Los relatos de orígenes La influencia de la mitología en ... · La historia está llena de...

27
Literatura Prof. Milagros Benítez 4º año La cosmovisión mítica Los relatos de orígenes La influencia de la mitología en autores contemporáneos

Transcript of Los relatos de orígenes La influencia de la mitología en ... · La historia está llena de...

Literatura Prof. Milagros Benítez

4º año

La cosmovisión mítica

Los relatos de orígenes

La influencia de la mitología en

autores contemporáneos

Colección Para seguir aprendiendo. Material para alumnos 1Ministerio de Educación - e d u c . a r

Área: Lengua

Nivel: Polimodal

Contenido: Literatura

N a rrativa. Mito¿Qué es un mito?

Leyendo mitos ajenos

El grupo humano que crea un mito, lo cuenta y escucha como un relato verdadero, sagrado, ejem-plar y significativo. Pero este valor sustancial se pierde cuando ese mito es relatado por otro grupocultural, porque ese otro grupo tiene sus propios mitos que explican las mismas cosas de otra ma-nera. Por lo tanto, los que no se adecuan a su forma de ver el mundo son tildados de invenciones,ficciones, mentiras y, en algunos casos, se llega a destruirlos. La historia está llena de ejemplos enlos que un grupo con más poder aniquiló los textos fundamentales de otro. El Popol Vuh, librosagrado de los mayas, fue quemado junto con otros libros por los españoles por orden del obispoDiego de Landa. Años más tarde, el funcionario narró esta quema de la siguiente forma:

“Hallámosle gran número de libros... y porque no tenían cosa en que no hubiese supers-ticiones y falsedades del demonio, se lo quemamos todo, lo cual... les dio mucha pena.”

Los mitos y otros textos

Los mitos suelen confundirse con las leyendas, los cuentos populares e, incluso, las anécdotas.Si bien para una cultura que “importa” esos relatos de otra, las diferencias entre estas clases de tex-tos son inexistentes, para los integrantes de la cultura que los creó los mitos son narraciones oralesque se distinguen del resto de los relatos por muchas razones...

• Son sentidos como sagrados y verdaderos.

• No se relatan para entretener ni divertir, sino para transmitir un conocimiento fundamental.

• No se cuentan en cualquier momento, sino en ceremonias rituales como el casamiento, la ini-ciación a la vida adulta, la muerte o en otros momentos muy especiales, porque los mitos seviven, constituyen una experiencia religiosa.

• Llevan a los oyentes a otro tiempo, el de los orígenes, el de los seres sobrenaturales que partici-paron en la creación de todo lo que existe.

• Explican cómo todas las cosas comenzaron a existir: los astros, el agua, el fuego, la muerte, lasenfermedades, el hombre y la mujer, el amor, una montaña, una manera de trabajar...

• Indican cómo interpretar el mundo: ¿Cuál es la relación que existe entre los padres y los hijos,los esposos, los amigos? ¿Qué pasa después de que nos morimos? ¿Por qué sale el sol cada día?¿Cuándo se considera que un chico es adulto? ¿Cuáles son los límites del poder de los hombres?¿Cuál es el sentido de la existencia?

• Son ejemplares, en otras palabras, explican aspectos importantes de las relaciones sociales entrelas personas contando cómo se produjeron por primera vez la justicia, el matrimonio, la cocciónde alimentos, el entierro de los muertos, los sacrificios religiosos.

• Esa interpretación del mundo es común a todo el grupo cultural.

• No son relatos aislados, sino que un mito forma parte, junto con otros, de un sistema mayor quese llama “mitología”.

Adaptado de: L. Otañi. y M. Gaspar,

Cosmologías y paladines. Antología de mitos universales (en proceso de revisión).

En el texto se dan muchas características del mito. ¿Pueden construir a partir de ellas una definicióndel término “mito”?

“A las puertas del Olimpo”: Actividades

1. Respondé en tu carpeta.

A. ¿Quién y cómo creó a los hombres según el mito griego del origen?

B. ¿Por qué Prometeo causó el enojo de los dioses?

C. ¿Qué contenía la caja de Pandora y qué aconteció luego de que se abriera?

D. ¿Sabían los dioses que Pandora abriría la caja? ¿Por qué?

2. Indicá si estas afirmaciones son verdaderas (V) o falsas (F) y justificá con una cita textual.

A. Los dioses griegos eran temerosos de sus hijos. ____

B. Crearon a los hombres iguales a sí mismos. ____

C. Regían las acciones de las personas. ____

D. Si se enojaban, eran muy rencorosos. _____

3. Da ejemplos de “A las puertas del Olimpo” que justifiquen la siguiente afirmación.

Un elemento característico de algunas cosmogonías o relatos de los orígenes es que el orden en el mundo no

ocurre de forma instantánea, sino que se da por etapas progresivas en las que surgen criaturas monstruosas o

imperfectas hasta lograr por fin que el desorden desaparezca.

4. Completá el siguiente cuadro.

“A las puestas del Olimpo”

La tierra antes de la aparición del hombre.

Características de los dioses creadores y relaciones entre

ellos.

El hombre final: material y características.

El rol de la mujer.

5. Consigna de escritura: escribí un relato con tu versión mítica sobre el origen del mundo y sus primeras

criaturas.

Primero, imaginá un mundo nuevo que haya sido creado de la nada por dos dioses de ideas enfrentadas.

Luego, respondé las siguientes preguntas:

* ¿Cómo son esos dioses? ¿Qué poderes sobrenaturales tienen? ¿Cómo colaborará cada uno de ellos en la

creación?

* ¿Cómo es el lugar creado?

*¿Cuántos inventos llevarán a cabo antes de conformar sus primeras criaturas? ¿Por qué fracasarán?

*¿Qué anécdota o aventura protagonizarán estos primeros seres?

Por último, con toda la información que desarrollaste, creá tu propia cosmogonía, pero ¡atención!, el relato

no puede tener menos de una carilla y media de extensión.

Teogonía [versos 453 – 507] Hesíodo

Hijos de Rea y Cronos

Rea, entregada a Cronos, tuvo famosos hijos: Histia, Deméter, Hera de áureas sandalias, el

poderoso Hades que reside bajo la tierra con implacable corazón, el resonante Ennosigeo y

el prudente Zeus, padre de dioses y hombres, por cuyo trueno tiembla la anchurosa tierra.

A los primeros se los tragó el poderoso

Cronos según iban viniendo a sus rodillas desde el sagrado vientre de su madre,

conduciéndose así para que ningún otro de los ilustres descendientes de Urano tuviera

dignidad real entre los Inmortales. Pues sabía por Gea y el estrellado Urano que era su

destino sucumbir a manos de su propio hijo, por poderoso que fuera, víctima de los planes

del gran Zeus. Por ello no tenía descuidada la vigilancia, sino que, siempre al acecho, se iba

tragando a sus hijos; y Rea sufría terriblemente.

Pero cuando ya estaba a punto de dar a luz a Zeus, padre de dioses y hombres, entonces

suplicó enseguida a sus padres, los de ella, Gea y el estrellado Urano, que le ayudaran a

urdir un plan para tener ocultamente el parto de su hijo y vengar las Erinias de su padre y

de los hijos que se tragó el poderoso Cronos de mente retorcida.

Aquéllos escucharon atentamente a su hija y la obedecieron; la pusieron ambos al corriente

de cuanto estaba decretado que ocurriera respecto al rey Cronos y a su intrépido hijo, y la

enviaron a Licto, a un rico pueblo de Creta, cuando ya estaba a punto de parir al más joven

de sus hijos, el poderoso Zeus. A éste le recogió la monstruosa Gea para criarlo y cuidarlo

en la espaciosa Creta.

