Los Nuevos Vascones

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Los nuevos vascones José María Pérez Bustero

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Los nuevos vascones

José María Pérez Bustero

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Edición:Editorial Txalaparta s.l.

Navaz y Vides 1-2Apdo. 78

31300 Tafalla NAFARROA

Tfno. 948 703934Fax 948 704072

[email protected]://www.txalaparta.comPrimera edición de Txalaparta

Tafalla, abril de 2007

Copyright© Txalaparta para la presente edición

© José María Pérez Bustero

Diseño gráficoNabarreria gestión editorial

ImpresiónGráficas Lizarra

I.S.B.N.978-84-8136-483-5

Depósito legalNA-985-07

Título: Los nuevos vasconesAutor: José María Pérez BusteroPortada y diseño colección: Esteban Montorio

Algunos habitantes de Euskal Herria procedemosde antepasados asentados aquí en tiempos prehistóricos.

Otros hemos llegado en épocas posterioresde tierras situadas más allá de nuestros lindes.

El objetivo de este libro ha sido novelar la historiade quienes vinieron en la segunda mitad del siglo XX.

Sus circunstancias previas, los años de asentamientoe interrelación con quienes ya vivían aquí,

y los profundos choques posteriores surgidosdesde diferentes perspectivas sociales y políticas,

han supuesto un proceso pobladode amores y resentimientos.

Afortunadamente, el filtro del tiempo,la presencia de una segunda generación

que en muchos casos implicaba dobles raícesy diferentes percepciones,

así como el peso de los acontecimientos globales,nos han abocado finalmente

a buscar una conexiónmás consciente y profunda,

para realizar de ahora en adelanteun proyecto común.

Precisamente por ello,es imprescindible observar con sosiego y dureza

las soluciones intentadas, las heridas,y las tareas aún pendientes.

En ese ejercicio,nos toparemos con la verdad

de que unos y otrosconstituimos parte esencial

de la supervivenciay patrimonio de los vascones,

y de que no seríamos tan dinámicossi no hubiéramos convivido juntos.

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A Luis, Inocenta,Segis, Juli,

Gregorio, Anabel,Gorka, Ane, Rosario,

Josune, Kebir, Jun,Aintzane, Usoa,

Teresa...que me han prestado sus hechos.

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IMIGRACIÓN

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Los padres de Celso eran naturales de Oncala, junto alpuerto del mismo nombre que divide las tierras de Soria endos vertientes, una hacia el Duero y la otra hacia el Ebro. Celso,por su parte, había nacido en Taniñe, el pueblo más alto entrelas sierras de Ballenera y Alcarama, en el límite con La Rioja. Supadre, de nombre Tomás, trabajaba de jornalero donde le da-ban tarea, a veces esquilando ovejas y otras ayudando en la la-branza o la siega. Si le faltaba labor, recorría los pueblos con uncarro tirado por un caballo, y arreglaba muelles de cama, ceda-zos y aperos de labranza, o estañaba pucheros. Aquella vidatrasegada le impedía asentarse con su mujer e hijos, y no teníancasa fija ni mucho menos propia.

Por el año 1929, cuando Celso contaba ya nueve años y suhermana cinco, rondaron unos meses por tierra de Yanguas ypasaron varias noches en una ermita abandonada. Celso le pre-guntó qué hacía una iglesia sin casas a su alrededor, y Tomás lecontestó con tono desabrido:

–Morirse. ¿O ves algo más?

Y como el muchacho se le quedara mirando, añadió al rato,dirigiendo la vara a diversas direcciones:

1Sucesión de pobreza y represión

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–Esta tierra y muchas otras llevan muriéndose ni sé cuántossiglos.

Según él, aquellas zonas habían sido en su día Comunida-des de Villa y Tierra, y constituían la que llamaban Extremadurade Castilla, porque eran entonces su territorio extremero.

–Dicen que el río Duero es el más castellano de todos y elque ha visto desaparecer más gente y más pueblos.

Aquella iglesia era seguramente lo único que permanecíade una antigua aldea. En la franja de tierra al sur del río Duero,que iba desde Ágreda y San Pedro Manrique hasta Trujillo yMedellín, eran tantos los despoblados sobrevenidos en los úl-timos siglos, que los habitantes sólo conocían el nombre de al-gunos en el supuesto de que permaneciera en pie alguna casao al menos una pared, e ignoraban la existencia de otros dondelas mismas ruinas se hallaban ya cubiertas de matojos. En Yan-guas los despoblados reconocidos eran 16, y a Tomás le sona-ban los nombres de Azortín, La Barguilla, Mozón, Valdején yValdeyunco. En tierra de Ágreda le sonaban Araviana, La Lagu-na, Candasnos y Culdegallinas, aunque llegaban a 10 en total.En San Esteban de Gormaz sumaban 18; en Osma recordabaTomás los nombres de Horcajada, Almacedo y Valdelaselga,pero los despoblados sobrevenidos al cabo de los tiemposeran un total de 14. En la provincia de Soria superaban los 300,y en el conjunto de la antes llamada Extremadura de Castilla pasa-ban de 1.600.

–Ésta sería en su día tierra de moros –añadió con despe-cho–. Y cuando los echaron, tomaron gente del Ebro o de másarriba y la llevaron a romperse el espinazo trabajando los cam-pos, que no eran de ellos sino de los señores y de los frailes. Ycon el paso del tiempo, pues qué sé yo, hartos de aquella vida,se largarían a otra parte.

Mal de siempreCelso entendía sólo a medias cuanto su padre le decía. En

todo caso, Tomás se dirigía a él y no a su mujer ni a la hija cuan-do tenía algo que explicar, en parte porque era hombre y tam-bién porque le prestaba más atención. Una de las noches quese habían quedado al sereno, precisamente en un despobladoque decían Pancaliente, junto al río Duero, a pocos kilómetrosde Soria, le preguntó Celso por qué andaban ellos de una par-te a otra. Tomás permaneció unos momentos en silencio.

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–Esto es cosa de pobres –dijo al cabo, escupiendo al suelo–,que nacemos para ir de una parte a otra. Te paren en una casa yenseguida sobras, como si te hubieras equivocado de sitio al na-cer. –Blasfemó–. Hay épocas en que la pobreza es capitana decomarcas enteras. Y en España llevamos siglos de malvivir.

Según Tomás, la gente siempre había migrado, unos a lascercanías y otros adonde fuera, a menudo ignorando el punto enque iban a parar. Se asentaban unas generaciones en un lugar y,sin más, les echaba la pobreza, el ansia de vivir o la guerra.

–Mira las caras de la gente. Notarás rasgos de moros en unosy de godos en otros, que cada uno somos de diferentes razas.

No había nación en Europa, por rica que fuera, lo mismo In-glaterra, que Francia o Italia, de la que no hubieran salido pri-mero barcos y carruajes y, más tarde, trenes cargados de hom-bres y mujeres que se marchaban.

–Como cuando toca el pase de la paloma, sólo que la ma-yoría no vuelven.

Una tarde de septiembre de 1930, estando en la plaza de lavilla de Yanguas, Tomás se detuvo mirando el escudo concejil yse dio cuenta de que tenía grabado en piedra el rótulo «Ianuasde Val de Arneto». Aludía dicha inscripción a que Yanguas ha-cía función de ianuas o puertas del desfiladero que desemboca-ba en Arnedo. Hizo un gesto de asombro y se volvió a Celso.

–Me está viniendo al magín adónde vamos a largarnos.

–¿A qué parte va a ser? –le preguntó el muchacho.

Tomás señaló el río Cidacos.

–Adonde vaya el agua. Al Ebro. Que ya estoy harto de bus-car jornal por estas tierras que sólo me han dado polvo de ca-minos.

A la mañana siguiente, mientras echaban a andar hacia losbarrancos del Cidacos, levantó los ojos al cielo imprecando.

–¡Que reviente si intento volver!

Llegaron hasta Enciso, donde preguntaron si habría algúntrabajo, y siguieron camino, cogiendo durante la noche verduray fruta de los campos para comer. Ya en Arnedo, hallaron faenadurante unos días en la vendimia. Al cabo de tratarlos y tomar-les alguna confianza, les dejaron para vivir un pajar en las afue-ras, y se quedaron allí.

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Durante los meses siguientes, Celso acompañó a su padrepor Quel, Autol, Herce, llegando hasta Aldeanueva del Ebro,Igea y la misma Calahorra. Cruzaban un pueblo y Tomás le ha-cía gritar:

–¡Los cameros de Arnedo!

A veces no respondía nadie, y maldecía.

–Seguro que tienen las patas de las camas atadas con cuer-das. ¡Ojalá se desnuquen una noche cuando estén jodiendo!

Rosario, que así se llamaba su mujer, no solía hacer caso delas expresiones de su marido, pero últimamente le mandababajar la voz.

–¡Parece mentira que no aprendas a cerrar la boca con loque está pasando!

Años tensos de RepúblicaNo le faltaban razones. En enero de 1930, el rey Alfonso XIII

había cesado al general Primo de Rivera, terminando así la dic-tadura iniciada con su manifiesto de Barcelona el 12 de sep-tiembre de 1923. Apenas caído el Gobierno, se notó por todaspartes una actividad febril de partidos y sindicatos, reprimidosdurante los años anteriores.

El 17 de agosto, varios partidos habían firmado el pacto deSan Sebastián reivindicando profundas reformas políticas, ydesde entonces la oposición llevaba la iniciativa política delpaís. La burguesía conservadora, el integrismo religioso, losmonárquicos y ciertos sectores de las clases medias contem-plaban con inquietud aquel movimiento general. Más todavía,cuando en febrero de 1931 dimitió el general Berenguer, quehabía sustituido a Primo de Rivera, y el nuevo gobierno decidióconvocar elecciones municipales para el 12 de abril de ese año.

En Arnedo era palpable la tirantez entre republicanos ymonárquicos. Los primeros se movilizaban de pueblo en pue-blo, haciendo reuniones y repartiendo panfletos, y los caciquesmonárquicos amenazaban a los obreros con despedirlos si noles comprometían el voto.

Según se comentaba, el empresario Faustino Muro habíadespedido a un obrero porque no se mostraba dispuesto a vo-tar la candidatura que le indicaba, y una comisión del sindicatoUGT había acudido al gobernador para denunciar el hecho. To-

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más se manifestaba a favor de la República, e incluso fue a unmitin hasta Cervera. A la vuelta, su mujer se mostró enfadada.

–¡Cuánto te gusta el ruido y estar enterado de todo!

Tomás se pasó los dedos por la boca.

–Yo me relamo oyendo hablar contra los que nos joden.Que ya era hora.

Una vez escrutados los votos tras las elecciones, proclama-da la Segunda República y vuelta la vida a su cauce, un alpar-gatero les propuso trabajar para él en casa y a destajo. No erade los principales fabricantes de calzado de Arnedo, como lafamilia Muro. Solamente tenía tres obreros, un cortador y unaguarnecedora. Uno de ellos les enseñó a dar forma al cáñamo ya coser los trozos de lona, material que les entregaba el dueño.

A Celso, que tenía entonces once años, no le gustaba aque-lla labor, puesto que no salía de la vivienda. Un día comentóque, en cuanto pudiera, iba a meterse en la fábrica de FaustinoMuro, pues sabía que tenían chicos trabajando en las máqui-nas. Tomás se puso fuera de sí.

–¡Ni se te ocurra! ¡Es un explotador!

Rosario no contrarió a su marido en dicha ocasión, sabien-do también ella que dicho empresario había contratado recien-temente obreros del campo, desconocedores de la confeccióndel calzado, mientras había despedido a una veintena de tra-bajadores pertenecientes a sociedades obreras. De hecho, erael asunto más en boca desde las elecciones, ya que estabamuy denunciado por los sindicatos.

Las acusaciones de éstos contra los dueños continuarondurante los meses siguientes. A últimos de octubre consiguie-ron por fin que metieran en la cárcel a Felipe Muro, uno de loshijos del empresario. Sin embargo, le dejaron libre a la mañanasiguiente. Cuando Tomás se enteró, imprecó hasta que Rosariole mandó que callara. Y como en las fechas siguientes se cruza-ra con el exculpado por la calle, miró al cielo imprecando.

–¡Ni con la República hemos limpiado la mierda!

No extrañó en casa que Tomás se mostrara a favor de con-vocar una huelga general en defensa de las libertades civiles ylos derechos sindicales, máxime cuando un conocido suyo fuedespedido de la panadería de Juan Arrecubieta en la vísperade Navidad. Los sindicatos fijaron el comienzo del paro para el5 de enero del año entrante, 1932. A primeras horas de la tarde

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de ese día, salió Tomás de casa con Celso para asistir al mitinque estaban celebrando en el Ayuntamiento, sospechando quedespués habría alguna manifestación. Aunque iba aparente-mente tranquilo, previno al hijo:

–Si hay guardias, no te apartes de mí, que están de malahostia.

Y es que, hacía cinco días, el 31 de diciembre, la gente ha-bía matado a cuatro guardias en Castilblanco, un pueblo de Ba-dajoz. Unos cuatrocientos obreros en huelga habían llevado acabo una manifestación y, cuando regresaban a la Casa del Pue-blo, fueron alcanzados por la Guardia Civil que tenía orden dedisolverlos. Uno de los guardias empujó de malas maneras auna mujer y entonces los grupos concentrados arremetieroncontra los cuatro guardias hasta dejarlos sin vida a golpes, cu-chilladas y pedradas.

Mientras lo contaba, Tomás se detuvo un momento y acer-có la boca al oído de Celso.

–¡Y no saben la que les va a caer todavía!

Estaban acercándose a la plaza padre e hijo por la calle LaYasa, y serían las cuatro de la tarde ya pasadas, cuando oyeronlos primeras vivas a la República, alguno al comunismo y va-rios «¡abajo los caciques!». La manifestación rodeó la iglesiade Santo Tomás y desembocó en la plaza. La gente cantaba elcuplé conocido como La cucaracha y les aplaudían desde los bal-cones. Los porches del Ayuntamiento estaban llenos de guar-dias civiles.

Al ver que la gente se aproximaba, los guardias se interpu-sieron para cortar el paso, moviendo el fusil en una y otra di-rección. Celso cogió de la mano a un chavalillo de cinco añosque se les cruzó delante.

