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Los derechos y deberes humanos y la agenda social para la democracia y la participación ciudadana Asunción, Paraguay, abril de 2011 Dr. Rodolfo Soriano Núñez 1 Primero deseo agradecer al Consejo Episcopal Latinoamericano y de manera más específica a su Departamento de Justicia y Solidaridad, así como a la Fundación Konrad Adenauer, por la invitación a este seminario dedicado al papel del laico en los procesos de participación ciudadana y democracia en América Latina y el Caribe. También agradezco mucho a nuestros anfitriones en Paraguay por sus gentilezas y atenciones. En lo que hace al tema que nos convoca, antes de presentar mis ideas acerca de este asunto, creo que es necesario ser muy cautos acerca de la capacidad que tienen las ciencias sociales para ofrecer una visión abarcadora de la cada vez más compleja realidad latinoamericana sin caer en los lugares comunes tan frecuentes en el análisis social, el discurso político y, lamentablemente, también en las propuestas en materia pastoral. En este sentido, el presente documento está concebido como una reflexión que busca orientar algunas de las posibles rutas de trabajo en la ruta de la construcción de la democracia representativa y de la ampliación de los márgenes de la participación ciudadana. Estas construcción y ampliación son más importantes en la medida que América Latina, de manera desigual, ha avanzado de manera notable en las rutas de la democratización formal de las estructuras y las instituciones de gobierno, e incluso ha incorporado, en algunos casos, mecanismos de participación ciudadana de manera que el 1 Licenciado, maestro y doctor en sociología. Profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Autor de En el nombre de Dios. Religión y democracia en México y Religión y política en América Latina, entre otros textos.

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Los derechos y deberes humanos y la agenda social para la democracia

y la participación ciudadana

Asunción, Paraguay, abril de 2011

Dr. Rodolfo Soriano Núñez1

Primero deseo agradecer al Consejo Episcopal Latinoamericano y de manera

más específica a su Departamento de Justicia y Solidaridad, así como a la

Fundación Konrad Adenauer, por la invitación a este seminario dedicado al

papel del laico en los procesos de participación ciudadana y democracia en

América Latina y el Caribe. También agradezco mucho a nuestros anfitriones

en Paraguay por sus gentilezas y atenciones.

En lo que hace al tema que nos convoca, antes de presentar mis ideas acerca

de este asunto, creo que es necesario ser muy cautos acerca de la capacidad

que tienen las ciencias sociales para ofrecer una visión abarcadora de la cada

vez más compleja realidad latinoamericana sin caer en los lugares comunes

tan frecuentes en el análisis social, el discurso político y, lamentablemente,

también en las propuestas en materia pastoral.

En este sentido, el presente documento está concebido como una reflexión que

busca orientar algunas de las posibles rutas de trabajo en la ruta de la

construcción de la democracia representativa y de la ampliación de los

márgenes de la participación ciudadana. Estas construcción y ampliación son

más importantes en la medida que América Latina, de manera desigual, ha

avanzado de manera notable en las rutas de la democratización formal de las

estructuras y las instituciones de gobierno, e incluso ha incorporado, en

algunos casos, mecanismos de participación ciudadana de manera que el

1 Licenciado, maestro y doctor en sociología. Profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Autor de En el nombre de Dios. Religión y democracia en México y Religión y política en América Latina, entre otros textos.

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desempeño de esas instituciones sea más representativo y más cercano a las

necesidades de la sociedad.

Esta preocupación tiene que ver con varios factores. El más importante, es el

de las experiencias previas de América Latina con la gobernabilidad

democrática. Estas experiencias no siempre tuvieron los mejores resultados,

pues existieron y existen marcadas divergencias entre el carácter formalmente

democrático del régimen, como lo establecen las constituciones y las leyes que

de ellas emanan, y los resultados—tanto en el ámbito político como en el

económico o en el de los derechos, así llamados “sociales”, que producían.

Estos resultados eran más propios de regímenes oligárquicos y el aparato

formal de los estados, en no pocas ocasiones, ha encubierto dictaduras, e

incluso—en los casos más extremos—regímenes despóticos o sultanáticos.

Ello explica, por ejemplo, algunos de los colapsos de las democracias del

continente, así como el derrotero mismo de las modificaciones que han logrado

introducirse en algunos de los regímenes de la región.

Es por ello, que la reflexión necesita, en un primer momento, reflexionar acerca

de la manera en que la doctrina social de la Iglesia y el concepto de derechos

humanos se han imbricado en la realidad de América Latina y cómo, a su vez,

la DSI y los DH han contribuido a construir el concepto de democracia que,

eventualmente, servirá de base para construir la agenda democrática y de la

participación social.

Para dar cuenta de la manera en que ha evolucionado la comprensión del

concepto de derechos humanos en América Latina y cómo se ha vinculado con

los procesos de democratización y participación ciudadana en la región, es

importante tener en mente la distinción fundamental entre derechos “como

principio” y derechos “como práctica”. Los derechos “como principio” han

existido prácticamente ya desde la tercera o cuarta década del siglo XIX y

habría incluso quienes dirían que, gracias a instituciones como la de “justicia

mayor” del antiguo derecho español, existieron prácticamente con la redacción

de las Leyes de Indias.

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Foweraker y Landmann (1997), quienes han conducido el más completo

análisis de la relación entre la democracia y el respeto a los derechos

humanos, ofrecen intuiciones clave para comprender qué tan grandes son los

abismos entre los derechos “como principios”, es decir, tal y como están

codificados en las legislaciones de nuestros países y los derechos “como

prácticas”, es decir, la manera en que esos derechos se viven en las calles de

Buenos Aires, México, Bogotá o Tegucigalpa.

Es importante destacar que, desde la perspectiva de Foweraker y Landmann,

centrada en los casos de Brasil, Chile, España y México, además del déficit

entre las dos formas de derechos ya referidas, es necesario destacar el papel

que desempeñan algunos movimientos y organizaciones sociales como

promotores no sólo, y quizás no tanto, del reconocimiento y codificación de los

derechos políticos y sociales (según la clasificación de T. H. Marshall de los

derechos2) y, por otra parte, en la codificación y observancia de los derechos

civiles o individuales, así como—sobre todo—de las transformaciones de las

prácticas que explican cómo se viven los derechos a nivel de calle.

Algo importante, que la DSI predica desde mediados del siglo XIX y que las

diócesis más activas del continente reconocen como una realidad, pero que—

en general—las conferencias episcopales de la región no reconocen con la

suficiente fuerza en sus documentos y programas de acción, es que existen

fuertes correlaciones entre el activismo de los movimientos sociales y el

respeto y la observancia de los derechos en cuestión. Por ejemplo, señalan

que los sindicatos han desempeñado un papel clave en la configuración de las

instituciones preocupadas con el respeto a los DH en distintos países. En otras

palabras, si existen sindicatos (o alguna otra forma de organización social),

suficientemente activa, la observancia de los “derechos en la práctica” será

mucho mayor.

La distinción es relevante porque, incluso si es posible asumir que las

transiciones a la democracia ya ocurrieron en toda la región, con la excepción

2 Marshall (1973) distingue entre derechos civiles, políticos y sociales, como componentes o elementos del concepto de ciudadanía.

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de Cuba, es aún posible plantear dudas acerca del desempeño cotidiano de

muchas de las democracias en el continente, especialmente en lo que hace al

respeto de los DH.

Al abordar justamente esta tensión fundamental entre los “derechos como

principio” y los “derechos como práctica” en la región, Méndez y Mariezcurrena

(2000 38) coinciden que es equivocado:

[P]ensar que los derechos humanos se respetan plenamente sólo porque se celebran elecciones de manera regular. Por otra parte, sería un error más serio aún perder de vista los inmensos beneficios y oportunidades que el nuevo periodo democrático ofrece. Los líderes políticos y las sociedades civiles de la región tienen una gran oportunidad para construir una relación de mutuo apoyo basada en la libertad y la justicia y, sin embargo, muchas veces no reconocen que esa relación no ocurrirá de manera espontánea. La falta de planes concertados para aplicar normas de respeto a los derechos humanos de manera cotidiana contrasta de manera notable con la disposición para convertir vistosos principios generales en normas constitucionales.

Es pues ahí, en las tensiones entre los “derechos como principio” y los

“derechos como práctica”, donde las nuevas luchas por los DH en la región se

han desplazado. Es en esa tensión donde es posible ubicar muchas de las

confrontaciones entre los líderes políticos y los líderes religiosos en la región,

tanto que es posible decir que, en la región, las luchas para construir

regímenes democráticos han sido las luchas para proteger y defender los DH,

pero que esas luchas están lejos de haber concluido, no sólo porque la

comprensión misma del concepto de derechos humanos cambia, sino porque

también cambian las condiciones en los que la reflexión y el análisis se realiza.

Es el caso, por ejemplo en México, de la nueva preocupación acerca del

respeto a los derechos humanos de los transmigrantes centroamericanos en

territorio mexicano, pero—sobre todo—es el caso de Venezuela que, en los

últimos 20 años pasó de ser una república democrática, la república de Punto

Fijo, a lo que quiera que sea ahora esa nación.

Para comprender mejor el papel que han desempeñado y que pueden

desempeñar las organizaciones religiosas, especialmente la Iglesia católica en

la construcción de regímenes democráticos y de derechos, es posible recurrir a

la obra de Edward L. Cleary, quien abordó en 1997 el problema de la relación

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entre las luchas de distintos grupos religiosos en la región por el respeto a los

DH en la región en los contextos de los gobiernos militares y los gobiernos

autoritarios que afectaron a la región desde mediados de los sesenta y hasta

finales de los ochenta. Cleary considera que las vastas redes de

organizaciones de promoción y defensa de los DH aparecieron precisamente

por el número abrumador de abusos perpetrados por los regímenes

autodeclarados de “seguridad nacional” y las guerrillas que crecieron en

oposición a ellos, pero también por el trabajo autónomo desarrollado por las

iglesias, especialmente la católica en el ámbito de la defensa, promoción y

respeto de los DH, como parte del legado de los pontificados de Juan XXIII y

Pablo VI, del Vaticano II y de las conferencias de Medellín y Puebla, del

CELAM.