Allí se dirigió, llevándole, al amparo de la rápida negra noche, en primer lugar, a Licto. Le

cogió en sus brazos y le ocultó en una profunda gruta, bajo las entrañas de la divina tierra,

en el monte Egeo de densa arboleda. Y envolviendo en pañales una enorme piedra, la puso

en manos del gran soberano Uránida, rey de los primeros dioses. Aquél la agarró entonces

con sus manos y la introdujo en su estómago, ¡desgraciado! No advirtió en su corazón que,

a cambio de la piedra, se le quedaba para el futuro su invencible e imperturbable hijo, que

pronto, venciéndole con su fuerza y sus propias manos, iba a privarle de su dignidad y a

reinar entre los Inmortales. Rápidamente crecieron luego el vigor y los hermosos miembros

del soberano. Y al cabo de un año echó fuera de nuevo su prole el poderoso Cronos de

mente retorcida, engañado por las hábiles indicaciones de Gea, vencido por la fuerza y

habilidad de su hijo. Primero vomitó la piedra, ultima cosa que se tragó; y Zeus la clavó

sobre la anchurosa tierra, en la sacratísima Pito, en los valles del pie del Parnaso,

monumento para la posteridad, maravilla para los hombres mortales.

Libró a sus tíos paternos de sus dolorosas cadenas, a los Uránidas Brontes, Estéropes y el

vigoroso Arges, a los que insensatamente encadenó su padre; aquéllos le guardaron gratitud

por sus beneficios y le regalaron el trueno, el llameante rayo y el relámpago; antes los tenía

ocultos la enorme Gea, y con ellos seguro gobierna a mortales e inmortales.

LOS HECHOS DE LOS HÉROES

Teseo y Ariadna

Aquella noche, Egeo, el anciano rey de Atenas, parecía tan triste y tan preocupado que su hijo Teseo le preguntó:

—¡Qué cara tienes, padre...! ¿Acaso te aflige algún problema?—¡Ay! Mañana es el maldito día en que debo, como cada año, enviar siete

doncellas y siete muchachos de nuestra ciudad al rey Minos, de Creta. Esos desdichados están condenados...

—¿Condenados? ¿Para expiar qué crimen deben, pues, morir?—¿Morir? Es bastante peor: ¡serán devorados por el Minotauro!Teseo reprimió un escalofrío. Tras haberse ausentado durante largo tiempo de

Grecia, acababa de llegar a su patria; sin embargo, había oído hablar del Minotauro. Ese monstruo, decían, poseía el cuerpo de un hombre y la cabeza de un toro; ¡se alimentaba de carne humana!

—¡Padre, impide esa infamia! ¿Por qué dejas perpetuar esa odiosa costumbre?—Debo hacerlo —suspiró Egeo—. Mira, hijo mío, he perdido tiempo atrás la

guerra contra el rey de Creta. Y, desde entonces, le debo un tributo: cada año, catorce jóvenes atenienses sirven de alimento a su monstruo...

Con el ardor de la juventud, Teseo exclamó:—En tal caso, ¡déjame partir a esa isla! Acompañaré a las futuras víctimas.

Enfrentaré al Minotauro, padre. Lo venceré. ¡Y quedarás libre de esa horrible deuda!Con estas palabras, el viejo Egeo tembló y abrazó a su hijo.—¡Nunca! Tendría demasiado miedo de perderte.Una vez, el rey había estado a punto de envenenar a Teseo sin saberlo; se trataba

de una trampa de Medea, su segunda esposa, que odiaba a su hijastro.—No. ¡No te dejaré partir! Además, el Minotauro tiene fama de invencible. Se

esconde en el centro de un extraño palacio: ¡el laberinto! Sus pasillos son tan numerosos y están tan sabiamente entrelazados que aquellos que se arriesgan no descubren nunca la salida. Terminan dando con el monstruo... que los devora.

Teseo era tan obstinado como intrépido. Insistió, se enojó, y luego, gracias a sus demostraciones de cariño y a su persuasión, logró que el viejo rey Egeo, muerto de pena, terminara cediendo.

A la mañana, Teseo se dirigió con su padre al Pireo, el puerto de Atenas. Estaban acompañados por jóvenes para quienes sería el último viaje. Los habitantes miraban pasar el cortejo; algunos gemían, otros mostraban el puño a los emisarios del rey Minos que encabezaban la siniestra fila.

Pronto, la tropa llegó a los muelles donde había una galera de velas negras atracada.

—Llevan el duelo —explicó el rey—. Ah... hijo mío... si regresas vencedor, no olvides cambiarlas por velas blancas. ¡Así sabré que estás vivo antes de que atraques!

Teseo se lo prometió; luego, abrazó a su padre y se unió a los atenienses en la nave.

Una noche, durante el viaje, Poseidón, el dios de los mares, se apareció en sueños a Teseo. Sonreía.

—¡Valiente Teseo! —le dijo—. Tu valor es el de un dios. Es normal: eres mi hijo con el mismo título que eres el de Egeo1...1 La madre de Teseo había sido tomada a la fuerza por Poseidón la noche de su boda.

31

Teseo oyó por primera vez el relato de su fabuloso nacimiento.—¡Al despertar, sumérgete en el mar! —le recomendó Poseidón—. Encontrarás

allí un anillo de oro que el rey Minos ha perdido antaño.Teseo emergió del sueño. Ya era de día A lo lejos ya se divisaban las riberas de

Creta.Entonces, ante sus compañeros estupefactos, Teseo se arrojó al agua. Cuando

tocó el fondo, vio una joya que brillaba entre los caracoles. Se apoderó de ella, con el corazón palpitante. De modo que todo lo que le había revelado Poseidón en sueños era verdad: ¡él era un semidiós!

Este descubrimiento excitó su coraje y reforzó su voluntad.Cuando el navío tocó el puerto de Cnosos, Teseo divisó entre la multitud al

soberano, rodeado de su corte. Fue a presentarse:—Te saludo, oh poderoso Minos. Soy Teseo, hijo de Egeo.—Espero que no hayas recorrido todo este camino para implorar mi clemencia

—dijo el rey mientras contaba con cuidado a los catorce atenienses.—No. Sólo tengo un anhelo: no abandonar a mis compañeros.Un murmullo recorrió el entorno del rey. Desconfiado, este examinó al recién

llegado. Reconociendo el anillo de oro que Teseo llevaba en el dedo, se preguntó, estupefacto, gracias a qué prodigio el hijo de Egeo había podido encontrar esa joya. Desconfiado, refunfuñó:

—¿Te gustaría enfrentar al Minotauro? En tal caso, deberás hacerlo con las manos vacías: deja tus armas.

Entre quienes acompañaban al rey se encontraba Ariadna, una de sus hijas. Impresionada por la temeridad del príncipe, pensó con espanto que pronto iba a pagarla con su vida. Teseo había observado durante un largo tiempo a Ariadna. Ciertamente, era sensible a su belleza. Pero se sintió intrigado sobre todo por el trabajo de punto que llevaba en la mano.

—Extraño lugar para tejer —se dijo.Sí, Ariadna tejía a menudo, cosa que le permitía reflexionar. Y sin sacarle los

ojos de encima a Teseo, una loca idea germinaba en ella...—Vengan a comer y a descansar —decretó el rey Minos—. Mañana serán

conducidos al laberinto.Teseo se despertó de un sobresalto: ¡alguien había entrado en la habitación

donde estaba durmiendo! Escrutó en la oscuridad y lamentó que le hubieran quitado su espada. Una silueta blanca se destacó en la sombra. Un ruido familiar de agujas le indicó la identidad del visitante:

—No temas nada. Soy yo: Ariadna.La hija del rey fue hasta la cama, donde se sentó. Tomó la mano del muchacho.—¡Ah, Teseo —le imploró—, no te unas a tus compañeros! Si entras en el

laberinto, jamás saldrás de él. Y no quiero que mueras...Por los temblores de Ariadna, Teseo adivinó qué sentimientos la habían

empujado a llegar hasta él esa noche. Perturbado, murmuró:—Sin embargo, Ariadna, es necesario. Debo vencer al Minotauro.—Es un monstruo. Lo detesto. Y, sin embargo, es mi hermano...—¿Cómo? ¿Qué dices?—Ah, Teseo, déjame contarte una historia muy singular...La muchacha se acercó al héroe para confiarle:—Mucho antes de mi nacimiento, mi padre, el rey Minos, cometió la

imprudencia de engañar a Poseidón: le sacrificó un miserable toro flaco y enfermo en vez de inmolarle el magnífico animal que el dios le había enviado. Poco después, mi

32

padre se casó con la bella Pasífae, mi madre. Pero Poseidón rumiaba su venganza. En recuerdo de la antigua afrenta que se había cometido contra él, le hizo perder la cabeza a Pasífae y la indujo a enamorarse... ¡de un toro! ¡La desdichada llegó, incluso, a mandar construir una carcasa de vaca con la cual se disfrazaba, para unirse al animal que amaba!

