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Los mejores relatos breves juveniles de la provincia de Alicante 2014 Coordinador: José A. López Vizcaíno Presidente Asociación Provincial de Libreros de Alicante

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Los mejores relatos breves juveniles

de la provincia de Alicante

2014

Coordinador:José A. López Vizcaíno

Presidente Asociación Provincial de Libreros de Alicante

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La presente edición ha sido revisada atendiendo a las normas vigentes de nuestra lengua, recogidas en la Ortografía de la lengua española (2010), Diccionario Panhispánico de Dudas (2005) y Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (2001). Estas dos últimas están en pro-ceso de adaptación a la Nueva gramática de la lengua española (2009) y a las normas de la nueva edición de la Ortografía de la lengua española (2010).

Los mejores relatos breves juveniles de la provincia de Alicante. 2014

Coordinador: José A. López Vizcaíno

Prólogo: Manuel Avilés

ISBN: 978-84-16113-32-3Depósito legal: A 273-2014

© 2014 Editorial Club Universitario

Edita: Editorial Club Universitario Telf.: 96 567 61 33C/ Decano, n.º 4 - 03690 San Vicente (Alicante)www.ecu.fm [email protected]

Printed in SpainImprime: Imprenta Gamma Telf.: 965 67 19 87C/ Cottolengo, n.º 25 - 03690 San Vicente (Alicante)[email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede repro-ducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, inclu-yendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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PRÓLOGO

He perdido ya la cuenta de cuántos libros de relatos juveniles e infantiles de Alicante llevamos publicados. He tenido el placer y el honor de participar en todos ellos porque –pese a mi oposición y pese a que me he resistido reiteradamente a ponerme “más visto que La Tarasca”, como dicen en mi Granada natal–, el Sr. Vizcaíno me ha presionado cada año, me ha llamado cada mes de mayo y, es-tuviese donde estuviese, jamás he faltado a la cita con los escritores noveles alicantinos para disfrutar con ellos y con sus relatos.

No estoy compinchado con José Antonio López Vizcaíno, no soy –como decía aquella vieja poesía popular– “ni su novio, ni su esposo, ni su amante”, no soy su pareja de hecho ni soy quien más lo ha querido. Solo soy un amiguete que aspira a pasear la vejez con él por la Explanada, a seguir disfrutando de la literatura y a comer hamburguesas con mostaza y kétchup en el Mad Pilots, en tanto el médico nos autorice a romper el régimen y en tanto la artrosis, la próstata y ese alemán cabrón llamado Alzheimer, nos lo permitan, si no nos incapacitan más de la cuenta. Pasear por la Explanada como dos abuelos cebolleta. Mirando a las abuelas de buen ver –ante la imposibilidad de hacer ninguna otra cosa con ellas- y contándonos batallas. Batallas nuestras que nos contamos y nos contaremos en-tre nosotros porque la memoria es una de las pocas cosas que, ejer-citada, nos hace seguir siendo humanos.

La memoria y la escritura, la capacidad de crear nuevas reali-dades partiendo de otras. “Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu”, decían los latinos. No hay nada en el entendimiento que antes no haya estado en los sentidos. Con nuestra escritura, cada vez que nos sentamos ante una hoja en blanco y la llenamos con una histo-ria, ejercitamos una facultad esencialmente humana: la capacidad de fabular de crear una realidad que solo existe en nuestra cabeza y lu-ego –independientemente de nosotros y ya con vida propia– existe sobre el papel.

La memoria, la escritura, la lectura, la risa y la tristeza, el placer y el dolor, la música, las relaciones interpersonales con nuestros ami-gos, el apartar de nuestro lado a las personas tóxicas, el huir de la

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maledicencia y la vulgaridad, de la intriga y el apuñalamiento por la espalda, el arrumbar la tontería del enganche a los videos juegos, al autismo que propician las “pleiesteichion” y sus diabólicos suce-sores… Todo eso es el disfrute de la vida, vivirla en el más pleno sentido. También lo es el participar de manera activa en la creación y el alumbramiento de la obra que hoy presentamos.

Pese a lo dicho anteriormente: no soy compinche de Vizcaíno. Es de justicia, no obstante –esa realidad tan ausente en este país a día de hoy, tan añorada y tan difícil de encontrar por más que mu-chos que se consideran líderes la proclamen–, es de justicia, digo, reconocer la enorme labor de este hombre desde su Editorial Club Universitario en pos de la cultura, en pos de la escritura, en pos de la literatura y, por eso mismo, en aras del crecimiento del ser humano. De estos seres humanos pequeños, adolescentes, jóvenes que escri-ben sus relatos y participan en esta nueva edición –no sé si la octava o la novena–, que ya he perdido la cuenta.

Hay algunos que piensan –inocentes o imbéciles de ellos– que los chavales jóvenes no se enteran de nada. Estos –dicen algunos modernos-– “no se enteran del palomo”, aludiendo a que viven en la estratosfera, viven alejados de la realidad y no se enteran de lo que hay a su alrededor. Nada más lejos de la verdad. Esos antes citados –inocentes o imbéciles– solo tienen que leer estos relatos juveniles alicantinos para darse cuenta de hasta qué punto están en un error. Los chavales de Alicante –desde Alcoy hasta Elda o desde Elche hasta Almoradí– se enteran de la película perfectamente, saben qué pasa en el mundo, conocen las causas y los efectos y de eso es de lo que escriben. Con eso hacen muy buena literatura.

Este no es un libro lírico ni es un libro fruto de ninguna imag-inación calenturienta. No hay en este libro nada de nada de nada de ciencia ficción. Los chicos y chicas de Alicante se preocupan por el medio ambiente, por este mundo degradado por la ambición de quienes buscan enriquecerse aun a costa de depredar los bosques que fabrican el oxígeno imprescindible para respirar. Se preocupan de las vallas con cuchillas –esas que según algunos solo provocan pequeños cortes– de Ceuta o de Melilla, esas que cada día, inmóviles e impotentes se ven inútiles para cortar las avalanchas de quienes huyen de la miseria en busca de un mundo mejor. Huyen porque quieren comer y el hambre es muy difícil de parar aunque pongamos vallas acuchilladoras. Escriben sobre sus abuelos –esos seres a los que se abandona “después de habernos servido bien” como diría Serrat. De los divorcios en los que los mayores – que han dejado de

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quererse si es que algún día lo hicieron- utilizan a los hijos como ar-mas arrojadizas y se pegan y se intentan hacer daño a través de ellos. Escriben de ese gran mal del siglo veinte, inherente al alargamiento de la esperanza de vida, que es el cáncer o sobre la polémica que genera la ley del aborto que quiere cambiar el gobierno sin que na-die se lo haya pedido salvo los sectores más ultramontanos de la sociedad. Escriben preocupados del copago de las medicinas que condena a malvivir a tantos que no pueden pagarlo.

¿Qué quiere decir esto? Que los jóvenes alicantinos –desde San Juan a Villena o desde Aspe a Benidorm– son inteligentes, saben dónde están y dónde viven, conocen el mundo, el país y la provincia en la que se desarrollan, y se preocupan por ellos. Son inteligentes y reflexionan sobre los problemas que tienen cerca. De esos proble-mas escriben, sobre ellos piensan y se pronuncian. Los que vamos cumpliendo años y años estamos en buenas manos. Con jóvenes así el futuro está garantizado.

Manuel Avilés

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Los animales Saray Navarro. 4.º ESO

José Arnauda. Alcoi

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MIEMBROS DEL JURADO

Manuel Avilés• José Luis Ferris• Ramón Mayo• Marisol Sánchez• Mariano Sánchez Soler• Ana Pomares• Araceli Puga•

Fecha fallo jurado: 24 de abril de 2014.•

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LISTA DE PREMIOS

1.er Premio: Amanda Irene Garrido Miñano. 4.º ESO Sagrada Familia. Elda

2.º Premio: Les aventures d’Uri Sara Carbonell Montava. 4.º ESO San Francisco de Asís. Cocentaina

3.er Premio: La locura de los cuentos Jorge Juan Gasch Soria. 2.º ESO IES Macià Abela. Crevillente

Accésits: La visión en el espejo Andrea Iruela Domenech. 4.º ESO IES La Foia. Ibi

El último capítulo Joana Solera Cerdá. 1.º ESO IES La Mola. Novelda

La cierva nívea Clara Gil Fuentes. 3.º ESO IES San Vicente. San Vicente del Raspeig

El filósofo indiferente Sandra Lamrani Castellanos. 4.º ESO IES San Blas. Alicante

Premio editorial: Las vías de la vida Isabela Serrano Agudelo. 2.º ESO El Valle. Alicante

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Retorno a la tierra trabajada María Nadal Carbonell. 1.º ESO

IES Pare Vitoria. Alcoi

Un día como cualquier otro, yo, María, seguía las clases en el instituto con mis compañeras y amigas, después, como siempre por la tarde, toca ir a las clases de balé y, por último, voy a casa para hacer los deberes y estudiar. Así pasaban los días, las semanas y los meses.

En casa todo iba normal, pero en la televisión los teledia-rios no daban buenas noticias, todo eran empresas en quiebra, desalojos, el número de gente en el paro y sin hogar aumentaba, gente que protestaba por los desahucios, todo cada vez peor. Yo no lo termino de comprender todo, pero oigo a mis padres y veo que se ponen tristes y un poco furiosos:

—¡Esto no puede seguir así! —dice mi madre.—¡Acabará mal! —contesta mi padre.—Hoy he visto a Jorge, dice que le han reducido la jornada

de trabajo.—Yo me he cruzado con el vecino, me ha dicho que su empresa

ha cerrado y han despedido a cincuenta y seis personas. Cada día una historia diferente. Mamá se queda sin trabajo y a

papá le reducen la jornada, los ingresos en casa se van reduciendo poco a poco, no salimos los sábados a cenar por ahí, no vamos al cine ni de tiendas y cuando hacemos la compra semanal mamá y papá intentan comprar solo lo imprescindible, ya no ocurre eso de comprar más de lo que hay en la lista, cuando pido más cosas como ropa u otros accesorios mi madre me dice:

—Hay que pensar lo que de verdad necesitas, no podemos derrochar el dinero en tonterías.

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Al principio lo llevamos bien, papá sigue trabajando, pasa el tiempo y mi hermana se hace mayor, mamá sigue sin encon-trar trabajo, eso hace que esté inquieta y muy nerviosa, estoy bastante preocupada.

Nosotros vamos aguantando, al fin y al cabo, papá sigue teniendo trabajo, pero a nuestro alrededor amigos, conocidos y familiares se van quedando sin trabajo. Las fábricas de nuestra ciudad poco a poco van cerrando sus puertas.

Un día papá llega a casa un poco triste y nos cuenta que mi tío se ha quedado sin trabajo, mi tía, su mujer, trabaja pero le pagan con retraso de tres o cuatro meses.

Estoy preocupada por mi tío y su familia, no sé cómo van a seguir adelante, él tiene una edad crítica para buscar trabajo y en nuestra ciudad cada vez es más difícil encontrarlo.

Siguen adelante con las ayudas, pero eso no es suficiente y antes o después se terminarán, además, a mi tío le gusta estar activo y no hacer nada le disgusta. Con el tiempo se da cuenta de que no encuentra empleo y decide marcharse al pueblo donde nació, allí empieza a trabajar las tierras de su padre, mi abuelo, que un día quedaron abandonadas porque mi abuelo se hizo mayor y no podía trabajarlas, mi padre y sus hermanos tampoco iban a trabajarlas porque cada uno tenía su trabajo y los fines de semana los dedican a la familia y a descansar.

Ahora, gracias al esfuerzo que hizo mi abuelo por trabajar y conservar esas tierras, mi tío y su familia podrán seguir adelante.

Aunque la vida en el campo es muy dura, mi tío está más contento, está sacando adelante todo aquel esfuerzo que un día hizo su padre y lo más importante es que su familia no pasará hambre.

Cada vez tiene más trabajo porque la mayoría de la gente que vive en el pueblo es mayor y no puede cultivar sus campos, mucha de esta gente le ha pedido a mi tío que le lleve las tierras, así no las verán abandonadas.

