Libro no 1275 la luna creciente sheh, lao colección e o diciembre 6 de 2014

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular! 1 Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2014 GMM

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La Luna Creciente. Sheh, Lao. Colección E.O. Diciembre 6 de 2014. Biblioteca Emancipación Obrera. Guillermo Molina Miranda.

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2014

GMM

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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© Libro No. 1275. La Luna Creciente. Sheh, Lao. Colección E.O. Diciembre 6

de 2014.

Título original: © Lao Sheh. La Luna Creciente

Versión Original: © Lao Sheh. La Luna Creciente

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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Lao Sheh

La Luna Creciente

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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Lao Sheh

Lao Sheh nació en Pekín en 1899. En 1924 fue a Londres a enseñar chino en la

universidad, y más tarde, en 1946, después de haber regresado a la patria, viajó a los

EE.UU., también como profesor. En 1949, apenas producida la Liberación, volvió a

China y se sumó a la construcción socialista. Llegó a ser diputado del Congreso Nacional

Popular y vicepresidente de la Federación de Escritores de Pekín.

Entre sus obras más conocidas están las novelas Rickshaw Boy, traducida a varios

idiomas; La tempestad amarilla, y el drama en tres actos El canal de las barbas del

dragón, escrito con posterioridad a 1949.

Actualmente se desconoce su paradero. Algunos cables han insinuado que durante la

“revolución cultural” se habría suicidado arrojándose de un edificio, pero, que sepamos,

esta noticia no ha sido hasta la fecha verificada.

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Sí, he vuelto a ver la luna creciente, una helada hoz de oro pálido. Cuántas, cuántas

veces me ha tocado verla, igual a ésta... Me removió muchas emociones, me hizo

revivir muchas escenas. Contemplándola desde mi asiento, recordé cada una de las

veces que la había visto suspendida del firmamento azul. Despertó mi memoria igual

que la brisa del atardecer abre los pétalos de una flor que sólo anhela dormir.

La primera vez, la helada luna creciente de verdad trajo hielo. La primera imagen que

guardo de ella es amarga. Recuerdo cómo sus rayos de oro pálido brillaban a través de

mis lágrimas. Tenía apenas siete años, una niñita con una chaqueta roja acolchada.

Llevaba un sombrero de tela azul con florecillas estampadas que mi madre me había

hecho. Lo recuerdo. Estaba apoyada en el umbral de nuestra pequeña habitación

mirando la luna creciente. La pieza estaba llena de olor a medicinas y a humo, de las

lágrimas de mamá, de la enfermedad de mi padre. Sola en esas gradas, miraba la luna.

Nadie se preocupaba de mí, nadie me preparaba un plato de comida. Yo sabía que en

ese cuarto había tragedia, pues todos decían que la enfermedad de papá era... Pero yo

me compadecía mucho más de mí misma; tenía frío, hambre y me sentía abandonada.

Permanecí allí hasta que la luna se puso. No tenía nada y no podía contener mis

lágrimas. Pero los llantos de mi madre ahogaban los míos. Papá estaba en silencio. Un

paño blanco le cubría la cara. Hubiera querido levantar ese paño para mirarlo, pero no

me atreví. Había en nuestra habitación muy poco espacio y papá lo ocupaba todo.

Mamá vistió ropa blanca de luto. A mí me pusieron una túnica blanca con los bordes

descosidos encima de la chaqueta roja. Lo recuerdo porque me dio por tirar y arrancar

los hilos sueltos de las orillas. Había mucho bullicio y llantos doloridos; todos estaban

muy ocupados, aunque la verdad es que no había mucho que hacer. Parecía

innecesario tanto alboroto. A papá lo colocaron en un ataúd hecho con cuatro tablones

delgados, llenos de grietas. Luego, cinco o seis hombres lo sacaron. Mamá y yo

caminamos detrás, llorando. Recuerdo a papá; recuerdo su caja de madera. Esa caja

significaba su fin. Yo sabía que a menos que pudiera descerrajarla, nunca más lo iba a

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ver. Pero la sepultaron muy hondo en la tierra, en un cementerio en las afueras del

muro de la ciudad. A pesar de saber exactamente dónde estaba, tuve miedo de que

resultara difícil volver a encontrar esa caja. La tierra pareció tragársela como a una gota

de lluvia.

Mamá y yo vestíamos nuevamente ropas blancas la vez que volví a ver la luna creciente.

Era un día frío y ella me llevaba a visitar la tumba de mi padre. Había comprado unos

"lingotes" de oro y plata hechos de papel, para quemarlos y enviárselos a papá al otro

mundo. Ese día mamá fue especialmente buena conmigo. Cuando estuve muy cansada,

me llevó a cuestas; en la puerta de la ciudad me compró castañas asadas. Todo estaba

helado; sólo las castañas estaban calientes. En vez de comerlas, las usé para calentarme

las manos.

No recuerdo cuan lejos caminamos, pero sí que fue muy, muy lejos. El día del entierro

no había parecido ni remotamente tan lejos; quizás porque nos acompañaban muchas

personas. Esta vez éramos sólo mamá y yo. Ella no hablaba y yo tampoco sentía deseos

de decir nada. Había mucha quietud allá afuera. Ni un murmullo se escuchaba por el

amarillento camino de polvo.

Corría el invierno y los días eran cortos. Recuerdo bien la tumba: un pequeño montículo

de tierra. A la distancia se divisaban unas colinas ocres sobre las cuales se reclinaba el

sol. Mamá parecía no tener tiempo para mí. Me dejó a un lado, abrazó la cabecera de

la tumba y lloró. Me quedé sentada, con las castañas calientes en mis manos. Después

de llorar un rato, mamá encendió los lingotes de papel. Las cenizas giraron ante

nosotras formando pequeñas espirales y luego cayeron quedamente a tierra. No corría

demasiado viento, pero sí hacía mucho frío.

Mamá comenzó otra vez a llorar. Yo también pensé en mi padre, pero no lloré por él.

Fue el doloroso llanto de mamá lo que me arrancó lágrimas. Le tiré la mano y le dije:

"No llores, mamá, no llores". Pero ella sollozó con más fuerza y me estrechó contra su

pecho.

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El sol casi se había puesto y no había una persona más a la vista. Sólo ella y yo. Eso

pareció asustarla un poco. Con los ojos lacrimeantes me sacó de ahí. Tras un rato de

caminata se volvió a mirar. Yo también, pero ya no podía distinguir la tumba de papá

de las otras. En las laderas no había sino tumbas. Cientos de montículos hasta los

mismos pies del cerro. Mamá suspiró.

Caminamos y caminamos, a veces rápido, otras con lentitud. No llegábamos aún a la

puerta de la ciudad, cuando volví a ver la luna creciente. Todo era oscuridad y silencio

a nuestro alrededor. Sólo la luna creciente desprendía un brillo helado. Me sentía

agotada y mamá me llevó. Cómo llegamos a la ciudad, no lo sé. Pero recuerdo

vagamente que la luna creciente estaba en el cielo.

A la edad de ocho años ya había aprendido a llevar objetos a la casa de empeños. Sabía

que si no regresaba con algo de dinero, mamá y yo no tendríamos nada que comer por

la noche. Pero únicamente me mandaba cuando no quedaba ya otro recurso. Si llegaba

a entregarme un paquete, era porque no había ya nada en el fondo de la olla. Nuestra

olla se encontraba a menudo más limpia que una linda viuda joven.

Una vez tuve que ir a la casa de empeños con un espejo. Parecía ser lo único de que

podíamos disponer, a pesar de que mamá lo usaba todos los días. Era primavera y

acabábamos de guardar nuestras ropas guateadas. Yo sabía tener cuidado. Con el

espejo a cuestas, caminé rápida y cautelosamente hasta la casa de empeños. Ya estaba

abierta.

Me atemorizaba la gran puerta roja, ese mostrador alto. Cada vez que veía esa puerta,

mi corazón latía con fuerza. Pero de todas formas entraba, aunque tuviera que hacerlo

por el alto umbral. Lograba dominarme y entregaba mi paquete, diciendo con voz

fuerte: "quiero empeñar esto". Después de recibir el dinero y la papeleta, me los

aseguraba bien y partía a casa apresurada. Sabía que mamá estaría preocupándose.

