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Manuel García Sánchez LA DUEÑA DE MI VACÍO Ediciones Irreverentes

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Su existencia necesitaba un cambio, una chispa, unarevolución, para bien o para mal.

La dueña de mi vacío es la historia de un hombre soli-tario que recibe enigmáticas cartas, al tiempo quemisteriosamente desaparece la mujer que ama, unahistoria entrecruzada con la de una joven que buscala paz consigo misma, y de una casa suspendida en unlimbo de recuerdos y espíritus, donde los muertostienen mucho que contar.

En el pequeñísimo espacio que le separaba de lafelicidad y del abismo se encontraba ella, su nuevadueña, mirándole con odio.

Es la historia de un escritor incompleto, que debeaclarar una historia en la que los muertos tienenalgo que decir.

Manuel García Sánchez (1974, Puerto Serrano, Cádiz) Ha colaborado en revistas literarias y cul-turales como El Diván, Papirando y Renacimiento. Ha recibido diversos premios literarios enEspaña y Argentina.

Anteriormente a La dueña de mi vacío ha publicado el libro Ropa de diario.

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EdicionesIrreverentes

Cercanías es la colección de Ediciones Irreverentes dedicada a obras breves, impactantes eirrespetuosas, con especial atención a las vanguardias literarias y obras marginales o incluso mal-ditas; una apuesta por libros refractarios a la ideología dominante y por autores noveles y delextrarradio.

www.edicionesirreverentes.com

ManuelGarcía Sánchez

LA DUEÑADE MI VACÍO

Ediciones

Irreverentes

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MANUEL GARCÍA SÁNCHEZ

La dueña de mi vacío

Colección CercaníasEdiciones Irreverentes

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Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier procedimiento y elalmacenamiento o transmisión de la totalidad o parte de su contenido por cualquiermétodo, salvo permiso expreso del editor.

De la obra © Manuel García Sánchez De la ilustración de portada © KalvellidoEnero de 2013De la edición © Ediciones Irreverentes S.L.http://www.edicionesirreverentes.comISBN: 978-84-15353-65-2Depósito legal: M-36385-2012 Diseño de la colección: Dos Dimensiones S.L.Maquetación: Absurda FábulaImprime: PublidisaImpreso en España.

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…cual pasa del ahogado en la agonía todo su ayer, vertiginosamente…(Antonio Machado, «Elogios»)

Para Esme,Mari Hernández,

Juan Manuel Alcedo,Juanito Kalvellido,

Liliana García,Martín Pablo

y Curro Navarro.Ellos sabrán por qué.

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CAPÍTULO PRIMERO

Mi existencia necesitaba un cambio, una chispa, para bien o paramal. Sin pedirlo, sin quererlo, sin ni siquiera soñarlo, la vida me iba aponer la espalda contra el suelo. Todo comenzó la mañana en la querecogí la carta que, por segunda vez, llegaba equivocada a mi casa. Díasantes, ese mismo sobre había atravesado la puerta a hurtadillas y sehabía colado entre mi correo, despertando mi curiosidad. Distinguílo que parecían mis iniciales; sin embargo, la dirección estaba malescrita, ya que venía a un número que no se correspondía con el mío.Por otra parte, no tenía remitente. Al principio la dejé arrinconadaesperando destino, pero un par de días después busqué el domiciliocorrecto, que se suponía apenas cuatro o cinco bloques más allá. Tallugar no existía, de modo que para desvincularme del todo la devol-ví a un buzón, y que un cartero lidiase con el problema.

Sin embargo, la carta regresó, como un mal pensamiento, soloapenas una mañana después. Deduje que quizá el cartero sería un tipoterco, o bien que hacía su trabajo con la misma despreocupacióncon la que un animal rumia, o simplemente no sabría qué destino dar-le, y por eso aquel sobre retornaría una y otra vez a mi hogar, hacien-do lo que el perro sin amo, que simpatiza con el primer transeúnteque le ofrece un halago. Lo cierto es que la abrí, mitad con la excu-sa de encontrar su verdadero depositario, mitad por degollar micuriosidad. Rasgué un extremo con la precisión de un cirujano y desus entrañas saqué un papel extraño, con cierto color beige, una

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caligrafía muy cuidada y olor a humedad o más bien a espacio cerra-do. También quise creer que notaba como un sonido lastimero,como un lamento lejano, el cual achaqué a los sonidos incompren-sibles que vagan por la distancia. Aunque sin duda lo más extraño fuelo que decía:

Querido señor Martín, carcomidas por el olvido y asediadas por la tris-teza, las palabras perdidas esperan su ayuda. Busque su sombra.

