Martin Lings_rené Guénon (Nueva Traducción Sin Errores)

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MARTIN LINGS – “RENÉ GUÉNON” Transcripción de una conferencia titulada "Rene Guenon", pronunciada en otoño de 1994 en el Instituto Príncipe de Gales de Londres y reimpresa en Sophia, Journal of Traditional Studies Vol. 1, No. 1, 1995. El doctor Martin Lings (quien adoptó el nombre árabe de Abu Bakr Siraj ad-din cuando acogió la fe islámica) nació el 24 de enero de 1909 en Lancashire, Inglaterra. Enseñó literatura durante muchos años en la Universidad de El Cairo —de esta actividad surgió su libro El secreto de Shakespeare (traducción de Esteve Serre, Barcelona, José J. de Olañeta Editor (Ediciones de la Tradición Unánime, 33), 1988, 158 pp.)— antes de volverse Curador de Manuscritos Orientales de la Biblioteca Británica. Autor de numerosos libros, entre los que se incluyen La undécima hora, Símbolo y arquetipo, ¿Qué es el sufismo? (Madrid, Taurus, 1981), Un santo sufí del siglo XX (Madrid, Taurus, 1982) y Mahoma: su vida basada en las fuentes más antiguas (traducción de Gonzalo Algora, Madrid, Hiperión, 1989), fue una autoridad en materia de tradición, especialmente en lo que se refiere al sufismo. Murió en el año 2005. En lo que se refiere a la primera parte de la vida de René Guénon, nuestro conocimiento es muy limitado, debido a su extrema reserva. Su objetividad, esa misma que constituye un aspecto de su grandeza y que le hizo detectar los males funestos del subjetivismo y el individualismo que aquejan al mundo moderno, le impulsó quizá demasiado lejos en dirección opuesta; eludía a toda costa hablar de sí mismo. Desde su muerte, se ha escrito libro tras libro sobre él, y sin duda los autores han tenido que vivir la frustración de no haber podido descubrir nada nuevo, por lo que libro tras libro siguen repitiendo los mismos datos erróneos. Pero a la edad de 21 lo vemos ya en París, sumergido en el mundo del ocultismo, que en aquel momento, hacia 1906-8, se hallaba en plena ebullición. El hecho de que ese mundo fuera de miras más abiertas le compensaba quizá de los peligros que acarreaba. Parece haber sido hacia esta época cuando entró en contacto, en París, con ciertos hindúes de la escuela Advaita Vedanta, uno de los cuales lo inició en la línea shivaita de espiritualidad a la que pertenecía. No tenemos detalles de fecha y lugar, y Guénon parece no haber hablado nunca de estos hindúes ni haber vuelto a a tener ulterior contacto con ellos tras uno o dos años. Pero lo que ahí aprendió está en sus libros, por lo que ese encuentro fue claramente providencial. Su contacto con ellos debió haber sido

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Conferencia dictada en 1994 por Martin Lings sobre René Guénon.

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MARTIN LINGS – “RENÉ GUÉNON”

Transcripción de una conferencia titulada "Rene Guenon", pronunciada en otoño de 1994 en el Instituto Príncipe de Gales de Londres y reimpresa en Sophia, Journal of Traditional Studies Vol. 1, No. 1, 1995.

El doctor Martin Lings (quien adoptó el nombre árabe de Abu Bakr Siraj ad-din cuando acogió la fe islámica) nació el 24 de enero de 1909 en Lancashire, Inglaterra. Enseñó literatura durante muchos años en la Universidad de El Cairo —de esta actividad surgió su libro El secreto de Shakespeare (traducción de Esteve Serre, Barcelona, José J. de Olañeta Editor (Ediciones de la Tradición Unánime, 33), 1988, 158 pp.)— antes de volverse Curador de Manuscritos Orientales de la Biblioteca Británica. Autor de numerosos libros, entre los que se incluyen La undécima hora, Símbolo y arquetipo, ¿Qué es el sufismo? (Madrid, Taurus, 1981), Un santo sufí del siglo XX (Madrid, Taurus, 1982) y Mahoma: su vida basada en las fuentes más antiguas (traducción de Gonzalo Algora, Madrid, Hiperión, 1989), fue una autoridad en materia de tradición, especialmente en lo que se refiere al sufismo. Murió en el año 2005.