–¡Ven, Gerardo, ven con nosotros, que igual pasa algo!

Aunque la gente retrocedió durante unos momentos, avan-zó de nuevo hasta los uniformados. En el forcejeo, un guardiajoven dio un culatazo a una mujer, se oyeron gritos, y alguienque estaba cerca le empujó y cayó al suelo. Entonces, el tenien-te y los guardias se echaron los fusiles al hombro y empezaron adisparar. Algunos de ellos, que eran de Arnedo, gritaban «¡nodisparéis!». Pero los enviados por el gobernador hicieron variascargas. Tomás empujó a su hijo hacia la calle Preciados.

–¡Espere, padre, que le han dado a Gerardo! –le gritó Celso.

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Cesaron los disparos y se vio una docena de personas tira-das por el suelo, y otras que se levantaban a duras penas, que-jándose unos de una pierna o llevándose otros las manos alvientre o al costado que les sangraba. Tomás volvió sobre suspasos y recogió a Gerardo que se retorcía y gritaba. La gente leayudó a introducirlo en un coche y le llevaron al hospital. Celsoestaba aturdido, asomando la cabeza desde una esquina, fijoslos ojos en los cuerpos abatidos y en la sangre. Sintió la manode su padre en el brazo.

–No mires, que no es bueno a tu edad.

Aquel mismo día se supo que habían muerto cuatro muje-res y dos hombres. Ya en casa, Celso dijo que no quería cenar,y como su madre le insistiera, tomó algo de pan y sopa, pero lovomitó enseguida. En los siguientes días se enteraron de queotras cinco personas habían fallecido a resultas de los balazos.Y llegaban a la treintena los heridos, la mayoría atendidos en elhospital. Pasadas un par de semanas, quiso Celso visitar a Ge-rardo, que continuaba en cama, y una monja que le conocía, lla-mada Esther, se lo impidió.

–Ya vendrás otro día, que está muy nervioso y no hace másque preguntar que dónde está su pierna, pues se la han tenidoque cortar.

Desde aquellos hechos, a Tomás se le agrió más el carác-ter. Solía relacionarse con algunos anarquistas del mismo Arne-do y afirmaba que con aquellos miramientos en las reformasque el Gobierno republicano llevaba a cabo, no se llegaba anada y que se debía ir a la posesión comunal de todo, comodecían los libertarios.

En enero de 1933 hubo alzamientos anarquistas por muchossitios, y según fuera el suceso grave del que se enteraba, Tomásse alegraba o maldecía. Cuando llegó la noticia de que en la lo-calidad gaditana de Casas Viejas, la Guardia Civil había dadofuego el 13 de febrero a la chabola de un carbonero donde sehabían hecho fuertes unos trabajadores, matando a ocho perso-nas, y que luego habían fusilado a otras doce en el pueblo, vol-vió a imprecar tanto que la misma Rosario acabó diciéndole:

–Para ti todo lo que hace la autoridad tiene que ser malo.

–¿Y cuándo has visto tú que haya justicia? –replicó Tomás.

El 9 de diciembre de ese año, le vieron entre los hombresque se acercaron al Ayuntamiento para obligar al alcalde a po-ner la bandera roja y negra, aunque no entró hasta el salón mu-

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nicipal. Por esa circunstancia no fue llamado al juicio que cele-braron en las fechas siguientes contra los que habían coaccio-nado al edil.

En febrero de 1934 se dictó precisamente la sentencia quedejaba libres a los guardias que habían disparado contra lagente dos años antes. Rosario mandó a Celso a la calle paraque no oyera las voces de Tomás, y riñó a éste.

–Tienes al mocete asustado con tus gritos.

Tomás se alzó de hombros.

–¡Que se acostumbre, que peores cosas ha de ver!

Rosario se le puso delante.

–¡Dios quiera que sea distinto a ti –le dijo con aspereza–,aunque sólo sea por miedo!

Tomás cogió entonces a su mujer por el brazo y levantó lamano en ademán de pegarle.

–¿Crees que tú has parido algo mejor que mi madre? Puesese hijo tuyo será más o menos como yo el día de mañana –laapartó con un empujón–. A no ser que, harto de moverse de unaparte a otra, encuentre un terrón de suelo que le vaya mejor.

Rosario habló al tiempo con varios labradores de buenaposición, y uno de ellos tomó como peón a Celso, pues, aun-que tenía sólo quince años, era de buen cuerpo y muy trabaja-dor. La madre se lo agradeció.

–No sabes qué preocupación me quitas por no verlo juntoa su padre. Éste no te ha de fallar y en pocas discusiones le hasde ver.

La ocupación militarEl 16 de febrero de 1936, día de las elecciones legislativas,

Tomás se mostró nervioso durante toda la jornada, sin apenasparar en casa, sobre todo cuando oyó que Acción Riojana, inte-grada en la CEDA, había ganado en Arnedo. La izquierda habíaganado en los partidos judiciales de Haro, Logroño y Calahorra.

Al día siguiente se supo, sin embargo, que el Frente Popu-lar había triunfado en el conjunto del Estado y que formaríangobierno Izquierda y Unión Republicana. Tomás se emborra-chó para festejarlo. No le duró mucho la euforia, pues durantelos meses siguientes se habló de una conspiración de jefes yoficiales del Ejército, apoyados por las derechas.

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Y así fue. La gente solía esperar el coche de Calahorra pro-cedente de Soria, simplemente para ver quién venía, comosolía decirse. Entrado el mes de julio, eran numerosos los hom-bres que se apostaban alrededor de los destinatarios de la me-dia docena de periódicos que llegaban, interesados por lossucesos políticos, además de movidos por la curiosidad sobrelas novedades en general. El día 18 de ese mes, estaba Tomásmirando por encima del hombro de un tal Morales, cuando Ri-cardo, el jabonero, que también lo hacía, se volvió hacia los de-más indicando uno de los titulares.

–¡Mira qué tontada, que se han sublevado en África!

La noticia, en todo caso, era preocupante, y muchos, tantode izquierdas como de derechas, se quedaron en la calle unavez anochecido, expectantes por lo que pudiera suceder, hastaque la Guardia Civil les convenció de que se marcharan a suscasas. Al día siguiente se supo que el Ejército y los de derechasestaban rebelándose por muchas zonas. Y veinticuatro horasmás tarde, tenían controlada ya toda La Rioja.

En las fechas posteriores no hubo mayores incidentes enArnedo. Sin embargo, el día 28 llegó Celso corriendo a casa, yade tarde, cerró la puerta tras de sí, y miró a su padre.

–Me ha dicho el amo que están llegando los del Regimien-to de Bailén y que venga a decírselo para que se escape.

Se mantuvo Tomás quieto en casa durante las horas si-guientes, hasta que, pasada la media noche, tomó algo de pan,sacó el caballo viejo que tenían y se alejó.

–¿Adónde irá? –preguntó Celso a su madre.

Rosario cerró la ventana.

–Déjalo a su aire, Celso. Dios sabe si alcanzará ningún sitio.

Cuatro días más tarde se supo de una persona que habíamuerto cerca de Enciso, camino de Soria. Era Tomás. Segúncontó un pastor, a media mañana oyó voces y, al mirar, observóque un hombre tiraba de un animal que parecía no querer an-dar. Entonces se puso detrás de él, primero pegándole con lospuños, y luego atizándole con una vara en las patas. Y, de pron-to, el caballo soltó un par de coces y le dio en la cabeza.

–Cuando llegué, saltando por los ribazos, me di cuenta deque no había nada que hacer, pues se le veían los sesos.

En los tiempos que siguieron, mataron los de derechas amás de cincuenta hombres y mujeres de Arnedo, y se rumorea-

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ba que pasaban de dos mil los asesinados por ellos en La Rio-ja. Se hablaba de que en Lardero habían fusilado a cerca decuatrocientas personas, y de que las habían enterrado en fosasporque no cabían en el cementerio. Rosario se preocupaba porel hijo.

–Ya sé que no eres de hablar, Celso, ¡pero que no se te es-cape una palabra más alta que otra por la calle, ni te vean pare-cido a tu padre!

El muchacho le miraba confuso.

–Andan con hambre de matar –le repetía ella–. Éstos noquieren sólo ganar la guerra, sino meternos el miedo para todala vida.

Rosario había empezado a ir a misa los domingos y obliga-ba a Celso a hacer lo mismo.

–No te dé vergüenza, hijo, ser hipócrita, que la sinceridades ya cosa de otros tiempos.

Gente que huíaCada día desaparecía gente de las casas. Al principio, las

autoridades franquistas manifestaron que no debían temerquienes estuvieran libres de delitos de sangre. Pero lo ciertoes que llevaban a cabo tantas detenciones, que los mandata-rios no sabían dónde meter a los presos. En el conjunto del Es-tado fueron encarcelados cerca de trescientos mil. Había talsensación de inseguridad, que mucha gente escapaba de lospueblos sin explicar ni siquiera a sus parientes adónde iban.Según los rumores, buena parte de los que huían cruzaban in-cluso la frontera. A finales de 1938 había en Francia más de cin-cuenta mil refugiados.

Al año siguiente, cuando los militares estaban ya ocupandolas últimas zonas, los ríos de gente que escapaba se convirtie-ron en una imagen habitual. En febrero de 1939, entraron enFrancia otras 470.000 personas, de las que un tercio eran muje-res y niños. La gente que vivía en las provincias del sur huía alnorte de África. Y quienes tenían medios escapaban a México,Chile, Cuba, Colombia o la República Dominicana. Y a Rusia.

–Estarán donde nadie pregunte por ellos, y seguro que malen todos los sitios –comentaba Rosario–. ¡No hay mayor engo-rro que la llegada de un pobre o de un derrotado! –movía la ca-beza, asustada–. ¡Dónde pararemos nosotros, dejados de la

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mano de Dios, siempre buscando qué comer y evitando quenos degüellen!

Celso siguió trabajando con el mismo dueño. A pesar dehallarse a gusto, confió un día a su madre que en cuanto casa-ran a la hermana se iba a marchar de Arnedo.

–No voy a estar de jornalero toda la vida, madre.

Solía aparecer por Arnedo un vecino de Andosilla, parientedel dueño, camino de las aguas de Arnedillo, pues, a cuantoexplicaba, se le estaba quedando seca una pierna y le habíanrecomendado los baños. Oyendo a los amos hablar de Celsocomo buen peón, y visto que tardaba en mejorar de su mal, lespidió que se lo cedieran, pues buscaba un hombre joven y deconfianza para encargarle sus tierras. Aunque el amo se resistía,su misma mujer le persuadió.

–Ese chico le da muchas vueltas a lo que ha visto en su casay en el pueblo. Déjalo que se vaya, pues, tarde o pronto, le he-mos de perder.

Quedaron en que, si les urgía alguna labor, siempre quefuera cosa de días, les mandarían a Celso para ayudarles. Y condicho trato, marchó éste a Andosilla a mediados de 1942. Cuan-do volvió a pasar el nuevo amo por Arnedo, le preguntaron susparientes por el mozo.

–Mucho callao y mucho trabajador –explicó con aire satisfecho.

Desesperanza en el campoNo hubiera imaginado Celso que, a pesar de tener decidi-

do marcharse, iba a permanecer allí once años. En realidad,tampoco tenía claro si debía dirigirse a la parte de Aragón, aPamplona, o a la zona de Gipuzkoa y Bizkaia, pues no teníaentonces ningún conocido que le diera referencias concretas.«Los pobres nos pasamos media vida rumiando ir lejos pero nosabemos adónde tirar», comentaba su madre.

Lo mismo sucedía a otros en Andosilla y en los pueblos dealrededor. Cuando se juntaban en la calle, al anochecer, senta-dos en el suelo o apoyados en la pared, comentaban más deuna vez lo de irse, y aunque muchos parecían desearlo, nadiesabía cómo, ni le ponía fecha y lugar. El propósito de salir seenredaba, además, con tantos hechos y personas, que se pos-tergaba la partida de un tiempo a otro.

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Durante el verano del año siguiente, 1943, los amos de An-dosilla tomaron como criada a una chica de Tudela, llamadaMari Sol, que solía venir por el pueblo a casa de unos familiares.Era de apariencia tan delicada que, al principio, habían dudadoen tenerla. Sin embargo, se demostró pronto muy hacendosa.

Celso no tenía ocasión de cruzarse con ella, como no fueraa las horas de cenar o a mediodía. A pesar de ello, la dueña, denombre Pilar, les vigilaba.

–Me doy cuenta de que no le quitas la vista –advirtió a Cel-so–, y con esa cara de pan tierno puedes hacerle más daño quesi te echaras encima.

–Más que mirarle es hablar con ella, señora Pilar –respon-dió él, disculpándose–, que los criados somos todos medio pa-recidos y nos contamos cosas iguales.

No podía evitar Pilar que Mari Sol y Celso se encontraran,aunque solamente fuera de paso, y tampoco le parecía justo im-pedir que congeniaran. En todo caso, se hacía responsable deMari Sol, y un día les llamó a ambos a la cocina para proponerlesque llevaran las cosas formalmente en vez de verse a escondi-das, como suponía que estaban haciendo. Mari Sol le confesóentonces que se hallaba en estado. Aquella misma noche losamos decidieron casarlos cuanto antes. Mari Sol escribió a supadre y a la hermana de quince años que vivía con él en Tudelapara que vinieran, e hicieron la boda un día entre semana.

Por la tarde se volvieron padre y hermana en una berlinahasta Calahorra, y allí tomaron el tren de vuelta a Tudela. Pilardejó a los recién casados dormir aquella noche en una habita-ción con cama de matrimonio que tenían en el piso de arriba.

Estaban ya en la cama y Celso pasó a Mari Sol el brazo porel cuello. Nunca habían estado juntos así, sino siempre detrásde alguna tapia o hasta en la cuadra, y resultaba chocante elroce de las sábanas. Mari Sol sentía las manos de Celso por de-bajo de la saya sin las prisas de otras veces, y ella misma le ba-jaba las yemas de los dedos por el vientre. Tocarse de aquellamanera, sin prisas, hacía que el placer viniera sin sobresaltos.Celso mismo era más suave en aquel silencio.

–No hemos de parar aquí, Mari Sol –le dijo mientras la man-tenía abrazada–, que yo no quiero verte de criada toda la vida.