Pero esta vez no quisieron el espejo. Dijeron que tenía que agregarle alguna otra

prenda. Yo sabía lo que significaba eso. Me guardé el espejo en la camisa y corrí a casa

a todo lo que podían mis piernas. Mamá se echó a llorar. No tenía nada más que

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empeñar. Aunque siempre había pensado que en nuestra pequeña habitación había

muchas cosas, ahora, mientras ayudaba a mamá a buscar alguna prenda de vestir a la

cual pudiera sacarle algo de dinero, me di cuenta de que en verdad no era mucho lo

que teníamos.

Mamá decidió no mandarme de nuevo, pero cuando le pregunté qué íbamos a comer,

comenzó a llorar y me dio su horquilla de plata. Era el último poquito de plata que le

quedaba. Varias veces antes se la había desprendido de la cabeza, pero nunca fue capaz

de separarse de ella. Era el regalo de matrimonio que le había hecho mi abuela. Ahora

me la pasó —su último poco de plata— para que la empeñara junto con el espejo.

Corrí con todas mis fuerzas a la casa de empeños, pero la gran puerta estaba ya muy

cerrada. Apretando la horquilla de plata, me senté sobre las gradas y lloré suavemente,

sin atreverme a hacer demasiado ruido. Levanté mi vista al cielo: ¡Ah! Ahí estaba de

nuevo la luna creciente, brillando a través de mis lágrimas. Lloré durante mucho rato,

hasta que mamá emergió desde las sombras y me tomó de la mano. Qué mano buena

y cálida. Me hizo olvidar todos mis pesares, hasta el hambre y la desilusión. Mientras

la mano cálida de mamá sujetara la mía, todo estaba bien.

— Mamá —dije entre sollozos—, vamos a casa a dormir. Mañana temprano vendré

otra vez.

Ella no dijo nada. Después de caminar un poco, volví a hablarle:

— Mamá, ¿ves la luna creciente? El día en que murió papá colgaba curvada igual que

ahora. ¿Por qué siempre está tan inclinada?

Ella guardó silencio. Pero hubo un ligero temblor en su mano.

Durante el día entero, mamá lavaba las ropas de otras gentes. Yo quería ayudarla, pero

no había manera. Me quedaba esperándola, sin irme a dormir, hasta que hubiese

terminado. A veces seguía fregando hasta después que había salido la luna creciente.

Esos calcetines hediondos, duros como cuero de vaca, los traían vendedores y

empleados de las tiendas. Cuando terminaba de lavarlos, a mamá ya no le quedaba

nada de apetito.

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Yo solía sentarme junto a ella, mirando la luna, observando a los murciélagos

revolotear a través de sus rayos como enormes castaños de agua que relampagueaban

en el claro plateado y caían luego, rápidamente, a la oscuridad.

Mientras más compadecía a mamá, más amaba la luna creciente. El contemplarla me

aliviaba siempre el corazón. Más que nada la amaba en el verano, cuando era tan

fresca, tan helada. Amaba las sombras tenues que arrojaba sobre el suelo, aunque se

desvanecieran muy pronto, suaves y vagas, dejando la tierra muy oscura y las estrellas

muy luminosas y las flores muy fragantes. Nuestros vecinos tenían muchas matas de

flores. Los brotes de una alta acacia caían a nuestro patio y cubrían el suelo como una

capa de nieve.

Las manos de mamá se pusieron duras y escamosas. Se sentían maravillosas cuando

me frotaba la espalda, pero no me gustaba causarle molestias, porque el agua le tenía

las manos hinchadas. Había adelgazado, también; a menudo no podía probar bocado

después de lavar esos calcetines apestosos. Yo sabía que estaba buscando una salida.

Lo sabía porque, apartando a un lado un montón de ropa, se perdía en sus

pensamientos. A veces hablaba consigo misma. ¿Qué planeaba? Eso no podía yo

adivinarlo.

Mamá me dijo que fuera buena y que le dijera "papá": me había encontrado otro

padre. No quiso darme la cara cuando me lo contó, porque en sus ojos había lágrimas.

— No puedo dejar que te mueras de hambre— dijo también.

¿De modo, entonces, que era para impedir que me muriese de hambre que me había

encontrado otro padre? No lo comprendí bien y tuve un poco de miedo. Pero también

tuve algo como esperanzas: a lo mejor era cierto que se terminaba el hambre.

¡Qué coincidencia! Cuando nos íbamos de nuestro minúsculo departamento, de nuevo,

suspendida del cielo, estaba la luna creciente. Más luminosa y atemorizante de lo que

jamás la hubiera visto. Dejé la pequeña habitación a la que tanto me había

acostumbrado. Mamá iba sentada en un palanquín nupcial rojo. Delante de ella

marchaban varios músicos que soplaban muy mal sus instrumentos. El hombre y yo

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seguíamos detrás. Me llevaba de la mano. La luna creciente emanó rayos tenues que

parecieron temblar en la brisa fresca.

Las calles estaban desiertas y sólo circulaban unos cuantos perros vagos ladrándoles a

los músicos. El palanquín nupcial se movía muy de prisa. ¿Dónde iba? ¿Transportaba a

mamá fuera de la ciudad, al cementerio? El hombre me llevaba tan rápido que apenas

podía respirar. No podía ni llorar. La sudorosa palma de su mano estaba helada como

un pescado. Quise llamar a mi mamá, pero no me atreví. La luna creciente parecía un

enorme ojo a medio cerrar. Poquito después el palanquín entró por una callejuela.

Durante los tres o cuatro años que siguieron no vi jamás la luna creciente.

Mi nuevo papá era muy bueno conmigo. Tenía dos habitaciones. El y mamá ocupaban

la del interior; yo dormía en la de afuera, en un jergón. Al principio quise seguir

durmiendo con mamá, pero después de unos días empecé a amar mi cuartito. Las

paredes eran de yeso blanco y había una mesa y una silla. Todo parecía pertenecerme.

Mi ropa de cama era también más gruesa y abrigadora.

Poco a poco mamá fue aumentando de peso. El color le volvió a las mejillas y de sus

manos desaparecieron las escamas. En mucho tiempo no había pisado la casa de

empeños. Mi nuevo papá me puso en el colegio. A veces hasta jugaba conmigo. Aunque

me gustaba mucho, no sé por qué simplemente no podía decirle "papá".

El parecía comprender y se limitaba a sonreírme burlonamente. Sus ojos desprendían

entonces mucha cordialidad. Mi madre me instaba en privado a que lo llamara papá. Y

verdaderamente yo no quería ser terca. Sabía que a él le debíamos mamá y yo tener

qué comer y qué ponernos. Comprendía todo eso.

Sí, durante tres o cuatro años no recuerdo haber visto la luna creciente; o a lo mejor la

vi y no recuerdo.

Pero nunca pude olvidar la luna creciente que vi cuando murió mi padre, o la que

marchaba delante del palanquín nupcial de mamá. Esa luz pálida y fría permanecerá

siempre en mi corazón, luminosa y fresca como una pieza de jade. A veces, cuando

pienso en ella, hasta me parece que bastaría con estirar una mano para tocarla.

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Me encantaba ir a la escuela. Tenía la sensación de que el patio estaba lleno de flores,

aunque en realidad no era así. Sin embargo, cuando pienso en la escuela, evoco flores.

Igual que cuando pienso en la tumba de papá, evoco la luna creciente en las afueras de

la ciudad..., colgando curvada en el viento que sopla los campos.

A mamá también le encantaban las flores. No se podía dar el lujo de comprarlas, pero

cuando alguien llegaba a mandarle, no dejaba de prendérselas en el cabello. Una vez

tuve la ocasión de recoger unas cuantas para ofrecérselas. Con flores frescas en el

cabello, se veía sumamente joven desde atrás. Ella era feliz, y también yo.

Ir a la escuela me produjo siempre mucho placer. Quizás sea por esto que cada vez que

pienso en ella evoco las flores.

El año en que debía graduarme de la escuela primaria, mamá volvió a mandarme a la

casa de empeños. No sé por qué mi nuevo papá nos dejó de repente. Mamá parecía

no saber, tampoco, dónde sé había marchado. Me dijo que siguiera asistiendo a la

escuela; pensaba que posiblemente él regresaría pronto.

Pasaron muchos días y no dio señales. Ni siquiera escribió. Tuve miedo de que mamá

se viera obligada a lavar calcetines sucios de nuevo y me sentí muy mal.

Pero mamá tenía otros planes. Aún vestía muy bien y llevaba flores prendidas en el

cabello. ¡Extraño! No lloraba; en verdad, andaba siempre sonriente. ¿Por qué? No lo

comprendía. Varios días, al llegar de la escuela, la encontré parada junto a la puerta.