Era para mí. De modo que, liberado de toda duda, escudriñéalgo más en su interior, como quien busca algo perdido por los bol-sillos, y no hallé otra cosa. Molesto, de buena gana hubiese arrojadoel papel a la chimenea para que el fuego insaciable la devorase; no obs-tante, la dejé sobre la mesa y traté de olvidarme.

Para aclarar algo esta historia en la que los muertos tienen muchoque decir, debo hablar algo sobre mí. Mi nombre es Alejandro Mar-tín y Betancourt. Soy un escritor incompleto, que jamás ha editadonada, de solitaria y despreocupada existencia. También soy el últi-mo de una dinastía familiar que se remonta a un siglo atrás. Vivo enuna casa que fue un molino de aceite y que actualmente se ve flanquea-da por dos edificios de vecinos, aunque desde ellos no se llega nun-ca a observar el interior de mi morada. Apenas alcanzan a ver desdela azotea las ramas de un limonero enorme, que se asoma por elpatio como un gigante que sale de un agujero. Cuando transforma-ron el molino, a mediados del siglo veinte, quisieron borrar casi todoslos vestigios que quedaban de su pasado. Por ello derribaron la torrey aislaron la zona en la que se encontraban los depósitos de aceite, dela que quedaba una gran nave conectada con el patio por un pasillo,a modo de cordón umbilical que unía pasado y presente. Dicho pasi-llo comienza en el extremo izquierdo del patio y discurre en parale-

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lo con la cocina, la cual, además, comunica con el salón en dondehace tiempo mis antepasados mostraban sus trofeos y todo lo que aellos se les antojaba que podía reflejar su gloria. Cuando quedé a car-go de sus riquezas me aseguré de desprenderme de casi todo, comoqueriendo renegar de mis raíces y su sociedad hipócrita tan llena deprotocolos y normas. Despejado todo, conservé lo más interesantedel salón: la chimenea. Siempre me fascinó el fuego, ese tiritar deenergía, su continuo movimiento y la luz acariciando mi rostro.

El patio repartía espacios: el despacho de mi padre, un par de salasvacías, el lavadero, el cuarto de los sirvientes… Del mismo modoquedaba dividida la planta superior. Se accedía a ella por una vastaescalera de mármol verde, con un pasamanos de madera oscura.Arriba todo estaba construido en torno al patio y creando un pasilloque daba acceso a diversas habitaciones, y estas, a su vez, a la calle, labiblioteca, el salón y la sala de las muñecas. Los dormitorios queestaban sobre el salón de la chimenea y la cocina tenían ventanashacia el tejado del almacén de aceite. Parecía mentira que una casa tangrande fuese habitada por una sola persona. Esa era mi realidad.

Cuando murió mi madre, me quedé solo, traspasé las industriasfamiliares para invertir en la banca y en inmuebles y siempre gané másde lo que esperaba. Puedo decir que nunca me he preocupado por eldinero, tengo suficiente como para vivir varias vidas por mucho quesuban los precios. Además, llegado a esta edad, me cansé de dirigirnegocios. No era por el trabajo, simplemente sentí que la monotoníaera fría, ya que el contacto con los humanos se reducía al mero con-venio. Por ello contraté a Sebastián, mi administrador. Creí que miexistencia cambiaría a partir de entonces. Sin embargo, mis expecta-tivas se derrumbaron como los terrones con las primeras lluvias.

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No, no me ha faltado de nada y he carecido de todo, siempreme he visto rodeado de amigos, amigos que pedían una colabora-ción para la hermandad, o para los festejos de navidad, amigos que semarchaban sin pagar, amigos que me daban la mano cada vez que meveían y doblaban el espinazo ante mi presencia, no por lo que yofuese, sino por las cifras de mi cuenta corriente. Amigos, sí, amigospor interés. Mi primo Mario me visitaba de vez en cuando, un tipo bas-tante charlatán, de los que sí o sí caen bien. A veces no tenía ganas deoírle, pero nadie más llegaba a mi casa, excepto la señora de la limpie-za y Sebastián. Mario pertenecía a la parte de la familia a la que nohabía acompañado la suerte en su reparto de la riqueza, ni en sustransacciones posteriores. Mi tío siempre fue un jugador y mujerie-go, y el hijo tomó su ejemplo. Mantenía su vida lejos del alcance de lamiseria, de hecho vivía como un señorito, casi siempre por encima desus posibilidades. De vez en cuando tuve que «prestarle» algún dine-ro, a sabiendas de que nunca lo recuperaría. En ocasiones he dudadosi mi primo es él o si el primo soy yo. En cualquier caso, se preocu-paba por mí y siempre creí que de tener un amigo… ese sería Mario.

