Mi sombra de otros tiempos

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Cuentos fantasticos y extraños

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MANUEL ROJAS

Narrador, ensayista y poeta. Nació en

San Cristóbal, estado Táchira,

Venezuela, en 1955. Trabaja en la

Contraloría del Municipio San

Cristóbal, desde 1988.Ha sido

galardonado con varios Premios y

Menciones Especiales, en Concursos

Literarios de la región. En 1990 obtuvo

el Primer Premio en el Concurso de

Poesía Binacional Fronterizo,

auspiciado por el Instituto Universitario

de la Frontera (IUFRONT). Posee once

Premios literarios entre Primer lugar y

Mención Especial, en Narrativa, poesía

y ensayo. Su producción literaria

aparece en periódicos y revistas

naciones e internacionales.

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Mi Sombra de Otros tiempos

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Manuel Rojas

Mi Sombra de Otros tiempos

Cuentos Fantásticos y Extraños

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Diseño y diagramación: Marlisbeth Ramírez

Título Original:

Mi Sombra de Otros tiempos

Prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio sin permiso escrito del autor.

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Índice

pág.

CUADRO SOBRE UNA FOTO DE LISTZ………………………12

LA NUEVA BABILONIA ……………………………………..…14

ABRIL EN ÓLEO………………………………………………....16

SOFÍA………………………………………………….………….18

IBIS Y LOS BARCOS DE ZEUS…………………………………20

LA PASIÓN DE CRISTO…………………………………..……..22

EL REBELDE Y LOS CABALLEROS DE LA MUERTE………24

LOS ELEGIDOS DEL MAR…………………………………..….26

AMANTES EN LA NIEBLA (¿bajo la lluvia?)…………………..28

CRONOS Y LA PIEDRA DEL FUTURO………………...……...30

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LOS ACERTIJOS DE EROS…………………………………..….32

LA EPIDEMIA..…………………………………………..……….34

POEMA SINFÓNICO DE VERDI………………..........................36

LAS MUÑECAS DE HELENA………………………………..…38

LA HABITACIÓN FINAL………………………………………..40

EL CÍRCULO DE LA ALEGRÍA………………………………...42

BOLIVAR EN EL MONTE SACRO……………………..………44

MI SOMBRA DE OTROS TIEMPOS…………………………….46

ELEGÍA DE SOL Y TIEMPO……………………………...……..48

LA METÁFORA Y EL HOMBRE………………………………..50

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A Dexy y Emmanuel

Guardianes de mis sueños…

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(...) cuando aprendí a escribir las primeras palabras, encontré que el papel, más que un medio de

comunicación, era mi propia voz; una voz distinta, poderosa, que podía hacerse oír aún en la

distancia para hacer llegar mis sentimientos a los que estaban lejos. Y comencé a escribir. (...)

Entonces descubrí que el papel era algo más (...) Era un amigo, tan silencioso como secreto; yo le

hablaba con mi voz de tinta y letra y él oía y callaba. Así que, seguí escribiendo. (...) Y escribir se

volvió algo tan natural como hablar (...) En los tiempos que corren noto que, cada vez con más

frecuencia, la pluma se me convierte en teclado y el papel en pantalla, pero la esencia es la misma.

Y sigo escribiendo.

José L. Dasilva N.

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CUADRO SOBRE UNA FOTO DE LISZT

n mundo de armonías siderales, desde un piano antiquísimo, revelan la textura

de Liszt, el acróbata de los dedos de hule. Empecinado en hacernos duendes del

exilio, insiste en lo de la serenata del clavel rojo, algo que agradará a la dama

del último balcón de la barriada. Al unísono, un par de gatos se pelean por una gatuela,

arañan sobre el tejado, maúllan rebotando con airosa melancolía. El hombre del pipote

verde baja las gradas, lo coloca en la acera y regresa, mira hacia la ventana, se detiene un

instante, fisgonea y prosigue; una paloma corona el borde de la cúspide al ritmo suave del

oboe, quizás. La ininterrumpida faena vacía la noche en la tinaja prohibida. Desde la iglesia

mayor hasta las goletas, a orillas del río, el arrullo de cien voces en el concertino azul “la

bella época” causa un estupor in crescendo hasta los primeros cantos del alba. Liszt aparece

demasiado rígido – en la litografía -, con frac y sombrero de copa, que por supuesto no

debió usar. Los tiempos han cambiado. En la cubierta del libro y con el mismo título se

aprecia ese fondo triste de ébano, ese aire acuoso, esa penumbra interior en los ojos del

artista que más bien trasmite cierta congoja malsana, sin embargo el sonido de las teclas, el

vuelo de las golondrinas, dos gatos de porcelana en la melodía siempre celeste de Liszt, el

murmullo de la ópera matutina, vivaz, derramada de fulgor, abren la duermevela del

verano, repleto de gotas…

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LA NUEVA BABILONIA

En honor al gran profeta de la esperanza,

Borges

o, que convivo en un mundo espectral, de galerías hexagonales, junto a bestias

que adoran al mar y rinden culto a un dios profano y desconocido, he visto,

desde noches infinitas, los símbolos que representan a la nueva Babilonia. Y allí,

pese a la penumbra, me reconozco en sus pasillos, en sus frutas esféricas, en sus grabados

azules, en sus lámparas bruñidas de superficies barrocas... allí también mi juventud ha

viajado por insondables bibliotecas. Soy, definitivamente, un peregrino en busca del país de

los libros que nunca leyeron los anarquistas de Proudhon. Sueño y me veo ante un libro

inmenso escrito en yiddish al que puedo entender sin mayores complicaciones. Pero mi

mejor experiencia fue leer el evangelio gnóstico de Basílides, mi maestro de ceremonias en

los fastuosos castillos de Beda. Aunque creo no estar confundido puedo ver en esas líneas

milenarias, la huella de Nietzsche en su imprecisa imagen de Zarathustra (años después la

perfeccionó) quien, bajo una lluvia tenebrosa, predicaba un discurso sobre la bondad no

comprendido por los caldeos o asirios. Sin embargo, y al calor de un tiempo

desmedidamente vulnerable, el reflejo de una luna en la pizarra de la tarde, me trae una

remota palabra que ahora no recuerdo. La Biblia tenía razón cuando la nombra, dijo

