otro tiempo un monstruo enorme, malhumorado y absolutamente horrible llamado
Gagrobatz. Gagrobatz vivía desde hacía más de tres mil años completamente solo
en una cueva oscura y la mayor parte del tiempo le rugían las tripas. Todos los días
tenía que comer rocas porque no había ninguna otra cosa, salvo un esquiador o una
marmota de vez en cuando. Por culpa de las rocas, Gagrobatz tenía casi siempre
dolor de estómago. Por ello, desde el amanecer hasta bien entrada la noche,
esperaba al acecho a que algún ser vivo descuidado y sabroso se extraviara de su
camino.
Y en efecto, un día se dirigió un autobús de colegio, lleno de niños, al lugar en
el que vivía Gagrobatz. El monstruo vio desde la lejanía cómo se iba encaramando.
Se relamió y sonrió. Ese era un botín fácil. Solo tenía que empujar un gran pedrusco
hasta el camino de los humanos. El resto sería entonces un juego de niños.
Los ocupantes del autobús en ningún caso se figuraban que estaban en el
menú de un horrible monstruo. Ellos cantaban “Se van los montañeros”, mientras que
el conductor seguía su camino hacia la cima. Perplejo se quedó mirando la gran
piedra que obstruía la calzada.
- ¡Bueno, y ahora esto! gruñó y se rascó su gran cabeza.
¡Atención, damos la vuelta!- dijo en voz alta, dio un viraje espeluznante y se dirigió
directamente a un túnel.
¿Qué es esto? pensó él entonces, antes de que todo quedara completamente
oscuro. “Eso no estaba ahí hace un momento”. Pero ya era muy tarde.
El malhumorado, horrible y siempre hambriento Gagrobarz no era estúpido.
Se había colocado en la carretera con su gran boca abierta y la lengua fuera.
Y así fue rodando el autobús junto con su preciado contenido directamente
hacia su estómago vacío.
- ¡Ssssssssluc! – rugió el terrible Gagrobatz, eructo, pasó la lengua por su horrible
boca y se fue sigilosamente de vuelta a la cueva a echarse una pequeña
siestecilla para hacer la digestión.
- ¡Cielos! ¿Dónde estamos? – gritó la señorita Cantarela, la profesora de la clase
devorada, desde lo más profundo de la tripa del monstruo.
- ¡Parece como si fuera una cueva de estalactitas o algo así! – exclamó
refunfuñando el conductor del autobús y desempaquetó su bocadillo del
desayuno- . De cualquier modo no se puede seguir.
- Esto no es una cueva, es un estómago – dijo María, la primera de la clase de
Biología- ¿No has visto los dientes cuando entramos, señorita Cantarela?
Cornelia Funke, Cornelia Funke cuenta cuentos.
Ed. Edaf.
LOS DOS CONJUROS
Había una vez un rey que daba risa. Parecía casi de mentira, porque por
mucho que dijera "haced esto" o "haced lo otro", nadie le obedecía. Y como además
era un rey pacífico y justo que no quería ni castigar ni encerrar a nadie en la cárcel,
resultó que no tenía nada de autoridad, y por eso dio a un gran mago el extraño
encargo de conseguir una poción para que le obedecieran.
El anciano, el más sabio de los hombres del reino, inventó mil hechizos y otras
tantas pociones; y aunque obtuvo resultados tan interesantes como un caracol
luchador o una hormiga bailarina, no consiguió encontrar la forma de que nadie
obedeciera al rey. Se enteró del problema un joven, que se presentó rápido en
palacio, enviando a decir al rey que él tenía la solución.
El rey apareció al momento, ilusionado, y el recién llegado le entregó dos
pequeños trozos de pergamino, escritos con una increíble tinta de muchos colores.
- Estos son los conjuros que he preparado para usted, alteza. Utilizad el primero antes
de decir aquello que queráis que vuestros súbditos hagan, y el segundo cuando lo
hayan terminado, de forma que una sonrisa os indique que siguen bajo vuestro
poder. Hacedlo así, y el conjuro durará para siempre.
Todos estaban intrigados esperando oír los conjuros, el rey el que más. Antes de
utilizarlos, los leyó varias veces para sí mismo, tratando de memorizarlos. Y entonces
dijo, dirigiéndose a un sirviente que pasaba llevando un gran pavo entre sus brazos:
- Por favor, Apolonio, ven aquí y déjame ver ese estupendo pavo.
El bueno de Apolonio, sorprendido por la amabilidad del rey, a quien jamás
había oído decir "por favor", se acercó, dejando al rey y a cuantos allí estaban
sorprendidos de la eficacia del primer conjuro. El rey, tras mirar el pavo con poco
interés, dijo:
- Gracias, Apolonio, puedes retirarte.
Y el sirviente se alejó sonriendo. ¡Había funcionado! y además, ¡Apolonio seguía
bajo su poder, tal y como había dicho el extraño! El rey, agradecido, llenó al joven de
riquezas, y éste decidió seguir su viaje.
Antes de marcharse, el anciano mago del reino se le acercó, preguntándole
dónde había obtenido tan extraordinarios poderes mágicos, rogándole que los
compartiera con él. Y el joven, que no era más que un inteligente profesor, le contó la
verdad:
- Mi magia no reside en esos pergaminos sin valor que escribí al llegar aquí. La saqué
de la escuela cuando era niño, cuando mi maestro repetía constantemente que
educadamente y de buenas maneras, se podía conseguir todo. Y tenía razón. Tu
buen rey sólo necesitaba buenos modales y algo de educación para conseguir todas
las cosas justas que quería.
Y comprendiendo que tenía razón, aquella misma noche el mago se deshizo
de todos sus aparatos y cachivaches mágicos, y los cambió por un buen libro de
buenos modales, dispuesto a seguir educando a su brusco rey.