Esto supone un esfuerzo muy grande para mi tío, sabe que pasará calor y frío, temporadas mejores y peores, porque el

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campo muchas veces depende del clima y puede ser que todo salga bien o que de repente un temporal arruine por completo su cosecha, pero no le importa, para él lo más importante es que su familia tenga algo que llevarse a la boca sin necesidad de las ayudas y los comedores sociales, que puedan permanecer en su casa, no como muchas otras familias que han sido desahu-ciadas.

Está un poco más contento pero sabe que ha sido gracias a su familia.

Ahora solo deseamos mucha suerte, tanto yo como toda mi familia, a esas personas que no pueden seguir adelante y esperamos que en otro tiempo se recuperen de ese bache tan grande.

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El trabajo de Geografía Celia Pérez Francés. 4.º ESO

José Arnauda. Alcoi

—A ver, chicos, ya llega el final de curso, pero, antes, cada uno de vosotros vais a tener que hacer un trabajo sobre la Amazonia. No vale meterse en Internet, copiar y pegar e imprimir, sino que quiero un trabajo de investigación con libros de casa o de la biblioteca. Según como esté el trabajo os subiré o bajaré la nota final, ¿entendido?

Estas últimas palabras quedaron grabadas en mi mente y pensé: «Voy a hacer el mejor trabajo de todos y mi nota subirá hasta el diez».

Yo no sabía nada sobre la Amazonia, y también llegué a pensar que hubiese podido el profesor buscar otro lugar para el trabajo, que fuese más turístico y conocido o más divertido, pero bien, todo fuera por el diez. Cuando llegué a casa, fui directa a la estantería de los libros y cogí varios en que podría encontrar información: un atlas, una enciclopedia, un libro de National Geographic… y me fui a encerrarme en mi habita-ción. Eran las cinco de la tarde y empecé a leer libros donde, sin saberlo, encontré muchísima información, pero también me sucedió algo inexplicable, que ahora os contaré:

Pasadas dos horas, y sabiendo ya bastante sobre el Ama-zonas, de repente, aún no sé ni cómo, pasé de estar en mi habitación a estar en plena selva amazónica. Al primer ins-tante de verme allí, me asusté un poco, tomé aire puro y, de repente, me vino mi vena aventurera, y pensé: «Venga, a disfrutar del momento, que esta experiencia no se vive todos los días».

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Empecé a caminar entre la maleza, y a observar todo cuanto me rodeaba. Los árboles eran altísimos, llegarían a medir unos sesenta metros de altura. Había cientos de especies vegetales, el color verde se distinguía entre los demás, era todo precioso; al momento noté que me estaban observando. Rápidamente, me giré y vi una cría de gorila, entonces, me acerqué a ella cuidadosamente, le miré a los ojos y pude ver la expresión de su cara, que reflejaba tristeza, entonces recordé lo leído en los libros, y me acordé de que son una de las muchas especies que hay en peligro de extinción, a causa de la destrucción de las selvas, y sentí tristeza. Seguidamente, un guacamayo se posó en una rama de un árbol mirándonos a los dos, y nosotros, al ver los colores tan preciosos de su plumaje, volvimos a sonreír. Continué la expedición en compañía de mis dos nuevos amigos, que me seguían por donde yo quisiera que fuese, me sentía una auténtica exploradora. Al final del camino, llegamos al río Amazonas, entonces yo, sin pensarlo, ya que hacía mucho calor, me tiré al río para darme un baño, y allí encontré un nuevo amigo, el delfín rosa amazónico, que también, por desgracia, está en peligro de extinción. Al rato, continuamos por otro camino que me llevó a un poblado de nativos de la Amazonia. Fui muy bien recibida, pero, por el calor, el cansancio o las picaduras de mosquitos, me desvanecí durante un instante. Cuando desperté, un nativo con muchos collares y tatuajes me dio algo de beber, y de repente me encontraba fuerte y llena de vitalidad. Cuando llegó la hora de la comida, todos juntos nos sentamos a comer, yo no sabía qué estábamos comiendo, pero prefería no saberlo, no estaba del todo mal, pero su sabor no me agradaba mucho y su aspecto también dejaba mucho que desear. Luego se pusieron a grabarse tatuajes. Yo, que siempre había querido hacerme uno y mi madre no me lo permitía, pensé: «Esta es mi ocasión».

Me acerqué y le pedí a una nativa que me hiciese uno pequeño en el tobillo. Cuidadosamente, ella me grabó la flor de la bromelia, muy abundante allí. Yo quedé tan agradecida que le regalé mi reloj de pulsera. Luego, durante un rato me quedé

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observando su estilo de vida y, aunque es difícil de explicar y de entender, ellos no tenían nada, pero a su vez lo tenían todo. Después, una nativa joven, de unos dieciséis años y embarazada, se acercó a mí, me dio la mano y me pidió que fuese con ella a lo alto de una montaña que estaba allí cerca, yo no sabía para qué, pero la seguí. Cuando llegamos arriba, me indicó que mirara hacia mi derecha y pude observar miles de hectáreas destruidas por los hombres, para hacer carreteras o cavar minas, entonces la joven india me dijo que pronto llegarían a su poblado y ellos, después de cientos de años ubicados allí, tendrían que aban-donarlo y buscar otro lugar. Yo entonces recordé un párrafo que leí en uno de los libros que decía: «…La selva amazónica es la fuente de muchas medicinas de origen vegetal y absorbe dióxido de carbono, lo que ayuda a reducir el calentamiento global…».

Entonces entristecí, y la joven india me dijo que, por el bien de todos, debíamos parar dicho proceso. De mis ojos salieron lágrimas y entonces los cerré para no ver la gran deforestación que allí había, ya que sentía mucha rabia e impotencia. Cuando los abrí de nuevo, me encontraba ya en mi habitación rodeada de libros, entonces miré en mi brazo para saber qué hora era, y… no tenía mi reloj. Me quedé dudando y seguidamente miré mi tobillo, y… allí tenía el tatuaje, aún no sé ni cómo fue, pero todo había pasado en realidad. Fue en ese mismo instante cuando me di cuenta de que no hay que cerrar los ojos y ponerse triste. Lo que hay que hacer es tenerlos bien abiertos y luchar por conseguir el bien para todos. La nota de mi trabajo fue un diez (el único de la clase), aunque mi nota final se quedó en un nueve, pero no me importó para nada, ya que, gracias a este trabajo, descubrí el gran valor de los libros que tenemos en casa y conocí un lugar maravilloso (totalmente desconocido para mí) que entre todos debemos SALVAR.

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Una vida más Andrea Recio Pérez. 4.º ESO

José Arnauda. Alcoi

No sé quién acabará leyendo esto ni dónde lo hará, ni siquiera si lo acabará, pero quiero que sepa que esto no es un capricho, es más bien una necesidad. Una necesidad de sacar afuera todo lo que llevo dentro, aunque, le advierto, son muchos años de retención.

Bueno, empecemos, no voy a presentarme oficialmente ni a decirle mi nombre, es un detalle innecesario, un capricho de la humanidad para diferenciarnos, para recordarnos, pero espero que con la historia que le voy a contar baste. Levo quince años en este mundo viviendo, parece un matiz absurdo, ya que si estoy escribiendo esto no estoy muerta, pero creo que merece ser nombrado, ya que muchas veces he estado a punto de cambiarlo. Supongo que he de comenzar contando mi infancia, aunque, sinceramente, nunca he llegado a experi-mentar en primera persona esa fase, creo que esa fue la razón por la que nunca llegué a hacer amigos, yo no encajaba allí, mientras los demás jugaban, yo simplemente les observaba, ¿por qué ellos sí y yo no? Quizás era porque en el fondo no quería, aunque yo pienso que en realidad no podía, era incapaz de jugar de la misma forma, yo quería otras cosas, tenía mil preguntas en mi cabeza que necesitaban una respuesta, aunque fuera un simple «no lo sé», pero parece que alguien decidió que una niña pequeña no puede preocuparse por otras cosas que no sean jugar, y por eso nunca obtuve contestación alguna, más bien burlas por preocuparme sobre la vida tan pequeña. Con el tiempo aprendí que era mejor no realizarlas, no iban a respon-

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derme, ¿para qué perder el tiempo? Así que comprendí que debía hacer lo que los demás, ellos parecían felices, y pensaba que de esa manera yo también lo sería.

Acabé acostumbrándome a esa forma de vida, fuera de casa hacía lo que se suponía que se debía hacer con mi edad, tenía los gustos que debía tener y jugaba a lo que debía jugar, justo como mis amigos, aunque creo que no llegué a saber lo que representaba esa palabra. Pero todo cambiaba al llegar a casa, por fin podía irme a mi mundo imaginario, suena absurdo, pero era lo único que me hacía soportar todo lo demás, lo único que me mantenía con vida. Yo no era feliz, pero ¿cómo podía saberlo si nunca había experimentado completamente ese sentimiento? Imposible. Además, no podía quejarme de nada, no sufría malos tratos, tenía una buena familia, todo lo que me rodeaba era óptimo, el problema era yo, pero no entendía por qué, simplemente no era como los demás, ¿por qué tenía que ser un inconveniente?

Me acostumbré demasiado a esa vida. Conforme iba creciendo me dejé llevar demasiado por los demás, hasta un momento en el que ya no me reconocía, no sabía quién era, llevaba tanto tiempo imitando que llegué a pensar que yo era esa, en cierta manera eliminé lo que me diferenciaba del resto, acabé conmigo misma. Pero llegó la adolescencia, la cual es la única etapa que sí he experimentado en primera persona, y es la etapa que me resucitó. Algo en mí me decía que ya había perdido suficientes años, necesitaba ser como antes, como aquella niña de cinco años que no encajaba. Es más fácil de la otra manera, como los demás, pero yo no nací para vivir esa facilidad, todavía no sé cuál es mi razón o mi función aquí, pero tengo claro que esa no.

Poco a poco volví a recuperar ese espíritu que tenía años atrás, pero me tropecé con la misma piedra. Todavía mis pensamientos no encajaban con «los de mi edad», realmente odio esa frase. Pero esta vez tenía más madurez y personalidad como para soportar mi diferencia, o eso pensaba yo. Tener encerrado en ti mismo tu verdadero yo durante tantos años

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es muy duro, es difícil imaginárselo, pero es como si tuviera que vivir una vida que no es suya y que no tuviera la posibi-lidad de decirlo, día tras día, sabiendo que estás malgastando tu existencia. Pocas personas soportarían esa situación tanto tiempo, no es por tirarme flores, en realidad, yo tampoco pude, aunque fue mi cuerpo inconscientemente quien decidió que ya era bastante a través de la ansiedad. Los ataques de ansiedad consisten en reaccionar como si estuvieses en una situación límite pero sin ninguna causa aparente, normalmente se producen por problemas en casa o algún hecho reciente que no se haya superado, aunque a veces, y me incluyo en este caso, es simplemente un cúmulo de acontecimientos reprimidos que tu cuerpo quiere expulsar de esa manera. A causa de esto, me han preguntado múltiples veces si me ocurre algo, qué curiosa es la vida, esta vez fui yo quien no quiso responder.

A raíz de esto tuve que preguntarme una y otra vez por qué era así, nunca obtuve respuesta, siempre me decía que quizás cambiaría con el tiempo, realmente lo deseaba. Pero todo cambió cuando cambié de pregunta, ¿por qué el mundo es así? Está muy establecido como se debe ser y en qué momento de la vida, el único problema que tuve yo es que nadie me lo explicó en su momento. Hay un modelo de vida y de gustos que se debe tener, con ligeros cambios según la cultura del país, e incluso hay un modelo de vida alternativa para la gente que necesita ser diferente y no tener los mismos gustos que los otros, odian ser como el resto, quieren tener personalidad ya que piensan que los demás no tienen. Lo curioso es que no se dan cuenta de que ellos también siguen exactamente un guion. Por eso no entiendo qué hago exactamente aquí, no soy así, quizás en la otra vida encaje. Un salto al vacío y podré comprobarlo, fácil, ¿verdad? Quizás allí donde se vaya descubra el significado de la felicidad, pero, como ya dije antes, no nací para hacer las cosas fáciles.

