Mbembe Necropolítica

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Necropolítica Achille Mbembe 1 Wa syo’ lukasa pebwe Umwime wa pita [Él dejó su huella sobre la piedra Él mismo pasó por encima] Proverbio Lamba, Zambia Este ensayo asume que la más acabada expresión de soberanía reside, en un alto grado, en el poder y la capacidad para dictar quién puede vivir y quién debe morir. 2 En consecuencia, el matar o el permitir vivir 1 Este ensayo es el resultado de conversaciones sostenidas con Arjun Appadurai, Carol Breckenridge y Francois Vergès. Algunos pasajes fueron presentados en seminarios y talleres en Evanston, Chicago, New York, New Haven y Johannesburg. Útiles críticas fueron realizadas por Pual Gilroy, Dilip Parameshwar Gaonkar, Beth Povinelli, Ben Lee, Charles Taylor, Crawford Young, Abdoumaliq Simona, Luc Sindjoun, Souleymanne Bachir Diagne, Carlos Forment, Ato Quayson, Ulrike Kistner, David Theo Goldberg y Deborah Posel. Comentarios adicionales y aproximaciones, así como respaldo crítico y apoyo fueron ofrecidos por Rehana Ebr-Vally y Sarah Nuttall. Este ensayo está dedicado a Tshikala Kayembe Biaya. ? Traducido a partir de la traducción al inglés de Lobby Meintjes por Fernando Noriega Díaz. 2 El ensayo se aparta de las posturas tradicionales sobre soberanía encontradas en la disciplina de la ciencia política y en la subdisciplina de las relaciones internacionales. En su mayor parte, estas posturas localizan a la soberanía al interior de los límites del Estado-Nación, al interior de instituciones apoderadas por el estado o al interior de instituciones y redes de trabajo supranacionales. Véase, por ejemplo, Sovereignity at the Millenium, número especial, Political Studies 47 (1999). Mi propia aproximación construye sobre la crítica de Michel Foucault acerca de la noción de soberanía y su relación con la guerra y el biopoder en Il faut defender la société: Tours au Collège de France , 1975- 1976 (Paris:Senil, 1997), 37-55, 75-100, 125-48, 213-44. Véase también Giorgio Agamben, Homo sacer. Le pouvoir souverain et la vie neu (Paris: Senil, 1997), 23-80.

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Necropolítica

Achille Mbembe1

Wa syo’ lukasa pebweUmwime wa pita

[Él dejó su huella sobre la piedraÉl mismo pasó por encima]

Proverbio Lamba, Zambia

Este ensayo asume que la más acabada expresión de soberanía reside, en un alto grado, en el poder y la capacidad para dictar quién puede vivir y quién debe morir.2 En consecuencia, el matar o el permitir vivir constituyen los límites de la soberanía, sus atributos fundamentales. Ejercer la soberanía es ejercer control sobre la mortalidad y definir la vida como el despliegue y la manifestación del poder.

Uno podría resumir en los anteriores términos lo que Michel Foucault quiso expresar con biopoder: aquel dominio de la vida sobre el cual el poder ha tomado el control.3 ¿Pero bajo qué condiciones prácticas es el derecho a matar, a permitir vivir o a exponer a la muerte ejercido? ¿Quién es el sujeto de este derecho? ¿Qué nos dice la implementación de un tal derecho sobre la persona que es de este modo situada ante la muerte y acerca de la relación de enemistad que sitúa a esa persona en contra de su asesino o asesina? ¿Es la noción de biopoder suficiente para dar cuenta de los modos contemporáneos en que lo político, bajo la guisa de la guerra, de la resistencia, de la lucha contra el terror, hace del asesinato del enemigo su primario y absoluto objetivo? La guerra, después de todo, es lo mismo un medio para conquistar soberanía como una manera de ejercer el derecho a matar. Imaginando la política como una forma de guerra debemos preguntar: ¿qué lugar le es concedido a la vida, a la muerte y al cuerpo (en especial al cuerpo herido o asesinado)?, ¿cómo son inscritos en el orden del poder?

1Este ensayo es el resultado de conversaciones sostenidas con Arjun Appadurai, Carol Breckenridge y Francois Vergès. Algunos pasajes fueron presentados en seminarios y talleres en Evanston, Chicago, New York, New Haven y Johannesburg. Útiles críticas fueron realizadas por Pual Gilroy, Dilip Parameshwar Gaonkar, Beth Povinelli, Ben Lee, Charles Taylor, Crawford Young, Abdoumaliq Simona, Luc Sindjoun, Souleymanne Bachir Diagne, Carlos Forment, Ato Quayson, Ulrike Kistner, David Theo Goldberg y Deborah Posel. Comentarios adicionales y aproximaciones, así como respaldo crítico y apoyo fueron ofrecidos por Rehana Ebr-Vally y Sarah Nuttall. Este ensayo está dedicado a Tshikala Kayembe Biaya.? Traducido a partir de la traducción al inglés de Lobby Meintjes por Fernando Noriega Díaz.2 El ensayo se aparta de las posturas tradicionales sobre soberanía encontradas en la disciplina de la ciencia política y en la subdisciplina de las relaciones internacionales. En su mayor parte, estas posturas localizan a la soberanía al interior de los límites del Estado-Nación, al interior de instituciones apoderadas por el estado o al interior de instituciones y redes de trabajo supranacionales. Véase, por ejemplo, Sovereignity at the Millenium, número especial, Political Studies 47 (1999). Mi propia aproximación construye sobre la crítica de Michel Foucault acerca de la noción de soberanía y su relación con la guerra y el biopoder en Il faut defender la société: Tours au Collège de France, 1975-1976 (Paris:Senil, 1997), 37-55, 75-100, 125-48, 213-44. Véase también Giorgio Agamben, Homo sacer. Le pouvoir souverain et la vie neu (Paris: Senil, 1997), 23-80.3 Foucault, Il défendre la société, 214 – 34.

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Política, el trabajo de la muerte y el “volverse sujeto”

Con miras a contestar estas preguntas, este ensayo versa sobre el concepto del biopoder y explora su relación con las nociones de soberanía (imperium) y del estado de excepción.4 Tal análisis suscita cierto número de cuestiones empíricas y filosóficas que quisiera examinar brevemente. Como es bien sabido, el concepto del estado de excepción ha sido frecuentemente discutido en relación con el Nazismo, el totalitarismo y los campos de concentración y exterminio. Los campos de exterminio en particular han sido recurrentemente interpretados como la metáfora central de la soberanía y la violencia destructiva, así como el más consumado signo del poder de lo negativo. Hannah Arendt dice: “No hay paralelos para la vida en los campos de concentración. Su horror nunca puede ser cabalmente ceñido por la imaginación, por la mera razón de que se ubica fuera de la vida y de la muerte.”5 Puesto que sus habitantes son despojados de su estatuto político y reducidos al somero vivir, el campo es, para Giorgio Agamben, “el lugar en el que la más absoluta conditio inhumana jamás aparecida se hizo realidad.”6

En la estructura político-jurídica del campo, añade, el estado de excepción cesa de darse como una suspensión temporal del estado de ley. De acuerdo con Agamben, adquiere un ordenamiento espacial permanente que persiste continuamente al exterior del estado normal de la ley.

El propósito de este ensayo no es debatir la singularidad de la exterminación de los judíos o de validarla por la vía del ejemplo.7 Parte de la idea de que la modernidad se hallaba ya en el origen de múltiples conceptos de soberanía y, por ello, de lo biopolítico. Desatendiendo a esta multiplicidad, el tardío criticismo político moderno ha privilegiado, desafortunadamente, teorías normativas de la democracia, y ha hecho del concepto de razón uno de los más importantes elementos tanto del proyecto de la modernidad como del topos de la soberanía.8 Desde esta perspectiva, la más alta expresión de soberanía es la producción de normas generales por un cuerpo (el demos) constituido por hombres y mujeres libres e iguales. Estos hombres y mujeres son estimados como sujetos completos, capaces de comprensión, conciencia y representación propias. La política, por lo mismo, es definida doblemente: un proyecto de autonomía y de asecución del acuerdo entre una colectividad a través de la comunicación y el reconocimiento. Esto, se nos dice, es lo que la distingue de la guerra.9

En otras palabras, es sobre la base de la distinción entre razón y sinrazón (pasión, fantasía) que el tardío criticismo moderno ha sido capaz de articular una cierta idea de lo político, de la comunidad, del sujeto o, más fundamentalmente, de lo que la buena vida se trata, de cómo conseguirla y, en el proceso, de convertirse en un agente íntegramente moral. Al interior de este paradigma, la razón es la verdad del sujeto y la política es el ejercicio de la razón en la esfera pública. El ejercicio de la razón es equivalente al ejercicio de la libertad, un elemento clave para la autonomía individual.

4 Sobre el estado de excepción, véase Carl Schmitt, La dictaure, trad. Mira Köller y Dominique Séglard (París: Seuil, 2000), 210 – 28, 235 – 36, 250 – 51, 255 – 56; La notion de politique, Theorie du partisan, trad. Marie-Louise Steinhauser (París : Flammarion, 1992). 5 Hannah Arendt, The Origins of Totalitarism (New York: Harvest, 1966), 444.6 Giorigio Agamben, Mohines sans fins, Notes sur la politique (París: Payot & Rivages, 1995) 50 – 51.7 Sobre estos debates, véase Saul Friedlander, ed., Probing the Limits of Representation: Nazism and the “Final Solution” (Cambridge: Harvard University Press, 1992); y, más recientemente, Bertrand Ogilvie, “Comparer l’incomparable”, Multitudes, no. 7 (2001): 130 – 66.8 Véase James Bohman y William Regh, eds., Deliberative Democracy: Essays on Reason and Politics (Cambridge: MIT Press, 1997); Jürgen Habermas, Between Facts and Norms (Cambridge: MIT Press, 1996).9 James Schmitt, ed., What is Enlightenment? Eighteenth-Century Answersand Twentieth-Century Questions (Berkeley: University of California Press, 1996).

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El romance de la soberanía, en este caso, descansa sobre la creencia en que el sujeto es el amo y potentado autor de su propio designio. La Soberanía es de este modo definida como un doble proceso de auto-institución y de auto-limitación (fijando los propios límites para uno mismo). El ejercicio de la soberanía, a su vez, consiste en la capacidad de la sociedad para la auto-creación recurriendo a instituciones inspiradas por específicas significaciones sociales e imaginarias.10

Esta lectura rigurosamente normativa de la soberanía ha sido objeto de numerosas críticas, mismas que no ensayaré aquí.11 Mi inquietud son aquellas figuras de la soberanía cuyo proyecto central es no la querella por la autonomía, sino la generalizada instrumentalización de la existencia humana y la destrucción material de los cuerpos y las poblaciones. Dichas figuras de soberanía se hallan lejos de comportar una pieza de prodigiosa insania o la expresión de una ruptura entre los impulsos e intereses del cuerpo y los de la mente. Sin duda éstas, como los campos de exterminio, son lo que constituye el nomos del espacio político en que aun vivimos. Más aún, las experiencias contemporáneas de destrucción humana sugieren que es posible desarrollar una lectura de la política, de la soberanía y del sujeto, diversa de aquella heredada del discurso filosófico de la modernidad. En vez de considerar a la razón como la verdad del sujeto, podemos voltear hacia otras categorías fundacionales menos abstractas y más tangibles, tales como la vida y la muerte.

