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MÁS ALLÁ DE LA NADA-SOMBRAS DEL ARIARI

JOSÉ CASERO SÁNCHEZ

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1ªEdición, 2017

© José Casero Sánchez, 2017

Editado por AMAZON

ISBN: 9781521241844

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PRIMERA PARTE

SOMBRAS LUMINOSAS

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En la mañana del 27 de M... de 17..., la gobernación de laprovincia de Popayán, Nueva Granada,tuvo conocimiento de un ataque perpetrado contra una de lasfortalezas más famosas de la región, elFuerte de la Piedad, situado en el partido de Santa Bárbara, cercadel pueblo de Santería, próximo ala capital, del mismo nombre, que la división administrativa.Este suceso fue el último, de una serie de extrañas desgracias, queacontecieron a lo largo del cursodel río Guaviare, en los primeros meses del año. Ganadoquemado, aldeanos desaparecidos... lasdenuncias de los vecinos eran ricas en detalles, pero pobres, a lahora de explicar, el origen deaquellas fatalidades. Todas las causas abiertas en la RealAudiencia de Quito, tuvieron que sersobreseídas, cuando, tanto el presidente, como sus oidores,escucharon testimonios, similares entresí, haciendo referencia a «sombras luminosas», «indígenas quebrillaban en la noche», y otrasexcentricidades, al menos en la opinión de los funcionarios.Aquello que, en principio, no hubiera pasado de tratarse como unamera anécdota local, cobró unarelevancia desmesurada, cuando, en la noche del 2 de J..., se tuvoconstancia, en la alcaldía delpueblo, de la llegada a la población, de un grupo de individuosharapientos, casi moribundos, que seidentificaron como supervivientes de un ataque, efectuado contradicha instalación militar.Según la declaración del único oficial vivo, un sargento de unoscuarenta años, el recinto había sidoasediado por unas sombras extrañas, brillantes, cuya naturaleza nopudo concretar. Si bien sudeclaración no aportó muchos datos sobre la amenaza, ladescripción de los agresores, muy similar

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a la de los aldeanos afectados, permitió establecer una relación, almenos aparente, entre los sucesosdesatados.Comprendiendo que, de no emprender acción alguna, el pánico sedesataría en la región, elgobernador optó por informar al virrey, de la situación. Extrañadopor la información recibida, ésteordenó a sus subordinados, el desplazamiento de una compañía defusileros, del regimiento T...,acantonado en Nieves Occidental, Santa Fe de Bogotá, hacia elpunto geográfico, donde se situabala fortaleza. El hombre elegido para dirigirla, Ernesto Lozada T...,experto de guerras pasadas,parecía el candidato más indicado, para llevarla a cabo.Tras ser informado por el coronel de todos los detalles de laexpedición, partió, junto con sushombres, a la mañana siguiente, por el Camino Real de G..., haciala provincia sureña. El cuerpo desoldados cruzó los llanos novogranadinos, y entró en las selvas, através de trochas secundarias. Notardó en alcanzar Santa Bárbara, y, tras la contratación de algunostrabajadores, continuó su camino,hacia la orilla remota de la corriente, que todos sus miembros,deseaban conocer...

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Tras varios días de marcha, la compañía de fusileros alcanzó, porfin, el emplazamiento exacto, delfuerte incendiado. Lozada les ordenó detenerse, y se adelantó,junto con el primer teniente, hasta elinicio del muro que protegía el recinto. Una enorme manchanegra a lo largo del mismo, representó,para ellos, un claro indicio del suceso esperado, aunque hubomás. Cuando entraron en el patio dearmas, comprobaron que casi todas las casernas se habían

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hundido, lo cual indicaba que larecuperación de los cuerpos, sería todavía, más difícil de lograr.En cualquier caso, a juicio delcapitán, era viable su reconstrucción.Lo prioritario sería retirar los escombros, encontrar los cadáveres,introducirlos en sus ataúdesrespectivos, y enviarlos de vuelta a Santa Bárbara. Una vez allí,que se ocupara gobernación.Concluida ésta fase, habría que reedificar cada una de las naves,bien con el granito que ya traían dela ciudad, o aprovechando el sobrante, de la limpieza.Abandonó un momento al teniente, y regresó para hablar con elingeniero, que los acompañaba.Este le recomendó encontrar los planos de la fortaleza. Podríahacerlos él, pero llevaría tiempo. Silograban dar con ellos, le aseguró que las obras, tardarían muypoco tiempo, en finalizar. Lozada lecontestó lo esperado.— Vamos a ver... espero que se encuentren en la nave central...debía ser allí donde residían losoficiales... el coronel no me aclaró mucho ése punto... bueno...Está bien, señores... ¡Descansen,armas! —exclamó Lozada, a sus hombres, que lo miraban.Tras pronunciar éstas palabras, la tropa descansó. Acto seguido,Lozada ordenó que rompiesen filas,y comenzaran a levantar el campamento. No había tiempo queperder. Cuanto antes comenzaran lastareas de desescombro, antes cumplirían objetivos... y los plazoseran muy importantes.

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Los peones contratados en Santa Bárbara eran eficaces, sin duda.En apenas dos semanas, habíanlogrado retirar gran parte de los cascotes, permitiendo el hallazgode los primeros cuerpos. Una

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ocasión que el capitán aprovechó, para examinarlos, junto con elúnico cirujano asociado a lacompañía. Tal y como habían supuesto, se encontrabancarbonizados, si bien el fuego no habíalogrado penetrar demasiado en la carne. Parecía más bien, comosi la combustión les hubiese«rozado». Un efecto difícil de explicar, pero que, de todas formas,implicaba un hecho. Sin lugar adudas, se trataba de un incendio provocado.— Pero, ¿qué puede haber causado éste tipo de daños? ¿Losabe...? —preguntó Lozada al cirujano.— No... mis conocimientos en éste campo son limitados... tal vezsi practicase una incisión...podríamos saber más, pero... no puedo especificar...— No, sin autorización de las familias no podemos... es igual.Pero, ¿cuál es su análisis?— Por la posición... la boca... creo que el humo fue elresponsable... no creo que fuesen conscientesde ello, hasta... —el especialista médico titubeó.— Ya... ya veo. Bueno... al menos, podremos decir que nosufrieron... está bien... venga, meted acada uno en su caja correspondiente... puede que empiece allover... y no me gusta nada...No se trataba de una preocupación sin fundamento. Una lluviaprolongada podría entorpecer lastareas, algo indeseado por todos, pero especialmente, por elpropio capitán. El suelo embarrado sólopodría generar dificultades en el transporte, más, en un momentotan delicado como aquel.Sin embargo, y pese a sus temores, el cielo permaneciódespejado. Todos los restos encontrados,fueron depositados en sus cajas asignadas. Después, para evitarenfermedades, el capitán ordenó alsegundo teniente que dirigiese un pelotón, en dirección al pueblo,y los entregase a las autoridades.La causa de los decesos estaba clara. El problema es que aún no

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se sabía, con suficiente claridad,cuál era el origen, de dichas muertes.

***

Las obras continuaron a lo largo de tres meses. En todo ésetiempo, se terminó de recoger elmaterial derruido, se excarcelaron todos los cadáveres que aúnquedaban dentro, y se iniciaronpequeñas expediciones, al interior de la selva, con el objetivo deencontrar algún indicio del ataque.El campamento se dividía en una zona «civil», donde dormían lospeones, y otra militar, donde seencontraban los fusileros, y suboficiales. Si bien ésta disposiciónno convencía mucho al capitán,así se aseguraba que, en caso de haber disputas, los arrestadosquedaran bajo jurisdicción civil, sinque el ejército tuviera nada que ver en ellas, fuera de su estrictalabor.Una tarde, mientras se encontraba revisando los informesrelativos a los casos de desaparición dealdeanos, que había recibido de manos del coronel de Santa Fe,uno de los sargentos que habíadirigido un pelotón, hasta cerca de la orilla del Guaviare, no lejosde allí, corrió hacia él, comodesesperado. Lozada notó su presencia, casi, cuando tuvo sualiento en la nuca. No podía entendertal comportamiento.—¿Qué sucede, sargento? ¿Alguna novedad? —preguntó elcapitán a su subordinado, irritado.—Mi capitán, creo que hemos encontrado algo... tal y como nosindicó, nos dirigimos hacia lascoordenadas que nos mostró en el mapa... hemos rastreado toda lacorriente, y sus alrededores... yhemos hallado esto, tirado en el suelo. Mis hombres vienen detrás—le indicó el sargento.

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—¿Pero por qué tanta prisa? Sargento, ésta no es forma dedirigirse a un superior...—Lo comprendo, capitán, pero es que... creo que...—¿Qué? ¿Ha ocurrido algo más? —insistió Lozada, extrañado.—Creo que nos han seguido, capitán. No... puedo confirmarlo,pero... algunos de mis hombres hancreído ver... “cuerpos”, moviéndose por la espesura...Lozada tragó saliva. Luego no era imaginación de los lugareños...no tenía pruebas, era verdad,pero... ¿y si eran ciertas, ésas declaraciones? No podíaarriesgarse... no, no podía...—Está bien... ¡Quesada! Diríjase con sus hombres, de nuevo alrío... si detectan algún tipo depresencia, haga un disparo al aire... si es cierto lo que sospecho,ésos rufianes caerán pronto —ordenó Lozada, a otro oficial que seencontraba cerca.A continuación, ordenó detener las obras de reconstrucción, yconminó a levantar un cercoimprovisado, con piedras, y ramaje, en previsión de un eventualataque. Se retractó, y obligó a losciviles a convivir con los militares. No podía arriesgarse a dejarun flanco desguarnecido. Cuandoconcluyó sus indicaciones, ordenó al sargento que lo acompañasea su tienda. Quería que leexplicara ése descubrimiento, con todo detalle.—Veamos... a ver qué tenemos por aquí... esto es un... una... una...¿página? —preguntó Ernesto, al primer sargento al que se dirigió.—Sí, mi capitán. La encontramos parcialmente enterrada, en lapropia orilla. No sé qué hacía allí,pero...—Ya... a ver... la fecha es del... 20 de Julio de... 15... no me lopuedo creer... no me lo puedo...Lozada no salió de su asombro. Parecía una especie de cartadirigida a un gobernador de la épocadel Descubrimiento... pero ésa letra... ése estilo... no lo entendía.¿Qué hacía allí...?

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—¿Qué es, capitán? ¿Algo importante? —preguntó el sargento,ávido de curiosidad.—«Dirijo a vuesa merced la presente misiva con el objeto desolicitar la ayuda ofrecida por vos, enlo referente a la expedición que el honorable Gonzalo deSantillana emprendió hace dos décadas,por éstas tierras perdidas, de la mano del Señor. Tal y comorecordará, no se ha tenido constanciaalguna de su vuelta, y por ello, me veo en la obligación, de pedirun préstamo para poderfinanciarla. No será sólo su búsqueda... intentaremos hallar ésasminas doradas, de las que tanto sehabla, últimamente, en Santa María del Darién. Aseguro que noson un mito, y que podremos...»—¿Qué mas trae?—No lo sé. No es legible... parece firmada por el mismogobernador del Darién... ¿tiene nocionesde historia, sargento? —preguntó Lozada.—No... señor... no tan antiguas...—Verá... Santa María (la actual Panamá) fue fundada por elinfame Dávila (todos los cronistas estánde acuerdo) hace ya muchos años... se tiene constancia de que,durante su mandato, mucho antes deque la Nueva Granada fuera lo que conocemos hoy en día,patrocinó una expedición al interior, dela cual no se tuvo constancia... se preguntará por qué lo sé.Conozco los archivos del regimiento.Este perteneció al tercio de..., ya sabe...—Sí, algo leí... se compuso a través de los restos de una unidadproveniente de américa...—Sí, tiempo de levas forzosas... se conservaron detalles deexpediciones... en fin, una historia muylarga. En cualquier caso, no le encuentro relación con ésto...¿usted qué opina?—No lo sé, señor... tal vez sí lo obtuvo... emprendió el viaje, yllegó hasta aquí... y... ¿perdió el

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papel? —el sargento pareció extrañarse.—¿Quiere decir que lo llevaba con él? ¿Con qué objeto?—No lo sé, señor... hay algo muy raro, en todo esto... creo que...De pronto, se escuchó un disparo. El capitán se levantó de susilla, y salió al exterior, acompañadopor el otro. Se había producido un tumulto entre la tropa y lospeones, a cuenta de un miedoirracional, desatado, en uno de ellos. Al parecer, había visto un“cuerpo”, moverse cerca del fuerte.—¡¡¡Están aquí... están aquí!!! ¡Os lo dije... vamos a morir!¡¡¡Vamos a morir!!! —gritó un peón, enloquecido.Lozada llegó justo en el instante preciso, en el que uno de ellos seintentó abalanzar, sobre unfusilero. Lo retuvo con sus propias manos, e intentótranquilizarlo.—¿Qué le pasa? ¿Qué es lo que ha visto? —preguntó Lozada,irritado, al trabajador desesperado.—Allí... lo he visto... es como un... indio, pero... su cara es...—¿Qué? Fff... ¡Quesada! ¿Ya de vuelta? —Lozada dirigió sumirada al oficial que había enviado de inspección, el cualregresaba, sin noticias.—Nada, señor. El río está despejado —dijo Quesada.—Pues aquí parece que los ánimos están muy caldeados... estábien. Sé que le pido mucho por hoy,pero necesito que vaya a investigar ése sector... al parecer, ésteseñor ha dicho que ha visto «algo»escondido allá... vaya, y encuentre evidencias de ésos malnacidos—insistió Lozada.—Como mande, capitán —aclaró Quesada, un poco molesto.—Y usted... tranquilícese... estoy harto de sustos... el otro día, lomismo... y la semana anterior, eraun animal —le espetó Ernesto, al peón asustado.—Sí... sí —dijo el trabajador.—Venga... no hay amenaza visible... quiero ver ése cercodesmontado, y las tiendas separadas, denuevo... maldito lunático —ordenó Lozada al resto de peones,

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mientras se maldecía.

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La reconstrucción de la fortaleza llevó otros tres meses. Si bien,en principio, se pensaba que lamayor parte de los escombros se podrían volver a utilizar, se tuvoque desechar la idea, alcomprobar el estado de los mismos. Independientemente delincendio, aquel fuerte ya tenía muchosaños, y los materiales de los cuales estaba compuesto no eran,precisamente, de buena calidad.—O sea, que se hubiera caído igual... en fin... ¿cómo va...? —preguntó Ernesto, al ingeniero Sánchez.—Bien, capitán. Sólo queda levantar el fortín, y podremosconcluir las obras...—Que será éste sábado, si todo marcha según lo previsto, ¿no?—Así es... afortunadamente que encontramos los planos... todoresulta mucho más sencillo... voy acambiar ésta disposición de la siguiente manera —añadió eltécnico de obras.—Está bien, Sánchez. Espere un momento... creo que mellaman...Lozada abandonó al ingeniero, que siguió trabajando en su mesaimprovisada, y se dirigió haciauno de los fusileros que acababan de finalizar las maniobras. Elsargento le había concedido undescanso, y lo quería aprovechar. Se encontraba visiblementenervioso.—¿Qué sucede, Gómez? ¿No le convenció la charla que le di, asu amigo y usted, el otro día? —preguntó Lozada al fusileroinesperado.—Señor... permita que insista... pero ése papel que encontramoscerca de...—Gómez... ya se lo dije. No existe ningún tipo de vínculo, entreéso de lo que me habla, y los

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ataques registrados... tengo constancia de que usted lo leyó... ¿porqué cree que insisto tanto en...?—Pero, señor, sigo pensando que fue un error recogerlo... nopodemos —afirmó Gómez, nervioso.—Explíquese...—Yo estuve ése día en el pelotón que rastreó la orilla... verá,antes... de llegar allí, recuerdo quehicimos una inspección inicial, y no encontramos nada...—¿Cómo dice? ¿Está seguro de ello? —preguntó Lozada,incrédulo.—Sí, señor... no puedo confirmarlo completamente, pero... loencontramos a la vuelta. Esa es miimpresión, por lo menos... señor, alguien tuvo que dejarlo allí... esimposible...—Gómez... el escrito de una solicitud de préstamo de hace... másde doscientos años, no puede serpropiedad de nadie... vivo. Está claro que estaba ahí, sí, pero...¿y? Tal vez llevara enterrado muchotiempo... seguramente, su portador lo perdiera, y... no sé,Gómez... es todo cuanto tengo quedecirle... en fin... continúe... creo que su permiso...El fusilero regresó a su grupo. Lozada dio una vuelta, y después,volvió a su tienda. Estabanervioso. Sí, el fuerte estaba cerca de terminarse, pero... ésanoticia... lo había dejado intrigado. ¿Noestaba cuando llegaron? Pero, ¿quién podría tener en su poderalgo como aquello, y dejarlo tiradoantes de que...? No... no tenía ningún sentido. Pero algo eraevidente. Sus dudas, no se iban aresolver, reflexionando sobre ellas. Tendría que comprobarlo, consus propios ojos.—¡¡¡Quesada!!! A mi tienda... pronto...Llamó al suboficial con ímpetu. Este acudió, sorprendido. Seencontraba a punto de dirigir otropelotón, en dirección al río, varios kilómetros, corriente arriba.Entró sin dilación.

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—¿Qué ocurre, capitán? ¿Algo va mal? —preguntó el sargento,nervioso.—Verá, Quesada... un soldado me ha revelado un dato quedesconocía... no viene al caso quién... lacuestión, es que me ha dicho que aquel cuerpo que destinamoshacia el Guaviare, el que encontró elpapel enterrado, no detectó el mismo hasta su vuelta —dijoErnesto.—No lo sé, capitán. No tengo conocimiento de... ¿cree quedebería volver hasta...?—Sí... pero después. Iré con usted. Quiero ver, personalmente, ellugar exacto del hallazgo... todoesto me parece muy raro...—Pero tengo que ir... —Quesada pareció disculparse por algo.—Nada... que se encargue Sánchez... usted me acompañarádespués... tengo que revisarlo, otravez... ya le avisaré —dijo Ernesto, dudoso.—Muy bien, señor...Abandonó la tienda, y se dirigió hacia la suya, no sin antesadvertir a su compañero, del cambio deplanes. Las obras de reparación continuaban con normalidad, ynada hacía suponer que lareconstrucción del Fuerte, no se podría completar, ése mismo finde semana. Sobre todo, si todocontinuaba igual...

