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283 Literatura testimonial en Colombia y El Olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince Sandra Morales Muñoz Presentación La literatura testimonial se reconoce hoy como uno de los géneros más vigorosos de la narrativa latinoamericana, especialmente en crónica y novela 1 ; y Colombia, no es la excepción. Son muchos los autores y las obras que podrían representar este auge pero encontramos que, en el campo de la novela colombiana, El Olvido que seremos (Colombia: Planeta, 2006) de Héctor Abad Faciolince (Medellín- Colombia, 1950) por sus características, además de servir de apoyo para ejemplificar el desarrollo del género en conjunto, permite verlo desde una perspectiva diferente. El origen de este tipo de literatura, en términos generales, se vincula a dos fuentes por parte de los especialistas en ese campo, de un lado al periodismo de mediados del siglo XX y del otro, para el caso específico de América Latina, a las llamadas "Crónicas de Indias" del siglo XVI, (García 2003). Aunque los críticos han coincidido en clasificar la novela de Abad como una obra testimonial, encontramos que al contrastarla con las características que surgen de esas fuentes mencionadas arriba, El olvido que seremos no se ajusta del todo al proceso que se ha dado para ninguna de ellas. En esta novela se percibe una orientación más poética que de denuncia social directa en el estilo, en la forma como se presenta el espacio narrativo y en los alcances del lenguaje. Esa particularidad de su orientación no permite relacionar la novela a lo testimonial sin hacer previamente algunas salvedades. Creemos que de allí se desprenden rasgos que no se le han atribuido al género y que, por ser compartidos con otras obras anteriores y

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Literatura testimonial en Colombia yEl Olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince

Sandra Morales Muñoz

Presentación

 La literatura testimonial se reconoce hoy como uno de los géneros más vigorosos

de la narrativa latinoamericana, especialmente en crónica y novela1; y Colombia, no

es la excepción. Son muchos los autores y las obras que podrían representar este auge

pero encontramos que, en el campo de la novela colombiana, El Olvido que seremos

(Colombia: Planeta, 2006) de Héctor Abad Faciolince (Medellín- Colombia, 1950) por

sus características, además de servir de apoyo para ejemplificar el desarrollo del género

en conjunto, permite verlo desde una perspectiva diferente.

 El origen de este tipo de literatura, en términos generales, se vincula a dos fuentes por

parte de los especialistas en ese campo, de un lado al periodismo de mediados del siglo

XX y del otro, para el caso específico de América Latina, a las llamadas "Crónicas de

Indias" del siglo XVI, (García 2003). Aunque los críticos han coincidido en clasificar

la novela de Abad como una obra testimonial, encontramos que al contrastarla con las

características que surgen de esas fuentes mencionadas arriba, El olvido que seremos

no se ajusta del todo al proceso que se ha dado para ninguna de ellas. En esta novela

se percibe una orientación más poética que de denuncia social directa en el estilo, en

la forma como se presenta el espacio narrativo y en los alcances del lenguaje. Esa

particularidad de su orientación no permite relacionar la novela a lo testimonial sin

hacer previamente algunas salvedades. Creemos que de allí se desprenden rasgos que

no se le han atribuido al género y que, por ser compartidos con otras obras anteriores y

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contemporáneas, pueden dar un giro a la forma como se ha caracterizado hasta ahora este

tipo de literatura.

Rasgos de la literatura testimonial

 En términos generales se entiende la literatura testimonial como un género del que

forma parte todo tipo de narración -cuento, crónica o novela- en la que predomine a

nivel temático el relato, directo o indirecto, de las vivencias de alguien en un momento

de trascendencia más o menos histórica y para cuya elaboración se haya apelado a los

recursos de la literatura. El hecho de que el testimonio acuda a estos recursos obedece a

varias razones ligadas todas a su intención de fondo: acercar o sensibilizar a un amplio

público sobre un suceso del cual circula información contradictoria o escasa pero cuyos

alcances tienen una trascendencia que sobrepasa lo individual de esa vivencia. Debido

a que el eje del relato va aferrado a hechos de amplio conocimiento, aunque estos se

enmascaren en el texto, son relativamente fáciles de reconocer por una amplia mayoría

de lectores.

 Por esa razón, la literatura testimonial se identifica como una forma particularmente

prolífica en tiempos de conflictos políticos o sociales, cuando las vías de expresión se

ven amenazadas y se buscan medios de denuncia o de simple catarsis personal de una

experiencia, la mayor de las veces traumática. Entre sus objetivos está: suplir vacios o

silencios en la información por parte de alguno de los bandos en conflicto, reinterpretar

o cambiar el curso de una versión oficial, conectar sucesos que se han presentado como

aislados, desenmascarar -a través del “enmascaramiento” que permite la ficción- hechos

o personas que por diversas razones no se pueden señalar en forma directa al momento

de la escritura; y, en últimas, busca advertir o aleccionar al público en general sobre

lo sucedido y dejar grabados los sucesos en una memoria colectiva, (Barnet 1998).

Objetivos no siempre juntos ni manifiestos en forma explícita en el relato pero que

condicionan, junto al asunto, su estilo.

 Así, a nivel puramente literario, la narrativa testimonial se relaciona con las formas del

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realismo, la novela histórica o documental, por ejemplo; y, por el carácter personal que

lleva el testimonio, se vincula con frecuencia a las memorias, la novela biográfica o la

autobiográfica. Tanto lo testimonial como lo biográfico además de privilegiar la vivencia

directa y personal de un hecho a su ficcionalización y de utilizar un lenguaje anclado a lo

"objetivo", acudiendo al recurso literario, ambos tratan de acercar al lector de la manera

más vívida posible a los hechos "tal como sucedieron" y a las personas "tal como son".

La distancia entre una forma y otra, entre lo testimonial y lo biográfico, muchas veces

difícil de percibir como lo veremos en la novela de Abad, está en el foco narrativo que

se da a las vivencias en el transcurso del relato y en el rumbo que lleva la enunciación.

En la narrativa testimonial a pesar de lo subjetivo y personal que lleva por principio todo

lo que se considere testimonio, siempre el contexto histórico y social de fondo tiende

a imponerse y a sacar lo vivido de la esfera de lo puramente individual. Contrario a lo

que sucede con lo biográfico cuya orientación es hacia el perfil de la persona-personaje

de la narración, así este sea público y lo que se cuente tenga carácter histórico2. Sobre

este punto volveremos más adelante pues cuando la fusión de lo personal y lo histórico

logra hacer imperceptibles los límites, creemos, es cuando la obra alcanza a trascender la

temporalidad de lo narrado.