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El reino del Cartabón Carlos Roselló Almerich. 1.º ESO

La Presentación. Alcoi

Estaba solo, sentado sobre la silla de madera de mi habi-tación. Por la ventana entraba el aire y la luz de una tarde de primavera, y golpeaba sobre los muros pintados de azul de esa cárcel disfrazada. Seguía preso de una tarea de gran peso: acabar los deberes.

Tomé aire, abrí el libro de matemáticas por las páginas vein-tinueve y treinta, y cogí el bolígrafo azul. Resistí la tentación de escabullirme de la prisión mental que me tenía encarcelado. Me sequé el sudor de la frente, encaré al enemigo, miré el ejer-cicio seis, desenfundé mi bolígrafo azul con un rápido gesto del pulgar y avancé lentamente entre aquellos aliados del mal, hijos de Satán, brujas del infierno, fantasmas hambrientos, derrotán-dolos a todos, uno a uno. Eran muchos más que yo, pero yo poseía una ventaja, delante de mí, se hallaba alzada, honesta, valerosa y orgullosa una hoja de cálculo en sucio, que sería para mí la bendición ancestral que me ayudaría a ganar la batalla.

Al caer abatido, la grandiosa álgebra llamó a sus aliados más poderosos para que acabaran con mi existencia. Los enemigos se amontonaban a mi alrededor, y ya no me quedaba muni-ción en mi arco manchado de rojísima sangre, como brillante tinta sobre un cuaderno, también derramada sobre el campo de batalla.

Al fin, alcé la vista y sobre la mesa se extendían todos los malvados lacayos del demonio, abatidos por mí, el mayor guerrero de todos los tiempos. Aquel que empuña el estuche, me llamaban…

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Una gran travesía me esperaba para llegar a la corte de su majestad, sir enseñante, el maestro de la tiza. Por el camino encontré a más portadores de mochilas, en el Paradero del Busto, y juntos avanzamos prestándonos fuerzas por el extraño sendero, repleto de monstruos metálicos y luciérnagas intermi-tentes.

Finalmente, conseguimos audiencia con el rey, que aprobó nuestra gran batalla y la calificó como sobresaliente en sus archivos reales. Nuestra misión había concluido, habíamos hecho el deber…

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¿Y qué pasó? Laura Peidro Montava. 3.º ESO

La Salle. Alcoi

«Hoy los justos serán los culpables, la vida será para los inertes, y quien ose alzarse contra la profecía, ¡bienvenido sea!, mas ese será su último día».

—¿Esto qué quiere decir, abuelo?—Deja de tocar mis cosas, Anna, pon ese libro donde

estaba.—Nunca me cuentas nada, y eso que aquí debe de haber un

montón de cuentos.—No son cuentos, son libros, ¿me oyes?, LI-BROS. Mira,

tu madre me ha dado un par de cuentos sobre… no sé, cosas de niños, y esos son los que te tengo que leer para dormir, así que acuéstate.

—Pues me da igual que no me los quieras leer, porque cuando te mueras entraré aquí y los leeré todos —bufó la niña mientras se metía de nuevo en la cama.

—Madre mía, qué paciencia. Oye, Anna, ¿si te leo ese libro, te dormirás?

—Claro, pero empieza, que es largo. Yo lo cojo —dijo la niña al tiempo que se levantaba de la cama dirigiéndose hacia la estantería

—No lo cojas, me lo sé de memoria. Acuéstate ya —dijo el viejo.

—Hala, qué listo. —El viejo le dirigió una sonrisa soca-rrona, tosió para aclararse la voz y prosiguió—: Esto era una tierra yerma donde reinaba un caos y una tristeza profunda, en la que las gentes pasaban hambre y las sonrisas eran descono-

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cidas, prácticamente abandonada por sus gobernantes, preocu-pados por huir de aquel paraje desolador.

»El pan de muchos era un rezo para implorar un futuro mejor para sus hijos, que trabajaban durante todo el día para asegurarse un escaso plato de comida mientras ellos luchaban por lo poco que les pertenecía, o permanecían en cama, abatidos por las arrolladoras marcas que les había propinado la guerra de paso por allí. Por eso, viendo todo el sufrimiento que nacía por aquellos lares, un brujo, sobrecogido, tomó una difícil decisión. Quiso acabar con la desesperación de la gente. Y sabía qué era lo que podía hacer. Solo quería ayudar…, pero no podía hacerlo, no tenía suficiente poder. Necesitaba ayuda, así que recurrió a lo único que lo podía ayudar, a algo que para la mayoría de humanos no tiene importancia alguna. A su sombra. Pero ¿por qué él carecía de ella? Pues fácil. La vendió. Se deshizo de ella sin ningún miramiento por el módico precio de la inmortalidad. En su momento, pensó que el tipo al que se la vendió era estúpido, pero pronto se dio cuenta de su enorme error. Apenas una semana más tarde, observó desolado que su poder se había reducido hasta quedarse en nada. Una vida eterna, a cambio de tener que soportarla, siendo su máximo poder la simpleza de levitar a escasos metros del suelo y poco más… Insignificante.

»Un verdadero mago es un mago completo. »Parece una frase absurda, pero, en ese momento, cobraba

significado con la desgracia del pobre brujo, que, en su igno-rancia, había vendido parte de sí a un desconocido.

»Buscó a aquel al que le había vendido parte de su esencia; a alguien con dos sombras. La verdad, no resultó difícil encon-trarlo. Dista mucho de ser discreto alguien que va paseando por ahí una sombra de más tratando de huir de los pies a los que está atada. Y, como ya supuso desde un principio, le iba a salir caro recuperarla.

»Le salió al encuentro en un callejón apartado, cómo no, lo interrumpió timando a algún pobre desgraciado que debía pensar que aquella era la mejor decisión de su vida. Cuando

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acabó de despachar a la reciente víctima, se dirigió hacia el mago, viendo en sus ojos un nuevo ingenuo del cual aprove-charse. Sin reconocerlo.

»Este fue directo, y le dijo lo que quería sin rodeos. Solo quería ayudar a aquel pueblo. Y aunque, en aquel momento, su facha era lamentable y emanaba debilidad por todos sus poros, mantuvo la planta, intentando retener la poca dignidad que le quedaba.

»El timador, tras sopesar todas las posibilidades, eligió aquella que le pareció la más adecuada. Le dejaría realizar el hechizo que pudiera salvar al poblado.

»Tiempo después, ambos llegaron a aquel angustioso paraje, preparados.

»El timador dio por fin su sombra al mago, que se sintió lleno de nuevo. Seguidamente, este cerró los ojos, alzó los brazos y comenzó a recitar alto y claro cada una de las pala-bras del hechizo en una lengua extraña, hasta que pronunció su última frase, inusualmente, escrita en lengua humana:

»«Hoy los justos serán los culpables, la vida será para los inertes, y quien ose alzarse contra la profecía, ¡bienvenido sea!, mas ese será su último día».

»—Bien, ya tienes lo que querías, ahora, te exijo mi parte —dijo el timador, con una sonrisa socarrona.

»—Sea, haz de mí un desgraciado —repuso el mago con una tristeza inmensa, pero sabiendo que había hecho lo que debía.

»Aunque el hechizo suene terrorífico, en realidad, todos lo hacen, y básicamente significa que le daba la vuelta a todo, de modo que, ahora, lo que en aquel pueblo era negro, de pronto, se había vuelto blanco, y la gente que lloraba, ahora, era feliz. Los tullidos gozaban ahora de todos sus miembros. El miedo, la pobreza, el hambre no se atreverían a pasar nunca más por allí.

»Bueno, pues ya está, espero que ahora te duermas y no te me despiertes berreando que quieres a tu madre.

—Pero, abuelo…, no me has dicho qué pasó al final con el mago —protestó Anna

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—Oh, ya, lo olvidaba… Verás, lo que el mago había prome-tido al malvado timador a cambio de su sombra era que solo la podría usar para realizar el hechizo que salvara aquella pequeña región, y después, le sería arrebatado todo lo que le identificaba como brujo, es decir, le quitaría todos sus poderes hasta dejarlo como un simple… humano.

—Pero ese es un final muy triste para un cuento, los cuentos han de acabar bien —protestó la niña.

—Ya, pero esto no es un cuento, Anna, esta es la historia de mi vida.

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El viaje Carla Bardisa Domínguez. 3.º ESO

Sagrada Familia. Alcoi

Cuando divisé aquella alta valla llena de cuchillas, todo el futuro y las ilusiones que había hilvanado en mi cabeza se desplomaron ante mis húmedos ojos y me di de bruces contra la realidad.

Me llamo Nagira, soy de una pequeña aldea de África, tengo diecisiete años y hace un tiempo decidí emprender un largo y arduo viaje en patera hasta España con otras veinti-siete personas.

Cuando oí hablar de ello a dos chicos de mi aldea me pareció una locura. Sí, vivíamos en paupérrimas condiciones, pero me asaltaban millones de dudas. ¿Qué me iba a encontrar allí?

Sinceramente, me daba miedo recorrer todo ese camino sin tener la certeza de que allí iba a haber un futuro mejor para mí, me daba miedo el hecho de no encontrarme con lo que había estado soñando. Aunque, después de reflexionar durante tres días, me hice una pregunta a mí misma: «¿Qué puede haber peor que esto? ¿Qué hay peor que el hambre y la impotencia de no poder hacer nada por evitarla?». «Nada», fue la palabra que resonó al instante en mi cabeza. No hay nada.

Así que en ese momento salí a buscar a Abaan para que me explicara qué era lo que tenía que hacer. «¿Estás segura? Eres muy joven, llegar en patera hasta España es complicado, es complicado hasta sobrevivir a ello. Además, dicen que las cosas allí también van mal, que no dejan pasar. Nos disparan, Nagira». A mí no me afectaron sus palabras, estaba demasiado cegada por las ansias de libertad, de alcanzar una vida mejor fuera de África.

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Hablé con mis padres sobre ello, se lo expliqué lo mejor que pude y lo entendieron. Sabían lo que estaba en juego, sobre todo mi padre, que había perdido a su hermana hacía diez años cuando ella salió en busca de futuro. Nadie sabía nada, los chicos que viajaban con ella en la patera dijeron que quedó mucha gente por el camino, que no habían podido hacer nada por ellos. Pero él sabía que no podía obligarme a quedarme, a observar el transcurso de mi vida en aquellas condiciones, si es que lo que teníamos se podía llamar vida.

Así que después de despedirme de mis padres y de mis siete hermanos pequeños, entre lágrimas y la promesa de conseguirlo, cogí mi mochila y acudí al lugar donde habíamos quedado en reunirnos todos los que íbamos a emprender el viaje. Prácticamente ocho horas después estábamos subiendo a la patera.

Sinceramente, no me la imaginaba así. Cuando me encontré allí sentada me di cuenta del peligro que conllevaba el viaje que acabábamos de emprender. Me di cuenta de que Abaan tenía razón y no todos llegaríamos a nuestro destino con éxito. Entonces, me replanteé todo lo que hasta entonces toda mi vida había tenido claro. ¿Por qué tiene fronteras el mundo? Las fronteras las ponemos los hombres, así que ¿por qué permi-timos que gente muera de hambre simplemente por haber nacido al otro lado? ¿Quién decide qué personas van a tener una vida digna y cuáles no? ¿Acaso depende de nosotros nacer en un lugar u otro? ¿Es justo que el mundo, la tierra, tengan dueños?

Esas preguntas me planteaba a mí misma todas y cada una de las noches que pasé allí. Y no era capaz de encontrar la respuesta.

Me vi obligada a ver cosas muy duras y a vivir situaciones que nadie tendría por qué vivir. Pero después de todo eso y de perder la cuenta de las semanas que llevábamos viajando, ines-peradamente se me acercó Galaye, un chico que había cono-cido allí pero que se había convertido en uno de mis mejores amigos, y me dijo que, si sus cálculos no fallaban, nos quedaban

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aproximadamente dos días para llegar. Entonces, esbocé una amplia sonrisa, cosa que llevaba meses sin hacer.