***

Ya era tarde, cuando Lozada salió de la tienda, en busca deQuesada. El cielo había adquirido unatonalidad de azul pálido, mientras que la oscuridad empezaba adevorar sus entrañas, desde elespacio infinito. El sargento, visiblemente cansado, se cuadró antesu presencia, y obedeció susórdenes. Buscó a un pelotón de fusileros, con los cuales poderiniciar la aventura, y, cuando estuvo

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listo, se presentó de nuevo ante el capitán.—Muy bien... he dicho a Leyva que se quede al mando... comoprimer teniente que es, sabe cómomanejar situaciones difíciles... ¿alguno de éstos estuvo en...? —preguntó Lozada a Quesada.—Sí, capitán. Pedro... el de allí... estuvo presente. Creo que nospodrá ayudar a...—Perfecto. Venga, no tenemos todo el día...Respetando siempre el orden de formación, el grupo abandonó elclaro, y se internó en la espesura.Los insectos volaban por todas partes, causando no pocasmolestias, al jefe del grupo. Lozada lotenía claro... tenía que haber algún rastro... quién sabía... tal vezotro objeto... no tenía plena certezade qué estaba buscando, exactamente, pero sí sabía que aquelmisterio no podía permanecer, durantetanto tiempo, sin explicación. Había alguien detrás de losataques... estaba seguro de ello.Ascendieron por una pequeña pendiente, y volvieron a descender.Continuaron un tramo más, ensilencio, hasta que escucharon el fluir de las aguas. Sí, estabancerca, era obvio. Ahora sólo faltabaaveriguar, el punto exacto, donde lo desenterraron.—Pedro... escucha... ¿tienes noción de en qué...? —preguntóErnesto al soldado que los acompañaban.—El papel, se refiere, ¿no? Si... fíjese... ¿ve aquella palmera...que es como un...?—Sí... si, la veo. ¿Fue allí?—Sí, señor. Debajo de la misma, estaba —aclaró Pedro, reflexivo.—Está bien... Quesada —Lozada se volvió al sargento.—¿Sí?—Venga conmigo... quiero inspeccionar el entorno...Ambos oficiales se adelantaron, y llegaron frente al vegetal.Lozada se agachó, y arrastró con lamano la maleza, arrancándola en ocasiones. Incluso hacíaagujeros, como si tuviera la intuición de

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que allí, debajo de la masa que conformaba el suelo, hubiera unsecreto por desvelar. Cuando susubordinado le preguntó por su comportamiento, su respuesta fueun tanto vaga...—No lo sé, Quesada... es muy extraño... un papel que... «emerge»del suelo... no lo he visto nunca.Y más con ésa fecha —dijo Ernesto, extrañado.—¿Qué supone? ¿Cree que ahí hay algo que...? —preguntó elsargento.—Verá... yo no creo en las casualidades... creo que si ése papelestaba ahí, es por algo... y ése«algo»... tal vez se encuentre... debajo...Sorprendido por la respuesta, y llevado por la curiosidad, optó porayudarlo. Comenzaron a extraertierra, un trozo tras otro, justo en el mismo punto donde,supuestamente, había aparecido eldocumento. Los soldados se aproximaron, extrañados, pero noobjetaron nada.Tal vez ambos superiores conociesen más información de la cualestaba reservada para ellos. Asíque, sin pretender hacer, en ningún momento el ridículo, semantuvieron al margen. En principio,parecía una locura. Pero el instinto de un veterano como Lozada,tan curtido en situaciones dedifícil resolución, les apartaba de la idea, de estar, frente a unloco. Más, ante su nuevodescubrimiento.—Vaya, vaya... fíjese, Quesada... ¿qué es esto? —le indicó elcapitán a su subordinado.—Es... es... el... hueso índice de.. de... —el sargento parecióalucinar.—De un cadáver... y a juzgar por su color... debe de llevar aquímucho tiempo... lo sabía... malditasea... ayúdeme.—Sí, sí...Desenterraron tierra sin cesar, sin hacer ningún tipo de descanso.

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Sólo cuando la mano del veteranooficial se puso sobre una figura, que se asemejaba a una esfera,pudo concluir su hipótesis, con unasevera afirmación.—Y esto, señor Quesada... es un cráneo... como usted puede ver—aclaró Lozada.—Vaya... ¿cómo ha sabido que...? —Quesada no comprendiócómo pudo averiguar la localización del cuerpo.—No lo sé... sería absurdo pensar que el papel llevara... tal vez lotenía en la mano, cuando falleció.Apuesto a que se trata del mismo hombre, que solicitaba unpréstamo, en aquella carta... pero nopuedo probar que... —de pronto, se escuchó un ruido, que calló alcapitán.—¿Qué ha sido eso? —preguntó el sargento.Un disparo. Se había escuchado un... disparo... y después... otro...y otro... una secuencia de ellos...—Maldita sea... ¡¡¡hay que volver!!! —ordenó el capitán a susdos compañeros.—Pero, señor, ¿y el cuerpo...? —preguntó Quesada.—Tendremos que regresar más tarde... ahora no hay tiempo...¡vamos!Enterró el hueso en la tierra, y salió, junto con su tropa, endirección al campamento. No podía serque...

***

Mientras corrían sin parar, a través de la vegetación, nuevasexplosiones nacían y morían, sin cesar,en el aire, claro presagio, de una tragedia. Lozada no podía darcrédito. ¿Acaso se habían vueltolocos? ¿Estarían sufriendo un ataque? Sin poder razonar, más alláde sus sentidos, continuóavanzando por la espesura, intentando cubrir la distancia, en elmenor tiempo posible.

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Había caído la noche, y el frescor de la misma, se combinaba conel calor tropical, generando unaincómoda síntesis, para la piel de los expedicionarios.Ascendieron toda la cuesta, y descendieronde nuevo. Tras recorrer los pocos metros que los separaban delcampamento, de pronto, uno de ellosse volvió, y efectuó un disparo con el fusil.—¿Qué le ocurre, Pedro...? ¿Está loco? ¡No malgaste...! —Lozada ordenó al soldado que se detuviera.—¡Señor, allí, allí! Lo he visto... ¡he visto a uno de ellos...! —exclamó el fusilero.Fueron sus últimas palabras. Su cuerpo cayó al suelo, comovíctima de un zarpazo, en pocossegundos. El capitán quedó atónito. Quesada tampoco pudocomprender la situación. Habíafallecido... y... y...—¡Corra, capitán! ¡Por su vida! —indicó Quesada, a su superior.El sargento efectuó otro disparo contra la sombra que losperseguía. Su brillo contrastaba con laoscuridad imperante en el entorno, sin que su contorno se pudieradefinir, con claridad. Variosdisparos, efectuados por otros soldados, fueron la respuesta, alrápido avance que ésta realizaba.Pero nada podía detenerla... continuaba... continuaba...—Maldita sea... ¡dejadla ya! ¡Retirada, retirada...! —insistióLozada.Otro de los compañeros del desafortunado Pedro, cayó víctimadel <<zarpazo>>. Pero la orden fueobedecida. La retirada, que se asemejó más a una espantada, seconvirtió en desesperación, cuando,al llegar al teórico refugio, se encontraron con la imagen delfuerte, de nuevo incendiado.—¡No... qué...! ¡¿Qué ha pasado aquí?! ¿Qué...? —el capitán sesintió confuso.—¡Capitán, hay que huir! ¡No podemos quedarnos aquí... esto esuna masacre! —le indicó Quesada, de nuevo.

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Había cadáveres por todas partes... víctimas de los disparos.Alrededor del antiguo campamento,extrañas sombras avanzaban hacia el claro, desde la profundidadde la selva. Ya no se podía hacernada por ellos. Quedarse allí, era poco menos que un suicidio.—¡¡¡Maldita... sea... Retirada... retirada al pueblo... retroceded alpueblo... no os detengáis...!!!Las palabras del capitán parecieron vacías de sentido. Mientrashuían, el peligro de aquella amenazabrillante iba consumiendo el espacio que ocupaba el fuerte, comosi quisiera abrazarlo. La últimaimagen que el oficial Ernesto Lozada tuvo de aquella noche, fuela imagen del supuesto cadáver andante de un nativo,observándolo desde la distancia. Sombras negras... Sombrasluminosas...

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APARECIDO EN PÁGINAS SUELTAS, EN LAS CALLES DESANTA FE...

[…] Según podemos informar a nuestros lectores, tenemosconstancia que, más allá de la posiciónque ocupaban los cuerpos hallados en las inmediaciones delpueblo de Santería, se ha producido unincendio devastador, que ha consumido gran parte de las tierrasdedicadas al cultivo […][…] Según ha detallado el gobernador, sólo dos, de los ochocuerpos encontrados, correspondientesa los del capitán Ernesto Lozada, y del sargento DomingoQuesada, han dado señales de vida,aunque su estado continúa siendo grave. Esperamos poderconfirmar su mejoría, en el número de lasiguiente semana […]

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SEGUNDA PARTE

UN ENCARGO EN LOS LLANOS

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Hacía calor. Mucho. Eso era una señal... muy clara y evidente, deque habían traspasado el trópico. El bergantín Santa Susana,habiendo zarpado del puerto de Cádiz a día 7 de septiembre de17..., había logrado cruzar la inmensidad de aquella antigua MarOceána, que ahora, se abría al tráfico, ya no de oro, plata, u otraspiezas preciosas, sino de tabaco, patatas, y otros productosexóticos, que las nuevas fábricas reales, demandaban con interés.

—Señor Figaredo... el capitán reclama su presencia —uno de losmarinos presentes en la cubierta se dirigió hacia el extraño oficial,que contemplaba con tranquilidad el mar.—Diga que acudiré de inmediato —advirtió hosco, el aludido. —Está bien, señor.

El polizón inesperado no respondió. El grumete se limitó a sutarea, sin que el otro reaccionara. Tan sólo se movió por lacubierta, a babor, para contemplar las procelosas aguas brillantesdel mar caribeño, el mismo que conduciría el transporte hacia elprimero de los puertos antillanos, que lo llevarían hasta sudestino. El virreinato de la Nueva Granada. Su casaca oscura secombinaba a la perfección con su calzón poco vistoso, y sumirada perdida, junto al rostro enjuto, parecía sugerir frialdad enel trato. No poco importante, en un enviado especial del mismosecretario de Marina.

—Impresionante... impresionante —se dijo a sí mismo, elmisterioso subordinado del rey.

Tras unos momentos de espera, se dirigió finalmente hacia lacabina del responsable de la embarcación, con el fin de aclarar elresto de las dudas, que pudieran haber quedado, desde quepartieran de Europa. Había mucho de qué hablar, al menos, hastaque fondearan. De eso estaba seguro.

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***

—Así que dice ser un... enviado de Su Excelencia... interesante...pero... en un barco como éste... no comprendo —dijo el capitán asu invitado, que había concluido su paseo por la nave.—Señor Montoya, mi labor resulta sencilla de entender. Pero nose preocupe. Soy marino. Concretamente, soy... teniente general.Pero... no, no tiene nada que temer. Me encuentro en reserva,ahora mismo. Licenciado temporalmente... verá... he sidorequerido para participar en una operación de supervisión de...una flota que atracará, según lo previsto, en la bahía deBuenaventura... reparación superficial... pero muy convenientepara los intereses de la Corona y de nuestro secretario —dijo elenviado del secretario, con firmeza.—Claro, claro... como me informó de forma tan repentina, y... enun barco como éste...—Resultaría complicado de explicar, pero soy un mero asesor...nada importante... no conviene destinar un transporte entero, parami sólo.—Muy bien, señor... ¿debo hacer algo aparte de...? —el capitándel Santa Susana dudó de sus propias palabras.—No... no, por favor. Usted haga como si yo no estuviera... con elcamarote es suficiente... en cualquier caso, cuando lleguemosfrente Cartagena, avíseme con tiempo, ¿de acuerdo? Sólo necesitoeso —aclaró el extraño pasajero.—Así se hará, señor. Debemos detenernos en Santo Domingo,primero, para aprovisionarnos de mercancía, pero...—No importa... tengo mucha paciencia, capitán. Sólo indíquemeeso que le digo, cuando zarpemos —concluyó el supuesto tenientegeneral, con suavidad.—Bien, señor, bien...

Concluida la conversación, optó por retirarse. Tendría que dormirun poco, todavía... cruzar el Caribe hasta el virreinato, llevaría unpoco más de lo previsto. Pero daba igual. Nada más llegara,tendría que encontrar la posada, y acudir, de inmediato, al castillo

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de San Felipe. Allí tendría que mantener una reunión con sucontacto, y, después... empezar aquella aventura.

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—Martín Figaredo, ¿verdad? —preguntó, curiosa, la posadera alenviado del secretario. —Así es —respondió él, impasible.—Un apellido muy noble, para un hombre tan corriente...—No tanto, señora Martínez, créame...

La dueña (en la sombra) del local, no añadió nada más. Inscrito enel registro, y habiendo realizado el pago correspondiente (unabuena suma de reales, por otra parte), ya nada le impedía disfrutarde su habitación, hasta su próximo encuentro. No llevaba muchoequipaje. Sólo un pequeño baúl que había traído consigo desde lapenínsula, cargado por un mozo auxiliar, que había contratado enla misma ciudad. No pesaba mucho, pero no tenía intención dellevar más de lo necesario.

—No se preocupe por el baúl... se lo subirá mi hijo. La habitaciónes la siete... ¿seguro que se adaptará? —la mujer pareció dudar desu nuevo inquilino.—He sido marino, señora, he convivido en espacios máspequeños que éste —respondió Martín.—Bien, como usted vea... ¡Jacinto! Sube ésto —la señora sedirigió a uno de los empleados de la posada—

El edificio de dos plantas era, hasta cierto punto, acogedor. Nadamás entrar por el portón, la mesa que llevaba las entradas ysalidas del recinto permitía la vigilancia de cualquier sospechoso,o incauto, que pretendiera colarse sin permiso, junto a unasescaleras, que conducían al pasillo donde se situaban lashabitaciones. Un anexo a ésta sala principal, situado a la derecha,parecía esconder los secretos familiares de aquella estirpe deposaderos. Aunque Martín no quisiera conocerlos.

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Y las habitaciones. Nada del otro mundo. Un camastroligeramente acomodado, una palangana con agua, un ventanuco...entre otros. No era un palacio real, eso estaba claro, pero, de todosmodos, resultaba suficiente. A fin de cuentas, era unindependiente licenciado... no podía exigir más. Menos, con elpropósito que guardaba.

Cuando todo estuvo listo, el mozo cerró la puerta, y se sentódonde pudo. Había sido un viaje largo, agotador. Aunque no eraviejo, ya no tenía la destreza de antaño. Debía tener cuidado, consus actos. Pero, de momento, sólo deseaba dormir. La reuniónsería a las siete. Comería algo, pasearía por la ciudad... y sólodespués, iría hasta el castillo.

***

—Puede pasar —indicó el funcionario a Martín, con el cual,supuestamente, debía reunirse.

Tras presentar una autorización exclusiva, al último de losvigilantes que se encontró por los pasillos de la fortaleza, éste leindicó el camino hasta el despacho del oficial, con el cual, debíamantener aquella entrevista. El castillo parecía estar en obras,pero eso no le incumbía. Debía averiguar las causas del motivoque le había llevado hasta allí, fuera como fuese. Cuando entró, seencontró, detrás de una mesa, y rodeado de estantes llenos devolúmenes sobre planificación militar, al responsable de aquellasolicitud, un teniente coronel de la misma edad que él, ávido decuriosidad por saber quién sería su próximo interlocutor, sinbarba, y bizco.

—Martín Figaredo, si no me equivoco... bienvenido a Cartagena...espero que el trayecto haya sido de su agrado —el oficialnovogranadino pareció no sorprenderse por la presencia deFigaredo.

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—Más o menos... Ruiz... ¿no es así? Me han informado de elloen... —dijo Martín, que calló poco después, con prudencia.—Exactamente. Aunque, señor, como usted entenderá, no resultanecesario en las presentes circunstancias, explicarlo todo, ¿nocree? —dejó claro el responsable militar al viejo marino.—Estoy de acuerdo. Esta reunión debe mantenerse dentro de lamás estricta confidencialidad. No conviene que nadie sepa... nada.En ningún momento. Bajo cualquier circunstancia.—Eso es, señor Figaredo... Bien... como imagino que leería en lasinstrucciones reservadas, ésta operación resulta del máximointerés para la Corona. Usted es perfectamente consciente de quenuestra situación militar no es...—La más apropiada... sí, las guerras austríacas han dejadomermado el ejército de Italia... aunque se progresaadecuadamente...—No sólo eso, teniente... ustedes, los peninsulares, no dan lasuficiente importancia a los reinos americanos... ¿creen que todotranscurre en Europa? Señor Figaredo... hace apenas unos años,aquí mismo... yo defendía como alférez éstas mismas posicionesque usted contempla... usted no sabe qué infierno se desató aquí...¿recuerda la bahía? Una fila entera de embarcacionesanglosajonas, tan larga que apenas la vista podía cubrirla... ¿ydónde estaban ustedes? En sus memorias de una estirpecondenada al olvido... maldita... —Ruiz pareció rememorar condesagrado, un evento desastroso para su vida.—Comprendo su pesar, pero... no se pudo hacer nada. Lasituación de la Armada es delicada en éstos momentos... tiene queentender que... —Figaredo trató de hacerle entrar en razón.—Como un perro... murió como un perro... abandonado... por surey... —musitó el oficial terrestre.—¿Se refiere a Lezo?—Da igual ya... ha pasado mucho tiempo... afortunadamente,hemos podido reconstruir bastante... es igual... ya hace mucho...bien.

Figaredo comprendió el sufrimiento de aquel hombre. Había

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tenido noticias del asedio mientras se encontraba dirigiendo unaembarcación, en auxilio de un cuerpo expedicionario italiano. Nose habló de otra cosa en la Corte, hasta mucho tiempo después.Pero ése no era el objeto de sus intrigas.

—Bien... olvidemos el pasado. Aunque no del todo. Y ahoraentenderá a qué me refiero —Ruiz se volvió hacia el mueble, conrapidez.