—¡Qué horrible estratagema!—La continuación, Teseo, la adivinas —concluyó Ariadna temblando—. Mi

madre dio nacimiento al Minotauro. Mi padre no podía decidirse a matar a ese monstruo; pero quiso esconderlo para siempre de la vista de todos. Convocó al más hábil de los arquitectos, Dédalo, que concibió el famoso laberinto...

Impresionado por este relato, Teseo no sabía qué decir.—No creas —agregó Ariadna— que quiero salvar al Minotauro. ¡Ese devorador

de hombres merece mil veces la muerte!—Entonces, lo mataré.—Si llegaras a hacerlo, nunca encontrarías la salida del laberinto.Un largo silencio se produjo en la noche. De repente, la muchacha se acercó aún

más al joven y le dijo:—¿Teseo? ¿Si te facilitara el medio de encontrar la salida del laberinto, me

llevarías de regreso contigo?El héroe no respondió. Por cierto, Ariadna era seductora, y la hija de un rey.

Pero él había ido hasta esa isla no para encontrar allí una esposa, sino para liberar a su país de una terrible carga.

—Conozco los hábitos del Minotauro —insistió—. Sé cuáles son sus debilidades y cómo podrías acabar con él. Pero esa victoria tiene un precio: ¡me sacas de aquí y me desposas!

—De acuerdo. Acepto.Ariadna se sorprendió de que Teseo aceptara tan rápidamente. ¿Estaba

enamorado de ella? ¿O se sometía a una simple transacción? ¡Qué importaba!Le confió mil secretos que le permitirían vencer a su hermano al día siguiente. Y

el ruido de su voz se mezclaba con el obstinado choque de sus agujas: Ariadna no había dejado de tejer.

Frente a la entrada del laberinto, Minos ordenó a los atenienses:—¡Entren! Es la hora...Mientras los catorce jóvenes aterrorizados penetraban uno tras otro en el extraño

edificio, Ariadna murmuró a su protegido:—¡Teseo, toma este hilo y, sobre todo, no lo sueltes! Así, quedaremos ligados

uno con el otro.Tenía en la mano el ovillo de la labor que no la abandonaba jamás. El héroe

tomó lo que ella le extendía: un hilo tenue, casi invisible. Si bien el rey Minos no adivinó su maniobra, comprendió que a ese muchacho y a su hija les costaba mucho separarse.

—¿Y bien, Teseo —se burló—, acaso tienes miedo?Sin responder, el héroe entró a su vez en el corredor. Muy rápidamente, se unió

a sus compañeros que vacilaban ante una bifurcación.—¡Qué importa! —les dijo—. Tomen a la derecha.Desembocaron en un corredor sin salida, volvieron sobre sus pasos, tomaron el

otro camino que los condujo a una nueva ramificación de varios pasillos.—Vayamos por el del centro. Y no nos separemos.Pronto emergieron al aire libre; a los muros del laberinto habían seguido

infranqueables bosquecillos.

33

—¿Quién sabe? —murmuró uno de los atenienses—. ¿Y si el destino nos ofreciera la posibilidad de no llegar al Minotauro... sino a la salida?

Ay, Teseo sabía que no sería así: ¡Dédalo había concebido el edificio de modo tal que se terminaba llegando siempre al centro!

Fue exactamente lo que se produjo. Hacia la noche, cuando sus compañeros se quejaban de la fatiga y del sueño, Teseo les ordenó de pronto:

—¡Detengámonos! Escuchen. Y además... ¿no oyen nada?Los muros les devolvían el eco de gruñidos impacientes. Y en el aire flotaba un

fuerte olor a carroña.—Llegamos —murmuró Teseo—. ¡El antro del monstruo está cerca! Espérenme

y, sobre todo, ¡no se muevan de aquí!Partió solo, con el hilo de Ariadna siempre en la mano.De repente, salió a una explanada circular parecida a una arena. Allí había un

monstruo aún más espantoso que todo lo que se había imaginado: un gigante con cabeza de toro, cuyos brazos y piernas poseían músculos nudosos como troncos de roble. Al ver entrar a Teseo, mugió un espantoso grito de satisfacción voraz. Bajo las narinas, su boca abierta babeaba. Debajo de su cabeza bovina y peluda, apuntaban unos cuernos afilados hacia la presa. Luego, se lanzó hacia su futura víctima golpeando la arena con sus pezuñas.El suelo estaba cubierto de osamentas. Teseo recogió la más grande y la blandió. En el momento en que el monstruo iba a ensartarlo, se apartó para asestarle en el morro un golpe suficiente para liquidar a un buey... ¡pero no lo bastante violento para matar a un Minotauro!

El monstruo aulló de dolor. Sin dejarle tiempo de recuperarse, Teseo se aferró a los dos cuernos para saltar mejor encima de los hombros peludos. Así montado, apretó las piernas alrededor del cuello de su enemigo y, con toda su fuerza, ¡las estrechó! Privado de respiración, el monstruo, furioso, se debatió. ¡Ya no podía clavar los cuernos en ese adversario que hacía uno con él! Pataleó, cayó y rodó por el suelo. A pesar de la arena que se filtraba en sus orejas y en sus ojos, Teseo no soltaba prenda, tal como Ariadna se lo había recomendado.

34

Poco a poco, las fuerzas del Minotauro declinaron. Pronto, lanzó un espantoso mugido de rabia, tuvo un sobresalto... ¡y exhaló el último suspiro! Entonces, Teseo se apartó de la enorme cosa inerte. Su primer reflejo fue ir a recuperar el hilo de Ariadna.

El silencio insólito y prolongado había atraído a sus compañeros.—Increíble... ¡Has vencido al Minotauro! ¡Estamos a salvo!Teseo reclamó su ayuda para arrancar los cuernos del monstruo.—Así —explicó—, Minos sabrá que ya no queda tributo por reclamar.—¿De qué serviría? Por cierto, nos hemos salvado. Pero nos espera una muerte

lenta: no encontraremos jamás la salida.—Sí —afirmó Teseo mostrándoles el hilo—. ¡Miren!Febriles, se pusieron en marcha. Gracias al hilo, volvían a desandar el largo y

tortuoso trayecto que los había conducido hasta el Minotauro. A Teseo le costaba calmar su impaciencia. Se preguntaba qué dios benévolo le había dado esa idea genial a Ariadna. Pronto, el hilo se tensó: del otro lado, alguien tiraba con tanta prisa como él.Finalmente, luego de muchas horas, emergieron al aire libre. El héroe, extenuado, tiró los cuernos sanguinolentos del Minotauro al suelo, cerca de la entrada.

35

—¡Teseo... por fin! ¡Lo has logrado!Loca de amor y de alegría, Ariadna se precipitó hacia él. Se abrazaron. La hija

de Minos echó una mirada enternecida al enorme ovillo desordenado que Teseo, todavía, tenía entre las manos.

—A pesar de todo —le reprochó sonriendo—, hubieras podido enrollarlo mejor...

El alba se acercaba. Acompañados por Ariadna, Teseo y sus compañeros se escurrieron entre las calles de Cnosos y llegaron al puerto.