Es para dicho proyecto significativa la discusión de Hegel sobre la relación entre la muerte y el “volverse sujeto”. La posición de Hegel respecto de la muerte se centra en un concepto bipartida de negatividad. Primero, el humano niega a la naturaleza (una negación exteriorizada a través del esfuerzo humano por reducir a la naturaleza a sus propias necesidades); y segundo, transforma el elemento negado mediante el trabajo y la lucha. Al transformar la naturaleza, el ser humano crea un mundo; pero, en el proceso, también se encuentra expuesto a su propia negatividad. Dentro del paradigma hegeliano, la muerte humana es esencialmente voluntaria. Es la consecuencia de los riesgos concientemente asumidos por el sujeto. Acordando con Hegel, el animal que constituye el ser natural del sujeto humano es derrotado en estos riesgos.

En otras palabras, el ser humano se vuelve un sujeto verdaderamente —esto es, separado del animal— en la lucha y el trabajo a través del cual se confronta con la muerte (entendida como la violencia de la negatividad). Es a través de esta confrontación con la muerte que se proyecta en el incesante movimiento de la historia. Volverse sujeto, por ende, supone acopiar el trabajo de la muerte. Acopiar el trabajo de la muerte es precisamente como Hegel define la vida del Espíritu. La vida del Espíritu, dice, no es aquella vida atemorizada por la muerte y que se reserva la destrucción, sino aquella vida que asume la muerte y vive con ella. El Espíritu alcanza su verdad únicamente al hallarse a sí mismo en absoluto desmembramiento.12 La política es, por ello, muerte que vive una vida humana. Tal es, también, la definición del conocimiento absoluto y de la soberanía: arriesgar la entereza de la propia vida.

También Georges Bataille ofrece perspectivas críticas respecto de cómo la muerte da estructura a la idea de soberanía, a lo político y al sujeto. Bataille desplaza la

10 Cornelius Castoriadis, L’institution imaginaire de la société (París : Seuil, 1975) y Figures du pensable (París : Seuil, 1999).11 Véase, en particular, Paul Gilroy, The Black Atlantic: Modernity and Double Conciousness (Cambridge: Harvard University Press, 1993), especialmente capítulo 2. 12 G.W.F. Hegel, Phenomenologie de l’espirit, trad. J.P. Lefebvre (París : Aubier, 1991). Véase también la crítica de Alexande Kojève, Introduction à la lecture de Hegel (París: Gallimard, 1947), especialmente el Apéndice II, “L’idée de la mort dans la philosophie de Hegel”; y Georges Bataille, Ouvres complètes XII (París : Gallimard, 1988), especialmente « Hegel, la mort et le sacrifice », 326 – 48. y « Hegel, l’homme et l’historie », 349 -69.

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concepción de Hegel sobre las vinculaciones entre la muerte, la soberanía y el sujeto en al menos tres maneras. Primero, interpreta a la muerte y a la soberanía como el paroxismo del intercambio y la superabundancia, o bien, para usar su propia terminología, como exceso. Para Bataille, la vida es carente tan sólo cuando la muerte ha tomado a su rehén. La vida misma sólo existe en arrebatos y en intercambio con la muerte.13 Arguye que la muerte es la putrefacción de la vida, la fetidez que es a un tiempo la fuente y la repulsiva condición de la vida. De este modo, aunque destruye lo que había de ser, oblitera lo que se suponía continuar comenzando y reduce a la nada al individuo que lo toma; la muerte no se asienta en la pura aniquilación del ser. Más bien, esencialmente es auto-conciente; más incluso, es la más lujuriosa forma de vida, esto es, de efusión y exhuberancia: un poder de proliferación. Todavía más radicalmente, Bataille extirpa a la muerte del horizonte del significado. Esto se da en contraste con Hegel, para quien nada está definitivamente perdido con la muerte; sin duda, la muerte así vista posee una gran significación como una vía hacia la verdad.

En segundo lugar, Bataille ancla firmemente a la muerte en el dominio del consumo absoluto (la otra característica de la soberanía), en tanto que Hegel intenta mantener a la muerte dentro de la economía del conocimiento y significado absolutos. La vida más allá de la utilidad, dice Bataille, es el dominio de la soberanía. Siendo este el caso, la muerte es en consecuencia el punto en que la destrucción, la supresión y el sacrificio constituyen un tan irreversible y radical consumo —un consumo sin reserva— que no pueden ser más determinados como negatividad. La muerte es por ello el principio mismo del exceso, una anti-economía. Así, la metáfora de la lujuria y del lujurioso carácter de la muerte.

En tercer lugar, Bataille establece una correlación entre la muerte, la soberanía y la sexualidad. La sexualidad está inextricablemente vinculada a la violencia y a la disolución de las fronteras del cuerpo y del sí mismo por vía de los impulsos orgiásticos y excrementicios. Como tal, la sexualidad atañe a dos formas de impulsos humanos polarizados —excreción y apropiación— lo mismo que al régimen de los tabúes que los rodean.14 La verdad del sexo y de sus mortales atributos reside en la experiencia de la pérdida de las fronteras que separan a la realidad, a los acontecimientos y a los objetos fantaseados.

Para Bataille, la soberanía tiene pues muchas formas. Pero, ultimadamente, es el rechazo a aceptar los límites que el temor a la muerte hubiera de hacer concernir al sujeto. El mundo soberano, arguye Bataille, “es el mundo en el que el límite de la muerte ya se halla depuesto. La muerte se halla presente en él, su presencia define el mundo de la violencia, pero en tanto la muerte se presenta en él está siempre allí sólo para ser negada, nunca para otra cosa. El soberano —concluye— es aquel que es como si la muerte no fuera… No tiene mayor consideración por los límites de la identidad de la que tiene por los límites de la muerte, o más bien ambos límites son los mismos; él es la trasgresión de todos los tales límites.” Puesto que el dominio natural de las prohibiciones incluye a la muerte, entre otras (v.g.: sexualidad, obscenidad, excremento), la soberanía requiere “la fuerza para violar la prohibición del asesinato, no obstante que esto ha de ser bajo condiciones que las costumbres definan.” Y contrariamente a la subordinación que se halla siempre enraizada en la necesidad y en la

13 Véase Jean Baudrillard, “Muerte en Bataille”, en Bataille : A critical Reader, ed. Fred Botting y Scott Wilson (Oxford : Blackwell, 1998), especialmente 139 – 41.14 Georges Bataille, Visions of Exceso: Selected Writings, 1927 – 1939, trad. A Stoekl (Mineapolis: University of Minnesota Press), 94 – 95.

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argüida búsqueda por evadir a la muerte, la soberanía clama definitivamente por el riesgo de esta misma.15

Mediante el tratamiento de la soberanía como la violación de las prohibiciones, Bataille reabre la interrogante sobre los límites de lo político. La política, en este caso, no es el progresivo movimiento dialéctico de la razón. La política sólo puede ser trazada como una transgresión espiral, como esa diferencia que desorienta la idea misma de límite. Más específicamente, la política es la diferencia puesta en juego mediante la violación del tabú.16

Biopoder y la relación de enemistad

Habiendo presentado una lectura de la política como el obrar de la muerte, paso ahora a la soberanía, expresada predominantemente como el derecho a matar. Para el propósito de mi argumento, relaciono la noción de Foucault de biopoder con otros dos conceptos: el estado de excepción y el estado de sitio.17 Examino aquellas trayectorias por las cuales el estado de excepción y la relación de enemistad se han convertido en la base normativa del derecho a matar. En tales instancias, el poder (y no necesariamente el poder del Estado) se refiere continuamente y apela a la excepción, a la emergencia y a la ficcionalizada noción del enemigo, para producir a los cuales él mismo labora. En otras palabras, la pregunta es: ¿Cuál es la relación entre la política y la muerte en aquellos sistemas que tan sólo pueden funcionar en un estado de emergencia?

En la formulación de Foucault sobre el biopoder, éste resulta funcionar mediante la división de la gente en aquellos que deben vivir y aquellos que deben morir. Operando sobre la base de una escisión entre los vivos y los muertos, un poder tal se define a sí mismo en relación con un campo biológico, del cual toma control y que se confiere a sí mismo. Este control presupone la distribución de la especie humana en grupos, la subdivisión de la población en subgrupos y el establecimiento de una cesura biológica entre los unos y los otros. Es esto lo que Foucault etiqueta con el término (a primera vista familiar) de racismo.18

Que la raza (o para la cuestión, racismo) figure tan prominentemente en el cálculo del biopoder es enteramente justificable. Después de todo, más aun que el pensamiento de clase (la ideología que define a la historia como una lucha económica de clases), la raza ha sido la sombra siempre presente en el pensamiento y en la práctica política de Occidente, especialmente cuando viene a ilustrar la inhumanidad con, o dominio sobre, la gente foránea. Refiriéndose tanto a esta persistente presencia como al fantasmal mundo de la raza en general, Arendt localiza las raíces de ambos en la pasmosa experiencia de la otredad y sugiere que la política de la raza se encuentra en última instancia vinculada con la política de la muerte.19 Indudablemente, en términos de Foucault, el racismo atraviesa toda una tecnología destinada a la permisión del ejercicio del biopoder, “ese antiguo y soberano derecho de muerte.”20 En la economía del biopoder, la función del racismo es la de regular la distribución de la muerte y hacer

15 Fred Botting y Scott Wilson, eds., The Bataille Reader (Oxford: Blackwell, 1997), 318 – 19. Véase también Georges Bataille, The Accursed Share: An Essay on General Economy, vol. 1, Consumption, trad. Robert Hurley (New York: Zone 1988) y Erotism: Death and Sensuality, trad. Mary Dalwood (San Francisco: City Lights, 1986).16 Bataille, Accursed Share, vol. 2, The History of Eroticism; vol. 3 Sovereignity.17 Sobre el estado de sitio, véase Schmitt, La dictature, capítulo 6.18 Véase Foucault, Il faut défendre la société, 57 – 74-19 “La raza es, políticamente hablando, no el principio de la humanidad, sino su término…, no el natural nacimiento del hombre, sino su artificial defunción.” Arendt, Orogins of Totalitarism, 157.20 Foucault, Il faut défendre la société, 214.

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posibles las funciones asesinas del Estado. Es, según dice, “la condición para la aceptabilidad del disponer para la muerte.”21

Focault establece claramente que el derecho soberano de matar (droit de glaive) y los mecanismos del biopoder se encuentran inscritos en el modo como todos los Estados modernos operan;22 sin duda, pueden ser vistos como elementos constitutivos del poder del Estado en la modernidad. De acuerdo con Foucault, el estado Nazi fue el más cabal ejemplo de un Estado ejerciendo el derecho a matar. El Estado, alega, hizo a la administración, protección y cultivo de la vida coextensivos con el derecho soberano a matar. Por extrapolación biológica sobre el tema del enemigo político, al organizar la guerra en contra de sus adversarios y, al mismo tiempo, exponer a sus propios ciudadanos a la guerra, el Estado Nazi resulta verse como aquel que sentó el camino para una formidable consolidación del derecho a matar, que culminó con el proyecto de la “solución final.” Al hacer esto, se convirtió en el arquetipo de una formación de poder que combinó las características del Estado racista, el Estado asesino y el Estado suicida.

Se ha argumentado que el completo amalgamamiento de la guerra y la política (y el racismo, el homicidio y el suicidio), hasta que éstas resultan indistinguibles la una de la otra, le es exclusivo al Estado Nazi. La percepción de la existencia del Otro como una tentativa en mi vida, como una mortal treta o un peligro absoluto cuya eliminación biofísica fortalecería mi potencial para vivir y mi seguridad, esto, sugiero, es uno de los muchos imaginarios de la soberanía que le son característicos tanto a la temprana como a la tardía modernidad misma. El reconocimiento de esta percepción, en gran medida, subyace a las más de las críticas tradicionales de la modernidad, ya traten con el nihilismo y su proclama de la voluntad de poder como la esencia del ser, ya con la reificación entendida como el volverse-sujeto del ser humano, o ya con la subordinación de todo a la lógica impersonal y al reino de la calculabilidad y la racionalidad instrumental.23 Sin duda, desde una perspectiva antropológica, lo que estas críticas implícitamente impugnan es una definición de la política como una relación bélica por excelencia. Asimismo desafían a la idea de que, por necesidad, el cálculo de la vida pasa a través de la muerte del Otro, o de que la soberanía consiste en la voluntad y en la capacidad para matar en orden a vivir.