El dueño les dejó una de las viviendas empotradas en elmonte. No en las cuevas que estaban colgadas, hechas en cor-tes de roca viva, sino en una de las labradas a ras del suelo,

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que incluso tenía habitaciones, en la calle de la Virgen, llamadaasí porque al final de la misma se encontraba la ermita de laCerca.

El parto sobrevino a Mari Sol en Arnedo, donde había idocon Celso para unos días. Era el año 1945. Se le había caído eltecho de un pajar al dueño anterior, y le llamaron para ponervigas nuevas y retejar. No resultó fácil el alumbramiento, a pe-sar de que le ayudó una comadrona llamada Trini, muy buenamujer y hábil en sacar a las criaturas aunque vinieran de nalgas.Como tardaba en reponerse, regresados ya a Andosilla, llama-ron al médico, y éste comentó que debería tener cuidado y nohacer muchos esfuerzos, pues, a su entender, se le había que-dado débil el corazón.

Jorge, como habían puesto de nombre al hijo, parecía entodo caso robusto, y entre el pecho de la madre y las sopas secrió bien. A Mari Sol no le oían quejarse, aunque a veces le ve-nían mareos. A pesar de que Celso seguía con el pensamientode marcharse, le frenaba verla tan delicada.

Industria en el norteYa en 1948, apareció en el pueblo un hombre de unos cua-

renta años, nacido en Andosilla y que vivía en Alsasua desdeantes de la guerra. Estando en la barbería, manifestó que en laBarranca había mucha tarea y que últimamente iba a más. EnOlazagutía se encontraba una de las mayores fábricas de ce-mento, con canteras en la ladera de la sierra de Urbasa. En Al-sasua existía una empresa de productos químicos y de lejía, yrecientemente había comenzado a funcionar una fábrica deconstrucción de maquinaria. También había una tejería, dos se-rrerías y un centro de explotación de RENFE, que tenía allí unaestación importante pues era punto de cruce de las líneas deferrocarril que venían de Zaragoza y de Burgos hacia Irún.

Celso no se atrevió siquiera a hablar de ello con Mari Sol,pues para entonces la veía cada vez con menos ánimos. Llegó,incluso, un momento en que no pudo siquiera con el cuidadode la casa y tuvo que escribir a su hermana Andresa pidiéndo-le que viniera a ayudarles. Así lo hizo a los pocos días, dejandoal abuelo en Tudela, y quedándose con ellos.

Durante un tiempo intentó curar a Mari Sol una mujer delpueblo llamada Jacinta Sádaba, que era considerada muy bue-na curandera y vidente. Le llegaban pacientes de toda la co-

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marca y hasta de fuera. Sólo admitía, como cobro, la voluntad, yen algunos casos ni eso siquiera. Jacinta le hacía tomar infusio-nes de ruda, romero y olivanda, que el mismo Celso buscaba.

Mari Sol duró con vida hasta el 15 de marzo de 1953. El díadel funeral, Andresa recibió a la gente, habló con el cura, dejópreparada la mesa antes de acudir al entierro, y llevó a Jorge dela mano, detrás de la caja que portaba lloroso Celso con tresamigos. Permaneció unos días más, y el crío, cuando vio que sutía se volvía a Tudela, le preguntó si le iba a dejar allí. EntoncesAndresa le vistió de limpio y llamó a su cuñado para notificarleque se lo llevaba.

–No va a vivir el mocete en una casa vacía. Además, estáhecho a mí.

Celso la tomó del brazo.

–Pues si te ocupas del hijo, cosa que te agradezco, voy bus-car trabajo por el norte, que ya se lo había prometido a MariSol. Según me ha escrito Roberto, las empresas están yendocada día a más por aquellas zonas.

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Valentina y Rubén habían salido de Navas del Madroño,un pueblo situado entre Alcántara y Cáceres, el año 1947, ani-mados por una tía monja que les halló trabajo como criados enun convento de Vitoria. A pesar de que les disgustaba la pers-pectiva de vivir en aquel ambiente, pues eran poco religiosos,aceptaron con el pensamiento que, una vez allí, encontraríanotro empleo.

El País Vasco constituía desde hacía casi un siglo una im-portante zona de inmigración para muchas provincias del Esta-do. La extracción de mineral de hierro en la cuenca minera deBizkaia había generado un gran desarrollo industrial, sobretodo después de 1876, concluida ya la última guerra carlista. Seprodujeron pronto grandes inversiones de capitales europeos,y a ellas se sumaron las vascas, que terminaron controlando lasiderurgia para montar seguidamente sus propias navieras ypenetrar en nuevas ramas de la economía. El desarrollo indus-trial se extendió hacia los valles guipuzcoanos, y las regionescosteras se transformaron en uno de los núcleos más dinámicosdel Estado.

Aquella pujanza industrial no cesó con la Primera Guerramundial ni con la guerra franquista. El conflicto internacional

2La sugestión del País Vasco

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significó una coyuntura económica favorable, al crecer la de-manda de productos siderúrgicos. Y el triunfo fascista, en vezde crear dificultades, ayudó a superar definitivamente la situa-ción derivada de la crisis económica europea de los años vein-te. Cuando el Ejército sublevado conquistó Bilbao, comprobóque el equipo fabril se hallaba prácticamente intacto, y siendola primera gran zona industrial conquistada, la jefatura militar lautilizó inmediatamente para sus propósitos. A los cuatro díasde tomar la ciudad se creó la primera Comisión de Incorpora-ción y Movilización Industrial y Mercantil. Aunque al franquis-mo le escociera favorecer el desarrollo de Gipuzkoa y Bizkaia, alas que denominaba provincias traidoras, no podía prescindirde la siderurgia vasca. El Estado necesitaba lingotes de hierro,productos fabricados en acero, cablería, calderería, material fe-rroviario y máquina herramienta. En pocas semanas se puso denuevo en marcha la actividad industrial.

Lo único que realmente frenaba el avance fabril era a menu-do la escasez de materias primas, como el carbón, la chatarra,los combustibles, los elementos de construcción y la energíaeléctrica.

La gran migración de los años cincuentaEl matrimonio aguantó cinco años trabajando en el conven-

to. Valentina se ahogaba entre tanto sermón y tanta simulación,como solía decir, y miraba diferentes empleos por una y otraparte. Además, la situación económica estaba cobrando nuevoimpulso precisamente desde 1947, pues en ese año se habíainiciado el desbloqueo internacional de la mano de los milita-res norteamericanos, que necesitaban la Península para insta-lar sus bases, dentro de la estrategia de defensa contra lasupuesta amenaza comunista. Así llegaron en 1949 los 25 millo-nes del Chase Bank para surtido de alimentos, y en agosto de1950 se añadieron los créditos de 62 millones de dólares des-de el Congreso norteamericano, a los que seguirían sucesiva-mente otras ayudas, siempre en contrapartida de acuerdosmilitares. Quedaba con ello abierto el camino a las inversionesinternacionales.

La nueva situación industrial se notó pronto en los trenesque llegaban por Miranda de Ebro. Cada vez asomaban por lasventanillas más inmigrantes procedentes de Galicia, Castilla yExtremadura. Unos continuaban viaje en los vagones que ibanhacia Bilbao; otros se apeaban en Vitoria, para dirigirse luego

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hacia el valle del Deba, donde se concentraban Mondragón, Ei-bar y Elgoibar; y los demás seguían hasta Alsasua y el valle delOria.

Cuando levantaron en Alsasua la nueva fábrica de Fundi-ciones, Rubén se presentó y le dieron empleo. El trabajo en elconvento, al no conllevar gastos de alojamiento y comida, leshabía permitido ahorrar a pesar de no ser elevado el sueldo.Así es que dieron la entrada para una vivienda y, una vez aloja-dos en ella, dispusieron camas para alquilarlas a la gente queiba llegando de fuera.

El primer año tuvieron de inquilinos a un matrimonio re-cién venido de Brozas, que distaba 12 kilómetros de Navas.Cuando se les fueron, arrendaron las camas a un hombre deGarravillas, pueblo este también cercano al suyo, y a otro lla-mado Antonio Jiménez, natural de Guijo de Santa Bárbara, tam-bién municipio de Cáceres situado en las estribaciones de lasierra de Gredos. En realidad, eran tan numerosos los trabaja-dores venidos de aquellas partes, que en el pueblo llamabanextremeños o cacereños a todos los venidos de fuera.

Ya a mediados del año 1954, al quedarse de nuevo libreslas camas, se presentaron dos obreros que trabajaban en unaserrería. Uno se llamaba Luis y era originario de Salamanca. Elotro era Celso, que se hallaba en Alsasua desde el año anterior.Durante los primeros meses había trabajado en el acarreo demadera, que utilizaban para hacer traviesas para las vías del fe-rrocarril. La mayor parte de los hombres que hacían la traídadesde el monte eran de Bakaiku, Iturmendi, Urdiain y la mismaAlsasua. En el nuevo trabajo le tocaba descargar los carros ysostener las maderas al serrar, y allí había coincidido con Luis.

Valentina se portaba bien con ellos y les tenía siempre lamesa a punto y la ropa limpia. Era observadora aunque discre-ta. También ellos procuraban no molestar. Llegaban a la vivien-da, cenaban y se acostaban, interfiriendo lo menos posible enel matrimonio. Sólo al tiempo sacó unas cartas Rubén, aprove-chando que era domingo y hacía frío en la calle, y dieron unasmanos. Por primera vez les preguntó Valentina sobre el motivoque les había llevado a salir de su tierra.

Luis manifestó que había nacido en Saucelle, el 6 de febre-ro de 1925, un pueblo situado en un terreno llano, entre los ríosHuebra y Duero, en la frontera con Portugal. Desde un miradorque llamaban El Penedo, se podía ver Mazonco, el primer pue-blo portugués.

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–Allí no tenemos la naturaleza que hay en Alsasua.

Se veían simplemente almendros, algo de olivo y viña, ja-ras, brezos y hasta escobas, que servían precisamente para ha-cer escobas, y alcornoques, de los que sacaban el corcho.

–Y mucha pobreza. Mi padre era zapatero. ¡Imagínate quéjornal podía sacar!

Dieron de nuevo cartas, y durante la cena retomó Luis eltema, como si unos recuerdos le despertaran otros.

–Si había que devolver los zapatos ya arreglados al dueño,generalmente una persona de mejor posición, mi padre memandaba a mí con el encargo, pero no a cualquier hora, sino alacercarse la de comer. A ver si te dan un pedazo de pan, que lotendrán ya en la mesa, me decía.

Más tarde marchó toda la familia a Barruecopardo, a pocoskilómetros de Saucelle, donde se había puesto en marcha laexplotación de una mina de wolframio. Con catorce años ya es-taba él en la mina.

–El capataz tuvo que corregir la fecha de nacimiento parapoderme admitir. Te miraban, y si te veían fuerte, no te pedíanmás.

El oficio se aprendía pronto. Pico, pala y barrenos a mano.Uno sostenía la barra y la giraba, mientras otro la golpeaba conel martillo. Cada tanto echaban agua para que no se quedara elpolvillo en el fondo. En ocasiones se barrenaba con pistolete. Aveces se descalabraba alguien, pues eran cortes de muchosmetros en la piedra. Cuando solamente se trataba de una con-tractura o de algún hueso lastimado, le ponían una venda o uncabestrillo. Si se trataba de heridas pequeñas, se daban conbarro.

–Esta voz la tengo de trabajar allí.

Explotaban los barrenos y se hacía tal nube de polvo quedurante unos momentos no se veía nada. El capataz gritaba alos mineros que se acercaran al tajo, y que hicieran fuego paraque se llevara el polvo. La gente tosía y protestaba, pero se po-nía a trabajar de nuevo.

Al dar Luis por terminado su relato, Celso habló algo sobreArnedo, para corresponder al momento. Acabada la cena, Va-lentina se puso a fregar los platos e indicó a Rubén que dijera,a su vez, algo del propio pueblo.

–No vaya a parecer que nos avergonzamos de nuestra tierra.

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Rubén era hosco y le costó empezar.

–¡Vamos a estar aquí cada uno contando cómo malviven enun sitio y en otro! Una cañada que atraviesa el pueblo y unascuantas casas a los lados, eso es Navas del Madroño.

Como si lo hiciera de mala gana, añadió que ni allí ni entoda la zona había industria similar a la del norte. Unos laga-res de aceite, telares de lienzo y paño, molinos harineros, fábri-cas de jabón blanco, tejares, y hasta dos tahonas de zumaque.Todavía se daban mujeres dedicadas a hilar y teñir. Se llamabaNavas o Ventas, porque en su día existían ventas para los trashu-mantes, ya que era cruce de caminos entre Garrovillas y Brozas.

Al dar por terminada su descripción, le corrigió su mujer.

–¡Hombre, hay más cosas! Tenemos una iglesia, NuestraSeñora de la O, con una figura de la virgen madre como se veen muy pocos sitios, pues en vez de tener el hijo en brazos, lolleva en el vientre y se le ve a través de un cristal ovalado. Ytambién es de señalar la fuente de la Nacivera y la feria de ga-nado del 10 de mayo.

El marido le puso la mano en la boca, mandándole que ca-llara. Con frecuencia era desabrido con ella. La mujer se la reti-ró con rabia.

–Y además de todo eso –añadió–, han pasado muchas des-gracias, que todavía las llevamos frescas en la cabeza.

Rubén le cortó de nuevo.

–Deja la cháchara y termina lo tuyo.

Los cacereñosJugar a la brisca o a la escoba terminó siendo costumbre los

fines de semana, por matar la tarde, y se estableció más tratoentre ellos. A media mañana del día de Navidad, se disponíaCelso a afeitarse en la fregadera de la cocina y Valentina puso acalentar el agua para que se enjabonara la barba. Luego colgóun espejo en un clavo que emergía de la pared, y mientras Cel-so se pasaba la brocha, siguió faenando con la comida. Con mo-tivo de aquella fiesta, tenía pensado poner ensalada, sopa y unpollo.

–Aunque sea poco, peor hemos vivido.

–¿Hay mucha pobreza por vuestra tierra también o qué?–preguntó Celso mientras se rasuraba.

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Se santiguó Valentina.

–Allí se reparte la necesidad entre todos y la riqueza entrepocos.