—¡Perforen el casco de todos los navíos cretenses! —ordenó.—¿Por qué? —se interpuso Ariadna, asombrada.—¿Crees que tu padre no va a reaccionar? ¿Que va a dejar escapar con su hija al

que mató al hijo de su esposa?—Es verdad —admitió ella—. Y me pregunto qué castigo va a infligir a Dédalo,

ya que su laberinto no protegió al Minotauro como lo esperaba mi padre2.Cuando el sol se levantó, Teseo tuvo un sueño extraño: esta vez, fue otro dios,

Baco, el que se le apareció.—Es necesario —ordenó—, que abandones a Ariadna en una isla. No se

convertirá en tu esposa. Tengo para ella otros proyectos más gloriosos.—Sin embargo —balbuceó Teseo—, le he prometido...—Lo sé. Pero debes obedecer. O temer la cólera de los dioses.Cuando Teseo se despertó, aún vacilaba. Pero al día siguiente, la galera debió

enfrentar una tormenta tan violenta que el héroe vio en ella un evidente signo divino. Gritó al vigía:

—¡Debemos detenernos lo antes posible! ¿No ves tierra a lo lejos?—¡Sí! Una isla a la vista... Debe ser Naxos.Atracaron allí y esperaron que los elementos se calmaran.

La tormenta se apaciguó durante la noche. A la madrugada, mientras Ariadna seguía durmiendo sobre la arena, Teseo reunió a sus hombres. Ordenó partir lo antes posible. Sin la muchacha.

—¡Así es! —dijo al ver la cara llena de reproches de sus compañeros.Los dioses no actúan sin motivo. Y Baco tenía buenas razones para que Teseo

abandonara a Ariadna: seducido por su belleza, ¡quería convertirla en su esposa! Sí, había decidido que tendría con ella cuatro hijos y que, pronto, se instalaría con él en el Olimpo. Como señal de alianza divina se había prometido, incluso, regalarle un diamante que daría nacimiento a una de las constelaciones más bellas...

Claro que Teseo ignoraba las intenciones de ese dios enamorado y celoso. Singlando de nuevo hacia Atenas, se acusaba de ingratitud. Preocupado, olvidó la recomendación que su padre le había hecho...

Apostado a lo alto del faro que se erigía en la entrada del Pireo, el guardia gritó, con la mano como visera encima de los ojos:

—¡Una nave a la vista! Sí... es la galera que vuelve de Creta. ¡Rápido, vamos a advertir al rey!

Menos de tres kilómetros separan a Atenas de su puerto. Loco de esperanza y de

2 Minos condenará a Dédalo y a su hijo Ícaro a quedar prisioneros en el famoso laberinto.

36

inquietud, el viejo rey Egeo acudió a los muelles.—¿Las velas? —preguntó alzando la cabeza hacia el guardia—. ¿Puedes ver las

velas y decirme cuál es su color?—Ay, gran rey, son negras.El viejo Egeo no quiso saber más. Loco de dolor, se arrojó al mar y se ahogó.Cuando la galera atracó, acababan de conducir el cuerpo del viejo Egeo a la

orilla. Teseo se precipitó hacia él. Adivinó enseguida lo que había ocurrido y se maldijo por su negligencia.

—¡Padre mío! ¡No... estoy vivo! ¡Vuelve en ti, por piedad!Pero era demasiado tarde: Egeo estaba muerto. La tristeza que invadió a Teseo

le hizo olvidar de golpe su reciente victoria sobre el monstruo. Con amargura, el héroe pensó que acababa de perder a una esposa y a un padre.

—¡A partir de ahora, Teseo, eres rey! —dijeron los atenienses, inclinándose.El nuevo soberano se recogió sobre los restos de Egeo. Solemnemente, decretó:—¡Que este mar, a partir de ahora, lleve el nombre de mi padre adorado!Y a partir de ese día funesto, en que el vencedor del Minotauro regresó de Creta,

el mar que baña las costas de Grecia lleva el nombre de Egeo.Mientras tanto, Ariadna se había despertado en la isla desierta. En el día

naciente, vio a lo lejos las velas oscuras de la galera que se alejaba. Incrédula, balbuceó:—¡Teseo! ¿Es posible que me abandones?Siguió el navío con los ojos hasta que se lo tragó el horizonte. Comprendió,

entonces, que nunca volvería a ver a Teseo. Sola en la playa de Naxos, dio libre curso a su pena; gimió largamente sobre la ingratitud de los hombres.

Luego, Ariadna reencontró sobre la arena su labor abandonada.Retomó las agujas. Y en espera de que se realizara el prodigioso destino que ella

ignoraba, puso nuevamente manos a la obra.Tejía a la vez que lloraba.

El poeta latino Catulo (siglo I) y, más tarde, Ovidio en sus Metamorfosis relatan este mito.

37

LA CASA DE ASTERIÓNJORGE LUIS BORGES

Y la reina dio a luz un hijoque se llamó Asterión

Apolodoro: Biblioteca, III, I.

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yocastigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdadque sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales.Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios pero sí laquietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los quedeclaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en lacasa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puertacerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de lanoche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras desconocidas y aplanadas,como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegariasde la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramabanal estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No envano fue una reina mi madre, no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros hombres; como elfilósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias notienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre unaletra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro,porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías depiedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor yjuego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier horapuedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermorealmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos, el queprefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandesreverencias le digo: «Ahora volvemos a la encrucijada anterior» o «Ahora desembocamos en otropatio» o «Bien decía yo que te gustaría la canaleta» o «Ahora verás una cisterna que se llenó dearena» o «Ya verás cómo el sótano se bifurca». A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casaestán muchas veces, cualquier lugar es otro lugar.

No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres,abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, afuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto eltemplo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que tambiénson catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosashay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo hecreado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran a la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos osu voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocosminutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangrente las manos. Donde cayeron quedan, y los cadáveresayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en lahora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque séque vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo,yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será miredentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O serácomo yo?

El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

—¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El Minotauro apenas se defendió.

F I N

Título Original: La Casa de Asterión.Colaboración de Egocéntrico.

Revisión y Edición Electrónica de Arácnido.Revisión 3.

107 Circe

nes—. Como en corintio un arca se lla­maba entonces cypsela, el nombre del niño surgió de esta incidencia. El cofre, des­crito en detalle por Pausanias, que lo había visto, presentaba inscripciones arcaicas y representaciones de escenas míticas.

ClQUIRO (Κίχυρος). Vivía en Caonia una doncella noble llamada Antipe. Un joven del país la amaba, y ella le corres­pondía. Los dos enamorados se encontra­ban, a escondidas de sus padres, en un bosque sagrado. Una vez, en este bosque, que rodeaba la tumba de Epiro (v. este nom­bre), el hijo del rey del país, llamado Cí- quiro, estaba persiguiendo una pantera que se había refugiado en él. Los dos amantes se ocultaron en una espesura, y Cíquiro, al ver moverse el follaje, arrojó su jabalina, e hirió mortalmente a Antipe. Cuando se acercó y vió el crimen que acababa de co­meter, se volvió loco; subió de nuevo a ca­ballo, lanzó al animal contra unas rocas y se mató. Los habitantes de Caonia rodearon con una muralla el lugar donde había ocu­rrido el accidente, y llamaron Cíquiro a la ciudad así fundada.

CIRCE (Κίρκη). Circe es una maga que desempeña un papel en la Odisea y en las le­yendas de los Argonautas. Es hija del Sol y de Perseis, hija de Océano o, según ciertos autores, de Hécate (v. cuad. 16, pág. 236). Es hermana de Eetes, rey de Cólquide, guar­dián del Vellocino de Oro (v. su leyenda y la de los Argonautas) y de Pasífae, esposa de Minos. Habita en la isla de Ea, que los autores sitúan diversamente. En la leyenda odiseica, esta isla se encuentra en Italia; sin duda es la península llamada hoy monte Circeo, cerca de Gaeta y Terracina, que do­mina la costa baja de las Marismas Ponti­nas.