Spencer, al tropezar con otras palabras míticas demasiado incomprensibles para la

inteligencia y sensibilidad del filósofo. Noches de noches pasé recorriendo aquellas galerías

repletas de anaqueles y espejos también hexagonales. No sé que pudo suceder si no regreso,

tembloroso e impávido, a la entrada del castillete. Hoy me satisface haber recorrido esas

instancias, esas solitarias galerías, escaleras, laberintos y espejos ardientes donde encontré,

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al fin, el libro infinito para armar la historia de la nueva Babilonia. Su relación con el

universo está inmersa en una palabra que únicamente puede ser escrita y traducida en

lengua guaraní. Quien pueda leerla habrá descubierto el enigma del Triángulo Rectángulo

de Pitágoras, entre otras cosas. La verdadera intención metafísica de ese tratado y sus

profundas significaciones para hallar la gloria y la inmortalidad aparecen al final del

documento; además, y con cierta tolerancia de parte del lector, podrá desentrañar el arcano

del quinto rostro de Dios

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ABRIL EN ÓLEO

l niño pudo haberse quedado dormido esa noche, como cualquier otra noche

desde su nacimiento en un campo desolado. Pudo repetir sus sueños; jugar con

sus juguetes y sus mascotas, escuchar a Mozart Diferente, o simplemente dormir

la velada que le permitió el silencio, mientras contemplaba, asombrado, el rostro de su

madre. En esa hora cómplice de la ternura la verdad se debatía en las calles donde las

hormigas hacían estragos para reafirmar su reino. La ciudad parecía un campamento de

batalla de pájaros mutilados, de guerreros insomnes que merodeaban los castillos.

Desnudos, harapientos, atemorizados, los herederos de la patria, salvaguardaban los restos

de dignidad que aún se hallaba en los monumentos con insignes feroces. En los papiros, en

las catervas, en solitarios pasillos de las instituciones públicas se apostaba a la derrota. El

niño desanduvo por los zaguanes, paleta en mano, acariciando las sombras con sus pálidos

colores. Escuchó el blandir de las espadas en medio de una tenue oscuridad. Oyó en el

fondo de la penumbra un concierto de violines que anunciaba buenos tiempos. Vio el

cuerpo de un moscardón arrastrado por la luna y sintió en su piel el aguijón de un animal

extraño. Golpeó los pinceles contra el lienzo y emergió desde el óleo, en una claridad

eventual, un sonido de voz lejana que dictaba una sentencia. Un anciano de cabello blanco

y ensortijado apuntó al destino su dedo mágico. Un duende milagroso se asomó en ese

instante por la ventana mientras un sol de invierno, opaco y frío, llegó desde la gris

contienda. Todo parece indicar que, a través de esos rasgos opalinos, en una visión del

Señor de Los Pañuelos, el mundo adquirió una nueva definición sobre el fuego. Finalmente,

y en la fontana prudencia de un sol esplendoroso, en pleno mediodía, el niño exhibía su

obra en la solemne diafanidad de su inocencia, bajo los árboles de abril.

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SOFÍA

uando Sofía se despedía de este mundo, llamó a toda su familia y le pidió que se

acercara a su cama. La noche cubría su rostro y la lumbre de una vela esparcía

un hilo de luz que bailaba con el viento. Sofía miraba asombrada, desde su

humana transparencia de anciana venerable, el infinito vacío que sorteaba, quedamente, y

en la lentitud de sus pasos, hacia un difuso destino. Sus manos se aferraban a otras manos y

su voz se iba en ecos de peregrinas cadencias, en un sonido sepulcral. Afuera la oscuridad

repartía tempestades en medio de los vientos, entre árboles inmortales. En la floresta de

tímidas remembranzas se ocultaba un recuerdo que a veces regresaba en lejanas mentiras.

Las luciérnagas, hechiceras milenarias del tiempo, se posaban sobre los capullos, bajo la

diáfana esperanza de una palabra que hería a las sombras. Ahora Sofía es mucho más

endeble que antes, mucho más vulnerable que las rosas del jardín, y mucho más ajena a la

vida, a la dulce sonrisa que le acompañara siempre. Sofía sueña con hombres barbudos que

la ultrajan en desolados parajes de avena y trigo. Entre las siembras de arroz, o en las

cabinas de trenes milenarios que usurpan esas tierras. En habitaciones de hoteles miserables

donde se jugaba su destino. Ahora, en el lecho de su sepulcro, una campana suena en la

frescura del amanecer. Los niños regresan a la escuela y la leche se guarda en los remotos

depósitos de sus senos. Sus pies ya no pisan la grama, ni siquiera el patio de piedras, desde

esa tarde cuando su palabra despedazaba pájaros y grillos en el azul poniente de

espléndidos recuerdos. Sofía es como un sueño, como una muerte pequeña que descansa en

un bajel de tímidos adioses. Sofía ya no es una playa, ni puede ser golondrina, ni luna ni

estrella, es una plaza quizás donde un hombre solo, sentado en el silencio, la recuerda con

tristeza, en la inmensa soledad que arrastra bajo sus pasos, en su última palabra que aprieta

en el puño de un ocaso, que apenas empieza a hacerse realidad.

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IBIS Y LOS BARCOS DE ZEUS

lla besaba el vientre de los gorriones. Bebía el dulce elixir de las amapolas.

Acariciaba los aterciopelados árboles de soledades pretéritas. Sus dueños, los

antepasados patriarcas, se conformaban con su sola presencia. Ella significaba

para la ciudad, la protegida de Zeus. Sin embargo, no estaba satisfecha con ese mérito que

decía no merecer. Sus manos blancas, pequeñísimas, sus pies rosados, su talle de muñeca

dorada, su perfil de muchacha india, no contrastaban con la sombra amorfa de su protector.

