Las Cruzadas

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Tomado de la revista Hechos Mundiales N° 22 – Chile

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Tomado de la revista Hechos Mundiales N° 22 – Chile

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ÍNDICE

LOS SIGLOS DIFÍCILES 4

CRONOLOGÍA 7

CAUSAS DE LAS CRUZADAS. FE, VALOR, MISERIA Y LUCRO. 8

PRIMERA CRUZADA. ¡DIOS LO QUIERE... TOMEMOS JERUSALÉN! 11

LOS CRUZADOS EN CONSTANTINOPLA 11LA LANZA SALVADORA 12LA TOMA DE JERUSALÉN 13LA RAZÓN DEL ÉXITO 14LOS ESTADOS CRISTIANOS EN LEVANTE 14DISTANCIAMIENTO ENTRE ROMA Y BIZANCIO 15

SEGUNDA CRUZADA. ÉXITO DE PRÉDICA Y FRACASO MILITAR 15

LAS ÓRDENES DE CABALLERÍA 16EL ARTÍFICE DE LA SEGUNDA CRUZADA 16EL FRACASO DE LA EXPEDICIÓN 17

TERCERA CRUZADA. RECONQUISTA POCO CRISTIANA DE LOS SANTOS SEPULCROS 18

LA BATALLA DE TIBERÍADES 18SALADINO RECONQUISTA JERUSALÉN 19TRES REYES TOMAN LA CRUZ 20EL FRACASO DE LA TERCERA CRUZADA 21

CUARTA CRUZADA. DONDE LOS SANTOS SEPULCROS NADA TIENEN QUE VER 22

DESVIACIONES DE LAS CRUZADAS 23EL SAQUEO DE CONSTANTINOPLA 24EL FUGAZ IMPERIO LATINO 24

LAS CRUZADAS DE LOS NIÑOS 25

CRUZADAS COMPLEMENTARIAS. CASI UN SIGLO DE LUCHA INFRUCTUOSA. 29

QUINTA CRUZADA 29SEXTA CRUZADA 31SÉPTIMA CRUZADA 32OCTAVA CRUZADA 33

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LOS HOMBRES DE LA CRUZ Y DEL ISLAM 34

EL PRÍNCIPE VICTORIOSO 36SAN LUIS 36LUIS VII EL JOVEN 37GODOFREDO DE BOUILLON 37BOEMUNDO I 37BALDUINO I 38BONIFACIO II 38SIMÓN DE MONTFORT 38FEDERICO BARBARROJA 39FEDERICO II 39FELIPE AUGUSTO 39PEDRO EL ERMITAÑO 40

LAS ALBIGENSES Y LAS TEUTÓNICAS. CRUZADAS EUROPEAS. 40

ORIGEN DE LA HEREJÍA ALBIGENSE 40CRUZADA BRUTAL 41LOS CABALLEROS TEUTÓNICOS 41LA CRUZADA DEL NORTE 43CRUZADA CONTRA LITUANIA Y DECADENCIA 43

ESPAÑA: LA CRUZ Y LA ESPADA 44

LA HISTORIA DE RODRIGO Y DE LA BELLA FLORINDA 45EL DÍA DEL FOSO 45ALÁ VENCIDO POR EL LUJO 46LA SOMBRA DE LA CRUZ 47LA CRUZADA ATLÁNTICA 47EL FUEGO DE DIOS 48

HISTORIA POLÉMICA DE LA GUERRA SANTA. LAS CONSECUENCIAS. 48

LA CARA DEL ISLAM 53

ARTE AL SERVICIO DE DIOS 55

HISTORIAS CRUZADAS 58

TOMA TU CRUZ 58UN REY EN HARAPOS 59LOS HOMBRES DE HIERRO 59BARBARIE Y HEROÍSMO 60LA BATALLA DE LA LANZA 61LA MUJER EN LAS CRUZADAS 62

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LOS SIGLOS DIFÍCILESAntes, durante y después de las cruzadas el mundo vivió lo que se llamó “la noche de la historia”Miseria en los campos y en los poblados, la cultura abatida, el pillaje, la depredación y el abuso fueron los signos de una época sin gloria

na caldera del diablo y de Dios fue el siglo undécimo, en cuyas postrimerías se lanzó la Primera Cruzada. Se mezclaron, durante este período, como pocas veces en la historia,

sentimientos opuestos de arrebato místico y rapiña terrenal. Caballeros y campesinos luchaban tanto para dar alimento al espíritu torturado como al estómago vacío. La vida era difícil entonces. Europa tenía en su centro el Sacro Imperio Romano-germánico y Hungría; al este, el Imperio de Oriente, con Bizancio como centro político, cultural y religioso, después del Cisma que lo separó de Roma, y cuyos territorios se extendían hacia el Asia Menor; al oeste, Francia, la Borgoña y España, todavía combatiendo con los árabes; al sur, en el extremo de lo que es hoy la bota italiana, pequeños reinos y ducados constituidos por caballeros normandos o de otro origen. En la periferia, Inglaterra, los países escandinavos y las desoladas llanuras de Rusia. Durante los doscientos años anteriores, Europa occidental había sufrido sucesivas invasiones de vikingos, sarracenos y magiares, pero estos pueblos, tocados por la fe, se habían cristianizado. La amenaza se cernía más distante, ya que los turcos selyúcidas (descendientes de Seldjuck) ponían en peligro en Asia posesiones del Imperio Bizantino. Sin embargo, el ambiente propiamente europeo no era tranquilo, sino, por el contrario, tenso y convulsionado por la atormentada condición económico-social de la población campesina.

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El aumento del número de habitantes y las mayores exigencias de los señores feudales a sus siervos empeoraron la condición de éstos a niveles nunca vistos. Debían pagar por todo, incluso por el mayorazgo del hijo del señor; por la cosecha, por el uso de caminos, por el matrimonio de una hija, por la defensa que supuestamente les brindaba el amo y por los aspectos más increíbles. Se trataba, en el fondo, de una despiadada exacción.

El bandolerismo y el pillaje abundaban hasta niveles abominables, ejercitado principalmente por bandas de caballeros empobrecidos. Regía entonces la institución del mayorazgo, que impedía la división de las tierras familiares, debiendo éstas, a la muerte del padre, pasar en su integridad al hijo mayor. Los otros — “segundones” — quedaban sin nada. De allí los apelativos de “Sin tierra”, “Sin ropa”, “Desnudo” o “Infortunado” que a menudo acompañaban al nombre rimbombante de los nobles de la época.

El sufrimiento de estos “desheredados” era nada comparado con las fechorías, abusos y crímenes que cometían cuando se entregaban al bandolerismo. El Papa León IX describió muy indignado la acción de estas bandas:

— He visto — decía — a esa gente tumultuosa, increíblemente feroz, que por su impiedad supera a los paganos, que destruye en todas partes las iglesias divinas, que persigue a los cristianos, causándoles frecuentemente la muerte, entre terribles torturas...

Estos mismos asaltantes no tenían empacho, una vez conseguido el botín, en doblar sumisamente la rodilla e implorar el perdón de sus pecados.

Los asaltos, la destrucción de cosechas en guerras entre señores, las pestes, las exacciones y los impuestos tornaban desesperada la vida del siervo de la gleba. El hambre atenaceaba el estómago hasta el punto de producir casos más o menos significativos de canibalismo. El cronista borgoñón Radulfo Glaber cuenta:

“La gente comía carne humana. Los caminantes y viajeros eran atacados por los más fuertes, que los partían en pedazos y los comían, después de haberlos asado”.

En la localidad de Tournus, alguien puso a la venta carne humana. Fue sorprendido, confesó su crimen y murió en la hoguera.

n medio de este duro panorama se produjeron querellas político-religiosas, como la llamada “Guerra de las Investiduras”, en que se enfrentaron inicialmente Enrique IV de Alemania — “El

Grande” — y el Papa Gregorio VII. Enrique IV rehusó aceptar la prohibición que el Pontífice impuso sobre la investidura de los feudales eclesiásticos por el emperador y los señores feudales, como hasta entonces había venido haciéndose. La Iglesia era, por aquel tiempo, dueña del tercio de las tierras agrícolas, y sus monjes eran buenos administradores, de modo que obtenían mayor rendimiento que los señores. Sus arcas estaban siempre bien provistas. Interesaba a los señores y emperadores, por tanto, nombrar como autoridades eclesiásticas locales a quienes pudieran apoyarlos. Entregar estos nombramientos al Papa era entregarle también un poderoso elemento de control sobre sus regiones.

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Ante la reconvención de Gregorio VII por su negativa a aceptar la investidura papal, Enrique IV le hizo deponer por el clero alemán en la Dieta de Worms y nombró un Antipapa. Gregorio respondió

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con la excomunión, a la vez que liberaba a los súbditos del juramento de lealtad al emperador. Los señores feudales aprovecharon la oportunidad y se rebelaron, proclamándose Rodolfo de Suabia separado de la corona del emperador. La situación obligó a Enrique IV a buscar arreglo. Viajó en pleno invierno a Canosa, donde estaba Gregorio, y durante tres días, en medio de la nieve, esperó en el patio del sacro palacio a que el Pontífice se dignara recibirlo. Iba a pedirle perdón (1077). Desde entonces, la expresión “ir a Canosa” indica la rendición humillada de alguien.

Gregorio no terminó bien su papado ni triunfó en su intento de organizar una teocracia en Occidente. Sin embargo, consiguió llevar adelante algunas de las reformas nacidas en el movimiento de Cluny, esencialmente reforzar la autoridad de la Iglesia. Gregorio fue quien impuso el celibato de los eclesiásticos.

Entretanto, en Inglaterra, los normandos, o sea, los descendientes de los escandinavos, habían derrotado, con Guillermo a la cabeza, a los sajones de Harold, en la batalla de Hastings. Fue, entre otras cosas, el triunfo de la caballería sobre la infantería.

En España, Alfonso VI, rey de León y Castilla, obtuvo triunfos sobre los árabes y conquistó Toledo, mientras Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, ganaba victorias con sus mesnadas. A los triunfos del Rey contribuyeron caballeros franceses, que fueron a España a combatir en una especie de “migración armada” que resulto una suerte de anticipo de las cruzadas.

a preocupación guerrera, la conquista, la invasión, el hambre y la peste, acrecentadas estas dos últimas por las malas cosechas que se hicieron sentir durante años, dominaban las

preocupaciones del momento. La cultura se mantenía arrinconada en unos pocos centros eruditos. En España se fundían las culturas árabe, judía y cristiana. En astronomía, se construyeron instrumentos perfectos y complicados, se hicieron detenidas observaciones, se calcularon con exactitud las tablas astronómicas, pero la creación intelectual no se elevó hasta la formulación de principios.

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El mayor foco de cultura fue la Universidad de Constantinopla (Bizancio), capital del Imperio de Oriente, donde una legión de intelectuales estudiaba, comentaba y copiaba los textos clásicos griegos.

El llamado del Papa Urbano II a la Primera Cruzada (1095) pidiendo a los cristianos que rescataran el Santo Sepulcro, que se encontraba en manos de los musulmanes desde el año 637, se produjo en un momento en que arreciaban las luchas entre los señores feudales y aumentaba la resistencia pasiva de los campesinos a la situación imperante. El “espíritu de ascetismo” señalado por los historiadores encontró una causa en qué volcarse y precipitó a miles y miles de señores y vasallos a las lejanas tierras santas.

os resultados de la Primera Cruzada con la conquista de Jerusalén y la fundación de otros reinos cruzados en el Oriente, produjeron gran impacto en Europa y el deseo de muchos

rezagados por plegarse a la aventura con sus perspectivas de gloria tanto material como celestial. Los historiadores comparan este estado de ánimo con el que más tarde se produjo en la misma Europa a raíz del descubrimiento del Nuevo Mundo y el enganche para acudir a las riquezas de México y Perú.

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La afluencia de nuevos peregrinos y mercaderes a las tierras conquistadas en Oriente provocó no pocos roces entre los antiguos cruzados, que ya se consideraban “aborígenes”, y los recién llegados. Por esta razón y por la latente amenaza de las fuerzas turcas selyúcidas, la existencia de los nuevos estados o reino — ya sea Jerusalén, Antioquía, Edesa u otros — fue incierta y delicada. Con el propósito de fortalecer su situación política interna y externa fueron creados poco después de la Primera Cruzada dos organizaciones militares, llamadas Orden Espiritual de los Caballeros Templarios y Orden de los Caballeros Hospitalarios, que debían tener muy importante influjo en el desarrollo de los acontecimientos. Sus nombres derivaron de las respectivas sedes: los templarios la tenían en el palacio real de Jerusalén, anexa al Templo del Salvador, donde decíase que estuvo sitio el Templo de Salomón; los hospitalarios, porque aun antes de la cruzada se habían organizado en torno al Hospital de San Juan, construido en Jerusalén por comerciantes de la ciudad de Amalfi.

Estas Órdenes, aparte de sus “obras en defensa de la cristiandad”, se dedicaron a actividades bancarias y de préstamo de dinero, convirtiéndose hacia fines del siglo XII en potentes fuerzas político-militares-económicas.

l Papado buscaba al amparo de estos desarrollos el fortalecimiento de su autoridad, contendida por el emperador. La vieja querella de las investiduras fue solucionada por el

Concordato de Worms (1122), recurriéndose al expediente de distinguir dos personalidades en el prelado: el obispo, investido por el Papa, y el señor feudal, investido por el emperador. Sin embargo, la autoridad pontificia siguió siendo cuestionada desde ese mismo campo y desde otros. Las luchas entre los güelfos (defensores de la autoridad del Papa en Italia) y los gibelinos

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(partidarios de los emperadores de Alemania) se hizo presente por esa época y se prolongó hasta el siglo siguiente. También se manifestaron disensiones o actitudes críticas en el terreno doctrinario o teológico, siendo el más agudo exponente de esta actitud el filósofo francés Pedro Abelardo, cuya historia tiene las alternativas de una novela por entregas. Nacido de familia noble, prefirió renunciar a sus derechos de primogenitura (lo que es mucho decir para ese tiempo) y dedicarse al estudio filosófico y la carrera eclesiástica. Se hizo cargo de la cátedra de filosofía en Nuestra Señora de París, donde se hizo famoso por su erudición y oratoria, contando entre sus alumno a futuros Papas. Abogaba por la fundamentación racional de los dogmas, o sea que no debe creerse sin pruebas, porque Dios no puede haber revelado misterios incomprensibles para la inteligencia humana. Sus afirmaciones fueron consideradas heréticas y fue condenado, debiendo recluirse en una especie de destierro.

La vida de Abelardo tiene además otra dimensión. En la Catedral de Nuestra Señora de París conoció a Eloísa, sobrina del canónigo Fulbert, encargado del templo, y se enamoró de ella. Ignorante del hecho, el canónigo lo nombró preceptor de Eloísa. Las cosas pasaron a mayores. Ambos huyeron en alas de su pasión. Eloísa dio a luz un hijo, y después se recluyó en un convento para no perjudicar la carrera eclesiástica de Abelardo.

El canónigo Flubert no se dio por satisfecho con esta renunciación. Tramó una emboscada, se apoderó a la fuerza de Abelardo y lo hizo emascular.

ran contendor de las ideas de Abelardo fue Bernardo de Claraval, más tarde santificado por la Iglesia. Predicaba éste la aceptación integral de las enseñanzas de la Iglesia, defendía la

autoridad papal y perseguía con implacable tenacidad cualquier idea que tuviera el más leve olor de herejía. Pertenecía a la Orden del Cister, que bajo su impulso se transformó en la columna vertebral eclesiástica, tal como lo había sido antes el movimiento del monasterio de Cluny.

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Su vigor, su decisión fanática, su oratoria convincente, que le valió el calificativo de “melifluo” (dulce), hicieron que el papa Eugenio III lo eligiera como promotor de la Segunda Cruzada, cuando los selyúcidas se apoderaron de Edesa (1144), pusieron en peligro Antioquía y amenazaron todas las conquistas cruzadas.

Entretanto, el progreso del pensamiento enfila por el rumbo de las matemáticas. Estas ciencias fueron eficazmente estudiadas en España por Chéber Benaflah, notable astrónomo, pero quien dio más fama a la escuela hispano-arábiga fue Maimónides, que era judío. Nacido en Córdoba, perseguido y humillado, vivió en Palestina y Egipto, convirtiéndose en la figura capital del judaísmo en la Edad Media, por su capacidad sintética y ordenadora, por la claridad expositiva y la profundidad de su pensamiento. Escribió tratados de medicina, de filosofía y de derecho.

l fracaso de la Segunda Cruzada, ya que no lograron sus jefes ninguno de los objetivos fijados, y Jerusalén cayó en poder del sultán Saladino (1187), minó en buena parte la

autoridad papal e hizo disminuir, entre otras cosas, el influjo de la Orden de Cister, ya que su personero, Bernardo de Claraval, había sido el “profeta” que anticipó su triunfo.

EEspaña se mantenía al margen de las cruzadas, porque tenía en su propio territorio la lucha contra los musulmanes.

En Inglaterra resultaba difícil la convivencia entre los conquistadores normandos y los aborígenes sajones. Los nobles que llegaron con el duque Guillermo ocupaban los castillos e imponían fuertes impuestos, sometieron a los campesinos y se reservaban para su caza y disfrute los grandes bosques. Muchos desposeídos y agraviados por los conquistadores se organizaron en bandas para atacar y castigar a los normandos. Por esta época surgió la leyenda de Robin Hood, bandido que robaba a los ricos y protegía a los pobres.

Hacia fines del siglo, el Concilio de Verona estableció con sus disposiciones las bases para la Inquisición. Poco después se lanzó la Tercera Cruzada y se fundó la Orden de los Caballeros Teutónicos. Los nombres de los reyes Felipe Augusto de Francia, y Ricardo Corazón de León, de Inglaterra, se destacaron al frente de los contingentes que partían con su misión cruzada hacia Tierra Santa. También actuaron, por aquel tiempo, Santo Domingo y San Francisco de Asís. En España aparece Gonzalo de Berceo, primer poeta castellano de nombre conocido que se proyecta hasta el siglo siguiente.

n el curso del siglo XIII, en que tienen lugar la Cuarta, Quinta, Sexta, Séptima y Octava Cruzada, ocurren hechos de gran importancia.E

La Iglesia Católica alcanza su máximo apogeo y se impone la filosofía escolástica. Se declara heréticos a los albigenses (de Albi, en el sur de Francia) y se predica contra ellos, destacándose San Bernardo y Santo Domingo. Se lanzó una guerra contra los “herejes”, y en 1209 los cruzados se apoderaron de la Plaza de Béziers e hicieron perecer a más de 60 mil albigenses. (Los

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albigenses condenaban los sacramentos, la jerarquía eclesiástica, desde el Papa para abajo, y la posesión de bienes temporales por parte del clero.)

Numerosas universidades se fundaban sucesivamente en diversos países: la de Salamanca en España; la de Oxford y Cambridge, en Inglaterra; de la Sorbona, en Francia; y de Lisboa (Coimbra) en Portugal. También se construyen las hermosas catedrales góticas, como la de Amiens, Burgos, Toledo, Reims y Colonia.

La época, sin embargo, no se aquieta. Los mongoles, con Gengis Kan a la cabeza, se desbordaron sobre el mundo desde el fondo asiático. Después de invadir China, pasaron a Persia, Afganistán y Rusia, haciéndose presentes más tarde en Polonia y Hungría. En diecisiete años de conquistas, Gengis Khan estuvo a punto de convertirse en “Rey del Mundo”, que es el significado de su nombre.

Kublai Kan (sucesor de Gengis Kan) fundó por ese tiempo la actual ciudad de Pekín, e impuso su autoridad sobre todo el imperio mongol. Protegió la cultura e impuso el progreso desde su “ciudad tártara”. Marco Polo, el aventurero veneciano, visitó el país acompañado por su padre y su tío. Los tres fueron bien recibidos y quedaron maravillados por los adelantos que vieron.

La “Carta Magna” es impuesta en Inglaterra al rey Juan Sin Tierra, hecho que tiene extraordinaria importancia histórica. No sólo deriva de él la actual organización política de Gran Bretaña, sino que constituye el precedente de la monarquía sujeta a un marco fundamental, o sea, una Constitución. Representa en Inglaterra el término del monarca absoluto. Juan Sin Tierra, mordiéndose los puños y gritando enfurecido, tuvo que firmar en la pradera de Runnymede su reconocimiento de los derechos fundamentales a la nobleza, de la Iglesia, de las ciudades y de los súbditos en general.

En el campo filosófico, Santo Tomás de Aquino se yergue como la máxima autoridad. En su obra consagra en forma definitiva y dogmática la autoridad de Aristóteles. La actitud opuesta correspondió a Roger Bacon (no confundir con Francis Bacon), quien valora la experimentación y es perseguido, incluso encarcelado en su propio convento. Roger Bacon fue franciscano y se dedicó al estudio experimental de la alquimia, conoció las leyes de la reflexión y la refracción de la luz. Descubrió los vidrios de aumento. Hizo experimentos químicos y magnéticos que la gente achacó a la magia. Estuvo diez años preso.

Las universidades fundadas en este siglo estaban dominadas por el pensamiento aristotélico, pero de todas maneras permitieron el intercambio de conocimientos e ideas entre quienes concurrían a sus aulas, transformándose en vehículos de progreso. El campo artístico-literario se enriqueció con el Dante, que, a los dieciocho años, o sea, a fines del siglo XIII, se enamoró de Beatriz, su recuerdo de niño, que transformó en símbolo en su “Divina Comedia”, obra maestra de la literatura mundial.

En pintura, Giotto de Bondone (“El Giotto”) inauguró un nuevo período en la pintura medieval e influyó poderosamente en otros maestros florentinos que habían de proyectarse en la historia.

Cronología 711 Los ejércitos musulmanes entran en España.1095 Pedro el Ermitaño y Urbano II llaman a la Primera Cruzada.1096 PRIMERA CRUZADA: Cien mil cristianos inician la lucha por el Santo Sepulcro.1098 Los cruzados se apoderan de Antioquía.1099 Entrada sangrienta y triunfal de los cristianos a Jerusalén.1104 Los cruzados toman San Juan de Acre.1147 SEGUNDA CRUZADA. San Bernardo es seguido por los reyes Conrado III, de Alemania,

y Luis VII, de Francia.1187 Saladino recupera Jerusalén para el Islam y el resto del mundo musulmán.1189 TERCERA CRUZADA. Felipe II, de Francia, y Ricardo Corazón de León, de Inglaterra,

dirigen las huestes cristianas.1190 Muere ahogado, en Sicilia, Federico I, Barbarroja, de Alemania.1193 Muere en Damasco el sultán Saladino.1199 Muere en Charlus Ricardo I, Corazón de León, de Inglaterra.1202 CUARTA CRUZADA. Participan tropas de Venecia y Francia.1204 Los cristianos toman Constantinopla y establecen el Imperio Latino.1209 CRUZADA ALBIGENSE. Predicada por el Papa Inocencio III contra los herejes.1212 CRUZADA DE LOS NIÑOS. Inútil sacrificio de millares de niños de Alemania y Francia.1217 QUINTA CRUZADA. Llamada por el Papa Honorio III y dirigido por Federico II, emperador

de Alemania.1229 Cruzada de los caballeros teutónicos.

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1248 SÉPTIMA CRUZADA. Es encabezada por el rey Luis IX, de Francia.1270 OCTAVA CRUZADA. También la comanda Luis IX, quien muere en la campaña.1291 San Juan de Acre es capturado nuevamente por los musulmanes.1410 Los Caballeros Teutónicos son definitivamente derrotados en Tannenberg.1492 Los Reyes Católicos ponen fin al dominio musulmán en España.

CAUSAS DE LAS CRUZADAS. FE, VALOR, MISERIA Y LUCRO.Urbano II encendió en el Concilio de Clermont una chispa que hizo explosión no sólo por razones religiosas, sino por el ansia de aventura de los caballeros, la vida miserable de los siervos, que nada tenían que perder, y por el acicate interesado de comerciantes que esperaban abrir nuevos mercados.

uál fue la chispa que encendió las cruzadas y de qué manera pudo mantenerse el fuego de las marchas, peregrinaciones y batallas durante doscientos años de casi continuos

desastres?¿CLos historiadores no se han puesto de acuerdo. Lo prudente es concluir que las causas fueron muchas y diversas. Durante esos dos siglos, emperadores, reyes, nobles, caballeros, monjes, siervos y hasta niños se precipitaron, generación tras generación y marejada tras marejada, hacia el Oriente con el anhelo declarado de conquistar el Santo Sepulcro.

En la épica y en general desafortunada empresa participaron ejércitos organizados, los mejores contingentes caballerescos de la cristiandad y, junto a esas huestes guerreras, muchedumbres de pobres y masas de pastorcillos y niños de las aldeas, en una eclosión de ímpetu, fe, misticismo y fervor como probablemente hay pocos otros ejemplos en la historia. El ardor de las cruzadas se mantuvo vivo a pesar de las constantes catástrofes, de la muerte, de las inimaginables penalidades y de la creciente y cada día mayor resistencia del Islam.

Dos siglos después del último fracaso aún seguía hablándose en la cristiandad occidental de esta empresa y de la posibilidad de reanudarla, y aún hoy el folklore francés conserva viejas canciones campesinas en que se recuerdan las penas y los triunfos de esa tremenda aventura.

Es imposible dejar de lado, como un factor de suprema importancia, la profunda religiosidad de la gente de la Edad Media, en un grado tal, que no puede ser medido por los cánones de hoy.

Pero es evidente, al mismo tiempo, que hubo otros poderosos factores que empujaron a caballeros, monjes y siervos en la lucha con el Islam.

Entre ellos está, por cierto, el espíritu bélico de una sociedad joven, dividida por guerras constantes y unida por el anhelo común de expandirse hacia el Asia y el Levante. Al lado de esta ansia conquistadora y guerrera se ubican los intereses comerciales, en particular de las ciudades italianas del norte. Y en el fondo de este vasto drama histórico, las ansiedades y las esperanzas de una masa de campesinos, aldeanos, artesanos y siervos, de condición miserable, con poco que perder.

En su Historia Universal, Charles Seignobos dice brevemente:

“El Sepulcro de Cristo en Jerusalén, el Santo Sepulcro, había sido siempre el más venerado de los lugares de peregrinación. Los musulmanes, dueños de Jerusalén, no impedían que los peregrinos cristianos fueran allí para sus devociones, e iban de todos los países cristianos, hasta de Noruega. Pero en el siglo XI una nueva especie de musulmanes invadió el Asia Menor y se apoderó de Jerusalén (1074). Eran turcos, más ignorantes y de menor tolerancia, y empezaron a maltratar a los peregrinos”.

En aquella época el viaje de Tierra Santa duraba varios años. Estaba lleno de riesgos y no había ninguna seguridad de volver con vida. Los peligros acechaban a lo largo de toda la ruta. Además de los existentes en la misma Siria, donde aun en las épocas de paz eran recibidos con desconfianza y sospecha - y hasta con cierto desprecio -, existían muchas otras contingencias. Las penalidades de la navegación en las inseguras naves de aquella época, que naufragaban fácilmente - como le ocurrió al propio Ricardo Corazón de León -, y la presencia de los piratas. Muchos peregrinos terminaron vendidos en los mercados de esclavos.

En la misma Europa, los riesgos eran grandes. En los caminos solitarios esperaban los bandidos, incluyendo muchos señores que se dedicaban al lucrativo bandolerismo, para despojarlos.

En las peregrinaciones tomaban parte los altos prelados de la Iglesia Católica. En el siglo XI hay constancia de que los obispos italianos y franceses partieron frecuentemente hacia Tierra Santa. También lo hacían los alemanes, los escandinavos y los ingleses. Desde la época de Constantino existían iglesias en Siria, en los lugares de la pasión y muerte de Cristo, construidas por orden de Santa Elena, la madre del emperador. El número de peregrinos era siempre grande y creciente. Los papas les concedían gracias espirituales especiales.

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Era natural que en la cristiandad surgieran voces condoliéndose por el hecho de que la Ciudad Santa - aunque hubiera pasado sucesivamente de manos de los persas, los fatimitas de Egipto y los turcos selyúcidas - siempre estuviera en poder de hombres de otra religión.

En lugar de enormes rascacielos y de cohetes lunares, los hombres de la Edad Media construían catedrales. La mayoría de ellas puede verse aún en Europa al cabo de ocho o nueve siglos. Se trata de templos magníficos, algunos de los cuales demoraron más de cien años en ser terminados. Todos, desde el rey hasta el siervo más humilde, daban dinero para levantarlos. Un ejército infatigable de obreros trabajaba en la construcción, día tras día, desde el amanecer hasta la puesta del sol. Simultáneamente se observaban otras muestras de este renacimiento religioso. Miles de hombres dedicaban su vida a la oración y a la meditación de Dios. Alejados de las ciudades vivían en completa soledad en los bosques, en rústicas cabañas o en cuevas. De estos ermitaños surgió la palabra “monje”, derivada de una voz griega que significa “solitario”. Poco a poco surgieron, también, siguiente a San Benedicto, los monasterios, donde los hombres del Medioevo se reunían, acatando reglas muy estrictas de pobreza, obediencia y castidad, a vivir y a trabajar juntos. Más adelante se organizaron otros grupos de religiosos ambulantes, que recorrían toda Europa: los frailes, que predicaban, enseñaban y cuidaban a los enfermos.

Los monasterios eran, a la vez, granjas, fábricas, bibliotecas y hoteles, además de un centro religioso agrupado alrededor de la capilla, donde los monjes oraban por lo menos siete veces al día. El resto del tiempo lo ocupaban en cultivar la tierra, plantar y cosechar, fabricar vino, criar vacas y gallinas, copiar manuscritos y libros valiosos, asistir a los enfermos y dar hospedaje a los viajeros.

ra, también, una época cargada de innumerables supersticiones. Se creía en la magia, en la brujería, en los dragones y los gigantes. Con frecuencia los médicos recetaban brebajes y

entregaban amuletos a los enfermos, de quienes solía pensarse que tenían el diablo en el cuerpo y había que expulsarlo.

EEntre las supersticiones llegadas hasta nuestros días figura la creencia de que las herraduras traen suerte. La herradura se asimilaba a la luna creciente, símbolo de la buena fortuna.

Rasgo característico son los “juicios de ordalía”, aberraciones que se mantuvieron durante mucho tiempo.

Para un miembro de la plebe, ser llevado ante un juez constituía una terrible experiencia. El juicio por fuego era uno de los más usados. El acusado debía sostener un lingote de hierro al rojo en una mano durante el tiempo que tardara en ascender tres escalones. Pasados tres días se le examinaba la herida. Si tendía a cicatrizar, era considerado inocente y dejado en libertad de inmediato. De lo contrario, se le condenaba a muerte.

Un conflicto entre dos nobles no se resolvía mediante la exposición de razones, sino en una pelea. Se concertaba un duelo —el querellante comenzaba por arrojarle un guante al querellado— y ambos luchaban. El ganador de la justa obtenía o la absolución o el derecho sobre la vida del adversario, según fuera el caso.

Ambos procedimientos para administrar justicia, el de los siervos y el de los caballeros, se basaban en la creencia de que Dios inclinaría la balanza en favor del inocente.

Esta mezcla de religiosidad profunda y de ingenuas supersticiones contribuyó a atizar el fuego de las cruzadas. Ahí se explica, tal vez, el increíble espectáculo de masas de cristianos desarmados, entonando cánticos, que se lanzaban indefensos contra los soldados del Islam, sin arredrarse ante las carnicerías y masacres con la Siria de entonces.

abía una razón política y militar. Para toda Europa constituyó un motivo de profunda inquietud la vigorosa embestida de los turcos selyúcidas, guerreros nómades que surgieron

repentinamente desde las profundidades del Asia Central.HLos selyúcidas, durante la cuarta década del siglo XI, se apoderaron de todas las regiones al sur del Mar Caspio, del Irán Occidental y Central. Conquistaron toda la Mesopotamia y en 1055 ocuparon Bagdad, la capital de que había sido poderoso imperio de los abásidas.

El avance de los turcos continuó durante los años siguientes. Entre 1063 y 1071 invadieron Armenia, donde chocaron por primera vez con el imperio de Bizancio. Lucharon contra Georgia e incursionaron cada vez con mayor ímpetu en las provincias bizantinas del Asia Menor, como Capadocia y Frigia. Por último, en 1074 ocuparon de Jerusalén, Antioquía y otras ciudades bizantinas.

Los esfuerzos de Constantinopla por contenerlos fueron vanos. El emperador Román IV Diógenes, al frente de un poderoso ejército, había sufrido una desastrosa derrota en el combate de Manazquerta, donde él mismo cayó prisionero.

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Incidentalmente, cuando el emperador fue dejado en libertad por los tucos, descubrió que sus compatriotas habían elegido a otra persona en el trono, al regresar, conforme a la costumbre bizantina, fue apresado y dejado ciego.

Las pérdidas de las prósperas provincias del Asia Menor y las derrotas sufridas a manos de los turcos empujaron a Bizancio a pedir ayuda a los cristianos de Occidente. El Papa Gregorio VII comenzó inmediatamente a organizar un ejército, haciendo un llamamiento a los señores feudales de la época. Alcanzó a reunir 50 mil hombre, pero, entretanto, se había enfriado el entusiasmo bizantino por la ayuda occidental, y la expedición nunca partió a cumplir su misión.

a chispa de esta empresa que había de durar dos siglos, fue encendida por el Papa Urbano II, al finalizar el Concilio de Clermont.L

En realidad, el motivo oficial de la convocatoria del concilio fue la condena al rey Felipe I de Francia que se negaba a unirse de nuevo con su esposa. Había, no obstante, otro propósito más amplio y profundo. Concurrieron caballeros de muchas regiones francesas, tantos que el pueblo de Clermont no pudo acogerlos a todos y la mayoría debió levantar sus tiendas en la llanura próxima. Muchos sacerdotes y gente del pueblo estaban también allí. Las crónicas dicen que asistieron catorce arzobispos, más de doscientos obispos y cuatrocientos abades.

En esa atmósfera solemne, el Papa exhortó a los cristianos a iniciar una guerra contra los infieles. Citó una frase de los Evangelios: “El que no lleva su cruz para seguirme no puede ser mi discípulo”. - Y agregó - : ”Debéis colocaros una cruz en vuestras ropas”.

La multitud, llena de entusiasmo, gritó: “Dios lo quiere”. Ese fue, más tarde, el grito de guerra de los cruzados.

El primero en acercarse al Papa fue el obispo de Puy, quien se arrodilló y pidió ser consagrado para la expedición. El ejemplo fue seguido por la muchedumbre de caballeros. Todos juraron ir a pelear contra los infieles y prometieron no regresar sin antes visitar el Santo Sepulcro. El Papa, a su vez, los declaró libres de todas las penitencias en que hubieren incurrido por sus pecados.

l caballero medieval era un “animal de combate”. Toda la educación recibida tendía a hacerlo un guerrero. Ninguna propiedad estaba segura si no se defendía con la fuerza. Cada uno

debía tener su propia policía para proteger sus derechos. La manera clásica de conquistar honores y fortuna era combatir contra otros señores, apoderarse de sus tierras, castillos y siervos. Las “faidas” o guerras entre señores eran muy frecuentes. Los señores feudales peleaban con sus vecinos, los nobles contra otros nobles, los reyes contras otros reyes o contra sus propios señores insubordinados.

E

Esto era tan frecuente que muchos caballeros sin fortuna recorrían toda Europa para luchar en uno u otro lado.

El “entrenamiento” comenzaba desde temprano. La educación del niño estaba orientada a la guerra. Los jóvenes de buena familia seguían un largo y duro adiestramiento, desde los siete años, cuando empezaba por ser paje de un señor. Recibía armas, jugaba a la guerra con otros pajes, aprendía la esgrima y a cabalgar. A los 14 años de edad podía convertirse en escudero y desde ese instante podía usar armadura y espada.