 Para los investigadores en ese campo, por su origen, sus objetivos y sus características,

la narrativa testimonial se vincula al periodismo como una de sus ramas, la de la

investigación. La publicación de Operación Masacre (1957) de Rodolfo Walsh es

señalada como la que marca los inicios del género en América Latina y en Estados

Unidos, A sangre fría (1967) de Truman Capote. Tanto Walsh como Capote logran con el

material recopilado en una serie de pesquisas periodísticas, elaborar un relato acudiendo

ya no sólo a los recursos propios del periodismo sino más bien a los de la narración

literaria de ficción -creación de un narrador más o menos "ficticio", introducción de

diálogos imaginados pero imposibles en la realidad de lo narrado o la introspección que

ayuda a revelar los intersticios psíquicos de alguno de los implicados, entre otros-. Y, con

esos recursos, no solo se reconstruyen los hechos, como lo hace la crónica periodística

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tradicional privilegiando los datos y las fechas, sino que hacen una lectura de los sucesos

que llega a la denuncia. Detalles que el periodismo no pudo narrar ni relacionar en su

momento por las exigencias de inmediatez, lenguaje, extensión y censura pero que la

literatura permitió reconstruir gracias a sus recursos.

 En los años sesenta entonces, por la ruta de Walsh y Capote, empiezan a aparecer

obras de similares características y para la crítica nace lo que en los Estados Unidos se

llamó, "Nonfiction Novel", "factfiction" o "new journalism"; y, en español por extensión

se ha traducido como: "novela de no ficción", "ficción periodística", "nuevo periodismo",

"crónica narrativa" o "literatura testimonial", sin mayores distinciones. El origen y sus

variadas denominaciones actualizaron para nuestro tiempo una discusión de vieja data

en el campo literario: el equilibrio precario y constante que mantiene a la literatura entre

realidad y ficción. El mayor o menor peso de una u otra, ha ido orientando los estudios

literarios; y, con la aparición de las Nonfiction novel o las factfiction, la balanza pesa del

lado de la objetividad, del lado de los hechos. Si a cada época corresponde una forma

literaria, la poesía romántica al siglo XIX o la novela de ficción al XX, para algunos este

es el género del siglo que nace.3

Lo testimonial periodístico en la literatura colombiana

 Teniendo la fuente periodística como punto de partida, en Colombia la coyuntura,

en la que un momento específico de la vida nacional coincide con la aparición de un

importante número de obras, se da con la inestabilidad generada con la muerte del líder

político popular, Jorge Eliecer Gaitán en 1948. El asesinato de Gaitán desata una serie

de desórdenes sociales y visibiliza en la capital del país un conflicto que venía afectando

a la población rural desde principios de los años 40. La disputa política entre liberales y

conservadores, con sus consecuencias sociales, provocó cambios en muchos ámbitos y en

el campo literario el más visible fue en el del periodismo. Las crónicas que se escribían

en los periódicos dejaron de ser el espacio propicio y los periodistas salen en busca de

espacio físico y de recursos para narrar lo que estaba sucediendo y había sucedido en el

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país. Empiezan a aparecer relatos sobre la vida en las zonas rurales en los años 40 y del

posterior desplazamiento del campesinado a los crecientes cordones de miseria urbanos.

Este tipo de relatos en conjunto conforman lo que se denominó la Novela de la Violencia,

por extensión del nombre que se le da a la época en términos históricos, años de La

Violencia4.

 Debido, entre otras cosas, al gran número de publicaciones, esta es una de las etapas

más reseñadas de la literatura colombiana y también una de las que más ha interesado

a los críticos literarios -también a sociólogos e historiadores- a juzgar por la amplia

bibliografía sobre el tema5. En el marco de esos estudios de la Novela de la Violencia

aunque no todos los investigadores coinciden ni en las fechas de inicio, ni en el

número de publicaciones, ni en los autores que se deben o no incluir, ni en los títulos

representativos, sí hay un común denominador entre ellos: todos señalan un proceso

paulatino que va de lo puramente testimonial, de muy escaso valor literario pero de una

gran riqueza documental, hasta llegar a obras que revelan una preocupación literaria y

estética en las que la Violencia aparece solo como tema de fondo.

 En esta división de testimonio puro en un lado, y elaboración literaria en el otro, nos

detenemos. La distancia entre una orientación y otra, revela intenciones diametralmente

opuestas por parte de quien escribe. En las obras de la primera época, como las

llamaremos aquí, prevalece la urgencia de contar lo que le sucede a gente del común que,

sin militar en partido político alguno, se ve involucrada en las disputas por el poder6.

Contrario a lo que se puede leer en obras posteriores -que también algunos incluyen como

Novelas de la Violencia- en las que hay una mayor elaboración de recursos narrativos y

una preocupación estética de los escritores que va más allá de la denuncia7.

 Novelas como las del primer período se han seguido escribiendo. Obras que relatan los

conflictos sociales en voz de una o varias personas implicadas. Experiencias personales a

través de las cuales se puede seguir el desarrollo histórico de uno o varios hechos. Estas

narraciones se han convertido en correlatos de los sucesos que el lector puede contrastar

con documentos o periódicos de la época referida, sin mayores cambios en lo sustancial

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de lo que se cuenta. Ese tipo de narrativa testimonial ligada al periodismo por su grado de

compromiso social, su servir de soporte histórico y sociológico y, también, por la cantidad

de publicaciones, es el que más destaca del panorama de la literatura colombiana actual.

Desde entonces, es tal la fortaleza de esta tendencia literaria que toda obra que refiera un

pasaje de la realidad nacional termina siendo juzgada en conjunto bajo los parámetros de

la veracidad o no de lo contado; queda relegado a un segundo plano su valor estético.

 Aquellas novelas de denuncia de los años 50 tienen eco en las que surgen luego sobre

la vida en las regiones apartadas, la acelerada y desigual urbanización, la emigración o

las consecuencias del tráfico de narcóticos, entre muchos otros temas, pero siempre de la

actualidad. Destacan, por ser ampliamente conocidos, autores como Alfredo Molano o

Arturo Alape; el periodista Germán Castro Caycedo (Zipaquira, 1940), uno de los más

prolíficos y tal vez de los más leídos; el periodista y político Alonso Salazar (Antioquia,

1960) o el escritor y director de cine Víctor Gaviria (Antioquia, 1955). La obra de

estos autores es muestra de una literatura que si bien apela a los recursos literarios para

elaborar sus relatos, estos están marcados por la urgencia de contar y, más que nada, de

denunciar las condiciones de la población vulnerable, dando voz a quienes han vivido en

carne propia las consecuencias de un largo y complejo conflicto político y social.