También tuve una esposa. Nuestra relación forjó mi carácterapático y desconfiado. Puedo decir que nunca quise tanto a nadiecomo a ella: cuántos poemas intenté escribirle. Sin embargo, una vezmás la soledad, terca en su empeño por conquistarme, entró en mivida. Cuando la conocí era una joven que quería estudiar magisterio.Recuerdo aquella primera vez que la vi, una tarde de otoño. Llevabaun jersey de cuello alto que se le ceñía a los pechos y hacía que se leencendiera la cara, roja como una manzana. Siempre pensé que fueella quien me conquistó, ya que soy tímido y soso. Tres años des-pués de aquella tarde nos casamos y pasado el segundo aniversario de

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nuestra boda, justo cuando nos proponíamos tener descendencia, ami oído llegaron los ecos de sus infidelidades y la repudié. Así desencillo, del cielo al infierno, sin tener pruebas. Le compré una casalejos, donde la distancia actuase como coagulante para el dolor que mebrotaba. Alba no lo aguantó y se ahorcó. Siempre me hice muchas pre-guntas acerca de lo ocurrido, necesitaba saber realmente cuál era lacausa de su muerte, porque posiblemente yo podría haber sido elasesino. Una vez, incluso, me encaré con el presunto amante, quienme aseguró con juramentos que él no la había tocado… Desdeentonces vivo encadenado a mis fantasmas. O quizá desde muchoantes. Lo cierto es que mis fantasmas van y vienen, viven conmigo yde mí, y son confusos como la mente de un desquiciado, como unloco en medio de una tormenta o como el alma de un suicida.

Hace tiempo comprendí que nada tenía sentido. ¿Para qué eldinero y los negocios? ¿Para quién? Yo sería la última ficha de undominó que caía. A nadie le daría ningún logro, mi herencia seríarepartida por parientes lejanos, que como hienas caerían sobre los res-tos de mi fortuna. Me despreocupé y desde entonces vivo insensible.De tarde en tarde, reviso los libros de contabilidad y hago mis averi-guaciones, pero nada más. Todo está correcto, demasiado previsi-ble. Entonces me refugié en los libros y volví a esbozar algunas letrasa modo de poesía, aunque ciertamente jamás dominé el Arte Mayor,nunca conseguí destilar las palabras hasta dar con la receta que me per-mitiera dibujar mis sentimientos. Y de ese modo, como no podíaexpresar mis interioridades, dejé que los personajes las mostrasenpor mí. Hasta la fecha he escrito cuatro novelas y varios relatos.Intenté que las editoriales me los publicasen; sin embargo, para quéengañarse, no deben de ser muy buenos. Lo único que he recibido han

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sido negativas y, por supuesto, pocas son las que se han dignado a con-testarme.

En este punto me encontraba, con una carta extraña sobre lamesa y mi vida derramándose hasta alcanzar el suelo. Me pregunta-ba qué propósito tenía, si es que lo tenía. ¿Quién la mandaba? Penséque sería un desconocido, alguien que había oído hablar de mí y quenecesitaría una mano por algún apuro económico, como siempre.Pero me equivocaba. La dejé como quien suelta una antigua facturapagada y dirigí mi mirada hacia la chimenea. La tenía encendida, perohabía perdido fulgor, así que le eché unos troncos. La leña estabatan seca que el fuego se echó sobre ella enseguida. Tocaban en lapuerta y fui a recibir al recién llegado. Por el camino hice mi propiaapuesta, y acerté: Sebastián.