En este sentido, es importante reconocer que aún cuando los elementos de la

doctrina de los DH estaban presentes en la región ya desde los sesenta, como

lo señala Carozza (2003), fue hasta los setenta, con la combinación de los

abusos extremos, la movilización de las organizaciones de base de distintas

iglesias y de organismos civiles preocupados por la defensa de los DH, y la

maduración de los legados antes referidos que la promoción y el respeto a los

DH ocuparon un lugar central en la actuación de la Iglesia en la región.

En este sentido, es necesario recuperar la conciencia de la participación

destacada de la Iglesia como un actor muy importante en abanicos de actores,

tanto a escala internacional como en las distintas naciones, que presionaron,

desde distintos frentes, para lograr la democratización y el respeto a los DH.

Ello ha abierto la puerta a una era de reconsideración de los alcances de las

libertades religiosas, que muchos consideran parte de los DH, en la región. Ha

permitido también algunos cambios en las legislaciones en materia de culto y

relaciones Estado-Iglesia, que han permitido que la relación entre religión y

política sea más fluida, con un mayor número de intercambios en ambos

sentidos, pues los cambios en el régimen político han facilitado cambios en la

práctica religiosa y la práctica religiosa, a su vez, ha hecho más atractiva para

distintos actores sociales de la región la participación en la política.

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Sin embargo, es necesario reconocer que muchos de esos avances se

disuelven, e incluso se ponen en entredicho, en la medida que se tratan de

construir, reconstruir o mantener, contra y viento y marea, arreglos

institucionales entre los estados nacionales y la Iglesia católica que, la protejan

de la competencia de otras denominaciones religiosas y/o le garanticen el

financiamiento de sus actividades. Y no es sólo el caso, más extremo y cada

vez más atípico, de Argentina, sino incluso de México, donde lo que predominó

desde mediados del XIX y hasta 1991 fue un conflicto, más o menos abierto,

entre la Iglesia y el Estado.

Marotisca (1998 45) considera, en este sentido, que “la expansión de las

libertades civiles durante el periodo de transición a la democrática en la década

de los ochenta catalizó una explosión de innovación en las prácticas religiosas”.

Esta innovación, es necesario recordarlo, fue resultado del legado del Vaticano

II y de Medellín y Puebla, y permitió—entre otras muchas cosas—encontrar

nuevos mecanismos de interpelación de la Iglesia a sociedades cambiantes y

afectadas por una serie de problemas quizás más complejos que los que

enfrentamos ahora.

Anthony Gill, a su vez, confirma la existencia de estos procesos de cambio y

expansión, pero advierte que las variaciones en la intensidad de estos cambios

no dependen de la doctrina como tal, que es igual para todos los países, sino

más bien de los arreglos o diseños institucionales y jurídicos en los que la

Iglesia católica y las iglesias protestantes (1999a y 1999b) de la región actúan.

Y lo que es más, aún cuando reconoce que los arreglos o diseños

institucionales son importantes para dar cuenta de las diferencias en el

desempeño de la Iglesia, por ejemplo, entre Argentina y México, lo que es más

importante—creo yo—es la imaginación con la que las propias autoridades de

la Iglesia, en el plano diocesano, logran definir o comprender su papel.

No es gratuito que, por ejemplo, al dar cuenta de la contribución de la Iglesia a

los procesos de democratización en los últimos 20 o 30 años en la región,

Manuel Antonio Garretón reconozca el papel que las instituciones religiosas y

de la Iglesia católica en particular han desempeñado, aun cuando Garretón

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encuadra la actuación de la Iglesia en una dinámica similar a la las

organizaciones no-gubernamentales (ONGs) de la región (Garretón 1997 9):

[L]as iglesias, especialmente la católica, y en menor medida algunas de las protestantes, tuvieron un papel crucial en cuatro aspectos, inclusive en aquellos países en los que, como Argentina, la jerarquía apoyó al régimen militar. En primer lugar, la Iglesia puede dar cabida a distintas sensibilidades, ideologías y visiones y unificarlas en las doctrinas de los derechos humanos o del derecho a la vida. En segundo lugar, porque sus aspiraciones como representante de lo universal o en nombre de la sociedad en general o de Dios, la Iglesia puede confrontarse legítimamente con un régimen militar. En tercer lugar, la Iglesia ofrece un espacio ideológico, social y político para sus propios seguidores y militantes así como espacio físico y capacidad de organización e incluso protección institucional para todos los sectores de la oposición, lo que le permite crear posibilidades para la negociación. En cuarto lugar, como consecuencia de lo que ha sido mencionado ya, la Iglesia es un espacio para reunir a diferentes sectores de la oposición, así como un actor por derecho propio, capaz tanto de oponerse como de ser un interlocutor de un régimen autoritario. Aquí es donde se encuentran las fortalezas y las debilidades de las intervenciones desarrolladas por la Iglesia en esos contextos [Énfasis en el original].

Desde una perspectiva de análisis mucho más ambicioso, de alcance global,

José Casanova ofrece ideas clave para comprender cómo la Iglesia desarrolló

una doctrina y una práctica de acción pública centradas en la promoción y la

defensa de los DH. Para él, la incorporación de la doctrina de los derechos

humanos en los documentos de Juan XXIII y del CVII marca el punto de

inflexión clave en la historia de la DSI y da forma, eventualmente, a una

“sacralización” de los DH (Casanova 2001b 1075).

Para Casanova lo fundamental es la adopción que hizo el Concilio de una

doctrina universal de los derechos humanos, pues permitió al catolicismo

“liberarse de la camisa de fuerza del Estado-Nación, para hacer suya de nueva

cuenta [su] dimensión transnacional y [su] carácter como líder en el ámbito

global” (Casanova 2001b 1076). Más aún, dada la “sacralización” del criterio de

los derechos humanos en la DSI, Casanova encuentra un cambio cualitativo en

la relación entre el catolicismo y la democracia:

La posición tradicional y la actitud de la Iglesia católica hacia los regímenes políticos modernos ha sido la de neutralidad hacia todas las “formas” de gobierno. En tanto las políticas de esos gobiernos no violen de manera sistemática los derechos de la Iglesia a la libertad religiosa, libertas ecclesiae, y el ejercicio de sus funciones como mater et

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magistra, la Iglesia no pondría en duda su legitimidad. La hipótesis de la moderna doctrina de los derechos humanos, implica, sin embargo más que la simple aceptación de la democracia como una “forma” legítima de gobierno. Implica el reconocimiento que la democracia moderna no es solo una forma de gobierno sino un tipo de régimen político basado normativamente en los principios universalistas de la libertad individual y los derechos individuales (Casanova 1997 136).

El CVII reconfiguró la liturgia y las relaciones entre las distintas capas de

autoridad dentro de la Iglesia. También renovó su comprensión de los derechos

humanos en la medida que favoreció una “refundación de la moral católica”

(Gómez Mier 1995 610). De manera particular, el Concilio acogió a los

derechos humanos en la Iglesia católica y se convirtieron en un rasgo central

de la DSI y, más específicamente, en un rasgo central de los programas

pastorales católicos de AL. Al reflexionar sobre el alcance de este cambio,

Weigel (1990 17) lo califica como “la otra revolución del siglo XX”, una

revolución que implicó la transformación de la Iglesia católica en una institución

mundial comprometida con la defensa de los derechos humanos.

Un documento clave del Concilio que da cuenta de estos cambios fue la

constitución pastoral Gaudium et Spes, (1965) (GeS). En ese documento, el

Concilio ofrece un análisis de los cambios más importantes durante del siglo

XX y ofrece proposiciones normativas acerca del mundo y de las posibles

formas de relacionarse con él. Animada por un espíritu de renovación

institucional, la reflexión de GeS confronta al mundo contemporáneo, sus

contradicciones y sus retos con la esperanza de construir una nueva relación

con él.

GeS es relevante porque aún cuando no hace referencias específicas a la

democracia o a la gobernabilidad democrática, hay preocupaciones explícitas

acerca del desempeño esperado de los laicos católicos, el diseño general de

las instituciones y los resultados que se observan en los regímenes políticos

que recuerdas las definiciones contemporáneas de la gobernabilidad

democrática. 3 Más aún, para compensar el silencio de GeS en ese asunto es

3 El Concilio fue consistente con una larga tradición de la Iglesia de no ofrecer apoyo explícito a sistema político o ideología alguna. Como se verá más adelante en este capítulo, esta tradición

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posible encontrar una detallada consideración de las maneras en las que la

organización de las comunidades políticas afecta las posibilidades del individuo

de ejercer sus capacidades. Para GeS la más importante de estas habilidades

es la libertad, aunque no ofrezca una definición precisa de ella.

