Las muchas vidas de romero deschamps

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Las muchas vidas de Romero Deschamps: De un par de zapatos, a trajes Zegna; de chofer, a “dueño” de Pemex Por: Humberto Padgett - marzo 20 de 2013 - 0:00 Es un hombre con varias vidas. Nació en Tamaulipas, migró a Guanajuato, se proyectó en el DF y se refugió en Hidalgo. “Vino a Salamanca como todos nos vinimos de Tampico: con una mano por delante y otra por detrás. Tenía lo que todos en la colonia popular El Golfo: nada. ¿Relojes Rolex? Ni siquiera de los baratos. ¿Trajes Zegna? Tenía dos pantalones. ¿Ferrari? Ese cabrón salió de aquí con los únicos zapatos que tuvo durante añales”, cuenta un amigo suyo… Con la hija, de viaje, en avión privado. Esta foto, y otras en donde Paulina se pasea por el mundo, encenderían a la opinión pública. Pero no pasó a mayores. Foto: Instagram

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Las muchas vidas de Romero Deschamps: De un par

de zapatos, a trajes Zegna; de chofer, a “dueño” de

Pemex

Por: Humberto Padgett - marzo 20 de 2013 - 0:00

Es un hombre con varias vidas. Nació en Tamaulipas, migró a

Guanajuato, se proyectó en el DF y se refugió en Hidalgo. “Vino a

Salamanca como todos nos vinimos de Tampico: con una mano por

delante y otra por detrás. Tenía lo que todos en la colonia popular El

Golfo: nada. ¿Relojes Rolex? Ni siquiera de los baratos. ¿Trajes

Zegna? Tenía dos pantalones. ¿Ferrari? Ese cabrón salió de aquí con

los únicos zapatos que tuvo durante añales”, cuenta un amigo suyo…

Con la hija, de viaje, en avión privado. Esta foto, y otras en donde Paulina se pasea por el mundo, encenderían a

la opinión pública. Pero no pasó a mayores. Foto: Instagram

Ciudad de México, 20 de marzo (SinEmbargo). “¿Está don Joaquín?”, preguntó Carlos Romero Deschamps con

su orgulloso vozarrón, endulzado para esa noche con el tono servil utilizado por quienes, de alguna manera,

estaban cerca de La Quina; así fuera por teléfono, como era en ese instante.

–Ya se fue a dormir– respondió atento El Pollino, el hombre responsable de la seguridad de La Quina en la

noche que se hacía madrugada el 10 de enero de 1989.

–Bueno, no lo molestes. Déjalo, después le hablo.

Pero después no hubo llamada.

Después llegaron aviones militares de la Ciudad de México al aeropuerto de Tampico. Bajaron y siguieron

directo a la casa de Joaquín Hernández Galicia. Avanzaron con bazucas por delante y derribaron la puerta. Los

soldados arremetieron contra la casa grande, pero, en ese momento, La Quina dormía en un departamento

adyacente. A sus hijos les tocó despertar con los primeros estallidos.

Joaquín brincó de la cama. Caminó hacia la salida. Siguió con la seguridad de que no lo detendrían; estaba

cierto –se lo había dicho días atrás a cercanos suyos– que lo matarían. No había un lugar en que no hubiera un

hombre vestido de verde y con los fusiles de asalto recargados en los hombros. Su guardia personal, una

pequeña pero efectiva milicia, esta toda detenida y bocabajo.

Hernández Galicia se equivocó. No moriría esa mañana. Sería capturado y llevado en vilo únicamente con los

calzoncillos que vestía.

Salvador Barragán, líder nominal del Sindicato en ese momento, se refugió en la Confederación de

Trabajadores de México con su líder, Fidel Velázquez.

Algunas versiones aseguran que Romero Deschamps se guareció en el mismo lugar; otras aducen que Chava

despreciaba a Carlos, de quien nunca confió. Como fuera, los petroleros no pudieron permanecer juntos mucho

tiempo más, porque Barragán sufrió un infarto en el corazón o algo cercano a esto y, principalmente, porque la

CTM dejó de funcionarles como escondite.

Al inicio, Fidel apoyó a Joaquín. Pero metió reversa apenas supo qué tan duro había sido el manotazo de Carlos

Salinas de Gortari sobre el escritorio. Tan duro fue que el momento político sería conocido como El Quinazo y

el término funcionaría para sintetizar cualquier ajuste de cuentas llevado por un Presidente hasta la cárcel. En

justicia, ahora también existe como referencia El Elbazo.

