Libro no 1676 el hotel encantado collins, wilkie colección e o mayo 2 de 2015
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Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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Coleccin Emancipacin Obrera IBAGU-TOLIMA 2015
GMM
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Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
2
Libro No. 1676. El Hotel Encantado. Collins, Wilkie. Coleccin E.O. Mayo 2 de
2015.
Ttulo original: El Hotel Encantado. Wilkie Collins
Versin Original: El Hotel Encantado. Wilkie Collins
Circulacin conocimiento libre, Diseo y edicin digital de Versin original de
textos: http://www.quedelibros.com/libro/13755/El-Hotel-Encantado.html
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Portada E.O. de Imagen original:
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encantado.jpg
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El Hotel Encantado
Wilkie Collins
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Edicin propiedad de Literatura y Ciencia, S. L.
Diseo: Elisa Nuria Cabot
ISBN:8489354-23-5
Depsito Legal: B-35.185-96
Imprime Novagrfik, S.A.
Impreso en Espaa
Printed in Spain
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I
Hacia 1860, la reputacin del doctor Wybrow, mdico londinense, haba llegado a su
apogeo. Se deca que las rentas de las que disfrutaba gracias al ejercicio de su profesin
eran las ms altas que jams mdico alguno haba obtenido.
Una tarde, a finales de julio, cuando el doctor haba dado fin a su almuerzo tras una
maana intensa en su consultorio, y con una enorme lista de visitas para efectuar fuera
de su domicilio que deberan ocuparle el resto de la jornada, el criado le anunci que
una dama deseaba verle
-Quin es? -pregunt el doctor-. Una desconocida?
-S, seor.
-No recibo desconocidos fuera de las horas de consulta. Dgale a qu hora puede volver
y despdala.
-Ya se lo he dicho, seor.
-Bien... y qu?
-Que no quiere irse.
-Que no quiere irse? -Y el doctor sonri al repetir las mismas palabras. A su manera,
posea un agudo sentido del humor, y en aquella situacin haba un aspecto absurdo
que le diverta-. Por lo menos ha dado su nombre esa obstinada seora? -pregunt.
-No, seor; no ha querido darlo... dice que no puede esperar, que el asunto es demasiado
importante para aplazarlo. Est en la consulta, y no se me ocurre como echarla.
El doctor Wybrow reflexion unos instantes. Su conocimiento de las mujeres
(profesionalmente hablando) se apoyaba en una experiencia de ms de treinta aos; las
haba conocido de todas clases, especialmente de aquella que ignora por completo el
valor del tiempo y que no vacila jams en escudarse tras los privilegios de su sexo. Una
mirada al reloj le convenci de que no poda demorar su excursin cotidiana a los
hogares de sus enfermos. Decidi tomar la nica resolucin que le permitan las
circunstancias. En pocas palabras: intent escapar.
-Est el coche en la puerta? -pregunt.
-S, seor.
-Muy bien. Abra la puerta de la calle sin hacer ruido y deje a esa seora en la sala todo
el tiempo que quiera. Cuando se canse de esperar le dice que ceno en el club y que
luego ir al teatro. Y ahora, Thomas, despacito. Si hace ruido estoy perdido.
Y evitando ser odo tom el camino de la escalera seguido de Thomas, que andaba de
puntillas. Sospechaba algo la dama que aun estaba en el saln? Crujieron los zapatos
de Thomas y ella tena un odo extraordinariamente fino? Fuera como fuere, cuando
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Wybrow pasaba por delante de la puerta de la sala de espera sta se abri y apareci
una dama que puso una mano sobre el brazo del doctor.
-Le ruego, caballero, que no se vaya sin haberme odo antes.
El acento era extranjero; el tono decidido y firme. Sus dedos asan suave, pero
resueltamente, el brazo del mdico.
Ni su lenguaje ni su accin produjeron en el doctor el menor efecto capaz de detenerle.
Lo que le hizo hacerlo en el acto fue la muda peticin inscrita en su rostro. El notable
contraste entre la palidez cadavrica de su cara y la extraordinaria vida de sus grandes
ojos negros, de brillos metlicos, le dejaron literalmente hipnotizado. Vesta de oscuro,
pero con sumo gusto; era de mediana estatura y no aparentaba tener ms de treinta o
treinta y dos aos. Su nariz, su boca y su barbilla eran finas y de formas delicadas,
como las que se encuentran con mayor frecuencia entre las mujeres extranjeras que
entre las inglesas. Era indiscutiblemente hermosa, con el solo defecto de su terrible
palidez, y el menos perceptible de la ausencia de ternura en la expresin de sus ojos.
Aparte de la primera impresin de sorpresa, el sentimiento que produjo en el doctor
puede describirse como una punzante curiosidad profesional. El caso poda
proporcionarle algo enteramente nuevo en su prctica mdica.
-Si es as -pens-, nada se pierde en esperar.
La dama comprendi que haba causado en l una fuerte impresin, y retir su mano.
-Usted ha consolado a muchas mujeres desgraciadas en su vida -dijo-. Hoy me toca a
m.
Y sin esperar la respuesta, se introdujo en la sala.
El doctor la sigui y cerr la puerta. La coloc en la butaca destinada a los enfermos,
frente a la ventana. Un sol estival penetraba por los cristales, hermoso y brillante,
ignorando que estaba en Londres. La luz radiante la envolvi por completo. Sus ojos
la afrontaron imperturbables, con la inflexible fijeza de los de un guila. La palidez de
su rostro pareca ms intensa que nunca. Por primera vez en su vida, el doctor sinti
como se aceleraban sus pulsaciones en presencia de un enfermo.
Tras haber logrado que la escuchase pareca, cosa muy extraa, no tener nada que decir
al mdico. Una singular apata se haba apoderado de aquella mujer resuelta. Forzado
a hablar primero para romper el hielo, el doctor le pregunt en qu poda servirla.
El sonido de su voz pareci despertarla. Con la mirada an fija en la luz, dijo
bruscamente:
-He de hacerle una pregunta embarazosa.
-De qu se trata?
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Los ojos de la dama fueron despacio de la ventana al rostro del mdico. Con voz
calmada plante la pregunta embarazosa en estos extraordinarios trminos:
-Quiero saber si corro peligro de volverme loca.
Cualquier otro se hubiese redo para sus adentros, o quiz se hubiese sentido alarmado.
El doctor Wybrow tan slo experiment una decepcin. Era aquel el caso raro que se
haba prometido, juzgando temerariamente por las apariencias? Iba a ser aquella
nueva paciente tan slo una hipocondraca, cuya dolencia resultara ser un desarreglo
del estmago o simple debilidad mental?
-Y por qu ha venido a consultarme a m? -le pregunt secamente- No es mejor que
acuda a un especialista en enfermedades mentales?
La respuesta no se hizo esperar.
-Si no lo he hecho es porque no me convena un especialista... tienen el fatal hbito de
juzgarlo todo desde el punto de vista de su especialidad. Acudo a usted porque su casa
es una excepcin a la regla general, y tambin porque usted tiene fama de descubrir las
dolencias ms misteriosas. Est satisfecho?
Estaba ms que satisfecho. La primera idea, despus de todo, haba resultado correcta.
Adems, estaba perfectamente dotado en cuanto a sus habilidades cientficas. Su
especialidad, que tanto dinero y fama le haba proporcionado, era precisamente la de
descubrir enfermedades insospechadas. En eso no tena rival entre sus colegas.
-Estoy a sus rdenes -dijo-. Veamos si es posible saber de lo que se trata.
La someti a un prolijo interrogatorio. Todo fue pronta y claramente contestado, y el
doctor sac en consecuencia que la salud de aquella extraa dama, mental y
fsicamente, estaba en perfectas condiciones. No satisfecho con las preguntas, examin
cuidadosamente los principales rganos responsables de la vida. Ni su mano ni el
estetoscopio descubrieron nada que sealase la menor alteracin. Con la admirable
paciencia y el tacto que le haban distinguido desde que era estudiante, procedi a una
exploracin tras otra. El resultado fue siempre el mismo. No slo no se adverta
ninguna tendencia al padecimiento de trastornos mentales, sino que ni tan siquiera se
detectaba el menor desarreglo del sistema nervioso.
-No encuentro nada que justifique sus temores -dijo-. Ni hallo una explicacin a su
extraordinaria palidez.
-La palidez no significa nada -replic con impaciencia la desconocida-. Siendo nia
escap milagrosamente de la muerte a causa de un envenenamiento. Desde entonces
no he recuperado el color, y mi tez es tan delicada que no puedo ponerme afeites sin
que me salga un sarpullido. Pero esto es lo de menos. Yo necesito una opinin
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definitiva. La verdad, yo crea en usted, pero he sufrido una decepcin -inclin la
cabeza sobre su pecho-. Y as acaba todo esto!- dijo amargamente.
El doctor se sinti impresionado. Aunque tal vez sera ms acertado decir que su
orgullo profesional estaba un poco herido.
-Puede acabar de otro modo -dijo-, pero usted tendra que ayudarme.
Ella le mir con ojos centelleantes.
-Hable claro -dijo-. Cmo puedo ayudarle?
-Francamente, seora ma, usted se me presenta como un enigma, y pretende que yo
me las componga como pueda dentro de los lmites de mi arte... ste puede ser grande,
pero no lo es todo. Por ejemplo... puede haber ocurrido algo, algo que no tenga relacin
con su salud corporal pero que puede haberla alterado. No es as?
Ella junt las manos.
-As es! -exclam con vehemencia- Empiezo a creer en usted de nuevo!
-Muy bien. Pero no puede pretender que yo descubra la causa moral que la ha
trastornado. S que no hay causa material... Si usted no deposita en m su confianza,
no puedo hacer otra cosa.
La desconocida se levant y dio unos pasos por la sala.
-Tendr confianza -dijo-; pero no mencionar nombres.
-Ni hay necesidad. Slo necesito conocerlos hechos.
-Los hechos no significan nada-contest ella-. Pero le confesar mis impresiones...
seguramente me juzgar loca y soadora cuando las oiga. No importa. Har lo que
pueda por satisfacerlo, y empezar por los hechos. Pero crame, los hechos no le
ayudarn mucho.
Se sent de nuevo. De la manera ms simple posible, comenz a contar la historia ms
extraa que jams oyera el doctor en toda su vida.
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II -Por lo pronto soy viuda, doctor -dijo-. se es un hecho; el otro es que me vuelvo a
casar dentro de una semana.
Aqu se detuvo y sonri; alguna idea cruzaba por su mente. El doctor Wybrow no qued
favorablemente impresionado por esta sonrisa: haba en ella algo a la vez triste y cruel.
