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Louis Lavelle EL ERROR DE NARCISO © Traducción de Juan F. Franck Título original: L’erreur de Narcisse (primera edición: Bernard Grasset, Paris, 1939)

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  • Louis Lavelle

    EL ERROR DE NARCISO

    Traduccin de Juan F. Franck

    Ttulo original: Lerreur de Narcisse (primera edicin: Bernard Grasset, Paris, 1939)

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    Captulo I El error de Narciso

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    1 La aventura de Narciso

    La aventura de Narciso ha inspirado a todos los poetas desde Ovidio.

    Narciso tiene diecisis aos. Es inaccesible al deseo. Pero es este rechazo del deseo que se va a transformar para l en un deseo ms sutil.

    Tiene el corazn puro. Por medio de que su propia mirada no llegue a empaar esa pureza, se le ha predicho que vivira mucho tiempo si aceptara no conocerse en absoluto. Pero el destino ha decidido otra cosa. He aqu que para aliviar su sed inocente se dirige hacia una fuente virgen, en la que nadie se ha mirado an. De golpe descubre en ella su belleza y ya no tiene sed sino de s mismo. Su belleza constituye a partir de entonces el deseo que lo tormenta, que lo separa de s mostrndole su imagen y que lo obliga a buscarse a s mismo donde se ve, es decir donde ya no est.

    Encuentra frente a s un objeto semejante a s, que ha venido con l y que sigue todos sus pasos. Yo te sonro, dice, y t me sonres. Tiendo mis brazos hacia ti y t me tiendes los tuyos. Veo que t tambin deseas abrazarme. Si lloro sabiendo que no es posible, lloras conmigo y las mismas lgrimas que nos unen en el sentimiento de nuestro deseo y de nuestra separacin obscurecen la transparencia del agua y nos ocultan de repente el uno al otro.

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    Entonces comienza ese juego de retroceder y fingir mediante el que se aparte de s para verse y se lanza hacia s para asirse. Fue necesario que se deje a s mismo para dar a su amor un objeto que se aniquilara si lograra unirse a l. Slo un poco de agua lo separa de s mismo. Hunde en ella sus brazos para asir ese objeto que no puede ser ms que una imagen. Slo puede contemplarse y no abrazarse. Languidece sin poder alejarse del lugar. Ya no subsiste al borde de la fuente, como testigo de su desdichada aventura, ms que una flor de corazn color azafrn rodeaada de ptalos blancos.

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    La ninfa Eco

    Narciso pide a la visin totalmente pura de hacerle gozar de su sola esencia y el drama bajo el que sucumbe es que ella no puede darle ms que su apariencia.

    Se queda sin palabras y no busca orse. Slo pide verse, asir como una presa su cuerpo bello y mudo, al que las palabras conferiran incluso una como inquietante iniciativa que podra turbar en l el deseo y dividir la posesin.

    Pero su fracaso mismo lo invita a intentar un llamado, a implorar una respuesta. Inquieto por esta solicitud que an lo habita y que crea haber vencido, acepta

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    romper la unidad del puro silencio y buscar en lo ms profundo de la fuente los signos de una vida propia en esta forma que se parece a la suya y que sin embargo la duplica.

    Pero el eco devuelve su propia voz como testimonio de que est solo y hace que resuene su misma soledad. La respuesta, que imita sus palabras y que no es ms que la imitacin de una respuesta, termina por separarlo de s mismo y de transportarlo en un mundo ilusorio donde su propia existencia se disipa y se le escapa.

    El castigo de Narciso es de no haber sido amado ms que por la ninfa Eco. Busca en la fuente otro ser que pueda amarlo. Pero es incapaz de encontrarlo en ella. No puede escaparse de s mismo. Slo el amor que tiene de s mismo no cesa de perseguirlo, mientras que l quisiera huir de l.

    El mito quiere que Narciso no pueda separarse de la ninfa Eco, que es la conciencia que tiene de s mismo. Eco ama a Narciso y para expresarle su amor no puede hablarle primero. Porque no tiene voz propia. Repite lo que dice Narciso, pero slo repite una parte de las palabras. Hay alguien juntoa m?, dice Narciso. Yo, devuelve Eco. Y cuando Narciso dice: Reunmonos, Eco devuelve: Unmonos. Ella le devuelve eternamente sus propias palabras, en un estribillo mutilado e irnico, pero jams le responde.

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    La fuente o el manantial

    No hay ninguna fuente que pueda devolver a Narciso una imagen fiel y ya formada. La fuente en la que se mira es un manantial donde l mismo nace poco a poco a la vida. El agua se filtra sin cesar, arruga la superficie y le impide fijar su tembloroso contorno. Supngase no obstante que por un instante inasible el manantial se secase, que la superficie de las aguas se vuelve inmvil y unida como un verdadero espejo, podr finalmente contemplarse como si hubiera quedado prisionero de este gel transparente? Nuevamente, debe perder toda esperanza. Porque ese espejo es tan sensible que basta su haliento para empaarlo. Si se acerca ms, hace correr sobre l, como un viento exterior, mil ondulaciones que ya no puede apaciguar.

    Asume la conmovedora y contradictoria empresa de querer permanecer l mismo, es decir una libertad invisible, un pensamiento interrogador y el secreto de un sentimiento puro, y de percibirse sin embargo como una cosa que detiene la mirada, como un paisaje desplegado, como un rostro que se ofrece. Quiere transformarse en espectador de s mismo, es decir de ese acto interior por el que nace sin cesar a la vida y que no puede jams hacerse espectculo sin aniquilarse. Se contempla en lugar de vivir, ste es su primer pecado. Busca su esencia y no encuentra ms que su imagen, que no deja de decepcionarlo.

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    No v en s mismo ms que el reflejo de su bello cuerpo an puro. Pero la mirada que dirije a s mismo basta para turbarlo, y desde entonces es incapaz de vivir.

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    El espejo y el azogue

    La transparencia no basta al espejo en el que Narciso se contempla. Hay que preguntarse tambin cul es su azogue. Pero Narciso recela en s la profundidad infinita del ser y de la vida. Y su rostro se refleja en el punto mismo en el que se detiene en este descenso en s mismo que no conoce trmino ltimo.

    Busca en l su alma, pero el amor propio, el deseo que tiene de poseerse, forman el zogue que, al poner lmite a su bsqueda, le muestran la imagen de su cuerpo. Sin embargo, la emocin que le produce el descubrimiento de s es la emocin que le produce el descubrimiento del absoluto del que participa. Pero no se consume jams y no existe en ninguna parte un objeto que la fije.

    Si imaginamos a Narciso frente al espejo, la resistencia del vidrio y del metal oponen una barrera a sus tentativas. Choca su frente y sus puos contra el vidrio; no encuentra nada si lo da vuelta. El espejo aprisiona en l un mundo interior que se le escapa, en el que se ve sin poder asirse y que est separado de l

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    por una falsa distancia que puede reducir pero no salvar.

    Al contrario, la fuente es para l un camino abierto. Incluso antes de encontrar su imagen, disfruta de la transparencia del agua y de esa perfecta pureza que ningn contacto ha roto an. Una lucidez extrema no le basta, es necesario que la atraviese para unirse a su imagen, una vez que se ha formado. Pero el mundo que lo recibe lo retiene captivo eternamente: no puede penetrar en l sin morir.

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    El pasado y la muerte

    Yo no puedo verme ms que volvindome hacia mi propio pasado, es decir hacia un ser que yo ya no soy. Pero vivir es crear mi propio ser dirigiendo mi voluntad hacia un avenir en el que an no estoy y que se volver objeto de espectculo recin cuando lo haya no solamente alcanzado, sino dejado atrs.

    Ahora, la conciencia que Narciso quiere tener de s mismo le quita la voluntad de vivir, es decir de obrar. Puesto que para obrar debe cesar de verse y de pensar en l, debe rehusarse a convertir en une fuente en la que mirarse, el manantial cuyas aguas estn destinadas a purificarlo, a nutrirlo y a fortalecerlo.

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    Pero guarda demasiada ternura para con su cuerpo, que est destinado a disiparse un da, para su pasado, que le huye y lo obliga a correr en pos de una sombra. Es semejante a quien escribe sus memorias y busca gozar de su propia historia antes de haberla terminado. Contemplarse en un espejo es ver avanzar hacia s la propia historia: nadie puede leer el secreto de su destino sino yendo hacia atrs.

    Narciso es castigado entonces por su injusticia, porque desea contemplar su ser antes de haberlo producido l mismo. Quiere encontrar en s, para poseerla, una existencia que no es ms que una pura potencia, tanto que no ha sido ejercido en absoluto. Narciso se contenta con esta posibilidad: la convierte en una imagen engaosa; a partir de entonces hace de ella su morada, no su mismo ser. Y el error ms grave en el que podra caer es que, al crear esta apariencia de s en la que se complace, imagina haber creado su verdadero ser.

    Es slo a medida que avanza en la vida que el hombre comienza a ser capaz de verse. Entonces, si se vuelve, mide el camino recorrido y descubre en l la huella de sus pasos. La fuente en la Narciso se mira no debe ser visitada hasta el crepsculo. No puede mirar en ella ms que una forma que se difumina, prxima a su ocaso, al instante en el que l mismo va a devenir tambin una sombra. Entonces su ser y su imagen se asemejan y terminan por confundirse. Pero el joven Narciso ha venido para mirarse en el manantial a la aurora, quiso contemplar lo que no deba ver. Y su

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    trgico destino lo ha obligado a entregar su propio cuerpo a la imagen misma en la que pretenda asirlo.

    Ahora ya no puede sino unirse a esa estril efigie. Es condenado a una muerte precoz e intil porque quiso obtener antes de merecerlo, ese privilegio que slo la muerte puede dar al hombre: contemplar en s mismo su propia obra solamente cuando la ha acabado.

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    Un extranjero que es l mismo

    Nadie puede reconocerse del todo en la efigie de s mismo que el espejo de la reflexin le devuelve. Es uno mismo y no es uno mismo. Cualquiera sea la precaucin con la que Narciso se desdobla, se enfrenta a s mismo y hace aparecer ante s una imagen inversa y complementaria. Es ese dilogo permanente del yo y de su imagen que constituye las alternancias mismas de la conciencia que tenemos de la vida. Y no obtiene jams con ella esa exacta coincidencia que los abolira a ambos.

    As, nos vemos como un otro que sin embargo no es en absoluto un otro, aunque no nos d de nosotros mismo ms que una apariencia que ni la mano aferra ni el espejo retiene, una falsa apariencia que traiciona siempre al modelo.

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    Narciso est tan cerca de s mismo que, para conocerse, se aparta de s, pero ya no llegar ms a alcanzarse. Y la fuente le devuelve un rostro siempre idntico a s mismo, pero que le parece siempre nuevo porque le muestra siempre al mismo extranjero, es decir siempre al mismo desconocido. Narciso busca el milagro de la conversin de su propio ser en un ser que pueda ver como otro lo ve. Es el deseo de amarse a s mismo como otro podra amarlo que hace que intente conocer esa apariencia que l da de s mismo a otro. Pero es otro quien da vida a esa apariencia, mientras que Narciso la ha separado de l.