Empecé a dilucidar cómo iba a actuar una vez llegase a España. Tenía claro que lo primero que tenía que hacer era encontrar una manera de informar a mi familia de que había conseguido llegar sana y salva, una vez hecho eso, ya vería cómo se desarrollaban los acontecimientos.

Entonces me di cuenta de que se había terminado el agua y el sol calentaba con fuerza. «Vamos, Nagira, solo son dos días, aguantarás», me dije a mí misma.

Esa noche caí en un profundo sueño, pero la voz grave de Galaye me despertó. Todos los que viajaban conmigo en la patera estaban alarmados y yo no entendía por qué. Entonces me lo explicó: «Fíjate, ¿ves esa valla? Pues no contábamos con ella, se suponía que aquí no había valla. Solo hay una forma de pasar, y es nadando hasta aquella roca y dando un rodeo».

Estaba mareada por la falta de agua, y aquella noticia provocó que se me cayera el alma a los pies y se me nublara la vista. No podía estar pasando, después de tanto esfuerzo y tanto vivido, las cosas no podían terminar así. Me quedé mirando fijamente a la valla conforme la patera se iba aproximando a ella, hasta que Galaye me sacó de mi aturdimiento a gritos. «¿Sabes nadar?», me preguntó. Asentí con la cabeza. «¡Pues dame la mano y salta ya, tenemos que llegar a la roca, Nagira!».

Salté.

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Mi ambigua locura Alba Gozálbez. 3.º ESO Sagrada Familia. Alcoi

Y entonces lo entendí, no sabía cómo había sido tan tonta, cómo no había llegado antes a aquella conclusión. Me hubiera ahorrado días de angustia, sí, lo hubiera hecho. Nada impor-taba ya, por primera vez en años veía luz al final del camino, había conseguido salir de ese mar de lágrimas que lloré y quizá siempre se me quede muy dentro. Fue al llegar a esa estación cuando mi mente lo vio claro, se activaron exactamente las mismas conexiones que cuando le veía a él, pero no lo era, o quizá sí, quién sabe, esa fue la conclusión a la que llegué. Sentía lo mismo que cuando le vi por primera vez, y era curioso que aquel chico moreno de ojos verdes sentado en el andén de enfrente despertara una gran curiosidad en mí. En ese justo instante, recordé sus palabras: «Encontraré la manera de que volvamos a estar juntos, lo prometo», dijo, y finalizó su frase con uno de esos «te quiero» que tanto me gustaban; aún recuerdo su voz. A ese recuerdo le siguieron las palabras de aquella perio-dista: «Joven de veintidós años muere en un accidente múltiple producido por la colisión de varios camiones». Estas palabras todavía me rompían por dentro, creo que nunca encontraré la forma de que dejen de hacerlo. Ese chico moreno, llamémoslo Equis, era el primero en años que me impedía apartar su mirada de él y eso me gustaba pero a la vez me daba mucho miedo. El tiempo pasaba y desde que me separé de mi primer y único amor había estado intentando encontrar en otra persona lo que sentía con él, no me daba cuenta, decía que quería volver a enamorarme, a ilusionarme, pero no buscaba otra persona

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diferente, lo buscaba a él. Sentada en aquel banco de metal de la estación me di cuenta de que había sido inútil, era impo-sible encontrarlo en otra persona, esa es la palabra clave: «era». Muchos me llamarán loca por esto que diré, de hecho, ya me lo llaman, pero él no me mintió aquella tarde de verano al sepa-rarse de mí. Creo firmemente que lo consiguió, ha encontrado el modo de que volvamos a estar juntos, la forma de que lo encuentre.

Fue gracioso que, cuando por fin encontraba esperanza y mi mundo empezaba a resurgir de las cenizas, fuera mi gente más cercana la que lo volviera a derrumbar. Les conté lo que me había pasado, la estación, Equis, los recuerdos..., y no supieron entenderme. «Se ha vuelto loca», decían, y no se les ocurrió otra cosa que internarme aquí en el centro de rehabi-litación psiquiátrica de mi ciudad. En cierto modo, no se equi-vocaban, me había vuelto loca, sí, loca de él, loca de amor, loca de esperanzas. Igual de loca que me volvía cada vez que sus labios tocaban los míos en cada esquina de aquel pequeño y a la vez interminable lugar, donde éramos él y yo y luego el mundo. Igual de loca que me volví cuando vi su coche alejarse de mí y una parte de mi ser pedía gritar que lo quería conmigo, que sin él no era. Y es en ese momento, cuando te tachan de loca, en el que te paras a pensar hasta qué punto juzgamos a las personas; quien no se haya vuelto loco alguna vez que tire la primera piedra, pensé, pero, obviamente, no me iba a servir de nada decirlo ni me iba a librar de este centro, supongo que nadie sabe escuchar a los «locos» y que en parte es ahí donde ellos crean su «locura».

Pienso que él era el único que me entendía de verdad, que sabía leerme entre líneas y eso me gustaba. Me daba una segu-ridad que necesitaba, que necesito, es como si fuera mi locura pero el único capaz de acabar con ella. Nada es comparable a esos cinco meses que estuvimos juntos, creo que fue ahí cuando empecé a vivir, mis primeras locuras de adolescente, mis primeros quebraderos de cabeza y también mis primeras decepciones. No todo fue perfecto junto a él, también fue

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cuando empecé a morir; nos queríamos a rabiar y nos matá-bamos queriendo, solía decir que no soportaba mis cosas de niña pequeña, yo odiaba su capacidad para enfadarme, pero una mirada bastaba. Yo soy de las que piensan que, si no entiendes una mirada, tampoco entenderás una larga explicación, y así éramos nosotros. Era como una droga, viciaba hasta el punto en que ya no había marcha atrás, una droga de la que no logro curarme, aquí lo llamáis locura, los términos a veces son muy ambiguos.

Me levanto cada día esperando que me saquen de aquí, pero a la vez me contradigo, y en cierto modo sé que me hace bien, todas las grandes búsquedas necesitan una larga preparación y nada me ha hecho reflexionar más que este pequeño cuarto blanco y esos tres barrotes colocados en mi diminuta ventana de metal. Recibo visitas constantemente, vienen a verme médicos y mi familia y amigos, aunque siempre se van a disgusto, esperan venir un día y que no les siga contando la misma historia. Since-ramente, pueden seguir esperando, no he estado tan segura de nada en mi vida como lo estoy de esto y sé que ahora puedo encontrarlo en otra persona y que cuando lo haga volveré a querer a morir, a morir queriendo, y todos estos años de angustia habrán tenido su sentido. Por eso me sorprendí al ver que alguien quería escucharme, que no se cansaba de oír una y otra vez mi historia, simplemente la estudiaba; eres un médico diferente, en mi opinión, el único que vale la pena en todo este centro, el que no se centra en curar las «locuras» de los enfermos, como aquí nos llaman, sino en entenderlas, en volverse «loco» con ellos y lograr ayudarles a desengancharse de esa droga que les hace felices a la vez que los mata por dentro.

Ese fue el escrito que le entregué hace un mes a ese médico que quiso escucharme, y lo cierto es que funcionó, salí de allí, me abrí al mundo y ahora me toca a mí cumplir mi parte, conse-guir sanarme de mi «locura». He empezado mi gran búsqueda y ahora soy yo quien te promete que encontraré el modo de encontrarte, aunque me vaya la vida en ello.

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Algo muy extraño Ainhoa Azqueta Verdú. 2.º ESO

San Vicente de Paúl. Alcoi

Era un lunes por la noche, eran las dos de la madrugada. Yo seguía estudiando, la Edad Media no era lo mío. Se me iban cerrando los ojos, pero yo seguía ahí, en mi cuarto, encerrada mientras mis padres y mi hermana dormían. Mañana tenía un examen y no había estudiado mucho, así que la única solución era quedarme a estudiar. Eran tres temas relacionados con la Edad Media. La cabeza me daba vueltas, pero nada, yo seguía ahí. Poco a poco iba entrando en un mareo del que no podía salir. Me dormí encima de los libros.

Después de dos minutos me sentía rara, no sabía dónde estaba. Me encontré en una cabaña, me asusté, ¿qué estaba pasando? Me atreví a salir. Era todo antiguo, la gente iba vestida con ropa simple, había mezquitas… Parecía otra época. No conocía a nadie, pero yo paseaba intentando descubrir dónde estaba. Todo lo que veía me sonaba, la ciudad estaba envuelta por una muralla, todo era campo y más campo, donde había muchas personas trabajando, también había muchas aldeas, tierras de cultivo y a lo lejos se veía un castillo. ¡Estaba en la Edad Media! Pensé: «Esto me pasa por no estudiar antes». No sabía cómo había llegado a aquella época, que, la verdad, era bonita, no había móviles, ni televisiones, ni radios… La gente se pasaba la vida en la calle, cultivando o trabajando. No había nada de dinero, la gente era campesina y eran el último eslabón de la pirámide. Mientras iba contemplando todo, pensaba en cómo tenía que salir de allí. Hubo una boda de dos campe-sinos que se casaron, pero los caballeros del rey aparecieron y

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se llevaron a la mujer con el señor feudal, que podía pasar una noche con ella, eso se llamaba la prima noctis. El marido, con lágrimas en los ojos, gritaba y gritaba para que no se la llevasen, pero no funcionaba. Estaba todo lleno de caballos, ovejas, de carros tirados por bueyes… Creí que mi «misión» para salir de allí era aprender todo lo que pasaba en aquella época, pero no, con el paso de los días, descubrí que para salir tenía que conse-guir la libertad de los campesinos, que estaban en manos de los señores feudales. Era complicado, pero tenía que conseguirlo, tenía que volver. Me puse manos a la obra y empecé a hablar con los nobles, caballeros… Iba vestida de caballero, el traje no era mío, se lo había quitado a uno que pasaba por ahí. Parecía que pasaban meses e incluso años, pero en realidad no era así. Hablé con el rey que estaba en la cúspide de la sociedad. Con esfuerzo y heridas, porque uno de los caballeros me agredió por decir que los campesinos fuesen libres. Al final lo conseguí. No solo había conseguido mi propósito para salir de allí, sino que también aprendí muchas cosas sobre la Edad Media. Oía mi nombre y estaba confusa, no sabía quién me llamaba. Pensaba que era mi imaginación, pero no, ¡era mi madre! ¡Qué susto! No había entrado en aquella época, sino que me había dormido y me lo había imaginado. No había pasado nada, ni los campesinos eras libres, ni tenía heridas… Mi madre me dijo que me fuese a dormir, que eran las tres y media de la madru-gada. Pensé que no habían pasado ni meses ni años, solo una hora y media. Cansada y confusa, me fui a dormir.

Al día siguiente me acordaba de todo y el examen me salió genial. Aprendí la lección: estudiar antes y pensar todo como si fuese una historia haciéndolo todo divertido.

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Victòria i derrota Pablo Carbonell Mayor. 1.º ESO

San Vicente de Paúl. Alcoi

Durant tot el dia no havia pogut llevar-me del cap el viatge de demà. A classe no havia prestat atenció a les explicacions dels mestres, el meu cap estava en un altre lloc, estava nerviós i impacient i no parava de mirar el rellotge. Així que quan van arribar les dos del migdia em donava la sensació de no haver-me assabentat de res del que havia passat a classe.

A les set de la vesprada havíem d’agafar un autobús que ens portaria al meu equip i a mi al torneig de la Copa Relámpago de futbol que se celebraria a la ciutat de Benidorm. El viatge va ser molt ràpid i el temps va passar volant, entre cançons i rialles amb els acompanyants de l’equip.

Quan vam arribar a l’hotel, pareixíem jugadors d’un autèntic equip de primera divisió amb les nostres maletes i vam entrar a l’hotel sentint la música que ens agradava. Per a mi era un dia molt especial, era la primera nit que dormia fora de casa amb el equip i no és que estiguera preocupat ni atemorit, però sí tenia unes pessigolles en la panxa que van fer que tardara una bona estona en adormir-me.