Sebastián llegó como siempre, simulando una falsa carrera,haciéndose el ocupado y mostrándome un supuesto estrés. Le dejéhablar en la calle hasta que consideró dar por terminada la farsa delaliento perdido. Entramos y le conduje hasta la lumbre. Sin pedirle per-miso le preparé un café. Mientras, sin dejar de hablar, relataba locomplicado que se encontraba el mercado inmobiliario y que iban aderribar en unos días la última casa adquirida; ya había hablado conlos de la excavadora y tenía los permisos oportunos. Una vez trans-formada en solar, posiblemente llegarían las ofertas, pues estaba enun sitio céntrico. Rutinas, me dije. Mi administrador, sin pretender-lo, provocaba en mí una sensación de antipatía. Solo por eso deberíahaberlo despedido, pero no sirvo para desagradar a la gente, al menosconscientemente. De todos modos siempre tendría que soportar aalguien así; paradójicamente abandoné los negocios porque meencontraba a muchos como él.

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Le entregué su café y me serví otro, ocupé mi silla junto a la chi-menea y entonces vi la carta en el asiento donde Sebastián se estabasentando sin mirar. Le detuve y la recuperé. Estaba seguro de haber-la dejado sobre la mesa. El administrador se quedó mudo, interrogán-dome con la mirada. Quizá pensó que podía ser algún papelrelacionado con su actividad. En vez de decirle algo, le extendí lahoja y la leyó. Se encogió de hombros.

—Es de alguna de tus novelas o algún comienzo, ¿eh? —mepreguntó.

—Sí. No tenía ganas de contestarle la verdad, ya que hubiese supues-

to una batería de preguntas. Sebastián es un hombre culto al que legustan los libros y los cuida casi tanto como yo, por eso piensa osueña que mi biblioteca algún día caerá en sus manos. De todas misriquezas, la biblioteca es la que más aprecio. ¿Dónde irán sin mí? Nome importaría poner en mi testamento que se los doy con tal de queno acaben en un mercadillo. Cada vez que miro mis volúmenes veovidas. Me cuesta pensar que, algún día, todos ellos acabarán sin due-ño. ¿Por qué no los he puesto en el testamento a nombre de Sebas-tián? Pues por su manera de hablar de mis cosas. Cada vez que mepregunta algo de mis escritos lo hace con cierto cinismo: a pesar deno haber leído casi nada mío, sé que su valoración hacia toda miobra es muy pobre. Y no digo yo que no sea acertada, pero me moles-ta que se me desprecie. Para mí mis personajes están vivos, latendetrás de mis ojos y conspiran para tener un final distinto al que yoles pueda dar. Así que ese amago de desprecio que se escapa por lascomisuras de los comentarios de Sebastián es el peor insulto que mepueden dedicar, aunque él no lo sospeche siquiera.

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Todos los días venía Lourdes a mi casa y traía alegría allí por don-de pasara, no solo por cómo dejaba las cosas, sino porque lo hacía can-tando, aunque llevaba algún tiempo sin prodigarse. Supuse que tendríaproblemas familiares. Me refiero a Lourdes, la señora de la limpieza.Aquella mañana se coló con un «disculpen» hasta la chimenea y dejóun puñado de llaves en el poyete. Tenía frío, quería calentarse lasmanos antes de empezar. Sebastián le miró el trasero, un gesto instin-tivo que me resultó obsceno. Le ofrecí café, pero lo rechazó excu-sando que ya lo había tomado. Trató de entrar en calor en el másbreve tiempo posible, me dedicó una mirada fugaz y desapareciócamino del lavadero. En ese instante, el reloj contuvo la respiración.Noté algo extraño en aquellos ojos negros que me lanzaban un men-saje encriptado que no supe desvelar y que, de haberlo conseguido, noshubiese ahorrado tanto dolor. Apenas su sombra había desaparecido,el administrador, ajeno a mis preocupaciones, estuvo comentándomelo que se hablaba de ella y de su infortunado matrimonio. No queríaescucharle, pero lo hice. A pesar de no presentar un rasguño, su mari-do no la dejaba vivir. No me dijo más, se guardó una sonrisa detrás dela taza de café, una señal de malignidad de la que no quise saber nada.Acto seguido, con una artificial mueca de agrado, recogió su carpeta,ya que era hora de marcharse. Menos mal, me dije. No soportaba aSebastián, a veces tenía deseos de meterle la cabeza en la chimenea.