–Chava, no hagas nada– aconsejó antes de cerrar la puerta Fidel Velázquez, espectador cercano de berrinches

presidenciales durante el último medio siglo.

Pero esta rabieta y ejemplo, hecho por un hombre que quería presumir arrestos, no alcanzaría a Carlos Romero

Deschamps.

Lejos, muy lejos, quedaban los días en que Romero se ganaba la vida como abonero en Tampico. O como

tortero afuera de la Refinaría Ingeniero Antonio M. Amor en Salamanca. O como un sencillo trabajador

petrolero cuyo sueño era conseguir su base laboral. O como chofer y tapadera de un ingeniero enamoradizo.

Estaba a días de ganarse sus otros apodos, los definitivos. Al sobrenombre de El Güero Guacamaya , se sumaría

el de El Judas y a este el de El Charro Mayor.

***

Con Zedillo. Los priistas lo hicieron; con ellos sigue, hasta hoy. Foto: Cuartoscuro

Antes de la expropiación petrolera de 1938, la única refinería en poder del gobierno mexicano era la llamada

Bellavista, en las inmediaciones de Tampico.

Todas las demás, unas 20, permanecían en manos privadas, extranjeras en su mayoría y cuyos fierros sobrantes

terminaban como piezas funcionales de la Bellavista.

Si bien era una obra funcional del reciclado, la planta se volvía obsoleta a cada momento. En contraparte, el

Estado estableció un plan económico basado en el crecimiento de la capacidad energética del país. Ya existía el

sindicato –de hecho, este es precedente y causal de la estatización y no al revés– y a una de sus secciones, la 24

correspondiente a la refinería Bellavista, se le propuso colonizar Salamanca.

El Presidente Manuel Ávila Camacho ordenó la construcción de la refinería en Salamanca por su cercanía

intermedia con los dos mayores centros de consumo de combustible en el país, la Ciudad de México y

Guadalajara. También porque a su suelo –exageran los viejos– se le hundía un dedo y el agua brotaba.

Alrededor suyo creció toda la industria paralela necesaria para alimentar al monstruo de tanques, torres y ductos

o alimentarse de sus sobras: se le hunde una uña y el dinero surge a borbotones.

En 1946 arribó la primera camada de trabajadores tamaulipecos y veracruzanos, principalmente. Salamanca

quedó dividida en dos países opuestos por las vías del tren. De un lado, el pueblo agrícola y conservador. Del

otro, el laberinto de fierros habitado por costeños que paliaron la melancolía del trópico sembrando palmeras en

sus calles y plátanos en sus patios traseros.

Entre los primeros tamaulipecos en llegar o al menos de los primeros en destacar sindical y políticamente

estuvo Víctor Deschamps, quien fundaría un feudo local bajo su nombre, una pequeña dinastía de alcaldes,

diputados locales y federales.

Los recién llegados buscaron donde vivir. Fuera del viejo centro, no había agua potable, energía eléctrica,

drenaje ni pavimento. El agua disponible era una solución ferrosa que al poco tiempo manchaba los dientes de

amarillo y café. Los obreros se las arreglaron para convertir una caldera de una locomotora en una destilería de

agua de agua café en condensado de vapor cristalino. Se hicieron constructores de sus casas y de la refinería

misma levantada con una multitud de soldadores, “tuberos”, paileros, mecánicos y “planteros”. Al principio,

buena parte del trabajo fue excavar para construir cimientos, anclar tanques, tender tubos.

Las gigantescas piezas llegaban por tren como rompecabezas con láminas, llaves, tuercas, codos y tubos

numerados que los trabajadores mexicanos unían bajo la dirección de ingenieros estadounidenses. La vida

también tomó su tren. Sin mar ni selva a las espaldas, los petroleros trazaron sus calles y a cada una

correspondió el nombre del pueblo sede de una refinería o un centro petrolero importante: Agua Dulce, Pánuco,

La Venta, Minatitlán o Árbol Grande. La colonia se llamó Bellavista.

Las costumbres porteñas trasminaron el pueblo de El Bajío. Varias de sus cantinas mudaron precozmente a una

vida de cervecerías y, cuando la cerveza era insuficiente, la borrachera se seguía con “aguarrás”, como ahí se le

decía al ron Bacardí blanco, mezclado con Pepsi Cola. Romero Deschamps no tenía más opciones al principio.