Al dia següent ens vam reunir tots els meus amics per esmorzar: torradetes, oli, suc de taronja i una bona xocolata calenteta. Que bo estava tot! Després vam agafar l’autobús de nou per anar al poliesportiu de la ciutat, ara ja ningú cantava, ni contava acudits, els nervis s’havien apoderat de tots nosaltres.

Una vegada en els vestuaris, l’entrenador no parava de dir-nos que havíem vingut a divertir-se, el que menys impor-tava era el resultat, tots diem que sí amb el cap, però per dins

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de mi, sabia que el que volíem era guanyar i tornar campions el dilluns al col·legi. Final del partit, ningú s’esperava que totes les il·lusions, totes les esperances, tots els nostres somnis acabaren tan prompte, quina tana! Les nostres cares eren un poema, alguns ploraven, altres tiraven les samarretes contra la gespa. L’entrenador no tenia suficients braços per poder ajudar-nos i consolar-nos, havíem perdut d’una manera molt catastròfica, vam entrar al vestuari. No he estat mai en una vetlla però allò devia de ser molt paregut, ningú volia parlar, ningú volia mirar la cara dels altres. Em vaig llevar l’equipatge i vaig entrar a la dutxa. «Ahhhh…», estava molt gelada, com tots nosaltres, el meu crit va provocar un xicotet somriure en la resta. Vaig pensar que era important estar junts quan guan-yàvem però més important era estar junts quan les coses no havien anat massa bé. Així que vaig començar a cantar el nostre himne, al principi ningú més cantava però quan van passar uns segons eren ja tots junts els que cantàvem tan fort que de fora se sentia la nostra alegria. La gent de fora no s’ho creia, havíem perdut i allí estàvem cantant i cantant cada vegada més fort. Vam començar a fer-se bromes i a tirar-nos sabó uns als altres com si fóra xampany…

A l’eixir del vestuari, quina va ser la nostra sorpresa que van començar a aplaudir-nos tota la gent que estava al polies-portiu, la nostra forma d’acceptar la derrota els havia cridat l’atenció i els havíem demostrat que havíem perdut el partit, però havíem guanyat en diversió i amistat. La tornada a l’hotel va ser igual de divertida i en el menjador ens vam afartar de creïlles i hamburgueses. Però encara faltava per passar una altra cosa molta curiosa, la final del campionat era per la vesprada i evidentment no estàvem classificats. Un dels equips que dispu-tava la final i que estava al nostre hotel, va entrar al menjador i tots els seus jugadors estaven plorant. No sabíem perquè i ens van explicar que els havien furtat les samarretes pel que no podrien jugar la final.

Ens vam posar molt nerviosos amb la idea de que al no poder jugar estos xiquets, seríem nosaltres els protagonistes

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de la final. Brindàvem amb coca-cola, s’abraçàvem, cantàvem... però la imatge dels altres xiquets plorant ens va fer parar, ens vam reunir tots junts amb l’entrenador i vam tindre la idea d’oferir-los les nostres samarretes perquè jugaren la final. L’altre equip no s’ho creia, els va canviar la cara i no sabien com donar-nos les gràcies.

El més graciós de tot va ser que per la vesprada mentre es disputava la final, eren els nostres noms i les nostres sama-rretes les que estaven gaudint de la final. El que portava el meu nom i el meu número va clavar tres gols i van guanyar la final de tana. Se’ns va ocórrer una altra idea, van fer les fotografies del partit, dels gols, de la celebració, de l’altre equip amb les nostres samarretes, les vam enviar pel mòbil als nostres amics i les vam pujar a la pàgina web del col·legi. Tots es van creure que havíem sigut els jugadors del torneig. Al dia següent ens van rebre com uns herois, tots ens aplaudien i ens xocaven les mans. Tots nosaltres teníem unes rialles per dins que no s’aguantàvem, sabíem que no érem els autèntics campions del torneig però sí els guanyadors de la generositat, del bon ambient i perquè no, de la picardia.

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A las doce en punto Clara Solbes Lozano. 3.º ESO

San Vicente Ferrer. Alcoi

Estaba agotada. Su aliento desaparecía antes de salir por su boca. El campanario empezó a anunciar que eran las doce. Cada campanada resonaba en su cabeza…

Mika desaparecía. Sin saber cómo, su mirada y la de Álex se encontraron. Ese azul intenso y la presión observadora de la chica se cruzaron durante solo unos segundos.

Se derrumbó en el suelo mientras la sombra desaparecía, se esfumaba, se desintegraba. Álex corrió hacia Mika. Era dema-siado tarde. Lo había visto todo, incluso se podría decir que no había visto nada, solo oscuridad, infinito, el no saber qué se encontraba a un centímetro de su rostro. El amigo presenció como las piernas volvían a dejarse ver. Álex colocó la cabeza sobre su pecho, y sentía como el corazón recobraba vida y volvía a hinchar los capilares de sangre. Tanta circulación de golpe provocó que las blancas manos de Mika se tensaran y destensaran con cada latido.

Cuando, a la mañana siguiente, el primer rayo de sol entró en la habitación apareció Álex, y Mika despertó. Los dos se miraron y acto seguido se abrazaron. Los pensamientos que en ese momento pasaban por sus mentes eran opuestos.

Cantidad de preguntas, y solo una se oyó:—¿Piensas contarme por qué no viniste al cementerio?

—preguntó Álex.Mika aún no tenía fuerzas para hablar.Álex fue hacia la puerta y al llegar la miró con rapidez, pero no

quedó claro si sentía temor, ira o simplemente preocupación.

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Ese día Mika solo tuvo la compañía de su madre. A la hora de cenar, Álex regresó con un paquete.

La chica tardó en reaccionar, era un paquete horrible. Se decidió a abrirlo; eran un par de walkie talkies.

—Te habrá costado una fortuna —dijo Mika—. Estas cosas acaban de salir al mercado… Gracias.

Empezaron a cenar con la madre de Mika, en silencio. Todos necesitaban reflexionar, pero cada uno por su cuenta. Llegaron las once de la noche, y los tres se prepararon; Mika con los transmisores, Álex con las linternas y la madre con las mantas. Salieron de casa, cerraron la puerta, y colgaron las cenizas de los abuelos en la puerta. Estaba oscuro y hacía frío, pero conocían el camino perfectamente.Cuando el alcalde vio que llegaban al cementerio, hizo recuento.

—¡Oh, no! Faltan los panaderos, ¿dónde se han metido?En ese instante el hijo de estos llegó corriendo.—Mis padres se han quedado encerrados.Las campanas empezaron a sonar, ya eran las doce.—Ayudadme, no podemos dejarlos allí.Con un gesto del alcalde, el pueblo lo rodeó, no debía salir

del cementerio.Pasaron la noche entre mantas y fuegos. Todas las sombras

los esperaban impacientes por si algún alma desesperada salía. La gente se turnaba para darle ánimos a Raúl. Álex decidió que irían a hablar con él juntos. Sentados Álex y Mika junto al niño, que todavía los miraba con lágrimas en los ojos, les preguntó:

—¿Dónde voy a vivir?—Vente con nosotros. Podrías encargarte de las cenizas.

Todas las noches al salir de casa, las colgarás para ayudar a que las sombras no entren. Por ahora nos han ayudado, de hecho, ayer por la noche no pusimos las cenizas y casi acaban conmigo de no ser por Álex. Él llegó en el último momento con tanta energía que la ahuyentó.

Tras contarle lo sucedido, Raúl se durmió. Había sido un día demasiado duro.

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Álex y Mika volvieron cerca del fuego y se durmieron. De repente, varias gotas de sudor cayeron por el rostro de Mika, sus mejillas se pusieron rojas mientras daba vueltas y oía voces. Tanta tensión la despertó, sus ojos se dilataron y empezó a percibir ante el reloj del campanario una sombra oscura que se le acercaba rápidamente para contactar con ella.

—Ven, ya no puedes hacer nada para evitarme, estás agotada de tanto guerrear, tarde o temprano morirás, ven ahora, no lo notarás…

La sombra poseyó su mente, Mika caminaba lentamente hacia ella. La veía, la quería tocar, quería saber más. No podía hacer nada, ya estaba perdida. La mente le decía «avanza», pero la conciencia, todavía intacta, le ordenaba parar. Las sombras necesitan almas para vivir. Le ofreció su mano y Mika la buscó. Un ruido entre los matorrales rompió aquella conexión. Era la mujer del panadero, estaba fea, como si sobre ella hubiera doscientos años de historia. Poseía poca alma pero el corazón la empujaba hacia su hijo.

Sin pensarlo, la mujer corrió hacia el espíritu, pensaba atra-vesarlo pero no pudo.

Se quedaron pegados y la madre de Raúl estaba desapa-reciendo. Los chillidos de dolor se oyeron en todo el pueblo. Despertó a todos, que se quedaron paralizados por el terror, pues nunca habían visto algo así.

—¡Basta! —chilló Mika—. Déjala en paz. Me quieres a mí. Yo te daré más que ella, me quieres, lo sabes.

La sombra la miró y sus ojos cambiaron del negro al rojo. Algo ardía en su interior.

Se dirigió hacia ella. La sangre de la panadera volvía a circular. La cara pálida, blanca y congelada contrastaba con sus labios morados.

El enfrentamiento se encontraba otra vez entre Mika y la sombra. El espíritu no lo dudó, y la cogió. Esta vez no desapa-recía, pero la sombra sí. Tan solo quedó un humo verde que se perdía en la noche.

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Todos los habitantes de la ciudad empezaron a aplaudir, el horizonte se volvió naranja y las sombras se esfumaron.

Nadie sabe por qué sucedió, solo conocían un trozo de la historia:

A las doce en punto guarda tu alma,y lucha para llevarla siempre contigo.En la otra vida es lo único que te quedará,porque tu cuerpo será desintegrado.No tienes nada que hacer, nadie los ha podido vencer.Ve al cementerio para resguardarte de ellos,los muertos son tus mejores aliados.Solo una persona con la conciencia tranquilapodrá finalizar esta aventura.Solo una persona salvará la ciudad.Solo ella, solo la elegida. Solo la verdadera sombra de la luz.

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Alejándose de mí Laura De Miguel López. 3.º ESO

Calasancio. Alicante

Mi primer recuerdo se remonta a una casa donde veía, caminando hacia mí por una sala larga y sombría, un gato blanco.

No se acercaba demasiado, con ese aire de superioridad con el que solo ellos pueden mirarte. Pienso que, en cierto modo, fui capaz de disfrutar a través de él de la naturaleza más bella. Cuando en la primavera se cortaba el pasto verde y el olor a hierba recién segada cubría los establos. Cuando en verano se recogía la paja y el trigo, y se almacenaban cuidadosamente en hatillos en la habitación oscura. Cuando en otoño se sentía la fragancia de la tierra mojada por la lluvia. Y en invierno, los copos de nieve caían mientras en la cocina de leña avivabas un tronco y calentabas leche recién ordeñada. Ese pequeño compañero estaba siempre ahí.

Durante el tiempo que pasé en el hospital, mi único consuelo descansaba en regresar, en volver a cogerlo entre mis brazos y dejar que me hiciera cosquillas y me diera lametones mientras mi madre me regañaba por mancharme. No sabes bien lo que es la felicidad hasta que la echas de menos.

Los especialistas dictaminaron que quedándome en el campo agravaría mi enfermedad. Y me mudé a la ciudad dejando atrás todo aquello que había prometido no abandonar nunca. Ence-rrada en un lugar pequeño, fui creciendo. Me convencí de que el pasado eran recuerdos, retazos de un ayer que no volvería y poco a poco fui acostumbrándome a disfrutar de los mundos que tenía a mi disposición.

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Pasó el tiempo y los dolores se hacían más insoportables cada día, cada hora, cada minuto. La noticia llegó antes de que pudiera siquiera aceptar la posibilidad de que sucediera. No mejoraría, no mejoraría nunca. Con diecinueve años me mantenía una ilusión, la de incorporarme y verlo sentado junto al ordenador mirando la pantalla, ronroneando suavemente y moviendo la punta de la cola.