Pero el gran día de su vida era cuando era armado caballero. Pasaba una noche entera en vela, orando en la capilla del castillo, antes de la ceremonia en la cual el señor le entregaba una espada, un escudo, espuelas y un caballo.

Los deportes de la época eran extremadamente duros, destinados a reforzar la resistencia y habilidad de los caballeros en las justas y torneos. Era frecuente que el vencido muriera o saliera malherido.

ero ¿por qué peleaban los siervos? Muchedumbres de pobres se dirigían al oriente. No eran señores de la guerra. La mayoría de ellos estaban imbuidos de exaltación religiosa y el

espíritu ardiente que animaban a estos hombres de la Edad Media. Sin embargo, había algunos motivos materiales para enrolarse.

PLa vida de los siervos era prácticamente insoportable. Estaban adheridos a la tierra y cambiaban de señor según fueran las vicisitudes de las guerras locales. Trabajaban duramente, pero tenían que repartir gran parte del fruto ganado con el señor feudal. Pagaban por el derecho a pescar o a cazar, por usar el molino, el lagar, el horno, todos del dueño del castillo. Pagaban también una indemnización si enviaban al hijo a aprender un oficio, para compensar la pérdida de un trabajador. Cuando el señor caía prisionero, los siervos ayudaban a la cancelación del rescate. La vida era atada y miserable, con muchos impuestos y gabelas.

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En cierto modo, la participación en las cruzadas, que los liberaba de la virtual esclavitud por lo menos por un tiempo y les prometía algunas recompensas, espirituales y materiales, era una puerta de escape para ellos.

lgunos historiadores modernos creen igualmente que influyeron en las campañas contra los infieles, después de las primeras cruzadas, algunos poderosos intereses comerciales, en

particular de las ricas ciudades marítimas italianas.ALa ciudad de Bari, por ejemplo, realizaba un comercio sistemático con el Oriente. Los comerciantes de Amalfi iban frecuentemente a Egipto. Incluso el sultán les concedió un barrio especial en Jerusalén para que instalaran sus negocios. Había un intercambio activo entre Venecia y el Levante. Las embajadas comerciales venecianas visitaban las principales ciudades árabes.

Para los activos comerciantes del norte de Italia, las cruzadas fueron un medio para fortalecer su posición comercial, conquistar nuevos mercados y eliminar a Bizancio de la competencia.

PRIMERA CRUZADA. ¡DIOS LO QUIERE... TOMEMOS JERUSALÉN!Fue el primer movimiento popular de la historia de Europa.Mezcla de fervor religioso y codicia, el primer ejército regular cruzado recuperó para el mundo cristiano los Santos Sepulcros a costa de una matanza inclemente y de abrir un abismo aun mayor con la Iglesia Bizantina..

ios lo quiere”... Al influjo de esta consigna fervorosa lanzada primero por Pedro el Ermitaño y repetida después por el Papa Urbano II en el Concilio de Clermont, toda la

Europa Feudal ostentó al hombro la cruz de tela roja, en señal de alistamiento en la sagrada causa. Tal eclosión de entusiasmo se debió no sólo a la muy viva y profunda fe religiosa imperante en le Edad Media, sino también el hecho de que la nobleza veía en esta magna empresa de rescatar para la cristiandad los Santos Lugares la ocasión de dar libre curso a su pasión combativa, al mismo tiempo que “salvaba su alma”. Hubo asimismo quienes se dispusieron a partir hacia Oriente movidos exclusivamente por la esperanza de enriquecerse pronto y por cualquier medio.. Pero, al margen de la finalidad religiosa intrínseca y la sed de aventuras y riquezas de los caballeros feudales, hacía su aparición un fenómeno novedoso, hasta entonces absolutamente desconocido en el mundo occidental. La predicación de la Primera Cruzada era el primer movimiento de agitación de las clases populares en la historia de Europa. La movilización masiva preconizada por la cristiandad iba a alcanzar un éxito sin precedentes, porque la cruzada se convirtió casi automáticamente en una mística colectiva que arrastró a las multitudes con la misma fuerza con que más tarde lo harían los ideales de libertad, nacionalidad y justicia social.

“D

LOS CRUZADOS EN CONSTANTINOPLAl primer impulso democrático que representó la cruzada acabó, no obstante, de manera triste y lamentable. En la primavera de 1096, antes de que los caballeros se organizaran para

marchar hacia Tierra Santa en lo que sería la Primera Cruzada señorial, una multitud de personas de humilde condición se lanzó en caravana en pos del mismo objetivo, bajo las órdenes de Pedro el Ermitaño. Sin jefes idóneos y equipos adecuados, salieron de Francia, las regiones del Rin y la Europa Central, en dirección al Oriente casi 10 mil precarios cruzados, entre hombres, mujeres y niños. Era ésta la “Cruzada del Pueblo”. Dos grandes grupos entraron atolondradamente en Hungría, tomando por paganos a los magyares, recién convertidos al cristianismo, y después de cometer muchas atrocidades y tropelías, fueron totalmente destruidos. Una tercera muchedumbre, con el espíritu tan confuso como el de las anteriores, marchó hacia el Este, después de una gran matanza de judíos en le región del Rin, y fue asimismo aniquilada en Hungría. Otras dos enormes y desorganizadas multitudes, conducidas personalmente por Pedro el Ermitaño, alcanzaron a llegar a Constantinopla t cruzar el Bósforo. Pero fueron víctimas, más que de una derrota, de una masacre de los turcos selyúcidas. Así comenzó el primer movimiento masivo de las clases populares europeas.

E

Mientras sucumbían las huestes de Pedro el Ermitaño, los duques, condes y barones de Occidente reclutaban verdaderos ejércitos de cruzados. Según testimonios de la época, el número de estos combatientes “era tan grande como las estrellas del cielo y las arenas del mar”. Sin embargo, los investigadores contemporáneos limitan este número a 60 mil, como máximo. Y de ellos, sólo 10 mil armados de punta en blanco.

La idea de las cruzadas halló fervientes partidarios entre los normandos, siempre ávidos de lucha, hasta el punto de que Normandía y el sur de Italia proporcionaron tal cantidad de guerreros que la Primera Cruzada parecía una expedición de vikingos cristianos. Los normandos italianos estaban dirigidos por Boemundo de Tarento, para quien la cruzada era ante todo una tentadora ocasión de

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ajustar cuentas con los aborrecidos bizantinos y crearse un reino en Oriente, l que no impedía que a la vez le regocijara la idea de ser soldado de Cristo. Para la realización de sus planes halló un dócil instrumento en la persona de su joven pariente Tancredo, conocido como “el Aquiles de la Cruzada”.

De los caballeros franceses que se alistaron para rescatar el Santo Sepulcro, el más rico y capacitado era Raimundo de Tolosa. Pero el más piadoso y desinteresado era Godofredo de Bouillon, duque de la Baja Lotaringia. Godofredo y su hermano Balduino fueron los primeros dispuestos a encabezar su ejército, compuesto por flamencos y valones, camino de Constantinopla, lugar de cita que se habían fijado los cruzados.

Muy pronto estuvieron en marcha por distintas rutas cuatro grandes ejércitos de cruzados: el de loreneses, flamencos y alemanes a la orden de Godofredo de Bouillon y de Balduino; el de los normandos de Italia, con Boemundo de Tarento y su sobrino Tancredo; el de los leguadocianos, conducidos por el conde Raimundo de Tolosa, y finalmente el de los franceses y normandos, con Roberto de Normandía, hijo de Guillermo el Conquistador. Eran, respectivamente, cuatro temperamentos: los más sinceros, los más astutos, los más codiciosos y los más valientes. Cuatro itinerarios: el Danubio, los Balcanes, la Italia del Norte y Roma y el Adriático. Y un punto en común: Constantinopla.

El emperador bizantino Alejo Commeno, al percatarse de la magnitud de las fuerzas que convergían sobre Constantinopla, concibió inquietud respecto al futuro, y trató de sembrar rencillas entre los jefes de los cruzados antes de que las huestes pasaran al Asia Menor. La intención de Alejo era tratar por separado con cada uno de ellos y hacer que lo reconocieran como soberano de los territorios que se pretendía reconquistar, en especial de Siria. Sólo después de que pronunciara el juramento de fidelidad al emperador éste les ayudaría a cruzar el Bósforo.

El primer jefe cruzado en llegar a Bizancio había sido Godofredo de Bouillon, quien se negó obstinadamente a reconocer al emperador bizantino como soberano y “hacerse su esclavo”, según decía. Aunque Godofredo fue invitado a una audiencia con el emperador, no trepidó en declinar con altivez esa cita. Al parecer, contaba con la pronta llegada de sus futuros compañeros de armas, pero su anhelo se vio frustrado al demorarse los restantes jefes algo más de lo previsto. Alejo le privó de víveres y Godofredo se vio obligado a procurárselos por la fuerza, obligando al emperador a restablecer el abastecimiento de las tropas extranjeras mediante la amenaza de las armas. Pero como el forcejeo entre el duque de la Baja Lotaringia y el monarca bizantino se prolongaba con la misma tirantez, el primero comprendió que, a la larga, sería el más perjudicado. Determinó entonces visitar a Alejo e hincando la rodilla ante él prestarle el juramento de fidelidad. Sólo así consintió el soberano en trasladar las tropas de Godofredo al otro lado del Bósforo, precisamente poco antes de la llegada de Boemundo. Con éste y los demás jefes cruzados que comenzaron a entrar en Constantinopla Alejo siguió idéntica táctica. De este modo consiguió reducirlos en su provecho, antes de trasladar sus huestes a la orilla asiática del estrecho.

LA LANZA SALVADORAn la primavera de 1097 los ejércitos cruzados iniciaron su ruta a través del Asia Menor, hacia Siria. Fue una marcha triunfal que arrolló el poder de los turcos y restableció la autoridad del

emperador bizantino en aquella zona. El 14 de Mayo de aquel mismo año tuvo lugar la primera gran acción guerrera con el sitio de Nicea, que vino a rendirse un mes más tarde, el 19 de junio, quedando así expedito el camino para que los cruzados avanzaran hacia Antioquía, en el norte de Siria. El 1° de julio ganaron una batalla en Dorilea (Eski-sher), y como los musulmanes estaban demasiado debilitados para arriesgarse a otro encuentro, Balduino inició la apropiación de territorios, estableciendo un Estado latino en Eufratesia (región de Marash) y nombrándose conde de Edesa.

E

En Antioquía las huestes cristianas tuvieron su primer gran tropiezo, pues esta rica ciudad comercial estaba rodeada por formidables murallas coronadas de torres tan numerosas que, según se decía, eran tantas como los días del año. Nada menos que seis meses necesitaron los cruzados para apoderarse de la ciudad, que al fin cayó en sus manos el 3 de junio de 1098, tras un prolongado y penoso asedio. Pero no bien habían transcurrido dos días de que se habían adueñado de ella, cuando fueron cercados, a su vez, por un nutrido ejército a las órdenes de Kerbogath, sultán de Mosul. Los sitiados agotaron pronto su provisión de víveres, viéndose reducidos para sobrevivir no sólo a sacrificar caballos y animales de tiro, sino que también a comer perros y hasta ratas. Fue tan crítica la situación, que los caballeros cruzados tuvieron que deponer sus hondas rivalidades, nombrando como jefe supremo a Boemundo.

En este delicado trance, un gran acontecimiento vino a infundir nuevos bríos a los cruzados. En los momentos en que la deseperación cundía entre los guerreros cristianos, Raimundo de Tolosa recibió la visita de un pobre sacerdote provenzal llamado Pedro Bartolomé. Este le reveló que se

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le había aparecido en sueños el apóstol Andrés y le había dicho que en el suelo de una de las iglesias de Antioquía estaba enterrada la lanza que traspasó el costado de Cristo en la Cruz, la cual daría la victoria a los cruzados. Raimundo siguió al religioso hasta el templo indicado y mandó que cavaran. Doce hombres trabajaron durante toda una jornada, mientras miles de cruzados esperaban angustiados afuera. Por fin, al atardecer de aquel 14 de julio de 1098, descendió el mismo Pedro Bartolomé a la fosa y emergió de ella con la lanza en la mano. Su aparición fue saludada con un griterío clamoroso. La noticia se esparció como una mancha de aceite y constituyó para los cristianos una extraordinaria inyección moral, infundiéndoles una fe inquebrantable en la victoria. Ante esta verdadera resurrección anímica, Boemundo decidió arriesgar el todo por el todo en una sola gran batalla. Así fue como, gracias a su incomparable talento militar y a la fanática fe de sus hombres, logró poner en fuga las innumerables fuerzas de Kerbogath. En el campo turco abandonado, los cruzados hallaron víveres en abundancia, amén de un rico botín de guerra. Esta extraordinaria victoria permitió a Boemundo sumar a sus muchos títulos el de Príncipe de Antioquía.

LA TOMA DE JERUSALÉNLa victoria de los cristianos junto a los muros de Antioquía - considerada como una de las más brillantes acciones militares de todas las cruzadas - les costó empero la pérdida de sus tropas más escogidas. Además, pese a tan milagrosa salvación, se inició la discordia entre los jefes cruzados. La animosidad entre Boemundo y Raimundo de Tolosa se tornó en enemistad declarada, faltando poco para que dilucidaran sus querellas por las armas. Sin embargo, la situación pudo superarse y las huestes cristianas se aprontaron para marchar sobre Jerusalén.

Después de un descanso de seis meses en Antioquía, el 13 de enero de 1099 Boemundo, Tancredo y Roberto de Normandía partieron hacia Jerusalén. En Trípoli se les unió Godofredo de Bouillon y Roberto de Flandes, y desde allí, los cinco continuaron hacia el sur, acompañados de unos 12 mil seguidores. La mañana del 7 de junio de 1099 los cruzados vieron por primera vez brillar a la luz del alba las almenas y las torres de la Ciudad Santa. De todos los labios brotó un sólo grito: ”Jerusalén, Jerusalén”. Derramando lágrimas de emoción, el ejército entero cayó de rodillas y besó el suelo por el que un día había marchado Cristo.

Pero los gruesos muros y las fuertes torres de Jerusalén rechazaron el primer embate de los cruzados, por lo que fue preciso someter a la ciudad a un sitio en regla. El agobiante calor de verano representó asimismo un cruel sufrimiento para los guerreros cristianos, acostumbrados a vivir en las templadas regiones de Europa. Todo el agua que consumían debía ser traída desde el Jordán y transportada en odres hasta su campamento, bajo el azote de un sol inclemente que caía a plomo sobre sus cabezas. Sin embargo, sobreponiéndose a estas dificultades, los sitiadores construyeron torres móviles y máquinas de asedio. Durante dos días y dos noches atacaron con arietes, antes de que las torres movibles de asalto pudieran ser transportadas hasta las murallas enemigas. Su intención era tender pasarelas desde las torres hasta los muros.

El 15 de julio, al amanecer, todo estaba dispuesto. Godofredo de Bouillon se encaramó sobre su imponente torre y la mandó trasladar junto a las murallas. En la cima, los cruzados habían erigido un gran crucifijo que los musulmanes procuraban infructuosamente derribar. La leyenda cuenta que cuando los cristianos intentaban en vano vencer la resistencia de los sarracenos. Godofredo vio en lo alto del cercano monte Olivete un caballero que agitaba un escudo brillante. “Mirad, San Jorge ha venido en nuestra ayuda”, habría exclamado. Mito o realidad, lo cierto es que los cristianos, alentados por el valor a toda prueba de Godofredo, reaccionaron y al fin lograron escalar las murallas de la ciudad.

El cronista Alberto de Aquisgrán relata así el momento culminante del asedio:

“Godofredo, colocado en la plataforma superior de la torre, con los suyos, lanzaba dardos y piedras de toda clase sobre la multitud de los asediados. Obligaba sin cesar a abandonar las murallas a quienes se encontraban en ellas. Los hermanos Lietardo y Engleberto, ambos oriundos de Tournai, observaron que los enemigos vacilaban. En seguida arrojaron desde la torre vigas sobre la muralla y penetraron los primeros en la ciudad gracias a su valentía. Godofredo de Bouillon y su hermano Eustaquio les siguieron en el acto. Viendo esto, el ejército entero lanzó un resonante clamor, apoyando escalas por todas partes, subiendo rápidamente y entrando en la ciudad.

Simultáneamente, el ataque dirigido por Godofredo de Bouillon, Tancredo y sus normandos abrieron un boquete en el extremo opuesto de Jerusalén, mientras Raimundo forzaba la puerta de Sión. Así, después de un mes de sitio, Jerusalén había sido tomada por asalto. La mortandad fue horrible. Los jinetes cristianos, al pasar por las calles, iban chapoteando sobre charcos de sangre. Al anochecer de aquel 15 de julio, arrollando toda resistencia, los cruzados se abrieron camino hasta la iglesia del Santo Sepulcro y, exhaustos, sollozando de alegría, cayeron de hinojos

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elevando a Dios sus oraciones. Un cronista medieval, recogiendo los sentimientos a la par salvajes y religiosos de esos expedicionarios, relata así el desenlace de la toma de Jerusalén:

“Todos los defensores de la ciudad huyeron de las murallas hacia las calles y los nuestros los perseguían y acometían, matándolos y acuchillándolos, hasta el templo de Salomón, donde hicieron tal carnicería que los nuestros caminaban con sangre hasta los tobillos”

“Luego vagaron por toda la ciudad, robando oro, plata, caballos, mulos y saqueando las casas rebosantes de riquezas. Después, llorando de alegría y felicidad, fueron a adorar el sepulcro de nuestro Salvador Jesús y se purificaron de sus deudas con Él.”

LA RAZÓN DEL ÉXITOuál había sido la razón de que el éxito coronara la increíble empresa de los cruzados? A primera vista, esta victoria resulta simplemente sorprendente. Mueve a asombro cómo un

ejército reducido a un puñado de caballeros, a tres mil kilómetros de sus bases y en un país desconocido bajo un sol de fuego, se impuso al Islam, al que los turcos habían conferido nueva juventud. Sin embargo, algunos hechos concretos ayudan a comprender el porqué de este aparente milagro, por cierto, sin contar la mística que en mayor o menor grado tocó a los combatientes europeos.

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El éxito occidental se debió ante todo a una superioridad técnica incuestionable en el arte de la guerra: la armadura transformó a los caballeros en verdaderas ciudadelas ambulantes y la cota de malla de sus auxiliares los hizo casi invulnerables a las flechas y el hierro de los musulmanes. Así, antiguos grabados muestran al capellán de Joinville habiéndoselas él solo contra ocho sarracenos, o a Gualterio de Chatillon, arrancándose tranquilamente de su cota la lluvia de dardos que cae sobre ella. A esta ventaja defensiva, se añadió la circunstancia de que los cruzados lucharon en un territorio no del todo enemigo, ya que nunca les faltó el concurso espontáneo de los escasos, pero no menos decididos, cristianos locales, sirios o maronitas, jacobitas o armenios, hasta el de alguno cismáticos griegos.

Pero por sobre esas facilidades, la obra de los cruzados se vio simplificada por la desunión del adversario. La muerte del sultán Malik-chah en 1092 había desorganizado al imperio turco en vísperas de la ofensiva cristiana. Divisiones familiares, ambiciones personales y rivalidades de sectas provocaron una lucha fratricida entre los turcos. Un sultán reinaba en Irán, otro en el Asia Menor; Alepo tenía rey propio, y Damasco igualmente. Los fanáticos bebedores de “Haxix”, llamados por los francos “asesinos”, desmoralizaban y desunían a los sirios. Los cruzados aprovecharon todas estas desuniones y así fue como, favorecidos por el caos reinante en las filas enemigas, pudieron hacer su entrada triunfal en Jerusalén.

LOS ESTADOS CRISTIANOS EN LEVANTEonquistada Jerusalén, los cruzados fundaron allí un reino cuyo cetro ofrecieron a Godofredo de Bouillon. Pero éste lo rechazó con estas palabras: “No pondré en mi cabeza una corona de

oro en el mismo lugar donde la llevó de espinas el Redentor”. De hecho, Godofredo se contentó con el título de gobernador y defensor del Santo Sepulcro, para no ofender a una Iglesia, para la cual existía una soberanía: la del Papa. El caudillo de la Primera Cruzada permaneció en Jerusalén con tropas escogidas para defender aquella preciosa conquista de la cristiandad. Al cabo de un año, fallecía, siendo llorado por todos.

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Después de conseguir una nueva victoria contra un ejército enviado por el califa de El Cairo, la mayoría de los cruzados regresaron a Europa. Los que se quedaron en Oriente no fueron precisamente los más puros: a éstos no era ya el Santo Sepulcro el que les retenía, sino el apetito de gloria, botín o feudos. Para algunos la expedición había resultado muy provechosa. Balduino, hermano de Godofredo, y sus loreneses empezaron por fundar un condado autónoma en Edesa. Tancredo y sus normandos se apoderaron de Alejandreta, y Boemundo y los normando de Italia, de Antioquía. La Siria conquistada se dividió al estilo feudal: al sur, de Beirut a Gaza, emergió el reino de Jerusalén, cuyas fronteras, a la muerte de Godofredo fueron llevadas por Balduino hasta el mar Rojo. Comprendió un dominio real - Jerusalén, Acre y Tiro - con cuatro grandes feudos: las baronías de Jaffa, Galilea, Sidón y Montreal, amén de otros doce pequeños feudos. Más al norte de Siria se situaron a su vez el condado de Trípoli, el principado de Antioquía y el condado de Edesa, territorios vasallos de Jerusalén, pero de hecho autónomos y a menudo enemigos.

Sin embargo, todas estas fundaciones no representaban la conquista de grandes territorios, sino que apenas constituían simples ocupaciones militares de pequeños distritos, meras islas de cristianismo en medio del vasto mundo musulmán. Por ello, desde un principio los Estados cristianos de Levante fueron frágiles. El condado de Edesa se encontraba peligrosamente avanzado sobre el Éufrates. Y los otros feudos no eran más que estrechas franjas costeras.

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Nunca los cristianos lograrían asentar su dominio en Damasco, Alepo, Eme-Hama y otras importantes ciudades islámicas. La Siria musulmana, desde lo alto de sus montañas y sus mesetas, observaba como una presa las colonias cristianas en Oriente.

A pesar de todo, los beneficios materiales de la precaria posición cruzada en Levante no dejaron de ser considerables. La ocupación de Jaffa proporcionó a los comerciantes italianos un seguro puerto, sin el cual no hubiera sido posible aprovisionar a los cruzados. Algunos señoríos, sobre todo los de Antioquía y Edesa, sirvieron de contrafuerte a Jerusalén, de modo que por algún tiempo los cristianos pudieron sentirse relativamente fuertes allí. Con ello, un torrente de aventureros y mercaderes comenzó a afluir tras las huellas de los cruzados. A principios del siglo XII las rutas del comercio mediterráneo comenzaron a abrirse por entre las barreras que los musulmanes habían establecido.

DISTANCIAMIENTO ENTRE ROMA Y BIZANCIOno de los proyectos políticos que llevaban involucrado las cruzadas era la unión de las Iglesias cristianas, es decir, el reconocimiento de la supremacía de la Romana por parte de la

Griega, lo que facilitaría la unidad militar de los cristianos frente al Islam. Sin embargo, esta aspiración constituyó un completo fracaso. La Primera Cruzada, lejos de acercar a Bizancio hacia Occidente, contribuyó precisamente a lo contrario. El emperador Alejo Commeno no cumplió su promesa de ayudar a los cruzados y éstos, a su vez, se desquitaron, desconociendo su soberanía. Por su parte, el clero griego no se entendió con el latino. La Iglesia romana se negó a devolver Antioquía a la Iglesia griega, y los barones franceses rehusaron obedecer a los funcionarios imperiales de Bizancio. Muy pronto, los latinos se convencieron de que respecto de ellos, los griegos eran “traidores” y “pérfidos”, de los que no podía esperarse ningún beneficio. Los griegos, a su vez, vieron en los occidentales simples “bárbaros codiciosos, dispuestos a atacar y dividir el Imperio, cuando se les presentara una ocasión favorable”.

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De este modo, el distanciamiento ya existente desde antes de las cruzadas se transformó en odio y la Iglesia cristiana de Oriente hasta llegó a preferir el dominio turco antes de someterse al Papa. La Primera Cruzada había ganado el Santo Sepulcro para Roma, pero simultáneamente le había hecho perder para siempre a los cismáticos griegos.

SEGUNDA CRUZADA. ÉXITO DE PRÉDICA Y FRACASO MILITARLa mística que San Bernardo imprimió a los ejércitos cruzados de Luis VII y Conrado III no los libró de la severa derrota.El advenimiento de las órdenes de caballería en el oriente.

os héroes de la Primera Cruzada, que habían mostrado un valor inaudito en los combates, fueron débiles en la victoria. Apasionados y grandiosos, tanto en sus pecados como en sus

arrepentimientos, más que en guardianes del tesoro más preciado de la cristiandad se constituyeron en verdaderos señores feudales trasplantados a Tierra Santa. Sin embargo, aunque sus guerras fueron violentas, el régimen implantado por los cruzados en las regiones que dominaron fue mucho más tolerante de lo que podría imaginarse. La idea racista era ajena el hombre medieval: combatía al musulmán, pero le consideraba su igual. Foucher de Chartres confesaba:

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“Somos occidentales y nos hemos transformado en habitantes de Oriente. El italiano o el francés de ayer se ha convertido en galileo o palestino. El oriundo de Reims o de Chartres se ha transformado en sirio o en ciudadano de Antioquía. Nos hemos olvidado ya de nuestro país de origen: aquí posee ya cada uno casa y criados con tanta naturalidad como si estuviera por inmemorial derecho de herencia en el país. Algunos han tomado ya por mujer a una siria, o a una armenia, a veces incluso una sarracena bautizada; otros habitan con toda una familia indígena. Nos servimos, según los casos de todos los idiomas del país.”

LAS ÓRDENES DE CABALLERÍAese a su arraigamiento en tierras de Oriente, la situación de los cristianos en aquellas regiones distaba mucho de ser segura. El reino de Jerusalén debió su existencia más que nada a las

disensiones que debilitaban al Islam. Pero, con todo, aquel reducido estado cristiano se habría perdido rápidamente de no obtener mejores defensores que aquellos conquistadores débiles y corrompidos. Y estos eficaces defensores no fueron otros que los caballeros de las órdenes religioso-militares, constituidas por monjes guerreros.

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Desde los primeros años del siglo XI funcionaba en Jerusalén el Hospital de San Juan Bautista, albergue y lazareto encargado de dar acogida a los peregrinos pobres o enfermos. Esta fundación sugirió a Hugo de Payen la idea de organizar un cuerpo de caballeros encargados de la protección de los peregrinos en su ruta hacia la Ciudad Santa. Durante el reinado de Balduino II (1118-1131)

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se otorgó a estos caballeros alojamiento en las proximidades del Templo de Salomón, siendo conocidos con el nombre de “caballeros del Templo o templarios”. Este fue el origen de las órdenes sagradas de caballería, que muy pronto se convirtieron en el elemento militar más importante del reino de Jerusalén.

Los templarios, tras hacer votos de pobreza, castidad y obediencia, y comprometerse a defender el Santo Sepulcro y a los peregrinos por las armas, cobraron un extraordinario auge. Gracias a las donaciones de príncipes y particulares esta comunidad se extendió rápidamente hasta llegar a contar con 20 mil esforzados caballeros. La Orden - a pesar de los votos de pobreza - adquirió cuantiosos bienes, no sólo en Palestina, sino también en la mayoría de los países de Occidente, contándose en millones sus rentas anuales. Con los negocios de Oriente practicados en gran escala y con sus actividades navieras, los templarios incrementaron aún más sus capitales, llegando a figurar entre los banqueros más importantes de su tiempo.

Del Hospital de San Juan Bautista — inspirador de la idea de las órdenes de caballería — surgió otra comunidad de monjes guerreros, igualmente rica y poderosa: la de los Caballeros del Hospital o Juanistas, también llamada Orden de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén. Los caballeros de San Juan se distinguieron por erigir muchos castillos para proteger a los cristianos de Siria. Más adelante, nacerían otras órdenes monásticas en Tierra Santa, la más importante de las cuales fue la de los Caballeros Teutónicos, creada para asistir a los peregrinos alemanes.

Para los cristianos de Tierra Santa, las enérgicas medidas de seguridad representadas por la institución de las órdenes de caballería, llegaron en un momento muy oportuno, pues había surgido un peligroso enemigo en la secta de los “haxixin” — de donde proviene el vocablo “asesino” — fundada por un jefe musulmán. La misión de ésta era desembarazarse de los enemigos del Islam a base de atentados individuales. Uno de sus jefes más temibles, conocido por los cristianos como el “Viejo de la Montaña”, residía en una inaccesible cueva rocosa cerca de Antioquía. Se cuenta que drogaba a sus fieles, los cuales se sentían trasladados a una especie de edén delicioso, donde podían entregarse a todos los placeres sensuales. Después se les drogaba de nuevo y volvían a su vida normal. Entonces se les afianzaba la convicción de que habían estado en el paraíso y se mostraban dispuestos a todo, con la esperanza de poder gustar otra vez, y para siempre, los goces del Paraíso de Alá. Naturalmente que los méritos para conseguir esta recompensa se hacían a costa de intensificar los atentados terroristas contra los cristianos.

EL ARTÍFICE DE LA SEGUNDA CRUZADAedio siglo después de la Primera Cruzada, los cristianos de Siria comenzaron a tener graves dificultades. El establecimiento del régimen feudal tuvo para los cruzados funestas

consecuencias, pues al debilitarse los señoríos en luchas intestinas por el dominio de las tierras hicieron posible la reacción musulmana. La división existente entre los emires concluyó en 1127, cuando Imad ed-Din Zangi, “atabeg” de Mosul, inició el establecimiento de su dominio personal en Siria. Los sarracenos comenzaron a arrebatar a los occidentales un territorio tras otro. Hacia 1130 se habían hecho ya dueños de Hama y de Alepo, y el día de Navidad de 114 conquistaban Edesa.

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En la Europa Occidental la caída de Edesa fue considerada como un desastre de primera magnitud y tuvo como consecuencia inmediata la predicación de la Segunda Cruzada por San Bernardo de Claraval, sin lugar a dudas el clérigo más influyente de su época. Bernardo se hallaba al frente de la abadía de Claraval, en la Champaña, y era uno de los grandes reformadores de la vida monástica. Por naturaleza, este monje era un místico dedicado a la vida contemplativa que llevó al ascetismo hasta sus últimos límites. En su frágil cuerpo se asentaba un alma apasionada, de energía casi sobrenatural. Toda su impresionante elocuencia fue consagrada al servicio de la cruzada, que predicó en Alemania y Francia. En aquellos años acababa de ser elegido Papa Eugenio III, también monje de Claraval. Pronto se vio que esta elección había sido acertada, pues el nuevo pontífice demostró gran celo y energía en el Gobierno de la Iglesia, no tardando en autorizar la Segunda Cruzada consciente del peligro que corrían los Estados cristianos del Oriente.

En poder de la autorización pontificia, Bernardo de Claraval se lanzó primero a predicar la cruzada en Francia. En aquel entonces reinaba en el país galo la dinastía de los Capeto — descendientes del duque Hugo de Capeto —, elegido monarca francés en 987 —, sucesora de los carolingios. El Capeto reinante en el momento de la predicación, el joven y piadoso Luis VII, no tardó en ser convencido e hizo un solemne voto de concurrir a la cruzada. A su vez, Bernardo de Claraval exhortó a los vasallos de Luis a continuar las nobles tradiciones francesas acreditadas en la Primera Cruzada y demostrar al mundo que aún florecía el valor galo.

Por donde pasaba Bernardo se alistaban por doquier nuevos ejércitos de cruzados. Y a las regiones que no podía visitar personalmente mandaba emisarios, a quienes pocos se resistían. En Alemania, el dinámico y persuasivo monje logró convencer a la nobleza y a Conrado III, de la

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dinastía de los Hohenstaufen, que tomaran la cruz. Aunque los alemanes no comprendían la lengua francesa, su voz y ademanes eran tan ardientes, que al oír su encendida prédica, el auditorio lloraba y se golpeaba el pecho.

El talento político de San Bernardo, para quien el gobierno teocrático era indispensable para el mundo católico, se manifestó en el hecho de que propiciara una cruzada “real” y no “señorial”. Con clarividente intuición comprendió el peligro que significaba el debilitamiento del poder feudal en provecho del monárquico, que tarde o temprano iba a enfrentar el dominio del Papa. Es así como al confiar la dirección de la cruzada en manos de los monarcas ganaba al mismo tiempo su adhesión incondicional a la Iglesia, variando con ello su política, ya que hasta ese momento se había entendido, de preferencia, con los caballeros feudales.

Al fin de su labor, Bernardo pudo comunicar con honda satisfacción al Papa Eugenio III que en los países donde predicó la cruzada sólo quedaba un hombre por cada siete mujeres, pues todos los varones en condiciones de alistarse en la sagrada causa ya lo habían hecho. Así, San Bernardo había sido respecto a la Segunda Cruzada lo que Urbano II y Pedro el Ermitaño fueron para la Primera. La cruzada de 1147 era pues obra de un solo hombre. El iluminado monje había sido capaz de desencadenar, casi sin ayuda, aquel formidable esfuerzo que conmovió a la cristiandad.

EL FRACASO DE LA EXPEDICIÓNA pesar de que los dos monarcas europeos participantes en la cruzada — Luis VII y Conrado III — contaban con la alianza del emperador Manuel de Bizancio, lo que teóricamente les representaba un fuerte apoyo en Constantinopla, en el hecho la realidad fue muy distinta. El emperador bizantino siguió la doble y hábil política de Commeno: ayudar a los cruzados en su lucha contra los musulmanes, pero impedir que obtuvieran un triunfo completo. En rigor, a Bizancio le interesaba el desgaste de estas dos fuerzas, pues estimaba tan peligroso el robustecimiento de los Estados latinos en Oriente como el predominio mahometano.

Conrado y sus alemanes fueron los primeros en llegar a Constantinopla en la primavera de 1147. Su intención era esperar la llegada de los franceses, pero también ahora, como en tiempo de Alejo Commeno, surgieron las suspicacias del emperador de Bizancio. Y a semejanza de lo que había ocurrido en la Primera Cruzada, Manuel halló modo de desembarazarse de Conrado y sus tropas, empujándolos desguarnecidos, y casi sin víveres, al Asia Menor. Así debilitados, los alemanes fueron vencidos en su primer encuentro con los turcos y, presas de la desmoralización, se batieron en retirada. Pero los musulmanes no cesaron de perseguirlos y Conrado sólo logró salvar un reducido grupo de tropas que se refugió en la ciudad de Nicea, situada a unos cien kilómetros al sur de Constantinopla.

Entretanto, el rey Luis VII había llegado al frente de un soberbio ejército, no tardando en ser casi completamente aniquilado por los sarracenos. Pero Luis y Conrado consiguieron transportar los restos de sus huestes hasta Tierra Santa, el primero por una ruta terrestre y el segundo por mar. Llorando por las penurias sufridas, ambos monarcas se confundieron en un fraterno abrazo.

Una vez en Jerusalén, los reyes de Francia y Alemania se unieron a Balduino III, decidiendo poner sitio a Damasco, ocupada hasta entonces por Mujir ed-Din Abaq, el cual se las ingenió para sembrar disensiones entre los francos occidentales y los sirios, consiguiendo alejar a éstos del sitio mediante el soborno. Así fue como la Segunda Cruzada, que se había iniciado con tan alentadoras esperanzas, terminó trágicamente con ese intento frustrado de apoderarse de Damasco. Los soberanos europeos, reunidos con menguados restos de sus otrora impresionantes ejércitos, se vieron obligados a iniciar el triste retorno a sus países. Conrado entró en Alemania en 1148, y Luis en Francia al año siguiente. Mientras tanto, Nur ed-Din reanudaba sus ataques y, en 1149, derrotaba a Raimundo de Antioquía. En 1150 conquistó los escasos distritos de Edesa que aún permanecían en poder de los cristianos. Cinco años más tarde se adueñaba de todos los puntos claves de Siria. Le acompañaba un muchacho de 16 años llamado Saladino, quien estaba destinado a ser el héroe de las próximas y decisivas batallas entre la cruz y la media luna.