Se centró en la tarea de trocear el pollo. Prefería sacarlo asía la mesa, para que todos tuvieran partes similares.

–A quienes salimos buscando trabajo –dijo sin girarse– lapobreza nos viene con el parto, aunque a veces pintas las co-sas mejor, por si te desprecian.

Celso asintió con un gesto, sin interrumpir su afeitado.

–En nuestra tierra –siguió Valentina–, existen zonas dondemás que necesidad hay miseria. Una vez apareció pidiendo li-mosna por Navas del Madroño una mujer que venía de LasHurdes.

Se interrumpió para preguntarle si sabía dónde quedaba lazona. Se hallaba al norte de la provincia, lindando con Sala-manca. Según ella, eran terrenos montañosos y áridos, sin ape-nas caminos. La gente vivía de colmenas, bancales de olivares,corcho y cerezas. Conservaban el aceite en pequeñas almaza-ras y les servía como trueque para hacerse con otros alimentos.Las aldeas estaban formadas por casas bajas, con paredes depiedra sacada del terreno y sin revocar, con la puerta y algúnventanuco como únicas aperturas, y los techos de pizarra.

Aquella mujer venía precisamente de Rubiaco, en plenovalle del río Hurdano, que era una alquería perteneciente aNuñomoral. Seguramente se habría originado como majadadonde ampararse los pastores y tener recogido el ganado porlas noches, lo mismo que habrían sido La Batuequilla y La Hor-cajada, que se encontraban ya despobladas.

–Al mencionar la mujer la necesidad que sufrían en aquellaparte, le sugirió mi madre que también allí alguien sería rico.¿Sabes qué le respondió?

Celso hizo un gesto de curiosidad.

–Si un año viene mala cosecha de oliva, rico es el mejor pei-dor. El mejor pedidor. Eso dijo.

Celso terminó de lavarse y Valentina le indicó la toalla queestaba sobre la mesa.

–A mí no me avergüenza ser de Cáceres. Lo que me duelees el desprecio con que nos llaman cacereños a los de fuera, sinimportarles en realidad de dónde somos.

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Celso hizo un gesto de conformidad.

–No se lo tomes a mal, mujer. Ya pasarán los años.

Valentina se reafirmó en lo dicho.

–¿Saben los nacidos en Alsasua qué sucede ahora mismoen Cáceres y cuánto ha sufrido esa tierra? ¿Tú crees que al-guien de aquí tiene siquiera sospecha de la sangre y las lágri-mas y de las noches sin dormir de tantos pueblos cuandoentraron los franquistas? En absoluto. Y mucho menos de loshombres y mujeres que estuvieron huidos por la sierra duranteaños.

Trabajo y silencioEntró en ese momento Rubén.

–¡Ya estás hablando de tu pueblo otra vez! ¡Joder con la co-torra esta!

Valentina siguió en su tarea con expresión enfurruñada,aunque sin llegar a replicarle. Rubén se dirigió a Celso.

–A esta mujer le pasa que como se dieron algunos atrope-llos, no se los puede quitar de la cabeza.

–¿Por qué me los he de quitar? –se revolvió ella–. Y me vie-nen más todavía en estas fechas.

Se puso a fregar unas tazas.

–Y nada de simples atropellos –dijo al cabo–. ¡Muertes!

En Navas del Madroño, que no llegaba a tres mil habitan-tes, los fusilamientos empezaron en los últimos días de 1937. Aunos mataron porque habían aparecido sus nombres en un pa-pel hallado en el cadáver de un republicano, y a otros, por de-nuncias interesadas o sospechas. Sólo el 15 de enero fusilarona 54, divididos en dos grupos.

Rubén partió un trozo de pan.

–Murieron en tu pueblo y por todos lados. En Cáceres, enPlasencia, en Trujillo, en Nuñomoral, en Brozas, en Aldea Mo-ret. Ya le hemos dado vueltas muchas veces y no ganas nadasacándolo de nuevo. Cuanto más lo traes a colación, menos sete pasa.

–Yo no quiero que se me pase –repuso Valentina con vozalterada–. No estoy de acuerdo en que una cierre siempre laboca. En Almendralejo dispusieron tres prisiones. Y en dieci-

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séis meses hubo 144 muertes por hambre. Uno de los muertosera hermano de mi madre. No quiero olvidarme de ello.

El marido le sujetó con fuerza por el brazo.

–Tú no te enteras de que hemos venido a trabajar, y chitón–dijo con aspereza, sacudiéndola–. Lo que realmente tenemosque hacer gente como tú y como yo es cenar, dormir, joder si teapetece, levantarnos, ir al tajo, y ya está. Y no tanto darle alpico, que te gusta mucho.

Le dio un empellón mientras se iba a la puerta, cerró de gol-pe y echó escaleras abajo. Valentina movió la cabeza con rabia.

–¡Dios, qué asco de hombre! ¿Por qué esta vida va a sersimplemente venir y chitón, trabajar y callar, ser mujer y tenerla boca cerrada?

Celso prefirió no añadir comentario alguno. Valentina teníalos ojos humedecidos, probablemente porque le humillaba eltrato de su marido delante de Celso. Se puso delante de éste.

–Dímelo tú, Celso, que pareces una persona normal. ¿Noes verdad que los venidos de fuera parecemos gente sin nadaen la cabeza? Una remesa de mudos. Como si del cuello paraarriba sólo tuviéramos dientes y cejas.

Los guerrillerosCelso recogió la brocha y el jabón y los llevó a la mesilla de

su habitación. Valentina fue tras de él.

–Y no estamos hablando sólo de la guerra y del hambre.Que cuando nosotros nos vinimos, aquello estaba ardiendo denuevo. Y mi marido cagándose de miedo, aunque ahora vayade valiente ante vosotros.

Se calló durante unos momentos. Pareció que dudaba endar nuevas explicaciones. Miró desde la ventana a la calle, porsi volvía Rubén, y finalmente le explicó el motivo por el que ha-bían salido de Cáceres, además de la pobreza.

–¿Has oído algo de la guerrilla que hubo desde Cácereshasta Toledo durante casi diez años? Parte de los huidos a lassierras tras la ocupación franquista se reconvirtieron por tierrasde Cáceres en combatientes del Cuerpo de Guerrilleros de laRepública y actuaron hasta 1939. Volvieron a aparecer al año si-guiente, agrupados por los huidos toledanos, que se hallabanmuy acosados en su tierra. En el maquis de Cáceres llegó a ha-ber gente de Córdoba y Badajoz. También mujeres. Había sido

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famoso el caso de las hermanas Rodríguez Juárez. Una de ellas,de nombre Paula, se echó al monte porque su marido se encon-traba escapado en Francia. Su hermana María, a la que llama-ban Goyoría, lo hizo teniendo sólo dieciocho años. Más tarde seemparejó con un guerrillero muy sonado, el Chaquetalarga, dequien tuvo un hijo en el monte. Su hermana tuvo, también en elmonte, tres hijos con Miguelete, otro de los guerrilleros muynombrados en la zona. Muchos de aquellos guerrilleros acaba-ron presos o muertos. Y al mismo tiempo, hubo fusilamientostotalmente arbitrarios, como los 12 vecinos de Cañamero y los16 de Logrosan, bajo el teniente coronel Manuel Gómez Can-tos, el 6 de diciembre de 1940.

Según contaba ciertos detalles, Valentina bajaba la voz.

–¡Piensa, Celso, lo que me duele tener todo eso en la me-moria y estar aquí como si fuéramos de una tierra vacía!

En todo caso, lo que ella realmente deseaba puntualizarera lo sucedido más tarde, cuando se constituyó la que llama-ban «Primera Agrupación de Cáceres», dependiente del Ejér-cito Guerrillero del Centro, en una asamblea celebrada ennoviembre de 1944, y que comenzó sus acciones con unosciento veinte guerrilleros, entre los que se contaban media do-cena de mujeres.

En los meses siguientes a esa fecha, desataron una verda-dera euforia entre los pueblos con sus acciones de requisas dealimentos, apropiaciones de dinero de terratenientes y deotras gentes de derechas, secuestros, escapadas y ejecucionespor las provincias de Cáceres y de Toledo, el sur de Ávila y loslindes con Madrid y Badajoz. Con el eco popular, se produje-ron muchas más incorporaciones.

Sin embargo, la represión se cobró numerosas muertes ydetenciones, y hasta quema de zonas en las sierras para echar-les de sus refugios. También menudearon en el monte lasmuertes de guerrilleros por tuberculosis, gangrena o enfria-mientos. A veces llegaban a secuestrar al médico de la zonapara curar a un malherido. Hechas las curas, le soltaban. Lo nor-mal era, en todo caso, que se curasen entre ellos con cocitoriosde jara y tomillo o con vinagre.

Con el paso del tiempo y el miedo, se produjeron tambiénclaudicaciones. A pesar de todas las penalidades, las accionesguerrilleras continuaron sin interrupción hasta finales del año1946.

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–Navas de Mandoño quedaba fuera de las zonas por lasque se movían, pero estábamos al tanto de todo.

A mediados de ese año se marcharon a Vitoria ella y su ma-rido, precisamente porque Rubén tenía miedo de ser delata-do. Un vecino suyo, sabiendo que tenía habilidades de albañil,le llamó un día para que le ayudara a hacer un tabique en casa.Aunque no le explicó nada, Rubén comprendió que era paraesconder a alguien. Se trataba de un hijo, que había regresadopor segunda vez a casa desde la sierra. Nunca había sido unguerrillero de avanzadilla. A los seis meses de estar en el mon-te, se sintió enfermo y volvió a su casa a ocultarse durante va-rias semanas. Vuelto a la sierra, el responsable lo destinó a unaguerrilla que no le gustó. Y al poco, desertó y apareció de nue-vo en casa. Le mantuvieron unos días en el desván, oculto bajounos haces de ramas secas, y determinaron por fin hacer el es-condite.

–Lo malo es que, al poco tiempo, decidió entregarse, dela-tó a varios enlaces y se convirtió en confidente de la GuardiaCivil. Y Rubén ya no estuvo en paz, temiendo que diera sunombre en cualquier momento, si le apretaban. Así que escri-bimos a la monja y nos llamó al poco tiempo.

Después de aquella conversación, Valentina se mostróconfiada con Celso y se desahogaba con él. Cada vez le dolíanmás las desavenencias con su marido y el desprecio que creíanotar en alguna gente vasca de Alsasua hacia los de fuera.

–No te duelas así, mujer –le alentaba Celso–. Habrá un díaen que nos estimen.

Una tarde que volvió a disgustarse con Rubén, tomó a Cel-so por el brazo.

–A veces me dan ganas de entrar en tu cuarto y acostarmecontigo –le dijo con ardor–. Puede que lo hiciera si no estuvie-ra Luis. Y no me iba a dar vergüenza mirar luego a mi marido.¡Por mi madre, que no! ¡Jódete, por tonto!, pensaría. Yo, con elcosquilleo entre las piernas, y él con los cuernos hasta el techo.

Los trenesCelso y Luis apenas alternaban por el pueblo. Si el patrón

les pedía meter un par de horas más por la tarde, se quedabanen la serrería. Celso, además, tomó la costumbre de acercarseal anochecer hasta la estación a la hora de trasbordo en los tre-

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nes, para ofrecerse de mozo de equipaje a los viajeros. Segúnexplicaba, no eran muchos los que requerían tales servicios.

–A quienes van en los vagones de tercera, no les sobra unapeseta para que les lleve nadie el equipaje. Ni tampoco lespesa mucho.

Se acercaba Celso, por ello, a los vagones de primera y se-gunda clase. Era otro tipo de usuarios. Podían proceder de lasmismas provincias que los de tercera, y, como ellos, haber lle-gado a los territorios vascos para trabajar. Pero no les empuja-ba la miseria.

Valentina tenía las ideas claras al respecto.

–Ésos vinieron a ocupar los puestos dejados por los repu-blicanos al perder la guerra.

Los hombres portaban su gabardina o su abrigo. Un buencorte de pelo. Bien afeitados. Zapatos finos, corbatas, pañuelosde seda, gemelos que asomaban en los puños de las camisas.Entre las mujeres se veían pendientes de oro, collares, traje amedida, algún abrigo de piel. Un peinado elegante.

Valentina se levantaba a veces cuando sentía llegar a Cel-so, ya avanzada la noche, y le calentaba un plato de caldo.

–Tú no sabes vivir, Celso –le dijo una noche–. Más vale quepasaras el tiempo cortejando a alguna mujer, te lavaras bien, yque no os oliera tanto la habitación a macho por las mañanas.

–A mí no me gustan las vascas –objetó él.

–¡Anda que no miráis lo erguidas que van y cómo se lesmarcan las caderas! –ironizó Valentina–. Lo que sucede es queno os hacen caso al veros sin casa, ni saber de dónde sois.

Le pellizcó suavemente en la mejilla.

–Además, aunque los hombres de fuera tengáis buena figu-ra, no la lucís. Lleváis la desazón en los ojos.

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Puri había nacido en Gordoncillo, un pueblo de León si-tuado junto al río Cea, en los límites con la provincia de Valla-dolid. El día 28 de agosto celebraban la festividad de San JuanDegollado, patrono del lugar. El año 1947 la fiesta cayó en miér-coles. Y al domingo siguiente, estando a la mesa ella y su her-mano Segismundo, les dijo Paca, su madre:

–Me duele lo que voy a explicaros, hijos, y he dejado pasarla fiesta antes de hacerlo, pero es tiempo de sacar lo que siento.

Le miraron atentos ante la seriedad de su tono. Puso la ca-zuela de garbanzos sobre la mesa. Aunque habitualmente eramujer de pocas palabras, empleaba un hablar sentencioso sitenía que manifestar algo que considerase relevante.

–Ya veis que, quitando estos días de festejo donde todosparecemos iguales, en Gordoncillo hay dos extremos. Por unlado, un par de ricos y media docena que se medio apañan. Porotro, los demás, que malvivimos.

Se sentó ella también y partió el pan.

–Y no tiene pintas de arreglo. Yo nací el año 1901 y siemprehe visto lo mismo.

Les hizo señal de empezar a comer.

3Hambre de trabajo

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–En los de arriba, el bienestar viene de padres, abuelos ygobierno. Los de abajo heredamos sólo hambre de pan, de tie-rra y de trabajo.