De uno de los cajones extrajo un mapa militar, con la regiónfronteriza, entre Nueva Granada y el Brasil. Figaredo estaba alcorriente de todo, pero, en cualquier caso, quería conocercualquier otro detalle que se le hubiera escapado.

—Como usted sabrá, la guerra con los portugueses dejó unconflicto abierto en la Banda Oriental... y tenemos ligerassospechas de que un ataque similar pueda llegar a producirse ennuestra frontera —continuó explicando el teniente.—¿Por qué creen algo así? —preguntó Martín, extrañado.—Codicia... tierras, esclavos... hay muchos expedicionariosinteresados en encontrar beneficio en todo territorio que escape anuestro control efectivo... y Santa Fe es una de las provinciaspreferidas por...—Vaya... ¿Pero tienen indicios? Quiero decir...—Existe un poblado franciscano, de reciente creación, situadovarios kilómetros al sureste de San Juan de los Llanos, a orillasdel río Ariari, cuyos responsables han confesado haber observadomovimientos extraños de hombres uniformados, de aspectooccidental, al otro lado de la corriente. No han especificado nadasobre su procedencia, pero sospechamos que se trate de unaestratagema...—Sería una mala noticia, de ser cierta. Con el frente europeoabierto, y encima, con los ingleses vigilando las aguas caribeñas,sólo nos faltaría una intervención lusa para... bueno, no debemosperder la calma. Entiendo que ésta situación pueda resultarincómoda, pero debemos, ante todo, asegurarnos de que no se

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trata de una avanzadilla. Si bien debo reconocer que serían muyosados... en la Corte se sienten preocupados.—Mire, ésta reunión es secreta... no le han ordenado ir hastaSanta Fe por nada. No quiero que ésta situación alarme a ningúngobernador, y menos, al virrey... En lo segundo... verá, Figaredo,las zonas llanas como éstas no suelen interesar a nadie. Pero siesto es cierto... los tendríamos a las puertas de... —Ruiz prefirióno concluir su frase.—Estoy al corriente. He recibido órdenes estrictas de no levantarsospechas. El secretario se encuentra muy interesado en éstahistoria. Dice que ésa opción resultaría viable, si se lopropusieran. Al menos, en la región amazónica...

Detuvieron su conversación. Ruiz se pasó la mano por la cabeza,mientras Figaredo estudiaba con detalle, los puntos cartesianosdonde, supuestamente, se localizaba la amenaza.

—Voy a tener que dirigirme hasta allá. Esto no me dice nada.Debo informar cuanto antes, a mi contacto en España. Pero hayque despejar las dudas —aclaró Figaredo, al oficial.—Mire, Martín. Esto será lo que hagamos. Debe llegar hasta elpoblado. Sin llamar la atención. De momento, salvo queconfirmemos nuestras sospechas, no podremos enviar undestacamento hasta allá. No conviene. —Entiendo... inspeccionar el área y los alrededores, y, si en unplazo de tres meses no se ha detectado nada...—Sí, ése era el tiempo estipulado. Mire... la comunidad es muypequeña, pero nos servirá... La han fundado miembrosprovenientes de otra misión franciscana, llamada Anime... suautorización no está clara —Ruiz tomó aire, para explicarsemejor.—¿No? —el enviado secreto, se extrañó del hecho.—Se han adelantado. Esa zona se encuentra asignada a la ordenque le digo, pero deben avisar... su existencia está pendiente deaprobación...—¿Quiere decir que su estatus es ilegal?

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—Bueno, en principio, sí. Pero nos ha surgido éste asunto... laJunta de Propaganda repartió los territorios... pero debe ser laCorona quien legitime éstas actuaciones —el teniente generalrecordó la imagen de los documentos, a través de los cuales,extrajo ésa información.—Vaya...—Figaredo, esto resulta sencillo de comprender. Fíjese, ésamisión desaparecerá en breve. No ha formalizado correctamentesu asentamiento... procederemos a dar la orden, tarde o temprano.El problema viene de ésta sospecha que tenemos... si es cierta, notenemos capacidad de respuesta inmediata... una expedición deésas características, puede que, incluso, haya desaparecido paracuando nosotros lleguemos... se debe confirmar.—.... —Figaredo no supo qué decir, sorprendido.—Si en éste pequeño plazo que tiene, logra dar con las pruebasque necesita... enviaremos ayuda... batiremos el Guaviare, siresultara necesario... pero no puedo adelantarme a losacontecimientos —continuó Ruiz, con paciencia.—Ya veo.—Bien, como le iba diciendo... ésta población tiene un cabildo,una pequeña iglesia, y dormitorios, con comedor. Pero es elprimero, el que nos interesa. Casualmente, se necesita un porteroque supervise la limpieza y mantenimiento del edificio... abrir ycerrar puertas, convocar al alcalde de primer voto (sólo hay uno),vigilar la cárcel... ya sabe. —Qué casualidad —dijo Martín.—Hemos sido nosotros... desde gobernación, hemos solicitadoque hubiera al menos, un puesto reservado para un miembrodesignado por la administración. Ese será su nuevo cometido.Debe infiltrarse en la comunidad, como nuevo auxiliar, einspeccionar el entorno, en busca de cualquier rastro que pudieraser de utilidad, para los intereses reales. Tiene conocimientos,supongo, para...—¿Pero no es ilegal? ¿Por qué han comunicado...?—Está pendiente de aprobación... se adelantaron... una vez hecho,tuvimos que actuar, y exigir el cumplimiento de las normas

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relacionadas... hasta que se apruebe la orden definitiva, sigueexistiendo, y por tanto, necesita vigilancia... autoridad...—Claro... un poblado religioso, siempre causa... bien, está claro.No se preocupe. Los servidores especiales de Su Majestad somosprofesionales... ¿cuándo partiré hacia allá?—Pasado mañana. Descanse. Visite la ciudad, si quiere... no sé,usted mismo. A las siete del día indicado, un guayabero (ya sabe,indígenas de la región) llamado José, pasará a recogerle. Será sucompañero durante el viaje al poblado... mañana saldrán en unchampán, en dirección al canal del Dique. Si ha traído equipaje,asegúrese de que cabe todo en el mismo, porque no podrá llevarmás que eso... ¿ha...? —Ruiz dudó en preguntarle por la cuestiónen la cual reflexionaba. —Un baúl... da igual. Si lo viese oportuno, le pediría a laposadera que me lo guardase, a cambio de unos reales... aunquecreo que no dará problemas, si tengo que... —aclaró el marino.—Esto es muy serio, Figaredo, no podemos preocuparnos porbanalidades. José conoce muy bien el terreno, no tendránproblemas para llegar hasta allá... piense que nadie debe sabernada. Si fuera oficial, le asignaría protección militar, pero... nopodrá ser.—Aguantaré. No se preocupe. Pasado mañana... dentro de mes ymedio, volveré, y redactaré el informe que entregaré a micontacto...—Que así sea. Le deseo mucha suerte, Figaredo. La va a necesitar—Ruiz, tras concluir su discurso, se levantó de la silla.

Sólo un apretón de manos puso fin a la conversación entre ambosoficiales. Martín salió de la estancia contrariado, pero también,resignado a su suerte. Mucho viaje, entonces... pero no quedabaotro remedio. No tardó en abandonar los pasillos del castillo, y enregresar a las calles del puerto más famoso de Nueva Granada,mientras meditaba en su objetivo... los portugueses... ¿quiénesserían? ¿Sería cierta ésa sospecha de un ataque preventivo? Susinstrucciones detallaban una posible conspiración contra el virrey,aunque no dejaban muy claro con qué fin. Sólo lo planteaba como

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una posibilidad. Pero si E... corría peligro de ser asesinado poragentes lusos, tendría que darse prisa en averiguar la verdaderanaturaleza, de aquella visión.

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Nada hubo que reseñar, de la estancia de Figaredo en Cartagena.Sus calles, sus iglesias, la bahía interior... la inmensidad del azulcálido, que daba cobijo a las mismas naves que defendían losintereses de la Corona, apretada, con tan poco espacio paraalbergarlas... allí se reunía el centro del poder novogranadino. Yel Palacio de la Inquisición... la piedra desgastada, aún semantenía erguida, después de tanto tiempo, tantos avances...

Pero no reflexionó mucho. Después de uno de sus tantos paseos,organizó el baúl, y se sentó en el camastro. Faltaba poco para queterminara el día, y llegara el siguiente. Y entonces, otro granviaje, otra ruta infinita a cubrir. Otro mar de vegetación...

***

—¿Señor Figaredo? —Jacinto entró en la habitación de Martín,tras cerciorarse de que no molestaba.—¿Sí? —respondió el oficial, sorprendido.—Un hombre le espera abajo. Dice llamarse José... parecepagano. ¿Le digo que se vaya?

Aquello... no tenía sentido. ¿Tan pronto? Ya oscurecía... ¿quépretendía con aquella visita?

—No, dígale que bajaré ahora —dijo Martín.—Muy bien, señor —Jacinto suspiró de temor.

La puerta se cerró, aunque no por mucho tiempo. Martín nocomprendió la situación. Sería... salvo que se tratara de... ¿unimpostor? ¿Un agente portugués? No... aquello era absurdo... se

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notaría. No obstante, debía mantener la precaución. Se cambió deropa, vistiendo una cómoda casaca, una camisa, unos calzonesnuevos y unas botas altas. Extrajo la pistola de chispa queguardaba, junto con la poca pólvora que disponía, y la ocultódebajo del camastro. En caso de registro, le daría tiempo a...

Bajó las escaleras todo lo rápido que pudo. Antes de pisar el suelodel primer piso, pudo observar a un hombre de mediana estatura,bronceado, cuya indumentaria parecía la propia de un campesinopobre, observarlo con interés. Sus ojos no tardaron enencontrarse, y un silencio incómodo se hizo entre ellos.Finalmente, el indígena optó por presentarse primero.

—¿Figaredo? ¿Martín Figaredo? —preguntó el curioso indígena,casi, desde la entrada al edificio.—¿Quién lo pregunta? —quiso saber el marino, desconfiado.—Me llamo José... he venido a buscarle —aclaró el primero,dudoso.—¿Tan pronto?

Martín se percató del detalle. Había revelado, sin querer, suidentidad, con tan sólo una pregunta.

—Ha habido un cambio de planes. Nuestro amigo en común hacreído conveniente que me acompañe... ésta noche —insistió elhombre llamado José.—Nadie me ha informado de nada parecido... ¿cómo sé que esusted el hombre que...? —Martín, pese a odiarse a sí mismo por elerror cometido, trató de enmendarlo como mejor pudo.—Está bien. Veo que no me cree. Subiré con usted a suhabitación, y le diré el número de la carta que su jefe le haentregado. Sabe a quién me refiero.

Quedó impresionado. El sistema numérico de las cartas secretasera asunto de estado, y que un hombre como aquel lo supiera, sólopodía significar que la orden había venido del mismo Ruiz.

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Accediendo a sus deseos, subieron los escalones, y sólo cuandoescuchó de su boca la primera serie, pudo confirmar que setrataba de su contacto.

—José... perdón por haber dudado. Pero incluso en éstas tierras,hay situaciones que... —dijo Martín, queriendo disculparse.—Ya... los españoles desconfiáis siempre de nosotros. Deboparecerte un vulgar hambriento, fuera de mi entorno —musitóJosé, con rabia.—No... no, para nada. Pero eso no viene al caso. Dime... ¿qué hapasado? —Figaredo trató de cambiar de tema.—Confidencial... incluso para usted. Pero puedo adelantarlealgo... ha llegado un informante al castillo, procedente de SantaFe —aclaró el supuesto guayabero.—Vaya... debe ser verdad, entonces... bien, marchemos. Hay queaveriguar quién está detrás de todo esto. En cualquier caso,encantado de conocerte.—Así sí, teniente... así sí...

Iba a resultar un viaje interesante. Seguro...

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La embarcación navegaba en silencio por la obra más famosa dela región. El Canal del Dique era, a grandes rasgos, unaexcavación que aprovechaba el terreno llano y las lagunas, paraacomodar la parte del caudal del río Magdalena, que se desviabade su curso, con el objetivo de crear una vía de fácil acceso, entrela propia Cartagena, y el interior. Su trazado geométrico revelabasu naturaleza artificial, concebido así, ya desde los tiempos deFelipe II. El clima no siempre permitía una navegación segura, y,por ello, entre otras razones, se debía transportar, tanto apersonas, como a mercancías, por la mañana, realizando lasparadas pertinentes, en alguno de los numerosos caladeros que, deforma oportuna, se hallaban a disposición de sus usuarios. Eso sí,con el pago de tasas incluido.

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El champán alargado era impulsado por la fuerza de los bogas,dirigidos por el patrón de la embarcación. De origen africano, ensu mayoría, sus condiciones no eran mucho mejores que las de losnativos, y debían de emplearse a fondo, si no deseaban recibircastigo. Figaredo, sentado en uno de los extremos de la mismanave, con el equipaje en el centro, y José, un poco más allá,escuchaba sus quejidos y gritos, mientras movían sus pértigas, sindetenerse. Estaban solos, al menos, de momento.

—Supongo que ésto nos llevará un poco más de tiempo. Dime,José... ¿cuánto tardaremos en llegar hasta Santa Fe? —preguntóMartín, con curiosidad.—Piense en unas cuantas semanas... créame, es mejor. Si uno sedetiene a reflexionar, con detenimiento, ése tipo de detalles...agota sólo de pensarlo —añadió el indígena, para restarimportancia al hecho.—Es duro, sí... aunque no lo es menos, cuando tienes que afrontarun temporal, en el Mediterráneo —Figaredo se envalentonó consus palabras.—Quiere decir... lo siento. Sólo conozco éstas tierras, y misconocimientos cartográficos no son muy extensos —José sesorprendió de semejante comentario.—En Europa... cubre la mayor parte de las costas de las antiguasnaciones de Roma. No es como el Norte, pero...—No niego que sea fascinante vivir allá... a veces pienso si algúndía, será posible para... un hombre como yo, estar allí, sin llamarmucho la atención...—No sabría decirte, pero... bueno, son todo elucubraciones... enfin... ¿qué me puedes decir del poblado? Intuyo que te habránentrenado bien... no creo que seas cualquiera —dijo Martín,convencido.—Tiene razón... me han instruido con gran variedad de armas defuego... pistolas, fusiles... cuando los súbditos de la Corona setoman una cuestión como ésta en serio... en referencia a loprimero... sí, claro... lo conozco bien —aseguró el guayabero.

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Un breve silencio... Figaredo intuyó que debía de tratarse de unode los principales informantes indígenas de la región, ya que éseproceder, sólo podía adivinarse de un profesional. Tenía muchoque esconder, al parecer.

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TERCERA PARTE

EL VIAJE AL ARIARI

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Llevó casi un mes alcanzar el poblado. La primera parte delrecorrido, hasta las proximidades de Santa Fe, resultó mucho máscostosa que la segunda, en parte, debido a los continuos controlesa los cuales eran sometidos los viajeros, que transitaban poraquella ruta indispensable, del virreinato. No fueron los únicos enpisar aquel estrecho camino empedrado; comerciantes,ganaderos... muchos compañeros de ruta, cuyas paradasfomentaban el comercio de ciudades como Villeta, Sasán oFacativá, transportaban con dificultad caballos o mulas, enregiones boscosas, en ocasiones, casi vírgenes.

No hablaron mucho en ése primer tramo. Figaredo tenía presentela necesidad de no levantar sospechas entre los locales, aunquetemía que su español pudiese despertar recelos entre cualquiera delos criollos, que, ocasionalmente, le ofrecía bebida en algunas delas fondas en las cuales paraban. No disponía de mucho efectivo,pero, al parecer, José sí. No era para menos... su único contacto.Se lo hizo saber cuando detuvieron a la única mula con el carroque habían alquilado en Honda, tras un pesado transporte fluvialpor el río Magdalena.

—Mucha distancia hasta Santa Fe, ¿verdad, José? —preguntóMartín, con cansancio.—No demasiada... pero tenga presente esto. No entraremos en laciudad... al menos, no demasiado. Tomaremos el camino deApiay, en dirección a San Juan de los Llanos... no me gusta,pero... —dijo José, dudoso.—¿Por qué? ¿Existe algún peligro concreto? Me informaron deque...—Verá, Figaredo. Desde Santa Fe, deberíamos alcanzar la sierrade la Macarena, y, tras cruzarla, internarnos en la provincia, hastala propia San Juan... después...—¿Qué? —el marino no dio crédito a sus palabras.—Más allá de los llanos se sitúa la Nada —aseguró el indígena,

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con misterio.—No te comprendo... quieres decir que... ah, que no existencondiciones de habitabilidad...—Las selvas... la nada... bueno, es un término popular.. al menos,entre ustedes... en cualquier caso, le informo. A través de víassecundarias y trochas, nos dirigiremos siempre cerca del cauce,hasta el mismo poblado... no deberíamos tener problemas enllegar, al menos, en principio, pero... será necesarioaprovisionarnos todo lo posible en la ciudad... puede serpeligroso... en fin.

No añadió nada más a la conversación, y Figaredo no quisoinsistir. Los mapas eran poco precisos, y sus conocimientos,limitados. Pero se convenció a sí mismo, de la idea en la cual,durante mucho tiempo, había estado reflexionando. Intuía quepodía confiar en él. Era cierto que parecía inteligente, astuto...puede que demasiado. Sin embargo, no se veía a sí mismo,perdido por aquellos montes imaginarios, y bosques tupidos,orientándose con seguridad, para encontrar la misión. Era unguayabero, conocía las cuencas de aquellos ríos... no le pasaríanada, en principio.

Reanudaron el viaje, sin demora. No convenía detenersedemasiado, especialmente, si, además de la ruta cubierta, debíanrodear la capital de aquel reino americano, perdido entre lassombras y los sueños de antiguos colonizadores, ansiosos de oro.

***

Santa Fe, definitivamente, quedó atrás. Situada en un altiplano dela sabana correspondiente, la población, que incluía una plaza ynumerosas iglesias (como la capilla del Sagrario) en su interior,algunas, de la misma época de su fundación, por Jiménez deQuesada, ya sólo era un borrón en el horizonte irregular, desde elcual salían y entraban numerosas mercancías, así comosoldadesca. Ambos agentes procuraron no atravesar zonas

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sensibles, que pudieran despertar sospechas. La orden de lasecretaría era clara; no se debía informar, ni alertar, en ningúnmomento, salvo que fuese necesario, a las autoridades residentesen aquella ciudad, especialmente, al virrey.

