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HISTORIA DE UNA MARIONETAHISTORIA DE UNA MARIONETAHISTORIA DE UNA MARIONETAHISTORIA DE UNA MARIONETA

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INDICEINDICEINDICEINDICE

76Pinocho se come el azúcar sin querer purgarse; pero al ver que lleganlos enterradores para llevárselo, bebe toda la purga. Después le crecela nariz por decir mentiras.

XVII.-

71La hermosa niña de los cabellos azules hace recoger el muñeco; lemete en la cama, y manda llamar a tres médicos para saber si estávivo o muerto.

XVI.-

67Los ladrones continúan persiguiendo a Pinocho y cuando al finconsiguen darle alcance, le cuelgan de la Encina grande.

XV.-

62Por no haber hecho caso a los consejos del grillo parlante, seencuentra Pinocho con unos ladrones.

XIV.-57La posada de El Cangrejo Rojo.XIII.-

50Tragafuego regala a Pinocho cinco monedas de oro para que se laslleve a su padre Gepeto; pero Pinocho se deja engañar por la zorra yel gato y se marcha con ellos.

XII.-

45Tragafuego estornuda y perdona a Pinocho, el cual, después salva lavida de su amigo Arlequín.

XI.-

41Los muñecos del teatro reconocen a su hermano Pinocho y lereciben con las mayores demostraciones de alegría; pero en lo mejorde la fiesta aparece el amo de los muñecos, Tragafuego, y Pinochocorre peligro de terminar sus aventuras de mala manera.

X.-

37Pinocho vende su cartilla para ver una función en el teatro demuñecos.

IX.-

33Gepeto arregla los pies a Pinocho, y vende su chaqueta paracomprarle una cartilla.

VIII.-

28Gepeto vuelve a su casa, y le da al muñeco el desayuno que el buenhombre tenía para sí.

VII.-

25Pinocho se duerme junto al brasero, y al despertarse a la mañanasiguiente se encuentra con los pies carbonizados.

VI.-

22Pinocho tiene hambre, y buscando, buscando, encontró un huevocon el cual pensó hacer una tortilla; pero cuando menos los pensabase encontró con que la tortilla salió volando por la ventana.

V.-

18De lo que sucedió a Pinocho con el grillo parlante, en lo cual se veque los niños malos no se dejan guiar por quien sabe más que ellos.

IV.-

12De vuelta maestro Gepeto en su casa, comienza sin dilación a hacer elmuñeco, y le pone por nombre Pinocho. Primeras monerías delmuñeco.

III.-

7Maestro Cereza regala el pedazo de tronco a su amigo Gepeto, el cuallo acepta para construir un muñeco maravilloso, que sepa bailar, tirara las armas y dar saltos mortales.

II.-

4De como el maestro Cereza encontró un trozo de madera quelloraba y reía como un niño.

I.-

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210Por fin Pinocho deja de ser un muñeco y se transforma en unmuchacho.

XXXVI.-

203Pinocho encuentra en el cuerpo del tiburón... ¿A quién encuentra?Leed este capítulo y lo sabréis.

XXXV.-

193Pinocho, es arrojado al mar y devorado por los peces. Vuelve a suprimitivo estado de muñeco; pero mientras nada para salvarse, se lotraga el terrible tiburón marino.

XXXIV.-

182Convertido Pinocho en un pollino verdadero, es llevado al mercadode animales y comprado por el director de una compañía detitiriteros para enseñarle a bailar y a saltar por el aro.

XXXIII.-

174Le nacen a Pinocho orejas de burro, después se convierte enverdadero pollino y empieza a rebuznar.

XXXII.-

165Después de cinco meses de vagancia nota Pinocho con gran asombroque le ha salido un magnífico par de orejas de asno, y acaba porconvertirse en un borriquito, con cola y todo.

XXXI.-158Pinocho, se escapa con su amigo Pabilo al país de los juguetes.XXX.-

148Vuelve Pinocho a casa del Hada. Gran merienda de café con lechepara solemnizar el éxito de Pinocho en sus exámenes.

XXIX.-141Pinocho corre peligro de ser frito en una sartén como un pez.XXVIII.-

132Gran pelea entre Pinocho y sus compañeros. Uno de estos caeherido, y Pinocho es preso por la guardia civil.