No mucho después, los hombres empezaron a festejarme en la calle.

— ¡Oye, dile a tu mamá que pronto iré a verla!

— Tierna jovencita, ¿estás dispuesta hoy?

Quemándome como fuego el rostro, dejé caer la cabeza hasta donde ya no podía estar

más baja. Ahora sabía, pero nada estaba en mis manos hacer. No podía interrogar a

mamá; no, no podía hacer eso. Era demasiado buena conmigo, siempre urgiéndome:

"Lee tus libros, estudia duro".

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Sin embargo, ella misma era analfabeta. ¿Por qué se empeñaba tanto en que yo

estudiara? Tenía mis sospechas. Pero luego pensaba: "Lo hace porque no tiene otra

salida". Cuando tenía estas sospechas hubiera querido insultarla. Otras veces, quería

abrazarla y rogarle que no siguiera haciendo esas cosas.

Me odiaba a mí misma por no ser capaz de ayudar a mi mamá. Me preocupaba.

Además, ¿de qué iba a servir cuando me graduara de la escuela primaria? Mis

compañeras decían que varias graduadas del año anterior eran ahora concubinas, y

unas cuantas, decían, estaban trabajando en "oscuros umbrales". Yo no entendía

mucho de estas cosas, pero por lo que hablaban mis compañeras, deducía que se

trataba de algo malo. Las chicas de mi curso parecían saberlo todo; les encantaba

comadrear acerca de cosas que sabían perfectamente que no eran decentes. Se

sonrojaban y a la vez parecían muy satisfechas.

Mis dudas sobre mamá crecieron. ¿Acaso esperaba que yo me graduara para

hacerme...? Cuando tenía estos pensamientos, no me atrevía a llegar a casa. Me daba

miedo enfrentar a mamá. Los centavos que me daba para comprar bocadillos prefería

ahorrarlos, de modo que me iba a clases de educación física con el estómago vacío. A

menudo sufría fatigas. Cómo envidiaba a las otras cuando mascaban sus pasteles. Pero

yo tenía que ahorrar dinero. Con un poco que tuviera, podía escaparme, si es que

mamá insistía en que yo...

Lo que más logré juntar no pasó nunca de diez o quince centavos. Aun durante el día

miraba el cielo buscando mi luna creciente. Si la miseria que tenía dentro del corazón

podía compararse a algo físico, era a esa luna creciente... que desvalida y sin apoyos

colgaba del cielo azul-gris, siendo pronto sus tenues rayos tragados por la oscuridad.

Lo que peor me hacía era sentir que lentamente iba aprendiendo a odiar a mamá. Sin

embargo, cada vez que la odiaba, me era imposible evitar el recuerdo de cuando me

cargó a cuestas para visitar la tumba de mi padre... Y entonces ya no podía seguir

odiándola; aunque era como una necesidad. Mi corazón..., mi corazón era como esa

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luna creciente: capaz sólo de brillar durante breves momentos, circundado de una

oscuridad negra y sin límites.

Los hombres llegaban ahora a menudo al cuarto de mamá; ya no trataba ella de

ocultármelo. A mí me miraban como perros: babeantes y con las lenguas colgando. A

sus ojos yo era un bocado más sabroso aún que mamá. Me daba bien cuenta.

En poco tiempo llegué a comprender muchas cosas. Supe que tenía que protegerme.

Sentía que mi cuerpo era dueño de algo precioso; estaba consciente de mi fragancia.

Tenía vergüenza; me desgarraba una emoción tras otra. Existía en mí una fuerza que

igual podía servir para protegerme que para destruirme. A veces me hallaba firme y

segura; otras, débil, indefensa, confusa.

Quería amar a mamá. Eran tantas las cosas que deseaba preguntarle. Necesitaba su

apoyo. Pero era justo entonces cuando tenía que evitarla, odiarla... o perder mi propia

existencia.

Echada insomne sobre mi cama, consideraba el asunto con mucha calma y comprendía

que mamá era digna de lástima. Ella tenía que velar por la alimentación de las dos. Pero

luego me preguntaba cómo podía comer los alimentos que ella ganaba de ese modo.

Así cambiaba mi ánimo, como un viento invernal que hacía un alto para luego soplar

más fieramente que nunca. Tranquila observaba cómo dentro de mí crecía la furia, y

no tenía fuerzas para detenerla.

Antes de haber dado con una solución, las cosas empeoraron. Mamá me preguntó:

"¿Y?" Si de veras la quería, dijo, debía ayudarla. De otra manera no iba a poder seguir

haciéndose cargo de mí. No parecían palabras que pudiera decir una mamá; sin

embargo las dijo, y para clarificar el asunto agregó:

— Estoy envejeciendo. En un año o dos, los hombres no me querrán ni gratis.

Era cierto. Últimamente, ni todos los polvos que usara lograban ocultar sus arrugas. No

tenía ya las energías para agasajar a muchos hombres; estaba pensando en entregarse

a uno solo. Porque había uno que la quería. El que manejaba la panadería. Ella podía

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irse derechito donde él. Pero yo ya era una niña grande y no podía seguir el palanquín

nupcial como lo hice de pequeña. Tendría que cuidarme sola. Si consentía en "ayudar"

a mamá, no sería necesario que ella lo buscara. Yo podía ganar para las dos.

Y aunque estaba muy dispuesta a ganar dinero, el solo hecho de pensar en cómo quería

ella que lo ganara, me hacía temblar. Yo no sabía casi nada. ¿Cómo iba a venderme

igual que una mujer madura?

El corazón de mamá era duro, y la necesidad de dinero, más dura aún. Yo no estaba

obligada a seguir tal o cual camino. Podía elegir. O le ayudaba, o cada una cortaba para

su lado. Mamá no lloraba. Hacía mucho tiempo que sus ojos se habían secado.

¿Qué hacer?

Hablé con la directora de mi escuela, una mujer maciza de unos cuarenta, no

demasiado brillante, pero sí cálida y generosa. Yo estaba verdaderamente en apuros;

de otro modo, ¿cómo podía haber dicho algo sobre mamá?... En realidad, no conocía

demasiado a la directora y cada palabra que pronuncié me quemó la garganta como

una bola de fuego. Tartamudeando, me llevó mucho rato soltar lo que tenía que decir.

La directora aseguró que estaba dispuesta a ayudarme. No podía darme dinero, pero

sí podía ofrecerme dos comidas diarias y un lugar para residir, con una vieja sirvienta

que vivía en la escuela. Dijo que más adelante, cuando hubiera mejorado mi caligrafía,

podría ayudar en sus labores al escribiente.

Dos comidas diarias y un lugar para vivir... Eso resolvía el problema mayor. Ya no

seguiría siendo una carga para mamá.

Esta vez mamá no se fue sobre un palanquín nupcial. Simplemente tomó un rickshaw

y se perdió en la noche. Me dejó mi ropa de cama.

Trató de no llorar cuando partía, pero las lágrimas de su corazón asomaron igual,

después de todo. Sabía que yo no podría visitarla, yo, su propia hija. Y en cuanto a mí,

ya se me había olvidado la manera correcta de llorar... Sollocé boquiabierta, las

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lágrimas ahogándome el rostro. Yo era su hija, su amiga, su consuelo. Pero no podía

ayudarla, a menos que hubiese consentido en algo que simplemente no podía hacer.

Después que partió, permanecí sentada, pensando. Madre e hija éramos como una

pareja de perros perdidos. Por satisfacer nuestras bocas, debíamos aceptar toda clase

de sufrimientos, como si ni una sola otra parte del cuerpo importara lo más mínimo;

únicamente nuestras bocas. Teníamos que vender todo el resto de nosotras para

alimentar nuestras bocas.

Yo no odiaba a mamá. Yo comprendía. La culpa no era suya, porque no se le podía

reprochar que tuviera una boca. La culpa era de los alimentos. ¿Con qué derecho se

nos privaba de ellos?

El recuerdo de dificultades pasadas me invadió de nuevo. Pero la luna creciente, tan

familiar a mis lágrimas, no apareció esta vez. Estaba oscuro como boca de lobo, no

brillaban ni siquiera las luciérnagas. Mamá había desaparecido en esa oscuridad como

un fantasma, silenciosa, sin sombra. Si hubiera de morir mañana, pensé, no se la podría

enterrar junto a papá. Yo ni siquiera hubiera sido capaz de encontrarle una tumba. Ella

era mi única mamá, mi única amiga. Ahora me quedaba sola en el mundo.