Se salieron un poco de la vía, y se recostaron contra una especievegetal, cuya naturaleza, ninguno supo descifrar. Ataron la mula,que ya mostraba signos de agotamiento, y evaluaron la situación.Tendrían que deshacerse del animal, y obtener otro. Tal vez enalgún pueblo... no estaban muy seguros de la resistencia delmismo. José miró a su compañero, y, cambiando de tema, lepreguntó por España.

—¿Cómo se ve todo desde la madre patria? Como guayabero,siempre me ha llamado la atención la idea de que un sólo caudillodirija los destinos de tantos pueblos, de una forma tan... —a Joséle intrigaba la vida europea.—¿Cómo? ¿Tienes algo que comentar, respecto a Su Majestad?—Martín escudriñó a su compañero de viaje, con la mirada.—No, quería decir... burocrática. Esto es... cuando yo vivía conmi familia, los ríos, los árboles... me parecían el fin del propiomundo. Todo se acababa ahí... la vida, la muerte... se trataba de unciclo cerrado... pero después, cuando me seleccionaron, y meentrenaron, entendí que había hombres ambiciosos, que deseabanllegar, no ya hasta donde llegara la vista, sino incluso, lamemoria...—Los dominios de la Corona son muy extensos, sí... pero peoraún son defenderlos... Reconstruir la flota del Mediterráneo,después de aquellos años negros... no los viví como militar, perorecuerdo que mi padre hablaba del rey hechizado, como si fueraun hijo tonto... y eso que resultaba...—¿Quién era? No me instruyeron mucho en historia —aseguró elindígena, ávido de curiosidad.—El último rey de los Habsburgo... tiempos muy negros... fuertesepidemias, el ejército de Flandes, devastado por las acciones deése francés... lo perdimos todo. Hubo que reorganizar,

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reestructurar... todo según el modelo extranjero. Y qué decir deAmérica... hemos tenido suerte —dijo Figaredo, sin mirar a sucolega.—¿De qué? —insistió José, confuso.—Holanda ha decaído, pero una coalición entre Francia eInglaterra, hubiera sido nefasta, especialmente, después de perderEuropa... con Patiño, ha mejorado todo, pero, aún así... no haymotivos para celebrar nada, te lo aseguro...—Vaya, no creía que resultara tan nociva... bueno... aportaremosnuestra parte, si encontramos ésa avanzadilla...—Espero que no lo sea. Un tratado resultará necesario, paradelimitar las fronteras, de eso no tengo duda alguna... a Portugalno le convienen los sobresaltos... pero aún así, habrá que indagaren ello... ¿queda algo para comer? —preguntó Martín, agotado.—Sí... tome... algunas papas. Espero que le sean agradables. Amí, no me gustan demasiado —añadió José, con una sonrisa en laboca.—Gracias... sí, está rico. Bueno... dormiremos... ¿dónde? —preguntó el oficial, mientras comía.—En algún tambo que encontremos... por el animal no hay quepreocuparse. El viaje hasta Apiay es un poco complicado, pero,para ésta época del año, creo que en unos días podremos hacerlo...—Perfecto... bueno, esto ya está... hay que seguir.

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La segunda parte, en principio, más ligera, transcurrió por unatrocha no muy ancha, que cruzaba regiones atravesadas por ríoscaudalosos, despeñaderos, y sorpresas similares. José marchabaprimero, perfectamente consciente del terreno sobre el cual sedesplazaban. Le seguía el animal, que mostraba síntomas decansancio, y, finalmente, cerrando la fila, el propio marino.Figaredo sudaba, y mucho. No estaba acostumbrado a ése climaexótico, una mezcla de aire caliente y agua, agobiante, que se lepegaba a la ropa. Pero nunca protestó. Sabía que una actitud comoaquella no resultaría profesional, y, de todas formas, todavía

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quedaba mucho por caminar.

Lentamente, fueron cubriendo la distancia que los separaba deApiay, deteniéndose en ocasiones, ante la subida del caudal dearroyos menores, y en otras, ante la posibilidad de una caída de lapropia carga. Esta última, un verdadero problema.

—José, ésta mula ya no puede más. Creo que sería mejorcambiarla, o... —dijo Martín, preocupado por el animal.—Tiene razón, oficial... la sacrificaremos si resulta necesario,pero... prefiero no tomar éste tipo de decisiones, antes de tiempo.Será mejor que intentemos llegar hasta la hacienda primero... perosi ésto no resulta, será mejor... —José dudó de aquello querealmente pretendía decir.—Sí... debo reconocer que resiste muy bien... ése ganadero...¿crees que nos estafaría?—No, no, vienen de las llanuras... son buenos animales, pero... talvez éste... en fin, es igual. —Habrá que intentarlo... ¿queda mucho? —preguntó de nuevo,Figaredo.—Dos días de marcha... el tiempo es favorable... extraño en éstaestación... pero sí, podremos...

Continuaron por el camino, realizando paradas muy ocasionales;el paisaje boscoso desconcertaba, y el chillido de especies nativasno les infundía muchos ánimos, pero, en cualquier caso, lesagradaba pensar que sus esfuerzos beneficiarían a la Corona, ypor ello, a todo su pueblo, en el caso de que sus sospechas fuesenciertas. En cuestiones como ésta reflexionaban, el día quellegaron hasta la hacienda deseada. Antes de entrar, se detuvierona varios metros de la valla de madera... atrás quedaba la cordillerade Buena Vista, y los tejados de paja cubrían ahora el horizonteque sus ojos contemplaban.

—Espera, José... nos han visto... ¿quiénes son? —el otrora marinocreyó percibir una amenaza cercana.

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—Jesuitas... les concedieron la estancia en el siglo pasado... éstees un puesto relativamente reciente... escuche, Figaredo... hablarécon ellos... no están acostumbrados a tratar con peninsulares. Lesexplicaré que somos viajeros —José trató de tranquilizar a sunuevo amigo.—Vale, vale... pregunta si tienen otra mula... aunque sea por unosreales. Me da lo mismo...—Bien... a ver si podemos hacer noche aquí, o cerca... de ser así...no tardaremos...

Un religioso se aproximó hasta la pareja antes de que éstospudiesen reaccionar. Indígenas nativos (como los guayupes)trabajaban realizaban labores manuales menores, sobre las escasasedificaciones existentes, mientras observaban con desconfianza alos recién llegados.

—Buenos días, hermanos. Debo entender que venís de Santa Fe.Parecéis cansados —observó el jesuita que se había aproximadohasta ellos.—No se equivoca, padre... mi amigo y yo viajamos hasta SanJuan. Asunto de dinero —Martín trató de expresarse consuavidad.—Ya veo... un viaje largo. ¿Traéis mucho equipaje? —quiso saberel religioso.—No sólo éso... también dinero. Como le dijo mi amigo —añadióJosé, con interés.

El guayabero movió con gracia una bolsa cargada de monedas. Aldiscípulo no le pasó inadvertido el gesto, que agradeció.

—Bueno... si lo desean... siempre podemos hacer espacio aforáneos, y... está mal que lo diga. Cualquier ayuda es bienrecibida. No somos amigos del dinero, pero entenderán que... aveces, los gastos se producen... —el jesuita trató de justificar suaparente avaricia.—No se preocupe. También estaríamos interesados en otro

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animal. Bueno... ¿podemos...? —quiso saber Figaredo,impaciente.—Sí, claro... claro, ahora mismo... ¡Alfonso...! Prepara a éstosseñores un camastro. Hoy tenemos visita... —advirtió el religiosoa otro miembro del grupo, que se encontraba cerca.

***

No duró mucho tiempo la estancia. Considerando sus opciones,decidieron marchar a la mañana siguiente. Apenas intercambiaronpalabras con los nativos, y todavía menos, con el resto de losreligiosos, cuyos rezos traspasaban las paredes delgadas, quelimitaban su encierro. Se acomodaron como mejor pudieron en uncuarto anexo a otro principal, y durmieron poco. Un desayunoescaso, y una compra apresurada (más bien un trueque deanimales, con pago de la diferencia), fueron sus únicasactividades matutinas, poco antes de salir de la hacienda, endirección a San Martín.

—Siento que mis hermanos no hayan estado presentes... ya sabe,hoy toca lectura... en cualquier caso, espero que regresen aquíalgún día... ¡adiós! —el supuesto responsable de aquel puesto, elmismo que había hablado con los aventureros la noche anterior, sedespidió con efusividad.

El misionero regresó a sus aposentos, casi al mismo tiempo que lapareja cruzaba la valla, y marchaba en dirección a la poblaciónmarcada. Pese a que el poblado quedaba aún lejos, una remotaesperanza de alcanzar en pocos días la margen izquierda del rio,les infundió los ánimos suficientes, como para no volver a hablar,hasta que se encontraron cerca de San Martín del Puerto.

No fue una ruta fácil. La vega del río Guayuriba los acompañó sindescanso hasta que encontraron un punto vadeable, quedecidieron aprovechar. Tras ésto, vinieron las sabanas, primero lasde la Quebradita, con algunas corrientes cruzadas, y, finalmente,

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las de la propia San Martín, población atacada por los indígenas,en 1641. Las planicies de un verde mustio infinito,ocasionalmente cubiertas por vegetación espesa, parecían noterminar nunca, por más que se intentaba atravesarlas.Sólo a la llegada a la región habitada de aquel paraje desolado,pudieron reposar un poco, y reponer, tanto carga, como alimento.

Tampoco se detuvieron demasiado. Urgía alcanzar San Juancuanto antes, para poder planificar el viaje que debía llevarloshasta su destino. Lo único destacable que observaron, fue unaiglesia de materiales pobres, dedicada al santo de Tours. Por lodemás, no intercambiaron palabra alguna con ninguno de loshabitantes del territorio. Salieron de nuevo, ésta vez, sí, hacia SanJuan, convencidos de que aquel trayecto, no tardaría mucho en sersuperado. Sólo el río Ariari les retrasó, aunque no venció susansias.

Era de noche, cuando entraron en el área, y observaron losprimeros caseríos disponerse ante ellos, sometidos a la sombra dela luna eterna...

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—No estamos a más de tres... del poblado, oficial. Sólo necesitover la posición del sol para comprobarlo —aseguró José,convencido de su mensaje.

San Juan de los Llanos carecía de una morfología urbanadefinida, asemejándose más a un cúmulo de caseríosdesperdigados (entre otras construcciones) por las llanurasarboladas que rodeaban la población, que a una ciudad fundada entorno a un orden previamente diseñado. Cuando llegaron alprimero de los edificios, un campesino hosco les miró con recelo,entrando en su vivienda, sin dirigirles la palabra. Ambos agentesoptaron por no llamar la atención, y buscaron cobijo en una de lasúltimas residencias que delimitaban la parte sur de la localidad.

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Allí, otro vecino, más confiado, les cedió una habitación paradormir tan sólo aquella noche, previo pago de una importantesuma de reales. La casa se encontraba cerca de un camino detierra, que se perdía en la frondosidad del horizonte. Tan sólodisponía de una planta, y estaba construida con piedra y vigas demadera mal encajadas, así como material de relleno para el techo.

En cualquier caso, les sirvió para reposar un poco, antes deemprender el viaje definitivo hacia el poblado. Habían pasadovarias semanas desde que abandonaran Cartagena, pero laurgencia de resolver aquel misterio podía con su agotamiento.Figaredo estaba convencido. No respondió a su amigo, mientrasrecogían su ropa, y se levantaban de los camastros. Tampococuando salieron de la vivienda, habiendo desayunado un escasocuenco de leche, que la mujer del propietario les había ofrecido.Los hijos de la pareja los observaron desde la oscuridad de sushabitáculos, sin atreverse a salir. Una despedida final de loscaseros, forzó a la pareja de aventureros, a iniciar su camino, sinmás demora.

Avanzaron sin descanso durante varias horas, pudiendo aún ver lasilueta de la edificación en la cual habían dormido, en la primeraparada que hicieron, después de cubrir una distancia considerable.Sólo después de reanudar la marcha, entrando ya en las praderasvírgenes, perdieron el contacto con cualquier forma decivilización, dependiendo sólo del instinto del guayabero, para supropia supervivencia.

—Señor Figaredo, quiero darle la bienvenida... —afirmó José.—¿La bienvenida? ¿A dónde...? —respondió el marino.—A las tierras que me vieron nacer... espero que todo siga igualque entonces...

***

El verde infinito que devolvía las esperanzas a los viajeros, en

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forma de planicies levemente onduladas, retocadas convegetación interrumpida a grandes trechos, se conjugaba con uncielo azul, límpido y claro, intenso, que albergaba en su centro alastro rey por excelencia, que calentaba la superficie de la cuenca,hasta tal grado, que obligaba a los aventureros a prescindir de lamayor parte de la ropa que cubría su torso, atándoselo a la cabeza,mientras proseguían su camino. Ya no llevaban animal alguno,entre otras cuestiones, porque el anterior había enfermado, ynadie quiso venderles otro de repuesto. Tuvieron queabandonarlo, como un hijo despreciado, muy a pesar de José, queintentó hacer ver a su amigo, la importancia de sus cuidados, novalorados, en su justa medida, por los ganaderos criollos, quedominaban la región.

Tras muchas horas de marcha, alcanzaron de nuevo la ribera delAriari, tras pasar cerca de una laguna (que en un futuro llamaríande Cunimia). Creyeron observar la silueta de la otra misión, desdela cual partieron los fundadores ilegales, pero no se detuvieron.La enorme lengüeta que marcaba la separación, en gran parte desu tramo, entre lo rural, y lo salvaje, pareció recibirles conindiferencia, mientras su potente corriente desplazaba con rapidezel material removido, que oscurecía el color del curso, en granparte de su tramo. A una indicación del indígena, ambos agentescontinuaron próximos al río, en la mayor parte de su recorrido.Sólo después de varios descansos, con varias horas de recorridocubiertas, comenzaron a vislumbrar los límites del poblado, a unescaso kilómetro (según la propia consideración de José, quetendía a manipular sus datos, en gran medida), en dirección norte,del futuro Barranco Colorado, aún preso de sus propias sombras.

—Ahí está, oficial... el poblado... ya lo veo... curioso, sin duda —dijo el indígena.

Las palabras de José calaron hondo en el corazón del espía. Unaruta larga, sin duda, que, al final, había sido cubierta, desde laslejanas costas caribeñas. Se detuvieron un instante, para

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contemplarlo. No hubo mucho que añadir. Cerca de la orilla, lapequeña iglesia se levantaba frente a otro edificio, que Figaredoimaginó que se trataría del cabildo. Cerrando el espacio, a laizquierda, se situaban aquello que ambos espías supusieron queserían los dormitorios. La <<plaza>>, por tanto, sólo disponía deun lado abierto, el de la propia corriente del Ariari. Tan sólo una<<valla>> tosca protegía los accesos al sector principal, deagentes exteriores. Un problema, que no tardarían en sortear.

—¿Qué quiere hacer ahora, Figaredo? —preguntó José.—Vayamos hasta allá... hay que contactar con el alcalde...probablemente sea un lugareño —añadió el falso funcionario.—¿Por qué lo sabe?—Dudo que la orden se haya cumplido correctamente, sobre todo,si éste pueblo tiene tan poca historia... habrán enviado a algúnfuncionario de San Juan aquí... bien, escucha, José. Hablaré conél... no digas nada... o queda fuera... puede que tenga que darmeindicaciones... no sé...—Como diga. El responsable último es usted —dijo José,lacónico.—Ya lo sé... venga, no perdamos más tiempo.

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No tardaron en cubrir la distancia que los separaba de una de lasentradas al recinto, siendo detenidos por un extraño individuodescamisado, que portaba una pistola en una mano, y una botella,en la otra. Tenía una barba incipiente, y parecía borracho. AMartín le costó entender la escena, pero, no obstante, prefiriócallar, al menos, por lo primero.

—¿Quién va? La entrada a ésta comunidad está cerrada alugareños... ¿quiénes sois... vosotros? —profirió el curiosoguardia.

Se le notaba inestable, y nervioso. Ambos agentes supusieron que

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nadie esperaba su llegada.

—Mi nombre es Martín F... soy el nuevo portero del cabildo... mehan indicado que ésta es la misión a la cual estaba destinado —elantiguo marino trató de no sonrojarse ante el estado de suinterlocutor— éste es José, el guayabero que me ha enseñado elcamino...—Ah, sí... tú eres ése indígena que se llevaron los militares... —repuso, sonriente, el supuesto vigilante.

Martín se volvió a José, el cual le hizo comprender que todomarchaba correctamente. Efectivamente, un guía oriundo deaquella misión... debió salir cuando llegó el jefe civil. Teníasentido...

—Bien... debo comprender que usted es... —Martín pareciódudoso.—Rodrigo de Benalcázar... siento... presentarme así, pero...bueno, verá... es mucho tiempo apartado de la sociedad... aquítodo son... rezos... soy el alcalde de la comunidad... y, bueno,también estoy haciendo de vigilante —respondió el supuestoguardia.—Ya... no se preocupe, Rodrigo... mire, creo que lo mejor es queme enseñe el reducto... creo que a partir de ahora contará con unayudante... yo... —Se agradece, de veras... ésto puede resultar... confuso...

Dio otro trago a la botella. Martín trató de calmarlo, y hacerleentrar en razón. Un lugareño, seguro... no tendrían nadie a mano,y habrían enviado a algún campesino con experienciaadministrativa...

—Señor Figaredo... —José pareció confuso por la escena, perosupo que debía actuar.—¿Sí, José? —preguntó Martín.—Debo comunicar al fraile Antonio Romero que usted ha

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llegado... cuando termine de hablar con el alcalde, pase por laiglesia... trataré de concertar una cita con él...—Antonio es el impulsor de ésta comunidad... es muy... místico...—expuso, misterioso, Rodrigo.—Ya veo... bueno, José... dile que iré en cuanto pueda... tengoque habituarme con ésto —añadió el viejo marino.

Ambos compañeros se despidieron con un rápido abrazo. Elindígena se dirigió al edificio residencial, mientras el nuevo y elviejo funcionario marcharon hacia el cabildo, con la esperanza,uno, de resolver su aburrimiento, y otro, de conocer el secreto deaquella recóndita misión.