XXVII.-

128Pinocho va con sus compañeros de escuela a la orilla del mar para veral terrible tiburón.

XXVI.-124Pinocho promete al Hada ser bueno y estudiar.XXV.-

116Arriba Pinocho a la "Isla de las Abejas industriosas" y encuentra alHada.

XXIV.-

108Pinocho llora la muerte de la hermosa niña de los cabellos azules;después encuentra una paloma que los lleva a la orilla del mar, y ahíse arroja al agua para ir a salvar a su papá.

XXIII.-

103Pinocho descubre a los ladrones, y en recompensa de su fidelidadqueda libre.

XXII.-

99Cae Pinocho en poder de un labrador que le obliga a servir de perropara custodiar un gallinero.

XXI.-

95Libre ya de la prisión, trata de volver a la casa del Hada; peroencuentra en el camino una terrible serpiente y después queda presoen un cepo.

XX.-

90Roban a Pinocho sus monedas de oro, y además le tienen cuatromeses en la cárcel.

XIX.-

83Pinocho vuelve a encontrarse con la zorra y el gato, y se va con ellosa sembrar sus cuatro monedas en el Campo de los Milagros.

XVIII.-

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I.- I.- I.- I.- De cómo el carpintero maestro Cereza encontró unDe cómo el carpintero maestro Cereza encontró unDe cómo el carpintero maestro Cereza encontró unDe cómo el carpintero maestro Cereza encontró untrozo de madera que lloraba y reía como un niño. trozo de madera que lloraba y reía como un niño. trozo de madera que lloraba y reía como un niño. trozo de madera que lloraba y reía como un niño.

—Pues, señor, éste era...

—¡Un rey! —dirán en seguida mis pequeños lectores.

—Pues no, muchachos nada de eso. Este era un pedazo de

madera. Pero no un pedazo de madera de lujo, sino sencillamente un

leño de esos con que en el invierno se encienden las estufas y

chimeneas para calentar las habitaciones. Pues, señor, es el caso que,

Dios sabe cómo, el leño de mi cuento fue a parar cierto día al taller de

un viejo carpintero, cuyo nombre era maestro Antonio, pero al cual

llamaba todo el mundo maestro Cereza, porque la punta de su nariz,

siempre colorada y reluciente, parecía una cereza madura. Cuando

maestro Cereza vio aquel leño, se puso más contento que unas

Pascuas. Tanto, que comenzó a frotarse las manos, mientras decía para

su capote:

—¡Hombre! ¡Llegas a tiempo! ¡Voy a hacer de ti la pata de una

mesa!

Dicho y hecho; cogió el hacha para comenzar a quitarle la

corteza y desbastarlo. Pero cuando iba a dar el primer hachazo, se

quedó con el brazo levantado en el aire, porque oyó una vocecita muy

fina, muy fina, que decía con acento suplicante:

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—¡No! ¡No me des tan fuerte!

¡Figuraos cómo se quedaría el bueno de maestro Cereza!

Sus ojos asustados recorrieron la estancia para ver de dónde

podía salir aquella vocecita, y no vio a nadie. Miró debajo del banco, y

nadie; miró dentro de un armario que siempre estaba cerrado, y nadie;

en el cesto de las astillas y de las virutas, y nadie; abrió la puerta del

taller, salió a la calle, y nadie tampoco. ¿Qué era aquello?

—Ya comprendo —dijo entonces sonriendo y rascándose la

peluca—. Está visto que esa vocecita ha sido una ilusión mía.

¡Reanudemos la tarea!

Y tomando de nuevo el hacha, pegó un formidable hachazo en

el leño —¡Ay! ¡Me has hecho daño! —dijo quejándose la misma

vocecita.

Esta vez se quedó maestro Cereza como si fuera de piedra, con

los ojos espantados, la boca abierta y la lengua fuera, colgando hasta la

barba como uno de esos mascarones tan feos y tan graciosos por cuya

boca sale el caño de una fuente. Se quedó hasta sin voz. Cuando pudo

hablar, comenzó a decir temblando de miedo y balbuceando:

—Pero, ¿de dónde sale esa vocecita que ha dicho ¡ay!? ¡Si aquí

no hay un alma! ¿Será que este leño habrá aprendido a llorar y a

quejarse como un niño? ¡Yo no puedo creerlo... Este leño... Aquí está:

es un leño de chimenea como todos los leños de chimenea: bueno

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para echarlo al fuego y guisar un puchero de habichuelas!