ALIMENTOS LEJANOS
¿Cómo surgieron las clementinas?
El hermano de Clemente era un religioso que trabajaba a finales del siglo XIX en
una granja agrícola para huérfanos en Argelia. Le apasionaban las plantas. En 1900
tuvo la idea de recoger un poco de polen de las flores de un toronjo, el árbol que
produce las naranjas amargas. Con ese polen fecundó las flores de otro árbol, el
mandarino. Estas flores dieron frutos de los que el padre Clemente recuperó las
semillas. Las plantó y esperó pacientemente… Crecieron unos árboles de una especie
totalmente nueva y, dos años más tarde, dieron sus primeros frutos, unos frutos
totalmente nuevos. Poco ácidos, sin semillas y con una piel muy fina, hicieron las
delicias de los niños del orfanato. A partir de entonces, fueron cultivados, sobre todo
en el área mediterránea y, en 1929, se les dio un nombre derivado de su creador: LAS
“CLEMENTINAS”.
¿De dónde viene el chocolate?
El chocolate es originario de América. En México, los mayas y los aztecas lo
consideraban una bebida mágica, digna de los dioses, que incluso podía alimentar a
los hombres después de la muerte. Las semillas de cacao tenían tanto valor que se
empleaban como monedas de cambio. Para hacer el chocolate, se las tostaba y se
las molía y la pasta obtenida, mezclada con pimienta, se diluía en agua caliente. En
1492, cuando Cristóbal Colón llegó a América, lo probó y le pareció… ¡horriblemente
amargo! En el siglo siguiente, se trajeron a España semillas de cacao. Añadiendo
azúcar de caña, se obtuvo una excelente bebida de propiedades sorprendentes: se
cuenta que una taza de este precioso líquido daba fuerzas para caminar durante
una jornada completa, sin comer otra cosa. Ana de Austria, hija del rey Felipe II lo
adoraba. Cuando se casó con el rey de Francia Luís XIII en 1615, llevó en su equipaje
semillas de cacao. Así se conoció el chocolate en París, extendiéndose con gran
éxito a todo el mundo.
LA CASITA DE CHOCOLATE
Dos hermanitos salieron de su casa y fueron al bosque a coger leña. Pero
cuando llegó el momento de regresar no encontraron el camino de vuelta. Se
asustaron mucho y se pusieron a llorar al verse solos en el bosque.
Sin embargo, allá a lo lejos vieron brillar la luz de una casita y hacia ella se
dirigieron. Era una casita extraordinaria. Tenía las paredes de caramelo y chocolate.
Y como los dos hermanos tenían hambre se pusieron a chupar en tan sabrosa
golosina. Entonces se abrió la puerta y apareció la viejecita que vivía allí, diciendo:
- Hermosos niños, ya veo que tenéis mucho apetito. Entrad, entrad y comed
cuanto queráis.
Los dos hermanitos obedecieron confiados. Pero en cuanto estuvieron dentro,
la anciana cerró la puerta con llave y la guardó en el bolsillo, echándose luego a reír.
Era una perversa bruja que se servía de su casita de chocolate para atraer a los niños
que andaban solos por el bosque.
Los infelices niños se pusieron a llorar, pero la bruja encerró al niño en una jaula
y le dijo:
- No te voy a comer hasta que engordes, porque estas muy delgado- Primero te
cebaré bien.
Y todos los días le preparaba platos de sabrosa comida. Mientras tanto a la
niña la obligaba a trabajar sin descanso. Y cada mañana iba la bruja a comprobar si
engordaba su hermanito, mandándole que le enseñara un dedo. Pero como tenía
muy mala vista, el niño, que era muy astuto, le enseñaba un huesecillo de pollo que
había guardado de una de las comidas. Y así la bruja quedaba engañada, pues
creía que el niño no engordaba.
- Sigues muy delgado decía -. Te daré mejor comida.
Y preparaba nuevos y abundantes platos y era la niña la que se encargaba de
llevarlos a la jaula llorando amargamente porque sabía lo que la bruja quería hacer
con su hermano.
Escapar de la casa era imposible, porque la vieja nunca sacaba la llave del
bolsillo y no se podía abrir la puerta. ¿Cómo harían para escapar?
Un día llamó la bruja a la niña y le dijo:
- Mira, ya me he cansado de esperar porque tu hermano no engorda a pesar de
que come mejor que un rey. Le preparo las mejores cosas y tiene los dedos tan flacos
que parecen huesos de pollo. Así que vas a encender el fuego enseguida.
La niña se acercó a su querido hermanito y le contó los propósitos de la
malvada bruja. Había llegado el momento tan temido.
La bruja andaba de un lado para otro haciendo sus preparativos. Como veía
que pasaba el tiempo y la niña no había cumplido lo que le había mandado, gritó:
- ¿A qué esperas para encender el fuego?
La hermana tuvo entonces una buena idea:
- Señora bruja - dijo -, yo no sé encenderlo.
- Pareces tonta - contestó la bruja -; tendré que enseñarte. Fíjate, se echa mucha
leña, así. Ahora enciendes y soplas para que salgan muchas llamas. ¿Lo ves?
Como estaba la bruja en la boca del horno, la niña le arrancó de un tirón las
llaves que llevaba atadas a la cintura y, dando a la bruja un tremendo empujón, la
hizo caer dentro del horno.
Libre ya de la bruja, y usando las laves, abrió con gran alegría la puerta de la
jaula y salieron los dos corriendo hacia el bosque. Se alejaron a todo correr de la
casita de chocolate y cuando encontraron el camino de regreso a su casa lo
siguieron y llegaron muy felices.
(Hermanos Grimm)
FIN