    Pero aqu comienza el drama, puesto que la imagen que se hace de s mismo no tiene para nada la misma consistencia del objeto ms fragil. Al contrario de un espejismo que no nos engaa sino en la lejana, ella permanece tan cerca de l que por poco que se aleje, en seguida se disipa. As, Narciso es el hroe de una empresa imposible, porque no lograr jams con esa imagen ni una verdadera separacin ni una exacta coincidencia ni esa reciprocidad de obrar y padecer que es la marca de toda verdadera accin.

    Narciso est emocionado de sentirse existir. Al observarse produce una imagen de s mismo semejante a la que hasta entonces reciba de los seres distintos de l. La renueva, la multiplica mediante movimientos, de los que l es a la vez espectador y actor. Comienza a entrar en simpata consigo mismo. Pero esta imagen que contempla en la fuente tiende tambin sus brazos hacia otro y no hacia l.

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    Narciso se aliena a s mismo, est fuera de s, de un solo golpe extranjero y extrao a sus propios ojos. Es el loco que se despide de s y corre hacia s mismo, y termina como Ofelia. l, que vive, qu necesidad tiene de esta imagen de su propia vida que est hecha para los otros y no para l?

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    La sombra de una sombra

    Si fuera verdad decir que Narciso se desdobla, encontrara en su doble un fragmento de s mismo. Pero, en lugar de desdoblarse, se redobla para ver su propia realidad invisible, y lo que hace visible no es ms que una sombra sin realidad.

    Narciso necesita asegurarse de su propia existencia. Duda de ella y es por eso que busca verla. Pero tiene que resignarse, l, que ve el mundo, a no verse en absoluto. Pues cmo podra verse, el que ve, de otra manera que transformndose en la cosa vista, a la que l mismo est ausente? l, que abraza todas las cosas, cmo podra abrazarse a s mismo? Debe dejarse para poseerse, y si se busca, se extena.

    l, que es el origen de todas las presencias y que comunica la presencia a todo lo que es, cmo se hara l mismo presente?

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    Quien posee el conocimiento no puede poseer la existencia de lo que conoce. Ahora, Narciso quiere reunir el ser y el conocer en el acto mismo de su espritu. Ignora que su propia existencia no se realiza sino por el conocimiento del mundo. Pero interrumpe su vida para conocerla y no puede conocer de s mismo ms que un simulacro de la que la misma vida se ha retirado. No es ms que un vaso vaco que no muestra su forma sino por el contenido que lo llena.

    De la fuente en la que se mira, del follaje que la abriga, del inmenso mundo que lo circunda, Narciso no sabe nada: no conoce ms que el reflejo frgil de s mismo, que se forma en el hueco de estas cosas y que sin l no sera nada.

    Narciso tiembla de emocin y de decepcin ante la revelacin que se le hace. Nada podra satisfacerlo sino la visin del universo entero saliendo de su mirada como de un acto de creacin y de contemplacin a la vez. Pero es el universo, por el contrario, el que desaparece para l de golpe ante la imagen irrisoria e impotente que obtiene de s mismo.

    Visin impa y que atenta contra el orden de las cosas, en la que se niega a contemplar la obra del creador para contemplarse a s mismo, en lugar de crearse y de hacer de s mismo su propia obra.

    Pero Narciso no soporta ser ni obrar, queda reducido, dice el sutil Gngora, a solicitar los ecos, a desdear las fuentes.* Busca lo que lo halaga, ms que lo que es.

    * La cita corresponde a la Soledad Primera de Luis de Gngora,

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    El cuerpo de Narciso no es ms que una imagen, el signo de su presencia para todos los que lo rodean, pero qu persigue l mismo en el manantial sino el signo de ese signo y la imagen de esa imagen?

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    La complacencia de Narciso

    Narciso muestra un pudor extremo frente al otro. Pero se despoja todo pudor frente a s mismo: se complace en esta ausencia de pudor.

    Narciso se asombra de ser un objeto para s mismo y se alegra de verse como un extrao lo vera, pero dndose el secreto placer de abolir este extrao en s mismo.

    El deseo de Narciso es de no tener otro espectador ni otro amante que l mismo. Ser para l solo el amante y el objeto amado. Es reunir en s dos actos que no se producen sino oponindose. Es encontrarse al abandonarse, y volver a entrar en s en el momento en que nadie piensa ms que en salir de s para buscar en el mundo un objeto que conocer o un ser que amar.

    Pero en ese misterioso retorno sobre s en que se complace, Narciso se alegra de que ningn objeto exterior a l lo separe ya de s mismo, de que ningn ser independiente de l oponga otra voluntad a la suya.

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    Narciso se encierra en su propia soledad para hacer sociedad consigo mismo: en esta perfecta suficiencia que espera, prueba su propia impotencia. Ha inventado las palabras conocimiento de s y amor de s, pero se tormenta por la imposibilidad en que se encuentra de realizar los actos que esas palabras designan. Porque bien sabe que est con el yo que conoce y que ama y no con la vana image que persigue de su conocimiento y de su amor.

    Ser conocido, ser amado por s mismo, no agrega nada para l a la pura potencia que tiene de conocer y de amar; slo obra en apariencia.

    El crimen de narciso es preferir finalmente su image a s mismo. La imposibilidad en la que est de unirse a ella no puede producir en l otra cosa que desesperacin. Narciso ama un objeto que no puede poseer. Pero desde que comenz a inclinarse para verlo, era la muerte lo que deseaba. Unirse a su propia imagen y confundirse con ella, eso es morir. Era su doble tambin lo que buscaba en las aguas mviles la hija del Rin.

    Narciso no sabe que debe dejar su cuerpo para percibir su imagen. Ha querido imitar a Dios, quien, al contemplarse, cre su Verbo. No ha podido ver ms que la imagen de su cuerpo. Pero en ella se ve ms bello que todos los espectculos y este descubrimiento lo hace desfallecer. Desaparece en el manantial, porque ve que su imagen demasiado bella ocupa todo el lugar de su ser, como le ocurri a Lucifer cuando devino Satans. Narciso intenta gozar por el espritu de la

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    imagen misma de su cuerpo. Audaz y criminal empresa, que no poda sino precipitar su espritu.

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    El pecado contra el espritu

    Narciso es secreto y solitario.

    Su error es sutil. Narciso es un espritu que quiere darse en espectculo a s mismo. Comete contra el espritu el pecado de querer asirse como puede asir los cuerpos. Pero no puede lograrlo y es su mismo cuerpo lo que aniquila en su propia imagen. Esta imagen lo atrae y lo fascina: lo desva de todos los objetos reales y al final slo tiene ojos para ella.

    Es para disfrutar de s mismo que hace de s un dolo, a fin de encontrar frente a s ese objeto del cual poder gozar. Pero slo un soador puede producir de ese modo una imagen de s mismo, y esta imagen a su vez perece con su mismo sueo.

    Y lo trgico de Narciso es que el manantial le impone esta efigie de s mismo que l no ha formado. Es un producto de la reflexin, en que solo la reflexin le permite reconocerse, pero que supone un ser que se refleja, un ser en el que ya no se interesa. As, pierde lo mucho que tena y lo poco que desea a cambio le es negado. Pero el acto ms humilde debe bastar para liberarlo de la miseria en la que ha cado y para

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    devolverle el ser que ha perdido. Esa es la moraleja de su eterna aventura.

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    Muerte o nacimiento?

    Se dir que Narciso muere de tristeza al ver una belleza que es la suya y que permanece para l un puro espectculo? Esa imagen que intenta asir es ms bella que l mismo, pero es inasible e inviolable como todas la sombras y todos los reflejos.

    O bien se dir que su tristeza es descubrir, a travs de esa imagen, que tiene una forma material, l que pensaba no ser ms que un puro espritu? Hay que pensar, como quiere el mito, que la muerte de Narciso concluye para siempre su joven y miserable aventura? Podemos darle otro final. Hermes hace de esta muerte un nacimiento, lo cual muestra hasta qu punto estos dos opuestos son inseparables. Es en el momento en que el hombre ha visto el reflejo de su forma en el agua o su sombra sobre la tierra, y que la ha encontrado bella, que se ha enamorado de ella y que ha querido poseerla. Ella aferra a su amante, lo envuelve todo entero y se aman con un mutuo amor. As es entonces el relato de la encarnacin de Narciso, el momento en que comienza su vida corporal.

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    Narciso y Pigmalin

    La imaginacin parece dar aliento a todas sus creaciones. No hay ningn hombre en quien no habite un soador que pueda decir: yo evocaba un da la imagen de Alejandro y la vi animarse poco a poco frente a m. Pronto el joven hombre comenz a moverse y a dar todos los signos de la presencia y de la vida. Tena el rostro de un adolescente, un poco inclinado sobre el costado, como dicen los cronistas, rechoncho sin ser gordo, con lneas poco acusadas, bello, calmo y un poco hurao. Pero el sueo se disipa en seguida.

    Todo hombre piensa de repente poder animar una imagen gracias al solo acto de su espritu. Pero se embriaga un momento con su potencia y termina en la desesperacin. Porque la creacin no alcanza eternamente el corazn de Dios sino porque llama a la vida un ser verdadero provisto de un cuerpo y de un alma, que tiene una iniciativa propia, que lo invoca y que le responde. Ahora, la imaginacin nos deja a nosotros mismos.

    Hay una semejanza trgica entre el destino de Narciso y el de Pigmalin. Pigmalin se ha quedado hasta entonces sin amar a ninguna mujer. Pero contempla la estatua que ha hecho y la encuentra demasiado bella: es la obra de sus manos y comienza a conmover sus sentidos en el momento en que conviene separarse de

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    ella. Invoca a Venus y le parece que la oracin interior que le dirige ablanda el marfil y hace de l una carne. Ese cuerpo inmvil es ms encantador an retenido por los lazos del pudor. Pigmalin tiene miedo de herirlo; imagina pronto que le devuelve sus caricias. Y su amor es tan ardiente que piensar obtener slo para s el consentimiento que bastar para transformar en un cuerpo de mujer ese cuerpo inerte. Milagro del fervor, en que encontrarmos por contraste todos los rasgos de ese amor impotente y rechazado que cambia un cuerpo de mujer en un cuerpo inerte.

    Pigmalin est enamorado de su misma obra, que no puede producirle sino decepcin, si sigue siendo una cosa que l contempla y admira. Es necesario entonces, para dejar de ser su esclavo, que la abandone y se desinterese de ella.

    Narciso slo encuentra frente a s su propia imagen, mientras que Pigmalin toma prestado un poco de materia del universo para darle una forma extraa. Puede contemplar una cosa que ha producido y de lo que quisiera producir un ser. Tiene tanta confianza en el amor que tiene por ella que se cree capaz de dar la vida a lo que ha querido. Esa es su impiedad, porque no puede amar ms que una vida que debe darse el ser a s misma antes de poder darse a l.