Iniciada lentamente, haba desaparecido de pronto. El doctor empez a preguntarse si
no hubiera hecho mejor huyendo. Apesadumbrado, se acord de sus enfermos y de las
dolencias que le aguardaban.
La desconocida continu.
-Mi prximo matrimonio est relacionado con una embarazosa circunstancia. El
caballero del que voy a ser esposa estaba comprometido con otra dama cuando me
conoci en el extranjero. Esa otra es su prima. Inocentemente le he robado el cario de
su amante y he destruido sus esperanzas. Y digo inocentemente, porque nada me haba
dicho de su compromiso con ella antes de que yo le diera mi consentimiento. Slo me
lo confes cuando nos reunimos en Inglaterra y l se dio cuenta de que yo podra
enterarme. Me indign, naturalmente. Me present sus excusas: me ense una carta
de su prima en la que le devolva su libertad y su palabra. Carta ms noble y discreta
no la he ledo en mi vida. Llor al leerla... yo, que no tengo lgrimas para mis propias
penas! Si en la carta ella hubiese dejado entrever alguna esperanza de reconciliacin,
yo me hubiese retirado. Pero su firmeza... sin ira, sin un reproche, desendole a aquel
hombre infiel que alcanzara la felicidad... l imploraba mi compasin, insista en lo
mucho que me amaba. Usted sabe como somos las mujeres. Me estremec y le escuch:
s. As termin. Dentro de una semana -tiemblo al pensarlo estaremos casados.
Y temblaba realmente: tuvo que detenerse un momento antes de continuar. El doctor,
impaciente, empez a temer que la historia fuera interminable.
-Perdneme si le recuerdo que hay enfermos que me esperan -dijo-. Cuanto antes vaya
usted al asunto, mejor para todos.
En los labios de la dama apareci de nuevo aquella triste y cruel sonrisa.
-Todo lo que le he dicho va al asunto -contest-. Lo comprobar enseguida.
Y reanud su relato.
-Ayer... no tema, no voy a extenderme mucho. Ayer yo haba sido invitada a almorzar
en casa de cierta dama. Una seorita, desconocida para m, lleg a ltima hora, cuando
ya habamos abandonado la mesa y pasado al saln. Se sent a mi lado y nos
presentaron. Supe su nombre, de igual modo que ella supo el mo. Se trataba de la
mujer a quin yo haba robado su prometido; la misma mujer que haba escrito aquella
noble carta. Y ahora, prsteme atencin, no se impaciente. Debo manifestarle que yo
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no senta la menor inquina hacia la joven que estaba a mi lado. La admiraba; y ella
tampoco tena nada que reprocharme. Esto ltimo es muy importante, como ver. Yo
estaba segura de que le habran explicado el asunto tal y como era, y que ella habra
admitido que yo no mereca censura alguna. Y a pesar de todo ello, al levantar los ojos
y tropezar con los de aquella mujer mi cuerpo se hel de pies a cabeza; temblaba y
senta escalofros. Por primera vez en mi vida experiment un pnico mortal.
El doctor comenz a sentirse interesado.
-Haba algo singular en el aspecto de esa seorita? -pregunt.
-Nada en absoluto! -fue la vehemente respuesta-. Su descripcin corresponde a la de
muchas damas inglesas: ojos azules, fros y claros, tez blanca y sonrosada, maneras
corteses y distantes, labios rojos, mentn redondeado; nada especial.
-Not algo en su expresin la primera vez que la sorprendi mirndola?
-Tan slo la que despierta, en cualquier mujer, aqulla por la que ha sido abandonada;
y quiz algo de asombro por no ser yo, quiz, tan bella como ella deba suponer; pero
siempre dentro de los lmites de la buena educacin, y durante pocos segundos, creo.
Y digo esto porque la horrible agitacin que me atenazaba no me permita juzgar
serenamente. Si hubiera podido acercarme a la puerta habra huido, tan asustada
estaba! Ni siquiera pude permanecer de pie; me dej caer en mi silla, aniquilada de
horror ante aquellos ojos azules que me miraban con amabilidad y sorpresa. Pero a m
me parecan los de una serpiente. Vea en ellos su alma, y cmo escudriaba hasta el
fondo de la ma. sa era mi impresin, con todo lo que tiene de terrible y de locura!
Esa mujer est destinada, sin saberlo, a ser el genio malfico de mi vida. Sus inocentes
ojos ven en m una capacidad de hacer el mal que yo desconoca, pero que se despierta
bajo su mirada. Si cometo alguna falta de hoy en adelante... incluso si llegase a
perpetrar un crimen... ella lo habr provocado, aunque haya sido sin pretenderlo. En un
instante, indescriptible, comprend todo esto... y supongo que mi rostro lo expresaba.
Aquella cndida criatura se sobresalt. "Me temo que hace aqu un calor excesivo.
Quiere mi frasco de sales?" La o pronunciar aquellas amables palabras y me
desvanec. Cuando recobr el sentido, todos los comensales se haban ido; slo la duea
de la casa estaba a mi lado. Al principio fui incapaz de articular palabra; la terrible
impresin que he tratado de describirle regres vvidamente a mi memoria. Tan pronto
como pude hablar le supliqu que me hablase de la mujer a quien yo haba suplantado.
Ver, tena la pequea esperanza de que aquel buen carcter no fuera el suyo, que su
noble carta fuera un modelo de hipocresa... en suma, que secretamente me odiara
aunque fuera lo bastante astuta como para disimularlo. Pero no! La duea de la casa
la conoca desde su niez, se queran como hermanas... saba que era tan buena, tan
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inocente, tan incapaz de odiar a nadie como el mejor de los santos que jams haya
existido. Mi ltima esperanza haba sido destruida. Slo poda hacer una cosa, y la hice.
Fui en busca de mi prometido y le supliqu que me relevase de mi compromiso.
Rehus. Le declar que recobrara mi libertad sin contar con su consentimiento. Me
ense cartas de sus hermanos, de sus amigos, suplicndole que lo pensara mucho antes
de hacerme su esposa; le contaban supuestas aventuras mas en Viena, Pars y
Londres... un grosero tejido de falsedades. "Si te niegas a casarte conmigo", me dijo,
"estars admitiendo que estas acusaciones son ciertas. O es que temes enfrentarte a la
sociedad como mi esposa". Qu poda contestarle? Tena razn; persistiendo en mi
negativa mi reputacin estaba perdida. Consent en que la boda se celebrara en el da
fijado. Ha pasado una noche, y estoy aqu para hacerle esta pregunta al nico hombre
que puede contestarla: Por ltima vez soy un demonio que ha visto al ngel vengador,
o slo una pobre loca, alucinada por una mente desequilibrada?
El doctor Wybrow se levant dispuesto a dar por finalizada la entrevista. Lo que haba
odo le haba causado una fuerte y penosa impresin. Cuanto ms escuchaba, ms
terreno ganaba en su espritu la conviccin de que aquella mujer era perversa. En vano
quiso pensar en ella como una persona digna de compasin, dotada de una viva y
mrbida imaginacin, consciente de que la capacidad para el mal duerme en todos
nosotros, y que se esforzaba ardientemente en actuar a contracorriente de sus mejores
sentimientos; el esfuerzo era superior a l. Un maligno instinto le gritaba al odo:
"Cuidado con creerla!"
-Ya le he dado mi opinin -dijo-. No hay signo ninguno de desarreglo mental o de algo
que haga temerlo. Por lo que respecta a las impresiones que usted me ha confesado,
nicamente puedo decirle que su caso es de los que necesitan consejos espirituales
mejor que mdicos. De una cosa puede usted estar segura... lo que usted ha dicho aqu
queda en el mayor secreto.
La dama le escuch con ceuda resignacin.
-Eso es todo? -pregunt.
-Esto es todo.
Puso unas monedas sobre la mesa.
-Gracias, caballero -dijo-. Ah tiene usted sus honorarios.
Y diciendo eso se levant. Sus negros ojos miraban vagamente hacia algn lejano
horizonte. Sus mirada era retadora, pero tambin desesperada. El doctor desvi la vista,
incapaz de soportar aquella visin.
La sola idea de quedarse con algo suyo -no slo dinero, sino cualquier cosa que ella
hubiese tocado-, le sublev. Sin mirarla, seal el dinero.
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-Recjalo. No tiene porqu pagarme.
La desconocida no le hizo caso. Fija la mirada, Dios sabe dnde, dijo lentamente, como
si hablase consigo misma:
-Dejemos que llegue el fin. He luchado contra l; me someto.
Se ech el velo sobre la cara, hizo una ligera inclinacin con la cabeza y sali de la
sala.
El doctor agit la campanilla y la sigui hasta el vestbulo. Cuando el criado cerr la
puerta, sinti de sbito una curiosidad irresistible. Enrojeciendo como un nio, orden:
-Sguela hasta su casa y procura averiguar su nombre.
Durante un instante el sirviente se qued mirando a su patrn sin dar crdito a sus odos.
El doctor le seal la puerta en silencio. El criado, ante el mudo mandato, tom el
sombrero y sali presuroso.
El doctor Wybrow regres al consultorio. Diversos sentimientos convulsionaban su
mente. Es que aquella mujer haba infectado de maldad su casa, contagindole su
perversidad? Qu espritu diablico le haba impulsado a degradarse as a los ojos de
su sirviente? Se haba conducido como un bellaco pidindole a un hombre que le serva
fielmente desde haca tantos aos que se convirtiese en espa. Herido por ese
pensamiento corri al vestbulo y abri la puerta. El criado haba desaparecido; era ya
tarde para hacerle volver. Slo poda hacer una cosa para obviar el desprecio que senta
por s mismo: refugiarse en el trabajo. Subi al coche y empez su ronda de visitas.
Si la reputacin del famoso mdico hubiera podido resentirse alguna vez, aqulla
hubiese sido la indicada para ello. Jams haba sido tan poco perspicaz a la cabecera
de sus pacientes. Jams antes haba dejado para maana extender una receta o efectuar
un diagnstico.
Regres a su casa ms temprano que de costumbre, indeciblemente descontento de s
mismo.
El criado haba vuelto. La vergenza impidi que el doctor lo interrogara, pero el
sirviente comunic lo averiguado sin necesidad de que se le preguntara.
-Se trata de la condesa Narona. Vive en...
Sin esperar a or donde viva, el doctor asinti inclinando la cabeza y entr en el
consultorio. El dinero que en vano haba rehusado estaba sobre la mesa. Lo introdujo
en un sobre y escribi sobre ste: "Para los pobres". Llamando al criado, le encarg lo
depositase en la parroquia vecina a la maana siguiente. Fiel a sus deberes, Thomas le
hizo la pregunta de costumbre.