Los tiempos mejores traerían la ginebra fina.

Los apellidos de abolengo pronto se mezclaron con los nombres de los obreros que, poco a poco, se adueñaban

de Salamanca. Una de estas familias, tal vez la más prominente, fue la Deschamps, hombres y mujeres

convertidos al poco tiempo en miembros de la aristocracia obrera, el extraño híbrido producido por el

sindicalismo mexicano.

***

Uno más, en la gran familia revolucionaria. Foto: Cuartoscuro

Cuando Miguel Alemán cortó el listón inaugural de la Refinería Ingeniero Antonio M. Amor de Salamanca, en

1950, el complejo producía 25 mil barriles de gasolina diarios y se tenía la intención de ampliarla

indefinidamente.

Los centros petroleros vivieron un auge impulsado por la necesidad de ampliar la capacidad instalada, lo que

llevó a la creación de la Gerencia de Proyectos y Construcción, una dependencia ideada para expandir la

producción y abastecer de combustible al “milagro mexicano”.

En 1964, el grupo de Víctor Deschamps se hizo del secretariado del sindicato de la sección 24, ya

correspondiente a Salamanca. Controlaban cerca de 12 mil trabajadores de planta y transitorios a quienes pronto

dejarían en manos de Joaquín Hernández Galicia, convertido en figura de culto y autor de una fugaz autarquía.

El estilo sindicalista y de retórica socialista se acendró en Salamanca, deshermanado para siempre de los demás

municipios guanajuatenses. Sobre las paredes de los deportivos se pintaban gigantescas caras de cada Presidente

de la República: la barbilla siempre levantada, poderosa, y la mirada sabia atravesando el horizonte.

También todos hacían negocios.

Un obrero se amputaba intencionalmente un dedo y recibía una pensión millonaria. Un supervisor hacía triples

turnos consecutivos desde El Varadero, una cervecería tamaulipeca a medio México. Una colonia de ingenieros

vivía sin pagar un peso de agua, energía eléctrica, gasolina ni renta. Un líder gremial de tamaño mediano vendía

plazas. Un gerente recibía camiones de tubos durante el día, los sacaba por la noche y los reingresaba a la

semana siguiente etiquetados por otra empresa, esta de su propiedad. Un dirigente sindical se reelegía por

aclamación y convertía el estadio de beisbol en la piquera más grande del mundo.

Ese sería el mundo que regiría uno de los Deschamps, uno que soñaba el mayor de los sueños que puede soñar

un petrolero: ser secretario general del Sindicato de los Trabajadores Petroleros de la República Mexicana.

Porque ser secretario es mejor, mucho mejor, que ser un ejecutivo de traje en la dirigencia general de Pemex.

Un director de Pemex lo es, máximo, por un sexenio y un líder sindical en México lo puede ser hasta que la

muerte o el Presidente decidan otra cosa.

El padre de Carlos Romero, José, no fue petrolero, sino ferrocarrilero y, antes de esto, revolucionario. Carlos

tuvo como primer trabajo, según la memoria de los viejos que lo precedieron en el camino a Guanajuato, como

abonero en Tampico de donde salió en 1964 empujado por la ambición y perseguido por la pobreza. Rondaba

los 22 años de edad.

Por alguna razón que a nadie queda clara, Víctor no cobijó de inmediato a su sobrino y Carlos debió vender

tortas afuera de la puerta uno de la refinería. Luego trabajó como transitorio –un paria en la cosmovisión

petrolera– y fuera de la refinería –sin duda, fuera del paraíso–. Trabajó en la Gerencia de Proyectos y

Construcción, una dependencia separada de la refinería que trabajaba con contratistas que sólo hacían

construcción y a quienes les decían “pelones”, porque no cobraban el mismo sueldo que un obrero regular de

Petróleos.

“Era buen compañero. Tenía sus ambiciones normales. Decía que cuando alcanzara la planta iría por la

Secretaría de Trabajo o hasta la secretaría general de la Sección 24”, recuerda uno de sus compañeros de esos

días.