Muchos hicieron recaer el fracaso de la empresa en la persona de Bernardo de Claraval, a quien se acusó de “no haber sabido interpretar los designios de Dios”, lanzando a los cruzados en una insensata aventura en la cual no había ninguna posibilidad de éxito. El santo replicó arguyendo que “una empresa inspirada por Dios puede fracasar si es malo el instrumento que lo realiza”. Para él, los cruzados debieron su desastre únicamente a su incredulidad y falta de fe. Sin amedrentarse por las críticas de sus adversarios, el monje continuó predicando la cruzada hasta 1153, año en que falleció profundamente decepcionado de no asistir al triunfo de la cristiandad sobre el Islam. Con él desapareció la fuerza impulsora de la cruzada. Tendría que transcurrir toda una generación antes de que se pensara en organizar una nueva expedición a Tierra Santa.

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TERCERA CRUZADA. RECONQUISTA POCO CRISTIANA DE LOS SANTOS SEPULCROSA la nobleza y caballerosidad de Saladino, los cruzados respondieron con una crueldad y sentido utilitario que nada tenía que ver con la piadosa gesta que predicaron los papas.

a unión de Egipto, Siria y Mesopotamia, bajo la hegemonía del gran sultán Saladino — notable guerrero y hombre de Estado —, constituyó el principio del fin del reino de Jerusalén. Además

de su debilidad, el Estado cristiano, amenazado ahora por el norte y por el sur, carecía asimismo de un hombre capaz de organizar la resistencia contra los musulmanes. Hacia 1187 era rey de Jerusalén Guido de Lusignan, a raíz de haber casado con Sabina, última heredera de la dinastía fundada por Godofredo y Balduino. Joven, incapaz de gobernar e imponer su autoridad a los señores feudales — indomables e inquietos guerreros que sólo pensaban en nuevas luchas —. Guido no veía el peligro que sólo una hábil diplomacia habría podido evitar. Así fue como en ver de parlamentar con Saladino, a todas luces el más fuerte, los caballeros cristianos provocaron la guerra contra el Islam, adelantándose hacia Tiberíades, región en que consumarían su suicidio. La catástrofe les costaría la pérdida de la Ciudad Santa.

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LA BATALLA DE TIBERÍADESl amanecer del 3 de julio de 1187, el ejército cristiano se puso en marcha hacia el norte de Jerusalén, hasta penetrar en las alturas pedregosas y estériles de Yebel Turan, a unos treinta

kilómetros del Tiberíades, lago de la Palestina, conocido también como mar de Galilea o de Genesaret, famoso por los milagros que en él realizara Jesucristo. Cuando Saladino, que permanecía al acecho de los movimientos de los cristianos, se enteró del avance, exclamó gozoso: “Esto era precisamente lo que yo deseaba”. Y en el acto envió hacia aquella región algunas divisiones ligeras para inmovilizar al enemigo en el desierto. Éstas sorprendieron a la vanguardia de Guido mandada por Raimundo de Trípoli y la atacaron, mientras otras fuerzas la rebasaban en busca del cuerpo principal.

A

El calor era intenso y el polvo, sofocante. Pronto se terminó la provisión de agua y los exhaustos guerreros cristianos comenzaron a vacilar. La situación se hizo tan crítica que Raimundo galopó hasta donde se hallaba Guido y le hizo ver que a menos de proseguir hasta el Jordán y el lago de Tiberíades, el ejército podría considerarse perdido. Ante esto, el rey ordenó avanzar con mayor rapidez. Pero en eso estaba, cuando un mensajero acudió para dar cuenta de que la retaguardia, formada por los hospitalarios y los turcoples (hijos de padre turco y madre griega), se había visto obligada a detenerse ante una nutrida formación de arqueros. Inmediatamente, Guido hizo alto cerca del poblado desierto de Marescalcia, en tanto Raimundo exclamaba desesperado: “¡Oh, Dios mío! ¡La guerra ha terminado; somos hombres muertos y el reino se ha perdido!”.

Aunque la vanguardia cristiana consiguió progresar todavía algunos kilómetros, el cuerpo principal, completamente exhausto, vivaqueó en las laderas de un monte cuya doble cumbre le había conferido el nombre de “Cuernos de Hattin”. El pueblo de Hattin se encontraba abajo, algunos kilómetros al norte de Marescalcia. Por la noche, los cruzados, en el límite de su resistencia física, se vieron impedidos de dormir, torturados por la sed y hostigados por los constantes ataques. Las flechas caían sobre ellos sin cesar y de la obscuridad brotaban gritos de “Allah Abkar” (Dios es grande) y “la ilala il Allah” (no hay más Dios que Alá). Y lo que era más insoportable, los sarracenos habían incendiado la maleza y sofocantes nubes de humo envolvían el maltrecho ejército cristiano.

A la mañana siguiente, y tras haber reforzado a sus arqueros montados, pero sin decidirse todavía al cuerpo a cuerpo, Saladino mandó traer siete camellos cargados de flechas y con ellas prosiguió el ataque. El cronista musulmán Beha ed-Din escribe: “Aquel día tuvieron lugar terribles encuentros; jamás en la historia de las generaciones humanas se realizaron hechos de armas comparables a aquéllos”.

Entretanto, Raimundo y su guardia avanzada continuaban su camino, quedando separados del cuerpo principal mandado por el rey, quien a fin de proteger su infantería la hizo replegarse mientras los jinetes carpaban contra los arqueros enemigos. Aquello provocó una pérdida de la formación y, en medio del desorden consiguiente, una multitud de aterrorizados guerreros treparon por la montaña, a fin de ponerse a salvo. En vano Guido instó a aquellos hombres a descender, pues éstos sólo atinaban a lanzar lamentos y pedir agua. Por fin, con un grupo de caballeros escogidos, Guido ocupó una posición cercana a ellos, en el centro de la cual levantó la Santa Cruz, con lo que se reanimó su moral y volvieron a descender en grandes grupos. Todos los combatientes se mezclaron, formando una masa confusa alrededor del sagrado emblema infantes, caballeros y arqueros.

Pero ya las huestes de Guido estaban perdidas. Raimundo y los restos de su guardia avanzada fueron arrollados y el ejército entero quedó rodeado de enemigos. Millares de hombre levantaban

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sus brazos hacia la Cruz, implorando protección y rogando que se produjera un milagro. Pero éste no vino y juzgando perdida la batalla Guido se volvió hacia Raimundo, diciéndole que hiciera lo posible por salvarse. El conde de Trípoli reunió entonces a los caballeros que aún disponían de montura, incluyendo al joven príncipe heredero de Antioquía, Baliano de Ibelin, y a Reinaldo de Sidón, y cargando contra los musulmanes que los rodeaban, logró abrirse camino.

Muy pronto sobrevino el desenlace de la batalla de Tiberíades o Hattin, recordada como una de las más célebres de toda la historia. Los musulmanes rodearon a los cristianos por todos lados, abrumándolos con sus flechas y atacándolos con sus espadas. Los pocos combatientes que aún resistían después de este terrible asedio fueron cercados mediante fogatas que encendieron los sarracenos a su alrededor, hasta que torturados por la sed y reducidos al último extremo de sus fuerzas, se entregaron para escapar de la muerte.

Entre los prisioneros hechos por los sarracenos se encontraba el rey Guido, su hermano Amalrico, Reinaldo de Chatillon, el anciano marqués de Monferrato, el Gran Maestre de los Hospitalarios y otros muchos nobles. Después de la batalla, Saladino hizo llevar a su tienda a los cautivos más nobles y al vez a Guido de Lusignan torturado por la sed lo hizo sentar caballerosamente a su lado, aplacó sus temores e hizo que le sirvieran una bebida helada. El rey bebió, pasando luego la copa a Reinaldo de Chatillon, hombre tenido por cruel y traicionero. Al observar esto, Saladino se levantó presa de la cólera, exclamando: “No habéis solicitado mi permiso para extenderle la copa. No me siento inclinado a respetar a ese hombre ni a perdonarle la vida”. Acto seguido, recriminó a Raimundo sus múltiples actos de vandalismo, pero éste le replicó insolentemente que no tenía miedo. Saladino le dio entonces un golpe con su cimitarra, y sus guardias acudieron, cortándole la cabeza. Guido temblaba de miedo, pero volviéndose hacia él Saladino le dijo: “Un rey no mata a otro rey; pero la perfidia e insolencia de ese hombre pasaban ya el límite”.

Acerca de la decisiva batalla de Tiberíades, escribe el historiador inglés Runciman:

“Los cristianos de Oriente habían sufrido ya algunos desastres; sus reyes y príncipes sufrieron cautiverios con anterioridad; pero sus captores de entonces fueron señores de poca monta a quienes impulsa sólo algún propósito mezquino. En los Cuernos de Hattin había quedado aniquilado el mayor ejército reunido jamás por el reino. Se perdió la Santa Cruz. Y el caudillo victorioso, Saladino, era señor de todo el mundo musulmán”.

SALADINO RECONQUISTA JERUSALÉNespués de la victoria de Tiberíades, Saladino se apoderó de todos los castillos que rodeaban Jerusalén y puso sitio a la ciudad. Los graves desperfectos causados por las máquinas de

asedio desanimaron a los defensores, que pidieron un armisticio. Saladino lo negó al principio: “Quiero reconquistar Jerusalén — como lo conquistaron los cristianos hace noventa años: mataré a todos los hombres y me llevaré a las mujeres como esclavas. Mañana tomaremos la ciudad”. A esto respondieron los cristianos: “Si hemos de renunciar a toda esperanza por medio de conversaciones, lucharemos desesperadamente hasta el último de nosotros, prenderemos fuego a las casas y destruiremos los templos. Mataremos a los cinco mil prisioneros musulmanes que tenemos hasta no dejar uno. Aniquilaremos nuestros bienes antes de dejároslos. Mataremos a nuestros hijos. Ni un ser humano quedará con vida y perderéis todo el fruto de la victoria”.

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Tan altiva respuesta de parte de los cristianos hizo reflexionar a Saladino, quien reunió en consejo de guerra a sus hombres. Estos le aconsejaron que aceptase la capitulación de Jerusalén, mediante un rescate por cada habitante. Con estas condiciones, se rindió la población el 2 de octubre de 1187. Fue entonces cuando el Sultán dio a conocer su aspecto humano y toda la grandeza que encerraba su alma. En contraste con lo ocurrido cuando los cruzados arrasaron la ciudad en 1099, Saladino abrió mercados dentro y alrededor de Jerusalén con el fin de que los ciudadanos pudieran conseguir el dinero necesario para pagar su libertad. Sin embargo, fueron mucho millares los que no pudieron hacerlo, y Saif ed-Din, hermano del sultán, solicitó de éste que le permitiera quedarse con mil cristianos en calidad de esclavos. Una vez obtenido el permiso, los dejó a todos en libertad. Saladino dijo entonces a sus oficiales: Mi hermano ha cumplido ya con sus deberes caritativos... ahora gustosamente haré yo lo propio”. Y ordenó a sus guardianes que proclamaran por las calles de Jerusalén que todos los ancianos incapaces de pagar quedaban libres y podían marcharse. Así lo hicieron estos, saliendo por la puerta de San Lázaro en una comitiva que se prolongó desde el amanecer hasta la puesta del sol. Aún más, el Sultán mandó distribuir limosnas entre ellos. Pero, paradójicamente, apenas salieron estos infortunados de Tierra Santa fueron despojados, cerca de Trípoli, en Siria, nada menos que por sus propios congéneres cristianos.

Después de Jerusalén, pronto cayó toda Palestina en poder de Saladino. El cronista Abu Samah narra con orgullo como “El Sultán, al frente de un ejército de hombres llegados del paraíso, combatía a los enviados del infierno con tal éxito que Tierra Santa fue purificada y, con ayuda de

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Alá, liberada de sus sufrimientos. El pecado de la impiedad fue ahogado en sangre y la creencia en el único dios verdadero triunfó sobre la doctrina de la Trinidad”.

TRES REYES TOMAN LA CRUZuevamente estaba la Ciudad Santa en manos de la Media Luna. Entre gritos de alegría de los musulmanes y lamentos de los cristianos que aún permanecían allí, las iglesias fueron

transformadas en mezquitas. Las cruces fueron arrojadas al suelo y fundidas las campanas de los templos cristianos. El dolor y la consternación no tuvieron límites cuando se supo en Occidente la noticia de la caída de Jerusalén. La cristiandad estaba una vez más en peligro y así fue como el Papa Urbano III autorizó que se predicara una nueva cruzada, la tercera que presenciaba el mundo. Se apeló a príncipes y señores, y a su fidelidad a Cristo, consagrado como soberano supremo. Respondieron al llamado los tres monarcas más poderosos de su tiempo — el emperador alemán Federico Barbarroja y los reyes Felipe II Augusto de Francia y Ricardo Corazón de León de Inglaterra —, quienes tomaron la cruz y se dispusieron a combatir por la sagrada causa.

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Las razones que impulsaron a participar en la cruzada a los dos reyes fueron muy diferentes a las que tenía el emperador Federico. Ricardo y Felipe Augusto estaban en continua rivalidad por las posesiones que hacían al primero señor de Francia. Se reconciliaron, aparentemente convencidos por la elocuencia de Guillermo, arzobispo de Tiro, que predicaba la cruzada. Sin embargo, la realidad era distinta. Ricardo, espléndido guerrero que sólo pensaba en combatir, valiente, cruel y violento, carecía de talento político. Contrariamente, su rival, Felipe Augusto, reposado y astuto, vio en la cruzada la oportunidad de embarcar a su enemigo en una aventura que iba a debilitar sus fuerzas. Así, Felipe emprendía la expedición sólo para evitar un conflicto con el Papa, pero resuelto a regresar lo más pronto posible para luchar contra el dominio de Ricardo en Francia.

Federico Barbarroja, por su parte, hasta entonces en buenas relaciones con Saladino, solicitó al Sultán en 1188 que evacuara Jerusalén, que devolviera a los cristianos la Santa Cruz, capturada en el combate de Tiberíades, y les indemnizase por los perjuicios que les había causado. Saladino respondió altivamente que los cristianos no le inspiraban ningún temor y que confiaba en Alá, que le había concedido tantas victorias. No obstante, por amor a la paz se declaraba dispuesto a restituir a los cristianos la Santa Cruz, así como algunos pequeños territorios. Asimismo, se comprometía a poner en libertad a todos los prisioneros cristianos que aún estaban en su poder y a permitir a los peregrinos que visitaran en paz el Santo Sepulcro.

Las condiciones propuestas por Saladino no satisficieron a Federico Barbarroja, quien no se demostró dispuesto a renunciar a sus proyectos de cruzada. Además de los motivos de orden religioso y caballeresco que influyeron en su decisión, no deben descartarse sus intenciones políticas. Los cruzados afluían de toda Europa. De cualquier lugar llegaban los caballeros deseosos de vengarse de los sarracenos. Para todos era motivo de honor ser cruzado en Tierra Santa. De este modo, una transacción del emperador lo habría dejado en muy mal pie ante el Papa, los demás monarcas europeos y sus propios súbditos.

En el verano de 1189, Federico Barbarroja se puso en marcha al frente de un ejército que, según los cronistas de la época, ascendía a unos 100 mil hombres. Con habilidad, aunque con sensibles pérdidas, el anciano y experimentado emperador condujo a sus hombres a través del Asia Menor. Pero cuando los cruzados alemanes, avanzando a lo largo del río Salef, se acercaban ya a la parte meridional del Asia Menor, una triste noticia vino a consternar a los expedicionarios: “el emperador ha muerto”. Federico se había ahogado mientras se bañaba en sus aguas, reponiéndose de una marcha agotadora. La muerte inesperada del soberano causó en sus tropas un efecto demoledor en lo anímico. Pues, ¿cómo podrían creer ya, después de tal accidente, en apariencia sin sentido, en la tradicional divisa de los cruzados: “Dios lo quiere”?

Con el tiempo, en Alemania nació la leyenda de que Federico Barbarroja duerme en una cueva del Kyffäusberg, en Turingia, recostado en una losa de piedra. Su larga barba ha crecido hasta el suelo. Pero algún día, dice la tradición, cuando a su país y su pueblo le amenace la desgracia, el poderoso emperador despertará de su sueño y restablecerá el imperio alemán en todo su esplendor. Seguramente pensando en esto, Hitler bautizó como “operación Barbarroja” su fracasada invasión de Rusia durante la Segunda Guerra Mundial.

Tras la muerte de Barbarroja, el mando del ejército alemán recayó en el hijo del emperador, el popular duque Federico. Los cruzados siguieron a costa de grandes dificultades y numerosas víctimas su camino hacia Siria. Allí, los sobrevivientes se unieron a los cruzados franceses e ingleses, que se habían trasladado por mar a Oriente.

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EL FRACASO DE LA TERCERA CRUZADAicardo Corazón de León había marchado por tierra hasta Sicilia, donde embarcó hacia el Levante. De paso, conquistó en el trayecto la isla de Chipre. Para mantener la disciplina

durante la expedición, el monarca británico dictó un código militar severísimo en el que aparecieron artículos de esta jaez: “Aquel que mate a un hombre durante la travesía será atado al cadáver de la víctima y arrojado con él por la borda”. Así, Ricardo actuaba con máxima energía contra el creciente brote de inmoralidad de su ejército.

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Al acercarse los alemanes a Siria, ingleses y franceses desembarcaron junto a San Juan de Acre, en la Palestina central. Inmediatamente sitiaron la ciudad, y en vano intentó Saladino obligarles a levantar el asedio. Durante las operaciones, los alemanes perdieron a su nuevo jefe, al caer el duque Federico abatido por la peste. Por fin, en el verano de 1191, después de un sitio que se prolongó un año y medio, la ciudad capituló. Desde entonces, y durante un siglo, constituiría el principal apoyo de los cristianos en Tierra Santa.

Se esperaba que tras la toma de San Juan de Acre emergiera una sola consigna: “A Jerusalén”. Sin embargo, ello no ocurrió. La discordia en el campo de los cruzados terminó por ahogar toda iniciativa en tal sentido. Un ejemplo de cómo las ambiciones personales frustraron los mejores esfuerzos de los cristianos lo constituye la penosa escena protagonizada por Ricardo Corazón de León y Leopoldo, duque de Austria, durante el asalto a San Juan de Acre. Leopoldo fue el primero en clavar su estandarte en los muros de la ciudad. Pero, ante los gritos de alborozo que saludaban la caída de la plaza, el monarca británico, sin poder contener su despecho, arrancó el emblema del duque y arrojándolo al suelo clavó en su lugar el suyo. Leopoldo reprimió su cólera en aquel momento, reservando su venganza para ocasión más favorable.

En cuanto a las relaciones entre Ricardo y Felipe Augusto, los dos antiguos rivales reconciliados sólo para participar en la cruzada, éstas no marcharon bien desde un principio. Al final, Felipe Augusto se cansó de las arbitrariedades del rey inglés y, pretextando una enfermedad, regresó a Francia con la mayoría de su ejército, dejando una escasa tropa de combatientes franceses a las órdenes de Ricardo.

Los cruzados que se quedaron en Oriente, sobre todo los franceses, consideraron deshonrosa la partida de Felipe Augusto. Cuando su flota se hizo a la mar, maldijeron al guerrero que así faltaba a su solemne juramento de cruzado. Pero en su patria esperaban al rey galo conquistas de mayor honor y provecho que las que podía depararle la incierta lucha contra los musulmanes. Para echar mano de los feudos franceses de Ricardo Corazón de León, Felipe Augusto aplicaría una táctica que le daría felices resultados. Trabó amistad con Juan Sin Tierra, y lo persuadió de que tomara posesión de los territorios franceses del monarca inglés, que luego recibiría como herencia oficial del rey de Francia.

Entretanto, Ricardo Corazón de León se hallaba con la responsabilidad del mando de toda la cruzada. Su primera medida fue hacer degollar a sangre fría a 3 mil prisioneros musulmanes, sólo porque consideraba que Saladino no demostraba prisa en pagar el rescate convenido. Y en lugar de marchar sobre Jerusalén, el inconsecuente Ricardo se dejó arrastrar por el astuto Sultán a una agotadora campaña, expugnando castillos y tendiendo emboscadas a las caravanas. El tiempo que perdió el jefe cruzado fue aprovechado por Saladino para poner a Jerusalén en condiciones de defensa.

Sin embargo, al mismo tiempo que Ricardo se esforzaba en inspirar terror a los musulmanes, procuraba granjearse el respeto y la amistad de su gran adversario, Saladino. Ambos héroes se envidiaban mutuamente. Al lanzarse el soberano inglés con un puñado de hombres contra Jaffa, antepuerto de Jerusalén, a fin de liberar a los cristianos cercados allí, cayó al suelo su caballo en plena lucha y debió seguir combatiendo a pie. Al saberlo, el noble Sultán le envió de obsequio una cabalgadura de refresco con un mensaje diciendo que era conveniente que los reyes combatieran a caballo.

Como la anterior, la Tercera Cruzada resultó inútil. Finalmente, al llegarle noticias inquietantes de Inglaterra, Ricardo comprendió que su presencia era necesaria en su propio reino, para hacer frente a la felonía de su hermano Juan y sus compromisos con Felipe Augusto. Antes de abandonar el escenario de sus hazañas, el monarca obtuvo un tratado con Saladino que garantizaba a los cristianos, durante tres años, la posesión de parte de la Palestina y el permiso para peregrinar al Santo Sepulcro en pequeños grupos desarmados. Esto y la liberación de San Juan de Acre fue todo el magro resultado de esta Tercera Cruzada, preparada en forma tan espectacular. Por su parte, Saladino sólo pudo continuar durante un breve lapso la obra renovadora emprendida en favor de su pueblo. Agotado por las fatigas de la guerra, pereció en 1193, antes de que se cumplieran dos años del término de la Tercera Cruzada.

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En cuanto al temerario Ricardo, le esperaban muchas aventuras antes de poder retornar a Inglaterra. Primero, las tempestades arrojaron a su navío a la deriva, alcanzando al fin el litoral norte del Adriático. Como además de Felipe Augusto, le acechaban otros enemigos, se disfrazó en el camino y prosiguió viaje por tierra. Pero cerca de Viena fue reconocido y cayó en manos del duque Leopoldo de Austria, a quien tan gravemente ofendiera en San Juan de Acre al arrancar su estandarte. El duque lo retuvo dos años en prisión, hasta que los ingleses pagaron el enorme rescate que exigía. Este acto de venganza fue la última consecuencia de la estéril y poco cristiana Tercera Cruzada.

CUARTA CRUZADA. DONDE LOS SANTOS SEPULCROS NADA TIENEN QUE VEROrganizada por Inocencio III, escapó de su control y se transformó en una vandálica conquista de Constantinopla, en donde se cometieron toda suerte de depredaciones.

n 1198 fue investido Sumo Pontífice de la Iglesia Inocencio III, cuyo talento político no ha sido igualado tal vez por Papa alguno. Con una energía que no se arredraba ante nada ni nadie,

Inocencio III logró reforzar el poder de roma, reduciendo a la impotencia a cuantos se oponían a él. Jurista de excepción, aplicó los principios del absolutismo romano a las relaciones entre el Papado y los soberanos de los Estados católicos. Expulsados los alemanes de los Estados Pontificios, hizo de éstos una especie de reino independiente. Y en la lucha por el trono de Alemania supo intervenir con tanta destreza diplomática, que hizo triunfar a su candidato, Otón IV. Pero cuando Otón dejo de serle adicto, no trepidó en intervenir de nuevo, consiguiendo que proclamaran rey de Alemania a su pupilo Federico II, en 1212. Asimismo, casi todos los monarcas europeos se reconocieron sus vasallos y obedecieron sus órdenes, como los de Portugal, Aragón, Inglaterra, Irlanda, Suecia, Noruega y norte de Italia. De este modo la corona imperial ya no sería un feudo pontificio, sino que el Papa tendría sobre su cabeza la plenitud tanto del poder espiritual como del temporal.

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Sin embargo, pese a su clarividencia política, Inocencio II no dejó de cometer algunos errores de monta. Uno de ellos fue promover la Cuarta Cruzada. Desde que ocupó el trono pontificio, convencido del valor inmenso de su autoridad, pensó y creyó un deber repetir las expediciones de la cristiandad contra el mundo mahometano. No estudió la situación de los Estados musulmanes, ni apreció la diferencia que en cuanto a poder militar existía comparado con la época de la Primera Cruzada, la única que, a la postre, había tenido éxito. Tampoco consideró el efecto político que tendría la predicación de una nueva cruzada en la Europa católica; el debilitamiento del feudalismo, que ya estaba en decadencia, lo que significaba el robustecimiento del poder monárquico, que, tarde o temprano, a pesar de su actual sumisión al Papa, tendría que chocar con la autoridad teocrática.

DESVIACIONES DE LAS CRUZADASa Cuarta Cruzada, que tendría como caudillos, entre otros, a Balduino, conde de Flandes; Simón de Montfort y Bonifacio de Monferrato, comenzó a ser predicada en 1202 por un ejército

de predicadores populares. Éstos fueron encabezados por un cura llamado Fulco de Neuilly, quien recibió autorización directa del Papa para dirigir el enrolamiento de los cruzados. Sin embargo, sólo los franceses acudieron a tomar la cruz, en una empresa que resultaría muy distinta a las anteriores expediciones a Oriente. Esta vez se hizo menos hincapié en los sentimientos religiosos de los oyentes en su codicia. Los bajos instintos de los aventureros puestos al servicio de una misión religiosa eran también compartidos por sus jefes. Es así como la cruzada tomó un giro imprevisto por Inocencio III, al transformarse en una lucha político-comercial, controlada por Venecia, la opulenta república de mercaderes que se asentaba en las lagunas septentrionales de la desembocadura del Po.

L

A mediados del siglo IX, Venecia había sacudido el dominio del Imperio Romano de Oriente. Los asuntos políticos de esta república estaban confiados a un “dux”, elegido y asistido por el Consejo de los Diez. Tras su liberación de los bizantinos, los venecianos decidieron expulsarlos del Adriático. Con este fin construyeron una gran flota. Hacia el año 1000, Venecia se convertía en la mayor potencia marítima del Mediterráneo. “La reina del Adriático”, como la llamaban los venecianos, pretendía la hegemonía de este mar y transformarse en el principal intermediario entre Occidente y Oriente. Después de la Primera Cruzada habían sido naves venecianas las que aseguraron el traslado de los peregrinos cristianos a Tierra Santa, y ello les reportó pingües ingresos. El cronista de la época Godofredo de Villehardouin señala:

“La flota que los venecianos habían aparejado fue tan rica y tan bella, que nunca cristiano alguno vio cosa más bella ni más rica en naves y galeras”.

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A fines del siglo XII el comercio veneciano fue entorpecido por el emperador bizantino. Con calculada astucia, el dux Enrique Dándolo y el Consejo de los Diez lograron arrastrar a los cruzados al servicio de sus intereses. Como la casi totalidad de los participantes de la Cuarta Cruzada eran franceses, por razones de proximidad geográfica éstos se concentraron en Venecia y resolvieron trasladarse a Oriente en naves de esta república, con cuyo dux contrataron el transporte. Mediante crecida retribución, la ciudad se comprometió entonces a alimentarlos y trasladarlos a Egipto, donde “atacarían al león en su madriguera”.

Pero aconteció que los cruzados se encontraron con que no podían pagar los subidos gastos de viaje, por habérseles agotado sus recursos. De esta circunstancia, Enrique Dándolo se aprovechó para invitarlos a que le ayudaran a conquistar para Venecia la isla de Zara, ciudad cristiana frente a las costas de Iliria, pagando en esta forma la suma que faltaba para cancelar el transporte a Oriente. Los guerreros franceses aceptaron la proposición e invadieron la isla, rindiéndola y entregándola a los comerciantes venecianos, los cuales pasaron a dominar así en todo el mar Adriático.

Los cruzados se habían allanado a participar en esta empresa, a pesar de la indignación de Inocencio III ante el hecho de que los hombre que iban a combatir por Cristo empezaban inicuamente por derramar sangre cristiana. Sin embargo, las censuras papales fueron, en la práctica, débiles, ya que se concretaron a excomulgar sólo a los venecianos y no a los jefes cristianos.

Pero este lamentable episodio sólo fue el inicio de la desvirtuación en sus fines que sufriría la Cuarta Cruzada. Al campamento de los cruzados, frente a Zara, llegó el príncipe Alejo, hijo del emperador de Bizancio, Isaac el Ángel, el cual había sido destronado, cegado y encarcelado por un usurpador, que no era otro que el propio hermano del monarca, Nicolás. Alejo propuso a los cruzados un ataque a Constantinopla, para restaurar en el poder a su padre. Se comprometía a paga cuantiosas sumas de dinero — 200 mil marcos para financiar los gastos a la expedición a Egipto —, unir a las dos Iglesias cristianas y emprender con las fuerzas bizantinas la guerra contra el Islam.

En el hecho, estaban comprometidos en esta nueva desviación del objetivo de las cruzadas poderosos intereses económicos de los venecianos. Se trataba de obtener el monopolio del comercio con Bizancio, desplazando a los genoveses, que habían expulsado de allí a sus rivales. En efecto, Génova había sabido aprovechar a fondo la ocasión que le ofrecieron las cruzadas, al menos en el condado de Trípoli y en el principado de Antioquía, pues eran dueños de toda la ciudad y puerto de Gibelet, de un barrio de Leodicea e incluso de una factoría en Antioquía.

Comprendiendo las ventajas que para Venecia significaba semejante acuerdo con Alejo, Enrique Dándolo supo ganarse las anuencia de los cruzados, bajo la condición de que, una vez restaurado Isaac, proseguiría la cruzada contra Egipto. Así se concluyó un tratado sobre la conquista de Constantinopla, y el 3 de abril de 1203 los cruzados partieron hacia Oriente.

EL SAQUEO DE CONSTANTINOPLAnocencio III comprendió claramente el peligro inmenso que esta nueva aventura encerraba para la cristiandad, pero se encontró ante un hecho consumado e inevitable: había puesto en

movimiento una potente fuerza, que ya no podía controlar. El poco espíritu religioso que animaba aun a los cruzados estaba dominado por el interés político y económico de sus jefes. Una abierta condenación significaba la ruptura con los poderes temporales, lo que podía producir funestos resultados para la Iglesia. Es así como el Papa se limitó sólo a formular severas advertencias, las cuales no fueron tomadas en cuenta por los cruzados, quienes continuaron su marcha hacia Constantinopla.

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La ciudad fortificada a orillas del Bósforo, cuyos defensores habían logrado rechazar hasta entonces a todos los asaltantes, estaba por aquella época muy debilitada a causa de las luchas partidistas que la consumían. Tras muchas disputas y complicaciones, Constantinopla fue tomada por asalto por los occidentales, el 13 de abril de 1204, fecha luctuosa en los anales de la civilización. Hasta entonces, las obras maestras del arte griego habían hallado refugio en Bizancio, pero ahora la furia destructora de los asaltantes se ensañó con aquellas bellezas únicas e insustituibles. Las estatuas de bronce fueron convertidas en monedas y, por puro vandalismo, las de piedra, entre las que se hallan las de Lísipo, Fidias y Praxíteles, fueron hechas añicos y arrojadas al mar.

Los ávidos cruzados no respetaron nada, y durante tres días de desenfrenado pillaje, mientras algunos se abalanzaban sobre santuarios y palacios apoderándose de sus tesoros, otros se dedicaron a violar monjas y mujeres de la nobleza. Para mayor desdicha, se declaró un incendio, que redujo a cenizas casi media ciudad. “El botín conseguido fue tan grande — escribe

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Villehardouin —, que no podía columbrarse el fin del mismo... Nunca, desde que el mundo fue creado, se consiguió obtener tanta riqueza de una sola ciudad.”

EL FUGAZ IMPERIO LATINOsaac el Ángel fue liberado de su prisión, y los cruzados proclamaron emperador de Constantinopla a su hijo, Alejo IV. Pero muy pronto estalló la discordia, al no poder el nuevo

gobierno cumplir con sus compromisos económicos con los cruzados, quienes atacaron nuevamente Constantinopla y fundaron un Estado feudal al que llamaron Imperio Latino, integrado por un pequeño núcleo de territorios con capital Bizancio.

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Por su parte, los venecianos se adueñaron de casi media Constantinopla, con Santa Sofía, e instalaron allí un podestá, cuya autoridad fue el contrapeso de la del emperador latino. Los venecianos, antes de ocupar vastos territorios, prefirieron instalar factorías en los puntos estratégicos para el comercio marítimo: Durazzo en el Epiro; las islas de la costa jónica, Cefalonia y Zante; los puertos de Modón y Corón, en la punta de Morea; Creta, las Cícladas y Eubea, jalones en el mar Egeo; Gallípoli, en los Dardanelos, Pánium, Rodosto y Heraclea, en el mar de Mármara, jalones hacia el mar Negro.

El llamado Imperio Latino de Constantinopla fue de corta duración. Sus primeros soberanos fueron Balduino I (1204-1205), que ostentaba, como conde de Flandes, el nombre de Balduino IX; su hermano Enrique (1206-1216); su cuñado, Pedro de Courtenay (1217), y su hermana Yolanda (1217-1219). Este fugaz Imperio Latino fue disuelto, finalmente, en 1261, por Miguel Paleólogo, príncipe de Nicea. En esta ciudad se habían mantenido independientes los bizantinos, y su victoria les permitió restaurar el desaparecido Imperio Romano de Oriente. Sin embargo, éste ya no fue más que una sombra del pasado. La vanguardia más sólida de la cristiandad contra el Islam había perdido para siempre su poderío, mientras en Siria sólo quedaban algunas colonias disminuidas de cristianos.

La última dinastía de Bizancio, la de los Paleólogos, gobernó un Estado incapaz de hacer frente al poder en ascenso de los turcos otomanos, dueños ya de gran parte del Asia Menor. Así, pues la caída definitiva de Constantinopla era sólo cuestión de tiempo. Su único salvación, que habría estado en una alianza con Roma, era ya imposible después de la Cuarta Cruzada. Ésta, con sus abusos, agudizó un odio bizantino hacia Occidente, más allá de todo límite.

En síntesis, la Cuarta Cruzada o “Cruzada Latina”, como también se la llama, no había tenido otro resultado que dar un golpe mortal al ya débil Imperio Bizantino, el más fuerte baluarte de los cristianos en Oriente. Inocencio III volcó todo su desencanto por el fracaso de la cruzada y su desviación hacia objetivos nada cristianos, fulminando en una bula condenatoria a aquellos cristianos que, olvidándose de su misión espiritual, se habían dejado arrastrar por bajos apetitos materiales. No obstante, sin poder desprenderse de su antipatía hacia los cismáticos de Oriente, el Papa terminaba diciendo que “estos tristes sucesos indicaban que la mano de Dios castigaba a los griegos separados de la única verdadera Iglesia”.

LAS CRUZADAS DE LOS NIÑOSUna descabellada empresa mística que finalizó en el más absoluto fracaso y, lo que es peor, con la muerte de miles de pequeños alentados del más extraordinario e inconsecuente fervor.

ecenas de miles de niños, provenientes de Francia y Alemania, participaron en las cruzadas infantiles ocurridas en 1212. Pobres, sin armas, en abigarrada procesión, desfilaron por los

caminos y aldeas de la Europa medieval para tratar de conseguir lo que no habían obtenido sus mayores: la conquista del Santo Sepulcro. Casi todos murieron en el continente y unos pocos que lograron atravesar el Mediterráneo y desembarcar en territorio sarraceno sufrieron una suerte igualmente desdichada.