Metió ella también la cuchara en la cazuela y se limpió loslabios con la mano.

–No es que aquí se coseche sólo conformidad, ni faltanagallas para rebelarse. Más bien sucede que estos parajes sehallan muy descampados, y, según te mueves, te apalean. Loscuras, los terratenientes y un par de guardias civiles se bastanpara vigilarle estos pueblos al Gobierno.

Paca nunca había sido de expresiones optimistas. Los hijosse lo achacaban, en son de burla, a que era nacida en Villar delYermo, pueblo de la comarca leonesa del Páramo, que teníaaquel nombre por ser terreno raso y desamparado. Hasta unaveintena de pueblos tomaban en dicha zona la denominaciónde Páramo, y pasaban de treinta los que se daban por abando-nados y perdidos. Según Paca, los gobiernos pensaban sobretodo en la capital de España, y desde ella devoraban las regio-nes que la rodeaban. Así es como las capitales provinciales secebaban a su vez en las villas, éstas robaban a las aldeas, y, nopudiendo robar éstas a ningún poblado menor, se desmorona-ban y convertían en alquerías o en simples paredes perdidasentre sembrados, hasta que el tiempo las reducía a escombros,igual que si caminaran hacia atrás para terminar siendo barro,como fueran antes de empezar.

Paca miró a ambos hijos como si le costara rematar su amo-nestación.

–Por eso –concluyó al fin–, tengo para mí que uno de voso-tros dos puede quedarse aquí, y cuidarnos entrambos, pero se-ría bueno que el otro buscara un trabajo de provecho donde sea.

Segis se llevó la mano al pecho.

–El primero a probar tendré que ser yo.

La madre hizo un gesto de duda.

–No lo sé. Tú, mal que bien, algo tienes.

Tierra de caciquesSe refería a que a veces trabajaba de peón para alguno de

los grandes propietarios de los campos. Aunque en Gordonci-llo se cosechaba trigo, remolacha azucarera que se llevaba a Be-navente y La Bañeza, y mucha vid, la mayor parte de las tierras

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pertenecían a la duquesa de Alba y a don Germán, el médico.También había vecinos que trabajaban como arrendatarios deellos y les entregaban la mitad de la cosecha. Los demás iban ajornal cuando les llamaban.

La cuestión de la tierra, en expresión de Paca, era una mal-dición heredada por el campesinado a través de los tiempos.El latifundio era mayor en Andalucía, en Extremadura y en LaMancha, pero no faltaba en Castilla y León. Se comentaba quela casa de Alba tenía cerca de 35.000 hectáreas en España. Y noera la mayor propietaria. El duque de Peñaranda y el de Villa-hermosa le superaban por mucho, y el duque de Medinaceliposeía más del doble.

Por ello, la demanda de reforma agraria había constituidoun clamor general desde la proclamación de la República. ElGobierno de Manuel Azaña la consideró como el más urgentede sus proyectos. Sin embargo, la ley votada en septiembre de1932 no poseía un mecanismo eficaz de ejecución y se encontró,además, con la resistencia de la oligarquía terrateniente y de lospartidos moderados. Y para más desventura, apenas tomó elpoder la derecha, aprobó una nueva ley en 1935 que dejaba sininstrumentos jurídicos cualquier voluntad de reforma.

Tampoco el franquismo, dada su alianza con los terrate-nientes, había intentado la transformación del campo. Simple-mente recurrió a limitar el precio de los cereales y del vino, y alracionamiento de los productos alimenticios. Los políticos deFranco se mostraron convencidos de que la única solución parala economía española era la industrialización. Incluso intenta-ron, en un primer momento, diseminar la industria por diversasregiones del Estado para castigar al País Vasco y Cataluña. Peroen la mayoría de las provincias no había tradición fabril, ni laclase pudiente tenía mentalidad de inversión.

La tarea que surgía en el campo de Gordoncillo era reparti-da a su voluntad por los administradores de la duquesa y dedon Germán. Segis trabajaba para ellos cuando le necesitaban,que solía ser algo más de un mes en tiempo de siembra, variosdías más durante la escarda, y unas semanas en la siega, a lasque se añadían las jornadas de la trilla. Y de cuando en cuando,le llamaban para alguna tarea en el molino o en la alcoholera,que eran asimismo de don Germán.

La que denominaban «fábrica de alcohol» pertenecía a laindustria de mantenimiento que existía en muchas regiones,siempre con métodos ancestrales. Metían en un pozo de ce-

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mento las heces de la uva, las cubrían, y echaban finalmenteagua para que no hubiera el menor respiradero. Así es comofermentaban. Luego escurría el aguardiente, que era casi todoalcohol. El local entero se llenaba de tufo.

–Encendemos un candil –explicaba Segis en casa–. Si seapaga, es que falta oxígeno para respirar y no se puede entrar.

Muy de cuando en cuando, Segis trabajaba asimismo, lle-vando el camión de un hermano suyo que, en contraposición asu familia, tenía un buen vivir. No le venía del esfuerzo, sino detener una figura como no la había desde Gordoncillo a La Ba-ñeza, y de haber dado un braguetazo casándose con la hija deun propietario. El suegro no tenía muchas tierras, pero eran su-yos el cine y el bar, y tenía buenas relaciones en otras partes.Entre ellas se contaba un inspector que le proporcionaba guíasde las minas de El Bierzo. Se trataba de una especie de certifi-cado sobre la calidad del carbón. Además de carbón, Segis ha-bía transportado paja, ladrillo, teja, o vigas, lo mismo a León quea Zamora y Orense.

A pesar de que le escocía trabajar para su hermano, le gus-taba el camión. Él mismo le cambiaba el aceite y lo revisabapieza por pieza si era preciso. Lo malo de aquella situación eraque, si no había transporte o si su hermano tenía algún com-promiso con otra persona, no le llamaba.

Control demográficoPoco después de la conversación mantenida con su madre,

ya concluida la trilla, Segis tuvo que transportar en el camiónuna carga de paja a Benavente, y allí se encontró casualmentecon un paisano que trabajaba en Suiza. Éste le explicó que ha-bía trabajo de sobra y que él mismo, si se lo indicaban por carta,les mandaría los contratos para poder entrar. Vuelto Segismun-do al pueblo, habló con otros mozos, y una noche se reunieronuna docena en su casa. El alcalde veía aquel movimiento degente joven y lo comentó con don Germán. Llamaron días des-pués a Segis al Ayuntamiento.

–Lo que andas tramando, Segis, no está bien. ¿Cómo pue-des concebir que este pueblo se quede sin brazos para las tie-rras?

Los mozos, sin embargo, continuaron decididos a marchar-se, y pidieron el certificado de penales a Madrid para luegosolicitar el pasaporte. Pero ninguno de ellos lo obtuvo, y se frus-

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tró el intento. Segis, que era de temperamento vivo, no se mor-día la lengua por el pueblo.

–Mientras vivan Franco y don Germán, no tenemos nadaque hacer.

Aquel comentario no sentó bien. Unos días más tarde, leechó el alto una pareja de la Guardia Civil cuando llevaba en lacabina del camión a dos vecinos de Gordoncillo en dirección aValencia de Don Juan. Se detuvo.

–No puede llevar más que a una persona –le expuso conbrusquedad uno de los uniformados

Hizo Segis un gesto de sorpresa. Abrió el guardia civil lapuerta de la cabina desde fuera.

–¡Bajen inmediatamente!

En más de una ocasión había acomodado Segis en la cabi-na a la pareja de guardia civiles, acercándoles a uno y otro sitio.Se lo recordó al guardia, y éste le puso el fusil por el cuello.

–Pues mire usted cómo cambian las cosas. Esta vez van a ira pie sus dos amigos. Y usted, ¡a cuidarse!, que tenemos ordende andarle muy cerca.

Cerrada la posibilidad de ir al extranjero, Segis se dejóconvencer por otro mozo de Gordoncillo para marchar a Barce-lona. Felipe, que así se llamaba, tenía una carta de recomenda-ción firmada por un sacerdote, primo de su madre, para elsuperior de una comunidad religiosa de Badalona, y consiguióotra para él, certificando que era persona de buenas costum-bres y creencias. Y de esa forma, con una maleta cada uno, en laque llevaban la ropa y medio pan, montaron en el tren que lesllevaría hasta Miranda de Ebro, para allí tomar otro hasta la Ciu-dad Condal.

Por la forma de vestir y el hatillo, se veía que muchos de lospasajeros que llegaban a la estación de Barcelona en los trenesprocedentes del sur venían a lo mismo que ellos. Pronto distin-guieron tres furgones grandes de la policía en la estación mis-ma. Según se apeaban de los vagones, les echaban el alto. Asíhicieron con Segis y su compañero.

–¿Adónde van ustedes?

–A trabajar.

–¡Muestren el contrato de trabajo!

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Sacaron del bolsillo la carta.

–No vale. Apártense ahí y no se muevan.

Les llevaron al palacio de Montjuic metidos en los furgones.El Gobierno franquista se preocupaba no solamente por mante-ner el orden político, sino también por contener los movimien-tos demográficos. El hambre y la falta de trabajo empujabanhacia las ciudades a decenas de miles de personas, y asustabaal franquismo la posibilidad de tener masas de gente incontro-lada. Aunque pasados los primeros años después de la guerrase relajó la vigilancia, los métodos expeditivos de represión deaquellas migraciones se repitieron durante años.

Segis y Felipe encontraron en Montjuic centenares dehombres y mujeres. Todos del sur, excepto ellos. Madrid y Ca-taluña eran las principales zonas de llegada para la gente deaquellas zonas. Alguien comentó que unos compañeros de via-je se habían apeado en Castelldefels, previendo seguramentelo que iba a sucederles en Barcelona.

Pasaban los días, y nadie les daba explicación de cuántoiba a durar la detención. Les daban para comer una sardina, untrozo de pan y una mandarina. Cada tanto sacaban un grupo dedetenidos para montarlos en trenes que regresaban hacia An-dalucía. Un día intentaron escapar del recinto cuatro de los re-tenidos. Cuando estaban a punto de saltar la pared, sonarondisparos de los guardias africanos, y no les vieron más.

Al cabo de ciento trece días, Segismundo y su compañerofueron conducidos al tren. A su lado montó una pareja de guar-dias civiles, vigilándolos. Anochecía. Después de muchas horas,todavía sin amanecer, notaron que el tren frenaba una vez más.Debía hallarse en un simple apeadero, pues no se notaba mo-vimiento alguno fuera. Los guardias no parecían atentos a esasalturas.

Se hicieron un gesto, y cuando arrancó de nuevo el convoy,pesadamente aún, saltaron a tierra y echaron a correr mientrasoían los gritos de «¡Alto!» y los disparos.

–Entramos en un huerto aprovechando que no había to-davía nadie y robamos cerezas y peras. Nos acercamos luegohasta un bar, sin poder entrar porque no teníamos un duro.Un camionero valenciano, que paró a desayunar, aceptó lle-varnos hasta León con la promesa de que le ayudaríamos adescargar.

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De pobres a criadasA la vista de las dificultades que encontraba su hermano,

Puri decidió probar a su vez. Un día que le llamaron a limpiar lacasa de don Germán, pidió a la dueña que la recomendaracomo chica de servicio a alguna familia en León, Madrid o Bil-bao. Al cabo de unos días, la mujer le comunicó que había es-crito a unos parientes de San Sebastián, encomiándola comomuchacha limpia y bien parecida, que no significaría desdoroen ninguna casa, aunque fuera del campo. Y mes y medio mástarde, le hizo llamar para mostrarle la respuesta de que le teníanreservado trabajo en una familia del barrio de Gros de la capi-tal guipuzcoana. En junio de 1949, Puri estaba ya trabajando enla casa.

No regresó a Gordoncillo en el resto del año, ni al siguien-te, pues temía pedir vacaciones a la dueña y que ésta se mo-lestara. A primeros de enero de 1951, la señora misma lepreguntó si no deseaba visitar a su madre. Precisamente aque-llas fechas, trascurridas ya las navidades y lejos del verano,eran las más apropiadas, siempre que regresara antes de lafiesta de San Sebastián, que era el 20 del mes y muy celebradaen la capital guipuzcoana.

Hizo, pues, el viaje hasta Gordoncillo, y desde entonces re-pitió la visita cada año en la segunda semana de enero. No erancómodos los viajes. Cualquier incidente provocaba retrasos,sin que nadie proporcionara una explicación. El año 1956 cayóuna gran nevada, y el tren en el que regresaba del pueblo sedetuvo en Alsasua sin poder continuar.

Puri se encontraba con fiebre aquellos días, pero no habíaquerido postergar el regreso para no incomodar a su señora.Durante un largo rato permaneció en el asiento, como la mayo-ría de los demás viajeros, hasta que se les indicó que descen-dieran para montar en otro tren que estaba por llegar desdePamplona. Los viajeros de las primeras clases se dirigieron a lacafetería. Los demás, como ella, se metieron en la sala de la es-tación. Unos se apretaban la chaqueta para soportar mejor elfrío, otros tenían una bufanda en torno al cuello, y algunos lle-vaban un tapabocas por la espalda, que les daba una vueltapor la cara. Por el acento se adivinaba a los extremeños y a losandaluces. Los demás debían ser castellanos o de León.

Puri se apoyó contra la pared, sintiéndose cada vez peor.En un momento dado, no le resistieron las piernas, y cayó alsuelo. Notó que la levantaban y le hacían extenderse en uno

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de los bancos. Enseguida volvió en sí, insistiendo a quienes lehabían ayudado en que no se preocuparan. Sin embargo, alrato se sintió mal de nuevo y, mientras le atendía otra mujer,apareció una pareja de la Guardia Civil. Uno de los números ex-presó la conveniencia de recogerla en alguna parte.

Entonces se acercó un hombre joven, al que conocían por-que trabajaba de mozo por las tardes en la estación.

–La puedo llevar a la casa donde vivo, que hace de pen-sión –explicó–, y si no se le pasa, llamamos al médico mañana.

Con ello buscaron un coche y Puri se dejó recoger en la vi-vienda. La mujer mostró buena disposición, mandó a su mari-do a dormir en otro cuarto, y se acostó con ella. Al despertarpor la mañana, oyó hablar en la cocina.

