Las morales de occidente

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... pero dadme una piedra en que sentarme, pero dadme, por favor, un pedazo de pan en que sentarme,... (César Vallejo,"La rueda del hambriento") Definiciones Moral es la ciencia que estudia el comportamiento humano en cuanto bueno o malo en forma absoluta, es decir, en cuanto mejora o empeora al propio hombre en vistas a su fin último. Los calificativos de bueno o malo se podrían entender tam- bién en forma relativa (o sectorial): así cuando se dice que alguien es muy buen ladrón, porque roba con mucha eficacia. Bueno se aplica entonces no al hombre completo, sino sólo a su habilidad para el robo. Por consiguiente, la acepción de moralmente bueno o malo han de entenderse en relación al perfeccionamiento de la persona humana en su totalidad.

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... pero dadme

una piedra en que sentarme,

pero dadme,

por favor, un pedazo de pan en que sentarme,...

(César Vallejo,"La rueda del hambriento")

Definiciones

Moral es la ciencia que estudia el comportamiento humano en cuanto bueno o malo en forma absoluta, es decir, en cuanto mejora o empeora al propio hombre en vistas a su fin último.

Los calificativos de bueno o malo se podrían entender tam-bién en forma relativa (o sectorial): así cuando se dice que alguien es muy buen ladrón, porque roba con mucha eficacia. Bueno se aplica entonces no al hombre completo, sino sólo a su habilidad para el robo. Por consiguiente, la acepción de moralmente bueno o malo han de entenderse en relación al perfeccionamiento de la persona humana en su totalidad.

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Si una moral se basa en la razón humana la llamaremos también Ética o Filosofía Moral. Si se basa en la revelación cris-tiana, la llamaremos también Teología Moral.

Morales trascendentes e inmanentes

Morales trascendentes son aquellas que se fundamentan en algo (o Alguien) exterior al ser humano o al universo material. En cambio, son morales inmanentes las que excluyen toda refe-rencia diferente al hombre, a la humanidad, y al universo mate-rial.

Las morales trascendentes

Se reducen, en la práctica, a la Teología Moral católica (o moral revelada), y a la Ética aristotélico-tomista (o moral natu-ral).

La moral revelada se basa en la revelación de Dios, que ha creado al hombre, y le ha hecho libre para amar y obedecer a su Creador. Si lo hace es premiado con el Cielo. Pero si contra-viene las órdenes de Dios, él mismo se hace incapaz de alcanzar su fin último, y sufre una eterna frustración en el Infierno.

La dignidad humana se fundamenta en que Dios ha hecho al hombre "a su imagen y semejanza"; y en que Dios ama al hombre, a cada hombre en particular, amor que le ha llevado a morir por cada uno en una Cruz para librarle del pecado de Adán (pecado original, transmitido a todos sus descendientes); el hombre goza de la libertad de hacerse eternamente feliz o desdi-chado, de aceptar a Dios o rechazarlo.

La moral natural se basa en la naturaleza del hombre (que es un ser tan natural como los animales y las plantas); el hombre es, evidentemente, un proyecto de la naturaleza, algo a

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medio hacerse que espera ser terminado: igual que una semilla es un proyecto natural de árbol, aunque puede frustrarse por no llegar nunca a hacerse un árbol; también el hombre necesita completarse a sí mismo, desarrollarse, pues tiene una finalidad natural escrita en todas sus venas y en todos sus tejidos, un an-sia de perfección y de felicidad que espera su cumplimiento.

La naturaleza quiere algo del hombre, el cual ha de averi-guar qué cosas debe hacer para seguir lo que ella desea, obede-ciendo así un imperativo que le viene de las propias fuentes de su existencia (1).

Observemos que las morales trascendentes consideran al hombre como un ser dependiente, ligado a una tarea que él mismo no se ha impuesto, sino que le viene señalada desde fue-ra. En el caso de la moral revelada, la tarea le ha sido propuesta por Dios. En el caso de la moral natural, por la naturaleza, que viene a ser Dios en forma implícita. El hombre es un ser funcio-nal, un ser del que se espera que realice una función, por eso puede ser bueno o malo (al igual que un reloj, del que se espera que señale la hora, puede ser calificado de buen reloj o de mal reloj) (2). La tarea cuya ejecución ha de realizar el hombre, tiene muchas veces un beneficio inmediato para él mismo o para otros (generalmente para otros).

Para aceptar las morales trascendentes, el hombre debe tener, por tanto, un mínimo de humildad; debe reconocer que no es autosuficiente, y no rebelarse por ello. Las morales trascen-dentes tienen pues un carácter autoritario, normativo, y en cier-to modo, represivo: obligan al hombre a dar un sentido a su vi-da, aunque respetan su libertad.

Cualquier moral que no sea represiva más bien desmorali-za, pues da ventajas al que la vulnera inteligentemente. Esa mo-ral sería, paradójicamente, una moral inmoral.

(1) "Catecismo...", n.1956-1959 (2) McIntyre,"Tras...", p.83

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Ahora podemos entender la bondad o maldad de un acto en las morales trascendentes: el valor de un acto humano referi-do a la totalidad de la vida, supone, explícita o implícitamente, un espectador absoluto al que ninguna ilusión pueda engañar (3).

Como dice un proverbio griego, "a nadie hay que alabar como feliz antes de su muerte". Para juzgar la vida, hay que te-nerla presente toda entera. Esta afirmación se hace desde el punto de vista del espectador absoluto, o de otro modo no tiene ningún sentido (4).