***

—¿Un poco de...? —Rodrigo invitó a Figaredo con un gesto.

El otrora marino lo rechazó. No le interesaba beber nada, ni tansiquiera un trago del mejor ron importado, del que aún disponía(secretamente) el vigilante, que aún guardaba desde su llegada ala región. Ante el escaso interés de su interlocutor, Rodrigo sesentó en una de las sillas que había en torno a la mesa tosca, queocupaba el centro de su despacho. Apenas tenía mobiliario;estanterías con legajos, algún cuadro, y un enorme arcón, cuyointerior permanecía oculto, entre otros elementos.Indudablemente, aquello no parecía seguro.

—No piense que lo hago por ser desagradecido... pero mi amigo yyo llevamos muchos días de marcha, sin comer adecuadamente...soy muy precavido con la bebida, en éstas circunstancias —leexplicó al extrañado anfitrión Figaredo.—¿Y eso? No comprendo... —su nuevo amigo pareció confuso.—Verá, he tenido experiencias en el mar... antiguamente, elescorbuto hacía estragos entre las tripulaciones que se dirigían alNuevo Mundo... y aunque ahora tenemos fruta, y nos alimentosbien... soy muy cauteloso con los excesos, especialmente

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cuando...—Ya veo... no tiene que disculparse conmigo, Figaredo... yademás... creo que tiene razón. Voy a dejarlo un poco. Aunque esbueno.—¿Cubano?—¡Sí! Vaya, parece que sabe... sí, lo traje desde la Habana... eslargo de contar, pero bueno, supongo que mejor así. Bien —pese asentirse sorprendido por la pregunta de Martín, Rodrigo se notabanervioso—, bien... así que usted es el hombre que trabajará comoportero, a partir de ahora...—Tengo guardadas las credenciales dentro de mis pertenencias,por si necesita... —Figaredo recuperó su sentido del deber, en ésemomento.—No, no es necesario... de todas formas, no creo que éstaexperiencia vaya a durar mucho... cuando me pidieron queacudiera hasta aquí para supervisar el proceso dedemantelamiento de ésta misión, si es que la podemos llamar así,me dejaron bien claro que tal vez recibiera ayuda... como es sucaso—Rodrigo incidió mucho en ése punto.—¿Qué hacía usted, antes de venir aquí? Si se puede saber, vaya—Figaredo no quiso parecer un entrometido.—Se puede. Trabajé en la gobernación de Cartagena hace yamucho tiempo, y, cansado de la costa, decidí cambiar de vida...Marché primero a Santa Fé, pero no pude mantenerme, así queopté por buscar cobijo en los Llanos... cuando surgió ésteproblema, yo vivía en San Juan. Un visitador real buscó de entrelos residentes a un hombre con experiencia administrativa parafungir como alcalde temporal de ésta colonia, hasta que seprocediera a su desmantelamiento... y resulté elegido —Rodrigomusitó sus palabras.—Ya veo.—Pero les dejé claro que yo solo no podría controlarlo todo...Tenemos un pequeño habitáculo convertido en cárcel, y necesitoun ayudante para revisar éstos papeles que los religiosos trajerondesde Anime. Un libro de contabilidad, el registro de losindígenas... no sé, bastante.

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—Imagino que se refiere a los nativos que colaboran con losfranciscanos... ¿son muchos?—Veinte, más o menos... es problemático. La mayoría son deaquí, guayaberos, como su amigo. Algunos, incluso entran yvuelven en las selvas cercanas. Tienen la autorización de Romero,pero son obedientes. Nunca han faltado a sus compromisos.—Imagino que todos éstos documentos, tendrá que entregárselosa la inspección —Martín sugirió su duda, más que expresarla.—Figaredo, éste traslado no fue negociado, ni aprobado pornadie. Romero y sus acólitos partidarios, decidieron marchar delAnime, y venir hasta aquí, con ayuda de ésos indígenas de loscuales le hablé. Nadie les impidió salir, porque apenas hayvigilancia militar, por ésta zona. Los acuerdos que el virreinatotiene con la iglesia, obligan a ello.—Y supongo...—... que por ésa razón, cualquier libro que hayan manejado ellos,y que contenga información sobre sus actos administrativosinternos, debe ser revisado por el funcionario pertinente, paraencontrar irregularidades, más allá de la propia acción ilegal delasentamiento —Rodrigo se adelantó al pensamiento de suinvitado.—No se preocupe. Sé manejarme con los números... ¿dóndedormiré?—En un cuarto pequeño, que tengo reservado, al lado de midespacho. Pensaron en cederle una cama de los dormitorios, perodespués, se negaron a ello. Ya sabe, los indígenas sonimpredecibles. Aunque éstos son pacíficos, nunca se sabe.—Mejor, me las apañaré. Tengo el equipaje ahí fuera, cerca de lasalida. Lo meteré todo donde me diga, y me cambiaré —dijoFigaredo, más tranquilo.—Bien, bien, no se preocupe. Descanse un poco. No creo que sucompañero venga pronto. Antonio suele ser muy pesado, y tardabastante en aclarar los conceptos que explica. Si quiere, le puedoavisar...—No será necesario, Rodrigo, gracias. Sólo necesito unosminutos, y me pondré a su servicio. Sólo tengo que organizar mis

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ideas.—Como desee... venga conmigo, entonces —ambos salieron deldespacho, y, a una indicación del alcalde, Martín supo que sunueva residencia se encontraba a tan sólo nueve pasos, hacia laderecha, de su lugar de trabajo.

Rodrigo se despidió del marino. Al parecer, tenía que revisar unasunto fuera, pero no tardaría en volver. El oficial le hizo un gestode despreocupación, y le indicó que él mismo se pondría atrabajar, en cuanto hubiese ordenado sus pertenecias. Tras unabreve despedida, el alcalde salió por el portón de entrada, dejandosolo al inmutable Figaredo, en aquel edificio desangelado.

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Martín se frotó los ojos. Estaba exhausto. Pese a que no queríareconocerlo, el viaje que había realizado desde la costa lo habíaagotado mucho. Tanto, que en ocasiones notaba una leve pérdidade memoria, especialmente sobre aquellos recuerdos intensos, desu pasado reciente. La partida desde España, la visita un tantoimprovisada con su contacto en Catagena, el indígena... todo, tandeprisa. Tan... innecesario.

Pero no podía demorarse más. Miró su cuarto. Una cama frente ala puerta, con un armario gastado a su derecha. Y una mesa tosca,para sus reflexiones, e informes, con pluma y tintero (¿quién lohabría puesto?). La pared desconchada indicaba dejadez absoluta,en cuanto al mantenimiento. Pero a quién le importaba. Laduración de aquella aventura estúpida, que el fraile había decididoiniciar, a espaldas de la administración, no tardaría en llegar a sufin. Pero los portugueses... los extraños agentes foráneos.¿Quiénes eran, en realidad? ¿Serían reales? ¿Era posible creer enla pasividad de los capitanes generales brasileños, sobre aquellassupuestas acciones de las banderas, en sus incursiones por elterritorio de la Amazonía? No lo sabía. Conocía los informes de lapenínsula, los datos que desde Marina se recababan sobre la

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situación en la antigua Tierra de Santa Cruz, pero ninguno eradefinitivo, claro. Todo quedaba muy lejos.

Y ése fraile. ¿Quién sería? Tenía que averiguar todo cuanto sabía.Necesitaba conocer su versión, lo más pronto posible. Si eranciertos los rumores, la eventualidad de un ataque preventivo,obligaría a informar inmediatamente del peligro. Y no resultaría,en principio, sencillo. Siguió reflexionando sobre ello, hasta que,de pronto, escuchó unos golpes suaves en la puerta. Dio permiso,y una figura conocida accedió a su interior.

—José... que pronto has venido —Figaredo pareció no dar créditoa la escena.—En cuanto he podido, señor. Le garantizo que me he dado todala prisa que he podido —respondió el indígena, seco en sucontestación.—Imagino que no vendrás sólo a saludarme.—No —sonrió—. Es cierto. Romero quiere verle, en persona.Dice que tiene que hablar con usted.—Y yo con él. Me tiene que informar de... bueno, no perdamosmás tiempo —dijo Martín, como arrepintiéndose de sus palabras.—Por aquí, señor.

Tras echar un último vistazo, tanto el guayabero como el marinosalieron de la estancia, y, poco después, del edificio. Un suaveviento templado los recibió en la plaza improvisada, con eledificio eclesial situado frente a ellos, en toda su majestuosidad.Aunque no era mucha. El convento disponía de una fachada quese asemejaba a un pórtico, aunque sin su detallismo propio. Unapuerta flanqueada por dos ventanas tapadas fue todo cuanto elmilitar pudo observar del exterior del edificio, aunque ya lo habíavisualizado con mucho mayor detalle, mientras llegaba alpoblado. José fue el primero de los dos en alcanzar la entrada, lacual forzó con ayuda del oficial, accediendo ambos, sin mayoresproblemas, al interior de la nave propiamente dicha, del local deculto.

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La puerta se cerró detrás de ellos, y un extraño silencio sepulcralse hizo dueño del entorno, reflexivo, meditabundo... extravagante.Martín apenas había pisado una iglesia desde el día en que selicenció en la academia, y aquel frescor cargado de incienso leconfundía, hasta tal punto, que lo mareaba. Quién lo diría, de unmilitar que se había enfrentado en combate, contra cañones yhombres, de toda clase y estirpe. Pero así era. Afortunadamente,no estaba solo.

—Es ése de ahí, señor... creo que sigue rezando —dijo José, untanto sorprendido por la situación.—Esperaremos... un poco. No mucho. No quiero ser molesto,pero necesito respuestas —contestó Figaredo, desconfiado.

En uno de los tantos bancos toscos que había dispuestos frente alpresbiterio, un hombre vestido con la túnica apropiada para laorden dominante en la región, parecía dirigir sus oracionesinternas y externas, hacia el fondo de su alma, queriendoencontrar una respuesta, a sus ansiadas preguntas. Aunque éstasno fueran las mismas que las del marino, que empezaba aimpacientarse. Comprendiendo que su momento de paz y reposohabía concluido, el fraile se santigüó, y se levantó con cuidado,tanto para no caer, como para no molestar al resto de sus escasoscompañeros, que había dispersados por los asientos, en unaposición parecida a la suya.

Cuando se volvió, Romero miró a Martín con curiosidad. Era tanalto como él, de facciones anguladas, y expresión suave. Sus ojoscastaños, se combinaban con una nariz plana, y un pelo casirasurado, que indicaban una devoción plena hacia la obra que lohabía conducido hasta allí. Al menos, por interés propio. Seaproximó hasta la pareja, y les invitó a acompañarlo hasta unhabitáculo anexo al edificio principal, que hacía las veces deportería. Cuando se encontraron dentro de la pequeña sala, elreligioso cerró la puerta, y les ofreció a sus invitados dos

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pequeñas sillas, adjudicándose a sí mismo, otra mayor.

—Bueno... Perdonen, hermanos, pero no tengo mejor recepciónque ésta. La sala de monjes está cerrada, de momento, y misasistentes se encuentran en la residencia de los indios —Antoniohablaba de forma sosegada, apacible, sin levantar nunca la voz.—Eso no supondrá un problema. A fin de cuentas, no hemosvenido hasta aquí para descansar... Martín —el otrora marinopronunció con dificultad sus palabras, mientras saludaba.—Ya veo... Usted debe ser el nuevo portero que nos envíandesde... —Antonio tragó saliva—. Bueno, es respetable. Nobuscamos conflictos con la provincia... queremos ser legales.—Supongo que sí —Martín prefirió ser cauto con sus palabras.—Señor Romero. Don Martín es un excelente profesional, se lopuedo garantizar. He convivido con él lo suficiente como parasaber que puede cumplir con su cometido, con suma dedicación—José intervino con rapidez, de forma casi inesperada, en elaparente diálogo.—Te creo, José. Tus palabras, y tu lenguaje, denotan ésaerudición de la cual presumes, en muchas ocasiones, y que yo, porotra parte, agradezco —añadió Romero, que siguió mirandofijamente a los ojos de Figaredo.—Gracias... señor —el nativo no supo qué añadir, al respecto.—Pero... vayamos a lo importante. Como podrá comprobar,Martín, somos totalmente pacíficos. Apenas disponemos deguardia. Salvo la del alcalde, al cual, supongo, habrá tenidooportunidad de conocer —dijo Antonio.—Desde luego. Un hombre realmente interesante. Y debo decirque ameno... por cierto. ¿Podría preguntarle algo? —Martínadoptó un tono enigmático.

El religioso se sintió confuso. Aunque imaginaba que aquelsubordinado del gobernador querría encontrar algún indicio deabsoluta ilegalidad en aquel proyecto, más allá de lo notificado,no esperaba ser objeto de sus pesquisas, tan pronto. Afirmó con lacabeza, con mucha dificultad.

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—No se asuste. Simplemente, deseo saber cómo es la vida, enésta comunidad. Bueno, al menos, hasta que llegue la ordenoficial, vamos a tener que convivir juntos, un tiempo —dijoFigaredo, con cautela.—Claro, Martín... no le importa que le trate así, ¿verdad? Bien...¿qué desea saber, exactamente? —Romero notaba su lenguachocar contra los dientes, de nerviosismo.—Nada importante. Me refería a la convivencia. Entre ustedes...con los nativos. No incluyo a José, que es todo un caballero,claro. Pero... ¿ha notado algún tipo de tensión innecesaria? —preguntó Martín, mientras José permanecía callado, expectante.—Tensión... como dice usted. No la recuerdo... somos unacomunidad muy pacífica, casi como una familia —el religioso nose atrevió a ir más allá.—Estoy completamente seguro de ello. Pero, señor Romero, lavida en la frontera entre lo civilizado y lo salvaje, suele ser dura.Estamos de acuerdo en éso, ¿no es verdad? —Martín trató demedir sus palabras.—No puedo negarlo. Tiene toda la razón del mundo.—Mire, si me dice que todo se encuentra en orden, que no handetectado ningún caso extraño, no sé, de comportamiento pocohabitual en alguno de los guayaberos que colaboran en éstacomunidad, le pienso creer. No soy más que un funcionarioenviado para su cometido. Pero quiero saber a qué me enfrento. Afin de cuentas, seré yo quien lleve el control de la cárcel delcabildo. Cualquier sujeto que pueda suponer un problema paraustedes, es, lógicamente, un peligro a tener en cuenta, paraalguien como yo.—Ya veo. Tiene miedo... no se preocupe, señor Martín.Comprendo su preocupación. Cree que pueda haber entre losindígenas educados por nosotros, alguna oveja negra. No... no esel caso.—Bueno. Me alegra saberlo —Figaredo no quedó convencido desus palabras.—Aunque... ahora que me lo menciona. Vaya, acabo de recordar...

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—las palabras de Antonio causaron estupor en ambos amigos.—¿Qué? ¿Piensa que pueda haber algo... indeseable? —el marinofue, de nuevo, prudente.—Verá. No somos una comunidad grande... y nos faltaba algo demano de obra, cuando empezamos a instalarnos, tras llegar. Unode nuestros colaboradores se ofreció a buscarnos ayuda entre losmiembros de su tribu... y aceptamos —dijo Romero,meditabundo.—¿Y bien? —Martín quedó extrañado.—Son gente nueva... pero hay algo... curioso, en elcomportamiento de uno de ellos. Es como si nos conociera dealgo.—Quiere decir... ¿que les hubieran visto en el pasado? ¿Algunaotra comunidad franciscana?—No... no, por supuesto que no. No tenemos constancia, yo almenos. Pero... no sé si me entiende. No se sorprendía por nuestraapariencia. Parecía como si ya hubiera visto...—¿A... europeos? ¿Alguien parecido a nosotros?—Tal vez. No lo sé, señor Martín, es sólo una curiosidad. Yo nopretendo molestar a la comunidad aquí presente. Menos, conpreguntas ofensivas. Pero, sí... es raro. Como si ya hubiera vistorostros no nativos... en fin —Romero realizó una pausa dramática.—Ya veo... ¿y quién es, exactamente? ¿Donde está? No piensemal, es sólo por conocer... —Figaredo creyó encontrar la pista quetanto ansiaba encontrar.—Duerme en la residencia... sólo en ocasiones. A vecesdesaparece... Lo llamamos Jumí... dicen que se parece al solguerrero. Leyendas guayaberas, ya sabe. Obra de paganos —aclaró Romero, que miraba a José, fijamente.—Comprendo. Así que piensa que tal vez haya... bueno, leagradezo la información. No lo digo por nada en particular, perotengo comprobado por experiencias pasadas que no resulta buenaidea dejar sin vigilancia a determinados nativos, en caso deextrema excepcionalidad, como puede ser ésta situación. Sin irmás lejos, la ruta que conecta Santa Fe con las poblacionescercanas, no resulta nada segura. Sólo lo digo por precaución.

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—Sí... es una lástima que no contemos con mayor protección porparte del virrey, pero, bueno, es cuanto hay. Señor Martín, si va aocuparse de la portería vale más que Rodrigo le indique todas lasestancias del edificio. Reconozco que no es gran cosa, perotampoco lo hemos pedido. —Tranquilo. Ya conozco a mi jefe. Un hombre curioso... perotiene razón. Debo ponerme al día con mis obligaciones. No seríaresponsable dejar pasar el tiempo —dijo Martín, conconvencimiento.—Muy bien. Que así sea. Yo rezaré un poco más... traten de hacerpoco ruido, si no es mucho pedir.

Tanto el marino como el guayabero se levantaron, y sedespidieron del franciscano. Salieron por la puerta, y, con ciertacautela, abandonaron el edificio, mientras el otro regresaba a suslabores espirituales. Cuando se encontraron en la plaza, libres detoda sospecha, Martín miró a José, intrigado.

—¿Qué piensa de todo ésto, señor? —dijo el nativo, entrenadopara la misión.—¿Sabes algo sobre ése tal... Jumí? Tengo un mal presentimiento—dijo Figaredo, absorto.—No. Marché de aquí hace cierto tiempo... probablemente llegarapoco después de mi partida al norte. Y sobre él... no puedo sabernada. Somos muchos. Quizá pertenezca a una de las familias queviven en las malocas que hay cerca del río... No puedo estarseguro.—No importa, José, lo averiguaremos. Vine aquí para tratar deprevenir una potencial guerra entre las dos mayores coronas deoccidente. Y pienso cumplirlo. Si ése indígena sabe algo sobre losportugueses (si es que existen), tendrá que darme explicaciones.—Tenga cuidado, Martín. Los guayaberos que viven cerca del río,tienen fama de ser muy violentos. Y corpulentos —José trató decalmar a su colega.—Bueno, tengo algún que otro truco. Y a ti también. Venga.Iremos primero al cabildo. Después, sin llamar la atención,

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tendremos que localizarlo —sentenció Martín.