¡Zambomba! ¿Se habrá escondido alguien dentro de él? ¡Ah! Pues si

alguno se ha escondido dentro, peor para él. Ahora le voy a arreglar

yo.

Y diciendo esto agarró el pobre leño con las dos manos, y

empezó a golpearlo sin piedad contra las paredes del taller.

Después se puso a escuchar si se queja alguna vocecita. Esperó

dos minuto y nada; cinco minutos, y nada: diez minutos, y nada.

—Ya comprendo —dijo entonces tratando de sonreír y

arreglándose la peluca—. Está visto que esa vocecita que ha dicho ¡ay!

ha sido una ilusión mía ¡Reanudemos la tarea!

Y como tenía tanto miedo, se puso a canturrear paca cobrar

ánimos. Entre tanto dejó el hacha y tomó el cepillo para cepillar y

pulir el leño. Pero cuando lo estaba cepillando por un lado y por otro,

oyó la misma vocecita que le decía riendo:

—¡Pero hombre! ¡Que me estás haciendo unas cosquillas

terribles!

Esta vez maestro Cereza se desmayó del susto. Cuando volvió a

abrir los ojos, se encontró sentado en el suelo. ¡Qué cara de bobo se le

había puesto! La punta de la nariz ya no estaba colorada; del susto se le

había puesto azul.

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II.- II.- II.- II.- Maestro Cereza regala el pedazo de tronco a su amigoMaestro Cereza regala el pedazo de tronco a su amigoMaestro Cereza regala el pedazo de tronco a su amigoMaestro Cereza regala el pedazo de tronco a su amigoGepeto,Gepeto,Gepeto,Gepeto, el cual lo acepta para construir un muñeco el cual lo acepta para construir un muñeco el cual lo acepta para construir un muñeco el cual lo acepta para construir un muñecomaravilloso, que sepa bailar, tirar a las armas y darmaravilloso, que sepa bailar, tirar a las armas y darmaravilloso, que sepa bailar, tirar a las armas y darmaravilloso, que sepa bailar, tirar a las armas y dar

saltos mortales. saltos mortales. saltos mortales. saltos mortales.

En aquel momento llamaron a la puerta.

—¡Adelante! —contestó el carpintero con voz débil, asustado y

sin fuerzas para ponerse en pie.

Entonces entró en la tienda un viejecillo muy vivo, que se

llamaba maestro Gepeto; pero los chiquillos de la vecindad, para

hacerle rabiar, le llamaban maestro Fideos, porque su peluca amarilla

parecía que estaba hecha con fideos finos. Gepeto tenía un genio de

todos los diablos, y además le daba muchísima rabia que le llamasen

maestro Fideos . ¡Pobre del que se lo dijera!

—Buenos días, maestro Antonio —dijo al entrar—. ¿Qué hace

usted en el suelo?

—¡Ya ve usted! ¡Estoy enseñando Aritmética a las hormigas!

—¡Es una idea feliz!

—¿Qué le trae por aquí, compadre Gepeto?

—¡Las piernas! Sabrá usted, maestro Antonio, que he venido

para pedirle un favor.

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—Pues aquí me tiene dispuesto a servirle —replicó el carpintero.

—Esta mañana se me ha ocurrido una idea.

—Veamos cuál es.

—He pensado hacer un magnifico muñeco de madera; pero ha

de ser un muñeco maravilloso, que sepa bailar, tirar a las armas y dar

saltos mortales. Con este muñeco me dedicaré a correr por el mundo

para ganarme un pedazo de pan y... un traguillo de vino.

—¡Eh! ¿Qué le parece?

—¡Bravo, maestro Fideos! —gritó aquella vocecita que no se

sabía de dónde salía.

Al oírse llamar maestro Fideos, el compadre Gepeto se puso rojo

como una guindilla, y volviéndose hacia el carpintero, le dijo

encolerizado:

—¿Por qué me insulta usted?

—¿Quién le insulta?

—¡Me ha llamado usted Fideos!

—¡Yo no he sido!