Leonardo Polo compara las morales trascendentes con el cuento de Caperucita Roja. Caperucita recibe un encargo de su mamá: llevar una cesta con pan y miel a la abuelita. Esta última es la beneficiaria del encargo (no la propia Caperucita, quien sin embargo mejorará como persona si cumple ese deber) Hay que atravesar el bosque donde habita el lobo feroz (el encargo a cumplir es arduo, presenta dificultades).

"Si no hay quien encargue, no hay tarea para la libertad nativa. Si alguien no acepta el encargo, no hay sujeto libre. Si no hay adversario, la cosa no tiene gracia, y si no hay beneficiario, no tiene sentido" (5).

La historia de la moral natural

Aristóteles (siglo IV a.C.) escribió la Ética a Nicómaco y la Ética a Eudemo. Ambas son los primeros estudios sistemáticos conocidos de moral natural.

(3) Spaemann, "Felicidad...:, p.62 (4) Spaemann, "Felicidad...", p.81 (5) Polo, "Quién...", p.258

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La naturaleza ha hecho al hombre un animal social: quiere que viva en sociedad. Pues el hombre tiene el don de la palabra, y, como la naturaleza no hace nada en vano, el hombre está des-tinado a ser animal social. Ello exige la práctica de algunas virtu-des, que Aristóteles estudia con penetración y detalle. La moral aristotélica coincide, en buena parte, con la moral revelada: po-dríamos decir que es como su sombra. Pero Aristóteles comete errores: no asigna naturaleza humana a los esclavos, los cuales no son, según él, sujetos de moral.

La moral natural aristotélica exige que el hombre obre de acuerdo a la recta razón. Por consiguiente, no debe abando-narse a sus instintos, pues éstos, por su propia constitución, han de subordinarse a la facultad más noble del hombre que es la inteligencia.

El premio del hombre moralmente bueno es la contempla-ción de Dios. Aristóteles no detalla si esta contemplación tiene lugar en esta vida o en la vida después de la muerte. Tiene que haberse planteado el dilema, pues Sócrates, maestro de su maestro Platón, creía en otra vida, y quería a toda costa salvar su alma (en un sentido idéntico al que tiene la "salvación del al-ma" para el cristiano) Pero esta vida futura, que tanta importan-cia tenía para Sócrates, choca con la concepción aristotélica de un mundo sempiterno, que se repite sin cesar en ciclos tempora-les idénticos a sí mismos (a esa concepción del mundo le aco-moda más bien la reencarnación de las almas).

El destino puede hacer, sin embargo, que la felicidad del hombre no sea posible, incluso sin ninguna culpa suya: cuando le asigna la esclavitud, la fealdad, el bajo nacimiento o la falta de progenie. Ninguna virtud puede hacer frente a esas desgracias (6).

(6) Mclntyre, "Tras...", p.220

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La integración de Aristóteles en el medio cristiano no fue una tarea fácil. La llamada "sociedad heroica" de los pueblos bár-baros cristianizados, cuya moral era semejante a la moral griega anterior a Aristóteles, repartía deberes y responsabilidades de acuerdo al papel desempeñado: si uno era rey, tenía unos debe-res; si era hombre llano, otros.

Cada individuo tenía necesidad de las virtudes apropiadas para realizar bien su papel; y también habilidades (podríamos de-cir cualidades técnicas), que no se diferenciaban, desde su punto de vista, de las virtudes: la valentía, la capacidad para la amistad, la fidelidad, y también la astucia y la fuerza física. La condición de esclavo y de vencido no se diferenciaban mucho de la condición de muerto.

Además de no estar sustentada en una teoría coherente, esta moral tenía grandes lagunas (respecto a la moral cristiana) En la primitiva ley medieval germánica, por ejemplo, el asesinato es un crimen sólo si se mata en secreto. Cuando una persona co-nocida mata públicamente a otra persona conocida, la respuesta apropiada es la venganza a cargo de un pariente. La moralización de la sociedad medieval descansa en la creación de categorías generales de lo bueno y lo malo -y además un código legal- capa-ces de reemplazar los vínculos y fracturas de un paganismo más antiguo (7).

Desde su conversión al cristianismo, en la Edad Antigua o primeros siglos de la Edad Media, hasta el siglo XII, en que la so-ciedad tenía costumbres mucho más aceptables desde el punto de vista del Evangelio, los intelectuales (casi todos eclesiásticos) se ocuparon de la organización social y moral. Pero había muchos obstáculos:

"El paganismo con que lucharon los estudiosos...era parte de ellos mismos y de su propia sociedad" (8).

(7) McIntyre, "Tras...", p.209 (8) McIntyre, "Tras...", p.209

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"Vista retrospectivamente, la ordalía (o juicio de Dios) pare-ce superstición a muchos autores modernos; pero cuando se in-trodujo por primera vez su función fue precisamente colocar en un contexto público y cósmico, de una manera completamente nueva, los males de la vida privada y local" (9).

El redescubrimiento de la tradición clásica grecorromana abrió un nuevo filón para la organización de la sociedad, pues po-día suministrar tipos de conceptos y experiencias que el propio cristianismo (dedicado básicamente a enseñar el camino del cielo y no la estructura de la sociedad en la tierra), no proporciona ni pretende proporcionar. Pero ciertos cristianos se oponían a la in-tegración con la cultura antigua, porque pensaban que toda ense-ñanza pagana era obra del demonio, y buscaban en la Biblia la guía omnisuficiente (Lutero perteneció a los sucesores de esa tra-dición medieval).

En el siglo XII, los desafíos de la sociedad derivaban de que estaba en el proceso de creación de una serie de instituciones so-ciales nuevas: una administración de justicia equitativa; las univer-sidades y demás conservatorios de la enseñanza y de la cultura; y la clase de civilidad que es peculiar de la vida urbana (10).

