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Luego, con acento de franqueza, añadió, sin quitar los ojos del joven: -No me han tocado más que dos hombres; uno cuando tenía quince años; y luego mi marido. Si mi marido me hubiese abandonado como el primero, no sé qué hubiese sido de mí; y si desde que nos casamos le he sido fiel siempre, no hago alarde de ello, porque, al fin y al cabo, no han abundado las ocasiones de faltarle... Pero digo la verdad, lo que es; y no hay muchas vecinas que pueden decir otro tanto. ¿No es cierto? -Sí que lo es -respondió Esteban levantándose. Y salió a la calle mientras ella se decidía a avivar el fuego, después de colocado a Estrella, dormida, entre dos sillas. Si su marido había pescado algo y lo vendía, tendrían qué comer. Era de noche, una noche fría y desapacible, y Esteban caminaba en la oscuridad, preso de profunda tristeza. Ya no sentía cólera contra el hombre ni compasión por la pobre muchacha maltratada. La escena brutal a que acababa de asistir se borraba haciéndole pensar en la realidad terrible de los sufrimientos de la miseria. Pensaba en aquellas casas sin pan, en aquellas mujeres, en aquellos niños, que se acostarían sin comer; en todo aquel pueblo, luchando heroicamente y muerto de hambre. Y las dudas que a veces le asaltaban acerca de la razón de su conducta, surgían de nuevo en la melancolía del crepúsculo; y le atormentaban con más furor que nunca. ¡Qué terrible responsabilidad asumía! ¿Debía aconsejarles aún la resistencia, cuando ya nadie tenía ni dinero ni crédito? ¿Cuál iba a ser el desenlace terrible del drama, si no llegaban recursos de ninguna parte, si el hambre comenzaba a cebarse en ellos y les quitaba valor? Bruscamente tuvo la visión del desastre: chiquillos que morirían y madres que sollozaban mientras los hombres obligados por la horrenda necesidad volvían al trabajo. Continuaba caminando al azar, tropezando con los pedruscos en medio de la oscuridad, y torturado por la idea de que si la Compañía resultaba más fuerte que ellos, tendría la culpa de las desdichas de sus camaradas. Cuando levantó la cabeza se vio a las puertas de la Voreux. La masa sombría de sus edificios le parecía aún más grande por efecto de la oscuridad crepuscular. En medio de

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Luego, con acento de franqueza, añadió, sin quitar los ojos del joven: -No me han

tocado más que dos hombres; uno cuando tenía quince años; y luego mi marido. Si mi

marido me hubiese abandonado como el primero, no sé qué hubiese sido de mí; y si

desde que nos casamos le he sido fiel siempre, no hago alarde de ello, porque, al fin y al

cabo, no han abundado las ocasiones de faltarle... Pero digo la verdad, lo que es; y no

hay muchas vecinas que pueden decir otro tanto. ¿No es cierto?

-Sí que lo es -respondió Esteban levantándose.

Y salió a la calle mientras ella se decidía a avivar el fuego, después de colocado a

Estrella, dormida, entre dos sillas. Si su marido había pescado algo y lo vendía, tendrían

qué comer.

Era de noche, una noche fría y desapacible, y Esteban caminaba en la oscuridad,

preso de profunda tristeza.

Ya no sentía cólera contra el hombre ni compasión por la pobre muchacha

maltratada. La escena brutal a que acababa de asistir se borraba haciéndole pensar en la

realidad terrible de los sufrimientos de la miseria. Pensaba en aquellas casas sin pan, en

aquellas mujeres, en aquellos niños, que se acostarían sin comer; en todo aquel pueblo,

luchando heroicamente y muerto de hambre. Y las dudas que a veces le asaltaban acerca

de la razón de su conducta, surgían de nuevo en la melancolía del crepúsculo; y le

atormentaban con más furor que nunca. ¡Qué terrible responsabilidad asumía! ¿Debía

aconsejarles aún la resistencia, cuando ya nadie tenía ni dinero ni crédito? ¿Cuál iba a ser

el desenlace terrible del drama, si no llegaban recursos de ninguna parte, si el hambre

comenzaba a cebarse en ellos y les quitaba valor? Bruscamente tuvo la visión del

desastre: chiquillos que morirían y madres que sollozaban mientras los hombres

obligados por la horrenda necesidad volvían al trabajo. Continuaba caminando al azar,

tropezando con los pedruscos en medio de la oscuridad, y torturado por la idea de que si

la Compañía resultaba más fuerte que ellos, tendría la culpa de las desdichas de sus

camaradas.

Cuando levantó la cabeza se vio a las puertas de la Voreux. La masa sombría de sus

edificios le parecía aún más grande por efecto de la oscuridad crepuscular. En medio de

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la desierta llanura, que la rodeaba, obstruida por las grandes sombras inmóviles, parecía

un trozo de fortaleza abandonada. En cuanto la máquina de extracción se detenía, el

resto de vida que se notaba en sus muros se escapaba, y a aquella hora de la noche

nada la animaba, ni una voz, ni la luz de un farol.

Si los obreros tenían hambre la Compañía se arruinaba. ¿Por qué había de ser ella la

más fuerte en aquella guerra sin cuartel entre el trabajo y el capital? En todo caso, la

victoria le costaría muy cara. Luego contarían las bajas que cada cual hubiera tenido en la

batalla. De nuevo le dominaba el deseo ardiente de la lucha; la necesidad afanosa de

acabar con la miseria, aunque fuese a costa de la vida. Lo mismo daba morir de una vez

que vivir muriendo de hambre y a causa de las injusticias que cometían con ellos.

Recordaba sus lecturas mal digeridas, ejemplos de pueblos que habían quemado sus

ciudades para destruir al enemigo, vagas historias de madres que salvaban a sus hijos de

la esclavitud rompiéndoles el cráneo contra el suelo, de hombres que preferían morir de

inanición a comer una sola migaja del pan de los tiranos. Y todo aquello le exaltaba: una

feroz alegría se elevaba por encima de su profunda tristeza, y rechazaba la duda,

avergonzándose de aquel momento de cobardía. Y en aquel despertar de su ardiente fe,

ráfagas de orgullo y de soberbia le animaban, halagándole la esperanza de ser jefe, de

verse obedecido hasta el sacrificio de la vida, de ensalzar su poder y su influencia, para

disfrutar de ellos ampliamente el día del triunfo. Ya se imaginaba una escena grandiosa,

en la cual se negaba a aceptar el poder, y lo ponía en manos del pueblo, después de

haberlo tenido entre las suyas.

Pero volvió a la realidad, estremeciéndose al oír la voz de Maheu, que había estado

de suerte, pescando una trucha soberbia, por la que le dieron tres francos. Ya tenían que

comer. Entonces dijo a su amigo que volviese solo a casa que pronto estaría allí; y

entrando en La Ventajosa, se sentó frente a Souvarine. Aguardó a que se marchara un

parroquiano que estaba en otra mesa, para decir a Rasseneur, sin ambages ni rodeos,

que iba a escribir a Pluchart para que fuese a Montsou. Estaba resuelto; quería organizar

una reunión, porque la victoria le parecía segura si los mineros del pueblo se adherían en

masa a la Internacional.

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IV La reunión se organizó en el salón de la Alegría, de que era empresaria la viuda

Désir, y se convino en celebrarla el jueves, a las dos de la tarde. La viuda, indignada ante

las infamias que se hacían con sus hilos, como ella llamaba a los obreros, lo estaba

mucho más desde que veía que nadie visitaba su taberna. Jamás se habían visto

huelguistas con menos sed: hasta los borrachos se encerraban en sus casas por miedo

de faltar a la consigna de ser prudentes hasta la exageración. Así es que Montsou, tan

alegre los días de fiesta, estaba triste y desierto desde que comenzara la huelga. Al pasar

por la taberna de Casimiro y por el cafetín del Progreso, no se veían más que las pálidas

caras de los dueños, interrogando el camino: los establecimientos de Montsou, desde el

café Lenfant hasta el de Tison, sin exceptuar el de Piquette y el de la cabeza cortada,

estaban lo mismo. Solamente en la taberna de San Eloy, frecuentada por capataces, se

vendía algo: las cupletistas del Volcdn, faltas de admiradores, no trabajaban porque no

iba nadie a oírlas, a pesar de haber bajado el precio de la entrada de diez céntimos a

cinco, en vista de lo mal que andaban los tiempos. El país entero parecía hallarse de

duelo.

-¡Caramba! -exclamaba la viuda Désir, golpeándose con las manos ambas rodillas-.

¡La culpa la tienen los gendarmes! ¡Qué me lleven presa si quieren; pero necesito

hacerles rabiar para vengarme!

Para ella, todas las autoridades, todos los superiores eran gendarmes; era una

palabra de desprecio general, con la cual designaba a todos los enemigos del pueblo. Por

lo tanto, aceptó gustosa lo que Esteban le proponía: su casa entera le pertenecía a los

mineros: cedería gratuitamente el salón de baile, y puesto que la ley lo exigía, ella misma

firmaría las invitaciones, aparte de que le tenía sin cuidado contrariar la ley, ya que los

gendarmes, que la hacían respetar eran los causantes de todo. Al día siguiente, el joven

la llevó para que las firmase unas cincuenta cartas que había hecho copiar a los vecinos

que sabían escribir; y aquellas cartas fueron enviadas a los demás mineros, por conducto

de hombres de entera confianza. Oficialmente, el objeto de la reunión era seguir

discutiendo acerca de la huelga; pero, en realidad, se esperaba a Pluchart, contando con

que pronunciaría un discurso para convencer a todos de que se alistaran en la

Internacional.

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El jueves por la mañana Esteban experimentó cierta inquietud, viendo que no llegaba

Pluchart, el cual había prometido por telégrafo que estaría en el pueblo el miércoles por la

noche. ¿Qué sucedería? Le desesperaba pensar que no podría hablar con él antes de la

reunión. A las nueve se encaminó a Montsou, suponiendo que acaso el famoso

maquinista habría llegado allí sin detenerse en la Voreux.

-No, no he visto a su amigo -respondió la viuda Désir-; pero todo está dispuesto;

venga a verlo.

Le condujo al salón de baile. El decorado era el mismo que de costumbre: dos

guirnaldas de flores contrahechas colgadas del techo, y enlazadas por una corona de

flores también, y las estatuas representando santos adornaban las paredes. El tabladillo

de los músicos había sido reemplazado por una mesa y tres sillas, y la sala estaba llena

de filas de bancos colocados como las butacas de un teatro.

-¡Perfectamente! -exclamó Esteban.

-Ya sabe usted -replicó la viuda- que está en su casa. Hablen todo lo que quieran...

Como vengan los gendarmes, para entrar tendrán que pasar por encima de mí.

El joven a pesar de su inquietud no pudo menos de sonreír al mirarla y ver a aquella

mujer, en la que nunca se había fijado, tan robusta, y con un par de pechos tan

monstruosos, que los brazos de un hombre apenas habrían podido abarcar uno de ellos;

por lo cual se decía en el pueblo que de los seis amantes de la semana, entraban de

servicio cada día dos, para repartiese el trabajo.

Pero Esteban se distrajo pronto viendo entrar a Rasseneur y a Souvarine, y cuando la

viuda les dejó solos a los tres en la sala, el minero exclamó: -¡Hola! ¿Estáis ya aquí?

Souvarine, que había trabajado aquella noche en la Voreux, porque los maquinistas

no estaban en huelga, acudía a la reunión por pura curiosidad.

En cuanto a Rasseneur, desde dos días antes parecía hallarse preocupado y sin

ganas de broma. Su fisonomía había perdido la sonrisa que le era habitual.

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-Todavía no ha venido Pluchart -le dijo el joven.

-No me extraña, porque no le espero.

-¿Cómo?

Entonces el tabernero se decidió, y mirando al otro cara a cara, le dijo con ademán

resuelto:

-Pues si quieres saberlo, te diré que es porque yo también le he escrito rogándole que

no viniese... Sí; opino que debemos arreglar nuestros asuntos sin acudir a personas

extrañas.

Esteban, fuera de sí, temblando de cólera, mirando fijamente a su camarada, repetía

tartamudeando:

-¡Has hecho eso! ¡Has hecho eso!

-Sí, y he hecho perfectamente. Bien sabes que tengo confianza plena en Pluchart,

porque es un hombre de empuje, al lado del cual se puede estar... Pero, la verdad, ¡me

río de vuestras ideas! ¡Lo que yo deseo es que traten mejor al obrero! La política, el

gobierno, y todas esas cosas, me tienen sin cuidado. He trabajado en las minas durante

veinte años, y he sufrido tanto allí de miseria y de fatiga, que he jurado hacer todo lo que

pueda para aliviar la suerte de esos infelices que trabajan en ellas; y ahora estoy

convencido de que con esas historias y esas tonterías que hacéis, no sólo no

conseguiréis nada en favor del obrero, sino que empeoraréis, la situación... Cuando la

necesidad le obligue a volver al trabajo, le tratarán todavía peor que antes, para vengarse

de la huelga; la Compañía se ensañará contra él, y le castigará como se castiga a un

perro que se ha escapado y que luego vuelve a la casa... Eso es lo que quiero evitar. ¿Lo

oyes?

Y levantaba la voz, y se acercaba a su interlocutor con aire insolente y provocativo.

Su carácter de hombre prudente y razonable en el fondo, se traducía en palabras que

acudían fáciles a sus labios, y casi con elocuencia. ¿Acaso no era una estupidez querer

cambiar el mundo en un momento, poner al obrero en el lugar del capitalista, y repartir el

dinero como quien reparte una manzana? Se necesitarían miles de años para realizar

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todo eso, si alguna vez había de verse realizado. ¡Se reía él de esos milagros! El partido

más prudente que podía tomarse, cuando no quería uno romperse la crisma, era el de

caminar con rectitud, exigir las reformas posibles, y, en una palabra, mejorar la condición

de los trabajadores. Así, que él se contentaba con arrancar a la Compañía algunas

concesiones, porque si se obstinaban en exigírselo todo de una vez, se morirían de

hambre.

Esteban le había dejado hablar; pues era tal su indignación, que no encontraba frases

con que contestarle. Cuando pudo hablar, exclamó:

-¡Maldita sea!... ¿Es que tú no tienes sangre en las venas?

Hubo un momento en que estuvo a punto de abofetearle; y para no ceder a la

tentación, comenzó a dar paseos por la sala, golpeando los bancos para desahogarse.

-Pero, hombre, cerrad la puerta siquiera -dijo Souvarine,- no hace falta que los demás

oigan lo que decís.

Y después de cerrarla por sí mismo, se sentó tranquilamente en una de las sillas de la

presidencia. Había liado un cigarrillo, y miraba a sus dos amigos con ademán tranquilo y

una sonrisa burlona.

-Aunque te enfades, no adelantarás nada -replicó Rasseneur juiciosamente-. Yo creía

que tenías mejor sentido, y me pareció muy prudente que recomendases la calma a

nuestros amigos, y que interpusieras tu influencia para que guardasen una actitud digna;

pero ahora resulta que tú mismo quieres lanzarles a una aventura descabellada.

A cada paseo que daba Esteban por entre los bancos, se acercaba a Rasseneur, lo

cogía por los hombros, lo zarandeaba, y le gritaba con la cara casi pegada a la suya:

-¿Quién te ha dicho que no quiero orden y calma, ahora lo mismo que antes? Sí, yo

les he impuesto la disciplina; sí, yo sigo aconsejándoles que no se muevan; pero por eso,

¿he de permitir que se burlen de nosotros y nos atropellen?... Feliz tú, que puedes tener

tanta sangre fría... Yo tengo ratos en que me vuelvo loco.

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Aquello era, por su parte, una confesión. Se reía de sus antiguas ilusiones de neófito,

de su sueño casi religioso de una ciudad donde pronto iba a reinar la más estricta justicia,

entre hombres que se tratarían como verdaderos hermanos. Aquello de cruzarse de

brazos y esperar, era un medio como otro cualquiera de contribuir a que los hombres

siguieran devorándose como lobos hasta el fin de los siglos. ¡No!, era necesario agitarse,

tomar parte activa, porque, de lo contrario, la injusticia actual seguiría eternamente: los

ricos vivirían siempre a costa de los pobres. No se perdonaba la tontería de haber dicho

otras veces que era necesario desterrar la política de la cuestión social, porque, cuando lo

decía, no sabía una palabra de lo que luego había estudiado. Ahora sus ideas se hallaban

maduras, y se vanagloriaba de tener un sistema. Sin embargo, lo explicaba mal, con

frases en cuya confusión había algo de todas las teorías que, consideradas primero como

buenas, habían ido siendo abandonadas sucesivamente. En la cúspide de todo aquello

quedaba en pie la doctrina de Carlos Marx, de que el capital era el resultado de la

expoliación, y que el trabajo tenía el derecho de entrar a poseer aquella riqueza robada.

Pero las cosas se embrollaban cuando de aquellas teorías pasaba a un programa

práctico. Primeramente se había enamorado del sistema Proudhon, la quimera del crédito

mutuo, de una vastísima sociedad de cambio, que suprimiera los intermediarios; luego

había sido partidario de las sociedades cooperativas de Lasalle, subvencionadas por el

Estado, que transformarían poco a poco el mundo en una sola ciudad industrial, hasta el

día en que se sintió desilusionado ante la dificultad de la intervención, y empezó a ser

partidario de un colectivismo en el que todos los instrumentos de trabajo quedasen en

manos de la colectividad. Su grito de combate durante la huelga, su lema, era: "La mina,

para el minero". Indudablemente esto era muy vago, y Esteban continuaba sin saber

cómo realizar aquel sueño, atormentado aún por los escrúpulos de su sensibilidad y de su

razón, que no le permitían sostener las afirmaciones absolutas de los sectarios. Lo único

que decía, era que consideraba ante todo necesario apoderarse del todo Después, ya

sabrían lo que debía hacerse.

-Pero, ¿qué demonio te sucede? ¿Por qué te pasas a los burgueses -continuó

diciendo con violencia, encarándose con el tabernero- ¿No decías tú mismo que esto

tenía que reventar?

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Rasseneur se puso un poco colorado.

-Sí, lo he dicho. Y si revienta, verás que no soy un cobarde, ni me he de quedar

atrás... Pero lo que yo no quiero es ser de esos que se sacrifican a los demás por crearse

una posición.

Esteban, a su vez, pareció un poco turbado.

Ninguno de los dos gritó más; pero ambos se sintieron mordidos por la envidia y por

la sorda rivalidad que entre ellos reinaba hacía tiempo. En el fondo, ésa era la causa de

sus desavenencias, la razón de que uno se lanzase a las exageraciones revolucionarias,

mientras el otro se las echaba de excesivamente comedido, obligados ambos a ello, a su

pesar, por el fatalismo de las circunstancias. Y Souvarine, que los escuchaba con discreta

curiosidad, dejó ver en su afeminado semblante cierta expresión de silencioso desprecio,

ese desprecio del hombre dispuesto a sacrificar su vida en la oscuridad, sin tener siquiera

la aureola del martirio.

-¿Eso lo dices por mí? -preguntó Esteban-. ¿Tienes envidia?

-¿Envidia de qué? -respondió Rasseneur-. Yo no me las doy de gran hombre, ni trato

de fundar una sección de la Internacional en Montsou para hacerme secretario de ella.

El otro quiso interrumpirle; pero el tabernero añadió, sin detenerse: -¡Sé franco alguna

vez! A ti te tiene sin cuidado la Internacional; lo que tú quieres es ser nuestro jefe, y

dártelas de señor, estableciendo correspondencia con el famoso Consejo federal del

Norte.

Hubo un momento de silencio, después de lo cual Esteban, muy pálido, contestó:

-¡Está bien!... ¡Y yo, que creía no tener nada que reprocharme! Todo lo he consultado

siempre contigo, porque sabía que has luchado aquí mucho tiempo antes que yo. Pero ya

que no puedes soportar que nadie esté a tu lado, en lo sucesivo obraré por mí mismo y

sin tu ayuda... Por de pronto, te advierto que la reunión se hará aunque Pluchart no

venga, y que los amigos se adherirán a la Internacional, a pesar tuyo.

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-¡Oh! Eso de adherirse está todavía por ver... Será preciso convencerles de pagar la

cuota.

-De ningún modo. La Internacional concede largos plazos a los obreros en huelga.

Pagaremos cuando podamos, y en cambio ella nos socorrerá.

Rasseneur no pudo contenerse al oír aquello.

-¡Pues bien; lo veremos!... Vendré a la reunión, y hablaré. No te dejaré catequizar a

los amigos, y les explicaré cuales son sus verdaderos intereses. Veremos a quien siguen:

si a mí, a quien conocen hace treinta años, o a ti, que has venido a revolucionar todo esto

en unos cuantos meses... Bueno, bueno: guerra sin cuartel... Veremos quien vence a

quien.

Y salió del salón cerrando la puerta con estrépito. Las guirnaldas de flores

contrahechas se balancearon, y los cuadros con estampas de santos golpearon las

paredes. Luego el salón volvió a quedar silencioso y tranquilo.

Souvarine seguía fumando, sin alterarse, al otro lado de la mesa. Esteban, después

de dar unos cuantos paseos por entre los bancos, empezó a hablar, como si su amigo no

estuviera allí. ¿Era suya la culpa si se separaba de aquel hipócrita para aliarse a él? Y

negaba que hubiera buscado la popularidad, diciendo que no sabía ni cómo había sido

aquello; la buena amistad de los del barrio, la confianza que inspiraba a los amigos, eran

indudablemente las causas de la influencia que ejercía sobre ellos. Le indignaba que le

acusaran de arrastrar a todos a un precipicio por ambición personal, y se golpeaba

fuertemente el pecho para protestar de su fraternidad y de su desinterés.

De pronto se detuvo delante de Souvarine, y exclamó: -Mira, si supiese que por mí

iba a correr una gota de sangre de un compañero nuestro, ahora mismo emigraba a

América.

El ruso se encogió de hombros, y de nuevo una sonrisa singular contrajo sus labios.

-¡Oh! ¡La sangre!... ¿Qué importa que corra? ¡Buena falta le hace a la tierra!

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Esteban se calmó; y, cogiendo una silla, fue a sentarse enfrente de él al otro lado de

la mesa. Aquella cara afeminada, cuyos ojos melancólicos adquirían a veces una

expresión de ferocidad salvaje, ejercía sobre él cierta influencia misteriosa, que no sabía

explicarse. Poco a poco, y a pesar de que su amigo no hablaba, quizás por eso mismo se

iba quedando absorto.

-Vamos a ver -preguntó-: ¿qué harías tú en mi caso? ¿No tengo razón en querer salir

de esta inactividad?... ¿No es verdad que lo mejor es entrar en esa Asociación?

Souvarine, después de lanzar una bocanada de humo de su cigarrillo respondió con

su frase favorita:

-Sí; una tontería... Pero, en fin, siempre es algo... Por algo se ha de empezar.

Además, la Internacional marchará por el buen camino. Ya se está ocupando de ello...

-¿Quién?

-¡Él!

El ruso pronunció estas palabras a media voz, con cierto aire de fervor religioso, y

dirigiendo una mirada a Oriente. Hablaba del maestro, de Bakunin, el exterminador.

-Sólo él puede dar el golpe -añadió- pues todos esos sabios que tú admiras son un

atajo de cobardes... Antes de tres años, la Internacional estará obedeciendo sus órdenes,

habrá destruido la sociedad vieja.

Esteban prestaba gran atención. Ardía en deseos de instruirse, de comprender ese

culto de la destrucción, sobre el cual el ruso no pronunciaba nunca más que palabras

vagas, como si quisiera conservar secretos sus misterios.

-Bien... Pero explícame al menos qué quieres hacer.

-Destruirlo todo... Que no haya más naciones, ni gobiernos, ni propiedades, ni Dios, ni

culto.

-Comprendo; pero ¿qué se conseguirá con eso?

-La sociedad primitiva y sin forma; un mundo nuevo; otra vez el principio de todo.

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-¿Y los medios de acción? ¿Con cuáles contáis?

-Con el fuego, con el veneno, con el puñal. El bandido es el verdadero héroe, el

vengador del pueblo, el verdadero revolucionario en acción, sin frases aprendidas en los

libros. Es necesario que una serie de atentados horrendos espante a los poderosos y

despierte al pueblo.

Y a medida que hablaba Souvarine, iba adquiriendo una expresión terrible, feroz. El

éxtasis en que se hallaba le hacía levantarse de su asiento; de sus ojos azules salía una

llamarada mística, y con sus delicados dedos, contraídos, agarrados al filo de la mesa,

parecía querer hacerla pedazos. Esteban, asustado, le miraba, pensando en las historias

cuya vaga confidencia le había hecho el ruso; en las minas cargadas de dinamita debajo

del palacio del Zar; en los jefes de la policía muertos a puñaladas; en una querida de

Souvarine, la única mujer a quien había amado, ahorcada en Moscú una mañana de

mayo, mientras él, confundido entre la multitud, la besaba por última vez con los ojos.

-No, no -murmuraba Esteban, haciendo un gesto como para rechazar aquellas

visiones abominables-: nosotros no estamos todavía en ese caso. ¡El asesinato, el

incendio! ¡Jamás! Eso es monstruoso, eso es injusto; todos los camaradas se levantarían

como un solo hombre para ahogar al culpable.

Y seguía no comprendiendo ni palabra de aquello, porque su razón rechazaba la

terrible pesadilla de aquel exterminio general. ¿Qué haya después? ¿De dónde surgirían

los pueblos nuevos? Ante todo exigía una respuesta a esas preguntas.

-Explícame tu programa. Nosotros, sobre todo, queremos saber adónde vamos.

Entonces Souvarine, que se había puesto a fumar otra vez, contestó con su

tranquilidad acostumbrada:

-Todo razonamiento sobre el porvenir es un crimen, porque impide la destrucción y

detiene o se opone a la marcha de la revolución.

Esto hizo reír a Esteban, a pesar del estremecimiento nervioso que le produjo aquella

respuesta dada con una perfecta calma. Por lo demás, confesó que no dejaba de haber

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mucho bueno en todo aquello, y que poco a poco se iría lejos. Pero no podía hablar de

semejantes cosas a sus amigos, porque sería dar la razón a Rasseneur, y lo que

necesitaba en aquellos momentos era ser práctico.

La viuda Désir les propuso que almorzasen. Ambos aceptaron, y pasaron a la sala de

la taberna, separada del salón de baile por un tabique de madera que podía quitarse y

ponerse fácilmente. Cuando acabaron de almorzar, era la una. La inquietud y la ansiedad

de Esteban iban en aumento; decididamente Pluchart faltaba a su palabra. A eso de la

una y media empezaron a llegar los delegados, y tuvo que salir a recibirlos, para evitar

que la Compañía enviase espías. Examinaba atentamente todas las papeletas de

invitación, y miraba a cada uno de los hombres que entraban; muchos penetraron sin

papeleta; bastaba que él los conociese, para que les abriera la puerta. Al dar las dos, vio

llegar a Rasseneur, que se quedó fumando su pipa junto al mostrador, charlando, como si

no tuviese prisa. Aquella calma irónica acabó de exasperarle, tanto más cuanto que

habían acudido algunos burlones por entretenerse, tales como Zacarías, Mouque hijo, y

otros; a todos estos les tenía sin cuidado la huelga; satisfechos con no trabajar y sentados

en una mesa, se gastaban en cerveza los últimos cuartos que les quedaban, burlándose

de los compañeros que, de buena fe, acudían a la reunión.

Transcurrió otro cuarto de hora. Souvarine, que había estado fuera un momento,

entró diciendo que la gente se impacientaba. Entonces Esteban, desesperado, hizo un

gesto resuelto, y ya iba a salir detrás del maquinista, cuando la viuda Désir, que estaba

asomada a la puerta de la calle, exclamó de pronto:

-¡Ya está aquí ese señor que esperabais!

Todos se precipitaron a la calle. Era Pluchart, en efecto.

Llegaba en un coche arrastrado por un caballo. De un salto echó pie a tierra, luciendo

su levita, tan mal llevada, que le daba todo el aspecto de un obrero con traje prestado.

Hacía cinco años que no trabajaba en su oficio y que no pensaba más que en

cuidarse, en peinarse sobre todo, y en darse tono con sus triunfos oratorias; pero su

aspecto era muy ordinario y, a pesar de sus esfuerzos, las uñas de sus manos, comidas

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por el hierro, no crecían como él hubiera deseado. Era muy activo y recorría las provincias

sin descanso, haciendo la propaganda de sus ideas.

-¡Ah, no me guardéis rencor! -dijo, para evitar que le hicieran preguntas-. Ayer por la

mañana di una conferencia en Prouilly, y por la tarde tuve una junta en Valencay. Hoy,

entrevista con Sauvagnat en Marchiennes... Al fin he podido tomar un carruaje. Estoy

extenuado; ya veis cómo tengo la voz... una ronquera espantosa. Pero en fin, eso no

importa, y, de todos modos hablaré.

Ya iba a entrar en la Alegría, cuando se detuvo.

-¡Caramba! ¡Se me olvidaban los títulos de socio! -dijo.- ¡Estaríamos listos!

Volvió al carruaje, y sacó de él una caja de madera negra, que se llevó debajo del

brazo.

Esteban, contento, caminaba junto a él, mientras Rasseneur, consternado, no se

atrevía ni a darle la mano. El otro se la estrechó con efusión, y apenas si aludió

ligeramente a su carta. ¡Vaya una idea que había tenido! ¿Por qué no celebrar aquella

reunión? Los obreros debían reunirse siempre que pudieran. La viuda Désir le invitó a que

tomase algo; pero él, agradeciéndolo, se negó a aceptar nada. ¡Era inútil! No necesitaba

beber para pronunciar discursos. Lo único que decía, era que tenía mucha prisa, porque

aquella noche pensaba llegar a Joiselle para celebrar una conferencia con Legoujeux.

Todos entraron juntos en la sala de baile. Maheu y Levaque, que llegaron un poco tarde,

se apresuraron a reunirse a los demás, y la puerta quedó cerrada con llave para no ser

interrumpidos, lo cual hizo que los más bromistas rieran de la precaución. Zacarías y

Mouque hijo, sobre todo, tuvieron jocosas ocurrencias.

En el salón cerrado, donde aún se percibían las emanaciones del último baile, un

centenar de obreros esperaban sentados en las filas de bancos. Empezaron a cuchichear

y volver la cabeza, mientras los recién llegados tomaban posesión de la mesa

presidencial. Todos miraban a aquel señor de Lille cuya levita había causado gran

sorpresa y cierto malestar.

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Pero enseguida, y a propuesta de Esteban, se constituyó la mesa. Él iba

pronunciando nombres propios, y los demás levantaban la mano en señal de aprobación.

Pluchart fue nombrado presidente; luego designaron como asesores a Maheu y a

Esteban. Hubo el consiguiente ruido de sillas mientras los de la presidencia se instalaron

en su puesto, y todos miraban al presidente, que había desaparecido un momento detrás

de la mesa para colocar en el suelo la caja que llevaba debajo del brazo, y que no

abandonaba desde su entrada en el salón.

Cuando se hubo sentado en su sitio, pegó un puñetazo en la mes para reclamar la

atención, y enseguida comenzó a decir con voz sonora:

-Ciudadanos...

Se abrió una puertecilla que había detrás de la mesa, y tuvo que interrumpirse. Era la

viuda Désir que acababa de dar la vuelta por la cocina y que entraba con seis vasos de

cerveza puestos en una bandeja -No os molestéis -dijo-. Cuando se habla se tiene sed.