 Tal como lo señalan los estudios sobre el tema es "la comunidad letrada" es decir,

quienes cuentan con los recursos intelectuales y tienen acceso a los medios escritos,

los que toman el papel de amanuenses o portavoces de quienes no han podido contar

sus propias vivencias, (Rodríguez 2009 - Ortiz 1997). Así, por esta vía de dar voz a

quienes han vivido y sufrido directamente por la situación del país, se une la de todos

los que han formado parte de ese conflicto; no sólo víctimas sino también victimarios.

Vale mencionar en este punto que se ha apelado al relato autobiográfico como forma

terapéutica para la rebaja de penas o la reinsersión social de grupos armados, (Leal

2010). Aparecen entonces relatos, en formato de texto narrativo de militares, policías,

secuestrados, secuestradores, paramilitares y un largo etcétera que no permitiría ya

señalar autores o títulos determinados. Todos cuentan su participación en un momento de

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la vida nacional en los años recientes y cumplen con alguno o con varios de los objetivos

que mencionamos arriba para lo testimonial. La denuncia es el móvil de la escritura y

refleja un deseo de no repetición, de reparación, hay en el fondo un reclamo de justicia

por parte de quien escribe. El objetivo es claro. Siempre los hechos están en primer plano y,

en todos los casos que acabamos de mencionar, son ellos los que llevan el peso del relato.

 Una primera lectura de la novela de Abad pronto revela que no son los hechos los

que ocupan la primera línea. Lo testimonial busca como objetivo último conformar con

una red de vivencias personales una memoria amplia, digamos histórica-nacional y para

conseguirlo, apela a un yo colectivo. Las experiencias personales interactúan con el lector

a través de un mutuo "compartir" conocimientos sobre los hechos narrados pues lo que

se cuenta siempre gira en torno a la esfera de lo público, en mayor o menor medida. El

vínculo texto-lector se activa por medio de los sucesos. En la novela de Abad, el yo que

hace que los hechos narrados salgan a la luz no es un yo colectivo sino un yo lírico.

 El narrador-protagonista de El Olvido que seremos, no parece querer fijar lo sucedido

en el ámbito de lo colectivo ya que veinte años después del asesinato del padre, en

el 2006 de la escritura, el autor atraviesa el relato con la tácita pero firme certeza de

que lo sucedido, todos lo conocen y sigue y seguirá pasando en la historia del país, sin

atenuantes. No hay nada que advertir, ni aleccionar. Abad ni siquiera parece buscar la

denuncia a través del relato, no hay señalamientos que no se conozcan ni reclamos de

justicia porque esta no repara la pérdida que el narrador acusa en el relato. Los hechos de

índole colectiva que salen a la luz en El olvido cobran mayor relevancia porque no son

el centro del relato. Desde el título, tomado de un poema de Borges8, el autor anticipa su

futuro, el del lector y también el de la escritura. Generalmente, quien consigna por escrito

su recuerdo lo hace con el fin de que lo escrito se salve del paso del tiempo pero quien

recuerda en la novela de Abad lo hace a sabiendas de que ni la letra preserva la memoria.

Ante la memoria, ámbito por excelencia de lo testimonial y también de lo histórico,

antepone de principio a fin el olvido, lugar más bien de lo poético. Vamos entonces hacia

otra fuente que ayude a describir mejor las características particulares de la novela pero

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que la mantengan como una obra testimonial no sólo por el tono y el estilo sino por los

alcances que lleva lo narrado y lo que se silencia.

Hacia las fuentes en América Latina

 En busca de otro oriente, nos remitimos a la evolución de la literatura testimonial en

América Latina y encontramos que, además de la fuente periodística, los investigadores

señalan una génesis muy anterior a la del siglo XX y es necesario, dicen, señalar como

punto de partida el XVI, (García 2003 - Molloy 1996). Desde esta perpectiva, las

llamadas "Crónicas de Indias" son los primeros testimonios escritos de quienes quisieron

contar su experiencia, o la de otros, en el descubrimiento de una tierra y una vida nuevas.

Los "cronistas de Indias" querían dejar plasmada su participación en una expedición

que desde un principio se sabía trascendente y de envergadura histórica. Hacia finales

del siglo XV y principios del XVI, también antes pero nunca como entonces, hay un

insistente afán por dejar documentación de todo lo visto y lo vivido. Se pretendía dar

una representatividad al territorio recién descubierto por los europeos y son los primeros

testimonios escritos que cuentan al mundo el espacio y la vida americana9.

 Las palabras con las que el escritor colombiano Gabriel García Márquez abre su

discurso al recibir el premio nobel de literatura en 1982, ayudan pronto a describir el

significado para europeos y americanos de aquellos escritos del siglo XV y XVI. Decía

García Márquez en el 82:

 Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer

viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una

crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que

había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras

empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos

parecían unas cucharas. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas

de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo (...) Este libro breve

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y fascinante, en el cual ya se vislumbraban los gérmenes de nuestras novelas de hoy,

no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos

tiempos. Los Cronistas nos legaron otros incontables, (García Márquez 1982:119).

 La lucha entre objetividad y fabulación que señaló como "herencia" de esas crónicas

el autor colombiano y que, sin duda al verlo desde su perpectiva lleva una alta dosis

de ironía de la que se ha despojado, se ha interpretado como una característica de toda

la narrativa garciamarquiana, de toda la novela colombiana actual y, por extensión, de

la narrativa latinoamericana en general. Las palabras de entonces en Estocolmo se han

tomado como soporte de todo tipo de estudios literarios y también recientemente de las

tesis que señalan las Crónicas de Indias como fuente de la actual narrativa testimonial;

entre ellas podemos citar los trabajos de Gustavo García, (2003) o de Sylvia Molloy,

(1996), entre los más reconocidos en ese campo. La posible fuente de que esto se haya

convertido en un tópico en los estudios literarios, está en ese mismo discurso, decía el

escritor colombiano: "(...) todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido

que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido

la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida." (García

Márquez 1982:121). La ficción entonces ha dado las herramientas que la "realidad

desaforada" negó. La correspondencia entre realidad desforada y ficción –sin duda

natural para quienes se enfrentaron a todo un continente nuevo- y la dicotomía, digamos,

convencional entre realidad y lenguaje que enfrenta toda sociedad al intentar expresar en

palabras su universo, ha quedado reducida única y exclusivamente a los términos de la

correspondencia sin atender a la dicotomía. Esa correspondencia, curiosamente, terminó

convirtiéndose en el rasgo identitario de las letras latinoamericanas.