Si hay algo que la vida no escatimó con Romero Deschamps eso es la suerte. Al poco tiempo de iniciar en la

Gerencia se colocó como chofer de Ignacio Ramírez, un ingeniero con cargo directivo en la dependencia. Luego

ya no sólo llevaba a Ramírez por aquí y allá en la camioneta Ford blanca con logotipos de la paraestatal, sino

que recogía a sus hijos en la escuela, ayudaba con las compras a la mujer del ingeniero y, más importante que

todo, llevaba y cubría a su jefe en los encuentros que éste tenía con una querida.

Ignacio Ramírez fue transferido a la Ciudad de México, sede de la Gerencia de Proyectos y Construcción, y se

llevó con él a esposa, hijos y chofer, a quien otorgaron base al poco tiempo. Por esto es que Romero Deschamps

tiene origen sindical en la numerosa e importante sección 35 por contener a la ya inexistente refinería de

Azcapotzalco.

Rápido, inició carrera en la política sindical, pero no como parte de la estructura en el poder. Aunque la palabra

opositor parezca incombinable con los apellidos Romero Deschamps, esto fue en su comienzo gremial, aunque

sólo en el contexto seccional, pues también había manejado ocasionalmente para Joaquín Hernández luego de

que finalmente el tío Víctor hiciera algo por él y para Salvador Barragán, lugarteniente de La Quina.

“Era ayudante de los líderes sindicales. No cachanchán, precisamente, pero sí estaba cerca de hacerles los

mandados”, refiere otro jubilado de la Ciudad de México.

El oficialismo en la sección 35 postuló a un hombre que, además de obrero, integraba un trío musical llamado

Los Aguilillas. El bando contrario postuló a Héctor El Chaparro Martínez, en cuya planilla vencedora aparecía

El Güero Guacamaya –apenas lo toca el sol y enrojece como si estuviera hecho con crestas de gallo.

Romero poseía una ventaja insuperable: le caía bien a La Quina. La simpatía estaba apoyada en que son

paisanos y remachada, dicho por el propio Hernández Galicia, en que la lambisconería de Carlos resultaba

inigualable. El Chaparro padecía un grave defecto: no soltaba la botella y un día despertó con una cruda

infernal al final de un carnaval en Río de Janeiro. Cuando regresó a México, El Güero Guacamaya, con

autorización de Hernández Galicia –por si fuera poco, Joaquín es abstemio– ya estaba sentado en su lugar.

Desde entonces se le empezó a llamar traidor.

Los principales líderes sindicales tenían acceso a una suerte de teléfono rojo, una comunicación directa y abierta

las 24 horas con Joaquín Hernández Galicia. Inmediatamente, Romero Deschamps obtuvo acceso a la red

privada.

***

Con Santiago Creel. Los panistas le darían 12 años de paz… y mucho dinero. Foto: Cuartoscuro

De acuerdo con uno de los ex líderes consultados, la detención de La Quina fue un plan elaborado por el propio

Salinas, pero no desde su presidencia, sino desde el gobierno de Miguel de la Madrid.

El pleito entre Joaquín y Salinas inició desde que éste fungió como subsecretario de Programación y

Presupuesto. En pleno ascenso vertical, el joven político impulsor de las privatizaciones había eliminado el flujo

de dinero hacia el sindicato cada que la empresa pública hacía un contrato. En respuesta, el sindicato financió

un libro que refería el asesinato cometido en casa de los Salinas durante la adolescencia de Carlos y Raúl.

Nomás cabía el odio.

“Yo vi el plan, lo tuve en mis manos. Joaquín nos lo entregó con la intención de publicarlo, no como cosa del

mismo sindicato, sino filtrado. Por una u otra razón no fuimos a la prensa”, dice el ex dirigente.

Según su versión, el documento detallaba cómo en las escuelas militares habían preparado suficientes

ingenieros para operar las refinerías en previsión de que el ejército ocupara las instalaciones petroleras. Las

prioridades de emplazamiento militar eran, en este orden, Poza Rica, Minatitlán y Salamanca.

“De la Madrid no lo puso en marcha muy posiblemente por miedo. Ya sabían que controlando el Sindicato de

Pemex controlarían a todos los demás. Unificamos todo el sistema alrededor de un líder que supo dar. Teníamos

130 tiendas de consumo en todo el país, más que cualquier cadena de autoservicio. Había ranchos ganaderos y

agrícolas; fábricas de pinturas, muebles y zapatos. Era un Estado dentro del Estado, un gobierno dentro del

gobierno”.