Souvarine, sentado cerca de la presidencia, tomó la bandeja de manos de la

tabernera, y la colocó en una esquina de la mesa. Pluchart pudo continuar; pero su

discurso fue solamente para dar gracias por la buena acogida que le habían dispensado

los mineros de Montsou, acogida que le conmovía, y para presentarles sus excusas por el

retraso, hablando de su cansancio y de que tenía la garganta mala. Luego concedió la

palabra al ciudadano Rasseneur, que la tenía pedida. Éste se había colocado junto a la

mesa. Una silla, cogida por el respaldo para apoyarse en él, le servía de tribuna. Estaba

muy nervioso y tuvo que toser varias veces para poder decir con voz enérgica:

-Camaradas...

Una de las razones de su influencia sobre la gente de las minas era su facilidad de

palabra, merced a la cual podía estarles hablando horas enteras sin cansarse. No

gesticulaba, y hablaba incesantemente con una eterna sonrisa, con la misma inflexión de

voz, hasta que su auditorio, animado, por decirlo así, le gritaba: "Sí, sí, es verdad; tienes

razón". Pero aquel día, desde las primeras palabras comprendió que había en el público

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gran hostilidad. Así, que procedió con la mayor prudencia. No discutí más que la

continuación de la huelga, con la esperanza de ser aplaudido antes de entrar a hablar de

la Internacional.

Indudablemente la dignidad y la honra se oponían a ceder a las exigencias de la

Compañía; pero ¡cuántas miserias! ¡Qué porvenir tan terrible les esperaba si era

necesario obstinarse todavía mucho tiempo! Y sin declararse explícitamente partidario de

la sumisión, hacía esfuerzos para entibiar los entusiasmos, describía las cosas de los

obreros pereciendo de hambre, y preguntaba con qué medios contaban los partidarios de

la resistencia. Tres o cuatro amigos suyos trataron de aplaudirle lo cual acentuó la

silenciosa frialdad con que le oían casi todos, la desaprobación, casi la cólera producida

por algunas de sus afirmaciones. Entonces, desesperando de ganar el terreno perdido en

la opinión, vaticinó a los obreros consecuencias terribles, grandes desgracias, si no

dejaban dominar sus imprudentes provocaciones llegadas de tierra extranjera. Todos se

habían puesto de pie, gritaban, le amenazaban, y se oponían a que siguiese hablando,

puesto que los insultaba, tratándolos como si fueran niños incapaces de saber lo que les

convenía. Y él, bebiendo trago tras trago de cerveza, seguía hablando, a pesar del

tumulto, y gritaba con todas sus fuerzas que no había nacido todavía quien le obligase a

faltar a su deber.

Pluchart se había puesto de pie también, y como no había campanilla pegaba

puñetazos en la mesa, y repetía con voz ronca:

-¡Ciudadanos!... ¡Ciudadanos!

Al fin consiguió que reinase un poco de calma, y la asamblea, consultada al efecto,

retiró la palabra a Rasseneur. Los delegados que habían representado a las minas en la

entrevista con el director, animaban a los otros, dominados todos por el hambre e influidos

por las ideas nuevas, que sin embargo no acertaban a comprender bien. Era un voto

prejuzgado.

-¡A ti te importa poco, porque comes! -rugió Levaque, enseñando el puño a

Rasseneur.

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Esteban se había inclinado por detrás del presidente, acercándose a Maheu para

tratar de calmarlo, porque estaba también furioso con aquel discurso; mientras Souvarine,

sin decir palabra, inmóvil, contemplaba aquella escena, luciendo en sus miradas cierta

expresión despectiva para todos.

-Ciudadanos -dijo Pluchart- permitidme que tome la palabra.

Reinó el silencio más profundo y habló. Su voz salía de la garganta ronca y

penosamente; pero él estaba acostumbrado a eso; porque hacía años que estaba

paseando su laringitis con su programa propagandista. Poco a poco iba hinchando la voz,

que arrancaba efectos patéticos. Con los brazos abiertos hablaba, acompañándose de

cierto movimiento de hombros, y uno de los rasgos característicos de su extraña

elocuencia era la manera enfática de terminar los períodos, cuya monotonía acababa por

convencer.

Su discurso versó sobre la grandeza y los beneficios de la Internacional, que los

ejercía principalmente en las localidades recién conquistadas por ella. Explicó el objeto

que perseguía la Asociación, y que no era otro que la emancipación de los trabajadores;

mostró la grandiosa estructura de aquella Asociación; abajo, el municipio, más arriba la

provincia, después la nación, y allá, en la cúspide, la humanidad. Sus brazos se agitaban

lenta y acompasadamente, como si fuera colocando uno encima de otro los cuerpos de

edificios de la catedral inmensa del mundo futuro. Luego habló de la administración

interior; leyó sus estatutos, habló de los congresos, indicó los grandes adelantos que

estaba realizando, el agrandarse del programa, que, habiéndose limitado a discutir los

jornales, trataba ahora nada menos que de la liquidación social, para concluir con el

sistema de pagar jornales. Ya no habría más nacionalidades; los obreros del mundo

entero, unidos en la común necesidad de justicia, barrerían la podredumbre burguesa, y

fundarían al fin la sociedad libre, en la cual el que no trabajase no comería.

Un movimiento de entusiasmo agitó todas las cabezas. Algunos gritaron:

-Eso es, eso es lo que queremos.

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Pluchart, cuya voz ahogaban los aplausos frenéticos, seguía hablando. Se trataba de

la conquista del mundo en menos de tres años. Y hablaba ya de los pueblos

conquistados. De todas partes llovían adhesiones. Jamás religión alguna había tenido

tantos fieles en tan poco tiempo. Después, cuando fuesen los amos, dictarían leyes al

capital, y a su vez los obreros lograrían tener la sartén cogida del mango y a sus

explotadores rendidos a sus pies.

-¡Sí, sí!... ¡Así queremos!

Con el ademán reclamaba el silencio, porque iba a tocar la cuestión de las huelgas.

En principio, las desaprobaba; eran medios demasiado lentos, que agravaban la mala

situación de los obreros. Pero, y mientras no pudiera hacerse nada mejor, cuando eran

inevitables, había que hacerlas, porque tenían la ventaja de atacar el capital también, y la

de perjudicarle. Y en ese caso, presentaba a la Internacional como una providencia para

los huelguistas, y citaba ejemplos: en París, cuando la huelga de los broncistas, el capital

había cedido enseguida a todo lo que pedían, asustados al saber que la Internacional

estaba dispuesta a enviarles ayudas; en Londres, la Asociación había salvado a los

trabajadores de una mina, pagando los gastos de viaje, para volver a su patria, a unos

belgas llamados por el propietario. Bastaba con adherirse, para hacer temblar a las

Compañías, porque los obreros entraban en el gran ejército de los trabajadores, decididos

a morir los unos por los otros, antes que continuar siendo esclavos de la sociedad

capitalista.

Grandes aplausos interrumpieron al orador, el cual se enjugaba la frente con el

pañuelo, negándose a beber un vaso de cerveza, que le ofrecían con insistencia. Cuando

quiso seguir hablando, nuevos aplausos le interrumpieron.

-¡Ya está! -dijo rápidamente Esteban-. Ya tienen bastante... ¡Pronto!... ¡Vengan los

nombramientos!

Se había agachado detrás de la mesa, y se levantó con la caja de madera en la

mano.

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-Ciudadanos -añadió, dominando el ruido de voces y aplausos-, aquí están los

nombramientos de individuos de la Internacional. Que vuestros delegados se acerquen, y

se les entregarán, para que ellos los distribuyan... Luego arreglaremos todo lo demás.

Rasseneur quiso protestar otra vez. Por su parte Esteban se agitaba, empeñado en

pronunciar un discurso él también. Siguió una confusión terrible. Levaque daba puñetazos

en el aire, como si estuviera batiéndose con alguien. Maheu, en fin, hablaba sin que nadie

pudiese oír lo que decía. Y Souvarine, exaltado, daba puñetazos también sobre la mesa,

para ayudar a Pluchart a obtener orden y silencio. Del suelo salía una nube espesa de

polvo, el polvo de los últimos bailes, emponzoñando el aire con el olor fuerte de las

mujeres y de los mozos de las minas.

De pronto se abrió la puertecilla de que antes hablamos, y apareció la viuda Désir,

gritando con todas sus fuerzas:

-¡Callad, por Dios!... ¡Ahí están los gendarmes!

Era que llegaba el inspector de policía del distrito, algo tarde, para levantar acta y

disolver la reunión. Le acompañaban cuatro gendarmes. Ya hacía cinco minutos que la

viuda Désir los entretenía en la puerta, diciéndoles que ella estaba en su casa, y que tenía

el derecho de reunir a los amigos que quisiera. Pero al fin la habían dado un empujón, y

ella corrió para avisar a sus hijos.

-Marchaos por aquí -añadió luego-. Hay un bribón de gendarme guardando el patio.

Pero eso no importa; porque por ahí se sale a la calle... ¡Daos prisa!

Ya el inspector golpeaba la puerta con su bastón; y como no abrían, amenazaba

echarla abajo. Indudablemente alguien había hecho traición, porque la autoridad gritaba

que la reunión era ¡legal, puesto que habían entrado muchos mineros sin la invitación del

ama de la casa.

En el salón el tumulto iba en aumento. Era imposible marcharse de aquel modo, sin

haber votado siquiera en pro ni en contra de la continuación de la huelga. Todos se

empeñaban en hablar a la vez. Por fin el presidente tuvo la idea de que se votase por

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aclamación. Los brazos se levantaron, y los delegados declararon que ellos se adherían

en nombre de los compañeros ausentes. De aquel modo se hicieron miembros de la

Internacional los diez mil mineros de Montsou.

Empezó la desbandada al fin. La viuda Désir, a fin de proteger el movimiento de

retirada, se apoyaba contra la puerta, que ya los gendarmes empezaban a derribar con

las culatas de sus fusiles. Los mineros, saltando por encima de los bancos, salían

rápidamente a la calle por la puerta de la trastienda. Rasseneur fue uno de los primeros

en desaparecer, y Levaque lo siguió, olvidándose de los insultos que le dirigiera y

soñando con que le convidase a cerveza para reponerse. Esteban, después de

apoderarse de la caja negra que llevaba Pluchart, esperaba con éste, con Maheu y con

Souvarine a que se fueran todos, porque creían que su deber les mandaba salir los

últimos. Ya se iban, cuando al fin saltó la cerradura, y el inspector se halló cara a cara con

la viuda Désir, cuyos enormes pechos formaban todavía una barricada.

-¡Ya ve que no ha conseguido gran cosa con destrozarme la casa! Ya ve que no hay

nadie.

El inspector, que era un hombre tranquilo, a quien aburrían las escenas dramáticas,

se limitó a decir que la iba a llevar a la cárcel. Pero no cumplió su amenaza, y se retiró

con los cuatro gendarmes, para dar parte a sus superiores, en tanto que Zacarías y el hijo

de Mouque, regocijados con el chasco que sus amigos habían dado a la autoridad, se

reían de la fuerza armada en sus mismas barbas.

Esteban, cargado con la caja, corría por la calle seguido de sus amigos. De pronto se

acordó de Pierron, y preguntó por qué no se le había visto allí; y Maheu, sin dejar de

correr, le contestó que estaba enfermo de una enfermedad que no inspiraba cuidado: el

miedo de comprometerse. Quisieron detener a Pluchart; pero éste se negó, diciendo que

se iba a Joiselle, donde Legoujeux estaba esperando órdenes, y que no le era posible

complacerlos. Entonces se despidieron de él, sin detenerse nadie en aquella carrera

desenfrenada por las calles de Montsou. Entre unos y otros se cruzaban palabras

entrecortadas por la velocidad de la carrera. Souvarine, gozoso por la derrota de

Rasseneur, decía que aquello marchaba al fin por el buen camino.

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Esteban y Maheu sonreían satisfechos, seguros como estaban ya del triunfo; cuando

la Internacional les enviase ayudas, la Compañía sería quien les suplicase por Dios que

volvieran al trabajo.

Y en aquel acceso de esperanza íntima, en aquel galopar de zapatos burdos que

dejaban su huella en el lodo de la carretera había algo más, algo sombrío y salvaje: una

violencia decidida, cuyo soplo iba a conmover todos los barrios de un extremo a otro de la

comarca.

V

Transcurrieron otras dos semanas. Se estaba en los primeros días de enero; un frío

extraordinario tenía acobardada a la gente de toda la llanura. Y ¡desde luego! la miseria

aumentaba, y los barrios de obreros perecían de hambre, casi sin fuerzas para luchar

más. Tres mil francos enviados por la Internacional de Londres, no habían dado ni para

comer dos días. Luego, nada más habían recibido, nada más que promesas vagas, cuya

realización parecía cada vez más lejana. Aquella esperanza perdida abatía a todo el

mundo, y les quitaba el valor. ¿Con quién habían de contar, si hasta los mejores amigos,

sus hermanos, los abandonaban? Se sentían perdidos en medio de aquel invierno cruel,

aislados en el centro del mundo.

Un martes faltaron todos los recursos en el barrio de los Doscientos Cuarenta.

Esteban se había multiplicado inútilmente con los delegados: se iniciaban nuevas

suscripciones en las ciudades próximas, hasta en París; se hacían cuestaciones y se

organizaban conferencias; pero la opinión pública, interesada al principio en los sucesos,

iba haciéndose indiferente, al ver que la huelga se prolongaba de un modo indefinido, y

sin escenas dramáticas, en medio de la más perfecta tranquilidad. Aquellas insignificantes

limosnas apenas daban lo suficiente para socorrer a las familias más pobres. Las otras

habían vivido empeñando las ropas y perdiendo poco a poco todo cuanto tenían en la

casa. Todo iba trasladándose a poder de los prestamistas; la lana de los colchones, los

utensilios de cocina, y hasta los muebles más necesarios. Por un momento se habían

creído salvados por los comerciantes de Montsou, casi arruinados por Maigrat, que

habían ofrecido vender a crédito con objeto de arrebatarle la clientela, y durante una

semana, Verdonck, el de la tienda de comestibles, los dos panaderos Carouble y Smelten

tuvieron, en efecto, sus tiendas a disposición de todo el mundo, pero se les acabó el

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dinero, y no pudieron seguir fiando. Los usureros se regocijaban, porque de todo aquello

resultó un aumento en las deudas, que por largo tiempo debían ahogar a los mineros.

Pero todo había concluido ya; no había crédito posible, ni un cacharro viejo que vender, ni

más recurso que acostarse en un rincón, y morirse allí de hambre como un perro. Esteban

hubiera vendido de buena gana su sangre. Había cedido en provecho de los demás su

sueldo de secretario, y había estado en Marchiennes a empeñar su pantalón y su levita de

paño negro, con objeto de que se pudiese comer en casa de los Maheu. No le quedaba

más que las botas, que conservaba para poder andar mucho, según decía. Su

desesperación era que la huelga se hubiese declarado demasiado pronto; es decir, antes

de que la Caja de socorros contara con los fondos suficientes. En eso veía la causa única

del desastre; porque los obreros triunfarían seguramente cuando lograran reunir ahorros

bastantes para resistir. Y recordaba las palabras de Souvarine, asegurando que la

Compañía deseaba promover la huelga para que los mineros agotaran el fondo de ayudas

con que contaban.

Ver que toda aquella pobre gente se moría de hambre le tenía fuera de sí, y prefería

salir a rendirse en largos paseos por el campo. Una tarde, cuando volvía a su casa, al

pasar por Réquillart había encontrado a orillas del camino a una pobre vieja desmayada.

Sin duda se moría de inanición; la levantó del suelo y empezó a llamar a una muchacha

que veía al otro lado de la empalizada de que se hallaba rodeado el antiguo

emplazamiento de la mina.

-¡Hola! ¿Eres tú? -dijo, al reconocer a la Mouquette-. Ayúdame, y a ver si puedes

darle algo que beber.

La Mouquette, llorando de conmiseración, entró rápidamente en la barraca donde

vivía, y salió enseguida con un frasco de ginebra y un poco de pan. La ginebra resucitó a

la pobre vieja, quien, sin hablar una palabra, mordió un pedazo de pan con verdadera

ansiedad. Era la madre de un minero; vivía en un barrio cerca de Cougny, y se había

caído allí en medio del camino, volviendo de Joiselle, donde había procurado inútilmente

que una hermana suya le prestase unos cuartos. Cuando se hubo comido el pan, se

marchó aturdida y dando las gracias. Esteban se había quedado a la puerta de la casa de

la Mouquette.

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-¿Qué? ¿No entras a tomar una copa? -le preguntó ésta alegremente.

Y viendo que vacilaba añadió:

-Entonces es que sigues teniéndome miedo.

Él, animado por su sonrisa, la siguió: la acción que acababa de realizar con aquella

pobre vieja le enternecía. La joven no quiso recibirle en el cuarto de su padre, y se lo llevó

al suyo, donde sirvió dos copitas de ginebra. La habitación estaba muy limpia y Esteban la

cumplimentó por ello. Además, parecía que la familia no tenía falta de nada: su padre

seguía trabajando de mozo de cuadra en la Voreux; y ella, por no estarse sin hacer nada,

se había dedicado a lavandera, ganando treinta sueldos todos los días. Aunque le

gustaban los hombres, no era una holgazana ni una perdida.

-Oye -murmuró ella de repente, levantándose y cogiéndole por la cintura-: ¿por qué

no quieres quererme?

Esteban se echó a reír, al ver el aire picaresco y casi coquetón con que le había

interrogado.

-Pero si te quiero mucho -respondió.

-No, no como yo desearía... Sabes que me muero de ganas. ¡Anda! ¡Estaría yo tan

contenta!

Y era verdad, porque se lo estaba rogando desde hacía seis meses. Esteban la

miraba, mientras la joven se estrechaba contra él, abrazándole convulsa, con la cara

levantada y retratándose en ella una expresión tal de amoroso deseo, que Esteban se

sentía conmovido. Su rostro abultado no tenía nada de bello, con aquel color amarillento

peculiar a todos los mineros; pero sus ojos brillaban de un modo delicioso, y de sus

carnes salía un encanto, un temblor de deseo, que la hacían apetitosa. Entonces, ante

aquel entregarse tan humilde, tan ardiente, Esteban no se atrevió a resistir. -¡Ah! Sí

quieres, ¿verdad? -balbuceó ella entusiasmada- ¡Dime que sí!

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Y se entregó a él con tal torpeza, con tal desvanecimiento de virgen, que no parecía

sino que era la primera vez que caía en brazos de un hombre. Luego, al separarse, ella

fue quien dejó desbordar su agradecimiento, besándole las manos y llorando de

satisfacción. Esteban se avergonzó un poco de su buena fortuna. No era cosa de

alabarse por haber poseído a la Mouquette. Al salir de allí se prometió no contar a nadie

la aventura.

Y, sin embargo, experimentaba por ella verdaderos sentimientos de amistad, porque

era buena muchacha.

Cuando regresó a su casa, las noticias graves que recibió le hicieron olvidar por

completo su amorosa aventura. Circulaban rumores de que la Compañía estaba dispuesta

a transigir, si iba otra comisión de obreros a visitar al director; por lo menos, los capataces

lo habían dicho así. La verdad era que en la lucha entablada, la mina sufría todavía más

que los mineros. En una y otra parte la intransigencia estaba produciendo verdaderos

desastres; mientras el trabajo se moría de hambre, el capital, a su vez, se arruinaba.

Cada día de huelga le costaba centenares de miles de francos. Toda máquina que se

detiene es una máquina muerta. El material y las herramientas se estropeaban, el dinero

parado desaparecía como agua derramada en la arena. Concluida la escasa existencia de

carbón almacenado, la clientela hablaba de hacer sus pedidos a Bélgica, y aquello

constituía una verdadera amenaza. Pero lo que más asustaba a la Compañía, y que ésta

ocultaba cuidadosamente, eran los desperfectos continuos que sufrían las galerías y las

canteras. Los capataces no daban abasto; ya no había gente a quien echar mano para

apuntalar y revestir, y los puntales crujían y se venían abajo por todas partes. Pronto los

destrozos fueron de tal naturaleza, que se necesitaría muchos meses para arreglar todo

aquello antes de comenzar de nuevo los trabajos de extracción.

Aunque estas cosas no podían estar ocultas, Esteban y los delegados titubeaban en

dar paso alguno con el director, sin saber a punto fijo las intenciones de la Compañía.

Dansaert, a quien preguntaron, no quería contestar; según él todos lo lamentaban, y se

haría todo lo posible porque el conflicto se arreglase; pero no precisaba nada. Entonces

decidieron ir a ver al señor Hennebeau, para que toda la razón estuviese de parte de

ellos; porque no querían que se les acusara de haberse negado a que la Compañía

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aprovechara una ocasión de reconocer y confesar sus yerros. Pero juraron no ceder en lo

más mínimo, y mantener su ultimátum, que era lo justo.

La entrevista se verificó el martes por la mañana, el día precisamente en que el barrio

entero se estaba muriendo de hambre. Aquella entrevista fue menos cordial que la

primera. Maheu llevó la palabra para decir que los compañeros les enviaban a saber si

aquellos señores habían decidido algo nuevo. Al principio, el señor Hennebeau afectó

sorpresa, contestando que no había recibido orden alguna, y que la situación no podía

variar mientras los obreros continuaran en su actitud rebelde. Aquella rigidez autoritaria

produjo un efecto desastroso; de tal modo, que, aun cuando hubieran ido con propósitos

conciliadores, aquella manera de recibirlos les hubiera decidido a obstinarse en su actitud.

Luego, el director quiso buscar una fórmula de avenencia, basándola en que los mineros

cobrasen aparte el trabajo de apuntalar, y que la Compañía les pagase los dos céntimos

que se habían rebajado en cada carretilla. Añadió, por supuesto, que eso lo había

decidido por cuenta propia, porque nada le habían dicho de París; pero que suponía

podría obtener aquellas concesiones. Los delegados se negaron a semejante solución, y

reincidieron en sus exigencias: continuar con el antiguo sistema, y aumentar los cinco

céntimos que pedían en cada carretilla. Entonces confesó que estaba autorizado para

negociar con ellos, y les aconsejó que aceptasen, en nombre de sus mujeres y de sus

hijos, que iban a perecer. Pero ellos, pertinaces y tozudos, contestaron que no, que no, y

que no. La entrevista terminó con frialdad.

El señor Hennebeau cerró la puerta con estrépito. Esteban, Maheu y los demás se

marcharon, haciendo sonar los tacones de su calzado burdo en las losas de la calle, con

la rabia silenciosa de los vencidos a quienes se pone en el último trance.

A las dos de la tarde, las mujeres del barrio hicieron otra nueva tentativa acerca de

Maigrat. Era la única esperanza, el único recurso: conmover a aquel hombre y arrancarle

la esperanza de que les daría que comer, fiándoles una semana más. La idea fue de la

mujer de Maheu, que a menudo confiaba demasiado en el buen corazón de las gentes.

Consiguió que la Quemada y la mujer de Levaque la acompañaran. La mujer de Pierron,

en cambio, se excusó diciendo que no se atrevía a dejar solo a su marido, cuya

enfermedad no acababa de curarse. Otras mujeres se agregaron a nuestras tres

conocidas, y formaron un grupo de dieciocho o veinte.

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Cuando los burgueses de Montsou las vieron llegar ocupando todo a lo ancho de la

carretera, sombrías y amenazadoras, menearon la cabeza con expresión de temor. Todos

cerraban las puertas, y una señora escondió los cubiertos y las alhajas que tenía en la

casa. Era la primera vez que se las veía en esa actitud, y ya se sabe que cuando en

asuntos de semejante naturaleza toman parte las mujeres, la cosa va por mal camino. En

casa de Maigrat hubo una escena muy violenta. Primero las hizo entrar en son de burla,

fingiendo creer que iban a pagarle lo que le debían, añadiendo que habían tenido muy

buena idea en ponerse de acuerdo para llevarle todas a la vez el dinero, ya que le iba

haciendo falta. Luego, cuando la mujer de Maheu tomó la palabra, hizo como que se

sulfuraba. ¿Estaban burlándose de él? ¿Querer que les fiase más? ¿Había de arruinarse

por ellas? ¡No, no más; ni una patata, ni una migaja de pan! Y les decía que fuesen a

entenderse con el tendero Verdonck, y con los panaderos Carouble y Smelten, puesto

que ahora se proveían en sus casas. Las mujeres le escuchaban con aire de temerosa

humildad, excusándose por molestarle otra vez, y tratando de adivinar en su semblante si

le iban conmoviendo. Entonces él empezó a echarlo a broma, y puso la tienda a

disposición de la Quemada, si consentía en ser su amante. Tan acobardadas estaban,

que todas reían oyendo aquellas chanzas groseras; y la mujer de Levaque llegó a decir

que ella estaba dispuesta a aceptar la proposición hecha a su vecina. Pero Maigrat se

cansó, y las echó a la calle, y viendo que insistían suplicándole, maltrató a una. Las otras,

ya fuera de la tienda, le insultaban, mientras la mujer de Maheu, con los brazos

extendidos en un acceso de vengativa indignación, pedía que lo matasen, jurando que un

hombre semejante no debía vivir.

La vuelta al barrio fue verdaderamente lúgubre. Los hombres miraban a las mujeres

que volvían con las manos vacías. Cuestión resuelta: tendrían que acostarse sin tomar ni

un bocado de pan; y el porvenir para los días subsiguientes les parecía más negro aun,

porque en él no brillaba ni el más ligero rayo de esperanza. Como todos lo habían

querido, nadie hablaba de rendirse. Aquel exceso de miseria les hacía obstinarse más y

más, silenciosos como fieras perseguidas, resueltas a morir en sus madrigueras antes

que entregarse. ¿Quién se habría atrevido a ser el primero en hablar de sumisión?

Juraron resistir con todos sus compañeros, y resistirían, del mismo modo que en el fondo

de la mina se ayudaban cuando había un hundimiento y alguno estaba en peligro. Era

natural porque tenían una buena escuela para aprender a resignarse; bien podía uno no

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comer en ocho días, cuando desde la edad de doce años se sufría lo que ellos sufrían en

su trabajo ordinario; y su fraternal desinterés se duplicaba así, por virtud de ese espíritu

de cuerpo, de ese orgullo propio del hombre que se envanece de su oficio, y que,

acostumbrado a luchar todos los días con la muerte, sabe imponerse sacrificios.

En casa de los Maheu la velada fue espantosa. Todos callaban, sentados delante de

la estufa donde ardía la última paletada de carbón. Después de haber desocupado los

colchones, puñado a puñado, habían resuelto, dos días antes, vender por tres francos el

reloj de la sala; y la habitación parecía muerta desde que no la animaba el continuo tic-tac

de la péndola. En la casa no quedaba más que aquella cajita de cartón color rosa antiguo

regalo de Maheu a su mujer, y que ésta tenía en más estima que una joya. Las dos únicas

sillas buenas habían desaparecido también, y el viejo Buenamuerte y los chiquillos tenían

que apretarse bien para caber sentados en un banquillo traído del jardín. El triste

crepúsculo que iba llegando, parecía aumentar el frío.

-¿Qué vamos a hacer? -repetía la mujer de Maheu, acurrucada en un rincón junto a la

lumbre.

Esteban, de pie, contemplaba los retratos del Emperador y de la Emperatriz pegados

a la pared. Hacía mucho tiempo que los hubiese arrancado de allí, a no ser por la familia,

que se lo prohibía porque adornaba la habitación. Pero en aquel momento murmuró

apretando los dientes:

-¡Y pensar que no podremos obtener ni un cuarto de esos canallas que nos ven morir

de hambre!

-Si me dieran algo por la caja esa... -replicó la mujer muy pálida, y después de

titubear un rato.

Pero Maheu, que estaba sentado en el filo de la mesa, con las piernas colgando y la

cabeza inclinada sobre el pecho, se incorporó bruscamente, y dijo:

-¡No, no quiero!

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Su mujer se había levantado con trabajo, y daba vuelta a la habitación. ¿Era posible

verse reducidos a semejante miseria? En el aparador no había ni un mendrugo de pan, ni

nada que vender en la casa, ¡Ni ninguna idea para obtener dinero! ¡Pronto se quedarían

hasta sin lumbre! Se enfadó con Alicia, a quien enviara aquella mañana a los alrededores

de la mina, con objeto de llevarse algún carbón de desecho, y la cual había vuelto con las

manos vacías, diciendo que los vigilantes no lo permitían.

-¿Y ese granuja de Juan -exclamó la madre-, dónde andará?... Debía haber traído

hierba, y al menos pastaríamos como los animales. ¡Ya veréis cómo no viene! Anoche

tampoco estuvo aquí a dormir. Yo no sé qué demonios hace; pero el muy bribón parece

que no tiene hambre.

-Acaso -dijo Esteban- pedirá limosna por ahí.

La buena mujer cerró los puños y agitó Curiosamente los brazos. -Si eso fuera

verdad... ¡Mis hijos mendigar! Preferiría matarlos y matarme yo enseguida.

Maheu se había vuelto a sentar encima de la mesa, Leonor y Enrique, extrañando

que no se comiese, empezaban a llorar, mientras que el abuelo Buenamuerte, silencioso

y cabizbajo, se pasaba filosóficamente la lengua por el cielo de la boca para engañar el

hambre. Nadie volvió a decir palabra; todos observaban aquella agravación de sus males:

el abuelo tosiendo y escupiendo, y con su reumatismo que iba convirtiéndose en una

hidropesía; el padre, asmático y con las rodillas hinchadas, a causa de la humedad; la

mujer y los chicos, maltratados por las escrófulas y la anemia hereditarias.

Todo aquello era evidentemente consecuencia del oficio; no se quejaban sino cuando

faltaba que comer y la gente se moría de hambre; y ya en el barrio iban cayendo como

moscas.

Aquella situación era imposible, y se necesitaba hacer algo. ¿Qué harían, Dios santo?

Entonces, en medio de la semioscuridad del crepúsculo, cuya tristeza hacía más

lóbrega la sala, Esteban, que se encontraba dubitativo, adoptó una postura resuelta.

-Esperadme -dijo-. Voy a ver si en una parte...

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Y salió. Se había acordado de la Mouquette, la cual tendría pan, y se lo daría. Le

contrariaba verse obligado a ir de nuevo a Réquillart, porque ella volvería a besarle las

manos con su aire de esclava enamorada; pero era imposible dejar a sus amigos en aquel

apuro, y si las circunstancias lo exigían, estaba resuelto a ser de nuevo complaciente con

ella.

-También yo voy a ver si puedo... -dijo a su vez la mujer de Maheu-. Así no podremos

estar.

Volvió a abrir la puerta, porque el joven acababa de salir, y la cerró dando un portazo,

dejando a los demás inmóviles y mudos, a la débil luz de un cabo de vela que Alicia

acababa de encender. Al salir, se detuvo un instante; luego entró decidida en casa de los

Levaque.

-Oye: el otro día te presté un pan. ¿Puedes devolvérmelo?

Pero se detuvo, porque lo que veía no era nada tranquilizador, y en la casa se notaba

más miseria aún que en la suya propia. La mujer de Levaque, con los ojos entornados,

contemplaba la lumbre casi apagada, mientras su marido, casi borracho, dormía con la

cabeza apoyada en la mesa. Bouteloup retrepado en una silla contra la pared, no

abandonaba su aire de buen muchacho, y aunque parecía sorprendido por no tener que

comer, no se mostraba enfadado de que los demás se hubieran comido todos sus

ahorros.

-¡Un pan! ¡Ay, querida! -respondió la mujer de Levaque-. ¡Y yo que iba a pedirte que

me prestaras otro!

En aquel momento su marido, medio dormido, empezó a quejarse; ella, golpeándole

Curiosamente la cara contra la mesa, gritó:

-¡Calla, granuja! ¡Así revientes! ¿No era mejor que, en vez de hacer que te

convidasen a beber, hubieras pedido unos cuartos a cualquier amigo para traer pan a tu

casa?