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    Adn y Eva

    En su sabidura soberana, Dios vio a Adn buscarse a s mismo como Narciso y, desdoblndolo en su deseo, hizo aparecer frente a l el cuerpo de la mujer al que pudo unirse sin aniquilarse. Pero librado a sus solas fuerzas, Narciso se dobla en un fantasma que imita sus gestos irrisorios y que, mientras busca asir su verdadero ser, cambia ese mismo ser en una ilusin que lo desespera.

    Milton cuenta el mito de otra manera.* Muestra en l ante todo la figuracin de la conciencia de s que se despierta, o las relaciones del ser consigo mismo. Pero stas ocultan un voto impotente, si no se acaban en las relaciones del hombre con la mujer y de cada ser con todos los dems. Narciso muere por suponer en s esa feminidad que lo engaa y que no lograr contentar. Pero Eva nace de golpe a la luz y busca la explicacin de lo que ella es. Ignora de dnde viene. La naturaleza no le ha enseado nada an. Ella inclina su rostro sobre la superficie de las aguas que refleja la pureza del cielo y que le parece otro cielo. Al inclinarse percibe una figura que se le presenta al punto. La miro, ella me mira. Retrocedo temblorosa. Un encanto secreto se me acerca, el mismo encanto la atrae. Movimientos recprocos de simpata nos predisponan una hacia otra. Pero ese objeto encantador no la

    * Cfr. John Milton, Paradise Lost, IV, 460-473.

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    retiene. No demora su mirada sobre l con complacencia. Es necesario que una voz clara le advierta que su misma existencia est representada en l. Lo que contemplas, bella creatura, eres t misma. Pero ella cree percibir otro ser. Comienza a admirar otro ser. Porque no es la imagen de s misma lo que persegua y que buscaba poseer. Era un ser diferente de ella, pero esta imagen le ensea que es tambin semejante a ella. Ella se le unir y le dar, dice el poeta, una multitud de hijos que la harn llamar la madre de los vivientes.

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    Captulo II

    El secreto de la intimidad

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    Concete a ti mismo

    Narciso busca en l el secreto del mundo y es por eso que se decepciona al verse. Ese secreto divino le es ms ntimo que l mismo: es la intimidad del Ser puro. De l no hay ninguna imagen. No habita en la fuente que se refleja en la mirada de Narciso y regresa a su misterio cuando esa mirada desaparece. No se muestra sino a una mirada puramente espiritual, ms all de todas las imgenes y de todos los espejos.

    Todo lo que puedo imaginar en el mundo de ms noble y de ms bello, todo lo que lleva para m la marca del valor y que yo puedo amar, eso es mi intimidad ms profunda y al huirla so pretexto de que soy incapaz o indigno de ella, me huyo a m mismo. Las cosas ms superficiales y las ms bajas que me atraen o que me retienen, no son ms que una distraccin que me aleja de m, ya no precisamente porque no puedo soportar el espectculo de lo que soy, sino porque no tengo el valor de ejercer las fuerzas de que dispongo, ni de responder a las exigencias que encuentro en m.

    No podemos descubrir que nuestro ser reside en esa intimidad secreta donde nadie penetra ms que nosotros, sin apelar a la introspeccin para conocerla. Pero el yo no es ms que una posibilidad que se realiza; no est jams hecho; no cesa de hacerse. Es por eso que hay dos introspecciones: una, la cosa peor que

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    hay, y que me muestra en m todos esos estados momentneos en los que no ceso de complacerme; otra, que es la mejor, y que me vuelve atento a una actividad que me pertenece, a potencias que despierto y que depende de m ponerlas por obra, a valores que intento reconocer a fin de darles un cuerpo.

    Porque la conciencia no es una luz que ilumina la realidad preexistente sin cambiarla, sino una actividad que se interroga sobre su decisin y que tiene entre sus manos su propio destino. Concete a ti mismo, dice Scrates, como si aconsejase ya a Narciso. Pero Scrates saba muy bien que quien se conoce no deja de profundizarse y de superarse. Si los antiguos dicen concete y los cristianos olvdate, es porque no hablan del mismo yo: no se puede conocer uno sino a condicin de olvidar el otro.

    2

    La intimidad consigo mismo y con otro

    La intimidad es el interior que escapa a toda mirada, pero es tambin el fondo ltimo de lo real, ms all del cual no se puede ir y que sin duda no se alcanza sino tras haber atravesado todas las capas superficiales, de las que la vanidad, la facilidad o el hbito lo han envuelto uno tras otro. Es el punto mismo en el que las cosas echan races, el lugar de todos los orgenes y de

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    todos los nacimientos, la fuente y el hogar, la intencin y el sentido.

    El descubrimiento de la intimidad es algo difcil y, una vez que se la ha encontrado, todava hay que establecerse en ella. Pero es en ella no obstante que encontramos el principio de nuestra fuerza y la curacin de todos nuestros males. Es porque la ignoran que tantos hombres buscan la distraccin o creen poder reformar el mundo desde el exterior. Pero quien supo penetrar en la intimidad ya no acepta ser expulsado de all. Para l, todo el prestigio de la distraccin y de la accin exterior quedan abolidos.

    La intimidad es, como a menudo se cree, el ltimo reducto de la soledad. Pero basta tambin con que se nos revele para que la soledad cese. Nos descubre un mundo que est en nosotros, pero en el que todos los seres pueden ser recibidos. Sin embargo, puede nacer la sospecha de que an estamos solos y de que ese mundo no es sino una isla de ensueo. Pero basta con que otro ser entre de golpe con nosotros y el sueo se vuelve realidad y la isla, el continente. Entonces se produce la emocin ms aguda que podamos experimentar. Ella nos revela que nuestro mundo ms secreto, y que creemos tan frgil, es un mundo comn a todos, el nico que no es una apariencia, un absoluto presente en nosotros, abierto ante nosotros y en el que estamos llamados a vivir.

    La intimidad es por lo tanto individual y universal a la vez. La intimidad que creo tener conmigo mismo no se descubre sino en la intimidad de mi propia

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    comunicacin con otro. Y toda intimidad es recproca. El uso mismo de la palabra lo confirma. Quedara separado de m mismo si no pudiera revelar lo que soy y, al revelarlo, descubrirlo.

    El que revela su intimidad ya no habla de s, sino de un universo espiritual que lleva en s y que es el mismo para todos. No accede a l sin alguna especie de temblor. Las almas ms comunes no atraviesan el umbral. Las ms bajas huyen de l e intentan envilecerlo. Es que el verdadero ser est ah y no en otra parte, pero ellas no siente por l ms que desprecio y odio.

    3

    El secreto comn a todos

    Hay en nosotros una esencia secreta en la que apenas nos atrevemos a penetrar con una nuestra mirada, que, semejante ella misma a la de un extrao, comenzara ya a rasgarla y violarla. Slo que el milagro es que percibo de golpe que mi secreto es tambin el vuestro, que no es ya un sueo sin realidad, sino esa misma realidad de la que el mundo es un sueo, una voz silenciosa pero la nica que puede producir un eco. Porque el punto en que cada uno se cierra en s mismo es tambin el punto en que se abre verdaderamente al otro. Y el misterio del yo, en el momento en que se hace ms profundo, cuando es sentido como

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    verdaderamente nico e inexpresable, produce esa suerte de exceso de la soledad que la hace estallar porque es la misma para todos. Y es slo entonces que tengo el derecho de emplear esas admirables palabra: abrirme a todos, es decir abolir en m todo secreto, pero al mismo tiempo acoger y dar acceso en m a vuestro propio secreto.

    Porque slo de otro ser puedo esperar que me confirme y que me sujete en esa existencia espiritual que, sin su testimonio, permanecera para m subjetiva e ilusoria. No ya que, como cuando se trata del objeto exterior, apele a la experiencia, como si la ma me hubiera podido engaar. No se trata ya aqu de un espectculo ofrecido a todos los seres y en el que todas las miradas se cruzaran. Se trata de esa realidad invisible de la que yo crea alguna vez poder extraer el alimento de mi vida ms personal, pero que me pareca todava como frgil e incierto y del que apenas osaba tomar posesin durante el tiempo que la miraba como algo mo. Ahora que otro me revela en l su presencia, ella me aporta una especie de luz milagrosa, recibe una densidad y un relieve extraordinarios y obliga de golpe al mundo visible, que antes me daba tanta seguridad, a retroceder y a adelgazar, como algo decorativo.

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    4

    La soledad profundizada y rota

    En la celda de la conciencia de s, el yo est encerrado como en una prisin. Sufre por no poder arrancarse a s mismo, ni entregarse a s mismo. Est siempre solo y por lo tanto es la potencia de comunicar con todo lo que es. Es lo que hace de l un espritu. Pero l es el nico que conoce y ejerce esta potencia de comunicar. Se puede decir que rompe y profundiza su soledad al mismo tiempo.

    Nunca hay que complacerse demasiado en la conciencia de s. De lo contrario, fortalece en nosotros la inquietud y el deseo: convierte el ser y la vida en objetos que el amor propio quiere poseer y de los que exige disfrutar. Pero eso no significa en absoluto descender jasta la raz misma del ser y de la vida. En ese inters exclusivo que muestra por s mismo, el yo cree reponerse pero termina desfalleciendo. Porque recibe toda su existencia del ser que conoce y que ama. Por eso tiene que salir de s para conocer y para amar, es decir para darse a s mismo esa existencia que pretenda asir inicialmente. Es slo entonces que descubre el secreto del conocimiento y el secreto del amor.

    Puede ocurrir que la soledad sea para nosotros una tentacin y que sea necesario mucho arte para mantenerla y defenderla. Pero el sabio no busca en ella sino una especie de ejercicio espiritual que debe probar

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    su valor y su fecundidad en sus relaciones con el exterior que pareca haber abolido al principio. Slo entonces aprendemos a vivir como nos imaginamos que haba que vivir cuando estbamos solos. Si en la soledad formamos la idea de una sociedad perfecta con nosotros mismos, con el universo y con todos los seres, es el regreso al mundo que, por una especie de paradoja, al interrumpir esa soledad, la realiza y la obliga a dar su fruto.

    5

    El encuentro con otro hombre

    Hay una emocin inseparable del encuentro con todo hombre que encontramos en nuestro camino. Y es una emocin llena de ambigedad, mezclada de temor y de esperanza. Qu ocurre detrs de este rostro que se parece al nuestro y que vemos, mientras que no vemos el nuestro? Nos anuncia la paz o la guerra? Va a invadir el espacio en el que obramos, estrechar los lmites de nuestra existencia y expulsarnos para establecerse en el estrecho dominio que ocupamos? O viene al contrario a ampliar nuestro horizonte, a prolongar nuestra propia vida, a acrecentar nuestras fuerzas, secundar nuestros deseos, crear con nosotros esa comunicacin espiritual que nos arranca a nuestra soledad, a introducir en el dilogo que proseguimos con nosotros mismos un verdadero interlocutor, que

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    no es ya el eco de nuestra propia voz y que nos hace escuchar finalmente una revelacin nueva e inesperada?