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La Cruzada de los Niños produjo impacto entre los contemporáneos de la Europa cristiana. Numerosos cronistas consignan el paso de los niños y la reacción, no siempre benévola, que hallaron durante su marcha. Algunos de ellos hablan del fenómeno como de una sola cruzada, pero los modernos historiadores coinciden en señalar que se trató de varios movimientos simultáneos, que se unieron en dos grandes expediciones, la francesa y la alemana, y cuya patética trayectoria puede relatarse separadamente.

“No hay apenas en la Edad Media, salvo sin duda el caso de Juana de Arco, una serie de hechos en que la historia se revele tan impregnada de mito, y en que el mito parezca también recubrir la historia por completo, como esas cruzadas infantiles que conmovieron a la cristiandad occidental durante el año 1212 tan profundamente, que los cronistas que omiten referirse a la Cuarta Cruzada hablan de esas pérdidas misteriosas”, dice el historiador francés Paul Alphandéry.

Una de las referencias más antiguas con que se cuenta es una crónica francesa:

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“En el mes de junio, un niño pastor llamado Esteban, que era del pueblo denominado Cloyes, decía que el Señor se le había aparecido en la figura de un pobre peregrino. Después de haber aceptado de él el pan, le dio unas cartas dirigidas al rey de Francia. Esteban se dirigió donde el monarca, acompañado por otros pastores de su edad. Poco a poco se formó en torno suyo una gran multitud, procedente de todas las Galias, demás de treinta mil personas”.

Todos los testimonios coinciden en que se trataba de niños pobres, pastorcillos o hijos de los aldeanos. Durante el camino se le unían miles y miles de personas. Poco a poco se agregaban los adultos: criados y criadas, campesinos, siervos, artesanos, pobres habitantes de las villas.

El rey de Francia, Luis VIII, no aprueba la aventura. Después de consultar a los maestros de la Universidad de París, ordena disolver las falanges infantiles.

Una parte obedece, pero la mayoría se reorganiza y prosigue la peregrinación.

A medida que progresa la marcha, los niños se organizan en grupos, encabezados por estandartes. No llevan alimentos, ropas ni dinero, y viven apenas de la limosna que les entregan los vecinos de las villas y ciudades por donde cruzan en su marcha iluminada hacia el Santo Sepulcro.

Cuando se les pregunta hacia dónde dirigen, contesta:

“Hacia Dios”.

En general, la Iglesia parece haberse opuesto a esta peregrinación. Los “Annales Marbacenses” dicen: “Como generalmente somos de una gran credulidad para tales novedades, muchos creyeron que esto procedía no de ligereza de espíritu, sino de devoción e inspiración divina. Les ayudaban, entonces, a sus gastos y les proveían de alimentos y de todo lo que era necesario. Los clérigos y algunos otros cuyo espíritu era más cuerdo, estimando este viaje vano e inútil, se declaraban en contra, a lo que los seglares se resistían con violencia, diciendo que su incredulidad y su oposición procedían de su avaricia más que de la verdad y la justicia”.

Durante la marcha se consignan numerosos otros testimonios que hablan de conmoción y de las disensiones que provocaba el paso de los animosos peregrinos por las ciudades francesas. En San Quintín se registró un hecho curioso, cuando una sentencia arbitral castigó por igual al Cabildo y a los burgueses. A los últimos por haber querido prestar ayuda a los peregrinos quitando los bienes a los canónigos, y al primero, por haberlo evitado.

A pesar de las penalidades de la larga caminata, del hambre, de las enfermedades y, en algunos casos, de la hostilidad pública, una parte importante de estos pequeños cruzados franceses logró arribar al puerto de Marsella.

Allí llegaron a un acuerdo con dos armadores que prometieron llevarlos a Siria. Miles de ellos se embarcaron en siete grandes bajeles. A los pocos días fueron sorprendidos por una furiosa tempestad y dos de las embarcaciones naufragaron cerca de la isla de Cerdeña, en la roca denominada Reclus. Todos los pasajeros se ahogaron.

Los cinco navíos restantes llegaron a Alejandría y Bujía. Allí los dos armadores, traicionando a los niños, los vendieron a los mercaderes y a los jefes sarracenos como esclavos.

Según Alberico de Troyes, que relata el fin de esta patética aventura, 400 de los pequeños cruzados fueron comprados por el califa.

Otro relato de la época dice que en 1230, es decir, dieciocho años después de la Cruzada de los Niños, Maschemuc de Alejandría “conservaba aún 700 que ya no eran niños, sino hombres en toda la plenitud de la edad”.

A los que quedaron en Marsella y otros que se desperdigaron durante la caminata, el Papa les ordenó que recibieran la cruz, pero que esperaran atravesar el mar y combatir contra los sarracenos cuando tuvieran la edad suficiente.

el pastor Esteban, que inició este vasto movimiento de los niños, hay pocas referencias concretas. Se sabe que casi inmediatamente después de aparecer con el mensaje que le

“ordenaba” dirigirse a Jerusalén para recuperar el Santo Sepulcro, se vio rodeado por la fe y la adhesión de miles de otros niños y, luego, por adultos que se agregaban a la extraordinaria caravana.

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Algunos de sus contemporáneos le atribuían milagros. Se le llamaba el pequeño profeta y el niño milagroso. Un cronista lo describe sobre una carreta adornada con alfombras, rodeado por una muchedumbre de grandes y pequeños adictos, que caminaban cantando himnos religiosos y enarbolando estandartes.

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Al mismo tiempo, otros niños, arrastrados por el ejemplo, comenzaron igualmente a predicar en los pueblo franceses y a reunir otros pequeños ejércitos de inocentes.

Nada detiene a estos muchachos que abandonaban todo y arrostran cantando los mayores peligros y penalidades, arrastrados por una suerte de mística vorágine hacia su desdichado destino final.

En el mismo año se produjo el mismo fenómeno colectivo en Alemania:

“Apareció un niño, cuenta un cronista, Nicolás de nombre, que reunió en torno suyo a una multitud de niños y de mujeres. Afirmaba que por orden de un ángel debía dirigirse con ellos a Jerusalén para liberar la cruz del Señor, y que el mar, como en otro tiempo al pueblo israelita, les permitiría atravesarlo a pie enjuto.”

Otro cronista dice que Nicolás llevaba una cruz sobre sí “que debía ser en él señal de santidad y de poder milagroso; no era fácil reconocer cómo estaba hecha, ni de qué metal”.

La gente hablaba sobre el poder milagroso de este niño y se unía a la caravana. Poco a poco, como en el caso de Esteban de Cloyes, una gran multitud se puso en marcha y atravesó la mitad de Europa hacia Génova, donde esperaban embarcarse.

Pero sólo una parte del grupo original llegó, en realidad, a la costa italiana.

En la primera parte del camino el paso de esta tropa irreflexiva suscitó oleadas de emoción y sentimiento popular. Se les socorría con gran liberalidad. Las ciudades a veces los esperaban para alimentarlos y hacían colectas para ayudarlos en la prosecución de su peligrosa ruta. Hubo también reacciones de violencia contra el clero, que trató de oponerse a esta marcha infantil hacia el Santo Sepulcro.

La hueste estaba integrada por niños de ambos sexos y, poco a poco, tal como ocurrió en el caso de la marcha de los infantes franceses, se agregaron personas mayores, sobre todo criados, criadas y campesinos. Se trata de un fenómeno que ocurrió frecuentemente en las cruzadas y que sería muy difícil de explicar hoy. La gente sencillamente dejaba sus ocupaciones, su familia, su vida común y corriente y tomaba la cruz, por lo general para ir a sufrir una suerte dura en tierras extranjeras.

Se había extendido, además, la firme convicción de que los niños conseguirían aquello en que habían fracasado sus mayores. Se trataba de una creencia absolutamente irracional, pero que quedó estampada incluso en las poesías populares:

“Nicolás, servidor de Dios, parte para la Tierra Santa.

Con los Inocentes él entrará en Jerusalén.”

Los niños alemanes que partieron de Colonia parecen haber seguido la ruta que va hacia Maguncia, Spira, Colmar, toda la orilla izquierda del Rin y los Alpes, para entrar en la Italia del norte.

En esta etapa del viaje el recibimiento no fue nada de amistoso. Numerosas pruebas habían caído ya sobre los niños, obligados a soportar sucesivamente el hambre, la sed, el calor y el frío. Unos pocos de ellos regresaron y otros murieron en la ruta.

Pero el empeñoso ejército de niños, sin embargo, seguía adelante.

Las poblaciones de la Italia del norte se mostraron, en general, hostiles a esta marcha. Muchos niños fueron capturados por los montañeses y convertidos en sirvientes. Otros fueron despojados de lo poco que llevaban.

La partida, muy disminuida, pero, a pesar de todo, compuesta por una siete mil personas, niños y adultos, encabezados por Nicolás, llegó a Génova. Los habitantes de la ciudad ordenaron, sin embargo, a los peregrinos que abandonaran inmediatamente el lugar.

Los motivos de la medida: “Porque estimaban, dice un cronista, que ellos se dejaban llevar más bien por la ligereza de su espíritu que por la necesidad”.

Había otros motivos más materiales. Se temía que el aumento súbito de la población fuera un motivo de encarecimiento del pan, en una ciudad con un abastecimiento alimenticio limitado. Creían, asimismo, los genoveses, que la multitud de peregrinos podía ser origen de disturbios. Por último, había un motivo de alta política, esgrimido por los notables. El emperador alemán estaba en pugna con el Papa, y los genoveses, en esta contienda, se ponían del lado de la Iglesia.

Fue un momento terrible para los miles de pequeños cruzados, que habían conseguido llegar hasta la costa luego de tremendas penalidades.

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La multitud, desanimada, se dispersó. Un grupo logró llegar a Roma, donde “se convencieron de su fervor inútil. Hubieron de reconocer que ninguna autoridad los sostenía”, como dice un historiador. “Comprometidos por su voto de cruzada, no podían ser relevados del cumplimiento del mismo, salvo los niños, que no habían alcanzado la edad de la discreción, y para ayudarles no encontraban a nadie, como no fuera por parte del Papa, que las señales de la más completa desaprobación. Habían cedido al impulso del milagro y según parece ya había pasado la edad del milagro”.

El regreso fue lamentable. En los “Annales Marbacenses” se dice que “volvieron hambrientos y descalzos, uno a uno y en silencio”.

Frustrada la “gran esperanza”, ya nadie les daba nada. Por el contrario, eran recibidos con hostilidad en todas partes. A fines de año, en el invierno, volvieron a atravesar los Alpes. Apenas unos pocos pudieron sobrevivir a esta última prueba, a través de los senderos intransitables, la nieve, la escarcha y el frío.

Otros pocos, demasiados desanimados para volver a su patria, se quedaron en las ciudades italianas, acampando en las plazas o los alrededores.

Los mismos “Annales” señalaban que ”una gran parte de ellos yacían muertos de hambre en las ciudades, en las plazas públicas, y nadie los enterraba”.

La población sedentaria se volvió abiertamente ahora en contra de ellos. Lo que al principio fue visto como una anarquía mística, la presencia en este ejército de muchachos y muchachas ahora se veía como una señal de deshonestidad y licencia.

Por otra parte, parece indudable que a las tropas de niños se unió un cierto número de gente indeseable, mujeres de mal vivir y hasta delincuentes comunes, cuya presencia, entre o detrás de los destacamentos infantiles, acabó por dar el golpe de muerte a este extraordinario movimiento que en su oportunidad emocionó y conmovió a toda Europa.

lphonse Dupront ha tratado de explicar este movimiento casi misterioso. En primer lugar, ¿qué pensaron los contemporáneos?A

“Todos notan, en su lengua asombrada, el prodigio: “Esta cosa inaudita en el curso de los siglos...” El prodigio es sensible a todos. Todos se asombran. Pero este asombro no es más que muy rara vez admiración y simpatía. El prodigio no es el milagro. Únicamente Alberico de Troyes hablará de “esta expedición milagrosamente llevada a cabo”. Richter de Sénones es el único que se apiada del desastre de estas tropas de niños y deja oír, al evocarlas, las lamentaciones de Jeremías: “Los niños han pedido pan y no ha habido persona que se los dé”.

El redactor de la Crónica de San Medarno de Soissons escribe: “Algunos afirman que antes de producirse esa extraña partida de niños, cada diez años los peces, las ranas, las mariposas, los pájaros, habían partido de la misma manera, cada uno según el orden y la estación de su especie”.

Dice Dupront:

“La historia, por lo demás, se muestra poco preocupada por explicar el fenómeno singular de las expediciones infantiles. Los historiadores que han presentido su originalidad observan inmediatamente lo extraordinario que hay en ellas al compararlas, sin más, a las procesiones generales, ordenadas por Inocencio III en 1212, para obtener del cielo la paz de la Iglesia universal y el éxito de los ejércitos cristianos contra los sarracenos de España. Todos, sin excepción, están invitados a unirse en la procesión, sin que nadie pueda excusarse”. Levantamiento en masa que no puede menos que emocionar a los espíritus en que las procesiones celebraban.

os vías de explicación pueden permitir aclarar la significación histórica de estas partidas. Una completamente externa; en efecto, esas procesiones infantiles no son en la historia de la

Edad Media una singularidad sin precedente; desde hace menos de un siglo se desarrolla en el país normando, en particular la “Cruzada Monumental” de los penitentes constructores, que, arrastrando pesadas carretas cargadas de herramientas, de piedras y de morteros marchan para ayudar a levantar o a restaurar no pocos lugares del culto de la religión de Chartres o de Caen, y al atravesar un río se detienen junto con sus carros, se ponen en oración y pasan, si no a pie enjuto, al menos vadeando...

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Algunas de estas piadosas procesiones estaban compuestas de elementos diversos: hombres, mujeres y niños, pero otras lo estaban únicamente de niños, y nada se asemeja más a las cruzadas infantiles que estas columnas de jóvenes penitentes que llegan, desafiando los riesgos del camino, con cirios y estandartes al frente, entonando cánticos.

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Haimon de Saint-Pierre-sur-Dive, que ha descrito en su abadía la obra de los penitentes constructores, nos descubre detalles sorprendentes. En primer lugar, el hecho de que los niños se flagelaran, invocando la piedad de la Virgen para los enfermos.

Los jóvenes penitentes de Saint-Pierre-sur-Dive, que muestran la sangre de sus hombros desgarrados ante el altar de los Inocentes, se comparan con las huestes infantiles que sucumbieron bajo los golpes de los soldados de Herodes y las cruzadas infantiles llevan la marca constante de esta identificación. Cuando el Papa Gregorio IX erige una capilla en la isla de San Pietro, en la costa de Cerdeña, cerca del lugar donde se destrozaron los navíos de los armadores marselleses cargados de peregrinos infantiles, la dedica a “los nuevos Inocentes”.

¿Rito litúrgico o rito de sacrificio? Como los Inocentes de la Natividad, los niños se ofrecen como primeras víctimas. “Lo que quiera Dios hacer de nosotros, lo aceptaremos con toda alegría”. Claramente el canto de marcha celebrará la redención por medio de la sangre. El sacrificio de los niños se ofrece por la salvación de la cristiandad entera.

Dupront dice también:

“Si bien hay en la Cruzada de los Niños una manifestación de sacrificio, el espíritu pasivo de población no parece, sin embargo, prevalecer. Por el contrario, Nicolás lleva la cruz de la victoria; esos niños quieren la victoria, así como saben que no depende más que del milagro, el de su cruzada misma. Jerusalén ha sucumbido por los pecados de los grandes y de los orgullosos. La reconquista de los Santos Lugares no puede esperarse ya más que del milagro, y el milagro no puede producirse ya más que en favor de los más puros: de los niños y de los pobres”.

En conclusión, para Dupront, por medio de los niños y de su sacrificio, “se logra la renovación de la idea de la cruzada y, con más seguridad aún, su continuidad”.

CRUZADAS COMPLEMENTARIAS. Casi un siglo de lucha infructuosa.Desde 1213 hasta 1291 se realizaron cuatro cruzadas que, aparte de significar la pérdida de miles de vidas, no obtuvieron resultado práctico alguno.

a guerra por Tierra Santa, declarada en 1095 y que diera origen a las cuatro grandes cruzadas, arrojó resultados importantes para su época, si bien el Santo Sepulcro permaneció a

la postre en manos de los musulmanes. En una renovada tentativa por liberar los Santos Lugares fueron predicadas nuevas cruzadas, siendo la más descabellada de todas la Cruzada de los Niños. Estas Cruzadas Complementarias, destinadas a salvar de la completa ruina al reino de Palestina, surgieron a raíz de la trágica suerte corrida en 1212 por 50 mil niños de Alemania y Francia, pero desde 1215 y hasta 1291, en que terminan las cruzadas, cada vez resulta más difícil despertar interés entre los reyes y pueblos de Europa por la marcha hacia Oriente. Tal vez aquí resida el motivo principal por el cual las llamadas Cruzadas Complementarias resultaran totalmente estériles en cuanto a consecuencias prácticas.

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QUINTA CRUZADA todos los países católicos, incluso Irlanda y Noruega, fue mandada en 1213 una legión de predicadores. El cardenal de Courzon, secundado por Jacobo de Vitry, encabeza el grupo de

legados y obispo que predicaba la guerra sagrada. En 1215, en Roma, fue convocado el solemne Concilio de Letrán, que resolvió iniciar la nueva cruzada, fijándole la fecha del 1.° de junio de 1217. El clero recibió orden de entregar la vigésima parte de sus ingresos y, por su lado, Inocencio III donó 30 mil marcos de plata. Tres fueron los reyes que tomaron inicialmente el voto de la cruzada: Juan Sin Tierra, rey de Inglaterra; Federico II, rey de Sicilia y futuro emperador de Alemania, y Andrés II, rey de Hungría. Por su parte, Felipe II Augusto, rey de Francia, destinó algo de sus rentas para la cruzada, la que fue favorecida por el Concilio XII de Letrán.

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Cuando comenzaban a hacerse los preparativos de la Quinta Cruzada murió en 1216 Inocencio III y pocos meses después fallecía también Juan Sin Tierra. Federico II, ocupado en distintos problemas políticos de orden interno, tanto en sus dominios sicilianos e italianos como en la propia Alemania, procuraba eludir la cruzada con los más variables pretextos. En cuanto a la masa de caballeros y príncipes alemanes, todos ellos preferían saquear y asesinar en las ricas tierras eslavas del Elba, del Oder y del Báltico Oriental. Tampoco los caballeros de Inglaterra y de Francia revelaban mayores deseos de emprender una nueva marcha a ultramar. No veían provecho alguno en las difíciles campañas de Oriente y preferían dirigirse a Grecia, para apropiarse de sus feudos con mayor facilidad. En general, los tiempos habían cambiado. Con el fortalecimiento del poder real, los nobles descendientes de los “sin ropa” y de los “sin bienes” entraban al servicio de los ejércitos del rey, lo que a más de honroso era provechoso. Pese a todo, el nuevo Papa, Honorio III, continuó la obra de su predecesor y consiguió realizar la cruzada.

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En el verano de 1271, Andrés II, rey de Hungría, consiguió reunir un ejército bastante importante y emprendieron la marcha hacia el Oriente, embarcándose en el puerto de Sapalatro, en Dalmacia. En esta Quinta Cruzada (1217-1221) participaron también Guillermo de Holanda, el duque Leopoldo VI de Austria, algunos príncipes de Alemania Meridional y gran número de señores alemanes y bávaros acompañados de sus vasallos. Andrés II fue el jefe de la expedición que de Sapalatro se dirigió a Chipre, donde se le unieron otros cruzados que habían llegado de Brindis, Génova y Marsella, y unidos todos a Lusiñán, rey de la isla, desembarcaron en Tolemaida. El ataque que planearon no fue muy enérgico, a consecuencia de la falta de víveres. Los cruzados fueron recibidos en Siria con bastante frialdad. Los francos de Siria no necesitaban de la cruzada: en el transcurso de casi 20 años habían entablado un comercio pacífico con Egipto y la guerra sólo podía perjudicar sus intereses económicos. No obstante, los cruzados ganaron una batalla a Malek-Adel, quien murió al poco tiempo de dividir entre sus hijos los Estados que poseía, dando a Malek-Kamel el Egipto, a Moadham la Siria y la palestina, y a Aschraf la Mesopotamia.

Los cruzados húngaros y alemanes permanecieron en Acre un año sin resultado alguno, procurando realizar incursiones al interior del país sobre Damasco y otras ciudades, pero todas fueron estériles. La mayoría de los holandeses, embarcados en 300 naves, se había demorado por luchar contra los emires de España Meridional, y recién en abril de 1218 llegaron a Acre. El ejército de los cruzados atacó el Monte Tabor, aunque sin resultado. Las discordias no tardaron en estallar, y Andrés II, convencido de la inutilidad de la empresa y sin prestar atención a la excomunión proclamada en su contra por el patriarca católico de Jerusalén regresó a su patria después de visitar los Santos Lugares.

Los guerreros llegados de España a Palestina animaron a los cruzados a emprender una campaña contra Egipto, que era a la sazón el verdadero centro del poder musulmán. Desde el comienzo de la Cuarta Cruzada se proyectaba su invasión, por lo que la idea fue respaldada por el cardenal legado Pelagio; Juan de Briena, rey titular de Jerusalén, y el duque de Austria. Como objetivo del ataque fue elegida Damieta, ciudad-fortaleza competidora en importancia comercial de Alejandría. Por su ubicación en uno de los brazos del Nilo representaba la llave de Egipto. Damieta estaba rodeada por un triple cinturón de muros y defendida por una potente torre, construida en una isla en medio del Nilo. Un puente unía la torre a la ciudad y gruesas cadenas de hierro impedían la entrada a Damieta por el río.

Un año y medio duró el asedio a Damieta. Al principio, los cruzados supieron convertir sus naves en máquinas para el sitio, dotadas de grandes escaleras de asalto que les ayudaron a posesionarse de la torre. Los esfuerzos de sus adversarios, sumados al desborde del Nilo y a las epidemias que empezaron a azotar a los cruzados, contribuyeron a detener sus éxitos. Por varios meses la situación se mantuvo estacionaria. En la primavera y verano de 1219 numerosos cruzados, entre ellos el duque de Austria, emprendieron el regreso a Europa. Otros, sin embargo, prosiguieron obstinadamente el sitio de Damieta. En la ciudad, rodeada por todas partes por el ejército cruzado, se hacía sentir el hambre. Malek-Kamel, sultán egipcio, procuró salvar la ciudad, ofreciendo a los cruzados, a cambio de que levantaran el sitio, entregarles el reino de Jerusalén en sus límites de 1187, devolverles las reliquias sagradas, entre ellas la Cruz de Cristo tomada oportunamente por Saladino, y abonar una importante contribución.

El jefe del ejército cruzado, el legado papal Pelagio, opinó que no podía acordarse una paz con los árabes y que era necesario conquistar Damieta y luego todo Egipto. Los tres grandes maestros de las órdenes espirituales de los caballeros y algunos otros jefes de la cruzada apoyaron la opinión del cardenal. La entrega de Jerusalén no les satisfacía. Las proposiciones de paz del sultán fueron rechazadas. A comienzos de noviembre de 1219 los cruzados tomaron Damieta por asalto, pasándola a sangre y fuego y apoderándose de riquísimos tesoros. El botín tomado valía varios centenares de miles de marcos. Sin embargo, este éxito fue de una duración efímera, y comenzaron las divergencias entre los vencedores. Juan de Briena, rey de Jerusalén, que se encontraba entre los cruzados, reclamó la inclusión de Damieta en sus dominios. El cardenal Pelagio se opuso a estas pretensiones, señalando que la Iglesia Católica debía conservar para sí todo lo conquistado. Tampoco existía un acuerdo sobre las acciones bélicas posteriores. El legado papal exigía la inmediata marcha sobre el Valle del Nilo, pues creía que por el hecho de que el sultán Malek-Kalem hubiera pedido la paz, la conquista de Egipto no sería difícil.

El cardenal Pelagio ordenó al ejército que se encaminara a El Cairo, desoyendo los consejos y la opinión de los hombre de guerra que lo acompañaban. Sin embargo, no encontró apoyo en la mayoría de los caballeros, que advertían la insuficiencia de sus fuerzas para una empresa de tal envergadura. Pelagio buscó con urgencia aliados para la conquista de Egipto, y en la primavera de 1221 empezaron a llegar nuevos destacamentos de peregrinos, principalmente desde Alemania Meridional. Mientras tanto, el sultán Malek-Kamel se había fortificado algo al sur de Damieta, en las cercanías de la ciudad de Mansura, y simultáneamente renovó sus proposiciones de paz a los cruzados. Aunque en el ejército de los cruzados se hacían oír opiniones que procuraban

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convencer a sus jefes de la conveniencia de aceptar las condiciones de los adversarios, que cedían la Ciudad Santa y el Santo Sepulcro, por segunda vez se contestó al sultán con una negativa. Felipe II Augusto, al enterarse de que los cruzados habían tenido la oportunidad de recibir “un reino a cambio de una ciudad” y habían rechazado la oferta, no pudo contenerse y los tildó de “estúpidos y mentecatos”.

A mediados de junio de 1221 los cruzados iniciaron la ofensiva contra Mansura. Al mismo tiempo comenzó el impetuoso desbordamiento del Nilo, que inundó el campamento de los cruzados. Los musulmanes, preparados con anticipación para recibir el desbordamiento de las aguas, cortaron a los cruzados su retirada. Cuando las asustadas huestes del legado papal procuraron buscar su salvación en una desordenada fuga hacia Damieta, las topas egipcias les cortaron el paso con una lluvia de flechas, hostigándolos tanto de día como de noche. Para evitar que su ejército fuera aniquilado, los cruzados se vieron obligados a negociar la paz con Malek-Kamel, concertándose un acuerdo final el 30 de agosto.

Los cruzados debieron restituir la ciudad de Damieta, de la que se retiraron a principios de septiembre de 1221. Perdida Damieta, el ejército cruzado derrotado totalmente desocupó Egipto. Con el sultán egipcio fue firmada una paz de ocho años, y así se puso fin a la Quinta Cruzada, cuyos míseros resultados debilitaron aún más en Occidente el entusiasmo de antaño por las cruzadas. Entre las causas del mal éxito de la empresa se señaló el haber faltado a sus promesas Federico II, la poca previsión del cardenal legado Pelagio y la impericia de los jefes que dirigían la expedición.

SEXTA CRUZADAespués de la ascensión de Federico II al trono del Imperio Romano, cobró nueva fuerza la lucha en su contra iniciada por el Papado. La sede apostólica se consideraba amenazada por

la política italiana del Hohenstaufen, nieto de Federico I Barbarroja, y se le hizo cargar la culpa del fracaso de la Quinta Cruzada. Federico II, en 1215, había prometido participar en la cruzada y había esquivado luego el cumplimiento de su promesa. El Papa Honorio III predicó la Sexta Cruzada, y nuevamente prometió asistir Federico II, el que fue amenazado de excomunión en caso de demorar su marcha hacia el Oriente. Luego de prometer al Pontífice que recuperaría el tiempo perdido, se fijó para 1225 la realización de la nueva cruzada.

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Para activar la expedición llegaron a Italia los maestres de los templarios, hospitalarios y teutónicos, el patriarca de Jerusalén y el mismo Juan de Briena, que recorrió los Estados de Europa pidiendo socorros. Todo se esperaba de Federico, al que se comprometió con Yolanda, hija de Juan de Briena y heredera del trono de Jerusalén. En los puertos de Sicilia e Italia comenzó la construcción de 50 grandes naves especialmente acondicionadas para el transporte de un ejército ecuestre, pero la indiferencia popular hizo que en la primavera de 1225 Federico II no reuniera la cantidad de gente suficiente para una campaña de ultramar. Además, la situación en Italia Meridional demandaba la presencia del emperador.

La iniciación de la cruzada quedó aplazada para 1227, con la aprobación papal luego que Federico II se comprometiese a abonar en esa fecha cien mil onzas de oro al patriarca católico de Jerusalén, para las necesidades de Tierra Santa. En 1225 se casó con Yolanda y manifestó su pretensión sobre el trono de Jerusalén, discutiendo con Juan de Briena. En su mente tenía un plan para apoderarse de su nuevo reino, interviniendo en la guerra del sultán egipcio contra Damasco. La oportunidad se le presentó en 1226, cuando Malek-Kamel le ofreció una alianza. El emperador alemán inició las negociaciones con Egipto, aunque empeoraran sus relaciones con Roma.

En 1227 culminaron los preparativos de la Sexta Cruzada. Este verano el ejército cruzado acampaba cerca de Brindis y una parte viajaba en barco hacia Siria. Ante la insistencia de Gregorio IX, el octogenario Papa que sucedió a Honorio III, Federico II encabezó el ejército cruzado compuesto de varias decenas de miles de hombres, reclutados principalmente en Alemania y parcialmente en Francia, Inglaterra e Italia. A raíz de los grandes calores y la falta de provisiones, estallaron fuertes epidemias. Dos días después de embarcarse en Brindis, Federico II se enfermó y resolvió regresar, lo que ocasionó la dispersión de un numeroso ejército que había ido ya a Palestina. La cruzada fue nuevamente postergada.

El Papa excomulgó a Federico II como a un enemigo mal intencionado de la religión de Cristo, por su informalidad, y en castigo por haber faltado a sus compromisos, ocasionando con ello grandes males. Para contrariar a Gregorio IX, el emperador excomulgado emprendió en el verano de 1228 el viaje desde Brindis a Siria acompañado de 600 caballeros, a bordo de 20 galeras. Federico II había aceptado las proposiciones del sultán Malek-Kamel de que le ayudase en su empresa de apoderarse de los Estados de su hermano Moadham. El Papa prohibió la Sexta Cruzada, señalando que el objetivo del “servidor de Mahoma” era “raptar el reino de la Tierra Santa”. La posición del Papado sólo podían disminuir las posibilidades de éxito de la cruzada, pero el

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emperador perseguía objetivos netamente políticos: teniendo en vista el título de rey de Jerusalén, la cruzada le permitiría crear el imperio “mundial” de los Hohenstaufen.

La excomunión que sobre él pesaba y la desaprobación de la expedición por el Papa fueron causas de que Federico II fuese desobedecido por los caballeros de las órdenes militares, rechazado por el clero y despreciado por los fieles de la Tierra Santa. Pero el emperador siguió adelante y llegó a Siria. En Jaffa, en septiembre de 1229, concertó un tratado de diez años con Malek-Kamel, aprovechándose de las divergencias feudales de los musulmanes y de la lucha del sultán egipcio con su sobrino, emires de Damasco, por el dominio de Siria y Palestina. Federico II aseguró al sultán su ayuda contra todos sus enemigos (presumiblemente también contra los príncipes de Antioquía y de Trípoli y las órdenes religiosas de caballeros), mientras Malek-Kamel concedió Jerusalén al emperador, con excepción del barrio de la mezquita de Omán, Belén, Sidón, Nazaret y otras ciudades de Palestina, formando una faja de territorio para los cristianos desde Acre a Jerusalén. Además fueron firmados con Egipto ventajosos contratos comerciales.

Un mes después Federico II (que había enviudado en 1228) entró en Jerusalén, sin más acompañamiento que los barones alemanes y los caballeros teutónicos, colocándose él mismo la corona de sus reyes, pues el clero católico se negó a realizar la ceremonia de coronación. El patriarca católico decretó la interdicción sobre la Ciudad Santa y prohibió la celebración de oficios religiosos mientras permaneciera en Jerusalén el excomulgado emperador. El Papa acusó a Federico II de haber traicionado al cristianismo y mandó sus tropas a invadir los dominios en Italia Meridional del “libertador del Santo Sepulcro”. El emperador regresó urgentemente a Italia, ofreciendo resistencia armada a los ejércitos del Pontífice y derrotando a las fuerzas papales. En 1230, de acuerdo a las cláusulas de paz de Saint-Germain, Gregorio IX levantó la excomunión a Federico II y al año siguiente ratificó todos los tratados celebrados por el emperador con los musulmanes, ordenando a todos sus prelados de Tierra Santa, así como a los caballeros templarios y hospitalarios, conservar la paz con Malek-Kamel.

La Sexta Cruzada (1227-1229) es llamada también “la Cruzada Diplomática”, pero sus resultados prácticos no fueron duraderos. Después de ausentarse Federico II comenzaron las divergencias entre los señores feudales con dominios en Oriente. A raíz de un prolongado conflicto con el Papado, por su ofensiva contra las ciudades lombardas, por 1237 fue nuevamente excomulgado el emperador. La ciudad de Jerusalén fue tomada por los turcos, al expirar en 1239 la tregua que se había concertado. Ese año, el Papa intentó una nueva cruzada, pero sólo Teobaldo V, rey de Navarra, y otros caballeros, como el duque Hugo de Borgoña, al frente de destacamentos cruzados, llegaron por mar a Siria, concertando allí una alianza con el emir Ismael, de Damasco, uno de los más poderosos príncipes musulmanes. Sin embargo, el sultán Asal Eyub, de Egipto, los derrotó cerca de Ascalón. En 1240, Ricardo de Cornuailles, quien había pasado al Asia al frente de un poderoso ejército, recobró Jerusalén. Más tarde, Malek-Sadel, hijo y sucesor de Malek-Kamel, para vengar la reconquista de Jerusalén por los cristianos, se alió con los carismitas (turcos del Kharizmio). En las filas cruzadas había crueles divergencias entre los cruzados, los templarios y hospitalarios, y el rey de Navarra y demás jefes de la cruzada habían regresado a su patria.

En septiembre de 1244 el sultán egipcio Malek-Sadel, a la cabeza de diez mil guerreros ecuestres, tomó Jerusalén, degollando a toda la población cristiana de la ciudad, tras derrotar a los cristianos y sus aliados, los sultanes de Edesa y Damasco, en la batalla de Gaza, devastando todo el país. El Santo Sepulcro pasaba así a poder de los musulmanes en forma definitiva.

SÉPTIMA CRUZADAl fracaso de la anterior expedición a Tierra Santa y el haber sido tomadas Jerusalén y Palestina (excepto Jaffa) por los carismitas llamados por el sultán de Egipto, alarmaron al

Papado. El Concilio de Lyon, en 1245, resolvió organizar una nueva cruzada de acuerdo con los deseos de Inocencio IV. Sin embargo, otra vez Federico II, denominado “el sultán de Sicilia”, era blanco de la ira papal, y los que habían prometido luchar por el Santo Sepulcro fueron obligados a participar en la guerra contra el emperador. Tal como antes, el lema de la cruzada fue acompañado de gravámenes financieros, pero los predicadores utilizaban en beneficio propio las sumas reunidas para la liberación de Jerusalén. Por su parte, los campesinos veían desaparecer los estímulos para viajar a ultramar. Si bien la opresión feudal no aminoraba en el siglo XIII, disminuían las calamidades por lo que los campesinos de Europa podían hallar refugio y trabajo, mientras en Oriente les esperaba solamente la muerte o la esclavitud. Los caballeros tampoco manifestaban deseos de verter su sangre en las arriesgadas cruzadas. El rey de Inglaterra, Enrique III, declaró francamente a los legados papales que los predicadores de las cruzadas habían engañado a sus súbditos en muchas oportunidades y que no se dejarían engañar nuevamente.

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A pesar del fracaso inicial, Inocencio IV consiguió organizar en 1248 la Séptima Cruzada (1248-1254), con la participación de un número limitado de caballeros, principalmente franceses y algunos ingleses. Los franceses ingresaron influidos por el rey Luis IX, venerado hoy en los altares, quien prometió hacerse cruzado si sanaba de una grave enfermedad que padecía. Habiendo recuperado la salud, se dispuso a cumplir su voto ataviado con modestas vestimentas de peregrino, y su ejemplo fue seguido por sus hermanos, los condes de Artois, Porou y Anjou, y los primeros prelados y señores. Luis IX encabezó la cruzada esperando tener grandes beneficios para su reino en el caso de alcanzar el éxito, y como la Iglesia Católica canonizó posteriormente al monarca, la Sétima Cruzada recibe también el nombre de Primera Cruzada de San Luis Rey de Francia.