Cuando Ulises, después de sus aventuras en el país de los lestrigones, remonta la costa italiana, aborda en la isla de Ea. Envía en reconocimiento a la mitad de su tripulación, al mando de Euríloco. El grupo penetra en un bosque y llega a un valle, donde los hombres descubren un brillante palacio. Entran én él, con excepción de Eu­ríloco, que decide permanecer ■ a la defen­siva, ocultándose y observando la acogida de que se hace objeto a sus compañeros. Los griegos son bien acogidos por la dueña del palacio, que no es otra sino Circe. Les in­vita a sentarse y participar en un banquete,

Cíquiro: P a r t ., Erot., 32. V. art. Epiro. Circe: H es., Teog., 957; 1011 s. (interpol.);

Od., X, 133 a 574; A p o l . R o d ., Arg., IV, 576-591; Argon, ó r f 1160 s .; A p d ., Bibl., I, 9, 1; 24; Ep., VII, 14 s .; H ig ., Fab., 125; Ov.,

y los marineros aceptan encantados. Pero tan pronto como han probado los manjares y bebidas, Euríloco ve cómo Circe toca a los invitados con una varita y los trans­forma en animales diversos: cerdos, leones, perros... cada uno, dícese, según la tenden­cia profunda de su carácter y su natura­leza. Luego la maga los empuja hacia los establos, ya repletos de animales semejantes. Ante este espectáculo Euríloco se apresura a escapar y vuelve adonde está Ulises, a quien cuenta la aventura. Ulises resuelve entonces ir personalmente junto a la maga para tratar de salvar a sus compañeros.

Vagaba Ulises por el bosque preguntán­dose cómo podría libertar a sus hombres, cuando se le aparece el dios Hermes, quien le da el secreto para escapar a las brujerías de Circe : si echa en los brebajes que ella le dé úna planta mágica llamada moly, nada tiene que temer; le bastará con desenvainar la espada para que Circe pronuncie todos los juramentos que él quiera y desencante a sus amigos. Y acaba entregándole una planta de moly. Entonces Ulises se pre­senta a la maga, que lo recibe como había hecho con sus compañeros, y le ofrece de beber. Ulises bebe, pero teniendo la pre­caución de mezclar moly en el contenido de la copa. Cuando Circe lo toca con su varita, él permanece insensible al encanta­miento y saca la espada, amenazando con matarla; pero ella lo apacigua y jura por Éstige que no le causará daño alguno ni tampoco a los suyos. Devuelve a los mari­neros y demás cautivos su forma primera, y Ulises pasa junto a ella un mes de delicias (según algunos, un año). Durante este tiempo tuvo con la maga un hijo llamado Te­légono, y tal vez también una hija, Casí­fone (v. cuad. 37, pág. 530). Telégono, en la leyenda italiana, fundó la ciudad de Túsculo (v. Telégono).

Según otras tradiciones, Circe habría te­nido de Ulises un tercer hijo, llamado La­tino, epónimo de los latinos (v. también Çalipso); o bien tres hijos, Romo, Antias y Árdeas, epónimos de las ciudades de Roma, Antio y Ardea, respectivamente.

También se le atribuyen aventuras con el rey latino Pico (v. Canens) y con Júpiter, de quien habría concebido al dios Fauno.

En la leyenda de los Argonautas, Circe interviene durante el viaje de regreso. El barco aborda en la isla de Eea, donde Medea es recibida por la maga, que es tía suya. Puri-

Met.„ XIV, 1-74; 246-440. V. Bé ra rd , Navi­gations d'Ulysse, IV, pág s. 235-345. R. G a n s z y - n ie c , De Medea Circes prototype, Eos, 1939, págs. 1-10; H . M a r z e l l , Die Zauberpflange Moly, Der Naturforsch., II, pág s. 523 s.

Circe

Julio Cortázar

Bestiario, 1951

And one kiss I had of her mouth, as I took the apple from her hand. But while I bit

it, my brain whirled and my foot stumbled; and I felt my crashing fall through the

tangled boughs beneath her feet, and saw the dead white faces that welcomed me

in the pit.

Dante Gabriel Rossetti

The Orchard-Pit

Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes entrecortados, la cara servil

de Madre Celeste contándole a tía Bebé la incrédula desazón en el gesto de su padre. Primero fue la de la casa

de altos, su manera vacuna de girar despacio la cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y

también la chica de la farmacia -“no porque yo lo crea, pero si fuese verdad, ¡qué horrible!”- y hasta don

Emilio, siempre discreto como sus lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia Mañara con un resto

de pudor, nada seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría paso a puerta limpia un aire de rabia

subiéndole a la cara. Odió de improviso a su familia con un ineficaz estallido de independencia. No los había

querido nunca, sólo la sangre y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos. Con los vecinos fue

directo y brutal; a don Emilio lo puteó de arriba abajo la primera vez que se repitieron los comentarios. A la de

la casa de altos le negó el saludo como si eso pudiera afligirla. Y cuando volvía del trabajo entraba

ostensiblemente para saludar a los Mañara y acercarse -a veces con caramelos o un libro- a la muchacha que

había matado a sus dos novios.

Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo tenía doce años, el tiempo

y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con faldas de vuelo libre. Mario creyó un tiempo que la

gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el odio de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste: “La odian porque no es

chusma como ustedes, como yo mismo”, y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán de cruzarle la cara con

una toalla. Después de eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa como por favor, los

domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces Mario se acercaba a la ventana de Delia

y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a veces la escuchaba reírse adentro, un poco malvadamente y sin

darle esperanzas.

Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada

melancolía casi colonial. Los Mañara se mudaron a cuatro cuadras y eso hace mucho en Almagro, de manera

que otros vecinos empezaron a tratar a Delia, las familias de Victoria y Castro Barros se olvidaron del caso y

Mario siguió viéndola dos veces por semana cuando volvía del banco. Era ya verano y Delia quería salir a

veces, iban juntos a las confiterías de Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario cumplió diecinueve años,

Delia vio llegar sin fiestas -todavía estaba de negro- los veintidós.

Los Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera preferido un dolor sólo por

dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando se ponía el sombrero ante el espejo, tan rubia

sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y los Mañara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con

la última luz y recibir los domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio, donde Héctor la

había festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerró con ostensible desprecio las persianas. Un gato

seguía a Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le andaban cerca sin que ella los mirara. Mario notó una

vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llamó (era en el Once, de tarde) y el perro

vino manso, tal vez contento, hasta sus dedos. La madre decía que Delia había jugado con arañas cuando

chiquita. Todos se asombraban, hasta Mario que les tenía poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo -Mario

vio dos en una sola tarde, en San Isidro-, pero Delia las ahuyentaba con un gesto liviano. Héctor le había

regalado un conejo blanco, que murió pronto, antes que Héctor. Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un

domingo de madrugada. Fue entonces cuando Mario oyó los primeros chismes. La muerte de Rolo Médicis no

había interesado a nadie desde que medio mundo se muere de un síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos

vieron demasiadas coincidencias, en Mario renacía la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la

incrédula desazón en el gesto de su padre. Para colmo fractura del cráneo, porque Rolo cayó de una pieza al

salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba muerto, el golpe brutal contra el escalón fue otro feo detalle.

Delia se había quedado adentro, raro que no se despidieran en la misma puerta, pero de todos modos estaba

cerca de él y fue la primera en gritar. En cambio Héctor murió solo, en una noche de helada blanca, a las cinco

horas de haber salido de casa de Delia como todos los sábados.

Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque ella estaba todavía con el

luto por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el capricho), aceptaba la compañía de Mario para

pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese entonces Mario se había sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de

la casa. Era siempre una “visita”, y entre nosotros la palabra tiene un sentido exacto y divisorio. Cuando la

tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir la escalera de la estación Medrano, miraba a veces su mano

apretada contra la seda negra del vestido de Delia. Medía ese blanco sobre negro, esa distancia. Pero Delia se

acercaría cuando volviera al gris, a los claros sombreros para el domingo de mañana.

Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba en que anexaban episodios

indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en Buenos Aires de ataques cardíacos o asfixia por

inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren en las casas, en los patios. Muchos perros rehúyen o aceptan

las caricias. Las pocas líneas que Héctor dejó a su madre, los sollozos que la de la casa de altos dijo haber oído

en el zaguán de los Mañara la noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el rostro de Delia los primeros

días… La gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos nudos agregándose nace al final el trozo

de tapiz -Mario vería a veces el tapiz, con asco, con terror, cuando el insomnio entraba en su piecita para

ganarle la noche.