Las virtudes antiguas tenían que ser reinterpretadas y re-estructuradas. La caridad no tiene equivalente, ni siquiera remo-to, en Aristóteles. El mal es, en el cristianismo, consecuencia de la mala voluntad humana, nunca de inevitable jugarreta del des-tino.

Santo Tomás de Aquino (1225-1274) escribió el Comenta-rio a la ética a Nicómaco, el mejor comentario que se ha hecho de esa obra, cuando la animadversión a la cultura grecorromana había amainado. Santo Tomás aprueba la estructura de Aristóte-

(9) McIntyre, "Tras...", p.209 (10) McIntyre, "Tras...", p.214

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les, y completa las lagunas que encuentra: los esclavos tam-bién son sujetos morales; la contemplación se realiza princi-palmente en la vida después de la muerte...

Santo Tomás muestra que la moral aristotélica, con co-rrecciones de detalle, es muy compatible con la moral revelada, y se puede integrar fácilmente en ella.

Una labor similar a la de Santo Tomás realizan el judío Maimónides y el mahometano Averroes: la moral aristotélica es también compatible con el judaísmo y con el Islam: no en vano esas tres religiones tienen creencias básicas en parte idénticas.

La moral natural aparece, pues, como una plataforma co-mún para la convivencia social y política de personas de esas tres religiones, cosa de gran importancia práctica para muchas naciones medievales, habitadas por cristianos, judíos y musul-manes.

La reforma protestante

Lutero (1483-1546) y Calvino (1509-1564), entre otros de menor importancia, rechazan la autoridad de la Iglesia Católica, y la Tradición que la acompaña: según ellos, la Sagrada Escritura es suficiente para conocer la Revelación divina. Cada persona puede encontrar por sí misma la verdad, simplemente leyendo la Biblia. No admiten, por tanto, que los libros sagrados tengan va-lor en un contexto y una tradición, en la que han sido escritos y de la que reciben su autoridad y su interpretación. La moral cris-tiana se hace subjetiva en el protestantismo, se fracciona en in-terpretaciones múltiples que no tienen la fuerza que les da, en el catolicismo, el Magisterio del Papa y de la Iglesia.

Además, los reformadores rompen lanzas contra Aristóteles ("Ese bufón que ha confundido a la Iglesia", dice Lutero) Según ellos, la razón humana está tan pervertida por el pecado original,

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que la única fuente válida de verdad religiosa (y moral) es la re-velación, la fe; postura que se conoce como "fideísmo". Todo in-tento de armonizar razón y revelación es una corruptela.

El proyecto ilustrado

Renato Descartes (1596-1650) es considerado como el ini-ciador de un enfoque filosófico llamado de la Ilustración (o del iluminismo).

Su filosofía, que parte del famoso principio "cogito, ergo sum" (pienso, luego existo), no sigue la metafísica de Aristóte-les (ni la de Santo Tomás de Aquino, que completa a Aristóteles). Para Descartes, no existen las causas finales, no existe por tan-to una naturaleza que "desee" un comportamiento del hombre. Descartes suprime la finalidad incluso en la mente de Dios. La moral natural, tal y como era conocida, muere en ese contexto filosófico.

Los filósofos siguientes (a excepción de una corriente aris-totélico-tomista, que nunca ha desaparecido, aunque no ha esta-do de moda), acentúan si cabe esa des-finalización. Para Kant, la causa final (y todas las demás causas) es una condición sub-jetiva del conocimiento, sin representar nada real y objetivo, na-da fuera de la mente.

Para Hume, las causas son también un artificio mental pa-ra relacionar sensaciones.

Y cosa similar sucede con las restantes corrientes "de avanzada" del pensamiento occidental.

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Las morales inmanentes

Eliminada la ética aristotélico-tomista, había que hacer, desde las coordenadas del movimiento ilustrado, la ética "de la razón". Esta ética era muy deseada, pues se comprendía clara-mente que, si bien el hombre como individuo podía contentarse con la moral de su propia religión, la sociedad necesitaba una mo-ral básica compartida, como la que (con mejor o peor aproxima-ción en la práctica) había tenido antes.

La tarea parecía sencilla. La moral que se esperaba era co-nocida, o al menos así se suponía: se estaba en el caso de un alumno que tiene que resolver un problema cuya solución está indicada al final del libro: la ética racionalista o iluminista sería muy parecida a la moral cristiana; no lo dudaron ni Hume, ni Diderot, ni Kant, ni Schopenhauer...

Pero la metafísica del iluminismo se reveló totalmente inefi-caz para sustentar ninguna ética (al menos en el sentido antiguo de "normatividad" o de "obligatoriedad").

En efecto, de premisas que simplemente reflejan hechos, no sale ninguna conclusión normativa: de premisas "es" no puede salir ninguna conclusión "debe ser".

Si no hay finalidades naturales, si el ojo no ha sido hecho para ver, menos se podía considerar al hombre como un ser fun-cional. El hombre no debe hacer nada por obligación: es autóno-mo, autosuficiente, ya es maduro y emancipado.

Así no es fácil, mejor, es imposible, definir el bien y el mal en el sentido profundo de las morales trascendentes.

Los filósofos iluministas han intentado deducir éticas de su propia filosofía, una y otra vez; para caer por fin en la cuenta de que la única posibilidad que tienen es la de elaborar simulaciones

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de moral: cambiar y devaluar el significado de las palabras "bien", "mal", "naturaleza" y "deber".

Las "morales" inmanentistas no son necesariamente perver-sas; son falsas por incompletas, y lo son porque carecen de lo es-pecífico de una moral, a saber, un encargo a realizar, una voca-ción, sea de Dios, sea de la naturaleza como portadora o transmi-sora de inteligencia y de normatividad.