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CUARTA PARTE

EL NATIVO ENCERRADO

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Si bien el objetivo de estudiar al posible intruso resultabaprioritario para el agente del secretario, al menos, en principio, notuvo mucho tiempo para llevarlo a cabo. Entre otras cuestiones, lavida en el poblado hacía muy difícil la investigación, al menos,durante los primeros días de convivencia. Martín decidióposponer su entrevista hasta que dispusiera de más tiempo ycomodidad, y por ello, se dedicó en exclusiva a sus labores deportero, conminando a José a que, mientras tanto, continuaraayudando a Romero.

Lógicamente, fue Rodrigo quien le enseñó en qué consistían susnuevas labores. Martín estaba experimentado en el manejo decuentas, y era muy obervador. Aparte del despacho, y lahabitación del nuevo inquilino, había una tosca cárcel, situada alfinal de un pasillo, que se iniciaba desde el recibidor, por una delas puertas. El resto de accesos de la sala de ingreso daban, comoya sabían ambos, tanto al despacho, como a la habitación deFigaredo; la primera, enfrente del portón de entrada, y la segunda,a la izquierda del último. Pero había más salas, aunque el marino no las conocía. Por elcitado pasillo, torciendo a la derecha, se bajaban unas escaleras,hasta una puerta de madera reforzada. Pasando por ella, seaccedía al otro piso del local, que sólo disponía de un corredorcon dos celdas, con camastros de paja. No muchas, aunque, enopinión del único alcalde ordinario de la misión, suficientes;sobre todo, para el tiempo que tuvieron en construirlas.

—Creéme si te digo que no sobró ninguna mano, de entre losnativos. La verdad, que ni yo mismo me creo que la hubiésemosterminado... una lástima —afirmó el alcalde a Martín, situadosfrente a la puerta reforzada.—Imagino. Aunque las leyes son severas. Además, nunca se sabe.Siempre se podrá utilizar con otros fines —añadió Figaredo, sinpensar en sus palabras.

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—Sí, supongo que sí. En fin. Te enseñaré al único residente deéste piso. Se llama Jumí... o lo llaman así, creo.—¿Tenemos un chico malo? Quién lo diría.—Nada. Robó el almuerzo de uno de los frailes —Rodrigo nocontuvo la risa, mientras lo dijo—. Pero bueno. No es mala gente,créeme.—Vamos a ver. Espero que sea verdad, no vaya a ser... —Martíndudó de las palabras de su superior administrativo.

Entraron, pues, en el pasillo. Un fuerte olor a humedad loimpregnaba todo, y las paredes se desconchaban con facilidad. AFigaredo no le sorprendió en absoluto. ¿Qué esperabaencontrarse? ¿El palacio de los Borbones? No. Indudablemente,nada de éso. Aquello estaba lejos del mundo conocido, civilizado.Estaba perdido en aquel desierto verde, con una vía de aguarevuelta, como única salida precipitada. Y no le convencía nada.

Llegaron hasta el fondo del corredor, exactamente frente a laúltima de las celdas que se disponían ante ellos, lúgubres ydestartaladas. A Martín no le pareció buena idea encontrarsefrente a frente con un posible criminal, aunque era cierto que lossupuestos cargos, a él atribuidos, representaban, cuanto menos,escaso peligro. Si es que éso era todo...

—Aquí está... Jumí... Jumí, tienes visita. Mira quién viene a verte—dijo Rodrigo, entusiasmado.

El curioso indígena emergió de las sombras que lo ocultaban, conno poca desconfianza. Miró a Martín con cautela, desde ladistancia. Era de poca estatura, y tenía escaso pelo, de colornegro. Vestía una tela roída, sólo de cintura para abajo; a su caraenjuta, con finas líneas rojas dibujadas por su frente escasa, ymarcada por una cicatriz profunda, de oreja a oreja, se le añadíaun bigote (o algo parecido) mal cuidado, que revelaba unapersonalidad marcada, vigilante. Tal vez temerosa, o incluso,peligrosa. Figaredo lo contempló con paciencia, sin hablar, ni

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añadir ni una sóla palabra al mensaje del alcalde.

—Jumí... conmigo eras más expresivo. Mira, éste es Martín...nuestro nuevo portero. ¿No lo vas a saludar? —De Benalcázar nocomprendió la escena que estaba viviendo.

Era extraño. El guayabero parecía desconfiar del marino con unaseguridad muy poco natural, dadas las circunstancias. Farfulló undiscurso incomprensible, y retrocedió unos pasos, hasta sumirsede nuevo en la oscuridad.

—¿Le pasa algo? —Figaredo no se notó muy cómodo.—No debería... no te conoce de nada. ¿No? —expresó Rodrigo.—Como no sea de otra vida...

Desde su posición, Jumí mantuvo su postura en silencio,expectante. Parecía esperar una reacción en el portero, que noacababa de entender aquella actitud, aunque, extrañamente, laintuía. Una historia sin reflejo tangible, que transcurría por sumente.

—Kuwoi, Kuwoi... —el indígena hablaba para sí mismo,encerrado en su mundo, curiosamente onírico.—¿Qué dice, Rodrigo? —Martín comenzó a dirigir su mirada alos ojos del condenado.—Parece un rezo... los frailes lo conocen mejor. Obra de paganos,dicen... no me lo han querido explicar —el alcalde lo explicó consuma vaguedad.

Continuaban en silencio. El guayabero rezando, tal vez, y el dúode vigilantes fascinado, por aquella pacífica insumisión.

—Es mejor que nos marchemos, Martín. Cuando se pone así, esintratable —dijo Rodrigo, tras recuperar el sentido de la realidad.—Sí, será lo mejor.

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Ambos guardias se volvieron hacia el pasillo, mientras las frasesnativas impregnaban el silencio roto por las caricias de aquellabio partido, de un misterio imborrable que, tal vez, llevarasiglos sin conocerse, verse, encontrarse... o confrontarse.

***

Martín se encontraba sentado encima de una piedra, cerca de unapared lateral del cabildo, observando el fluir de las aguasrevueltas y salvajes del Ariari, cuando José regresó de su encargo,y se echó a su lado. Ninguno parecía entender el estado de ánimodel otro, pero el nativo intuía que no tardaría mucho en saberlo.Sólo cuando el marino le dirigió la mirada, empezó a hablar.

—Ya no hay problema con la canoa. Romero dice que nosprestará una, cuando nosotros lo dispongamos. No me hapreguntado nada más —dijo el indígena, apaciguando el ánimo desu colega.—Ha confiado bastante en tí. Eso es buena señal... —Martíncalló, casi, al instante.—¿En qué piensa, señor? ¿Hay algo que le preocupe? Más alláde...—No, José. Simplemente, pienso; si yo fuese un agenteportugués, o incluso, una bandera... no sé. ¿Qué haría aquí, tanlejos del Brasil? La frontera está pendiente de demarcaciónexacta. Pero eso no significa que por los mapas ya trazados no sesepa dónde está el límite.—Eso está claro. Los instructores blancos me enseñaron algunasprácticas de cartografía... muy rudas —dijo José, pensativo.—Existen muchas cédulas reales, relativas a éste territorio. Laúltima no sé si habla de Venezuela... no estoy seguro, pero, encualquier caso, José, Portugal no tiene nada que ganar —Figaredoparecía dudar de sus palabras.—Bueno. Tal vez aprovechen ahora, para empujar la línea. Nosé... tal vez una exigencia.—Llegar hasta aquí es muy osado. En el Vaupés, aún me creería...

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pero no aquí. No aquí...—¿Qué dirían en gobernación? Una invasión progresiva...—No, José, todo esto es una tontería. ¿Sabes? Es imposible. Peropienso averiguarlo. No hemos venido aquí para nada.

Martín se levantó. Indicó a José que hiciera lo mismo, y quedispusiera el transporte sobre la corriente amenazante del río.Había que actuar, y no pensaba quedarse de brazos cruzados. Eso,de ninguna manera.

—Mira, quiero navegar un poco, río abajo. No te preocupes, noserá mucho. Aún falta bastante hasta el Guaviare, según tengomedido en los mapas que traje —aseguró el marino, sonriente.—Bueno, al menos está contento. ¿Cuánto quiere descender?Llevaremos provisiones —el guayabero pareció nervioso, antesemejante idea.—No, haremos menos de una legua real... estima un cuarto... sóloquiero superar algunos meandros, y volver. Haremos dosexpediciones terrestres hasta el punto de confluencia con el río.Pero eso, con más tiempo. No quiero arriesgar hoy. Tranquilo,será una excursión corta... espera. Trae algo de fruta. Muy poco. —Bien, señor. Lo pediré a la cocina.

El indígena desapareció brevemente, para regresar, poco después,con un pequeño saco cerrado en la mano derecha, mientrasFigaredo terminaba de colocar la nave en una posición adecuada,tal, que pudiera permitir una navegación cómoda, sin mayorescontratiempos.

—¿Te preguntaron para qué la querías? No me sorprendería nada—dijo Martín, desconfiado.—No me hablaron... había sólo guayaberos. A alguno loconozco... ya sabe —el indígena no fue más allá.—Contactos hasta en el infierno. Bien hecho, amigo... venga,sube...

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Ambos agentes se sentaron dentro de la canoa, que ya se situabasobre una cierta profundidad, y comenzaron a remar, lentamente,mientras el fluir del Ariari inundaba sus sentidos, de una extrañamelcolanza de burbujeos y palpitaciones, que devoraba sucuriosidad. Lograron dirigir el casco hacia el centro de la terceraparte del caudal, manteniendo siempre la orilla, como un punto dereferencia importante, sin que alterara, en ningún instante, elcurso del bote.

Lentamente, el poblado fue quedando atrás, ante la miradaextraña de algún que otro indígena, que llegaba al mismoexasperado, por las tareas encomendadas. Ninguno de losintegrantes de la curiosa expedición miró atrás; no interesaba. Loimportante, ante todo, consistía en descartar cualquier rastropotencialmente cercano de vida humana, no esperada. Cierto eraque aquella planicie verde no permitía ocultar mucho, salvo ensus bosques, pero eso no significaba, en absoluto, ausencia deintrusos. Si eran banderas, sabrían cómo ocultarse a la vistaevidente, de cualquier nativo inesperado.

Además, Martín estaba convencido de algo. No irían solos,naturalmente. Seguramente contarían con la ayuda de los indiosque vivían cerca del río Negro, en la jungla espesa. Todocampamento sería provisional, inestable; probablemente, semoverían sin cesar, de un lado a otro. El agente no entendía cuálpodría ser el objeto de aquella incursión, aunque suponía más unmotivo de lucro privado, que un interés real, por forzar unafrontera que, a fin de cuentas, seguía siendo porosa, para todos losintereses de España.

—José, quiero que observes lo siguiente... troncos desperdigados,madera acumulada, cualquier signo de hierba levementequemada... todo resultará útil. Sé que resulta un poco difícil desdenuestra posición; haremos una parada en breve, y seguiremosoteando. No debemos descartar nada... maldita sea —Martínpareció recordar algo, particularmente importante.

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—¿Sucede algo, señor? —el guayabero pareció nervioso antesemejante reacción.—Las armas... ni siquiera llevamos una pistola de chispa decente.Bueno... es igual. Habrá que arriesgarse...—Supuse que habría peligros, pero no quise entrar en el cabildo.Llevo un cuchillo que me dio el cocinero. Dice que es español,que tenga cuidado con él. —¿Un cuchillo? Déjame ver...

Pararon un momento, y José sacó el utensilio, que se asemejabamás a un arma de combate, que a un objeto de cocina. Una hojaredondeada, algo alargada, reveló su verdadera naturaleza, alotrora militar de primera línea.

—De cuchillo nada. Esto es una daga, puede que... de Albacete.Son famosas... pero resulta peligroso llevarlas. No se ven conbuenos ojos... de hecho, creo que quieren prohibirlas... no sécómo estarán las leyes, al respecto, pero... da igual. Puede sernosde utilidad... a larga distancia, y a corta. Bien hecho, amigo —Figaredo pareció orgulloso de la idea de su colega.—Me dijo que la guardáramos, salvo que fuera necesaria... en fin.¿Seguimos? —el indígena volvió a sonreír con seguridad.—Será lo mejor. No quiero que se haga tarde, y tampoco deseohacer esperar a Rodrigo. Debemos mantener nuestro motivooculto, todo lo posible. Le dijiste al fraile que era por ocio, ¿no?—Sí, pero creo que no nos cree. Intuye algo, señor Martín.—Sólo mi nombre, sólo usa éso. Y sí... es un tipo astuto... bueno,sigamos. No nos demoremos.

El Ariari continuaba fluyendo sin cesar, a un ritmo relativamentepausado, mientras el objeto flotante que transportaba a ambosagentes avanzaba más lento de lo esperado, en parte, debido a lafuerza que los remos aplicaban contra las aguas. Era necesario.Todo detalle inesperado podría contribuir a esclarecer el misteriode aquella supuesta amenaza, tal vez, en menos tiempo delsupuesto.

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—¿Ves algo, José? Yo no puedo. No sé, me resulta extraño, pero...—Martín pareció dudar de sí mismo.—No, Martín. De hecho, he intentado aproximarme a la orillaopuesta —respondió, con misterio, el guayabero.—¿Por qué? ¿Has encontrado éso que te dije?—Creo que sería mejor que hiciéramos una parada allá —indicócon el dedo al marino, una curva que el río describía con suavidad—. Me ha dado la sensación de... no puedo asegurar nada.

Figaredo comprendió que sus sentidos, algo dañados por tantosaños de luchas incesantes, no contaban con la pericia de los de suasistente, un experto de aquellas llanuras verdes, solitarias,extensas, infinitas...

—Está bien, te creo. Vamos a remar, pues. Intenta que la regala nose aproxime demasiado al agua. Nuestro peso es excesivo, paraésta embarcación. Lo noto mucho —dijo Martín, con calma.—Muy bien. Vamos allá.

Pese a la sencillez aparente de la tarea, no resultaba nada fácil derealizar. Oponer el casco contra el flujo de las aguas, incluso enuna corriente como aquella, podía entrañar riesgos severos paracualquier interesado en atravesarla. Lentamente, remaron conprudencia, dirigiendo la proa hacia la pequeña arboleda quecubría parcialmente la orilla reverdecida, siempre procurandoaprovechar la dirección natural del río, a su favor. Poco a poco, lacanoa fue aproximándose, más o menos, hasta el destino indicado,y sólo cuando ésta embarrancó, de forma segura, a pocas varas dedistancia del lugar deseado, ambos tripulantes descendieron atierra, sin mayores contratiempos.

—Bien. No creo que marche a ninguna parte. ¿Dónde decías queestaba ése rastro del que me hablabas, José? —Martín pareciónervioso ante la expectativa de una sorpresa.—No estoy seguro. Simplemente, he visto maleza aplastada... de

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una forma poco natural. Créame, sé que es... —el indígenapareció querer justificarse.—No hace falta, en serio. Vamos allá. Toda aportación será útil.Dame la daga. Tengo cierta noción de cómo emplearla. No es miespecialidad, pero bueno...

Seguros de que la canoa se mantenía en su sitio, comenzaron aalejarse de ella, en dirección al Norte, retrasándose todo lonecesario, hasta el punto de conflicto, para sus intereses.Caminaban con poca dificultad, entre las especies vegetalesnativas (la región era conocida por sus palmiches, cedros,caraños...), conscientes de que aquella sorpresa, si lo era, lospodría poner en peligro evidente. Apenas habría respuesta.

Pero no indagar, tampoco resolvía nada. Si existía algún atisbo depresencia humana, concretamente, de aquellos supuestos agenteslusos, debían hallarlo, e incluirlo en el informe pertinente. Sólo encaso extremo, tendrían que anular la presencia, fuera con mediospropios, o asistenciales.

Pero ése plan no convencía al viejo marino. Mientras sedesplazaban por la orilla del río, que discurría opuesto a suavance, Figaredo contemplaba la opción de una eventual defensa,ante un ataque inesperado, por parte de los portugueses. Enrealidad, sin saber a qué se enfrentaba, exactamente, tampocopodía planear nada, o suponer, o anticiparse, a un hecho que ni tansiquiera estaba claro, que pudiera suceder. Pero estaba convencidode que cumpliría su misión. Sin duda.

—Aquí es, Martín. Fíjese —José indicó su sospecha alcompañero, con gestos—. Prácticamente, todo éste sector de laorilla está levantado. Pero concretamente ahí, casi en forma derectángulos separados, organizados de forma circular, hay rastrosde presión... no naturales.

El agente español se maldijo. Efectivamente. Parecía un rastro de

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tiendas montadas, rápidamente levantadas, aunque no podía estarseguro. Se aproximó hasta uno de aquellos polígonos de malezacomprimidos, y tanteó con el dedo. La diferencia con el resto delverde levantado, era más que obvia. Un animal no podría creartrazos tan exactos.

—No debe de llevar mucho tiempo así. Esto no me gusta nada,José. Veamos —Martín trató de aproximarse a aquello que elcreyó, restos de una hoguera—. Esto parece... fuego apagado. Site fijas, las puntas de la maleza que hay por aquí, parecen másoscuras que el resto. Eso puede deberse al calor, aunque no estoyseguro. No hay piedras, palos... vaya, es como si lo hubieranrecogido a propósito.—Si son ellos, tal vez temieran a los vecinos de por aquí —aseguró José, con convencimiento.—Es mucho decir. No creo que sepan dónde queda con exactitudel poblado... si son expedicionarios del tipo que creo, no debenposeer muchos conocimientos geográficos. Puede ser que lohicieran con prudencia, pero, en todo caso, no debemosadelantarnos. Piensa que, ante todo, somos nosotros quienessabemos de su existencia, no ellos... en principio.—¿Por qué duda? Hay algo que no encaja, seguro...—Yo, verás —Martín hizo una pausa momentánea—. No sé enqué circunstancias exactas, se produjo el encuentro. El oficial queme indicó los detalles, no me aclaró completamente talescircunstancias. Secreto de estado, supongo. No querrán darmemás información de la necesaria, por si acaso me sucediese algo.—La previsión real, sin duda. No sé, Martín. ¿Qué cree quedebemos hacer? —el guayabero dudó.—Inspeccionar, por si hubiera algún objeto, o algo, que nohubiésemos advertido. Esto no es poco, pero... hay que volver.Remaremos corriente arriba, realizando varias paradas, si fueranecesario, siempre cerca de la orilla del poblado. Bueno, tenemoscomida, o sea que, hay tiempo. Pero busca... con atención. No sé.Cuanto veas.—De acuerdo. Me pondré a ello, ahora mismo.