El rey se embarcó en el puerto de Aguas Muertas, junto con 40 mil hombres y 2800 caballos, tomando el rumbo de la Quinta Cruzada. Al igual que el cardenal Pelagio, resolvió asestar el golpe a los musulmanes en Egipto. El invierno de 1248 lo pasaron en la isla de Chipre, pero estalló la peste y numerosos cruzados perecieron, otros se volvieron a sus casa y los demás quedaron en la miseria. Federico II, cuya promesa de tomar la cruz a cambio de que se le absolvieses fuera rechaza por el Pontífice, remedió la crítica situación de los cruzados enviándoles una remesa de granos. Luis IX, estando en la isla de Chipre, entabló negociaciones con los mongoles-tártaros, a fin de que dirigieran sus fuerzas contra los sarracenos, siguiendo el ejemplo del cardenal Pelagio, en 1220, cuando buscó con urgencia aliados.

A comienzos de junio de 1249 algunos miles de caballeros desembarcaron en la boca del Nilo próxima a Damieta, que sus habitantes cedieron casi sin combatir. Siguiendo la costumbre, los conquistadores se apoderaron de un rico botín y luego de esperar por los rezagados y los nuevos refuerzos que debían llegar de Francia, en el otoño se dirigieron hacia el sur, sitiando la ciudad de Mansura. Los musulmanes se defendieron tenazmente. Tres torres de asalto construidas por los cruzados fueron destruidas por el fuego de los adversarios. El sultán de Egipto propuso la paz, prometiendo entregar a los cruzados el reino de Jerusalén, pero no accedió a ello Luis IX, aconsejado por sus hermanos. Finalmente, en los primeros días de febrero de 1250, pudieron irrumpir en Mansura. No obstante, los musulmanes encerraron rápidamente a los invasores dentro de la misma ciudad, y aquellos caballeros que no habían alcanzado a penetrar en la fortaleza fueron aniquilados. Varios centenares de guerreros murieron, entre ellos el conde Roberto Artois, hermano del rey Luis IX.

El triunfo resultó desastroso para los cruzados, pues sus fuerzas quedaron debilitadas. A fines de febrero los egipcios hundieron la flota cruzada frente a Mansura y separaron a los caballeros bloqueados en esta ciudad de sus compañeros de Damieta, base de abastecimientos. Amenazados de morir de hambre y diezmados por las enfermedades, en especial el escorbuto, emprendieron la retirada por mar y tierra de Mansura, siempre hostigados por sus adversarios. Una gran cantidad de caballeros y escuderos cayó prisionera, entre ellos el mismo Luis IX y sus dos hermanos. En el cautiverio mostró serenidad y resignación. Su libertad y la de los nobles que le acompañaban la logró el sultán Malek-Mohadan II mediante la entrega de Damieta más un millón de besantes de oro, pacto que fue respetado por el jefe de los mamelucos que ocupó el trono de Egipto después de haber sido asesinado el sultán.

A pesar de los consejos de regresar a la patria, formulados por la mayoría de los nobles, Luis IX resolvió continuar la cruzada. Utilizando todos los medios posibles, los restos de las fuerzas cruzadas se habían concentrado en Acre, donde esperaron inútilmente refuerzos desde Francia. Condes, duques, barones y caballeros desoyeron los llamados, pero en cambio los siervos, en 1251, arengados por un viejo monje llamado “el maestro de Hungría”, se sublevaron contra el poder feudal. Estos “cruzados” sublevados se hacían llamar “pastorcitos” y en número de 100 mil se dirigieron a París y Orléans, matando en su camino al sur a ricos, curas, frailes, pues de acuerdo a los fanáticos discursos del predicados, “Dios no protegía ni concedía su gracia a los nobles, y correspondía a los pobres salvar a Jerusalén”.

El rey Luis IX y los restos de su ejército no consiguieron recibir ayuda desde Francia. Por espacio de cuatro años, el monarca estuvo en Palestina, rescatando esclavos cristianos, fortificando las plazas que le quedaban y pacificando a los cruzados, pero al encontrar una recepción hostil de parte de los francos de Siria, y habiendo recibido la noticia de la muerte de su madre, el rey abandonó Acre en la primavera de 1254 y regresó a Francia, dejando una reducida tropa en el Oriente.

OCTAVA CRUZADAesde la segunda mitad del siglo XIII, las colonias sirio-palestinas de los cruzados, divididas por una intensa lucha político social, se encaminaban rápidamente al fin. Los príncipes y

demás gobernantes se hostilizaban permanentemente, entrando en alianza con los diversos D

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príncipes musulmanes. Los templarios y hospitalarios se destruían mutuamente. Los venecianos, genoveses, pisanos y provenzales desataban constantes guerras comerciales, involucrando tanto a los feudales como a las órdenes religiosas. Una guerra particularmente ruinosa, iniciada por los genoveses, provocó entre 1256 y 1258 la muerte de 20 mil personas en Acre. Desde la cuarta década del siglo XIII, los mongoles se habían hecho presente: en vísperas de la Quinta Cruzada devastaron el principado de Antioquía y después se posesionaron por breve tiempo de las regiones del interior de Siria. Pero el principal peligro procedía de Egipto, donde sus gobernantes supieron en 1260 disminuir la amenaza mongólica en Siria. El sultán mameluco Bibares volvió a unir bajo su mando a Egipto y Siria y resolvió acabar con las colonias de los francos de Siria y Palestina. En 1265 Bibares se apoderó de Cesarea y Arsur, y en 1268, de Jaffa, tomando en Mayo del mismo año Antioquía, la más rica ciudad de los cruzados.

La Octava Cruzada (1270) fue la segunda emprendida por Luis IX y constituyó el último esfuerzo de la Europa cristiana por salvar el reino de Jerusalén, o por lo menos retardar su completa ruina. Los preparativos duraron tres años, motivando la cruzada las guerras que los mamelucos hacían a los cristianos de Palestina, así como las revueltas de Bizancio, que recuperaron los griegos. El rey de Francia se embarcó en Aguas Muertas como la primera vez, pero el objetivo no fue Siria ni Egipto, sino Túnez. La decisión se adoptó en una junta militar en Cagliari, Cerdeña, y obedeció a una promesa de hacerse cristiano del emir mahometano de Túnez, Muley-Mostansah, con lo cual podrían ganar un aliado en la guerra contra Egipto. Por su parte, el hermano del rey, Carlos de Anjou, que pocos meses antes conquistara el reino de Sicilia a los débiles herederos de Federico II, esperaba de esa manera verse libre de los piratas tunecinos y obtener el pago de tributos de Muley-Mostansah.

El 17 de julio de 1270 desembarcaron los cruzados en la costa tunecina. Después de haber tomado la fortaleza de Cartago se dispusieron a esperar la llegada de los refuerzos, al mando de Carlos de Anjou, pues ya habían comprendido la falsedad de las promesas de Muley-Mostansah. El emir de Túnez recurrió a Egipto, y el sultán Bibares movilizó el ejército en su ayuda. Mientras tanto, sobre los cruzados cayeron los avasalladores calores africanos y las epidemias, contándose entre las víctimas el hijo del rey, el legado pontificio y otros señores. Luis IX, atento a los apestados, procuraba aliviarles y prodigarles cuidados, pero fue víctima del contagio y murió el 25 de agosto, “con fortaleza y conformidad cristiana”. La cruzada quedó totalmente desorganizada, pero en el momento en que expiraba el rey llegaron las tropas de Carlos de Anjou y de Felipe el Bravo, sucesor de Luis IX, además de Teobaldo de Navarra.

Los cruzados libraron con éxito varios combates contra Muley-Mostansah, pero limitaron sus acciones en vista de que Carlos de Anjou consideraba inútil la continuación de la guerra contra Túnez. A fines de octubre fue firmada la paz con el emir, y según este tratado, Muley-Mostansah debía renovar y duplicar el pago de tributos al rey de Sicilia, expulsar de Túnez a los gibelinos allí refugiados y retribuir los gastos militares sufridos por los reyes cristianos, correspondiendo el tercio de las 200 mil onzas de oro al propio Carlos de Anjou. La principal cláusula del convenio fue la que garantizaba la seguridad en Túnez de los comerciantes súbditos del reino de Sicilia. Como lo expresaban los correspondientes artículos del convenio, los comerciantes en los dominios del emir “se encontrarían bajo la protección de Dios, tanto ellos como sus bienes, al llegar al país, durante su permanencia en el mismo y al realizar sus negocios”. Obligaciones análogas aceptaba también la otra parte contratante. En consecuencia, este convenio creaba garantías definidas para el normal desarrollo del comercio entre Túnez y Sicilia. Otro de los puntos señalaba la libertad de los cautivos, y que los cristianos podían residir y levantar templos en todas las ciudades de Túnez.

Tal fue el principal resultado de la octava y última cruza. Una vez conseguido esto, Carlos de Anjou se embarcó con el ejército, pero una tempestad causó el hundimiento de numerosas naves, pereciendo cuatro mil cruzados. Como el rey de Sicilia propusiese a los franceses la conquista de Grecia y ellos se negasen, les confiscó las naves y sus efectos.

Todavía el Papa Gregorio IX planteó la necesidad de una nueva cruzada en el Concilio de Lyon, en 1274. Sin embargo, su llamamiento no tuvo acogida. Pese a que Rodolfo de Habsburgo ofreció cruzarse, no hubo voluntarios suficientes para luchar por el Santo Sepulcro. Mientas, uno tras otros fueron destruidos por Egipto los últimos dominios de los francos en el Oriente. En abril de 1289 las tropas del sultán Kelaún tomaron Trípoli, y dos años más tarde, en Mayo de 1291, cayó Acre, convertida en ruinas. A los cristianos sólo les restaba Tolemaida, y aún esta ciudad perdieron en 1291, no obstante haber acallado sus discordias para defenderse heroicamente. Había terminado el movimiento de las cruzadas y también el reino de Jerusalén dejaba de existir.

La caída de Acre en poder de los musulmanes pone fin a las cruzadas, casi dos siglos después de que el Papa Urbano II, en el Concilio de Clermont, en 1095, llamara a “una guerra santa por Tierra Santa contra los infieles musulmanes”. Después de 1291 los cruzados se mantuvieron un tiempo bastante largo únicamente en la isla de Rodas, donde a comienzo del siglo XIV se establecieron los hospitalarios, y en la isla de Chipre, donde en la Tercera Cruzada se habían establecido los

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caballeros francos, los eclesiásticos y los negociantes. Los turcos osmanlí conquistaron Rodas, y en 1570 el reino de Chipre, que desempeñaba un importante papel en el comercio mediterráneo. Aunque surgieron en diversos períodos de la historia expedicionarios interesados en acabar con el Islam, cuando intentaron persuadir a Luis XIV a conquistar el Egipto, el ministro Pomponne respondió que las cruzadas habían dejado de estar de moda en Europa, desde la muerte de San Luis, en 1270. Ese acontecimiento puso fin a la Octava Cruzada, y con ella a las Cruzadas Complementarias.

LOS HOMBRES DE LA CRUZ Y DEL ISLAMHombres de gran valor y de no menor crueldad lucharon en ambos bandos y sus hazañas dieron la medida de las pasiones durante las cruzadas

n los dos siglos que duraron las cruzadas hubo numerosos personajes que se destacaron en ese clima de misticismo, renunciamientos, guerras, traiciones y cambios de fortuna, y que han

quedado hasta hoy en la historia y la leyenda.EEntre ellos se encuentran San Luis, rey de Francia, que encabezó dos cruzadas y murió víctima de la peste en su campamento en las costas africanas; el pastorcillo Esteban de Cloyes que encendió el fervor de la Cruzada de los Niños, una patética marcha infantil a través de Europa que terminó en el desastre; Pedro de Amiens, el eremita que recorrió Francia montado en una mula predicando la guerra contra los infieles; Federico Barbarroja, el poderoso emperador alemán, ahogado en un río cuando se aprestaba a conquistar la Tierra Santa, y, entre muchos otros, Ricardo Corazón de León, además del gallardo y noble Saladino, entre las filas musulmanes.

Ricardo Plantagenet, rey de Inglaterra, es un personaje clave de aquella época y, en cierto modo, representa algo de lo peor y de lo mejor de unos tiempos turbulentos.

Nació en Oxford en septiembre de 1157. A los tres años, fue prometido a la princesa Alicia, hija del rey Felipe Augusto de Francia. Ya cuando contaba doce fue obligado a prestar homenaje a su futuro suegro como usufructuario del Ducado de Aquitania.

Desde niño dio pruebas de una energía indomable y tenía apenas 16 años cuando se rebeló contra su padre, Enrique II, quien no le quería demasiado. Ricardo fue vencido y tuvo que pedir perdón para ser amnistiado. Desde ese momento se dedicó a administrar su ducado, y lo hizo con gran energía, combatiendo a sus enemigos. En 1189, a la muerte de su padre, Ricardo subió al trono británico. De inmediato cambió su política hacia Francia. Comenzó por anular su noviazgo con la hija de Felipe II, y casó con Berenjuela, hija del rey de Navarra. Con gran entusiasmo comenzó a preparar una expedición contra Francia. Para esto tuvo que recaudar grandes sumas, que el pueblo inglés entregó con poco gusto.

Durante un tiempo guerreó con Felipe Augusto, con resultados indecisos. Por últimos, los dos monarcas decretaron una tregua para participar en la Tercera Cruzada, que se llamó, también, la cruzada de los reyes, y donde intervino junto a ellos, Federico Barbarroja.

En el camino, Ricardo Corazón de León conquistó Chipre y luego desembarcó en Siria. Se sumó al sitio a San Juan de Acre, ciudad que acabó por capitular poco después. En agosto de 1192, el rey Felipe II regresó a Francia y dejó a Ricardo como el jefe absoluto de la campaña.

El rey inglés desarrolló una gran actividad, fortificó su base de operaciones y emprendió diversas acciones contra los musulmanes. El 7 de septiembre ganó la batalla de Arsuf, donde Ricardo realizó valerosas proezas.

Ricardo, sin embargo, dio simultáneas muestras de brutalidad y crueldad innecesarias. Hizo ejecutar a 2700 prisioneros musulmanes cuyo rescate no llegó a tiempo. Se enemistó con los jefes de la expedición, en particular con Leopoldo, duque de Austria, cuyo estandarte hizo arrastrar por el fango.

Mas adelante se apoderó de Jaffa y de una rica caravana. Debido a las disensiones con sus aliados, no avanzó contra Jerusalén. Por último, firmó una tregua con Saladino, por lo cual se declaraban suspendidas las operaciones por tres años, tres meses, tres semanas y tres días.

En estas circunstancias Ricardo Corazón de León recibió noticias de que Felipe Augusto aprovechaba su ausencia para apoderarse de sus posesiones. Se embarcó inmediatamente, pero la nave que lo llevaba naufragó en las costas del Adriático. Impaciente, siguió viaje por tierra, disfrazado de comerciante. Al pasar por las tierras del duque de Austria fue reconocido y encarcelado. Estuvo preso durante más de un año en la fortaleza de Durnstein, sobre el Danubio. Finalmente obtuvo su libertad pagando un fuerte rescate de 150 mil marcos de plata y la promesa de reconocerse vasallo del emperador. Regresó a Inglaterra en marzo de 1194.

Las novedades eran poco agradables. Su hermano Juan sin Tierra se había aliado con Felipe Augusto en contra suyo. Guerreó contra ambos y los derrotó. Además, formó una coalición entre

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los condes de Flandes, Bretaña y Toulouse, contra el rey francés. Por último, hizo elegir a Otón de Brunswick, sobrino suyo, como emperador de Alemania.

Ricardo había concebido un grandioso plan para dominar Europa. Sin embargo, estaba en grandes dificultades financieras. Los ingleses no se prestaban de buen grado a financiar otra costosa expedición del soberano. Mientras se hallaba en los preparativos para invadir el continente. Ricardo supo que en las tierras del señor de Chaluz se había descubierto un tesoro fabuloso. De inmediato partió con sus hombres y puso sitio al castillo. Mientras peleaba, una flecha lanzada por Gourden, uno de los sitiados, lo hirió mortalmente en un ojo. Ricardo Corazón de León murió el 6 de abril de 1199, sin poder realizar sus proyectos.

Gourden fue desollado vivo y todos los habitantes de la fortaleza pasados a cuchillo.

EL PRÍNCIPE VICTORIOSOSalah ad-Din, llamado El Malik en Nasr, el Príncipe Victorioso, pasó a la historia occidental con el nombre de Saladino, el más destacado, hábil y generoso de los caudillos musulmanes que combatieron contra los cruzados, y su nombre estuvo por encima de Federico Barbarroja y Ricardo Corazón de León.

Kurdo de nacimiento, era un soldado para quien las leyes de la espada y de la lealtad constituían los principios básicos de su acción. De cuerpo pequeño, enfermo de fiebres intermitentes, más que un guerrero fue al comienzo un buen vividor, que prefería el vino y los libros al combate y la política. Llevado por las circunstancias a visir de Egipto, se convirtió luego, por golpes de audacia, en sultán inmiscuido, temido de sus enemigos musulmanes, respetado por los cristianos, amado por su soldados y con plena conciencia de su responsabilidad, e impuso orden y disciplina entre las huestes a su mando, sin vacilar cuando su decisión llevaba a la muerte a quienes quebrantaran sus leyes.

Los asesinos del Viejo de la Montaña, embriagados con drogas, fracasaron en dos tentativas por ultimarlo, porque consideraban que su ascenso de simple oficial a amo absoluto contrariaba la voluntad de Alah.

Una vez en el poder, abandonó el vino y los deportes, asumiendo con el fatalismo propio de su religión el nuevo destino al que había sido llamado. Se levantaba temprano, había sus abluciones y oraba, para recibir luego a sus oficiales y ayudantes, conocer los informes de cuanto ocurría en su campo y en el de los cruzados, manteniendo franco el paso de su tienda para quien quisiera verlo.

“La avaricia es propia de mercaderes, no de monarcas”, solía decir Saladino a su tesorero cuando le ordenaba que repartiera a dos manos las riquezas que poseía.

En menos de dos meses, Saladino reconquistó la mayor parte del territorio que los cruzados habían ganado en el curso de dos o tres generaciones, ochenta y ocho años atrás, con el éxito alcanzado en la Primera Cruzada.

Después de 25 años de batallas, treguas, asaltos y un incesante ir y venir por las caldeadas tierras del Islam, Saladino comenzó a sentir el peso de los años y los estragos que la fiebre causaba en su organismo. Profundamente religioso, en el último año de su vida comenzó a guardar los ayunos que no pudo observar durante la prolongada campaña, debilitándose cada vez más, a pesar de las recomendaciones de su médico.

El 3 de marzo de 1193 murió El Malik en Nasr Salah ad-Din y un historiador musulmán llamado Baha ad-Din, señaló: “Quien tanto había poseído, sólo dejó al morir cuarenta y siete dirhems y una sola moneda de oro. No dejó casas, muebles, ni pueblos, ni tierras cultivadas o bienes de otra clase”.

SAN LUISEl rey Luis IX de Francia, uno de los santos de la Iglesia Católica, dirigió las dos últimas cruzadas y es uno de los personajes más notables de esa época turbulenta.

Nació el 25 de abril de 1215, hijo del rey Luis El León. Recibió una educación muy esmerada, en particular de su madre, Blanca de Castilla, quien según una difundida biografía solía decir: “Hijo, prefiero verte muerto antes que en desgracia de Dios por el pecado mortal”.

A los 11 años fue consagrado rey de Francia, en Reims. Su madre asumió la regencia durante un período bastante tumultuoso. Varios nobles se sublevaron, pero fueron sometidos finalmente por doña Blanca. A los 21 años de edad, Luis se hizo cargo de su reino.

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San Luis fue un excelente legislador. Estableció leyes eficaces para evitar las arbitrariedades tan frecuentes en esa época. Tuvo que combatir, además, con los grandes señores feudales, a quienes derrotó, concertando una paz de diez años. En 1249 sufrió una grave enfermedad y prometió que tomaría la Cruz si se reponía. Cumplió su promesa en 1248 y se embarcó con 40 mil hombres y 2800 caballos hacia Tierra Santa. Capturado por los egipcios en la infructuosa lucha en la desembocadura del Nilo, quedó en libertad luego del pago de un fuerte rescate en dinero. Estuvo aún cuatro años en Palestina, intentando pacificar a los cristianos, cuyas disensiones eran frecuentes, y fortificando las plazas que quedaban en poder de los cruzados.

Volvió a Francia al saber la noticia de la muerte de su madre, en 1254, y fue recibido “con grandes muestras de veneración y amor”. Continuó su obra civilizadora. Se le recuerda, en particular, porque administraba justicia por sí mismo, dos veces por semana. Abolió el duelo y protegió la enseñanza. Favoreció a Roberto Sorbon, quien fundó en París la Facultad de Teología, que se llamó La Sorbona.

En 1267 emprendió la Octava Cruzada, que fue el último esfuerzo de la Europa Cristiana por rescatar el Santo Sepulcro. Mientras ponía sitio a la ciudad de Túnez se declaró una epidemia de peste en el campamento. San Luis se destacó en los cuidados que proporcionaba a los apestados. Uno de sus hijos murió de este mal. Poco después el mismo rey se contagió y pereció en tierra africana. Su cuerpo fue trasladado a Francia y enterrado en el Panteón real de San Dionisio de París. Fue canonizado por Bonifacio VIII en 1298. Uno de los libros que se han escrito en su memoria es el de Antonio de Guzmán, que se llama: “Vida del mayor monarca del mundo, San Luis, rey de Francia”.

LUIS VII EL JOVENUn siglo antes que San Luis había vivido este rey francés, quien nació probablemente en 1121 y a los 16 años de edad se convirtió en monarca de su país. Estuvo casado con Leonor de Aquitania, la que fue, posteriormente, luego de divorciarse del rey galo, esposa del rey Enrique Plantagenet de Inglaterra y madre de Ricardo Corazón de León. Leonor fue, de esta manera, reina de Francia y de Inglaterra, países que estaban envueltos en frecuentes guerras.

Luis VII tomó parte en la Segunda Cruzada, bajo el imperio de los remordimientos por haber incendiado la catedral de Vitry, en una guerra contra el conde Teobaldo de Champaña. En el templo perecieron 1300 vasallos del conde. El rey participó con variada suerte en la campaña contra los sarracenos. Murió en París en 1180.

GODOFREDO DE BOUILLONGodofredo IV de Bouillon, duque de la Baja Lorena, fue uno de los principales caudillos de la Primera Cruzada. Nació en Lorena entre 1058 y 1061. Es una de las figuras más populares de la Edad Media. Es el héroe de la “Jerusalén Libertada”, de Tasso.

Fue un fiel servidor del emperador Enrique IV, por quien combatió en la batalla de Elster contra Rodolfo de Suabia y en la campaña contra Roma. Fue el líder de una parte del ejército cruzado en 1096. Después de una sangrienta lucha con los griegos en enero de 1097, obligó al emperador Alejo de Constantinopla a prestar juramento de fidelidad. Enseguida se distinguió por su valentía en el sitio y la toma de Jerusalén, en 1099. El 22 de julio de ese año fue elegido rey de Jerusalén, pero se negó a recibir ese título: “No quiero ceñir corona de oro donde Jesucristo llevó la de espinas”, y se tituló Barón del Santo Sepulcro.

Estuvo un año en el cargo. Durante este corto reinado Godofredo organizó los nuevos estados y promulgó el código de leyes feudales que se conoce con el nombre de Assises de Jerusalén. Derrotó a los egipcios en Ascalón. El 18 de julio de 1100 murió en la Ciudad Santa.

BOEMUNDO IBoemundo de Tarento era hijo del príncipe normando Roberto Guiscard, de Sicilia, quien guerreó largamente contra el Imperio Bizantino. Boemundo participó en las luchas de su padre y se distinguió en una serie de batallas por su bravura. A la muerto de Roberto Guiscard no pudo ocupar la corona debido a una intriga palaciega que protagonizó su madrastra para entregar el poder a su hermano Roger. Boemundo abandonó sus dominios y emprendió una larga lucha para recuperar lo que consideraba suyo. Al cabo de cuatro años logró obtener el Principado de Tarento. Enseguida se incorporó a la Primera Cruzada, donde desempeñó un papel muy importante. Para algunos historiadores, Boemundo fue el verdadero vencedor de las principales batallas que terminaron con la ocupación de Jerusalén. Era, tal vez, el más capaz de todos los capitanes que participaron en esa empresa.

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Boemundo fue uno de los gestores de la victoria de Doryllun y luego dirigió la marcha del ejército cruzado por el Tauro hasta Siria, apoderándose de Antioquía. Aquí se hizo nombrar príncipe de la ciudad.

En el curso de una expedición a la Mesopotamia fue hecho prisionero por el emir Kamschetgin, en 1100. Quedó en libertar dos años después, luego de pagar una crecida suma por el rescate.

De regreso se embarcó en una nueva guerra con el Imperio Bizantino, en una empresa “fantásticamente superior a sus fuerzas”, según los historiadores. La lucha contra el gran imperio, con recursos muy superiores a los suyos, duró dos años. Comprendiendo que era imposible derrotar a su enemigo, el emperador Alejo I se dirigió a Europa. Allí casó con Constanza, hija del rey Felipe I, reunió un ejército y volvió a la carga. Puso sitio a Durazzo, pero al cabo de un largo asedio, infructuoso, terminó por firmar un tratado de paz con el emperador.

Volvió a Italia donde emprendió nuevas aventuras. Murió en 1111, a los 46 años de edad.

BALDUINO IFue el primer emperador latino de Constantinopla, como resultado de las cruzadas. Nació en Valenciennes en 1171, hijo del conde de Flandes. A los 14 años casó con María de Champaña. En 1202 fue designado como uno de los jefes de la Cuarta Cruzada, que no llegó a la Tierra Santa, sino que terminó con el sojuzgamiento del Imperio Bizantino. En 1204 fue proclamado emperador.

Se dice que tenía un carácter poco enérgico y que actuó, además, impolíticamente, al desatar persecuciones religiosas contra los griegos, las que provocaron un levantamiento general. En la conjuración, desatada en 1205, pereció gran número de cristianos. Varias ciudades importantes cayeron en manos de los rebeldes y Filípolis fue sitiada.

El emperador se dirigió en auxilio de la ciudad, pero cayó en manos de sus enemigos, que o derrotaron y lo hicieron prisionero.

Nunca volvió a saberse de él. Hay muchas versiones sobre su suerte. Algunos historiadores creen que pereció en el campo de batalla de Adrianápolis, pero hay pruebas que indicarían que fue vendido como esclavo en Siria. Una tercera versión sostiene que fue asesinado en una prisión búlgara.

Balduino II, sobrino del anterior, fue más tarde emperador de Constantinopla. Perdió la ciudad en 1261, al cabo de prolongadas luchas con los griegos. Peregrinó, después de su derrota, largos años por las cortes europeas en busca de ayuda para recuperar la ciudad, sin éxito. Nació en 1217 y murió en 1272.

BONIFACIO IIBonifacio II, marqués de Monterrato, fue, igual que Balduino I, uno de los dirigentes de la Cuarta Cruzada. Vivió largos años en Palestina. Fue uno de los señores italianos más fieles al emperador Enrique IV, quien en premio a sus servicios le donó la ciudad de Alejandría en 1193. En el curso de la Cuarta Cruzada se opuso al principio a la conquista de Zara, exigida por los venecianos como parte del precio por conducir a los cruzados a través del Mediterráneo a Siria, negándose a tomar las armas contra otro príncipe cristiano. Más adelante, sin embargo, participó activamente en las guerras que siguieron entre cristianos, romanos y ortodoxos. Después de la derrota del Imperio Bizantino, el marqués tomó para sí la isla de Cadia y las provincias situadas al otro lado del Bósforo. Más tarde cambió esas posesionas por Tesalónica, de la cual se erigió rey.

Bonifacio contrajo matrimonio con Margarita de Hungría, esposa del fallecido emperador Isaac El Ángel, de Constantinopla, y enseguida inició una campaña para apoderarse de Grecia. Tomó Beocia, el Ática y Corinto y capturó al emperador Alejo. Poco después, sin embargo, el marqués cayó en una emboscada preparada por los búlgaros y fue muerto de un lanzazo, en 1207.

SIMÓN DE MONTFORTEl conde de Montfort fue un caudillo galo que nació en 1160 y murió en 1218, víctima de una pedrada mientras participaba en el sitio de Tolouse. Pasó toda su vida “combatiendo a infieles y herejes” y ha sido juzgado muy diversamente por la historia. Para unos fue un “defensor de la fe y paladín de la religión”. Para otros, “un fanático sanguinario y cruel”.

En lo que parece no hay dudas es en cuanto a sus cualidades militares. Desde un puesto relativamente secundario se destacó en la Cuarta y Quinta Cruzada y luego participó en las luchas de religión y dinásticas de su país. Entre las batallas que ganó se recuerdan las de Castelnaudary

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en 1212 y la de Muret en 1213. En esta última, con fuerzas inferiores, batió al rey de Aragón, Pedro II, quien murió en la batalla, y a los condes de Toulouse y de Foix. Luchó largamente contra el conde Raimundo VI de Toulouse y murió cuando atacaba la ciudad del mismo nombre al frente de su ejército.

FEDERICO BARBARROJAEl emperador Federico I de Alemania fue descrito como un hombre cortés, instruido, inteligente y valeroso. Pasó gran parte de su vida guerreando contra los Estados italianos y el Papa Alejandro III. En esta última pugna apoyó sucesivamente a tres Antipapas. Sin embargo a los 70 años se reconcilió con la Iglesia y fue uno de los dirigentes de la Tercera Cruzada, que fue encabezada por los monarcas de Alemania, Francia e Inglaterra.

Federico I no alcanzó a llegar al Santo Sepulcro. Murió ahogado en un río cuando dirigía un poderoso ejército, muy bien adiestrado, capaz de batir a los musulmanes, y que se desbandó a raíz de su muerte.

Federico nació en 1123. Era sobrino del emperador Conrado III de Alemania, quien lo nombró su sucesor. Ocupó el cargo desde 1152, a los 29 años de edad. Desde el comienzo de su reinado se aplicó a construir un gran imperio, tarea a la que se dedicó sin descanso durante los próximos 40 años. Después de pacificar su país se dirigió a Italia, que estaba dividida entonces en una serie de ciudades independientes. Asnaldo de Brescia había expulsado al Papa Adriano IV y apoderádose de Roma. Federico lo derrotó, se erigió en rey de Italia y devolvió el trono pontificio a Adriano IV.

Federico volvió a Alemania, nuevamente sacudida por guerras intestinas, y logró restablecer la paz. Al cabo de un tiempo disputó con el papado e invadió otra vez a Italia. El Papa Alejandro II le hizo frente, pero las fuerzas de Federico derrotaron fácilmente a los soldados italianos y entraron a Roma. Federico instaló en la Santa Sede a Pascual III (el segundo de los Antipapas), pero entonces ocurrió un acontecimiento que hizo pensar a la gente de esa época en un milagro. Se desató una terrible peste que diezmó al ejército de Federico Barbarroja. En una sola semana perecieron 25 mil alemanes. Los sobrevivientes huyeron a otras ciudades, donde continuaron siendo víctimas del mal. El emperador, sin embargo, mantuvo su dominio sobre Italia durante los años siguientes y apoyó a un tercer Antipapa, Calixto IV.

En 1189, en el deseo de terminar su vida en forma gloriosa, Federico Barbarroja organizó un gran ejército para participar en la Tercera Cruzada. Derrotó al sultán de Iconium en el Asia Menor, en 1190, pero no pudo seguir adelante. Federico quiso bañarse en las aguas del río Cidno, a pesar de la oposición de sus acompañantes. Mientras estaba sumergido sufrió una apoplejía y fue arrastrado por la corriente.

El corazón y las entrañas del emperador fueron llevados a Tarso, las carnes a Antioquía y los huesos a Tiro.

Federico IINieto de Federico Barbarroja. Después de guerras dinásticas y largas complicaciones fue elegido emperador de Alemania, en 1212, a los 18 años de edad. En junio de 1228 partió en la Sexta Cruzada, donde, por medio de negociaciones diplomáticas, obtuvo que el sultán Malek-al-Kamil restituyera los lugares sagrados. De esta manera, sin derramamiento de sangre, logró éxito en una empresa en que habían fracasado los cruzados durante cincuenta años. Federico II fue excomulgado en una oportunidad y acusado varias veces de ateo y librepensador, pero fue, al mismo tiempo, enconado perseguidor de la herejía en su país. Llegó a aplicar penas gravísimas, como la muerte, la prisión perpetua y la confiscación total de los bienes a los acusados de herejía. Un pueblo alemán que se negó a pagar el diezmo a la Iglesia fue completamente destruido por orden del emperador y gran parte de los habitantes exterminados.

A pesar de estas demostraciones de ferocidad, Federico II fue un notable gobernante que llevó la prosperidad y el bienestar a su país durante un largo período.

Nacido en 1194, murió en 1250, dejando tras él una verdadera leyenda, hasta tal punto que, después, hubo varios impostores que se hicieron pasar por un Federico “resucitado”.

FELIPE AUGUSTOFelipe II de Francia ocupa con Ricardo Corazón de León y Federico Barbarroja un lugar predominante en la III Cruzada. Cuando contaba con 14 años de edad, en 1179, fue proclamado rey de Francia. Poco después se encontró en lucha con el conde de Flandes, nombrado regente. A pesar de sus cortos años actuó con gran sagacidad y energía y rápidamente se deshizo de sus

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enemigos. Robustecido por la popularidad, se propuso la tarea de recuperar los territorios que estaban en manos de los ingleses, y, mediante intrigas diplomáticas, consiguió que los dos hijos del rey británico, Ricardo y Juan sin Tierra, se volvieran contra el padre.

Felipe II acompañó a Ricardo Corazón de León a Tierra Santa, pero poco después de la toma de San Juan de Acre emprendió solo el regreso para aprovecharse de la ausencia de Ricardo, que entonces ya era rey. Después de una larga guerra, Felipe II consiguió aumentar el patrimonio heredado de su padre, agregando Normandía, Anjou, Turena y muchos otros territorios. Preparó la unidad de Francia.

Se le describe como un hombre valeroso, aficionado a los placeres de la buena mesa y un político muy hábil. Era, también, doble, suspicaz y cruel.

Nació en París en 1165 y murió en Nantes en 1223. Fue hijo de Luis VII y de Adela de Champaña y padre del rey Luis VIII.

PEDRO EL ERMITAÑONació a mediados del siglo XI en Amiens. Peleó en las guerras de Flandes. A los 20 años, alrededor de 1070, contrajo matrimonio con Ana de Roussi, quien falleció muy pronto. Pedro se retiró entonces a una ermita.

Según la leyenda, Pedro, después de haber ido a Tierra Santa, comenzó a recorrer Europa predicando la necesidad de recuperar el Santo Sepulcro. Montado en una mula y vestido con un viejo hábito recorrió toda Francia y gran parte de Europa. Hablaba en forma muy elocuente y sus palabras conmovían a las multitudes, que poco a poco se reunieron en torno a él. Una gran muchedumbre lo siguió a Tierra Santa. La mayoría de sus seguidores pereció en la aventura. Pedro el Ermitaño estaba dotado de muy pocas virtudes militares. Se dice que volvió a Francia y fundó un monasterio en Neufmoutier, donde murió en julio de 1115.

LAS ALBIGENSES Y LAS TEUTÓNICAS. Cruzadas europeas.Las persecuciones a los valdenses y las conquistas de los caballeros teutónicos, que nada tuvieron que ver con los musulmanes ni con los Santos Sepulcros, son consecuencias nefastas de las primeras cruzadas.

l término “cruzada”, nacido para designar las expediciones de rescate del Santo Sepulcro, no tardó en hacerse extensivo a todas las luchas que los cristianos sostuvieron durante la Edad

Media contra las sectas heterodoxas o los creyentes de religiones paganas, considerados enemigos del catolicismo. Entre estas cruzadas, desarrolladas en escenario muy distantes al del mundo musulmán, se destacan con caracteres relevantes dos de muy distinta índole: la Cruzada Albigense y la de los Caballeros Teutónicos.