Tomando una perspectiva histórica, cierto número de analistas han argüido que las premisas materiales de la exterminación nazi han de ser halladas en el imperialismo colonial, por un lado y, por el otro, en la serialización de los mecanismos técnicos para disponer a la gente para la muerte –mecanismos desarrollados entre la Revolución Industrial y la Primera Guerra Mundial. Según Enzo Traverso, las cámaras de gas y los hornos fueron la culminación de un largo proceso de deshumanización e industrialización de la muerte, uno de los rasgos originales por los que había de integrarse la racionalidad instrumental a la racionalidad productiva y administrativa del Mundo Occidental Moderno (la fábrica, la burocracia, la prisión, la milicia). Habiéndose mecanizado, la ejecución serializada se transformó en un procedimiento puramente técnico, impersonal, silencioso y rápido. Este desarrollo fue asistido en parte por los estereotipos y por el florecimiento de un racismo basado en clases que, al trasladar los conflictos sociales del mundo industrial a términos raciales, terminó comparando a las clases obreras y a la “gente apátrida” del mundo industrial con los “salvajes” del mundo colonial.24

21 Foucault, Il faut défendre la société, 228.22 Foucault, Il faut défendre la société, 227 – 32.23 Véase Jürgen Haberlas, The Philosophical Discourse of Modernity: Twelve Lectures, trad. Friedrick G. Lawrence (Cambridge: MIT Press, 1987), especialmente caps. 3, 5, 6.24 Enzo Traverso, La violence nazie: Une généalogie européene (Paris : La Fabrique Editions, 2002).

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En realidad, los vínculos entre la modernidad y el terror brotan de múltiples fuentes. Algunos pueden hallarse en las prácticas políticas del antiguo régimen. Desde esta perspectiva, la tensión entre la pasión del público por la sangre y las nociones de justicia y de venganza es crítica. Foucault muestra en Vigilar y Castigar (Surveiller et punir, 1975) cómo la ejecución del aspirante a regicida Damián se prolongó cuatro horas, en gran medida para satisfacción de la multitud.25 Bien conocida es la larga procesión de los condenados a través de las calles previamente a su ejecución, la fustigación de las partes del cuerpo —un ritual que se convirtió en rasgo estándar de la violencia popular— y la final la exhibición de una cabeza masacrada montada en una estaca. En Francia, el advenimiento de la guillotina marca una nueva fase en la “democratización” de los medios para disponer de los enemigos del Estado. Indudablemente, esta forma de ejecución que una vez fuera prerrogativa de la nobleza es así extendida a todos los ciudadanos. En un contexto en el que la decapitación es considerada menos degradante que la horca, las innovaciones en la tecnología del asesinato se orientan no sólo hacia la “civilización” de los modos de matar. También aspiran a disponer de un gran número de víctimas en un relativamente breve lapso. Al mismo tiempo, emerge una nueva sensibilidad cultural en la que asesinar al enemigo del Estado es una prolongación lúdica. Una más íntima, más lúbrica, y exiguamente aparecen nuevas formas de crueldad.

Pero en ninguna parte resulta tan manifiesto el amalgamamiento de razón y terror como en la Revolución Francesa.26 Durante la Revolución Francesa, el terror es interpretado como una parte casi necesaria de la política. Se proclama la existencia de una transparencia absoluta entre el Estado y el Pueblo. Como categoría política, “el Pueblo” es gradualmente desplazado de realidad concreta a figura retórica. Como ha mostrado David Bates, los teóricos del terror creen posible distinguir entre las expresiones de auténtica soberanía y las acciones enemigas. También creen posible distinguir entre el “error” del ciudadano y el “crimen” del contrarrevolucionario en la esfera política. El terror, así, se torna un modo de señalar aberración en el cuerpo político, y la política se lee lo mismo como la fuerza móvil de la razón y como la errante tentativa de crear un espacio en que el “error” pueda reducirse, la verdad exaltarse y el enemigo político ponerse a disposición de.27

Finalmente, el terror no se encuentra vinculado tan sólo a la utópica creencia en el irrestricto poder la razón humana. También está claramente relacionado con diversas narrativas de dominio y emancipación, las más de las cuales se hallan sostenidas por disquisiciones ilustradas de la verdad y del error, de lo “real” y lo simbólico. Marx, por ejemplo, acopla a la labor28 (el interminable ciclo de producción y consumo requerido para la manutención de la vida humana) con el trabajo (la creación de artefactos perdurables que se añaden al mundo de las cosas). La labor es vista como el vehículo para la auto-creación de la humanidad. La auto-creación histórica de la humanidad misma es un conflicto de vida y muerte, esto es, un conflicto sobre qué sendas debieran conducir a la verdad de la historia: el advenimiento del capitalismo y de la forma de la materia prima y las contradicciones con ambas cosas asociadas. De acuerdo con Marx, con el arribo del comunismo y la abolición de las relaciones de intercambio, las cosas

25 Michel Foucault, Discipline and Punís: The Birth of the Prision (New York: Pantheon, 1977).26 Véase Robert Wolker, “Contextualizing Hegel’s Phenomenology of the French Revolution and the Terror”, Political Theory 26 (1998) 33 – 55.27 David W. Bates, Enlightenment Aberrations: Error and Revolution in France (Ithaca, N.Y.: Cornell University Press, 2002) cap. 6.28 En este contexto, por labor se entiende el ejercicio de la mano de obra, es decir, la actividad de los sectores operantes en la producción; este mismo sentido tendrá la expresión en lo que viene del texto. (N. del T.)

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han de aparecer como son realmente; lo “real” se presentará como es en sí mismo de hecho, y las distinciones entre sujeto y objeto o ser y conciencia serán trascendidas. 29

Pero al hacer depender la emancipación humana de la abolición de la producción de la materia prima, Marx desdibuja las ante todo importantes divisiones entre el reino de la libertad humanamente labrada, el reino naturalmente determinado de la necesidad y lo contingente en la historia.

La dedicación a la abolición de la producción de la materia prima y el sueño del acceso directo y sin mediación a lo “real” hace de estos procesos —el cumplimiento de la así llamada lógica de la historia y la fabricación del género humano— procesos casi necesariamente violentos. Como enseña Stephen Louw, los principios básicos del marxismo clásico no dejan más alternativa que “intentar introducir el comunismo por fiat30 administrativo, mismo que, en la práctica, significa que las relaciones sociales deben ser forzosamente de-comercializadas [decommodified].”31 Históricamente, estos intentos han adquirido formas tales como la militarización laboral, el colapso de la distinción entre Estado y Sociedad, así como el terror revolucionario.32 Podría argüirse que pugnaban por la erradicación de la condición humana básica de la pluralidad. Sin duda, el advenimiento de la división de clases, el marchitamiento del Estado y el florecimiento de una voluntad verdaderamente general presuponen una perspectiva de la pluralidad humana como el obstáculo superior para la final realización de un predeterminado telos33 de la Historia. En otras palabras, el sujeto de la modernidad marxista es, fundamentalmente, un sujeto resuelto a probar su soberanía a través del montaje de una pelea a muerte. Tal como con Hegel, la narrativa del dominio y la emancipación se encuentra aquí claramente vinculada a la narrativa de la verdad y la muerte. El terror y el asesinato se convierten en medios para la realización del ya consabido telos de la historia.

Cualquier explicación histórica del surgimiento del terror moderno necesita referir la esclavitud, que podría ser considerada una de las primeras instancias de experimentación biopolítica. En muchos aspectos, la mera estructura del sistema de plantación y sus secuelas manifiestan la emblemática y paradójica figura del estado de excepción.34 Esta figura es aquí paradójica por dos razones. Primero, en el contexto de la plantación aparece la humanidad del esclavo como la perfecta figura de una sombra. Indudablemente, la condición esclava resulta de una triple pérdida: la pérdida de un “hogar”, la pérdida de los derechos sobre su cuerpo y la pérdida de su estatuto político. Esta triple pérdida se identifica con la absoluta dominación, la alienación natal y la

29 Kart Marx, Capital: A Critique of Political Economy, vol. 3 (London: Lawrence & Wishart, 1984), 817. Véase también Capital, vol. 1, trad. Ben Fowkes (Harmondsworth, England: Penguin, 1986), 172.30 Es decir, por un fallo autoritativo o decreto forzoso que no cuenta necesariamente con sustento legítimo. (N. del T.)31 Stephen Louw, “In the Shadow of the Pharaos: The Militarization Labour Debate and Classical Marxist Theory,” Economy and Society (29) 2000; 240.32 Sobre la labor de militarización y la transición hacia el comunismo, véase Nikolai Bukharin, The politics and Economics of the Transition Period, trad. Oliver Field (London: Routledge & Kegan Paul, 1979); y Leon Trotsky, Terrorism and Communism: A Reply to Kart Kautsky (Ann Arbor: University of Michigan Press, 1961). Sobre el colapso de la distinction entre Estado y Sociedad, véase Kart Marx, The Civil War in France (Moscow: Progress, 1972); y Vladimir Il’ich Lenin, Selected Works in Three Volumes, vol. 2 (Moscow: Progress, 1977). Para una crítica del “terror revolucionario” véase Maurice Merleau-Ponty, Humanism and Terror: An Essa on the Communist Problem, trad. John O’ Neill (Boston: Bacon, 1969). Para un más reciente ejemplo de “terror revolucionario” véase Steve J.Stern, ed., Shining and Other Paths: War and Society in Peru, 1980-1995 (Dirham, N.C.:Duke University Press, 1998).33 Del vocablo griego telos, es decir, meta última. (N. del T.)34 Véase Saidiya V. Hartman, Scenes of Subjection: Terror, Slavery and Self-Making in Nineteenth-Century America (Oxford: Oxford University Press, 1997); y Manuel Moreno Fraginals, The Sugarmill: The Socioeconomic Complex of Sugar in Cuba, 1760-1860 (New York: Monthly Review Press, 1976).

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muerte social (en conjunto, expulsión de la humanidad). Por cierto, como estructura político-jurídica, la plantación es un espacio en que el esclavo pertenece al amo. No es una comunidad sino por la sola definición; una comunidad implica el ejercicio del poder del discurso y del pensamiento. Como dice Paul Gilroy, “los patrones extremos de la comunicación definidos por la institución de la esclavitud de la plantación dictan que reconozcamos a las ramificaciones anti-discursivas y extra-lingüísticas del poder operante al modelarse los actos comunicativos. Puede no haber, después de todo, reciprocidad en la plantación más allá de las posibilidades de rebelión y suicidio, de la huída y del silencioso duelo, y ciertamente no hay unidad gramatical de discurso para mediar la razón comunicativa. En muchos sentidos, los habitantes de la plantación viven asincrónicamente.”35 Como instrumento laboral, el esclavo tiene un precio. Como propiedad, él o ella tienen un valor. Su labor es requerida y usada. El esclavo es, en consecuencia, mantenido vivo pero en un estado de injuria, en un fantasmal mundo de horrores y de intensas crueldad y profanidad. El tenor violento de la vida del esclavo es manifestado a través de la disposición del capataz para comportarse cruel e intemperantemente, en el espectáculo de la agonía infligida al cuerpo del esclavo.36 La violencia, aquí, se convierte en un elemento en los modales,37 como el apalear o el arrebatar la vida misma del esclavo: un acto de capricho y de destrucción pura destinado a inducir terror.38 La vida esclava, en muchos casos, es una forma de muerte en vida. Como Susan Buck-Morss ha sugerido, la condición esclava produce una contradicción entre la libertad de propiedad [freedom of property] y la libertad personal [freedom of person]. Una relación desigual es establecida con la inequidad del poder sobre la vida. Este poder sobre la vida de otro adquiere la forma del comercio: la humanidad de una persona es disuelta hasta el punto en que se vuelve posible decir que la vida del esclavo es poseída por el amo.39 Puesto que la vida del esclavo es como una “cosa” poseída por otra persona, la existencia del esclavo resulta ser la perfecta figura de una sombra.