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—No sé qué será ésto, José. Sólo espero que nos pille preparados.No sería buena noticia, lo contrario.—No... claro, claro.

Tras éstas palabras, comenzaron a tantear todo el espaciovinculado a ésos rectángulos difusos. El cielo, que continuabadespejado, ofrecía una temperatura, cuanto menos, incómoda parasus propósitos. Sólo esperaban que, como mínimo, pudiesenencontrar alguna pista adicional, que los llevara a confirmaralguna hipótesis, sobre quién, o qué, estaba detrás de aquellaintriga absurda, al menos, en lo relativo a su origen. Aunque lesllevara todo el tiempo del mundo encontrarla... 2

Cuando la canoa alcanzó la posición del poblado, ya era de noche.Martín, nada contento con aquella aventura, pese a los avanceslogrados, desembarcó primero, consciente de su incapacidad paraobtener ninguna otra prueba concluyente, aparte de la propiamaleza aplastada. Una auténtica pérdida de tiempo,absolutamente inadmisible. Y no era partidario, precisamente, desemejante ineficacia, en ningún contexto. Menos en ése. José losiguió después, sacando el transporte del líquido, y dejándolo a unlado. Ambos se sentaron en él, con cuidado, agotados, después detanta actividad.

—Bueno, no puedo decir que me sienta bien. Hemos perdidomucho tiempo en ésto —aseveró con rotundidad el viejo marino,cansado de sus fracasos.—Martín, aunque no hayamos encontrado nada, eso no significaque debamos perder la calma. A fin de cuentas, la maleza... —José no llegó a terminar la frase.—Sí, tienes razón. Algo es algo. No entiendo qué podrá ser. Estáclaro que no es un fenómeno natural. Pero si no, ¿qué, entonces?—Me parece que debemos descansar. Ha sido un viaje largo, sinduda.

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—Sí —Figaredo miró a su amigo—, es cierto. Habrá que dormir,y mañana... bueno, tendré que realizar un informe. Pero no ahora.Venga, vamos...

No sin cierta dificultad, ambos aventureros se incorporaron, y,nada más llegar al centro de la plaza, se despidieron. José teníaasignado un espacio en la residencia, aunque algo apartado delresto, debido a su condición especial, ya marcada por el alcaldeRodrigo. Un hombre, cuanto menos, curioso. El mismoresponsable comunitario, que se encontraba esperando a la puertadel <<cabildo>>, algo desesperado. Cuando Figaredo se separóde su asistente y lo vio, trató de calmarlo.

—Martín, no se puede hacer esto. Necesitaba tu ayuda para lalimpieza de... —De Benalcázar se sonrojó un poco, al verlo.—No te preocupes, Rodrigo —el ahora portero hizo un gesto dedespreocupación al aire—. No ha sido hoy. Pero te doy mipalabra, te lo aseguro, que mañana me ocuparé yo de todo.Entiendo perfectamente tu actitud... pero debía... bueno, se me haido un poco el tiempo.—Ya. Ten presente que dirigir éste poblado de locos estresamucho. Y más con...—¿Quién? No sé por qué imagino que te refieres al...—Romero. Estuvo ésta tarde en mi despacho. Preguntaba por tuamigo, extrañado. ¿Qué habéis ido a hacer, tan lejos? —Rodrigoinsistió en su pregunta.—Sólo quería despejarme un poco. Pero tuvimos un problemacon la canoa, nada grave... en principio. Por poco volcamos. Unahistoria larga. Tuvimos que dar la vuelta, y se ve que con retraso—Martín trató de ser escueto, en su aclaración.—Ya. Bueno. Mañana, entonces, te ocupas del doble de trabajo.Hay que compensar.—Nada que objetar al respecto, alcalde. Sólo deme unas horas, yme tendrá disponible.—Bien. Pasemos, entonces.

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Entraron en el edificio, y el funcionario principal cerró la puerta,cerciorándose de que se encontraba totalmente bloqueada. Alportero le sorprendió tanto interés, pero prefirió no preguntar. Sedespidió del oficial, y entró en su habitáculo, también cerrandocon cuidado. Probablemente, se debiera al riesgo que suponía lavigilancia del único recluso de la estancia. Aunque no comprendíasu aparente peligrosidad.

Se sentó en el camastro, y, tras pensar detenidamente, seaproximó a la mesa, sobre la cual puso un papel. Recogió lapluma cercana, y, tras esperar unos instantes, escribió una serie deconceptos sobre el blanco mugriento. Ideas, hechos, motivos...nada estaba claro. Rectángulos de hierba aplastada, sin ningúnmotivo aparente; sin fuego cercano, ni objeto perdido... ni tansiquiera un trazo de pólvora visible. No lo entendía. ¿Quién setomaría tantas molestias, si no era segura la presencia cercana deuna amenaza? Dudaba de que les hubieran visto. Además, aún enése caso, si estaban acampados, no entendía la rapidez yexactitud, del levantamiento.

Realizó una serie de dibujos principales, correspondientes aldescubrimiento. Pero no sólo eso. Trató de determinar, porcomparación con el entorno, las medidas exactas de los polígonosinvisibles, tratando de deducir algo sobre su origen. Varios pies,sin duda, y el hecho de que la maleza aún continuara en éseestado, reflejaban un peso enorme, muy bien distribuido. Elmismo que podría relacionarse, a unas tiendas improvisadas, contodo el material repartido, en su interior.

Además, eran pocos rectángulos. Se contaban con los dedos de lasmanos. Estimando el total disponible, si se trataba demercenarios, tanto en volumen, como en cantidad, no serían másde diez miembros, aquellos que componían la supuesta amenaza.Martín reflejó con detalle todo cuanto se le venía a la cabeza,dejando constancia también, de la hora aproximada del evento,por la posición del sol.

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Cuando concluyó sus dudas, dejó en el tintero la pluma. Algo nocasaba. Esa <<amenaza>> no era tal, al menos, como seimaginaba. Si es que era éso, y de semejante naturaleza. Aunquepodría ser una avanzadilla. Decidió dejar de pensar en ello, yguardó el documento en el baúl, en un espacio destinado a ésetipo de material. Justo cuando iba a cerrar, miró de reojo la pistolade chispa, que se hallaba oculta entre la ropa. Se le había pasadouna vez, pero no debía volver a suceder. Cerró con cautela, y, trasquitarse la mayor parte de la ropa, y acostarse, se durmió, sinmayores complicaciones.

***

Desayunó poco. Apenas queso, y algo de acompañamiento.Rodrigo lo trajo desde la despensa de la residencia, sin que nadieobjetara nada, a cambio. Cuando Martín se lo hizo saber,extrañado, éste apenas respondió con claridad, limitándose acruzar los brazos, con cierta incredulidad.

—Veo que tienes amigos. Bueno, está rico, eso no te lo voy anegar —se encontraba con el alcalde frente a la puerta del cabildo—. En fin… supongo que tengo tarea pendiente.—Desde luego. Piensa en esto. Hay que limpiar todas lasestancias de éste edificio. Luego, tenemos que ayudar a la Orden,a trasladar la madera de allá… ésa que está cortada —DeBenalcázar indicó con el dedo un rincón apartado, cercano a laiglesia, donde había maderos sueltos.—Bueno. Pues será mejor que me ponga cuanto antes. A ver sitengo algún descanso añadido. —Voy a hablar con un miembro de la residencia. Hay algo que nome ha gustado…—¿Qué ha pasado? No me dirás que es por asuntos de comida.—No. Ojalá. Es sobre ése indio que tenemos encerrado. Me handicho que es violento.—¿Y eso te preocupa? No sé —Figaredo no terminó de entender

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su extrañeza—. Tal vez lo sea, pero, no creo que eso tengarelación alguna, con nuestro servicio.—Pero han insistido. Y yo no quiero pensar nada malo —Rodrigopareció confuso—. No sé, voy a indagar un poco sobre el tema.—Bueno, vete. Yo me ocupo de todo, por aquí. Espero no teconfundan mucho.—Sí, sí…

Como presa de un súbito interés por averiguar aquel misterio, elalcalde se alejó de Martín lo suficiente como para que éste nopudiera interactuar más con él. El marino, sin apenas moverse,dirigió su mirada hacia el edificio donde se encontraba aquelextraño religioso. El supremo líder de aquel poblado, al menos enlo espiritual. Y en el motivo interno, de todas sus dudas. No sehubiera fundado aquella <<colonia>>, de no ser por suinsistencia. ¿Quién sería, realmente?

En cualquier caso, no podía perder más tiempo. Terminó decomer, y entró en el edificio, en busca de algún utensilio con elcual dar inicio a su tarea. Que prometía ser larga, en apariencia…

***

Se encontraba en el despacho del alcalde, ordenando losdocumentos del archivo como mejor podía. Cédulas, provisiones,registros de censo en el libro… muchos conceptos ocupaban elcontenido de aquellas hojas, que no parecían guardar un ordeninterno, coherente. En realidad, gran parte de la información habíasido traída por el propio funcionario, seguramente, para llevar uncontrol exhaustivo del poblado. Martín trató de agruparlas comomejor pudo, aunque no le resultó sencillo. Entonces, y casi sinquerer, una hoja cayó al suelo, provocando la reacción inmediatadel marino, cuando ésta casi le tocó el pie.

Se agachó, y la recogió. La analizó con detalle. Se trataba de unasobrecarta ejecutoria, con el clásico <<pleito a pendido>>

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dispuesta, en la cual se urgía al fraile Romero a deponer suactitud, y obedecer la sentencia referida a su asentamiento ilegal,conforme a lo requerido por los jueces involucrados.Aparentemente, otro aviso más de su atrevimiento, aunque,leyéndola mejor, no lo parecía tanto.

La exposición era muy clara, en cuanto a sus intenciones.Explicaba que los motivos de discordia de Romero con su antiguo(suponía) superior religioso, no justificaban en absoluto suactitud, y menos aún, legitimaban una empresa de ése tipo, ya depor sí costosa, <<para todos los vecinos que lo sufrieren>>.

No aclaraba mucho el concepto del gasto. Pero era, sin duda, unaexcusa perfecta para incidir en la raíz del problema; no se habíaautorizado ninguna misión más, y la Orden no estabaprecisamente contenta, con semejante rebeldía. Inclusoadmitiendo <<el duro carácter del referido fray…>>, que parecíaser uno de los hombres fuerte del Anime, aquel poblado del cualle había hablado el teniente, en Cartagena, <<no se puede tolerar,viese tal determinación, tamaña afrenta a la convivencia pazíficade la Orden de San Francisco, en éstas tierras…>>.

Indudablemente, el tal Romero no era muy bienvenido, al nortedel poblado. Pero, en cualquier caso, eso no era de su interés. Sihabía decidido marcharse por su cuenta, aventurándose en aquellaorilla virgen, sólo por un motivo de disputa profesional, si se lepodía llamar así, debía respetarse su decisión. O, al menos, en loprivado. Porque la pena asociada no iba a ser pequeña, dereincidir.

De pronto, creyó notar unos pasos, y, precavido, guardó eldocumento, con otros restantes. Sus sospechas se vieronconfirmadas cuando, fingiendo que iba a salir del habitáculo, secruzó con Rodrigo, justo en el marco de la puerta. Parecía untanto contrariado, tal vez, por aquella duda que le rondaba lacabeza.

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—Hombre, señor alcalde. No lo esperaba tan pronto. Bueno, heorganizado como mejor he podido la mesa. Espero que teconvenza —Martín indicó con el dedo el mueble, para reforzar suafirmación.—Ah… está bien. Bien. Te lo agradezco. ¿Limpiaste el cuarto deaquí, como te dije? —De Benalcázar parecía sumido en un sueñoprofundo.—Todo listo. Puedes comprobarlo cuando quieras. Oye, te noto…extraño. ¿Todo bien?

Tras la pregunta, que no fue inicialmente respondida, el alcalde sesentó con cautela, y sólo tras unos momentos de reflexión, decidióhablar.

—Debería, en principio. No comprendo nada —el tono deRodrigo sonó misterioso.—Bueno, ya me estás preocupando. Soy compañero de oficio,hasta cierto punto. Si es por ése indio, dime cuanto sepas —aMartín no le gustó aquella contestación.—Mira, he ido allí, y de todos los empleados del servicio(guayaberos, se entiende) a los cuales he preguntado, ninguno meha querido detallar mucho sobre la vida de éste individuo. Escomo si le tuvieran miedo.—¿Quieres decir que oculta algo que nadie sabe?—No lo sé. Es posible. Me han dicho que no es muy amigo de…los peninsulares.—Ya —Figaredo no se sorprendió del comentario—. Bueno,estamos aquí casi contra su voluntad. Aunque sí con la de SuMajestad.—Eso es verdad —el alcalde pareció dudar—. Pero no meentiendes. No se refieren a uno concreto. Sino a nosotros, engeneral.

Un silencio incómodo se hizo en la sala. Las dudas del marinosobre el guayabero eran mayoritariamente personales, pero nunca

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se le hubiera ocurrido que el problema fuera más allá de élmismo.

—No te entiendo, Rodrigo —dijo el portero extrañado—. Contigose lleva bien. ¿Qué problema, si no?—¿Y si no, Martín? Yo creo que sí, pero… tal vez le caes malporque intuye que has llegado en un momento inoportuno.—Te refieres a que dude de mí por… porque tenga algún plan,¿contra nosotros?—No lo sé. Es raro. Conmigo habla, pero pienso que tal vez sedeba a que cree que me tiene controlado —dijo el alcalde, sininmutarse.—Eso resulta peligroso —añadió con seriedad Martín—.Rodrigo. Son indios. Nosotros no. Es verdad que, de momento, noha habido sorpresas. Pero nunca se sabe. ¿Tienes la sospecha deque pretenda ir más allá, en su actitud?—No, no creo… ¿qué sentido tendría? Aunque nos ayudara,¿quién le socorrería? Ningún nativo se opondría a nuestrosfusiles. Aún robándolos.—Por eso. Puede resultar un problema de convivencia, pero seresolverá. No te preocupes —Martín hizo un amago de dirigirsehacia la entrada del cabildo.—Sólo hay algo que me preocupa más que eso. Sus amigos… —De Benalcázar dejó caer su mensaje con cierta duda.

Martín se volvió extrañado. Eso no era de su agrado. En absoluto.Nunca lo fue.

—Veamos. ¿Qué amigos? ¿Los de la residencia? —dijo Figaredo,curioso.—Claro, ¿quién si no? ¿Qué asistentes va a tener ése hombre poréstas tierras? Nadie. Los guayaberos que viven en el interior nohablan mucho con nosotros. Los de aquí… esto que te comento.Les parece peligroso. Y si descartamos a los peninsulares… no séquién puede relacionarse con él —Rodrigo se confundió todavíamás, mirando casi al suelo.

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—Escucha. No te preocupes. Si quieres, iré a verle. Pero tienesrazón. Si nosotros somos indeseados, y los suyos apenas le hacencaso, no existe amenaza por ninguna parte. Venga, tranquilízate.Toma un poco del ron. Yo voy a buscar la madera. ¿La llevo a laResidencia?—Sí, pregunta en la iglesia, antes. Tal vez tengas que meterla enun lugar concreto. Yo me quedaré aquí, a revisar unos papeles. Nocreo que me lleve mucho.—Muy bien. Nos vemos, entonces.

Martín cerró la puerta, con duda. Salió al exterior, y se detuvo uninstante contra la pared, para pensar. Qué amigos iba a tener, siacaso…

—Jumí, vas a tener que hablar conmigo, un poco… puede que notodos los europeos te molesten tanto como dices…

***

Cuando el último de los maderos estuvo colocado en el habitáculodispuesto, anexo a la cocina de la residencia, con sumo cuidado,Martín se frotó los ojos. Estaba un poco sucio, pero contento. Nosupo por qué, pero intuyó algo. En aquel cuarto relativamentepequeño, rectangular, que sólo contenía la madera para casos deuso excepcional, no debería existir ningún tipo de justificación omotivo, que lo llevara a alegrarse. O tal vez sí.

—Le agradecemos mucho su labor. Sabemos que ésta función nola debería realizar el portero, pero estamos, aunque no lo crea,faltos de manos. Necesitábamos dar utilidad a éste cuarto comofuera —un fraile anciano, de rostro marcado, enviado por Romeropara supervisar la tarea, le estaba hablando.—No se preocupe. Se han visto y hecho, asuntos peores. Bueno,creo que debo retirarme —advirtió Martín, un poco asqueado.—Por supuesto. Si me necesita, seguiré en la misa, por su…—Se lo agradezco, pero será mejor salir de aquí. Esto puede

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resultar nocivo. Vamos.

Ambos individuos salieron a la espaciosa cocina comunal, deforma rectangular, muy larga, que daba también acceso, por sulado izquierdo, al pasillo que separaba ésta del dormitoriocolectivo. Al final del mismo estaba el comedor, justo a la derechadel marco, por el cual salían ambas figuras. Continuaroncaminando por dicho pasillo, en dirección opuesta, hasta laentrada del edificio, bastante escueta. Apenas se cruzaron conguayaberos; el tiempo de descanso era aprovechado por muchosde ellos, para regresar a los bosques y visitar a la familia, si es quela tenían. En cualquier caso, se trataba de una actividad que noconcernía, en absoluto, al marino, que ya tenía en mente supróxima misión.

—Bien, señor Martín. Debo marchar. A ver si nos vemos pronto—el curioso fraile se despidió de Figaredo, en el centro de la<<plaza>>.—Igualmente. Adiós, adiós —Martín se dirigió hacia el cabildo,consciente de que detrás de las dudas del alcalde, podía ocultarseun secreto, en principio, inconfesable.