Entonces, dueña de su voluntad, deshizo la mezquina sentencia que la tendía sobre un

césped de contradicciones. Predijo el final, cuando apenas empezaba a creer que podría huir

de su conflicto. Se sentía presa de sí misma, de su silencio y su entrega, de su pobreza para

escapar de la cárcel. El misterio de una lámpara que iluminaba la otra parte del pasillo, por

donde miraba hacia el mar, se presentaba como la única salida. El fulgor azul de las

sombras serenas de la tarde, en la caída del sol, permitieron sucumbir contra el recuerdo.

Desde niña tuvo miedo de su celda, de su implacable celador, y de sus propias

contradicciones. Pero ahora veía los barcos de Zeus en altamar, distantes, misteriosos,

solitarios. El día del fin se acercaba en un ventarrón de huestes que imploraban su

redención. El engranaje, en la máquina del tiempo, abrió el camino sobre la rueda del

olvido, para salvar, definitivamente, el reino de Ibis. Tras los faroles de la ciudad

incendiada, la lluvia arreciaba en el océano, en medio de la neblina, y en la proa,

semidesnuda, la muchacha daba latigazos sobre la furia del agua verde oliva que

amenazaba con anegarla. Ibis fue rescatada, días después, de encrespadas olas, a donde van

los muertos después de la vida, para reencontrarse con su sombra. Ahora yace en el rostro

que se mira en el espejo, cuyo fondo siempre será un pedazo de mar desbocado, como un

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caballo que se perdió en la selva, y temeroso, vaga por los precipicios de su infructuoso

destino.

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LA PASIÓN DE CRISTO

La vida es demasiado corta y llena de dolor...

Jesús ha estado a tu lado, te conoce como a

Natanael, allí debajo del árbol.

Elvira… (Mensaje de celular)

esús mira desde la cima. El valle se extiende a lo largo de Jerusalén. El cielo está gris

y una mano con un pergamino se dibuja en el rostro de las nubes. Un cíclope, tal vez,

un elefante triste, o un águila hambrienta se levantan sobre la arena, en el vasto

horizonte de leyendas. Jesús desciende en un destello rojizo, sobre la cresta de un fuego

extraño. Levanta el polvo de la derrota, de la tortura de cuarenta días de ayuno bajo un sol

inclemente, o debajo del resplandor de la luna de las otras cuarenta noches de tentación. La

soledad de su blanca mirada, atisba el dintel azul del amanecer para hollar los caminos de la

melancolía. La esperanza de los miserables despierta olvidos, ruidos lejanos, negros

infolios que mancillan el poder de Roma. Sus manos tocan otras manos que se pudren en el

infinito infierno de la pobreza; hombres enfermos ansían tocarle, redimirse por siempre,

sonreír a través de las ventanas, en los palacios de Judea. Los perros destrozan el sueño de

una aventura milenaria que se remonta, en vilo, en la edad de los tiempos de la profecía.

Los designios de una remota sentencia, prescriben finalmente: el Mesías anunciado cabalga

un asno que se come la hierba de la vereda mientras desfila hacia la muerte. El maestro

sabe que su fin está cerca y que la corona de su reinado se colma de desamparo. Como un

padre acaricia las delgadas transparencias de un cielo líquido, empozado en sus ojos. Su

voz apenas roza el viento y llega hasta las viejas comarcas, hasta los rincones de las cuevas

en donde se amasa el pan de los niños y las viudas. Las mujeres, jóvenes y hermosas, le

ofrecen especies aromáticas, manjares y conservas delicadas. ¿Podría recibirlas ahora,

como a la Magdalena? ¿Ahora que su callado le sostiene sobre las piedras del Monte de

Sinaí, donde, entre ventarrones, espera su final? La muerte regresa en un caballo turbio, con

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el paso del galope de los fantasmas, en el temblor de los templos, para confinarlo al más

recóndito lugar de los presagios. Su última palabra de oye desde una cruz, en la visceral

agonía del planeta, con el sueño de redención de los pastores de Israel, o en la temprana

melodía de las trompetas de Jericó, anunciando el juicio final de los filisteos. Y allí, en la

oscuridad de su nostalgia, una lámpara ilumina el desierto.

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EL REBELDE Y LOS CABALLEROS

DE LA MUERTE

n mi corazón redoblan las campanas de una dulce mañana de noviembre. Pero

también se remonta en mi atizada desventura, el recuerdo de una tiranía que me

hundió en un vacío indescriptible. Después de muchos años regresé a la casa

paterna y me senté en la puerta a esperar. Mi familia había sido asesinada por

inescrupulosos caballeros de la guerra. Mis graneros yacían incendiados. Los animales

muertos en sus corrales y los pájaros ya no cantaban en los árboles ni en las ventanas de mi

desvencijada habitación. Soñé que todo era un sueño, sin embargo, dentro de éste, la

realidad parecía una enorme mentira. Los caballeros de la noche presagiaban tormentas.

Entré a la sala y encendí unas velas moradas que aún conservaban su nitidez. La llama se

desparramada en el viento azul de las primeras horas del alba. Un himno desgarrador se oía

en medio de la lluvia. Porque ahora llovía a raudales. Las palmas, de melenas oscuras y

ensortijadas, sembradas de horror, parecieran perpetuarse en el delirio de abyectas

melancolías. La letra del himno prodigaba una ocurrente alabanza a las estepas del valle, en

donde duermen los restos de una civilización sagrada. Ese día no pude salir de casa pero

sabía que pronto vendrían por mí. Los verdugos del sistema inquisidor sospechaban de mi

rebelión. Habían interrogado a todos los coterráneos de aquella comarca y aunque ellos lo

hubieran negado, yo ya formaba parte del objeto de su búsqueda; sabían de mi desventura,

de mi terrible mudez, de mi enfermedad aciaga cuya consecuencia pudo ser la epidemia. No

soportaban mi presencia en los pasillos del reino, ni siquiera en las calles de mi país. La

orden era superior a cualquier extremo de cordura. No esperaba de ellos su perdón, ni la

indulgencia por mis favores. Pero el escarnio me marcaba en la piel como a una res en el

matadero. Entonces entendí que la vida tiene un precio insobornable. Si fui un delincuente,

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la justicia procederá. Y aunque no recuerde nada ahora, algo de mí se pudre en silencio, en

un justo juicio cuyo veredicto se lleva en la punta de una lanza homicida. La verdad

traspasa mis instintos y me hace su presa. Las pisadas del verdugo se oyen. El viento silba

apacible, la última sentencia. Nadie impedirá mi inmolación. Afuera sigue lloviendo. Los

pasos se acercan... estoy solo en la habitación. La llama se esfuma. El aire crece. El día

apenas comienza. Despierto y las manos de una dama me acarician. Sus uñas me aprisionan

el cuello, y la punta de una lanza se hunde en mi delirio. El dolor me envuelve en una

manta blanca, bajo la llama que flamea incorrupta, sobre mis ojos.