“Perdóname mi muerte, es imposible que entiendas, pero perdóname, mamá.” Un papelito arrancado al borde de

Crítica, apretado con una piedra al lado del saco que quedó como un mojón para el primer marinero de la

madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro que lo habían visto raro las últimas semanas; no raro,

mejor distraído, mirando el aire como si viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo en el aire, descifrar un

enigma. Todos los muchachos del café Rubí estaban de acuerdo. Mientras que Rolo no, le falló el corazón de

golpe, Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y un Chevrolet doble faetón, de manera que pocos lo

habían confrontado en ese tiempo final. En los zaguanes las cosas resuenan tanto, la de la casa de altos sostuvo

días y días que el llanto de Rolo había sido como un alarido sofocado, un grito entre las manos que quieren

ahogarlo y lo van cortando en pedazos. Y casi enseguida el golpe atroz de la cabeza contra el escalón, la carrera

de Delia clamando, el revuelo ya inútil.

Sin darse cuenta, Mario juntaba pedazos de episodios, se descubría urdiendo explicaciones paralelas al ataque

de los vecinos. Nunca preguntó a Delia, esperaba vagamente algo de ella. A veces pensaba si Delia sabría

exactamente lo que se murmuraba. Hasta los Mañara eran raros, con su manera de aludir a Rolo y a Héctor sin

violencia, como si estuviesen de viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo precavido e incondicional.

Cuando Mario se agregó, discreto como ellos, los tres cubrieron a Delia con una sombra fina y constante, casi

transparente los martes o los jueves, más palpable y solícita de sábado a lunes. Delia recobraba ahora una

menuda vivacidad episódica, un día tocó el piano, otra vez jugó al ludo; era más dulce con Mario, lo hacía

sentarse cerca de la ventana de la sala y le explicaba proyectos de costura o de bordado. Nunca le decía nada de

los postres o los bombones, a Mario le extrañaba, pero lo atribuía a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los

Mañara alababan los licores de Delia; una noche quisieron servirle una copita, pero Delia dijo con brusquedad

que eran licores para mujeres y que había volcado casi todas las botellas. “A Héctor…”, empezó plañidera su

madre, y no dijo más por no apenar a Mario. Después se dieron cuenta de que a Mario no lo molestaba la

evocación de los novios. No volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobró la animación y quiso probar

recetas nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque acababan de ascenderlo, y lo primero que hizo fue

comprarle bombones a Delia. Los Mañara picoteaban pacientemente la galena del aparatito con teléfonos, y lo

hicieron quedarse un rato en el comedor para que escuchara cantar a Rosita Quiroga. Luego él les dijo lo del

ascenso, y que le traía bombones a Delia.

-Hiciste mal en comprar eso, pero andá, lleváselos, está en la sala. -Y lo miraron salir y se miraron hasta que

Mañara se sacó los teléfonos como si se quitara una corona de laurel, y la señora suspiró desviando los ojos. De

pronto los dos parecían desdichados, perdidos. Con un gesto turbio Mañara levantó la palanquita de la galena.

Delia se quedó mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones, pero cuando estaba comiendo el

segundo, de menta con una crestita de nuez, le dijo a Mario que sabía hacer bombones. Parecía excusarse por no

haberle confiado antes tantas cosas, empezó a describir con agilidad la manera de hacer los bombones, el

relleno y los baños de chocolate o moka. Su mejor receta eran unos bombones a la naranja rellenos de licor, con

una aguja perforó uno de los que le traía Mario para mostrarle cómo se los manipulaba; Mario veía sus dedos

demasiado blancos contra el bombón, mirándola explicar le parecía un cirujano pausando un delicado tiempo

quirúrgico. El bombón como una menuda laucha entre los dedos de Delia, una cosa diminuta pero viva que la

aguja laceraba. Mario sintió un raro malestar, una dulzura de abominable repugnancia. “Tire ese bombón”,

hubiera querido decirle. “Tírelo lejos, no vaya a llevárselo a la boca, porque está vivo, es un ratón vivo.”

Después le volvió la alegría del ascenso, oyó a Delia repetir la receta del licor de té, del licor de rosa… Hundió

los dedos en la caja y comió dos, tres bombones seguidos. Delia se sonreía como burlándose. Él se imaginaba

cosas, y fue temerosamente feliz. “El tercer novio”, pensó raramente. “Decirle así: su tercer novio, pero vivo.”

Ahora ya es más difícil hablar de esto, está mezclado con otras historias que uno agrega a base de olvidos

menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos; parece que él iba más seguido a lo

de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo ceñía a sus gustos y a sus caprichos, hasta los Mañara le pidieron con

algún recelo que alentara a Delia, y él compraba las sustancias para los licores, los filtros y embudos que ella

recibía con una grave satisfacción en la que Mario sospechaba un poco de amor, por lo menos algún olvido de

los muertos.

Los domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se lo agradecía sin sonreír, pero

dándole lo mejor del postre y el café muy caliente. Por fin habían cesado los chismes, al menos no se hablaba de

Delia en su presencia. Quién sabe si los bofetones al más chico de los Camiletti o el agrio encresparse frente a

Madre Celeste entraban en eso; Mario llegó a creer que habían recapacitado, que absolvían a Delia y hasta la

consideraban de nuevo. Nunca habló de su casa en lo de Mañara, ni mencionó a su amiga en las sobremesas del

domingo. Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro cuadras una de otra; la esquina de Rivadavia y

Castro Barros era el puente necesario y eficaz. Hasta tuvo esperanza de que el futuro acercara las casas, las

gentes, sordo al paso incomprensible que sentía -a veces, a solas- como íntimamente ajeno y oscuro.

Otras gentes no iban a ver a los Mañara. Asombraba un poco esa ausencia de parientes o de amigos. Mario no

tenía necesidad de inventarse un toque especial de timbre, todos sabían que era él. En diciembre, con un calor

húmedo y dulce, Delia logró el licor de naranja concentrado, lo bebieron felices un atardecer de tormenta. Los

Mañara no quisieron probarlo, seguros de que les haría mal. Delia no se ofendió, pero estaba como

transfigurada mientras Mario sorbía apreciativo el dedalito violáceo lleno de luz naranja, de olor quemante. “Me

va a hacer morir de calor, pero está delicioso”, dijo una o dos veces. Delia, que hablaba poco cuando estaba

contenta, observó: “Lo hice para vos”. Los Mañara la miraban como queriendo leerle la receta, la alquimia

minuciosa de quince días de trabajo.

A Rolo le habían gustado los licores de Delia, Mario lo supo por unas palabras de Mañara dichas al pasar

cuando Delia no estaba: “Ella le hizo muchas bebidas. Pero Rolo tenía miedo por el corazón. El alcohol es malo

para el corazón.” Tener un novio tan delicado, Mario comprendía ahora la liberación que asomaba en los gestos,

en la manera de tocar el piano de Delia. Estuvo por preguntarle a los Mañara qué le gustaba a Héctor, si también

Delia le hacía licores o postres a Héctor. Pensó en los bombones que Delia volvía a ensayar y que se alineaban

para secarse en una repisa de la antecocina. Algo le decía a Mario que Delia iba a conseguir cosas maravillosas

con los bombones. Después de pedir muchas veces, obtuvo que ella le hiciera probar uno. Ya se iba cuando

Delia le trajo una muestra blanca y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo saboreaba -algo apenas amargo,

con un asomo de menta y nuez moscada mezclándose raramente-, Delia tenía los ojos bajos y el aire modesto.

Se negó a aceptar los elogios, no era más que un ensayo y aún estaba lejos de lo que se proponía. Pero a la visita

siguiente -también de noche, ya en la sombra de la despedida junto al piano- le permitió probar otro ensayo.

Había que cerrar los ojos para adivinar el sabor, y Mario obediente cerró los ojos y adivinó un sabor a

mandarina, levísimo, viniendo desde lo más hondo del chocolate. Sus dientes desmenuzaban trocitos crocantes,

no alcanzó a sentir su sabor y era sólo la sensación agradable de encontrar un apoyo entre esa pulpa dulce y

esquiva.