    Esta emocin la experimentamos siempre ante otro hombre, a quien mejor creemos conocer y al que ms amamos; ante todo ser que no somos nosotros, pero que est, como nosotros, provisto de inciativa, que vive y es libre, capaz de pensar y de querer, y de quien sentimos que su ms pequeo paso puede cambiar la naturaleza de nuestros sentimientos y de nuestro pensamiento, y nuestro mismo destino. La historia de nuestras relaciones con l es la historia misma de esta emocin que no cesa de darnos, de las disyuntivas por las que pasa, de las promesas que anuncia y que lo que sucede unas veces cumple y otras decepciona.

    Pero sucede que queda abolida casi en seguida, que el temor y la esperanza que se confunden en ella se borran poco a poco. El ser que pas delante de nosotros ha vuelto a ser un pasante que no cuenta para nosotros ms que las piedras del camino. Lo hemos devuelto a la nada de la que nuestra mirada lo haba extrado un instante. Esta ansiedad tan rica de posibilidades inseparables y contrarias que haba acompaado nuestro primer encuentro, por la cual nos interrogbamos acerca de una aventura que comenzaba, ha expirado desde los primeros pasos. Temblbamos entonces por ignorar si haba que desear en ese caso la presencia o la ausencia, si iba a nacer el amor o el odio, si habramos de recibir ms dones o ms heridas. Y presentamos ya que en los lazos ms

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    estrechos todas estas cosas, en lugar de excluirse, nos vendran juntas.

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    Reciprocidad

    No hay que asombrarse si el deseo ms profundo que gobierna nuestra conducta es encontrar otros hombres con los que querramos vivir o, si tenemos ms modestia y menos confianza, con quienes soportaramos al menos vivir. Porque bien nos damos cuenta de que no hay otro problema para el hombre que saber cmo podr entenderse con los otros hombres. Y todas las desgracias de la vida provienen de la imposibilidad de lograrlo.

    El testimonio ms discreto de una separacin entre otro ser y yo es suficiente para suspender todos los movimientos interiores, no slamente los que me inclinaban hacia l, sino los mismos por los que, en la soledad, mi pensamiento se abandonaba a su propio juego. El menor signo de comunin, sin que sea necesariamente voluntario, ni siquiera consciente, basta para reanimarlos, para abrir delante de ellos la infinidad del espacio espiritual.

    Pero sucede a menudo que esta misma presencia de los otros hombres de la que esperamos que llegue a ser el campo de expansin de nuestra libertad y la fuente ms profunda de nuestra alegra, que no hemos

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    solamente aceptado, sino deseado y amado, al contrario, nos estrecha y nos entristece, y que nos cuesta tolerarla. No olvidemos sin embargo que cuando comenzamos a sostener con nosotros mismos un dilogo comparable al que sostenemos con otro, no llegamos siempre a tolerar lo que somos. Porque hay en nosotros un ser lleno de exigencias y delante del cual ningn individuo, ni siquiere el que nosotros somos, es capaz de hallar gracia. Pero lo propio de la paciencia es aprender a sufrir en nosotros y fuera de nosotros todas las miserias del ser individual, y lo propio de la caridad es aprender a socorrerlas.

    La mayor parte de los hombres son ms rudos, es verdad, hacia otros que hacia s mismos. Y la marca de la virtud es, as parece, revertir este orden natural. Pero no se desconocer que el yo que es en nosotros tambin otro que nosotros, y que el que no muestra por l ninguna suavidad no la mostrar jams hacia nadie. Y lo peor sera que pudiera fingirla.

    Me equivoco sin duda si me quejo del trato que los otros me hacen sufrir. Porque es siempre un efecto y una imagen del trato que yo les inflijo. Pero si me entristezco por no ser suficientemente querido, es que yo mismo no tengo suficiente amor. Es la potencia de recibir que hay en m lo que hace que los otros me reciban, y ellos no me rechazan si yo no los he rechazado ya en el fondo de m mismo. Pero el hombre est hecho de tal manera que esta reciprocidad se le escapa: busca ser notado por aquellos que le resultan indiferentes y estimado por quienes desprecia. Pero

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    se emplear con vosotros la misma medida con la que habris medido a los dems.

    No ceso de acusar a los otros hombres: les huyo poniendo cara de desprecio y de no querer conocerlos. Pero no puedo prescindir de ellos. Este desprecio en que los tengo no es ms que el signo de la misma necesidad que tengo de estimarlos, y me dicta el deber que tengo frente a ellos de darles suficiente amor para hacerlos dignos de mi estima.

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    Conocimiento de s mismo y del otro

    Ser es siempre ms que conocer. Porque el conocimiento es un espectculo que nos damos a nosotros mismos. As, nada no es ms desconocido que el ser que nosotros somos; jams llegamos a desprendernos de nuestra imagen. En un sentido, puedo decir que todo hombre sabe sobre m ms que yo mismo, pero eso no es para l una ventaja. Porque no hace falta saber demasiado exactamente lo que uno es para ser justamente el que uno es.

    Es natural que yo conozca a los otros mejor que a m mismo, ya que estoy ocupado hacindome. Y es por eso que hay tanta vanidad, tanto falsa apariencia y tanta prdida de tiempo en el cuidado con que me considero, que me hace demorarme cuando tengo que actuar. Tengo que abandonar ese cuidado a otro, que

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    est en absoluto encargado directamente de lo que ser de m y que, al contrario de m mismo, se interesa en mi ser realizado ms que en el acto que lo realiza. No ve en m ms que al hombre manifestado, al que se distingue de todos los otros por su carcter y por sus debilidades, no al hombre que yo quiero ser y que busca constantemente superar su naturaleza y curar sus imperfecciones. Siento de manera indefinida en m la presencia de una potencia que no ha sido empleada todava, de una esperanza que no todava no ha sido engaada. El otro no observa en m ms que el ser que puedo mostrar, y yo, el ser que no mostrar jams. Contrariamente a l, yo tengo siempre los ojos fijos en lo que no soy antes que en lo que soy, en mi ideal antes que en mi estado, en el trmino de mis deseos antes que en la distancia que me separa de l.

    El malentendido que reina entre los hombres proviene siempre de la perspectiva diferente segn la cual cada uno se mira y mira al otro. Porque no ve en s mismo ms que sus potencias y no ve en el otro ms que sus acciones. Y el crdito que se da a s mismo, lo niega al otro. Un parentezco comienza a unirlos a partir del momento en que, superando ambos lo que pueden mostrar, se dan mutuamente esta confianza, que es ya una muda cooperacin.

    Pero el egosmo produce una ceguera que, en el momento en que descubro en m un ser que siente, que piensa y que obra, no deja aparecer en los otros sino objetos que tengo que describir o instrumentos de los que me puedo servir. No hay que asombrarse entonces

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    de que quien conoce todas las cosas en s no se conozca a s mismo, ni que, por las razones contrarias, cada uno permanezca desconocido tanto de s mismo como de los otros.

    Lo ms difcil en nuestras relaciones con los otros seres es lo que parece tal vez lo ms simple: reconocer esa existencia propia, que los hace semejantes a nosotros y sin embargo diferentes de nosotros, esa presencia en ellos de una individualidad nica e irreemplazable, de una iniciativa y de una libertad, de una vocacin que les pertenece y que debemos ayudarles a realizar, en lugar de mostrarnos celosos de ella o de desviarla para conformarla a la nuestra. sa es para nosotros la primera palabra de la caridad, y tal vez tambin la ltima.

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    El pintor y el retrato

    Nuestro ojo, dice Platn, se percibe en la pupila de otro ojo.

    Son los otros quienes me revelan a m mismo. Hago la prueba de lo que pienso y de lo que siento en los pensamientos y los sentimientos que no cesan de mostrarme y, por as decir, de me proponer. Y sus actos me devuelven la imagen de lo que soy, sea que repitan los mos, sea que les respondan.

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    De modo inverso, comprender a alguien es descubrir en s todos los movimientos que observamos en l, es abandonarse un momento a ellos, de manera que cuando pensamos seguirlos, es a nosotros mismos que seguimos. Sucede as que nos adelantamos a ellos.

    Los seres no pueden conocerse en absoluto separadamente, sino slo por medio de una comparacin mutua que hace brillar las semejanzas y las diferencias entre ellos. Esta comparacin en la que cada uno descubre y experimenta sus propias potencias ne carece de peligro: porque nos invita ya a una imitacin, en la que nuestro propio ser, so pretexto de enriquecerse, se abuele en un ser prestado, ya a una denigracin, creyendo elevarnos al rebajar todo lo que nos falta. Sin embargo, todo encuentro que hacemos, al mismo tiempo por las resistencias que provoca, por el esfuerzo que exige, por la luz que hace nacer, por un secreto acuerdo que de golpe nos hace presentir, nos muestra hasta qu punto el conocimiento de s y el conocimiento del otro estn entrelazados.

    Se ve bien en el ejemplo del pinto, quien, cuando hace su retrato, hace sin embargo el retrato de otro y cuando hace el retrato de otro, hace tambin el retrato de s mismo. Porque no puede pintar sino lo que l no es, lo que se distingue de l y lo que se opone a l. As, se obliga, al pintarse, a descubrir en l el rostro que los otros ven. Pero el retrato que hace de otro es una obra que viene de l y que muestra a todas las miradas lo que de otra manera nadie vera, y que es su propia visin invisible del mundo. Conocerme es al mismo

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    tiempo hacer de m un otro y confrontarme con otro. Conoceros es penetrar en m y encontrarme en vosotros: descubro en vosotros el espectculo de un acto que no puedo asir en m sino en su puro ejercicio.

    As, no busco jams en otro sino un reflejo de m mismo, cuyos trazos son a veces inversos y complementarios a los mos, unas veces ms acusados y otras, ms atenuados. Pero no tienen sentido que si siento en m esa misma vida a la que dan una forma. Todos los seres se devuelven los unos a los otros su propia imagen, fiel e infiel al mismo tiempo, y hasta en la soledad apelo a un extranjero que soy an yo mismo, y cuyo rol no es otro ms que el de ser testigo de lo que soy.

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    El conocimiento superado

    En el conocimiento de s mismo buscamos nuestra esencia, y si no se la puede alcanzar sino producindola, hay que decir que el verdadero conocimiento del otro es tambin el de un ser que se realiza y no de un ser ya realizado, que no sera para m ms sino una cosa. No es una mirada impotente que se posa sobre una existencia ya hecha, sino una mirada viviente que se posa sobre ella mientras que se hace y, mediante el inters que pone en ella, mediante la interrogacin con la que la presiona, incluso mediante

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    la enseanza que recibe de ella, la cambia cambindonos junto con ella.