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Y la infeliz continuó lamentándose y maldiciendo su estrella, con las frases soeces

que acostumbraba a usar. La casa estaba muy sucia, y de todos los rincones exhalaba un

olor insoportable, porque decía la de Levaque que le importaba poco que todo se lo

llevase el demonio. Su hijo, el granujilla de Braulio, había desaparecido también desde

por la mañana, muy temprano, y ella, como loca, gritaba que tanto mejor si no volvía,

porque de aquel modo se ahorraba tener que darle de comer. Luego dijo que se iba a

acostar, porque al menos en la cama no tendría frío, y dio un codazo a Bouteloup,

diciendo:

-¡Ea, vamos! ¡Arriba!... Ya no hay lumbre, y no hay para qué encender una vela, si no

hemos de ver más que los platos vacíos... ¿Vienes, Luis? Te digo que me voy a la cama;

allí tendremos menos frío. Este maldito borracho, que se hiele ahí si quiere.

Cuando la mujer de Maheu se vio en la calle, cruzó resueltamente los jardinillos para

dirigirse a casa de los Pierron. Oyó reír; llamó, y hubo un momento de silencio. Tardaron

lo menos dos minutos en abrir la puerta.

-¡Hola! ¿Eres tú? -dijo la mujer de Pierron, afectando sorpresa-. Creí que era el

médico.

Y sin aguardar a que le respondiera, continuó hablando y señalando a Pierron, que

estaba sentado junto a la lumbre.

-Nada, no quiere ser bueno -dijo-. La cara no es mala; pero por dentro anda la

procesión, y como necesita calor a todo trance, quemamos todo lo que encontramos a

mano.

Pierron, en efecto, tenía muy buen aspecto; estaba gordo y colorado. aunque se

quejaba continuamente, para fingirse enfermo. Además, la mujer de Maheu, al entrar,

había notado un marcado olor a guisado de conejo, y estaba segura de que habían

escondido la fuente, sobre todo cuando, además de las migas de pan que había en la

mesa, vio una botella de vino que habían dejado sin duda olvidada encima del aparador.

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-Mamá ha ido a Montsou -añadió la mujer de Pierron-, a ver si Ie dan un pan.

Estamos impacientísimos esperándola.

Pero se quedó confundida porque, siguiendo las miradas de la vecina, también las

suyas tropezaron con la botella de vino. Pronto se repuso, y contó una historia para

justificar el tenerla, diciendo que los señores de la Piolaine se la habían dado para el

enfermo.

-Ya sé que son muy caritativos -dijo la mujer de Maheu-: los conozco.

Su corazón se quejaba de que cuanto menos necesitados, más favorecidos somos

por la suerte en este mundo. ¿Por qué no habría visto a los señores de la Píolaine en el

barrio? Tal vez hubiera podido sacarles algo con qué comer un par de días.

-Pues venía -dijo al fin- para ver si estabais menos apurados que nosotros... y si

podías darme un poco de pan, con la condición de devolvértelo, por supuesto.

La mujer de Pierron contesto exaltándose:

-Nada, hija mía. Ni una migaja de pan... Si mamá no vuelve pronto, es porque no ha

logrado lo que iba buscando, y nos tendremos que acostar sin cenar. No tenemos ni un

mendrugo.

En aquel momento se oían sollozos que salían del sótano, y la mujer de Pierron se

incomodó y empezó a pegar puñetazos en la puerta. Era la bribona de Lidia, a quien tenía

encerrada, según dijo, para castigarla porque se iba a la calle y no volvía en todo el día.

No había manera de domarla.

La mujer de Maheu, sin embargo, seguía allí, de pie, inmóvil y sin decidirse a

marchar. El colorcito que se notaba en la sala baja la consolaba y la idea de que allí se

comía aumentaba su dolor de estómago, producido por el hambre. Era evidente que

habían encerrado a la niña, y hecho salir a la vieja, para comerse tranquilamente su plato

de conejo. ¡Ah! -Menudas cosas ocurren, cuanto peor conducta tiene una mujer, mejor

van sus negocios!

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-¡Adiós, buenas noches! -dijo de pronto.

Y salió a la calle; pero, en vez de irse a su casa, la mujer de Maheu dio una vuelta por

los jardines, porque no se atrevía a entrar. Mas ¿a dónde ir? ¿A qué llamar a ninguna

puerta, si todos estaban, como ellos, muertos de hambre?

Al pasar por delante de la iglesia, vio una sombra que caminaba rápidamente por la

acera. Una esperanza vaga le hizo apresurar el paso, porque había conocido al cura de

Montsou, el padre Joire, que los domingos decía misa en la capilla del barrio de los

obreros: sin duda saldría de la sacristía, e indudablemente había ido a sus negocios por la

noche, para que no le vieran los mineros.

-Señor cura, señor cura -tartamudeó la mujer de Maheu cuando estuvo cerca de él.

Pero el cura no se detuvo.

-Buenas noches, hija mía, buenas noches -contestó, acelerando más el paso.

La mujer de Maheu se vio, sin saber cómo, a la puerta de su casa otra vez, y como

las piernas se negaban a sostenerla, volvió a entrar en ella.

Nadie se había movido. Maheu continuaba sentado en el pico de la mesa, cada vez

más abatido. El viejo Buenamuerte y los chiquillos se apretaban unos contra otros en el

banco, para tener menos frío. La vela había estado ardiendo, y quedaba ya tan poco de

ella, que muy pronto estarían a oscuras. Al oír abrir la puerta los chicos volvieron la

cabeza; pero viendo que su madre no llevaba nada en las manos, se pusieron a mirar el

suelo, conteniendo el deseo de llorar, por miedo que les regañasen. La mujer de Maheu

se había sentado en una silla, junto a la lumbre que se apagaba. Nadie le preguntó; el

silencio continuaba. Todos habían comprendido, y consideraban inútil cansarse en hablar;

ya no tenían más que una esperanza, esperanza vaga: la vuelta de Esteban, que quizás

sería más afortunado que su amiga.

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Cuando Esteban entró, vieron que llevaba en un trapo una docena de patatas

cocidas, pero frías ya.

-Esto es todo lo que he encontrado -dijo.

Y es que en casa de la Mouquette tampoco había pan, por lo cual le dio lo que tenía

para comer ella, metiéndolo a la fuerza en aquel trapo, y besándole mil veces con

cariñoso entusiasmo.

-Gracias -contestó a la mujer de Maheu, que le ofrecía su parte-: yo he comido allí.

Mentía, y no podía menos de contemplar, con aire sombrío a los niños que se

abalanzaban a las patatas con verdadera ansia. El padre y la madre también se contenían

para dejarles más parte; en cambio, el viejo tragaba cuanto podía. Fue necesario quitarle

una patata para dársela a Alicia. En tres minutos la mesa quedó limpia. Miráronse unos a

otros, porque todavía tenían mucha hambre.

Entonces Esteban dijo que había recibido noticias importantes. La Compañía, irritada

por el tesón de los obreros, iba a despedir para siempre a los más comprometidos en la

huelga. Decididamente se declaraba la guerra sin cuartel. Y otro rumor más grave

circulaba: el de que había conseguido de muchos mineros que volviesen al trabajo; al día

siguiente La Victoria y Feutry Cantel debían tener todas las brigadas completas, y en

Mirou y en La Magdalena contaban ya con la tercera parte de los trabajadores.

Los Maheu se exaltaron.

-¡Maldita sea! -gritó el padre-. ¡Si hay traidores entre nosotros, es preciso darles su

merecido.

Y puesto en pie, cediendo a la influencia de los sufrimientos físicos y morales:

-¡Vamos mañana por la noche al bosque! -gritó-. Puesto que nos prohiben que nos

reunamos en la Alegría, en medio del bosque estaremos más cómodos.

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Aquel grito había despertado al viejo Buenamuerte, que dormitaba después de

atracarse de patatas.

Aquel era el antiguo grito de combate, la contraseña de los mineros de otro tiempo,

cuando se reunían para organizar la resistencia contra los soldados del rey.

-¡Sí, sí, a Vandame! -dijo a su vez-. Yo soy de los que van, si se celebra la reunión

allí.

La mujer de Maheu hizo un gesto enérgico.

-¡Iremos todos! ¡Así se acabará con estas injusticias y con estas traiciones! -exclamó.

Esteban decidió que se diera cita a todos los barrios de obreros para el día siguiente

por la noche. Pero la lumbre se había acabado como en casa de Levaque, y la vela se

apagó bruscamente. Ya no había carbón ni petróleo, y fue necesario que subieran a

acostarse a tientas y transidos de frío. Los dos chiquillos lloraban.

VI Juan, ya curado, podía andar; pero sus piernas habían quedado tan mal, que cojeaba

de las dos y andaba como los patos, si bien no dejaba de correr con la misma habilidad y

ligereza que antes.

Aquella tarde, a la hora del crepúsculo, Juan estaba al acecho en el camino de

Réquillart, acompañado de sus inseparables Braulio y Lidia. Se había emboscado detrás

de una empalizada, enfrente de una tiendecilla de comestibles, colocada en el borde del

sendero. Una vieja, casi ,ciega, tenía allí para vender tres o cuatro sacos de lentejas y

algunas sardinas, todo negro de polvo; pero lo que Juan miraba con maliciosa atención e

intenciones nada buenas, era una bacalada que había colgada en la puerta. Ya dos veces

había enviado a Braulio para cogerla; pero las dos veces se lo había impedido algún

transeúnte que se asomaba por el recodo del camino. ¡Qué demonio de importunos! ¡No

podía uno dedicarse en paz a sus negocios!

Apareció un señor a caballo, y los tres chiquillos se ocultaron de nuevo detrás de la

empalizada al reconocer al señor Hennebeau. A menudo, desde que comenzara la

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huelga, se le veía así por los caminos, paseando solo por en medio de los barrios que

habitaban los obreros sublevados, haciendo alarde de valor, para cerciorarse por sí

mismo de la situación.

Y jamás oyó silbar una piedra; no tropezaba sino con hombres que le saludaban de

no muy buena gana, aunque respetuosamente, o con parejas amorosas que se reían de

la política e iban a gozar placeres en la soledad del campo. Él, sin acortar el trote de su

yegua, volviendo la cabeza para no interrumpir a nadie, pasaba por allí, sintiendo, sin

saber por qué, que su corazón se henchía de deseos en aquel país del amor libre. Vio

perfectamente a los chicos echados sobre Lidia, y sintió que los ojos se le humedecían a

su pesar, mientras, recto en la silla, militarmente abrochado hasta el cuello, desaparecía

por el otro lado del camino.

-¡Maldita suerte! -dijo Juan- No acabaremos nunca... ¡Anda, Braulio, tira de la cola!

Pero en aquel momento aparecieron dos hombres, y el chiquillo contuvo un

juramento, cuando oyó la voz de su hermano Zacarías, contando a Mouque que le había

quitado a su mujer una pieza de cuarenta sueldos que tenía cosida en la falda. Los dos,

que iban riéndose, cogidos amigablemente del brazo, se detuvieron un momento,

trazando planes para el otro día.

-¿Pero se van a estar ahí hasta la noche? -dijo Juan exasperado-. En cuanto

oscurezca, la mujer descolgará la bacalada, y adiós mi dinero.

Pasó otro hombre en dirección a Réquillart. Zacarías se marchó con él: y al pasar por

delante de la empalizada, el chiquillo les oyó hablar de la reunión en el bosque;- habían

tenido que aplazarla hasta el día siguiente, para tener tiempo de avisar en todos los

barrios.

-¿Habéis oído? -murmuró el niño, hablando con sus dos compañeros-. ¿Habéis oído?

Mañana es el gran día. Iremos, ¿no es verdad? Nos escaparemos por la tarde.

Y como al fin, en aquel instante no había nadie en la carretera, ordenó a Braulio que

fuese a robar la bacalada.

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-¡Valiente! ¿Eh? Tira pronto de ella, y mucho cuidado, porque la vieja tiene una

escoba en la mano.

Felizmente, la noche estaba muy oscura. Braulio dio un salto, y se cogió a la

bacalada, rompiendo la cuerdecilla que la sujetaba a un clavo, y enseguida echó a correr,

seguido por Juan y Lidia, como alma que lleva el diablo. La tendera, asombrada, salió de

la tienda sin comprender lo que pasaba, y sin poder distinguir el grupo, que desapareció

corriendo en la oscuridad.

Aquellos granujas acabaron por ser el terror de la zona. Poco a poco la habían ido

invadiendo como una horda salvaje. Al principio se habían contentado con los alrededores

de la Voreux, revolcándose en los montones de carbón, de donde salían completamente

tiznados, y jugando al escondite entre los montones de tablones, por donde se perdían

como en el fondo de un bosque virgen. Luego habían tomado por asalto la plataforma, y

cada día ensanchaban el campo de sus operaciones; corrían los campos, comiendo

raíces y frutos, bajaban a la orilla del canal a pescar peces, y viajaban hasta el bosque de

Vandame. Pronto toda la inmensa llanura les pertenecía.

Y la verdadera causa que les hacía recorrer la zona desde Montsou a Marchiennes

era la afición al merodeo. Juan era el capitán en todas aquellas expediciones; dirigía su

tropa sobre tal o cual presa, devastando las plantaciones de cebollas, y las huertas, y los

jardines. En aquellos alrededores se empezaba a hablar de los mineros en huelga y de

una partida de ladrones bien organizada. Un día obligó a Lidia a que robase a su misma

madre, haciendo que le llevase dos docenas de las cosquillas que vendía, y la niña a

pesar de haber recibido una paliza soberbia, no le había descubierto, porque temblaba

ante la autoridad absoluta. Y lo malo era que él se quedaba con la mejor parte. Braulio

tenía también que entregarle el botín, y se daba por muy contento cuando el capitán no le

abofeteaba y guardaba para sí la parte que le correspondía a él.

Hacía algún tiempo que Juan abusaba de su autoridad. Pegaba a Lidia como se pega

a una mujer legítima, y se aprovechaba de la credulidad de Braulio para mezclarle en

aventuras desagradables; era feliz, burlándose de aquel muchachote, más fuerte y

robusto que él, que de un solo puñetazo le habría roto la cabeza. Los despreciaba a los

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dos; los trataba como a esclavos, y les decía que su querida era una princesa, ante la

cual no eran dignos de presentarse. Y, en efecto, hacía ocho días que desaparecía

bruscamente por la esquina de una calle o en el recodo de un camino, después de darles

orden, con la cara feroz, de que se volvieran enseguida a su casa. Claro está que, antes,

se guardaba el botín.

Lo mismo sucedió aquella noche.

-Dámela -dijo arrancando la bacalada de manos de su compañero, cuando los tres se

detuvieron en un recodo de la carretera, cerca de Réquillart.

Braulio protestó.

-Quiero mi parte, ¿oyes? Porque yo la he cogido.

-¿Eh? ¿Cómo? -exclamó Juan-. Tendrás parte si te la doy; pero no será esta noche.

Será mañana, si queda algo.

Pegó un empujón a Lidia, y los cuadró uno al lado del otro, como si fuesen soldados.

Luego, pasando por detrás de ellos:

-Ahora os vais a estar ahí cinco minutos, sin volver la cara... y cuidado, porque si os

volvéis os comerán las fieras... Enseguida os vais a casa, y cuidado con que Braulio te

toque, Lidia, porque yo lo sabré, y habrá palos.

Y se desvaneció en la oscuridad, con tanto cuidado, que no se oyeron ni sus pisadas.

Los otros dos permanecieron inmóviles durante los cinco minutos que había

mandado, sin atreverse a mirar hacia atrás, temerosos de recibir un bofetón misterioso.

Poco a poco entre ellos dos había nacido un afecto entrañable, a causa del terror que

ambos tenían a su capitán. Él siempre pensaba en abrazarla estrechándola fuertemente

en sus brazos, como veía hacer a otros, y ella también hubiera querido que lo hiciese,

porque tenía verdadero afán de ser acariciada con cariño, y no como lo hacía Juan. Pero

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cuando se marcharon, ni uno ni otro se atrevieron, aún cuando la noche estaba oscura, ni

a darse siquiera un beso: caminaron uno junto a otro, conmovidos y desesperados a la

vez, pero temerosos de que, si se tocaban, el capitán les daría una paliza.

A aquella misma hora Esteban entraba en Réquillart. El día antes la Mouquette le

había suplicado que volviera y volvía, irritado consigo mismo, pero con cierta inclinación, a

pesar suyo, hacia la moza, que le adoraba como si fuese un dios. Iba con el propósito de

romper con ella. La vería y le explicaría que no debía perseguirle más, para no dar que

hablar a las gentes. Los tiempos eran malos' y era poco honrado andar buscando

placeres cuando todos los amigos, y ellos mismos, estaban muriéndose de hambre. No la

encontró en su casa, y decidió esperarla entre las ruinas de la antigua mina.

Entre los escombros esparcidos por todas partes, se abría el pozo de entrada, medio

obstruido: un madero puesto en pie que sostenía un pedazo del antiguo techo, tenía el

aspecto de un aparato de suplicio, junto al oscuro agujero; dos árboles habían crecido allí,

como si salieran del abismo que se abría en lo que fue pozo de bajada. Aquel rincón tenía

un aspecto de salvaje abandono, de entrada a un precipicio, interceptada por maderas de

desecho.

Por ahorrarse gastos superfluos, la Compañía estaba desde hace diez años

queriendo cegar el pozo de la mina; pero esperaba para ello a instalar un ventilador en la

Voreux, porque el foco de ventilación de los dos pozos, que comunicaban, estaba

colocado al pie de Réquillart, cuyo antiguo pozo servía de chimenea.

Por prudencia, a fin de que se pudiera subir y bajar, había dado orden de que se

tuvieran en buen estado las escalas hasta una profundidad de quinientos veinticinco

metros; pero, a pesar de lo mandado, nadie se ocupaba en ello; las escalas se pudrían de

humedad y ya en algunos peldaños era preciso, para bajar, cogerse a las raíces de uno

de los árboles y dejarse ir a la ventura en la oscuridad.

Esteban esperaba pacientemente al pie de un árbol, cuando sintió un ligero ruido

entre las ramas. Pensó sería una culebra que se escabullía, asustada. Pero la luz de un

fósforo vino a sorprenderle, y se quedó estupefacto al ver que, a pocos pasos de

distancia, Juan encendía una vela y desaparecía por la boca del pozo.

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Se sintió presa de una curiosidad tan grande, que sin encomendarse a Dios ni al

diablo, se metió por el mismo agujero: el chiquillo había desaparecido; una débil claridad,

producida por la vela que aquel llevaba en la mano, le guiaba. Por un instante titubeó:

pero luego se dejó caer como 'había hecho el otro, agarrándose a las raíces del árbol, y

después de temer al bajar de un salto los quinientos metros de altura, acabó por sentir

bajo sus pies un peldaño de la escalera.

Y empezó a bajar con cuidado. Juan no debía de haber oído nada, porque Esteban

seguía viendo debajo de él la luz que descendía, mientras que la sombra del chiquillo

danzaba por las paredes del pozo. La escala continuaba bajando; pero era dificilísimo el

descenso, pues unas veces tropezaba con peldaños que resistían bien y otras con

peldaños que, medio podridos, crujían bajo su peso; y a medida que bajaba, el calor iba

haciéndose sofocante: un calor de horno que salía del foco de ventilación, poco activo por

fortuna desde que comenzara la huelga, pues en tiempo de trabajo no se hubiera podido

hacer aquella excursión sin exponerse a tostarse.

-¡Maldito granuja! -murmuraba Esteban medio sofocado-. ¿Dónde demonios irá?

Dos veces estuvo a punto de caerse. Sus pies resbalaban en los húmedos peldaños

de madera. ¡Si al menos hubiese tenido una luz como el chiquillo! Pero sin ella se

golpeaba contra las paredes a cada instante, guiado como iba solamente por la vela que

el muchacho llevaba en la mano, y que iba desapareciendo rápidamente.

Habían bajado ya veinte escalas, y el descenso continuaba. Desde entonces se puso

a contarlas: "Veintiuna, veintidós, veintitrés", y seguían bajando, bajando sin cesar.

Sentía en la cabeza un calor terrible, que iba aumentando por momentos. Al fin llegó

a un empalme de escalas, y vio que el chiquillo echaba a correr por una galería.

Treinta escalas significaban unos doscientos diez metros de bajada.

-¿Irá ahora a pasearse por ahí? -pensó Esteban-. Seguro que va a calentarse en la

cuadra.

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Pero allí, a la izquierda, la galería que conducía al establo se hallaba cerrada por los

escombros de un desprendimiento. Empezó otra excursión más difícil y más peligrosa.

Multitud de murciélagos, asustados, revoloteaban en la semioscuridad, e iban a pegarse

al techo de la galería.

Tuvo que apresurar el paso para no perder de vista la luz, andando por la galería tras

el muchacho; solamente que por los sitios por donde éste pasaba con facilidad, gracias a

su ligereza de serpiente, él no podía atravesarlos sin arañarse. Aquella galería, como

todas las de la mina abandonada, se había estrechado considerablemente y seguía

estrechándose todos los días a causa de los hundimientos; en algunos sitios se había

convertido en un verdadero agujero, que pronto habría de cerrarse por sí mismo. En

aquellas circunstancias, los pedazos de maderas rotas se convertían en un verdadero

peligro, porque le amenazaban con desgarrarle las carnes, o con atravesarle de parte a

parte, si tropezaba con uno de improviso. Así es que caminaba con precaución, de rodillas

o arrastrándose boca abajo, y andando a tientas en la oscuridad. Bruscamente le

sorprendió un grupo de ratas, que le corrieron por todo el cuerpo, de la nuca a los pies, en

un arranque de pánico.

-¡Maldita sea ... ! ¿Habremos llegado ya? -murmuró casi sin poder respirar, y con un

terrible dolor de riñones.

Habían llegado, en efecto. Al cabo de un kilómetro de camino, la galería se

ensanchaba un poco, e iba a desembocar en un trozo de la mina que estaba en buen

estado de conservación. Era el antiguo pie del pozo de subida, y estaba abierto en la roca

viva, pareciendo una gruta natural. Tuvo que detenerse, pues veía a pocos metros de

distancia al muchacho, que acababa de poner la vela entre dos piedras, y que se

instalaba allí con la tranquilidad de quien se encuentra en su casa. Una instalación

completa trocaba aquel trozo de galería en una habitación confortable. En el suelo, en un

rincón, había paja extendida, que formaba una cama relativamente cómoda, y sobre unos

pedazos de madera vieja, que servían de mesa, había un poco de todo: pan, velas, tarros

de ginebra; era aquello una verdadera cueva de ladrones, donde se había ido

acumulando el botín de muchas semanas, botín inútil, porque se veía allí hasta jabón y

betún, robados por el gusto del hurto nada más. Y el muchacho, solo, en medio del

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producto de sus rapiñas, tenía el aire de un bandido egoísta, que no quisiera hacer a

nadie partícipe de su alegría.

-Oye, niño; ¿te estás burlando de la gente? -exclamó Esteban cuando hubo

descansado un momento-. ¿Te parece a ti que se puede tolerar que tú te atraques a lo

grande, cuando los demás nos morimos de hambre?

Juan, asustado, estaba temblando. Pero, al conocer a Esteban, se tranquilizó

enseguida..

-¿Quieres comer conmigo? -acabó por decir-. ¿Eh? Te daré un pedazo de bacalao

asado... Ahora verás.

No había dejado la bacalada que llevaba en la mano, y empezó a quitarle el pellejo

con un cuchillo nuevo, uno de esos cuchillos puñales con mango de hueso que llevan

inscrita alguna divisa. En el de aquél se leía la palabra "Amor".

-Bonito cuchillo tienes -observó Esteban.

-Regalo de Lidia -respondió Juan, olvidando añadir que Lidia lo había robado por

orden suya a un mercader de Montsou, que tenía su puesto ambulante frente a la taberna

de la Cabeza cortada.

Luego, sin dejar de raspar el pellejo, continuó diciendo:

-Se está bien en mi casa, ¿no es verdad? Se está más calentito que allá arriba, y

huele mucho mejor.

Esteban tomó asiento, deseando hacerle hablar. Ya no tenía rabia; al contrario,

experimentaba cierta simpatía y cierto interés hacia aquel granuja tan atrevido y tan

industrioso: además, disfrutaba de cierto agradable calor en aquella caverna; la

temperatura no era demasiado elevada tampoco, y se agradecía más, porque fuera de allí

los fríos de diciembre se ensañaban particularmente con los mineros, que carecían de

defensa contra él. A medida que el tiempo pasaba, iban desapareciendo de las galerías

los gases nocivos, y el grisú había desaparecido por completo. No se notaba allí más que

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el olor a las maderas viejas en fermentación, un olor muy sutil a éter. Aquellos trozos de

madera tenían, además, un aspecto agradable, una palidez amarillenta, como la del

mármol, adornada de caprichosas labores blanquecinas que semejaban delicados

bordados de seda y aljófar. Otros maderos aparecían cubiertos de hongos, y todos ellos

estaban poblados de mariposas blancas de moscas y arañas, todo un pueblo de insectos,

que jamás había visto la luz del sol.

-¿De modo que no tienes miedo? -preguntó Esteban.

Juan le miró con asombro.

-¿Miedo de qué? ¿Pues no estoy solo?

Ya había acabado de raspar el bacalao. Encendió lumbre con unos pedazos de

madera, y empezó a asarlo. Luego cortó un pan en dos pedazos. El regalo era

terriblemente salado; pero, así y todo, muy a propósito para estómagos fuertes.

Esteban aceptó la parte que le ofrecía.

-Ya no me extraña que engordes mientras nosotros adelgazamos. ¿Sabes que es

una bribonada?... ¿No piensas en los demás?

-Toma, ¿por qué los demás son tan tontos?

-Después de todo, haces bien en esconderte, porque si tu padre supiera que robas,

seguro que te ponía como nuevo.

-Por qué, ¿no nos roban a nosotros los burgueses? Tú lo estás diciendo siempre.

Este pan que le he quitado a Maigrat, nos lo había robado él antes.

El joven, con la boca llena, guardó silencio, verdaderamente confundido. Le miraba

con atención, contemplando aquellos ojos verdes, aquellas orejas enormes, aquel aspecto

de aborto degenerado, oscuro de inteligencia, pero de una astucia instintiva

extraordinaria. La mina, que lo había producido, acabó de completarlo, rompiéndole las

dos piernas. -¿No traes aquí a Lidia algunas veces? -le preguntó Esteban.

Juan sonrió desdeñosamente.

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-¡A esa niña! -contestó-. ¡No, por cierto!... Las mujeres son muy charlatanas.

Y siguió riendo, lleno de inmenso desdén hacia Braulio y Lidia. Jamás se había visto

dos chiquillos más estúpidos. El recuerdo de que a aquella hora se encaminaban a sus

casas muertos de hambre y de frío, mientras él se comía la bacalada al calor de un fuego,

le hacía desternillarse de risa. Luego, añadió, con la gravedad de un filósofo:

-Vale más hacer las cosas solo, porque siempre está uno de acuerdo.

Esteban había acabado de comerse el pan. Bebió un trago de ginebra. Por un

momento creyó que no sería corresponder mal a la hospitalidad de Juan cogerle por una

oreja y llevárselo a su casa, prohibiéndole merodear más, y amenazándole con decírselo

todo a su padre si volvía a las andadas. Pero, al ver aquel escondite confortable, acudía a

su mente una idea: tal vez lo necesitara para él o para los amigos, si las cosas tomaban

un giro desagradable. Hizo que el chico le prometiese solemnemente no faltar a dormir en

su casa, como le sucedía algunas veces desde que había descubierto aquel retiro, y,

cogiendo una vela, se marchó, dejándole que arreglase tranquilamente su vivienda.

La Mouquette se impacientaba esperándole, sentada en un madero, a pesar del

mucho frío que hacía. Cuando le vio, saltó a su cuello; y cuando le dijo que no debían

volver a reunirse, sintió como si le clavaran un puñal en el corazón. ¡Dios mío! ¿Por qué?

¿No le quería ella bastante? Esteban, para no caer en la tentación de entrar en su casa,

se la llevaba hacia la carretera, explicándole, lo más dulcemente que podía, que le

comprometía ante los compañeros, y que comprometía, por tanto, la causa política, que a

todo trance era necesario defender. Ella no entendía qué relación podían tener sus

amores con la política.

Luego pensó que se avergonzaba de ella, lo cual no la ofendió, porque era natural, y

se conformó con todo, y hasta llegó a prestarse a que le diera un bofetón en público, para

que todos comprendieran que habían reñido. Pero quiso que le prometiese que la vería un

ratito de vez en cuando. Desesperada, le suplicaba y le rogaba, jurando esconderse para

que nadie los viese juntos, y que en cada entrevista no le entretendría más que cinco

minutos. Él, muy conmovido, se negaba a todo. Era un sacrificio necesario. Al separarse,

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quiso ella darle un beso. Poco a poco, fueron llegando hasta las primeras casas de

Montsou, y estaban abrazados estrechamente a la luz de la luna, cuando una mujer pasó

junto a ellos dando un salto de sorpresa, como si hubiera tropezado con una piedra.

-¿Quién es? -preguntó Esteban con inquietud.

-Es Catalina -respondió la Mouquette-. Vendrá de Juan-Bart.

La mujer en cuestión se alejaba, con la cabeza baja, las piernas temblorosas y el

andar cansado. Y el joven la miraba, desesperado de haber sido visto por ella, y con el

corazón dolorido por un remordimiento cuya causa no se explicaba. ¿Acaso no vivía ella

con otro hombre? ¿Acaso no le había impuesto la misma pena allí mismo, en el camino

de Réquillart, entregándose a otro? Y, sin embargo, le desolaba haberle devuelto el

sufrimiento.

-¿Quieres que te diga una cosa? -murmuró la Mouquette con lágrimas en los ojos,

cuando perdieron de vista a Catalina-. No me quieres porque quieres a otra.

Al día siguiente, amaneció el cielo sereno y hermoso; era uno de esos magníficos

días de invierno, fríos, pero despejados. Juan se había ido de su casa a la una; mas tuvo

que esperar a Braulio detrás de la iglesia y por poco tuvieron que marcharse sin Lidia, a

quien su madre había vuelto a encerrar en el sótano. Acababa de sacarla de su encierro,

colgándole una cesta al brazo, y diciéndole que, si no volvía con ella llena de berros, la

volvía a encerrar toda la noche, para que se la comiesen las ratas. Así es que, llena de

miedo, quería ante todo ir a coger berros. Juan la disuadió de su idea: luego verían lo que

había de hacer.

Desde muchos días antes andaba dándole vueltas a Polonia, la coneja de Rasseneur.

Precisamente al pasar por la puerta de la taberna vio al animalito, que andaba

correteando por allí. La cogió de un salto por las orejas, la metió en la cesta que llevaba

Lidia, y los tres salieron al galope, gozándose de antemano en lo que iban a divertirse

haciendo correr a la coneja por el llano.

Pero se detuvieron para ver a Zacarías y a Mouque, que, después de haber bebido

un jarro de cerveza con otros dos amigos, se disponían a jugar una partida de toña. Se

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jugaban una gorra nueva y un pañuelo colorado para el cuello, depositados en casa de

Rasseneur. Los cuatro jugadores, dos a dos, señalaron para la primera parte de la partida

la distancia que había entre la Voreux y la finca Paillot, unos tres kilómetros

próximamente; y Zacarías ganó, porque apostó a recorrer la distancia en siete viajes de la

toña lanzada al aire, mientras que el hijo de Mouque no se comprometía a hacerlo en

menos de ocho. Pusieron la toña en el suelo, con una de las puntas al aire. Cada cual

empuñó su correspondiente palo sujeto a la muñeca por un cordel. Al dar las dos,

arrancaron. Zacarías, manejando magistralmente su pala, lanzó la toña a más de

cuatrocientos metros a través de los sembrados de remolacha, porque estaba prohibido

jugar en las calles del pueblo y en la carretera, a causa de haber ocurrido algunas

desgracias ya. Mouque, que tampoco era manco, lanzó la suya a unos ciento cincuenta

metros. Y la partida continuó, dando palos a la toña, siempre corriendo, sin cuidarse de

los rasguños que los pedruscos les hacían en los pies.