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LOS ELEGIDOS DEL MAR

na bandera flamea en lo alto de una torre militar. Unos soldados, enjutos y

meditabundos, miran el horizonte sereno del mar. El sonido de la Diana les

anuncia el nuevo amanecer. Unas gaviotas revolotean en el cielo infinito. Voces

agoreras mitigan el silencio. Unas damas saludan al pasar, en la flota que intenta superar la

marea, sobre un torbellino de adioses. Con manos blancas ondean sus pañuelos al aire

encrespado de resplandores que anuncia una tormenta. Los muchachos corren hacia la proa

para ofrecerle flores y besos, pero el agua regresa una oleada de peces pequeños que se

enredan en sus cabellos. Las muchachas se alejan hacia otras playas, donde el crepúsculo

les abraza sus cabezas con mantas de penumbras y niebla. Los barcos cruzan la infinita

constelación verde oliva de alto riesgo, para incursionar en otros océanos. Los elegidos de

la gracia justifican el objetivo de la empresa. Encarnan el nuevo ideal cuyo fin es

resguardar el territorio de piratas y tránsfugas. Ellos comprenden el misterio de su fe, el

definitivo significado de su propósito. Las vastas ráfagas de viento huracanado no permiten

ver el faro, en cuya cercanía podría estar el enemigo. Y las mujeres ¿por qué se arriesgan

bajo estas amenazas naturales? Es el destino irremediable del canje. Ellas van hacia la

muerte, quizás, azotadas por las olas y sin embargo serenas. El barco se hundió en la bruma

legendaria de un profundo ruego, pero las damas, protegidas por los oráculos del porvenir,

lograron salvarse. Los elegidos descansan porque los enemigos, esos misteriosos espectros

de la noche, murieron en medio de las sombras, en un invierno que persiste todavía. Los

soldados también descansan sobre el timón de una oscuridad benigna. Luces de bengala

declaran el festín. Luego, en la tersura de la tarde, los elegidos bailan al son de un arpa

fosforescente. El “Día de la Gracia” había llegado. Las mujeres también bailan, descalzas,

desnudas o en pijama, en el mundanal ruido de espejos luminosos, mientras el mar rompe,

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en destellos sórdidos, la esperanza de los confinados. Y allí, en el infinito memorial de un

recuerdo, los insurgentes mueren sepultados entre piedras amarillas y diásporas malditas,

en medio del mar...

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AMANTES EN LA NIEBLA (¿bajo la lluvia?)

lueve. De veras que estas ansias no mitigan el afán. Sus manos se juntan para

entrelazarse junto a otras manos. La noche revienta aluviones en una febril

comparsa de deseos. Él la abraza con ternura. Ella responde con un beso. Las

hojas caen de prisa sobre su abrupta necesidad de rugir como una loba. La luna se ha ido.

Los autos pasan hacia el rumbo que les asignó el destino. Las luces de neón apenas

iluminan la neblina, en donde se guardan los infortunios del día. El podría ser un vampiro

con cara de bebé, como un idiota que se castiga por el pecado de vivir a la deriva, en una

prisa aparente, en un invento de la incontinencia. Los ojos ahí, en la penumbra. Con toda la

fragilidad del invierno en su sombra de cera. Ella lo comprende. Está extasiada ante la

humana aventura del reencuentro. Y no importa ese infame compromiso de papeles y

sortilegios desleales que no protegen la soledad de la amante. Se escuchan embelesados,

entristecidos, decepcionados. Se abrazan enloquecidos. Se besan la esperanza de vivir ese

momento. Se perdonan y se ofenden y se vuelven a perdonar en un ajetreo de gestos y

lágrimas que comparten con los unicornios. Trepan los más inhóspitos parajes de la

emoción, en una danza macabra, donde ambos se ocultan para sentir el vértigo de la

separación final. Tiemblan. Dudan tal vez, pero siguen ahí, bajo la luz mortecina del poste.

Él es un rufián que ama entre susurros la volcánica risa de la despedida. Ella es una paloma

azul que aspira un perfume envilecido de otra piel. Un silencio aterrador aletea en los

rincones de la infamia. Pero ella va tras sus sueños... y regresa en la blanca mirada de las

estrellas. Y allí, entre la neblina, una lagartija cae sobre el gris destello de sus pies, y sube

en la oración de unos labios que tiemblan en la desnudez de las palabras. La noche también

es una cantera en donde se refugian los amantes, y también es una alcancía donde

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guardamos nuestras razones para vivir... nuestras pocas o muchas razones para vivir, bajo

la lluvia, quizás.