Llegó hasta la puerta, y la abrió. No encontró a Rodrigo porninguna parte, lo cual le dio la excusa perfecta para entrevistarsecon aquel misterioso indígena, de una maldita vez. Cerró concuidado, y se dirigió por el pasillo, hasta bajar las escaleras, yllegar al piso inferior. Una extraña melodía, que parecían susurrara sus oídos unas voces fantasmales, lo descolocó en ciertamedida. Cuando llegó frente a la celda, Jumí continuaba en ella,misterioso, paciente. Como si esperara a un mito regresar.

—Hola, Jumí. ¿Te acuerdas de mí? Soy el portero de éste edificio,y por ello, responsable de tu vigilancia —Martín trató de adaptarun tono mas suave, que de costumbre—. Espero no molestarmucho.

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El otro no contestó. Se limitó a mirarle, con intriga. Nocomprendía su presencia allí, aunque no le gustaba nada. Noobstante, Figaredo no vaciló. Continuó hablando con él, comomejor pudo. Ese hombre guardaba un secreto, y necesitabaaveriguarlo.

—Quiero hablar contigo de algo. Muy importante. Escucha, séque hablas nuestra lengua. Me lo dijo ayer Rodrigo. O al menos,la entiendes lo suficiente como para saber de qué te hablo —hizouna pausa—. Bien. Mira, Jumí. No seré amable contigo, si noquieres. Pero hay algo de ti que me extraña. Me han dicho queeres peligroso. Y no lo pongo en duda. Pero… ¿es por algo enparticular? Te… ¿tratan mal aquí?

El guayabero apenas lo miró. Continuó tumbado, con los ojoscerrados. Fue entonces cuando Martín se fijó que la canción quehabía escuchado, provenía de sus labios. Curiosamente, nisiquiera la había entendido.

—Jumí, piensa en esto. No desconfíes de mí. Te podría ayudar, talvez más que, incluso, Rodrigo —trató de aparentar complicidadcon el indio—. Nunca sabes quién puede servir mejor a tusintereses.

Fue inútil. El otro apenas reaccionó. Continuó chapurreandoaquella melodía pagana, casi ancestral, que el otro apenas fuecapaz de entender. Sabiendo que aquello era poco menos quetiempo perdido, el marino se levantó, y se dispuso a marchar. Sólocuando se halló cerca de las escaleras, oyó un extraño rumor.Como una voz ronca, y apagada. Casi gutural.

—Nejeim se acordará de nuestra sabiduría… os echarán. Todos osecharemos. El fuerte cayó… Guaviare maldito… y sólo será elprincipio —el mensaje pareció venir desde la misma celda quehabía abandonado.

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Martín tuvo la tentación de regresar, pero se detuvo. No conveníamolestarlo; no iba a servir de nada. El uso de la fuerza estabadescartado. No era ése su trabajo. Subió por las escaleras, ycontinuó, sin parar, hasta la entrada. Casualmente, vio regresar alalcalde, que parecía desesperado.

—¿Qué pasa, Rodrigo? ¿Alguna noticia nueva? —dijo Figaredo,con sorna.—No lo sé. Hemos visto algo, a lo lejos, al otro lado del río —laexcitación de De Benalcázar no pareció injustificada.—¿Qué dices? ¿Qué habéis visto, exactamente?—No lo sé. Una <<sombra>>… moverse por la espesura. Estabaayudando a los frailes con un traslado de material religioso, y meha parecido ver algo <<moverse>>. No puedo estar seguro. Perono he sido el único.

Figaredo no dio crédito a nada de cuanto escuchó. Pero, ¿y si eracierto? No podía…

—Está bien, escucha. Si eso que dices es cierto, será mejor nohacer nada, de momento. Puede que sólo sea una alucinación. Nosé cómo habrá pasado, pero no hay que desesperarse. No obstante—remarcó, con énfasis—. Hay que comprobarlo. —Podría resultar peligroso. ¿Y si enviáramos a San Juan a un…?—Rodrigo pareció aún más confuso.—No, no es buena idea. Escucha. Sé como manejar un arma…experiencias pasadas. No viene al caso. Pero te garantizo que,para efectuar una comprobación rápida, me sobra.—Bien, bien… ¿pero vas a ir solo?—No, llevaré a mi amigo. Me ha dicho que conoce bien todoesto. No voy a hacer nada extraño, créeme. Iré por la noche.—¿El guayabero? ¿Y por qué de noche? —el alcalde le miróextrañado.—Me ha ayudado mucho, para venir hasta aquí. Y tú dices que nosabes… mira, sólo será un momento. Si es grave, avisaremos. Yde noche… principalmente, para tener ventaja. Ahora nos verá, si

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es que hay alguien. Creo que lo más prudente, es fingir que nonos hemos enterado —Martín trató de calibrar cada una de suspalabras.—Bien, bien. ¿Necesitas armas?—Cualquier ayuda me vendría bien.—Tenemos un fusil antiguo, ahí guardado. Me lo dieron antes devenir aquí, aunque no sé para qué. Decían que por precaución. Ypor los indios. Por si… —el alcalde no terminó la frase.—Perfecto. No obstante, ya te digo. Iremos de noche. Oye, apropósito… he ido a comprobar la celda del detenido, y me hadicho algo muy raro.—¿Qué? Espero que tenga sentido.—Es cierto que no le gustamos… pero me ha comentado algomás. Ha hablado sobre un fuerte. Y el río Guaviare. No lo heentendido muy bien, pero ha sido muy explícito. ¿Tú tienes ideade qué puede ser? —Martín trató de aparentar sorpresa.—En principio no. Alguna vez habla… sí, ahora que lo dices. Mecomenta detalles sobre las selvas. En una ocasión me habló sobreun incendio… pero no lo comprendí demasiado bien —Rodrigono recordó con claridad el suceso.—¿Un incendio? ¿En el Guaviare? —Mmm… existen rumores de que hubo un fuerte relativamentesecreto a orillas del río. Por prevención del gobierno. Sólo loslocales más cercanos que vivían por allí lo conocían, o eso pienso.—¿Quieres decir, en Popayán? Más allá de Santa Fe —Figaredoapenas pestañeó.—Un poco más. Verás, al sur, no sé exactamente dónde, existía unasentamiento llamado Santería, una avanzadilla urbana quecrearon para encontrar minerales, que luego resultó ser un fiasco.También otros vecindarios menores, todo producto de los rumoresque se extendían por Quito, de que había ingentes reservas deplata, más allá de la cordillera, cerca del curso del río que te digo.No sé de dónde sacaron eso, pero como noticia tuvo mucho éxito,durante un cierto tiempo. Varios se arriesgaron, aunque no durómucho. El área quedó despoblada, cuando se produjo el evento —matizó Rodrigo.

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—¿Qué evento? No tenía ni idea de todo eso.—El incendio. Aunque no sé casi nada sobre eso. Bueno, ya sabesque siempre se estimula desde las gobernaciones, el asentamientoen las regiones vírgenes. Donde no hay religiosos, como losjesuitas, u otros, siempre se intenta promover la colonización. Noes el único caso. Hubo otro más famoso al sur, en el Perú.—Ya veo. Pero de éste del que hablamos… ¿cuándo te enteraste?—dijo Martín, asombrado.—Creo que vivía todavía en Cartagena, aunque no estoy segurodel todo. No sé, pero recuerdo que un sureño nos habló delsuceso. Ya fue hace bastantes años, tal vez diez, o menos… no tepuedo decir. Pero yo sólo escuché los rumores. Nunca vi nada.Sólo a través de terceros. —Vaya… bueno. No tenía idea alguna. ¿Y crees que Jumí sabealgo de todo eso?—Puede. No sé, son tribus que pueblan éstas regiones… no tepuedo aclarar más —añadió De Benalcázar, meditabundo.—Bien, vale. Está bien. Ya veré entonces, lo que haré ésta tarde.Vaya…

Martín salió del edificio, en dirección a la iglesia. Estabaaturdido. Necesitaba encontrar a José, cuanto antes. Todo aquelloresultaba, muy… extraño, cuanto menos. No podía creer que undetalle tan importante, le hubiese sido omitido, en el cuartel. Talvez no debiera saberlo, pero, aún así…

***

El día transcurrió rápido, tanto para Martín, como para elguayabero. La decisión de no intervenir hasta la noche, no habíasido fruto de un impulso. De eso no le cupo, en ningún momento,la menor duda posible. La situación, ya de por sí tensa, resultabadeterminante, no sólo para ellos, sino incluso, para todo elpoblado, que dependía de sus acciones. Nadie quería un fraude, oun riesgo innecesario, en el lugar menos accesible. El marino, porsu parte, era perfectamente consciente de que, en caso de ser

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observados, y con las escasas defensas de las cuales disponían(más aún sabiendo que tardarían mucho en recibir refuerzos, encaso necesario), no podían arriesgarse a efectuar un movimientosospechoso, contra ése supuesto enemigo.

La noche finalmente ocupó el lugar del día. Antes de continuarcon sus tareas, ambos agentes habían acordado verse, cuandoterminaran, cerca del cabildo, en el mismo lugar donde aún seguíala canoa, que no parecía generar mucho interés, en cuanto a suuso. José llegó primero.

—¿Se encuentra listo, Martín? Yo, por mi parte, llevo todo lonecesario —el nativo había traído algunos alimentos, y utensilios,como un catalejo, dentro de una bolsa.—Sí, toma —Figaredo se aproximó hasta el lugar, con el fusil deRodrigo en la mano—. Esto, como sabrás, es mi pistola de chispa.Ten cuidado con ella, por favor. ¿Sabrás usarla?—Claro, señor. Bueno, las armas cortas. No me enseñaron muchosobre las largas.—No será necesario. Yo me encargaré del fuego serio, si resultaranecesario. Mmm… un fusil de fabricación francesa. Debe tenerbastantes años. Seguro que es de la Guerra de Sucesión… bueno,da igual. Nos servirá.

Ambos espías llevaban tan sólo una camisa, calzón y calzado, conun cinturón con cartuchera y polvorera (también del alcalde), acada lado, en el caso de Martín; en el de José, llevaba la bolsa a laespalda, con ayuda de una correa improvisada. El marino leentregó su propio recipiente para la mezcla deflagrante de lapistola, así como algunos proyectiles.

Cuando estuvieron listos, consideraron la idea de embarcarse denuevo. Martín avisó a Rodrigo que de que intentaría volver lo máspronto que pudiera. Por su parte, Romero no expresó objeciónalguna, a la salida inesperada de José, de su rutina. Estaban libres,por poco tiempo.

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—Bueno, no nos demoremos. No quiero convertir esto, en unespectáculo. Es posible que nos estén vigilando, y no me convienenada, revelar detalles de la operación —dijo Martín, con seriedad—, a nadie que no lo merezca. Ayúdame a empujar.

Sin contestar, ambas figuras lanzaron el transporte de nuevo a lasaguas, y se subieron a ella. Comenzaron a remar con precaución,siempre cortando el líquido, a favor de la corriente. Sin descanso,forzando el aparato una y otra vez, consiguieron cruzar la mayorparte del caudal, sin mucha dificultad. La otra orilla ya erarelativamente visible, aunque seguían a oscuras. Sólo cuando laproa embarrancó de nuevo, optaron por descender a tierra.

—¿Enciendo la…? —José quiso adelantarse a su amigo, con laidea.—No, no. Mantén la precaución —Martín volteó el rifle,apuntando a la vegetación—. No sé nada sobre ésa amenaza.Puede que incluso nos estén observando. Ya he cargado el rifle;haz tú lo mismo.

Una vez armados, y expectantes, comenzaron a avanzar concautela por la maleza, sorteando de cuando en cuando, cualquierarboleda que se les opusiera. Figaredo estaba nervioso. Suconocimiento táctico, se limitaba a abordajes, asaltos anfibios, yoperaciones marinas, de poco calado terrestre. Aquello se regíapor otras normas. Pero claro, en ningún momento esperóencontrar la amenaza, tan cerca de sí. Sólo quedaba confiar en supericia, para salir airoso, de semejante situación.

—No hables, José. Vete a unos pies de mí. Cubre un perímetro tal,que permita una respuesta, y mi recuperación —Martín parecióhablar consigo mismo.—Sí, sí —el guayabero no ocultó su tensión—. Así lo haré.

Avanzando en fila, separados a distancias prudenciales, ambos

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hombres penetraron en el lúgubre llano novogranadino, sumidosen una oscuridad perpetua, persistente, que devoraba las ansias delos vivos caminantes, que osaban trazar un destino, en susentrañas salvajes. Siempre con miedo, pero también con valor, losagentes continuaron su viaje indeterminado, fusil o pistola enristre, por aquellas praderas engañosas, que parecían confundirlos,hasta tal extremo, que creyeron caminar por el mismo lugar, una yotra vez.

Sólo cuando cubrieron una distancia circular lo suficientementeextensa, en relación a la posición de la canoa, tratando de abarcarla mayor superficie posible, como para agotarlos de un solo viaje,decidieron parar. Seguían a bastantes metros de la orilla, peroestaban convencidos de que allí no había nadie.

—Creo que falsa alarma. ¿Has visto algo, José? —dijo Martín,extrañado.—No, señor. No hay… ¡¡¡CUIDADO!!! —la voz del guayaberoretumbó en la planicie infinita.

José efectuó un disparo, al percibir un brillo extraño detrás de sucolega, justo hacia su derecha, derribando a una figura misteriosa.Martín se revolvió, y respondió con una descarga de fusil a laagresión, terminando de rematar al supuesto atacante.

—¡Perímetro, José! ¡Amplía la separación! —el oficial pareciórecuperar la cordura, sólo en ése momento.

Se separaron todo cuanto pudieron, y efectuaron al aire otrodisparo, cuando recargaron el arma. Primero, el marino. Sólodespués, el indígena. Entonces, se detuvieron, y se mantuvieronquietos, expectantes, rodeados de aquel negro intenso, que parecíadevorar sus vidas, a cualquier precio posible. Sólo cuandoestuvieron seguros de que la amenaza había pasado, se acercaronel uno al otro, para inspeccionar al caído.

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—¿Quién es? ¿Qué ha pasado? —Figaredo preguntó a José, coninsistencia, aún confuso.—No lo sé, señor. Espere que encienda ésta antorcha —elguayabero sacó de la bolsa un objeto abultado, al cual prendiófuego, con un poco de cera, un objeto metálico, y una piedra.

Cuando la llama hizo su aparición, José la dirigió hacia la cara dela víctima. Sí… indudablemente. Era un… indígena. No parecíaguayabero, pero… era indudable que se trataba de un nativo de laregión. Tal vez de la familia Guahibo. En su piel morena, yestatura mediana, se resumía toda la información que podíandisponer sobre él. También en su curiosa <<armadura>>,compuesta por una suma de piedras fosforescentes, que teníaatadas con fibras vegetales, por todo su cuerpo.

—Nativos… indios. ¿Será ésta la amenaza de la cual hablaba elteniente? —Martín miró a José, incrédulo.—No lo sé. Pero había intentado matarlo… ése arco lo prueba —aseguró José, temeroso.—Un solo hombre. ¿Qué pretendería? No entiendo nada.—Y brillaba. Yo lo vi. Se lo aseguro. Pero ahora está claro dedónde proviene ése fenómeno.—Eso quiere decir que aquellos ataques de los cuales me hablóRodrigo, tal vez fueran engaños —Martín reflexionó sobre laspalabras de su superior.—¿A qué se refiere, exactamente?—El alcalde me habló sobre un incendio que hubo a orillas delGuaviare, en un fuerte… ¿tú sabías algo?—Bueno… está bien, Martín. Se lo diré. Ya conocía ésainformación —José miró a su amigo con prudencia.—¿Qué ya lo sabías? Y, ¿por qué no me lo dijiste antes? —Figaredo no dio crédito a la situación.—Resultaba peligroso. En el cuartel me indicaron que no lecomentara nada, salvo que fuera estrictamente necesario. Verá,señor. En Cartagena creen que se trata de una rebelión indígena.O de algo motivado por ello. En el incidente del fuerte (supongo

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que sabrá los detalles), se tuvo constancia de la presencia denativos, aunque no se pudo determinar con precisión, debido a laderrota. Además, también estaba el problema del brillo… nadie selo explicaba. Ahora ya sabemos por qué. —Bueno, si eran órdenes oficiales. No sé qué decir. —Hace años de aquel desastre. La construcción del fuerte fuesecreta, para evitar conflictos con las órdenes religiosas. Entoncesse pensaba que los bandeirantes llegarían, tarde o temprano, hastala Nueva Granada. Su duración sería temporal, hasta que sepudiera determinar ésa amenaza. Pero pasó esto… —José hablócon gravedad.—¿Nadie regresó? —Martín no dio crédito. —No, que sepamos… oficialmente. Además, las coloniascercanas que se habían instalado por un rumor de metalespreciosos, no tardaron en desaparecer. Se intentó acallar el asunto.Pero cuando recibieron en Santa Fe la noticia de una<<presencia>> cerca del Ariari, muchos temieron que se repitieraaquel desastre. Una historia larga.—Ya veo.—Debo informar al contacto más próximo. Este detalle del brillo,es sumamente importante, para clarificar el suceso. Regresaré aSan Juan, e informaré. Ya se encargará él, de notificarlo agobernación —añadió el guayabero, recordando su tarea.—Bueno… yo me quedaré aquí, de momento. Esos indígenaspodrían volver. Además, sigo sin entender cómo supieron lo de laspiedras… puede que hayan recibido ayuda. A propósito.¿Sobrevivió alguien al ataque? —quiso saber Figaredo.—Sí. Un capitán, y un sargento de fusileros. Pero no sé dóndeviven.—Habrá que averiguarlo. O pedir copia de sus testimonios. Sóloespero que esto no llegue a más. Bueno…

Las palabras del oficial resonaron en el vacío de la noche eterna,pasional, que cubría las expectativas de los muertos ancestrales,de peninsulares o nativos, de crímenes imperdonables. Esemomento renovado, de savia inherente, a la condición del lacayo

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que se unía a su destino histórico, ésta vez, en forma de méritopropio. Aún soplaba el viento nocturno, cuando la pareja decidióregresar a la canoa. Aún soplaba incesante… la sombra luminosa,de un soldado acechante.

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