Olvidé que el resto del mundo seguía corriendo impasible.Por un hermoso momento se mitigó el dolor y regresé a mi

antigua granja. Una bolita de pelo gimoteaba en mis brazos. En mi piso se acurrucaba a los pies de la cama. Siempre había estado ahí.

Mi último recuerdo se remonta a una ciudad donde veía, alejándose de mí por una calle larga y sombría, un gato blanco.

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Un suspiro Cristina Lojo López. 3.º ESO

Calasancio. Alicante

En el momento en que menos lo esperes sucederá. Las cosas cambiarán tan precipitadamente que no te darás ni cuenta, no sabrás en qué instante dejaste de soñar para tener otras ocupa-ciones. Las muñecas desaparecerán dejando a un lado tu infancia y dando paso a la calle, dando paso al amor y sus problemas, a aquello que de pequeños nos prohibían. Estaremos un nivel más cerca de nuestro propio GAME OVER y, en apenas un suspiro, daremos paso a la adolescencia.

Dejaremos de recordar lo que en la noche nos hacía felices pensar que era realidad, dejaremos de creer que él te quería y que todo era perfecto, pero, claro, alguien decidió que lo que uno sueña luego no ocurre. Y cuando realmente eres cons-ciente del lugar en el que estás, de que ya no quedan muñecas, ni sueños, ni amores de verdad, entonces es demasiado tarde para creer que esa dulce voz que te despertaba para ir al colegio se ha ido y así será por siempre.

Evoco los buenos momentos y no pienso en los que vendrán. Hemos quedado apresados en las redes sociales, en las aplica-ciones del móvil, en los televisores, en los ordenadores, en la ignorancia de las princesas del pueblo. Y no podemos bajar a jugar al escondite. No podemos llorar esperando que nos cojan en brazos.

Y no podremos decir que conseguimos volver a la infancia donde vigilábamos a nuestros muñecos por si cobraban vida, y las Barbies y los ActionMan eran los únicos artilugios que necesitábamos para ser felices. Aún recuerdo esa época con

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nostalgia, cuando hace apenas tres años que me despedí de ella, sin duda, la despedida más larga y más dolorosa de mi vida. Ni los más sagaces observadores, ni los mejores psicó-logos, ni los más grandes actores, ni las personas «infantiles», ni los ancianos, nadie, nadie sabrá ser un niño, sentir como un niño. Y son los niños los que ocupan el primer puesto en mi lista de gente a la que envidio. La inocencia no se conserva, su espíritu sí.

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Las vías de la vida Isabela Serrano Agudelo. 2.º ESO

El Valle. Alicante

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Desde pequeño mi abuelo ha estado a mi lado enseñán-dome muchas cosas y contándome todas sus historias de cuando era joven. Él siempre me había dicho que cuando creciese debía seguir el tren de la victoria, el tren de la amistad, el tren de los sueños… Nunca he entendido a qué se refería, pero está claro que los trenes llegan y se van de las estaciones, ¿no?

Mi abuelo se fue hace un año, no sé adónde se fue pero mi familia dice que se fue a un lugar que está muy lejos… Lo raro es que cada vez que les pregunto sobre eso se echan a llorar, pero no los entiendo, si el abuelo se fue de vacaciones debe de estar pasándoselo genial.

Creo que ya lleva mucho tiempo de vacaciones, así que planeo ir a recibirle a la estación de trenes pronto. No sé cuándo llegará, pero debe de estar volviendo esta semana.

El lunes me acerqué a ver si llegaba después de clase. Me senté a esperar en un banco que había enfrente de las vías del tren. Mientras esperaba, se me acercó un vigilante, parecía como si la vida le pesase o algo por el estilo… Al menos eso decía mi abuelo.

—¿Qué haces? Vete a tu casa —dijo el vigilante.—No puedo, señor. Estoy esperando a mi abuelo, que

viene en el tren de la felicidad.—Ese tren no existe, ahora vete a tu casa.—Sí, mi abuelo me dijo que existía, y por lo que veo tú

nunca te has montado.—Así es, porque no existe. ¡Ahora vete!Y eso fue lo que el viejo cascarrabias me dijo…Me levanté del banco y miré que ya estaba oscureciendo,

así que decidí volver a casa. Volveré el martes.Llegó el martes y me dirigí a la estación a esperar a mi

abuelo sin darle mucha importancia a lo que pasó el lunes.Allí me senté en la segunda vía de tren que había y pude

observar cómo el vigilante estaba a lo lejos regañando a una pareja de viajeros a saber por qué…

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Y cuando menos estaba pensando, llegó un tren que iba prácticamente vacío… En eso, se bajó un señor mayor y yo, pensando que era el abuelo, me acerqué a él.

—¡Abuelo!—Oh… Pero qué niño más bonito.—Perdone, al parecer me he equivocado de persona.—No importa…—¿Este era el tren de los sueños?—Me temo que no… ¡Ojalá yo pudiera seguir soñando

como tú! Nunca dejes de soñar.¿A qué se referiría? No lo sé de nuevo. Tendré que volver el

miércoles, seguro que llega pronto.Y entonces llegó el miércoles e hice lo mismo que los días

anteriores.Ya allí, vi que ya se estaba marchando el tren que acababa de

llegar y muchísima gente se estaba bajando de este. «Voy a llegar tarde», «Mi jefe me va a echar», eran unas de las pocas cosas que se escuchaban entre toda la multitud de personas vestidas de negro y con trajes como los que lleva mi papá al trabajo.

—¿Es ese el tren de la paciencia? —pregunté a una señora que acababa de apagar el móvil.

—¿Paciencia? Eso es lo que le falta al mundo en estos días… ¿Y tus papás, niño? Bueno, no imprta, tampoco podría acompañarte hasta ellos…

Esto último lo dijo en un tono más bajo, como para que yo no escuchase… Después de decirme eso se fue corriendo sin más.

Al día siguiente, jueves, me dirigí de la misma manera a esperar al abuelo. Esta vez me senté en la cuarta vía del tren, por la cual estaba pasando el vigilante del primer día. En ese momento me levanté y me volví para dirigirme a él.

—¿Ha pasado por aquí mi abuelo?—¿Y cómo sé yo quién es su abuelo?—Porque no es un abuelo cualquiera, él es especial.—Puf… No, no ha pasado por aquí. Ahora vete de mi

vista.

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Al parecer hay personas que creen que los niños no tenemos el mismo derecho que los mayores. Ese día no hablé más con el vigilante ni vi a nadie más que se pareciera a mi abuelo pasar por allí.

Así que me fui, ese día estaba cansado del colegio y después de lo del vigilante se me quitaron todas las ganas. Ya sé que si el vigilante ve a mi abuelo podría decírmelo, porque creo que en el fondo no es mala persona, solo está cansado, igual que yo.

Ya viernes, volví a la estación, allí me senté en la quinta y última vía que había. Cuando me di cuenta, el vigilante estaba sentado en el banco de al lado, parecía triste.

—¿Qué te pasa?—No lo entenderías…—Puede que sea un niño, ¡pero hay cosas que entiendo!—No sé por qué te lo digo… Verás, la semana pasada mi

mujer se fue de viaje por trabajo y aún no ha vuelto… Ella ya no está aquí…

—Bueno, si está de viaje es lógico que no esté aquí. Yo también espero a alguien. Espero a mi abuelo, que también se fue de viaje hace un año. Mi familia se pone a llorar cuando les pregunto cuándo vuelve, así que he decidido venir a esperarle yo.

Cuando dije esto se echó a llorar igual que mi familia. ¿Será que los mayores lloran al hablar de viajes? No sé por qué lloraba, pero sí sabía que estaba triste, así que le di unas palmaditas en la espalda.

—Esto me lo hacía mi abuelo cuando lloraba… Tranquilo, ya vendrá. Esperemos juntos, ¿sí?

El vigilante levantó la cara y me miró muy sorprendido, como si fuera raro esperar a alguien que quieres. Yo sé que es un buen señor, así que lo acompañaré a esperar a su mujer, ¡hasta puede que venga en el mismo tren que mi abuelo!

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Siempre a mi lado María Torres López. 3.º ESO

El Valle. Alicante

Otra vez me ha pasado. Me he levantado a medianoche recor-dando nuestras canciones. He sentido aquellas confusas sensa-ciones que sentí el primer día que te conocí y, aunque me cueste admitirlo, te sigo queriendo. ¿Por qué tú? ¿Por qué apareciste en mi vida rompiendo todos mis esquemas, si no te ibas a quedar en ella para siempre?

27 de diciembre: dichosa fecha aquella en la que te conocí. Hacía mucho frío en la calle, los dos íbamos por aceras distintas, pero el destino hizo que aquellas cada vez se aproximaran más haciendo que nuestras vidas se juntaran. Ojos azules deslum-brantes aquellos que me miraron, provocando que en mi cara apareciera una coqueta sonrisa, pero, como siempre, la mala suerte se cruzó por mi camino y me resbalé, llamando su aten-ción. Yo ni me atrevía a mirarle a la cara, me sonrojé solo de pensar que se acercaba a mí y me tendía su blanca mano de pianista, pero no pude resistirme a cogerla. Anduvimos horas y horas hablando sobre nosotros, era como si el tiempo no pasase. La verdad es que nunca me había sentido tan libre, era como si él y yo nos conociéramos desde siempre, se podría decir que por fin había encontrado a una persona que me hacía ser yo misma. Me acompañó hasta mi casa y, sin más, nos despedimos. Pensé que nunca lo volvería a ver.

Al día siguiente, el cartero golpeaba mi puerta sin cesar. Mi mal humor empezó a surgir, ya que solo eran las nueve de la mañana de aquel sábado. Cuando abrí la puerta, este me entregó una carta certificada y firmada por un tal Andy. Al

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principio no tenía ni idea de quién era, pero en cuanto la abrí el intenso aroma del chico de anoche me vino a la mente como si lo tuviera enfrente de mí en ese mismo instante. La carta decía:

Espero que esto no te moleste, pero no he podido dormir en toda la noche recordando los hoyuelos que se te forman en la comisura de los labios al sonreír. Sé que no es algo común que te envíe un desconocido una carta certificada, por el simple hecho de que las generaciones de hoy en día solo saben usar el WhatsApp, pero quiero que esto sea especial. Te veo hoy a las cinco y media en la calle San Francisco.

De repente, otra vez aquella maldita sonrisa se formó en mi cara. La verdad es que estaba deseando verlo. Pasó aquella tarde y mil más junto a él. Cada día una sorpresa nueva, mil cartas llenas de amor y palabras encantadoras. Si te parabas a pensarlo, no éramos nada el uno sin el otro. Nos necesitá-bamos, necesitaba oler su aroma a Invictus, estar frente a sus ojos azules, tocar su blanca piel como la nieve. Hasta el día que, por primera vez, al mirarle a los ojos nos besamos como si fuera el fin del mundo. Él era mi fin del mundo; si él se iba yo ya no era nada. Y así fue como se consolidó nuestro amor, más eterno que la luz de una estrella, algo así como un sueño del que no quería despertar.

Como en todos los sueños, debes despertarte y ver la realidad. Andy comenzó a enfermar; algo no iba bien en su interior, pero seguía siendo capaz de hacerme la persona más feliz del mundo. Me pasaba todos los días junto a él. No había ningún día en que me separara de su camilla, pero yo no conseguí que el tiempo se detuviera de verdad para poder quedarme con él por siempre. Después de tres años juntos se fue, se fue para no volver. Maldito cáncer que se llevó a la persona que más quería.

Iban pasando los días sin él, y yo no podía soportarlo. Mi pecho cada vez me dolía más de pensar que nunca iba a volver a ver esos ojos ni a sentir su risa. Hace exactamente dos

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meses encontré una caja bajo mi cama que él escondió porque sabía que algún día se iría. En ella había millones de cartas que nunca me mandó y un DVD en el que salía él frente a un piano tocando Read all about it y dedicando su último adiós como mejor sabía hacerlo. Escribiendo.