Delia estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del sabor se acercaba a lo que había

esperado. Todavía faltaban ensayos, había cosas sutiles por equilibrar. Los Mañara le dijeron a Mario que Delia

no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba las horas preparando los licores, los bombones. No lo decían

con reproche, pero tampoco estaban contentos; Mario adivinó que los gastos de Delia los afligían. Entonces

pidió a Delia en secreto una lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella hizo algo que nunca antes, le pasó

los brazos por el cuello y lo besó en la mejilla. Su boca olía despacito a menta. Mario cerró los ojos llevado por

la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde debajo de los párpados. Y el beso volvió, más duro y

quejándose.

No supo si le había devuelto el beso, tal vez se quedó quieto y pasivo, catador de Delia en la penumbra de la

sala. Ella tocó el piano, como casi nunca ahora, y le pidió que volviera al otro día. Nunca habían hablado con

esa voz, nunca se habían callado así. Los Mañara sospecharon algo, porque vinieron agitando los periódicos y

con noticias de un aviador perdido en el Atlántico. Eran días en que muchos aviadores se quedaban a mitad del

Atlántico. Alguien encendió la luz y Delia se apartó enojada del piano, a Mario le pareció un instante que su

gesto ante la luz tenía algo de la fuga enceguecida del ciempiés, una loca carrera por las paredes. Abría y

cerraba las manos, en el vano de la puerta, y después volvió como avergonzada, mirando de reojo a los Mañara;

los miraba de reojo y se sonreía.

Sin sorpresa, casi como una confirmación, midió Mario esa noche la fragilidad de la paz de Delia, el peso

persistente de la doble muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor era ya el desborde, el trizado que desnuda un espejo.

De Delia quedaban las manías delicadas, la manipulación de esencias y animales, su contacto con cosas simples

y oscuras, la cercanía de las mariposas y los gatos, el aura de su respiración a medias en la muerte. Se prometió

una caridad sin límites, una cura de años en habitaciones claras y parques alejados del recuerdo; tal vez sin

casarse con Delia, simplemente prolongando este amor tranquilo hasta que ella no viese más una tercera muerte

andando a su lado, otro novio, el que sigue para morir.

Creyó que los Mañara iban a alegrarse cuando él empezara a traerle los extractos a Delia; en cambio se

enfurruñaron y se replegaron hoscos, sin comentarios, aunque terminaban transando y yéndose, sobre todo

cuando venía la hora de las pruebas, siempre en la sala y casi de noche, y había que cerrar los ojos y definir -con

cuántas vacilaciones a veces por la sutilidad de la materia- el sabor de un trocito de pulpa nueva, pequeño

milagro en el plato de alpaca.

A cambio de esas atenciones, Mario obtenía de Delia una promesa de ir juntos al cine o pasear por Palermo. En

los Mañara advertía gratitud y complicidad cada vez que venía a buscarla el sábado de tarde o la mañana del

domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en la casa para oír radio o jugar a las cartas. Pero también

sospechó una repugnancia de Delia a irse de la casa cuando quedaban los viejos. Aunque no estaba triste junto a

Mario, las pocas veces que salieron con los Mañara se alegró más, entonces se divertía de veras en la

Exposición Rural, quería pastillas y aceptaba juguetes que a la vuelta miraba con fijeza, estudiándolos hasta

cansarse. El aire puro le hacía bien, Mario le vio una tez más clara y un andar decidido. Lástima esa vuelta

vespertina al laboratorio, el ensimismamiento interminable con la balanza o las tenacillas. Ahora los bombones

la absorbían al punto de dejar los licores; ahora pocas veces daba a probar sus hallazgos. A los Mañara nunca;

Mario sospechaba sin razones que los Mañara hubieran rehusado probar sabores nuevos; preferían los

caramelos comunes y si Delia dejaba una caja sobre la mesa, sin invitarlos pero como invitándolos, ellos

escogían las formas simples, las de antes, y hasta cortaban los bombones para examinar el relleno. A Mario lo

divertía el sordo descontento de Delia junto al piano, su aire falsamente distraído. Guardaba para él las

novedades, a último momento venía de la cocina con el platito de alpaca; una vez se hizo tarde tocando el piano

y Delia dejó que la acompañara hasta la cocina para buscar unos bombones nuevos. Cuando encendió la luz,

Mario vio el gato dormido en su rincón y las cucarachas que huían por las baldosas. Se acordó de la cocina de

su casa, Madre Celeste desparramando polvo amarillo en los zócalos. Aquella noche los bombones tenían gusto

a moka y un dejo raramente salado (en lo más lejano del sabor), como si al final del gusto se escondiera una

lágrima; era idiota pensar en eso, en el resto de las lágrimas caídas la noche de Rolo en el zaguán.

-El pez de color está tan triste -dijo Delia, mostrándole el bocal con piedritas y falsas vegetaciones. Un pececillo

rosa translúcido dormitaba con un acompasado movimiento de la boca. Su ojo frío miraba a Mario como una

perla viva. Mario pensó en el ojo salado como una lágrima que resbalaría entre los dientes al mascarlo.

-Hay que renovarle más seguido el agua -propuso.

-Es inútil, está viejo y enfermo. Mañana se va a morir.

A él le sonó el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia atormentada del luto y los primeros tiempos.

Todavía tan cerca de aquello, del peldaño y el muelle, con fotos de Héctor apareciendo de golpe entre los pares

de medias o las enaguas de verano. Y una flor seca -del velorio de Rolo- sujeta sobre una estampa en la hoja del

ropero.

Antes de irse le pidió que se casara con él en el otoño. Delia no dijo nada, se puso a mirar el suelo como si

buscara una hormiga en la sala. Nunca habían hablado de eso. Delia parecía querer habituarse y pensar antes de

contestarle. Después lo miró brillantemente, irguiéndose de golpe. Estaba hermosa, le temblaba un poco la boca.

Hizo un gesto como para abrir una puertecita en el aire, un ademán casi mágico.

-Entonces sos mi novio -dijo-. Qué distinto me parecés, qué cambiado.

Madre Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en todo el día no se movió de su cuarto,

adonde entraban de a uno los hermanos para salir con caras largas y vasitos de Hesperidina. Mario se fue a ver

fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los Mañara lo esperaban en la sala, lo abrazaron y le dijeron cosas,

hubo que destapar una botella de oporto y comer masas. Ahora el tratamiento era íntimo y a la vez más lejano.

Perdían la simplicidad de amigos para mirarse con los ojos del pariente, del que lo sabe todo desde la primera

infancia. Mario besó a Delia, besó a mamá Mañara y al abrazar fuerte a su futuro suegro hubiera querido decirle

que confiaran en él, nuevo soporte del hogar, pero no le venían las palabras. Se notaba que también los Mañara

hubieran querido decirle algo y no se animaban. Agitando los periódicos volvieron a su cuarto y Mario se quedó

con Delia y el piano, con Delia y la llamada de amor indio.

Una o dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de citar a papá Mañara fuera de la casa

para hablarle de los anónimos. Después lo creyó inútilmente cruel porque nada podía hacerse contra esos

miserables que lo hostigaban. El peor vino un sábado a mediodía en un sobre azul, Mario se quedó mirando la

fotografía de Héctor en Última Hora y los párrafos subrayados con tinta azul. “Sólo una honda desesperación

pudo arrastrarlo al suicidio, según declaraciones de los familiares”. Pensó raramente que los familiares de

Héctor no habían aparecido más por lo de Mañara. Quizá fueron alguna vez en los primeros días. Se acordaba

ahora del pez de color, los Mañara habían dicho que era regalo de la madre de Héctor. Pez de color muerto el

día anunciado por Delia. Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo. Quemó el sobre, el recorte, hizo un

recuento de sospechosos y se propuso franquearse con Delia, salvarla en sí mismo de los hilos de baba, del

rezumar intolerable de esos rumores. A los cinco días (no había hablado con Delia ni con los Mañara), vino el

segundo. En la cartulina celeste había primero una estrellita (no se sabía por qué) y después: “Yo que usted

tendría cuidado con el escalón de la cancel”. Del sobre salió un perfume vago a jabón de almendra. Mario pensó

si la de la casa de altos usaría jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor de revisar la cómoda de Madre

Celeste y de su hermana. También quemó este anónimo, tampoco le dijo nada a Delia. Era en diciembre, con el

calor de esos diciembres del veintitantos, ahora iba después de cenar a lo de Delia y hablaban paseándose por el

jardincito de atrás o dando vuelta a la manzana. Con el calor comían menos bombones, no que Delia renunciara

a sus ensayos, pero traía pocas muestras a la sala, prefería guardarlos en cajas antiguas, protegidos en

moldecitos, con un fino césped de papel verde claro por encima. Mario la notó inquieta, como alerta. A veces

miraba hacia atrás en las esquinas, y la noche que hizo un gesto de rechazo al llegar al buzón de Medrano y

Rivadavia, Mario comprendió que también a ella la estaban torturando desde lejos; que compartían sin decirlo

un mismo hostigamiento.