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ORIGEN DE LA HEREJÍA ALBIGENSEEl origen de la herejía albigense se remonta a la primera mitad del siglo XII, cuando apareció Pedro de Bruys en Aquitania —actual Gascuña— predicando contra los abusos de la Iglesia. Pero sus exageraciones fueron tales, que los habitantes de la región lo quemaron vivo en 1112. Su discípulo, Pedro de Valde, rico comerciante, siguió predicando la doctrina de su maestro, aunque sin el desmedido fanatismo que en aquél era habitual. Sus sermones hacían hincapié principalmente en la necesidad de que los sacerdotes se desprendieran de sus riquezas y que los Papas renunciasen a su poder temporal. En síntesis, De Valde abogaba por el riguroso cumplimiento de las leyes evangélicas y por el retorno de sacerdotes y fieles a la primitiva bondad y sencillez con que vivieron Cristo y los Apóstoles.

Los seguidores de esta doctrina ascética se llamaron “valdenses”, y tan seguros estaban de que sus ideas no eran heréticas, que pidieron licencia al Papa para seguirlas predicando. Pero sus pretensiones tuvieron mala acogida ante la Iglesia, la cual las rechazó de plano. Fue entonces cuando los llamados valdenses aceptaron doctrinas del maniqueísmo y otras religiones de Oriente, convirtiéndose así en una secta francamente herética, que condenaba el uso de los sacramentos, el culto externo y la jerarquía eclesiástica. Por ser Albi la ciudad donde se celebró en 1176 el primer concilio de condenación de sus partidarios, la secta pasó a ser denominada “albigense”.

Pero a pesar de la condenación de la Iglesia, la herejía se propagó ostensiblemente en el Languedoc, en la Provenza, en todo el sur de Francia, en Italia también en Belgrado y Rumania. Ante esta amenaza para el catolicismo, el Papa Alejandro III lanzó su excomunión contra los albigenses en el Concilio de Letrán, celebrado en 1179. Sin embargo, esta medida no consiguió perturbar el vigoroso impulso que la herejía tomaba por doquier.

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Apenas ascendió al solio papal, Inocencio III envió en 1198 “legados” o emisarios pontificios a la zona de Francia donde la secta albigense estaba más desarrollada, con la intención de convencerla de su error. Pero aconteció que tales emisarios, por su proceder tiránico y orgulloso, en vez de sofocar la herejía contribuyeron a aumentarla y enardecerla. Uno de los legados, Pedro de Castelnau, exigió al conde Raimundo VI de Tolosa que castigara con la fuerza de las armas a sus súbditos herejes. El conde se negó rotundamente, lo que le valió ser excomulgado por el Papa.

Pero el episodio no terminó en aquella excomunión. En 1208, un caballero de Beaucaire dio muerte al legado Pedro de Castelnau, acusándose del crimen al conde Raimundo, sin que existiera prueba ni indicio alguno que apoyara tal inculpación. El Papa Inocencio III, sin oírle siquiera, fulminó una nueva excomunión contra él, al mismo tiempo que predicaba una cruzada contra los albigenses, poniendo al frente de ella al abad de Cister, Arnaldo Almaric, y al caballero Simón de Montfort.

CRUZADA BRUTALl ejército de los cruzados, guiado por los arzobispos de Reims, Sena y Ruan, por los obispos de Nevers, Autun, Clermont, Chartres y Lisieux, y entre los seglares por el duque de Borgoña

y el conde de Nevers, con hombres de todas partes del mundo católico, se elevó a más de 300 mil combatientes. Con ellos los citados Arnaldo Almaric y Simón de Montfort emprendieron una ofensiva brutal y cruel contra los albigenses. La ciudad de Béziers fue tomada por asalto por los cruzados, los cuales pasaron a cuchillo nada menos que a 20 mil personas. No contentos con esto, los sitiadores incendiaron la villa después de saquearla vandálicamente. Interrogado Arnaldo Almaric por un caballero cruzado de cómo harían para distinguir a los católicos y no matarlos, éste había respondido: “Matad a todos, que luego Dios ya distinguirá a los buenos de los malos”.

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Algún tiempo después, en la ciudad de Carcasona, rendida a las huestes de Montfort, los cruzados quemaron vivos a 400 de sus habitantes, ahorcaron a 50 e infligieron crueles y humillantes castigos a los sobrevivientes. Luego, el conde Raimundo VI de Tolosa marchó a Roma con el objeto de implorar del Papa su perdón, el cual le fue ofrecido en tan desdorosas condiciones, que tanto éste como los condes de Cominges y de Foix y el vizconde de Narbona se aprestaron a la lucha contra los cruzados, quienes sitiaron Tolosa, pero fueron rechazados por los aliados del conde Raimundo, a los que se juntaron también las fuerzas del rey de Aragón, Pedro II, quien acudió no en defensa de los albigenses, sino de sus vasallos.

Ambos ejércitos se encontraron después en Muret, entablándose un sangriento combate que culminó con la muerte del rey Pedro II, el 23 de septiembre de 1213. El Papa envió en calidad de legado al cardenal Pedro de Benavente con la misión de reconciliar a los excomulgados con la Iglesia. El conde Raimundo se sometió, pero como Simón de Montfort, apoyado por el rey de Francia Luis VIII, exigiera imperativamente que todas las tierras conquistadas a los albigenses pasasen a su poder —exigencia a la que Raimundo no se avino en modo alguno— la guerra continuó.

Muerto Montfort en el sitio de Tolosa, en 1218, prosiguió la lucha entre Raimundo y Humberto de Beaujeau, quien gobernaba los territorios conquistados en nombre de Luis VIII de Francia. Finalmente, en 1224 se firmó en París un tratado de paz por el cual el conde Raimundo de Tolosa se sometió a la Iglesia, pasando el Languedoc a ser dominio de Francia, y la Alta Provenza, del Papa.

Los albigenses, que pretendían seguir adelante con su doctrina, fueron total y definitivamente sometidos por la fuerza de las armas. Hacia 1229, tras sangrientas campañas, los focos herejes de Provenza fueron destruidos. Y como aún subsistieran algunos brotes de la herejía, el Papa Gregorio IX encomendó en 1233 a los dominicos que se encargaran de la investigación de otros centros albigenses, con lo que de hecho comenzó a funcionar la temible Inquisición, que como organismo existía desde 1215, por resolución del Cuarto Concilio de Letrán. Bajo la enérgica acción de este tribunal eclesiástico, la herejía albigense fue extirpada de raíz. Así concluyó esta sangrienta cruzada, que representó uno de las mayores eclosiones de brutalidad que jalonaron la agitada historia de la Edad Media.

LOS CABALLEROS TEUTÓNICOSa tercera orden monástica nacida en Tierra Santa, vale decir, la de los Caballeros Teutónicos, desempeñó en Oriente un papel tan brillante como el de sus predecesores, Hospitalarios y

Templarios. Sin embargo, su acción en las cruzadas no iba a alcanzar el máximo de eficacia en los escenarios del Levante, sino en las orillas del Báltico, a donde llevaron su esfuerzo

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colonizador, sometiendo a los paganos eslavos que habitaban en aquellas septentrionales regiones.

Existen varias versiones acerca del origen de la Orden Teutónica. Según una de ellas, los alemanes habrían sentido muy tempranamente la necesidad de disponer en los Santos Lugares de un hospital de su lengua. Refuerza esta tesis el testimonio del obispo Jacques de Vitry, cronista de las cruzadas, quien expresa:

“Un alemán honesto y religioso, inspirado por la Providencia, hace construir en 1128 en Jerusalén, donde vive con su esposa, un hospital para sus compatriotas”.

En cambio, otra versión no remonta el origen de la Orden Teutónica sino a 1190, en que algunos burgueses de Brema y Lubeck, movidos de compasión al ver los heridos alemanes del campamento de los cruzados ante San Juan de Acre, habrían levantado una tienda con la vela de una nave germánica, prodigando allí sus cuidados a los guerreros.

Sea cual fuere el verdadero origen de la Orden, el hecho es que una bula papal confirmó la institución de los “Hermanos de la Casa Alemana”, los que se comprometieron a la admisión de los heridos y al mismo tiempo prestaron juramento de combatir a los infieles. El Papa les concedió los mismo privilegios que a hospitalarios y templarios: vivirían bajo la regla de San Agustín, y como distintivo llevarían una cruz negra sobre capa blanca. Pero mientras las otras dos órdenes de predominio francés se abrieron a todo el mundo, llegado a contar a veces con grandes maestres italianos, españoles o portugueses, la de los Caballeros Teutónicos sería exclusivamente alemana. El nacionalismo triunfaría en ella, por sobre el internacionalismo cristiano de los tiempos medievales.

En 1229 la Orden Teutónica estableció su cuartel general en el castillo de Montfort, cerca de San Juan de Acre, llegando a adquirir propiedades inmensas y participado en la heroica defensa de los últimos baluartes cristianos en Oriente. Pero cuando la cruz comenzó a batirse en retirada ante la incontenible ofensiva del Islam, los Caballeros Teutónicos comprendieron que había llegado el momento de buscar otro campo de acción, lejos de Tierra Santa.

La oportunidad que esperaban los teutones para trasladarse a otros escenarios más propicios llegó cuando, en 1229, Conrado de Mazovia, uno de los príncipes que habían intervenido en el reparto de Polonia, los llamó para que le ayudasen en la lucha que mantenía contra los eslavos de Prusia. El Gran Maestre de la Orden Teutónica, Hermann de Salza, antes de aceptar este ofrecimiento, tomó sus precauciones, a fin de actuar por cuenta propia y no ajena. Así fue como Conrado tuvo que comprometerse a entregar a la Orden, en completa propiedad, un vasto territorio a orillas del Vístula, cediéndole por adelantado sus futuras conquistas. A su vez, Federico II, el emperador germano, otorgó igualmente al Gran Maestre la autorización para invadir la tierra de Prusia con las fuerzas de la Orden. Ésta rezó a la letra:

“Concedemos para siempre a él, a sus sucesores y a la Orden Teutónica las tierras que le cede el duque Conrado y las que conquistará en Prusia, con el fin de que gocen de ellas libremente, y sin que deban responder por ello a nadie”.

El Papado, por su parte, se apresuró a ratificar las garantías otorgadas a los Caballeros Teutónicos, estableciendo que las posesiones de la Orden serían dominio de San Pedro y feudo de la Iglesia Romana, pero, a la vez, cedidas a los Caballeros Teutónicos “de manera que gocen libremente y en toda propiedad”. Así, pues, con la triple garantía de Polonia, el Imperio Germánico y la Santa Sede, la Orden Teutónico se dispuso a participar en esta nueva cruzada de fines tan distintos y distantes de los que se persiguieron en Tierra Santa.

En el momento de ser llamados los Caballeros Teutónicos por Conrado, la Europa Oriental se encontraba en pleno proceso de germanización. Alemania había emprendido ya su marcha hacia el este, y rechazaba el frente eslavo situado entre los Cárpatos y el Báltico. Los alemanes, demasiado numerosos en las landas próximas al Mar del Norte y atraídos por el señuelo de tierras vírgenes y más productivas, colonizaban los territorios más allá del Elba. En Brandeburgo expulsaron a los eslavos o los redujeron a la más vil condición, desapareciendo éstos ahogados por la marea invasora. A su vez, en Bohemia, la corte de Praga se germanizaba por propia iniciativa, solicitando colonos de Franconia, bávaros o sajones, y eximiéndoles de censos y prestaciones personales, para que rotularan los bosques o explotasen las minas de los Montes Metálicos. Sin embargo, este proceso tuvo un éxito relativo: los alemanes rehusaban mezclarse con los indígenas, a quienes despreciaban por permaneces fieles a sus costumbres eslavas. Por su parte, en Polonia, los inmigrantes alemanes que acudían a poblar Silesia y Pomerania, gozaban de un trato privilegiado. Fueron ellos los que imprimieron a Cracovia, a Posen y a Lvov un sello netamente germánico. No obstante, la nobleza polaca reaccionó contra los excesos de esta invasión, que no por ser pacífica dejaba de ser menos temible.

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Más al este, una orden militar, imitada de las de Palestina, probaba a su vez fortuna: era la de los Caballeros de la Espada. Éstos se establecieron en Curlandia, Livonia y Estonia, como si quisieran cerrar a Polonia su acceso al mar. Pero no lograron asimilar a los habitantes, que permanecieron fieles a su lengua y a sus tradiciones.

Sin embargo, pese a la vigorosa expansión germánica quedaba un islote de paganismo irreductible: Prusia. En la desembocadura del Vístula, en sus bosques y marismas, 200 mil prusianos de sangre eslava y finesa seguían vistiéndose de pieles, adorando a las fuerzas de la naturaleza, y degollando a los cristianos que intentaban evangelizarlos. El duque Conrado llamó a los Caballeros Teutónicos precisamente para luchar contra ellos.

Así empezó en 1229 la llamada Cruzada del Norte, que se prolongaría por más de medio siglo. Los eslavos de Prusia resistieron con furor. Pero, con método, los Caballeros Teutónicos fueron reduciéndolos poco a poco. Aunque eran poco numerosos, opusieron a sus desorganizados adversarios sus armaduras, ciencia táctica, arte de fortificación, arcos, traídos de Tierra Santa, y sobre todo la certidumbre de representar una forma superior de civilización.

LA CRUZADA DEL NORTEl ataque por sorpresa fue la primera condición de éxito de los guerreros de la Orden Teutónica. A él seguía la instalación, en un promontorio o isla de algún lago, de una fortaleza

con empalizadas, embrión de un futuro castillo. Después, al pie de la colina o en las orillas del lado dominado, se construía un poblado donde se establecían los colonos venidos de tierra alemana. De este modo, la conquista fue avanzando paulatinamente a lo largo del Vístula: Thorn, Kulm, Marienwerder, Marienburgo... Hasta que los Caballeros Teutónicos alcanzaron el Báltico, dejando expedita la comunicación marítima con Alemania.

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Los combates de esta Cruzada del Norte fueron inexorables. Los Caballeros Teutónicos sin cesar invocaban a la Virgen en las batallas, lo que no les impidió, sin embargo, matar con frenesí durante 57 años, como en los buenos tiempos de las primeras cruzadas. Todos los medios, incluso la traición, les parecieron lícitos. En ocasiones invitaban a banquetes a los eslavos sospechosos y después emborracharlos los quemaban en la misma mesa del festín. Cuando se producían alzamientos, los que se salvaban de la matanza represora eran deportados, y no sólo no se intentaba convertirlos al cristianismo, sino que se les impedía asistir a la iglesia. Cada vez que el Papa se quejó ante estos procedimientos, la Orden replicó que “los paganos debían permanecer paganos”. La razón era que si se “salvaban sus almas” no se les podía exterminar con la misma despreocupación. En definitiva, esta ferocidad cínica dio excelentes resultados a los invasores, ya que los eslavos de Prusia fueron completamente exterminados.

Hacia 1283 la Orden Teutónica había vencido y reinaba sobre la sometida Prusia. Además había sido reforzada desde 1237 por la absorción de los Caballeros de la Espada, que aportaron sus dominios sobre los países bálticos. Así, desde su residencia de Marienburgo, el Gran Maestre teutónico vigilaba el Báltico con sus flotas y el Vístula con sus flotillas. En sus manos estaban las llaves de Polonia.

Para su defensa, la Orden disponía de una línea de fortaleza. Para la ofensiva, de un cuerpo de caballería. Una y otra inspiraban respeto. No toleraba tampoco que los obispos le impusieran limitaciones o le controlasen: “Es la Orden —se encargaba de recordar— la que ha hecho a los obispos, y no los obispos los que han hecho a la Orden”. Ni el mismo Papa lograba imponerse al Gran Maestre teutónico, el cual actuaba como un verdadero soberano.

CRUZADA CONTRA LITUANIA Y DECADENCIAa constitución del Estado teutónico fue aristocrática: el jefe, elegido por un colegio de trece miembros, nombraba a los dignatarios y gobernaba asesorado por los maestres de Alemania y

de Livonia. La vida de los caballeros era asimismo rigurosamente reglamentada: por la noche, en el dormitorio, donde siempre alumbraba una lámpara, los hermanos teutones debían acostarse semivestidos, siempre con la espada al alcance de la mano.

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Dividido en encomiendas y distritos, los territorios conquistados encerraban una variada población, compuesta de alemanes y eslavos con múltiples dialectos, que se convertirían en los nuevos prusianos. Para atraerlos y retenerlos hubo necesidad de otorgarles algunas libertades judiciales y fiscales. Fue necesario construir ciudades y aldeas y contenerlas aguas mediante diques. La Orden Teutónica introdujo también el cultivo del azafrán, instaló cerca de cuatrocientos molinos y mantuvo un activo comercio lanar. Así, a pesar de sus crímenes y abusos, la dura colonización de estos cruzados germanos cambió la fisonomía de la hasta entonces bárbara Prusia, convirtiéndola en un país próspero.

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Sin embargo, la Orden no se contentó con dominar Prusia y reivindicó sus derechos sobre los países bálticos, arrebatando Estonia a Dinamarca. Asimismo, con el rey de Bohemia, que había venido a cruzarse en estos lugares, fundó un nuevo Estado: Koenigsberg. Un poco más al norte dio nacimiento a Memel. Además, la Orden compró la Pomerania con Danzig en 1303, a pesar de las protestas de los polacos, precipitando así la guerra con éstos.

Algo más tarde, tras comprar Brandeburgo a los margraves, que habían llevado su colonización hasta el Vístula, la Lituania pagana se convirtió en una tentación para los Caballeros Teutónicos y, ni cortos ni perezosos, se lanzaron en una cruzada contra ella. Aventureros, poetas, curas y trovadores se enrolaron bajo la insignia de la Orden para formar parte de las expediciones contra las aldeas lituanas. Se penetraba en ellas a viva fuerza para bailar con las campesinas, y luego se mataba, se incendiaba y se regresaba. Nadie pensaba, ni por asomo, en evangelizar o bautizar. Un cronista de la época anota: “Se persigue a los paganos como si fueran zorros o liebres”. Era ni más ni menos que una cacería, “una verdadera parodia de las cruzadas”, según el historiador Ernest Lavisse.

Este tipo de “deporte” practicado por los Caballeros Teutónicos comenzó a presagiar la degeneración de la Orden. Sus súbditos empezaron a protestar. A los burgueses, excluidos del poder, les pesó cada día más el yugo extraño y los mercaderes se alarmaron ante la competencia que le hacían los caballeros. Éstos, mientras tanto, vivían en medio de querellas, que llegaron incluso hasta el asesinato, cuando no entre fiestas y orgías, hasta el punto de que a uno de los castillos de la Orden se le llamó “el lupanar”. Los votos de pobreza, obediencia y castidad yacían sepultados en un piadoso olvido.

Nada tuvo de extraño que con la degradación de sus costumbres se fuera poco a poco debilitando el poderío de la Orden. Además, había advenido ya el tiempo en que la caballería, reducida a la impotencia por la naciente artillería, perdía terreno rápidamente. Hasta que en 1386 el trono de Polonia fue ofrecido a cierto príncipe lituano, Jagal o Jagielo, con la condición de que se hiciera cristiano. Jagal se convirtió, y Polonia y Lituania unidas bajo el primero de los jagellones tomaron cumplida venganza de la Orden Teutónica. En 1410 cayó en la batalla de Tannenberg el Gran maestre teutónico y con él sucumbió la flor y nata de sus caballeros. Los burgueses se sublevaron y el nuevo Gran Maestre tuvo que emprender la huida. Hacía 1466 los dominios de la Orden se habían desintegrado, anexionados en parte por Polonia que había tomado la Prusia Occidental. Los caballeros retenían sólo la Prusia Oriental.

En 1525, Albergo de Brandeburgo, elegido Gran Maestre de los Caballeros Teutónicos, se pasó a la Reforma, convirtiendo a Prusia en un ducado hereditario y liberándola de la soberanía de Polonia. Desde entonces, la Orden pasó a ser sólo una entidad honorífica, hasta ser definitivamente suprimida en 1809.

ESPAÑA: LA CRUZ Y LA ESPADASiete siglos de sangrienta lucha en una cruzada particular

spaña trazó su historia a la sombra de la cruz y de la espada. Las gentes de Tubal, hijo de Jafet, invadidas por persas, fenicios, griegos, celtas, cartagineses, romanos y visigodos, no

lograron enarbolar el estandarte de su propia fe hasta el nacimiento de Cristo. Y he aquí que la España invertebrada se abrazó a esta fe, fe de sangre y amor, cuyo sino, en esos y otros confines del mundo, fue un duelo constante en otros credos.

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Desde el siglo I al siglo IV, el cristianismo, aunque con intervalos de paz, fue perseguido y castigado; sus adeptos prefirieron sufrir toda clase de martirios antes de abjurar. Allí, son los dioses paganos los que combatieron su religión monoteísta. En los ocho siglos en que reina el Islam en la península —del VII al XV—, es Alá quien, por boca de su profeta Mahoma extiende como un manto sobre la cruz la media luna. Pero España, fuego y tizón de Cristo, le hace frente. Las cabezas cortadas por uno u otro bando son mandadas como presente a los califas o usadas como emblema de los sagrados testamentos. Son ellas los fantasmas no olvidados que surten la guerra santa de los siglos.

Expulsados los moros en 1492, por los reyes católicos, de Granada, su último reducto español, ya otra cruzada se gesta en la Corte de Castilla. Gracias a un puñado de joyas, Cristóbal Colón se embarcaría a conquistar el nuevo mundo y a difundir el cristianismo en el continente dorado. Y será en ese mismo siglo XV, mientras en América se saqueaba a los aztecas y a los incas, cuando en la Madre Patria, con Fernando e Isabel, la cruz se volcó esta vez con el nombre de Inquisición sobre la estrella de David. En noviembre de 1478, el Papa Sixto IV promulgó una bula que autorizó la introducción de la inquisición romana en Castilla, para atraer a la fe cristiana o condenar a los herejes y judaizantes.

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LA HISTORIA DE RODRIGO Y DE LA BELLA FLORINDAa historia de España, verdad o invención, la conservan sus viejos romances. De ellos da fe el padre Juan de mariana, a quien no creen mucho los especialistas modernos. Cuenta uno de

ellos que en Toledo existía una torre, “antigua de muchos años”, a cuya puerta todos los reyes colocaban un candado por mandato de Hércules. Venido Rodrigo a la ciudad a presidir un torneo, se negó a seguir la tradición de sus predecesores. Creyendo que ella guardaba grandes tesoros, mandó quitar los cerrojos, y para sorpresa y espanto de todos, sólo encontró una caja que contenía un paño con la siguiente leyenda:

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“Cuando aquestas cerradurasque cierran estos candadosfueren abiertas, y vistolo en el paño dibujado,España será perdiday en ella todo asolado.Gamarála gente extrañacomo aquí está figurado.Los rostros muy denegridos,los brazos arremangados,muchas colores vestidas,en las cabezas tocados.Alzadas traerán sus señasen caballos cabalgando,en sus manos largas lanzas,con espadas en su lado.Alárabes se dirány de aquesta tierra extraños.Perderáse toda España,que nada no habrá fincado”.

Estas letras mayor significación no habrían tenido por sí solas. Pero, volviendo al viejo Romancero, se encuentra una extraña historia de amor: la de Rodrigo y la Cava, que así mentaban los juglares a la bella Florinda, hija del conde don Julián. Viéndola un día bañarse, Rodrigo se enamoró. Como ella no aceptara sus requiebros, optó por forzarla. Dolida Florinda, escribió don Julián, que se encontraba en África por orden del rey, contándole el suceso. El conde, ante la afrenta, se concertó con los moros, para poder así vengar su deshonra.

Cierto o no el decir de los romances, a partir de aquí la historia pone sus pies en la tierra. Desde antes, Okbah, uno de los sucesores de Mahoma, cuando el Islam aún no se internaba en África, había dicho: “Si la profundidad de este mar no me detuviera, yo iría hasta el último confín del mundo a practicar la unidad de Dios y los sagrados principios del islamismo”.

Tarik y más tarde Muza, a la cabeza de sus huestes, cruzaron el Estrecho de Gibraltar. Son fatalistas y los persigue un único objetivo: morir en el campo de batalla para alcanzar la gloria en el cielo de Alá. Ellos ponen la primera piedra de la conquista de España, que se definirá en Guadalete, batalla en que Rodrigo fue vencido y, según algunos, muerto. Cumplida su tarea, Muza fue a Damasco, a dar cuenta de su victoria al Califa. Su mayor orgullo fue mostrar el botín cogido a los españoles: treinta mil vírgenes, hijas de los reyes y príncipes visigodos, y una innumerable cantidad de mercancías y piedras preciosas.

EL DÍA DEL FOSOoce mil árabes, beréberes y negros, bastaron para vencer a la España goda, y trocar los reyes por emires y califas. Las rencillas y guerras intestinas facilitaron la triunfal entrada de

los moros. La misma razón salvaría más tarde a España del Islam. La península ibérica fue regida desde Damasco, ciudad de Siria. La pugna entre los abásidas y los omeyas terminó con la venida de Abd-er-Rhaman, príncipe de la última de las dinastías nombradas, en el año 756. Sobre esta base se estructuró en el siglo X el Califato de Córdoba. Las tropas musulmanas debían estar alerta para sofocar cualquier foco de resistencia. La conversión al Islam se presentaba como la única salida. En caso contrario, el ciudadano debía pagar un tributo personal, además del territorial. Algunos historiadores afirman que los invasores preferían que los españoles continuaran en su fe para así obtener una tributación mayor. Pero, de haber sido así, las persecuciones no habrían sido tan sangrientas. No obstante, algunos piensan que no se trató de una cuestión de propaganda religiosa, sino de un pillaje más o menos sistemático. La historia y las sucesivas decapitaciones de cristianos demostró, empero, que el fervor religioso era lo más fuerte. De muestra, una frase del Califa Omar: “Debemos comernos a nuestros cristianos, y nuestros descendientes comerse a los suyos, mientras dure el Islam”.

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Para defenderse del cuchillo que amenazaba con rebanar sus gargantas, los cristianos se refugiaban en el norte de España. Asturias y León representaban la montaña que les tendía los brazos. Pelayo, cuya vida ha quedado apenas dibujada en los libros, es uno de los héroes que protegen a los católicos del acero musulmán.. En el año 718, los vence en Covadonga. Desde un asilo rocoso, los cristianos supieron responder con la misma moneda a los que los perseguían en nombre del Corán.

Una de las tantas historias de cabezas cortadas que jalonan esta ibérica guerra santa tuvo lugar en Toledo, antigua capital de los reyes visigodos. La ciudad tenía fama por los sabios que moraban en ella y por el carácter libertario de sus habitantes. El Califa, deseoso de dominar la plaza, pero temeroso de un enfrentamiento cara a cara, recurrió a un subterfugio. Nombró como gobernador a un renegado de Huesca, llamado Amrus. Los toledanos lo acogieron felices, por ser uno de ellos. Jamás imaginaron que la traición se ocultaba tras esa aparente bondad. En uno de esos días de mala ventura, llegó a Toledo un hijo del Califa de Córdoba. Bien acogido por la población, se hizo instalar en un alcázar recién construido, con toda su tropa. De acuerdo con Amrus, invitó a los nobles toledanos a un festín. En el patio había un foso lleno de cal y adobes, que los caballeros debían cruzar forzosamente. A medida que iban pasando, los verdugos ya preparados les cortaban la cabeza, arrojándolas adentro del foso. Hay cronistas que afirman que los decapitados fueron cinco mil, número suficiente como para que ese oscuro día del año 806 fuera recordado como “el día del foso”.

ALÁ VENCIDO POR EL LUJOa dominación omeya duró hasta el año 1031, en que el Califato de Córdoba se deshizo en numeroso reinos de taifas. En refinamiento de Córdoba, Sevilla, Toledo, Zaragoza y otras

ciudades disimulaba su progresiva desintegración. Beréberes, negros, yemenitas, egipcios y sirios no consiguieron amalgamar sus inquietudes en ningún período de su estada en España. Si en un principio el verbo mahometano y la novedad de la conquista los unió por algunos años, esta unidad fue efímera. Emires y califas debieron guerrear contra propios compañeros de fe. Los beréberes, eternos rivales de los árabes, no perdieron ocasión de poner su espada al servicio de toda insurrección que se presentara.

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En los primeros tiempos, los emires, absortos de extender el Islam y en llenar sus arcas, olvidaron el lujo al estilo de oriente. No quedaba tiempo para el harén ni para el vino. Bajo Abd-er-Rhaman II (822-852), la España musulmana comienza a recordar la vida orgiástica de los tiempos en que aún no sentían en sus oídos el susurro del profeta: “¡Oh vosotros los creyentes! Guerread contra los no creyentes que están cerca de vosotros y sabed que Alá está con quienes cumplen sus deberes” (Alcorán: XI, 123).

Abd-er-Rhaman es el primero que adoptó los usos tradicionales de los califas, con la pompa y fastuosidad que ello representa. Embelleció los palacios, edificó mezquitas e hizo fabricar filigranas para los vestidos. Los tapices de Bagdad parecían correr por todos los caminos de España. Bajo el largo reinado de Abd-er-Rhaman III (912-961), las guerras se sucedieron sin interrupción. Tras cada túnica de piedras preciosas se cernía la amenaza de lucha. Cada día iba en pos del desmoronamiento de ese gran imperio que, de no ser detenido por Carlos Martel en Poitiers, pudo desplegar sus alas sobre Europa entera.

Había luchas contra la aristocracia árabe, contra los renegados españoles, contra los cristianos del interior, y, finalmente, contra los fatimitas del Maghreb africano. Ni Abd-er-Rhaman III, ni Al-Manaor, ni Hicham, ni ninguno de los califas que siguieron, lograron fusionar los diferentes pueblos del imperio. Entretanto, los musulmanes seguían extendiendo sus tentáculos hacia el sur y hacia el norte. En sus luchas contra los cristianos llegaron casi hasta el Mar Cantábrico, apoderándose de León y Santiago de Compostela. Jamás la cristiandad se encontró tan tambaleante, pero, como siempre, estas conquistas fueron sólo pasajeras, y esta España musulmana, que abarcaba casi toda la península y que tenía por vasallos a los Reyes de Castilla y de Navarra, iba a disolverse una vez más.

Día a día, los árabes perdieron sus bríos guerreros, y en vez de enarbolar la espada, prefirieron conservar sus bailarinas, sus cantores y músicos, y hasta la víspera del exilio, siguieron bebiendo con sus poetas y favoritas los dulces vinos de Andalucía. El camino está abierto para otro Don Rodrigo, el legendario Mio Cid, Rodrigo Díaz de Vivar, el Campeador, que con Tizona y Colada habría de cooperar a la redención de España.

LA SOMBRA DE LA CRUZe manera tan heroica como Pelayo enarboló el pendón de la independencia en Asturias, otros monarcas lanzáronse a luchar contra el invasor. Así ocurrió en Castilla, Aragón y Navarra. D

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Omar-Ibn-Hafsun encabezó una de estas cruentas rebeliones, que poco a poco devolvieron a España su cruz. La de Omar duró la mitad de un siglo, y fue llamada “revolución del mediodía”. El emir Mohamed se veía asediado por todas partes. De origen español, Omar efectuaba razzias e imponía tasas personales, burlándose abiertamente del Emir. Azuzaba a sus compatriotas, diciéndoles: “Habéis soportado demasiado tiempo del yugo de este sultán que os arrebata los bien y os recarga de contribuciones forzosas. ¿Os dejaréis pisotear por los árabes que os consideran como esclavos?”.

Así, Omar-Ibn-Hafsun se convirtió en el verdadero rey del mediodía español. Comenzó en toda la península un levantamiento general. La capitulación de los califas y emires que pasaban sus existencias en un clima de fastuosidad, y algo distantes del fervor religioso primitivo, no tardó en ser combativa en forma sangrienta por los que serían los nuevos señores del Imperio: los almorávides y los almohades.

Los almorávides —hombres religiosos— berberiscos convertidos al Islam, celosos de la tibieza religiosa reinante, esgrimieron su espada contra los dirigentes árabes. Uno de estos jefes independientes sentó sus reales en Granada. Su nombre era Badis. Este nómade beréber fue un refinado sanguinario. No salía de sus orgías nada más que para cortar cabezas. Cuentan que hacía plantar flores en los cráneos de los infieles.

Mientras esta existencia orgiástica se hacía cada vez más desenfrenada, los cristianos avanzaban en las fronteras y amenazaban en las puertas de Sevilla. Fernando I, rey de Galicia y de Castilla, reconquista, entre otros, importantes territorios portugueses, y su hijo Alfonso VI se apodera de Toledo y sus alrededores. El 25 de mayo de 1085, el Rey de Castilla y de León hace su entrada solemne a la capital, y, poco tiempo después, sólo faltará por reconquistar el extremo sur: Málaga, Almería y Granada.

Entre los Alfonsos se perfila el Cid Campeador, quien, con mano firme sitiará Valencia, y en cuyo interior morirá. En 1218, el rey de Aragón, Alfonso el Batallador, se apodera de Zaragoza. En el siglo siguiente, Alfonso XI de Castilla reconquista Algeciras. Y ya nuevamente, en el punto de partida, la lenta pero segura reconquista es un hecho.

Hacia la segunda mitad del siglo XV, casi toda España está ya bajo el poder de los príncipes cristianos. El día 30 de marzo de 1492 se conquistará el último galardón islámico: Granada. En la mañana del 2 de enero de 1492, los Reyes Católicos, Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, hacen su entrada solemne en la Alhambra. Se acaba de plantar la cruz de plata y el estandarte de Castilla en la Torre de la Vela.

Pero todo eso no bastaba para la tranquilidad de la España meridional. Era preciso ocupar los puertos de embarque situados en el norte de África y en poder de los berberiscos. Los Reyes Católicos, aconsejados por el Cardenal Jiménez de Cisneros, sintieron esa realidad. Por estas razones, se organizaron expediciones contra los berberiscos. En 1497, Melilla fue tomada por la flota del Duque de Medina Sidonia, y en 1509, Jiménez de Cisneros, con la ayuda del capitán Pedro Navarro, conquistó el Peñón de Vélez, Orán, el Peñón de Argel, Bujía y Trípoli, conquistas que, aunque precarias, sirvieron para disminuir durante algún tiempo la piratería y reducir a los musulmanes a la impotencia.

De este modo, Fernando de Aragón, por sí y por factores ajenos a su voluntad, dejó al morir una España, si no totalmente unificada, al menos notablemente agrandada y poderosa, dueña de todas sus fronteras. Sobre esta base, en el curso del siglo que se iniciaba, España haría sentir sobre la Europa occidental su influencia por largo tiempo.

LA CRUZADA ATLÁNTICAl objetivo de Colón al proponer su idea a los Reyes Católicos, era el de llegar a las Indias Orientales, como medio de atacar al Islam por la espalda y, además, estrechar la alianza con

el Gran Khan, personaje mítico, al que se creía soberano de todo el país e inclinado a la cristiandad. Una vez derrotado el Islam, se difundiría la fe católica en el nuevo continente. Estas ideas fructificaron en la cabeza de monjes, soldados y aventureros. En resumen, era la cruzada contra los moros, que iba a continuar, tomando nueva ruta, más segura y más natural, puesto que por las Indias se atacaría, en duelo a muerte, al Islam.

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Tal vez no fue el azar quien juntó en el tiempo tres hechos significativos desde el punto de vista de la fe cristiana en la realidad española. El 2 de enero de 1492 se firmó la capitulación de Granada; el 30 de marzo del mismo año, tuvo lugar la firma del decreto de expulsión de los judíos, y pocos días después, el 17 de abril, los Reyes Católicos otorgaban al Gran Almirante las capitulaciones que le permitan iniciar su viaje de conquista y catequización.