GeS es importante, también, porque fija los criterios que sirven a los obispos de

AL para reconfigurar sus relaciones con la política en la región. Lo hace, al

ofrecer un marco general a partir del cual los obispos desempeñarán sus roles

siguiendo el modelo de Eisenstadt (1993 16) de desempeño de las élites

religiosas. En GeS y los documentos que inspiró es posible observar cómo la

jerarquía católica enfatiza las diferencias entre los ámbitos de lo terrenal y lo

espiritual; no lo hace, sin embargo, para eliminar la distinción. Hacerlo le

permite criticar de manera más autónoma, a partir de valores y criterios que

GeS fija, el desempeño de las élites políticas. GeS es así un punto de inflexión

en la historia del pensamiento político y social del catolicismo.4

fue alterada por Juan Pablo II con Centesimus Annus. Sin embargo, en los sesenta hubiera sido impensable hacerlo, entre otras razones, porque las definiciones mismas de democracia eran objeto de acalorados debates, pues naciones como la URSS y sus satélites en Europa oriental, Asia, África y AL decían ser democráticas también. 4 Documentos publicados más adelante por la Santa Sede como Octogesima Adveniens (OA) de Pablo VI en mayo 14 de 1971, expandirán la reflexión original planteada por GeS. En OA Pablo ve a la democracia como una herramienta para balancear la influencia de la tecnocracia y de otras formas de autoritarismo, lo que le permite vincular esa posibilidad con la doctrina del respeto a los derechos humanos desarrollada por Juan XXIII en Mater et Magistra (1961):

47. El paso al campo de la política expresa también una exigencia actual de la persona: mayor participación en las responsabilidades y en las decisiones. Esta legítima aspiración se manifiesta sobre todo a medida que aumenta el nivel cultural, se desarrolla el sentido de la libertad y la persona advierte con mayor conocimiento cómo, en el mundo abierto a un porvenir incierto, las decisiones de hoy condicionan ya la vida del mañana. En la encíclica Mater et magistra, Juan XXIII subrayaba cómo el acceso a las responsabilidades es una exigencia fundamental de la naturaleza de la persona, un ejercicio concreto de su libertad, un camino para su desarrollo; e indicaba cómo en la vida económica, particularmente en la empresa, debía ser asegurada esta participación en las responsabilidades. Hoy día el ámbito es más vasto: se extiende al campo social y político, donde debe ser instituida e intensificada la participación razonable en las responsabilidades y opciones. Ciertamente, las disyuntivas propuestas a la deliberación son cada vez más complejas; las consideraciones que deben tenerse en cuenta, múltiples; la previsión de las consecuencias, aleatoria, aun cuando las nuevas ciencias se esfuerzan por iluminar la libertad en esta importante coyuntura. Por eso, aunque a veces es necesario imponer límites, estas dificultades no deben frenar una difusión mayor de la participación de toda persona en las deliberaciones, en las decisiones y en su puesta en práctica. Para hacer frente a una tecnocracia creciente, hay que inventar formas de democracia moderna, no solamente dando a cada persona la posibilidad de informarse y de expresar su opinión, sino de comprometerse en una responsabilidad común.

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Aquí es posible vincular la reflexión de GeS con el análisis desarrollado por

Casanova (2001a 433) de otro documento del CVII, la declaración Dignitatis

Humanæ sobre libertad religiosa (1965). Casanova lo contempla como el más

importante legado del Concilio por dos razones. Por una parte, la declaración

pone fin a una cierta comprensión de las relaciones de la Iglesia con otras

creencias religiosas. Será luego de la publicación de Dignitatis Humanæ que la

Iglesia encontrará en la libertad religiosa y el pluralismo religioso rasgos

positivos y no retos a sus intereses.5 Por otra parte, la declaración hace de la

noción de derechos humanos el criterio clave para definir las relaciones de la

Iglesia con los regímenes políticos. Casanova lo plantea así:

De modo que ¿cuáles son las condiciones en las que los espacios autónomos de la Iglesia se pueden constituir en espacios privilegiados para la creación de organizaciones de la sociedad civil? Para decirlo de manera abrupta, la Iglesia solo se convierte en una institución de la sociedad civil cuando deja de ser una Iglesia en el sentido weberiano del término: cuando renuncia a sus aspiraciones a ejercer un monopolio y reconoce las libertades religiosa y de consciencia como derechos humanos universales e inviolables. Esto es lo que pasó en la década de los sesenta con Dignitatis Humanæ, la declaración sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano segundo y con la apropiación, por parte de la Iglesia, del moderno discurso de los derechos humanos que inició con la encíclica del papa Juan XXIII Mater et Magistra (1961). A partir de ese momento, el discurso en material de derechos humanos será un aspecto central de las encíclicas papales y de las cartas pastorales de las conferencias nacionales de obispos en todo el mundo, lo que permitió superar una larga historia de repetidas condenas oficiales y categóricas de las doctrinas de los derechos humanos cuyos orígenes se encuentran en la condena de Pío VI de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano elaborada por la Asamblea Nacional francesa en su breve Caritas (1791). Juan Pablo II, de manera particular, ha hecho de “la sagrada dignidad de la persona humana” la piedra angular de su prédica global (Casanova 2001 1046)

Esto es más importante en la medida que, siguiendo el modelo de desempeño

de las élites religiosas de Eisenstadt, GeS y Dignitatis Humanæ ofrecen

5 La valoración negativa que documentos previos hacen de la libertad religiosa es resultado tanto de la evolución de la DSI, como de experiencias negativas con naciones que negaron, en nombre de la libertad religiosa, los derechos de los católicos a practicar su fe, como en los casos de Inglaterra y Prusia. Es consecuencia también de los excesos de naciones que se presentaban a sí mismas como católicas, como en el caso de España durante la contrarreforma, cuando no ser católico era visto como una amenaza para el Estado. Fue también consecuencia de lo que se veía como consecuencias negativas de la práctica religiosa en sociedades plurales como EU en las que, se consideraba, las diferencias entre confesiones se diluían.

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criterios a partir de los cuales la Iglesia en su conjunto, y las conferencias

nacionales de obispos en particular, criticarán el desempeño de las élites

políticas en la región desde finales de los sesenta.

La celebración del Concilio y los cambios políticos y sociales de la época

enfatizaron las tendencias hacia el cambio en las estructuras de la Iglesia en la

región. El más importante de estos cambios fue la disposición de los obispos a

cuestionar públicamente, por medio de cartas pastorales o, de manera más

general, con documentos de distinto tipo, realidades como la pobreza, la

marginación, las deficiencias en los servicios de salud o educación, los

resultados de los programas de desarrollo, así como las maneras en que los

gobiernos de la región buscaban el desarrollo.

El CVII, con su compromiso con los derechos humanos, dio a las conferencias

nacionales de obispos un nuevo paradigma para analizar las realidades

políticas de sus países.6 Este paradigma permitió un incremento notable de la

capacidad de los obispos y las conferencias nacionales de obispos para

desempeñarse como actores clave de los procesos que han redefinido las

fronteras de la ciudadanía, los propósitos del desarrollo, la estructura de los

regímenes políticos y, de manera más general, los procesos conducentes al

respeto a los derechos humanos, civiles y políticos en la región.

+

Otras pistas acerca de las relaciones DH, democracia y—en un sentido más

amplio—el ámbito de la política en AL se pueden encontrar en el papel que la

Iglesia desempeñó en las guerras civiles de Centroamérica, en los 1970 y 1980

6 Ha sido argumentado, sin embargo, que Mater et Magistra (1961) de Juan XXIII, publicada un año antes que el Concilio, marca el momento del cambio de paradigma en la doctrina de la Iglesia acerca de los derechos humanos. Incluso si ese fuera el caso, y hay evidencia que apoya ese argumento en la medida que la encíclica identifica y acepta una serie de esos derechos, los documentos del Concilio se encuentran en una categoría propia no sólo por el número de los padres conciliares, sino también por su origen geográfico (el primer concilio verdaderamente global en la historia de la Iglesia), como por el hecho que se planteó a sí mismo como un concilio ecuménico en el que hubo representantes de otras confesiones cristianas. Sin embargo, podría decirse que ese cambio ocurrió en realidad durante el desarrollo del programa pastoral de León XIII, a quien Juan XXIII cita en repetidas ocasiones.

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y en Chiapas, México, en los 1990, así como en los papeles que ha

desempeñado en otros conflictos en la región, incluidos los conflictos basados

en las identidades de grupos étnicos de Ecuador y Bolivia, o los conflictos

basados en condiciones socioeconómicas o de clase en el resto de la región.

Lo que es necesario tener en mente, para comprender los alcances de estos

procesos, son los argumentos de Garretón y Casanova acerca del potencial de

uso de las doctrinas de los derechos humanos y del derecho a la vida, y cómo

la Iglesia católica (y otras instituciones religiosas) pueden cumplir funciones

clave. En un sentido, competir entre sí (esto es perfectamente posible dentro

de la propia Iglesia católica dada la multiplicidad de carismas) o con otras

organizaciones, así como favorecer el fortalecimiento de organizaciones de otra

naturaleza para ofrecer espacios para el diálogo y la negociación que, en última

instancia, cierren o al menos reduzcan la brecha entre “derechos como

principio” y derechos como práctica” en nuestros países.

En este sentido, es particularmente útil el planteamiento que Edward Newman

(2001) hace acerca de los posibles usos de la doctrina de los DH desde la

perspectiva de la reconciliación. Newman argumenta que la Iglesia ha tenido un

papel y puede tenerlo en el futuro de los procesos políticos de la región, si

opera como mediador de procesos de reconciliación entre los actores políticos

y sociales. El encuentra, además, valiosos ejemplos de experiencias previas de

trabajo pastoral de la Iglesia en procesos de reconciliación en AL. El caso más

notable, desde luego es el del arzobispo-cardenal de Caracas, Venezuela, José

Humberto Quintero Arce, en el Comité de Paz creado por el presidente Rafael

Caldera Rodríguez en 1969. En esa oportunidad Quintero medió de manera

exitosa acuerdos con distintos grupos que planteaban retos al entonces nuevo

régimen democrático.

Está también el ejemplo de España, donde desde mediados de la década de

los sesenta y hasta mediados de los setenta, la Iglesia tuvo un papel clave

como facilitadora de la transición a la democracia (Philpott 2004 38). En El

Salvador, Guatemala, y Nicaragua, los obispos desempeñaron papeles clave

en las comisiones y comités de reconciliación creados para abordar los

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problemas generados por los abusos cometidos durante las guerras civiles de

la región (Carey 2005).