Al poco rato también me largué. Dejé a Lourdes con sus tareasy me dirigí a dar un paseo. No podía quitarme de la cabeza el miste-rio de la carta y empecé a preguntarme si una obsesión podría hacerque me olvidase de detalles de la vida cotidiana. Recordé que a mi tíoabuelo le había sucedido algo así y resultó ser el alzheimer. Me preo-cupé, aunque no tuviese edad de padecerlo. Cuando le diagnosticaron

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demencia precoz, comenzó a escribirse cartas para recibirlas cuandono se acordase de nada. Nunca supe cómo acabó esa historia. Tam-poco me preocupé, era un niño.

Debería haber quemado el sobre y habría estado más tranquilo.Me gusta tenerlo todo bajo control, en mi vida no hay resquicio parala sorpresa, vivo a gusto en mi insípida existencia. En la biblioteca loslibros están colocados en orden alfabético, todos los días suelo levan-tarme y acostarme a la misma hora, los objetos están en su lugar, eljabón, los platos, los zapatos que nunca me pongo, mi camisa favo-rita... Todo este comportamiento compulsivo lo adquirí junto conla viudez y el complejo de culpa. Nunca dejé de pensar en mi espo-sa ni en cómo podía ser el autor de su muerte. No había día que nome lo echase en cara ni día que no creyese reconocerla en la sombrade otra mujer, en el mismo perfume o en una risa similar.

Pero aquella jornada tenía más sorpresas, mi mundo sufriría unaserie de seísmos que terminarían por reducirlo todo a escombros.Lo cotidiano se vería abocado a dejar paso a la improvisación, y lo insí-pido a lo ácido. Apenas había salido de mi casa, con la idea de dar unpaseo por una avenida, cuando me percaté de que había un individuoque me perseguía. Me di cuenta porque hice una parada para obser-var un letrero y me fijé en que, a lo lejos, un hombre se detenía comosi una mano invisible le agarrase por detrás. No le presté mucha aten-ción, aún pensaba en la carta. Tan solo había andado veinte metroscuando de nuevo me detuve y volví a mirarle. Allí estaba. Esta vez nose quedó en el lugar, sino que avanzó. Me miraba y me sentí su pre-sa. Hasta que no lo tuve cerca no lo reconocí. Era el marido de Lour-des, que me dio un empujón y me zarandeó. En sus manos yo parecíaun guiñapo, una burla de ser humano. Me aliñaba con insultos y otras

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definiciones inesperadas, por lo que tardé unos instantes en saberqué demonios le ocurría. No me defendí, curiosamente no suelodefenderme. Asustado, comprendí entonces el porqué de las risasmaliciosas de mi administrador y de la tristeza de Lourdes. Aquelhombre pensaba que su esposa y yo teníamos una aventura. Suerte queintervino la gente. Aún tuve tiempo de negar las imputaciones, peronadie parecía creerme. Todos los presentes enseguida se hicieron laidea de que aquel señor era un rabioso cornudo y yo, poco menos queun chulo aprovechado, aunque ciertamente en esos momentos nocreo que tuviese la pinta de un seductor.

Durante el camino a mi casa lo primero que pensé fue despedira Lourdes, no estaba dispuesto a permitir atropellos como ese. Loimprevisible me daba pánico, cualquier cosa que no pudiese contro-lar me daba vértigo. Sin embargo, reconozco que soy pólvora: meenciendo con facilidad, pero me vengo abajo enseguida. Fue inevita-ble comparar lo que le estaba sucediendo a Lourdes con lo que lesucedió a mi esposa. Nadie podía saber como yo que Lourdes erainocente y, aunque resultase cruel e hipócrita, me dolía mucho pen-sar que Alba también lo hubiese sido. El sentimiento de culpa mehacía oscilar entre lo que ocurrió y lo que querría que hubiese suce-dido; entre matar a una inocente o que se suicidase una culpable. Entodo caso tenía que poner tierra de por medio, alejar a aquella mujery sus problemas de mí, o acabaría sepultado con ellos. Antes de queyo llegase, alguien, seguramente por el teléfono móvil, le había con-tado la escena, quizá su marido mismo. De modo que, cuando entréen casa, Lourdes lloraba y me pedía perdón. De esa manera enjuagómi determinación de despedirla. Me dijo que se quería separar, que yano podía vivir así, siempre acusada de tener amantes, cuando no era

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con uno era con otro, y de ese modo llevaba años de reproches. Mecontó lo agotada que estaba y, como si hubiese adivinado mis propó-sitos, que necesitaba aquel trabajo para tener una cierta independen-cia, para hacer lo que tenía pensado.