–¡Ay, Celso, granuja, qué bien has quedado ante la mucha-cha! –decía la mujer–. Si hubiera sido vieja, la hubieras dejadomorirse en el suelo.

Como seguía con fiebre, Valentina, que no era otra la due-ña, dispuso una cama plegable en un cuarto pequeño que ha-cía de trastero y, a indicación de Puri, pidieron en la centralitauna conferencia telefónica con San Sebastián para advertir a lafamilia que le esperaba de los motivos del retraso.

Al tercer día, se sintió mejorada y decidió seguir el viaje.Celso se empeñó en acompañarla. Ante la recriminación de Va-lentina, que se burlaba de verlo tan cumplido, le repuso en vozbaja:

–La vi en sayas a la mañana de venir y no me la quito de lamente.

–¿Y eso te bastó? –le recriminó ella.

Celso bajó los ojos.

–Desde que estoy viudo he ido un par de veces con putasal bar que hay junto a la carretera, y necesito una mujer de se-guido.

–¡Pobre de ella como no la quieras más que para eso! –co-mentó Valentina, moviendo la cabeza.

A pesar de que Puri le insistía en no molestarse, le acom-pañó en el tren hasta San Sebastián. Durante el trayecto, Celsoindicaba los pueblos que les pasaban delante.

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–Mira, éste es Olaberria. Ya empiezan las fábricas. Ésadebe ser la de Aristrain. De fundición. Luego pasaremos porBeasain y Villafranca, también de mucha industria.

A pesar de que Puri conocía mejor que él los parajes delvalle del Oria, puesto que había repetido el viaje en varias oca-siones, le dejaba hablar. Tampoco le llamaba la atención cuan-do intentaba rozarle el brazo o tocarle la cara señalándolealgún grupo de casas levantado junto a las fábricas. Celso, porsu parte, se enardecía de que ella no retirara la mano cuandose la tomaba un momento para llamarle la atención sobre algoque destacaba en el paisaje.

Al despedirla en Donostia, en el paseo de Colón, cerca dela casa en que trabajaba, le prometió volver.

–No sé qué has podido ver, ni me conoces para hacerte ilu-siones –le espetó ella–. Mejor que se te pase pronto.

Sin embargo, Celso le llamó por teléfono a las pocas sema-nas y le propuso visitarla. A pesar de que Puri le indicó que nose molestase, acabó aceptando.

–Si tanto te empeñas, aunque no sé para qué, ven un miér-coles por la tarde, que es cuando libro.

Y así lo hizo Celso a primeros de abril. Le esperó sentadoen un banco de la plaza de los Luises Obreros. Apareció Puricon una blusa nueva y una chaqueta de punto, pues hacía fres-co. Celso le dio un beso en la cara.

–¡Qué guapa vas!

Puri tomó la esquina de calle Usandizaga.

–Hoy, porque me dan fiesta. Los demás días, con uniforme.Mi señora me obliga a llevarlo lo mismo cuando me manda ahacer recados que cuando salgo con ella al mercado para por-tarle las bolsas. Y en casa, si es fiesta o hay algún invitado, sirvola mesa con una bata negra con cuellitos blancos. Y la cofia.

Fregar y acatarComentó luego que Donostia estaba llena de mujeres que

trabajaban en las casas.

–Nos llaman chachas, criadas, doncellas, sirvientas, niñe-ras. En realidad, todas fregando, limpiando y haciendo reca-dos. De aquí hay pocas.

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Llegaron al puente del Kursaal, y Celso intentó tomarla delbrazo. Puri se lo retiró con firmeza.

–Déjame, que me sabe malo. Es lo primero que intentantodos con nosotras.

Celso no insistió. Continuaron unos pasos en silencio.

–Hablan mucho de los hombres que han venido de fuera atrabajar por Gipuzkoa –observó ella cuando entraban por laParte Vieja–. A las mujeres ni nos cuentan, pero también somosmuchas. Aquí en San Sebastián, centenares. El día que nos danfiesta entre semana, las ves llegar al centro desde otras calles.La zona más llena de criadas está entre el Boulevard, la Con-cha, calle Prim y Víctor Pradera.

Estaban ya en la calle Narrica.

–Hay una gallega que dice: «Las criadas somos las únicasinmigrantes que no vivimos en casas baratas. Siempre en edifi-cios distinguidos».

Celso le dio la razón y ella hizo un gesto de ironía.

–A fregar y barrer. Sólo entramos al salón para limpiarlo.

No se quejaba del trato que le daban en la familia dondetrabajaba.

–Como me callo, me miran bien. Son finos y saben llevartederecha sin que se lo puedas echar en cara. Sobre todo, la dueña.

A los meses de llegar, Puri había acortado un poco la batacon la que trabajaba, pues le llegaba casi a los tobillos y ledaba vergüenza salir así a la calle.

–Enseguida me la hizo cambiar. Desde luego, sin levantarla voz. Me dijo, con el tono de siempre: «Mañana quiero ver esafalda como es debido». Unos días más tarde, sin embargo, meregaló una blusa. Ésta que llevo también es regalo de ella. ¿Tegusta?

Tenía suelto un botón y Celso no le quitaba los ojos.

–Me gusta la blusa y lo demás.

El dueño era más amable. En todo caso, tenía sus capri-chos. Entraba en la cocina, levantaba la tapa de sartenes y ca-zuelas, y le indicaba los trozos que debía servirle.

–Aunque se da cuenta de que le estoy observando, unta conpan en la salsa. Después va de finolis hasta el punto de que,como alguien toque la parte suya de la bandeja, ya no la quiere.

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–¿Y en la calle se meten con vosotras? –preguntó Celso conrecelo

Puri se encogió de hombros.

–En la calle te encuentras de todo. Si pasas por algún sitiodonde hay hombres haciendo obras, te silban y dicen cual-quier cosa. Y según el día, medio se lo agradeces. Por lo menoscuentas para alguien. Seguramente serán de fuera como una, ya lo mejor con hermanas sirviendo. Ellos trabajan de peones ylas mujeres de criadas.

Incluso les salían pretendientes. A veces se trataba de po-licías, que vivían de mala manera en el cuartel de Aldakonea.Estaban enterados de que los miércoles eran el día libre de laschachas y se acercaban. Si encontraban alguna de su tierra, seanimaban más.

–Los bobos de ellos nos llaman las mecanófregas.

Celso le contó en aquella primera visita que tenía un hijode su primer matrimonio y que vivía en Tudela.

–Ya me parecía que, por los años, habrías vivido más queyo –comentó Puri.

Celso siguió visitándola durante los meses siguientes. Alcabo de un año, se animó a pedirle que fuera a vivir a Alsasua,asegurándole que también allí encontraría trabajo. Estabandando la vuelta al paseo Nuevo y Puri se detuvo, sin respon-der, con la mirada puesta en las olas que golpeaban contra elmuro.

–¿O es que te has encariñado con San Sebastián? –inquirióCelso.

Puri adoptó una expresión ambigua.

–Medio te aficionas y medio no.

Penas de identidadAl principio le había resultado difícil incluso orientarse en

Donostia. El único recorrido que conocía iba desde la playa dela Concha hasta la iglesia del Corazón de María, que se encon-traba al pie del monte Ulía. Luego le resultaron familiares elmercado de Gros, el de la Bretxa y el de San Martín, algunas sa-las de cine, un par de tiendas de comestibles y de ropa, y elportal de un zapatero que arreglaba calzado. Sabía que estabanconstruyendo casas por la zona de Larratxo, el barrio de Alza y

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el de Loiola para los trabajadores venidos de fuera, pero no lasconocía, pues eran zonas sin fiestas, ni bailes, ni salas de cine.

–A la que tardas en conocer es a la gente de aquí. Ni si-quiera vemos lo que sucede en las familias donde servimos.Apenas tienen una conversación de importancia, se cierran enel comedor o en su habitación –hizo un gesto de picardía–. Asíque nos dedicamos a escuchar.

Las sirvientas aguzaban el oído en todas partes. Detrás delas puertas, en las tiendas, o en el mercado cuando cuchichea-ban las caseras. Luego hacían de buzón y, aunque fuera por pa-sar el rato, se contaban entre ellas lo que sucedía o tenían oídode otros sitios.

–En Donosti hay como dos molinos de noticias.

En la prensa, en la radio o en los comentarios en alta voz,las noticias se referían a carteleras de cine, inauguraciones, bo-das de la clase bien, asuntos del gobernador, el ministro tal oel obispo cual. En las conversaciones a media voz, por el con-trario, todo parecía lleno de confabulaciones y de recuerdos.

–Lo que más notas en la gente de aquí es sufrimiento de noser como quieren.

Tenía oído de hombres que apenas salían de casa, viejosantes de tiempo, como un tal Muguerza, dueño de una fábricade ascensores, que vivía en una villa, subiendo a Ulía. Al pare-cer, no se quitaba de la cabeza la derrota sufrida contra los mi-litares franquistas, ni las muertes y sufrimientos posteriores.

En la familia donde ella servía, y a pesar de no descollarpor nacionalistas, había encontrado un cajón de libros, medioescondido encima de un armario, sobre historia de Euskadi,emigrantes en América, cuentos y leyendas vascos. Algunos to-mos procedían de Buenos Aires. Conocía asimismo una mujerde la calle Peña y Goñi, que daba clases de vasco a críos y per-sonas adultas, aunque se arriesgaba a que la detuvieran si al-guien la denunciaba.

–Lo que pasa es que entre ellos no se descubren.

Incluso se hablaba últimamente de jóvenes que estabanintentando despertar cuestiones de política. En Gros conocíaella a un tal Iñaki Aldabalde, a otro de apellido Iturriotz, y alhijo mayor de los dueños de una gasolinera, muy metidos to-dos ellos en actividades vasquistas.

–Aquí tienen mucho amor a lo suyo, y no se les quita.

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Celso le insistió en si les notaba un punto de arrogancia.Puri se alzó de hombros.

–¡Qué te diría yo! Me ven como una criada. Y eso duele.

Amor entre pinosA pesar de que no aceptaba Puri relaciones formales con

Celso, se alegraba con sus visitas. Accedía incluso a ir al cine, yCelso aprovechaba para besarla en el cuello y pasarle la manopor las piernas. Ante su permisividad, se animaba más.

–¿Ves cómo tú también me quieres, aunque no lo reco-nozcas?

–Estoy sola, eso es lo que me pasa –replicaba Puri.

Aunque Celso se mostraba a veces disgustado por sus ne-gativas, ella no cedía. Una de las tardes subieron al caserío Ar-bola, o de Iradi, como le llamaban por el apellido de quienadministraba el merendero, en el monte Ulía, y después de to-mar unos fritos, se alejaron por un camino que acercaba a Mon-pás. Al verse solos, Celso pasó de los besos a intentar tocarlelos pechos y las piernas. Como ella se defendiera, se enfadó.

–No seas tan sosa, Puri.

Ella se le puso delante con decisión.

–Ponme una fecha para casarnos y verás si tengo yo tam-bién ganas o no.

Celso le tomó por los brazos.

–Por mí habría trescientos días al año.

Bajó la mirada.

–Ando detrás de una casa vieja con el pensamiento dearreglarla en los ratos libres y fines de semana. Me avergüenzahablarte de casarnos mientras no la tenga.

Puri le pasó la mano por la cara. Luego le besó en los la-bios.

–¿De veras? Pues si es así, cambia todo. Con que lo tengaspensado de verdad, me basta.

Y ella misma se abrazó a él. A Celso se le iban las manospor su blusa y la falda, sorprendido y ardiendo de que Puri nole vetara el tránsito a ninguna parte. Era una sensación nuevatocar aquellos tramos cálidos y delicados de la piel, sobre todo

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al llegar al vello del vientre. Incluso allí, Puri seguía sin apartar-le la mano. Por el contrario, gemía y le besaba en la boca.

–¡Dios, Puri, qué húmeda estás!

Ella misma le indicó de esconderse un poco más, y se in-ternaron entre los pinos hasta dar con un pequeño descanso,junto a una roca desde la que se veía el mar. Puri se quitó labraga y, cuando Celso la abrazó, se dejó caer hacia atrás.

–¡Joder, si eres virgen!

–¡Qué creías, pues!

Cuando bajaban de Ulía, ella se agarró a su brazo.

–Ahora tengo que conocer a tu hijo, ya que le voy a hacerde madre. Necesito que me tome cariño.

–Seguro que lo hará.

Puri movió la cabeza:

–Lo nuevo no prende fácil.

Iba a responder Celso, y le cortó.

–Hay otra cosa, además. Antes de casarnos, debes visitarmi pueblo y mi familia. Necesito enseñarte que no soy simple-mente una mujer a la que hacer un hijo, sino que vengo de unacasa y de un pueblo con su campo, su plaza y sus conocidos.

–Eso está hecho –afirmó Celso sin vacilar–. En cuanto me lodigas, vamos.

Puri se detuvo.

–Necesito sobre todo que te acepte mi hermano Segis, quees al que más quiero. Y convencerle de que venga por aquí aencontrar trabajo –tenía una expresión seria–. Cuando haga-mos ambas visitas, a tu hijo y a mi pueblo, entonces iré a Alsa-sua, fijaremos la fecha de la boda, y viviremos como sea.

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IICICLO DE ASENTAMIENTO

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Durante el mes de julio del año 1959, llamó don Germána Segis para cavar un pozo. Y mientras Segis manejaba el pico ysacaba la tierra con una pala bajo el sol de agosto, el propieta-rio estaba sentado en un sillón de mimbre bajo la sombra deun árbol, vigilando cómo trabajaba. Cuando se le iba la sombracon el paso del día, le mandaba subir para que le moviera elasiento. Otras veces le hacía caminar hasta un pozo situado aunos doscientos metros de distancia, para que le trajera unabotella de vino fresco, de las que tenía metidas en el agua.

Segis se quejó por la noche a su madre.

–Por más que me veía empapado de sudor, no me ha dadoni un puto trago.

Al cuarto día, cuando le movió el sillón y fue por el vino,quitó Segis el corcho a una de las botellas y la bebió entera, es-condido en el pozo. Luego cortó las cuerdas que sujetaban lasotras y, al regresar, comentó al dueño que no quedaba vino al-guno. Ya no trabajó al día siguiente.