Nunca pude volver a verla. En mi corazón, el amor murió como una flor de primavera

helada por la escarcha. Me esmeré en practicar caligrafía para poder ayudar al

escribiente a copiar los documentos menores para la directora. Tenía que hacerme útil:

me estaban alimentando y no podía ser igual que mis otras compañeras de curso, que

no hacían durante el día nada, sino observar a los demás: lo que comían, lo que se

ponían, lo que hablaban. Me concentré en mí misma y mi única amiga fue mi sombra.

"Yo" era en lo que siempre pensaba, porque nadie me amaba. Yo sí me amaba, me

compadecía, me estimulaba, me reprendía, todo, a mí misma. Llegué a conocerme

como si hubiese sido otra persona.

Mi cuerpo fue cambiando de un modo que no sólo me asustaba y me complacía, sino

que además me dejaba perpleja. Cuando me tocaba los senos con mis manos, era como

acariciar flores delicadas y tiernas.

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Sólo mi presente me importaba. El futuro no existía. No osaba pensar en mucho

después. Debido a que estaba comiendo los alimentos que me daban, era preciso que

supiese cuándo era el mediodía y cuándo llegaba la noche. De otro modo, ni siquiera

hubiese pensado en el tiempo. Cuando no hay esperanzas, no hay tiempo. Parecía estar

amarrada, a un lugar que no tenía días ni meses. Sólo cuando pensaba en lo que había

sido mi vida con mamá, sabía que durante quince o dieciséis años tuve existencia. Mis

compañeras estaban siempre esperando las vacaciones, las festividades, el Año Nuevo.

¿Qué tenían que hacer conmigo estas cosas?

Pero mi cuerpo continuaba madurando. Lo palpaba y me confundía. No podía confiar

en mí misma. Sabía que me estaba volviendo más y más hermosa. La belleza

aumentaba mi estatura social y esto me producía consuelo... hasta que recordaba que

jamás había tenido ninguna estatura social; entonces el consuelo se hacía agrio,

aunque siempre terminaba por sentirme orgullosa de mi aspecto. ¡Pobre, pero

hermosa! De pronto me sacudió una idea aterradora: también mamá era bonita.

Durante mucho tiempo no vi la luna creciente. Tenía deseos de verla, pero no osaba

mirar. Me había graduado y seguía viviendo en la escuela. En las noches quedaba sola

con dos viejos sirvientes, un hombre y una mujer. No sabían bien cómo tratarme. Yo

ya no era alumna, pero tampoco era profesora, ni sirvienta, aunque en algunos

aspectos lo parecía. Por las noches vagaba sola en el patio y a menudo era la luna

creciente la que me obligaba a retirarme a mi habitación, porque no tenía el valor de

afrontarla. En la pieza, sí, la imaginaba, en especial cuando soplaba un poco de brisa.

La brisa parecía soplar esos rayos tenues directamente en mi corazón, haciéndome

recordar el pasado, intensificando mis presagios de tragedia. Mi corazón era como un

murciélago a la luz de la luna: una cosa oscura, a pesar de la luz; negro, aun cuando

pudiese volar, siempre negro. Yo no tenía esperanzas. Pero no lloraba. Tan sólo

arrugaba la frente.

Gané unos yinyuanes tejiendo para algunas alumnas. La directora me lo permitía, pero

no era mucho lo que podía ganar, ya que también ellas sabían tejer y sólo cuando

estaban muy ocupadas me pedían que les tejiera. Hacerlo me aligeraba el corazón.

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Hasta llegué a pensar que si mi mamá pudiese volver, yo sería capaz de mantenerla.

Cuando contaba el dinero, me daba cuenta de que esto no era más que un sueño

ocioso. Sin embargo, me hacía sentirme mejor. Deseaba encontrarla. Si ella quisiera

verme, de seguro que se vendría conmigo. Nos entenderíamos, pensaba yo. Pero la

verdad es que no llegaba a creerlo totalmente. Todo el tiempo pensaba en mamá. A

menudo la veía en mis sueños.

Un día fui con las alumnas a un paseo campestre. De regreso, debido a que se hacía

tarde, cortamos camino por una callejuela. ¡Ahí vi a mamá! En el lado de afuera de la

panadería había un gran canasto con un enorme objeto de madera pintado de blanco,

semejando pan al vapor. Mamá estaba sentada junto al muro tirando y empujando una

palanca que avivaba el fuego en el horno. Aun a bastante distancia vi a mamá y vi ese

blanco pan de madera. A ella la reconocí por la espalda. Quise arrojarme encima y

abrazarla. Pero no me atreví. Temía a las burlas de las alumnas. No iban a dejarme

tener una mamá como ésa.

Nos acercamos más y más. Incliné la cabeza y la miré a través de mis lágrimas. Ella no

me vio. Todo el grupo pasó rozándola. Concentrada en tirar la palanca del fuelle,

obviamente no veía nada.

Cuando la habíamos dejado muy atrás, me volví a mirarla. Aún manejaba esa palanca.

No vi claramente sus rasgos; tuve sólo la imagen de unos cuantos mechones perdidos

que le caían sobre la frente. En mi mente anoté el nombre de la callejuela.

Era como si un bicho me estuviera royendo el corazón. O veía a mamá, o no tendría

nunca paz.

Precisamente en esos días fue designada otra directora para la escuela. La gorda señora

que se iba me dijo que mejor fuera haciéndome otros planes. Mientras ella estuviese

ahí, me podía dar comida y alojamiento, pero no podía garantizarme que la nueva

directora estuviese dispuesta a hacer lo mismo.

Conté mi dinero. En total, tenía dos yinyuanes y setenta y tantos centavos. Alcanzaba

para no morirme de hambre durante unos cuantos días. ¿Pero dónde iba a ir?

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Era absurdo permanecer sentada y afligida. Había que buscar una solución.

Ir a ver a mamá: ésa fue mi primera idea. ¿Pero podía ella acogerme? De no poder, era

posible que se provocara una pelea entre ella y el panadero; al menos la haría sentirse

muy mal. Tenía que pensar las cosas según el punto de vista de ella. Era mi madre y,

sin embargo, no lo era. Estábamos separadas por una muralla de pobreza.

Después de darle muchas vueltas, decidí no ir a verla. Tenía que sobrellevar sola mis

propias cargas. ¿Cómo? No lo sabía. El mundo parecía muy pequeño: no había lugar

para mí y mi rollo de cama. Hasta un perro contaba con mejores posibilidades. Podía

echarse a dormir en cualquier parte. A mí no me permitirían dormir en la calle. Sí, yo

era una persona, pero una persona era menos que un perro.

¿Y si me negaba a irme? ¿Me echaría la nueva directora? No podía esperar eso. Era

primavera. Veía las flores y las hojas verdes, pero no sentía ni una pizca de calor. El rojo

de las flores y el verde de las hojas eran sólo colores para mí; no significaban nada

especial. La primavera, en mi corazón, estaba fría y muerta. No quería llorar, pero de

mis ojos brotaban solas las lágrimas.

Me fui a buscar trabajo. No pensaba ir donde mamá. No pensaba depender de nadie.

Iba a ganarme yo sola mi comida.

Esperanzada, busqué durante dos días enteros. Pero volví con una cosecha de polvo y

lágrimas. No había trabajos que yo pudiera realizar. Fue entonces cuando comprendí

verdaderamente a mamá, cuando verdaderamente la perdoné. Al menos ella había

lavado calcetines fétidos. Ni de eso era yo capaz. Mamá se había ido por el único

camino que le quedaba abierto. Los conocimientos y la moral que aprendí en la escuela

eran sólo bromas, juguetes para gentes con el estómago lleno y tiempo que gastar. Las

estudiantes no me permitirían tener una mamá así; despreciaban a las mujeres que se

vendían. Estaba bien: ellas comían regularmente.

Me decidí: haría cualquier cosa por el solo hecho de que alguien me alimentara. Mamá

era admirable. No, no me mataría, aunque también lo había pensado. Yo quería vivir.

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Era joven, hermosa, quería vivir. Si algo había de qué avergonzarse, eso no sería obra

mía.