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Para comprender bien este proceso, hay que recordar que ya en 1442 el Papa Eugenio IV lanzaba un llamado a los cristianos para que alzaran armas contra los infieles que amenazaban Europa: los turcos. En 1459, Pío II provocaba en Mantua una asamblea de naciones cristianas para acordar los medios de combatir a los nuevos bárbaros, y al año siguiente se proclamaba la guerra santa contra los turcos. Ante la inactividad de los países europeos, Pío II en persona se ponía, en 1463, a la cabeza de la cruzada contra los otomanos, y conjuraba una vez más al mundo cristiano a unirse contra el enemigo común. Pero Europa no se inquietaba por lo que ocurría a orillas del Danubio. Después de la caída de Constantinopla, los turcos avanzaron hasta situarse a las puertas de Italia. Había llegado el momento de dejar el pensamiento de lado y obrar, y más que obrar, combatir.

Tal vez por eso, Sixto IV animó la cruzada española de Granada y envió, a modo de estandarte, la famosa cruz de plata que fuera enarbolada en la torre de la Vela, puesto que, al combatir a los musulmanes en Andalucía se les privaba de una cabeza de puente en uno de los extremos del continente europeo.

En este panorama, la habilidad de Colón residió en saber mostrar ante los ojos de los soberanos de Aragón y Castilla la posibilidad de una nueva cruzada que postraría en definitiva el poder del Islam.

EL FUEGO DE DIOSAl subir Felipe II al trono que le dejara Carlos V de Alemania y I de España, se situaba a la cabeza de un imperio donde, según su antecesor, no se ponía el sol. Hacia el exterior, Felipe II combatió al Islam, apoderándose de territorios y puntos claves del norte de África. Conquistó Malta y tuvo en ella un sitio ideal de observación de las andanzas de los piratas otomanos en el Mediterráneo. Su labor culminó en la grandiosa batalla de Lepanto, en la que el poderío naval turco sufriera una sangrienta y monstruosa derrota.

Dentro de su imperio, Felipe se comportó como un hábil gobernante. Contrario a la guerra, más bien intelectual, practicó una política de habilidad y engaño. Revivió una organización ideada en el siglo XIII para consolidar su poder político: la Inquisición. Se proclamó, al igual que los califas y emires de la España musulmana, defensor de la fe. El Tribunal del Santo Oficio pretendió purificar en sus hogueras, oscuras prisiones y sangrientas salas de tortura, la fe cristiana. Su norte fue combatir a los herejes, musulmanes y judaizantes, bajo el pretexto de convertirlos a la religión católica. La Inquisición se convirtió en una verdadera policía secreta de las almas y de los espíritus. Su vasto sistema de espionaje y delaciones horrorizó hasta sus propios contemporáneos europeos, que se resistieron a aceptarla. Esta maquinaria religiosa extendió sus brazos más allá del Atlántico, causando estragos también en América, como un modo de preservar el poderío español, al tratar de filtrar las nuevas ideas que se gestaban en el Viejo Mundo. Al igual que los tribunales de Salud Pública de la Revolución Francesa, paralizó toda acción por el terror, persiguiendo a los culpables de no ser católicos y hasta los meramente sospechosos, exterminándolos con un rigor implacable.

En un comienzo la Inquisición no estuvo dirigida contra los judíos, que eran libres de practicar su religión, sino más bien contra los conversos o judaizantes y contra los renegados musulmanes, de los que se sospechaba querían pactar con los moros y judíos de Granada. Una vez caída en poder de los Reyes Católicos esta plaza islámica, se decretó la expulsión de los judíos, por el mismo temor, y además se le acusaba de haber llamado a los árabes a Andalucía en tiempos de los visigodos.

Muchos historiadores rechazan este procedimiento, señalando que se practicaron crueles y sanguinarios métodos y se puso la religión al servicio de una política de exterminio y conquista.

HISTORIA POLÉMICA DE LA GUERRA SANTA. Las consecuencias.A siete siglos, se mantiene la interrogante sobre los beneficios o perjuicios logrados en doscientos años de lucha entre cristianos y musulmanes.

os libros de historia revelan, sobre todo, la creencia de sus autores.” Pocas veces como en el caso de las cruzadas se justifica más esta escéptica frase de Gustavo Le Bon, el

psicólogo, sociólogo y médico francés que destacó por su estudio sobre la evolución de los pueblos. Los autores difícilmente han dejado a un lado sus creencias o actitudes políticas al escribir sobre los 175 apasionados y terribles años que median entre la primera y la última cruzada. Esta actitud se hace especialmente visible cuando llega el momento de evaluar sus resultados, es decir, el efecto positivo o negativo que estas “guerras santas” tuvieron sobre la marcha del mundo. Los historiadores no se ponen de acuerdo. “El único deber que tenemos con la

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Historia es el de escribirla de nuevo”, reflexionó cínicamente Oscar Wilde. Difícil. El deber parece ser el de sortear entre los vericuetos y discernir, con prudencia, la línea firme y fundamental que corre bajo las afirmaciones que se colocan en uno y otro extremo del juicio. O todo bueno, bonísimo; o todo malo, malísimo, sin medio tonos, sólo blanco y negro, Dios y el Diablo.

Veamos opiniones en uno y otro nivel.

La Enciclopedia Universitas editada por Salvat en España, sostiene que las consecuencias de las cruzadas son incalculables. Desde luego, algunas inmediatas, y tangibles, como la creación de órdenes militares famosas que durarán siglos: los Hospitalarios o Caballeros de San Juan, luego de Rodas y de Malta; los opulentos Caballeros del Temple y los Teutónicos o Portaespada. Las repúblicas de Pisa, Génova y Venecia enriquecieron su comercio con el tráfico de los productos de Oriente. El cruce de culturas es benéfico y los sencillos barones de Occidente se acostumbraron al lujo oriental: sus palacios aparecerán adornados de tapices, amarán las ricas telas y las piedras preciosas. Europa consumirá especias de Oriente y sus magnates conocerán las armas damasquinas, en tanto que las damas vestirán de muselina de Mosul. El mutuo conocimiento de dos civilizaciones contribuirá, en fin, al progreso de la humanidad.

Hasta aquí, la Enciclopedia Universitas. Difícil imaginar un balance más superficial. Su brevedad no excusa los enormes vacíos conceptuales e informativos que presenta.

l Diccionario Enciclopédico Salvat, también editado en España, pone un poco de pimienta crítica en su análisis sobre el resultado de las cruzadas. Reconoce que costaron enormes

sacrificios de sangre y dinero, y que, teniendo en cuenta el fin principal que perseguían, o sea, la proclamada conquista de los Lugares Santos, resultaron un fracaso. El Santo Sepulcro y las otras reliquias veneradas por la religión cristiana continuaron en manos de los “infieles”. Les asigna, en cambio, como mérito, una influencia decisiva en otro aspecto de gran importancia material: la apertura de nuevas rutas de comercio. Igualmente atribuye a las cruzadas un papel fundamental en el perfeccionamiento de las industrias y la introducción de otras desconocidas en Europa. Políticamente las considera eficaces, ya que detuvieron a los turcos que amenazaban a la Europa Central, penetrando a ella por el Danubio; además, aumentaron el poder de las monarquías y la importancia de las ciudades, reduciendo con los preparativos y la realización de la guerra santa, las luchas intestinas, uniendo a los pueblos en el ideal de la Cruz. En el terreno de la cultura y de la ciencia provocaron un beneficioso intercambio de conocimientos y de ideas. Gracias a ellas llegaron a Occidente muchas formas de la vida oriental que influyeron en las bellas artes y en la literatura. Las cruzadas, para Salvat, contribuyeron a una nueva civilización.

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ynn Montross, en su “Historia de las Guerras”, cree llanamente que “las cruzadas resultaron uno de los más gigantescos fracasos militares de todos los tiempos”.L

“Como ejemplar físico, el caballero debió ser increíblemente duro, fuerte y resistente a las enfermedades. El señor medieval en su castillo soportaba una suciedad y unas penalidades que dejaban a los endebles pocas posibilidades de supervivencia; y el metabolismo de la época se indica por el hecho de que Europa importaba especias con el objeto de poder apechugar peligrosamente con alimentos averiados.”

“Que el caballero no era un hombre corpulento, lo sabemos por las armaduras que se encuentran en los museos modernos. Debe, pues, concluirse que debió tener músculos de acero, puesto que era portador de una lanza y una ancha espada, cuyo peso habría agotado a un hombre moderno de más estatura. Era, en una palabra, un consumado animal de combate, criado por un inevitable proceso de selección”.

Tampoco “cabe dudarse del valor y resistencia del caballero medieval, y puede abonársele, también, una gran habilidad en el empleo de las armas”.

Ocurrió, sin embargo, que durante las luchas de las cruzadas “esas virtudes militares habrán de ser contrapesadas por la arrogancia, la estupidez y un desprecio completo por el lado intelectual de la guerra. Cinco grandes ejércitos perecieron casi hasta el último hombre debido a que ignoraban los más elementales principios de estrategia”.

Así sucedía, por ejemplo, que “el simple extravío de una ruta bien trazada suponía los huesos de miles de hombres blanqueándose al sol, y la más decisiva batalla de movimiento fue decidida por la sed más que por la fuerza de las armas”.

Mucho más crítico es el análisis que del resultado de las cruzadas hace la Enciclopedia Británica, obra de renombre universal, editada en Estados Unidos. “Un resultado trágico de las cruzadas —dice— fue la destrucción del Imperio Bizantino y de su civilización.” (Como se recordará, los integrantes de la Cuarta Cruzada impusieron un emperador en Bizancio, asaltaron la ciudad y la sometieron a pillaje. El control establecido en esa oportunidad duró 50 años, y desde entonces decayó el Imperio Bizantino, hasta ser conquistado por los turcos otomanos en 1453. Prefirió esta

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suerte, antes que aceptar ayuda de Occidente al precio de someterse al Papado.) La esperanza de unidad cristiana en Occidente y Oriente alentada por el Papa Urbano II quedó destruida.

Un segundo resultado de las cruzadas es para la Enciclopedia Británica el triunfo militar del Islam. No sólo fueron expulsados los cristianos del Medio Oriente, sino que el Islam fue llevado por los turcos otomanos a los Balcanes en los siglos XIV y XV, y hasta las puertas de la misma Viena en los siglos XVI y XVII. O sea, todo lo contrario de lo afirmado por Salvat, que señala entre los méritos la detención de las invasiones turcas.

La misma Enciclopedia Británica culpa a los cruzados, por su brutal tratamiento hacia los musulmanes, del endurecimiento de éstos hacia los cristianos, siendo que antes se habían comportado con mucha tolerancia. Los cruzados además deben compartir con los mongoles y los mamelucos la responsabilidad por la constante destrucción o aniquilamiento de las aristocracias árabes, que fueron reducidas gradualmente desde su condición de grupos ilustrados y urbanos a un estrecho cónclave de religioso conservatismo en que el estudio secular declinó. Al término de las cruzadas el liderato intelectual había pasado de los árabes a la Europa Occidental, pero esto no fue tanto el resultado de las cruzadas, sino de la transferencia del saber árabe a través de España y Sicilia. Así mismo, influyó más tarde en el Renacimiento.

ste es uno de los puntos más agudos del desacuerdo de los historiadores. No pocos estimas que las cruzadas determinaron un enorme progreso cultural en Europa. Tal es el caso del

norteamericano A. S. Atiya, quien deja atrás a todos sus colegas en la ponderación de “los inmensamente beneficiosos frutos de las cruzadas”, a cuyo haber pone no sólo un gran progreso cultural, sino las raíces mismas del Renacimiento y el descubrimiento de América. El británico Sir Runciman no es muy claro en sus juicios sobre este punto, pero rechaza la idea de que las cruzadas representaron un principio creador en la formación de la civilización occidental y de la civilización contemporánea en general, aunque en otra parte de su obra (“A History of the Crusades”) señala que desde el momento de la iniciación de ellas nació la civilización contemporánea. No se pronuncia en forma definitiva, en un estilo muy británico.

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Quien no tiene titubeos para hacer su crítica en forma rotunda es el historiador soviético M. A. Zaburov, que ha escrito “Historia de las Cruzadas”, uno de los libros más demoledores de estas guerras santas. Reconoce la indudable influencia de Oriente sobre Occidente, que se manifiesta en la asimilación de progresos industriales, comerciales, de vida espiritual y de modo de vivir. Desde Oriente se llevaron a la Europa Occidental cultivos antes desconocidos, como el del trigo sarraceno, las sandías, los limones y los damascos. Se inició por esa época la utilización de la caña de azúcar, la fabricación en Italia, según las muestras orientales, de tejidos, como la muselina, el percal y la damasquina, en tanto que en Francia despegó la fabricación de alfombras. “Pero cabe preguntarse —escribe M. A. Zaburov— ¿qué influencia tuvieron sobre esto las cruzadas? ¿Puede considerárselas, como hicieron algunos historiadores, en calidad de expediciones de estudio de la adolescente Europa para recibir su enseñanza de Oriente? ¿Puede imaginarse que esos ávidos caballeros de la Cruz, cuyas principales características fueron la ignorancia, la depravación, la codicia, la total ausencia de fe mezclada a un fanatismo salvaje y sanguinario, hayan sido los que transplantaron al suelo europeo los progresos culturales de los pueblos de Oriente y que las concupiscencia de esos guerreros de Cristo condujo a la creación de la nueva civilización de Occidente?”

Ni qué decir que la interpretación marxista de Zaburov se pronuncia por la respuesta negativa. Para él, los intercambios de valores materiales y espirituales entre el Oriente y el Occidente se iniciaron con mucha anterioridad a las cruzadas. El papel primordial en el transplante de esos valores a Europa fue desempeñado por la España arábiga, por Sicilia y principalmente por Bizancio. En esta afirmación coincide con la Enciclopedia Británica.

Los comerciantes de Génova, Venecia, Marsella, Cataluña y otras regiones tenían sus contactos con los musulmanes, y su interés hacia las expediciones cruzadas, aunque les implicaban contratos de transporte, disminuyó gradualmente, porque la guerra resultaba un obstáculo para la percepción de los beneficios “normales”, o sea, el comercio. En este comercio encuentra el historiador soviético la causa del intercambio benéfico (para Occidente) de mercaderías de ideas, de usos y manejos, y no en las guerras de exterminio, que significaron aparte de destrozos materiales incalculables la muerte de millones de personas, y hasta la propagación de enfermedades. La viruela llegó a Europa con los cruzados que regresaban.

La afirmación de que las cruzadas impidieron la expansión del comercio entre Occidente y Oriente está contradicha por la Enciclopedia Británica, que sostiene, por el contrario, que ellas significaron un gran estímulo para el tráfico de mercaderías a través del Mediterráneo. Este comercio fomentó el desarrollo de una economía basada en el dinero, la que tuvo profunda repercusión en la emergencia de la clase comercial, en el nivel de vida de los nobles, en la servidumbre y en la

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economía artesanal, como también en el desarrollo de la economía real y el gobierno. Los comerciantes italianos y los Caballeros Templarios desarrollaron técnicas bancarias.

Estas ideas son compartidas por el destacado historiador argentino Dr. José Luis Romero, autor de una obra sobre la Edad Media. “Las repercusiones económicas, políticas y sociales de las cruzadas fueron múltiples —dice el Dr. Romero—. A la economía cerrada, propia del orden feudal, sucedió una economía abierta, desarrollada gracias al comercio marítimo occidental con motivo de la posesión de algunos puertos orientales y del control de Constantinopla a partir de 1204 (a raíz de la Cuarta Cruzada). Así comenzaron a crecer las ciudades y a desarrollarse las actividades comerciales e industriales, todo ello, naturalmente, en detrimento de la riqueza y poderío de los señores feudales. De aquí la profunda significación de la cruzada en el plano social. El crecimiento de esas actividades originó una economía monetaria, con cuyo régimen se benefició la burguesía. Esta clase creció en número y en poder, y bien pronto fue un factor decisivo en la vida social y política, porque su riqueza no sólo la proporcionaba medios para hacerse fuerte en las ciudades, sino también para intentar el avasallamiento de los señores.”

Veamos ahora cómo los mismos hechos son enfocados con distinto lente por el soviético Zaburov. “El conocimiento del Oriente —escribe— contribuía sin duda a modificar el modo de vivir de los feudales. El caballero cruzado al regresar a su casa no quería vivir del mismo modo de antes. Lo robada no le alcanzaba para mucho tiempo, pero él deseaba ahora cambiar su gruesa y áspera vestimenta de producción casera por las suaves y hermosas vestimentas orientales; completar su sencilla mesa con los platos más escogidos y condimentados; tomar personalmente vinos aromáticos de Oriente y convidarlos a sus huéspedes; lucir en torneos su espada artísticamente tallada y con vaina de oro y marfil; obsequiar a su vecino y compañero de caza una canasta de damascos importados de ultramar. En este sentido, las cruzadas representaron, tal vez, una verdadera escuela para los caballeros. Precisamente entonces entró en uso la característica expresión “beber como un templario” (bibere templariter).

anto las expresiones como los juicios de Zaburov son a veces exagerados y apasionados, pero no hay duda de que los caballeros feudales eran toscos y zafios comparados con los

representantes de la cultura oriental. La Enciclopedia Británica engloba su parecer a este respecto, señalando que Europa Occidental no contribuyó con valores intelectuales a la vida de Oriente, porque en la época de las cruzadas tenía muy poco para dar en este terreno.

T

Pero volvamos a Zaburov. Las necesidades de los feudales, con el perfeccionamiento de sus gustos al contacto con un medio más cultivado, aumentaron bruscamente. Casi podría decirse —si no fuera un “sacrilegio”— que se vieron envueltos en una suerte de “revolución con las expectativas”, tal como la que se vive ahora a causa, entre otros factores, del mayor desarrollo de los medios de información. Para satisfacer sus deseos, los caballeros exigieron mayores contribuciones, como venían haciéndolo desde antes, en un proceso sin tregua. “La presión sobre los campesinos por parte de los caballeros —escribe Zaburov— aumentó más todavía, al mismo tiempo, la forma de esta presión evolucionaba: disimula gradualmente la servidumbre, se sustituía la prestación personal por un gravamen monetario, etcétera. Esos fenómenos, como es sabido, se realizaban independientemente de las cruzadas; éstas únicamente contribuían a profundizar las contradicciones sociales y aumentar la lucha de clases en el Occidente, lo que a su vez aceleraba en los países europeos una centralización política ulterior. Las cruzadas contribuían a la realización de estos procesos, pero no representaban un factor determinante de los mismo. La causa básica de esos procesos estaba radicada en el desarrollo interno de la economía y de las relaciones sociales en Europa. Las cruzadas no introdujeron nada nuevo en la marcha general de la evolución de la sociedad feudal del continente.”

O sea, en otras palabras, que sin las cruzadas la sociedad feudal hubiera evolucionado igualmente, aunque tal vez con otro ritmo. Y esto porque las cruzadas no lograron sus verdaderos objetivos, que eran “terminar con la resistencia de los siervos a la opresión feudal, afianzar en forma sólida las posiciones de los terratenientes feudales y realizar la creación del Estado “mundial” de los Papas”.

asta aquí los polémicos juicios de M. A. Zaburov. También hay otras opiniones, como la de François L. Ganshof, al referirse a la Edad Media en la obra “Historia de las Relaciones

Internacionales”: “La Primera Cruzada contribuyó a hacer que la cristiandad occidental adquiriera una conciencia más clara de su unidad, al menos en los círculos importantes: el clero y los caballeros. Por otra parte (en las otras cruzadas), el hecho de que tantos caballeros combatieran al servicio de un ideal religioso introdujo en la concepción de su vida un poco de desinterés y generosidad y contribuyó de esta manera a la formación de una ideología caballeresca... Muchos caballeros encontraron la muerte en Tierra Santa, o allí se establecieron; Europa Occidental fue liberada de muchos de estos elementos violentos e indisciplinados. La paz pública y la solidez de muchos Estados y principados se beneficiaron con ello”.

H

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En síntesis, opiniones según el color de los autores, a veces opuestas entre sí, con menor frecuencia coincidentes cuando provienen de campos distintos. ¿Es esto lo que reflejan sobre todo los libros de historia, como dice Gustavo Le Bon? Parece que algo más se desprende de la disparidad de juicios. En este caso, que en las cruzadas no hubo sólo arrobamiento místico, generosidad y espíritu de sacrificio; y que no todo fue depravación, maldad, cálculo y maniobra.

ara el historiador francés Paul Alphandery, “la cruzada es obra de hombres que se hacen niños; no tanto para hacerse pequeños en su figura carnal, como para llegar a serlo en su

realización metafísica”.P“En su marcha hacia Dios presente —agrega—, los cruzados viven la liberación compuesta de todas las fatalidades de lo ordinario, y, por lo tanto, de la liberación posible del pecado marcado en ellos por la vida, y en el límite se hacen libres de la única y soberana esclavitud de la especie humana: el pecado original. Así manifiestan la gloria a Dios y la propia gloria.”

Más adelante agrega:

“Todo esto, que es desmesurado, se da en la Cruzada de la Cruz. Sea cual fuere, a través de los siglos, el nombre de la expedición santa, no deja de estar bautizada por la cruz.”

“¿Pero cuál es la realidad de este signo en la cruzada? En primer lugar, reúne a los cruzados; es su marca, su signo de reconocimiento; por él forman un conjunto extraordinario; mientras que los demás hacen el signo de la cruz, ellos llevan la cruz.”

“La cruzada, en su despojo de pánico, es obediencia en grado sumo, y el sello de esta obediencia, la cruz de sangre en el pecho. Por ella la cruzada se convierte en imitación; en el sentido más noble, evidentemente; pero es esta clase de signo que, por ser repetido, impone similitudes, más aún, identidades.”

“Así los cruzados, como portadores de la cruz, considerarán naturalmente que son otros tantos Cristos, y casi Cristos de pasión, ya que sin duda en el soberano ímpetu de la Primera Cruzada marcharon como para ser Cristos de gloria. La cruz les da la sublimadora virtud de ser íntimamente participantes del misterio de la pasión redentora, y, por ende, de ser en Cristo artífices de su salvación común.”

Alphandery termina diciendo:

“Al encontrar esta realidad física de la cruz, este árbol tallado, erigido en la montaña del Gólgota, es evidente que el misterio se enriquece con significados más lejanos. Incluso en la cruzada (más habría que decir sobre todo en ella) la cruz llega cargada de esoterismo, de virtudes impregnadas desde el fondo de los tiempos en el alma colectiva. Puede bastar aquí con proponerlo. Imagen del mundo solar, símbolo de una potencia viril, esas lecturas anticristianas de la cruz se imponen, sin que sea necesario demostrarlo más, en la gesta de la cruzada. La cruz conduce al acto supremo de gloria a los hijos varones del Sol poniente; sin duda alguna, ¿fulgor de la idea de la cruzada en la carne y en el alma de la cristiandad?”

Para los enciclopedistas franceses se trató de “locura sangrienta” y de un “extraño monumento a la estupidez humana”.

Para el ruso F.I. Uspenski, los beneficios de las cruzadas fueron para la cristiandad occidental “inconmensurablemente inferiores a las pérdidas sufridas”.

Opina también, que “la influencia de las cruzadas sobre el progreso de la sociedad medieval disminuye considerablemente si tomamos en cuenta el proceso natural evolutivo, que podía conducir a los pueblos de la Edad Media hacia los éxitos en el camino de su desarrollo político sin necesidad alguna de las cruzadas”.

Para Toynbee, las cruzadas fueron una de las demostraciones del “pasmoso estallido de energía que exhibió la cristiandad occidental del siglo XI, estallido en el que la erupción agresiva contra las dos sociedades vecinas fue uno de los episodios menos creadores y menos estimables. En el paso del siglo X al siglo XI la civilización cristiana occidental conquistó espiritualmente a los intrusos escandinavos de Normandía y de Dinamarca, y emuló la hazaña contemporánea de la civilización cristiana ortodoxa, que había convertido a los escandinavos de Rusia, al hacer ingresar a su rebaño a las hordas escandinavas que habían invadido sus tierras, así como a los bárbaros continentales de Hungría y Polonia”.

En el plano religioso, “en el siglo XI, la fundamental reforma cluniacense de la vida monástica occidental fue seguida por la más ambiciosa reforma hildebrandina”, mientras que en el ámbito militar, “a la oscura conquista cumplida en el ángulo noroccidental de la península ibérica siguió un sensacional movimiento de avance a lo largo de todo el Mediterráneo. En la península ibérica los conquistadores cristianos establecieron su dominio sobre los Estados sucesores del califato cordobés, al conquistar a Toledo. En el Mediterráneo central invadieron los dominios que el

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Imperio Romano de Oriente tenía en el sur de Italia, y conquistaron luego Sicilia a los intrusos musulmanes. En el Levante, los cruzados eclipsaron en una expedición todas las conquistas, al establecer en la Primera Cruzada y después una cadena de principados cristianos occidentales, que se extendían sin solución de continuidad desde Antioquía y Edesa hasta Jerusalén, pasando por Trípoli.”

Para Toynbee, una expedición obvia del fracaso último de las cruzadas se halla en la excesiva dispersión de energías de los “agresores occidentales”.

En efecto, atacaron a sus vecinos en no menos de cinco frentes: en la península ibérica, en la Italia meridional, en la península balcánica, en Siria y en el límite europeo de la cristiandad occidental y de Rusia.

“No sorprende el hecho de que no hubieran podido obtener resultados decisivos con este impróvido uso del limitado superávit de energías occidentales, que bien podían haber llevado la ofensiva hasta alguna frontera natural que fuera posible retener permanentemente, si lo hubieran concentrado de continuo en uno solo de los cinco frentes.”

Otra opinión es la de Ludwig Hertling en su “Historia de la Iglesia”.

“A despecho de su fracaso final, las cruzadas ejercieron un enorme influjo sobre la historia de Europa y de la Iglesia. En el aspecto cultural, este influjo es acaso menor de lo que suelen creer los historiadores profanos, pues en el Asia Menor, Siria septentrional y Palestina no puede decirse propiamente que los cruzados llegaran a ponerse en contacto con la auténtica cultura islámica. El innegable intercambio cultural que se produjo en el siglo XII pasó, más bien, a través de España.”

“Pero las cruzadas crearon la idea de que existe una familia de pueblos occidentales, idea que acabó sustituyendo la concepción del imperio. El emperador había sido el protector de la Iglesia; en el nuevo concepto de la cristiandad se contenía también un pensamiento expansionista. El movimiento misional surgió de las cruzadas. La Orden Teutónica, fundada durante el asedio de Acre, trasladó su actividad de modo más natural y consecuente, desde Tierra Santa a la cristianización de las tierras aún paganas del nordeste de Europa. España, que tenía en su casa sus propias cruzadas y sus órdenes militares, pasó con la misma naturalidad de la Reconquista a la Conquista. Otra lección que aquel tiempo aprendió es que la conquista de tierras para el reino de Cristo no puede efectuarse sólo con la espada.”

LA CARA DEL ISLAMLa historia tiene otro rostro para los historiadores islámicos. Los mahometanos se defendían de una abierta invasión.Los salvajes eran europeos, porque la civilización musulmana estaba considerablemente más adelantada que la del occidente.

entro de la historia occidental y cristiana, las cruzadas han ocupado un lugar verdaderamente preponderante en la preocupación de los tratadistas encargados de divulgarla. Historiadores,

novelistas y poetas han puesto un empeño especial en relatar las aventuras de estos miles de cristianos dispuestos a luchar por implantar su credo en pueblos de una cultura e idiosincrasia absolutamente opuestas.

D

Sin embargo, también los historiadores islámicos han mostrado preocupación preferente por este apasionante tema. Naima Mustafá, en el siglo XVIII; Cevdet, entre fines del XIX y comienzos de nuestro siglo; Riza Nur y Evliya Celevi, son algunos de los tratadistas turcos que se ocuparon de las cruzadas.

Hemos querido en esta crónica entregar un panorama general acerca de cómo enfocan ellos el tema y las consideraciones que tienen en cuenta para diferir diametralmente de la posición de la mayoría de los historiadores occidentales y cristianos.

Cuando las cruzadas comenzaron, árabes, turcos y persas se encontraban sumidos en una serie de luchas intestinas, que no los hacía aparecer unidos frente al enemigo común. La gran obra de Saladino consistió en unir estos pueblos para hacer frente a los cristianos.

Según algunos de los historiadores mencionados, los primeros conflictos surgieron para los europeos cristianos con los bizantinos; sin embargo, no atacaron a estos pueblos, sino a los mahometanos. ¿Por que? La mayoría de las versiones turcas es similar: los cristianos no estaban defendiendo una ideología o religión, sino que pretendían conquistar territorios y, más aún, comerciar con los ricos productos que generaban y manufacturaban en el Oriente Medio. Dicen Mustafá y Celevi que había en Europa por ese entonces muchos aventureros que comprendieron la importancia de la conquista de las tierras musulmanas y que fueron ellos quienes empujaron a reyes y Papas para que organizaran las cruzadas.

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Cuando el Islam se dio cuenta de que tenía que hacer frente a esta avalancha de comerciantes y a una minoría de cristianos fanáticos, logró formar un frente unido de lucha; sin embargo, fueron los turcos los que se destacaron más fundamentalmente como defensores de sus territorios y riquezas.

La causa principal de que las primeras luchas permitieran un relativo éxito a las fuerzas cruzadas, dicen los tratadistas islámicos, se debió fundamentalmente, a que los turcos eran una minoría considerable. Y también agregan que la principal causa de que finalmente pudieran rechazar en forma definitiva a los invasores estriba en la gran preparación guerrera de los islámicos frente a fuerzas salvajes que no sabían luchar, ni poseían ejércitos organizados para ello. Actuaban solamente cuando tenían un líder enfrente, y a la primera flaqueza se desmoronaban sus sueños, perdían fuerza y se dispersaban. Los turcos no pretendían luchar por una religión, sino defenderse de quienes los invadían; su organización bélica estaba cimentada en miles de años de luchas por defender sus propios imperios, y a pesar de sus querellas internas, que favorecían la instalación de un reino latino, occidental, lograron mantener lo que era de ellos.

ero todos estos argumentos están basados, según los escritos turcos, en algo mucho más profundo: la gran diferencia de cultura y civilización entre los bandos de lucha. Las cruzadas

fueron para ellos un contacto entre un continente salvaje (Europa) con otro civilizado y de técnica superior (el islámico).

PLos turcos en la época de las cruzadas habían formado ya más de diez imperios, y por entonces reinaba el Selyúcida; pero cuando este pueblo nació se ubicó en tierras muy áridas y secas, lo que los obligó a convertirse en nómades que buscaron lugares más hóspitos para vivir. Al ir pasando por diversos territorios, lograron apoderarse de algunos de ellos e ir formando imperios, como también ir asimilando sus culturas y formas de vida. Los turcos fueron y son hasta ahora un pueblo con gran sentido práctico, lo que, evidentemente, les sirvió en aquellos tiempos para ir tomando todo lo que les parecía útil e ir modelando así, su propia civilización.

Cuando los cristianos llegaron a las tierras del Islam encontraron un pueblo en que existía una sociedad organizada, con escuelas, centros de salud, investigaciones científicas y manifestaciones artísticas mucho más acabadas que las de ellos. Y así como los turcos habían aprendido de civilizaciones tan milenarias como las de China e India, los europeos tomaron también las muestras de progreso y cultura islámica.

Asimismo, las formas de comercio turcas y sus productos encontraron acogida; las sedas, perfumes, alfombras, plantas, flores, frutas y legumbres fueron llevados a Europa, con lo que no solamente este continente conoció nuevos productos, sino que entabló nuevos negocios altamente lucrativos.

En medicina, Europa estaba todavía muy atrasada, y los turcos les enseñaron a conocer medicamentos, curaciones y tratamientos que ellos ya habían practicado con éxito. En el aspecto cultural, tomaron algunas formas de arquitectura y, principalmente, copiaron de Oriente las fortificaciones, verdaderos castillos construidos especialmente para la defensa y que después se vieron reproducidos en Francia, Inglaterra, Italia y Alemania, como también las hospederías, que dieron origen a los hoteles.

egún el historiador Cevder, la imagen que se ha dado en el sentido de que los musulmanes fueron fanáticos religiosos, intolerantes con las creencias de los pueblos conquistados, es

absolutamente falsa. Y enfatiza su afirmación diciendo que cuando los turcos se apoderaron de territorios habitados por cristianos, no prohibieron la práctica de dichas creencias. Para él, el argumento de liberar Jerusalén y Tierra Santa para emprender las cruzadas no fue sino un pretexto, sin fundamento; asegura que los peregrinos cristianos iban hasta esos lugares y no se les negaba el paso. Dice Cevder que los verdaderamente fanáticos fueron precisamente los cristianos, y que ellos sí negaban las prácticas religiosas a los pueblos dominados.

S

Las reconquistas islámicas trajeron como resultado la asimilación de los occidentales que habitaban en ellas, a sistemas de vida mucho más avanzados. El concepto de justicia social, prácticamente desconocido en Europa, tenía ya cimientos firmes en Turquía, y fue implantado. También la educación cumplía un papel importante. Los cristianos avasallados fueron llevados igual que los musulmanes, desde muy corta edad a los centros de enseñanza en los cuales se los preparaba en actividades guerreras, se los capacitaba para desempeñar un oficio o artesanía y también como futuros administradores de las diferentes secciones de que estaba compuesto el sistema administrativo de cada país. Todas estas escuelas y actividades eran supervisadas por sultanes y visires que daban las líneas directrices.

Los cristianos que volvían a Europa implantaban las costumbres adquiridas en el Oriente. Las mujeres lucían los modelos y las telas traídos de esas lejanas tierras; los términos justicia, salubridad, educación y otros comenzaban a conocerse de diferente manera, y Europa,

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evidentemente, iba cambiando su fisonomía. Pero mientras tanto, se unían a los musulmanes y establecían sus familias allí para siempre.

El último intento cristiano por destruir el Islam fue en 1442, con la lucha en Bulgaria. El triunfo de Turquía fue definitivo, y según los tratadistas que ya hemos mencionado, Europa comprendió al fin que se enfrentaba a un enemigo superior, dispuesto a luchar hasta su exterminio por defender lo que le pertenecía.

Y a esto se une el reconocimiento de la gran mayoría de los historiadores occidentales del valioso aporte que la cultura arábiga y otomana hizo a la eclosión del período llamado el Renacimiento.

ARTE AL SERVICIO DE DIOSLa religión cristiana universalizó el arte occidental y le dio una sola forma de expresión.Preeminencia de la arquitectura e influencia del arte musulmán.

l arte desarrollado durante las cruzadas responde evidentemente a la unidad de pensamiento del mundo cristiano católico que se manifestó en todas las formas de vida en esa época y, en

general, durante la Edad Media. En los países que participaron en las cruzadas podemos encontrar, en sus formas artísticas, los mismo temas iconográficos, las mismas formas y técnicas semejantes. Es decir, que la universalidad de la religión cristiana avasalló, si pudiera decirse así, el pensamiento artístico y le dio una única forma de expresión.

E

Resulta casi imposible discriminar acerca de la formación del arte cruzado sin mirarlo como un todo desarrollado durante la época medieval. Sin embargo, hay ciertas obras arquitectónicas, de escultura y literarias que pueden destacarse independientemente.