Podría pensarse que la ética se puede deducir por sentido común, sin pretensiones de alta ciencia. Así se hace a veces, y se puede resolver más o menos discretamente un problema concreto.

Pero el sentido común, la forma de pensar de la gente sen-cilla, mejor dicho, el uso espontáneo y sin recelos del equipo o dotación natural para conocer que se nos ha dado al nacer, tam-bién ha sido desacreditado por la modernidad. "Si hiciéramos caso del sentido común, todavía pensaríamos que la tierra es plana", se nos dice. Podríamos objetar que, sin sentido común, no podríamos saber tampoco que es esférica. El sentido común se puede equi-vocar, porque no es infalible. La refutación de sus errores se pue-de hacer sólo usando el mismo sentido común, con más informa-ción que la que tuvo antes. Pero si lo rechazáramos, o redujéra-mos arbitrariamente su capacidad, nos sería imposible conocer nada, y caeríamos en el escepticismo.

El utilitarismo

Bentham (1748-1822) fue el fundador de una de esas "nue-vas morales" de la ilustración: el utilitarismo. El hombre se mueve en busca del placer y alejándose del dolor. Debemos escoger, pues, aquella conducta que maximice la felicidad, es decir, que haga máxima la diferencia "placer menos dolor". Bentham cuantifi-ca los placeres y los dolores (la "aritmética de los placeres").

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John Stuart Mill (1806-1873) descubrió que la felicidad y el placer eran polimorfos, formados por entidades heterogéneas y no conmensurables. Sigdwick, (1838-1900) por fin, llegó a la conclusión de que detrás del utilitarismo no se encontraba sino un caos mental.

Pero el fracaso filosófico no le impidió al utilitarismo tener una gran influencia, que se proyecta hasta nuestros días.

La moral utilitarista es la más elemental, la más fácil de en-tender por las gentes sencillas y sin formación. Es una moral primitiva, aunque se la encuentre en civilizaciones avanzadas. El gran sistema utilitarista de la antigüedad es el de Epicuro (371-240 a.C.): el mundo se explica solamente por el azar; el mismo hombre es también fruto del azar; y al morir el hombre, todo se disuelve. El sabio tiene que buscar el placer, un placer sereno y tranquilo, no turbado por los excesos, ni por el sufrimiento y el deseo. Es una "moral" de un profundo egoísmo, de un egoísmo calculado; produce una ruina y decadencia tan profundas que cortan toda posibilidad de ascensión hacia una vida propiamente humana (11).

El utilitarismo moderno se distingue del epicureísmo en dos rasgos cuya explicación arranca del medio cristiano en que se desenvuelve.

El primero es el gusto por la acción. Epicuro ve la acción en sus aspectos más negativos: despierta las pasiones, turba el alma, quita la paz interior. Pero el cristianismo confirió a la acción un valor soberano, que se puede asociar a la acción redentora de Cristo; en la sociedad cristiana tienen prestigio todas las for-mas de acción buena, incluidas las más profanas, como la políti-ca.

El segundo rasgo es el amor al prójimo. Epicuro era un parásito social. Pero para los utilitaristas modernos, la idea de

(11) Leclerq,"Las grandes...", p. 89

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que es necesario hacer el bien a los semejantes no es discutida, se acepta como de evidencia inmediata. Están impregnados de la tradición moral del cristianismo (y lo exhiben mucho, pues re-cae sobre ellos la sospecha de irreligión y de inmoralidad).

El utilitarismo corresponde, como hemos dicho, a una mo-ral mínima, fácil de entender y de practicar, y que puede dar un barniz -no despreciable- de moralidad. Se le dice al niño: "si mientes, nadie te creerá. Si pegas a tus compañeros, nadie que-rrá jugar más contigo". El utilitarismo trata a los adultos como si fueran niños: "No cometas delitos, porque puedes ir a la cárcel". "Tengamos palabra, cumplamos lo pactado y seremos todos más felices". No dejan de ser buenas razones, que buscan el interés propio a corto o mediano plazo.

Pero el utilitarismo no es una teoría filosóficamente bien fundada, y tampoco es capaz de dar ningún empuje moral, nin-gún espíritu de sacrificio, ninguna pureza de intención. Produce como mucho hombres adocenados, conformistas, y aprovecha-dores de oportunidades delictivas (cuando tengan la seguridad de poder eludir el castigo social).

En el fondo, los utilitaristas modernos son cristianos des-centrados: no hablan, como la moral cristiana, del amor fundado en Dios mismo (y con la idea de Dios la de la vida futura) Y tra-tan de mantener los preceptos de la moral cristiana (o algo bas-tante parecido a ellos) centrándolos sólo en el hombre y en este mundo.

"Epicuro era lógico consigo mismo: fría y sistemáticamente egoísta, condena el altruismo. Los utilitaristas, bajo la presión de la tradición cristiana, han querido integrar el altruismo en el utili-tarismo, pero su tentativa misma muestra que es preciso otro principio para justificar el sacrificio. El interés no puede fundar sino una higiene moral estrictamente personal. El lugar absor-bente del sacrificio en favor de su semejante o en favor del bien común en la moral moderna viene del cristianismo, que la ha im-

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puesto al mundo con una exigencia tal que el problema del sacri-ficio se ha convertido en el problema central de la moral" (12).

El motivismo

Los ingleses Moore y Stevenson, en los siglos XIX y XX, establecieron que los juicios morales no son más que expresión de las preferencias personales; al contrario que los juicios fácti-cos, que expresan hechos independientes de nuestros gustos (13). Decir "esto es bueno", sería lo mismo que decir "yo apruebo esto, hazlo tú también", o decir "¡viva esto!".