En la conciencia de su tamaño, los petroleros desenfundaron contra Salinas. “Usted no es nuestro candidato,

pero vamos a votar por usted”, le dijeron en los días previos a la reñida –y luego cuestionada– elección de 1988.

La realidad mostró que los petroleros cruzaron la boleta electoral por Cuauhtémoc Cárdenas, identificado desde

el apellido con la mejor tradición nacionalista, particularmente en relación con el petróleo.

Tras la entrega de constancia de mayoría a Salinas, Hernández Galicia se mostró reacio en pactar un armisticio.

La sola propuesta de los otros líderes del consejo general y de los seccionales le provocaba cólicos. “¡Vamos a

ver de qué cuero salen más correas!”, se ufanaba La Quina.

Romero Deschamps, ya colocado en el liderazgo petrolero de Tula, Hidalgo –de ahí sus diputaciones y

senadurías por ese estado–, fue de los menos interesados en meterse al combate entre priistas.

“Joaquín nunca pensó que lo agarrarían. Estaba seguro que matarían. Tenía un equipo de protección. Lo

agarraron como debían hacerlo en la madrugada. Utilizaron soldados de otras zonas militares para romper

cualquier lealtad que ahí hubiera”.

El plan, en esto no existe discrepancia entre las fuentes consultadas, fue autorizado por Salinas; operado por su

secretario de Gobernación, Fernando Gutiérrez Barrios, e instrumentado por el general Antonio Riviello Bazán,

secretario de la Defensa Nacional. Todo fue posibilitado por Romero Deschamps a quien tocó tomar el teléfono

de la red privada y averiguar que Joaquín estuviera en el sitio adecuado.

–¿Está don Joaquín?– preguntó Carlos Romero Deschamps.

Y desde entonces es El Judas.

***

Joaquín fue presentado de camino a la cárcel vestido con un traje gris claro y bajo los cargos de acopio de armas

y homicidio. Quedó preso en el Reclusorio Norte.

Tras El Quinazo el gobierno relevó a Salvador Barragán –el formal secretario general, pero siempre supeditado

a Joaquín Hernández– con un hombre que había liderado la sección 10 y quien estaba a días de jubilarse,

Sebastián Guzmán.

En la mejor tradición pos revolucionaria y en palabras de Gonzalo N. Santos, a Romero Deschamps fue el único

de los cercanos a La Quina a quien no tocó destierro, encierro ni entierro. Fue elegido secretario de Estadística.

Sebastián padecía insuficiencia renal y requería frecuentes diálisis. La edad avanzada era la otra condición que

permitió prever un liderazgo transitorio.

Sólo hacía falta esperar.

Pronto ocurrió una primera ausencia por motivos de salud, cubierta por Romero Deschamps. El estado de

Sebastián se agravó apenas recuperó la dirigencia sindical y, nuevamente, pidió licencia. Era ya un simple

trámite que se cumplimentaría con la pronta muerte del reemplazo de La Quina –por cierto, aún vivo–. Ni

siquiera esto. Antes de su sepelio, Carlos ya despachaba como nuevo secretario general.

“Carlos es el hombre que, a la vez de conocer perfectamente el sistema laboral de petróleos, siempre diría que

sí”.

***

Paulina Romero Deschamps en uno de sus viajes por el mundo. Foto: Instagram

Víctor Deschamps, el tío colonizador de Salamanca, fue un luchador.

En serio.

Sin necesidad de máscara, se despojaba de la camisa y subía a un ring improvisado con algunos otros obreros

aburridos y empeñados en hacer ejercicio hace medio siglo en Salamanca. Luchaban los fines de semana junto

al ex Convento de San Agustín, en el centro de la ciudad, entonces de no más de 15 mil habitantes. Parte del

edificio novohispano se convertiría con el tiempo en la cárcel municipal.

Esto es lo más cerca que estaría un Deschamps de prisión.

Carlos Romero también heredó el temperamento necesario para el pleito. No se lo pensaba dos veces para

continuar una discusión con los puños. Más de una ocasión atravesó airoso una asamblea concluida con mesas y

sillas volando. No pocos estallidos de furia de Romero terminaron con una cachetada del líder sindical en el

rostro de uno de sus subalternos por algún error, sin que importen los suyos.