    Es imposible en efecto conocer otro ser permaneciendo ante l como espectador o testigo; no puedo asir el camino mediante el que se realiza sin asociarme a l. Porque se realiza conmigo y por m como yo me realizo con l y por l; todos los hombres entran en la existencia juntos y unos por otros. Es por eso que se puede decir de cada uno de ellos que no se conoce sino mediante su comunicacin con otro. Y su misma esencia es el nudo de todas las comunicaciones posibles o reales con todos los seres. As, mediante la ms humilde de mis acciones, involucra indivisiblemente, con su propio destino, el del el universo.

    Narciso no ha visto en absoluto que la mutua presencia de los seres unos a otros es necesaria para sostener a cada uno de ellos en la existencia: abandonado a s mismo cmo podra ser otra cosa que su propio sueo? Narciso se contenta con ese sueo, su existencia le huye y termina por desvanecerse. De ah viene la tristeza que tan rpidamente se ha apoderado de l.

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    Un mutuo socorro

    La mayor parte de las veces juzgo a los dems hombres en relacin con lo que quisiera ser, y soy tan cruel con

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    ellos porque aplico a ellos una suerte de venganza contra m mismo. Pero no soy justo y bueno si no los juzgo segn lo que yo soy, incluso en los momentos en que soy ms cobarde y miserable. Entonces tengo compasin por todos los inquietos movimientos de su amor propio y pienso menos en condenarlos que en socorrerlos. Eso me obliga a una especie de retorno a m mismo y de reconciliacin conmigo mismo que me calma y me purifica. En el mismo sentido, el Evangelio me manda no juzgar en absoluto. Pero estamos muy lejos hoy de esta prctica. Porque jams el juicio propio ha parecido tan seguro de s mismo, tan pronto al orgullo como al desprecio.

    Se pide que juzguemos a los otros seres con tanta imparcialidad y tanto desinters como a las cosas. Pero no es posible, no es deseable. Porque tenemos con ellos relaciones mutuas, siempre personales, las nicas que pueden dar sentido a nuestros juicios y servir para justificarlos. As, los mismos rasgos de carcter nos parecen feos y mezquinos en aqullos de los que estamos separados y que siguen su camino sin nosotros, o, al contrario, humanos y conmovedores en aqullos hacia quienes se inclina nuestra atencin y nuestro amor, en quienes reconocemos lo que somos y cuya suerte est vinculada con la nuestra. Son esas relaciones de eleccin las que la caridad extiende a todos los seres.

    Cada conciencia lleva en ella una aspiracin siempre insatisfecha porque tiene al infinito por objeto. No hay por consiguiente ningn ser que no resiente su propia

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    insuficiencia; pero a su vez todos los dems seres le muestran la propia y ocurre que el sentimiento de esta comn debilidad llega a ser no solamente un doble consuelo, sino un socorro mutuo. Porque me supero desde el momento en que me abandono. La misma confesin de que no me basto a m mismo hace aparecer entre nosotros una comunin que nos da a cada uno lo que nos faltaba cuando estbamos solos. Saber que la propia miseria es compartida es comenzar a superarla. Hay ms: hace un momento no saba aliviar la ma, pero al obligarme ahora a aliviar la vuestra, alivio tambin la ma, como se ve en el conocimiento del otro que ilumina el conocimiento de s mismo y en el amor del otro que ennoblece el amor de s mismo.

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    Las cimas de la comunicacin

    Es una gran ilusin creer que cuando dos seres entran en comunicacin uno con otro se comunican uno a otro lo que ya tienen. Lo que se comunican es solamente el poder de adquirir uno gracias al otro lo que ni uno ni otro tienen an. Lo que tengo, ya lo he usado y rechazado. Ya no tiene ningn uso, ni para m ni para vosotros. No intento despertar en vosotros un estado que os es demasiado familiar y que os repele porque os conduce demasiado directamente a vosotros mismos,

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    ni hacer que nazca en vosotros un estado nuevo que slo sera objeto de una emocin pasajera. Dos seres no se comunican si no son mediadores el uno para el otro, si cada uno no revela al otro ese deseo profundo e ignorado que lleva en l, en la ms secreta soledad, y que le permite, al descubrir otra soledad, romper a la vez la suya propia y agotarla.

    Pues se trata siempre de elevarnos a nosotros mismos y de elevar a todo ser que est ante nosotros al nivel ms alto que podamos alcanzar uno y otro por nuestra mutua mediacin. Y cada uno est all como un escaln sobre el que el otro se apoya en su ascensin. Slo rntonces la presencia del otro se hace para nosotros real, aguda, emocionante. De otra manera, no es sino aparente y disimula mal una competencia interesada o un alejamiento lleno de enojo e indiferencia.

    En cada uno de nosotros hay varios personajes: un personaje de vanidad que se reduce al espectculo que intenta dar y que no tiene para los dems ms que una mirada de desprecio y celos, un personaje lleno de timidez y ansiedad, que se pone incmodo cuando atrae las miradas a s mismo, pero porque siente en l otro personaje an, ms profundo y ms verdadero, que parece escaprsele siempre y que el personaje que muestra no deja de traicionar. No hay verdadero encuentro espiritual si dos seres no logran despertar el uno en el otro ese personaje secreto en el que se reconocen, pero en el que al mismo tiempo se superan y se unen.

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    Nadie pide al otro, y tal vez nadie le perdona, que le revele esas emociones tan familiares que lo confirman en su propio estado. La comunicacin con otro ser no puede producirse sino por sobre ellos mismos, gracias a ese movimiento por el que cada uno de ellos, no pensando ya en s mismo, sino slo en el prjimo a fin de ayudarlo para llamarlo a una vida superior, recibe igualmente de l la misma vida que aspira a darle. Se dir que, como todas las cimas, la cima de la conciencia es tanto ms solitaria cuanto ms alta es. Pero slo ella, que atrae todas las miradas, es capaz de reunirlas.

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    Captulo III

    Ser uno mismo

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    Polifona de la conciencia

    El drama de la conciencia es que para formarse tiene que romper la unidad del yo. Ella se agota luego para volver a conquistarla, pero no podra lograrlo sin abolirse.

    La conciencia, que es un dilogo con los otros seres y con el mundo, comienza entonces siendo un dilogo consigo mismo. Nos hacen falta dos ojos para ver y dos orejas para or, como si no pudiramos percibir nada sino por un juego de dos imgenes parecidas y sin embargo diferentes. Ms an, no la vista ni el odo se ejercen jams solos, sino refirindose el uno al otro o bien a algn otro sentido que despiertan y que se les aade. As se forma una suerte de polifona en la que todas las voces del alma responden a todas las voces de la naturaleza.

    Hay ms: la percepcin no est jams sola, suscita siempre una idea, un recuerdo, una emocin, una intencin que repercuten a su vez sobre ella e instituyen en nosotros tantos nuevos dilogos, entre el presente y el pasado, entre el pasado y el futuro, entre el universo y el espritu, entre lo que pensamos y lo que sentimos, entre lo que sentimos y lo que queremos. En fin, la conciencia crea siempre un intervalo entre lo que somos y lo que tenemos, entre lo que tenemos y lo que deseamos, y busca siempre llenarlo sin lograrlo jams. Cuando interrogo mi sinceridad su objeto es

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    demasiado mvil para que pueda jams satisfacerme; es demasiado compleja para que pueda expresarla sin alterarla y mutilarla.

    La dificultad de ser sincero es la dificultad de estar presente a lo que decimos, a lo que hacemos, con la totalidad de s mismo, que se divide siempre y del cual no mostramos sino determinados aspectos, de los cuales ninguno es verdadero. Pero la conciencia ms derecha, en el momento mismo en que opta por un partido, no olvida los dems; no los hace retroceder a la nada y, sin consumirse por ellos en lamentos estriles, quisiera introducir en el partido mismo que toma su esencia positiva y su sabor original.

    La lgica, la moral, nos han habituado a pensar y aactuar segn alternativas, como si hubiera que decir siempre s o no, sin que hubiera jams un tercer partido. Pero este mtodo no conviene ms que a almas un poco rgidas y que no saben que el tercer partido no est entre el s y el no, sino en un s ms alto que compone siempre uno con otro, el s y el no de la alternativa.

    2

    Cinismo

    Cada uno de nosotros es para s mismo objeto de escndalo cuando suea, en esta comparacin cnica que hace entre lo que es lo que muestra, que no hay

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    ningn hombre en el mundo a quien osara desvelar todos los sentimientos que atraviesan su conciencia, aunque ms no sea como un fugaz resplandor. Le parece incluso que no podra considerarlos muy de cerca sin enrojecer.

    Es que todo el hombre est en cada hombre, junto con el mejor y con el peor. Pero la verdadera sinceridad no es considerar como cosas reales y que ya nos pertenecen, todas esos oscuros impulsos, todas esas inciertas veleidades, todas esas indecisas tentaciones que se esbozan en cada uno de nosotros, incluso antes de que hayamos comenzado a entorpecernos con ellas sobre ellas y a darles consistencia; es atravesarlas para descender hasta el fondo de nosotros mismos a fin de buscar all lo que queremos ser. Ahora bien, hay una sinceridad aparente que descubre con terror lo que creemos ser, que es solamente lo que podramos llegar a ser si nuestra vigilencia se interrumpiera de golpe.

    Es que la conciencia contiene en ella la ambigedad de los posibles; ella es el principio de todos los desalientos y de todos los fracasos si buscamos en ella una realidad ya formada y no el poder mismo que la forma. No es entonces ser sincero contentarse con expresar todos los propios sentimientos al nacer y darles cuerpo por la palabra incluso antes de haber realizado el acto interior que solo puede hacer que nos pertenezcan. Y es solamente sobre el consentimiento que les damos que importa que nos juzguemos.

    Adems, la sinceridad aparece a menudo como una conversin en la que al reconocer que nuestra vida es

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    mala, comenzamos ya a mostrar que es buena. Es lo que explica por qu, como se ha dicho, quien hace una confesin que lo cambia, supera la vergenza de la confesin. Si la luz con la que envolvemos nuestro pasado, al purificarlo, nos reconcilia con l, es porque obliga a la accin misma que hemos realizado a evocar un poder del que queremos hacer a partir de entonces un mejor uso. Y no hay que asombrarse de que el hombre por el que sentimos el ms vivo y apasionado inters sea no el que est libre de todos los vicios, sino el que, al seguir sintiendo siempre su aguijn, agudiza gracias a l toda su vida espiritual.

    3

    El comediante de s mismo

    Es el hombre que tiene ms espritu el que corre ms fcilmente el riesgo de transformarse en el comediante de s mismo. No se contenta jams con lo que encuentra en l. No cesa de alterarlo al volver a pensarlo. Su verdadero ser est siempre para l ms ac o ms all de su ser presente; no llega jams a distinguir lo que imagina de lo que siente. Encuentra en s mismo mil personajes. Concibe mil posibilidades que superan por todas partes la realidad tal como le es dada. Tiene necesidad de un esfuerzo para volverse hacia ella, fijar sobre ella su mirada y divisarla suficientemente de cerca, mientras que a menudo sera

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    suficiente un poco de simplicidad y un poco de amor para lograrlo sin haberlo querido.