El significado de un juicio moral sería, pues, diferente de su uso: significa realmente una preferencia, y se usa como si fue-ra una obligación (simulando otras morales más antiguas, las de la trascendencia; simulación que es una tentativa de manipula-ción del prójimo, por si alguno, poco informado, se impresiona). El emotivismo es pues, un utilitarismo psicológico.

Su influencia ha sido grande, y conocidos personajes vie-ron en él una liberación de las presuntas alucinaciones de Aristó-teles, de Jesucristo...y del temor al infierno (14). Sin embargo, destrozado por las críticas, ha sido desechado.

Si estamos dispuestos a aprovechar lo poco o mucho que el emotivismo tenga de aprovechable, podemos observar que una persona sensata y virtuosa, espontáneamente vibra con el bien: por eso es bueno consultar al sentimiento, antes de formar un juicio moral. Pero la última palabra para juzgar un acto la tie- (12) Leclerq,"Las grandes...", p.103) (13) McIntyre, "Tras...", p.26 y ss. (14) McIntyre, "Tras...", p. 31

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ne la conciencia, o sea la razón, a la luz de unos principios que no suministra ni puede suministrar el emotivismo.

También es verdad, desgraciadamente, que muchas per-sonas usan los juicios morales como un disfraz de sus preferen-cias personales (o de sus intereses más rastreros), lo cual ha sucedido siempre y seguirá sucediendo; pero este abuso no quiere decir que toda la moral sea subjetiva.

Las morales del deber

Emmanuel Kant (1724-1804) es el creador de la primera de una familia de pretendidas morales que se basan en el deber: el hombre siente la llamada de su razón, que le exige que cum-pla el deber. Ese deber no tiene ningún fundamento en el mundo exterior, es pura "forma a priori" de la inteligencia práctica.

Kant enumera tres máximas básicas que le impone su ra-zón, y que él supone universales, obligatorias para todo hombre:

1. "Obra de tal manera que la máxima de tu voluntad pue-da valer como principio de legislación universal". O sea, que los demás hombres puedan obrar igual que tú sin que seas discrimi-nado. Ya lo había dicho Jesucristo: "Haz a los demás lo que quieras que ellos te hagan a ti".

2. "Obra con la idea de tu voluntad como legisladora uni-versal".

3. "Obra de tal manera que trates a los demás como un fin, y no como un medio". Es una manera de expresar la dignidad de nuestros semejantes: no debemos usarlos como meros medios para conseguir nuestros fines; siempre debemos pensar en el bien de los demás.

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De estas máximas Kant deduce fácilmente toda su teoría moral (15). Los resultados que obtiene (no es una casualidad, es justamente lo que busca) coinciden con la moral cristiana, en la que Kant ha sido educado con rigor desde su más tierna infancia.

Kant demuestra que la máxima "cumple tus promesas", es coherente con las tres anteriores, y pasa un filtro, una prueba lógi-ca kantiana de validez; mientras que la que dice "no cumplas tus promesas a menos que te convenga", no pasa la prueba.

Sin embargo, según McIntyre, la máxima (que Kant repudia-ría) "Cumple tus promesas, excepto una sola vez en la vida", tam-bién se puede validar igual. Y así sucede con buen número de proposiciones moralmente repudiables. El razonamiento de Kant en ese punto deja mucho que desear.

La moral del deber de Kant ha sido refutada desde poco tiempo después de su publicación, y abandonada. Aun así, ha te-nido y sigue teniendo una gran influencia. Sus bases son ende-bles: el deber que, según él, ordena con imperio a todo hombre (el llamado "imperativo categórico"), procede de las convicciones reli-giosas luteranas y puritanas heredadas por Kant, y no es ni uni-versal ni evidente. Y aunque lo fuera, ¿Por qué hay que obedecer-le?.

Según Kant, un acto no es moral más que cuando se hace por deber. Una limosna dada por amor al prójimo, no tendría valor moral ninguno, y menos aún si se hace con gusto. Además de sostenerse en el aire, la moral de Kant es inhumana.

(15) Leclerq, "Las grandes...", p.134

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El pragmatismo

Es una filosofía elaborada en Norteamérica por William James (1842-1952) y otros. Pretende extender a todo conocimien-to lo que es admisible -parcialmente- en ciertas hipótesis físicas: que se consideran verdaderas cuando son útiles para la investiga-ción.

El pragmatismo sostiene que la verdad es la utilidad: una proposición será verdadera en cuanto nos sea útil. Las variantes del pragmatismo más "duras" son la de James y la de Dewey. Otras, como la de Pierce, son menos contundentes y más matiza-das.

Respecto a la moral, si se pregunta ¿es lícito robar?, en buena ley el pragmatista debería responder: Sí, cuando es útil. Y siempre es útil, al menos para el ladrón, con tal de que no lo des-cubran. El pragmatista tratará, en forma no convincente, de mos-trar un panorama más amplio: el robo no es útil a la comunidad. Pero incluso eso puede tener muchas excepciones. Y ¿Por qué hay que pensar en la comunidad?.

No parece que el pragmatismo sea aceptable éticamente (tampoco filosóficamente) Por definición, el pragmatismo orienta hacia la búsqueda del poder, de la riqueza, por todos los me-dios...útiles. Es una corriente muy partidaria de la democracia, porque esa forma de gobierno produce, según ellos, poderío, fuer-za, riqueza...; o sea, es útil. El pragmatismo está íntimamente emparentado con el utilitarismo; su visión del mundo es materialista, pero con gusto por la acción.