-El seor cena hoy en casa?
Tras vacilar un instante, contest negativamente. Cenara en el club.
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De todas las cualidades morales, la que ms fcilmente se descompone es la llamada
"conciencia". En ocasiones la conciencia es el juez ms severo para el hombre; en otras,
l y su conciencia conviven en los mejores trminos, como cmplices. Cuando el
doctor Wybrow sali de su casa por segunda vez, ni siquiera trat de ocultarse que el
nico motivo que le llevaba a cenar al club era or lo que el mundo saba de la condesa
Narona.
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III Hubo un tiempo en que la murmuracin slo poda encontrarse entre las mujeres. Hoy
los hombres la manejan perfectamente, y el mejor lugar para ello es el saln de
fumadores de un club privado. El doctor encendi un cigarro y ech una mirada en
derredor. La sala estaba llena, pero las conversaciones languidecan. Mas, cuando
pregunt si alguien conoca a la condesa Narona, el silencio se troc en asombro.
Jams nadie (y todos convinieron en ello) haba hecho pregunta ms absurda!
Cualquier persona, por poco de mundo que fuese, conoca a la condesa. Aventurera,
con una reputacin de las ms equvocas de toda Europa: tal era la descripcin que se
haca de aquella mujer de palidez cadavrica y ojos centelleantes.
Descendiendo a lo concreto, cada miembro del club aport su grano de arena al montn
de escndalos a que haba dado lugar la condesa. Era dudoso que se tratase, como ella
aseguraba, de una dama dlmata. Tambin era dudoso que hubiera llegado a casarse
con el conde, cuyo nombre llevaba y del que se deca viuda. Era dudoso, adems, que
el hombre que siempre la acompaaba, y que se haca llamar barn de Rivar y se
presentaba como su hermano, fuese tal barn ni tal hermano.
Los rumores sealaban al barn como un tahur conocido en todos los garitos del
continente. Las maledicencias aseguraban que su supuesta hermana haba escapado
milagrosamente de los tribunales de Viena acusada de complicidad en un
envenenamiento; que en Miln se deca que haba actuado como espa en favor de
Austria; que su casa, en Pars, haba sido denunciada a la polica por violar la
prohibicin del juego, y que su estancia en Inglaterra obedeca al descubrimiento de
ese delito. Slo uno de los presentes la defendi, sealando que su vida y acciones
haban sido cruelmente desfigurados. Pero como aquel paladn era de profesin
abogado, su defensa no convenci a nadie; adems, su actitud corresponda al espritu
de llevar siempre la contraria que distingue a la gente de la toga. Habindosele
preguntado por las circunstancias en las cuales la condesa iba a casarse, el abogado
respondi de modo categrico que las crea altamente honrosas para ambos y que
consideraba al futuro esposo un hombre digno de envidia.
Tras or esto, el doctor despert de nuevo el asombro de los reunidos al preguntar el
nombre del hombre que iba a desposar a la condesa.
Sus amigos decidieron unnimemente que el doctor acababa de llegar de la luna, donde
deba llevar viviendo al menos veinte aos. En vano se excus con cargo a los deberes
de su profesin, asegurando que no dispona ni de tiempo ni de ganas para frecuentar
salones y recoger sus habladuras. Un hombre que no saba que la condesa Narona le
haba pedido dinero prestado a lord Montbarry, en Hamburgo, fascinndole luego hasta
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el punto de que milord pidiese su mano, era seguro que tampoco habra odo hablar del
propio Montbarry. Los jvenes socios, siguiendo la broma, enviaron a un criado a por
el "Anuario de la Nobleza" y leyeron lo concerniente al caballero en cuestin, sin dejar
de intercalar comentarios propios:
"Herbert John Westwick. Primer barn de Montbarry, de Montbarry, Irlanda.
Nombrado par del reino por los valiosos servicios militares en la India. Naci en
1812..." As, pues, tiene ahora cuarenta y ocho aos, doctor... "Soltero..." La semana
que viene se casa con la deliciosa criatura de la que hablamos, doctor. "Presunto
heredero del ttulo: el hermano menor de su seora, Stephen Robert, casado con la hija
menor del reverendo Silas Marden, prroco de Runnigate, de la cual tiene tres hijas.
Son tambin hermanos de su seora los mas jvenes Francis y Henry, solteros.
Hermanas: lady Barville, casada con sir Theodor Barville, barn, y Ana, viuda de Peter
Nortbury, de Norrbury Cross". Conserve usted en la memoria toda esta familia, doctor.
Tres hermanos y dos hermanas. Ninguno de los cinco asistir a la boda, y ninguno
dejar piedra por remover para impedir ese matrimonio. A estos parientes hostiles hay
que aadir otro, una joven sumamente ofendida, que no se menciona en el libro.
Un sbito murmullo de protesta se elev de todos los rincones, impidiendo que el
discurso continuara.
-No pronunciemos su nombre; sera injusto tomar a broma esta parte del asunto; lord
Montbarry no tiene ms que una disculpa, ser tonto o estar loco.
El comentario haba sido acogido con general aquiescencia. Confidencialmente, el
socio que se sentaba a su lado explic al doctor que la joven aludida era la que lord
Montbarry haba abandonado. Se llamaba Agnes Lockwood. Tal como era descrita la
dama aventajaba a la condesa en atractivo fsico, y era muchsimo ms joven que ella.
Aunque tendentes a disculpar las locuras que los hombres cometen a causa de las
mujeres, la obcecacin de Montbarry les pareca monstruosa a todos los presentes,
incluido el abogado.
An era el tema de conversacin el matrimonio de la condesa, cuando entr en el saln
de fumadores otro socio. La conversacin ces de repente. El vecino del doctor le
cuchiche al odo:
-Es un hermano de Montbarry, Henry Westwick.
Al mirar en torno, el recin llegado sonrea amargamente.
-Hablaban de mi hermano -dijo-. No les importe mi presencia. Nadie le desprecia ms
que yo. Adelante, seores... adelante!
Slo el abogado se atrevi a hablar, empeado en la defensa de la condesa.
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-S que no comparten mi opinin -dijo-, pero no me cansar de repetirlo. Creo que la
condesa Narona est siendo tratada cruelmente. Por qu no ha de llegar a ser la esposa
de lord Montbarry? Quin puede asegurar que le gua un mvil econmico para
casarse con l?
El hermano de Montbarry se dio vuelta con brusquedad.
-Yo lo digo! -exclam.
La respuesta hubiese abrumado a cualquier otro. Pero el abogado se irgui, aceptando
el combate.
- Al opinar as me fundo -prosigui el abogado- en que milord dispone apenas de lo
suficiente para mantener su rango, pues sus rentas provienen de fincas en Irlanda de
titularidad compartida.
El hermano de Montbarry, sentndose, hizo un signo de asentimiento.
-Si milord faltara -continu-, lo que podra heredar su viuda es una renta de
cuatrocientas libras anuales con cargo al mayorazgo. Su pensin como retirado y dems
asignaciones mueren con l. Cuatrocientas libras es todo lo que recibir la viuda, si es
que llegara a enviudar.
-No slo eso -fue la rplica-. Mi hermano ha asegurado su vida en diez mil libras, que
deben ser entregadas a la condesa el da de su muerte.
La noticia produjo honda sensacin. Los presentes se miraban unos a otros
pronunciando las palabras "Diez mil libras!"
El abogado, vindose vencido, quiso caer con gallarda.
-Puedo preguntar quin ha impuesto esa condicin en el contrato de matrimonio? -
dijo-. Estoy seguro de que no ha sido la condesa.
-Fue su hermano -contest Henry Westwick-, lo que viene a ser lo mismo.
Despus de esto no haba nada que aadir, cuando menos mientras estuviese presente
el hermano de Montbarry. La conversacin tom otros derroteros, y el doctor regres
a su domicilio.
Pero su mrbida curiosidad acerca de la condesa no haba quedado an saciada. Se
sorprendi preguntndose por qu la familia de lord Montbarry quera impedir aquel
matrimonio. Ms aun, sinti un irresistible deseo de conocer personalmente al
prometido de la condesa. Todos los das, durante los pocos que precedieron a la boda,
escuchaba con atencin las murmuraciones del club con esperanza de obtener noticias
nuevas. Pero nada ocurra, o al menos en el club no se comentaba nada. La posicin de
la condesa era segura; la resolucin de Montbarry inquebrantable. Ambos eran
catlicos romanos, y la boda se celebrara en la iglesia de la plaza de Espaa. Esto fue
todo cuanto pudo averiguar el doctor.
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El da de la boda, tras librar una pequea batalla consigo mismo, sacrific sus enfermos
y sus honorarios y se encamin con disimulo a la iglesia para presenciar la ceremonia.
Durante toda su vida se irritara al recordar lo hecho aquel da!
La boda fue de una discrecin extrema. Un carruaje cerrado se detuvo a la puerta de la
iglesia; un grupo poco numeroso, formado por gente del lugar, principalmente mujeres
ya entradas en aos, estaba desperdigado por el interior del templo. Aqu y all el doctor
entrevi los rostros de algunos compaeros del club, atrados como l por la curiosidad.
Cuatro personas estaban frente al altar, los novios y dos testigos. Uno de ellos era una
mujer de faz ajada que pareca ser la dama de compaa o la doncella de la condesa; el
otro era su hermano, el barn de Rivar. Ninguno iba vestido de etiqueta. Lord
Montbarry era un hombre de edad madura, de aspecto marcial, sin nada que le
distinguiese de la mayora de la gente. El barn de Rivar, por su parte, era un ejemplar
representativo de otro tipo de hombre igualmente corriente. Con su bigote finamente
afilado, sus ojos inquisitivos, su crespa cabellera rizada y la estudiada actitud de la
cabeza, era idntico a los centenares con que uno se tropieza en los bulevares de Pars.
La nica cosa destacable de l era ms bien negativa: no se pareca a su hermana en lo
ms mnimo. Hasta el oficiante no era sino un inofensivo ser de aspecto humilde, que
desempeaba sus funciones resignadamente y luchaba con visibles dificultades
reumticas cada vez que tena que arrodillarse. La nica persona digna de atencin, la
condesa, alz su velo una sola vez al inicio de la ceremonia, y no haba nada en su
sencillo tocado que atrajese una segunda mirada. Jams, a los ojos del doctor, se haba
visto un enlace menos romntico que aqul. De vez en cuando, el doctor echaba una
mirada a la puerta o a los claustros, como si presintiera vagamente la aparicin de algn
extrao que poseyera algn terrible secreto capaz de impedir la continuacin del
servicio religioso. Pero no ocurri nada semejante, nada extraordinario ni dramtico.