 Dejando de lado las palabras del caribeño colombiano pero teniéndolas como eco de

fondo, volvemos a las Crónicas de Indias. La serie de testimonios y voces personales

que querían dar cuenta de lo visto y lo vivido en el siglo XV en aquellos escritos carece

de lo que sería una de las bases de la narrativa testimonial, tal como la conocemos

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hoy, el sustento en la objetividad de lo narrado. Ahora, para nadie es un secreto que en

aquellas crónicas que se hacen a partir del siglo XV en América por sobre el testimonio

y la objetividad, -sin olvidar que la mira de quienes escriben está puesta en los intereses

burocráticos por mejores puestos- la fabulación y el deslumbramiento, ganan la partida.

La balanza entonces en aquellos escritos pesa más del lado de la ficción que de los hechos

mismos.

 Si la escritura testimonial se ha encargado históricamente, cualquiera que sea su origen,

de aterrizar el recurso a la ficcionalidad, las Crónicas de Indias parecen llevarnos por

otros caminos. Por esa ruta no llegaríamos a la fuente de la que se nutre para traerla con

vigor hasta la actualidad de un siglo XXI despojado ya definitivamente, para muchos, de

ese universo mágico imposible de ser narrado a través de ficción alguna, (Carrión 2013).

 Las palabras del mismo Héctor Abad Faciolince, nos permiten asomarnos al tema por

otros rumbos. En su novela Basura, (2002) en la que un joven se dedica a sacar de ese

lugar los escritos desechados por uno de sus vecinos (alter ego del escritor) deja en boca

de uno de sus personajes, una reflexión literaria que nos pone en ruta, dice:

 Escribía (Serafín, escritor que no publica) ni bien ni mal, pero una de sus obsesiones

era superar al escritor más famoso de la Costa; decía que era necesario deshacerse de

la magia, despojar al país del espejismo de las supuestas maravillas inventadas por

él. Decía que para el pantano del subdesarrollo era nefasto ese regodeo folclórico en

historias de alucinada hermosura (Abad 2002: 58);

 Y, más delante agrega:

 Medellín, entonces no era ninguna aldea (...) la gente se moría a machetazo limpio

o simplemente a bala. Allá no había vírgenes que ascedieran a los cielos ni el mundo

era reciente ni las cosas carecían de nombre y había que señalarlas con el dedo; al

contrario, en cada cosa se había incrustado ya una armadura indeleble de prejuicios. Lo

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único macondiano era que en la ciudad más violenta del mundo yo tuviera trece años y

no conociera un muerto todavía, (Abad 2002:58-59).

La crónica modernista

 Hay un evidente "reclamo" en esas palabras a otra tradición o por lo menos a otros

recursos que vayan mejor al compás de las realidades por nombrar. Si no es el siglo

XX ni tampoco el XVI, en donde hay lugar para esa vertiente que hemos llamado aquí

poética para la narrativa testimonial, nos remitimos al siglo XIX, por su valor referencial

constante para las letras de ese continente. El estudio de Susaka Rotker sobre el origen

de la crónica en América Latina (Rotker 2005), sostiene justamente que para poder

explicar la fuente de la actual narrativa testimonial latinoamericana es preciso remitirse

al modernismo y seguirle el rastro a la crónica narrativa finisecular. Es solo hasta ese

siglo, tan significativo, que el escritor latinoamericano se enfrenta a los problemas

inherentes a la creación literaria. Solo hasta entonces hay un contexto para que surja la

"profesionalización" del escritor y con ella, los autores se planteen el dilema de elaborar

a través de la palabra un mundo o de contar ese mundo teniendo la palabra como

instrumento. A partir de esta disyuntiva se puede leer la obra en conjunto de autores

como José Martí, Rubén Darío, Julián del Casal o Gutierrez Nájera. De lo contrario, dice,

nos quedaríamos sólo con el modernismo en poesía dejando de lado una valiosa obra

periodística cuya impronta a través de la crónica no se puede desdeñar hoy.

 Las características de la crónica modernista estarían determinadas por la orientación

poética que llevan los artículos periodísticos de sus autores, aunque la división de géneros

haya sido tan tajante en el XIX. Si bien por la época, la teoría del arte puro marcó la

agenda literaria y quienes se dedicaron a escribir poesía defendieron la autonomía y

pureza del lenguaje de los avatares de la convulsa y prosáica cotidianidad, esto fue

imposible. La investigadora argentina demuestra, a través del análisis de las crónicas,

cómo los modernistas se debieron enfrentar al dilema de mantener la supuesta pureza

poética, aislándose de la cotidianidad, o responder a las exigencias del mercado editorial,

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entregados de lleno a la comercialización del oficio de escribir. El medio periodístico en

el que se movían los intelectuales de entonces exigía brevedad, impacto e inmediatez.

Susana Rotker, resume esas exigencias: "El director de La Opinión Nacional el 20 de

agosto de 1881 le insiste a Martí "la preferencia de los lectores hacia notas que sean más

noticiosas y menos literarias" (Rotker 2005: 103).

 La crónica periodística entonces se convierte en el espacio que mejor refleja la

posición de los escritores ante aquel dilema. En la crónica se lee la forma como los

poetas optan por limar la exigencia de límites e imprimen en ella un sello personal, el de

un yo lírico que se refería a todo tipo de asuntos de actualidad: desde el acontecer diario

hasta los avances científicos del mundo o la incipiente pero progresiva industrialización,

pasando por el desarrollo urbanístico o las nuevas infraestructuras; todo ello a partir de

una indoblegable subjetividad. Así que si bien los escritores de fin de siglo tienen espacio

en los diarios, también en los norteamericanos como en el caso de Martí, ninguno de

ellos se acerca ni al lenguaje ni al estilo de sus pares periodistas. "La crónica modernista

se distancia de la "externidad" de las descripciones, defendiendo el yo del sujeto literario

y el derecho a la subjetividad. (...) Los reporters prefieren expresarse a través de las

técnicas del realismo (...) los cronistas modernistas acentuaron el subjetivismo de la

mirada" (Rotker 2005:128).

 Citamos unas líneas del colombiano Baldomero Sanín Cano, (Antioquia, 1861-

1957), por la marcada influencia en el periodismo crítico de su país y porque Rotker lo

destaca como uno de los más reconocidos e influyentes en el campo de la crónica; pero

sobre todo, recogemos la cita porque nos ilustra en muy pocas palabras esa permanente e

indeclinable mediación que marcó a la crónica modernista, dice Sanín Cano refiriéndose

a Emile Zola:

 Cualquier estudiante de filosofía habría podido advertir(...) que la estética basada

en la reproducción exacta de lo real terminaría por apoyarse en las interioridades

del detalle innecesario y repugnate. ¿Sabemos nosotros cómo es el mundo real? (...)