En lo que hace al caso del conflicto en Chiapas, es importante destacar cómo,

desde 1994 y hasta su renuncia como titular de la diócesis de San Cristóbal de

Las Casas, el obispo Samuel Ruiz García, desempeñó un papel protagónico en

los distintos comités y comisiones creados para llegar a acuerdos con el

movimiento neo-zapatista (Meyer 2000). Podrían agregarse, desde luego, las

experiencias de la vicaria de Solidaridad de la arquidiócesis de Santiago de

Chile, durante la dictadura militar de C. A. Pinochet; el Departamento de DH de

la arquidiócesis de México durante la gestión del cardenal Corripio Ahumada; o

el trabajo desarrollado por la arquidiócesis de Managua, Nicaragua, durante la

gestión del cardenal Miguel Obando o, más recientemente, el trabajo del

cardenal Lucas Alamino en la arquidiócesis de La Habana, Cuba, o la actividad

desarrollada por un puñado de diócesis de Estados Unidos para apoyar a los

emigrantes de distintos países de la región, por citar sólo algunos de los

ejemplos más notables.

Para Newman (2001), la reconciliación es un proceso crucial para muchos

países de la región porque, hasta ahora, esos países han lidiado con

“fantasmas de su pasado”, es decir, con el legado de los abusos de los

derechos humanos de los regímenes autoritarios de la región y los excesos de

los movimientos de liberación nacional y otras organizaciones anti-sistémicas

que en algún momento participaron de los ciclos de violencia. Shelledy (2004)

enfatiza, valiéndose de un enfoque similar, el papel de la Iglesia en los

esfuerzos en el ámbito global para reducir el pago de la deuda externa de

distintos países.

En la ruta de la “sacralización” de los derechos humanos, Juan Pablo II abrevó

tanto de Mater et Magistra de Juan XXIII, como de Populorum Progressio de

Pablo VI. Uno de los documentos clave para comprender la propia aportación

de Juan Pablo II a este proceso es la encíclica Redemptor Hominis (1979). No

sólo por ser la primera de sus encíclicas, sino—sobre todo—por la manera en

que Juan Pablo II introdujo un matiz, un cambio apenas perceptible en el

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discurso de la Iglesia al reemplazar la definición de Pablo VI según la cual “el

desarrollo es el nuevo nombre de la paz” (PP no. 87), con una definición propia,

centrada en torno al concepto de derechos humanos: en definitiva, la paz se reduce al respeto de los derechos inviolables del hombre—opus iustitiae pax—mientras la guerra nace de la violación de estos derechos y lleva consigo aún más graves violaciones de los mismos (Redemptor Hominis no. 17).

Este cambio, parte de un proceso más ambicioso de reconstitución de la DSI,

esbozado originalmente por Juan Pablo II en sus intervenciones ante el

CELAM, en las ciudades de México y Puebla, implicó una serie de

modificaciones que pueden ser agrupadas en dos grandes áreas. En primer

lugar, implicó la reconstrucción de las estructuras y la doctrina de la Iglesia. En

segundo lugar, implicó la renovación de la figura y el papel del papado. La

renovación de las estructuras y la doctrina de la Iglesia, necesitaba de

operaciones complementarias entre sí. Por una parte, como Casanova enfatiza

(1997 122-31), yendo contra el entendimiento hasta entonces generalizado del

legado del CVII, Juan Pablo II centralizó en él y en la curia romana decisiones

clave, lo que desató conflictos con distintos grupos dentro de la Iglesia.7 Sin

embargo, lo hizo al mismo tiempo que internacionalizaba instancias clave de la

Iglesia como el Colegio de Cardenales y la curia romana, lo que introdujo

nuevos enfoques, sensibilidades y prácticas en la estructura de gobierno

interno de la Iglesia.8 También impulsó una renovación doctrinal.9 En lo que

7 Puede decirse, empero, con Barraclough (1968 93-101) que el papado trata de centralizar sus poderes desde el nacimiento mismo de la institución. 8 Desde una perspectiva institucional, Juan Pablo II completó el proceso de renovación iniciado por el CVII, al promulgar un nuevo Código de Derecho Canónico (CDC) (1983), un nuevo Catecismo de la Iglesia (1992), y nueva legislación que abordaba distintos problemas de organización y práctica de las funciones de la Santa Sede, como en el caso del procedimiento para elegir futuros papas, o el papel de las conferencias nacionales de obispo como instancias generadoras de documentos como los que se analizan en esta investigación. Juan Pablo II, finalmente, resolvió problemas de infraestructura de la Iglesia con una apuesta temprana y exitosa por la difusión del pensamiento y la palabra de la Iglesia por medio de Internet y la construcción de un hotel dentro de la Ciudad del Vaticano que facilitara las visitas de los cardenales y los obispos a la Santa Sede, lo que complementaba la lógica de internacionalización. 9 La renovación doctrinal fue desarrollada por Juan Pablo II y su prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, el cardenal Joseph Ratzinger, quien fue nombrado en el cargo en 1981. Juntos se embarcaron en un ambicioso programa que incluyó la elaboración de un nuevo catecismo de la Iglesia, dado a conocer en 1992, y la publicación de un vasto corpus de encíclicas, cartas apostólicas y otros documentos.9 Además, desarrollaron un programa de crítica de los excesos percibidos en los trabajos de teólogos9 como Hans Küng, Gustavo Gutiérrez y Leonardo Boff, entre otros. Ratzinger desempeñó un papel clave al apoyar los esfuerzos de Juan Pablo II para lograr la preservación de la identidad y el legado de la Iglesia,

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hace a AL, en 1988 promovió una serie de cambios en la estructura de la

Pontificia Comisión para América Latina, que completó el año siguiente con la

reestructuración de la estructura y la reubicación física de las oficinas del

CELAM, que pasaron de Medellín a Bogotá.

En lo que hace a AL, un aspecto clave del trabajo de Juan Pablo II y Ratzinger

fue el tratamiento que debía darse a la teología de la liberación. En este

sentido, la Congregación para la Doctrina de la Fe desarrolló dos documentos.

El primero, en 1984, fue la Instrucción sobre ciertos aspectos de la “teología de

la liberación”10 y, más tarde, en 1986, la Instrucción sobre la liberación cristiana

y la libertad.11 Después de la caída del muro de Berlín, en 1989, no fue

necesario insistir en estos temas.

Pero incluso antes del final de la batalla con la teología de la liberación, Juan

Pablo II desarrolló un nuevo discernimiento de la relación entre la noción

católica de solidaridad y las posibilidades de la gobernabilidad democrática. En

este sentido, es importante ver cómo Juan Pablo II no percibió a la

globalización como un riesgo para la Iglesia, sino como una oportunidad para

globalizar la solidaridad, que era una extensión lógica y necesaria del trabajo

desarrollado en la lógica de la sacralización de la doctrina de los DH. Ello en la

medida que es en ese tipo de respuestas y esfuerzos en donde se encuentran

algunas de las más importantes ventajas discursivas del catolicismo frente a

otras confesiones. Es la tesis sostenida por Weigel (1999, 34) en un texto en el

que señala que:

Es digno de destacarse...que el catolicismo aparece mucho más capaz, hoy, de elaborar genuinas argumentaciones acerca de la manera correcta de ordenar las sociedades y la conducta de la vida pública internacional que ningún otro cuerpo religioso del mundo. Sin abandonar los compromisos teológicos que la distinguen, la Iglesia católica ha desarrollado, a lo largo de los últimos 35 años, una capacidad para alentar un argumento de moral pública internacional en el cual aquellos

cerrando incluso la posibilidad de abrir una discusión a futuro de temas como la ordenación de mujeres. Además, tendieron puentes con las alas tradicionalistas de la Iglesia. 10 Más adelante, ese mismo año, el entonces cardenal Ratzinger llamó a Gustavo Gutiérrez y a Leonardo Boff a Roma a defender su trabajo antes de publicar la segunda instrucción. 11 Ambos documentos enfatizan las profundas diferencias entre el método marxista del materialismo histórico y la DSI, aunque es importante enfatizar algunas contribuciones de los liberacionistas, especialmente su preocupación por los pobres de AL y su interés en promover la defensa de los derechos humanos.

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que no comparten las convicciones teológicas del catolicismo pueden participar plenamente.

En la exhortación apostólica Christifidelis Laici (1988), el papa desarrolló una

reflexión detallada acerca de las relaciones entre la solidaridad, uno de los

temas clave de la primera mitad de su pontificado, la democracia—que sería

abordado con mayor detalle tres años después en Centesimus Annus—y la

necesidad de la competencia para mejorar las condiciones de vida. El

argumento central se encuentra en el parágrafo 42 de Christifidelis Laici, e

influiría más tarde en la elaboración de Centesimus Annus y en algunos

documentos de los obispos de AL, entre otros. Sin embargo, haciéndose eco

de un argumento común en otros documentos de la DSI, Centesimus Annus

enfatiza la necesidad de distinguir entre las distintas formas de la democracia al

fijar un criterio para identificar a la “auténtica democracia”, aquella basada en la

comprensión de la Iglesia tanto de la ley como de los derechos humanos: Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la «subjetividad» de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad.

El pontífice encuentra, sin embargo, una fuente de tensión en el hecho que… Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos.

Juan Pablo II enfatiza la necesidad de reconocer la existencia de un límite

superior al principio de la soberanía popular de la teoría clásica de la

democracia y que este límite sea reconocido de manera objetiva en el diseño

de las instituciones de gobierno de las sociedades democráticas… …a este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia.

Más aún, continúa una larga tradición que disocia a la DSI de las ideologías…

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…la Iglesia tampoco cierra los ojos ante el peligro del fanatismo o fundamentalismo de quienes, en nombre de una ideología con pretensiones de científica o religiosa, creen que pueden imponer a los demás hombres su concepción de la verdad y del bien. No es de esta índole la verdad cristiana. Al no ser ideológica, la fe cristiana no pretende encuadrar en un rígido esquema la cambiante realidad sociopolítica y reconoce que la vida del hombre se desarrolla en la historia en condiciones diversas y no perfectas. La Iglesia, por tanto, al ratificar constantemente la trascendente dignidad de la persona, utiliza como método propio el respeto de la libertad.