Muchos historiadores dan como origen del arte cristiano medieval los frescos de las catacumbas romanas y, sin embargo, éstas no son sino una derivación, un reflejo del arte helenístico y sirio. La segunda fuente de influencias se deriva del arte que se desarrolló en el Egipto helenístico y cristiano, es decir, el alejandrino y el copto. Más concretamente, con respecto al arte gótico —entendido entonces como una expresión derivada de los godos— es imposible mirarlo sino como una forma de intercambio con las otras dos civilizaciones que se repartían en la Edad Media el mundo mediterráneo: las civilizaciones bizantina e islámica. Las cruzadas contribuyeron en forma mucho más eficaz aún a este intercambio y el cisma religioso que separó en el siglo XI a la Iglesia Católica de la Ortodoxa no constituyó un obstáculo infranqueable para la relación artística entre las dos mitades de la cristiandad.

Con respecto a la influencia islámica, algunos historiadores la consideran importante, mientras otros sostienen que los cristianos no aprendieron mucho de las escuela musulmana. En todo caso, hay vestigios importantes, como las huellas que dejó la dominación árabe que sucedió a la de Bizancio en Sicilia y en Palermo. También en Francia penetraron las ideas artísticas musulmanas, no tanto por la vía de la imitación directa, sino mucho más por la importación masiva de objetos de artesanía, como la cerámica o los tejidos. Con respecto a España, donde la conquista árabe o sarracena fue mucho más duradera, las muestras del arte musulmán fueron más evidentes. En Andalucía son ejemplos claros la Mezquita de Córdoba y la Alhambra de Granada. Pero también en el resto de la Península Ibérica fue quedando dispersado un arte un tanto híbrido, mezcla de gótico e islámico, llamado mozárabe o mudéjar, según que lo practicaran musulmanes cristianos sometidos al dominio árabe o éstos bajo la dominación cristiana.

En la Edad Media se han distinguido dos formas fundamentales artísticas, llamadas: gótico y románico, y que según L. Réau y G. Cohen en “El Arte de la Edad Media y la Civilización Francesa”, nada tienen en común con los romanos ni con los godos. Hemos visto a grandes rasgos las principales influencias de estas dos ramas —ambas desarrolladas durante la época de las cruzadas, aunque el gótico continuó después de finalizadas éstas. En síntesis, se puede decir que Occidente debe a Oriente técnicas, tales como aparejo de las cúpulas hemisféricas o nervadas, mosaico, marfil, vidriería con engastes; técnicas como el estilo animal, capiteles con figuras humanas o con animales desconocidos de la antigüedad griega, decoración de figuras afrontadas o adosadas a ambos lados de un motivo como eje y, finalmente, la mayor parte de su repertorio iconográfico.

l rasgo característico del arte en la época de la que hablamos es la primacía de la arquitectura sobre todas las otras formas de expresión artística humana. Sin embargo, ésta estaba

absolutamente sometida al servicio de la Iglesia Católica. Mientras los caballeros cruzados defendían sus ideales religiosos en las lejanas tierras del Islam, los que permanecían en Europa ponían todo su ingenio al servicio de esta fe y la traducían en el plano de la arquitectura, en construir catedrales.

E

En Francia hay, como en otros países, obras maestras del arte románico y gótico. La basílica carolingia de Chartres es un ejemplo. Fue destruida en el año 858 y reconstruida en el siglo XI por

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el obispo Fulberto como catedral románica; un nuevo incendio la arrasó en 1194, y su posterior edificación ocupó los fundamentos anteriores, pero se le dio un estilo gótico; se fue reconstruyendo de a poco y todas las partes esenciales de este edificio pueden fecharse en la primera mitad del siglo XIII. La Catedral de Chartres se conserva hasta hoy día como una enciclopedia del arte de esos siglos.

Otra basílica —que se salvó en parte del vandalismo de la Primera Guerra Mundial— y que constituye una muestra maravillosa del arte medieval es la Catedral de Amiens, cuya construcción se inició a partir del año 1220 y fue terminada en los últimos años del reinado de San Luis; se trata, por lo tanto, de un templo marcadamente homogéneo. Las catedrales de Estrasburgo, de Bayeux, de Lisieux y de Coutances, Nuestra Señora de Dijon y la Santa Capilla, son algunas de las otras basílicas construidas durante los siglos XI, XII, XIII y comienzos del XIV en Francia. Esta última fue edificada expresamente por orden de San Luis en su palacio de la isla de La Cité, para dar alojamiento a la Corona de Espinas, rescatada de Tierra Santa por sus cruzadas.

La arquitectura francesa tuvo también su expresión elocuente en las construcciones monásticas —las famosas abadías—, militares y civiles, aunque este último aspecto fue el menos importante y significativo.

Pero también se pueden encontrar maravillosas obras arquitectónicas fuera de Francia, aunque la mayoría de tratadistas dan la primacía a Francia, sobre todo en la creación del estilo gótico. Esta expresión tuvo favorable acogida en Inglaterra y Alemania. En el primer país mencionado el arte románico alcanza su apogeo en la catedral de Durham, a pesar de ser una iglesia de transición, que se mantuvo fiel a las líneas románicas, pero en la que aparecen los primeros rudimentos de la crucería de ojivas. La arquitectura militar está representada en Inglaterra por el torreón de Rochester, construido entre 1126 y 1139, y sobre todo por la Torre de Londres.

En Alemania, las catedrales de Worms y de Maguncia son ejemplos de arquitectura románica, al igual que la abadía de Corvey, junto al Weser, el monasterio de Hirsau, en Suabia, y muchas otras. Las dos iglesias góticas más antiguas de Alemania son Nuestra Señora de Tréveris y Santa Isabel de Marburgo, y la más popular es la de Colonia. Según Réau y Cohen, los alemanes han intentado implantar la idea de que ellos “inventaron” un gótico diferente, pero agrega estos historiadores que la catedral de Colonia es una copia de la de Amiens.

sí como la arquitectura en la Edad Media, y más concretamente durante el desarrollo de las cruzadas, estuvo sometida, inspirada y arraigada profundamente en las ideas católicas y al

servicio de Dios, la escultura a su vez estuvo sometida a la arquitectura, y si bien renació como una maravillosa forma de expresión artística, estuvo aplicada, si pudiera decirse así, a las creaciones arquitectónicas. El canon de las figuras no está determinado por sus proporciones naturales, sino por el espacio que deben ocupar; tendidas en los sillares de basamento y bajo el arco de medio punto o apuntado de los tímpanos, las figuras se amontonan, se contraen y contorsionan en los dinteles, en las dovelas trapezoidales o bajo el ábaco de los capiteles. Poco importa que las siluetas estén arbitrariamente deformadas, que las cabezas y las piernas resulten anatómicamente imposibles; el escultor románico, especialmente, se preocupa sólo de llenar el espacio que se le ha designado.

A

Hay algunas esculturas, al igual que en toda manifestación artística, que se destacan de otras. En Francia, y más concretamente durante la época de las cruzadas, cabe mencionar los capitales del coro de Cluny; los bajos relieves de Moisac, los capiteles de Vezelay; el Tímpano de Autum; la fachada de Nuestra Señora de Poitiers, todas dentro de la época románica. En el estilo gótico están el Pórtico Real de Chartres; el Portal de la Virgen de Nuestra Señora de París; la fachada de Amiens; las estatuas de la iglesia y de la sinagoga del crucero de Estrasburgo y la fachada de Reims.

En Alemania, la escultura en metal precedió a la talla en piedra y madera, siendo los dos centros principales para la orfebrería en metal Renania y Sajonia. Entre los monumentos de la orfebrería renana, los más importantes son el antependio de Basilea, la Virgen de Essen y las grandes urnas de Colonia y Aquisgrán. Dentro de la escultura en piedra, el gran crucifijo del arco triunfal del coro de Wechselburgo (hacia 1230), los dos hermosos púlpitos de la catedral de Maguncia y las famosas estatuas de donantes del coro de Naumburgo son algunos ejemplos representativos dentro de Alemania.

De la escultura inglesa se podría decir que fue la menos opulenta y que la especialidad fue la escultura en alabastro. Con este material se fabricaron sepulcros y pequeños retablos portátiles de dudosa ejecución. Dentro de los países latinos, Italia tiene la ventaja sobre España de haber poseído una escultura más autóctona, aunque no se vio libre de la influencia francesa. La fachada occidental de la catedral de Módena; el bajo relieve del Descendimiento de la Cruz, los portales del Baptisterio de Parma, los púlpitos del Baptisterio de Pisa y de la catedral de Siena, son algunas de las muestras del arte escultórico italiano.

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Durante los siglos que se desarrollaron las cruzadas, la pintura se mantuvo subordinada a la arquitectura y sólo desempeñó un papel complementario; hasta el siglo XV no pasó a ocupar el primer plano. Se presentó bajo tres formas: la pintura mural, la miniatura o pintura para ilustración en pergamino, y por último la pintura móvil sobre tabla.

Vinculada a la arquitectura, la pintura moral fue víctima de sus progresos; a medida que aumentaron los calados y los vanos de los muros, en cuyas ventanas surgen los vitrales, la pintura ve cómo se le escapa el lugar, el espacio donde realizarse. Solamente en Italia, donde la arquitectura obedeció a un ideal diferente, los pintores pudieron realizar sus frescos en amplias zonas murales situadas entre los ventanales más angostos. Italia, antigótica, fue pues el país por excelencia del fresco, en tanto que Francia, foco de la arquitectura gótica, es el reino del vitral y de la tapicería.

La miniatura tuvo mayor posibilidad de expansión dentro del arte gótico, donde cumplió una función capital. Hasta el siglo XV no fue eliminada y reemplazada por el grabado. En cuanto a la pintura en tabla, que se convirtió en lo que actualmente llamamos cuadro, prácticamente hizo su aparición a fines de las cruzadas y en forma muy limitada, para alcanzar su independencia y gran posición con respecto de las demás artes sólo con el comienzo del Renacimiento.

n la “Historia de la Humanidad” de Henri Ber no ocupa la literatura del tiempo que tratamos sino un lugar muy restringido y a la que no se le da prácticamente la categoría de arte. Sin

embargo, es importante señalar que a fines del siglo XI y comienzos del XII, aunque no tan abundante, la literatura tenía una expresión artística mucho más acabada que las otras formas plásticas y sólo en el siglo XII se podría hablar de una equiparidad.

E

Los cantares de gesta fueron sin duda la expresión literaria que tuvo mayor fuerza y acogida, si pudiera decirse así, dentro de esta época. Esencialmente, el cantar de gesta es exaltación; apoteosis de una dinastía de reyes y de una raza de pueblos; engrandecimiento de héroes que sirvieron a aquéllos y encarnaron a éstos. El poderío y la fidelidad al caudillo y a la Iglesia ocupan en ellos más espacio que el amor humano. Los cantares de gesta, en su relativa rudeza, con su exageración de la valentía, con su sentido de lo cómico, con su apasionado individualismo que coloca a veces al héroe en conflicto con su soberano, al que sin embargo, rendirá toda clase de servicios contra viento y marea, con su fe viva que arrastra a las cruzadas ante el llamamiento de la Iglesia, nos proporcionan un animado cuadro, lleno de colorido y que deja ver una sociedad inestable, siempre en devenir y en constante tumulto.

Dentro de los cantares de gesta francesa se pueden distinguir tres ciclos: el de los barones rebelados; el de Guillermo de Orange o la gesta de Garin de Monglane y el cilo del Rey, dentro del cual está, tal vez, el cantar de gesta más conocido: La Chanson de Roland.

España es, como Francia, otro de los países en que la canción de gesta tuvo un gran auge. Nadie puede desconocer el Cantar de Mio Cid, donde tal vez más claramente se pueden encontrar las características propias de este tipo de literatura que se daba a conocer más arriba.

Junto a los cantares de gesta surgieron también en la segunda mitad del siglo XII otras tendencias literarias, como la novela cortés, que difiera básicamente con la gesta, porque aquí el amor humano, entre hombre y mujer, cumple un papel decisivo. También surge la poesía, que se inicia con exaltaciones del amor humano (Dante y Petrarca) para sufrir también al fin de la influencia religiosa y transformarse en poesía en que el amor que se exalta es divino.

De cualquier forma, no fueron la novela, la poesía y el teatro —que también tuvo su expresión en estos siglos— las formas literarias que tuvieron arraigo popular y por tanto se puede decir que la influencia dentro de la masa estuvo ejercida por los cantares de gesta.

HISTORIAS CRUZADASLa leyenda y la realidad se entremezclan más que en cualquier otro período de la historia de la humanidad en esta gesta salvaje de dos siglos.

n la noche del 27 de noviembre de 1095 se acabó la tela roja en la ciudad de Clermont, Francia; Urbano II, el “Papa de Oro”, había abandonado sus suaves modales y esgrimido el

más formidable de sus recursos: la oratoria. Y ante una muchedumbre entusiasmada, el ex monje de Cluny proclamó la Guerra Santa contra los infieles.

ESus palabras desencadenaron uno de los movimientos más espectaculares y curiosos en la historia de la humanidad.

En Clermont la población se lanzó a fabricar cruces rojas que cosían en sus vestiduras. Agotada la tela, se recurrió al tatuaje y al hierro candente.

Franceses y alemanes vieron atravesar sus fronteras a un personaje del Antiguo Testamento: Pedro el Ermitaño; especie de profeta velludo y desgarbado, instaba a los pueblos a dejarlo todo y

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a tomar la cruz y las armas. Y era tal el fervor que despertaba en las muchedumbres, que arrancaron el pelaje de su mula para convertirlo en reliquias.

La consigna “Dios lo quiere” sacudió a los nobles. El primero en responder a Urbano II fue Raimundo, conde de Tolosa. Valiente católico, pero mujeriego y pendenciero, atravesó sus dominios recibiendo el homenaje popular. A través de su único ojo —salvado, según la leyenda, de una feroz riña— vio que las campesinas francesas habían cubierto su camino con hojas y ramas perfumadas.

Pero también partieron trovadores, poetas y caballeros que empuñaban la pluma. Fueron ellos los que —faltando a las cifras y maquillando los acontecimientos— entregaron a la posteridad las anécdotas y leyendas de esta gran epopeya cristiana.

TOMA TU CRUZoma tu cruz y sígueme”. Nunca una cita bíblica, al cobrar actualidad, había tenido tan grandes consecuencias económicas. La fiebre de partir a liberar el Santo Sepulcro hizo

desaparecer de las bancas medievales las monedas de oro y plata. Los castillos, las joyas e incluso los reinos podían ser adquiridos por quien tuviera moneda “dura”.

“TAsí, Godofredo de Bouilllon vendió por sólo 100 coronas la ciudad de Metz a sus habitantes. Sus derechos sobre Bouillon los empeñó por 300 monedas de plata y 4 de oro.

Pero la fianza más curiosa la dio Roberto, duque de Normandía, más conocido como “Calzas Cortas”. De cabello rojo y figura ridícula, era el típico “antihéroe” de una novela de caballería. Estando en guerra con su hermano Guillermo, tuvo una vez la oportunidad de derrotarlo. Sin embargo, tardó en acudir al sitio del sucesos que sus partidarios se habían retirado cuando él llegó. La idea de combatir infieles lo emocionó, Después de reconciliarse con su hermano, le empeñó Normandía. Y si en tres años no pagaba las 10 mil monedas de plata, Guillermo se adueñaría de sus tierras. Pero Guillermo murió antes del plazo y Roberto volvió a ocupar su ducado.

En 1095 los mercados de las ciudades europeas vivieron su época de oro. Para tomar la cruz ofrecida por Urbano II había que dejarlo todo. Y muchos preferían “jibarizar” sus bienes, convirtiéndolos, a cualquier precio, en dinero. Así, 70 ovejas se vendían por sólo un denario.

Y esta abundancia de alimentos fue tomada como un signo más de que Dios acogía a los cruzados.

Al mismo tiempo, fenómenos maravillosos aparecieron en los cielos de Occidente. Los trovadores dejaron de cantarles a las bellas castellanas, para relatar cómo un cometa de grandes proporciones y cola en forma de cruz había cruzado el firmamento. La imaginación del hombre medieval se desbocó, contagiando a los más serenos. Un sacerdote de apellido Sigger, famoso por sus costumbres ejemplares, aseguró haber visto un extraordinario combate celestial: dos nubes en forma de guerreros entablaron un reñido duelo, venciendo el gladiador que portaba una cruz.

Las crónicas de la época están teñidas de este sentimiento. Una de ellas aseguró que “el cielo nunca dejó de comunicarse con los cruzados”. Cuando salían a relucir los ancestros bárbaros —tan criticados por los cristianos de Bizancio—, un terremoto o una derrota militar lanzaba de rodillas a los “hombres de hierro”. La comunicación con la divinidad se reanudaba después de un riguroso ayuno, al estilo de los antiguos habitantes de Nínive: las madres no amamantaban a sus hijos durante tres días y las bestias no podían comer pasto.

UN REY EN HARAPOSadrones, criminales y piratas eran tocados por la gracia y salían de los abismos de su miseria, y renunciaban a sus crímenes para tomar parte en la empresa santa...”, relató

maravillado Orderico Vitalis, cronista y espectador de las primeras cruzadas.“LSi bien Urbano exhortó a los pecadores y delincuentes a sumarse al movimiento, Pedro el Ermitaño fue el principal promotor de la idea. Mientras repartía dote a las rameras de París para que pudieran encontrar marido, aprovechaba de predicar la cruzada popular.

Cuando se encaminó a Constantinopla —lugar de reunión de los primeros reclutados—, su mula abría la marcha a 15 mil personas. Era un grupo heterogéneo: campesinos que confundían la Tierra Santa con el paraíso prometido a quienes murieran durante la empresa; “testatori” o inválidos fingidos, que residían en las gradas de la catedral de Notre Dame, monjes, plañideros y carteristas.

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Entre los seguidores se encontraba “Tafur”, llamado por los trovadores el “rey de los pícaros”. De profesión vagabundo, Tafur aceptó abandonar su reinado callejero. Sin embargo, a los pocos días de camino el pícaro había elegido una nueva corte que seguía ciegamente sus decretos.

Tanto los hombre de Pedro como los de Gualterio Sin Tierras —integrantes de la cruzada popular— murieron, en su mayoría, sin conocer a un infiel. Las tropas de haraposos que saqueaban el imperio cristiano de Bizancio acarrearon las iras de su emperador.

Y pese a que los cruzados llevaban en sus pechos la cruz que ellos adoraban, castigaron duramente a 16 soldados de Gualterio sorprendidos robando un bazar. Después de quitarles sus armas y vestimentas, los enviaron desnudos a la ciudad de Belgrado. Los casco de los ladrones fueron colocados en las murallas del poblado para advertir a los demás cruzados.

Sin embargo, el correctivo de los bizantinos fue mal interpretado por los hombres de Pedro. Al reconocer los despojos de sus compañeros, pensaron que habían sido asesinados por esos “extranjeros, semicristianos”. Y bastó una chispa, encendida por la venta de un par de zapatos, para que empezara el saqueo que culminó con una matanza masiva de cruzados y soldados imperiales.

Muy pronto los cruzados populares olvidaron lo sucedido. Mientras esperaban en Constantinopla la llegada de los barones, se especializaron un poco en asolar aldeas pequeñas. Un grupo, comandado por Reinaldo de Broyers, asaltaba una ciudad semidesierta, cuando llegaron los turcos. Durante seis días resistieron penosamente el sitio: “Nuestros hombres estaban tan atormentados por la sed, que abrían las venas de los caballos y asnos para beber su sangre. Otros orinaban en las manos de sus compañeros, que luego bebían la orina. Muchos cavaban la tierra húmeda y se tendían en el suelo, echándose encima para apagar la sed”, relata un prisionero anónimo.

Hubo también nobles que pertenecieron a la corte de Tafur: Emich, conde de Leisinger, poderoso señor del Rin, se enriqueció a costa de las comunidades judías. Llevando una cruz roja tatuada en el pecho y con el “slogan” venguemos la muerte de Cristo, salteaban los barrios judíos y degollaban a sus habitantes. Incluso cuenta la leyenda que “asaron niños en parrillas”.

Todos estos crímenes fueron pagados: los bizantinos, aliviándoles el trabajo a los partidarios de Alá, exterminaron gran parte de estos seudocruzados.

LOS HOMBRES DE HIERROué pueblo podría resistir a una nación tan tenaz y tan cruel, a la que no hacen desistir de su empresa el hambre ni la sed, ni el acero ni la muerte, y que ahora se alimentan

de carne humana?”“¿QCon estas palabras un cronista musulmán retrató de cuerpo entero a los llamados por los musulmanes “hombres de hierro”.

Por liberar el Santo Sepulcro y conseguir riquezas desafiaban el sol abrasador. Un cruzado normando, conocido en la actualidad como “el Anónimo”, relata en sus notas de viaje: “Los caballeros continuaron su camino, pese a tener sus armaduras al rojo”.

Convivían con la muerte: al sitiar Nicea, las 19 naciones que participaban en la Guerra Santa levantaron su propio barrio dentro del campamento cristiano. Como faltaron piedras y maderas, las trincheras se construyeron con huesos de los cruzados que quedaron sin sepultar. “De modo que construyeron a un tiempo una tumba para los muertes y un albergue para los vivos”, escribe Ana Commeno, hija del emperador de Bizancio.

Y en los momentos de paz olvidaban sus diferencias con los infieles. Así, durante el sitio de Tolemaida, que duró dos años, los cruzados celebraron varios torneos en los que participaron musulmanes. El campeón era llevado en vilo por los hombres de la cruz y de la media luna; la fiesta terminaba después de que los francos habían bailado al son de los instrumentos árabes y cuando los bufones habían agotado sus canciones dedicadas a los musulmanes.

Bajo la pesada armadura del cruzado, se ocultaban los peores vicios, pero también las más notables cualidades. En las “chansons” y poemas de la época resaltan la valentía y el orgullo de los cristianos, matizados con grandes dosis de ingenuidad.

Un modelo es Hugo de Vermandois, hermano del rey de Francia, pero de escasa fortuna; fue el primer noble que llegó a Constantinopla. Varias veces había enviado al emperador bizantino arrogantes cartas: “Sabe, ¡oh emperador!, que me he puesto en camino, y que soy un señor superior a los reyes. Por lo tanto, prepárate para recibirme en la forma adecuada a mi nobleza”.

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Sus mensajes causaron la hilaridad de la soberbia corte oriental. Sin embargo, Hugo —que no conocía más lujos que su castillo barrido por el viento— fue colmado de atenciones.

Junto a otros “bárbaros” —título que recibían en Bizancio los europeos occidentales— presenciaron un show muy bien montado: en la Iglesia de Santa Sofía se les mostró un cofre con los regalos que los tres Reyes Magos llevaron a Jesús. Los cruzados acabaron de asombrarse al ver que una imagen de la Virgen derramaba continuamente lágrimas.

Los hombres de hierro sufrieron crueles decepciones que los obligaron a madurar. La primera vez que avistaron un ejército de sarracenos, “espolearon sus caballos para conocer al fin a esos engendros del infierno”. Las crónicas relatan que en esta ocasión muchos cristianos no llevaban sus armaduras: temían que ante su sola vista los turcos retrocedieran y evitaran el combate que tanto deseaban. Sólo dos destacamentos, que llegaron atrasados, libraron a los cruzados de las cimitarras turcas.

BARBARIE Y HEROÍSMOobrevivimos milagrosamente. Teníamos que comer trigo que arrancábamos y frotábamos entre las manos. Perdimos la mayoría de nuestros caballos, y los caballeros tuvieron que

marchar a pie...; empleábamos vacas, y en casos de extrema necesidad, cabras, ovejas e incluso perros, sobre los cuales cargábamos el bagaje.”

“S

Y en esta situación desesperada empezaron a cercar Antioquía.

Pero muy pronto los cruzados fueron sitiados por el hambre y atacados por la retaguardia.

Al conocer la noticia, 700 caballeros, montados en los únicos caballos que sobrevivieron el paso de las Montañas del Diablo, partieron a combatir a 7 mil musulmanes. En el campamento quedaron las mujeres, los sacerdotes y los enfermos. Sus únicas armas eran cruces de tela y madera.

La estrategia de los cristianos asombró a los musulmanes. Como no tenían arqueros, esperaron cantando que los hijos de Alá se acercaran. Y los supersticiosos turcos creyeron estar cayendo en un exorcismo. Esta creencia se generalizó cuando “los seguidores del Dios engendrado” arrasaron con las primeras filas del ejército infiel.

Mientras tanto, en el interior de la amurallada ciudad continuaba la “guerra fría”. Los sitiadores, en su euforia, lanzaron mil cabezas de sarracenos al interior de Antioquía.

Y esta costumbre se fue haciendo usual. Cuando Tancredo —uno de los jefes militares de los cruzados— sorprendió a un destacamento turco, el obispo de Puy recibió un macabro regalo: 70 cabezas de infieles “como diezmo de la matanza y de la victoria”.

Muy pronto estos triunfos de la cruz fueron opacados por una terrible hambruna.

Fue entonces cuando Tafur, el monarca, resolvió salvar a su corte. Llamó a toda la turba y le dijo: “Id a buscar los cadáveres de los turcos. Estarán bastante bien si se los guisa y se los sala”.

Y los hambrientos desollaron y cocieron en inmensos calderones los despojos cadavéricos, ante las miradas horrorizadas de los centinelas musulmanes.

Ni cronistas ni caballeros censuraron este proceder. Los primeros recuerdan sonrientes las palabras de la turba: “Voici Mardi Gras. La carne de turco es mejor que el jamón o el tocino frito en aceite”. Los segundos preguntaron a Tafur cómo se sentía después del banquete: “Por mi fe, me siento revivir. Sólo me falta un poco de vino”.

Causaron tal gracia a Godofredo de Bouillon las palabras del pícaro que le envió un jarro de vino.

Pero frente a estos excesos hay episodios que nos hablan de una clase de hombre de excepcional valor. Balduino, rey de Jerusalén, después de afianzar varios territorios turcos al dominio cristiano, decidió apoderarse de Egipto. Estaba en camino cuando se enfermó de gravedad, debiendo refugiarse en una aldea. La aflicción de sus compañeros de victoria era manifiesta: “Por qué lloráis? Pensad que soy un hombre a quien otros muchos pueden reemplazar; no os dejéis abatir como mujeres por el dolor; no olvidéis sobre todo que es preciso volver a Jerusalén con las armas en la mano y combatir aún por la herencia de Jesucristo, como lo tenemos jurado”.

Y viendo que expiraba, llamó a su cocinero Edón y le pidió que lo embalsamara para que su cuerpo fuera conducido hasta Jerusalén. Como su servidor no sabía hacerlo, le dijo: “Abre mi cuerpo, cuida de frotarlo con sal y aromas por dentro y por fuera; llena de sal mis ojos, mis narices, mis orejas y mi boca”.

Incluso, la historia de un pillo como Reinaldo de Chatillon-Sur-Marne, revela el valor de los hombres de hierro. Dueño de un feudo, “Piedra del Desierto”, ubicado en la frontera que separaba

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los territorios cristianos de los musulmanes, decidió atacar La Meca, el santuario del Islam. Aprovechó que el líder turco Saladino había proclamado la Guerra Santa contra los cristianos de Jerusalén para emprender su audaz empresa. En la cumbre de su montaña construyó dos navíos. A lomo de camello trasladó las piezas hasta el extremo del mar Rojo. Mientras sitiaba el puerto turco de Aila, armó sus galeras y las pintó de negro. Casi inadvertido cruzó el mar que durante 500 años había sido el “lago musulmán”. Era tal el asombro que despertaba a su paso, que llegaron a estar a un día de la Ciudad Santa. “Era como la llegada del Juicio Final la presencia de cristianos en la ruta de los peregrinos del Islam”, relata un cronista musulmán.

Como Saladino estaba en el norte, su hermano Al Adil salió de Egipto para combatir a los infieles... “Los perseguimos hasta que no quedó rastro de ninguno. Todos fueron enviados al infierno”.

Sin embargo, el historiador árabe se equivocó: Reinaldo fue el único que regresó.

LA BATALLA DE LA LANZAos seguidores de la cruz como los de la media luna tenían una característica común: la facilidad para convertir hechos fortuitos en mensajes celestiales. Ambos caían fácilmente en la

superstición.LLos cronistas del siglo XII le entregaron a la taumaturgia un papel protagónico en la liberación de los Santos Lugares. Así, relatan que la madre de Kerbogath, sultán que se enfrentó con los cruzados en Antioquía, trató de impedir con lágrimas y amenazas la batalla. La princesa, que vivió más de cien años, aseguró a su hijo que sería derrotado y moriría: “He contemplado el curso de los astros, he consultado las entrañas de los animales y he practicado sortilegios”.

Pero Kerbogath desafió los presagios: “Los francos no son dioses y quiero pelear con ellos”.

También las crónicas relatan que durante el sitio de Jerusalén, dos musulmanes, mediante signos misteriosos, trataron de destruir las terrible máquinas cristianas. “Cuando dieron principio a su profano conjuro —asegura Raimundo de Agiles—, una enorme piedra lanzada por la máquina los derribó y sus almas fueron a parar al infierno de donde habían salido”.

Incluso, la conservación de Jerusalén por los cruzados se debió en gran parte a los adivinos turcos. Cuando el califa de Egipto decidió recuperar la ciudad, reunió un gran ejército. Sin embargo, los adivinos le anunciaron que antes del séptimo día de la semana no podrían partir, porque la empresa fallaría. Los cristianos, al saber esta noticia, marcharon contra los musulmanes el sexto día y derrotaron a un ejército inmensamente superior.

Pero donde más se advierte el poder que un mensaje celestial tenía sobre los cruzados es después de la toma de Antioquía. Durante tres días la ciudad vio a los cristianos separar de su tronco un millar de “cabezas infieles”, saquear las mezquitas y regocijarse con las contorsiones de las bailarinas sarracenas.

Y el cuarto día vieron que en la ciudad no había ningún alimento.

En ese momento, un “ejército de demonios turcos” decide recuperar Antioquía. Fue entonces cuando el obispo Adhemar, vicario papal del ejército, recibió una extraña visita. Pedro Bartolomé —campesino provenzal muy conocido en las tabernas, pero jamás visto en el templo— aseguró tenerle un mensaje divino. San Andrés, “un anciano de cabellos rojo y gris, ojos negros, rostro bondadoso y larga barba blanca”, le pidió que dijera al obispo que la lanza del costado de Cristo estaba enterrada en la iglesia de San Pedro de Antioquía.

Mientras los eclesiásticos dudaban, el pueblo se preparó con 3 días de ayuno para recibir la reliquia.

A la mañana del tercer día, 12 personas empezaron a cavar. Después de varias horas de trabajo y cuando llegaban a los 12 pies de profundidad, no había vestigio del arma. “Finalmente el joven que había hablado de la lanza se quitó los zapatos y bajó al pozo. Rogó solemnemente a Dios que nos entregara la lanza que nos llevaría a la victoria. Y por fin el Señor se apiadó de nosotros” , relata maravillado el capellán Raymond.

Cuando los cristianos, armados con la reliquia, salieron de la ciudad, los musulmanes pensaron en una rendición. Los 12 cuerpos del ejército cruzado se componían de caballeros débiles y mal armados.

Los hijos de Dios y de Alá aseguraron que en esta batalla hubo influencia sobrenatural. El cronista Alberto de Aix cuenta que la lanza brillaba en medio de las tropas. Además, un fuerte viento hizo los dardos cristianos más mortíferos, fenómeno que fue interpretado por los sarracenos como una manifestación de “la cólera celeste”.

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Pero después de la victoria el trofeo perdió toda su magnificencia. Muchos cruzados, encabezados por Arnulfo, aseguraron que el arma era un simple dardo árabe.

Bartolomé, profundamente convencido del papel que representaba, ofreció someterse a la prueba de fuego: “Encended una hoguera. Yo tomaré la lanza en mis manos y pasaré en medio del fuego. Si es un envío de Dios, saldré indemne; de lo contrario me abrasaré”.

Lo acontecido tres días después tiene dos versiones. Un partidario de la lanza asegura que Bartolomé salió ileso, pero que “se precipitaron todos junto a él, ansiosos de tocar sus vestiduras. De esta forma le causaron lesiones en las piernas y le partieron la columna vertebral”.

Según un caballero normando, el embaucador cayó abrasado al llegar al extremo de la hoguera. Ambos coinciden en que murió al día siguiente.

LA MUJER EN LAS CRUZADASl diablo escucha con sumo placer la prédica de una cruzada, porque en la peregrinación de la cruz una multitud de nobles damas se convierten en cortesanas, y millares de doncellas

perdían su inocencia”.“EEsta carta, del sacerdote Luis Mancilla a una señorita llamada Domicilla, que deseaba partir a Tierra Santa, revela sólo una de las facetas de la mujer en las cruzadas.

Si bien hubo aventureras que tuvieron “trato infame y abominable con un turco” (Alberto de Aix), los trovadores emocionaron a las castellanas que permanecían en Occidente con cantos sobre las damas cruzadas.

Así, se conservaron historias como la de Margarita de Henao, que recorrió el Oriente buscando el cadáver de su esposo muerto por los turcos, y la de una princesa llamada Ida que desapareció en el tumulto de una batalla y terminó sus días en el harén de un califa.

Los juglares también se inspiraron en el coraje de las que tomaron la cruz: una mujer cristiana que ayudaba a los sitiadores de Tolemaida a llenar un foso cayó mortalmente herida. Antes de morir rogó encarecidamente a su marido que arrojara su cadáver al foso para ayudar a los cristianos a sortear ese obstáculo.

Incluso, la leyenda cuenta que existió un batallón de mujeres, dirigidas por un jefe del mismo sexo. Y era tan reluciente la armadura de “la generala”, que musulmanes y cruzados la llamaban “la dama de las piernas de oro”.

Un poeta que empuñó la pluma durante la Tercera Cruzada dejó a la posteridad el relato del romance más famoso de la Epopeya Cristiana. Un caballero llamado Raúl de Coucy, perdidamente enamorado de la esposa del señor de Fayel, se enroló a los cruzados para poder visitar con más facilidad a su amada, que también viajaba a Palestina. Pero Coucy murió en una batalla y antes de expirar le pidió a un fiel amigo que entregara su corazón a la hermosa Gabriela. Sin embargo, el señor Fayel se enteró del episodio. Y en un rapto de celos obligó a su mujer a comerse el corazón del romántico caballero.

Las mujeres musulmanas nunca tuvieron la libertad de las damas cruzadas. Un ejemplo son los apuntes de un emir árabe del siglo XII, Ousama: “Los francos son superiores a todos en el valor y el ardor en los combates, pero no en otras cosas... No celan a sus mujeres. Si uno de ellos, acompañado de su esposa, se encuentra con otro, deja que éste le tome la mano...”.

Es ésta una de las razones por lo cual muy pocas participaron en los combates.

Orderico Vital es el único de los cronistas de Occidente que conservó algunas anécdotas sobre las musulmanas. Así, hizo famosa a Fátima, una de las mujeres del emir Balac. Estando cautiva en una fortaleza sitiada por los sarracenos, aconsejó a los soldados cristianos no rendirse. Su principal móvil fue —según Vital— su deseo de no volver nunca más donde su marido.

También relata la historia de la hija del gobernador de Antioquía, que cayó en poder de los cristianos al tomar éstos la ciudad. Al ser devuelta a sus familiares, la princesa rompió a llorar amargamente. Al preguntársele la causa de su pena, aseguró: “No podré comer ya la exquisita carne de cerdo”, alimento prohibido por el profeta de Alá.

Pero en donde los trovadores mejor mezclaron la fantasía con la realidad fue en el encuentro del rey Ricardo Corazón de León, prisionero del duque Leopoldo de Austria. Mientras en Europa se ignoraba el paradero del rey de Inglaterra, un caballero llamado Blondel juró “que buscaría a su señor por toda la tierra hasta que le hubiese encontrado”. Blondel y Ricardo habían compuesto juntos varias canciones y esta afición a la música los había unido. Encontrándose un día frente al castillo de Duresten, en la ribera del Danubio, escuchó la primera copla de una canción que

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habían compuesto juntos. Después de contestarle el segundo verso, partió a Inglaterra a contar el paradero de su rey.

Así, los trovadores medievales libraron otra importante batalla contra el olvido de las generaciones futuras.