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Nosotros, en el caso de juzgarnos a nosotros mismos, no damos sino una imágen

deformada de nuestro ser: y, para representar los objetos , sólo podemos ofrecer

imágenes aproximativas desde luego, y forzosamente selladas con todas las señas de

nuestro temperamento personal, (Rotker 2005:156).

 Este breve fragmento no interesa tanto por lo que dice sobre el autor francés -que ya

es bastante significativo- como por su "defensa" de la percepción personal como patrón

de juicio y la incapacidad del hombre para conocer fuera del mundo sensible. Al hablar

del sello poético entonces no nos referimos aquí tanto al lenguaje como al estatuto que

sostiene a lo poético, el de lo subjetivo. Nos referimos a una aguda sensibilidad que

tamiza lo factual y percibe lo real bajo sus parámetros, esta llega a convertirse en el

"verdarero" sustento de lo objetivo. Si hemos preferido citar a Sanín Cano y no a José

Asunción Silva (Bogotá, 1865-1896), el representante más destacado de las letras

colombianas de finales del siglo XIX, ha sido porque su lenguaje, eminentemente

poético también en la prosa, podría desviar la atención hacia ese aspecto, el del lenguaje;

y nos queremos centrar en la férrea convicción en lo subjetivo, en la intimidad de la

percepción, en el universo de lo sensible para interpretar la realidad. Esta convicción es

compartida por quienes escribieron a finales del siglo XIX y es la huella que imprimen

los modernistas a sus crónicas "(...) antecedentes directos de lo que en los años cincuenta

y sesenta del siglo XX habría de llamarse "nuevo periodismo" y "literatura de no ficción".

(Rotker 2005:230)

 La importancia y las características que le atribuye Rotker a la crónica modernista

para el caso colombiano se le deben atribuir a los llamados Cuadros de Costumbres que

tuvieron un fuerte y largo arraigo en las letras nacionales. Los periódicos regionales que

desde su surgimiento -la Gaceta de Santafé es la primera publicación periódica (1785)

de la capital- tenían una marcada tendencia política, a finales del XIX abren su espacio

a temas más "ligeros" y cotidianos que pudieran atraer nuevos lectores y, a la vez, que

sirvieran para dar a la población sentido de pertenencia a una nación recien independizada

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(1810). En las publicaciones periódicas empiezan a aparecer estos amenos relatos de la

vida nacional con personajes y costumbres reconocidos por todos que hoy conocemos

como Cuadros de Costumbres.

 Si se tiene en cuenta que el periodismo como profesión surge solo hasta los primeros

años del siglo XX, es claro que la "comunidad letrada", la de quienes publican en los

medios impresos, estaba conformada básicamente por políticos y poetas. El vínculo

texto-lector en los cuadros de costumbres, que llegan con su estilo a la novela, se da

entonces no a través de los hechos que se cuentan sino por medio del humor, la picardía,

algo de ironía y mucha nostalgia por ese aire de pueblo que poco a poco y sin remedio se

ve desaparecer en las nacientes grandes urbes como Bogotá o Medellín, principalmente.

El trasfondo poético no se manifiesta tanto en el lenguaje como en la agudeza de la

percepción subjetiva que media las descripciones.

 Esta mediación de lo personal y lo eminentemente subjetivo de la percepción se ha

convertido ya en una tradición de las letras nacionales en todos los géneros y vertebra la

narrativa colombiana más sólida; es decir, la que no pierde vigencia y sigue dando lugar

a nuevos estudios e interpretaciones. Se pueden mencionar como un par de ejemplos

destacados, Cuatro años a bordo de mí mismo (1934) del periodista y político, Eduardo

Zalamea Borda (1907-1963) o La vorágine (1924) del también periodista y político,

José Eustasio Rivera (1888-1928). En la primera, cuyo sugestivo subtítulo es Diario de

los cinco sentidos, Zalamea narra un viaje en primera persona al norte del país y hace un

retrato del espacio y los pobladores de las salineras de la Guajira en la zona norte del país,

a través de las sensaciones. Sin mucha pretensión de objetividad este sigue siendo aún

el mejor y más completo retrato del ritmo de vida en esa zona. Y en la segunda, Rivera

describe un viaje pero esta vez de la ciudad a la selva amazónica. Como político Rivera

denunció en cartas y documentos diplomáticos lo que sucedía en la frontera colombo-

brasilera por la extracción del látex; pero como novelista en La vorágine, crea una ficción

en la que un narrador-protagonista, con una muy aguzada sensibilidad de poeta, cuenta

desde sus propias experiencias esa vida de explotación de hombres y naturaleza. Esta

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Literatura testimonial en Colombia y El Olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince

novela es hasta hoy el mejor documento y la más completa y compleja descripción de

la situación de los caucheros de la frontera a principios del siglo XX. En ambas obras,

la magistral descripción de lo que viven y sienten quienes narran, agudiza la denuncia

aunque esta no se haya pretendido como objetivo de la escritura y es la que permite

acercar al lector de cualquier época.

El olvido que seremos, como testimonio.

 De un total de cuarenta y dos capítulos solo doce son claramente testimoniales en El

olvido que seremos; es decir, en poco más de 100 del total de 274 páginas, se relata el

creciente tono de amenazas de que es objeto Héctor Abad Gómez, padre del autor, hasta

llegar a su asesinato. Los demás capítulos, es decir los 30 que quedan fuera de ese eje de

lo puramente testimonial son autobiográficos y biográficos, empiezan con el recuerdo de

la niñez del narrador-protagonista, Héctor Abad Faciolince, hasta los viajes forzados del

padre y su brutal muerte. A medida que avanza el relato, al paso de la ausencia del padre,

vemos cómo el narrador se va internando poco a poco en una introspección cada vez más

exacerbada. El yo se repliega hasta quedar solo, cuando muere su padre, encerrado en la

escritura.