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CRONOS Y LA PIEDRA DEL FUTURO

rometeo huyó hacia otras tierras. Pisó la noche desde su estrella de piedra y se

perdió entre las nubes, como un murciélago. Alucinó aquella vez, bajo la señal de

una profecía cruel, cuyo signo final era la desventura. Huyó porque consideró que

era un deber alejarse de los Titanes de Cronos. Urano moría en aquel instante, en un pozo

de desdichas, y Afrodita regresaba de una derrota que la confinaba al suicidio. Así

comenzaba uno de los párrafos del libro que servía de guía espiritual a una cofradía que se

negaba a desaparecer. Se trataba de una secta que adoraba al sol y creía fervientemente en

la necesidad de castrarse, como santa seña de la redención, ante los dioses de ultramar. Yo

era para ese entonces un apóstata que sumía a una población en la desidia. Descaradamente

odiaba a los pobres y los creía inútiles; pues yo descendía de una casta de sangre azul, cuyo

apellido lucía entre los más reconocidos de la oligarquía mantuana de aquella comarca. Me

mofaba de serlo, por el placer de obstinar a los desesperanzados que merodeaban mi

castillo en busca de pan. Y yo me reía de ellos hasta el cansancio. Pero una noche mi reino

se vino abajo y esa detestable secta invadió el templo y se adueñó de la “Piedra del futuro”.

Prometeo se levantaba sobre las hordas de aquellos fanáticos y los enloquecía con sus

palabras, a través del manuscrito que celosamente guardaban en sus morrales y que leían

todas las tardes, a las seis, exactas, cuando la luna lamía las olas de un mar que empezaba a

rugir como un león. Mi desesperación creció cuando se apoderaron de mis bienes y los

repartieron entre los miserables, y mis tesoros y mis obras de arte, y mis libros, y todos los

secretos de las piedras amarillas de Zeus, traídas desde lejanas civilizaciones. Y mi “Piedra

del Futuro” se iba también entre sus cosas. Todos los días lloraba mi desagravio. Todos los

días esperaba, afanosamente, la reconstrucción de mi palacio, y el arrepentimiento de los

impíos, pero nada. Los desvalidos de la secta se habían marchado lejos, hacia las tierras

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benditas, decían. Prometeo es tan solo una sombra en medio del desierto que huye hacia los

falsos solsticios, descalzo e inmundo, y Afrodita regresa de un suicidio vano, hacia la

prosperidad que le promete Cronos. Confieso que el manuscrito es real, que su premonición

me ha marcado para siempre, y que después de todo ya no sueño con riquezas. He

envejecido estos días, mucho más de lo normal, llevo en mis manos la ceniza de otros

tiempos, adoro al sol y debo ser castrado para vivir mi soledad como un fantasma que

implora la luz, más allá de los espejos de Urano, en la plena majestad de los Titanes, junto

al mar órfico de Cronos, mi padre y mi hermano... en el azul celeste de su reino.

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LOS ACERTIJOS DE EROS

e duele mi desdicha. Pero más que eso me duele marcharme lejos, más allá

de los alabastros sagrados de las doncellas de Eros. Venus, la ninfa de las

paradisíacas orlas de fuego en la piel, descalza, desnuda quizás, ha implorado

la misericordia de los oráculos, para desertar finalmente de la orden. Sin embargo, entre los

monjes de la muerte o los verdugos, se ha instaurado la ley de “maten primero y averigüen

después” cuya sentencia ya es parte del reino. Eros no sabe de concertaciones en consenso o

de acuerdos políticos, en mesura y pacíficamente, sino tal vez en revancha y azote a los

malignos. Venus podría ser considerada un estorbo para la misión de los altos comisionados,

pero es un deber esconderse de la sátira y la discordia. Es un deber, también, reivindicarse

después en el tribunal, si lo hubiere. La muchacha, aunque tímida y frágil para enfrentar a sus

enemigos, permanece indemne, como una estatua irascible. Su frente, poblada de melancolía

e inútiles recuerdos, le anuncia el advenimiento de una catástrofe que desarraigará de la tierra

el nombre de Eros. Lo siente hasta en el humo del vendaval donde se sacrifica la cabeza de

los impostores. Entonces resuelve marcharse y no sabe cómo hacerlo. Es así como descubre

el espejo mágico de Orfeo, el músico rebelde, quien con su cítara ha logrado amaestrar a los

leones del castillete. Sólo así, y con el encanto de la música, se aplaca la ira de Eros. La musa

no esperó la decisión del tribunal y decidió tomar la justicia en sus manos. Como el rey

estaba perdido, y se había retirado a su aposento, ella logró burlar las autoridades para entrar

a su recámara a través de la media luna de plata del salón. El rey yacía tendido en su cama,

infelizmente deprimido y borracho hasta los tuétanos. Entonces le arrancó, en la vesperal

oleada del viento, el sello húmedo de los edictos. La proclama salió al día siguiente en las

“Sentencias del Día”. La mujer era absuelta de cualquier lapso conyugal y quedaba libre,

bajo la enigmática figura de la consagración al deber, como “Dama del Pueblo”. La plebe

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ofreció incienso y vino de las campiñas aledañas. Venus era libre como un colibrí de los

verdes olivares. Eros no entendió jamás el acertijo, pero obedeció su propio decreto, y

aunque tampoco lo comprendió, dejó libre a la dama para siempre, en el silencio de su

desidia.

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LA EPIDEMIA

os sepulcros están vacíos. Los desperdicios de huesos y excremento de muerto

yacen en las bóvedas secretas del palacio. Es mentira que hayan sobrevivido a la

ceguera, y que la epidemia creara una hecatombe. Sus voces aún nos acompañan

en los atardeceres inmortales de Creta, la ciudad eterna. Nuestra soledad no ha permitido la

comparsa de los convictos. Su sangre contaminó hasta los espejos, sus manos se aferraron a

los papiros. Los hombres desanduvieron entre las enredaderas, a ritmo de la danza maldita

de los altares de sílice. En los jardines de la lucidez, los borrachos y los negros, peregrinos

del desierto, participaron del festín, como mercenarios de una confabulación absurda.

Ciegos de avaricia, truhanes de una grotesca ley que les permitía delinquir, cruzaron el mar

Egeo. Descalzos atravesaron las playas, sobre las piedras rojas; enfilaron sobre inmensas

plantaciones de coco; por sembradíos de frutas y pastizales acordonados, repletos de vacas

y animales de cría benigna. El tamaño de sus sueños presumía el beneficio de una herencia

que recibirían de sus antepasados. Redimidos del odio, creyeron encontrar por fin el lugar

donde pernoctar. La luna los protegía como un hada de los cuentos orientales. El sol les

quemaba la piel, recordándoles que más allá, en el sendero de las dunas, se incendiaba su

esperanza. Que el fuego salvaje de los unicornios, les salvaría de la rabia. Y la dicha de

estar vivos, pese a sus pecados, podría disipar la carga de miedo que les atormentaba desde

siempre. Por fin se sentían libres. Pero la epidemia fue mucho más cruel que sus andanzas.