Al principio, Juan, Braulio y Lidia habían galopado detrás de los jugadores,

entusiasmados con los buenos golpes y las peripecias del juego. Luego se acordaron de

la pobre Polonia, que daba saltos en la cesta; y dejando a los jugadores en medio del

campo, sacaron a la coneja, deseosos de ver si corría mucho. El pobre animal salió como

disparado; ellos se lanzaron en su persecución, y aquello fue una cacería salvaje Por

espacio de una hora, en medio de gritos desaforados para asustar al animal. Si la coneja

no hubiera estado preñada, seguro que no la habrían podido alcanzar.

Iban ya sin aliento cuando voces desaforadas les hicieron volver la cabeza. Acababan

de ponerse delante de los jugadores y Zacarías había estado a punto de romper la

cabeza a su hermano. Los jugadores estaban ,en la cuarta partida: desde la finca Paillot

habían corrido a los Cuatro Caminos; de los Cuatro Caminos a Montoire, y entonces

habían de recorrer en seis golpes la distancia que hay entre Montoire y el Prado de las

Vacas.

Aquello representaba una carrera de dos leguas y media, en una hora; habían bebido

cerveza en la taberna Vincent y en el cafetín de los Tres-Sabios. Mouque esta vez tenía la

mano. No le faltaban más que dos jugadas, y su triunfo parecía seguro, cuando Zacarías,

bromeando como de costumbre, dio un golpe tan hábil en uso de su derecho, que la toña

cayó en un foso muy profundo. El compañero de Mouque no pudo sacarla de allí, y

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aquello fue un desastre. Los cuatro gritaban; la partida se hacía muy reñida, porque

estaban iguales, y era necesario volver a empezar. Desde el Prado de las Vacas hasta la

punta de Verdes Hierbas, no había menos de dos kilómetros, y apostaron a recorrerles en

cinco golpes. Cuando llegaran allí, refrescarían en casa de Lerenard.

Pero Juan acababa de tener una idea. Los dejó marchar, y luego, sacando del bolsillo

un cordel, lo ató a la pata izquierda de la pobre Polonia, y la diversión fue grande; la

coneja corría delante de los tres galopines estirando las patas y haciendo tales

contorsiones para huir de aquel tormento, que los chiquillos no se habían reído tanto en

su vida. Luego la ataron por el cuello para que corriese; y como el animalito estaba

cansado, la arrastraron unas veces sobre el lomo, otras sobre la barriga, como fuera un

cochecillo de juguete. La broma duraba ya más de una hora; pobre animal estaba

reventado, cuando tuvieron que cogerla precipitadamente para meterla en la cesta y

esconderse detrás de unos matorrales mientras pasaban los jugadores, con los cuales

habían tropezado de nuevo. Zacarías, Mouque y sus dos compañeros se sorbían los

kilómetros como suele decirse, sin darse más tiempo de reposo que el estrictamente

necesario para echarse al coleto un jarro de cerveza en las tabernas que se señalaban

como término de cada partida. Desde Verdes Hierbas habían corrido a Buchy, luego a la

Cruz de Piedra, y después a Chamblay. La tierra, endurecida por la escarcha, crujía bajo

sus pies, que no cesaban de correr detrás de la toña, la cual rebotaba en el suelo; el día

era muy a propósito, porque, como la tierra estaba dura, se podía correr sin miedo de

hundirse en los surcos levantados por el arado: no había más peligro que el de romperse

las piernas. En el aire seco, los golpes del palo sobre la toña resonaban como tiros. Las

fornidas manos empuñaban los palos con furor, y hacían tanta fuerza con el cuerpo como

si trataran de matar a un buey de un puñetazo: y todo esto durante horas y horas, de un

extremo a otro de la llanura, saltando vallas, salvando fosos, cruzando senderos y

sembrados. Precisaba tener para aquel ejercicio buenos pulmones y músculos de acero.

Los mineros se entregaban con furor a esas carreras, que servían para desentumecerles

los miembros.

Algunas veces recorrían así ocho o diez leguas; pero esto mientras eran jóvenes,

porque a los cuarenta años no había quien jugase a la toña.

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Dieron las cinco, la hora del crepúsculo. Convinieron en jugar otra partida hasta el

bosque de Vandame, para ver quién se llevaba la gorra y el pañuelo, y Zacarías, que,

como de costumbre, se reía de todas aquellas cosas de política, dijo que sería gracioso

llegar allí en el momento de la reunión, para lo cual se habían dado cita los mineros de

todos los alrededores. Juan, desde que saliera de su casa, seguía recorriendo los campos

por entretenerse y esperar la hora de acudir a la reunión. Con ademán indignado

amenazó a Lidia, que, llena de remordimientos y de miedo, hablaba de volver a la Voreux,

a fin de coger los berros que le encargara su madre: pero ¿cómo habían de privarse de

aquel espectáculo? ¡Pues apenas si tenía gracia ir a oír lo que dijesen los viejos! Empujó

a Braulio; propuso para que el camino se hiciese más corto y más entretenido soltar a

Poloy perseguirla a pedradas; su proyecto secreto era matarla de una pedrada, porque le

habían dado ganas de llevársela y comérsela tranquilamente en su escondite de

Réquillart. La pobre coneja emprendió de nuevo vertiginosa carrera, con las narices

abiertas y las orejas echadas atrás: la piedra le peló el lomo, otra le cortó el rabo; y, a

pesar de la oscuridad, e iba en aumento, la hubieran matado, a no ver en un claro, a la

entrada del bosque, a Esteban y a Souvarine que estaban charlando. Se abalanzaron

sobre el animal, lo volvieron a meter en la cesta, y casi al mismo tiempo aparecieron

Zacarías, Mouque y los otros dos, después de terminada su partida. Todos acudían a la

cita.

Y no era sólo por la carretera: por los caminos, por los senderos todos, iban llegando

desde el oscurecer multitud de sombras silenciosas que se dirigían al bosque. Todas las

casas de los barrios de obreros se quedaban sin gente, pues hasta las mujeres y los

chiquillos dejaban sus hogares, como si fueran a dar un paseo. Los caminos estaban

oscuros, y no se distinguía aquella multitud que caminaba en silencio hacia el mismo

punto; se presentía, sin embargo, y era fácil comprender que los mismos deseos e iguales

emociones la animaban. Por todas partes oíase un rumor vago y confuso de voces que

indicaba la presencia de la muchedumbre

El señor Hennebeau, que precisamente a aquella hora volvía a su casa, cabalgando

en su yegua, prestaba oídos al misterioso rumor. Había encontrado varias parejas

amorosas que se paraban lentamente, como para disfrutar al aire libre de aquella serena

noche de invierno. Eran enamorados que con los labios en los labios de su pareja, iban

buscando la satisfacción de sus amorosos deseos detrás de las vallas o al pie de los

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árboles. ¿Acaso no estaba acostumbrado a tales encuentros de aquellos desdichados

que iban en busca del único placer que no cuesta dinero? Y el señor Hennebeau se decía

que aquellos imbéciles hacían mal en quejarse de la vida. Pues, ¿no disfrutaban a su

antojo la dicha de amar y ser amados? De buena gana se hubiera resignado él a estar

medio muerto de hambre, a cambio de empezar de nuevo a vivir con una mujer que,

enamorada, se le entregase con toda su alma, al pie de cualquier árbol. Su desgracia no

tenía consuelo, y era motivo para que envidiase a aquellos miserables. Con la cabeza

baja regresaba a su casa, al paso corto de la yegua, desesperado por la influencia de

aquellos rumores de besos y suspiros que se oían en la oscuridad.

VII

Los mineros se habían dado cita en el Llano de las Damas, una vasta planicie abierta

por la tala de maderas a la entrada del bosque de Vandame. Se extendía aquélla en

suave pendiente, y estaba rodeada de árboles gigantescos, cuyos troncos rectos y

regulares, formaban todo alrededor una especie de columnata blanca; algunos árboles

gigantescos yacían en tierra, mientras allá, a la izquierda, otros, aserrados ya, se hallaban

cuidadosamente colocados, en disposición de que los cargaran para llevárselos. El frío se

había hecho más intenso desde la hora del crepúsculo; los pedazos de corteza de árbol

crujían bajo los pies. A flor de tierra estaba muy oscuro; pero las copas de los árboles se

destacaban sobre el fondo azul del cielo, en donde la luna llena, subiendo en el horizonte,

no tardaría en venir a apagar las estrellas.

Tres mil mineros aproximadamente habían acudido a la cita; formaban una

abigarrada muchedumbre de hombres, mujeres y chiquillos, que invadía poco a poco la

planicie; y el mar de cabezas se extendía hasta más allá de los árboles que aún no

habían sido cortados. De la multitud salía un murmullo colosal, parecido al ruido de una

tempestad lejana.

Allá, en lo alto de la pendiente, se hallaba Esteban, acompañado de Rasseneur y

Souvarine. Estaban disputando, y sus voces se oían al otro extremo de la planicie. Junto a

ellos, algunos otros escuchaban la conversación: Maheu, en un sombrío silencio;

Levaque, apretando los puños; Pierron, volviéndose de espaldas y lamentando no haber

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podido pretextar por más tiempo una enfermedad que no existía; también estaban allí el

tío Buenamuerte y Mouque padre, sentados el uno junto al otro sobre el tronco de un

árbol, con aire ensimismado. Más allá se veía a los aficionados a tomárselo todo en

broma: Zacarías, el hijo de Mouque, y algunos otros, que habían ido sólo para divertirse; y

a su lado, formando perfecto contraste con ellos por su actitud recogida, como si

estuvieran en la iglesia, las mujeres, casi todas agrupadas. La mujer de Maheu, silenciosa

como su marido, meneaba la cabeza al oír los sordos juramentos de la Levaque.

Filomena tosía mucho, pues su bronquitis crónica había empeorado desde que

comenzara el invierno. Solamente la Mouquette reía con toda su alma, al ver el modo que

tenía la Quemada de tratar a su hija, a quien insultaba de mala manera, llamándola

tunanta, porque se atracaba de conejo, mientras los demás se morían de hambre, y

porque estaba vendida a los burgueses a causa de la cobardía de su marido. Y sobre el

montón de maderos simétricamente colocados, se había subido Juan, ayudando a Lidia

para que hiciera otro tanto, y obligando a Braulio a que los siguiera.

La disputa nacía de que Rasseneur deseaba proceder en regla para que se eligiera

una mesa y un presidente, según costumbre. Su derrota en la reunión de la Alegría le

tenía furioso, y se había jurado a sí mismo buscar el desquite, esperando reconquistar su

legítima influencia cuando no se viera entre delegados de la Internacional, sino frente a

frente con sus amigos los mineros. Esteban consideraba estúpida la idea de elegir

presidencia ni mesa en medio de aquel bosque. Debían usar procedimientos salvajes,

puesto que se les acosaba como a lobos.

Viendo que la disputa se eternizaba, acudió a la multitud, y, subiéndose en el tronco

de un árbol, gritó con voz fuerte:

-¡Compañeros! ¡Compañeros!

Los murmullos de aquella muchedumbre se ahogaron en un suspiro general, mientras

Souvarine imponía silencio a las protestas de Rasseneur. Esteban seguía hablando con

voz tonante:

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-¡Compañeros, puesto que se nos prohibe hablar; puesto que nos envían gendarmes

para atacarnos como si fuésemos bandoleros, en este sitio tenemos que ponernos de

acuerdo!

Una tempestad de gritos y de exclamaciones contestó a estas primeras palabras:

-Sí, sí, el bosque es nuestro, y tenemos derecho a hablar aquí cuanto queramos...

¡Habla!

Entonces Esteban permaneció un momento inmóvil sobre el tronco del árbol. La luna,

muy baja en el horizonte, no alumbraba sino las copas más altas, y la multitud, que poco a

poco había ido quedando en silenciosa calma, continuaba envuelta en tinieblas. Él, en lo

oscuro también, se destacaba, sin embargo, allá en lo alto de la pendiente.

Levantó un brazo con lento ademán y empezó su discurso; pero su voz no rugía ya:

había tomado el tono frío de un simple mandatario del pueblo dando cuentas a éste de su

gestión.

En una palabra: pronunciaba el discurso que había interrumpido el inspector de

policía en la reunión del salón de la viuda Désir y comenzaba haciendo rápidamente la

historia de la huelga, afectando una elocuencia científica: hechos, y nada más que

hechos. Primeramente explicó que la huelga le repugnaba: los mineros no la habían

querido; era la compañía la que la había provocado con sus nuevas tarifas y sus

exigencias injustas. Luego recordó el primer paso dado por los delegados en casa del

director, la mala fe del Consejo de Administración, sus tardías confesiones cuando por

segunda vez visitaron a Hennebeau, devolviéndoles los diez céntimos que habían tratado

de robarles. Tal era la situación en aquel momento; explicó por partidas sueltas en qué se

había gastado el dinero que tenían en la Caja de Socorro; indicó el empleo dado a las

ayudas recibidas; excusó con afectuosas frases a la Internacional, a Pluchart y a los otros,

porque realmente no podían hacer todo lo que deseaban, hallándose solicitados por mil

asuntos diferentes, hijos de su tarea de conquistar el mundo entero. La situación, pues,

iba empeorando de día en día; la Compañía echaba a la calle a muchos de ellos,

amenazando con llevar obreros de Bélgica; además intimidaba a los pusilánimes, y había

conseguido que algunos obreros volvieran a las minas.

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Todo esto lo decía con monótona voz, como si quisiera aumentar con el tono la

importancia de aquellas desagradables noticias, añadiendo que había vencido el hambre,

que la esperanza estaba muerta, que la lucha había llegado a su último extremo. Y

bruscamente concluyó, sin mudar de tono:

-En estas circunstancias, compañeros, urge que adoptéis una resolución esta noche

misma. ¿Queréis que la huelga continúe? Y en este caso, ¿qué pensáis hacer para

vencer a la Compañía?

La contestación fue un silencio tan profundo, como si sólo hubiera hablado con el

cielo estrellado. La muchedumbre, a la cual no se veía, continuaba silenciosa en la

oscuridad, ante aquellas palabras que la conmovían en sus adentros.

Pero Esteban continuó, variando de tono. Ya no era el secretario de la Asociación el

que estaba hablando: era el jefe de un movimiento popular, el tribuno, el apóstol que

predicaba lo que él creía verdad. ¿Habría algunos cobardes que faltasen a su palabra?

¡Cómo! ¡Habrían pasado durante un mes todo género de penalidades para volver a

agachar la cabeza, Y volver a trabajar de nuevo como si nada hubiera sucedido! ¿No era

mejor morirse de una vez, pero procurando antes sacudir aquella infame tiranía del

capital, que mataba de hambre al trabajador? ¿No era estúpido someterse siempre

cuando llegaba el momento del hambre, hasta que el hambre lanzaba otra vez a los más

tranquilos a la sublevación?

Y hacía el retrato de los mineros explotados por la Compañía, soportando todos los

desastres de la crisis; reducidos a no comer apenas Porque las necesidades de la

competencia producirían una baja en los precios. ¡No! La nueva tarifa no era aceptable,

porque encerraba una economía disimulada, que consistía en robar a cada uno una hora

de trabajo todos 'los días. Era demasiado; todos estaban hartos, y había llegado el

momento de que los miserables, acosados hasta el último extremo, se hicieran justicia de

una vez.

Esteban, al concluir, se quedó con los brazos levantados. La muchedumbre se

estremeció ante aquella palabra de justicia, y rompió en aplausos y en voces de:

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-¡Justicia!... ¡Ya es hora!... ¡Justicia!

Poco a poco Esteban se entusiasmaba. No tenía la palabra fácil de Rasseneur. A

veces le faltaban frases, y tenía que esforzarse para decir lo que pensaba ayudándose

con un movimiento de hombros. Pero por ese mismo esfuerzo encontraba a menudo

imágenes familiares de extraordinaria energía, con las cuales se apoderaba de su

auditorio mientras que sus actitudes de minero en el trabajo, sus codos recogidos para

lanzar luego con fuerza los puños hacia adelante, ejercían también una influencia

extraordinaria sobre sus compañeros. Todos lo decían: era pequeño, pero se hacía

escuchar.

-Los jornales son una forma de la esclavitud -continuó con voz más fuerte-. La mina

debe ser del minero, como el mar es del pescador, como la tierra es del labrador. .. ¡Oídlo

bien!, la mina os pertenece a todos vosotros, que, desde hace un siglo, la estáis

comprando con vuestros sufrimientos. Y a veces con vuestra vida.

Directamente, abordó las más arduas cuestiones de Derecho de las leyes especiales

de Minas, de las cuales no comprendía una palabra. El subsuelo, lo mismo que el suelo

debía pertenecer a la nación: era un privilegio odioso que el Estado concediera su

explotación exclusiva a las Compañías, tanto más cuanto que, con respecto a Montsou, la

pretendida legalidad de sus concesiones se complicaba con los tratados hechos en otro

tiempo con los terratenientes. El pueblo de los mineros no tenía por lo tanto más que

reconquistar su bienestar; y, extendiendo los brazos, señalaba a toda la comarca que se

adivinaba al otro lado del bosque. En aquel momento la luna, que iba subiendo en el

horizonte, le bañó en su luz. Cuando la multitud, todavía entre tinieblas, le vio así

iluminado por los pálidos rayos del astro de la noche, y en actitud de distribuir la fortuna y

el bienestar entre todos, comenzó a aplaudir frenéticamente otra vez.

-¡Sí, sí, tiene razón! ¡Bravo, bravo!

Entonces Esteban abordó su cuestión predilecta: la atribución de los instrumentos de

trabajo a la colectividad, como decía él con fruición y ahuecando la voz. En él la evolución

era ya completa: arrancando de la conmovedora fraternidad de los catecúmenos, de la

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precisión de reformar los jornales, llegaba a la idea política de suprimirlos. Desde el día de

la reunión en casa de la viuda Désir, su colectivismo, todavía humanitario y sin fórmula, se

había acentuado con un difícil programa, del cual discutía científicamente cada uno de los

artículos. En primer lugar, aseguraba que la libertad sólo podía ser obtenida por la

destrucción del Estado. Luego, cuando el pueblo se apoderase del gobierno, empezarían

las reformas: vuelta a la primitiva comunidad, sustitución por la familia igualitaria y libre de

la familia moral y opresiva, absoluta igualdad civil, política y económica, garantía por la

independencia individual, gracias a la posesión y al producto íntegro de los útiles de

trabajo; y, finalmente, enseñanza profesional y gratuíta pagada por la colectividad. Aquello

constituía una reforma completa y definitiva de la sociedad liberándola de su antigua

pobredumbre; combatía el matrimonio y el derecho de testar; reglamentaba la fortuna de

cada cual; derrumbaba el monumento de los siglos pasados, siempre hablando con la

misma entonación, con el mismo gesto, con el ademán propio del segador que siega las

mieses maduras; y luego, con la otra mano, reconstruía, edificaba la humanidad del

porvenir, edificio de verdad y de justicia, que se agrandaría en los albores del siglo XX. En

aquel esfuerzo del cerebro vacilaba la razón y no quedaba en él sino la idea fija del

sectario. Los escrúpulos de su sensibilidad y de su buen sentido desaparecían, y

consideraba facilísima la realización de sus ideales; todo lo tenía previsto, y hablaba de

ello como de una máquina que podría morirse en dos horas.

-¡Esta es la nuestra! -gritó con un acento de entusiasmo final-. ¡Ha llegado el

momento de que tengamos en nuestras manos el poder y la riqueza!

La muchedumbre lanzaba frenéticos gritos de entusiasmo, que resonaron mucho más

allá de los confines del bosque de Vandame. La luna alumbraba ya toda la planicie, y

permitía ver el mar inmenso de cabezas que, arrancando del tronco donde se había

subido Esteban, se extendía agitado hasta el lindero del bosque con la carretera. Y allí, al

aire libre, bajo la influencia de aquel frío glacial, un pueblo entero, hombres, mujeres y

chiquillos con las ' bocas abiertas, los ojos fosforescentes y el ademán airado, reclamaban

con frenesí el bienestar y la fortuna que les correspondían. Ya nadie sentía frío: las

ardientes palabras del minero les abrasaban las entrañas. Una exaltación

verdaderamente religiosa les elevaba de la tierra; era la fiebre de esperanza que agitó a

los primeros cristianos de la Iglesia, cuando aguardaban el próximo advenimiento de la

justicia. Muchas frases oscuras habían escapado a su comprensión, porque no entendían

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los razonamientos técnicos, ni abstractos; pero esa misma oscuridad, ese mismo

tecnicismo, ensanchaban el campo de las promesas y agrandaban las esperanzas. ¡Qué

sueño! ¡Ser los amos, dejar de sufrir, disfrutar al cabo como los privilegiados de la fortuna!

-¡Eso es, vive Dios! ¡Llegó nuestro turno! ¡Mueran los explotadores!

Las mujeres, sobre todo, estaban muy exaltadas; la de Maheu abandonaba su calma

habitual, acometida del vértigo del hambre; la de Levaque bramaba de furor; la vieja

Quemada, fuera de sí, agitaba sus brazos sarmentosos; Filomena era presa de un golpe

de tos, y la Mouquette, entusiasmada, echaba a voz en cuello expresivos piropos al

orador, que era para ella un ídolo. Entre los hombres, Maheu, conquistado al cabo,

lanzaba alaridos de furor, colocado entre Pierron, que se había echado a temblar, y

Levaque, que hablaba sin detenerse; entre tanto, los aficionados a reírse de todo,

Zacarías, el hijo de Mouque y sus compañeros, trataban aún de bromear; pero, a su

pesar, se sentían poseídos de los sentimientos dominantes en la generalidad, bien que

confesando solamente su asombro de que Esteban pudiese hablar tanto sin echar un

trago. Pero nadie armaba tanto estrépito como Juan, el cual excitaba a Braulio y a Lidia y

agitaba nerviosamente la cesta donde yacía Polonia.

Las aclamaciones no cesaban; Esteban gozó largo rato la embriaguez de su

popularidad. Aquél era su poder, que tenía como materializado dentro de aquellos tres mil

pechos, cuyos corazones hacía latir a su antojo con una sola palabra. Souvarine, que

continuaba a su lado, había aplaudido sus propias ideas a medida que las iba

reconociendo, satisfecho de los progresos anárquicos de su amigo, y bastante de acuerdo

con su programa, salvo el artículo sobre enseñanza obligatoria, que consideraba un resto

de estúpido sentimentalismo, porque la santa y saludable ignorancia era el baño en que

debía acabar de purificarse la humanidad. Rasseneur, por su parte, encolerizado y

desdeñoso, se encogía de hombros.

-¿Me dejarás al fin hablar? -gritó a Esteban. Éste bajó del árbol.

-Habla; veremos si te escuchan.

Ya Rasseneur, que había ocupado el mismo puesto, reclamaba el silencio con un

gesto enérgico. El ruido no cesaba; su nombre corría de boca en boca, desde la de los

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que, hallándose más próximos, le habían reconocido, hasta las últimas filas de mineros

congregados en el bosque; y nadie quería escucharle: era un ídolo caído en desgracia,

cuyos antiguos adoradores no querían ni verle. Su elocuencia y su fácil palabra se

calificaban ahora de insulsas y propias para acabar de desanimar a los cobardes. En vano

habló un momento entre aquella gritería infernal; quiso pronunciar el discurso conciliador

que había pensado; hablar de la imposibilidad de alterar la faz del mundo con unas

cuantas leyes; de la necesidad absoluta de dejar a la evolución social que realizase

lentamente su tarea: burláronse de él, le silbaron, y su derrota pasada aumentó en aquel

momento, y se hizo irremediable. Acabaron por tirarle puñados de tierra, y una mujer gritó:

-¡Abajo ese traidor!

El tabernero explicaba que la mina no podía ser del minero, como sucedía en otros

oficios y que era mucho mejor ver la manera de tener participación en sus beneficios, y de

que el obrero se convirtiese en niño mimado de la casa dentro de las minas.

-¡Abajo ese traidor! -repitieron varias voces, mientras algunos empezaban a tirarle

piedras.

Entonces cambió de color, y lágrimas de desesperación acudieron a sus ojos. Aquello

era la ruina, el desmoronamiento de veinte años de glorioso compañerismo, que se

hundía a impulsos de la ingratitud popular. Bajó del tronco de árbol con el corazón

dolorido, y sin ánimo para seguir hablando.

Bueno: -¿Te ríes, eh? -murmuró dirigiéndose a Esteban- triunfador, no deseo sino

que llegue a sucederte lo mismo.

Y como para eximirse de todo género de responsabilidades en los desastres que

consideraba inminentes, se alejó de allí solo, por el desierto camino que conducía a la

Voreux.

Continuaron las aclamaciones y el auditorio quedó sorprendido al ver en pie sobre el

tronco del árbol al tío Buenamuerte, que se preparaba a hablar en medio del tumulto.

Hasta entonces él y su amigo Mouque habían permanecido absortos, y, como siempre,

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profundamente pensativos, rememorando cosas antiguas. Sin duda acababa de sentirse

acometido de una de esas crisis que alguna que otra vez removían en él de tal modo sus

recuerdos que el pasado se desbordaba por su boca durante horas y horas.

En un momento reinó un profundo silencio; todos querían oír a aquel anciano, que, a

la pálida luz de la luna, parecía un espectro, y como empezó a decir cosas y contar

historias que no tenían relación inmediata con el debate, la curiosidad y el interés

crecieron considerablemente. Hablaba de su juventud, contaba la muerte de dos tíos

suyos, aplastados por desprendimientos ocurridos en la Voreux, y luego de la enfermedad

del pecho que mató a su mujer. Pero todo eso no le había hecho abandonar su idea de

que las cosas no iban bien, y tenía la franqueza de decirlo. Empezó a explicar que una

vez se reunieron en aquel mismo sitio quinientos obreros, porque el Rey no quería

disminuir las horas de trabajo; pero se detuvo, y comenzó a hablar de otra huelga: ¡había

visto tantas! Todas se declaraban allí mismo, a la sombra de aquellos árboles: unas veces

hacía frío, otras calor. En una ocasión llovió tanto, que fue necesario retirarse sin poder

hablar. Y luego llegaban los soldados del Rey, y la cosa acababa a tiro limpio.

-Y, sin embargo, levantábamos la mano así y jurábamos no volver más a la mina...

¡Ah! Yo lo he jurado; sí, lo he jurado muchas veces.

La muchedumbre escuchaba con gran interés, poseída de un marcado malestar,

cuando Esteban, que seguía atento los incidentes de aquella escena, subió al tronco de

árbol y se colocó junto al anciano. Ansiaba de ver entre los de primera fila a Chaval. La

idea de que Catalina debía estar allí, le había hecho estremecerse y sentir la necesidad

imperiosa de hacerse aplaudir frenéticamente delante de ella.

-Compañeros, ya lo habéis oído; aquí tenéis a uno de nuestros camaradas más

antiguos; mirad lo que ha sufrido y lo que sufrirán nuestros hijos, si no acabamos de una

vez con los ladrones y con los verdugos del pueblo.

Fue terrible; jamás había hablado con tal violencia, con tal ensañamiento. Con un

brazo sujetaba al viejo Buenamuerte, agitándolo como si fuese una bandera de miseria y

de duelo cuya vista sola hiciera clamar venganza. Con frase rápida y enérgica se remontó

hasta el primero de los Maheu; hizo la pintura de toda la familia gastada en la mina,

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explotada por la Compañía, y más muerta de hambre ahora, después de cien años de

trabajo, que el primer día; y para formar el contraste, describía las familias de los

consejeros de Administración, de los accionistas cubiertos de dinero, como si uno hubiese

nacido para mantener a tales haraganes, como se puede mantener a una querida,

rompiéndose el alma para que ella no haga nada. ¿No era horrible ver a todo un pueblo

que, de generación en generación, perdía la vida y la salud en el fondo de una mina, para

sobornar a los ministros, y para que otras familias, de generación en generación,

disfrutasen de todas las delicias de la buena vida? Había estudiado las enfermedades del

minero y las explicaba una a una con pormenores verdaderamente terribles: la anemia,

las escrófulas, la bronquitis crónica, el asma que ahoga, los reumatismos que paralizan.

Aquellas míseras criaturas se veían echadas a las máquinas como si fueran

combustible, encerradas como animales en sus establos en los barrios que la Compañía

edificaba para ellas, y los propietarios las iban absorbiendo poco a poco, reglamentando

la esclavitud, y todo hacía temer que pronto, si no atajaban el mal, se apoderarían de

todos los trabajadores de las minas, de millones de brazos, para que hiciesen la fortuna

de unos cuantos miles de haraganes despreciables. Pero afortunadamente el minero no

era ya aquel ignorante de otras épocas, aquel bruto enterrado en las entrañas de la tierra,

sino que todos los mineros formaban un poderoso ejército brotado de las profundidades

de la mina, capaz de conquistar sus derechos.

Entonces se vería si, después de cuarenta años de servicios incesantes, se atrevían

a ofrecer una pensión de ciento cincuenta francos a un pobre sexagenario, que escupía

carbón y tenía las piernas hinchadas a causa de la humedad absorbida en la mina. ¡Sí! El

trabajo pediría cuentas al capital, a ese dios impersonal, desconocido del obrero,

acurrucado en alguna parte, en el misterio de su tabernáculo, desde el cual chupaba la

sangre de los hambrientos que le hacían rico. ¡Se iría a buscarlo donde estuviese, se le

vería a la roja llamarada de los incendios, y se ahogaría en ,sangre a aquel reptil

inmundo, a aquel ídolo monstruoso, ahíto de carne humana!

Esteban calló, pero con el brazo extendido hacia el vacío seguía señalando a aquel

enemigo invisible. Esta vez las aclamaciones de la muchedumbre fueron tan frenéticas,

que los burgueses de Montsou las oyeron y miraron hacia Vandame llenos de inquietud,

creyendo en un terremoto o en una tempestad terrible que se acercaba rápidamente. Las

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aves nocturnas, asustadas, abandonaron el bosque revoloteando, sin saber dónde

ponerse.

Esteban quiso concluir en aquel momento.

-Compañeros, ¿cuál es vuestra resolución?... ¿Votáis por la continuación de la

huelga?

-¡Sí, sí! -bramaron tres mil voces.

-¿Qué determinaciones tomáis?... Nuestra derrota es segura si hay traidores que

vayan mañana a trabajar.

Las voces repitieron con su resoplido de tempestad: -¡Muerte a los traidores!

-Eso es que decidís recordarles su deber y su juramento... Pues oíd lo que podemos

hacer: presentarnos en las minas, hacer comparecer a los traidores y demostrar a la

Compañía que estamos todos de acuerdo y decididos a morir antes que a entregarnos.

-¡Eso es! ¡A las minas! ¡A las minas!

Desde que comenzara su discurso, Esteban buscaba con la vista a Catalina.

Decididamente no estaba allí. Pero veía a Chaval, que hacía alarde de reírse de él,

encogiéndose de hombros, devorado por la envidia, dispuesto a vender su alma al

demonio por un poco de aquella popularidad

-Y si hay espías entre nosotros, compañeros -continuó Esteban-, ¡que anden con

cuidado, porque los conocemos!... Sí, veo por ahí mineros de Vandame que no han

dejado de trabajar.