Convertidos ya en marido y mujer, ambos desaparecieron, seguidos por los testigos,
para firmar en el libro parroquial. El doctor, sin embargo, continu en su puesto
esperando obstinadamente que ocurriera algo.
Momentos despus, los recin casados regresaron y atravesaron la iglesia. El doctor
Wybrow retrocedi al verlos aproximarse pero, sorprendido y confuso, fue descubierto
por la condesa. La oy decir a su marido:
-Un momento, voy a saludar a un amigo.
Lord Montbarry se inclin y se detuvo. Ella se dirigi al doctor, le tom una mano y se
la apret con fuerza. El doctor advirti como sus ojos centelleaban detrs del velo.
-Ya lo ve, ste es un nuevo paso en el camino que lleva al fin.
-
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Haba susurrado aquellas palabras, y despus volvi a reunirse con su marido. Antes
de que el doctor se hubiese repuesto, lord y lady Montbarry haban subido al carruaje,
que se alej al trote.
En el atrio de la iglesia an estaban los tres o cuatro miembros del club que, como
Wybrow, no haban resistido la curiosidad. Prximo a ellos esperaba el hermano de la
novia. Era evidente que quera ver a la luz del da al hombre a quien su hermana haba
saludado. Sus atrevidos ojos se detuvieron en el rostro del doctor con recelo. Pero la
nube se extingui en el acto, el barn sonri con encantadora cortesa, salud al amigo
de su hermana tocndose el sombrero y se alej.
Los miembros del club se haban agrupado frente a la iglesia. Empezaron con el barn.
-Tiene el rostro de un bribn.
Continuaron con Montbarry:
-Y va a llevarse a Irlanda a esa horrible mujer?
-No... no se atrever a presentarse con ella a sus arrendatarios... saben todo lo referente
a Agnes Lockwood.
-Bien... pero adnde ir?
-A Escocia.
-Querr ella?
-No ms que por una quincena; luego volvern a Londres y enseguida saldrn para el
extranjero.
-De donde ya no volvern, eh?
-Quin sabe! Han observado cmo miraba a Montbarry cuando alz su velo?. Era
atroz. No se ha fijado usted, doctor?
Pero, en aquel momento, el famoso mdico se haba acordado de sus enfermos y ya
estaba ahto de murmuraciones. Sigui el ejemplo del barn de Rivar y se march.
-Un nuevo paso en el camino que lleva al fin! -repiti mientras caminaba-. ;A que fin
se referira?
-
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IV El da de la boda Agnes Lockwood, a solas en el saloncito de su casa londinense, se
ocupaba en quemar las cartas de amor que le escribiera tiempo atrs Montbarry.
La condesa, en la descripcin que haba hecho de ella al doctor Wybrow, haba pasado
por alto la encantadora caracterstica que mejor defina a Agnes: una forma natural de
expresar su bondad y pureza que instantneamente cautivaba al que la trataba.
Representaba menos edad de la que tena. Con su blanca tez y sus tmidas maneras,
pareca lo ms natural del mundo referirse a ella como "una jovencita", aun cuando
realmente rayara en los treinta aos. Viva con una vieja nodriza que la idolatraba, y
dispona de una pequea renta que bastaba para las necesidades de ambas mujeres. En
el rostro de Agnes no se advertan huellas de dolor mientras rompa en pedazos las
cartas de su voluble enamorado, que iba echando al fuego que arda en la chimenea.
Por desgracia para ella, era una de esas mujeres cuyos sentimientos son demasiado
profundos para hallar alivio en las lgrimas. Con helados y temblorosos dedos destrua
las cartas una por una, sin leerlas por ltima vez. Haba desatado el ltimo paquete y
todas las cartas haban ido ya a dar al fuego cuando entr la anciana nodriza
preguntando si acceda a recibir a Henry, el menor de los hermanos Westwick, el
mismo que en el club haba hecho pblico su desprecio por la conducta de su hermano.
Agnes vacil. Una sombra de rubor colore su rostro.
Mucho tiempo antes, Henry Westwick le haba confesado su amor. Ella le haba
confiado que su corazn perteneca a su hermano mayor. Desde entonces, Henry haba
empezado a tratarla con el afecto de un hermano. Por ello, la presencia de Henry nunca
le haba resultado embarazosa a Agnes. Pero ahora, el mismo da en que su hermano
haba contrado matrimonio con otra mujer, palpitante an la traicin, se senta
vagamente desconcertada ante la idea de verle. La anciana, al advertir su vacilacin,
tom partido por el joven Westwick.
-Sale de viaje -observ-, y dice que slo desea despedirse.
La frase produjo su efecto. Agnes resolvi recibir a su primo.
Tan poco tard Henry en entrar en la salita que an pudo sorprender a Agnes echando
al fuego los ltimos trozos de papel. Ella, sin dar tiempo a que Henry la saludara,
pregunt:
-Cmo un viaje tan repentino? Se trata de un asunto de negocios?
En vez de responder, l seal hacia las cenizas de la chimenea.
-Ests quemando cartas?
-S.
-Las suyas?
-
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-S.
Henry torn su mano con un gesto de ternura.
-No supona que mi visita podra importunarte, pero comprendo que desees estar sola.
Perdona, Agnes. Vendr a verte a mi regreso.
Ella le invit a tomar asiento con una sonrisa.
-Nos conocemos desde que ramos nios -dijo-. Mi amor propio no se siente herido
por tu presencia. Por qu tendra que guardar secretos contigo? Me deshago de todo
cuanto perteneci a tu hermano. Nada debo conservar que me recuerde aquellos das.
He sentido una dolorosa sensacin al quemar la ltima carta. No... no porque fuese la
ltima, sino porque contena esto. -Abri la mano mostrando un mechn de cabellos
atado con un hilito de oro-. En fin... vaya con lo dems!
Y lo ech a las llamas. Por un momento se mantuvo de espaldas a Henry, apoyada en
el baco y con la mirada fija en el hogar. El joven tom la silla que ella le haba sealado
con una extraa y contradictoria expresin en su semblante; se vean lgrimas en sus
ojos mientras la indignacin le haca fruncir las cejas. Murmur para s:
-Desgraciado estpido!
Agnes recuper su sangre fra, y volvindose, le pregunt:
-Bien, Henry, y por qu ese viaje?
-Estoy fuera de m, Agnes, y necesito un cambio.
Hubo una pausa. El rostro de Henry deca claramente que estaba pensando en ella al
responder de aquel modo. Agnes le estaba agradecida, pero su pensamiento no estaba
con l, sino con el hombre que la haba abandonado. Dirigi de nuevo su mirada al
fuego.
-Es verdad que se han casado hoy? -dijo despus de un largo silencio.
l contest secamente:
-S.
-Fuiste a la iglesia?
La pregunta pareci ofenderle.
-Ir yo a la iglesia? -exclam-. Mejor ira al...
Y se detuvo.
-Cmo puedes preguntarme eso? -aadi ya ms tranquilo-. No he vuelto a hablar con
mi hermano, ni lo he visto desde que te trat como el canalla que es.
Ella le mir sin pronunciar palabra. l la comprendi y le pidi perdn. Pero segua
airado.
-Muchos hombres reciben su castigo en esta vida -dijo-. Y l llorar cuando piense en
el da en que se cas con esa mujer!
-
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Agnes tom una silla y se sent a su lado, mirndole con cariosa sorpresa.
-Es justo tomarla con ella porque tu hermano la ha preferido a m? -observ.
Henry se volvi con acritud.
-Y eres t quien va a salir en defensa de la condesa?
-Por qu no? -contest Agnes-. No tengo ningn resentimiento contra ella. La nica
vez que la he visto me pareci una persona singularmente tmida y nerviosa, hasta
enfermiza... tanto que se desmay. Por qu no hacerle justicia? No ha tenido intencin
de perjudicarme... no saba nada acerca de mi compromiso...
Henry levant la mano, impaciente, y la hizo callar.
-No puedo sufrir que hables con tamaa resignacin despus de la escandalosa manera
en que te han tratado. Trata de olvidarlos a ambos. Ojal pudiera ayudarte a ello!
Agnes puso una mano sobre su brazo.
-Eres muy bueno, Henry; pero no me entiendes. Yo estaba pensando en mi dolor de
manera diferente cuando entraste. Me preguntaba si lo que ha llenado por completo mi
corazn y ha absorbido lo mejor y ms sincero de mi ser puede desaparecer como si
jams hubiese existido. He destruido todas las cosas materiales que pueden hacrmelo
recordar. No lo ver ms. Pero est completamente roto el lazo que nos uni un da?
Estoy separada de lo malo o lo bueno de su vida, como si jams le hubiese conocido
y amado? Qu crees, Henry? Yo no puedo creerlo.
-Si pudieses castigarlo como se merece -contest Henry speramente-, estara de
acuerdo contigo.
No bien hubo terminado de pronunciar estas palabras que la nodriza apareci de nuevo
en la puerta, anunciando una visita.
-Siento mucho molestarla, querida, pero ah est Mrs. Ferrari, que quiere hablar un
momento con usted.
Agnes se dirigi a Henry antes de contestar.
-Recuerdas a Emily Bidwell, mi alumna favorita en la escuela del pueblo, que fue
despus mi camarera? Me dej para casarse con un gua o un recadero italiano llamado
Ferrari... Me temo que habr sufrido una decepcin. Te importa que la reciba aqu
mismo?
Henry se levant para marcharse.
-Me alegrar ver a Emily en otra ocasin -dijo-, pero ahora debo irme. Estoy
confundido, Agnes; si sigo aqu acabar diciendo cosas que... que es mejor no decir
ahora. Esta noche cruzar el canal y ver qu tal me prueba un cambio de aires durante
unos meses. -Le tendi la mano-. Hay algo que yo pueda hacer por ti? -pregunt
ansiosamente.
-
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Ella le dio las gracias y trat de retirar su mano.
-Dios te bendiga, Agnes! -balbuce Henry con los ojos fijos en el suelo.
De nuevo enrojeci, pero luego su rostro se puso plido; Agnes lea en aquel corazn
como en el suyo propio, pero estaba muy apenada para hablar. El joven se llev la
mano de Agnes a los labios, la bes con fervor y, sin mirarla, abandon la estancia. La
anciana nodriza lo esperaba junto a la puerta. Ella no haba olvidado la poca en que el
joven fue un rival poco afortunado de su hermano.
-No se desanime, Mr. Westwick -cuchiche con la falta de escrpulos de las personas
que creen obrar bien-. Insista cuando vuelva.