 La niñez de Abad Faciolince está marcada por la fuerte religiosidad del entorno

materno, las costumbres conservadoras de la Antioquia de la época y el profundo amor

al padre. Medellín, capital de Antioquia, es la segunda ciudad en importancia del país y

la época que cubre el relato va de los años 60, los de la infancia del narrador, a los años

80, los de la muerte de Abad Gómez. El narrador describe la ciudad y las costumbres de

infancia de manera que el lector llega a pensar en los primeros capítulos que la referencia

de lugar es la de un pequeño pueblo a principios de siglo XX. Los días están marcados

por los rosarios, las comidas familiares y los fines de semana en la finca del abuelo, un

hacendado antioqueño bastante tradicional y machista en la crianza de sus hijos, en la

relación con su mujer y en el afecto disimulado a los hombres de la familia. Recuerda el

autor así aquellas visitas a la finca:

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Sandra Morales Muñoz

 Nos quedábamos en La Inés (nombre de la finca) hasta el sábado por la tarde y de

día yo era feliz, ordeñando, montando a caballo (...) Todas esas diversiones diurnas me

encantaban , pero al caer la tarde, cuando la luz se iba yendo, me invadía una tristeza

sin nombre, una especie de nostalgia por el mundo entero, menos La Inés, y me

acostaba en una hamaca a ver caer el sol, a oir el chirrido desolador de las chicharras

y a llorar en silencio mientras (esperando que llegara) pensaba en mi papá con una

melancolía que me inundaba todo el cuerpo (...) En realidad a mí la única persona que

me hacía falta en la vida, hasta hacerme llorar en esos largos y tristes crepúsculos de

La Inés, era mi papá. (Abad 2006:38).

 Abad Faciolince pronto nos hace saber de su amor, casi enfermizo como lo confiesa,

por su papá. El regazo del padre es su refugio y su escudo protector del mundo. Todo

lo que gira fuera de ese entorno es agresivo e irrumpe perturbando: las injusticias, las

desigualdades sociales y la política.

 El lector de El olvido se encuentra con un Héctor Abad Gómez alegre, amante de la

música clásica -única que le ayuda a conjurar los sinsabores de la profesión- y alquien

que pregona y aplica, como pocos, en lo profesional con sus alumnos y en la vida

familiar, su doctrina de tolerancia. Lo encontramos en las labores cotidianas de profesor

y en su papel de padre complaciente. Abad Faciolince nos cuenta cómo sus ideas en lo

profesional se trasladan a la vida diaria familiar; recuerda uno de tantos episodios que lo

marcaría para siempre:

 (...) Me vi envuelto algunas veces sin saber cómo, en una especie de expedición

vandálica, en una "noche de los cristales" en miniatura. Diagonal a nuestra casa vivía

una familia judía: los Manevich. Y el líder de la cuadra, un muchacho grandote al

que ya empezaba a salir el bozo, nos dijo que fueramos frente a la casa de los judíos

a tirar piedras y gritar insultos (...) En esas estábamos un día cuando llegó mi papá

de la oficina (...) Se bajó del carro iracundo, me cogió del brazo con una violencia

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Literatura testimonial en Colombia y El Olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince

desconocida y me llevó hasta la puerta de los Manevich (a pedir perdón) (...) todavía

me avergüenza, por todo lo que supe después de los judíos gracias a él, y también

porque mi acto idiota y brutal no lo había cometido por decisión mía (...) sino por puro

espíritu gregario, y quizá sea por eso que desde que crecí le huyó a los grupos (...) a

todas las gavillas que puedan llevarme a pensar no como individuo sino como masa y

a tomar decisiones, no por una reflexión y evaluación personal, sino por esa debilidad

que proviene de las ganas de pertenecer a una manada o una banda, (Abad 2006:27).

 Grandes lecciones que dejó a sus hijos en lo personal y también en lo profesional. Su

hija mayor, actual epidemióloga, recuerda en la pluma de su hermano:

 Yo no recuerdo, pero mis hermanas mayores sí. Mariluz, la mayor se acuerda muy

bien de una vez que la llevó al Hospital Infantil y la hizo recorrer los pabellones,

visitando uno tras otro los niños enfermos. Parecía un loco, un exaltado, cuenta mi

hermana, pues ante casi todos los niños se detenía y preguntaba: <¿Qué tiene este

niño?> Y él mismo se contestaba: <Hambre>. Y un poco más adelante: <¿Qué tiene

este niño?>, <Hambre> <¿Qué tiene este otro niño?> <Lo mismo: hambre> (...) Todos

estos niños lo que tienen es hambre, y bastaría un huevo y un vaso de leche diarios

para que no estuvieran aquí, (Abad 2006:48).

 Ese es el talante del padre de la novela. Como hombre público, Héctor Abad Gómez

fue un reconocido profesor de medicina preventiva y salud pública de la Facultad de

Medicina de la Universidad de Antioquia y colaborador en varios proyectos de salud

pública nacional, incluído un cargo en la Organización Mundial de la Salud. Luego

de su forzada jubilación se dedica de lleno al trabajo por la defensa de los derechos

humanos. Más que médico, un higienista como se llamaba a sí mismo, combatía

desde la prevención, la higiene y la obstinación por el agua potable, las enfermedades.

Concentraba su labor médica en el trabajo social que hacía en los barrios menos

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Sandra Morales Muñoz

favorecidos de Medellín. El único principio válido en la ciencia médica está resumido,

según su hijo, en las palabras que el filósofo antioqueño Fernando González escribió para

el periódico universitario :

 El médico profesor tiene que estar por ahí en los caminos, observando, manoseando,

viendo, oyendo, tocando, bregando por curar con la rastra de apendices que le dan

el nombre de los nombres: !Maestro!... Sí, doctorcitos: no es para ser lindos y pasar

cuentas grandes y vender píldoras de jalea...Es para mandaros a todas partes a curar,

inventar y, en una palabra, a servir (Abad 2006:46).

 Doctrina solidaria con la población vulnerable que se extendía a todos los ámbitos.

Abad Gómez era un convencido de que como médico, debía procurarse a todo paciente

el bienestar físico y mental y que la sociedad, a través de políticas gubernamentales,

debía y estaba obligada a alentarlas. En política creía en la democracia y por tanto, era

un gran detractor de los fanatismos de toda índole, política y religiosa, aunque también

en educación o en deportes. Declarado apolítico, se decía anticomunista porque: "El

comunismo nos propone un avance en la organización administrativa y en la efectividad

económica del Estado, con ventajas innegables para el hombre común, pero con una

inflexibilidad doctrinaria y una organización policiaca que tampoco admiten disención

y que ponen a toda una nación al servicio de un solo y dogmático sistema" (Abad

Gómez, 2007:27). Calificaba la libertad de pensamiento como uno de los derechos

fundamentales. De la religión, a pesar del entorno católico en que creció y educa a sus

hijos, afirmaba que: "en los países subdesarrollados, en donde la educación, la ciencia y

la técnica no han influído decisivamente en la vida de las grandes mayorías ; la religión

sigue siendo una poderosa resistencia a cualquier tipo de cambio en las estructuras

culturales políticas y económicas de una sociedad" (Abad Gómez 2007:56). Sin

embargo, solo algunas de estas ideas, ideales, aparecen en El olvido. Las que acabamos

de resumir al referirnos al hombre público, las dejó consignadas en papeles dispersos

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Literatura testimonial en Colombia y El Olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince

que luego Faciolince, su hijo, recopiló en un libro póstumo bajo el título de Manual de

tolerancia, (Abad Gómez 2007).