-¿Lo dices por mí? -pregunto Chaval con tono altanero.

-Por ti o por otro... Pero puesto que te das por aludido, te diré que deberías

comprender que los que comen, no tienen nada que hacer aquí entre los que se mueren

de hambre. Tú estás trabajando en Juan-Bart...

Una voz chillona le interrumpió:

-¿Que trabaja?... Tiene una mujer que trabaja por él.

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Chaval, furioso exclamó:

-¡Maldita sea ... ! ¿Está acaso prohibido trabajar?

-Sí, -gritó Esteban-; está prohibido, cuando los compañeros sufren la miseria y el

hambre por el bien general: es un egoísta y un canalla el que en tales circunstancias se

pone del lado de los propietarios. Si la huelga hubiera sido general, hace mucho tiempo

que seríamos los amos... ¿Acaso en Vandame ha debido bajar ni un solo hombre a las

minas cuando los de Montsou están parados? El golpe de gracia sería que el trabajo se

interrumpiera en toda la comarca, lo mismo en las minas del señor Deneulin que aquí...

¿Lo oyes? En Juan-Bart no hay más que traidores... Todos lo s de allí sois unos traidores.

Alrededor de Chaval la multitud empezaba a adoptar actitudes amenazadoras;

algunos puños se levantaban, y varias voces se oían gritando: "¡Muera! ¡Muera!" Chaval,

lleno de terror, estaba desnudado. Pero, en su afán de vencer a Esteban, se le ocurrió

una idea, y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

-¡Oídme! ¡Id mañana a Juan-Bart, y veréis si trabajo!... Somos de los vuestros, y he

venido aquí para decíroslo. Es menester apagar las máquinas, que los maquinistas se

declaren en huelga. Si las bombas se detienen, ¡mejor! ¡El agua inundará las minas, y

todo se irá al demonio!

A su vez recibió frenéticos aplausos, comparables con los que había oído Esteban.

Unos oradores se fueron sucediendo a otros sobre el tronco de árbol, gesticulando en

medio del tumulto, y formulando proposiciones salvajes. Era la locura de la fe, la

impaciencia de una secta religiosa, que, cansada de esperar el prometido milagro se

decidiera a provocarlo. Todas aquellas cabezas, calenturientas por efecto del hambre, lo

veían todo de color rojo, y soñaban sangre y exterminio en medio de una gloria de

apoteosis, de donde salía la felicidad universal. Y la luna tranquila bañaba de luz aquella

horda de salvajes, y el espeso y silencioso bosque parecía repetir aquellos gritos de

venganza.

Hubo grandes empujones; la mujer de Maheu se halló sin saber cómo al lado de su

marido, y uno y otro, olvidando su buen sentido de siempre, trabajados por las terribles

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privaciones que venían sufriendo hacía meses, aprobaban con entusiasmo las palabras

de Levaque, que a voz en grito pedía la cabeza de los ingenieros. Pierron había

desaparecido Buenamuerte y Mouque hablaban a la vez diciendo con ademán violento

cosas que nadie oía. En broma, Zacarías pidió la demolición de las iglesias, mientras el

hijo de Mouque, que llevaba todavía en la mano el palo de jugar a la toña, golpeaba el

suelo con él para armar más ruido. Las mujeres estaban furiosas, especialmente la de

Levaque, que con los brazos en jarras reñía con su hija Filomena, a quien acusaba de

estarse riendo de aquellas cosas tan serias; la Mouquette hablaba de correr a los

gendarmes a puntapiés en la parte posterior, mientras la Quemada, que había dado una

paliza a Lidia porque la encontró sin su cesta, seguía dando puñetazos al aire, dirigidos,

según decía, contra todos los propietarios, a quienes le gustaría tener entre sus uñas. Por

un momento, Juan se había quedado turbado, pues Braulio acababa de saber que un

aprendiz había dicho a la señora Rasseneur que ellos eran los que robaron la coneja

Polonia; pero cuando se tranquilizó pensando que soltaría la coneja a la puerta de la

taberna, empezó a gritar más que antes, y abrió la navaja nueva que tenía, haciendo

brillar la hoja a la luz de la luna. La salvaje gritería continuaba incesantemente, mientras

Souvarine, impasible, sonreía con calma en medio de aquel tumulto.

-¡Compañeros! ¡Compañeros! -repetía Esteban, ronco ya de gritar tanto, a fin de

conseguir un poco de silencio para que pudieran entenderse.

Por fin le escucharon.

-¡Compañeros!, mañana por la mañana, a Juan-Bart, ¿está convenido?

-¡Sí, sí, a Juan-Bart! ¡Mueran los traidores!

El huracán de aquellas tres mil voces rebasaba el bosque y llegaba hasta el pueblo

de Montsou, llenando de espanto a sus pacíficos habitantes.

V PARTE

I

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A las cuatro se puso la luna, y quedó la madrugada muy oscura. Todos dormían aún

en casa de los señores Deneulin; el antiguo caserón de ladrillos permanecía silencioso y

sombrío, las puertas y ventanas estaban cerradas, y desierto el mal cuidado jardinillo que

separaba la casa de la plataforma de Juan-Bart. Por el otro lado pasaba el camino de

Vandame, un pueblecillo oculto detrás del bosque, a unos tres kilómetros de distancia.

Deneulin, cansado de haber pasado un gran rato el día antes en el fondo de la mina,

roncaba como un bendito, con la nariz entre las sábanas, cuando soñó que le llamaban.

Acabó por despertar; oyó realmente una voz que le nombraba, y corrió a abrir la ventana.

Era uno de sus capataces que estaba en el jardín, al pie de la ventana de su alcoba.

-¿Qué hay? -preguntó.

-Señor, una sublevación; la mitad de la gente no quiere bajar al trabajo, y han ido a

impedir que trabajen los demás.

Sin duda comprendía mal, porque no estaba bien despierto.

-¡Pues obligadles a que trabajen! -murmuró.

-Ya hace una hora que están con eso -replicó el capataz-. Por eso se nos ha ocurrido

venir a buscarle. Solamente usted logrará, acaso, que obedezcan.

-Bueno; allá voy.

Se vistió en un dos por tres, lleno de inquietud. Aunque se hundiera el mundo ni el

criado ni la cocinera se despertaban; pero arriba, en el piso principal, oyó voces que

cuchicheaban; y, al salir, vio abrir la puerta de la escalera y aparecer a sus dos hijas, que

se habían echado rápidamente encima un peinador.

-Papá, ¿qué es eso? -dijeron.

La mayor, Lucía, tenía veintidós años; era alta, morena, muy guapa; mientras Juana,

la menor, que tendría apenas diecinueve, era bajita, rubia y muy graciosa.

-Nada grave -respondió él para tranquilizarlas-. Parece que han armado un escándalo

en la mina, y voy a ver.

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Pero ellas protestaron, porque no querían que se fuese sin tomar algo; si no, volvería

enfermo, y se quejaría del estómago como de costumbre. El padre se excusaba diciendo

que tenía mucha prisa.

-Escucha -dijo Juana, colgándose a su cuello- toma siquiera una copita de ron y dos

galletas; si no, no me suelto de tu cuello, y tendrás que llevarme contigo.

Deneulin tuvo que resignarse, si bien diciendo que le sentarían mal las galletas. Ya

bajaba cada una de ellas con un candelero en la mano. Abajo, en el comedor, se

desvivieron por servirle cariñosamente, una dándole el ron en la copa, la otra corriendo a

la despensa en busca de una caja de galletas. Como habían perdido a su madre siendo

muy jóvenes, se habían educado a sí mismas, bastante mal, muy mimadas por su padre:

la mayor, soñando siempre con cantar en el teatro, y su hermana loca por la pintura y con

unos aires de artista que la singularizaban. Pero cuando hubo que hacer economías en la

casa, a consecuencia de grandes pérdidas de fortuna, había surgido en aquellas

muchachas de aspecto extravagante, un verdadero instinto de mujeres de su casa, muy

arregladas, y cuyo cuidado extremo descubría hasta las sisas de algunos céntimos

cuando tomaban la cuenta de la cocinera. En la actualidad, con su aire de artistas un

tanto hombruno, eran las dueñas del dinero, escatimaban todos los gastos superfluos,

reñían con el tendero y el carbonero, remendaban hábilmente la ropa, a fuerza de

esmero, ocultaban los apuros pecuniarios que pasaba la familia.

-Come, papá -repitió Lucía.

Luego, observando la preocupación que el señor Deneulin no lograba disimular,

participó ella también de la misma, y se sintió sumamente inquieta.

-La cosa debe de ser grave, cuando pones esa cara y no quieres decirme nada...

Pues, mira, nos quedamos en casa, y que se pasen sin nosotras en el almuerzo.

Hablaba de los proyectos forjados para aquella mañana. La señora de Hennebeau

debía ir a buscarlas en coche, después de recoger a Cecilia Grégoire en su casa, para ir

todas juntas a Marchiennes, con objeto de almorzar en una fábrica, invitadas por la

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señora del director de la misma. El objeto era visitar detenidamente unas máquinas

nuevas que acababan de ser instaladas.

-¡Pues claro está que no iremos! -declaró Juana a su vez.

Pero su padre se enfadó.

-¡Vaya una tontería! -dijo-. Os repito que esto no es nada... Hacedme el favor de

volver a la cama, y vestíos a eso de las nueve, según quedó convenido.

Les dio un beso a cada una y se apresuró a salir.

Juana tapó cuidadosamente la botella del ron, mientras su hermana iba a guardar

bajo llave la caja de las galletas. La habitación estaba muy limpia, pero con esa limpieza

fría peculiar a los comedores cuya mesa no es muy suculenta. Las dos muchachas

aprovecharon el madrugón para pasar revista a todo y ver si habían dejado los criados

cada cosa en su sitio; hallaron una servilleta tirada en un rincón, y decidieron echar una

filípica al criado. Luego volvieron a subir a sus habitaciones.

Deneulin, por el camino, iba pensando en su fortuna, comprometida de mala manera

en aquella acción de Montsou que había vendido: en aquel millón realizado poco tiempo

antes, y que ahora se hallaba en gravísimo peligro. Era una serie no interrumpida de

desgracias, de reparaciones enormes, e imprevistas condiciones ruinosas de la

explotación; luego aquella crisis industrial, precisamente en el momento de empezar a

cobrar beneficios. Si la huelga se declaraba entre sus mineros estaba perdido. Empujó la

puertecilla del jardín; los edificios de la mina se adivinaban en la oscuridad, gracias a unos

cuantos faroles.

Juan-Bart no tenía la importancia de la Voreux; pero como la instalación era nueva, el

aspecto de la mina era muy bonito, según la frase de los ingenieros. No sólo habían

ensanchado en más de un metro la boca del pozo, dándole hasta setecientos ocho metros

de profundidad, sino que habían montado máquinas nuevas, ascensores nuevos, todo el

material con arreglo a los últimos adelantos de la ciencia; y hasta en los pormenores más

pequeños se notaba cierta elegancia, cierta coquetería; un taller de cerner con alumbrado

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nuevo, un ventilador adornado con un reloj, un cuarto de máquinas donde todo brillaba

perfectamente limpio y bien cuidado, y hasta la chimenea era elegante, y hecha de

mosaico con ladrillos negros y encarnados. La bomba de desagüe se hallaba colocada en

el otro pozo de la concesión, en la antigua mina Gastón María, reservada únicamente

para ese uso. En Juan-Bart, a la derecha e izquierda del pozo de extracción, se veían

otros dos pozos pequeños, uno para un ventilador de vapor y otro para las escalas.

Aquella mañana a las cuatro llegó Chaval el primero para hablar con los compañeros

y convencerles de que era necesario imitar a los de Montsou, y pedir un aumento de cinco

céntimos en cada carretilla. Pronto los cuatrocientos obreros del fondo salieron de la

barraca para entrar en la sala del pozo de bajada en medio de un tumulto extraordinario.

Los que querían bajar tenían la linterna en la mano, estaban descalzos y con las

herramientas debajo del brazo; mientras los otros, todavía con los zuecos puestos, sin

quitarse los capotes, porque hacía mucho frío, interceptaban la boca del pozo; y los

capataces se habían quedado roncos, voceando que no debía nadie oponerse a que

trabajaran los que tuviesen voluntad de ello.

Pero Chaval se enfureció al ver a Catalina vestida de hombre y dispuesta a bajar.

Aquella mañana le había ordenado que no saliera de casa. La muchacha, sin embargo,

desesperada al pensar que podía quedarse sin trabajo, le siguió, porque su amante no le

daba jamás dinero, y a menudo tenía ella que pagar sus cosas y las de él; ¿qué les

sucedería si dejaba de ganar? Tenía miedo, mucho miedo, a cierta casa pública de

Marchiennes, donde acababan las mineras jóvenes que se encontraban sin hogar y sin

partido.

-¡Maldita sea ... ! -gritó Chaval-. ¿Qué vienes tú a hacer aquí?

A lo cual contestó ella, que, como no tenía rentas, necesitaba trabajar. -¡Con que te

pones contra mí, bribona!.. Vuelve corriendo a casa, o te hago yo ir a puntapiés.

Catalina, asustada, retrocedió; pero no se marchó, resuelta a estar allí hasta ver en

qué quedaba la cosa.

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En aquel momento se presentó Deneulin. A pesar de la escasa claridad de los

faroles, abarcó con una sola mirada el cuadro que se presentaba a su vista, cuyos

pormenores le eran conocidos, porque se sabía de memoria la cara de cada uno de sus

obreros. El trabajo estaba detenido: la máquina, que había hecho ya vapor, silbaba de vez

en cuando para desahogar; los ascensores colgaban inmóviles de los cables; las

carretillas, abandonadas, se veían detenidas sobre los rieles. No habían tomado más que

unas ochenta linternas; las demás lucían aún en lampistería. Pero una sola palabra suya

bastaría para evitar el conflicto, y la vida normal del trabajo se restablecería enseguida.

-¡Hola! ¿Qué es eso, hijos míos? -preguntó en alta voz-. ¿Qué quejas tenéis?

Explicádmelas, y seguro que nos entenderemos enseguida.

Ordinariamente se mostraba muy paternal con sus obreros, aunque muy exigente

también. Con ademán autoritario y bruscos modales trataba primero de conquistarlos con

buenas palabras; y a menudo se hacía querer, aunque lo que los obreros respetaban en

él era al hombre valeroso, que compartía con ellos las rudas fatigas de las minas, y que

era siempre el primero cuando ocurría algún accidente peligroso. Dos o tres veces,

después de explosiones de grisú, se había hecho bajar al fondo de la mina, atado a unas

cuerdas, cuando los más animosos se hacían atrás.

-Vamos -replicó-; supongo que no iréis a dejarme mal después de haber respondido

de vosotros.

Ya sabéis que me he negado a que vinieran aquí los gendarmes... Hablad, que ya os

escucho.

Todos callaban, turbados delante de él, y separándose de allí; al fin, Chaval tomó la

palabra, y dijo:

-Señor Deneulin, la verdad es que no podemos continuar trabajando si no se nos dan

cinco céntimos más por cada carretilla.

El dueño de la mina pareció muy sorprendido.

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-¡Cómo! ¡Cinco céntimos! ¿Y a qué viene esa exigencia? Yo no me quejo ni de

vuestra manera de apuntalar, ni trato de imponeros una nueva tarifa, como hace con sus

obreros la compañía de Montsou.

-Es verdad; pero, así y todo, los compañeros de Montsou tienen razón. Rechazan la

tarifa y exigen un aumento de cinco céntimos porque es imposible trabajar con los

jornales actuales... Queremos cinco céntimos más; ¿no es verdad, compañeros?

Algunas voces asintieron a lo que decía Chaval, y el tumulto empezó de nuevo. Poco

a poco todos los obreros se iban acercando y formando estrecho círculo.

En los ojos del señor Deneulin brilló un relámpago de ira, y tuvo que hacer un

esfuerzo para no parecer el hombre aficionado a los procedimientos de fuerza, cogiendo a

uno por el pescuezo, y ahogándolo. Prefirió discutir y hablar tranquilamente.

-Queréis cinco céntimos más, y concedo que vuestro trabajo los merece; pero yo no

puedo dároslo. Si os lo diera, me arruinaría sencillamente... Comprended que es

necesario que yo viva para que viváis vosotros. Y estoy tan apurado, que el menor

aumento me desnivelaría... Acordaos de hace dos años, cuando la última huelga. Accedí

a lo que me pedisteis, porque todavía me era posible hacerlo. Pero aquel aumento de

jornal fue desastroso para mí, y desde entonces no me he recuperado... Hoy preferiría

dejar que todo esto se fuese al demonio, a verme el mes que viene en el caso de no tener

dinero para pagaros.

Chaval sonreía maliciosamente enfrente de aquel propietario que con tanta franqueza

les contaba sus apuros. Los otros bajaban la cabeza con ademán incrédulo, no pudiendo

comprender que el propietario de una mina no ganara millones y millones a costa de los

obreros.

Entonces Deneulin insistió, explicando su lucha contra la Compañía de Montsou, la

cual andaba deseando siempre el momento de su ruina. Le hacía una competencia

tremenda, que le obligaba a ser económico, tanto más, cuanto que la profundidad de

Juan-Bart aumentaba los gastos de extracción, condición tan desfavorable, que apenas

se veía compensada con la ventaja de que la capa de carbón tenía más espesor allí que

en Montsou. Jamás habría aumentado los jornales a consecuencia de la última huelga, si

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no se hubiera visto obligado a imitar a sus adversarios, temiendo que sus obreros le

abandonasen. Es verdad que éstos habrían perdido tanto como él sometiéndose al yugo

de la Compañía de Montsou, después de obligarle a vender la mina. Él no era un dios

desconocido, encerrado en el lejano y misterioso tabernáculo; no era uno de esos

accionistas que dan sueldos a un director-gerente para que atormente al obrero y le

saque el jugo; era un propietario que, además de su dinero, arriesgaba su inteligencia, su

salud, su vida entera. La huelga iba a ser la muerte, ni más ni menos. No tenía nada

almacenado, y por fuerza debía servir los pedidos que se le hacían. Por otra parte, el

capital que representaba el material no podía permanecer inactivo sin irse al diablo.

¿Cómo había de cumplir sus compromisos? ¿Quién pagaría los intereses de los capitales

que le habían confiado sus amigos? Tendría que declararse en quiebra.

-¡Ya veis si os hablo con franqueza, amigos míos! -dijo para terminar-. Quisiera

convenceros... No se puede pedir a un hombre que se ahorque a sí mismo, ¿no es

verdad? Y ya os dé los cinco céntimos de aumento que pedís, ya os deje que os declaréis

en huelga, para mí es lo mismo que si me cortaran el pescuezo.

Calló. Una parte de los obreros parecía titubear; algunos se acercaron a la boca del

pozo, como si se dispusiesen a bajar.

-Por lo menos -dijo un capataz-, que cada cual sea libre de hacer lo que quiera...

¿Quiénes son los que desean trabajar?

Catalina fue una de las primeras que se adelantaron. Pero Chaval, furioso, la rechazó

brutalmente, exclamando:

-¡Todos estamos de acuerdo; sólo los traidores y los cobardes son capaces de

abandonar a sus compañeros!

Desde aquel momento la conciliación pareció imposible. Empezó de nuevo la gritería,

y hubo empujones para alejar del pozo a los que se habían acercado al ascensor, a riesgo

de aplastarlos contra la pared. Por un momento, el director, desesperado, tuvo el

propósito de luchar solo, a puñetazos, con toda aquella gente; pero hubiera sido una

locura inútil, y tuvo que retirarse. Entró en la oficina de recepción, y se sentó en una silla,

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tan desesperado ante su impotencia que no se le ocurría ninguna idea. Por fin se calmó, y

dijo a un vigilante que llamase a Chaval. Después, cuando éste consintió en celebrar la

entrevista, alejó a todo el mundo con un gesto.

-Dejadnos solos -dijo.

Deneulin se proponía romper la crisma a aquel mocetón. Desde el primer momento

había comprendido que estaba lleno de vanidosa envidia. Pero antes de emplear medios

violentos recurrió a la adulación, afectando sorprenderse al ver que un obrero tan bueno

como él comprometiese de aquel modo su porvenir. Le dijo que hacía tiempo había

pensado en él para el ascenso, y acabó por ofrecerle la primera plaza de capataz

vacante. Chaval le escuchó en silencio; primero con los puños apretados, después mucho

más tranquilo. Su cabeza cavilaba intensamente; si insistía en la huelga, jamás pasaría de

ser el lugarteniente de Esteban, mientras que ahora concebía una nueva ambición: la de

figurar entre los jefes. El orgullo se le subía a la cabeza y le embriagaba. Por otra parte, la

partida de huelguistas de Montsou, que debía haber llegado por la mañana, no iría a

Juan-Bart, porque sin duda le había sucedido algo cuando ya no estaba allí. Acaso habría

tropezado con los gendarmes: la verdad era que había llegado la hora de someterse. Esto

no obstante, seguía diciendo que no con la cabeza; se las echaba de carácter

incorruptible, dándose puñetazos en el pecho. Al fin, sin hablar a Deneulin de la cita que

había dado a los de Montsou para aquella mañana, le prometió tratar de calmar a sus

compañeros y convencerlos que bajasen. Deneulin continuó escondido, y los capataces

también se quitaron de en medio. Durante una hora estuvieron oyendo a Chaval, que

peroraba y discutía desde lo alto de una vagoneta. Un grupo numeroso de obreros le

vitoreaba, mientras unos ciento quince o ciento veinte, indignados, se alejaron de allí,

decididos a mantener la resolución que les hiciera adoptar antes. Eran ya más de las

siete; estaba amaneciendo, cuando de pronto empezaron los trabajos normales de la

mina, comenzando por la máquina, que puso en movimiento los cables del ascensor.

Luego, entre el estruendo de las voces de mando y de las señales para maniobra,

empezó la bajada de los mineros; y los ascensores, subiendo y bajando sin cesar, dieron

al pozo su acostumbrada ración de hombres, mujeres y chiquillos, mientras arriba, en la

plataforma, arrastraban las vagonetas hasta el taller de cerner, con gran estrépito.

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-¡Maldita sea...! ¿Qué demonios haces ahí? -exclamó Chaval, viendo a Catalina, que

esperaba su turno para bajar-. ¡Anda pronto, y no te hagas la remolona!

A las nueve, cuando la señora de Hennebeau llegó a casa de Deneulin en carruaje

con Cecilia, encontró a Juana y Lucía ya dispuestas y muy elegantes, a pesar de que sus

vestidos habían sido reformados veinte veces. Pero Déneulin se sorprendió al ver que

Négrel, a caballo, acompañaba el coche. ¿Cómo era aquello? ¿Iban hombres también?

Entonces, la señora Hennebeau explicó, con su afectuoso aire maternal, que la habían

asustado, diciéndole que los caminos estaban llenos de gente de mal aspecto, y que

había querido que llevasen un defensor. Négrel sonriendo, procuraba tranquilizarlas; no

había nada grave; amenazas y bravatas como siempre, pero nadie se atrevería siquiera a

tirar una piedra al coche.

Deneulin, todavía gozoso con su triunfo, relató la reprimida sublevación de Juan-Bart,

añadiendo que ya estaba completamente tranquilo. Y mientras las señoritas Deneulin

tomaban el coche en la carretera de Vandame, todos estaban muy tranquilos pensando

en lo que iban a divertirse aquel día, sin adivinar que allá a lo lejos, en el campo, se

reunía el pueblo de mineros galopando en ademán hostil hacia Juan-Bart, lo cual hubieran

podido oír pegando el oído al suelo, como hacen las escuchas.

-Conque quedamos -dijo la señora de Hennebeau- en que iréis a recoger a las niñas

esta tarde a casa, y que comeréis con nosotros... La señora de Grégoire me ha prometido

también ir a buscar a Cecilia.

-Contad conmigo -exclamó Deneulin.

El carruaje partió en dirección a Vandame. Juana y Lucía se asomaron a la ventanilla

para despedirse con una sonrisa de su padre, que había quedado en medio de la

carretera, diciéndoles adiós con la mano. Négrel, al trote de su caballo, se colocó a la

portezuela del coche.

Atravesaron el bosque, y fueron a tomar el camino de Vandame a Marchiennes.

Cuando pasaban cerca de Tartaret, Juana preguntó a la señora de Hennebeau si conocía

la Loma Verde; y ésta confesó que, a pesar de vivir en el pueblo hacía cinco años, no

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había estado nunca por allí. Entonces decidieron dar un rodeo. El Tartaret, que se

extendía bordeando el bosque, era un llano inculto, de una esterilidad volcánica, bajo la

cual hacía ya siglos ardía una mina de carbón de piedra abandonada. Aquello se perdía

en una leyenda que narraban los mineros de la comarca. Decían que el fuego del cielo

había caído sobre aquella nueva Sodoma subterránea, donde los hombres y las mujeres

que trabajaban en la mina se entregaban a toda clase de excesos abominables y que

ninguno de ellos había podido escapar a tan terrible castigo. Las rocas calcinadas, de un

rojo sombrío, se cubrían de manchas verdosas, que parecían de lepra. Algunos valientes

que se atrevían de noche a asomarse a las grietas que se veían en la tierra, juraban

distinguir una llama, que sin duda eran las almas pecadoras consumiéndose en el fuego

de aquel infierno subterráneo,

Lucecillas errantes iban de una parte a otra por el suelo; se veían todas las noches

vapores caldeados que salían de la cocina del diablo. Y, semejante a un milagro de eterna

primavera, en medio de aquel llano maldito, se levantaba la Loma Verde, cubierta siempre

de fresca hierba, y sembrada de trigo y de remolacha, dando hasta tres cosechas al año.

Aquello era una estufa natural, caldeada por el incendio de las capas inferiores. Jamás se

había visto allí nieve, porque al caer se derretía. Aquel enorme llano verde, junto a los

árboles del bosque despojados de toda clase de hojas, no tenía ni siquiera señales de las

heladas de diciembre, que tanto daño hacían en el resto de la comarca.

Pronto rodó el carruaje por la carretera. Négrel se reía de la leyenda y explicaba que

a menudo se declaraban incendios en el fondo de las minas a causa de la fermentación

del polvo carbonífero y que cuando no se pueden dominar al principio, no hay manera de

apagarlos jamás; citaba el caso de una mina de Bélgica que habían inundado, variando el

cauce del río para echar sus aguas por la boca del pozo de bajada. Pronto guardó

silencio, al observar que numerosos grupos de mineros se cruzaban a cada instante con

el carruaje.

Los obreros pasaban silenciosos, mirando de reojo aquel tren que les obligaba a

echarse a un lado del camino. Por momentos iban aumentando, a tal punto, que el

cochero tuvo que poner los caballos al paso para cruzar el puente del río Scarpe. ¿Qué

sucedería para que toda aquella gente recorriera la carretera? Las señoras estaban muy

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asustadas; Négrel empezaba a creer en algún tumulto preparado de antemano, y para

todos fue un verdadero consuelo ver que, al fin, llegaban a Marchiennes sin contratiempo.

II En Juan-Bart, Catalina estaba trabajando hacía ya más de una hora en el arranque

de las vagonetas; y tan fatigada se hallaba, que tuvo que descansar un momento para

enjugarse la cara.

Chaval, que estaba en el fondo de la cantera arrancando carbón con sus

compañeros, se sorprendió al notar que cesaba el ruido de las carretillas. Las linternas

ardían muy mal, y el polvillo del carbón no permitía ver bien.

-¿Qué hay? -gritó.

Cuando ella le contestó que se sentía mal y que iba a reventar si seguía trabajando,

él le contestó brutalmente:

-¡Bestia! Haz lo que nosotros; quítate la camisa.

Se hallaban a setecientos ocho metros de profundidad, al norte, en la primera galería

del filón Deseado, a unos tres kilómetros del pozo de subida. Cuando se hablaba de

aquella región de la mina, los mineros de la comarca se echaban a temblar, y bajaban la

voz, como si hablaran del infierno; y a menudo se contentaban con mover la cabeza como

si prefirieran no ocuparse de aquellas profundidades abrasadoras. A medida que las

galerías, extendiéndose hacia el norte, se aproximaban al Tartaret, penetraban en el

incendio que más arriba calcinaba las rocas. En las canteras, en el punto adonde habían

llegado los trabajos, había una temperatura media de cuarenta y cinco grados. Los

obreros se hallaban allí en plena ciudad maldita, en medio de las llamas, a quienes los

que pasaban por el llano veían asomándose a las grietas, por las cuales salía un fuerte

olor a azufre.

Catalina, que ya se había quitado la blusa, titubeó un momento y luego se despojó

también del pantalón; y con los brazos y las piernas desnudas, con la camisa subida

hasta la cintura y sujeta con una cuerda, empezó de nuevo su trabajo de arrastre.

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-¡La verdad es que así se está mejor! -dijo en voz alta.

Sin saber por qué, tenía miedo. Desde hacía cinco días, que trabajaba en aquel sitio,

pensaba sin cesar en las terroríficas narraciones que había oído siendo niña, y en

aquellas muchachas que estaban ardiendo debajo del Tartaret, en castigo de pecados

que nadie se atrevía a repetir. Indudablemente ya era demasiado crecida para creer en

tales tonterías; pero, así y todo, ¿qué habría hecho si de pronto se le hubiese aparecido

una mujer ardiendo? La sola idea la hacía sudar más.

A cierta distancia, una compañera suya cogía la carretilla que ella llevaba, y la

arrastraba hasta el plano inclinado, donde era recibida con las demás que bajaban de las

galerías superiores, para formar los trenes.

-¡Demonio! Qué cómoda te pones -dijo a Catalina su compañera, que era una viuda

de treinta años-. Yo no puedo hacerlo, Pues los chiquillos del tren me fastidian con sus

bromas.

-¡Bah! Yo me río de eso. Así se está más cómoda.

Y volvió atrás, empujando una vagoneta vacía.

Lo peor era que, en aquella profunda galería, se unía otra causa a la proximidad del

Tartaret para hacer el calor más insoportable. Estaban al lado de una galería de Gastón

María, abandonada a causa de una explosión de grisú que, diez años antes, había

incendiado la veta, la cual seguía ardiendo, y estaba aislada por medio de una pared de

arcilla, para evitar que se extendiese el desastre. Privado de aire, el fuego debía haberse

apagado; pero sin duda corrientes desconocidas lo reavivaban, pues desde hacía diez

años la pared de arcilla estaba caldeada como si fuera la pared de un horno; y de tal

manera, que al pasar por ella no era posible sufrir el calor, ni mucho menos arrimarse al

muro. Precisamente a lo largo de ésta, en una extensión de más de cien metros, se hacía

arrastre, a una temperatura de sesenta grados.

Después de otros dos viajes, Catalina sintió que se ahogaba nuevamente. Por

fortuna, la galería era ancha y espaciosa. En el filón Deseado, uno de los más ricos de la

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mina, la capa de carbón tenía un metro noventa centímetros, y los obreros podían trabajar

de pie. Pero habrían preferido menos comodidad y un poco más de fresco.

-¡Eh! ¿Te duermes? -gritó violentamente Chaval cuando dejó de oír a Catalina-.

¿Quién diablos me mandó a mí cargar con un penco de tu especie? ¡Llena la carretilla, y

trabaja, mala pécora!

La muchacha estaba al pie de la cantera, apoyada en el mango de la pala, y se sentía

acometida de cierto malestar mirándolos a todos, sin obedecer ni contestar palabra. Les

veía mal, a la indecisa luz de las linternas, desnudos completamente como bestias, y tan

negros, tan sudorosos, que su desnudez no la avergonzaba. Era una amalgama, una

visión infernal de la que nadie se hubiera podido dar cuenta. Pero ellos, sin duda, la

distinguían rnejor, porque dejaron de trabajar, y empezaron a gastarle bromas por

haberse quedado en camisa.