Al quedar sola, Agnes dio unos pasos en la habitacin tratando de serenarse. Se detuvo
frente a una acuarela que haba pertenecido a su madre; era su propio retrato cuando
nia.
-Qu felices seramos -pens con tristeza- si no creciramos nunca!
La esposa del gua apareci en la puerta; era pequeita, de aspecto melanclico, con
pestaas muy claras y ojos de mirada vaga. Padeca una tosecilla crnica. Agnes
estrech afablemente su mano.
-Y bien, Emily -dijo-, en qu puedo serte til?
La mujer dio una extraa respuesta:
-Casi temo decrselo, seorita.
-Tan difcil de conceder es lo que deseas? Vamos; sintate y oigamos lo que te trae.
Cmo se porta contigo tu marido?
Los ojos incoloros de Emily miraron con ms vaguedad que nunca.
Inclin la cabeza y suspir resignadamente.
-En realidad no tengo queja de l, seorita. Pero temo que no me tiene afecto, ni inters
por su casa. Casi puedo asegurar que le cansamos. Sera mejor para ambos, seorita,
que se fuera de Londres una temporada... esto, sin hablar de dinero, que empieza a
faltar, desgraciadamente.
Se llev el pauelo a los ojos y suspir con mayor resignacin que antes.
-No lo acabo de entender -apunt Agnes-. Crea que tu marido haba sido contratado
para acompaar a unas seoras por Suiza e Italia.
-S seorita, pero hemos tenido mala suerte. Una de las seoras se ha puesto enferma y
las otras no quieren viajar sin ella. Le dieron un mes de salario como compensacin,
pero como estaba contratado para todo el otoo y el invierno... figrese lo que hemos
perdido.
-Lo lamento, Emily. Esperemos que se le presente otra ocasin.
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-Hay tanto gua sin trabajo, seorita, que no es fcil. Si alguien pudiese recomendarlo
personalmente...
Se detuvo, dejando el resto de la frase a la comprensin de su interlocutora.
Agnes comprendi perfectamente.
-Quieres que yo lo recomiende? -pregunt- Por qu no decirlo francamente?
Emily se ruboriz.
-Sera tan bueno para mi marido -aleg confusamente-. Esta maana se ha recibido en
la asociacin de guas-intrpretes una carta pidiendo uno para seis meses. El turno le
toca a otro, pero si usted lo recomendara...
Se detuvo de nuevo, suspir y se qued mirando la alfombra, un tanto avergonzada.
Agnes empez a impacientarse ante el tono misterioso con que hablaba Mrs Ferrari.
-Si lo que necesitas es que se lo pida a alguno de mis amigos -dijo-, por qu no
empiezas dicindome su nombre?
La mujer del intrprete empez a gimotear.
-Me da vergenza decirlo, seorita.
Por primera vez, Agnes habl con aspereza.
-Tonteras, Emily! Dame su nombre... o dejemos el asunto... lo que prefieras.
Emily hizo un desesperado esfuerzo. Apret el pauelo entre las manos, y pronunci
el nombre como quien dispara un tiro aterrorizado.
-Lord Montbarry!
Agnes se puso en pie y la mir fijamente.
-Me has engaado -dijo con serenidad, pero con una expresin que la mujer del gua
no haba visto nunca en ella-. Sabiendo lo que sabes, deberas comprender que me es
imposible escribirle a lord Montbarry. Te crea con sentimientos ms delicados. Siento
haberme equivocado.
Emily conservaba la suficiente dignidad como para acusar el reproche. Se encamin
con aire melanclico hacia la puerta.
-Le pido perdn, seorita. No soy tan insensible como cree. De todos modos le pido
perdn.
Abri la puerta. Agnes la llam. Haba algo en la actitud de aquella mujer que era capaz
de conmover su natural bondadoso.
-Ven -dijo-, no debemos separarnos de esta manera. No dejemos en pie ningn
malentendido. Qu esperabas de m?
Emily era demasiado lista para guardar ya reserva.
-Mi marido va a enviar sus referencias a lord Montbarry, que est en Escocia. Lo nico
que deseaba, seorita, era que le permitiese poner en su carta que usted me conoca
-
Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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desde nia y que se interesaba por mi bienestar. Pero ya no se lo pido, seorita. No deb
haberlo hecho.
Los recuerdos de antao, tanto como las tribulaciones del presente, pugnaban en Agnes
en favor de la mujer del gua-intrprete.
-Despus de todo se trata de un pequeo favor -dijo hablando bajo el impulso de la
bondad, el ms fuerte impulso de su naturaleza-. Pero no estoy segura de si debo
permitir que mi nombre se mencione en la carta de su marido. Repteme exactamente
lo que l quiere decir.
Emily repiti las palabras, y luego hizo una de esas sugerencias que tienen un valor
especial para personas no acostumbradas al uso de la pluma.
-Por qu no escribe usted lo que l puede decirle?
Por pueril que fuese la idea, Agnes la acept.
-Si he de permitir que mencionen mi nombre -dijo-, es preciso que, al menos, sepamos
de qu manera.
Escribi lo ms breve y sencillamente posible: "Me atrevo a aadir que mi mujer
conoce a miss Agnes Lockwood desde su infancia, y sta se interesa mucho por nuestro
bienestar". Reducido esto a sus reales proporciones, nada haba all que implicase que
Agnes haba permitido la referencia o tenido conocimiento de ella. Despus de un corto
momento de dudas, le tendi el papel a Emily.
-Que tu marido lo copie exactamente, sin alterar una sola palabra -dijo-. Con esta
condicin, acepto.
Emily qued agradecida y emocionada. Agnes se las arregl para dar por acabada la
conversacin.
-No me des tiempo a que me arrepienta -dijo.
Y Emily sali a escape.
-Se ha roto pues por completo el lazo que nos uni un da? Su buena o su mala fortuna
me son tan indiferentes como si nunca le hubiese amado?
Pensando as, Agnes mir la hora en el reloj de la chimenea. No haca an ni diez
minutos que se haba hecho estas mismas preguntas. La sobrecogi pensar en que
forma tan vulgar haban sido contestadas. El correo de aquella noche llevara su
recuerdo, una vez ms, a la mente de lord Montbarry, simplemente con motivo de la
eleccin de un sirviente.
Dos das despus recibi una carta de Emily respirando gratitud. Ferrari haba sido
contratado por lord Montbarry en calidad de gua e intrprete.
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SEGUNDA PARTE
V Tras estar tan slo siete das en Escocia, lord y lady Montbarry regresaron a Londres
inesperadamente. Frente a las montaas y lagos de las Highlands, milady no haba
mostrado el menor inters en conocerlos. Al preguntarle la razn responda con
laconismo:
-He estado en Suiza.
En Londres permanecieron otra semana en un completo aislamiento. Un da, la nodriza
de Agnes lleg en un estado de inusual excitacin de un recado al que haba sido
enviada por la joven. Al pasar frente a la puerta de un famoso dentista, se haba topado
con lord Montbarry, que sala de all en aquel momento. La buena mujer lo describa,
con malicioso placer, como muy desmejorado.
-Tiene las mejillas hundidas y la barba encanecida. Confo en que el dentista le habr
hecho ver las estrellas!
Sabiendo cuanto odiaba la fiel domstica al hombre que la haba abandonado, Agnes
rebaj instintivamente los colores del cuadro que la anciana haba pintado. Pero aquello
la sumi en un inquietante desasosiego. Si sala a la calle mientras lord Montbarry
estuviese en Londres, cmo podra estar segura de que no se tropezara con l? Aun
cuando se senta avergonzada por sus absurdos temores, permaneci en casa dos das
sin atreverse a salir. Al tercero, las noticias de sociedad de la prensa londinense
anunciaron la partida de lord Montbarry con su esposa hacia Pars, camino a Italia.
Mrs Ferrari, que apareci aquella misma tarde, inform a Agnes de que Andrea, su
marido, haba partido, no sin antes haberse despedido de ella dndole grandes muestras
de cario; la perspectiva del viaje haba sin duda humanizado al gua. Tan slo una
criada acompaaba a los viajeros, la doncella de lady Montbarry, una mujer huraa e
intratable en palabras de Emily. El hermano de milady, el barn de Rivar, estaba ya en
el continente europeo. Se haba convenido que se unira a los recin casados en Roma.
Uno a uno, los montonos meses se fueron sucediendo en la vida de Agnes. Afrontaba
su situacin con admirable valor; reciba a sus amigos y ocupaba sus horas de ocio en
la lectura y la pintura, haciendo todo lo posible para apartar su mente de las
melanclicas reminiscencias del pasado. Pero haba amado con demasiada fidelidad;
la herida haba sido demasiado profunda como para sentir un rpido efecto de los
remedios que empleaba. Las gentes que la vean cotidianamente, engaados por la
serenidad de sus maneras, estaban seguros de que "Miss Lockwood iba
sobreponindose a su decepcin". Pero una antigua amiga, compaera de colegio, que
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Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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fue a visitarla a su paso por Londres, qued visiblemente apenada tras charlar con ella.
Se trataba de Mrs. Westwick, esposa del hermano segundo de lord Montbarry, el cual,
segn aquel "Anuario de la Nobleza", era el heredero del ttulo. Su esposo estaba en
Amrica, donde haba ido a inspeccionar una propiedad que posea. Mrs. Westwick se
empe en que Agnes la acompaara a Irlanda, donde resida.
-Ven y me hars compaa hasta el regreso de mi esposo. Mis nias te idolatran; la
nica persona que no conoces es el aya y estoy segura de que te gustar. Haz tu equipaje
y maana, de camino a la estacin, te recoger.
La invitacin no poda ser ms cordial. Agnes acept encantada. Durante tres meses
fue la husped de su amiga. Las nias la abrazaron llorando el da de su partida; la ms
pequea quera irse con ella a Londres. Medio en serio, medio en broma, le dijo a su
amiga al despedirse:
-Si tu aya se fuese, gurdame la plaza.
Mrs. Westwick ri. Las nias lo tomaron en serio y prometieron avisarla.
El mismo da en que Agnes lleg a Londres, los viejos recuerdos que tanto anhelaba
olvidar volvieron a asaltarla. Tras los besos y abrazos del encuentro, la nodriza le
anunci:
-Ha venido Mrs. Ferrari, completamente desolada. Ha preguntado cundo estara usted
en casa. Su marido ha dejado a lord Montbarry sin avisar... y nadie sabe lo que ha sido
de l.
Agnes la mir atnita.
-Ests segura de lo que dices? -pregunt.
La anciana estaba completamente segura.