En lo que se refiere a la primera parte de la vida de René Guénon, nuestro conocimiento es muy limitado, debido a su extrema reserva. Su objetividad, esa misma que constituye un aspecto de su grandeza y que le hizo detectar los males funestos del subjetivismo y el individualismo que aquejan al mundo moderno, le impulsó quizá demasiado lejos en dirección opuesta; eludía a toda costa hablar de sí mismo. Desde su muerte, se ha escrito libro tras libro sobre él, y sin duda los autores han tenido que vivir la frustración de no haber podido descubrir nada nuevo, por lo que libro tras libro siguen repitiendo los mismos datos erróneos. Pero a la edad de 21 lo vemos ya en París, sumergido en el mundo del ocultismo, que en aquel momento, hacia 1906-8, se hallaba en plena ebullición. El hecho de que ese mundo fuera de miras más abiertas le compensaba quizá de los peligros que acarreaba. Parece haber sido hacia esta época cuando entró en contacto, en París, con ciertos hindúes de la escuela Advaita Vedanta, uno de los cuales lo inició en la línea shivaita de espiritualidad a la que pertenecía. No tenemos detalles de fecha y lugar, y Guénon parece no haber hablado nunca de estos hindúes ni haber vuelto a a tener ulterior contacto con ellos tras uno o dos años. Pero lo que ahí aprendió está en sus libros, por lo que ese encuentro fue claramente providencial. Su contacto con ellos debió haber sido extremadamente intenso mientras duró. Los libros de Guénon son sencillamente el antídoto que necesitaba entonces y sigue necesitando ahora la crisis del mundo moderno.

Hacia la época en que rondaba los treinta años, su prodigiosa inteligencia le había permitido ver exactamente qué es lo que iba mal en el Occidente moderno, y al mismo tiempo zafarse de ello. Recuerdo de primera mano aquel mundo en el cual y para el cual Guénon escribió sus primeros libros, la década que siguió a la Primera Guerra mundial, un mundo monstruoso blindado por su euforia: la Primera Guerra Mundial iba a ser la guerra que acabaría con todas. Nunca volvería a haber otra guerra; y la Ciencia había demostrado que el hombre descendía del mono, es decir, que había progresado desde los antropoides, y ahora este progreso iba a continuar sin que nada pudiera impedirlo; todo iba a ir a mejor y mejor. En aquella época yo iba a la escuela, y recuerdo como me enseñaban por norma estas cosas, con el único contrapeso de una hora a la semana de clase de religión en la que se enseñaba lo

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contrario. Pero en el mundo moderno, hacía tiempo ya que la religión había sido arrinconada. Desde su rincón, ella protestaba contra esta euforia, pero sin efecto.

Hoy en día la situación es considerablemente peor y considerablemente mejor. Es peor, por un lado, porque los seres humanos han degenerado aún más; hoy vemos mucho peores cataduras –por decirlo así– que las que se veían en los años veinte, o al menos esa impresión me da. Y es mejor, por otro, porque ya no hay euforia en absoluto. El edificio del mundo moderno está cayendo en ruinas. Van apareciendo por doquier enormes grietas, por lo que ya no está blindado como sucedía antes. Pero otro factor que ha hecho empeorar las cosas se debe a que la Iglesia, ansiosa por no quedarse a la zaga de los tiempos, se ha vuelto cómplice de la modernidad.

Pero volviendo al mundo de los años veinte, recuerdo a un político proclamar –como nadie se atrevería hoy a hacer– que “estamos ahora en el glorioso amanecer del mundo”. Justo en esa misma época, Guénon escribía que ese deslumbrante mundo “es como un organismo decapitado que continuara viviendo una vida a la vez intensa y desordenada” (Oriente y Occidente, publicado por primera vez en 1924).