–En cuanto acabe la siembra este año y haga unos viajes decarbón que tengo en invierno –explicó a Paca–, me marcho del

4Entre el desprecio y la acogida

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pueblo. Ya puede hacerse a la idea de vivir en casa de su hijoel rico.

A primeros de febrero del año siguiente, tomó el tren enValderas, hizo trasbordo en Medina del Campo y continuó via-je hasta la estación de Atocha, en San Sebastián. Cruzó las víashacia el paseo Duque de Mandas y entró en el bar Moderno.Pidió un tinto.

–¿Hay alguna obra por aquí? –preguntó en el momento depagar a la mujer que le había servido.

–Si tira un poco a la derecha, en una calle que hace cuestaestán construyendo una casa –le respondió ella–. Busque al en-cargado, a ver qué le dice.

Eran ya las siete de la tarde. Salió del establecimiento ytorció por la subida de Aldakonea hasta dar con las obras. Pre-guntó por el capataz a un peón y éste le señaló a un hombreque se hallaba en la primera planta, hablando con dos trabaja-dores. Al presentarse, le miró de arriba a abajo:

–¿Si te doy un buzo, me haces una masa?

Aceptó Segis y, al verle las maneras, le hizo detenerse.

–Vale. Ven mañana.

Durante los dos primeros días durmió en una vivienda si-tuada en el barrio de Intxaurrondo, en la que estaba de pupilootro de los peones. Era de Zamora, de un pueblo llamado Al-godre.

–Tengo un primo, zamorano también, de Coreses, que tra-baja en una obra del barrio de Amara. Los de fuera estamos portodas partes donde se necesiten peones.

Después le alquilaron una cama en casa de un matrimoniomayor y sin hijos, en la calle de San Blas, al pie del monte Ulía.Todo le resultaba ajeno. Los domingos se levantaba tarde, ibahasta el muro de la playa de la Zurriola, se acercaba hasta laParte Vieja, vagaba por una y otra calle mirando las tiendas, yse sentaba luego en la ladera del monte Urgull de cara al mar,hasta quedarse adormecido.

En la zona donde vivía había gente que se hallaba en susmismas condiciones, pero no le apetecía escuchar penas y re-cuerdos de los pueblos que habían dejado, o noticias sobre loschiquillos que les habían nacido en la capital.

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Barrio KatangaEn mayo le llevaron a trabajar a Hernani, donde la empresa

tenía prisa en acabar unas obras. El compañero de Algodre leadvirtió que se cuidara del encargado, pues los tenía amarga-dos a todos. Atorrasagasti, que así se llamaba, era faltón y le-vantaba la voz por cualquier motivo. Segis no se preocupó. Alos pocos días, sin embargo, cuando encendió un pitillo a me-dia tarde, Atorrasagasti se lo quitó de la boca y tiró al suelo.

–¡Venga, a currar!, que estas casas son para vosotros, losvenidos del arado.

En años anteriores, el dueño de la fábrica de curtidos, alque decían El Catalán, había construido viviendas baratas parasus obreros en el barrio de Anziola. Pero últimamente, la mayo-ría de las viviendas que estaban levantando en Hernani se des-tinaban a los venidos de fuera, que eran muchos. Entre los años1950 y 1960, la villa había pasado de 9.000 habitantes a 15.000.En esa década, Gipuzkoa había aumentado su población enmás de 100.000 personas, debido principalmente a la inmigra-ción. Castilla, León y Extremadura eran las zonas que habíanaportado mayor número de trabajadores. También se contabanmuchos de Galicia, de Andalucía, de Navarra, y de La Rioja.

Segis sacó de nuevo el paquete de tabaco, mirando fija-mente al capataz, y encendió otro cigarro. Aunque Atorrasagas-ti pareció sorprendido, se limitó a hacer un gesto de ironía, y sedio la vuelta. Un compañero se acercó a Segis.

–Como la coja contigo, te va a joder todo lo que pueda.

De momento, el capataz pareció olvidado del percance.Unos días más tarde, sin embargo, durante la pausa del boca-dillo, se sentó junto a un encofrador de Urnieta y dijo en vozalta, de forma que pudiera oírle Segis, que se hallaba a unosmetros de distancia:

–¿Te acuerdas cuando llegaron los primeros maquetos?Daban pena y todo. Trabajaban en la carretera de Ergobia ydormían en barracones. No se quejaban de nada. Al mediodíaentraban en las tiendas a comprar pan y embutido, y comíansentados contra una pared.

El otro tomó la botella que tenía al lado y echó un trago,evitando responderle.

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–Ni bebían vino –añadió con sorna Atorrasagasti–. Siempreahorrando y metiendo las horas que les dijeras, aunque no pu-dieran con su alma.

Hizo un gesto de desprecio.

–Lo malo es que luego aparecieron por todos sitios, traje-ron sus mujeres, y esto se puso de puta pena.

Segis se alejó unos pasos para no oírle. Atorrasagasti elevóel tono.

–Fíjate la zona de Santa Bárbara, en el barrio de Alza. ¿Dequién es? ¡De ellos! Manchurrianos, extremeños, burgaleses,andaluces. ¡Hostia, qué raza! Les dejaron la calle sin hacer yellos mismos la arreglaron, sin protestar. Llegas a Rentería y allítambién tienes casas nuevas. De poco fuste, pero nuevas. EnIrún, no te digo nada.

Se rió, volviendo la vista para observar la expresión deSegis.

–¡Eh, tú, leonés! Tendrás que venir a vivir por este barrio.¿Sabes cómo le han empezado a llamar?

Segis se alzó de hombros.

–Hay gente que tiene ocurrencias para todo. Le dicen Ka-tanga. La zona esa de Congo que anda con líos, y que sus habi-tantes deben ser de otra raza o que les pasa no sé qué.

Desde aquel día, si había que subir masa por una rampaempinada, le mandaba hacerlo a Segis. Llovía y le encargabalimpiar la parte exterior con el pretexto de que estaba acaban-do la obra y tenían que dejar todo bien limpio. Si le veía quie-to, le gritaba que se moviera.

A primeros de febrero de 1961, la empresa hizo unas obrasde arreglo en una casa de Zemoria, cerca de la calle San Blas,donde se alojaba. Atorrasagasti le llevó en su brigada junto aotros cuatro obreros. Aparcó la camioneta junto a la casa de loscarniceros. Al apearse, indicó un bajo cercano.

–¡No te jode! ¡La mejor sidrería de esta zona y la han cerra-do!

Hasta hacía poco tiempo había funcionado en aquel edifi-cio la sidrería de Pedro Leizaola. Los camiones descargaban lossacos de manzanas por una rampa hasta el lagar, desde el por-tal número 61 de la calle San Francisco. Los clientes entrabanprincipalmente por la calle Colón. Era un local espacioso. Al

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fondo se hallaba el lagar, en el centro las mesas y la cocina, y ala entrada se hacían los encargos.

Atorrasagasti movió la cabeza con aire despechado.

–¡No la van a quitar! En esta zona no hay más que gente decasa cristo, que no saben siquiera lo que es la sidra.

Una vez terminado el trabajo por la tarde, mientras se cam-biaban, indicó a un albañil los edificios que daban a la Zurriola.

–Paso hace unos días y veo a un par de mujeres, con pintade ser de por ahí abajo, y estaban en la puerta, sentadas, ha-ciendo bolillos, como si estuvieran en su casa. ¡Lagarteranas enel Cantábrico, oye! –movió la cabeza, remarcando su recelo–. Yno es sólo eso. Que vas por la noche a un portal y te encuentrasal personal jodiendo en plena calle, fíjate dónde ha ido a parareste barrio, que era de gente sencilla y está hecho un putiferio.

Los peones de la cuadrilla se habían quitado ya los panta-lones de faena y algunos estaban a punto de marcharse; entreellos, Segis. Atorrasagasti se dirigió a él.

–Tú, leonés, cuando necesites un alivio, tienes putillas enplan barato en Sagués. También hay en la calle Iparragirre, enMiracruz y en Zabaleta, pero igual son demasiado caras para ti.

Segis no le siguió la conversación, pero el otro le insistió.

–Y si dejas preñada a alguna medio novia que te eches –leinsistió el otro–, en una casa cerca del matadero se hacenabortos. Con jabón o con una aguja larga que se la meten has-ta dentro, el bulto se lo sacan, aunque igual acaba la madre enel cementerio.

Concluyeron la obra de Zemoria en un par de semanas. Eldía 15 de ese mes, Atorrasagasti llevó de nuevo consigo a Segisa Lasarte junto con otros obreros. Le hizo montar en el asientodelantero de la furgoneta, camino de la obra.

–No te quejarás de que me olvido de ti. En cuanto me man-dan a una obra nueva, les digo que te pongan en la brigada. Nosé si te he cogido aprecio, o me hace gracia joderte.

Apenas llegaron, le indicó los bloques de viviendas.

–En vez de ponerle Zumaburu, que no sabéis vosotros dequé viene, le tenían que haber llamado a esta barriada Despe-ñaperros. En cada pueblo del Oria, pondría yo un letrero biengrande: «Atención, entra usted en Cantalapiedra». En pocotiempo, vais a ser más que nosotros. Como en Trintxerpe, que

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se llenó de gallegos hace cuarenta años, y ahora le llaman laciudad del dólar.

Durante el día continuó echándole puyas. Ya a punto determinar, se le acercó de nuevo.

–¿A ti te jode oírme hablar así, verdad? Te lo noto en la jetaque pones.

Segis no le respondió. Atorrasagasti encendió un cigarrillo:

–Anda, recoge la herramienta. Te cabrea porque tú eres deellos.

Se había sentado sobre un saco de cemento.

–La verdad es que tiene que dar dolor de estómago ser depor ahí –añadió al rato.

Segis miró a su alrededor. Recogió una pala que había de-trás de Atorrasagasti, y, de pronto, le golpeó con ella en la es-palda hasta tirarlo hacia delante. Se levantó el capataz con lacara desencajada.

–¡Te voy a matar, hijo de puta!

Segis mantuvo la pala en alto.

–Tú, quieto, y a callar.

Atorrasagasti dudó un momento.

–¡De ahora en adelante, no te voy a dejar vivir! –dijo final-mente.

Segis se rió con expresión zumbona.

–Tenía ganas de hacer esto. Mañana cojo libre y pido lacuenta. El miércoles, primer día de marzo, empiezo a trabajaren otra empresa.

La cuadrillaDurante aquellos meses, Segis había buscado repetida-

mente otro empleo. En el barrio de Gros abundaban las em-presas. En la calle San Francisco se hallaba la fábrica deMendia y Murua. Junto a la Plaza de Toros estaban Gráficas Ne-rekan y Chocolates Louit. En calle Zabaleta se hallaba el tallerde Ascensores Muguerza, y en la falda de Ulía se levantaba lafábrica de corchos. Si uno se acercaba al Puente de Hierro porla orilla derecha del río Urumea, se encontraba con la fábrica deaceites Koipe, creada en 1954, y junto a ella, la fábrica de vinosSavin, levantada en 1959. Además, existían pequeñas empre-

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sas de fontanería, electricidad y carpintería. Pero Segis no teníapreparación para lo que necesitaban, y el peonaje se habíacompletado últimamente.

Por fortuna, había aparecido hacía una semana en el perió-dico la oferta de empleo para un engrasador en el garaje Sti-nus, que se hallaba también en el barrio de Gros. Se presentóSegis y el dueño le preguntó si sabía conducir. Al responderleafirmativamente, le mostró un Peugeot, de cuya casa teníanrepresentación. Segis abrió el capó, comprobó los diferentespuntos de rotación, se agachó por debajo del coche. Seguida-mente le indicó el señor Stinus un Cadillac que habían dejadolos de la Brigada Social, perteneciente a don Gonzalo Aguirre,director del Banco Guipuzcoano, y le observó cómo repetía lamisma operación. Le mandó detenerse.

–Ya me vale. El trabajo es suyo.

Le puso un momento la mano en el hombro.

–Aunque el sueldo no sea mucho, si es usted de veras tra-bajador, puede engrasar hasta diez coches diarios y ganar otrotanto y más.

El horario de trabajo era de ocho a una por la mañana y detres de la tarde hasta las siete. Si traían un automóvil en el mo-mento de marcharse, debería seguir con el buzo. No se paga-ban horas en ese caso, pero sí por el servicio.

Segis llegó puntual y se mantuvo aquel primer día atento atodo lo que hubiera por hacer. A media tarde asomó por el ta-ller de engrase un chicarrón alto, de nombre Azkune. Al mani-festarle que era leonés, le comentó que él estaba casado conuna salmantina.

–Yo no tengo manías con la gente.

Hizo un gesto de sorna.

–Los únicos que me dan tirria son los guardia civiles, peroeso es problema de familia. Ésos sí que son de fuera.

Segis le explicó que había trabajado durante un año en laconstrucción. Incluso aludió al trato que le daba el capataz. Az-kune movió la cabeza.

–Aquí, como en cualquier otra parte, hay de todo.

Al acabar la jornada, se acercó de nuevo.

–¿Qué, leonés, te vienes a echar unos chiquitos con mi cua-drilla?

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Segis dudó un momento.

–Son gente maja –le insistió Azkune–. Te los presento y, site va el ambiente, te quedas.

No había participado en el chiquiteo hasta entonces, ni al-ternado con gente donostiarra. Cuando entraba en algún bar,pedía un vino, bebía y se marchaba. Echó a andar junto a Azku-ne. En la bodega, llamada precisamente Donostiarra, de la calleGeneral Mola, les esperaban ya tres hombres más. Se los pre-sentó. Uno de ellos, llamado Jesús, trabajaba en FarmacéuticaGuipuzcoana. Emilio se dedicaba al transporte en ciudad y cer-canías, con una camioneta de su propiedad. El tercero, Manuel-txo, tenía su empleo en la oficina de una cantera de Martutene.A los pocos minutos se les sumó Javier, que era apoderado enuna empresa de Hernani.