-Desde luego! La noticia se ha sabido por la asociacin de guas-intrpretes, en Golden
Square... por boca del secretario, seorita Agnes, del secretario en persona!
Al or esto, Agnes se sinti tan sorprendida como alarmada. Como an era temprano,
hizo enviar un recado a Mrs. Ferrari participndole su regreso.
Una hora ms tarde apareci la mujer del gua tremendamente agitada. Su relato, una
vez pudo articularlo, confirm en todo lo dicho por la nodriza.
Despus de recibir con regularidad cartas de su marido, fechadas en Pars, Roma y
Venecia, Emily haba escrito dos veces a esta ltima ciudad sin obtener respuesta.
Intranquila, se dirigi a Golden Square, sede de la asociacin, por si all saban algo.
Aquella maana el secretario haba recibido una carta de Venecia con noticias
alarmantes acerca de Ferrari... Su mujer haba pedido una copia de la carta, y en aquel
momento se la tenda a Agnes.
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El firmante deca que haba llegado recientemente a Venecia. Haba odo decir que
Ferrari resida con lord y lady Montbarry en un antiguo palacio veneciano que haban
alquilado por una temporada. Siendo amigo de Ferrari fue a hacerle una visita. Llam
a la puerta que da al canal sin que le respondiese nadie, por lo que se encamin a una
puerta lateral situada en un estrecho callejn. All, de pie en el umbral, como si esperase
a alguien, se hallaba una mujer muy plida, de grandes ojos negros, lady Montbarry en
persona.
Le pregunt en italiano qu deseaba. Le explic que deseaba ver al gua Ferrari, si era
posible. La dama le cont que Ferrari haba dejado el palacio sin dar razn alguna, y
sin siquiera dejar sus seas para que le pudiera ser remitida la mensualidad que se le
deba. Sorprendido por esta respuesta, el firmante pregunt si Ferrari haba ofendido a
alguien o haba participado en alguna ria. Se le contest que no. La dama dijo que
poda asegurar donde quiera que fuese que Ferrari haba sido tratado en su casa con
amabilidad. Aadi que estaban perplejos por aquella misteriosa desaparicin. "Si sabe
usted algo", concluy, "avsenos, para que podamos enviarle su paga".
Despus de otras preguntas relativas al da y hora en que Ferrari sali del palacio por
ltima vez, el firmante se despidi de milady.
Inmediatamente se dedic a hacer las oportunas averiguaciones, sin obtener el menor
resultado. Nadie recordaba haber visto a Ferrari. No haba nadie a quien hubiera
confiado sus intenciones. Nadie saba nada importante sobre los ocupantes del casern,
ni siquiera tratndose de personas tan significadas como lord y lady Montbarry. Se
deca que la camarera de milady haba dejado el servicio de sta, antes de la
desaparicin de Ferrari, regresando a su pueblo con su familia, y que lady Montbarry
no haba buscado sustituta. De milord se deca que estaba muy delicado de salud.
Vivan en el ms absoluto retiro; no reciban visitas, ni siquiera de sus compatriotas.
Las tareas domsticas las realizaba una mujer tan vieja como estpida que dijo no
conocer al gua y que jams haba visto a lord Montbarry, recluido ya en su habitacin.
Milady, "una amable y generosa dama", cuidaba sin descanso a su noble esposo. En la
casa no haba otros sirvientes. La comida la encargaban en una fonda. A milord, se
deca, no le gustaba ver caras extraas. Su cuado, el barn de Rivar, estaba casi
siempre en los stanos ocupado en experimentos qumicos, segn haba contado
milady. De all surgan, a menudo, olores repugnantes. ltimamente haba sido
llamado un mdico, muy conocido en Venecia, para que viese a milord. Habiendo
interrogado al doctor, este dijo que jams haba visto a Ferrari, pues fue a palacio con
fecha posterior a su desaparicin. Al parecer lord Montbarry padeca una bronquitis,
pero, hasta el presente, no precisaba serios cuidados. Si se presentaran sntomas
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alarmantes, y de acuerdo con milady, se celebrara una consulta. Por lodems, se haca
lenguas de milady; noche y da se mantena a la cabecera del enfermo.
ste era el relato del gua amigo de Ferrari. La polica estaba sobre el asunto, y en su
sagacidad depositaba la mujer de Ferrari su ltima esperanza.
-Qu piensa usted, seorita? -pregunt la pobre mujer ansiosamente-. Qu me
aconseja que haga?
Agnes no saba realmente qu decirle; haba tenido que hacer un esfuerzo para atender
a lo que Emily le deca. Las referencias del gua a Montbarry, la noticia de su
enfermedad, la melanclica imagen de su reclusin, haban abierto la mal cicatrizada
herida. Ni siquiera pensaba en el gua; su mente estaba en Venecia, junto a la cabecera
del enfermo.
-No s qu decirte -contest-. No tengo experiencia en asuntos tan graves.
-Cree usted que podra ayudarla la lectura de las cartas de mi marido? Slo son tres...
y no muy largas.
Agnes, compasiva, las ley.
El tono no era de los ms tiernos. Excepto las frases convencionales, "Querida Emily"
y "siempre tuyo", el resto trataba de asuntos corrientes. En la primera carta, lord
Montbarry no sala muy bien librado. "Maana salimos de Pars. Lord Montbarry no
me gusta demasiado. Es fro y orgulloso, y entre nosotros, cicatero. Lo he visto discutir
por algunos cntimos con el dueo de la fonda; y dos o tres veces se han cruzado duras
palabras entre los recin casados a causa de la frecuencia con que milady visita las
tiendas de modas. "No puedo soportarlo; es preciso que te atengas a tu asignacin":
estas palabras las ha odo milady ms de una vez. Lady Montbarry es muy agradable.
Tiene esas finas y fciles maneras extranjeras; me trata como si fuese un ser humano
de su misma categora".
La segunda carta estaba fechada en Roma.
"Los caprichos de milord", deca Ferrari, "nos tienen en perpetuo movimiento. Se est
volviendo exageradamente inquieto. Creo que eso depende del estado de su espritu.
Quiero decir, de penosos recuerdos; con frecuencia le sorprendo embebido en la lectura
de cartas antiguas cuando milady sale a la calle. Debamos habernos detenido en
Gnova, pero nos hizo salir deprisa y corriendo. Otro tanto pas en Florencia. Aqu, en
Roma, milady insiste en permanecer algn tiempo. El barn se nos ha unido. Por cierto
que l y milord, segn me ha contado la doncella de milady, tuvieron al poco tiempo
una agria disputa. El barn le pidi dinero prestado a lord Montbarry. Milord se neg
en una forma que ofendi a su cuado. Milady intervino e hizo que se dieran las
manos".
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La tercera y ltima carta proceda de Venecia.
"Ms economas de milord! En lugar de alojarse en un hotel, nos hemos metido en un
inmenso, agrietado y vetusto palacio. Hemos alquilado el casern por dos meses, a muy
buen precio. Milord quera alquilarlo por ms tiempo, pues dice que la tranquilidad de
Venecia le sienta bien a sus nervios, pero no ha podido ser porque un extranjero lo ha
adquirido para convertirlo en hotel. El barn contina con nosotros y hay un cmulo
de disputas a propsito del dinero. El barn no me gusta ni pizca, y milady no me
guarda ya las mismas atenciones. La compaa de su hermano le ha agriado un poco el
carcter. Milord paga puntualmente; es para l una cuestin de honor, y aunque le
repugna separarse de su dinero, cumple estrictamente sus compromisos. Yo recibo mi
salario los ltimos das de cada mes, ni un cntimo de propina, por ms que hago
muchas cosas que no son de mi incumbencia. Imagnate al barn pidindome dinero
prestado! Es un jugador impenitente. No quise creerlo cuando me lo dijo la doncella
de milady, pero me he convencido plenamente. He visto, adems, otras cosas que... en
fin, no son para que aumente mi respeto hacia el barn ni hacia milady. La doncella me
ha dicho que va a despedirse. Es una respetable seora inglesa, y no encuentra las cosas
tan fciles como yo. La vida aqu es muy aburrida. No tenemos vida social, ni fuera ni
dentro; nadie ve a milord, ni siquiera el cnsul. Cuando sale, lo hace solo, y casi
siempre cuando ha anochecido. En casa se encierra en sus habitaciones con sus libros,
y ve a su mujer y al barn tan poco como le es posible. Creo que estamos abocados a
una crisis. Si se despiertan las sospechas de milord, las consecuencias sern terribles.
Provocado, Montbarry es hombre que no se detendra ante nada. De todos modos, la
paga es buena, y no puedo dejar mi puesto como ha hecho la doncella de milady".
Agnes dej las cartas a un lado. Sus sentimientos de vergenza y disgusto la
mantuvieron en silencio un buen rato.
-Lo nico que puedo aconsejar -dijo despus de pronunciar algunas palabras de
esperanza y consuelo-, es que consultemos a alguien de mayor experiencia que la
nuestra. Te parece bien que escriba a mi abogado, un buen amigo, pidindole que
venga a aconsejarnos?
Emily acept con agradecimiento. Se convino una hora para reunirse al da siguiente;
las cartas quedaron en poder de Agnes, y la esposa del gua se march.
Con el corazn desfallecido, Agnes se dej caer en el sof. La nodriza, solcita, se
acerc con una reconfortante taza de t. Su amena charla acerca de los quehaceres
domsticos y la caresta del mercado ayud a despejar un tanto la mente de la joven.
Continuaban hablando cuando reson un fuerte campanillazo en la puerta. La anciana
corri a abrir, y enseguida entr en la sala Mrs. Ferrari. Pareca haber enloquecido.
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-Ha muerto! Lo han asesinado!
Fue lo nico que pudo decir. Cay de rodillas junto al sof, extendi los brazos... y
rod presa de un desmayo. La nodriza, indicando a Agnes que abriese las ventanas,
trat de hacer volver en s a Emily.
-Qu es esto? -dijo-. Tiene un papel en la mano. Vea lo que es, seorita.
El sobre, evidentemente escrito con letra desfigurada, estaba dirigido a Mrs. Ferrari. El
matasellos era de Venecia. Contena una hoja de papel y otro sobre ms pequeo,
cerrado.
En el papel slo se vea una lnea. Con la misma letra estaba escrito:
"Para que usted se consuele de la prdida de su marido". Agnes abri el sobre. Contena
un billete del Banco de Inglaterra por valor de mil libras esterlinas.
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VI Al da siguiente, el amigo y abogado de Agnes, Mr. Troy, acudi a la hora convenida.