Guénon no parece haber seguido relacionándose con los hindúes, que sin duda regresaron a la India. Entretanto había sido iniciado en una orden Sufí que habría de ser su hogar espiritual para el resto de su vida. Entre las patologías que veía en derredor, le preocupaba mucho el generalizado prejuicio antirreligioso que hacía estragos particularmente entre la llamada intelligentsia francesa. Sin embargo, estaba seguro de que algunos de sus representantes tenían la posibilidad virtual de una verdadera inteligencia, y serían capaces de responder ante la verdad si se les exponía claramente. Ese prejuicio antirreligioso surgió porque los representantes de la religión fueron volviéndose cada vez menos intelectuales y más centrados en lo sentimental. Especialmente en la Iglesia Católica, que había extremado la división de la comunidad en clérigos y laicos, a un elemento laico no le quedaba otra que confiarse a la Iglesia, puesto que no era asunto suyo reflexionar sobre cuestiones espirituales. Pero los laicos con inquietudes intelectuales fueron planteando cuestiones que los sacerdotes no estaban en condiciones de contestar; así, el sacerdocio acabó refugiándose en la idea de que existe un estrecho vínculo entre la inteligencia y el orgullo. De esta forma, no resulta difícil ver cómo tomó forma este prejucio anti-religioso, especialmente en Francia.

Ahora Guénon se planteó la pregunta: dado que esta gente ha rechazado el Cristianismo, ¿podría aceptar la verdad si la ve expresada en los términos islámicos propios del Sufismo, que tan estrecha relación guardan en muchos aspectos con los propios términos cristianos? Guénon decidió que no, que esos intelectuales dirían que no se trataba más que de otra religión, y que ya había tenido bastante de religión. Sin embargo, el Hinduismo, la más antigua religión viviente, difiere externamente tanto del Cristianismo como del Islam, de modo que decidió confrontar al mundo occidental con la verdad en su expresión hindú. Fue con esta finalidad que escribió su Introducción al estudio de las doctrinas hindúes. La edición francesa se publicó en 1921, y sería seguida en 1925 por el que es quizá el más grande de todos los libros de Guénon, El hombre y su devenir según el Vedanta.

No podría haber escogido un medio mejor para transmitir la verdad a Occidente, pues el hinduismo posee una primordialidad resultante de su haber sido revelado al hombre en una época remota, en la que aún no había necesidad de establecer una distinción entre esoterismo y exoterismo, y esta primordialidad se traduce en que la verdad no necesita recubrirse de velos. [En cambio] Ya en plena Antigüedad clásica, los Misterios, esto es el esoterismo, estaban reservados a unos pocos. En el Hinduismo, sin embargo, eran la norma, y se podía hablar directamente de las verdades más elevadas. No cabía el “no arrojéis perlas a los cerdos” o “no deis las cosas santas a los perros”. Las religiones hermanas del Hinduismo, por ejemplo las religiones de Grecia y Roma, se extinguieron hace mucho. Pero gracias al sistema de castas de los brahamanes, auténticos guardianes de la religión, hoy día tenemos un hinduismo que aún está vivo, y que hasta bien entrado el siglo XX sigue produciendo flores de santidad.

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Una de las primeras cuestiones que hay que abordar es la de cierta distinción que es necesario hacer en el plano de lo divino –una distinción que hacen todos los esoterismos, pero que no tiene cabida en el exoterismo, esto es, en las religiones en su actual formato ‘de masas’: es la distinción entre lo Absoluto y ese primer comienzo de lo relativo que se gesta en su seno:

● Lo Absoluto, que es Uno, Infinito, Eterno, Inmutable, Indeterminado, Incondicionado, está representado en el Hinduismo por el monosílabo sagrado Aum, y es llamado Atmâ, que significa ‘Sí mismo’, así como Brahma, que es una palabra neutra que sirve para enfatizar que está más allá de toda dualidad, tal como la de lo masculino y lo femenino. Al Absoluto se le llama también Tat (Eso), tal como el Sufismo lo llama a veces Huwa (Él).

● A continuación tenemos aquello que en otras religiones corresponde al Dios personal, Ishwara, que es ya el origen de la relatividad, dado que se halla referido [en tanto que es su Principio] a la manifestación (“manifestación” es el término que usan los hindúes para la Creación, y la Creación supone claramente el comienzo de una dualidad Creador-Criatura). Ishwara radica en el plano divino, pero supone el comienzo de lo relativo.

En todo esoterismo hallamos la misma doctrina:El Maestro Eckhart tuvo encontronazos con la Iglesia porque insistió en distinguir entre

Dios y la Divinidad –Gott und Gottheit. Usaba el segundo término para referirse al Absoluto, esto es, al Absoluto absoluto, y usaba el de “Dios” para el Absoluto relativo. Lo mismo podría haber adjudicado ambos términos [‘Dios’ y ‘Divinidad’] a la inversa: se trataba simplementa de señalar de alguna forma esa distinción.