-¡Cuidado, que te vas a resfriar!

-¡Buenas piernas tienes! ¡Oye, Chaval, vale por dos! -¡Oh, hay que ver lo demás;

anda, quítate ese trapo!

Entonces Chaval, sin enfadarse por aquellas groserías, la emprendió con ella.

-¡Sí; lo que es para eso, sirve!... ¡Oyendo porquerías, sería capaz de quedarse ahí

hasta mañana!

Catalina, con mucho trabajo, cargó la vagoneta otra vez, y empezó a empujarla. La

galería era demasiado ancha para que pudiera llegar, abriéndose de piernas, de un lado a

otro de la vía; sus pies descalzos se destrozaban contra los rieles buscando un punto de

apoyo, mientras caminaba lentamente, con los brazos extendidos, para hacer fuerza;

pero, cuando llegaba a la pared de arriba que les separaba de la veta incendiada, volvía a

empezar el calor insoportable; el sudor corría a mares por todo su cuerpo, en gotas

enormes, como lluvia de tormenta. Apenas había andado la tercera parte del camino, su

camisa estrecha y negra, como si la hubieran mojado en tinta, se le pegaba a la piel, se le

subía hasta la cintura por el movimiento que hacía con las caderas, y le molestaba tanto

que de nuevo tuvo que detenerse.

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¿Qué le pasaba aquel día? Jamás se había sentido tan mal. Debía ser efecto de lo

enrarecido del aire, porque hasta aquella galería lejana apenas llegaba la ventilación. Se

respiraban allí toda clase de vapores que salían del carbón, con un ruidillo como el que

produce el agua hirviendo, y en tal abundancia a veces, que las linternas apenas

alumbraban; esto sin contar el grisú, en el cual nadie pensaba, a fuerza de respirarlo

continuamente. Ella conocía bien aquel aire malo, aquel aire muerto, como dicen los

mineros, gas de asfixia en las capas inferiores, gas capaz de dejar muertos a trescientos

hombres de un golpe al estallar. Lo había respirado tanto y tanto desde su infancia, que

se sorprendía al ver lo mal que lo soportaba ahora, pues le zumbaban horriblemente los

oídos, y sentía la garganta apretada. Sin duda el calor tenía la culpa de que se sintiese

tan mal.

Tal era su malestar, que experimentó la necesidad de quitarse la camisa. Aquella tela

pegada al cuerpo se había convertido en un verdadero suplicio. Resistió un poco más y

quiso seguir trabajando, pero se vio obligada a ponerse otra vez en pie. Y entonces se lo

quitó todo, hasta la camisa, y con tal furia y tan febrilmente, que se hubiera quitado la piel

de buena gana también. A gatas empezó de nuevo a empujar la carretilla, completamente

desnuda, semejante a una fiera que trabajara a impulsos del látigo cruel del domador.

Pero ni siquiera por haberse puesto desnuda se encontró mejor ni más aliviada. ¿Qué

más podría quitarse? El zumbido de los oídos la trastornaba, y sentía las sienes

comprimidas por una fuerza extraña. Cayó de rodillas. La linterna, que iba clavada en un

montón de mineral, pareció apagarse. Sólamente la idea de subir la mecha sobrenadaba

en aquella confusión de pensamientos que agitaba su cerebro. Dos veces quiso

reconocer el farol, y dos veces lo vio palidecer, como si él tampoco pudiese respirar. De

pronto se apagó. Entonces todo quedó envuelto en tinieblas; y Catalina empezó a sentir

unos martillazos tremendos en la cabeza; su corazón, desfallecido, parecía a punto de

dejar de latir, influido también por el cansancio terrible que entumecía todos sus

miembros. Catalina se había echado hacia atrás, y se sentía agonizar en aquel aire

asfixiante.

-Me parece que sigue holgazaneando -gruñó la voz de Chaval.

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Se puso a escuchar desde lo alto de la cantera, y, no oyendo el ruido de arrastre,

gritó:

-¡Eh! ¡Catalina! ¡Mala víbora!

La voz se perdía a lo lejos en la oscura galería y nadie le contestaba. -¿Quieres que

vaya yo a hacerte trabajar?

No se oyó ni el más ligero rumor; el mismo silencio de muerte. Chaval, furioso, bajó y

corrió a buscar su linterna tan violentamente que por poco tropieza con el cuerpo de

Catalina, que interceptaba la galería. Él, con la boca abierta, la miraba. ¿Qué tendría?

¿No sería pura gandulería y deseo de descansar? Pero al bajar la linterna para verle la

cara, aquélla estuvo a punto de apagarse. La levantó, la volvió a bajar, y acabó por

comprender lo que pasaba: aquello debía ser un principio de asfixia. Desapareció su

violencia, y el sentimiento de fraternidad del minero surgió en él a la vista del peligro.

Llamó para que le dieran su camisa; y, cogiendo a la muchacha, que había perdido el

sentido, la levantó en alto cuanto pudo. Cuando hubieron echado al uno y al otro la ropa

por la espalda, Chaval empezó a correr con toda su fuerza, sosteniendo con un brazo a

su querida y llevando en el otro las dos linternas. Sin cesar de correr ni un momento,

tomaba por aquellas largas galerías a la derecha, luego a la izquierda, buscando,

desalentado, un poco de vida en el aire helado que entraba por el ventilador. Al fin oyó el

ruido del agua, que corría por una filtración en la roca. Se encontraba en un cruce de

galerías de arrastre que se hallaba abandonado, y que en otro tiempo servía para Gastón-

María. El aire puro que entraba por el ventilador soplaba como un viento de tempestad; y

el fresco era tan grande, que Chaval empezó a tiritar cuando se sentó en un montón de

madera con su querida en brazos, y sin que hubiese recobrado el conocimiento.

-Vamos, Catalina, ¡por Dios! No hagamos tonterías... Enderézate un poco mientras te

refresco las sienes.

Le asustaba verla tan débil. Sin embargo, pudo mojar la camisa en el chorro de agua,

y le lavó la cara con ella. Catalina estaba como muerta, con aquel cuerpecillo de niña

poco desarrollada, en el cual empezaban a apuntar las formas de la pubertad. Luego un

estremecimiento agitó su pecho de chiquilla y su vientre y sus muslos y murmuró:

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-Tengo frío.

-¡Ah! Prefiero eso -exclamó Chaval, tranquilo ya.

La vistió, metióle fácilmente la camisa, y se desesperó al ver las dificultades con que

tropezaba para ponerle los pantalones, porque ella no podía ayudarle.

La muchacha seguía aturdida, sin comprender dónde se hallaba ni por qué estaba

desnuda. Cuando se acordó de todo, le dio vergüenza. ¿Cómo habría podido quedarse

completamente desnuda? Y la pobre empezó a hacer preguntas a su querido. ¿La habían

visto así, sin tener siquiera un pañuelo en la cintura para taparse? Él bromeaba,

inventando historias, diciéndole que acababa de llevarla allí, atravesando por delante de

todos los compañeros; pero luego, poniéndose serio, le dijo la verdad: que nadie había

podido verla, porque corría como un desesperado.

-¡Caramba!, me muero de frío -añadió, vistiéndose él también.

Catalina jamás le había visto tan cariñoso. Ordinariamente, por cada palabra cariñosa

que le dirigía, le decía mil improperios. ¡Hubiera sido tan bueno llevarse bien! En la

languidez de su cansancio, sentía que le invadía una ternura extraña. Sonriéndole,

murmuró en voz baja:

-Dame un beso.

Él se lo dio; luego se echó a su lado, esperando a que Catalina pudiese andar.

-Ya ves cómo hacías mal regañándome, porque la verdad es que no podía trabajar, ni

moverme siquiera. En la cantera tenéis menos calor; pero ¡si vieras cómo se ahoga uno

en la galería!

-No cabe duda que estaríamos mejor a la sombra de los árboles... Pero es verdad

que sufres mucho en esa pícara galería; ¡pobrecilla!

Y tanto se conmovió Catalina oyéndolo hablar así, que se las quiso echar de valiente.

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-¡Oh! Todo será hasta que me acostumbre; no tengas cuidado; además, hoy es que el

aire estaba muy viciado... Ya verás, en cuanto se me pase un poco, si trabajo como una

fiera. Cuando no hay más remedio, hay que trabajar, ¿no es verdad? Preferiría reventar, a

dejar el trabajo.

Hubo un momento de silencio. Él la tenía cogida por la cintura, estrechándola contra

su pecho, para hacerla entrar en calor. Ella, aunque se sentía ya con fuerzas para volver

al trabajo, se abandonaba con delicia a las caricias de su amante.

-Sólo que -añadió, hablando en voz muy baja- desearía yo que fueras un poco más

cariñoso... ¡Oh! ¡Está una tan contenta, se siente tan feliz cuando no se rabia ni se

disputa, queriéndose mucho uno a otro!...

Y empezó a llorar.

-¿Y no te quiero yo mucho? -exclamó él-. Buena prueba de ello es que te he llevado a

vivir conmigo.

Ella no contestó más que con un movimiento de cabeza.- Hay hombres que se llevan

mujeres para vivir con ellos, sin importarles un ardite que sean o no felices. Sus lágrimas

corrían abundantes, al pensar lo muy dichosa que sería si hubiese tropezado con otro

hombre que la tuviera siempre cogida como Chaval entonces, estrechándola

cariñosamente contra el pecho. ¿Otro hombre? Y la imagen vaga de aquel otro se le

aparecía en medio de su emoción. Pero no había remedio; ya no podía esperar más que

vivir siempre con aquél, y lo único que deseaba era que no la maltratara tanto.

-Procura estar siempre como ahora...

Los sollozos la interrumpieron; Chaval le dio otro beso, y la abrazó con cariño.

-¡Qué tonta eres!... Mira, te juro que seré cariñoso. Cree que no soy peor que otro

cualquiera. Tal vez...

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Ella, que le miraba, acabó por sonreír. Quizás tenía él razón, y lo mismo le habría

sucedido con el otro, porque era difícil encontrar mujeres felices. Después, a pesar de no

fiarse de su juramento, se entregaba con deleite a la esperanza de que lo cumpliría. ¡Ah!

¡Si pudiera durar aquello!... Abrazados estaban cariñosamente cuando el ruido de unos

pasos les hizo incorporarse. Tres compañeros que les habían visto pasar, acudían para

enterarse de lo que había sucedido.

Se marcharon de allí todos juntos. Eran cerca de las diez, y se pusieron a almorzar en

un rincón fresco, antes de volver al trabajo y comenzar a sudar de nuevo.

Pero no habían acabado de comerse las dos tostadas de su almuerzo y de echar un

trago de café que llevaban en las cantimploras, cuando les puso sobre aviso un rumor

vago que salía de las canteras lejanas. A cada momento se cruzaban con grupos de

mineros: hombres, mujeres y chiquillos que corrían en tropel en medio de la oscuridad; y

nadie sabía qué era aquello; pero indudablemente se trataba de una gran desgracia. Poco

a poco la mina entera se ponía en movimiento, y por todas partes veían sombras que se

agitaban y linternas vacilantes que corrían como fuegos fatuos. ¿Qué pasaba? ¿Por qué

no lo decían?

De pronto pasó un capataz gritando:

-¡Qué cortan los cables! ¡Qué cortan los cables!

Entonces se apoderó el pánico de todas aquellas gentes. Aquello fue un galopar de

furias por las oscuras y estrechas galerías. ¿Por qué cortaban los cables? ¿Quién los

cortaba estando abajo todos los obreros? La cosa parecía monstruosa.

Pero pronto se oyó la voz de otro capataz que pasaba corriendo, y gritando:

-¡Los de Montsou cortan los cables! ¡Qué salga todo el mundo!

Cuando hubieron comprendido, Chaval detuvo a Catalina. La idea de encontrarse

arriba con los de Montsou, si llegaba a salir, le llenaba de terror. ¡Al fin había ido a cumplir

su promesa aquella partida de exaltados que él creía en manos de los gendarmes! Por un

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momento pensó en desandar lo andado, y salir por el pozo de Gastón María, pero por allí

no se hacían maniobras, y hubiera sido necesario tener cuerdas para subir.

Chaval juraba, vacilando, ocultando el miedo que sentía, y repitiendo que era un

disparate correr de aquel modo despavorido. ¿Habían de dejarlos enterrados allí?

En aquel momento se oyó la voz del capataz que repetía: ¡Qué todo el mundo salga!

¡A las escalas! ¡A las escalas!

Y Chaval, a pesar de su cólera, fue arrastrado por los demás compañeros, los cuales

seguían corriendo en tropel.

Se sintió nuevamente acometido del pánico y empujaba a Catalina regañándola

porque no corría bastante. ¿Quería que se quedaran allí solos y se murieran de hambre?

Porque los bandidos de Montsou eran capaces de cortar las escalas sin esperar a que

saliera la gente. Aquella monstruosa suposición acabó de sacar a todos de quicio, y

desde aquel momento, en las estrechas galerías no se sintió sino el ruido producido por la

carrera vertiginosa de aquellos desdichados, cada uno de los cuales pensaba en llegar el

primero para coger las escalas antes que los demás. Aquéllos gritaban que éstas se

hallaban ya rotas, y que nadie podía salir. Y cuando empezaron a desembocar por grupos

tumultuosos en la sala donde se hallaba la boca del pozo, fue aquello una verdadera

batalla campal; todos se abalanzaron precipitándose como furias a las estrechas galerías

de las escalas, en tanto que un mozo de cuadra, viejo, que acababa de llevar

prudentemente los caballos al establo, los miraba con desdeñosa expresión, seguro de

que le sacarían de allí.

-¡Sube delante de mí! -gritó Chaval a Catalina-. Al menos te sujetaré si te caes.

Asustada, sin poder respirar después de aquella furiosa carrera de tres kilómetros

que otra vez la había llenado de sudor, Catalina se abandonaba a los empujones de la

muchedumbre. Entonces Chaval la cogió de un brazo con tal fuerza, que parecía que se

lo iba a romper, y ella exhaló un quejido, mientras las lágrimas se agolpaban a sus ojos:

ya se había olvidado Chaval de su juramento: jamás sería cariñoso -con ella;

decididamente no podía ser feliz.

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-¡Pasa de una vez! -gritó él, colérico.

Pero ella le tenía miedo. Si subía delante, la iría martirizando todo el camino. Y así

fue pasando el tiempo, mientras la turba de compañeros suyos los rechazaba, echándolos

a un lado. De las filtraciones corrían gruesas gotas de agua, que tenían convertido en un

lodazal el piso de la sala donde estaba el pozo de subida. Precisamente allí, en Juan-Bart,

dos años antes, había ocurrido un accidente terrible, por haberse roto los cables del

ascensor, a consecuencia del cual habían muerto varias personas. Y pensaban en

aquello, temiendo que sucediera ahora lo mismo, y que perecieran allí todos.

-¡Maldita seas; quédate y revienta! -gritó Chaval-; ¡así me veré libre de ti!

Y subió a la escala; ella le siguió.

Desde el fondo hasta arriba había ciento dos escalas de unos siete metros cada una,

empalmadas en una especie de cañón de chimenea de setecientos metros, entre la pared

del pozo de subida y la del departamento de extracción; un cañón de chimenea oscuro, y

que parecía no acabarse nunca. Un hombre fornido y robusto necesitaba, cuando menos,

veinticinco minutos para subir toda aquella descomunal chimenea. Es verdad que las

escalas no se usaban sino en caso de accidente, o cuando se rompían los ascensores.

Catalina, al principio, subió perfectamente. Sus pies desnudos estaban

acostumbrados a las escabrosidades del suelo de las galerías, para que le pareciesen

incómodos aquellos peldaños de madera, guarnecidos de cobre a fin de que no se

estropearan con el uso. Sus manos, endurecidas con el trabajo de arrastre, se agarraban

sin dificultad a los peldaños superiores, aún cuando resultaban demasiado gruesos para

ella. Y no sólo no le era difícil sino que aquella subida inesperada le ocupaba la

imaginación, no dejándole pensar en sus desventuras. La cadena de los que subían era

tan larga, que cuando los primeros llegaran arriba, los últimos no habrían aún cogido las

escalas. Pero por desgracia no estaban en aquel caso todavía. Los primeros debían

hallarse, cuando más, a una tercera parte del camino. Nadie hablaba, no se oía más que

el ruido de los pies, mientras las linternas, semejantes a lucecillas de fuegos fatuos, se

extendían de arriba abajo en una línea que cada vez iba siendo más grande.

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Detrás de ella, Catalina oía a un chiquillo que iba contando los escalones. Se le

ocurrió a ella hacer lo mismo. Habían subido ya quince escalas, y llegaban en aquel

momento a uno de los pisos de la mina. Pero en el mismo instante también tropezó con

las piernas de Chaval, quien le soltó un juramento, diciéndole que pusiera cuidado. De

pronto, toda la columna de obreros que subía se vio detenida. ¿Qué era aquello? ¿Qué

pasaba? Y todos, de silenciosos que estaban, se volvieron vocingleros, para preguntar y

lanzar gritos de espanto. La angustia aumentaba sobre todo entre los de abajo, a quien lo

desconocido del peligro llenaba de pavor. Uno gritó que era necesario volver atrás,

porque habían cortado las escalas. La preocupación general era el miedo de encontrarse

sin poder salir. Luego, de boca en boca, empezó a bajar la explicación de que un minero

se había caído. Pero con seguridad nadie sabía lo que pasaba, y todos chillaban en

horrible confusión-. ¿tendrían que estar allí todo el día? Por fin, sin averiguar la causa de

la detención, continuó la subida con el mismo movimiento lento y penoso, acompañado

del ruido sordo que producían los pies, y del danzar de las lucecillas de las linternas.

Seguro que más arriba encontrarían las escalas cortadas.

Al llegar a la que hacía treinta y dos, pasando precisamente por otro piso de la mina,

Catalina sintió gran rigidez en los brazos y en las piernas. Primero había notado un

extraño cosquilleo en la piel; luego dejó de sentir los escalones bajo sus pies y sus

manos. Un dolor, vago al principio, muy intenso después, le entumecía los músculos. Y en

el aturdimiento que se iba apoderando de todo su ser, recordaba una historia que había

oído contar a su abuelo Buenamuerte, hablando de los tiempos en que él era aprendiz,

época en la cual las muchachas, desnudas, cargándose el carbón a las espaldas, subían

por la escala de tal modo, que si cualquiera de ellas resbalaba o dejaba caer un pedazo

de carbón, tres o cuatro se iban a estrellar contra el fondo del pozo. Aquel recuerdo la

asustaba, le producía el efecto de una horrible pesadilla, y los calambres que

experimentaba eran tan grandes que empezaba a perder la esperanza de volver a ver la

luz del día.

Tres veces, nuevas detenciones le permitieron respirar un poco; pero el espanto que

comenzaba en los que subían delante y se comunicaba a todos, acabó de aturdirla.

Encima y debajo de ella las respiraciones se hacían fatigosas; el vértigo de aquella

ascensión interminable causaba náuseas a todos. Catalina se ahogaba, ebria de tinieblas

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y dolorida de los desgarrones que se hacía en la piel al chocar contra las paredes del

pozo. Tiritaba también, a causa de la humedad, con el cuerpo sudoroso, a pesar de las

gotas de agua que de continuo la mojaban. Iban acercándose sin duda al nivel, porque la

humedad se había convertido en una lluvia tan copiosa, que amenazaba apagar las

linternas.

Dos veces interrogó Chaval a Catalina sin obtener respuesta. ¿Qué demonios le

sucedía? ¿Estaba muda? Bien podía decirle si se sentía aún con fuerzas. Hacía media

hora que estaban subiendo, pero tan lentamente, con tales detenciones, que no habían

llegado más que a la escala cincuenta y nueve. Aún faltaban cuarenta y tres. Catalina,

casi tartamudeando, acabó por contestar a su amante que todavía podía resistir. Si

hubiese contestado que estaba cansada, la habría insultado, seguro. El filo de hierro de

los peldaños la mortificaba tanto como si le aserraran con ellos la planta de los pies. Cada

vez que subía un nuevo escalón, creía que se le iban a ir las manos, tan entumecidas ya,

que no podía cerrar los dedos; y se veía caer de espaldas, con los hombros destrozados y

rotos todos los huesos. Lo que más le hacía sufrir era la pendiente en que se hallaban

situados los peldaños, que la obligaba a subir a fuerza de puños, lastimándose el vientre

contra las cuerdas y las maderas. Lo anhelante de las respiraciones apagaba ya el ruido

de los pies; aquel respirar era una especie de quejumbre que se elevaba del fondo del

pozo, y que no concluía hasta llegar a la boca del mismo. De pronto se oyó un grito

general: un aprendiz acababa de perder pie, y se había abierto el cráneo contra el filo de

hierro de un peldaño.

Catalina seguía subiendo. Pasaron del nivel. La lluvia había cesado; pero la opresión

aumentaba, destrozando los pechos en medio de aquel enrarecido aire de cueva,

emponzoñado además por el olor de hierro viejo y de madera húmeda. Maquinalmente,

Catalina se obstinaba en contar en voz baja las escalas que subían: ochenta y una,

ochenta y dos, ochenta y tres; todavía faltaban diecinueve... Aquellas cifras repetidas la

sostenían, pues realmente ya no tenía conciencia de sus pensamientos; alzaba los

miembros sólo por la fuerza adquirida, y se hallaba en un estado de doloroso

sonambulismo. En torno suyo, cuando levantaba los ojos, las linternas giraban en espiral.

Ya le chorreaba sangre de las manos y de los pies; el menor accidente la precipitaría

hasta el fondo. Lo peor era que los que subían detrás empujaban, ansiosos por llegar, y

se luchaba en la semioscuridad de aquella maldita chimenea a impulsos de la cólera

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creciente y del anhelante afán de ver la luz del sol. Algunos compañeros, los que iban

delante, habían salido ya; luego no era cierto que hubiese escalas cortadas; Pero la idea

de que pudiesen cortarlas, impidiendo salir a los que iban detrás, cuando ya los otros

respiraban el aire libre, acababa de volverlos locos. Y como en aquel momento se

produjera una nueva detención, todos empezaron a jurar y blasfemar, y siguieron

subiendo a empujones, queriendo cada cual pasar por encima del que llevaba delante,

anhelando ser cada uno el primero que llegase.

Entonces se desvaneció Catalina. Había gritado llamando a Chaval, con la fuerza de

la desesperación. Pero él no la oyó, porque estaba riñendo más arriba con otro

compañero, clavándole los talones en el costado para pasar antes que él. Creyó rodar

hecha un ovillo. En su aturdimiento, le parecía ser una de aquellas muchachas que en

otra época subían el carbón a cuestas, y que un accidente ocurrido encima de ella la

precipitaba hasta el fondo del pozo, como si fuera una piedra. No faltaban que subir más

que cinco escalas, y llevaban subiendo cerca de una hora. De pronto se encontró

deslumbrada por la luz del sol, y rodeada de una turba numerosa que vociferaba

horriblemente.

III Aquel día, desde antes de amanecer, un estremecimiento extraño había agitado los

barrios de los obreros; un estremecimiento que no tardó en propasarse por los caminos, a

través del campo. Pero no habían podido salir todos juntos como convinieran la noche

antes, porque temprano circularon rumores de que los dragones y los gendarmes de

caballería recorrían las carreteras y todos los caminos en previsión de algún desorden.

Decíase que aquellas fuerzas habían llegado a Douai la noche antes, y se acusaba a

Rasseneur de haber delatado a los amigos, una muchacha juraba y perjuraba que había

visto pasar a un criado del señor Hennebeau con un telegrama de la estación inmediata.

Los mineros apretaban los puños y espiaban la llegada de los soldados a través de las

persianas de sus ventanas y a la indecisa claridad del amanecer.

A eso de las siete y media, al salir el sol, circuló otra noticia tranquilizadora para los

impacientes. Aquello era una falsa alarma, un simple paseo militar, como otros que se

habían producido por orden del gobernador de Lille desde la declaración de la huelga. Los

huelguistas odiaban a la referida autoridad, a quien acusaban de haberlos engañado con

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la promesa de una intervención conciliadora, intervención que se había reducido a

mandar cada ocho días destacamentos de tropas que desfilaban por Montsou para

mantenerlos en orden. Así es que cuando vieron que los dragones y gendarmes tomaban

tranquilamente el camino de Marchiennes, contentos con haber hecho sonar los cascos

de sus caballos por el endurecido suelo de Montsou, se burlaron de las ocurrencias del

gobernador y de sus soldados, que se marchaban precisamente cuando se iba a armar la

gorda. Hasta las nueve tuvieron paciencia, paseándose tranquilamente por delante de sus

casas, haciendo tiempo para que desaparecieran los soldados. Los burgueses de

Montsou dormían todavía con la cabeza reclinada en sus almohadas de pluma. En la

dirección se acababa de ver salir a la señora Hennebeau en carruaje, dejando a su

marido, sin duda dedicado al trabajo, porque el caserón, silencioso y sombrío, no daba

señales de vida. Ninguna mina se hallaba ocupada militarmente; aquello había sido la

fatal imprevisión en el momento del peligro, la torpeza natural en todas las catástrofes, la

falta que todos los gobiernos pueden cometer cuando se necesita apreciar los hechos tal

y como son, sin fiarse de las apariencias.

Y apenas dieron las nueve, los carboneros tomaron el camino de Vandame, para

acudir a la cita que se habían dado la noche antes en el bosque.

Desde luego comprendió Esteban que en Juan-Bart no se hallarían los tres mil

compañeros que se habían comprometido a asistir. Muchos habían creído que se

aplazaba la manifestación, y era demasiado tarde para enviar contraorden, pues los que

se hallaban en camino echarían tal vez a perder la cosa, si no iba él a ponerse al frente;

un centenar de obreros, que habían salido de sus casas antes de amanecer, estaban

escondidos en el bosque, aguardando la llegada de los demás para incorporarse a la

manifestación. Souvarine, con quien Esteban consultó, se encogió de hombros: diez

hombres resueltos servían más que una turba desorganizada; después de decir esto, se

concentró de nuevo en el libro que estaba leyendo, y se negó a acompañar a su amigo.

Todo aquello, decía el ruso, amenazaba acabar con sensiblerías, cuando nada más fácil

que terminar la cuestión prendiendo fuego a Montsou por los cuatro costados. Sin

embargo, prometió a Esteban ir a reunirse con él, si la cosa iba de veras. Cuando éste

bajaba del cuarto de su amigo, vio a Rasseneur sentado junto a la chimenea, muy pálido,

mientras su mujer, siempre vestida de negro, le interpelaba duramente.

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Maheu opinó que debía cumplirse la palabra. La cita era cosa sagrada. No obstante,

la noche había calmado la fiebre que agitaba a todos, y Maheu, temeroso de que

cometieran atropellos, dijo que su deber era acudir a Juan-Bart para evitarlos. Su mujer

asentía con movimientos de cabeza. Esteban repetía con complacencia que era necesario

actuar revolucionariamente, sin preocuparse por la vida de unos cuantos. Antes de salir

se negó a comer la ración de pan que habían guardado días antes con una botella de

ginebra; pero, en cambio, se bebió tres copas de licor, una tras de otra, para quitarse el

frío, y después se llevó consigo una cantimplora llena del mismo líquido. Alicia se quedó

al cuidado de los niños. El viejo Buenamuerte, con las piernas doloridas de haber andado

mucho la víspera, se quedó en la cama.

Por prudencia no salieron todos a la vez. Juan hacía tiempo que había desaparecido.

Maheu y su mujer salieron juntos, dirigiéndose a Montsou dando un rodeo, mientras

Esteban se encaminaba al bosque, donde se reuniría con los compañeros, que estaban

esperando. En el camino se encontró con un grupo de mujeres, entre las cuales se

hallaba la Quemada y la mujer de Levaque: por el camino iban comiendo castañas que

llevaba la Mouquette, y devoraban hasta las cáscaras, a fin de llenarse el estómago de

cualquier cosa y engañar el hambre. Pero en el bosque no encontró a nadie, porque los

compañeros suyos habían salido ya para Juan-Bart. Echó a correr, y llegó a la mina

precisamente cuando un grupo de unos cien hombres penetraba en ella. Por todas partes

desembocaban mineros; los Maheu por el camino real, las mujeres a campo traviesa,

todos a la desbandada, sin jefes, sin armas, yendo a parar a aquel sitio como agua

desbordada que sigue los declives de un mismo terreno. Esteban vio a Juan, que estaba

subido en una ventana, colocado allí como quien se dispone a ver un espectáculo. Corrió

con más fuerza, y fue uno de los primeros en entrar. En aquel momento el grupo de

manifestantes se componía de unas trescientas personas.

Cuando Deneulin apareció en lo alto de la escalera que conducía a las oficinas, hubo

un instante de vacilación.

-¿Qué queréis? -preguntó aquél con voz de trueno.

Después de haber visto desaparecer el carruaje de la señora de Hennebeau, donde

iban sus hijas, volvió a la mina, acometido de cierta vaga inquietud. Lo halló todo en buen

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orden; el descenso de obreros se había producido sin novedad, y Deneulin charlaba

tranquilamente con el capataz mayor cuando le advirtieron que se acercaban los

huelguistas.

Rápidamente se apostó detrás de una ventana del taller de cerner; y al ver aquellas

turbas que invadían su propiedad, tuvo enseguida la evidencia de que sería impotente

para evitar los desastres que iban a ocurrir. ¿Cómo defender aquellos edificios abiertos a

los cuatro vientos? Apenas podría agrupar en torno suyo una veintena de obreros. Estaba

perdido.

-¿Qué queréis? -repitió, lívido de cólera y haciendo un esfuerzo para afrontar

valerosamente el desastre.

Un sordo rumor se elevó de entre la muchedumbre, y hubo grandes empujones.

Esteban se destacó del grupo, diciendo:

-Señor, no venimos a hacer mal ninguno. Pero es preciso que no se trabaje en

ninguna parte.

Deneulin, sin andarse por las ramas, lo trató sencillamente de imbécil.

-¿Creéis que no me hacéis daño si se declara la huelga aquí? Pues es lo mismo que

si me pegarais un tiro a traición... Sí; mis obreros están abajo, y no saldrán sin que antes

me hayáis asesinado.

La rudeza de este lenguaje produjo murmullos amenazadores en las turbas. Maheu

tuvo que contener a Levaque, que se precipitaba amenazador, mientras Esteban seguía

parlamentando para convencer al señor Deneulin de la razón de sus procedimientos

revolucionarios. Pero éste contestaba, hablando del derecho a la libertad del trabajo.

Además, se negaba a discutir tales tonterías, porque él era el amo en su casa. El

único remordimiento que tenía era haberse negado a que le dejaran allí unos cuantos

gendarmes para barrer a la canalla y echarla de su casa.

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-Es culpa mía y no debo quejarme. Me sucede lo que merezco. Con la gente de

vuestra especie, no hay más razón que la de la fuerza. Eso es lo mismo que cuando el

Gobierno piensa en aplacaros con concesiones. Lo echaréis abajo cuando os haya dado

él mismo armas para hacerlo.

-Le ruego, señor Deneulin, que dé orden para que suban sus obreros, pues si no, no

respondo de poder dominar a mis compañeros. Puede usted evitar una gran desgracia -

dijo Esteban bajando la voz, tembloroso, y conteniéndose apenas.

- ¡Iros al diablo, granujas! ¿Qué tengo yo que ver con vosotros? No sois de mis

minas, y no tenéis nada que discutir ni tratar conmigo... Los que corretean así los campos

para saquear las casas, no son más que un atajo de bandidos.