Se encontró con papá Mañara en el Munich de Cangallo y Pueyrredón, lo colmó de cerveza y papas fritas sin

arrancarlo de una vigilante modorra, como si desconfiara de la cita. Mario le dijo riendo que no iba a pedirle

plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la nerviosidad de Delia, el buzón de Medrano y Rivadavia.

-Ya sé que apenas nos casemos se acabarán estas infamias. Pero necesito que ustedes me ayuden, que la

protejan. Una cosa así puede hacerle daño. Es tan delicada, tan sensible.

-Vos querés decir que se puede volver loca, ¿no es cierto?

-Bueno, no es eso. Pero si recibe anónimos como yo y se los calla, y eso se va juntando…

-Vos no la conocés a Delia. Los anónimos se los pasa… quiero decir que no le hacen mella. Es más dura de lo

que te pensás.

-Pero mire que está como sobresaltada, que algo la trabaja -atinó a decir indefenso Mario.

-No es por eso, sabés. -Bebía su cerveza como para que le tapara la voz. -Antes fue igual, yo la conozco bien.

-¿Antes de qué?

-Antes de que se le murieran, zonzo. Pagá que estoy apurado.

Quiso protestar, pero papá Mañara estaba ya andando hacia la puerta. Le hizo un gesto vago de despedida y se

fue para el Once con la cabeza gacha. Mario no se animó a seguirlo, ni siquiera pensar mucho lo que acababa de

oír. Ahora estaba otra vez solo como al principio, frente a Madre Celeste, la de la casa de altos y los Mañara.

Hasta los Mañara.

Delia sospechaba algo porque lo recibió distinta, casi parlanchina y sonsacadora. Tal vez los Mañara habían

hablado del encuentro en el Munich. Mario esperó que tocara el tema para ayudarla a salir de ese silencio, pero

ella prefería Rose Marie y un poco de Schumann, los tangos de Pacho con un compás cortado y entrador, hasta

que los Mañara llegaron con galletitas y málaga y encendieron todas las luces. Se habló de Pola Negri, de un

crimen en Liniers, del eclipse parcial y la descompostura del gato. Delia creía que el gato estaba empachado de

pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de castor. Los Mañara le daban la razón sin opinar, pero no parecían

convencidos. Se acordaron de un veterinario amigo, de unas hojas amargas. Optaban por dejarlo solo en el

jardincito, que él mismo eligiera los pastos curativos. Pero Delia dijo que el gato se moriría; tal vez el aceite le

prolongara la vida un poco más. Oyeron a un diariero en la esquina y los Mañara corrieron juntos a comprar

Última Hora. A una muda consulta de Delia fue Mario a apagar las luces de la sala. Quedó la lámpara en la

mesa del rincón, manchando de amarillo viejo la carpeta de bordados futuristas. En torno del piano había una

luz velada.

Mario preguntó por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo era mejor que mayo para el casamiento.

Esperaba un instante de valor para mencionar los anónimos, un resto de miedo a equivocarse lo detenía cada

vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde oscuro, su ropa celeste la recortaba débilmente en la penumbra. Una

vez que quiso besarla, la sintió contraerse poco a poco.

-Mamá va a volver a despedirse. Esperá que se vayan a la cama…

Afuera se oía a los Mañara, el crujir del diario, su diálogo continuo. No tenían sueño esa noche, las once y

media y seguían charlando. Delia volvió al piano, como obstinándose tocaba largos valses criollos con da capo

al fine una vez y otra, escalas y adornos un poco cursis, pero que a Mario le encantaban, y siguió en el piano

hasta que los Mañara vinieron a decirles buenas noches, y que no se quedaran mucho rato, ahora que él era de la

familia tenía que velar más que nunca por Delia y cuidar que no trasnochara. Cuando se fueron, como a

disgusto, pero rendidos de sueño, el calor entraba a bocanadas por la puerta del zaguán y la ventana de la sala.

Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina, aunque Delia quería servírselo y se molestó un poco.

Cuando estuvo de vuelta vio a Delia en la ventana, mirando la calle vacía por donde antes en noches iguales se

iban Rolo y Héctor. Algo de luna se acostaba ya en el piso cerca de Delia, en el plato de alpaca que Delia

guardaba en la mano como otra pequeña luna. No había querido pedirle a Mario que probara delante de los

Mañara, él tenía que comprender cómo la cansaban los reproches de los Mañara, siempre encontraban que era

abusar de la bondad de Mario pedirle que probara los nuevos bombones -claro que si no tenía ganas, pero nadie

le merecía más confianza, los Mañara eran incapaces de apreciar un sabor distinto. Le ofrecía el bombón como

suplicando, pero Mario comprendió el deseo que poblaba su voz, ahora lo abarcaba con una claridad que no

venía de la luna, ni siquiera de Delia. Puso el vaso de agua sobre el piano (no había bebido en la cocina) y

sostuvo con dos dedos el bombón, con Delia a su lado esperando el veredicto, anhelosa la respiración, como si

todo dependiera de eso, sin hablar pero urgiéndolo con el gesto, los ojos crecidos -o era la sombra de la sala-,

oscilando apenas el cuerpo al jadear, porque ahora era casi un jadeo cuando Mario acercó el bombón a la boca,

iba a morder, bajaba la mano y Delia gemía como si en medio de un placer infinito se sintiera de pronto

frustrada. Con la mano libre apretó apenas los flancos del bombón, pero no lo miraba, tenía los ojos en Delia y

la cara de yeso, un pierrot repugnante en la penumbra. Los dedos se separaban, dividiendo el bombón. La luna

cayó de plano en la masa blanquecina de la cucaracha, el cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y

alrededor, mezclados con la menta y el mazapán, los trocitos de patas y alas, el polvillo del caparacho triturado.

Cuando le tiró los pedazos a la cara, Delia se tapó los ojos y empezó a sollozar, jadeando en un hipo que la

ahogaba, cada vez más agudo el llanto, como la noche de Rolo; entonces los dedos de Mario se cerraron en su

garganta como para protegerla de ese horror que le subía del pecho, un borborigmo de lloro y quejido, con risas

quebradas por retorcimientos, pero él quería solamente que se callara y apretaba para que solamente se callara;

la de la casa de altos estaría ya escuchando con miedo y delicia, de modo que había que callarla a toda costa. A

su espalda, desde la cocina donde había encontrado al gato con las astillas clavadas en los ojos, todavía

arrastrándose para morir dentro de la casa, oía la respiración de los Mañara levantados, escondiéndose en el

comedor para espiarlos, estaba seguro de que los Mañara habían oído y estaban ahí contra la puerta, en la

sombra del comedor, oyendo cómo él hacía callar a Delia. Aflojó el apretón y la dejó resbalar hasta el sofá,

convulsa y negra, pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron lástima por tantas cosas, por Delia misma, por

dejársela otra vez y viva. Igual que Héctor y Rolo, se iba y se las dejaba. Tuvo mucha lástima de los Mañara,

que habían estado ahí agazapados y esperando que él -por fin alguno- hiciera callar a Delia que lloraba, hiciera

cesar por fin el llanto de Delia.