La culpa les condenó al absurdo, y la tristeza los hundió en un hueco sin destino. No

atinaron a comprender por qué la vida les cobraba con creses cada recuerdo maligno de sus

pobres existencias. Eso fue ya hace unos años, cuando rastreamos la comarca, cerca del

castillo. Allí estaban los baúles negros, las mantas, las sandalias y las enaguas de las

mujeres. Allí, sobre las rocas tibias, entre las brumas de los ríos dulces de la estepa, yacían

L

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sus alforjas. Alguien, nunca nos enteramos con certeza, pudo enterrarles en esos sepulcros

miserables. Las águilas rodearon nuestro campamento. La noche adviene a la locura, en una

tormenta de infamias que nos aplasta contra el silencio. Sólo el secreto de un maleficio

acabó con esa generación de homicidas. El tiempo fue generoso con nuestra aldea. El tesoro

quizás nunca existió, es posible, pero esa fue nuestra mejor venganza. No hay duda. Los

sabios de la congregación mintieron para bien, y esta es la recompensa: salvados de las

aguas, como Moisés, vivimos plenamente el reverso de la ceguera, el absurdo de la

melancolía. En Creta, ciudad inmortal.

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POEMA SINFÓNICO DE VERDI

sa noche por fin estrenamos la obra en el teatro. La víspera habíamos soñado con

toda clase de descalabros financieros. La realidad nos causaba una herida. Las

amarras seguían allí, junto a toda esa peligrosa empresa del desamor y el dinero.

Pero ya en la sala la turba aplaudía a un tal Rosendo, quien hacía las veces de

“Conquistador Brujo”, en no sé qué parte del poema sinfónico. Eso nos hizo olvidar un

poco la mala situación. El hombre interpretaba bien sus personajes. Se presentaron obras de

absoluta confianza para los inversionistas. Obras como las oberturas de las Óperas de

“Nabucco” y “La Forza del Destino” de Giuseppe Verdi. Nos consta que la orquesta estuvo

a la altura de las exigencias, que el público se emocionó, que la ovación fue sincera y que

los instrumentos estaban acoplados. Pero el aire era triste a pesar de todo. La tersura de una

indómita turbulencia de odios infundidos, daban al trasto con la pureza de sus ejecuciones.

La tramoya requería de mucha más pasión por parte de los elegidos. Eso fue lo que acabó

con tanto aroma de buena época. La música emergía desbordante. Músorgski, arrasaba de

plano con todo el delirio de una atmósfera de fragancias colorantes. Desde allí, en esa hora

definitiva de la nostalgia, “en una noche en la árida montaña” o sobre el pedestal, en “la

noche en el Monte Calvo” escucho a mi memoria. Evoco sin prisa toda esa vana sensación

de esperanza que se respira en el aíre acuoso de otros tiempos. Inútilmente apago mi última

luz y me encierro en el silencio de mi propia oscuridad, pero regresan, de vez en cuando,

los fantasmas de la ópera, la voz maquiavélica de Rosendo, en su extreme more than…

word, que no atino a recordar, que me hace trizas en mi indignación. Por ello, ahora ruego

que pueda olvidar, finalmente, toda esa gloria de las celebridades. Que toda esa

magnificencia de magnos recuerdos se diluyan en mi fogata de la tarde, cuando las

orquídeas se abran en bemol, para contemplarte con dignidad desde mi ventana abierta a las

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flores. Y desde allí, cual Guillermo Tell, resucite para siempre en la paz de mi refugio. La

mañana nos anuncia su última hora de sol, y el piano suena en cada luna que también

regresa, en esa orfandad de lluvia y miseria que me enreda en los pliegues de una piel

cansada, vieja, y débil. Ahora mi garganta ya no puede alzarse para gritar a la noche.

Rosendo muere en un tormento de hojas secas, tristemente asediado por los cobradores, y

su voz apenas puede pronunciar mi nombre. Los cristales de la ventana están húmedos y

una brisa tenue se oye desde el jardín. Las palomas ya no coronan el espacio, donde solían

contemplar el mundo. Nada más pude hacer al respecto para salvarme de ese vago

compromiso con la memoria.

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LAS MUÑECAS DE HELENA

as muñecas lucen alegres en los rincones de la habitación. Los grillos emiten sus

cantos en el patio. Helena habla. Su voz es una grieta por donde se escapa un

quejido quejumbroso. Las muñecas ríen, se enfrascan en una conversación lejana,

de viejos recuerdos y anécdotas ridículas. Visten como viejas: vestidos de pipitas verdes en

un fondo azul, con rosas sobre un cuello tortuga que pareciera ahogarlas. Una niña (que es

otro muñeca más) toca un violín. Otra, mucho más despierta, de ojos grandes y nebulosos,

baila al ritmo plañidero de trac trac de la máquina de coser. Otra muñeca entona con voz

desafinada la oda a la cebolla, de Pablo Neruda. En la espesura de la cama, entre las

sábanas y las almohadas, en los paños, en los trapos, en el desorden de las cosas revueltas,

se hallan otras muñecas que yacen su desnudez en la tibieza de un perfume por años

resguardado allí, en la vejez de su calendario. La vieja las mira desde su silla de algodón, en

medio de la penumbra aceitosa del espejo. Observa – si le es permitido observar-, desde el

recuerdo de una mañana cuando un hombre profanó aquella casa y se las llevó lejos, en un

auto de moda, para luego estrellarse contra los árboles del río, en una tormenta de astros

homicidas. Ella recuerda a sus muñecas. Oye sus gritos y las escucha llorar. En ocasiones,

cuando la neblina copa todas las estancias, las contempla desde el andén, y le pareciera

sentir su respiración cerca, en los matorrales. Luego regresa a su aposento, y sabe que no es

verdad. Entonces abraza a sus muñecas. Y estas le sonríen desde su misteriosa presencia de

seda y botones vivos. Vive en ascuas contra la vida, en un recuerdo que se acumula en la

mirada, y se yergue en la luna de un tiempo que no retorna y que se va en cada puntada de

la máquina de coser… las muñecas sonríen mientras un relámpago fugaz se cuela por las

ranuras de la ventana.