    Es que cuando me miro a m mismo, hay otro all, ese espectador al que me muestro y que es siempre semejante a un espectador extranjero frente al que no hago ms que aparecer: ya no soy un ser, sino una cosa, una apariencia que compongo.

    El dilogo de Narciso no puede quedar sin una duplicidad: ser doble es la conciencia misma. Y esta distancia entre lo que soy lo que muestro es el producto de la reflexin y del esfuerzo que hago para ser sincero. De tal suerte que no tengo jams la impresin de lograrlo. As, la sinceridad es siempre un problema y nadie puede juzgar ni la de otro ni la suya propia.

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    La imposibilidad de engaar

    En las relaciones de los hombres entre s se forma un ser aparente que se substituye siempre al ser real. Ello supone una abdicacin y una humillacin de s mismo que no subrayamos bastante porque un indigno subterfugio las oculta; porque nuestro ser real quiere obtener siempre ms de la opinin que se tiene de nuestro ser aparente.

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    Pero puedo realmente esperar que se tome la apariencia que muestro por la realidad que soy? En cada una de mis palabras, en cada uno de mis gestos, se observa a veces una seal de amor propio que no engaa a nadie, aunque se lo pueda hacer creer, a veces una confesin esperada, acechada, y sin embargo casi intil, en las que unos se amparan para socorrerme y otros para abatirme.

    Disimular es ms difcil de lo que se piensa. El cuerpo, la voz, la mirada, el rostro, no son solamente testigos, sino el ser mismo, y, para un observador suficientemente fino, traicionan, como se ve en la leyenda de esa chica nrdica que no deca jams una mentira por temor de que la piedra de su anillo no cambiara de color. Es lo que ocurre al rostro ms firme y ms audaz. Y, si el rostro permaneciera el mismo, la mirada, que es ms sutil, se alterara, o bien esta armona casi insensible que da al ser su paso ms natural.

    Se habla siempre del rechazo o del pudor de revelarse. Pero hay una igual incapacidad de hacerlo y de no hacerlo. Porque la sinceridad es ambigua y se puede decir que no hay nada ms difcil que mostrarse tanto como esconderse. No hay nada ms difcil a menudo que hacer ver a otro lo que intento descubrirle. La sinceridad que puedo alcanzar depende de l tanto como de m. Y hay ms ac de la sinceridad voluntaria una sinceridad posible que la amistad mide y que experimenta.

  • 50

    Al contrario, la disimulacin supone tambin la complicidad mutua de estos dos seres que estn mutuamente presentes, que acceptan uno y otro de reconocer ms realidad a lo que muestran que a lo que esconden, y que se niegan a reconocer el uno al otro que no tienen mirada ms que para esa realidad que quieren esconder, pero que se ve siempre de alguna manera, as como el acto que la esconde.

    Pero sucede que cada uno se engaa a s mismo antes de engaar a los dems. Se deja convencer por su amor propio antes de buscar convencer a su vez a los otros. Es su primer testigo y mide sobre s mismo el xito que podr obtener sobre otro. Pero aunque fracase no deja de continuar la misma empresa desesperada. Porque los hombres viven de comn acuerdo en un mundo de apariencia y de engao: es en l que resuenan sus palabras, aunque la verdad entera est ante ellos y que su mirada se sumerja en ella. La conciencia de ese desacuerdo puede incluso darles un gozo cruel.

    5

    El anillo de Giges

    Cmo es posible, se dir, no ser sincero si lo que soy coincide con lo que hago ms an que con lo que pienso? Y si no existe intervalo entre lo que hago y lo que muestro qu intervalo podra haber entre lo que muestro y lo que soy?

  • 51

    Dejemos de lado esa insinceridad que no es ms que la voluntad de hacerse pasar por otro; slo puede engaar al otro si no es lo bastante perspicaz, pero no me engaa jams a m mismo. No es sino un medio momentneo del que me sirvo para alcanzar un cierto efecto, pero la voluntad de producirlo imprime en m mismo una marca de la que ya no me separo.

    Los hombres saben bien que no pueden esconder nada de lo que son. Y si dispusieran del anillo de Giges, todos le pediran el poder de conseguirlo. Porque disimula nuestro cuerpo, de manera que nos permite realizar, en el mundo de las cosas visibles, un efecto cuya causa permanece invisible y no pertenece ya a este mundo: eso es sin duda un primer milagro. Pero el milagro no se cumplira si el anillo, al hacernos invisibles a los dems, no nos hiciera tambin perfectamente interiores y perfectamente transparentes a nosotros mismos, si no hiciera del mito de Narciso en el manantial una realidad.

    Felizmente, no se nos ha dado el anillo. Sera para nosotros la prueba suprema. La angustia de la existencia, el secreto de la responsabilidad residen precisamente en el punto en que convertimos en una accin que todo el mundo puede ver, y que inscribe en el mundo su trazo inefable, una posibilidad que antes slo tena existencia para nosotros. Pero como no disponen del anillo, la mayor parte de los hombres se agotan produciendo con sus palabras, con su silencio y con las obras que realizan, una imagen de s mismos

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    conforme no con lo que son, ni tampoco con lo que desean ser, sino con lo que desean que se crea que son.

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    Sim ut sum aut non sim

    El deber ms alto, la dificultad ms sutil, la responsabilidad ms grave, es ser todo lo que somos, asumir toda la carga y todas las consecuencias. La franqueza me libera dndome esa valenta. Es la mentira lo que me ata.

    Lo propio de la conciencia es obligarme a tomar posesin de m mismo. Y esa toma de posesin se parece a una creacin, porque consiste en realizar un ser posible, cuya disposicin se me ha confiado, por as decir. Pero permanecer en el estado de posible es no ser. Yo podra entonces no ser, no aceptar esa existencia que se me ofrecen sin cesar. Pero no puedo llegar a ser otro del que soy. Es contradictorio llegar a ser otro sin abolirse a s mismo. La mentira es el rechazo que el yo hace de su ser mismo.

    Ser lo que se es, no hay sin duda nada ms difcil para el hombre que ha comenzado a pensar y a reflexionar, a hacer la menor distincin entre su naturaleza y su libertad. Seguir solamente su naturaleza, mientras que la juzga, gime a menudo bajo ella y a veces la condena? O bien pondr su confianza en su poder de juzgar y en su libertad de obrar, como si ya no tuviera

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    naturaleza? Pero la naturaleza no se deja olvidar: no basta despreciarla para reducirla al silencio. Es ella la que pone a nuestra disposicin todas nuestras potencias; la sinceridad las discierne y las pone por obra.

    Ser sincero es descender al fondo de nosotros mismos para descubrir all los dones que nos pertenecen, pero que no son nada sino por el uso que hacemos de ellos. Es negarse a dejarlos sin empleo. Es impedir que queden enterrados en el fondo de nosotros mismos, en las tenebras de la posibilidad. Es hacer que aparezcan a la luz del da y que aumentan a la vista de todos la riqueza del mundo, que sean como una revelacin que no deja de enriquecerlo. La sinceridad es el acto por el que cada uno se conoce y se hace a la vez. Es el acto por el que da testimonio de s mismo y acepta contribuir, segn sus fuerzas, en la obra de la creacin.

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    Encontrar lo que soy

    Con relacin al otro, la sinceridad es un esfuerzo por abolir toda diferencia entre nuestro ser real y nuestro ser manifiesto, pero la verdadera sinceridad es sinceridad con relacin a uno mismo. No consiste propiamente en mostrar lo que se es, sino en encontrarlo. Exige que ms all de todos los planes superficiales de la conciencia, en la que no hacemos

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    ms que experimentar estados, penetremos hasta esa regin misteriosa donde nacen esos deseos profundos y consentidos que dan a toda nuestra vida su punto de contacto con lo absoluto. Porque la mirada que dirigimos hacia nosotros mismos produce en nosotros los mejores o los peores efectos segn la intencin que la dirige. O bien no considera ms que nuestros estados, por los que muestra siempre demasiada complacencia, o bien remonta hasta su fuente y nos libera de su esclavitud.

    Lo propio de la sinceridad es obligarme a ser yo mismo, es decir a llegar a ser lo que soy. No es una bsqueda de mi propia esencia, que comienza a adulterarse desde que tomo prestados del exterior los motivos que me hacen actuar. Porque esa esencia no es jams un objeto que yo contemplo, sino una obra que realizo, la puesta en juego de ciertos poderes que estn en m y que se marchitan si no los pongo en acto.

    La sinceridad es entonces un acto indivisible de entrada en uno mismo y de salida de s, una bsqueda que es ya un descubrimiento, un compromiso que es ya superacin, una espera que es ya una llamada, una apertura que es ya un acto de fe en relacin a una revelacin siempre latente y siempre cerca de surgir. Es el trazo de unin entre lo que soy y lo que quiero ser.

    Se puede decir que es una virtud del corazn y no de la inteligencia. All donde est vuestro corazn, all est vuestro tesoro invisible. Lo que basta para explicar

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    por qu la sinceridad aporta siempre infinitamente ms de riqueza que las mentiras ms patentes.

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    Atravesar el corazn una espada

    Hay que atravesar el corazn con una espada, dice Lucas, para descubrir sus pensamientos ms profundos. Pero slo la inocencia llega a ello. Mucho nos equivocamos al decir que no ve el mal: desgarra todos los velos del amor propio, pone todo nuestro ser al desnudo. Pero as sucede con la virtud, que, como dice Platn, conoce el vicio y la virtud, mientras que el vicio no conoce ms que el vicio.

    La sinceridad consiste en una cierta audacia tranquila por la que osamos entrar en la existencia, tal como es. Pero un doble temor la retiene casi siempre: la del poder de que disponemos y de la opinin a la que nos exponemos. Es el paso del mundo secreto al mundo manifiesto que crea nuestra perplejidad.

    Pero es ocuparse demasiado de las apariencias. Si soy por dentro lo que debo ser, lo ser tambin por fuera. Eso exige, es verdad, un despojo del que no siempre soy capaz. No recibo siempre suficiente luz. No estoy siempre suficientemente presente a m mismo. No estoy siempre preparado para hablar, ni para actuar. A menudo tengo que saber esperar. Y la sinceridad exige mucha reserva y mucho silencio.