Presentaría una denuncia. Creí oportuno protegerla, de ningúnmodo podía mirar hacia otra parte. No podría vivir sabiéndome due-ño de otra muerte, porque el asunto tenía la pinta de acabar en dra-ma. Le ofrecí toda mi ayuda, incluso la que no se debe ofrecer:conocía a ciertas personas que tenían la capacidad de amedrentar. Ysin quererlo, sin ni siquiera proponérmelo, la besé en la frente. Des-de ese momento mi alma recuperó su brío. Lourdes se marchó, perosu presencia me acompañó el resto del día. Pensé en su última mira-da. Con gusto le habría llamado con la excusa de protegerla, simple-mente para que me hiciese compañía. Su esposo, al atacarme, habíadespertado en mí esa posibilidad. Recordaba esas canciones que solíacantar mientras limpiaba y cómo me hacía extrañamente feliz leerun libro y escuchar su voz como si fuese la banda sonora de la ima-ginación con la que pintaba las escenas que el escritor me proponía.Probablemente me estaba enamorando de nuevo.

Estaba en el salón, mirando hasta dónde la fregona había corta-do el polvo, como si esperase la presencia de Lourdes de un momen-to a otro, cuando súbitamente me giré y oí un rumor que pertenecíaa la carta que resbalaba por el aire como una hoja caída de un inmen-so árbol. La veía y no podía creerlo, quedó arrojada a mis pies comouna víctima. ¿Qué quería de mí? ¿Quién? Quizá había enloquecido,mi tristeza transformaba la razón en locura, la certeza en dudas. Nopodía creer que una voluntad lejana a lo racional estuviese flirteandocon mi atención tratando de decirme algo.

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Tomé la carta y la volví a leer, la miré al trasluz y no encontré nadanuevo. Incluso me la llevé conmigo hasta la chimenea para ver si elfuego me mostraba nuevas letras. Para mi desesperación, no podíadescifrarla. Enfadado, la arrojé a la hoguera, pero salió repelida comoun imán que intenta unirse a otro por el mismo polo. Los vellos de micuerpo se fueron levantando y una lágrima asustada se dejó caermejilla abajo. Sentí tanto miedo que me arrugué y me quedé allímirando el fuego durante horas, tratando de indagar algún sentido atodo lo que me estaba ocurriendo. Entonces comencé a escarbar enla memoria. Sí, allí estaban mis recuerdos reprimidos, mis tormentospasados y las visiones extrañas. Quizá solo fuese demencia, pensécomo para consolarme.

No pude dormir hasta altas horas, las sábanas de escarcha no mecalentaban y se me antojaba ver sombras entre las cortinas. Mi cuer-po y mi mente barruntaban lo que en los días siguientes se me veníaencima. A medianoche oí cómo la carta burló de nuevo la realidady ella solita se coló por debajo de la puerta hasta colocarse en lamesilla. No tenía ni ánimo para romperla. Debería haberla trans-formado en confeti y que hubiera soportado el peso de mi ira. Esohabría sido liberador, pero quizá no suficiente. Los fantasmas, me dije,han vuelto los fantasmas. Y aún no se había enfriado este pensa-miento cuando sentí cómo unos dedos arañaban la puerta de lahabitación como un cataléptico que intenta en vano escapar de suataúd. Quizá mi vida sería otra si los muertos se quedaran dondedeben estar.

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CAPÍTULO SEGUNDO

La mañana fue como la de otros días, salvo por la media hora demás que tardé en levantarme, cosa que achaqué a la falta de sueño dela noche anterior. Mis tripas, amotinadas, me recordaron que nohabía cenado, por lo que me marché al bar de Jacinto a desayunar.

Aquel local estaba ubicado apenas a dos calles de mi casa. Solíair casi todos los días a no ser que tuviese algún compromiso inespe-rado, cosa improbable. Pedí una tostada con jamón y café con leche.El frío hizo que la gente se agolpara, como las hormigas ante un tro-zo pan, en torno a unas estufas que Jacinto distribuía todos los invier-nos entre las mesas. El suelo era un tablero de ajedrez, con losascolocadas en forma de rombo. Preferí estar solo, aguantando el pocofrío que se atreviera a colarse. Observaba a las mismas personas detodos los días, como si fuesen parte de la misma película. Las seño-ras que hablaban en voz alta, el barbudo leyendo la prensa y bebien-do coñac, la rubia de dentadura irregular que le ríe las gracias alveinteañero eternamente desocupado, el viajante que siempre sedetiene a tomar su batido de cacao con mollete y la divorciada que sepinta el pelo de color caoba y que sueña con llevarse a la cama micuenta bancaria y que de tarde en tarde habla en voz alta y trata desumarme a su conversación. La decoración era la misma desde hacíaaños: detrás de la barra, escoltando al camarero, botellas de todoslos colores; los billetes de dólar en un marco, tres imágenes de ídolosprecolombinos, la piraña disecada, la espada árabe, un ábaco japonés