Desde esa tarde continuó chiquiteando con ellos. Durantelas primeras semanas, nadie tocó, al menos delante de él, te-mas conflictivos. Los comentarios habituales se referían a lospartidos de fútbol de la Real Sociedad, del Osasuna o del Ath-letic, a los partidos de pelota de Ogeta contra García Ariño, Az-karate o Etxabe X, y a cuestiones del vecindario. Si alguien sedetenía para cruzar unas palabras con un amigo, esperaban losdemás a unos pasos de distancia. Se hacían gestos señalando aalguna mujer que pasaba, o saludaban en voz alta a un conoci-do que iba por la acera contraria. Según avanzaban los vinos,aumentaban las falsas discusiones y el buen humor.

Segis se sentía tratado cordialmente. Cuando se retrasabaen su salida del garaje, les localizaba por el barrio, pues hacíansiempre la misma ruta, con escasas variantes. Desde la bodegaDonostiarra, que era el punto de partida, llegaban hasta el barZabaleta, en la calle del mismo nombre. En el pago se observa-ba un riguroso turno. No se pedía el precio. Tantos vinos, tanto.Dejaban el dinero sobre la barra y salían.

Después entraban en el Garoa, unos pasos más adelante, yde allí seguían hasta otra de las llamadas Bodega Donostiarra,situada en la calle San Francisco. En ella se les unía un cuñadode Manueltxo, de nombre Faustino Miguélez, a quien decían elasturiano. Explicó a Segis que, a pesar del apelativo, era nacidoen La Cuesta, un pueblo de La Cabrera, en la provincia deLeón. Sucedía simplemente que tenía familia en Gijón, y esta-ba muy identificado con los temas de las minas.

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–Ten cuidado con ése, que es rojo –advirtió Manueltxo aSegis.

El crimen de BoluetaEl 29 de marzo fue la primera vez que se habló de política

en la cuadrilla, al menos delante de él. Había corrido la noticiade que, dos días antes, inspectores del Cuerpo General de Po-licía, junto a guardias civiles y números de la Policía Armada, sehabían apostado frente a la gasolinera de la cuesta de Miraflo-res, en Bolueta, a la entrada de Bilbao. Y a eso de las diez de lanoche, tras detener a un Peugeot 403 y abrir sus puertas, habíandisparado contra sus ocupantes. Después se habían alejado,convencidos de haber liquidado a tres miembros de ETA. Enrealidad, habían matado a un tal Javier Batarrita, herido grave-mente a otro joven, hijo del ex gobernador de Orense, y dejadoileso al tercero, todos ellos ajenos a la organización.

–Los de ETA ya pueden saber desde ahora el trato que lesespera –manifestó Azkune con acento serio.

A Segis apenas le sonaba la palabra ETA. Azkune se retrasócon él unos pasos y le explicó que se trataba del nombre quehabían tomado a finales de 1958 los jóvenes de Ekin. Éstos ha-bían sido inicialmente un mero grupo estudiantil que había em-pezado a reunirse durante el curso 1951-52 en Bilbao, con elobjetivo de hacer algo por el País Vasco, aunque sin saber quéni cómo.

Hablaban de literatura, historia, cultura, economía y dabanmucha importancia al euskara. Eso fue todo, por entonces. Mástarde se sintieron decepcionados por el Partido NacionalistaVasco. Sobre todo durante el verano de 1953, cuando el Go-bierno español firmó el Concordato con la Santa Sede y lospactos militares y económicos con Washington y el partido nomostró ninguna reacción. El Vaticano y Estados Unidos habíansido los dos pilares estratégicos del PNV. El Congreso MundialVasco de 1956 no había ofrecido tampoco perspectivas de nue-vas estrategias políticas.

–Al ver el derrotismo de los viejos –le siguió explicando Az-kune–, aquella gente joven decidió crear una organización. For-maron una célula en Bilbo y otra en Donosti, y empezaron acaptar a otros. ¿Qué pretenden? Pues, nada, tocar un poco laconciencia de la gente y denunciar la represión que hay.

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Faustino Miguélez se había descolgado del grupo que ibadelante. Oyó las últimas palabras de Azkune. Sonrió.

–No imagines, Segis, que se trata de guerrilleros –manifes-tó con guasa–. Nada que ver con los que han tenido hasta haceunos años en Albacete y Cuenca, en Córdoba y Sevilla, o enCiudad Real y en Jaén. ¿Tiros, enfrentamiento con los guardiasciviles y echarle cojones a un arma? ¡Ni mucho menos!

Azkune reconoció que, en ese sentido, tenía razón Fausti-no, pues ETA se había limitado a reparto de propaganda, brea-das de símbolos fascistas, pintadas, distribución de ikurriñasde tela y de papel, y a colocar alguna en lugares llamativos. Elasturiano aprovechó para recalcar su opinión.

–Les hace más importantes la represión de la policía quelas actividades que realizan –añadió.

Tampoco eran capaces, según él, de mover luchas obrerascomo sucedía en Asturias. En la huelga de marzo de hacía cua-tro años en la cuenca del Nalón y del Caudal habían participa-do quince mil mineros.

–Aquí, ¿qué pretenden? ¿Emocionar a la gente desempol-vando la historia?

Hizo una mueca de desprecio. Azkune no quiso discutir. In-dicó simplemente la treintena de detenciones registradas enlos últimos años. Les aplicaban la Ley contra Bandidaje y Te-rrorismo que arrancaba de 1947, el Decreto para actividadesextremistas de 1958, o la Ley de Orden Público de 1959. Se co-mentaba que el tratamiento de las fuerzas del régimen con losdetenidos era brutal. Además de todo tipo de golpes, los col-gaban por los pies, los sacaban durante la noche por el montecon amenazas de despeñarlos, y les retorcían los dedos hastadesencajárselos.

–Y no son cuentos. En mayo del año pasado, más de tres-cientos curas de las cuatro diócesis vascas de Hegoalde, envia-ron una carta a sus obispos, denunciando el tormento empleadosistemáticamente en las comisarías de Policía.

Faustino hizo una mueca de burla.

–¡No me hables de los curas, que aquí los tenéis en palmi-tas! En cuatro días volverán a la sacristía, excepto una docenaque se han puesto la sotana por equivocación.

Aludió de nuevo a las pintadas y colocación de ikurriñas.

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–Donde no hay masa obrera no hay más que chorradas. EnDonosti, mucha playa y mucha postal.

Verano de 1961Desde aquella tarde, Faustino Miguélez trató en más de

una ocasión de quedarse a solas con Segis y hacer considera-ciones sobre los vascos. Según él, callar, otorgar y hacer nego-cios había sido la tónica no sólo de la gran burguesía vasca,sino también de la mayoría de empresarios medianos y peque-ños. Afortunadamente, en Donostia podía uno encontrar rojosde verdad, sobre todo en la zona de Amara Viejo. El centro es-taba lleno de falangistas y burgueses. La Parte Vieja era la másnacionalista.

–La mitad de los nacionalistas, sobre todo los viejos, ha-blan vasco. Quiero decir, en su casa. En la calle, no se atreven.Y ni siquiera lo enseñan a los hijos. Tienen interiorizado su na-cionalismo como un credo prohibido. Una práctica doméstica.

A finales de mayo, le mencionó que el Gobierno francés sehabía visto obligado a liberar seis mil presos argelinos.

–Los de ETA tienen que aprender cómo se hacen las cosasen Cuba, Túnez, Marruecos, Angola y Argelia.

Segis decidió evitar a Faustino. No se veía en condicionesde juzgar a nadie. Una cosa era tener una actitud resuelta fren-te a don Germán y los demás caciques de Gordoncillo, y otra,posicionarse sin más en el tema de los vascos. En realidad, leparecía bien aquella rebeldía, por escasa que fuera.

Por su parte, bastante tenía con la faena del garaje. Comosucedía cada verano, estaba llegando mucha gente adinerada adisfrutar de la playa y del clima, lo mismo desde Madrid quede Pamplona o Zaragoza. Segis solía meter varias horas extraspor jornada. El señor Stinus bajó una tarde al taller de engrase.

–Tengo oído que no ha fallado ni un día, ni ha dejado uncoche sin engrasar antes de salir a la calle.

Aquel año iba a poder disfrutar, también él, del ambiente,aunque fuera solamente los fines de semana. Los domingos selevantaba sin prisa y caminaba hacia el centro de la ciudad porel puente de María Cristina, como lo hacía antes, pero ahorabien vestido y perfumado, pues ganaba más.

Al acercarse el medio día, hombres y mujeres, la mayoríacon aspecto de forasteros ricos, se sentaban en las terrazas de

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las cafeterías de la avenida de España. El paseo de la Conchase llenaba de gente que iba y venía caminando desde AlderdiEder hasta Ondarreta. Segis entraba en la cafetería Gaviria, oen el bar Basque, pedía un vermouth y se dejaba invadir poruna profunda satisfacción, acordándose de cuando trabajabapara don Germán.

Lo mismo hizo el 18 de julio, con una mezcla de curiosidady cautela, pues se habían anunciado para esa fecha festejos es-peciales con motivo del 25 aniversario del Alzamiento Nacio-nal. El Gobierno de Franco había ordenado a las autoridadesprovinciales que organizaran grandes concentraciones en to-das las capitales, sin reparar en gastos. El gobernador civil deGipuzkoa había llenado la ciudad de banderas con los coloresrojo y gualda. A las diez y media se esperaba la llegada de untren de los Ferrocarriles Vascongados lleno de ex combatien-tes, y se habían levantado tribunas para el desfile.

De pronto, se produjo un gran revuelo. Acababa de saltar lanoticia de que se había producido un sabotaje en las vías deltren de vía estrecha poco antes de entrar en Amara. La locomo-tora había dado un par de bandazos sin llegar a volcar. No sehabían producido víctimas.

Segis deambuló por el centro, atento a la presencia poli-cial, observando con recelo los movimientos de los grupos fa-langistas y ex requetés. Unas horas más tarde, hacia las tres ymedia, se originó de nuevo una agitación general. Junto al hotelLondres estaba ardiendo la bandera española colocada allípara presidir los actos. Todos los animadores de la fiesta, auto-ridades, ex combatientes y policía parecían fuera de sí. Unashoras después ardió otra bandera cerca de Amara Viejo. Losautomóviles de la Brigada Social recorrían las calles en diversasdirecciones. Segis se alejó hasta el puerto.

–Ésos van en busca de los de siempre –dijo a su lado unamujer con rabia.

Era voz pública que, ante la llegada veraniega del generalísi-mo, como denominaban a Franco, la policía metía en prisión alos incluidos en su lista de sospechosos. Algunos de ellos in-cluso se presentaban espontáneamente en la cárcel de Martu-tene para evitar la visita policial.

Segis se sentía inseguro y excitado a la vez. Aquella sí erauna verdadera novedad con respecto a lo que sucedía en sutierra. Tuvo la misma sensación unas semanas después, cuan-

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do Franco se encontraba ya en el palacio de Ayete. A mediamañana del domingo observó un gran movimiento militar. ElEjército ocupaba las aceras de las calles hasta el puerto, impi-diendo asimismo el tránsito de todo tipo de vehículos y con-trolando las bocacalles. Había policías vigilando incluso porbalcones y tejados. El generalísimo estaba a punto de descenderde su residencia de verano para ir de pesca en su yate, el Azor,fondeado al fondo de la bahía, cerca de la isla de Santa Clara.

Dos clases de foráneosEl último domingo de agosto, con el cosquilleo de lo gana-

do durante la semana, Segis se acercó al atardecer hasta el Gra-mis, un bar con chicas de alterne de la Parte Vieja. No era laprimea vez que lo hacía. Al salir, se tropezó con Azkune, sucompañero de trabajo.

–Ten cuidado, que por ahí anda gente rara –le advirtió, ba-jando la voz.

A pesar del aviso, volvió de nuevo al anochecer del domin-go siguiente. De pronto, se le acercó un hombre de unos cua-renta años, con aire socarrón.

–Así que tomamos whisky, ¿eh?

Segis dejó la copa sobre la barra.

–Yo tomo lo que me parece, ¿pasa algo?

El otro torció el gesto. Sacó una placa de policía.

–Mañana a primera hora quiero verle en comisaría –le con-minó con rudeza.

Ésta se encontraba en la calle Okendo, frente al hotel MaríaCristina. El inspector se sentó tras una mesa, mientras Segispermanecía de pie. Dejó pasar varios minutos. Al cabo, le pre-guntó por su lugar de nacimiento, fecha de llegada a San Se-bastián, oficio, empresa donde trabajaba, calle donde residía.Le hacía una pregunta tras otra, y las repetía de nuevo. Des-pués, se levantó de la silla y se colocó frente a él.

–O sea que eres un pobre infeliz de tantos que han venidoa matar el hambre. Sólo que te gusta ir de putas, ¿no?

Por un momento, sonrió. Se sentó en el borde de la mesa.

–Te voy a decir una cosa, y quiero que la recuerdes. La ma-yoría de los llegados de fuera hemos sido hasta hace muy poco

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personas de elite. Abogados, maestros, jueces, y personal delrégimen.

Segis continuaba de pie, sin abrir la boca. Tras la ocupaciónmilitar, había quedado desmantelada una parte importante delas estructuras civiles e institucionales en las que llamaban zo-nas rebeldes. El nuevo régimen sustituyó autoridades, personaltécnico y hasta empleados en instituciones municipales, pro-vinciales y estatales. Seleccionó maestros y profesores para loscentros públicos. Estimuló la llegada de titulados en profesio-nes liberales y vigiló los nombramientos de los colegios profe-sionales y hasta de los mandos de las empresas. Un porcentajeimportante de esa nueva red procedía de otras partes del Estado.

El inspector adoptó una expresión burlona ante el aspectocasi inerte de Segis. Esperó unos momentos.

–¿Tú tienes estudios, una carrera, un puesto? No, ¿verdad?Pues dedícate a matar el hambre. No saques el pie de las alfor-jas. –Se bajó de la mesa, y dijo mientras se giraba–: Me jodehaber perdido el tiempo contigo. Creía que iba a encontraralgo. ¡El escapado del arado éste, cómo da el pego el cabrón!

Estando de espaldas, tomó un paquete de tabaco y encen-dió un cigarro. Durante unos momentos pareció olvidado de él,mirando unos papeles. Entonces Segis sacó asimismo un ciga-rro. Al oír el ruido de la cerilla, se volvió el policía con aire des-compuesto y le golpeó con fuerza en la cara, haciéndole vacilar.

–¡No te enteras de dónde estás!

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