A pesar del terror y del encadenamiento simbólico del esclavo, él (o ella) mantiene perspectivas alternativas frente al tiempo, al trabajo y al sí mismo. Este es el segundo elemento paradójico del mundo de la plantación como manifestación del estado de excepción. Siendo tratado como si no existiera ya más que como una somera herramienta y un instrumento de producción, el esclavo es capaz, sin embargo, de acarrear casi cualquier objeto, instrumento, lenguaje o gesto hacia un desempeño y entonces estilizarlo. Al romper con el desarraigo y el puro mundo de cosas del que tan sólo comporta un fragmento, el esclavo es capaz de demostrar las capacidades proteanas40 del vínculo humano a través de la música y el cuerpo mismo que suponía ser poseído por otro.41 35 Gilroy, Black Atlantic, 57.36 Véase Frederick Douglass, Narrative of the Life of Frederick Douglass, an American Slave, ed., Houston A. Baker (New York: Penguin, 1986).37 El término modales es utilizado aquí para denotar los vínculos entre la cortesía social y el control social. De acuerdo con Norbert Elias, los modales personifican lo que es “considerado comportamiento socialmente aceptable,” los “preceptos de conducta,” y el marco común para la “convivencia.” The History of Manners, vol. 1, The Civilizing Process, trad. Edmund Jephcott (New York: Panteón, 1978), cap. 2.38 “Cuanto más fuerte gritaba ella, más severamente la azotaba él, y en donde más rápido corriera la sangre, lo más largamente azotaba allí, dice Douglass en su narración sobre el azotamiento de su tía por parte de Mr. Plumier. Él habría de azotarla para hacerla gritar, azotarla para hacerla clamar, y hasta no llegar a la fatiga no habría de cesar de blandir le látigo ensangrentado… Era un espectáculo de lo más cruento.” Douglass, Narrative of the Life, 51. Sobre el asesinato de esclavos por sorteo, véase 67 – 68.39 Susan Back-Morss, “Hegel and Haiti”, Critical Inquiry 26 (2000); 821 – 66.40 Relativas a Proteo, del mito griego de los orígenes de la condición humana y animal. (N. del T.)41 Roger D. Abrahams, Singing the Master: the Emergente of African American Culture in the Plantation South (New York: Pantheon, 1992).

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Si la relación entre la vida y la muerte, la política de la crueldad y la simbólica de la profanidad son desdibujadas en el sistema de plantación, es notable que en la colonia y bajo el régimen de apartheid42 resulte gestarse como una formación peculiar de terror sobre la que volveré ahora.43 La más original característica de esta formación de terror es la concatenación del biopoder, el estado de excepción y el estado de sitio. Crucial para esta concatenación es, una vez más, la raza.44 De hecho, las más de las veces la selección de razas, la prohibición de los matrimonios mixtos, la esterilización forzada o aun la exterminación de los pueblos vencidos tienen ocasión de probarse por vez primera en el mundo colonial. Aquí vemos la primera síntesis entre la masacre y la burocracia, encarnación de la racionalidad Occidental.45 Arendt desarrolla la tesis de que existe un vínculo entre el nacional-socialismo y el imperialismo tradicional. De acuerdo con ella, la conquista colonial reveló un potencial para la violencia previamente desconocido. Lo que uno atestigua en la Segunda Guerra Mundial es la extensión de los métodos previamente reservados para los “salvajes” a los pueblos “civilizados.”

Que las tecnologías que terminaron por producir el Nazismo pudieron haberse originado en la plantación o en la colonia o que, por el contrario —una tesis de Foucault—, el Nazismo y el Estalinismo no hicieron más que amplificar una serie de mecanismos que ya existían en las formaciones políticas y sociales de Europa Occidental (la subyugación del cuerpo, las regulaciones de salud, el Darwinismo social, la Eugenesia, las teorías médico-legales de la herencia, la degeneración y la raza) es, al final, irrelevante. Un hecho prevalece sin embargo: en el pensamiento filosófico moderno y en la práctica política Europea y su imaginario, la colonia representa el sitio en que la soberanía consiste fundamentalmente en el ejercicio del poder fuera de la ley (ab legibus solutus) y en que la “paz” resulta propensa a adoptar el rostro de una “guerra sin término.”

Sin duda, a una perspectiva así corresponde la definición de soberanía de Carl Schmitt al comienzo del siglo veinte, a saber, el poder de decidir en el estado de excepción. Para evaluar propiamente la eficacia de la colonia como una formación de terror, necesitamos dar un rodeo por el imaginario Europeo mismo en cuanto se relaciona al asunto crítico de la domesticación de la guerra y la creación de un orden jurídico Europeo (Jus publicum Europaeum). En la base de este orden se encontraban dos principios clave. El primero postulaba la igualdad jurídica de todos los Estados. Esta igualdad se encontraba notablemente aplicada al derecho de emprender la guerra (de tomar la vida). El derecho a la guerra significaba dos cosas. Por un lado, matar o concluir la paz se reconocían como funciones preeminentes de cualquier Estado. Esto iba de la mano del reconocimiento del hecho de que ningún Estado podría efectuar 42 Es decir, régimen de segregación racial. (N. del T.)43 En lo que sigue, estoy al tanto del hecho de que las formas coloniales de soberanía fueron siempre fragmentarias. Eran complejas, “menos interesadas en la legitimación su propia presencia y más excesivamente violentas que las formas Europeas.” Igual de importante, “los Estado Europeos nunca tuvieron la intensión de gobernar los territorios con las mismas uniformidad e intensidad que aplicaban a sus propias poblaciones.” T. B. Hansen y Finn Stepputat, “Cuerpos Soberanos: Migrantes y Estados en el Mundo Postcolonial” ¨(paper, 2002).44 En The Racial State (Malden, Mass: Blackwell, 2002), David Theo Goldberg aduce que a partir del siglo diecinueve hay al menos dos tradiciones históricas en competencia de la racionalización racial: el naturismo (basado en la proclama de una inferioridad) e historicismo (basado en la proclama de una “inmadurez” histórica —y en consecuencia “educabilidad”— de los nativos). En una conversación privada (23 de Agosto del 2002) adujo que estas dos tradiciones se comportaban diferente cuando habían de versar sobre la soberanía, los estados de excepción y las formas del necropoder. Según su perspectiva el necropoder puede adquirir múltiples formas: el terror de la muerte de facto; o una forma más “benevolente”, resultado de la cual es la destrucción de una cultura en orden a “salvar a la gente” de sí misma.45 Arendt, Origins of Totalitarianism, 185 – 221.

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proclama alguna fuera de sus fronteras. Pero, a la inversa, el Estado no podía reconocer autoridad que lo excediera al interior de sus propios límites. Por el otro lado, el Estado, por su parte, se dio a la tarea de “civilizar” las maneras de matar y de atribuir objetivos racionales a este mismo acto.

El segundo principio está relacionado con la territorialización del Estado soberano, esto es, con la determinación de sus fronteras en el contexto de un recientemente impuesto orden global. En este contexto, el Jus publicum asume rápidamente la forma de una distinción entre, de un lado, aquellas partes del globo que se hallan disponibles para la apropiación colonial y, del otro, Europa misma (en donde el Jus publicum había de ejercer el dominio).46 Esta distinción, como veremos, es crucial en términos de evaluar la eficacia de la colonia como una formación de terror. Bajo el Jus publicum, una guerra legítima es, en gran medida, una guerra conducida por un Estado en contra de otro o, más precisamente, una guerra entre Estados “civilizados”. La centralidad del Estado en el cálculo de la guerra deriva del hecho de que el Estado es el modelo de la unidad política, un principio de organización racional, la personificación de la idea de lo universal, así como un signo moral.

En el mismo contexto, las colonias resultan similares a las fronteras. Se hallan habitadas por “salvajes.” Las colonias no se encuentran organizadas en la forma de un Estado; tampoco han creado un mundo humano. Sus ejércitos no forman una entidad distinta, y sus guerras no se efectúan entre ejércitos regulares. Éstos no implican la movilización de sujetos soberanos (ciudadanos) que se respetan entre sí como enemigos. No establecen una distinción entre los combatientes y los no combatientes o, nuevamente, entre “enemigo” y criminal.”47 Es así posible concluir la paz con ellos. En suma, las colonias son zonas en las que la guerra y el desorden, las figuras internas y externas de lo político, se sitúan lado con lado o alternan recíprocamente. Como tales, las colonias son por excelencia la locación en que los controles y garantías del orden judicial pueden suspenderse –la zona en que la violencia del estado de excepción es dispuesta para operar en servicio de la “civilización.”

Que las colonias han de ser gobernadas en absoluta ilegalidad proviene de la radical denegación de un lazo común entre el conquistador y el nativo. A los ojos del conquistador, la vida salvaje es tan sólo otra forma de vida animal, una hórrida experiencia, algo ajeno más allá de la imaginación o la comprensión. De hecho, de acuerdo con Arendt, lo que hace a los salvajes diferentes del resto de los humanos es menos el color de su piel que el miedo que infunde el que se comporten como una parte de la naturaleza, el que traten a la naturaleza como su indisputable patrono. La naturaleza permanece así, en toda su majestad, como una irrefrenable realidad comparados con la cual figuran cuales espectros, irreales, fantasmales. Los salvajes son, por así decir, seres humanos “naturales” que carecen del carácter específicamente humano, de la realidad específicamente humana, “de forma que cuando los Europeos los masacraron no estaban al tanto, de cierto modo, de que cometían asesinato.”48

Por todas las razones anteriores, el derecho soberano a matar no se halla sujeto a regla alguna en las colonias. En las colonias, el soberano ha de matar en cualquier momento y de cualquier manera. La guerra colonial no se halla sujeta a reglas legales e institucionales. En cambio, el terror colonial se entrelaza con fantasías y ficciones de salvajismo y muerte colonialmente generadas para crear el efecto de lo real.49 La paz no es necesariamente el producto de una guerra colonial. De hecho, la distinción entre 46 Etienne Balibar, « Prolégomènes à la souveranité : la frontière, l’Etat, le peuple », Les temps modernes610 (2000) : 54 – 55. 47 Eugene Victor Walter, Terror and Resistance: A Study of Political Violence with Case Studies of Some Primitive African Communities (Oxford: Oxford University Press, 1969).48 Arendt, Origins od Totalitarianism, 192.