En el Sufismo se habla de ●la Esencia Divina, con sus Nombres Esenciales, tales como ‘el Uno’, ‘la Verdad’, ‘el Santísimo’, ‘el Viviente’, ‘el Dios Infinito’ (‘al-Rahman’, nombre también aplicable a esa Divina Esencia, en tanto contiene la raíz de todas las perfecciones). ●Por debajo de esto se sitúan ya los Nombres de las Cualidades, como ‘el Creador’, ‘el Misericordioso’ –en el sentido de aquel que tiene misericordia de otros [N. del T.: o sea, en el sentido de una prodigalidad referida a la Voluntad, providente, y no ya como la del plano anterior, que tenía un sentido estructural, el de raíz de toda perfección, el de seno de toda la posibilidad], lo que constituye claramente el principio de una dualidad. Todo esoterismo hace esta distinción incluso en el plano de la Divinidad; pero por debajo del esoterismo ella no puede seguir existiendo, porque acabaría traduciéndose en la idea de dos Dioses; ese distingo en el seno de la Divinidad resultaría excesivamente peligroso en manos de la masa de los creyentes. Hay que mantener la Unidad Divina a toda costa.

Acto seguido, Guénon, en este libro, delinea con toda claridad la jerarquía del Universo partiendo del Absoluto, pasando por el Dios personal, y siguiendo en línea descendiente con el Logos creado, esto es buddhi –término que significa “intelecto”– y que posee tres aspectos, Brahmâ (esta vez el término es masculino), Vishnú y Shiva. Estrictamente hablando, en la jerarquía de los universos estos devas (etimológicamente esta palabra es la misma que la latina deus) tienen el rango de lo que nosotros llamaríamos arcángeles. Sin embargo, el Hinduismo hila tan fino que aunque sean creados, esos devas pueden ser invocados como Nombres del Absoluto, puesto que provienen del Absoluto y al Absoluto han de retornar. Y se les puede invocar como Nombres del Absoluto en el sentido de Brahma, en el sentido de Atma o en el sentido de Aum.

La doctrina hindú, como el Génesis, habla de dos aguas. El Corán habla de dos mares, las aguas superiores y las aguas inferiores. Las aguas superiores representan el aspecto superior del mundo creado, o sea del mundo manifestado, correspondiente a los diferentes cielos en los que están los diferentes paraísos. Todo ello forma parte del siguiente mundo desde el punto de vista de este mundo. Las aguas inferiores representan el mundo del cuerpo y el alma, y todo [el conjunto de esos mundos superiores e inferiores] constituye una manifestación del Absoluto.

En El hombre y su devenir según el Vedanta, Guénon, tras haber delimitado y mostrado en todo detalle cuál es la naturaleza del hombre manifestado, procede a mostrar, al hilo de la

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doctrina hindú, cómo puede retornar ese hombre a su fuente absoluta. En último término, aborda la suprema posibilidad espiritual, la de unirse a lo Absoluto, una unidad siempre latente desde el principio: así, los padres brahmanes, cuando inician a sus hijos a la edad de ocho años, les susurran al oido estas palabras: “Tú eres Eso”, tat vam asi, marcando esa identidad con el Absoluto. Esto muestra cuán lejos estamos de la religión tal como la entiende el mundo moderno. Esta verdad, que el Sufismo denomina el Secreto, al-sirr, ha de existir necesariamente en todo esoterismo, pues en caso contrario no merecería ni ese nombre.

Otro aspecto del Hinduismo que hizo de él el vehículo idóneo para el mensaje de Guénon es lo amplio de su estructura. En las religiones más recientes, parece como si la Providencia hubiera ido guiando a sus rebaños a lo largo de un valle cada vez más estrecho: la apertura hacia el Cielo sigue siendo la misma, pero la perspectiva horizontal se vuelve cada vez más estrecha debido a que el hombre ya no es capaz de asumirla más que en limitada medida; la doctrina hindú del samsâra, es decir, de la interminable cadena de innumerables mundos que han sido manifestados, y en los cuales consiste el Universo, conduciría a toda suerte de extravíos. Sin embargo, hablar de un Absoluto, de una Divinidad Eterna, de una Infinitud, que al automanifestarse no produjo más que un simple mundo, no colma a la inteligencia. La doctrina del samsâra, por su lado, al decir que son innumerables los mundos manifestados, sí que la colma.