Romero Deschamps falló en el cálculo de la interna priista para la elección de 2000 y levantó el brazo a Roberto

Madrazo, aunque se alineó con Francisco Labastida con el desvío de 100 millones de dólares de la época dentro

del caso conocido como Pemexgate del que el líder petrolero saldría impune, pero no ileso.

Desde entonces han surgido grupos antagónicos –a Romero Deschamps, pero también entre sí– que presumen la

legal tenencia del sindicato petrolero o de la representación de los trabajadores de Pemex. Las organizaciones

divergentes exhiben documentación legal por la que, en estricto sentido, los trabajadores de la principal empresa

pública o privada de México tienen tres jefaturas gremiales.

Una de estas es una fracción del propio Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana que, en

aparente apego a los estatutos, convocó a una asamblea sindical legítima que resolvió la elección de Jorge

Hernández Lira como secretario general en suplencia de Romero Deschamps.

El secretario del Interior alterno es Fernando Palomino, viejo amigo de la juventud de Romero Deschamps con

quien hoy está enfrentado por el control del Sindicato.

En entrevista, el segundo de a bordo del gremio paralelo, suelta sin tapujos:

“Carlos y yo somos uña y mugre. Somos amigos desde 1964. Yo ya era de planta en Pemex. Nos conocemos

todas las transas que hemos hecho en la vida. De la familia fue al que le fue peor en el baile al inicio. Carlos,

hermanas y primas tuvieron que salir de Tampico a Salamanca”.

–¿Cómo era de joven?– se le pregunta.

–Igual que todos. Andaba con una mano atrás y otra adelante

–¿Cuantos pares de zapatos tenía?

–Cuando mucho dos.

–¿Pantalones?

–Unos tres, cuando mucho.

–¿Reloj?

–No tenía. El petrolero siempre ha estado jodido y nuestros padres tenías cuatro, cinco u ocho hijos y para

mantenernos estaba cabrón.

–¿Es un hombre de vicios?

–Yo nada más le conozco la borrachera. No toma cerveza, toma ginebra. Ahí en un hotel frente al Auditorio

Nacional iba mucho y le gustaba ir a la Parrilla Argentina del Monumento a la Revolución.

–¿Tiene algún gesto dominante?

–Es salvaje. Le digo que somos muy amigos, nos llevamos con lo peorcito del vocabulario y sí me atrevo a

decirle que es un méndigo cabrón bien hecho. Conmigo no, con todo respeto, ese cabrón al estar discutiendo las

cosas sindicales echamos madres, pero al calor de la palabra y de los alegatos, pero no con la intensión de

golpearnos.

–¿A qué se refiere con que “es un cabrón bien hecho”, es un hombre tirado a los golpes?

–No, no, no, manda a golpear

–¿Él mismo no lo hace?

–Sí, da una cachetada. Una vez había un chamaco en Madero que vino a ver un asunto de unas plazas y le

reventó la madre, pero fuerte, y el pobre muchacho se puso a llorar… Tiene una mirada, un gesto que quiere

desbaratarlo a uno. Sí: es cabrón.

–¿Tiene muertos encima?

–No, eso no me consta.

–¿Mujeres?

–Por ahí tuvo una aventura en Salamanca, por ahí andaba de perro igual que yo, pero hasta ahí.

–¿Le gustan los relojes?

– ¡Hasta la madre!, le gustan los bonitos y también los trajes buenos.

–¿Es un hombre de buenos o de malos gustos?

–Sí sabe vestir bien el cabrón.

–¿Y las casas?

–Estas últimas casas que ha tenido no conozco ninguna

–¿Pues cuantas ha tenido?

–¡Uy! Varias…

–¿De salud cómo anda?

–Se habla de que tiene cáncer de colon, pero no me consta.

–¿Qué le gusta comer?

–Carnes, carnes y carnes. Es carnívoro.

–¿Le gusta la música?

–Cuando bailábamos en “caperolandia”, así le decíamos a Salamanca por lo mochos que son, le gustaba la

música de aquellos años, pero nada en especial y nada refinado.

–¿Bailaba?

–Le hacemos al loco.

–¿Le gustaban los centros nocturnos?

–Ahorita no sé. Pero en Salamanca íbamos a los más chingones que había, El Faro y Los Pinitos. Uno estaba a

la salida a Irapuato y el otro hacia Valle de Santiago.