Grandes gritos ahogaban su voz; las mujeres, sobre todo, le insultaban. Y él,

empeñado en defenderse contra las turbas, encontraba cierto consuelo en hablar con

aquella franqueza. Puesto que de todos modos estaba perdido, no quería acobardarse

inútilmente. Pero el número de los manifestantes iba en aumento; ya había cerca de

quinientos, y probablemente lo hubieran matado, si su capataz mayor no hubiera tirado de

él violentamente, diciendo:

-¡Por Dios, señor!... Esto va a ser una carnicería. ¿Por qué permitir que se mate la

gente inútilmente?

Deneulin trataba de desasirse de manos de su subordinado, y protestaba con todas

sus fuerzas, insultando a las turbas.

-¡Canallas, ladrones! ¡Ya nos veremos cuando dejéis de ser los más fuertes!

Se lo llevaron de allí, porque un formidable empujón de la muchedumbre había

lanzado a los que estaban delante hasta los primeros escalones que conducían a las

oficinas. Las mujeres eran las más furiosas y las que excitaban a los hombres. La puerta

cedió de repente, porque estaba cerrada sólo con el picaporte. Pero la escalera era

demasiado estrecha, y las turbas habrían tardado mucho en entrar por ella, si los de más

atrás no hubieran decidido penetrar por las ventanas. Entonces la muchedumbre se

desbordó por todas partes: por la barraca, por el taller de cerner, por el departamento de

máquinas y el de calderas. En menos de cinco minutos se vieron dueños de toda la mina;

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recorrían todos los departamentos en medio de una baraúnda terrible de gestos y de

gritos, celebrando la derrota que imponían a aquel capitalista, que había querido resistir

su empuje.

Maheu, asustado del giro que iba tomando la cosa, entró uno de los primeros,

diciendo a Esteban:

-¡Es preciso que no maten a nadie!

Éste corría ya. Luego, cuando comprendió que el señor Deneulin se había refugiado

en el cuarto de capataces, le contestó:

-¿Y qué? Si sucede algo, no será culpa nuestra. ¿Quién le manda ser tan animal?

Pero se sentía lleno de inquietud, porque estaba demasiado sereno para asentir a

que se cometiese un crimen. Sufría también en su orgullo de jefe viendo que los

manifestantes desconocían su autoridad, extralimitándose en el frío cumplimiento de la

voluntad del pueblo, tal como él lo comprendía. En vano reclamaba sangre fría y

tranquilidad, gritándoles que era necesario no dar la razón a sus enemigos con actos de

destrucción inútil.

-¡A las calderas! -bramaba la Quemada-. ¡Apaguemos los fuegos!

Levaque, que había encontrado una lima, la agitaba a guisa de puñal, dominando el

tumulto con voces terribles de:

-¡Cortemos los cables! ¡Cortemos los cables!

Todos repitieron los mismos gritos; menos Esteban y Maheu, que, aturdidos, seguían

protestando y hablando en medio de aquel tumulto, sin lograr ser escuchados. Al fin el

primero pudo decir:

-¿No sabéis que hay gente abajo, y que son camaradas nuestros?

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El estrépito redobló; aquellas quinientas o seiscientas personas hablaban todas a la

vez.

-¡Mejor! ¡No debían haber bajado!... ¡Bien empleado les está a los traidores!... ¡Sí, sí;

que se queden ahí!... ¡Además, tienen las escalas para subir!

Entonces comprendió Esteban que no había más remedio que ceder. Y temiendo un

desastre mayor, se precipitó a la máquina, tratando de subir cuando menos los

ascensores, para que, al ser cortados los cables, no se desprendieran aquéllos y

aplastasen a la gente que había en el fondo. El maquinista había desaparecido, así como

los demás obreros que trabajaban de día, y él mismo tuvo que hacer la maniobra que

pensaba mandar, ayudado por Levaque y otros dos. Apenas vieron los ascensores

descansando en los goznes, cuando se empezó a oír el chirriar de las limas cortando los

cables. Hubo un momento de silencio; aquel ruido pareció llenar toda la mina; todos

levantaban la cabeza, y escuchaban y miraban sobrecogidos de emoción. Maheu, en

primera fila, se sentía invadido por una extraña furia, como si los dientes de la lima le

arrancaran todos los miramientos, al cortar el cable de uno de aquellos pozos de miseria y

de sufrimientos, donde no quería volver a bajar.

La Quemada había desaparecido por la escalera de la barraca sin dejar de gritar:

-¡Hay que apagar los fuegos! ¡A las calderas! ¡A las calderas!

Varias mujeres la seguían. La de Maheu se apresuró, para evitar que lo rompieran

todo, lo mismo que su marido había tratado de apaciguar a los hombres. Ella era la más

serena; se podía reclamar lo que era justicia, sin estropear las cosas que no eran de uno.

Cuando entró en el cuarto de las calderas, las mujeres estaban echando de allí a los dos

fogoneros, y la Quemada, con una pala en la mano, en cuclillas delante de uno de los

hornos, lo desocupaba violentamente, tirando la hulla incandescente sobre los ladrillos,

donde seguía ardiendo y humeando. Había diez hornos para los cinco generadores. Las

mujeres fueron poco a poco entusiasmándose: la de Levaque, manejando una pala con

las dos manos; la Mouquette, alzándose las faldas hasta más arriba de las rodillas para

no quemárselas; todas desgreñadas y sudorosas, semejando furias del averno bailando a

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los rojizos resplandores del carbón ardiendo. El montón de hulla incandescente iba

aumentando, y caldeaba ya el techo de la espaciosa habitación.

-¡Basta ya! -gritó la mujer de Maheu-. Va a arder todo.

-¡Mejor! -respondió la Quemada-. Así acabaremos antes. ¡Bien decía yo que les haría

pagar caro la muerte de mi marido!

En aquel momento se oyó la voz de Juan, el cual gritaba desde lo alto d e las

calderas:

-¡Cuidado! ¡Yo apagaré! ¡Voy a soltarlo todo!

Había sido uno de los primeros en entrar; había pasado por entre las piernas de

todos, y entusiasmado con aquel tumulto, buscaba el abrir los grifos de escape para que

saliese el vapor. Las válvulas quedaron abiertas; las cinco calderas se desocuparon con

silbidos espantosos de tempestad, y haciendo tal estrépito, que la sangre brotaba de los

oídos. Todo había desaparecido en medio del vapor; el fuego del carbón palidecía; las

mujeres no eran ya más que sombras confusas. Sólo se veía al chiquillo, allá en lo alto,

detrás de los torbellinos de humo blanco, con aire satisfecho, la boca sonriente de

complacencia, por haber desencadenado él solo aquel huracán.

Aquello duró cerca de un cuarto de hora. Unas mujeres echaron algunos cubos de

agua sobre el montón de carbón para apagarlo; todo peligro de incendio había

desaparecido. Pero la cólera de las turbas no se aplacaba; muy al contrario: se excitaba

más y más con los primeros destrozos. Algunos hombres bajaban con martillos, después

de haber cortado los cables; las mujeres también se armaban de barras de hierro, y se

hablaba de romper los generadores, de destrozar las máquinas, de demoler toda la mina.

Esteban se apresuró a acudir, acompañado de Maheu. Él mismo se embriagaba,

sintiéndose presa de aquella fiebre de venganza. Luchaba, sin embargo, gritaba que

tuvieran prudencia, ya que los cables estaban cortados, los fuegos apagados y las

calderas desocupadas, y, por lo tanto, que era imposible trabajar. Pero nadie le

escuchaba, y ya iban a emprender nuevas hazañas, cuando empezaron a oírse gritos

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junto a una puertecilla que había a la parte de afuera donde desembocaba el pozo de las

escalas.

-¡Mueran los traidores! -gritaban- ¡Canallas, cobardes, matadlos!,.. ¡Mueran! ¡Mueran!

Era que empezaban a salir los mineros del fondo. Los primeros, deslumbrados por la

luz del sol, permanecían inmóviles, parpadeando con fuerza. Luego desfilaron llenos de

espanto, y trataron de ganar el campo y escaparse.

-¡Mueran los cobardes! ¡Mueran los falsos amigos!

Toda la partida de huelguistas había acudido al mismo sitio. En menos de tres

minutos no quedó ni un solo hombre dentro del edificio: los quinientos de Montsou se

colocaron en dos filas para obligar a los traidores de Vandame a que pasasen por allí. Y a

cada minero que aparecía en la puerta del pozo, con el traje hecho jirones y lleno del

barro negro del trabajo, redoblaban los gritos amenazadores y las bromas groseras de

todo género. ¡Oh! Ése tiene tres pulgadas de piernas, y las posaderas enseguida; aquél

tiene la nariz comida por las tías perdidas del Volcán; y ese otro tiene un ojo que le

chorrea aceite y otro vinagre. Una mujer que salió, enormemente gorda, con el seno

cayéndole sobre el vientre, levantó una gritería espantosa y una de esas risas que no

pueden ser descritas. Todos querían tocarla; las bromas se iban plasmando, rayaban en

la crueldad, y los puñetazos llovían, mientras continuaba el desfile de aquellos pobres

diablos, temblorosos, callados, sufriendo las injurias, esperando los golpes con oblicuas

miradas, felices y satisfechos si al fin se lograban ver a salvo, corriendo por el campo,

fuera de la mina.

-¡Ah, demonios! ¿Cuántos hay ahí dentro? -preguntó Esteban.

Se admiraba de ver salir tanta gente, y se irritaba al pensar que no era cuestión de

unos cuantos obreros, acosados por el hambre y aterrorizados por los capataces. De

modo que lo habían engañado en la reunión del bosque, puesto que casi todos los de

Juan-Bart estaban trabajando. Pero de pronto se le escapó un grito de despecho y se

precipitó hacia Chaval, que salía del pozo.

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-¡Rayos y truenos! ¿Para eso nos has hecho venir aquí?

De nuevo estallaron las imprecaciones, y hubo en las turbas un movimiento de

avance, como para caer sobre el traidor. ¡Cómo! ¡Había jurado con ellos la noche antes, y

ahora resultaba que estaba trabajando con los demás! ¡Luego se había burlado de la

gente de un modo indigno!

-¡Tiradlo al pozo! ¡Tiradlo al pozo!

Chaval, blanco de terror, tartamudeaba, procurando explicarse. Pero Esteban le

interrumpió, fuera de sí, participando del furor general:

-¡Has querido bajar! ¡Pues bajarás, canalla!... ¡Vamos; en marcha, granuja!

Otro clamor general ahogó sus palabras. Catalina, a su vez, acababa de aparecer,

deslumbrada por el resplandor del día y asustada de verse en las garras de aquellos

salvajes. Y con las piernas destrozadas por aquella ascensión de doscientas escaleras,

con las palmas de las manos ensangrentadas, empezaba a darse cuenta de lo que

sucedía, cuando la Mouquette se acercó a ella con la mano levantada.

-¡Ah, bribona! ¡Tú también!... ¡Tu madre muriéndose de hambre, y tú haciéndole

traición por tu querido!

Maheu cogió aquel brazo, y evitó la bofetada. Pero zarandeaba a su hija y se

enfurecía como su mujer, reprobando su conducta; uno y otra perdían la cabeza, y

vociferaban más fuerte que los demás. La presencia de Catalina acabó por exasperar a

Esteban, que repitió:

-¡En marcha! ¡A las otras minas! Y tú vienes con nosotros, grandísimo canalla.

Chaval apenas si tuvo tiempo de coger los zuecos en la barraca y echarse el abrigo

de lana sobre los helados hombros, cuando se vio arrastrado, obligado a galopar en

medio de los grupos. Y Catalina, aturdida, se ponía también los zuecos, se colocaba la

chaqueta de hombre que le servía de abrigo, y echaba a correr detrás de su amante, no

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queriéndole abandonar, porque seguro que iban a asesinarle. Entonces, en dos minutos,

Juan-Bart quedó desierto. Juan, que había encontrado una bocina, tocaba con ella,

produciendo roncos sonidos, como si hubiera estado llamando a los bueyes. Las mujeres,

la de Levaque, la Quemada y la Mouquette, se recogían las faldas, para correr mejor;

mientras Levaque, con un hacha en la mano, maniobraba con ella como si fuese el bastón

de un tambor mayor. Otros huelguistas iban llegando a cada momento; ya eran cerca de

mil, sin orden ni concierto, sin jefe, apareciendo por los caminos como un torrente

desbordado; como la vía de salida era muy estrecha, rompieron las empalizadas.

-¡A las minas! ¡Mueran los traidores! ¡No se trabaja más!

Y bruscamente Juan-Bart quedó sumido en un completo silencio. Ya no había nadie,

ni un solo hombre.

Deneulin, que había salido del cuarto de los capataces prohibió que nadie le siguiese:

pálido y tranquilo, visitaba la mina. Primero se detuvo en la boca del pozo, levantando los

ojos para mirar los cables cortados; los cabos de acero pendían inútiles; la mordedura de

la lima había dejado una herida fresca, que brillaba en la negrura del aceite de engrasar.

Luego subió a la máquina, contempló largo rato sus piezas rotas, semejantes a las

articulaciones de un miembro colosal atacado de repentina parálisis; tocó el metal, que ya

estaba frío, y sintió un extraño estremecimiento, como si acabara de tocar un muerto.

Luego bajó a las calderas, paseó lentamente por encima de los apagados carbones, y

golpeó con el pie los generadores, que sonaban a hueco... ¡Aquello era la ruina! ¡Ya no

había remedio! Aunque pudiera volver a encender los fuegos y arreglar los cables,

¿dónde iba a buscar gente? Quince días más de huelga, y tendría que declararse en

quiebra.

Y ante la certeza de su desastre, ya no odiaba a los bandidos de Montsou, porque

comprendía la existencia de cierta complicidad, de una falta general y secular. Los de

Montsou eran unos brutos seguramente, pero brutos que no sabían leer y que se morían

de hambre.

IV

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Y la muchedumbre de huelguistas invadió la llanura, blanca de escarcha a la pálida

luz de aquel sol de invierno, y se alejó desbordándose por la carretera a través de los

sembrados de remolacha. Esteban había tomado el mando. Sin que nadie se detuviera,

daba sus órdenes, organizando la marcha. Juan galopaba a la vanguardia, haciendo

sonar la bocina. Luego, en las primeras filas, caminaban las mujeres, algunas armadas

con palos; la mujer de Maheu, con una expresión salvaje en los ojos, miraba como

buscando la prometida tierra de la justicia; la Quemada, la de Levaque, la Mouquette,

alargando el paso cuanto podían, bajo sus andrajos, como soldados que parten para la

guerra. En caso de tener un mal encuentro, verían si los gendarmes osaban hacer fuego

contra las mujeres. Luego seguían los hombres en una confusión indescriptible, armados

de barras de hierro y palos, dominados todos por el hacha de Levaque, cuyo acero

brillaba a los rayos del sol.

En el centro, Esteban no perdía de vista a Chaval, a quien obligaba a caminar delante

de él; mientras Maheu, detrás, con aire sombrío, lanzaba miradas a Catalina, la única

mujer que iba entre aquellos hombres, obstinada en trotar junto a su querido, para evitar

que nadie le hiciese daño. Cabezas desgreñadas se sacudían en el aire; no se oía más

que el pisar de los zuecos, como el rumor de un rebaño en marcha, dominado por los

estridentes sonidos de la bocina de Juan.

Pero de pronto se levantó otro grito: -¡Pan!, ¡pan!, ¡pan!

Eran las doce del día; el hambre de aquellas seis semanas de huelga se despertaba

en los estómagos vacíos, aguijoneada por aquel paseo de muchos kilómetros. Los

mendrugos de pan y las pocas castañas que llevaba la Mouquette se habían acabado

hacía tiempo; y los estómagos chillaban, y aquel sufrimiento se mezclaba a la rabia que

sentían contra los traidores.

-¡A las minas! ¡Ya no se trabaja! ¡Pan! -gritaban todos.

Esteban, que no había querido comer nada antes de salir de casa, notaba en el

pecho una sensación insoportable. No se quejaba; pero maquinalmente cogía cada dos

minutos su cantimplora, y se echaba un trago, creyendo necesitarlo para sostenerse y

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llegar hasta el fin. Sus mejillas iban encendiéndose, y sus ojos despedían chispas. Pero

no había perdido aún la cabeza, y deseaba evitar desastres.

Al llegar al camino de Joiselle, un minero de Vandame, que se había unido a los

huelguistas para vengarse de su amo, quiso dirigir a la gente hacia la derecha, gritando:

-¡A Gastón-María! ¡Hay que detener la bomba! ¡Es preciso que las aguas inunden

todas las minas!

Las turbas, entusiasmadas, tomaban ya el camino indicado, a pesar de las protestas

de Esteban, que les suplicaba no fueran a Gastón-María. ¿A qué destruir las galerías?

Aquello sublevaba su corazón de obrero, a pesar de sus resentimientos. Maheu también

encontraba injusto tal proceder. Pero el minero de Vandame seguía gritando, y fue

necesario que Esteban gritase más, diciendo:

-¡A Mirou! ¡Allí hay traidores trabajando!... ¡A Mirou!

Con un gesto enérgico detuvo a la muchedumbre, la hizo tomar el camino de la

izquierda, mientras Juan, poniéndose nuevamente a la cabeza de todos, hacía sonar más

fuerte la bocina. Gastón-María estaba salvada por aquella vez.

Y los cuatro kilómetros que les separaba de Mirou fueron recorridos en media hora,

casi a la carrera, a través de la interminable llanura. El canal, como si fuera una ancha

cinta de hielo, la cortaba por aquel sitio. Sólo los árboles, despojados de sus hojas,

convertidos por la helada en gigantescos candelabros, rompían la uniformidad de aquel

paisaje, perdiéndose allá en el horizonte; una ondulación de¡ terreno ocultaba a Montsou

y a Marchiennes.

Al llegar a la mina, vieron a un capataz que, subido a la barandilla del taller de cerner,

los estaba esperando. Todos reconocieron al tío Quandieu, el decano de los capataces de

Montsou, un viejo con el pelo completamente blanco, que lo menos tenía setenta años de

edad, y que era un verdadero milagro de salud y de robustez en aquel pueblo de mineros.

-¿Qué diablos venís a hacer aquí, canallas? -exclamó.

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La turba se detuvo. No se trataba de un amo, sino de un compañero, y el respeto los

detenía delante de aquel obrero viejo.

-Hay gente trabajando abajo -dijo Esteban-. ¡Mandadles salir!

-Sí, hay gente abajo -replicó el tío Quandieu-; habrá unos cincuenta o sesenta; los

demás han tenido miedo de vosotros, que sois unos granujas... Pero os prevengo que no

subirá ninguno o que habréis de veros las caras conmigo.

Hubo un griterío confuso; los hombres empujaban, y las mujeres avanzaron unos

cuantos pasos. El capataz bajó rápidamente de su atalaya, y se colocó ante la puerta.

Entonces Maheu quiso intervenir.

-Viejo, estamos en nuestro derecho; ¿cómo hemos de conseguir que la huelga sea

general, sino obligando a todos a que no trabajen?

El viejo guardó un momento de silencio. Evidentemente su ignorancia en materia de

coaliciones igualaba a la del otro minero. Pero al fin respondió:

-Yo no digo que no estéis en vuestro derecho. Pero yo no entiendo más que de

cumplir la consigna. Estoy solo aquí... La gente ha bajado hasta las tres, y hasta las tres

estará abajo.

Las últimas palabras fueron ahogadas por el clamor de la turba. Le amenazaban con

los puños; las mujeres le aturdían, y sentía ya su aliento en la cara. Pero el viejo se las

mantenía firmes, con la cabeza erguida, luciendo sus bigotes y cabellos blancos como la

nieve, y el coraje fortalecía de tal modo su voz, que se le oyó decir con claridad, a pesar

del tumulto;

-¡Rayos y truenos! ¡Por aquí no se pasa!... Tan cierto como ése es el sol, que prefiero

me matéis a que toquéis a los cables... ¡Y no empujéis, porque me tiro de cabeza al pozo

delante de vosotros!

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Hubo un estremecimiento extraño en la turba. Todos se detuvieron y retrocedieron

conmovidos. El viejo continuo diciendo:

-¿Quién es el canalla que no comprende esto?... Yo no soy más que un obrero como

vosotros. ¡Me han dicho que vigile, y vigilo! ¡Se acabó!

Y su inteligencia no iba más allá. Así comprendía sus deberes el tío Quandieu,

acostumbrado a la obediencia militar. Sus compañeros le miraban conmovidos, oyendo

allá en lo recóndito de su alma el eco de lo que les decía aquella obediencia de soldado,

aquella fraternidad y aquella resignación en el peligro. El viejo creyó que todavía

vacilaban, y repitió con energía:

-¡Me tiro al pozo delante de vosotros!

Una gran sacudida estremeció a aquella muchedumbre. Todos habían vuelto las

espaldas, y corrían nuevamente por el camino de la derecha, como almas que lleva el

diablo, y gritando con todas sus fuerzas:

-¡A La Magdalena! ¡A Crevecoeur! i Que no se trabaje más! i Pan, pan!

Pero hacia el centro de la masa se produjo un remolino. Decían que Chaval había

intentado aprovechar aquel incidente para escaparse. Esteban acababa de cogerlo por un

brazo, y le amenazaba con romperle el esternón si intentaba hacerles una mala partida. Y

el otro, procurando desasirse, protestaba con rabia:

-¿A qué viene todo eso? ¿No hay ya libertad?... Estoy helado con esta ropa, y tengo

necesidad de lavarme y el traje de trabajo. ¡Dejadme!

Y, en efecto, iba tiritando, a pesar del copioso sudor que inundaba todo su cuerpo.

-Anda, o seremos nosotros los que te lavemos. ¿Por qué nos has engañado

miserablemente?

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La carrera continuaba veloz. Esteban acabó por volverse hacia Catalina, que seguía

corriendo al lado de ellos. Le desesperaba verla cerca de sí, tiritando también y fatigada,

envuelta en su andrajoso traje de hombre.

-¡Tú puedes marcharte! -le dijo al fin.

Catalina hizo como que no oía. Su mirada, al cruzarse con la de Esteban, había

tenido cierta expresión de elocuente reproche. Pero no se detenía. ¿Por qué deseaba que

abandonase a su querido? Chaval no era nada amable ciertamente; la maltrataba y la

pegaba con frecuencia; pero, al fin y al cabo, era su primer amante, el que la había

poseído antes que nadie; mejor dicho, el único que la había poseído, y se enfurecía al

verle acometido por tres mil personas. Si no por cariño, por orgullo al menos quería

defenderle.

-¡Vete! -repitió Maheu con violencia.

Aquella orden de su padre la detuvo un instante. Estaba temblorosa; las lágrimas

arrasaban sus ojos; pero a pesar del miedo y del respeto, después de un momento de

vacilación, siguió corriendo al lado de Chaval. Entonces la dejaron.

Los huelguistas recorrieron el camino de Joiselle, siguieron un momento el de Cron, y

enseguida tomaron la dirección de Cougny. Por aquella parte se destacaban en el

horizonte varias altas chimeneas de distintas fábricas, cobertizos con toldos, y talleres

hechos de ladrillos a un lado y otro del camino. Pasaron junto a las casitas bajas de dos

barrios obreros, el de los Ciento Ochenta primero, y luego el de los Setenta y seis, y de

cada uno de ellos, al oír los estridentes sonidos de la bocina y el salvaje clamor de la

multitud, salieron familias enteras, hombres, mujeres, chiquillos, para agregarse a sus

compañeros.

Cuando llegaron a la vista de La Magdalena, iban seguramente unas mil quinientas

personas. La marea agitada de los huelguistas invadió la plataforma antes de penetrar en

los edificios de la mina.

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En aquel momento serían las dos de la tarde. Pero los capataces, al saber lo que

pasaba habían apresurado la subida de los trabajadores; y al llegar los huelguistas no

quedaban en el fondo más que una veintena de mineros, que estaban para subir ya en el

ascensor. Todos ellos tuvieron que huir, perseguidos a pedradas por los manifestantes.

Dos fueron heridos; otro dejó entre las uñas de la turba la ropa que llevaba, hecha jirones.

Aquel ensañamiento contra los hombres salvó el material, y nadie tocó a los cables ni a

las calderas. La ola de gente se alejaba, dirigiéndose a la mina más próxima.

Ésta, llamada Crevecoeur, distaría unos quinientos metros de La Magdalena. Allí

también llegaron los huelguistas en el momento preciso de salir los trabajadores. Una

muchacha fue cogida y azotada por las mujeres, que le desgarraron los pantalones y la

blusa, exponiendo sus carnes a la vergüenza delante de los hombres, que reían como

energúmenos. Los aprendices recibieron multitud de pescozones, y todos huyeron, llenos

de cardenales y contusiones, y más de uno con la cara ensangrentada. Y en aquel acceso

de febril ferocidad, que aumentaba por instantes, en medio de aquella largo tiempo

contenida necesidad de venganza, cuya violencia hacía perder la cabeza a todos ellos,

continuaban los gritos reclamando la muerte de los traidores, expresando el odio al

trabajo mal retribuido y pidiendo pan desaforadamente. Empezaron a cortar los cables;

pero la lima no mordía bien, y el procedimiento era muy lento, comparado con la

impaciencia de todo el mundo, que ahora quería marchar hacia adelante sin detenerse un

punto. En las calderas se rompió un grifo, en tanto que a fuerza de agua se apagaban los

fuegos.

Entre los de afuera se hablaba de dirigirse a Santo Tomás. Esta mina era la mejor

disciplinada, y en ella apenas se sentía la influencia de la huelga; lo menos setecientos

hombres habían bajado a trabajar, y este hecho exasperaba a los huelguistas, que

trataban de recibirlos a pedradas y silbidos. Pero corrieron rumores de que estaban en

Santo Tomás los gendarmes aquellos de quienes se burlaban por la mañana. ¿Cómo se

había sabido? Nadie podía decirlo, porque nadie lo había visto. Sin duda había llovido del

cielo la noticia. Pero ello es que el miedo se apoderó de los huelguistas, y que se

decidieron a encaminarse a Feutry-Cantel Y de nuevo el vértigo se apoderó de ellos;

todos se encontraron, sin saber cómo, en el camino haciendo sonar los zuecos sobre el

pavimento, dándose empujones y prorrumpiendo en gritos violentos de: ¡A Feutry-Cantel!

¡A Feutry-Cantel! ¡Aún hay allí traidores, y les vamos a hacer saber lo que es bueno!

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La mina en cuestión se hallaba a unos tres kilómetros de distancia, y medio oculta

entre un pliegue del terreno en pleno valle del Scarpe. Ya se hallaban subiendo la cuesta

que conduce en dura pendiente a Platieres, por el otro lado del camino de Beauguies,

cuando una voz, no se sabe de quien, expresó la idea de que acaso los gendarmes se

encontrarían en Feutry-Cantel. No fue necesario más para que de un extremo a otro de la

columna de amotinados se diera como cosa segura aquella sospecha. Una vacilación

general detuvo por un momento la marcha de la muchedumbre; el pánico se manifestaba

en todos, y aún cuando algunos lo disimulaban, la inmensa mayoría de los revoltosos no

se tomaba siquiera aquel trabajo. ¿Cómo no habían tropezado aún con un solo soldado?

Su misma impunidad, bien pensado, era verdaderamente extraordinaria, los turbaba y les

hacía pensar en la represión de sus excesos, que no podía tardar en llegar.

Sin que nadie supiera de dónde había salido, se oyó una orden nueva, en virtud de la

cual las turbas se dirigieron a otra mina.

-¡A La Victoria! ¡A La Victoria!

¿No habría dragones ni gendarmes en La Victoria? Todos lo ignoraban, y, sin

embargo, todos parecían tranquilos y satisfechos. Y dando doble derecha, como se dice

en lenguaje militar, tomaron la dirección de Beaumont, y a campo traviesa se

encaminaron a la carretera de Joiselle.

La vía férrea les cercaba el paso por lo cual la atravesaron derribando las barreras y

las verjas, que quedaron destrozadas. Ya se iban acercando a Montsou; las ligeras

ondulaciones del terrero desaparecían, ensanchándose los sembrados de remolachas, y

allá a lo lejos se distinguían las ennegrecidas casas de Marchiennes.

Tenían que andar aún cinco kilómetros largos; pero tal era el entusiasmo de aquella

muchedumbre tumultuaria, que nadie experimentaba cansancio, ni se acordaba de las

vejigas y rasguños que se les hacían en los pies. La manifestación, engrosada a cada

momento por nuevos obreros que habían salido tarde de sus casas, era ya muy

numerosa. Cuando hubieron cruzado el canal por el puente Magache, y se presentaron a

las puertas de La Victoria, los manifestantes eran más de dos mil.

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Pero habían dado las tres, y los obreros, que salían de allí algo más temprano,

pudieron escaparse a las iras de sus compañeros, los cuales no encontraron a nadie. El

chasco se tradujo en vanas amenazas y en algunos ladrillazos dirigidos contra los obreros

de por la tarde, que se encaminaban a su trabajo. En cinco minutos, la mina desierta

quedó en poder de la partida que capitaneaba Esteban, y, para desahogar su furia, que

no podía emplearse contra ningún traidor, la emprendieron con las cosas.

Cierto rescoldo de venganza se avivaba en ellos; el deseo largo tiempo contenido de

tomar su desquite contra el capital; tantos y tantos años de hambre y de sufrimiento, les

inspiraban deseos de sangre y exterminio.

Esteban encontró detrás de un cobertizo algunos cargadores que estaban llenando

un vagón de mineral.

-¿Queréis largaros de ahí con mil diablos? -les gritó-. ¡No saldrá de aquí ni un pedazo

de carbón!

Obedeciendo sus órdenes, acudió a aquel sitio un centenar de huelguistas y los

cargadores no tuvieron sino el tiempo indispensable para huir. Unos desengancharon los

caballos, que, espantados y fustigados por la multitud, salieron desbocados por aquellos

campos, en tanto que otros volcaban el vagón y lo hacían pedazos.

Levaque se había precipitado, hacha en mano, para romper la máquina de extracción.

Luego, variando de idea, pensó en destruir la vía férrea, y muy pronto todos sus

compañeros se entregaron a aquella tarea con verdadero ensañamiento. Maheu, que se

había apoderado de una barra de hierro, de la cual se servía contra los rieles como si

fuera una palanqueta, no fue de los que menos coadyuvaron a aquella obra de

destrucción.

Entre tanto, la Quemada, a la cabeza de las mujeres, invadía el departamento de las

luces, el suelo del cual se vio muy pronto lleno de linternas destrozadas y de pedazos de

cristal. La mujer de Maheu, fuera de sí, se ensañaba con tanta violencia como la de

Levaque. Todas estaban manchadas de aceite, y la Mouquette se limpiaba las manos en

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las faldas, riendo de verse tan sucia. Juan, por bromear, le había echado encima todo el

aceite de una alcuza.

Pero aquellos actos vengativos no daban de comer, no aplacaban el hambre. Los

estómagos gritaban cada vez más desconsolados, y entre aquel vocerío de aquelarre

dominaba el grito angustioso de:

-¡Pan, pan, pan!

Precisamente allí, en La Victoria, había una cantina establecida por un antiguo

capataz, el cual, asustado sin duda, habría huido, porque el tenducho estaba cerrado.

Cuando las mujeres salieron de la lampistería y los hombres creyeron haber destrozado

bastante la vía férrea, pusieron sitio a la barraca que servía de cantina, cuyas endebles

puertas cedieron muy pronto. Pero no encontraron allí pan; no vieron más que dos trozos

de carne cruda y un saco de patatas. Mientras unos se apoderaban de aquellas

provisiones, otros registraban hasta el último rincón de la barraca, y tropezaron con unos

cuarenta o cincuenta tarros de ginebra, que desaparecieron como agua sorbida por la

arena.