Otro factor a este respecto es que el Hinduismo está dotado de una asombrosa versatilidad. Se basa en primer lugar en la Divina Revelacion. Los Vedas y las Upanishads son revelados; tambien el Bhagavad Gita se considera generalmente revelado, pero no así el poema épico “inspirado”’ del que forma parte, el conjunto del Mahâbhârata. En el Hinduismo, esta distinción entre revelación, sruti, e inspiración, smriti, está muy claramente marcada, tal como sucede también el Judaísmo y el Islamismo: el Pentateuco –o sea, los cinco primeros libros del Antiguo Testamento, fue revelado a Moisés, los Salmos a David, el Corán a Mahoma. Esto es algo que los cristianos por norma no suelen entender; hallan dificultad en percibir, en el Antiguo Testamento por ejemplo, la diferencia entre el Pentateuco, el Libro de los Reyes y las Crónicas, que constituyen simple historia sagrada, sin duda inspirada, pero en ningún caso revelada. Para los cristianos la revelación es Jesucristo, el Verbo hecho carne; la noción de “el Verbo hecho libro”, que constituye una revelación paralela, no entra en su perspectiva.

El Hinduismo cuenta también con los avatâras, o sea, con las manifestaciones o “descensos” de la Divinidad, cosa que un cristiano puede entender muy bien. Por supuesto, un cristiano no estaría dispuesto a reconocer que haya habido avatâras hindúes, pues para el cristiano corriente sólo ha habido un descenso, y ese es el propio Cristo; pero el Hinduismo reconoce tales descensos como una posiblidad inagotable y menciona diez avatâras que han ayudado sostener con vida la religión hasta nuestros días. El noveno avatâra, el propio Buddha, es llamado el avatâra extranjero, porque, si bien apareció en la India, no lo hizo para los hindúes, sino claramente para el mundo oriental. La amplitud del Hinduismo resulta visible también en cómo prefigura el exoterismo al reconocer tres Vías, o margas, que son también vías para retornar a Dios: la vía del conocimiento, la vía del amor y la vía de la acción, tres vías que corresponden a las inclinaciones y afinidades de los diferentes seres humanos.

Otro factor que vuelve los términos propios del Hinduismo tan apropiados para transmitir el mensaje de Guénon a los europeos es que éstos, en su calidad de arios, conservan una afinidad con el Hinduismo, debido a que su raíz original está en las religiones de la Antigüedad clásica, que son religiones hermanas del Hinduismo. Por supuesto, degeneraron hasta su completa decadencia y hoy han desaparecido. Sin embargo, nuestra herencia radica allí, y podría decirse que Guénon, al exponer la verdad en términos hindúes, nos da la posibilidad de un renacer misterioso en sentido puramente positivo. En cualquier caso, tampoco hay que exagerar dicha afinidad, y Guénon, hasta donde yo sé, jamás aconsejó a nadie hacerse hindú.

Su mensaje fue siempre de estricta ortodoxia dentro de un exoterismo, pero reconociendo igualmente al mismo tiempo todas las demás ortodoxias. Su propósito en modo alguno era académico. Si bien su lema era “Vincit omnia veritas” –“La verdad vence sobre

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todo”–, podría decirse que implícitamente ese lema era “Busca y encontrarás, llama a la puerta y se te abrirá”. Sus escritos llevan implícita la certeza de que llegarán providencialmente a quienes estén cualificados para recibir su mensaje, impulsándolos a buscar y por tanto a encontrar una vía.

Guénon era consciente de tener una misión, y sabía qué formaba parte de esa misión y qué no. Sabía que no era misión suya tener discípulos; jamás tuvo ninguno. Su misión era instruir de forma preparatoria para una vía que las personas habrían de encontrar por sí mismas, y esa preparación consistía en llenar los vacíos que había dejado la educación moderna. El primero de esos vacíos es la incapacidad para entender el significado de lo trascendente, y en consecuencia el significado de la palabra intelecto –un vocablo que sigue utilizándose, pero cuyo significado en un sentido tradicional, el correspondiente al término sánscrito buddhi, sencillamente había sido olvidado en el mundo occidental. Guénon insistía en sus escritos en dar a esta palabra su verdadero significado, que es el de la percepción de las realidades trascendentes, la facultad que puede percibir las cosas pertenecientes al mundo superior, y sus prolongaciones en el alma son lo que podríamos llamar intuiciones intelectuales, que son los destellos preliminares antes de que tenga lugar la intelección en sentido pleno.