Mi pequeña, sé que es duro esto que ha pasado. Sé que por mucho tiempo tu mundo y el mío giraban siendo uno, pero es hora de que nuestros caminos se separen y continúes alumbrando el mundo con tu sonrisa. Lo siento, siento el no poder acariciarte, pero tranquila, que yo seré tu ángel. Nunca dejaré que nada malo te pase y sé que serás una viejecita adorable y que encontrarás a otra persona que esté a tu lado, pase lo que pase. Solo recuerda que tú para mí fuiste única y, como te prometí, la última. Te quiero, mi vida.

Las lágrimas no cesaban, no conseguía dejar de llorar. Será mejor que deje de pensar y cierre los ojos. Al girarme,

algo me hizo abrir los ojos, y ahí estaba él, como prometió, siempre a mi lado.

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Dulces recuerdos Alina Enmanuela Haruta. 3.º ESO

IES El Pla. Alicante

El invierno estaba cediendo y la esperada primavera llegaba con fuerza.

Los pequeños copos de nieve ya se habían derretido, el cálido viento rozaba las mejillas de los niños que habían salido a jugar fuera y los rayos del sol calentaban los corazones de los habitantes de aquel pequeño pueblo. La primavera llegaba con fuerza, haciendo florecer las diminutas flores blancas y llenando el campo de verdor y alegría. Y el final del invierno no solo se notaba en las cosas corpóreas, el hecho de que la primavera estuviera tan cercana era palpable también en los sentimientos. Las niñas jugaban a hacerse trenzas mientras tarareaban alguna canción, los niños corrían y corrían, riendo y divirtiéndose, y los corazones de las muchachas ya estaban derritiéndose ante las cálidas palabras de algún inexperto Romeo.

El invierno acababa para todos, pero no para ella.Dentro de una vieja casa, grande y solitaria, un par de arru-

gadas manos se deleitaban con una caja llena de fotos viejas. Cuando la anciana encontró lo que estaba buscando, un

suspiro de alivio se escapó de sus labios.La fotografía mostraba a una joven pareja sonriendo. Ella era bella, no, ¡hermosísima!, parecida a un ángel. La

foto no le hacía justicia. Su piel estaba hecha de seda y sus labios formaban una engatusadora sonrisa llena de alegría; su vestido blanco, que le llegaba por las rodillas, le hacía parecer aún más joven y contrastaba con sus labios color carmesí, dándole un toque dulce e inocente. Su cabello, que parecía hilado en oro,

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le caía por la espalda en tirabuzones y unas largas pestañas enmarcaban sus penetrantes ojos del color del cielo y el mar.

Pero él no se le quedaba atrás, si ella era preciosa, él parecía sacado del propio firmamento. Llevaba un traje negro con corbata. Su cabello castaño estaba peinado sin ningún pelo fuera de lugar. Su piel parecía hecha de marfil. Sus labios mostraban una gran sonrisa y sus ojos…, se puede decir que tenía los ojos más bonitos del mundo, color verde intenso.

La anciana recordaba perfectamente el día en que se tomó esa foto. ¿Cómo no iba a recordarlo? Ella estaba allí, ella era la chica de la foto.

14 de febrero de 1936

Era un día espléndido, más que eso, un día maravilloso. El cielo era de un tono azul celeste y el sol brillaba con más fuerza que nunca. Sonaba un vals y las enamoradas parejas bailaban agarradas. Los corazones de las jovencitas latían con fuerza, con la fuerza del primer amor, mientras miraban a los ojos a su príncipe azul.

Pero ella no bailaba, ella estaba sentada, esperando y esperando, sin saber si él llegaría. Genevieve era preciosa, la más bonita de todas las muchachas, por la que cualquier chico moriría. Pero ella no quería a cual-quier chico, ella le quería a él.

Él no llegaba, aunque se lo había prometido. ¿Pero acaso no eran así todos los chicos? Sus amigas le habían avisado, le habían dicho que le rompería el corazón, que no era para ella, pero la muchacha no quería escucharlo, lo amaba.

Entonces lo vio llegar. Eran tan hermoso… Su corazón revoloteó y, cuando él se acercó a ella, a punto estuvo de salírsele del pecho. Había venido, por ella.

—Ian —susurró con incredulidad y admiración.—Mi dama. —Él hizo una reverencia y se agachó para besarle la

mano.El roce de sus labios contra su piel casi la lleva a la demencia. Sus

mejillas se habían sonrosado como las de una niña pequeña al correr por praderas verdes.

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Genevieve —susurró él en su oído, su nombre salido de sus labios parecía hermoso, majestuoso, tan dulce como la miel—, si me permites, hoy estás espléndida.

Todo eran pruebas para demostrar lo inevitable: el fuerte latido de su corazón, sus mejillas rojas, el leve temblor de sus piernas, su mente nublada. Genevieve se había enamorado.

La anciana se obligó a sí misma a volver al presente, pero dolía tanto recordarlo todo. Su corazón se estremeció solo con pensarlo. Ella lo amaba, más que a nadie, más que a nada, un amor inocente y sincero, pero él la había abandonado, estaban a punto de contraer matrimonio cuando se marchó, con la hija del panadero, y nadie volvió a saber nada de ellos dos.

Genevieve lloró y lloró, pero no sirvió para que él volviera. Un año después, prometió que nunca volvería a derramar una lágrima por aquel muchacho.

Pero setenta y ocho años más tarde, en aquel salón grande y solitario, permitió que una única lágrima rodara por sus arru-gadas mejillas, en recuerdo de aquel amor perdido, de aquel muchacho que rompió su corazón.

Y entonces, sintió algo más, algo más que pena, un agudo dolor en las sienes. Su vista se tornó nublosa y sus rodillas temblaron y chocaron con fuerza contra el suelo, al igual que su cabeza, que se estrelló contra el frío mármol.

Todo era negro y un profundo zumbido surcaba su mente. Y de repente, llegó la paz, no había ruido ni dolor, no había nada, solo tranquilidad, como cuando estás a punto de hundirte en un profundo sueño.

Sus ojos se cerraron con suavidad y una sonrisa se formó en su rostro.

Su último pensamiento fue para él, recordó sus ojos verdes, su sonrisa perfecta, sus manos cálidas y fuertes y aquel primer beso, aquel que hizo que su corazón latiera más fuerte que nunca, y lo volvió a hacer, volvió a latir como aquella primera vez, pero la única diferencia era que, ahora, esa iba a ser la última.

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Katrina Lesly Dayana Landín Flores. 2.º ESO

IES El Pla. Alicante

Esta es la historia de una joven llamada Katrina Leblanc, tenía quince años y era de Francia. Cuando tenía doce años, ella y sus padres viajaron a España. El cambio de colegio le pasó factura. Katrina era muy «rara» para los demás, no se le acer-caba nadie. Sufría mucho día a día, pero no decía nada, sabía el esfuerzo que habían hecho sus padres para cambiar de vida. Su familia era pobre, apenas tenía dinero para comer y vestir. El abuelo de Katrina murió cuando ella tenía diez años. Él sufría una leve enfermedad que con el paso del tiempo fue haciéndose grave, ya que no tenían dinero para pagarle las medicinas. Fue un 1 de septiembre cuando falleció. Katrina tenía una relación muy estrecha con su abuelo y su muerte le afectó mucho.

Casi un año después de su muerte, los padres de Katrina pensaron que lo mejor en ese momento era reunir dinero, vender todo lo que tenían e irse a otro país. Su destino fue España. Katrina no quería marcharse de Francia, no quería abandonar su casa ni a su abuelo, ya muerto, pero no pudo hacer nada.

Aunque la situación no mejoró estando en otro país, parecían estar mejor que antes. Katrina, que ya había cumplido los trece años, comenzaría el instituto. Ella estaba entusiasmada, quería conocer gente nueva, tener amigos…

Comenzó el colegio un buen día de octubre, ella estaba nerviosa. Cuando llegó allí todos la miraban de forma extraña, se sintió un poco incómoda, pero no le dio importancia.

Los días en el colegio pasaban lentos para Katrina. Todos los días sufría bromas por parte de sus compañeros, y esas bromas

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fueron haciéndose cada vez más pesadas. Después se burlaban por cómo era, por cómo vestía, por su forma de ser, de hablar… Las burlas se convirtieron en insultos y los insultos pasaron a amenazas, y las amenazas, finalmente, se hicieron realidad: sufría acoso escolar.

Katrina no podía más, empezó a sentirse culpable por ser como era, comenzó a creer que era ella quien tenía la culpa de todo aquello. Empezó a hacerse daño a sí misma para desaho-garse, y daba resultado: cada vez que le pegaban o la insultaban, se autolesionaba con cualquier objeto.

En el momento menos oportuno llegó un chico a su vida, él la enamoró y parecía que ella a él también. Él era un chico alto, apuesto, encantador, gracioso... Su nombre era Christophe y, a los ojos de Katrina, era perfecto. A Katrina en un primer momento le pareció raro que un chico como él se le acercara, y que intentara algo con ella. Ellos dos fueron novios por un tiempo. Kat —como le llamaba él— estaba contenta, este chico le había devuelto la sonrisa, había cambiado su vida. Pero Christophe terminó la relación con Katrina, quien no entendía el porqué. Este joven se había hecho amigo de sus acosadores. Y volvieron los insultos y golpes con más fuerza y frecuencia que antes. Ella estaba destrozada por el maltrato físico y psicológico que sufría a diario. El hecho de que su antiguo novio utilizase recuerdos, que ella le contó con total confianza, para humillarla le hacía daño. Katrina sentía no tener salida de esa situación, que su vida no podía ser peor de lo que ya lo era. Harta de insultos, golpes y burlas, decidió quitarse la vida. Pero antes de hacerlo dejó una nota para sus padres que ponía lo siguiente:

Hola, solo quería deciros que no puedo soportar esto, no tengo otra opción. Sufro mucho, no sabéis cuánto. No me di cuenta de lo que me estaba pasando hasta que ya era demasiado tarde. Si intentaba solucionarlo iba a ser peor, esa es la razón por la que he tomado esta decisión. Intenté hablar con vosotros, pero siempre estabais tan ocupados trabajando e intentando ganar dinero que no quise molestar ni dar más problemas. Os quiero mucho.

Katrina

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Minutos después de escribir la nota se suicidó.

No sigas los pasos de Katrina, pensaba que no tenía salida, pero siempre la hay. Lucha por seguir adelante a pesar de los obstáculos, y, sobre todo, no hagas sufrir a personas como ella, que era totalmente inocente, porque la próxima víctima podrías ser tú.

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Sirufina Laura Gil López. 2.º ESO IES Jorge Juan. Alicante

Aquí, en este pequeño trozo de papel, voy a relatar la también pequeña pero gran historia de Sirufina, una valiente mota de polvo que vivía en el reino de debajo de la cama. Todo comenzó con un oteo al horizonte.

Me encontraba tumbada en mi cama blandita, esperando a que se hiciera la hora de levantarse para continuar con las tareas diarias de una mota de polvo. De repente oí un miste-rioso ruido en la lejanía. Subí las escaleras y al llegar al tejado observé en el horizonte como acababa de caer una gran cosa redonda y brillante a los bordes del reino de debajo de la cama, más grande que toda villa Esfumosa.

En seguida se acercaron varios grupos de pelusas y la cargaron para llevarla al castillo real. En estos últimos años se habían encon-trado varios casos parecidos. Objetos extraños, todos provocando reflejos deslumbrantes, pero con distintas formas. Yo, junto con dos investigadores más, habíamos propuesto un experimento para averiguar qué eran y de dónde venían estas asombrosas cosas. El experimento consistiría en lanzar una cosa a los límites del reino de debajo de la cama, que era justo de donde provenían. En vez de eso, la guardia de ciudad Pelusa se las llevó todas al castillo diciendo que eran posesión del rey Remolino. Aun así, no nos rendimos, e ideamos un plan para poder continuar con el experi-mento. Bajé de nuevo por las escaleras, y salí a la calle. Pregunté por villa Esfumosa si se sabía sobre los investigadores:

—¡Sirufina!—¿Qué pasa, señor Philip?