Centesimus Annus cumple con el modelo de desempeño de las élites religiosas

de Eisenstadt,12 pues coloca a la DSI, al pontífice mismo y a los otros jerarcas

de la Iglesia más allá de las disputas entre los partidos políticos. Enfatiza las

diferencias entre los ámbitos religioso y político, afirma la autonomía de lo

terrenal, tanto como la de los líderes religiosos como testigos críticos del

desempeño de las élites políticas. Centesimus Annus fija también de manera

clara a los derechos humanos como el límite superior del ejercicio de la

democracia, además de adelantar un argumento acerca de la necesidad de

reconocer la “verdad” como el criterio último del desempeño en la vida

pública:13 La libertad, no obstante, es valorizada en pleno solamente por la aceptación de la verdad. En un mundo sin verdad la libertad pierde su consistencia y el hombre queda expuesto a la violencia de las pasiones y a condicionamientos patentes o encubiertos. El cristiano vive la libertad y la sirve (cf. Jn 8, 31-32), proponiendo continuamente, en conformidad con la naturaleza misionera de su vocación, la verdad que ha conocido. En el diálogo con los demás hombres y estando atento a la parte de verdad que encuentra en la experiencia de vida y en la cultura de las personas y de las naciones, el cristiano no renuncia a afirmar todo lo que le han dado a conocer su fe y el correcto ejercicio de su razón. La Iglesia respeta la legítima autonomía del orden democrático; pero no posee título alguno para expresar preferencias por una u otra solución institucional o constitucional. La aportación que ella ofrece en este sentido es precisamente el concepto de la dignidad de la persona, que se manifiesta en toda su plenitud en el misterio del Verbo encarnado (énfasis en el original).

12 Este modelo de Shmuel Noah Eisenstadt (1993 y 1999) ha sido discutido con mayor detalle en Soriano 1999 y 2010. Asume que las élites de la religión o, por lo menos los sectores más heterodoxos de éstas, desarrollan una suerte de programa de crítica del desempeño de las autoridades políticas, no para subordinarlas, competir con ellas o, en última instancia, erradicar las diferencias entre las esferas de la política y de la religión, sino más bien para enfatizar las diferencias. El resultado de ello es, al menos en teoría, la mejora del desempeño de las instituciones y las prácticas de la política. 13 Centesimus Annus relaciona esa condición de “verdadero” con el ejercicio de la libertad.Una libertad ceñida por el límite al respeto de los derechos humanos y la dignidad humana y, en última instancia, a la aceptación del evangelio. Fue en la construcción de este puente entre democracia, libertad y la aceptación de este criterio para definir lo “verdadero” de la democracia, donde emergen fuertes tensiones entre la teoría católica de la gobernabilidad democrática y otros discernimientos (liberales o agnósticos) de la democracia.

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La importancia de Centesimus Annus y, de manera más específica, del

parágrafo 46 de la encíclica, se harán evidentes en las referencias que futuros

documentos de la Iglesia en la región y fuera de ella harán a la definición de

democracia contenida en ese parágrafo. En particular, este parágrafo es crucial

para comprender los cambios contenidos en documentos como el que la

CELAM publicó luego de su reunión en Santo Domingo, República Dominicana.

En este punto es necesario reconocer que, sin negar la importancia de los

Derechos Humanos para el futuro de la DSI y de la Iglesia, es imposible asumir

que la DSI y la reflexión de la Iglesia en esta materia podrá seguir siendo la

“buena” tercera opción entre los regímenes democráticos y los totalitarios, entre

capitalismo y comunismo. Sin importar qué tan valiosa fue esa estrategia en los

siglos XIX y XX, la nueva realidad política y económica del mundo hace que

esa posibilidad sea ya irrelevante en la medida que la mayoría de los

regímenes políticos, con excepción de algunas monarquías islámicas y de

naciones como Cuba o Corea del Norte, tienen elementos de práctica

democrática, como la elección de representantes. La distinción relevante en la

actualidad ocurre entre los regímenes políticos que efectivamente respetan los

derechos humanos y aquellos que no lo hacen.14 Más en la medida que las

nuevas realidades sociales, dejan ver la existencia de una constelación de

posibles ámbitos en los que las violaciones pueden ser promovidas, facilitadas

o simplemente toleradas desde estructuras de poder político, aparentemente

democráticas, que sin embargo operan como rehenes de intereses

económicos.15

14 Ciertamente podría argumentarse que ningún régimen puede ser democrático si no respeta los DH, pero hay casos que prueban lo contrario, especialmente cuando se consideran las políticas que naciones como Estados Unidos, Francia e incluso México aplican para controlar y/o deportar a las poblaciones de migrantes en sus territorios. Piénsese en la fallida iniciativa de Nicolás Sarkozy, presidente de Francia, para forzar a los médicos galos a llevar registros de los migrantes basados en muestras de ácido desoxirribonucleico (ver de Pierre Micheletti “Pauvreté-immigration” en Le Monde, 25 de octubre de 2007 y de Doreen Carvajal “French council approves DNA testing for immigrants” en The International Herald Tribune, 15 de noviembre de 2007, se encuentra en http://www.iht.com/articles/2007/11/15/europe/france.php, visitado el tres de enero de 2008), o en el artículo 33 de la Constitución General de la República en México. 15 Considérese, por ejemplo, el caso de la emigración tolerada e incluso conducida desde América Latina a Estados Unidos o desde África a Europa, o la responsabilidad que instituciones de educación e investigación y empresas de la biotecnología tienen no sólo en los experimentos genéticos con seres humanos. Está el caso también de los así llamados productos transgénicos o genéticamente modificados que ocurren con animales y vegetales a

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A pesar de ello, la denuncia de las violaciones de los DH no se puede convertir

en el núcleo del desempeño público de la Iglesia. Ello la haría caer en lo que

Luhmann (1989 99) llama el “desarrollo parásito de la religión,” un desarrollo en

el que la religión crece sólo en la medida que critica el desempeño de lo que no

funciona en los otros sistemas sociales. Sin embargo, es precisamente en esas

situaciones en las que la Iglesia tiene la oportunidad de expresar su fidelidad a

sus principios. De ahí que sea necesario un constante análisis para encontrar

el equilibrio entre la función profética y la sacerdotal de la religión, la denuncia y

el anuncio. Sin embargo, apostarlo todo a los acuerdos con otras élites, incluso

a riesgo de permanecer en silencio, hacen que la Iglesia corra el peligro de no

expresar públicamente su fidelidad a sus principios.16

Un tema crucial cuando se habla de los derechos humanos, que deberían

considerar tanto los episcopados como las organizaciones de laicos de toda la

región, es el del aborto. No es sólo por la gravedad del asunto en sí, sino—

sobre todo—para advertir algunas de las debilidades de las estrategias que

históricamente se han privilegiado en América Latina para hacer valer los

puntos de vista de la Iglesia y la DSI en distintos temas. En este tema, como en otros que dominan las agendas públicas nacionales de

nuestros países, la Iglesia necesita voltear la vista a los casos en los que estas

batallas ideológicas se han librado y advertir que los fracasos casi siempre han

ocurrido en aquellas naciones en las que las élites religiosas (católicas o no)

han apostado el futuro de sus propuestas a los acuerdos interelitarios (Bélgica,

España, Italia por citar algunos de los casos más cercanos), mientras que los

éxitos (Estados Unidos) han ocurrido en las naciones en las que las élites

religiosas, sea por su propia atomización (la ausencia de una iglesia

“dominante”) o por otras razones, optan por la movilización social y política de

sus bases y le apuestan a la capacidad de movilización de esas bases para el

los que, con el fin de incrementar la productividad o la tasa de ganancia de las empresas agropecuarias, se introducen modificaciones genéticas que se ha demostrado que tienen efectos negativos en la calidad de vida de las personas. De igual modo, considérense las responsabilidades en que incurren los estados al renunciar a su potestad para proteger los derechos de los trabajadores. 16 El caso de la Iglesia en Argentina, considerado en Soriano (2010) ofrece el mejor ejemplo de los riesgos que genera el silencio en situaciones de este tipo y/o la confianza excesiva de los obispos en los acuerdos con las élites políticas.

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logro de sus objetivos. El aborto no es, en modo alguno, el único caso. En EU

la capacidad de movilización de las bases de la Iglesia católica y su capacidad

para construir coaliciones con otras iglesias, además de organizaciones

sociales de distinto signo, han sido efectivas para defender los derechos de los

inmigrantes en ese país, para imponer códigos de conducta de los medios de

comunicación, entre otros temas. El modelo ciertamente no es infalible, como lo

demuestran los fracasos en temas como el control de armas o la imposición de

la pena de muerte, pero esos fracasos no anulan los éxitos.

En todos estos temas será necesario que la jerarquía redefina sus estrategias,

operativas y argumentativas, para promover el reconocimiento de sus

demandas en esos ámbitos específicos. Lo que es fundamental es que las

realidades políticas creadas por las transiciones a la democracia han

configurado realidades con una multitud de centros de poder, en las que

distintos tipos de pluralidad, incluida la religiosa, son dominantes. Estas

realidades hacen crecientemente difícil la negociación interelitaria y hacen más

necesaria la construcción de un denso tejido social, que efectivamente

represente los intereses de aquellos grupos u organizaciones cercanos a la

Iglesia.

En este sentido, creo que un primer factor clave que es necesario considerar es

el de cómo articulan los episcopados y las organizaciones laicales sus

intervenciones en las esferas públicas de nuestros países. Me parece, sin tratar

de imponer un modelo único, que el elemento que tendría que primar en la

construcción del discurso del catolicismo social latinoamericano en materia de

derechos humanos es el de la libertad religiosa o libertad de conciencia.