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LA HABITACIÓN FINAL

o debía estar en el reino de la luz, mas soy un hijo de las tinieblas, nací para

vivir en la oscuridad. Me gusta desandar por las calles cuando la neblina ha

colmado las grutas, todas las grutas y los rincones. La mirada de los búhos se

asemeja al espejo de aguas frescas de los manantiales. Los árboles de majestuosos jardines,

llaman la atención de los transeúntes. La dama del vestido rojo modela encima del capó de

su flamante Mercedes Benz. Se desnuda y la gente, a su alrededor, la aplaude con alegría.

Un enano de vientre anaranjado cruza la esquina de negros alfabetos. La tertulia de los

buscadores de ron resuena a lo largo del bulevar. Dulces y alegres putillas de plaza les

acompañan. Dos ancianos juegan ajedrez bajo la luz de los faroles. Fumo un cigarrillo y

contemplo. Taciturno regreso a casa; la habitación vibra por el ruido de la música que me

llega de una residencia contigua. Baluartes de sombras se tejen a mi alrededor, como

fantasmas encarnados. Este es mi reino: la polilla, la colcha fría, el silencio, y esta sed

increíble de encontrar la morada final, en el espacio de vigas y paredes mohosas…

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EL CÍRCULO DE LA ALEGRÍA

veces se ponía a contemplar el amanecer. Solitario y meditabundo pasaba horas

y horas sobre la cima. Cuando chico, solía correr sobre las planadas jugueteando

con los toritos de su misma edad. Tenía todo el potrero para estrenar los cachos

que apenas le brotaban como dos pebeteros de carbón. Una madrugada, en medio de la

neblina, se le acercó uno de los peones del rancho para observarlo con detenimiento, luego

asintió con la cabeza y dijo algo que Toronto no pudo comprender. Al otro día el mismo

peón regresó acompañado de unos seis vaqueros. Lo enlazaron e inmediatamente fue

conducido con toda suerte de golpes al ruedo de arena. Toronto fue sin oponerse a nada, así

lo hizo al principio, pero después decidió rebelarse, cosa que más bien gustó a los peones...

entonces Toronto fue llenándose de odio, de un odio negro y frío. Desde ese entonces tuvo

que sufrir el más terrible maltrato que jamás hubiera imaginado. Lo encerraron en un

cuartucho oscuro al que llamaban chiquero, que en la parte posterior tenía cuatro huecos,

por donde de vez en cuando entraban unas púas o estacan que daban duro sobre su lomo.

En plena oscuridad se sintió peor aún, más aterrorizado que nunca y empezó a cornear la

entrada. No supo cuántos días permaneció allí, lo cierto fue que una tarde le dejaron la

puerta libre. Eso creyó, porque luego, al correr precipitadamente se encontró en el ruedo de

la alegría, en donde vagó alrededor de las paredes buscando huir. Le clavaron un arpón de

punta acerada en la nuca. El dolor fue indescriptible. Sintió finalmente que lo destrozaba

por dentro. Los puyazos se repitieron y éste parecía suplicar que lo dejaran en paz, a una

multitud que gritaba emocionada; pero el odio era superior a la humildad. De pronto una

cosa caliente le chorreaba de alguna parte acrecentándole un extraño rencor que no pasaba

de la garganta. Su aspecto mansurrón, silencioso, se tornó en una voluta de nervios. Sólo

alcanzaba a ver una cosa roja que oscilaba lentamente en la distancia y a la que creyó el

A

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motivo de sus desgracias. Toronto había enloquecido. Botaba babaza y corría detrás de esa

cosa. Bufaba colérico. En un momento quiso arrodillarse, pedir clemencia, suplicar que lo

devolvieran al campo, a sus extensas praderas, para ver más de cerca la luna o a esa estrella

que yacía perdida en el firmamento. La multitud aplaudía al hombre del trapo encendido y

las flores caían del cielo. El aroma le llegó a su nariz, y por un momento abandonó el odio

para extasiarse en algo que se parecía al recuerdo. Ese fue su último recuerdo porque

después sólo vio un río de agua roja que bajaba desde ininitud de la noche, desgarrándole

de un solo tirón los sueños...

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BOLIVAR EN EL MONTE SACRO

l aire sonaba con rumor de trueno lejano, como si una tempestad se avecinara

sobre la cima de las siete colinas de Roma. El zumbido se oía en destajos

acompasados, al ritmo del agua de una lluvia matinal que bañaba las piedras del

Aventino. El Monte Sacro se vestía de púrpura, entre las cavidades de las rocas, bajo una

luz sublime que anunciaba una tarde vesperal. Sin embargo la tarde se mostraba tranquila,

como si Dios se hubiera quedado dormido sobre las nubes. El maestro observaba la ciudad,

las cúpulas doradas que sobresalían cual cabezas de jirafa en un paraje de casas muertas. El

sol se ponía en lo alto. La tierra gemía por dentro con la llama de un sueño que retumbaba

en las entrañas de un paraíso perdido. El joven, con la mirada detenida en el umbral secreto

del viento, recorría absorto el paisaje de un imperio que empezaba a desmoronarse. Licinio

pernoctaba en una cabaña de hojarasca; los plebeyos yacían en el borde del precipicio

arañando aviesamente la cabellera de la luna que empezaba a asomarse por entre las

celosías del ocaso. La noche advenía insistente, con pasos de caballos rabiosos. El joven

recuerda su infancia. Un color, el amarillo, tal vez, se atraviesa en su cabeza, y un ardor,

como de un tizón encendido, le quema el corazón. A lo lejos se oyen las campanas de una

iglesia pequeña que suplica un miserere mei, Deus. En Madrid se oye otro grito: ¡En la

maldad fui formado y en el pecado me concibió mi madre! Se respira un clima intenso, con

fragancia de flores del estío que recién abre sus capullos. Fernando contempla el atardecer.