Se tiene la impresión de que el propio Guénon debió haber tenido una iluminación intelectual a muy temprana edad. Debe haber percibido de forma directa las verdades espirituales con el intelecto en verdadero sentido. [A partir de ahí] Llenó los vacíos [aludidos], explicando el significado de los ritos, el significado de los símbolos, la jerarquía de los mundos. La educación moderna deja de lado en bloque el mundo superior, mientras que en la Edad Media se les enseñaba a los estudiantes la jerarquía de las facultades y la correspondiente jerarquía del universo.

Pero debo hablar ahora, durante unos momentos, en un plano más personal, que con todo tal vez no carezca de interés. Cuando leí los libros de Guénon a comienzos de los años treinta, fue como si me hubiera alcanzado un rayo, y descubrí que esa era la verdad. Nunca antes había visto puesta blanco sobre negro la verdad como en el mensaje de Guénon sobre la existencia de múltiples religiones y la reverencia debida a todas ellas; eran diferentes porque había diferentes pueblos. Esto tenía sentido, y al mismo tiempo iba a mayor gloria de Dios, porque a cualquier persona, hasta de mediana inteligencia, cuando le enseñaban lo que se enseñaba entonces en las escuelas, le surgía inevitablemente la pregunta: bien, ¿y qué hay del resto del mundo? ¿Por qué se hicieron las cosas de este modo? ¿Por qué se dio la verdad en primerísimo lugar a los judíos, un único pueblo? Y luego, cuando se da el mandato al Cristianismo de difundirse por el mundo, ¿por qué llega tan tarde? ¿Qué hay de las épocas anteriores? Tales preguntas jamás hallaban respuesta, pero cuando leí a Guénon supe que lo que decía era la verdad, y que tenía que hacer algo al respecto.

Le escribí a Guénon. Traduje al inglés uno de sus primeros libros, Oriente y Occidente, y mantuve correspondencia con él al respecto. En 1930 Guénon dejó París, tras la muerte de su primera esposa, y se fue a El Cairo, donde vivió durante veinte años, hasta su muerte en 1951. Una de mis primeras idaas al leer los libros de Guénon fue enviar copias a mi mejor amigo, que había sido condiscípulo mío en Oxford, porque estaba seguro que su reacción sería idéntica a la mía. Él regresó a Occidente y tomó la misma vía que yo ya había encontrado, una vía de las del tipo al que se refiere Guénon en sus libros. Como le hacía falta un trabajo, le asignaron un puesto de lector en la Universidad de El Cairo, y le envié el número del apartado postal de Guénon. Guénon era extremadamente reservado y no solía darle su dirección real a nadie; quería desaparecer. Tenía enemigos en Francia y sospechaba que querían atacarlo con magia. No sé esto de forma segura, pero lo que sí sé es que Guénon temía mucho ser atacado por ciertas personas, por lo que quería mantenerse de incógnito, sumergirse en el entorno egipcio en el que se encontraba, el entorno del Islam. Y así, mi amigo tuvo que esperar largo tiempo hasta que Guénon accedió a verlo. Pero cuando el encuentro tuvo lugar, Guénon le cobró inmediato afecto, y le dijo que podía visitar su casa cada vez que quisiera.