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guerra y paz es inoperante. Las guerras coloniales son concebidas como la expresión de una hostilidad absoluta que sitúa al conquistador en contra de un enemigo absoluto.50

Toda manifestación de guerra y hostilidad que ha sido marginada por un imaginario legal Europeo encuentra lugar para resurgir en las colonias. Aquí, la ficción de una distinción entre los “fines de la guerra” y los “medios de la guerra” colapsa; asimismo la ficción de que la guerra funciona como un combate reglamentariamente gobernado, en oposición a una mera carnicería sin riesgo o justificación instrumental. Se vuelve fútil, en consecuencia, intentar resolver una de las intratables paradojas de guerra que bien captó Alexandre Kojève en su reinterpretación de la Fenomenología del Espíritu: sus simultáneos idealismo y aparente inhumanidad.51

Necropoder y la Tardía Ocupación Colonial Moderna

Podrá pensarse que las ideas desarrolladas antes se relacionan con un pasado distante. En el pasado, indudablemente, las guerras imperiales tenían de cierto el objetivo de destruir poderes locales, de instalar tropas y de instituir nuevos modelos de control militar sobre poblaciones civiles. Un grupo de auxiliares locales podía asistir la administración de los territorios conquistados que se anexaban al imperio. Al interior del imperio, las poblaciones vencidas eran dotadas de un estatuto que consagraba su ultraje. Dentro de estas configuraciones, la violencia constituía la forma original del derecho, y la excepción proveía la estructura de la soberanía. Cada estadio del imperialismo envolvía también ciertas tecnologías clave (la lancha cañonera, la quinina, las líneas del barco de vapor, los cables del telégrafo submarino y las ferrovías coloniales).52

La Ocupación Colonial misma fue un asunto de requisa, de delimitación y de afirmación de control sobre un área físico-geográfica, una cuestión de trazar sobre el suelo un nuevo juego de relaciones sociales y espaciales. La escritura de nuevas relaciones espaciales (territorialización) fue, al fin y al cabo, equivalente a la producción de fronteras y de jerarquías, de zonas y enclaves; de la subversión de arreglos de propiedad existentes; de la clasificación de la gente de acuerdo con diferentes categorías; de la extracción de recursos; finalmente, de la manufactura de una larga reserva de imaginarios culturales. Estos imaginarios dieron significación a la promulgación de derechos diferenciales para diferenciar categorías de gente por diferentes motivos al interior de un mismo espacio; en resumen, el ejercicio de la soberanía. El espacio era, de este modo, la materia prima de la soberanía y de la violencia que cargaba consigo. Soberanía significaba ocupación, y ocupación significaba relegar al colonizado a una tercera zona entre subjetualidad [subjecthood] y objetualidad [objecthood].53

Tal fue el caso del régimen de apartheid en Sudáfrica. Allí, la municipalidad [township]54 fue la forma estructural y las tierras nativas [home lands] se convirtieron

49 Para una consistente interpretación de este proceso, véase Michael Taussig, Shamanism, Colonialism and the Wild Man: A Study in Terror and Healing (Chicago: University of Chicago Press, 1987).50 Sobre el “enemigo”, véase L’ ennemi, número especial, Raisons politiques, no. 5 (2002).51 Kojève, Introduction à la lectura de Hegel.52 Véase Daniel R. Headrick, The Tools of the Empire: Technology and European Imperialism in the Nineteenth Century (New York: Oxford University Press, 1981).53 Se refiere esto, pues, al carácter de ser un sujeto —correspondiente en su más acabada expresión al conquistador— en contraste con el de ser un objeto —correspondiente al salvaje—, no siendo mero objeto el último por tener uso de moción propia y participación lingüística –lo que, empero, no menciona el autor del texto. (N. del T.)54 En África, los municipios o ayuntamientos a los que aquí se hace referencia tenían la estructura de distritos segregados; obsérvese que la referencia a la “municipalidad” no está vinculada con los sistemas

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en reservas (bases rurales) en que el flujo de la labor migratoria podía ser regulado y la urbanización Africana sometida a vigilancia.55 Como ha mostrado Belinda Bozzoli, el municipio en particular era un sitio en que “severas opresión y pobreza eran experimentadas sobre una base radical y de clase.”56 Formación sociopolítica, cultural y económica, el municipio era una peculiar institución espacial científicamente planeada para propósitos de control.57 El funcionamiento de las tierras nativas y de los municipios conllevaba severas restricciones de producción para el mercado de negros en áreas blancas, el acabóse de la propiedad territorial por parte de negros salvo por áreas de reserva, la ilegalización de la residencia de negros en granjas de blancos (salvo como siervos bajo el empleo de éstos), el control del influjo humano y, más tarde, la denegación de la ciudadanía a Africanos.58

Frantz Fanon describe la espacialización de la ocupación colonial en vívidos términos. Para él, la ocupación colonial acarrea, primero y principalmente, una división del espacio en compartimientos. Involucra el establecimiento de límites y de fronteras internas personificadas por barracones y estaciones de policía; se encuentra regulada por el lenguaje de la pura fuerza, la inmediata presencia y la frecuente y directa acción; está establecida sobre el principio de le exclusividad recíproca.59 Pero lo más importante, es la manera misma en que el necropoder opera: “El pueblo perteneciente a la gente colonizada… es un sitio de mala fama, poblado por hombres de inicua reputación. Es allí donde nacen sin importar dónde o cómo; es allí donde mueren sin que importe dónde o cómo. Es un mundo sin espacialidad; los hombres viven ahí el uno encima del otro. El pueblo nativo es un pueblo hambriento, privado de pan, de carne, de zapatos, de carbón, de luz. El pueblo nativo es una aldea acuclillada, un pueblo sobre sus rodillas.”60

En este caso, la soberanía significa la capacidad de definir quién importa y quién no, quien se encuentra disponible y quién no.

La tardía-moderna ocupación colonial difiere en muchos modos de la ocupación temprana-moderna, particularmente por lo que respecta a su combinación de lo disciplinario, lo biopolítico y lo necropolítico. La forma mejor consumada de necropoder es la ocupación colonial de Palestina.

Aquí, el Estado colonial deriva su principal proclama de soberanía y legitimidad de la autoridad de su propia y particular narrativa de la historia y de la identidad. Esta narrativa se encuentra ella misma sustentada por la idea de que el Estado tiene un derecho divino a existir; tal narrativa compite con otra por el mismo sagrado lugar. Puesto que las dos narrativas son incompatibles y las dos poblaciones se encuentran inextricablemente entrelazadas, cualquier demarcación del territorio sobre la base de la pura identidad es casi imposible. Violencia y soberanía, en este caso, pregonan una fundación divina: la pertenencia grupal misma [peoplehood] es forjada por el culto a una deidad, y la identidad nacional es imaginada como una identidad en contra del Otro, de otras deidades.61 La historia, la geografía, la cartografía y la arqueología son supuestas para la sustentación de estas proclamas, ligando casi, de este modo, a la

municipales de la especie del sistema de cargos, etc., sino a localidades subordinadas y bloqueadas gobernadas por autoridades coloniales. (N. del T.)55 Sobre municipalidad [township], véase G. G. Maasdorp y A. S. B. Humphreys, eds., From Shantytown to township: An Economic Study of African Poverty in a South African City (Cape Town: Iuta, 1975).56 Belinda Bozzoli, “Why Were the 1980’s ‘Millenarian’? Style, Repertoire, Space and Authority in South Africa Black Cities”, Journal of Historical Sociology 13 (2000): 79.57 Bozzoli, “Why Were the 1980’s ‘Millenarian’?”58 Véase Herman Giliomee, ed., Up against the Fences: Passes and privileges in South Africa (Cape Town: David Philip, 1985); Francis Wilson, Migrant Labour in South Africa (Johannesburg: Christian Insitute of South Africa, 1972).59 Frantz Fanon, The Wretched of the Earth, trad. C. Farrington (New York: Grove Weidenfeld, 1991), 39.60 Frantz Fanon, The Wretched of the Earth, 37 – 39.

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identidad y a la topografía. Como consecuencia, violencia y ocupación coloniales se encuentran profundamente afianzadas por el sagrado terror de la verdad y la exclusividad (expulsión de masas, reacomodo de “apátridas” en campos de refugiados, establecimiento de nuevas colonias). Al pie del terror de lo sagrado están la constante excavación de huesos extraviados; la permanente remembranza de un cuerpo desgarrado, exhumado en un millar de piezas sin ser el mismo; los límites o, mejor, la imposibilidad de representarse uno algún “crimen original”, una inenarrable muerte: el terror del Holocausto.62

Para regresar a la lectura espacial de Fanon sobre la ocupación colonial, la tardía-moderna ocupación colonial en Gaza y el West Bank presenta tres características principales en relación con la producción de la específica formación de terror que he denominado necropoder. Lo primero es la dinámica de la fragmentación territorial, el acordonamiento y la expansión de los establecimientos. El objetivo de este proceso es doble: volver cualquier movimiento imposible e implementar separación a lo largo del modelo de Estado de apartheid. Los territorios ocupados son, merced a esto, divididos en una intrincada red de límites internos y de diversas celdas aisladas. De acuerdo con Eyal Weizmann, partiendo de la división planar63 de un territorio que abarca un principio de creación de fronteras tridimensionales que atraviese los asentamientos soberanos, esta dispersión y segmentación claramente redefine la relación entre la soberanía y el espacio.64

Para Weizmann, estas acciones constituyen “la política de la verticalidad.” La forma de soberanía resultante puede así ser llamada “soberanía vertical.” Bajo el régimen de una soberanía vertical, la ocupación colonial opera por medio de esquemas de sobre- y sub-tránsito, una separación del espacio aéreo y del suelo. El suelo a su vez es dividido en la corteza y lo subterráneo. La ocupación colonial también ha sido dictaminada por la pura naturaleza del terreno y sus variaciones topográficas (crestas y valles, montañas y asentamientos de agua). Así, el terreno elevado ofrece ventajas estratégicas que no se hallan en los valles (efectividad de la vista, auto-protección, fortificación panóptica que genera miras para diversos objetivos). Dice Weizmann: “Los emplazamientos podrían ser vistos como dispositivos ópticos urbanos de vigilancia y de ejercicio del poder.” Bajo las condiciones de la tardía-moderna ocupación colonial, la vigilancia se orienta tanto hacia el interior como hacia el exterior, el ojo actúa como un arma y viceversa. En vez de la conclusiva división entre dos naciones al otro lado de una línea fronteriza, “la organización del terreno particular del West Bank ha creado múltiples separaciones, fronteras provisionales, que se relacionan entre sí mediante la vigilancia y el control,” de acuerdo con Weizmann. En estas circunstancias, la ocupación colonial no es tan sólo semejanza de control, vigilancia y separación, sino al par tanto como aislamiento. Es una ocupación cismática, pareja a las líneas del urbanismo cismático característico de la modernidad tardía (enclaves suburbanos o comunidades cercadas).65

61 Véase Regina M. Schwartz, The Curse of Cain: The Violent Legacy of Monotheism (Chicago: University of Chicago Press, 1997).62 Véase Lydia Flem, L’Art et la mémoire des camps : Représenter exterminer, ed. Jean-Luc Nancy (París : Seuil, 2001).63 En la teoría de gráficas, una gráfica planar es una tal que puede ser trazada sobre el plano de modo que no interseque arista alguna, esto es, que pueda ser “embebido” en un plano. Se le denomina también grafo plano. (N. del T.)64 Véase Eyal Weizman, “The Politics of Verticality”, openDemocracy (Publicación en Web en www.openDemocracy.net), 25 de Abril de 2002.65 Véase Stephen Graham. y Simon Marvin, Splintering Urbanism: Networked Infrastructures, Technological Mobility and the Urban Condition (London: Routledge, 2001).