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y varias fotos de jardines paradisíacos salpicados por las paredes.Jacinto era un cincuentón alegre que pretendía dar un aire joven a sulocal; su risa se oía desde el exterior y solía entrometerse en los diá-logos de los habituales con la idea de resultar simpático. A mí, sinembargo, me trataba con mucho respeto y jamás se le ocurriríamolestarme.

Entre bocado y bocado, pensé que lo vivido el día anterior no eramás que un espejismo, un reflujo de mis propias soledades converti-das en un picadillo de hechos inexplicables. Estaba tan acostumbra-do a tenerlo todo asumido, que cualquier hecho singular podíaalterarme. Lo curioso es que mi vida distaba mucho de ser normal, yes que cuando la soledad se convierte en enfermedad, la cordura seva por las cañerías. Observé en esos instantes, a través del espejoque coronaba el interior de la barra, a una señorita jugando a las tra-gaperras. Un ansia feroz la gobernaba, las máquinas la habrían llama-do incluso desde el otro lado de la calle. Cualquiera podía notarlo ypodía verla arrastrarse, ya que necesitaba jugar como necesita comerquien pasa hambre. A la gente le sorprende una mujer joven desan-grando gota a gota su dinero, por lo que no era de extrañar que la con-siderasen una perdida. Recordé que no era la primera vez que la veía,aunque me había pasado tan desapercibida como los taburetes queasediaban la barra. Sin embargo, la localicé en mi memoria. Sin dudaera la misma de quien hablaban días antes un par de tipos en la barra.Por lo visto, solamente había que acercarse y ofrecerle ayuda, simu-lar saber los secretos del mecanismo y, directamente, empezar amanosearla. Por unos instantes llegué a pensar que la habían empu-jado a la prostitución, cuando en realidad era ella quien se dejabaarrastrar a cambio de unas monedas, para continuar con su rutina

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un poco más, solo un poco más. Me resultó triste, como triste eratodo. A veces tenía que repetirme que yo no podía salvar al mundo.Por eso dejé de mirarla desde aquel ángulo del espejo para obser-varme a mí mismo. Supe entonces que el vacío es una cosa de la quepor desgracia mucha gente está llena.

Tenía por aquellos días una barba muy poblada que, abonadapor la desidia, caía como las uvas de una parra por debajo de mimentón. Supuse que la gente sentiría asco al verme tan descuidadocomo un vagabundo, por lo que decidí pagar y marcharme a la pelu-quería. Dediqué una última mirada a la muchacha, la cual, impoten-te, arremetía contra la máquina con cuatro empujones y un gesto defuria. Hice una negación con la cabeza y me largué.

Corté el frío de la calle con paso ligero hasta llegar a la peluque-ría. Hacía meses que no me arreglaba de ese modo; quizá Lourdestenía algo que ver con mi nuevo propósito. Tuve que esperar unamedia hora, durante la cual ojeé un periódico viejo a la vez que obser-vaba cómo iba quedando el cliente que me precedía, un tipo bastan-te hablador que confirmaba algunas de las pésimas noticias queacababa de ver y de las que culpaba a toda la clase política. De vez encuando soltaba alguna exageración ante la cual yo sonreía, por loque le di cierta confianza para continuar con su discurso sin escatimaren excesos ni giros humorísticos. Reconozco que me sirvió para eva-dirme de mis problemas y para aliviar la espera.

El peluquero era un artista con su navaja. Pincelada a pinceladame pintaba un nuevo rostro, hasta aparecer otro «yo» mucho másdelgado, al cual me costó trabajo identificar ya que los años iban algalope sobre mi piel, o al menos así me lo pareció. También decidícortarme el pelo y el resultado fue idéntico: el peluquero paseaba la

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