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    La sola consideracin del juicio de otro paraliza todos mis movimientos: hace que lo mismo que constituye nuestra superioridad nos d vergenza, si es contestado o si no es reconocido. Pero, en la soledad, hay que actuar como si el mundo entero nos viera, y cuando se es visto por el mundo entero, actuar como si estuviramos solos. Adems, la misma vanidad, si fuera suficientemente grande, no podra ya contentarse con la apariencia, que basta casi siempre para alimentarla. Debera aniquilarse a s misma en la infinitud de su propia exigencia y no encontrar otra satisfaccin que la que una sinceridad perfecta podra darle. Admitir que la apariencia puede ir ms all del ser es propio de una vanidad todava dbil y miserable; pero le corresponde superarse sin cesar e incluso convertirse en su contrario, es decir negar precisamente que el ser pueda ser desigual a la apariencia.

    Hay dos clases de hombres: los que no tienen odo ms que para el amor propio y no piensan ms que en la imagen que dan de s mismos, y los que no sospechan que existe una imagen as, ni que pudiera diferir de lo que son.

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    Ms all de m mismo

    La sinceridad obliga a callar todo lo que en m no pertenece ms que a m mismo, pero a descubrir todo lo que en m se parece a una revelacin de la que soy el intrprete. De tal suerte que no puede hablar ms que de cosas que estn en m, pero siempre como si no fueran mas. Traduce al mismo tiempo lo que hay en nosotros de ms interior y de ms extrao a nosotros mismos, la verdad que se nos ha encargado.

    Vosotros decs: yo soy sincero, y creis salvar el valor de lo que decs o de lo que hacis. Pero qu me importa vuestra sinceridad si no es la sinceridad de nada, si no me da de vosotros ms que los movimientos de vuestro amor propio y los tristes testimonios de vuestra debilidad y de vuestra miseria? Alegis esa sinceridad a la vez como una excusa y como un orgullo. Eso es lo que soy, no os engao sobre m mismo. Y el ser que os muestro tiene su lugar como vosotros en el mundo y el mismo sol lo ilumina con la misma luz.

    Ahora, esa sinceridad que pretendis no es a menudo ms que una falsa sinceridad que no interesa ni a vosotros ni a nadie: no tiene en m ningn eco si no me descubre nada ms que un hecho sobre el que ni vosotros ni yo tenemos influencia alguna. La sinceridad que espero, la nica que necesito, que dirige mi atencin en vosotros y en m a un destino que nos

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    es personal y que sin embargo no es comn, es aquella en la que veo vuestro ser no ya describirse como una cosa, sino buscarse, afirmarse, y comprometerse ya, tratar de penetrar hasta la esencia misma de lo real en la que estamos arraigados tanto uno como otro, a fin de reconocer en l las seales mismas de lo que se le pide, de una tarea que tiene que cumplir y en la que comienza a poner las manos.

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    Verdad y sinceridad

    Se cree comnmente que no hay nada ms sencillo en el mundo que ser sincero y que para lograrlo basta no alterar, ni siquiera insensiblemente, la realidad tal como nos es dada. Mentir, disimular, es intervenir, hacer obrar la voluntad propia, substituir por el ser una imagen con la que ya no coincide. Ser sincero no es acaso contentarse con dejar que las cosas sean lo que son?

    Pero el problema es ms difcil. Desde que comienzo a hablar y a obrar, desde que mi mirada se abre a la luz, agrego algo a lo real y lo modifico. Es cuando miro el mundo que ste nace ante m, como un espectculo ondulado por la perspectiva y por los infinitos juegos de la sombra y de la luz. Sin embargo, nadie admite que lo real sea creado por m en el acto que lo aferra; posee ciertas caractersticas que se me imponen a pesar mo y

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    de los que llamo a los dems hombres a que den su testimonio. Y as logro distinguir la verdad del error.

    Pero la sinceridad no es la verdad. As, el arte del pintor traduce con mayor o menor sinceridad la visin toda personal que tiene del universo. Y slo de sta podemos decir que es verdadera. Sin embargo, nadie aceptar que ser sincero sea reproducir, tal como es, mi propia visin de las cosas, mientras que ser verdadero sera reproducir en esa misma visin las cosas tal como son. Porque mi sinceridad reside en la cualidad de esta visin. Es el mismo esfuerzo que hago para que sea cada vez ms delicada, ms penetrante y ms profunda.

    La verdad invoca una luz que envuelve todo lo que es, que me esclarece si yo abro los ojos. Se puede decir que la sinceridad no es ella misma nada ms que el simple consentimiento a la luz, pero a condicin de aadir que la verdad de que aqu se trata es la verdad misma de lo que soy, y que no me basta contemplarla, sino que se trata ante todo de producirla.

    Consideramos casi siempre la verdad como la coincidencia del pensamiento y de lo real. Pero cmo sera posible esa coincidencia cuando lo real es algo distinto de m? Al contrario, si la sinceridad es la coincidencia de nosotros mismos con nosotros mismos, uno se preguntar cmo es posible faltar a ella. Pero el amor propio se encarga de ello. Lo propio de la sinceridad es vencerlo. Y se puede decir que, por oposicin a la verdad que busca conformar el acto de mi conciencia al espectculo de las cosas, la sinceridad

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    intenta conformar al acto de mi conciencia el espectculo que muestro.

    Parece entonces que slo ella puede superar la dualidad de objeto y sujeto, de la que todos los filsofos hacen la ley suprema de todo conocimiento. Si Narciso se perdi, es porque quiso introducirla en el corazn de s mismo. Crey que poda verse y disfrutar de s antes de actuar y de hacerse. No tuvo el valor de esa empresa incomparable en la que la operacin anticipa el ser y lo determina, de ese paso creador, del que las matemticas nos ofrecen un modelo en el conocimiento puro, y del que la sinceridad interior nos da una aplicacin drmatica a nosotros mismos.

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    La sinceridad actuante

    Ser sincero es mostrarse, pero al hacerse. No es hablar, sino actuar. Solamente que estamos llevados a dar al trmino sinceridad un sentido menos pleno y menos fuerte: consiste entonces en hablar de s con verdad. Pero cmo hablar con verdad de un ser que no est nunca acabado y del que cada palabra, cada accin, agrega algo a lo que es? Cmo hablar con verdad de s sin un temblor, sin un sonrojo que altera tanto la verdad como a uno mismo?

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    Pero la sinceridad debe alcanzar, ms all de todas las palabras, una intimidad invisible que las palabras corren siempre el riesgo de traicionar. Ellas no dibujan ms que la sombra. La sinceridad no aparece hasta que la intimidad no comienza a encarnarse, es decir en actos que determinan nuestro mismo ser y comprometen su destino.

    Es que la sinceridad no consiste en reproducir en un retrato que se parezca a una realidad preexistente. Ella misma es creadora. Es una virtud de la accin y no solamente de la expresin. Nuestro yo no es nada ms que un haz de virtualidades: nos corresponde a nosotros realizarlas. La verdadera sinceridad reside en un logro. Y se comprende muy bienque podamos faltar a ella, sea por pereza, sea por temor, sea porque encontramos ms fcil o ms til ceder a la opinin y renunciar a uno mismo, siguiendo la pendiente por la que el medio nos arrastra.

    La sinceridad no distingue ya el acto por el que nos encontramos del acto por el que nos hacemos. Es a la vez la atencin que despierta nuestras potencias y el valor que les da un cuerpo, sin el que no seran nada. La potencia es la llamada que est en nosotros; el valor es la respuesta que le damos. La sinceridad no se contenta, como se cree, con escrutar con lucidez despiadada las intenciones ms ocultas; obliga el ser secreto a atravesar sus propias fronteras, a tomar lugar en el mundo y a parecer lo que es.

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    El retorno a la fuente

    Desde que comienzo a actuar, mi vida est encerrada en una situacin: lleva el peso de su pasado, mil fuerzas comienzan a arrastrarla. Es un movimiento en el que me encuentro inserto y que no s si sufro o si lo produzco. Pero la sinceridad rechaza todas las solicitaciones que me urgen, me obliga a descender hasta el corazn de m mismo. Es siempre un retorno a la fuente. Hace de m un ser en perpetuo nacimiento.

    Ella nos libera de toda preocupacin de la opinin o del efecto. Nos reconduce al origen de nosotros mismos y nos descubre a nuestros propios ojos tal como hemos salido de las manos del creador, en el primer chorro de la vida, antes de que las apariencias exteriores nos sedujeran y que hayamos inventado ningn artificio.

    Ella nos muestra tal como somos, y no en un retrato que sera an exterior a nosotros mismos. No tiene necesidad ni de seguros ni de juramentos. Es esa perfecta claridad de la mirada que no deja lugar a ninguna sombra entre vosotros y yo, ni a la sombra de un recuerdo ni de un deseo; es esa perfecta rectitud del querer que no deja lugar entre nosotros a ningn desvo, a ningn pretexto, a ninguna segunda intencin.

    Es finalmente una perfecta nobleza interior. Porque el hombre sincero exige vivir bajo el cielo libre. Es el nico que tiene suficiente dignidad para no disimular

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    nada de s mismo, para no esperar nada ms que de la verdad, para no contentarse con parecer, para establecerse tan rectamente en el ser que ya no se distinga para l del parecer.

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    Bajo la mirada de Dios

    La sinceridad es el acto por el que me pongo a m mismo bajo la mirada de Dios. No hay ninguna sinceridad en otra parte. Porque slo para Dios ya no hay espectculo ni apariencia. l es la pura presencia de todo lo que es. Cuando me dirijo a l, ya no hay nada que cuente en m adems de lo que soy.

    Porque Dios no es olamente el ojo siempre abierto al que no puedo disimular nada de lo que s de m mismo, sino que es esa luz que atraviesa todas las tinieblas y que me revela tal como soy, sino que yo sepa que lo era. Ese amor propio que me ocultaba a m mismo es una vestimenta que cae de golpe. Es otro amor el que me envuelve y que hace mi misma alma transparente.

    Durante todo el tiempo que la vida persiste en nosotros, conservamos la esperanza de cambiar lo que somos o disimularnos. Pero a partir del momento en que nuestra vida esta amenazada o cerca de su fin, ya slo cuenta lo que somos. No somos perfectamente sinceros ms que ante la muerte, porque la muerte es

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    irrevocable y da a nuestra existencia, que completa, el carcter mismo de lo absoluto. Es lo que expresamos al imaginar la mirada de un juez al que nada escapa y que el da siguiente de la muerte percibe la verdad de nuestra alma hasta los desvos ms remotos. Y qu significa esa mirada sino la imposibilidad en la que estamos de aadir algo a lo que hemos hecho, de evadirnos de nosotros mismos en un nuevo futuro, de distinguir todava de nuestro ser real nuestro ser manifestado y, en el mismo momento en que la voluntad se vuelve impotente, de abrazar en un acto de contemplacin pura ese ser ahora cumplido y que no era hasta ese momento ms que un esbozo siempre sometido a algn retoque?