 A esa solidaridad y tolerancia, "que no a todos les gustaba" (Abad 2006:40), pronto

le aparecen detractores; la insistencia de Abad Gómez por referirse a la falta de agua

potable e higiene, se empieza a enquistar en políticos, profesores de su misma facultad y

religiosos que se sienten acusados por sus palabras. Faciolince así lo cuenta:

 Muchos médicos lo detestaban por defender (la prevención) en contra de sus

proyectos de clínicas privadas, laboratorios, técnicas diagnósticasy estudios

especializados. Era un odio profundo, y explicable tal vez, pues el gobierno siempre

estaba dudando sobre cómo repartir los recursos, y si se hacían acueductos no se

podían comprar aparatos sofisticados ni construir hospitales. (Abad 2006:49).

 Incluso sectores de la iglesia lo acusaban de querer provocar a los pobres con sus

visitas, decían; el presbítero Gómez Mejía le dedicaba su encono en el periódico

conservador El colombiano:

 Varias columnas y al menos unos quince minutos (de una edición radial), cada mes,

los dedicaba a despotricar del peligro de ese médico comunista que estaba infectando

la conciencia de las personas en los barrios populares de la ciudad pues, según él,

mi papá por el solo hecho de hacerles ver su miseria y sus derechos inoculaba en las

simples mentes de los pobres el veneno del odio, del rencor y de la envidia, (Abad

2006:51).

 Las palabras del higienista empiezan a incomodar y adquieren, a los ojos de algunos

sectores sociales, un cariz político; los izquierdistas lo acusan de reaccionario y los

conservadores de izquierdista. El ambiente universitario se enrarece de tal manera que

se ve obligado a conseguir una licencia para salir del país, viaja a algunos países de

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Sandra Morales Muñoz

Asia en misión de la Organización Mundial de la Salud. Mientras no está el padre, Abad

Faciolince se debe someter al régimen religioso de rosarios que se impone en casa. Un

ambiente oscuro y pesado de temores que sólo se aliviana con la esperanza de que su

papá pronto volverá de viaje a iluminar, con la razón, sus días.

 La muerte de Marta por un cáncer, unas de las hijas mayores del médico, ya casi al

final de la novela, marca el paso de lo puramente descriptivo a lo crudamente testimonial.

Sin dramatismos, a partir del capítulo 30, nos quedamos solo con el profundo desencanto

del narrador. El relato se hace rápido y lo descarnado de las palabras para describir

el asesinato del padre y sus consecuencias, sorprende. El lenguaje es muy directo y

desprovisto de adjetivaciones. El exilio de los amigos, el del mismo autor, los encuentros

desoladores de quienes también se exiliaron y rondan como fantasmas por Europa, nos

deja con los pies puestos directamente en los acontecimientos que se dieron a finales de

los años 80 en Colombia.

 Héctor Abad Gómez muere asesinado por un par de sicarios en moto a los 66 años, el

25 de agosto de 1987, en su ciudad natal. Por esos años, Medellín es una ciudad sitiada

por complejas alianzas de narcotraficantes, paramilitares y guerrilleros, con políticos,

grandes empresarios y ganaderos. La muerte de Héctor Abad Gómez es una más en

la larga lista de asesinatos selectivos, con lista en mano, que cometieron los grupos

de derecha contra profesores, estudiantes, líderes sindicales, candidatos a alcaldías y

dirigentes comunales. Son los años en que exterminan a todo un partido político de

izquierda, la Unión Patriótica, que se acababa de conformar en el año 84.

 Basta leer las páginas del diario antioqueño El Colombiano del año 85 para

encontrarse desde los primeros días de ese año con el creciente número de denuncias de

desapariciones, asesinatos y amenazas. A través de la muerte de Abad Gómez, y sin que el

relato lo mencione directamente, vamos a la forma como se orquestó un plan para acabar

con los intelectuales en los años 80 por parte de grupos de derecha que emprendieron

una campaña literal de exterminio de todo lo que oliera a disidencia. Por aquellos años

todo discurso no institucional era sospechoso. El asesinato de Abad Gómez y los hechos

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Literatura testimonial en Colombia y El Olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince

que lo rodearon, todo el mundo los conoció en su momento, el rechazo de la comunidad

universitaria, de algunos sectores políticos, de los organismos de control del Estado, los

medios de comunicación, fue casi unánime y público.

 Abad Faciolince luego de la muerte del padre que es también el final de la escritura

y podría ser también el balance, en su propia voz, de la novela, dice: “No creo que mis

palabras derrotistas puedan tener ningún efecto positivo. Les hablo con una inercia que

refleja el pesimismo de la razón y también el pesimismo de la acción. Este es un parte de

derrota” (Abad 2006:261). Lo que quiere compartir el escritor con el lector es el estupor

por el asesinato de un hombre que, como muchos otros, defendió las ideas de convivencia

pacífica ante la barbarie de los grupos armados en los años 80; ideas que se fueron

convirtiendo en la justificación para quienes lo asesinaron. Hasta hoy no hay inculpados

por el crimen y solo se cuenta con el testimonio de un jefe paramiliar extraditado a los

Estados Unidos y quien desde la cárcel en 2012 imputa el crimen al jefe paramilitar de

las autodefensas de Antioquia, Carlos Castaño Gil, ya muerto. El asesinato de Héctor

Abad Gómez, como el de tantos otros, sigue en la impunidad. Abad Faciolince cita un

par de palabras del libro de Castaño Gil en el que se auto-inculpa y se defiende, dice el

líder paramilitar: "Me dediqué a anularles el cerebro a los que en verdad actuaban como

subversivos de ciudad.! De esto no me arrepiento ni me arrepentiré jamás! Para mí esa

determinación fue sabia. He tenido que ejecutar menos gente apuntando donde es." (Abad

2006:267) Evidentemente no es esto lo que quiere contar su hijo en El olvido. Los

sucesos sólo confirman la atrocidad. La íntimidad de lo vivido con su padre es el único

vínculo que quiere compartir con su potencial lector.