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Desde un punto de vista infraestructural, una forma cismática de la ocupación colonial está caracterizada por una red de trabajo de vías de paso rápidas, así como túneles que serpentean encima y por debajo el uno del otro en orden a mantener el “principio de exclusividad recíproca” Fanoniano. De acuerdo con Wiezmann, “las vías de paso intentan separar las redes de trabajo israelitas de las de Palestina, preferentemente sin permitirles en modo alguno cruzarse. Enfatizan, por ende, la superposición de dos geografías separadas que habitan un mismo paisaje. En los sitios en que estas redes de hecho se cruzan, una separación es creada de improviso. De lo más frecuente resulta que se caven pequeñas calzadas de tierra para permitir a los palestinos pasar por debajo de las rápidas, amplias carreteras sobre las que se apresuran camionetas israelíes y vehículos militares entre los emplazamientos.”66

Bajo las condiciones de la soberanía vertical y la ocupación colonial cismática, las comunidades están separadas en un eje-y. Esto conduce a una proliferación de los focos de violencia. Los campos de batalla no se localizan tan sólo sobre la superficie de la tierra. Lo subterráneo, cono también el espacio aéreo, son transformados en zonas de conflicto. No hay continuidad entre el suelo y el cielo. Aun, las fronteras en el espacio aéreo se encuentran divididas en estratos superiores e inferiores. Por todas partes se ve reiterada la simbólica de la cima (quién está en la cima). La ocupación de los cielos, por lo mismo, adquiere una importancia crítica, dado que la mayor parte de la vigilancia se realiza desde el aire. Varias otras tecnologías son movilizadas para estos efectos: sensores a bordo de vehículos aéreos no tripulados (UAV, unmaned air vehicles), jets de reconocimiento aéreo, tempranos aviones de alerta Hawkeye, helicópteros de asalto, un satélite de observación terrestre, técnicas de “hologramatización.” Matar se vuelve algo dirigido con precisión.

Tal precisión se combina con las tácticas medievales de sitio de guerra adaptadas a la extensión descontrolada de los campos de refugiados. Un orquestado y sistemático sabotaje de la infraestructura social y urbana de las redes enemigas complementa la apropiación de la tierra, del agua y de los recursos aéreos. Crítica también para estas técnicas de inhabilitación del enemigo es la demolición: derrumbe de casas y ciudades; tumba de árboles de olivo; contaminación de tanques de agua con balas; bombardeo e interferencia de las comunicaciones electrónicas; excavación de vías; destrucción de transformadores eléctricos; desdibujo de las pistas de los aeropuertos; inhabilitación de transmisores de radio y televisión; despeñamiento de computadoras; pillaje de símbolos político-burocráticos del Estado proto-Palestino; saqueo de equipo médico. En otras palabras, guerra infraestructural.67 Mientras que el helicóptero de combate Apache se utiliza para patrullar el aire y matar desde las alturas, el demoledor armado (el Catrpillar D-9) es utlilizado sobre el suelo como arma de guerra e intimidación. En contraste con la temprana-moderna ocupación colonial, estas dos armas establecen la superioridad de las herramientas de alta tecnología para el terror tardío-moderno.68

Como resulta ilustrar el caso palestino, la tardía-moderna ocupación colonial es una concatenación de múltiples poderes: el disciplinario, el biopolítico y el necropolítico. La combinación de los tres asigna al poder colonial una dominación absoluta sobre los habitantes del territorio ocupado. El mismo estado de sitio es una institución militar. Permite la modalidad del asesinato que no distingue entre enemigo interno y enemigo externo. Poblaciones enteras son el objetivo del soberano. Los

66 Weizman, “Politics of Verticality.”67 Véase Stephen Graham, “‘Clean Territory’: Urbicide in the West Bank,” openDemocracy (publicación en la Red en www.openDemocracy.net), 7 de Agosto de 2002.68 Compárese con la variedad de nuevas bombas que utilizó E.U. durante la Guerra del Golfo y en la Guerra de Kosovo, dirigidas espacialmente a hacer diluviar cristales de grafito para deshabilitar del todo las estaciones de poder eléctrico y distribución.

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pueblos y villas sitiados son acordonados y extirpados del mundo. La vida diaria es militarizada. La libertad le es dada a comandantes militares locales para usar su discreción respecto de cuándo y a quién disparar. El movimiento entre las celdas territoriales requiere permisos formales. Las instituciones locales son sistemáticamente destruidas. La población asediada es privada de sus medios de ingreso. El asesinato invisible se adhiere a las ejecuciones manifiestas.

Máquinas de guerra y Heteronomía

Después de haber analizado las obras del necropoder bajo las condiciones de la tardía-moderna ocupación colonial, me gustaría volver ahora sobra las guerras contemporáneas. Les guerras contemporáneas corresponden a un nuevo momento y difícilmente pueden ser entendidas a través de teorías pasadas de “violencia contractual” o tipologías de guerra “justa” e “injusta” o aun del instrumentalismo69 de Carl von Clausewitz. De acuerdo con Zygmunt Bauman, las guerras de la era de la globalización no incluyen la conquista, la adquisición y la toma del poder sobre un territorio entre sus objetivos. Idealmente, son asuntos de asesto y huida.

El creciente intervalo entre los medios de alta y baja tecnología de guerra nunca fue tan evidente como lo fue en la Guerra del Golfo y en la campaña de Kosovo. En ambos casos, la doctrina de una “irreprimible o decisiva fuerza” fue implementada en su totalidad gracias a la revolución tecnológico-militar que ha multiplicado la capacidad para la destrucción en formas sin precedentes.70 La guerra aérea, en lo que respecta a la altitud, a la artillería, a la visibilidad y a la planeación es uno de los casos aquí señalados. Durante la Guerra del Golfo, el uso combinado de bombas inteligentes y de bombas revestidas con uranio empobrecido (DU, depleted uranium), armas de alta tecnología y largo alcance, sensores electrónicos, misiles guiados por láser, bombas de municiones y de asfixiamiento, modalidades de no-detección,71 vehículos aéreos auto-dirigidos y cyber-inteligencia hizo mermar rápidamente las capacidades enemigas.

En Kosovo, la “degradación” de las capacidades serbias adoptó el carácter de una guerra infraestructural que señalizó y destruyó puentes, vías férreas, carreteras, redes de comunicación, depósitos de petróleo, plantas de calefacción, estaciones de poder y sistemas de tratamiento hidráulico. Como podrá conjeturarse, la ejecución de tal estrategia militar, especialmente combinada con la imposición de sanciones, resuelve en una paralización del sistema de manutención de la vida del enemigo. El aún perseverante daño a la vida civil es particularmente ejemplar al respecto. Por ejemplo la destrucción del complejo petroquímico de Pancevo, a las afueras de Belgrado, durante la campaña de Kosovo, que “dejó las cercanías tan intoxicadas de cloruro de vinillo, de amonio, mercurio, nafta y dioxina, que las mujeres embarazadas fueron impelidas a efectuar abortos y se advirtió a las mujeres locales que debían evadir el embarazo por dos años.”72

69 Véase Michael Walter, Just and Unjust War: A Moral Argument with Historical Illustrations (New York: Basic books, 1977).70 Benjamín Ederington y Michael J. Mazan, eds., Turning Point: The World War and U.S. Military Strategy (Boulder, Colo.: Westview, 1994).71 Se refiere a la capacidad de los aviones de combate o vehículos de guerra que pueden pasar inadvertidos por los radares. El término en ingles es “stealth capability.” (N. del T.)72 Thomas W. Smith, “The Law of War: Legitimizing Hi-Tech and Infrastructural Violence,” International Studies Quarterly 46 (2002): 367. Sobre Irak, véase G. L. Simons, The Scourging of Iraq: Sanctions, Law and Natural Justice, 2° ed. (New York: St. Martin’s, 1998); véase también A. Shehabaldin y W. M. Laughlin Jr., “Economic Sanctions against Iraq: Human and economic Costs,” International Journal of Human Rights 3, no. 4 (2000): 1 – 18.

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Las guerras de la era de la globalización, así, aspiran a forzar al enemigo a la sumisión sin importar las consecuencias inmediatas, los efectos adyacentes y los “daños colaterales” de las acciones militares. En este sentido, las guerras contemporáneas guardan más semejanza con la estrategia de guerra de los nómadas que con la de las naciones sedentarias o con las guerras territoriales de la modernidad de “conquista y anexión.” En palabras de Bauman: “Hacen estribar su superioridad sobre la población colonizada en la velocidad de su propio movimiento; su propia habilidad para descender de la nada sin ser detectados y volver a desvanecerse sin previo aviso, su capacidad para viajar ligero y no vérselas con la clase de pertenencias que obstruyen la movilidad y el potencial de maniobra de la gente sedentaria.”73

Este nuevo momento es uno de movilidad global. Una característica importante de la era de la movilidad global es que las operaciones militares y el ejercicio del derecho a matar no son más el solo monopolio de los Estados, y que el “ejército regular” no es más la única modalidad para llevar a efecto estas funciones. La proclama de suprema o última autoridad en un espacio político particular no tiene lugar fácilmente. En vez de esto, un remiendo de incompletos y traslapados derechos a gobernar emerge, inextricablemente superpuesto y enmarañado, en que diferentes instancias de facto jurídicas son geográficamente entretejidas y en que las filiaciones plurales, suzeranías74 asimétricas y los enclaves abundan.75 En esta organización heterónoma de derechos y proclamas territoriales, tiene poco sentido insistir sobre la distinción entre los dominios políticos “interno” y “externo”, separados claramente por fronteras demarcadas.

Tomemos a África como ejemplo. Aquí, la economía política, ya bajo la condición de Estado [statehood], cambió dramáticamente en el último cuarto del Siglo Veinte. Muchos Estados Africanos no pueden más proclamar un monopolio sobre la violencia y sobre las medidas de coerción al interior de su territorio, ni aun más sobre sus confines territoriales. La coerción misma se ha vuelto una mercadería. El poder militar humano es comprado y vendido en un mercado en que la identidad de los proveedores y los consumidores significa básicamente nada. Las milicias urbanas, los ejércitos privados, los ejércitos de patrones locales, las firmas privadas de seguridad y los ejércitos de Estado proclaman, todos ellos, el derecho a ejercer la violencia o a matar. Los Estados colindantes o los movimientos rebeldes alquilan ejércitos a los Estados pobres. Los ejecutores de la violencia, carentes de Estado, aportan dos recursos coactivos críticos: mano de obra y minerales. Cada vez más, la mayoría de los ejércitos se hallan compuestos por soldados civiles, por niños soldados, mercenarios y corsarios [privateers].76

73 Zygmunt Bauman, “Wars of the Globalization Era,” European Journal of Social Theory 4, no. 1 (2001): 15. “Remotos como se encuentran de sus ‘objetivos’, alargándose por sobre aquellos a quienes golpean demasiado rápido para atestiguar la devastación que causan y la sangre que derraman, los pilotos convertidos en operadores de computadora difícilmente tienen oportunidad de mirar a sus víctimas de frente y de sondear la miseria humana que han sembrado,” adhiere Bauman. “Los militares profesionales de nuestro tiempo no miran cadáveres ni heridas. Han de dormir bien; sin cargos de conciencia que los mantengan despiertos” (27). Véase también “Penser la guerre aujourd’hui,” Cahiers de la Villa Gillet no. 16 (2002) : 75 – 152.74 “Suzerainty”, suzeranía es un vocablo que refiere la situación política de una región o sociedad que rinde tributo a una entidad más poderosa, misma que, mientras le permite a su tributante una restringida autoridad doméstica, domina sin embargo los asuntos internacionales de este último. Proviene del antiguo francés suserain, que se compondría de sus, desde abajo, y souverain, soberano: mirar a un soberano desde abajo, probablemente. (N. del T.)75 Achille Mbembe, “At the Edge of the World: Boundaries, Territoriality, and Sovereignity in Africa,” Public Culture 12 (2000): 259 – 84.76 En la ley internacional, los “corsarios” [privateers] son definidos como “embarcaciones pertenecientes a dueños privados que navegan bajo una comisión de guerra que otorga poderes a los mismos para llevar

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Al lado de los ejércitos ha emergido en consecuencia lo que, siguiendo a Deleuze y a Guatari, podríamos denominar máquinas de guerra.77 Las máquinas de guerra se componen de segmentos de hombres armados que se separan o se fusionan dependiendo de las tareas a desempeñar y de las circunstancias. Polimorfas y difusas organizaciones; las máquinas de guerra se caracterizan por su capacidad para la metamorfosis. Su relación con el espacio es móvil. A veces, gozan de complejos vínculos con las formas de Estado (desde la autonomía hasta la incorporación). El Estado debe, por sus propios medios, transformarse en una máquina de guerra. Debe, más aun, apropiarse de una máquina de guerra existente o colaborar en la creación de una. Las máquinas de guerra funcionan tomando prestado de los ejércitos regulares y al par incorporando nuevos elementos bien adaptados al principio de segmentación y desterritorialización. Los ejércitos regulares, en cambio, deben asimismo apropiarse de algunas de las características de las máquinas de guerra.