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En el verano de 1939 visité a mi amigo en El Cairo, y mientras estaba allí estalló la guerra. En aquella época yo tenía un puesto de lector en Lituania y, ante la imposibilidad de regresar allí, me vi forzado a permanecer en Egipto. Mi amigo, que se había vuelto como uno más de la familia de Guénon, recogiendo su correspondencia del apartado postal y ayudándole en muchas otras cosas, me llevó a ver a Guénon. Un año más tarde, me encontraba cabalgando en el desierto junto con mi amigo cuando su caballo se desbocó y él murió a consecuencia del accidente; nunca olvidaré el haber tenido que ir a notificar a Guénon de su muerte. Cuando lo hice, lloró durante casi una hora. No tuve otra opción que tomar el lugar de mi amigo. Ya me habían ofrecido disponer libremente de la casa y rápidamente me volví parte de su familia. Ello constituyó, desde luego, un enorme privilegio. La esposa de Guénon no sabía leer y sólo hablaba árabe. Así que aprendí rápidamente árabe para poder hablar con ella. Era un matrimonio muy feliz; llevaban casados siete años y no habían tenido hijos, y Guénon, que ya se estaba haciendo más bien mayor –mucho mayor de lo que era ella– , tampoco había tenido hijos con su primera mujer, por lo que fue algo inesperado cuando comenzaron a tener niños; al final tuvieron cuatro. Veía a Guénon casi a diario. Yo fui la primera persona que leyó El reino de la cantidad, el único libro que escribió mientras lo conocí, puesto que ya había escrito casi todos sus libros; me lo daba capítulo a capítulo. Y yo tuve oportunidad de darle también mi primer libro, The Book of Certainty (El libro de la certeza), que le dí igualmente capítulo a capítulo. Fue un enorme privilegio haber conocido a una persona semejante.

Durante esta época se resolvió una cuestión más bien importante. Los hindúes con los que Guénon había entrado en contacto en París le habían transmitido una idea errónea, no estrictamente hinduista, del Budismo. El Hinduismo suele reconocer en Buda al noveno avatâra de Vishnú, pero algunos hindúes sostienen que no era tal avatâra, sino un simple kshatriya sublevado, o sea un miembro de la casta real vuelto contra los brahamanes, y era este último punto de vista el que Guénon había aceptado. En consecuencia, escribió sobre el Budismo como si no fuera una de las grandes religiones del mundo. Ahora bien, Ananda Coomaraswamy, Frithjof Schuon y Marco Pallis decidieron al unísono reconvenir a Guénon sobre este particular. Guénon siempre estaba dispuesto a dejarse persuadir con razones, y en 1946 llevé a Marco Pallis a verlo, con el resultado de que Guénon admitió haberse equivocado

Martin Lings, 1940

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y que había que rectificar esas equivocaciones en sus libros. Marco Pallis comenzó a enviarle listas con muchas páginas que necesitaban enmienda.

Guénon casi nunca salía, excepto cuando venía a visitarnos. Le enviaba un automóvil a recogerlo y él venía a nuestra casa con su familia unas dos veces al año. En ese tiempo vivíamos cerca de las pirámides, en las afueras de El Cairo. Sólo salí una vez con él, y fuimos a visitar la mezquita de Sayyidnâ Husayn, cerca de al-Azhar. Tenía una presencia extraordinaria; era imponente ver el respeto con que era tratado. En cuanto entró en la mezquita, pudo oírse a gente de todas partes del recinto decir “Allâhumma salli ‘alâ Sayyidnâ Muhammad”, que significa “Que Dios haga llover sus bendiciones sobre el Profeta Mahoma”, lo que constituye una forma de expresar gran reverencia hacia alguien. Tenía una presencia luminosa, y sus ojos tan hermosos –uno de sus rasgos físicos más imponentes– conservaron siempre su brillo incluso a edad avanzada.

A la misma altura que su libro sobre el Vedanta se eleva su libro sobre los símbolos, titulado Símbolos fundamentales de la Ciencia sagrada, que fue publicado después de su muerte recogiendo todos los artículos que había escrito sobre símbolos en su revista, Études Traditionelles. Ciertamente, si ya era maravilloso leer estos artículos cuando iban apareciendo mes tras mes, en su forma conjunta de libro nos transportan ya casi a un entorno intemporal, tal como sucedía también con El hombre y su devenir según el Vedanta, pero en un sentido más vasto. Ciertamente, todo constituye un símbolo, ni siquiera podría existir si no fuera un símbolo, pero los símbolos fundamentales son aquellos que expresan de forma elocuente aspectos de la Verdad Suprema y de la Vía Suprema. Por ejemplo, uno de estos aspectos propios tanto de la Vía como de la Verdad es lo denominado el “eje del mundo”, el eje que atraviesa todos los estados superiores desde el centro de este mundo. Este es el significado del llamado Árbol de la Vida. El Árbol de la Vida está simbolizado por muchos árboles particulares: el roble, el fresno, la higuera, y otros alrededor del mundo. El eje es la Vía misma, la vía de retorno al Absoluto. Está simbolizado también por objetos hechos por el hombre: la escalera, el mástil, armas como la lanza, y el pilar central de los edificios. Como saben los arquitectos, muchos edificios están construidos alrededor de un eje central que de hecho no está ahí, que no está materializado. Muy a menudo, en los hogares tradicionales la lumbre es el centro de la casa, y la chimenea por la que se eleva el humo es otra figura del eje. Y también ciertas cosas que normalmente son horizontales son símbolos del eje: el puente es también un símbolo del eje del mundo. Da fe de ello el título de Pontifex, el hacedor de puentes, que se da a la máxima autoridad espiritual de la Iglesia, que es el puente entre el Cielo y la tierra.