No hay que confundir al pragmatista con el pragmático, que es quien encuentra soluciones oportunas rápidamente. Ser prag-mático es una cualidad deseable, que naturalmente exige, para ser realmente una cualidad buena, la adhesión a la moral verdade-ra y, por tanto... no pragmatista.

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El relativismo moral

El escepticismo se encuentra en todas las civilizaciones envejecidas (en China, India o Grecia, como en Occidente ac-tual). Nace cuando al entusiasmo sucede el desencanto: no se ha logrado lo que se pretendía.

El escepticismo moderno ante el fracaso de las morales de la Ilustración adopta la forma de relativismo: no existe una sola moral, sino varias, tantas como tipos de sociedad. La enseñanza moral consiste en que cada uno busque su propia moral, de acuerdo a su medio.

Unas sociedades protegen con ardor la vida de los niños, ancianos y minusválidos. Otras los matan cuidadosamente. Las dos prácticas tienen en sí el mismo valor moral: el valor real lo crean las circunstancias, las necesidades del caso concreto. Las buenas costumbres serían las costumbres habituales. Las malas costumbres, las no habituales. Nada de luchar contra corriente: el conformismo es la regla básica de la moral. La moral se basa en la sociología.

Aunque repudiemos esa forma de pensar, no hay que de-ducir de ello que la sociología o ciencia de las costumbres no tenga ningún valor. Lo tiene, y puede ser un valioso auxiliar de la ética...pero no un substitutivo de la misma.

Contribuyen al relativismo las distintas variantes del cienti-ficismo (no sabemos nada confiable excepto lo que indican las ciencias experimentales); los científicos y técnicos son los únicos autorizados a hablar de moral y a dictar reglas, que serán por ejemplo la conservación del medio ambiental, o el control de po-blación, o los medios para no sufrir.... El técnico es el verdade-ro moralista.

El darwinismo y, en general, todos los evolucionismos comprometidos con el materialismo, anulan toda moral trascen-dente. La moral "de facto" es, según ellos, una más o menos sa-

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bia compilación de reglas y aptitudes para la supervivencia de la especie frente a los retos del medio y de la competencia. ¿Qué puede quedar de la dignidad humana, si el hombre no es imagen y semejanza de Dios, sino mero producto del azar, un mono su-perado y nada más?.

El psicoanálisis de Sigmund Freud considera que los va-lores morales son, en el fondo, represiones de la libido o instinto sexual. Esta escuela está muy desacreditada, pero su influencia a nivel de convicciones diluidas permanece.

El relativismo moral impregna los espíritus de nuestro tiempo, los medios de comunicación, los espectáculos, el com-portamiento de los universitarios y los profesionales. Es más una actitud que una doctrina coherente. Se expresa constantemente en fórmulas abstractas que se presentan como absolutas, y sirve de pretexto para todas las concesiones morales (16).

La moral del superhombre

Federico Nietzsche (1844 -1900) se dio perfecta cuenta de que las éticas en circulación (las que él conocía; no trata nunca el caso de la moral natural aristotélico-tomista) simulaban un fundamento objetivo (o trascendente), pero eran en realidad ex-presiones de la voluntad del sujeto, de su conveniencia o del azar. En cinco aforismos rápidos, ocurrentes y demoledores, destruye de un plumazo el proyecto moral de la ilustración (17).

(16) Leclerq, "Las grandes...", p. 52-68 (17) McIntyre, "Tras ...", p.146

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"Mi moral sólo puede ser la moral que mi voluntad ha creado: no hay sitio para ficciones al estilo de los derechos humanos, o el mayor bienestar para el mayor número" (18).

Toda moral es el disfraz de una voluntad de poder, excepto la propia moral de Nietzsche, que no oculta nada, que es simple y llana voluntad de poder sin máscara ninguna.

El hombre realmente valioso, el superhombre, impone su voluntad creando su propia moral. Los mediocres no tienen sino que obedecerla. Para Nietzsche, la humildad y la compasión son vicios abyectos, y el cristianismo, que los predica, rechazable.

Nietzsche es el filósofo moral por excelencia de nuestra época; sus premisas están presentes tanto en las sociedades burocráticas como en los irracionalismos proféticos de izquierda o derecha (nazismo, comunismo...) (19). Su "moral" está muy arraigada en el medio contemporáneo, y por ello no es extraño que la manipulación impere en el mundo, no ya como una debili-dad, sino como un derecho; cabe esperar que en la sociedad oc-cidental sigan apareciendo "superhombres" de vez en cuando (al estilo de Hitler o Stalin); y que en la vida diaria, los grandes diri-gentes, los gerentes de la sociedad, los gobernantes y los buró-cratas traten de dirigir a su antojo, por medio de la simulación y el engaño, diciendo la verdad en la medida de lo indispensable, a la masa aborregada. La moral del superhombre es la moral de la selva, inteligentemente disfrazada.

Nietzsche ganó la batalla filosófica; y la ganó porque los contendores con que disputaba eran sólo los filósofos de las mo-rales de la inmanencia. Su victoria es la prueba de que esas mo-rales son un fracaso. Y la propia moral del superhombre es, al fin y al cabo, una moral más como las que Nietzsche, con tanto

(18) McIntyre,"Tras...", p. 146 (19) McIntyre, "Tras ...", p.147

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acierto, desautoriza. Su mayor lucidez no la redime de ser tan arbitraria, tan vacua y tan sin fundamento como las demás.

Dice McIntyre: "Después de tres siglos de filosofía moral y uno de sociología, y todavía falta cualquier enunciado coherente o creíble del punto de vista ilustrado" (20).

Derecho y moral

Para los positivistas jurídicos las leyes definen lo moral y lo inmoral, al menos en la vida pública. Es decir, si emanan de la autoridad legítima, las leyes humanas no deben subordinarse a nada extraño a ellas.