Este valor ya fue identificado por el Concilio Vaticano II como un elemento

fundamental para el desarrollo del catolicismo, pero—me parece—que muchas

veces se pierde ante la tentación de trabar, más bien, acuerdos inter-elitarios

que garanticen una suerte de primacía de la Iglesia católica en la vida pública,

aunque en realidad no haya la capacidad para hacer realidad esa primacía. Es

una situación, por cierto, parecida a la que se ocurre en el modelo de derechos

como principios y derechos como prácticas.

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Otro elemento, desde luego irrenunciable, del discurso y la acción pública de la

Iglesia en América Latina tiene que se el del derecho a la vida. En torno a este

derecho—como ya se advirtió—es cierto que se da la batalla, pero también es

cierto que estamos perdiendo esta batalla y que, mientras no exista un mayor

activismo de organizaciones cercanas o identificadas con los principios que la

Iglesia defiende, difícilmente se cambiará el curso de esta batalla. En este

tema, como en otros, es importante no caer en la trampa de suponer que la

culpa es sólo de los estados o de los políticos que, por las razones que sea,

hayan promovido reformas para facilitar el aborto, mientras no se hagan los

esfuerzos necesarios dentro de la Iglesia para efectivamente convencer de las

bondades de la doctrina de la Iglesia en este tema. No sólo eso. Hay realidades

que no podemos eludir que exigen que, más allá de que se impongan

restricciones a los abortos, también se faciliten las adopciones, así como que

se facilite el arranque de familias jóvenes que, de otro modo, equivocadas o no,

no encuentran otra salida a sus problemas que recurrir al aborto.

En este sentido, es importante que la Iglesia y las organizaciones de laicos

desarrollemos, donde no existan, las habilidades necesarias para formular

propuestas viables de políticas públicas. Dejar esta responsabilidad a los

partidos o a los posibles acuerdos, públicos o privados, entre las élites de la

política y de la religión, equivale a renunciar a la nuestra capacidad para

articular propuestas, defender nuestros puntos de vista y luchar por ellos. Esta

responsabilidad, por otra parte, no puede ser descargada en los partidos

políticos. Las razones por las que no conviene dejar esto en manos de los

partidos son muy variadas y se agravan en función de las características de

cada uno de nuestros países. Lo que es necesario recordar a partir de lo que

Max Weber nos dice es que los políticos—incluso aquellos que dicen ser

católicos—están fundamentalmente preocupados por el problema de la

conservación o la adquisición del poder y, al hacerlo, están dispuestos a

sacrificar muchas cosas en el camino. Se necesita, en este sentido, de

reflexiones y propuestas que, sin perder rigor técnico, estén fundamentalmente

preocupadas por la defensa de los intereses y puntos de vista de la DSI.

En esta misma lógica, es necesario que la Iglesia, sus jerarquías y

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organizaciones de laicos, defiendan y promuevan el respeto del conjunto de los

así llamados derechos políticos, económicos y sociales. Esto no sólo es

consistente con las tradiciones de pensamiento de la Iglesia y el desarrollo

mismo de la DSI, desde Rerum Novarum, sino que resulta crecientemente

importante en la medida que el nuevo capitalismo global de esta segunda

década del siglo XXI impone una serie de condiciones de creciente opresión

sobre distintos actores sociales, individuales y colectivos.

En el caso de los derechos políticos se trata de una tradición de pensamiento

político público que se ha mantenido prácticamente sin variaciones sustantivas

pero que requiere de constantes actualizaciones dados los retos, realidades y

necesidades siempre cambiantes de la convivencia política en nuestros países.

Lo anterior se dice sin desconocer o regatear el que, al menos desde una

perspectiva discursiva, la Iglesia ha tenido un desempeño impecable ya desde

la incorporación, de manera explícita, del concepto de Derechos Humanos en

la DSI. No sólo eso. Se podría argumentar que discursivamente la Iglesia fue

pionera en el desarrollo del actual concepto radical de Derechos Humanos con

el que operan prácticamente todas las instituciones del sistema de Naciones

Unidas, así como organizaciones no gubernamentales de alcance global,

regional, nacional y local. El problema, desafortunadamente es que muchas

veces, como ocurre en el ámbito político, la Iglesia se conforma con suponer

que basta con formular las declaraciones sin darle el seguimiento necesario

para hacer que las palabras se conviertan en instituciones, en acciones.

Hay, no cabe duda, una profundización del razonamiento de la DSI y de los

documentos colectivos e individuales de los obispos de América Latina que es

extremadamente útil, especialmente en lo que hace al reconocimiento del

derecho a la vida desde el momento de la concepción, así como en materias

como los derechos políticos, económicos y sociales. No sólo eso, es posible

observar también una cierta profundización de la reflexión de los obispos a

propósito de los derechos de las comunidades indígenas, pero es necesario

reconocer que hace falta una acción más decidida para exigir que se cumplan,

que se respeten los distintos derechos, especialmente los de las comunidades

indígenas y afromestizas de nuestro continente, así como la valentía necesaria

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para denunciar y resistir las presiones de quienes violan esos derechos.

En este sentido, es necesario reconocer, casi 30 años después de la ola

democratizadora de la región, que la democratización sigue siendo un asunto

pendiente en la mayoría de nuestros países. No sólo nuestra región es la más

injusta, por ejemplo, en términos de la distribución del ingreso en el mundo.

También es necesario reconocer que nos hemos quedado cortos en el diseño

de las instituciones de la política y, no en balde, padecemos fenómenos como

las regresiones de la democracia al autoritarismo en Venezuela, Honduras o

México, al mismo tiempo que atestiguamos la incapacidad de algunas naciones

para efectivamente democratizarse, como podría ser el caso de Bolivia.

Y precisamente porque nos enfrentamos a los dolorosos efectos de este déficit,

que compete tanto a la democracia como actitud como a la democracia como

arreglo o diseño institucional, es importante recuperar lo señalado por Berger

(1999b 530 y ss) a propósito del papel que las instituciones, cualquiera de

ellas, incluidas las de carácter religioso, pueden desempeñar como

polarizadoras o mediadoras de los conflictos sociales, incluidos—desde

luego—los que se desprenden de la observancia o no de los Derechos

Humanos. Berger señala que la clave para ello se encuentra en la capacidad

que las instituciones puedan desarrollar o no para articular las ideas y los

valores que las inspiren, pero también el reconocimiento de que “esos

contenidos ideativos [valores]…estarán característicamente vinculados a

intereses creados específicos.”

No es posible, ni siquiera para la Iglesia, eliminar la existencia de esos

intereses, pero justamente por la capacidad de la Iglesia para mediar y

reconciliar, ya señalada anteriormente, es necesario encontrar las formas para

que, en las distintas coyunturas en las que opera la Iglesia, sus grupos y

organizaciones, logre el mejor desempeño posible que garantice, primero, la

reconciliación de los actores involucrados en los conflictos, disputas o debates.

Segundo, la congruencia y la consistencia en materia de promoción y defensa

de los DH; tercero, la preservación de su unidad interna (pues la polarización la

afecta también a ella) y, finalmente, la fidelidad a sus principios teológico-

morales.

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Es importante recordar, además, que la capacidad de los obispos y los

presbíteros católicos para actuar como generadores de sentido para la acción

social es distinta de las capacidades que pueden tener los miembros de otras

élites (políticas, mediáticas o culturales), especialmente en lo que hace a la

denuncia de las situaciones de injusticia que, siendo importante y relevante, no

puede convertirse en la tarea primaria. Esa capacidad para marcar rumbos,

para incidir en la acción social a partir de criterios distintos a los de la eficacia

instrumental, dependerá de su capacidad para identificar los ámbitos críticos en

los que ocurre el cambio social en México y para ofrecer, ahí y a partir de su

rica tradición de pensamiento y de su testimonio de vida, reflexiones y puntos

de vista inteligentes que faciliten la conciliación de intereses, y para hacer valer

la superioridad de su razonamiento en contextos de intenso intercambio de

ideas, en los que la calidad de sus argumentos, la congruencia de su

testimonio y la oportunidad de sus actos de comunicación, serán los factores

críticos para la asimilación o el rechazo de sus propuestas.

No está por demás enfatizar, sin embargo, el papel que la congruencia debe

desempeñar y reconocer, en este sentido, la severa hipoteca que han impuesto

sobre nuestra Iglesia la tolerancia excesiva con la que obispos y autoridades

del Vaticano han abordado casos como el de los legionarios de Cristo en

México, el del presbítero Cristián von Wernich (que es representativo de los

abusos cometidos y tolerados desde la Iglesia en la última dictadura argentina),

o el del también presbítero Fernando Karadima en Chile. En este sentido, más

allá de los daños patrimoniales a la Iglesia que, por sí mismos son

suficientemente graves, todavía estamos a la espera de conocer cuáles serán

los costos en términos del prestigio y de la autoridad moral de la Iglesia. Insistir

en que son casos aislados, por cierto, puede ser verdad, pero no resulta

suficiente en una realidad como la que vivimos en la actualidad en la que,

objetivamente, la Iglesia enfrenta severas críticas por la pasividad,

aquiescencia e incluso complicidad con la que se actuó en los casos ya

referidos que no son, por cierto, los únicos.

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Uno de los problemas más importantes para la Iglesia en la actualidad es el de

cómo recuperar la credibilidad perdida luego de los escándalos de pederastia

en Estados Unidos, distintos países de Europa, Argentina, Chile y México, con

el agregado, en el caso de México, de la estela de escándalos adicionales

generados por las prácticas en la Legión de Cristo. Esto es así en la medida

que se trata de una serie de contradicciones fuertes, difíciles de perder de vista

que, además, ocurren en un contexto abiertamente hostil, en el que muchas de

las tradiciones y las formas de entender el mundo, son motivo de rechazo.