Una máquina de guerra combina una pluralidad de funciones. Posee las particularidades de una organización política y una compañía mercantil. Opera a través de la captura y la depredación y puede incluso acuñar su propia moneda. En orden a impulsar la extracción y la exportación de recursos naturales localizados en el territorio que controlan, las máquinas de guerra forjan conexiones directas con redes trasnacionales. Las máquinas de guerra emergieron en África durante el último cuarto del Siglo Veinte en directa relación con la erosión de la capacidad del Estado postcolonial para construir los cimientos económicos de la autoridad política y del orden. Esta capacidad involucra elevar los ingresos y comandar y regular el acceso a los recursos naturales al interior de un territorio bien definido. A mediados de la década de 1970, cuando la habilidad del Estado para mantener esta capacidad comenzó a erosionarse, emergió allí un bien definido vínculo entre la inestabilidad monetaria y la fragmentación espacial. En la década de 1980, la brutal experiencia de la pérdida espontánea del valor del dinero se volvió más un lugar común, yendo varios países a parar en ciclos de hiperinflación (la cual involucraba maniobras tales como el reemplazo de una divisa). Durante las últimas décadas del Siglo Veinte, la circulación monetaria tuvo su influjo sobre el Estado y la sociedad en al menos dos maneras diferentes.

Primero, hemos visto generalmente un agotamiento de los activos disponibles y su gradual concentración a lo largo de ciertos canales, estando el acceso a los mismos sujeto a condiciones crecientemente draconianas. Como resultado, el número de individuos provistos de los medios materiales para controlar subordinados mediante la creación de deudas ha decrecido abruptamente. Históricamente, capturar y sujetar subordinados a través del mecanismo del endeudamiento han sido siempre un aspecto central tanto de la producción del pueblo como de la constitución del lazo político.78

Tales lazos fueron cruciales en la determinación del valor de las personas y en la estimación de su utilidad. Cuando su valor y utilidad no resultaban probados, podían entonces ser despachados como esclavos, peones o clientes.

Segundo, la afluencia controlada y la sujeción de los movimientos monetarios alrededor de las zonas en que ciertos recursos específicos son extraídos ha hecho posible la formación de economías de enclave y ha virado el viejo cálculo entre la gente

a cabo acciones de hostilidad permisibles en el mar por los usos de la guerra.” Yo utilizo el término aquí para referirme a las formaciones armadas que actúan independientemente de cualquier organización política o sociedad, en la búsqueda de intereses privados, sea esto bajo la máscara del Estado o no. Véase Janice Thomson, Mercenaries, Pirates, and Sovereigns, (Princeton, N. J.: Princeton University, 1997).77 Pilles Deleuze y Felix Guatari, Capitalismo et schizophrenie (París : Editions de minuit, 1980), 434 – 527.78 Joseph C. Millar, Way of Death: Merchant capitalism and the Angolan Slave Trade, 1730 – 1830 (Madison: University of Wisconsin Press, 1988), especialmente caps. 2 y 4.

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y las cosas. La concentración de actividades, conectada con la extracción de recursos valiosos alrededor de estos enclaves, ha tornado a los enclaves, a su vez, en espacios privilegiados de guerra y muerte. La guerra misma es alimentada por las ventas crecientes de los productos extraídos.79 Nuevas vinculaciones, en consecuencia, han emergido entre el acometimiento de la guerra, las máquinas de guerra y la extracción de recursos.80 Las máquinas de guerra están implicadas en la constitución de economías locales o regionales en gran medida trasnacionales. En los más de los lugares, el colapso de las instituciones políticas formales bajo la constricción de la violencia tiende a encaminar a la formación de economías bélicas. Las máquinas de guerra (en el caso de milicias o movimientos rebeldes) se convierten rápidamente en mecanismos de depredación altamente organizados, imponiendo impuesto a los territorios y a la población que ocupan y discurriendo sobre un rango de redes trasnacionales y diásporas que las proveen tanto del sustento material como financiero.

Relacionada con la nueva geografía de la extracción está la emergencia de una forma de gobierno nunca vista, que consiste en la administración de las multitudes. La extracción y el saqueo de los recursos naturales por parte de las máquinas de guerra marcha de la mano de brutales intentos por inmovilizar y sujetar espacialmente categorías enteras de gente o, paradójicamente, de desencadenarlas para forzarlas a dispersarse sobre amplias regiones a las que no contienen más los límites territoriales del Estado. Como categoría política, las poblaciones son desagregadas en rebeldes, niños soldados, víctimas o refugiados o civiles incapacitados por mutilaciones o simplemente masacrados bajo el modelo de los antiguos sacrificios, mientras que los “supervivientes”, después de un hórrido éxodo, son confinados a campos y a zonas de excepción.81

Esta forma de mentalidad gubernamental es diferente del precepto colonial.82

Las técnicas de patrullaje y disciplina, así como la elección entre obediencia y simulación que caracterizaban al potentado colonial y postcolonial, están siendo gradualmente reemplazadas por una alternativa que es más trágica, puesto que es más extrema. Las tecnologías de la destrucción se han vuelto más táctiles, más anatómicas y sensoriales, en un contexto en que la elección versa sobre la vida y la muerte.83 Si el poder consiste aún en el rígido control sobre los cuerpos (o en su concentración en campos), las nuevas tecnologías de la destrucción se ocupan menos de inscribir a los cuerpos en aparatos disciplinarios que de inscribirlos, llegado su tiempo, en el orden de la máxima economía, ahora representada por la “masacre.” Sucesivamente, la generalización de la inseguridad ha profundizado la distinción social entre aquellos que portan armas y aquellos que no (lot de repatition des armes). Crecientemente la guerra no se acomete más entre ejércitos de dos naciones soberanas. Es acometida por grupos

79 Véase Jakkie Cilliers y Christian Dietrich, eds., Angola’s War Economy: The Role of Oil and Diamonds (Pretoria: Institute for Security Studies, 2000).80 Véase, por ejemplo, « Rapport du Groupe d’experts sur l’exploitation illégale des ressources naturelles et autres richesses de la République démocratique du Congo, » Reporte de las Naciones Unidas no. 2/2001/357, presentado por el Secretario General al Consejo de Seguridad, 12 de Abril de 2001. Véase también Richard Snyder, “Does Lootable Wealth Breed Disorder? States, Regimes and the Political Economy of Extraction” (artículo). 81 Véase Loren B. Landau, “The Humanitarian Hangover: Transnationalization of Governmental Practice in tanzania’s Refugee-Populated Areas,” Refugee Survey Quarterly 21, no. 1 (2002): 260 – 99, y especialmente 281 – 87.82 Sobre el precepto [commandement] véase Achille Mbembe, On the Postcolony (Berkeley: University of California Press, 2001), caps. 1 – 3.83 Véase Leisel Talley, Paul B. Spiegel y Moha Girgis, “An Investigation of Increasing Mortality among Congolese Refugees in Lugufu Camp, Tanzania, May-June 1999,” Journal of Refugee Studies 14, no. 4 (2001): 412 – 27.

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armados que actúan tras la máscara del Estado en contra de grupos armados que no tienen Estado pero que controlan territorios muy distintos; ambas partes tienen por objetivo principal a las poblaciones civiles desarmadas u organizadas en milicias. En los casos en que los disidentes armados no han tomado por completo el poder estatal, han provocado particiones territoriales y han triunfado en controlar regiones enteras que administran bajo el modelo de feudos, especialmente en donde existen depósitos de minerales.84

Las maneras de matar no varían mucho como tales. En el caso de las masacres en particular, los cuerpos ya sin vida son rápidamente reducidos al estatuto de esqueletos. Su morfología, de allí en adelante, los inscribe en un registro de generalidad indiferenciada: simples reliquias de una agonía insepulta, vacías e insignificantes corporalidades, extraños sedimentos sumergidos en cruel estupor. En el caso del genocidio de Rwanda —en el que diversos esqueletos fueron cuando menos preservados en un estado visible, cuando no exhumados—, lo que resulta alarmante es la tensión entre la petrificación de los huesos y su extraña frialdad, por un lado, así como su pertinaz voluntad de expresar, de significar algo, por el otro.

En estos impávidos fragmentos de hueso parece no haber ataraxia: nada más que la ilusoria repugna de una muerte que ya ha ocurrido. En otros casos en los que la amputación física reemplaza la muerte inmediata, la mutilación de los miembros abre la vía para el desarrollo de técnicas de incisión, ablación y extirpación que tienen también a los huesos como su objetivo. Las trazas de esta cirugía demiúrgica persiste por largo tiempo en la forma de figuras humanas que están vivas, eso es seguro, pero cuya integridad corporal ha sido suplantada por piezas, fragmentos, pliegues, aun hondas heridas que resultan difíciles de cerrar. Su función es mantener, frente a los ojos de la víctima —y de la gente alrededor de ella—, el mórbido escenario del suplicio.

Sobre Moción y Metal

Volvamos al ejemplo de Palestina, en donde dos lógicas aparentemente irreconciliables se confrontan entre sí: la lógica del martirio y la lógica de la supervivencia. Examinando estas lógicas me gustaría reflexionar sobre los asuntos gemelos de la muerte y el terror, por un lado, y el terror y la libertad, por el otro.

En la confrontación de estas dos lógicas no están el terror de un lado y la muerte del otro. Terror y muerte se encuentran en el corazón de cada uno. Como nos hace recordar Elías Canetti, el sobreviviente es aquel que, habiendo pisado el sendero de la muerte, sabiendo de muchas muertes y hallándose en medio de los caídos, está todavía vivo. O más precisamente, el sobreviviente es aquel que se ha enfrentado a un cuerpo entero de enemigos y se las ha arreglado no solamente para salir con vida, sino para matar a sus atacantes. Es por esto que, en gran medida, la más baja manera de la supervivencia es el matar. Canetti señala que en la lógica de la supervivencia “cada hombre es enemigo de cualquiera otro.” Todavía más radicalmente, en la lógica de la supervivencia el horror del uno se convierte, ante la expectación de la muerte, en la satisfacción de que es otro el que está muerto. Es la muerte del otro, su presencia física en tanto cadáver, lo que hace al superviviente sentirse único. Y cada enemigo muerto hace al superviviente sentirse más seguro.85

84 Véase Tony Hodger, Angola: From Afro-Stalinism to Petro-Diamond Capitalism (Oxford: James Currey, 2001), cap. 7; Stephen Ellis, The Mask of Anarchy: The Destruction of Liberia and the Religious Dimension of an African Civil War (London: Hurst & Company, 1999).85 Véase Elias Canetti, Crowds and Power, trad. C. Stewart (New York: Farrar Stras Giroux, 1984), 227 – 80.