Mrs. Ferrari, aunque segua persuadida de que su esposo estaba muerto, se haba
repuesto lo bastante como para poder tomar parte en la entrevista; con la ayuda de
Agnes le cont al abogado lo poco que se saba acerca de la desaparicin de su esposo,
mostrndole las cartas.
Mr. Troy ley primero las tres cartas escritas por Ferrari y dirigidas a su esposa;
despus, la carta escrita por el amigo de Ferrari describiendo su visita al palacio y su
conversacin con lady Montbarry; luego la lnea del escrito annimo que acompaaba
al extraordinario regalo de mil libras.
Conocido por ser el abogado que represent a lady Lydiard en una famosa causa
conocida con el nombre de "el dinero de milady", Mr. Troy posea no slo profundos
conocimientos y experiencia, sino que era un verdadero hombre de mundo. Estaba
dotado de la capacidad de juzgar a las personas de un solo golpe de vista, y lo
caracterizaban un humor sarcstico y una naturaleza escptica. Caba, sin embargo,
preguntarse si era l el consejero ms apropiado para la joven Mrs. Ferrari, quien, aun
con todas sus domsticas virtudes, era esencialmente una mujer comn y corriente. Mr.
Troy no era la persona ms adecuada para captar sus simpatas, pues era exactamente
el polo opuesto a lo comn y corriente.
-Esta pobre seora parece enferma!
Con estas palabras, refirindose a Mrs. Ferrari con tan poca cortesa como si ella no
estuviera presente, el abogado inici su labor como consejero.
-Ha sufrido un golpe terrible! -explic Agnes.
Mr. Troy se volvi hacia la joven y la mir con compasin. Distradamente,
tamborileaba con los dedos sobre la mesa. Por fin habl.
-Querida seora, cree usted que su esposo ha muerto?
Mrs. Ferrari se llev el pauelo a los ojos. La palabra "muerto" no era suficiente.
-Asesinado! -dijo lgubremente.
-Por qu? Y por quin? -pregunt Mr. Troy.
Mrs. Ferrari pareci tener alguna dificultad para encontrar la respuesta.
-Ya ha ledo usted las cartas de mi marido, caballero -empez-. Supongo que
descubri...
Y se detuvo.
Qu descubri?
La paciencia tiene sus lmites, incluso para una mujer angustiada. La pregunta,
formulada glidamente, irrit a Mrs. Ferrari, que al fin decidi hablar claramente.
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-Pues a lady Montbarry y al barn! -exclam con histrica vehemencia-. El barn es
tan hermano de esa aventurera como yo. La maldad de esos desalmados ha cado sobre
mi pobre esposo en cuanto se han percatado de que lo saba todo. La doncella de milady
se despidi por esta causa. Si Andrea hubiese hecho lo mismo an vivira. Lo han
asesinado para evitar que el escndalo llegase a odos de lord Montbarry.
Mrs Ferrari haba dado su opinin con frases entrecortadas pero en forma muy
enrgica.
Reservndose la suya, Mr. Troy la escuchaba asintiendo satricamente.
-Muy enrgicamente expuesto, Mrs. Ferrari -dijo-. Construye muy bien sus
conclusiones. De ser usted un hombre hubiera compuesto un buen abogado. Sin duda
agarrara al jurado por el cuello. Pero complete usted el caso, hgame el favor. Dganos
quin le ha enviado esa carta con el billete. Los dos "desalmados" que asesinaron a Mr.
Ferrari probablemente no habrn echado mano al bolsillo para enviarle a usted las mil
libras. Quin ha sido? El matasellos es de Venecia. Tiene usted algn amigo en esa
potica ciudad que posea un gran corazn y un no menor bolsillo, y capaz de consolarla
permaneciendo en el misterio?
No era fcil responder a eso. Mrs. Ferrari comenz a sentir hacia Mr. Troy los primeros
sntomas de algo parecido al odio.
-No le comprendo -dijo-. Ni me parece este un asunto para tomrselo a broma.
Agnes intervino por primera vez. Aproxim su silla a la de su abogado.
-En su opinin, cul es la explicacin ms probable? -le pregunt.
-Ofender a Mrs. Ferrari si la expongo -contest Mr. Troy.
-No, seor, de ningn modo! -exclam Mrs. Ferrari, que odiaba ya a Mr. Troy sin
reservas.
El abogado se reclin en su butaca.
-Muy bien -dijo con su acento ms jovial-. Me explicar. Ante todo, seora, no le
discuto su opinin sobre lo que pueda haber pasado en el viejo palacio de Venecia.
Tiene usted las cartas de su marido, que en cierto modo la justifican, y est el hecho
significativo de que la doncella de lady Montbarry abandon su servicio. Diremos,
pues, que lord Montbarry ha sido vctima de una ofensa... que fue Mr. Ferrari el primero
en descubrirlo... y que los culpables tenan razones para temerlo, no slo porque poda
dar parte a lord Montbarry de su descubrimiento, sino porque en caso de ir a dar el
asunto a los tribunales hubiera sido un importante testigo de cargo contra ellos. Ahora
bien, admitiendo todo esto, mi conclusin es enteramente opuesta a la suya. En ese
hogar, su marido estaba en una situacin muy equvoca. Qu poda hacer? Si no fuera
por el billete y la nota que le han sido enviados, dira que haba obrado prudentemente
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Por una Cultura Nacional, Cientfica y Popular!
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retirndose sin dejar rastro para no verse mezclado en el asunto. Pero el dinero modifica
esta opinin, desfavorablemente por lo que concierne a Mr. Ferrari. Crea que se haba
quitado de en medio, pero ahora digo que se le ha pagado para ello... y ese billete es el
precio de su silencio.
Los incoloros ojos de Mrs. Ferrari brillaron instantneamente; su color cetrino se torn
de un hermoso escarlata.
-Eso no es cierto! -protest-. Mi marido es incapaz de semejante cosa!
-Ya le dije que se ofendera -observ Mr. Troy.
De nuevo intervino Agnes en son de paz. Tom de la mano a la ofendida y le pidi al
abogado que reconsiderara su teora con respecto a Ferrari. La interrumpi la nodriza
tendindole una tarjeta. Era de Henry Westwick; escrito a lpiz se lea: "Traigo malas
noticias. Permteme que te vea un momento, aunque sea en la puerta". Agnes dej
inmediatamente la estancia.
A solas con Mrs. Ferrari, Mr. Troy dej que su buen carcter surgiese desde el fondo
hasta flotar en la superficie. Trat de hacer las paces con la esposa del gua.
-Tiene usted perfecto derecho, querida ma, a rechazar cualquier consideracin que
denigre a su marido -empez-, y alabo su calurosa defensa. Pero recuerde mi
obligacin, tratndose de asunto tan grave, de exponer francamente mi opinin. No he
querido herirla. Sin embargo, mil libras esterlinas es una cantidad muy estimable, y
cualquiera puede ser perdonado por sucumbir a la tentacin guardando silencio y
ocultndose durante un tiempo. Mi nico inters es que nos aproximemos en lo posible
a la verdad. Si me da tiempo, no creo que hayamos de desesperar de encontrar a su
marido.
La esposa de Ferrari escuchaba sin convencerse; su cerebro, no muy sobrado de
inteligencia y ocupado por completo por su desfavorable opinin sobre Mr. Troy, no
conservaba espacio para rectificar su primera impresin.
-Le estoy muy agradecida, caballero -fue todo lo que dijo. Sus ojos fueron ms
comunicativos, pues aadieron en su lenguaje: "Puede usted decir cuanto guste; no se
lo perdonar ni en la hora de mi muerte".
Mr. Troy entendi perfectamente. Dio, con gran naturalidad, media vuelta en su silln,
se meti las manos en los bolsillos y se puso a mirar los cristales del balcn.
Despus de un rato de silencio, se abri la puerta del saln.
Mr. Troy se gir de nuevo, volvindose hacia la mesa, esperando ver a Agnes.
Sorprendentemente, en lugar de Agnes estaba una persona que le era completamente
extraa, un caballero en la flor de la edad en cuyo agraciado semblante se apreciaban
seales de dolor y embarazo. Mir a Mr. Troy y le salud gravemente.
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-He tenido el triste deber de darle a miss Lockwood una noticia que la ha impresionado
mucho -dijo-. Se ha retirado a su habitacin. Vengo a excusarla y a contarle algo en su
lugar.
Habiendo hecho su presentacin en estos trminos, distingui a Mrs. Ferrari y le tendi
la mano con simpata.
-Hace aos que no nos vemos, Emily -dijo-, y temo que haya usted olvidado al
"seorito Henry" de aquellos tiempos.
Emily, con cierta confusin, pronunci algunas frases de reconocimiento y luego
aadi si poda serle de alguna utilidad a miss Lockwood.
-La nodriza est con ella -contest Henry-; dejmosla sola.
Se dirigi de nuevo a Mr. Troy.
-Soy Henry Westwick, hermano menor del difunto lord Montbarry.
-El difunto lord Montbarry! -exclam el abogado.
-Mi hermano muri anoche, en Venecia. Aqu est el telegrama.
Y tendi el papel a Mr. Troy.
"A Stephen Robert Westwick. Hotel Newbury. Londres. Es intil que emprenda viaje.
Lord Montbarry ha muerto de una bronquitis a las 8.40 de esta noche. Detalles por
correo."
-Recelaba algo as? -pregunt el abogado.
-No puedo decir que nos haya cogido enteramente por sorpresa -contest Henry-. Mi
hermano Stephen, que es ahora el cabeza de familia, recibi un telegrama hace tres das
diciendo que se haban presentado sntomas alarmantes, por lo que se haba llamado a
un nuevo mdico. Mi hermano contest que sala de Irlanda para Londres, de paso para
Venecia, y que si le ocurra algo le telegrafiasen a su hotel. Lleg un segundo
telegrama. Anunciaba que lord Montbarry estaba prcticamente inconsciente y que en
sus breves momentos de lucidez no reconoca a nadie. Mi hermano decidi permanecer
en Londres en espera de ms amplia informacin. El tercer telegrama es el que tiene
usted en sus manos. Es todo cuanto se sabe hasta ahora.
Al mirar a la mujer del gua, Mr. Troy qued impresionado por la expresin de terror
que se dibujaba en el rostro de Emily.
-Mrs. Ferrari -dijo-; ha odo usted lo que acaba de contar Mr. Westwick?
-Hasta la ltima palabra, seor.
-Quiere preguntarle algo?
-No, seor.
-Parece usted alarmada -insisti el abogado-. Se trata de su marido?
-No volver a ver a mi marido, seor. sa es mi opinin, ya lo sabe. Ahora estoy segura.
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-Segura, despus de lo que ha odo?