Frente a esto, desde una perspectiva de derechos y deberes, la Iglesia

cometería un error lamentable si se cierra sobre sí misma y desconoce sus

propios errores. Lejos de ello, lo que se necesita es una Iglesia que, al mismo

tiempo que haga un delicado trabajo de construcción de espacios en los que

los católicos puedan ejercer su ciudadanía, fortalezca los espacios internos en

los que los católicos nos hagamos responsables de la conducción y la

disciplina de la Iglesia como tal.

Esto es más importante cuando se considera que, en pocas épocas como la

nuestra, la metáfora de la jaula de hierro que Max Weber adelantó a principios

del siglo XX en La ética protestante y espíritu del capitalismo podría ser más

vigente. Es cierto, ya no son las viejas burocracias estatales las que amenazan

con extender la racionalidad instrumental hasta los últimos rincones de la

actividad humana. Se trata de nuevas burocracias creadas por procesos como

la globalización comercial y financiera, la creación de grandes zonas de libre

comercio e incluso el surgimiento de nuevas entidades políticas como la Unión

Europea, que han desarrollado métodos novedosos para controlar y subordinar

a sus intereses procesos como la migración, la natalidad, el acceso a recursos

naturales renovables o no renovables o el respeto de los derechos civiles o

laborales, que—por sus propias contradicciones e insuficiencias—ofrecen a las

élites religiosas la posibilidad de identificar nuevos ámbitos en los que sigue

siendo tan importante como siempre su capacidad para ser—al mismo

tiempo—portadoras de fuertes convicciones utópicas asociadas a la justicia, la

libertad y la solidaridad y promotoras, por medio de intervenciones en el ámbito

microsocial, del cambio.

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Cambio que no se agota en la dimensión de las modificaciones jurídico-

institucionales, sino que tiene que ver con una profunda modificación del

discernimiento de las fuentes de la legitimidad de un régimen, es decir, de lo

que es válido o aceptable y de lo que no lo es, que es donde se encuentra el

reto más importante para la Iglesia católica en este siglo. El reconocimiento de

este nicho para el ejercicio de las capacidades de generación de sentido de las

élites religiosas es fundamental para el futuro del país, no sólo por lo que hace

al tema más general y difícil de asir de la “transición democrática,” sino de

manera más clara y precisa por lo que hace a temas más inmediatos como la

observancia y el respeto de los DH.

Es cierto, como ya se apuntó antes que la Iglesia no puede apostar a

convertirse en una agencia de denuncia de las violaciones de los derechos

humanos, pues ello implicaría caer en lo que Luhmann llama (1989 99) el

“desarrollo parásito de la religión”, un desarrollo en el que la religión crece sólo

en la medida que critica el desempeño de lo que no funciona en los otros

sistemas sociales. Sin embargo, es un hecho que es precisamente en esas

situaciones problemáticas propias de la nueva era axial que vivimos en AL

(Lambert 1999 304) donde la Iglesia tiene la oportunidad de expresar su

fidelidad a sus propios principios.

El futuro de la Iglesia católica en la región no puede ser el de ser un parásito de

la crítica de los problemas que ocurren en otros ámbitos de la vida pública o

privada, pero es claro—también—que no puede apostarle todo a acuerdos

elitarios con estructuras estatales crecientemente frágiles e incapaces de

atender de las demandas de sus sociedades ni a encerrarse en la celebración

de los sacramentos, mucho menos si se le apuesta a hacerlo en una lengua

muerta.

La Iglesia necesita desarrollar, en este sentido, comunicaciones religiosas que

sean más autónomas y más congruentes con su tarea y sus objetivos. Sin

embargo, también necesita comprometerse con lo que Foucault (2001 11-20)

conceptualizó a principios de los ochenta como la parresía, el “hablar sin

miedo” como una forma de comunicación que supone la franqueza, la verdad,

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la disposición a hacerle frente al peligro o al riesgo, la capacidad para criticar y,

en última instancia, el cumplimiento de su deber.

Ese deber supone muchas veces la necesidad de combinar tanto las

comunicaciones más puramente religiosas, las que siguen el código

inmanencia-trascendencia, como la denuncia profética ejercida a partir del

criterio de la parresía. Para hacerlo, la Iglesia en AL necesita—como lo ha

señalado Jürgen Habermas (2002 149)—“reapropiarse de su propio potencial

normativo”. Es decir, de su capacidad para crear y recrear normas útiles para la

convivencia humana. Esto es más importante para la Iglesia en AL en la

medida que será, cada vez más durante el siglo XXI, el centro de un

catolicismo cada vez más global.

En todo caso, el futuro se despliega a los ojos de los católicos latinoamericanos

casi de la misma manera que se les presentó a los apóstoles, los obispos de la

Iglesia primitiva, como un mundo abierto, en el que los éxitos y los fracasos

dependerían de su propia capacidad para sortear los insondables peligros y

para capitalizar las oportunidades que presentaba para ellos el imperio romano.

De mi parte, más que tratar de decir qué hacer o no a la Iglesia, sus jerarquías

y organizaciones de laicos, me parece que lo más importante es formular una

serie de preguntas que traten de dar cuenta de la complejidad a la que, como

Iglesia nos enfrentamos. Me parece que la más importante de todas las

preguntas es si la Iglesia será capaz, a partir de conceptos como reconciliación,

subsidiaridad, solidaridad y otros propios de la Doctrina Social, de apoyar de

manera más activa la transformación del discernimiento de los intercambios

políticos en la región a partir de un criterio distinto al de los juegos de suma–

cero, tan característicos de la política en regímenes presidenciales como lo son

los de la totalidad de nuestros países. Y es que la clave, me parece, lo que

puede distinguir el trabajo de la Iglesia y las organizaciones de laicos católicos,

del trabajo que pueden realizar o no los partidos y algunas organizaciones de la

sociedad civil, es que los conceptos arriba referidos, vistos desde una óptica

distinta a la de los juegos de suma-cero, es justamente el interés que la Iglesia

pueda desarrollar en resolver esos problemas y no exacerbarlos.

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En otro texto distinto al que referí líneas arriba, Eisenstadt señala que:

El desarrollo de esta concepción distinta a la del juego de suma–cero de la política, con su fuerte orientación a futuro, podría permitir que los actores políticos más importantes cedieran algunas de las posiciones de poder que detentan de acuerdo con las reglas del intercambio. Así, la preponderancia de la concepción de intercambio distinta a la del juego de suma–cero podría generar en los modernos regímenes democráticos constitucionales la capacidad para incorporar demandas y símbolos de protesta, incrementando su potencial para la transformación. (Trad. de RSN)

Esta posibilidad es más significativa cuando se consideran, además de los

problemas ya referidos líneas arriba, las dificultades que existen en la mayoría

de los países de América Latina para dar vida a instituciones más incluyentes,

respetuosas de las diferencias y capaces de alentar la construcción de

soluciones. Es interesante considerar, en este sentido lo que Weigel (1999 30)

dice acerca del discernimiento que Juan Pablo II logró de la DSI:

Las diferencias étnicas, religiosas, raciales y culturales son las características que definen las sociedades contemporáneas en este cada vez más pequeño planeta; las comunidades de amistad cívica que permiten el acercamiento entre esas diferencias son esenciales para la sociedad civil que hace posible la democracia. ¿Cómo puede la pluralidad ser transformada en comunidad sin vaciar las distintas culturas de su contenido? Sólo si, como lo plantea Juan Pablo II, “la coexistencia social” está basada en “una moralidad que reconoce ciertas normas como válidas siempre y para toda persona, sin excepción.

¿De qué manera pueden las democracias promover y defender la integridad en la vida pública? El problema, sugiere el Papa, no puede ser resuelto por medio de un constante engrosamiento de los manuales de ética de los gobiernos, sino sólo por medio de un amplio reconocimiento cultural de algunas verdades morales acerca de la dignidad de la persona humana (Trad. de RSN).

El argumento de Weigel puede resultar útil en la medida que se considere que

una respuesta al carácter excluyente de muchos de los intercambios políticos

en América Latina podría resolverse (¿sorprendentemente?) en la medida que

la Iglesia se comprometa a ser cada vez más Iglesia, es decir, punto de

encuentro, factor de comunión. Weigel (1999 34) identifica—en este sentido—

una paradoja que puede ser útil para ubicar futuros retos de la Iglesia en la

región:

Si el siglo XXI va a ser una era de religión culturalmente afirmativa—y si ese hecho va a resultar en una profundización y ampliación de la conversación mundial acerca del futuro del mundo, más que en caos y

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luchas sectarias—entonces la capacidad para construir un pluralismo genuino como resultado de la pluralidad religiosa se tendrá que incrementar de manera notable. El pluralismo no ocurre simplemente. El genuino pluralismo se construye como resultado de la pluralidad cuando las diferencias se discuten y no se ignoran y una unidad empieza a se discernida en los asuntos humanos, lo que John Courtney Murray llamó “la unidad de una conversación ordenada”. El pluralismo no se logra por medio de un constante regateo pragmático. El compromiso con el “método de persuasión” en la política así como en la vida intelectual requiere de sólidas garantías más que del acomodo utilitarista. Así, la paradoja de la situación...está precisamente en que es la profundidad del compromiso del católico con el discernimiento teológicamente fundamentado de una cierta base moral de verdades acerca de la persona humana, el que asegura el compromiso de la Iglesia con el “método de persuasión”, tanto en la evangelización como en la política. Entre más profundamente “católica” sea la Iglesia, será más sólido su compromiso con el logro de un genuino pluralismo en el mundo (Trad. de RSN).

Cierro mi participación con tres apuntes que me parecen fundamentales para

discernir lo que la Iglesia, laicos y jerarquías, deberá hacer en el futuro

inmediato para coadyuvar a la construcción de agendas públicas más

democráticas en nuestros países.