Bolívar, el Fausto del Gólgota de la blonda ultramarina, sostiene entre sus manos el báculo

del maestro Rodríguez. Se arrodilla. El tiempo transcurre breve. Pesa como un metal. El

viento aletea cual ave herida. Sus manos arañan la soledad del instante, se reflejan en el

espejo vivo de la tarde; en un pergamino hecho jirones en las manos de Cortés, el

conquistador comedido. Las barcarolas de un lejano continente inmerso en la penumbra,

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reclaman su origen. Sus raíces vivas regresan en un soplo divino que le sumerge en el

designio de una profecía milenaria. El muchacho pronuncia el juramento. La tarde se cierra

lentamente. Esa noche el maestro duerme como jamás lo había hecho durante años. El

joven sueña con gladiadores, con campeadores de la lluvia, imagina al Mío Cid y al Quijote

y cree verlos entre las densas tinieblas de la madrugada. Pero estaba seguro que había

hecho lo correcto. De eso no se arrepentiría jamás. Su cabeza deliraba con gotas de sangre

en el sudario de un Cristo negro, americano, con olor a incienso y fragancias africanas. El

sol se oculta finalmente; sin duda alguna, Aquiles, el héroe de batallas legendarias, también

regresa de la ígnea majestad del imperio.

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MI SOMBRA DE OTROS TIEMPOS

n el umbral de la calle está mi sombra esperando. Se hunde en el vacío de una

caverna, entre los recuerdos y las indiferencias. Entonces huyo por calles

concurridas, entre la muchedumbre de gente enferma, enjuta, pobre. El camino es

largo, pero debo llegar hasta el final. Aquel juglar de larga melena me hizo reflexionar

sobre mi condición de poeta indigno; acusación que acepté sin rebelarme, sin decir nada

siquiera, sin ocultarme. Pude sortear la cuerda que, como una prueba divina, me azotaba el

alma. Llovía aquella tarde y hacía demasiado viento, las hojas al caer me rozaban el rostro.

Desanduve por la ciudad. Rondé las esquinas de casas en donde se expedía licor gratis,

porque se celebraba una fiesta y estábamos invitados, mi sombra y yo. Ya para ese

entonces yo tenía el aspecto de un verdadero mendigo. Un pordiosero (¿o un profeta?) que

elevaba súplicas por la redención de tantos miserables que pululaban aquel arrabal. No sé si

profano la noche con esta desidia, pero de lo que sí estoy seguro es que, aunque la

oscuridad se derrumbe sobre mí, no volveré lo andado, no regresaré mis pasos, no

sacrificaré mis sueños, a no ser que esta acusación final pueda convertirme en alma

solitaria, que surca los espacios para morir en cualquier rincón de este olvido milenario. Mi

sombra se aleja por sobre las sendas de una nueva consigna, en el último tren de aquel país,

que parte hacia algún destino inesperado.

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ELEGÍA DE SOL Y TIEMPO

l día comienza cuando despertamos nuestra propia soledad. Allí empieza una

nueva existencia, en el día a día que nos marca la hora desde el reloj. Las cosas se

levantan una vez más desde sus posadas milagrosas. El sol anuncia la caída de sus

rayos luminosos sobre nuestra frente de añil. Buscamos las manos de alguien que debería

tomárnosla por asalto al amanecer, en la primera sombra que se refleja en el cristal. Pero la

noche nos deja una huella amarga, quizás, o tal vez somos bienaventurados por existir en

medio de la vida que late en el pulmón de los árboles. Nos levantamos finalmente para

recomenzar la faena. Ayer, a lo mejor fue ayer, cuando queríamos ser marineros en un

hermoso barco que partía para Holanda, o que se iba a la Atlántida, pudo ser; pero hoy,

hoy es distinto. Entonces nos servimos un café y contemplamos la calle. Nos sentamos a

disfrutar una velada, bajo las nubes del alba, mientras diseñamos otra forma de vivir,

creyendo entonces que sí estamos en el justo destino del mundo, en su claro designio en la

bóveda espacial donde se sumergen también nuestras verdades. El sol ilumina el campo, ya

despertó la vida para acompañarnos en esta cruenta batalla con las huestes de duendecillos

monstruosos, que solapadamente se aferran a nuestra nostalgia, y que, posiblemente, ya

habitan nuestro cuerpo bajo la regadera pertinente de la mañana.

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LA METÁFORA Y EL HOMBRE

En dónde celebraremos el día de la metáfora y del hombre que se muere de asombro

ante la mirada de la muerte que le atraviesa las médulas sin contemplación? El

hombre triste del trópico que tan solo espera ese último día para despedirse de la

aldea y de la lluvia que oscila sobre el leve resplandor de una favela perdida en alta mar. El

hombre que se sostiene como un árbol de rosas bajo este signo de gloria que protege a los

caballos y al niño harapiento que algún día pisó una isla remota del Pacífico. Es el hombre

con su saco de ternura en los ojos y la espada del héroe que tiene como destino la arena de

un sueño que tan solo las mujeres sueñan antes de reconocerse en el espejo de una duda

milenaria. Es el hombre de la prisa que gime su descalabro, en un laberinto de incógnitas y

vicios heredados. Es aquel hombre que un día conoció al Sena y se durmió frente a sus

aguas, tranquilas y milagrosas, para reencontrarse con el fuego de un secreto benigno;

refugio de los dioses que jamás se inclinaron a su sombra, bajo la luna dorada de

Mefistófeles, el ángel de mirada profunda y pisadas silenciosas de la era de los escorpiones,

que apenas recién comenzamos. Es el mismo hombre de los acertijos socráticos y las

memorias de muchos sabios condenados al anonimato, testigos de este presente, repleto de

enigmas…

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