Pensar así era casi como haber encontrado ya un trabajo. Me atreví a caminar por el

patio a la luz de la luna. Una luna creciente primaveral se suspendía del cielo. La vi y

me pareció hermosa. El cielo estaba azul y oscuro, sin la sombra de una nube. Luminosa

y cálida, la luna creciente bañaba las ramas de un sauce con sus suaves rayos. Una brisa,

cargada con la fragancia de las flores, mecía la sombra de las ramas del sauce entre el

rincón iluminado del patio y la oscuridad. La luz no era fuerte; las sombras no eran

profundas. La brisa soplaba tiernamente. Todo estaba cálido, adormecido, pero en

ligero movimiento. Bajo la luna y sobre los sauces, un par de estrellas como los

sonrientes ojos de un hada, hacían guiños maliciosos a esa oblicua luna creciente y a

esas colgantes ramas que se arrastraban. Un árbol junto al muro era una galaxia de

brotes blancos. A la luz de la luna, la mitad del árbol era blanca como nieve; la otra

mitad estaba vetada con suaves sombras grises. Un cuadro de increíble pureza.

"Esa luna creciente es el comienzo de mi esperanza", me dije.

Fui otra vez a ver a la directora gorda, pero no la hallé en casa. Un joven me hizo pasar.

Era muy buen mozo, muy cordial. En general les temo a los hombres, pero este joven

no me asustó ni pizca. No pude dejar de contestar a sus preguntas: tan atractiva era su

sonrisa. Le dije por qué deseaba ver a la directora. Se mostró muy preocupado y

prometió ayudarme.

Esa misma noche vino y me dio dos yinyuanes. Cuando traté de rechazarlos, me dijo

que eran de su tía, la directora. Ella me había encontrado ya un lugar donde vivir,

agregó; podía cambiarme al día siguiente. Al comienzo tuve mis sospechas, pero sus

sonrisas me perforaron el corazón. Sentí que no era justo dudar de una persona tan

considerada, tan encantadora.

Sus labios risueños se posaron en mi mejilla, y vi la luna creciente, sonriendo también,

sobre sus cabellos. La intoxicada brisa primaveral había abierto un claro en las nubes

para revelar la luna creciente y un par de estrellas de primavera. Las ramas colgantes

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de los sauces agitaban la orilla del río, las ranas croaban sus cantos de amor, la

fragancia de los juncos jóvenes llenaba la noche primaveral. Escuchaba el agua

corriente que nutría a esos juncos jóvenes para que pronto crecieran y se pusieran

fuertes. Los brotes nuevos surgían de la tierra cálida y húmeda; todo cuanto tuviera

vibraciones absorbía la vitalidad de la primavera y emanaba un primoroso perfume.

Me olvidé de mí. No tenía yo. Parecía disolverme en esa gentil brisa primaveral, en esos

débiles rayos de luna. De pronto una nube cubrió la luna. Había perdido la luna

creciente y también me había perdido a mí misma. ¡Era igual que mamá!

Me sentía arrepentida y sin embargo aliviada. Quería llorar, pero estaba muy feliz. No

sabía qué sentía. Quería irme y no verlo nunca más. Pero lo tenía siempre en mis

pensamientos y me sentía solitaria sin él.

Vivía en un pequeño cuarto. El me visitaba todas las noches: siempre hermoso, siempre

tierno. Me proveía de alimentos y me compraba ropa. Cada vez que me ponía un

vestido nuevo, me daba cuenta de que era linda. Detestaba los trapos, pero no toleraba

la idea de no tenerlos.

No osaba pensar. Era demasiado indolente para pensar. Aturdida, deambulaba a la

deriva, con las mejillas coloreadas. No sentía ganas de arreglarme, pero debía hacerlo,

porque no había otra forma de matar el tiempo. Mientras iba poniéndome los atavíos,

adoraba mi imagen en el espejo; luego, al terminar, me odiaba a mí misma.

Las lágrimas acudían ahora fácilmente a mis ojos, aunque siempre me las arreglaba

para no llorar. Mis ojos —siempre húmedos y refulgentes— se veían hermosos.

A veces lo besaba con furia y luego lo hacía alejarse y hasta lo insultaba. El jamás dejaba

de sonreír.

Desde el comienzo supe que no había esperanzas. Cualquier jirón de nube podía cubrir

una luna creciente. Mi futuro era sombrío.

Por cierto que poco después, a medida que la primavera se fundía en el verano, mi

sueño primaveral terminó.

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Una mañana, cerca del mediodía, vino a verme una dama joven. Era muy hermosa, a

la manera inanimada de una muñeca. Entrando en el cuarto, comenzó de inmediato a

llorar. No era necesario que me dijera nada. Yo ya lo sabía.

No venía a armar escándalo, ni tampoco estaba yo dispuesta a pelear. Parecía sencilla

y honesta. Entre llantos, me tomó la mano.

— ¡Nos engañó a las dos!— dijo.

Primero pensé que sería también una "novia". Pero no; era su mujer. Y no estaba allí

para increparme. Lo único que hacía era repetir: "¡Por favor, déjelo!"

Yo no sabía qué hacer. Sentí mucha pena por la joven. Finalmente consentí y ella se

encendió de pronto en sonrisas. Parecía muy franca y bastante ingenua. Lo único que

sabía era que no quería perder a su esposo.

Caminé durante horas por las calles. Bien fácil había sido acceder a las peticiones de la

joven esposa, pero ¿qué hacía yo ahora? No quería las cosas que él me había dado.

Puesto que nos separábamos, el rompimiento tenía que ser completo. Pero esas cosas

eran todo cuanto yo poseía. ¿Dónde me iba? ¿Lograría comer algo ese día? Los regalos

que me había hecho valían por lo menos algo de dinero. Muy bien, me quedaba con

ellos. No tenía alternativa.

Me mudé tranquilamente. Aunque no sentía arrepentimiento, había en mi corazón un

vacío. Era como una nube a la deriva y solitaria.

Arrendé un cuarto pequeño. Luego me acosté y dormí toda la noche.

Yo sabía ahorrar, porque desde niña había aprendido lo que era el precio del dinero.

Por eso aún me quedaba un par de yinyuanes, pero decidí en el acto salir a buscar

trabajo. Aunque las esperanzas eran pocas, me pareció el camino más seguro.

Pero conseguir trabajo no se había hecho más fácil por tener yo un año más, o dos, que

la vez anterior. Seguí intentando, no porque creyera que podía resultar, sino por

considerarlo el mejor proceder.

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¿Por qué era tan difícil para una mujer ganarse la vida? Mamá tuvo razón. Había

tomado el único camino abierto a una mujer. Aunque sabía que no muy lejos me estaba

esperando, no quise aún tomar ese camino.

Mientras más luchaba, más miedo me venía. Mi esperanza era como la luz de la luna

nueva; dentro de un rato se habría desvanecido.

Dos semanas después, a punto ya de entregar las armas, hice cola con otras muchachas

en un restaurante barato, muy pequeño. El jefe, que nos examinaba, era muy grande.

Nosotras formábamos un puñado bastante atractivo de adolescentes, pero tuvimos

que esperar que ese gordo y arruinado jefe eligiera a una, como si se hubiese tratado

de un emperador.

Me eligió a mí. Aunque no estaba en absoluto agradecida, en ese momento no pude

evitar un sentimiento de satisfacción. Todas las muchachas parecieron envidiarme.

Algunas partieron sollozando. Otras reclamaban acezantes: "¡Cómo pueden valer tan

poco las mujeres!"

Así pasé a ser la segunda camarera del pequeño restaurante. No sabía nada de cómo

se sirven las mesas y sentí un poco de miedo. La camarera principal me dijo que no me

preocupara. Tampoco ella se preocupaba. Dijo que era el mozo quien se encargaba de

eso. Todo lo que la camarera tenía que hacer era servir el té, pasar las toallitas húmedas

para la cara y presentar la cuenta al final de la comida.

Curioso. La camarera principal usaba las mangas recogidas hasta los codos, pero los

forros blancos se veían bastante limpios. Atado a la muñeca tenía un pañuelo de

fantasía bordado con las palabras "hermanita, te amo". Estaba siempre empolvándose

la cara, y el lápiz labial le daba a su boca grande el aspecto de un cucharón rojo. Cuando

le encendía el cigarrillo a algún cliente, apretaba la rodilla contra su pierna. También

servía los tragos; a veces ella misma se tomaba uno. Con ciertos clientes era muy

atenta; a otros simplemente los ignoraba. Tenía su modito de pestañar haciéndose la

que no los veía. A ésos era yo quien debía atenderlos.