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—Acaban de llevarse los guardias a Teodoro y a Tumesh.Una sonrisa fugaz me recorrió la cara.—¡Ohh! ¡Qué tragedia! Ya casi teníamos el experimento

finalizado, gracias, señor Philip. En seguida voy para allá.—Protégete bien.—Descuide.Como suponía, todo iba según lo planeado. Fui a los esta-

blos y agarré mi fiel Tarantela, la hormiga más rápida de toda la región. Salí disparada al galope. Pasé los montes Cenizos, crucé los caminos del mercado y, en vez de seguir todo recto hasta el castillo, paré en un pequeño puesto de la esquina.

—Disculpe, señor, ¿me vendería esa armadura hecha de hilo?—Usted no tiene mucha pinta de pelusa. ¿Quién es?—¡¿Yo?! ¿Acaso no sabe quién soy yo?—Pues no.—Pronto oirá hablar de mí, de mi gran hazaña, y si logro

realizarla gritaré a los vientos que en este puesto compré la armadura que me permitió derrotar al gran gólem de pelusa que habita en las montañas del norte.

—¿Va usted a derrotar a un gólem?—Así es.—Por supuesto, ha venido a la mejor tienda de todo el

mercado. Compre lo que quiera.Con la armadura puesta, entré en el castillo como ningún

guardia ni el propio rey esperarían, por la ancha y alta puerta principal. Al llevar la armadura de soldado pelusa no detec-taron diferencia alguna y conseguí entrar. Ya allí, busqué la sala de catapultas y armas. Justo como esperaba, a la hora en punto, allí estaban los dos investigadores esperándome.

—Sirufina, ya hemos cargado el objeto en la catapulta.—¿Funcionó la copia de la llave de las celdas?—Si no hubiera funcionado no estaríamos aquí, ¿no crees?Asentí. Nos preparamos y lanzamos el objeto brillante con

la catapulta. Lo vimos precipitarse a los bordes del reino, donde la luz impactaba de un modo irremediable, al contrario que aquí, donde la oscuridad reinaba sobre todo lo demás. Con movi-

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mientos ondulantes y con un estrepitoso golpe, se posó sobre el suelo.

Esperamos todos expectantes hasta que al cabo de un rato un ser deforme y gigantesco se agachó y nos miró con sus profundos ojos azules; después agarró el objeto y se levantó, dejando un rastro de aire que hizo que todo el reino se tamba-lease. Todos, incluso los guardias, nos quedamos anonadados. A partir de aquel épico momento en la historia, al vernos ante tal imponente ser, que nos sobrepasaba a todos, las motas de polvo y las pelusas volvimos a unirnos, y, esta vez sí, para siempre.

Y así fue como sucedió, esta sería la primera vez que las motas de polvo divisaran a un humano, que no sería el último, ni mucho menos.

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Ser fuerte, la mejor opción Lucía Ramo Alameda. 3.º ESO

IES Jorge Juan. Alicante

A mi abuelo, por sus geniales lecciones del gran libro de la vida.

Era un sábado por la tarde. Jugábamos en la salita de estar de la casa de mis abuelos.

—¡Te gané! Por quinta vez, te he vuelto a ganar —gritó eufó-rico mi abuelo.

—No vale. Eres un tramposo. No quiero jugar más —le contesté, muy enfadada.

—Aprender a perder es la mejor manera de ganar —replicó él, con voz muy tranquila.

—¡Que me dejes! Eres un tramposo, y con tramposos no quiero jugar —contesté con furia.

Me levanté del sofá y me dirigí a la habitación de soltera de mi madre, cerrando la puerta de golpe. Allí esperé a que llegaran mis padres para volver a casa, y me fui sin despedirme de mi abuelo.

De pequeña siempre «me picaba» mucho cuando perdía en cualquier juego, y más si mi abuelo se alegraba de su victoria. Al día siguiente, normalmente, ya se me había pasado todo, e iba a pedirle perdón, pero esta vez fue diferente: cuando me levanté, ni me acordaba de lo ocurrido, como siempre, pero, cuando vino mi madre a recogerme del cole, me dijo que íbamos a comer a casa de los abuelitos, y, entonces, por orgullo, le dije que no, que no quería ver al abuelo porque estaba enfadada. Mi madre al prin-cipio no me hizo mucho caso, pero yo me encapriché mucho con la idea de no verle y, al final, ella cedió; no me acuerdo de cómo.

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El caso es que ese día no vi a mis abuelos. Ni al siguiente, ni al otro. Pero, al tercer día, vinieron a comer a mi casa. Aun así, mi orgullo ganó la batalla, y me negué a dirigirle la palabra al ganador.

Anocheció, y cuando mi abuelo se acercó a darme un beso de despedida yo le aparté la cara intentando simular que seguía enfadada, aunque, en realidad, me estaba aguantando la risa, porque era muy orgullosa y no quería pedirle perdón. Fue en ese momento cuando mi abuelo me susurró al oído: «Pequeña, recuerda esto que te voy a decir: utiliza las manos para dar caricias; los pies, para caminar; los oídos, para escuchar; la boca, para hablar, y la mente, para pensar. Pero siempre, pase lo que pase, actúa con el corazón». Me dio un beso en la frente y se marchó con mi abuela. Yo solo tenía nueve años, y en ese momento no entendí lo que me quiso decir, pero, para no olvidarlo, lo apunté en un papel, y lo guardé en mi caja de recuerdos. Al día siguiente, mi abuelo murió. Había estado muy enfermo. Tenía cáncer.

Años después, ordenando mi cuarto, encontré en una caja el papel en el que había escrito las enseñanzas de mi abuelo. Lo leí y, sin poder resistirme, me puse a llorar. Ahora sí que entendía lo que me quiso decir. Me di cuenta de que él era la persona más sabia del mundo.

Tenía cáncer de próstata. Llevaba muchos meses con sesiones de quimioterapia, y, al final, la enfermedad se lo estaba «comiendo». Todos los adultos de mi familia sabían lo que ocurría, pero, como yo solo tenía nueve años, no me dijeron nada. Lo único que sabía es que estaba malito, pero cuando le preguntaba a mi madre si se iba a curar, ella me respondía: «Sí», con una sonrisa. Era tan pequeña que no me daba cuenta de la cantidad de lágrimas que disfrazaba ese monosílabo.

Al leer esa frase interpreté correctamente su mensaje: mi abuelo sabía que se iba a morir, que su fuerza de voluntad no bastaba para poder luchar contra el cáncer, y buscó la forma de combatir la enfermedad. Se dio cuenta de que para seguir

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adelante había que tener una razón por la que luchar, por la que ser feliz. La tenía: su familia le necesitaba, y eligió ser fuerte. Lo único que le importaba era vernos felices, aun a costa de un gran esfuerzo anímico por su parte.

Era la persona más fuerte y valiente que he conocido en mi vida. Cuando se dio cuenta de que cada día se debilitaba más, se propuso que yo aprendiera todo lo necesario para ser feliz. Cada lunes me dictaba el principio de una frase, y me daba de plazo para adivinar el final hasta el domingo. Decía que así, poco a poco, aprendería a aprender. Cada frase me enseñaba algo que quizá en ese momento ni entendía, pero que ahora me sirve para ser feliz, para ser fuerte.

Mi abuelo tenía claro que la vida era una batalla, por eso decidió preparar a su nieta más joven para la victoria. Me repetía muy a menudo frases como «Pase lo que pase, nunca tires la toalla»; «La clave para ser feliz es no rendirse nunca»; «La mejor forma de vivir es con ganas»... Yo me lo apuntaba todo y lo guardaba en una caja, para no olvidarlo nunca. Algunas frases las he perdido materialmente, pero mi corazón las tiene a buen recaudo.

Nunca olvidaré esas sabias palabras que me dijo horas antes de morir, palabras que en su momento no entendí, pero ahora conozco su significado: si actuáramos guiados por el corazón, siempre haríamos las cosas bien, sea cual sea la situación a la que nos enfrentemos. Si yo en ese momento me hubiera dejado llevar por el corazón, le habría dado un fuerte abrazo a mi abuelo, y no estaría ahora sufriendo la soledad de su ausencia. Ya han pasado cinco años desde su muerte, pero nunca dejaré de arrepentirme de haber sido tan niña ese día. Nunca dejaré de echarle de menos.

Aunque ya se haya ido, sus lecciones son indelebles. «En lo peor, también hay algo bueno», me dijo en una ocasión. Efec-tivamente: el recuerdo de su ejemplar conducta es el mejor baluarte de mi vida.

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El árbol de la vida Carmen de Lucas López. 4.º ESO (PDC)

IES Miguel Hernández. Alicante

Se dice que hace mucho, mucho tiempo… ¿Qué? ¿Por qué todos los cuentos comienzan de la misma manera? No, no, no. Me niego a que este empiece así, porque esta historia es dife-rente, y se merece un principio épico.

Me encontraba en un infierno, en mi infierno en particular. Paredes blancas y acolchadas, oscuridad, frío, una ventana del tamaño de un sobre y un uniforme que apestaba a sudor rancio. No era la primera vez que me metían en aquella habitación en contra de mi voluntad, de hecho, fue así como acabé allí. Mentiras y más mentiras, ese fue mi camino.

Era la típica chica rara y marginal. Lo sé, sé lo que pensáis: ya viene la empollona a llorar y a contarnos sus penas. Pero no, esta vez el cuento no va de eso. Hacía mi vida normal, evitando a ese tipo de chicas populares y geniales, ese tipo de chicas que me metieron aquí.

—Nosotras no somos así, queremos acabar con los clichés de lo que nos rodea. ¿Nos ayudarás? —dijeron ellas ataviadas con sus perfectos vestidos y sus labios pringados de ese potingue rosa. Y como una estúpida niña que se creía capaz de cambiar el mundo a mejor, acepté, ayudándolas a divertirse, ayudándolas a jugar con una frágil vida.

Al principio todo transcurría dentro de lo normal. Fiestas de pijamas, salidas al cine, música, coqueteos con chicos guapos, secretos y el trato... El trato consistía en un pacto de lealtad, si una se metía en problemas, esta no delataría a las demás y cargaría ella sola con las consecuencias. ¿A que no sabéis quien

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era la que cargaba con las consecuencias? Sí, era yo. Jamás me habían castigado, pero después de conocer a esas chicas me pasaba el día copiando, limpiando, comiéndome las broncas ya fueran de mis padres o de mis profesores, cumpliendo los castigos que muy bien me merecía. Lo que hacíamos no tenía importancia, no eran más que borracheras, grafitis y algún acto de vandalismo. Lo normal en un adolescente fuera de sí, o eso creo. Pero los actos de vandalismo fueron a más, nada de grafitis, de emborracharse o de tirar papeleras junto a la carretera. Robábamos mucho, y sobre todo cosas de valor. La última vez fue en una joyería, cogeríamos las joyas y saldríamos de allí sin hacer daño a nadie, o eso era lo que me prometieron. Queríamos venderlas para ir de compras y más tarde de vaca-ciones, unas vacaciones que durarían siempre. Nos vestimos completamente de negro, e incluso nos pintamos la cara para confundirnos en la oscuridad. Fue muy fácil entrar, las alarmas se activaban manualmente y la cerradura no era nada compli-cada de abrir. Estábamos dentro, la pequeña Laura ya tenía las joyas, viviríamos la vida, para siempre.

Lo que yo no sabía era que todo aquello era una trampa, una simple trampa por diversión. Las chicas salieron de allí sin dejar rastro, activando la alarma y bloqueando la única puerta de salida con las ganzúas que yo misma había utilizado para abrirla.

—Se han ido, ellas se han llevado las joyas, yo no he hecho nada. Han sido ellas —dije llorando y señalando la puerta por la que ellas habían desaparecido. Era todo lo que podía decir cuando llego la policía. Me arrestaron, por tercera vez en un año, aunque se tomaban en serio lo que les decía, ya que las joyas habían desaparecido y yo no las tenía. Jamás las tuve. No encontraron ni rastro de las joyas ni de las chicas, solo cons-taban mis huellas dactilares y mi ADN en la pequeña joyería. Nadie las había visto, pero yo sabía que eran reales, habían hecho bien en elegir a una marginada social, las descripciones no servirían de nada a la policía. Pero insistía con tantas fuerzas, estaba tan convencida, que comenzaron a pensar que estaba