1. Los llamados que enfatizan la necesidad de la conversión personal, desconocen o no hacen evidentes los llamados que se hicieron a propósito de las “estructuras de pecado social”, denunciadas originalmente por la DSI latinoamericana de los sesenta

Un problema clave para el futuro de la Iglesia en AL es que sus intervenciones

públicas por medio de documentos colectivos confrontarán condiciones

crecientemente complejas. En consecuencia, los obispos necesitan desarrollar

intervenciones más sofisticadas, refinadas y matizadas. De otro modo, sus

intervenciones se convierten en amplias declaraciones acerca de

generalidades. Esto es más evidente cuando uno considera el hecho que AL en

la actualidad el problema ya no es el de si la democracia es necesaria, posible

o viable, en la medida que es claro que casi todos los actores políticos

aceptan—al menos en público—a la democracia como régimen de gobierno. El

problema hoy en día es cómo hacer que la democracia funcione y evitar la

inestabilidad que hace difícil la inversión o que retrasa otros procesos

importantes para el desarrollo de la región.

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Las preguntas acerca del diseño institucional son más importantes en la

medida que la inestabilidad es producida ahora por grupos que aseguran ser

democráticos y no por grupos antisistémicos o por los militares.17 Luego

entonces, es engañoso asumir que considerar los problemas del diseño

institucional sería forzar a la Iglesia a considerar problemas más allá de su

ámbito de competencia. Esto es así porque la propia apuesta por la democracia

presente en Centesimus Annus y otros documentos de la DSI ya representa un

cambio en la valoración original de la Iglesia sobre la democracia. Cualquier

énfasis en la necesidad de cambio hecho por los obispos en estos temas

llevaría a sus consecuencias lógicas el desarrollo de la DSI.18 Uno puede ver

ese desarrollo en el argumento global que presentó primero el parágrafo 74 de

Gaudium et Spes, en el que el Concilio considera de manera expresa los

rasgos institucionales de la gobernabilidad democrática aun cuando no lo

identifica de manera expresa como una democracia, en Christifidelis Laici (no.

42) y, más específicamente, en Centesimus Annus (no. 46). Si Centesimus

Annus expresa de manera clara las preferencias de la Iglesia por un diseño

institucional (la democracia), ahora el problema es si debe presionar en los

ámbitos nacionales en los que actúa por el desarrollo de propuestas que

mejoren las oportunidades para la supervivencia y la consolidación de la

democracia.

Considerar el peso del diseño institucional no implica volver al tipo de llamados

por el cambio propios del estructuralismo de los sesenta y setenta, como lo

hicieron algunos teólogos de la liberación. Muy por el contrario, la hipótesis

general del análisis institucional asume que es posible introducir cambios

sociales o políticos al atender aspectos clave del diseño institucional de los

17 El único grupo antisistémico con una base social relativamente amplia que surgió en los noventa fue el mexicano Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que recién en 2006 anunció su intención de desmovilizarse como tal. Están, desde luego, los intentos de golpes de Estado en Argentina (en los ochenta), en Venezuela (en los noventa y en la primera década del siglo XXI), las intentonas golpistas en Paraguay luego del fin de la dictadura de Stroessner, así como la inestabilidad que ha marcado, para mal, a países como Ecuador, Perú y Bolivia. 18 Y uno podría asumir que será siguiendo también el desarrollo misma de la Iglesia. Después de todo, la Iglesia católica se ha distinguido de otras denominaciones cristianas por el desarrollo de complejos arreglos institucionales propios, el complexio oppositorum (véase Schmitt 1996 7-8) con balances y contrapesos y con normas escritas como el Código de Derecho Canónico que no contradicen los llamados que la Iglesia hace de manera cotidiana y sistemática para lograr la conversión personal.

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países, sin esperar o perseguir transformaciones radicales en la estructura de

los mercados o en la estructura de la propiedad privada en los países o en el

mundo.19 La intuición a partir de la cual busca impulsar cambios el análisis

institucional es que las configuraciones o arreglos institucionales específicos

desempeñan un papel clave en la conformación de los resultados de la

interacción social, económica y/o política y, como resultado de ello, es

importante analizar el papel de las instituciones.

Los documentos de los obispos podrían beneficiarse en el futuro si sus

autores consultaran y aprovecharan la creciente literatura especializada que se

concentra en el análisis de las raíces institucionales del pobre desempeño

político y económico de los estados y mercados latinoamericanos.20 Además, la

tradición de formular llamados a la conversión personal no es incompatible ni

se opone a las propuestas o sugerencias de cambios en los diseños

institucionales de los países. Los obispos, en tanto líderes de un credo

religioso, deben enfatizar esa dimensión de la conversión personal como

necesaria para lograr el cabal desarrollo de los ciudadanos de cada país. Lo

que es necesario desarrollar, además de los llamados a la conversión personal,

son sofisticados análisis de las fuentes del pobre desempeño de los estados y

los mercados en la región, pues es ahí donde se encuentran las fuentes de

penosos problemas como la inestabilidad y tienen efectos importantes en la

perpetuación de la desigualdad y la pobreza que diezman a nuestras

sociedades y alienta la emigración, en muchos casos masiva, a las grandes

ciudades de la región, a Estados Unidos, Canadá, Europa y Australia.

2. Al apoyar la democracia, los obispos y laicos deben estar al tanto de los posibles riesgos asociados con la presentación de la democracia y el desarrollo económico capitalista como procesos mutuamente complementarios

Los documentos de los obispos, como muchas otras contribuciones de otros

actores políticos en la región y fuera de ella a los debates a propósito de la

viabilidad y la sustentabilidad de la democracia, asumen que hay o debería

haber un cierto grado de complementariedad entre la instauración o la

19 Véase el material de Evans, Rueschemeyer y Skocpol (1985). 20 Véanse los materiales de Ackerman (2004), Landmann (1999), Foweraker (1998) y Remmer (1997) entre otros.

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consolidación de la democracia y el desarrollo económico capitalista y que

ambos pueden reforzarse y complementarse mutuamente. Sin embargo, toda

la evidencia disponible, como lo demuestran los trabajos de Landmann (1999)

sugiere lo opuesto. Landmann de hecho enfatiza los riesgos que la democracia

enfronta en economías subdesarrolladas o que no son capaces de tener un

desempeño óptimo en materia, por ejemplo, de distribución del ingreso. En ese

sentido, Landmann enfatiza el hecho que los mercados enfrentan riesgos

cuando ocurren procesos de cambio político y económico simultáneo y que la

democracia muchas veces genera condiciones poco propicias para la

consolidación de esos mercados. Como evidencia adicional que confirma lo

dicho por Landmann es posible ver en AL que muchos de los retos a la

democracia provienen, precisamente, de la creciente insatisfacción asociada

con las consecuencias inesperadas de los procesos de ajuste estructural que

son más difíciles de controlar o de ocultar para un régimen democrático que

para uno autoritario o despótico.21

Es importante que los obispos desarrollen, en este sentido, análisis más

complejos y matizados de las realidades políticas y económicas de sus países

y de la región. Al hacerlo, es necesario que eviten asumir que hay una relación

de mutuo apoyo entre las reformas políticas y las reformas en materia

económica y aceptar que se trata de procesos distintos entre sí, que generan

resultados contradictorios y que necesitan también de distintos tipos de

políticas.

3. La reconfiguración actualmente en curso de la participación de América

Latina en los mercados mundiales, así como las reformas que los países de la región realizan en sus propios mercados hacen necesarias nuevas definiciones y estrategias para confrontar una crecientemente compleja y nueva “cuestión social”

A pesar de las muchas diferencias que uno pudiera encontrar entre los

proletarios de finales del siglo XIX y los grupos sociales que se movilizan en las

ciudades latinoamericanas de principios del siglo XXI, hay más similitudes entre

ambos grupos que diferencias. La erosión del débil Estado de bienestar

desarrollado en AL en los sesenta y setenta, la incapacidad del Estado para

21 Véanse los resultados de las encuestas de Latinobarómetro que la revista británica The Economist publica anualmente.

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obligar al cumplimiento de las leyes en material laboral y ecológica, la

emigración—en algunos casos masiva—así como la emergencia de lo que

Lambert (1999 304) ha llamado una “nueva era axial” en la región, contribuyen

a una acelerada reconfiguración de la esfera pública, de los movimientos

sociales y, en última instancia, de los sistemas políticos en las afueras de

Ciudad de México, Caracas y Buenos Aires. La protesta social y la

organización que se necesita para desarrollarla, como ocurría en el siglo XIX,

es un juego abierto. En muchos sentidos sin reglas y que refleja, a su vez, la

erosión de las reglas y los criterios en muchos otros ámbitos de la vida pública.

Más aún, es justamente en los barrios pobres de las afueras de las grandes

metrópolis de la región (México, Santiago, Buenos Aires, Río de Janeiro,

Caracas, Santa Fe de Bogotá, etc.) donde franquicias religiosas marginales

compiten en el mercado espiritual y religioso de la región sin las formalidades

que caracterizan al catolicismo, donde el futuro religioso de la región será

decidido.

La experiencia de la Iglesia en el desarrollo de redes de organizaciones de

trabajadores a finales del siglo XIX y principios del XX (Ceballos 1992), ofrece

pistas acerca de las maneras en que la “nueva cuestión social” debe ser

abordada. Más aún, las prohibiciones explícitas que existen hasta hoy para la

participación de la Iglesia en la organización de sindicatos industriales o

rurales, son irrelevantes en la nueva geografía económica de la región porque

la mayoría de quienes habitan en esas zonas marginadas de la región operan

en los sectores informales de la economía, un territorio tan vasto o más que el

que ofrecía a finales del siglo XIX la emergencia en México o en Argentina de

los sindicatos de trabajadores industriales (Portes 1989).

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