Otro símbolo fundamental es el río, en el que pueden verse tres aspectos. El cruzar el río de una ribera a otra simboliza siempre el paso desde este mundo a un mundo superior. Luego está el transitar por el propio río: la dificultad de remontarlo contracorriente simboliza las dificultades de la vía espiritual, de retornar a la propia fuente; el simbolismo del navegarlo en la otra dirección, hacia el océano, hasta retornar finalmente a él, constituye otro símbolo añadido de la Vía. Entre muchos otros símbolos, en este libro Guénon trata también de símbolos como la montaña, la caverna, los ciclos temporales. Dentro del ciclo temporal, los solsticios de verano e invierno representan las puertas hacia otros estados; el solsticio de invierno, en el signo de Capricornio, es la puerta de los dioses; el solsticio de verano, en el signo de Cáncer, es la puerta de los antepasados.

Como he dicho, a Guénon no le gustaba hablar de sí mismo, y yo respetaba su reserva. Nunca le pregunté al respecto y creo que él apreciaba ese detalle. Para resumir cuál era su misión, uno podría decir que su misión no era otra que la de recordar al hombre del siglo XX, sumido en un mundo estragado por la herejía y la pseudo-religión, la necesidad de una Ortodoxia; para que exista una Ortodoxia ha debido existir primero una intervención divina, y segundo una tradición que transmita fielmente generación tras generación aquello que el Cielo reveló en su momento. A este respecto, estamos en honda deuda con él por haber restituido al mundo la palabra Ortodoxia en el pleno rigor de su significado original, es decir, el de una rectitud de opinión, una rectitud que obliga al hombre cabal no sólo a rechazar la herejía, sino

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también a reconocer la validez de todos aquellos credos que se ajusten también a esos criterios de Otodoxia de los que depende su propia fe.

Sobre la base de esta universalidad, a menudo conocida como religio perennis, era también misión de Guénon recordarnos que las grandes religiones del mundo no son para el hombre únicamente medios de salvación, sino que, más allá de eso, le ofrecen también, incluso en esta vida, dos posibilidades esotéricas correspondientes a aquello que en la Antigüedad grecorromana se denominaba mysteria parva y mysteria magna, los “Misterios menores” y los “Misterios mayores”. Los primeros constituyen la vía para retornar a la perfección primordial que se perdió con la caida. Los segundos, que presuponen los primeros, constituyen la vía de la gnosis, el cumplimiento del precepto “Conócete a ti mismo”. Es esta meta definitiva lo que expresan los términos de deificatio en el Cristianismo, de yoga –unión– y moksha –liberación– en el Hinduismo, de nirvana –o sea, la extinción de todo lo que es ilusorio– en el Budismo; y de tahaqquq –que significa ‘realización’, que cierto Shaikh sufí glosa como ‘auto-realización en Dios’– en el misticismo islámico, o Sufismo. Los Misterios, y en especial los Grandes Misterios, son, explícita o implícitamente, el gran tema de los escritos de Guénon, incluso en La Crisis del Mundo moderno y El reino de la cantidad. Ambos libros muestran que los problemas del mundo moderno de los que dan cuenta tienen su raíz última en la pérdida de la dimensión mistérica, esto es, de la dimensión de los misterios propia del esoterismo. Guénon rastrea la causa de todos esos problemas en el olvido de los aspectos superiores de la religión. Era consciente de ser un pionero, y para concluir voy a citar algo que él mismo escribió: “Todo lo que haremos o diremos servirá para dar, a quienes vengan después, unas facilidades que a nosotros no nos fueron concedidas. Aquí, como en todo lo demás, lo más difícil es el comienzo de la labor”.

Martin Lings