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Yo les temía a los hombres. Esa pequeña experiencia mía me había enseñado: con o sin

amor, los hombres eran unos monstruos. Y los clientes de nuestro restaurante eran

especialmente repulsivos. Arrebataban la cuenta con mucha pompa, jugaban

bulliciosos juegos alcohólicos y comían como cerdos. Protestaban por los más

insignificantes detalles, decían groserías y se encolerizaban.

Al servirles el té o pasarles los paños húmedos, yo mantenía la cabeza gacha y me

sonrojaba. Me hablaban y pretendían hacerme reír, pero yo no quería tener nada que

ver con ellos. A las nueve, cuando terminó mi primer día de trabajo, estaba exhausta.

Fui a mi cuartucho, me tendí sin siquiera quitarme la ropa, y dormí hasta el día

siguiente. Al despertar me sentía mejor. Estaba manteniéndome yo sola, ganando mi

propia subsistencia. Me presenté al trabajo muy temprano.

Cuando apareció la camarera principal, después de las nueve, hacía ya dos horas que

yo estaba trabajando. Displicentemente, pero no del todo descortés, me explicó:

— No es preciso que llegues tan temprano. ¿Quién come aquí a las ocho de la mañana?

Y otra cosa, gatita lánguida, no andes siempre con la cara tan larga. Te contrataron

como camarera, no como plañidera funeraria. Sigue así, todo el tiempo con la cabeza

gacha, y verás que nadie pide tragos extras. ¿Para qué crees que estás aquí? Tampoco

es así como debes vestirte. Debieras usar vestido de cuello alto... ¿Y dónde está tu

pañuelo de gasa? ¡Ni siquiera pareces camarera!

Yo sabía que sus intenciones eran buenas. No sonriéndoles a los clientes, perdía yo y

perdía ella, ya que todos nos repartíamos las propinas por partes iguales. No la miraba

en menos; en un sentido hasta la admiraba, porque sabía cómo ganar dinero. Adular a

los hombres era la única forma en que podía arreglárselas una mujer.

Sin embargo, yo no quería imitarla, aunque veía con suficiente claridad que podía llegar

el día en que tuviera que ser aun más libre y fácil que ella para ganar mi sustento. Pero

eso sólo vendría a ocurrir cuando todos los otros medios hubiesen fallado. El "último

recurso" era un acecho constante para las mujeres. Lo único que yo hacía era

mantenerlo en espera un poco más.

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Enojada, apreté los dientes y seguí luchando. Pero el destino de una mujer jamás está

en sus manos. Tres días después el jefe me hizo la advertencia: me daba dos días de

plazo. Si el puesto me interesaba, tendría que comportarme como la camarera

principal. Medio en broma, ella también me lanzó una insinuación:

— Uno de los clientes ha preguntado mucho por ti. ¿Por qué no te sueltas un poco y

dejas de hacerte la muda? Todas conocemos las ventajas. Las camareras pueden

casarse con gerentes de banco, ha habido casos. No somos tan poca cosa. Si no nos

ponemos demasiado tercas, podemos dar vueltas en un maldito automóvil con los

mejores tipos.

Eso me hizo arder la sangre.

— ¿Cuándo te has subido tú a un automóvil? —le pregunté.

Su enorme boca roja se abrió tanto por la sorpresa, que creí que se le iba a desprender

la mandíbula. Entonces estalló:

— No seas insolente. Cualquiera diría que tienes blanco el trasero. ¡Si fueras una dama,

no estarías aquí!

Renuncié. Cobré mi pago —un yinyuán y cinco centavos— y me fui a casa.

La sombra final había dado otro gran paso hacia mí. Para evitarla, tenía primero que

acercármele más. No me importó perder el trabajo, pero verdaderamente le temía a

esa sombra. Sabía cómo venderme. Durante aquel asunto aprendí bastante acerca de

las relaciones entre hombre y mujer. Lo único que una muchacha tenía que hacer era

aflojar un poco su firmeza para que los hombres la olieran y llegaran corriendo. Lo que

querían era carne; satisfechas ya sus ansias, te alimentaban y te vestían durante un

tiempo. Después podían insultarte y pegarte y cortarte la mesada.

Así es la cosa cuando una muchacha se vende. A ratos está muy satisfecha. He sentido

eso yo misma. Todo es por un tiempo dulce palabrería de amor; después te deprimes

y te duele todo. Cuando te vendes a un solo hombre, recibes al menos palabras de

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amor y felicidad. Pero cuando te pones en venta para el público general, no recibes ni

siquiera eso. Entonces escuchas un montón de palabras que mamá nunca quería decir.

El grado de temor era distinto también. Aunque no pude aceptar los consejos de la

camarera principal, no le temía tanto a algún asunto privado con un solo hombre. No

es que estuviera pensando en venderme. Tampoco tenía la necesidad de un hombre:

no había cumplido aún los veinte. Pero pensaba que sería bueno andar con alguien.

¡Cómo iba a saber que a las cuantas veces de salir con un nuevo amigo, habría él de

exigir aquello que yo más temía entregar!

Era cierto que una vez me había abandonado a la brisa de primavera y dejado a un

joven hacer su voluntad. Pero más tarde supe también que él, hipnotizándome con sus

palabras de miel, se había aprovechado de mi inocencia. Al despertar comprendí que

no era más que un sueño vacío, sin nada que mostrar, sino unas cuantas comidas y algo

de ropa nueva. No quería volver a ganarme así mis alimentos. La comida era un objeto

natural y práctico que debía ganarse de un modo natural y práctico. Pero si esto

resultaba imposible, a una mujer no le quedaba otra que reconocer que era una mujer,

y vender su carne.

Pasó más de un mes y aún no podía encontrar otro trabajo.

Me topé con algunas de mis compañeras de curso. Unas pocas habían pasado a la

escuela media; otras vivían simplemente en sus casas. No me interesaron demasiado.

Conversando con ellas, me di cuenta de que yo era más inteligente. En la escuela las

inteligentes eran ellas. Ahora la cosa era al revés. Parecían estar viviendo en un mundo

de sueños. Muy elegantemente ataviadas, me recordaban las mercancías en una

tienda. Sus ojos refulgían cuando conocían a un joven y sus corazones parecían

derretirse en un ensueño poético.

Me daban risa esas niñas, pero tenía que perdonarlas. La comida no era problema para

ellas y es fácil pensar en el amor con el estómago lleno. Los hombres y las mujeres

tejen redes para entramparse los unos a los otros. Los que tienen más dinero tejen las

redes más grandes. Después de ensacar unas cuantas perspectivas, hacen

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tranquilamente su elección. Yo no tenía dinero. Ni siquiera podía encontrar un rincón

quieto para tejer mi red. Pero tenía que cazar a alguien, o ser cazada por alguien. En

estos asuntos tenía más claridad que mis ex compañeras, era más práctica.

Un día volví a encontrarme con la joven esposa cara de muñeca. Me saludó como si

fuera una de sus más queridas amigas, pero sus modales denotaban cierta confusión.

— Eres muy buena persona —dijo muy seria, tartamudeando—. Después me arrepentí

de haberte pedido que lo dejaras. Yo estaría mejor si él hubiera seguido contigo. Ahora

encontró otra. ¡Se fue con ella y no lo he vuelto a ver!

Haciéndole preguntas, descubrí que ella y él se habían casado por amor. Ciertamente

ella seguía queriéndolo, pero él se había escapado otra vez. Tuve lástima por la

pequeña esposa. Ella seguía soñando, seguía creyendo que el amor es sagrado.

Le pregunté qué pensaba hacer. Dijo que tenía que encontrarlo, que estaban casados

para siempre. "Pero ¿y si no lo encuentras?", pregunté. Se mordió los labios. Tenía

padres y suegros; estaba bajo su control. Me envidiaba mi libertad.

De modo que alguien en verdad me envidiaba. Quise reír. Mi libertad, ¡qué broma! Ella

tenía comida, yo tenía libertad. Ella no tenía libertad, yo no tenía qué comer. Ambas

éramos mujeres, ambas estábamos frustradas.

Después de mi encuentro con carita de muñeca, renuncié a la idea de venderme a un

hombre. Decidí hacer cierto juego; en otras palabras, estaba dispuesta a usar el

"romance" para ganarme mis comidas. No podía ya molestarme la responsabilidad

moral, cuando tenía hambre.

El romance curaría mi hambre, tal como antes de concentrarse en el romance se quería

un estómago lleno. Era un círculo perfecto, cualquiera fuese el punto de partida. No

había mucha diferencia entre yo y mis compañeras y carita de muñeca. Ellas tenían

unas cuantas ilusiones más; yo era un poco más realista. No hay verdad más vital que

un estómago vacío.