Para los iusnaturalistas, en cambio, las leyes dictadas por el estado no deben oponerse a la moral natural, y si lo hicieran, no serían válidas ni deberían ser obedecidas.

La Iglesia Católica es iusnaturalista (21). Los derechos de la persona humana, la dignidad de la persona, son anteriores a la sociedad y a sus leyes (22).

Un caso especial de leyes positivas son los códigos deon-tológicos elaborados para distintas profesiones, generalmente por los respectivos Colegios profesionales. Un buen código pue-de ser una gran ayuda, pero no suple a unas convicciones éticas sólidas: el código siempre es interpretado y adaptado a los casos particulares, y la selección de reglas que hace quien lo aplica nunca puede ser aséptica, mecánica: siempre está muy fuerte-

(20) McIntyre,"Tras...", p. 318 (21) "Catecismo...", n. 1929-1930 (22) "Catecismo...", n.1950-1951, 2237

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mente influida por sus convicciones (o por su falta de conviccio-nes).

Otro caso interesante es el referente a los derechos huma-nos. Proclamados solemnemente en Francia durante la Revolu-ción Francesa, y vueltos a proclamar por las Naciones Unidas en 1947, han sido enunciados como derechos pertenecientes al ser humano en cuanto tal, o sea como derechos naturales del hom-bre.

Pero en los dos casos no se ha dado ninguna razón válida para fundamentarlos. Son expuestos en forma axiomática (pero sabemos que los axiomas no existen por sí mismos, hay que apo-yarlos en algo o están vacíos).

Los derechos humanos o se basan en el cristianismo, o en la moral natural. Pero, a partir de las filosofías permitidas hoy en el debate público, no tienen ninguna demostración posible. Por con-siguiente, o son residuos de algo que no se quiere mencionar (y no se menciona), o se convierten en simples ficciones (como los unicornios y las brujas, dice MacIntyre), necesarias para gobernar y para entenderse, sin ninguna fuerza de convicción y con un gran potencial de manipulación.

Se ha objetado que, del hecho de que una proposición no pueda ser demostrada, no se sigue que sea falsa. "Lo que es cier-to. Pero podría servir igualmente para defender presunciones so-bre los unicornios y las brujas" (23).

La ley que dan los gobernantes es "una ordenación de la razón, dirigida al bien común, y promulgada por quien tiene autoridad" (24).

(23) MacIntyre, "Tras...", p.96 (24) Santo Tomás, "Summa Theologiae",I II, q.90, a4

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De la razón: no del capricho; dirigida al bien común: no pue-de dirigirse al bien particular; promulgada: para que tenga fuerza obligatoria. La ley debe ser también posible de cumplir, honesta o que no se oponga a la ley natural, justa porque guarde las debidas proporciones (unos impuestos exorbitantes pueden ser efecto de leyes injustas).

Hay que distinguir, pues, entre legalidad y legitimidad. Una ley ilegítima, por ser injusta, no puede tener fuerza obligato-ria, incluso pueden los súbditos rebelarse para no cumplirla. En otro caso, la ley debe ser obedecida no sólo por temor al castigo, sino por las exigencias de la moral natural (y la cristiana).

Las seudo-morales violentistas

El comunismo, el anarquismo y los terroristas, comparten una "moral" en la que el fin (la instauración de una sociedad per-fecta en el futuro) justifica cualquier medio (incluido el asesinato fríamente calculado) ¿Cómo ha podido llegarse, en nuestro propio siglo, a una aberración tal?.

Según opiniones muy autorizadas (25), la moral de la vio-lencia es una perversión del cristianismo: se ha perdido la fe en Dios y en la vida eterna, pero se sigue "creyendo" en un paraíso, ya no después de la muerte y en la vida futura de cada hombre, sino en nuestro mismo mundo, y en un tiempo futuro. Esta carica-tura del Cielo "justifica" cualquier acto que sirva para facilitar el advenimiento de la nueva sociedad. El fin justifica los medios.

En el fondo, esta lógica no es diferente de la que dice que, para alcanzar "resultados científicos", que permitan el mundo me-

(25) Ratzinger, "Una mirada...", p.40 y ss.

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jor del mañana, es lícito sacrificar embriones humanos. O de la lógica que argumenta que debe dejarse a la mujer la decisión de abortar, pues el niño puede ser un obstáculo para su "autorreali-zación".

El terrorismo ha sido marginado en la sociedad occidental desarrollada; pero sus siniestros presupuestos no han sido, de ninguna manera, derrotados. Por eso hay quien lo considera bueno para los países del Tercer Mundo (tal vez piensa que es "justo", o sea "útil", en el subdesarrollo; "útil" para quien piensa eso, claro está).

El caos moral contemporáneo

Analicemos qué significaría, traducido a un lenguaje senci-llo y sin sofisticaciones, la expresión: la acción A es buena, la B es mala, enunciada por:

Un utilitarista: A es correcta, B está errada.

Un emotivista: Me gusta A, B es algo que está feo.

Un kantiano: La razón manda hacer A, y no hacer B, sin darnos más explicaciones.

Un pragmatista: A es útil para el desarrollo, B lo perjudica.

Un relativista: A es lo que la gente suele hacer aho-ra, nadie haría B.

Un darwinista: A tiene éxito para conservar la especie, B la hace menos apta para la lucha por la vida.

Un psicoanalista: A me libera, B me reprime la libido.

Un nietzscheano: A me da poder e importancia, B me los disminuye.