Conclusión

 En términos generales los estudios de la narrativa testimonial se han caracterizado

porque tienden a señalar el grado de representatividad social que puede alcanzar

un testimonio. La dirección del análisis se suele hacer entonces de lo personal a los

alcances que tiene esa voz individual en lo social. Sin embargo, la novela de Abad,

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Sandra Morales Muñoz

El olvido que seremos, aunque es considerada una novela testimonial, obliga a otra

forma de acercamiento; en esta novela vamos de una vivencia personal a la cada vez

más concentrada introspección de quien narra; rumbo de la enunciación más propio de

lo poético que de lo testimonial. Para la narrativa testimonial, por sus vínculos con lo

objetivo, el sustrato de lo poético en la escritura es una de sus formas menos cercanas. El

autor enfatiza, con esta forma de orientar la narración, los alcances que tiene lo subjetivo

sobre lo social. Esta característica es propia también de otras obras de la narrativa

colombiana.

 Abad Faciolince en El olvido que seremos nos lleva a un conmovedor testimonio

de amor al padre asesinado pero también, y aunque el lector lo quiera dejar de lado,

nos enfrenta a la forma como ese creciente tono de amenazas del que fue víctima su

padre, fue el mismo que sufrieron muchos otros "intelectuales" en los años 80 por parte

de grupos de extrema derecha. A pesar de los ecos evidentemente sociales que tiene

la muerte de Abad Gómez, el narrador no se ocupa explícitamente de ese tema en la

novela. Lo que silencia se convierte en una muy aguda denuncia social. Al deterioro del

acontecer social y político de la sociedad colombiana y ante la avalancha de denuncias,

Abad le enfrenta, una vivencia muy personal y el sentimiento de desamparo que dejó la

desaparición de un hombre como su padre. Lo subjetivo saca los hechos del plano social

y los acerca a la intimidad del lector; por encima de lo testimonial ubica lo personal,

único vínculo posible, por certero, que puede crear con el lector. Al narrador, al final de

la novela sólo le queda agazaparse en la intimidad de la escritura; como quien se oculta

para no ser reconocido, no por temor, sino por el estupor que produce la atrocidad de los

hechos.

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Literatura testimonial en Colombia y El Olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince

Notas:

1 Carolina ETHEL,2008. El artículo tiene referencias de publicaciones y autores que

muestran el auge de lo que llama literatura testimonial o crónica novelada en la actual

narrativa latinoamericana.

2 Ver: Anna CABALLÉ, 1995 o Sylvia MOLLOY, 1996. Caballé menciona las

características de lo biográfico y su cercanía con el objeto de la Historia en tanto

pretenden dar cuenta de la relevancia de los hechos desde una subjetividad. Y

Molloy, por su parte, ve en la postura testimonial una característica de los textos

hispanoamericanos y se refiere a Cabeza de Vaca, al Inca Garcilaso, a José

Vasconcelos y Domingo Fautino Sarmiento, entre otros.

3 Ver: Jorge CARRIÓN, 2012. Aunque el libro es una compilación de crónicas

periodísticas, Carrión en la introducción se refiere en general a la narrativa

periodística latinoamericana y se concentra en los rasgos de este tipo de narrativa que

involucran también a la novela. "Si los poetas simbolistas y modernistas convirtieron

las crónicas en pequeños poemas en prosa de contundente actualidad, los novelistas

del medio siglo las dotaron de estructura, de personajes, de flashbacks, de monólogos

interiores y de capítulos. A las tradicionales crónicas breves (...) se le suman crónicas

únicas que ocupan libros enteros." (25).

4 En adelante citaremos en mayúscula "Novela de la Violencia" y Violencia para

referirnos a ese conjunto de obras y a la época, no a los sustantivos que designa la

palabra en general.

5 Ver: Oscar OSORIO, 2006. Osorio hace un resumen y una valoración de los estudios

más destacados sobre el tema y ayuda a orientarse en la amplia bibliografía.

6 Ejemplos de la primera etapa serían: Viento seco (1954) de Daniel Caicedo, El 9 de

abril (1953) de Pedro Gómez Correa, Viernes 9 (1953) de Ignacio Gómez Dávila, El

día del odio (1952) de Osorio Lisarazo, Calle 10 (1960) de Manuel Zapata Olivella.

7 Se pueden citar obras como: El Cristo de espaldas (1952) de Eduardo Caballero

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Sandra Morales Muñoz

Calderon, El coronel no tiene quien le escriba (1961) y La mala hora (1969) de

Gabriel Gracía Márquez, Condores no entierra todos los días (1972) de Gustavo

Álvarez Gardeazabal

8 El poema de Borges que encuentra en el bolsillo de su padre al morir ha sido objeto

de varias polémicas sobre la legitimidad de la autoría. Remitimos al lector interesado

al libro del mismo Abad titulado, Traiciones de la memoria (2009) en donde hay una

interesante y entretenida descripción del rastreo que emprende en busca de la fuente

de donde tomó su padre el poema y confirma la autoría de Borges.

9 A este prurito de dejar documentación se debe sumar el valor que ya tenía la letra

escrita como portadora de verdad y su creciente ponderación desde la aparición de la

imprenta a mediados del siglo XV.

BIBLIOGRAFÍA

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Anna CABALLÉ, 1995, Narcisos de tinta. Ensayo sobre la literatura autobiográfica en

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Premios Nobel. Común Presencia Editores, Colombia 2003.

Marisol LEAL ACOSTA y Margarita RUIZ SOTO, 2010, "El relato autobiográfico

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yo. Siglo del Hombre Editores y Universidad de los Andes. Bogotá, Colombia.

Sylvia MOLLOY, 1996. Acto de presencia, La escritura autobiográfica en

Hispanoamérica. Fondo de Cultura Económica, México.

Lucía ORTIZ ,1997, "Voces de la violencia: narrativa testimonial en Colombia" En:

http://lasainternacional.pitt.edu/lASA97/ortiz.pdf. La autora hace un interesante

recuento de las obras más recientes, de los años 80, en el campo de lo testimonial

Oscar OSORIO "Siete estudios sobre la novela de la violencia en Colombia, una

evaluación crítica y una nueva perspectiva" En: Revista Poligramas 25 de julio,

2006. http://poligramas.univalle.edu.co/25/osorio.pdf.

Jaime Alejandro RODRÍGUEZ RUIZ, enero 4 de 2009. "El testimonio: voz popular en

busca de forma". En: http://recursostic.javeriana.edu.com.co

Susana ROTKER, 2005. La invención de la crónica. Fondo de Cultura Económica y

Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, México.