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Vendí mis pocas pertenencias y me compré una nueva tenida completa. No me veía

nada de mal. Así entré en el mercado.

Pensaba que podría jugar al romance, pero me equivoqué. No conocía tanto del mundo

como me lo estaba figurando. A los hombres no se les atrapaba fácilmente. Me dediqué

a los de mayor cultura, a los que pudiera satisfacer con uno o dos besos. Ja, ja, no

seguían el juego ni una pizca. Querían aprovechar desde el primer encuentro. Lo que

es más, sólo me invitaban al cine, a caminar o a tomar helado. Yo seguía llegando a

casa con hambre.

Los así llamados hombres cultos jamás dejaban de preguntar en qué escuela me había

graduado, cuál era la ocupación de mi familia, resultaba claro como el agua: no se

interesaban en ti a menos que tuvieras algo que ofrecer. Si no ibas a producirles una

ganancia neta, lo máximo que estaban dispuestos a dar era un helado de diez centavos

a cambio de un beso. Se trataba estrictamente de un pago en efectivo, pero pasando

y pasando. Las caras de muñeca no comprendían esto, pero yo sí. Mamá y yo lo

comprendíamos. Pensé mucho en mamá.

Dicen que algunas muchachas pueden ganarse la vida jugando al romance. Pero yo no

poseía el capital y tuve que abandonar la idea. Para mí el negocio tenía que ser

directamente al grano. Mi patrón me ordenó que me fuera. El era un hombre

respetable, dijo. Ni siquiera le di una segunda mirada. Me mudé al pequeño

departamento en que habían vivido mi mamá y mi primer padrastro. Aquí el patrón no

dijo nada acerca de la respetabilidad. Era mucho más amable y honesto.

El negocio anduvo muy bien. Los de tipo más culto también venían. Apenas se

enteraban de que yo estaba en venta, querían comprar y con esta clase de trato

obtenían la equivalencia de su dinero sin tener que entrar en consideraciones sobre su

status social.

Primero, al comenzar, tuve mucho miedo. Aún no cumplía los veinte. Pero después de

un par de días el miedo cesó. Podía dejarlos dóciles como un saco de arena mojada.

Quedaban complacidos y satisfechos y me recomendaban a sus amigos.

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Al cabo de varios meses había aprendido muchas cosas. Sabía ya aquilatar a un hombre

desde el primer encuentro. El cliente rico preguntaba siempre por mi ambiente y

dejaba bien en claro que podía pagarme. Muy celoso, quería exclusividad sobre mí.

Aun en los burdeles quería monopolizar..., porque tenía dinero.

Con este tipo de hombres yo no era muy cortés. Me daba lo mismo que se indignaran.

Podía fácilmente calmarlos amenazándolos con decirles a sus mujeres. No en vano

pasé aquellos años de escuela. No me asustaba con facilidad. La educación tiene sus

ventajas. De eso estaba convencida.

Algunos hombres llegaban apenas con un yinyuán en las manos, temerosos de que los

fueran a estafar. Yo les explicaba con pelos y señales los términos de nuestra

transacción, después de lo cual se iban mansamente a casa a buscar más dinero. Era

en verdad para reírse a gritos.

Los peores de todos eran los jóvenes vagos nocturnos. No sólo querían evitar todo

gasto, sino que además estaban siempre tratando de sacar algún partido: robarse

media cajetilla de cigarrillos o un frasco de crema fría. Era mala política ofender a estos

muchachos, porque tenían contactos. Te pones dura con ellos y te echan a la policía

encima.

Yo no los ofendía. Los manejé hasta que conocí a un oficial de policía; después los fui

liquidando uno por uno. Es un mundo en que los perros se comen a los perros; mientras

peor eres, mejor te va.

Los más lamentables eran los estudiantes jóvenes, con un solo yinyuán y unas cuantas

monedas resonando en sus bolsillos, y las narices transpirándoles nerviosamente. Los

compadecía, pero igual me guardaba el dinero. ¿Qué más podía hacer?

Y luego venían los de edad, todos muy respetables, algunos hasta abuelos. A ellos sí

que no sabía cómo tratarlos. Pero sabía que tenían dinero; querían comprar un poco

de felicidad antes de morirse. De modo que les daba lo que querían.

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Estas experiencias me enseñaron a reconocer la verdadera naturaleza del dinero y la

del hombre. El dinero es el más poderoso de los dos. Si el hombre es un animal, el

dinero es entonces su hiel.

Descubrí que estaba enferma. Me sentí tan miserable, que quise morir. Descansé,

vagué por las calles. Anhelaba a mi madre. Ella podía cuidarme. Pensé que no me

quedaba mucha vida por delante.

Fui a esa callejuela donde la había visto por última vez manejando la palanca del fuelle.

Pero la panadería había cerrado. Nadie supo decirme para dónde se habían ido. Yo

persistí. Tenía que encontrarla, y nada más. Durante días recorrí las calles como un

fantasma. Inútil. No pude saber si había muerto, o si acaso la panadería se habría

cambiado a algún lugar fuera de la ciudad, quizás a cientos de kilómetros.

En este sombrío estado anímico, me quebré y rompí a llorar. Me vestí con las mejores

ropas que tenía, maquillé mi cara y me tendí sobre la cama a esperar la muerte. Estaba

segura de que no iba a demorarse mucho en llegar.

Pero no llegó. Golpearon a la puerta. Alguien venía a visitarme. Bueno, que pase. Con

todas mis fuerzas, le inyecté una carga completa de mi infección. No creí que estuviera

actuando mal. Para comenzar, la culpa no era mía.

Empecé a sentirme un poco mejor. Fumaba, bebía, me comportaba como una experta

de treinta o cuarenta. Tenía círculos oscuros bajo los ojos y las manos febriles. No me

importaba. El dinero lo era todo. La idea era comer primero hasta saciarse; después se

podía hablar de otras cosas.

Y no comía nada de mal. ¡Por qué no pedir lo mejor! Tenía que comer bien y vestirme

bien. Era la única manera de hacerme un poquito de justicia.

Una mañana, sentada con una larga bata encima —serían las diez—, escuché pasos en

el patio. Acababa de salir de la cama y a veces no me vestía hasta el mediodía. Me

estaba poniendo muy floja. Era capaz de estar sentada así durante una hora y hasta

dos, pensando en nada, sin querer tampoco pensar en nada.

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Los pasos se acercaron a mi puerta suavemente, lentamente. Vi un par de ojos

asomándose por el pequeño panel de vidrio. Un momento después se esfumaron.

Permanecía sentada, indiferente, demasiado perezosa como para moverme. En pocos

minutos los ojos retornaron. Esta vez los reconocí. Me levanté y abrí tranquilamente la

puerta. "¡Mamá!"

Qué ocurrió en seguida, no podría decirlo con exactitud. Tampoco recuerdo cuánto

estuvimos llorando juntas. Mamá había envejecido terriblemente. Su esposo había

regresado a su aldea natal, escapándose sin decir una palabra. No le dejó ni un centavo.

Ella vendió los pocos utensilios de la tienda, devolvió el local a su dueño y se arrendó

un cuarto barato.

Hacía más de medio mes que me estaba buscando. Finalmente tuvo la ocurrencia de

visitar el viejo departamento por si acaso yo pudiera estar. Ahí estaba yo. No se habría

atrevido a hablarme si yo no la hubiera llamado; quizás se hubiese vuelto a marchar.

Cuando por fin dejamos de llorar, comencé a reír histéricamente. ¡Qué farsa! La madre

encuentra a la hija, pero la hija es una puta. Para criarme, ella había tenido que

prostituirse. Ahora me tocaba a mí cuidarla, de modo que tendría que seguir siéndolo.

Esta viejísima profesión es hereditaria: ¡una especialidad de la mujer!

Aunque yo sabía que las palabras de consuelo sólo son cháchara vacía, esperaba que

mamá las dijera. Ella siempre había sido buena para engañar a la gente y yo siempre

tomaba sus lisonjas como un consuelo.

Pero ahora, hasta de eso se había olvidado. El hambre la tenía tiesa de miedo, y eso yo

no podía reprochárselo.

Comenzó a revisar mis cosas, a preguntarme por los ingresos y los gastos, sin el menor

resabio de turbación por la naturaleza de mi trabajo. Le conté que estaba enferma, en

la esperanza de que me urgiera a descansar unos días. Nada de eso. Me compraría

remedios, dijo.