    No es suficiente en la sinceridad invocar a Dios como testigo, ha que invocarlo tambin como modelo. Porque la sinceridad no es solamente verse en su luz, sino realizarse de acuerdo a su voluntad. Qu soy yo si no lo que l me pide que sea? Pero una distancia infinita se me revela de pronto entre lo que hago y esta potencia que hay en m y que mi nico deseo sin embargo es actualizar. Pero no dejo de desfallecer y en la misma proporcin en la que desfallezco, no soy para m y para otro ms que una apariencia, un soplo disipado y que la muerte abolir.

    se es el verdadero sentido que hay que dar a estas palabras: quien se avergence de m en este mundo, yo me avergonzar de l ante mi Padre. Quien me reconozca en este mundo, yo lo reconocer delante de mi Padre. Yo he venido al mundo a fin de dar testimonio de la verdad.

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    Captulo IV

    La accin visible

    y la accin invisible

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    1

    Juego de la responsabilidad

    Toda accin nos traduce y nos traiciona a la vez. Es la expresin y la apariencia de nuestro ser ms profundo. Y no llegamos a ser nosotros mismos sino cuando salimos de nosotros para actuar, cuando dejamos el dominio de la virtualidad pura para tomar un lugar en el mundo y reivindicar en l una responsabilidad.

    Uno es ya responsable de sus pensamientos. Porque como hay un intervalo entre la intencin y la accin, hay tambin un intervalo entre la intencin y el pensamiento del que procede, de manera que la responsabilidad puede referirse siempre ms arriba. Tiene su fuente ms profunda en el mismo punto en que la conciencia comienza a formarse. Pero se revela cada vez ms con cada etapa de ese progreso ininterrumpido por el que pone en juego medios que la realizan y toma un cuerpo que la manifiesta a todos los ojos. Pero, ya que lo propio de la responsabilidad es separarme del mundo a fin de obligarme a hacerme cargo de l, soy de alguna manera responsable a la vez de lo que vosotros pensis y de lo que hacis, de manera que la responsabilidad se hace cada vez ms sutil y que no se le puede asignar jams ningn lmite.

    No hay ningn acto frvolo o insignificante, es decir que no comprometa nuestra responsabilidad, y el entero orden del universo espiritual. No hay que asombrarse entonces de que esa responsabilidad

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    encuentre siempre resistencias, sin las que no podra nacer y no permitira que nuestra accin nos perteneciera, es decir que se distanciara de la espontaneidad y del instinto. Pero es en nosotros mismos que encontramos esas resistencias y no slo en el universo exterior a nosotros. Ellas indican, a travs de las dificultades que cada ser sufre para que las cosas le sean dciles, las dificultades ms profundas que cada ser siente para crearse a s mismo, lo que quiere decir para encontrarse.

    2

    Responsabilidad reivindicada

    Los hombres ms dbiles buscan siempre esquivar la responsabilidad antes de actuar y a rechazarla luego de haber actuado. Hacen un mayor esfuerzo para disculparse que para evitar tener que hacerlo. Pero esperan que se les pida cuenta cuando han cometido una falta, y no estn listos a darla salvo cuando los acontecimientos parecen darles la razn. No quieren que su responsabilidad quede comprometida de antemano en el destino del universo y no aceptan que se las cargue salvo cuando el universo se ha pronunciado ya por ellos.

    Al contrario, los ms fuertes, antes o despus del acontecimiento, se lanzan siempre sobre esta carga. Se ensaan sin cesar para reivindicarla y acrecentarla. En

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    el momento de actuar, parece siempre que la accin depende slo de ellos. Luego de haber actuado, se reprochan no haber hecho suficiente. Con una especie de orgullo intemperante, se atribuyen como una omnipotencia que no piensan usar jams suficientemente bien. Tienen demasiada indiferencia o desprecio hacia el otro para reservarle la menor parte de influencia en el resultado de su empresa. Se presupone el xito, que a penas retiene su atencin. Pero su fracaso, o incluso el fracaso de los otros, si es la caridad lo que los gua, los pone descontentos, ansiosos, atormentados y desconsolados. Poco importa cun lejos se encuentren. Creen tener a su cargo el mundo entero: quieren cargar con la culpa de todo el mal que son capaces de descubrir en l, sin consentir a compartirla ni con Dios ni con sus semejantes. Porque su mirada tiene tanta sinceridad, tanta penetracin y tanta profundidad, que disciernen enseguida en ellos mismos recursos infinitos de los que no hacen ningn uso. No pueden pensar que la gracia pudiera faltarles jams: saben que es total e indivisible, pero no cesan de temer no haber sido en absoluto dignos de ella o de no haberle respondido.

    Pero el hombre ms valiente, que se atribuye siempre a s mismo la responsabilidad del fracaso, que piensa que no ha puesto en juego los medios necesarios, que le ha faltado decisin o constancia, sabe reconocer tambin que la apariencia del fracaso no es siempre un fracaso verdadero, que no hay que juzgar de l segn el dolor, sino segn el fruto espiritual que el acto pudo producir. No piensa que pueda ocurrir algo en el

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    mundo que no sea efecto de una justicia secreta cuyos balances son infinitamente ms precisos que los de nuestra sensiblidad, y que obedece a leyes de una flexibilidad infinita, pero tan rigurosas como las de la cada de los cuerpos.

    3

    Loa del trabajo

    Los antiguos decan que los dioses se haban vengado de Prometeo porque haba enseado a los hombres a trabajar, es decir a transformar la materia con sus manos imprimindole la marca de su espritu: teman ver a los hombres desviarse de ellos y dejar de adorarlos. As, el trabajo era considerado como una rebelin contra Dios antes de ser visto como un castigo de Dios.

    Pero se pueden considerar las cosas de otra manera. El trabajo, dice Proudhon, es la manifestacin visible de la actividad moral: es la manifestacin del acto creador y contina la obra misma de Dios. Es, si se puede hablar as, una emisin del espritu que sujeta la materia, en lugar de estar sujeto a ella. El trabajo libera la potencia del espritu. Esta modificacin que hace sufrir a la materia la humaniza y la espiritualiza, pero obliga al yo a salir de s mismo, a superar la contemplacin solitaria. Acerca los seres unos a otros en la bsqueda de un fin visible por todos, en la

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    edificacin del mundo en el que estn todos llamados a vivir.

    Es por ello que todo trabajo, volviendo de la idea, que slo tiene existencia en la conciencia, al acto, que interesa a la economa misma del mundo creado, tiende siempre a transformarse en trabajo en comn. Y en todo trabajo el hombre mira el objeto y no a s mismo, y ms all del objeto, al prjimo al que se dirige por medio de l. La dedicacin es el trabajo probado y medido por sus efectos. Y la muerte ms bella de un hombre es la del que muere de trabajo y de dedicacin.

    4

    La actividad y su obra

    La actividad, mientras se ejerce, nos libera de todas las servidumbres del cuerpo y del alma. Ella ignora tanto la obra que produce, aunque sepa que no es jams estril, como las reglas a las que se pretenda someterla, aunque sepa que es incapaz de violarlas. No hay dos formas de actividad, una actividad material y una actividad espiritual, porque no hay ningn movimiento del cuerpo que no pueda ser espiritualizado, as como no hay ningn impulso del alma que no pueda expirar en un hbito del cuerpo.

    Es vano pensar que puede haber una actividad pura que no estremezca en absoluto el cuerpo y no sufra la

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    resistencia y la prueba de las cosas. Pero la cuestin es saber dnde est el medio y dnde est el fin. Es una supersticin pensar que el objeto de la actividad es solamente transformar el mundo visible e intentar por as decir desaparecer en la perfeccin de su propia obra. El espritu abandona siempre esa obra tras de s: no es nada ms que el instrumento mismo de su ejercicio y de sus progresos.

    El espacio es el camino de todas sus conquistas, pero no hace en l su morada. Es porque nuestra actividad deja un surco en el mundo del espacio que el mundo puede estarle sometido. Pero esta victoria del espritu corre siempre el riesgo de convertirse en derrota. Porque lo inclina a pensar que su funcin es dominar la materia, como se ve en la industria. El espritu siente contento al medir, al producir y al acrecentar sin cesar todos esos efectos visibles que dependen de l solo. Solamente, al sujetar las cosas, se sujeta a ellas. Se alegra de la facilidad, de la seguridad, de la certidumbre que obtiene al obrar sobre ellas segn reglas implacables que triunfan siempre. Una actividad que dispone de un mecanismo tan sabio para obrar sobre las cosas, que se complace en l y que no piensa ms que en mejorarlo, se ha vuelto su servidor. Es una actividad muerta.

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    Las aves del cielo y los lirios del campo

    Encontramos en San Mateo: No os inquietis diciendo: qu comeremos? Es sa sin embargo la preocupacin de casi todos los hombres, del adolescente, desde que abandona el techo donde ha nacido, del anciano que no le queda ms que un paso para alcanzar la tumba. Qu comeremos?, preguntan los doctores de la ciencia econmica. Nos burlaramos de quien quisiera imitar a las aves del cielo y a los lirios del campo. Y quin se atrevera a imitarlos sin experimentar l mismo algn temblor?

    Pero sera entender mal lo que se nos pide. Porque actuar como ellos es escuchar con fidelidad todas las llamadas que nos vienen de adentro y responder con docilidad a todas las solicitaciones que nos vienen de fuera. Es recomenzar nuestra vida a cada instante, confiar todos los efectos de las acciones que hemos hecho a un orden que nos supera y que no podemos ni alterar ni prescribir. No que haga falta entregarse a la fatalidad de manera perezosa o desesperada, segn que nos inclinemos ms hacia la seguridad o hacia la inquietud. Es nuestra misma voluntad que hay que ejercer con toda su fuerza ajustndola exactamente con las circunstancias en que estamos situados. En cuanto a los efectos que producen, no es de nosotros que dependen, sino de ese orden que reina en el mundo y que jams puede ser violado, aunque nos corresponda colaborar en mantenerlo. Pero triunfa incluso cuando

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    del desorden de nuestra voluntad surge el desorden de las cosas.

    El error ms grande de la humanidad, particularmente en nuestra poca, es pensar que se puede obtener por un efecto exterior este bien supremo que reside solamente en una operacin que el alma tiene que realizar. Los hombres no piensan sino en disfrutar. Pero gastan una inmensa actividad exterior para crear los medios para tenerlo todo, desvindose de esa actividad interior que los dispensara de ponerlos a la obra, y cuya privacin les impide poseer lo que los mismos medios les aportan.

    El malestar de los hombres proviene a menudo no de que no actan bastante, sino de que actan demasiado o a contratiempo. Introducen entonces en el orden natural efectos de su voluntad que, al servir alguno de sus deseos presentes, violan otros ms profundos que se despiertan cuando es demasiado tarde y producen as una gran conmocin que no haban previsto y bajo la que quedan sepultados.

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    La accin invisible

    La nica actividad real, eficaz y bienhechora es la que se ejerce invisiblemente. Muchos hombres, al contrario, piensan que la esencia de toda accin es modificar las cosas y conformarlas a sus deseos. Pero sucede a

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    menudo que esta accin que cambia el aspecto del mundo toma el lugar de la accin real que cambia los espritus y que toma su lugar.

    La