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No se trata de un magnífico pluralismo, como a veces se nos dice; se trata de un perfecto caos: no hay ni puede haber un lenguaje siquiera parcialmente común en que entenderse, cuan-do, como suele suceder, en un debate se adoptan los principios de alguna "ética" ilustrada. No hay forma de superar las discre-pancias. Lo que es útil para uno, perjudica a otro, está bonito pa-ra un tercero, no está de moda para un cuarto; y todos dirán que es bueno o malo. Siempre que haya un litigio, lo que favorece a la parte A justamente perjudica a la B. La primera lo verá como justo y razonable, la segunda lo tomará como una manifiesta in-justicia. Y el juez (o el gobernante) dictará sentencia ...según lo más útil (lo más útil para él, con toda "justicia") Por eso los deba-tes morales son interminables, y adoptan la forma de afirmar con fuerza y convicción y de contraafirmar. No hay ninguna platafor-ma común para el diálogo o el debate (26).

"Enseñar valores es contar con una imagen del mundo y del hombre" (Juan Gerardo Garza, "Educar con los valores", Í-tems, México, mayo 1993) No hay ética alguna sin metafísica (27). Las nociones de bien, de justicia, de moralidad, necesitan una visión del mundo que sea compatible con un orden impuesto desde fuera del mismo: no bastan para ello las filosofías idealis-tas, empiristas, positivistas, que simplemente socavan los ci-mientos de la civilización occidental.

A la vista de este panorama, vienen a la memoria las pa-labras, atribuidas a Mark Twain: "Las investigaciones de inconta-bles comentaristas ya han hecho muy obscuro el tema, y es pro-bable que, de continuar así, pronto no sepamos nada al respec-to."

(26) McIntyre,"Tras...", p. 20 y ss. (27) Spaemann, "Felicidad...", p.155

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Vemos con cierta frecuencia, en la TV, a personas que juzgan éticamente ciertos sucesos, y, con seriedad y solemnidad muy bien estudiadas (son muy buenos actores), consiguen (apo-yándose en principios morales inexistentes), hacer que los espec-tadores sientan los escalofríos de terror, la indignación ante el "mal" y los propósitos de enmienda, casi tan bien como pudo haberlo logrado un predicador religioso de siglos anteriores, hablando de la eternidad de las penas del infierno. Están haciendo el "salto" de la moral inmanente a la trascendente, simulación que confunde al público y lo impresiona.

Vemos políticos que confiesan que, en su vida moral priva-da, no siguen las directivas de la Iglesia (ni de la moral natural), porque no admiten ninguna moral represiva: nadie tiene derecho a imponerles lo que deben hacer. Pero cuando tienen que actuar como candidatos de un partido político, gritan "¡Vamos a morali-zar!"; y ya no quieren decir con ello "hagan lo que quieran, como personas maduras, nadie les puede imponer cómo tienen que ac-tuar". Se dan perfecta cuenta de que, si transmitieran ese mensa-je, sus seguidores se entregarían masivamente a la depredación en cuanto llegaran al poder. Entonces recurren a una moral repre-siva, la única que pueden invocar seriamente para dominar las ansias de saqueo y conseguir un gobierno que no se cubra de deshonor. La duplicidad de significado, consciente o no, el insen-sible paso del "bien" en sentido inmanente al "bien" en sentido trascendente, está en el fondo de la mayor parte del lenguaje ético (o pseudoético) de la actualidad.

Para un cristiano, lo moral es la voluntad de Dios y me acer-ca al cielo. Para un aristotélico-tomista, la naturaleza me pide que haga A y omita B, y así cumplo un proyecto que me ha encargado, sin consultarme, la misma potencia natural que me ha dado el ser también sin consultarme. Son dos significados perfectamente co-herentes.

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La moral no tiene sucedáneos

La civilización occidental está en una grave crisis ética. La esperanza está en la Iglesia Católica, cuyo Catecismo reciente explica tan bien la moral tradicional puesta al día, y que aparece más claramente cada día como la única gran reserva espiritual y moral de la humanidad. Y en un regreso a una filosofía realista, como la de Santo Tomás-Aristóteles, que potencie el sentido co-mún y nos permita superar esta gigantesca crisis de ideas y de conductas.

Los países desarrollados han conseguido su desarrollo cuando han tenido una moral exigente, unas virtudes y una disci-plina. Siguen disfrutando de un alto nivel, aún cuando esa moral se resquebraje, porque los usos y costumbres heredados, por inercia, están aún vigentes (si bien se van degradando) Pero los países del Tercer Mundo necesitan, ahora, no sólo transferencias de dinero, de tecnología o de educación: necesitan sobre todo un capital de convicciones acertadas, que permitan cimentar las virtudes personales y colectivas para su despegue hacia el desa-rrollo.

La señora Corazón Aquino, ex presidenta de Filipinas, ha expresado así sus ideas:

"...es necesario estimular la capacidad de las personas -en el plano espiritual e intelectual- para que puedan gobernarse a sí mismos, y por sí mismos. Sin un sistema de valores rectos en la gente, una democracia es una reunión de locos."

"Los principios dan coherencia a la vida del hombre y la es-tructuran. Sin ellos, el hombre es sólo un amasijo de anhelos y aversiones. Si se transige en los valores, nada podrá frenar el des-lizamiento hacia un desenfrenado oportunismo. Así sucede tam-bién en el cuerpo político. Los valores dan coherencia al gobierno y son un punto de referencia para las relaciones de los gobernan-

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tes con el pueblo. Sin valores, el armazón ético para la toma de decisiones se desintegra; los actos se salen de cauce, buscando, como el agua, el nivel más bajo."

(Roma, "UNIV-93",5 de abril de 1933).

O sea, no es posible hacer el desarrollo sin una moral teóri-ca consistente y fiable.