-S, seor.
-Puede usted decirme por qu?
-No, seor. Me lo dice mi instinto. No puedo explicar por qu.
-Oh, el instinto! -repiti Mr. Troy con cierto desdn-. Tratndose de instintos, querida
ma...
Sin terminar la frase, se levant para despedirse de Mr. Westwick. La verdad es que
empezaba a dudar, y no quera que Mrs. Ferrari se diera cuenta de ello.
-Acepte usted mis condolencias -dijo cortsmente a Mr. Westwick-. Buenas noches.
Henry se volvi a Mrs. Ferrari en cuanto el abogado hubo salido.
-Miss Lockwood me ha contado sus tribulaciones, Emily -dijo-. Puedo hacer algo por
usted?
-Nada, seor, muchas gracias. Quizs ser mejor que me vaya, en vista de lo ocurrido.
Maana volver para ver si puedo serle til a la seorita. Cunto siento sus sinsabores!
Y se encamin a la puerta con sus menudos pasos, contemplando el asunto de su marido
bajo los colores ms sombros.
Henry Westwick ech una mirada a la solitaria estancia. Nada le detena en aquella
casa y, sin embargo, no se decida a abandonarla.
Haba algo all que lo aproximaba a Agnes; cosas suyas, diseminadas por la sala. All,
en un rincn, estaba su butaca, y junto a sta la mesita de trabajo. En un pequeo
caballete se vea su ltimo dibujo, an por acabar. El libro que haba estado leyendo
yaca en el sof, sealada con un lpiz la pgina en que haba quedado detenida la
lectura. Uno tras otro examin todos los objetos que le hablaban de aquella mujer
amada, un tierno examen en el que iba desgranando hondos suspiros. Y sin embargo,
cun lejos, cun desesperadamente lejos estaba de ella!
-Jams olvidar a Montbarry -se dijo al tomar el sombrero para irse-. Ninguno de
nosotros ha sentido su muerte como ella. Estpido, estpido desalmado...! Cunto le
amaba!
Al salir a la calle le retuvo un conocido, un hombre fastidioso y preguntn cuya
presencia se le hizo insoportable.
-Una triste noticia, Westwick, la de su hermano. Y casi inesperada, verdad? Jams se
oy decir en el club que Montbarry fuese propenso a los catarros. Qu har la
compaa de seguros?
Henry sinti un escalofro; no se acordaba del seguro de vida de su hermano. Qu
hara la compaa sino pagar? Una defuncin por bronquitis, certificada por dos
mdicos, es seguramente la menos discutible de todas las defunciones.
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-Me hubiese hecho usted un gran favor no hablndome de eso! -exclam irritado.
-Ah! dijo el pesado-, cree usted que la viuda cobrar el dinero? Yo tambin lo creo!
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VII Das despus, las compaas de seguros (pues eran dos) recibieron la notificacin de la
muerte de lord Montbarry por conducto de los procuradores de milady. La suma del
seguro establecido con cada compaa era de cinco mil libras esterlinas, y tan slo se
haba pagado un ao de cuota. Ante un negocio tan ruinoso, ambos directores pensaron
retrasar el caso todo lo posible. Pidieron explicaciones a los mdicos que haban dado
su visto bueno a la contratacin de las plizas. Sin negarse de un modo absoluto al
pago, las dos compaas -obrando de comn acuerdo-, decidieron enviar una comisin
investigadora a Venecia "con objeto de obtener informes ms explcitos".
Mr. Troy supo todo esto oficiosamente. Escribi inmediatamente a Agnes dndole la
noticia, y aadiendo que lo consideraba de la mayor importancia por la razn que
expona en su misiva:
"S que est usted en inmejorables relaciones con lady Barville, hermana mayor del
difunto lord Montbarry. Los procuradores que utiliza su esposo casualmente son
tambin procuradores de las dos compaas de seguros. Quiz en el informe de la
comisin de investigacin haya algo que haga referencia a la desaparicin de Ferrari.
Y, aunque se trate de un documento reservado y no se le permita a lady Barville
disponer del informe, no me cabe duda de que los abogados s responderan a algunas
preguntas sobre el caso".
La respuesta lleg a vuelta de correo. Agnes rehusaba la proposicin de Mr. Troy.
"Mi intervencin, por inocente que fuera", escriba, "ha producido resultados tan
deplorables que no puedo ni me atrevo a dar ms pasos en el asunto de Ferrari. Si yo
no hubiese permitido al desgraciado gua que mencionase mi nombre, lord Montbarry
no le hubiese tomado a su servicio, y Emily no sufrira tantos sinsabores como sufre.
Ni siquiera mirara el informe al que alude si cayese en mis manos; ya he odo bastante
de ese repulsivo palacio veneciano. Si Mrs. Ferrari quiere dirigirse directamente a lady
Barville, esto ya es otra cosa. Pero aun en este caso he de imponer la condicin
ineludible de que mi nombre no suene para nada. Perdneme usted, mi querido Mr.
Troy! Soy muy infeliz y no razono, pero no soy ms que una mujer y no debe usted
esperar demasiado de m".
Ante tal situacin, el abogado aconsej que se intentase descubrir el paradero de la
doncella que haba abandonado a lady Montbarry. Tal idea tena un inconveniente: para
llevarla a cabo se necesitaba dinero, y este dinero faltaba. Mrs. Ferrari se descompona
ante la perspectiva de tocar el billete de mil libras, que haba depositado en un banco.
Si se mencionaba, se estremeca y lo llamaba, con melodramtico acento, "el precio de
la sangre de mi marido".
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As, las tentativas para resolver el misterio de la desaparicin de Ferrari quedaron en
suspenso.
Era el ltimo mes del ao de gracia de 1860. La comisin de investigacin haba
comenzado sus tareas el 6 de diciembre. El da 10 terminaba el contrato de alquiler del
palacio de Venecia. En las oficinas de las compaas aseguradoras se recibieron
telegramas diciendo que los abogados de lady Montbarry la aconsejaban salir para
Londres sin la menor dilacin. El barn, se crea, acompaara a su hermana hasta
Inglaterra, pero, a menos de que fuera necesaria su presencia, no permanecera en
Londres mucho tiempo. El barn, "bien conocido por su decidida aficin a la qumica",
haba odo hablar de ciertos descubrimientos relacionados con aquella ciencia hechos
en los Estados Unidos, y quera estudiarlos de cerca.
Todas estas noticias, recogidas por Mr. Troy, eran puntualmente comunicadas a Mrs.
Ferrari, cuya ansiedad por descubrir el paradero de su esposo la haba convertido en
una asidua visitante del abogado.
Ella haba intentado relatar a su protectora lo que haba odo, pero Agnes haba
rehusado orla de forma categrica, y le prohibi del modo ms absoluto cualquier
alusin a lady Montbarry.
-Tienes a Mr. Troy para aconsejarte -dijo-, y puedes contar con mi pequeo auxilio
pecuniario si necesitas dinero. Todo lo que pido, a cambio, es que no me aflijas ms.
Estoy tratando de olvidar -su voz se quebr; se detuvo un momento para reponerse-
...recuerdos, que son an ms tristes desde la muerte de lord Montbarry. Aydame con
tu silencio. No quiero or nada ms sino son buenas noticias de tu marido.
Lleg el da 13 y nuevos e interesantes informes llegaron a odos de Mr. Troy... Las
tareas de la comisin investigadora haban terminado; el informe haba llegado de
Venecia aquel da.
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VIII Al da siguiente, los directores de las compaas de seguros y sus consejeros legales se
reunieron para leer el informe a puerta cerrada. He aqu los trminos en que los
comisionados relataban el resultado de sus investigaciones: "Privado y confidencial.
Tenemos el honor de informar a esta direccin que llegamos a Venecia el 6 de
diciembre de 1860. El mismo da nos dirigimos al palacio que habit lord Montbarry
durante su ltima enfermedad y hasta su muerte.
Fuimos cortsmente recibidos por un hermano de lady Montbarry, el barn de Rivar.
Mi hermana ha sido la nica enfermera de su marido -nos dijo-. Est rendida por el
disgusto y la fatiga; de otro modo ella misma les hubiera recibido. Qu desean,
seores, qu puedo hacer por ustedes?
De acuerdo con las instrucciones recibidas, contestamos que el hecho de que lord
Montbarry muriera y se enterrara en suelo extranjero haca indispensable obtener ms
amplios informes acerca de su enfermedad y las circunstancias que la haban
acompaado. Aadimos que la ley concede cierto plazo para el pago de las plizas,
advirtindole que llevaramos la investigacin con la ms respetuosa consideracin a
los sentimientos de milady y sin molestar a los dems miembros de la familia.
-Soy yo el nico familiar aqu -replic el barn-, y la casa est a su disposicin.
De principio al fin de la entrevista, este caballero adopt una actitud muy razonable, y
se manifest siempre dispuesto a ayudarnos.
A excepcin de la habitacin de milady, recorrimos todas las dems dependencias del
palacio aquel mismo da. Es un inmenso edificio, amueblado slo en parte. El primer
piso y parte del segundo eran utilizados por lord Montbarry y su familia. Vimos su
alcoba en el extremo de un corredor; all muri milord. Junto a esta pieza hay un
pequeo gabinete que le serva de despacho. Prximo a estas habitaciones se ve un
inmenso saln, cuyas puertas siempre han estado cerradas, pues el difunto lord se
aislaba para dedicarse a sus estudios. En la parte extrema de este saln est el
dormitorio de milady y el cuarto de vestir, en el que dorma la doncella hasta que volvi
a Inglaterra. Detrs estn el comedor y la sala de estar, abrindose a una antesala, que
a su vez da acceso a las anchas escaleras del palacio.
Los nicos aposentos del segundo piso que se usaban eran el gabinete y dormitorio del
barn de Rivar, y otro cuarto, a bastante distancia, donde dorma el gua Ferrari.
El tercer piso, as como los bajos, estn completamente desnudos y muy deteriorados.
Preguntamos si haba algo que ver en ellos y se nos dijo que slo unos stanos que
podamos ver si lo desebamos.
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Bajamos, pues no queramos dejar ni un rincn sin examinar. Los stanos, segn se
cree, sirvieron hace algunos siglos como prisin. El aire y la luz penetraban dbilmente
en ellos gracias a dos largas aberturas a flor de tierra en el patio del palacio, defendidas
por gruesos barrotes de hierro. La escalera de piedra que conduce al stano se cierra
por medio de una pesada trampa que estaba abierta. Hicimos la observacin de lo
terrible que sera si aquella compuerta cayera detrs de nosotros. El barn sonri ante
la idea.
-No teng