Esteban, que había acabado con el contenido de su cantimplora, la volvió a llenar.

Poco a poco fueron invadiendo sus facciones los síntomas de la embriaguez mala, la

embriaguez de los hambrientos. De pronto advirtió que Chaval, aprovechando el barullo,

había desaparecido, Gritó desaforadamente; algunos amigos suyos echaron a correr, y el

fugitivo fue encontrado con Catalina detrás de un montón de madera que había allí cerca.

-¡Ah, miserable canalla, temes comprometerte! -gritó Esteban-. ¡Tú eres quien anoche

en el bosque pedía la huelga hasta de los maquinistas, para que se inundaran las minas

cuando se detuvieran las bombas y ahora salimos con que te escondes para no secundar

nuestros planes!... Pues bien, canalla; vamos a ir otra vez a Gastón-María, y quiero que

por tu propia mano rompas la bomba. ¡Y la romperás! ¡Yo te lo aseguro!

Estaba ebrio, y él mismo lanzaba a las turbas contra aquella bomba que algunas

horas antes salvara de la destrucción.

-¡A Gastón-María! ¡A Gastón-María!!

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Todos, aclamándole frenéticamente, se precipitaron a obedecerle; mientras Chaval,

cogido por los hombros, arrastrado, empujado con violencia, seguía pidiendo que le

permitieran lavarse.

-¡Vete de aquí! -gritó Maheu a Catalina, que también había echado a correr junto a su

amante.

Pero esta vez ni se detuvo siquiera: lanzó a su padre una mirada ardiente de

reconvención, y siguió corriendo.

La partida de huelguistas se halló de nuevo en plena llanura. Desandaba lo andado

aquella mañana. Eran ya las cuatro de la tarde, y el sol, que iba desapareciendo por el

horizonte, alargaba las sombras de aquella horda de furiosos, dibujándolas en el

endurecido suelo de la carretera. Dieron la vuelta al pueblo de Montsou, y aparecieron al

otro lado del camino de Joiselle, pasando por delante de las tapias de la Piolaine.

Precisamente acababan de salir de su casa los señores de Grégoire para hacer una visita

al notario, antes de ir a comer en casa de los Hennebeau, donde debían reunirse con su

hija Cecilia. La mansión de los Grégoire parecía completamente dormida. No se notaba

en ella ni el más ligero movimiento: las ventanas estaban cerradas y de aquel silencio

tranquilo se desprendía una impresión de bienestar: la sensación patriarcal de una buena

cama, de una buena mesa, de una felicidad tranquila, en medio de las cuales se

desenvolvía la vida de sus propietarios.

Los huelguistas, sin detenerse, dirigieron sombrías miradas al edificio, y empezaron a

gritar de nuevo:

-¡Pan, pan, pan!

Solamente los perros contestaron con sus feroces ladridos; detrás de una persiana se

veía a la cocinera Melania y a la doncella Honorina, atraídas por aquel clamor, pálidas y

sudorosas de miedo, al ver desfilar a aquellos salvajes. Una y otra se hincaron de rodillas

y se creyeron muertas al oír el ruido de una piedra, una sola, que acababa de romper un

cristal de la ventana contigua. Era una broma de Juan, que, habiendo hecho una honda

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con un pedazo de cuerda, quiso saludar al paso a los señores Grégoire. Enseguida

empezó de nuevo a hacer ruido con su bocina '. mientras los huelguistas se alejaban

rápidamente y sin dejar de gritar:

-¡Pan, pan, pan!

Llegaron a Gastón-Maria; iban más de dos mil quinientos, locos furiosos, que lo

arrollaban todo a su paso con la terrible impetuosidad de un torrente desbordado. Los

gendarmes habían pasado por allí una hora antes, y habían seguido su camino en

dirección a Santo Tomás, con arreglo a las falsas noticias de los campesinos, sin tomar

siquiera la precaución de dejar allí unos cuantos soldados para guardar la mina. En

menos de un cuarto de hora los fuegos quedaron apagados, las calderas rotas, los

departamentos todos saqueados sin piedad. Pero a lo que principalmente se amenazaba

era a la bomba. No les bastaba que se detuviera al extinguirse el vapor, sino que se

ensañaban contra ella como si fuese una persona viva a quien quisieran asesinar.

-¡Tú darás el primer golpe! -repetía Esteban, poniendo en manos de Chaval un

martillo-. ¡Vamos! Para eso juraste con nosotros.

Chaval, temblando, retrocedía; y en la baraúnda que se produjo, se le cayó el martillo

de las manos, mientras los demás, furiosos, sin esperar y sin contenerse, rompían la

bomba a ladrillazos y a palos, con las barras de hierro, y con todo lo que encontraban a

mano. Las piezas de acero y de cobre se dislocaban como miembros de un mismo cuerpo

herido sin piedad, hasta que el agua se escapó de la caldera, y entonces los huelguistas

salieron tumultuosamente de allí, atropellando a Esteban, que no soltaba a Chaval, y

gritando como energúmenos.

-¡Muera el traidor! ¡Al pozo con él! ¡Al pozo!

El miserable, lívido de espanto, tartamudeaba explicaciones y súplicas, volviendo a

cada instante, con la obstinación de la estupidez, a su tema de la necesidad de lavarse y

cambiar de traje.

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-¡Espera un momento! -gritó la mujer de Levaque-. Si tanto lo necesitas, aquí tienes

barreño.

Había, en efecto, allí al lado, un charco procedente de las aguas de una filtración,

cubierto de espesa capa de hielo. Las turbas rompieron ésta, y obligaron a Chaval a

meter la cabeza en aquel agua helada.

-¡Mete la cabeza! -repetía la Quemada-. ¡Maldita sea!... ¡Si no la metes, te

zambullimos!... ¡Y ahora vas a beber ahí como los animales!

Tuvo que beber a cuatro patas. Todos se reían de un modo cruel. Una mujer le tiró de

las orejas; otra le arrojó a la cara un puñado de estiércol, el traje que llevaba estaba

hecho jirones, y el infeliz luchaba en vano por escapar de las garras de aquellos furiosos

que lo iban a matar.

Maheu le había dado muchos empujones, y su mujer era de las que más se

ensañaban contra él, desahogando así uno y otra el rencor que tenían: hasta la

Mouquette, que de ordinario era buena, sobre todo con los que habían sido amantes

suyos, se complacía en martirizarle, diciendo que no servía para nada, y amenazándole

con desnudarlo con objeto de ver si todavía era hombre. Pero Esteban la obligó a callar..

-¡Basta! -dijo-. No hay necesidad de que todos le atormenten... Éste es un asunto que

vamos a liquidar entre los dos.

Sus puños se cerraban con rabia, sus ojos se animaban con el furor del homicida,

pues la embriaguez en él degeneraba siempre en la necesidad de matar a alguien.

-¿Qué, estás ya dispuesto? Uno de los dos debe morir.. Dadle un cuchillo. Yo tengo

el mío.

Catalina, sin fuerza ya, horrorizada, le miraba, recordando las confidencias que le

hiciera en cierta ocasión a propósito de sus disposiciones de ánimo en cuanto bebía una

copa de más. De pronto se abalanzó hacia él, y abofeteándole con ambas manos, le gritó

indignada.

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-¡Cobarde! ¡Cobarde! ¡Cobarde! ¿Ésas son tus valentías? ¿Quieres matarle ahora

que ya no puede ni tenerse en pie?

Y volviéndose a su padre y a su madre, y a todos los demás:

-¡Sois unos cobardes! -exclamó-. Matadme a mí también. Si volvéis a tocarle, os

escupo a la cara y os salto los ojos. ¡Cobardes!

Y colocándose delante de su querido lo defendía con su cuerpo, olvidando los golpes

y los malos tratamientos, olvidando toda la vida de miseria que sufría, sin pensar más que

en que le pertenecía, puesto que se había ido con él, y que, por lo tanto, sería vergonzoso

permitir que le asesinasen.

Esteban se había puesto pálido al verse abofeteado por la muchacha. Primero,

estuvo a punto de estrangularla. Luego, se pasó la mano por la frente; y como si de pronto

hubiese rechazado la embriaguez que sufría, dijo a Chaval, en medio del profundo

silencio que se produjo:

-Tiene razón; basta ya de ensañamiento... ¡Lárgate de aquí!

Sin aguardar a que se lo repitieran, Chaval emprendió la huida, y Catalina echó a

correr detrás de él. La muchedumbre, conmovida, los vio desaparecer por un recodo del

camino. Sólamente la mujer de Maheu murmuraba:

-Habéis hecho mal en soltarlo, porque por supuesto cometerá alguna traición.

Pero los huelguistas habían emprendido de nuevo la marcha. Iban a dar las cinco; el

sol, de un rojo de fuego, incendiaba toda la llanura; un buhonero que pasaba en aquel

instante les dijo que los dragones bajaban por el camino de Crevecoeur.

Entonces se replegaron alrededor de Esteban, el cual hizo circular la orden de

encaminarse a Montsou.

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-¡A Montsou! -dijeron todos-. ¡A casa del director! ¡Pan, pan, pan!

V El señor Hennebeau se había asomado a la ventana de su despacho para ver salir el

carruaje que llevaba a su mujer a Marchiennes, pasando antes por casa de Grégoire y de

Deneulin, donde debía recoger a Cecilia, Lucía y la hermana de ésta. Con la vista siguió

un momento a Négrel, cuyo caballo trotaba a la portezuela del coche, y luego fue

tranquilamente a sentarse a su mesa de despacho. Cuando su mujer y su sobrino se

ausentaban, la casa parecía desierta. Precisamente aquel día el cochero guiaba el

carruaje de la señora; Rosa, la doncella, tenía permiso para salir hasta las cinco de la

tarde, y no quedaban en la casa más que Hipólito, el ayuda de cámara, que estaba

limpiando perezosamente las habitaciones, y la cocinera, a vueltas, desde el amanecer,

con sus guisados y con sus cacerolas, y entregada a los preparativos de la comida que

daban aquella tarde los señores a sus amigos. Así, que el señor Hennebeau se prometía

trabajar mucho, y aprovechar el tiempo, en medio de aquel silencio y aquella tranquilidad.

A eso de las nueve, aun cuando le habían dado orden de no recibir a nadie, Hipólito

se permitió anunciar a Dansaert, quien debía de tener noticias graves que comunicarle al

director. Entonces supo éste la reunión celebrada la víspera en el bosque de Vandame; y

los pormenores eran tales, que escuchaba al capataz con una ligera sonrisa pensando en

los amores de éste con la mujer de Pierron, tan públicos, que dos o tres anónimos por

semana llegaban a sus manos, denunciándole los excesos del capataz mayor;

evidentemente el marido había hablado, y aquella policía olía a policía de alcoba.

Aprovechó la ocasión para indicarle que lo sabía todo, y que se contentaba con

recomendarle la mayor prudencia, a fin de evitar un escándalo que le obligase a tomar

alguna determinación desagradable. Dansaert, asustado al verse descubierto, seguía

dando noticias y negando torpemente, mientras su descomunal nariz confesaba el crimen

poniéndose muy colorada. Por lo demás, no insistió mucho en sus negativas, satisfecho

de salir del paso a tan poca costa, porque, de ordinario, el director se mostraba de una

severidad implacable cuando algún empleado se permitía el lujo de galantear a alguna

mujer guapa de la familia de un minero. Continuó la conversación acerca de la huelga y

ambos interlocutores convinieron en que la reunión de la víspera no pasaba de ser una

nueva fanfarronada sin serias consecuencias. De todos modos, creía que los barrios de

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obreros no se mezclarían en la cuestión, aquel día por lo menos, a causa de la impresión

que en ellos habría producido el paseo militar de por la mañana.

No obstante, cuando el señor Hennebeau se vio nuevamente solo, estuvo a punto de

poner un telegrama al gobernador, mas el temor de dar inútilmente aquella prueba de

inquietud le contuvo. Ya no se perdonaba su falta de previsión, diciendo en todas partes y

escribiendo a los señores de la Compañía que la huelga no podía durar arriba de un par

de semanas. Con gran sorpresa suya duraba ya más de dos meses, lo cual le

desesperaba, porque se veía cada vez más comprometido, cada vez más en peligro de

perder la confianza de sus superiores, cada vez más en la necesidad de dar un golpe de

efecto. Había pedido instrucciones a sus jefes para el caso de un alboroto en regla y

esperaba la respuesta en el correo de aquel día. Pensaba que cuando llegase éste sería

tiempo de expedir telegramas para que las minas fuesen ocupadas militarmente, si tal era

la opinión de aquellos caballeros. Según él, semejante medida produciría, sin duda, una

colisión sangrienta, la responsabilidad de la cual le abrumaba de tal modo que le hacía

perder su habitual energía.

Hasta las once trabajó tranquilamente, sin que en la casa, desierta y silenciosa, se

oyese más ruido que el de la escoba de Hipólito, que allá, en el otro extremo de la casa,

debía estar limpiando alguna habitación. Luego recibió dos despachos: el primero

anunciándole que los huelguistas de Montsou habían invadido Juan-Bart; y el segundo,

dándole cuenta de los destrozos ocasionados por ellos en aquella mina. ¿Por qué habrían

ido a la de Deneulin, en vez de pagarla con una cualquiera de la Compañía? Pero, en fin,

después de todo, tal noticia no era para disgustarle, pues contribuiría a que se realizasen

los planes que de antiguo tenía la Sociedad de Montsou acerca de las minas de

Vandame.

Y a las doce almorzó, solo en el magnífico comedor, servido en silencio por su criado,

a quien no oía siquiera andar porque estaba en zapatillas. La soledad aumentaba las

preocupaciones, que, sin saber por qué, le atormentaban aquella mañana, cuando un

capataz que llegaba sin aliento, entró a darle parte de que los huelguistas se dirigían a

Mirou. Casi enseguida, hallándose tomando café, un telegrama le anunció que estaban

amenazadas también La Magdalena y Crevecoeur. Entonces su perplejidad fue

extraordinaria. El correo no llegaba hasta las dos; ¿debería pedir el auxilio de las tropas

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sin aguardar la respuesta del Consejo de Administración? ¿No sería mejor tener un poco

de paciencia, y obrar de acuerdo con las instrucciones que recibiese? Volvió a su

despacho, y quiso leer una comunicación que por encargo suyo debía haber dirigido

Négrel el día antes al Gobernador. Pero no pudo encontrarla, y suponiendo que acaso el

joven la había dejado en su cuarto, donde algunas noches trabajaba antes de acostarse,

subió a la habitación de su sobrino, con ánimo de buscar aquel papel.

Al entrar en ella, el señor Hennebeau tuvo una sorpresa: el cuarto no estaba

arreglado todavía, sin duda por olvido o por pereza de Hipólito que, a causa de la salida

de la criada, tenía la obligación aquel día de limpiar toda la casa. Reinaba en la habitación

ese colorcito de toda una noche durante la cual no había sido apagada la estufa, y se

notaba un olor de perfume fortísimo, que supuso salía de la cubeta de las aguas de

lavarse, que estaba todavía allí. La habitación se hallaba en el mayor desorden: ropa por

todas partes, toallas húmedas echadas en los respaldos de las sillas, la cama deshecha, y

una sábana caída, arrastrando por la alfombra. En el primer momento no tuvo para todo

aquello más que una mirada indiferente y distraída; y dirigiéndose a una mesita que había

delante del balcón, y que estaba llena de papeles, empezó a buscar el borrador que

necesitaba. Por dos veces miró uno a uno todos los papeles: decididamente no estaba

allí. ¿Dónde diablos lo había metido aquel cabeza de chorlito?

Y cuando el señor Hennebeau buscaba con la vista en cada uno de los muebles, vio

en la deshecha cama un objeto extraño que brillaba y que le llamó la atención.

Maquinalmente se aproximó a él, y extendió la mano. Era un frasquito de oro, que se

hallaba entre dos pliegues de la arrugada sábana. Enseguida advirtió que era el frasquito

de éter de la señora de Hennebeau, quien jamás se separaba de él. Pero aún no

comprendía d qué modo aquel objeto podía haber ido a parar a la cama de Pablo. D-,

pronto se puso pálido como un muerto: adivinó que su mujer había dormido allí.

-Usted perdone -,murmuró la voz de Hipólito, que se asomaba a la puerta-; he visto

subir al señor..

El criado entró, y quedó consternado al ver el desorden que reinaba en el cuarto.

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-¡Dios mío, es verdad que no había arreglado aún la habitación del señorito Pablo!

¡Es claro!, ¡como Rosa se ha ido, dejándolo todo a cargo mío!...

El señor de Hennebeau, que había escondido el frasquito en una mano, lo estrujaba

Curiosamente.

-¿Qué quieres?

-Señor, otro hombre que desea verle... Viene de Crevecoeur, y trae una carta.

-Bueno; déjame. Dile que espere.

¡Su mujer había dormido allí! Después de correr el cerrojo por dentro, abrió la mano, y

contempló el frasquito, que había dejado impresa su huella en la carne. De pronto lo

comprendió todo, se lo explicó todo; tal infamia venía ocurriendo hacía meses en su casa.

Recordó su antigua sospecha, el crujir de puertas y el ruido de pasos por la mullida

alfombra. Sí, ¡eran los de su mujer, que subía a dormir allí!

Caído sobre una silla cerca de la cama, que contemplaba con expresión de idiota,

permaneció mucho rato como anonadado. Un ruido le sacó de su ensimismamiento:

llamaban a la puerta. Era Hipólito otra vez.

-¡Señor!... ¡Ah!, el señor ha cerrado... -¿Qué hay?

-Parece que la cosa urge, y que los obreros lo destrozan todo. Abajo hay otros dos

hombres esperando. También han llegado varios telegramas.

-¡Id al diablo!... ¡Ahora bajaré!

La idea de que Hipólito hubiese encontrado el frasquito de éter en aquel sitio, si

hubiese hecho la cama por la mañana, le llenaba de espanto. Es verdad que aquel criado

debía de saberlo todo; que veinte veces había encontrado aquella cama caliente todavía

del adulterio: que habría visto cabellos de su mujer esparcidos por la almohada, y huellas

abominables manchando las sábanas. Indudablemente insistía tanto en subir ahora por

pura mala intención. Quizás alguna vez habría estado allí mirando por el agujero de la

cerradura y complaciéndose al pensar en la deshonra de su amo.

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El señor Hennebeau quedó inmóvil nuevamente. Se había vuelto a dejar caer sobre la

silla, y no apartaba su mirada de aquella maldita cama. Todo su largo pasado de

desventuras acudió a su mente; su matrimonio con aquella muchacha, su inmediata

separación moral y material, los amantes que ella había tenido sin que él lo sospechase,

el otro que le había tolerado durante diez años, como se tolera a una enferma un gusto

inmundo. Luego recordaba su llegada a Montsou, su esperanza loca de verla, curada, los

meses de languidez y aburrimiento en aquel destierro, y, por fin, la proximidad de la vejez

que se la iba a devolver. Luego llegaba su sobrino, aquel Pablo de quien ella se convertía

en madre cariñosa, al cual hablaba de su corazón muerto y enterrado en cenizas para

siempre. Y él, marido imbécil, no preveía nada, adoraba a aquella mujer que era la suya,

que otros hombres habían poseído, que solamente él no podía tocar, la adoraba con

vergonzosa pasión, hasta el punto de caer de rodillas a sus pies, sólo porque le diese las

sobras de los demás. ¡Y esas sobras se las daba ahora a su sobrino!

En aquel momento un campanillazo que sonó a lo lejos hizo estremecer al señor

Hennebeau. Lo conoció enseguida: era la señal que según sus órdenes hacían siempre a

la llegada del cartero. Se levantó, habló en voz alta, dejando escapar insultos groseros

que a su pesar salían a borbotones por entre los apretados labios.

-¡Ah! ¡Qué me importan, qué me importan esos telegramas y esas cartas! -murmuró.

Un furor sordo le invadía, la necesidad de una cloaca donde hundir a talonazos tanta

suciedad. Aquella mujer era una infame canalla, y buscaba palabrotas que dirigirle como

para insultarla de un modo mortal. El recuerdo brusco de la boda que entre Pablo y

Cecilia Grégoire perseguía ella con la sonrisa en los labios, acabó de exasperarle. De

modo que en el fondo de aquella terrible sensualidad no había ni la excusa de la pasión,

ni celos siquiera. No se trataba evidentemente más que de la necesidad de un hombre, de

un recreo buscado como se busca un postre al que uno se acostumbra. Y Hennebeau la

acusaba de todo, casi disculpaba al sobrino, en el cual había mordido ella, en aquel

despertar de su apetito desenfrenado, como se muerde en una fruta verde robada en un

camino. ¿A quién se comería, a dónde iría a parar cuando no encontrase sobrinos

complacientes, lo bastante prácticos para aceptar de su familia mesa, cama y mujer?

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Volvieron a llamar tímidamente a la puerta, y la voz de Hipólito se permitió decir por el

agujero de la cerradura:

-Señor, el correo... Y también ha vuelto el señor Dansaert, quien asegura que andan

matando gente por ahí.

-¡Ya voy, por Dios!

¿Qué haría? Echarlos a la calle cuando volviesen de Marchiennes, como se echa a

dos bichos asquerosos que no quiere uno tener en su casa. Sí, decididamente los

insultaría, prohibiéndoles penetrar más en la casa. El aire de aquel cuarto estaba

emponzoñado por sus suspiros, por sus alientos confundidos; el olor sofocante que

advirtiera al entrar, era el olor que exhalaba el cuerpo de su mujer, aficionada a los

perfumes fuertes, que eran en ella otra necesidad carnal: y notaba el calor, el olor del

adulterio vivo, que se delataba en todas partes, en las aguas del lavabo, en el desorden

de la cama, en los muebles, en la habitación entera apestada de vicio. El furor de la

impotencia le lanzó contra la cama, a la cual empezó a dar puñetazos con verdadero

frenesí, ensañándose contra aquellas ropas arrugadas por una noche entera de amor.

Pero de pronto le pareció oír a Hipólito, que subía de nuevo, y la vergüenza le

contuvo. Aún permaneció allí un momento, enjugándose el sudor de la frente, procurando

tranquilizarse, y hacer que le latiese con menos violencia el corazón. En pie, delante de

un espejo, contemplaba su rostro tan descompuesto por el dolor y la ira, que él mismo no

lo hubiese reconocido. Luego, cuando hubo logrado calmarse un poco por un esfuerzo

supremo de la voluntad, bajó lentamente la escalera.

Abajo le esperaban cinco emisarios, sin contar a Dansaert. Todos le llevaban noticias

de una gravedad terrible acerca del giro que iba tomando la huelga; y el capataz mayor le

relató con muchos pormenores lo sucedido en Mirou, donde no se habían cometido

excesos, gracias a la actitud del viejo Quandieu. El señor Hennebeau le escuchaba

asintiendo con un movimiento de cabeza; pero no le comprendía, porque su espíritu todo

se había quedado allá arriba, en la alcoba de su sobrino. Al cabo de un instante los

despidió, diciéndoles que adoptaría las medidas necesarias. Cuando se vio solo, y de

nuevo sentado ante la mesa de despacho, pareció ensimismarse, con la cabeza entre las

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manos, y tapándose los ojos. Como estaba allí el correo, se decidió a buscar la carta que

estaba esperando, la respuesta del Consejo de Administración, cuyas letras parecieron

danzar a su vista. Pero al fin pudo leer, no sin alguna dificultad, y creyó que aquellos

señores deseaban una algarada: ciertamente no le decían que empeorase la situación;

pero dejaban traslucir su parecer de que los disturbios y trastornos, cuanto más

escandalosos, mejor acabarían con la huelga, provocando una represión enérgica. Desde

aquel momento, ya no vaciló; envió telegramas a todas partes, al gobernador de Lille, al

jefe de las tropas acantonadas en Douai, al comandante de la gendarmería de

Marchiennes. Aquello era un consuelo, porque nada tenía que hacer más que encerrarse,

para lo cual hizo circular el rumor de que estaba indispuesto. Y toda la tarde se escondió

en su despacho, sin recibir a nadie, limitándose a leer los telegramas y las cartas que

seguían llegando por docenas. Así fue como pudo seguir paso a paso los movimientos de

los huelguistas, yendo desde La Magdalena a Crevecoeur, de Crevecoeur a La Victoria,

de La Victoria a Gastón-María. Por otro lado, recibía noticias de¡ error de los gendarmes y

dragones, los cuales, engañados por la gente del campo, iban siempre en dirección

contraria a la que seguían los revoltosos. El señor Hennebeau, a quien tenía sin cuidado

que se hundiese el mundo y que se matara la humanidad entera, había vuelto a dejar caer

la cabeza entre las manos, abismado en el silencio profundo que reinaba en la desierta

vivienda, donde sólo de cuando en cuando percibía el ruido que con las cacerolas hacía la

cocinera, ocupadísima en preparar la comida para aquella tarde.

Ya el crepúsculo oscurecía la habitación; serían las cinco cuando un estruendo

espantoso estremeció al señor Hennebeau, que continuaba con los codos encima de los

papeles, silencioso, inmóvil, inerte. Creyó que llegaban ya los dos miserables. Pero el

tumulto aumentaba; estalló una gritería espantosa, terrible, imponente, y en el instante en

que se asomaba a la ventana, oyéronse gritos de:

-¡Pan, pan, pan!

Eran los huelguistas que invadían Montsou, mientras los gendarmes, creyendo en un

ataque contra la Voreux, galopaban de espaldas adonde hacían falta, para ocupar

militarmente la referida mina.

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Precisamente a dos kilómetros de las primeras casas, un poco más allá del sitio

donde cruzaban la carretera y el camino de Vandame, la señora de Hennebeau y las

señoritas a quienes acompañaba, acababan de ver pasar las turbas de huelguistas

amotinados. El día en Marchiennes había transcurrido alegremente; habían tenido un

buen almuerzo en casa del director de la fábrica; luego una interesante visita a los talleres

de una fábrica contigua, que les ocupó toda la tarde; y cuando al fin regresaban a su casa

a la caída de la tarde de aquel sereno día de invierno, Cecilia había tenido el capricho de

beber un vaso de leche al pasar por una casa de campo. Todos se apearon del carruaje;

Négrel echó pie a tierra también, mientras la campesina, admirada de verse favorecida

por aquellos señores, se apresuraba a servirlos, y decía que deseaba sacar un mantel

limpio para ponerles la mesa. Pero como Lucía y Juana querían ver ordeñar la leche,

fueron todos al establo con vasos, y se divirtieron mucho, llenando cada cual su vaso

directamente de la ubre.

La señora de Hennebeau, con aquel aire maternal que no abandonaba nunca, tocaba

apenas con los labios el borde del vaso. De pronto un ruido extraño, un rugido de

tempestad que sonaba en el campo, los puso en cuidado.

-¿Qué será eso? -dijeron.

El establo, que se hallaba fuera de la granja y casi a orillas de la carretera, tenía una

puerta muy grande para carros. Las jóvenes sacaron por allí la cabeza, y se quedaron

asombradas al ver, allá a lo lejos, por la izquierda, una muchedumbre compacta y agitada,

que desembocaba por el camino de Vandame.

-¡Diablo! -murmuró Négrel, asomándose a su vez-. ¿Si acabará esta gente por

enfadarse de verdad?

-Probablemente son los carboneros que vuelven a pasar -dijo la mujer de la granja-.

Ya van dos veces que los vemos. Parece que las cosas no van bien, y que son los amos

de toda la comarca.

Hablaba con temerosa prudencia, observando en los rostros de aquellos señores el

efecto de sus palabras; y cuando se dio cuenta del espanto de todos, la profunda

ansiedad que les producía aquel encuentro, se apresuró a añadir:

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-¡Qué canallas! ¡Qué infames!

Négrel, viendo que era demasiado tarde para tomar el carruaje otra vez y llegar a

Montsou, dio orden al cochero de que metiese el coche en el corral de la granja, que era

buen escondite, y él mismo ató allí su caballo, al cual tenía un chiquillo de la brida.

Cuando volvió a reunirse con las señoras vio que su tía y las tres jóvenes, asustadísimas,

se disponían a seguir a la mujer de la granja, quien les ofrecía esconderlas en su casa.

Pero el ingeniero opinó que estaban allí más seguros, porque nadie había de irles a

buscar a la cuadra. La puerta cochera sin embargo cerraba muy mal, y tenía tales

rendijas, que desde dentro podía verse fácilmente cuanto ocurría en el camino.

-¡Vamos, valor! -dijo Pablo, tratando de echar a broma aventura tan desagradable-.

¡Venderemos cara la vida, si es necesario! -añadió sonriendo.

Pero la broma agrandó el miedo de las señoras. El estrépito y la gritería iban en

aumento. Nada se veía aún; pero del camino vacío parecía soplar un viento de

tempestad, semejante a esas ráfagas bruscas que preceden a las grandes tormentas.

-No, no quiero ver nada -dijo Cecilia, escondiéndose detrás de un montón de paja, y

tapándose los ojos con las manos, como hacía para no ver los relámpagos en los días de

tormenta.

La señora de Hennebeau, muy pálida, encolerizada contra aquellas gentes, que por

segunda vez le echaban a perder un día de diversión, permanecía inmóvil, con cara

adusta y expresiva mirada de cólera, mientras Lucía y Juana a pesar de su temblor

aplicaban los ojos a las rendijas, deseosas de no perder nada del espectáculo que se

preparaba.

Los rugidos de los amotinados crecían; Juan apareció delante de todos, imitando con

la bocina extraños toques de corneta.

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-Coged los pomitos de sales, que el pueblo huele bastante mal -murmuró Négrel,

quien, a pesar de sus ideas republicanas, gustaba de bromear con las señoras a costa de

la gente baja.

Pero aquel chiste suyo se perdió en el huracán de gestos y de gritos. Habían

aparecido las mujeres, ¡cerca de mil mujeres!, con los cabellos desgreñados por la

violencia de la carrera, enseñando la carne, mal tapada por sus andrajosas faldas.

Algunas llevaban criaturas de pecho en brazos, y las levantaban en alto, agitándolas

como si fuesen una bandera de duelo y de venganza. Otras, más jóvenes, blandían palos,

mientras las más viejas, horribles de miseria y de cinismo, gritaban con tal furia, que las

venas y los músculos del cuello se les señalaban como si fueran a romperse. Y detrás de

ellas llegaron los hombres, dos mil locos furiosos, aprendices, cortadores de arcilla,

cargadores; una masa compacta, movida por el mismo impulso, compuesta de individuos

que se apiñaban de tal suerte, que no se distinguía ni los descoloridos calzones, ni las

blusas desgarradas y sucias, confundidos con el color terroso del camino. Todos los ojos

chispeaban, no se veían más que los negros agujeros de las bocas abiertas para entonar

La Marsellesa, cuyas estrofas se perdían en un rugido colosal y confuso, acompañadas

por el ruido acompasado que producían los zuecos en el endurecido suelo de la carretera.

Por encima de las cabezas, entre el bosque de barras de hierro y de palos agitados

Curiosamente, se distinguía un hacha; ésta, que era la única arma que llevaban, era como

el estandarte de aquella horda salvaje, y presentaba, al destacarse sobre el fondo azul del

cielo el perfil de la cuchilla de una guillotina.

-¡Qué caras tan terribles! -balbuceó la señora de Hennebeau.

Négrel se esforzaba por sonreír todavía; pero el miedo se iba apoderando de él, y

sólo pudo decir entre dientes:

-¡Qué el diablo me lleve, si conozco a uno solo de ellos! ¿De dónde saldrán esos

bandidos?

Y, en efecto, el furor, la cólera y el hambre, aquellos dos meses de terribles

sufrimientos y aquella vertiginosa carrera que duraba ya muchas horas, habían convertido

los pacíficos semblantes de los mineros de Montsou en verdaderos hocicos de fiera. En