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La lógica del martirio procede por dos líneas diferentes. Es tipificada por la figura del “hombre bomba”, mismo que hace surgir cierto número de preguntas. ¿Qué diferencia intrínseca existe entre matar con un helicóptero de misiles o un tanque y matar con el propio cuerpo? ¿Puede la distinción entre las armas para infligir la muerte impedir el establecimiento de un sistema de intercambio general entre la manera de matar y la manera de morir?

El “hombre bomba” no viste el uniforme ordinario de un soldado y no exhibe arma alguna. El candidato para el martirio asedia a sus blancos: el enemigo es una presa para la cual hay tendida una trampa. A este respecto resulta significativa la localización en que es tendida la emboscada: la parada del camión, la cafetería, la discoteca, el mercado, la caseta, la calle –en suma, los espacios de la vida diaria.

El apresamiento del cuerpo es añadido a la ubicación de la emboscada. El candidato a mártir transforma su cuerpo en una máscara que esconde el arma que está pronta a ser detonada. A diferencia del tanque o del misil, que son claramente visibles, el arma que se porta bajo la figura del cuerpo resulta invisible. De este modo disimulada, forma parte del cuerpo. Es tan íntimamente una parte del cuerpo que en el momento de la detonación aniquila el cuerpo de su portador, que carga con el cuerpo de otro cuando no los reduce a pedazos. El cuerpo no simplemente disimula un arma. El cuerpo es transformado en un arma, no en un sentido metafórico sino en uno verdaderamente balístico.

En esta situación va mi cuerpo de la mano con la muerte del Otro. El homicidio y el suicidio son acometidos en un mismo acto. Y en un sentido amplio, resistencia y auto-destrucción son sinónimas. En consecuencia, impartir muerte es reducir al otro y reducirse a sí mismo al estatuto de piezas de inerte carne, esparcidas por doquiera y compiladas con dificultad tras el enterramiento. En este caso, la guerra es la guerra del cuerpo a cuerpo (guerre au corps-à-corps). Para matar ha uno de acercarse lo más posible al cuerpo del enemigo. Detonar una bomba exige la resolución de una cuestión de distancia por medio de la obra de la proximidad y el disimulo.

¿Cómo habemos de interpretar esta manera de derramar sangre en la que la muerte no es simplemente aquella que es la mía, sino que va siempre de la mano de la muerte del otro?,86 ¿en qué se distingue la muerte infligida por un tanque o un misil en un contexto en el que el precio de mi supervivencia se calcula en términos de mi capacidad y disposición para matar a alguien más? En la lógica del “martirio”, la voluntad de morir está fusionada con la disposición para acarrear al enemigo contigo, esto es, con el cerrar la puerta a la posibilidad de la vida para cada uno. Esta lógica parece contraria a cierta otra que consiste en el deseo de la imposición de la muerte a los demás mientras que se preserva la propia vida. Canetti describe este momento de supervivencia como un momento de poder. En un caso tal, el triunfo se desarrolla precisamente a partir de la posibilidad de estar ahí cuando los otros (en este caso el enemigo) no lo están más. Tal es la lógica del heroísmo como se entiende clásicamente: ejecutar a los otros mientras se preserva la propia muerte a cierta distancia.

En la lógica del martirio, una nueva semiosis del asesinato emerge. Ésta no está basada necesariamente en la relación entre materia y forma. Como ya he indicado, el cuerpo se convierte en el uniforme mismo del mártir. Pero el cuerpo como tal no es solamente un objeto a proteger ante el peligro y la muerte. El cuerpo en sí mismo no tiene poder o valor algunos. El poder y el valor del cuerpo provienen de un proceso de abstracción basado en el deseo de eternidad. En ese sentido, el mártir, habiendo establecido un momento de supremacía en que el sujeto se impone a su propia

86 Martin Heidegger, Etre et temps (París : Gallimard, 1986), 289 – 322.

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mortalidad, puede ser visto como laborando bajo el presagio del futuro. En otras palabras, en la muerte resulta el futuro colapsarse en el presente.

En su deseo de eternidad, el cuerpo asediado pasa a través de dos estadios. Primero, es transformado en una mera cosa, en materia maleable. Segundo, la manera en que es dispuesto para la muerte —el suicidio— alcanza su más acabada significación. La materia del cuerpo, o más bien la materia que es el cuerpo, es investida de las propiedades que no pueden ser deducidas de su carácter de cosa, sino tan sólo de un nomos trascendental fuera de él. El cuerpo asediado se convierte en una pieza de metal cuya función es, a través del sacrificio, traer a la vida eterna hacia el ser. EL cuerpo se duplica a sí mismo y, en la muerte, éste escapa literalmente al estado de sitio y ocupación.

Déjeseme explorar, como conclusión, la relación entre el terror, la libertad y el sacrificio. Martin Heidegger aduce que el “ser-para-la-muerte” del hombre es la condición decisiva de toda verdadera libertad humana.87 En otras palabras, uno es libre de vivir la propia vida tan sólo porque uno es libre de morir su propia muerte. En tanto que Heidegger concede un estatuto existencial al “ser-para-la-muerte” y lo considera un acto de libertad, Bataille sugiere que “el sacrificio en realidad revela la nada.” No es simplemente la manifestación absoluta de la negatividad. También es comedia. Para Bataille, la muerte revela el lado animal del sujeto, mismo que se refiere además como el “ser natural” del sujeto. “Para revelarse el hombre a sí mismo en el final tiene que morir, pero tendrá que hacer esto mientras aún vive, mirándose a sí mismo cesar de existir”, adhiere. En otros términos, el sujeto humano tiene que estar completamente vivo en el momento mismo de morir para apercibirse de su muerte, para vivir la impresión de estar muriéndose de hecho. “En un sentido es esto lo que sucede (lo que al menos está en punto de acontecer, o lo que acontece de una manera elusiva y fugitiva), por medio de un subterfugio, en el sacrificio. En el sacrificio, el sacrificado se identifica con el animal que está a punto de la muerte. Así, muere viéndose morir y, aun en cierto sentido, a través de su propia voluntad de morir y al unísono con el arma del sacrificio. ¡Pero así va el juego!” Y para Bataille, el juego es más o menos el medio a través del cual el sujeto humano “voluntariamente se engaña a sí mismo.”88

¿Cómo se relacionan las nociones de juego y engaño con el “hombre bomba”? No existe duda alguna de que en el caso de este suicida, el sacrificio consiste en un espectacular disponer para la muerte del sí mismo, de convertirse en su propia víctima (auto-sacrificio). El auto-sacrificado procede a hacer toma de poder sobre su muerte y a abordarla de frente. Este poder podría derivarse de la creencia en que la destrucción del propio cuerpo no afecta la continuidad del ser. La idea es que el ser reside fuera de nosotros. El auto-sacrificio consiste, aquí, en la abolición de una prohibición bipartida: aquella de la auto-inmolación (suicidio) y aquella del asesinato. A diferencia de los sacrificios primitivos, sin embargo, no hay animal que sirva como sustituto de la víctima. La muerte adquiere aquí el carácter de una trasgresión. Pero a diferencia de la crucifixión, no tiene una dimensión expiatoria. No está relacionada con los paradigmas hegelianos del prestigio y el reconocimiento. Indudablemente una persona muerta no puede reconocer a su asesino o asesina, quien también habría muerto. ¿Implica esto que la muerte ocurre aquí como una pura aniquilación y una nadería, como exceso y escándalo?

Se lea desde la perspectiva del esclavismo o de la ocupación colonial, la muerte y la libertad se encuentran inextricablemente entrelazadas. Como hemos visto, el terror es una característica definitoria tanto del régimen esclavista como del tardío-moderno

87 Heidegger, Etre et temps.88 Bataille, Ouvres complètes, 336.

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colonial. Ambos regímenes son también instancias específicas y experiencias de carencia de libertad [unfreedom]. Vivir bajo la ocupación tardío-moderna es experimentar una condición permanente de “estar en agonía”; estructuras fortificadas, plantones militares y controles por todos lados; edificios que hacen resemblanza de dolorosos recuerdos de humillación, interrogatorio y apaleamiento; toques de queda que aprisionan a cientos, a miles en sus entumecidos hogares cada noche desde el crepúsculo hasta el alba; soldados orinando en cercos, disparando a los tanques de agua por somera diversión, canturreando al viento consignas ofensivas, aporreando frágiles puertas de lata para amedrentar a los niños, confiscando papeles o desperdigando basura a la mitad de las vecindades y residencias; guardias fronterizos pateando puestos de verduras o clausurando áreas a capricho; huesos rotos; disparos y fatalidades –una cierta especie de demencia.89

En tales circunstancias, la disciplina de la vida y las necesidades de la penuria (juicio por muerte) están marcadas por el exceso. Lo que conecta al terror, a la muerte y a la libertad es una noción extática de la temporalidad y la política. El futuro, aquí, puede auténticamente anticiparse, pero no en el presente. El presente mismo no es sino un momento de clarividencia –clarividencia de una libertad que aún no viene. La muerte en el presente es la mediadora de la redención. Lejos de ser el encuentro con un límite, de una frontera o un término, es experimentada como “una liberación del terror y el encadenamiento.”90 Como hace notar Gilroy, esta preferencia de la muerte sobre la servidumbre continuada es una anotación sobre la naturaleza misma de la libertad (o de su carencia). Si esta carencia es la naturaleza misma de lo que significa para un esclavo o un conquistado el existir, la misma carencia es también precisamente la manera en que él o ella da cuenta de su mortalidad. Refiriéndose a la práctica de del suicidio individual o colectivo por parte de esclavos arrinconados por los mismos atracadores, Gilroy sugiere que la muerte, en este caso, puede ser representada como agencia.91 Pues la muerte es precisamente aquello de lo que y sobre lo que tengo poder. Pero es también aquel espacio en que la libertad y la negación operan.

Conclusión

En este ensayo he aducido que las formas contemporáneas de subyugación de la vida al poder y a la muerte (necropolítica) reconfigura profundamente las relaciones entre la resistencia, el sacrificio y el terror. He demostrado que la noción de biopoder es insuficiente para dar cuenta de las formas contemporáneas de subyugación de la vida al poder de la muerte. Más aún, he adelantado la noción de necropolítica y de necropoder para dar cuenta de las varías vías por las que, en nuestro mundo contemporáneo, las armas son utilizadas con miras a la máxima destrucción de personas y a la creación de mundos-muertos, nuevas y únicas formas de existencia social en que grandes poblaciones son sujetadas a condiciones de vida que les confieren el estatuto de muertos vivientes. Este ensayo también ha subrayado algunas de las reprimidas topografías de la crueldad (la plantación y la colonia en particular) y ha sugerido que, bajo las condiciones del necropoder, las líneas entre la resistencia y el suicidio, el sacrificio y la redención, el martirio y la libertad, se desdibujan.

89 Para lo que precede, véase Amira Hass, Drinking the Sea at Caza: Days and Nights in a Land Ander Siege (New York: Henry Holt, 1996).90 Gilroy, Black Atlantic, 63.91 Esto es, en tanto que participación activa, en contraste con la pura paciencia o receptividad. (N del T.)

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Achille Membe es investigador emérito del Instituto de Investigaciones Sociales y Económicas en la Universidad de Witwatersrand. Recientes publicaciones incluyen Sobre la Postcolonia (2001) y “Modos Africanos de Auto-Escritura”, Cultura Pública (Invierno de 2002).