—¿Vamos a seguir siempre en este negocio? —le pregunté.

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No respondió.

Sin embargo, de algún modo me quería de verdad y deseaba protegerme. Me daba la

comida, cuidaba mi salud. Me miraba siempre con unas miradas como las de una

madre que observa a su niño dormido.

Lo único que no hizo por mí fue decirme que me retirara de mi profesión.

Yo sabía muy bien —aunque no me complacía— que aparte de esto, no había nada que

yo pudiera hacer. Mamá y yo teníamos que comer y vestirnos: eso lo decidía todo.

Madre e hija o no, respetable o no, la necesidad de dinero era implacable.

Mamá quería cuidarme, pero tenía que hacerse a un lado y observar cómo yo me

arruinaba. Aunque deseaba portarme bien con ella, a veces me resultaba molesta.

Trataba de correr con todo el asunto, especialmente en lo que se refería al dinero. Sus

ojos habían perdido brillo juvenil, pero cuando veían dinero refulgían de nuevo.

Actuaba como una sirvienta cuando aparecían clientes, pero si alguno llegaba a pagar

menos de lo establecido, lo insultaba y le decía los peores improperios.

Esto me hacía las cosas más desagradables. Desde luego que era por dinero que yo

estaba en el negocio, pero eso no significaba tener que insultar a la gente. Yo sabía ser

ruda con un cliente, mas tenía mis propios métodos. Lo ponía en su lugar con facilidad.

El método de mamá era demasiado crudo; ofendía a la gente, y eso, desde el punto de

vista del dinero, era algo que no debíamos hacer.

Quizás yo era joven e ingenua. A mamá únicamente el dinero le importaba; bueno, ella

tenía que ser así; era tanto mayor que yo. Probablemente en un par de años yo sería

igual. El corazón de una persona envejece con los años. Poco a poco te vas haciendo

dura y rígida, como los yinyuanes de plata.

No, mamá no se quedaba en ceremonias. Si un cliente no pagaba todo, le confiscaba

el maletín, o el sombrero, o cualquier cosa que tuviese algún valor, un par de guantes,

un bastón. Yo detestaba las peleas, pero mamá tenía razón.

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— Tenemos que sacar hasta el último yinyuán que podamos —decía—. En este oficio

se envejece diez años en uno. ¿Piensas que alguien te va a querer cuando representes

setenta u ochenta?

A veces, cuando un cliente se emborrachaba, ella lo arrastraba afuera, a algún lugar

solitario, y le sacaba hasta los zapatos. Lo cómico es que después el hombre nunca

armaba escándalo. A lo mejor no sabía cómo había ocurrido todo, o a lo mejor se había

pescado una pulmonía. O quizás, al recordar la manera en que había caído en ese

estado, se turbaba demasiado como para quejarse. A nosotras no nos importaba, pero

alguna gente sí tenía sentido de la vergüenza.

Mamá dijo que envejecemos diez años en uno y tenía razón. Después de dos años pude

sentir cuánto había cambiado. La piel se me puso áspera, tenía los labios siempre

partidos y los ojos rojos. Por muy tarde que me levantara, siempre estaba cansada.

Yo tenía plena conciencia de estas cosas y no menos ciegos a ellas estaban mis clientes.

Los más viejos fueron dejando de venir. Y los nuevos, aunque me esmeraba más

todavía en complacerlos, me producían irritación. A veces no lograba controlar mi

genio; deliraba y me enfurecía de tal modo, que no me reconocía. Adquirí el hábito de

hablar tonterías.

Mis clientes más cultos perdieron interés porque mi cualidad de "encantadora avecilla

de amor" —la frase poética que más les gustaba— había desaparecido. Tuve que

aprender a comportarme como una prostituta callejera. Sólo pintándome la cara como

un payaso lograba atraer a los clientes sin educación. Me ponía una capa gruesa de

lápiz labial, los mordía, y entonces estaban felices.

Casi podía verme muriendo. Con cada yinyuán que ingresaba, parecía acercarme más

a la muerte. El dinero es para preservar la vida, pero yo me lo ganaba de un modo que

producía el efecto contrario. Podía verme muriendo; esperaba la muerte.

Con el ánimo así, prefería no pensar en nada. Sólo quería vivir de día en día. Eso era

suficiente.

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Mamá era el espejo de lo que me aguardaba. Después de vender su carne durante años

no quedaba de ella más que una masa de cabello blanco y una piel oscura y arrugada.

La vida es así.

Me esforzaba por sonreír, por parecer fogosa. De cualquier forma, derramar unas

cuantas lágrimas jamás habría esfumado mi amargura. Mi modo de vivir no tenía

atractivo alguno, pero era de todas maneras la vida, y yo no quería separarme de ella.

Además, lo que estaba haciendo no era culpa mía. Si la muerte parecía atemorizarme,

era sólo porque amaba tanto la vida. No le temía al dolor de morir; mi vida era más

dolorosa que cualquier muerte. Yo amaba la vida. Lo que no amaba era la forma en

que la estaba viviendo.

Solía imaginar una vida ideal y era como un sueño. Pero apenas la cruel realidad me

cercaba de nuevo, el sueño se desvanecía rápidamente y me sentía peor que nunca.

Este mundo no es ningún sueño; es el infierno vivo.

Mamá se daba cuenta de que mi ánimo decaía y me urgía a casarme. Un marido me

alimentaría y ella podría obtener un pago en efectivo para su vejez. Yo era su única

esperanza. ¿Pero quién habría de casarse conmigo?

Por conocer a tantos hombres, llegué a olvidar completamente el significado del amor.

Me amaba a mí misma... No, ya ni siquiera me amaba a mí misma. ¿Por qué amar a

alguien más? Claro que si me casaba, tendría que fingir, decirle que lo amaba, que

estaba ansiosa de pasar con él el resto de mi vida.

Y eso fue lo que les dije a varios hombres. Se los juré, pero ninguno quiso casarse

conmigo. La regla del dinero agudiza a los hombres. Estaban muy dispuestos a tener

conmigo una aventura. Les salía mucho más barato que ir a un burdel.

Si no les hubiera costado nada, estoy segura de que todos los hombres habrían dicho

que me amaban.

Justo en estos días me arrestaron. El nuevo jefe de policía de nuestra ciudad es un

ardiente defensor de la moral; quiere limpiar todos los burdeles no registrados. Las

mujeres con licencia pueden seguir ejerciendo, porque pagan impuestos.

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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Después de mi arresto fui enviada a un reformatorio, donde me enseñaron a trabajar...,

lavar ropa, cocinar, tejer. Pero yo ya sabía hacer todo eso. Si hubiera podido ganarme

la vida mediante cualquiera de esos métodos, habría dejado mi amarga profesión

mucho tiempo atrás.

Se lo dije a los del reformatorio, pero no me creyeron. Dijeron que yo era una tunante

inmoral. Dijeron que si además de aprender a trabajar, aprendía a amar el trabajo,

podría mantenerme sola o encontrar un marido.

Eran muy optimistas. Yo no compartía esa confianza. Se sentían muy orgullosos porque

habían "reformado" a una docena de mujeres y les habían encontrado maridos. Por

una licencia que costaba dos yinyuanes y la garantía de algún comerciante responsable,

cualquier hombre podía acudir al reformatorio y elegir una mujer. Era una ganga

magnífica para el hombre.

A mí me parecía un chiste. Rechacé de plano ser "reformada". Cuando venía algún alto

funcionario a investigarnos, le escupía la cara. Pero no me dejaban ir. Yo era peligrosa.

Y como no pudieron reformarme, me enviaron a otro lugar. Me llevaron a la cárcel.

La cárcel es un lugar magnífico. Te convence de que no hay esperanzas para la

humanidad. Nunca en mis sueños imaginé que pudiera existir un hoyo tan asqueroso.

Pero una vez que llegué aquí, deseché toda idea de salir alguna vez. Por mi propia

experiencia sé que el mundo de afuera no es mucho mejor.

No quisiera morir aquí si tuviera un lugar mejor donde ir. Pero sé cómo son las cosas

afuera. Donde sea que una muera, da lo mismo.

Aquí, dentro de aquí, volví a ver a mi vieja amiga, la luna creciente. Hacía mucho tiempo

que no la veía.

Qué estará haciendo mamá.

La luna creciente trae todos, todos los recuerdos.