–¿Le gustan los carros?

–También

–¿Vanidoso?

–Poquito, se le nota por el garbo de la voz con lo que quiere apantallar. Le gusta verse en el espejo.

–¿A quién le gusta más el dinero: a La Quina o a Romero Deschamps?

–A Romero. A secas. La Quina nos dejó un montón de ranchos, factorías, casas construidas que no se cobraron.

Llegaron Sebastián y Carlos y cobraron todo ese dinero.

–¿Cómo es la colonia en la que creció Romero Deschamps?

–Es una colonia de petroleros descendientes de marinos porque está cerca el río. Es popular. Él creció a media

cuadra de la plaza de El Golfo.

–¿Qué permitió a Romero Deschamps sobrevivir en dos sexenios panistas y dos priistas?

–Supuestamente es consuegro del señor que fue secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont. Hay

personas que lo apoyan muy fuerte. No importa que su hija abastezca de todos los medicamentos a Pemex y de

los gastos excesivos de su hijo. La PGR que tiene cuatros procesos pendientes y simplemente no les da vida.

“Alrededor del sindicato hay negocios inmensos. Un cambio obligaría a nuevos acuerdos para continuar los

negocios. Con Carlos ya están hechas las cosas. Tiene cuatro procesos penales pendientes, algunos relacionados

con enriquecimiento ilícito, pero simplemente nadie actúa. No actúan procuradores, secretarios del Trabajo.

Nadie. ¿Qué puede uno pensar?”.

***

Si se quiere ver –otra vez– qué tan viejo es el PRI sólo hace falta echar un vistazo a la composición de la

Cámara de Diputados entre 1979 y 1982, la segunda mitad de la presidencia de José López Portillo y la primera

legislatura que admitió la presencia de la oposición vía la figura de representación proporcional.

En el listado de hace 34 años, en la presidencia del senado aparece Joaquín Gamboa Pascoe, ya desde entonces

viejo lobo mar y pieza de Fidel Velázquez a cuya organización, la Confederación de Trabajadores de México,

hoy lidera. En la Cámara de Diputados –aún no ubicada en su actual sede de San Lázaro– legislaban Joel Ayala,

de la Federación de Sindicatos de Trabajadores al Servicio del Estado; Elba Esther Gordillo, a quien aún

faltaban algunos años para apoderarse por completo del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, y

una joven y destacada integrante de la Confederación Nacional Campesina con todo el futuro por delante,

Beatriz Paredes. También fueron diputados en ese trienio Jesús Murillo y Carlos Romero.

Murillo Karam y Romero Deschamps volverían a coincidir en el Senado durante la administración de Ernesto

Zedillo.

El destino los ha vuelto a cruzar en el regreso del PRI. Al mostrar Murillo la cabeza de la ex priista Elba Esther,

se acopian las exigencias de que haga lo propio con el petrolero Carlos.

Quizá esto no ocurra nunca. Romero Deschamps, abonero, tortero, chofer, obrero, Diputado y líder vitalicio no

hasta que la vida lo decida sino el Presidente quiera, reapareció ayer junto a Enrique Peña Nieto para celebrar el

75 aniversario de la Expropiación Petrolera.

Para la retórica el tiempo no pasa.

“Quiero reiterar mi más amplia felicitación a todos los trabajadores de Pemex, a todos quienes contribuyen y

laboran en esta gran empresa de todos los mexicanos. Una empresa que desde hace 75 años ha sido y seguirá

siendo de todos los mexicanos.

“Ya queríamos que un Presidente estuviera con sus amigos los petroleros”, devolvió Romero Deschamps la

deferencia.

Hablaron en Salamanca, la ciudad que pinta las caras de los presidentes priistas como si fueran figuras de la

Revolución Rusa.

Cerca de aquí está un puente de fierro donde, según algunos salmantino, asesinaron a un hermano del

compositor guanajuatense José Alfredo Jiménez, evento que habría inspirado la referencia a la ciudad en su

canción “Caminos de Guanajuato”.

Y ocurrieron el Pemexgate y el Ferrari del hijo y los relojes de Carlos y el yate de Cancún y los departamentos

en Miami y los viajes de la hija y los relojes Rolex y la salida del PRI de Los Pinos y el regreso del PRI a Los

Pinos.

Ha pasado todo, menos el sueño del chofer que quiso ser rey.