—¡Si le parece, pondremos que he sido yo! ¡Digo y repito que

ha sido usted!

—¡No!

—¡Sí!

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Y furiosos los dos, pasaron de las palabras a los hechos, y

agarrándose con furia se arañaron, se mordieron, se tiraron del pelo...

Se pusieron hechos una lástima.

Cuando terminó la batalla, maestro Antonio se encontró con la

peluca amarilla de Gepeto en las manos, y Gepeto tenía en la boca la

peluca gris del carpintero.

—¡Dame mi peluca! —gritó maestro Antonio.

—¡Dame tú la mía, y hagamos las paces!

Los dos viejecillos se entregaron las pelucas y se dieron las

manos, prometiendo solemnemente ser buenos amigos toda la vida.

—Conque vamos a ver qué favor es el que tiene que pedirme,

compadre Gepeto —dijo el maestro carpintero como muestra de que

la paz estaba consolidada.

—Quisiera un poco de madera para hacer ese muñeco de que le

he hablado. ¿Puede usted dármela?

Maestro Antonio, contentísimo, se apresuró a coger aquel leño

que le había hecho pasar tan mal rato. Pero, cuando iba a entregárselo

a su amigo dio el leño una fuerte sacudida y se le escapó de las manos,

yendo a dar un palo tremendo en las esmirriadas pantorrillas del

compadre Gepeto.

—¡Ay! ¿Tan amablemente regala usted las cosas, maestro

Antonio? ¡Por poco me deja usted cojo!

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—¡Pero si no he sido yo!

—¡Y dale! ¡Habré sido yo entonces!

—¡No, si la culpa la tiene este demonio de leño!

—Ya lo sé que ha sido el leño; pero, ¿quien me lo ha tirado a las

piernas, sino usted?

—Le digo a usted que yo no lo he tirado.

—¡Embustero!

—¡Gepeto, no me insulte usted, o le llamo Fideos!

—¡Borrico!

—¡Fideos!

—¡Hipopótamo!

—¡Fideos!

—¡Orangután!

—¡Fideos!

Al oírse llamar fideos por tercera vez perdió Gepeto los estribos,

se arrojó sobre el carpintero, y de nuevo se obsequiaron con una

colección de coscorrones, pellizcos y arañazos.

Al terminar la batalla maestro Antonio se encontró con dos

arañazos más en la nariz, y Gepeto con dos botones menos en el

chaleco. Arregladas así sus cuentas, se estrecharon las manos y otra vez

se ofrecieron indestructible amistad para toda la vida.

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Hecho lo cual, Gepeto tomó bajo el brazo el famoso leño, y

dando las gracias a maestro Antonio, se marchó cojeando a su casa.

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III.- III.- III.- III.- De vuelta maestro De vuelta maestro De vuelta maestro De vuelta maestro GepetoGepetoGepetoGepeto en su casa, comienza sin en su casa, comienza sin en su casa, comienza sin en su casa, comienza sindilación a hacer el muñeco, y le pone por nombredilación a hacer el muñeco, y le pone por nombredilación a hacer el muñeco, y le pone por nombredilación a hacer el muñeco, y le pone por nombre

Pinocho. - Primeras monerías del muñeco. Pinocho. - Primeras monerías del muñeco. Pinocho. - Primeras monerías del muñeco. Pinocho. - Primeras monerías del muñeco.

La casa de Gepeto era una planta baja, que recibía luz por una

claraboya. El mobiliario no podía ser más sencillo: una mala silla, una

mala cama y una mesita maltrecha.

En la pared del fondo se veía una chimenea con el fuego

encendido; pero el fuego estaba pintado, y junto al fuego había

también una olla que hervía alegremente y despedía una nube de

humo que parecía de verdad.

Apenas entrando en su casa, Gepeto fuese a buscar sin perder un

instante los útiles de trabajo, poniéndose a tallar y fabricar su muñeco.

—¿Qué nombre le pondré? —se pregunto a sí mismo—. Le

llamaré Pinocho. Este nombre le traerá fortuna. He conocido una

familia de Pinochos. Pinocho el padre, Pinocha la madre y Pinocho los

chiquillos, y todos lo pasaban muy bien. El más rico de todos ellos

pedía limosna.

Una vez elegido el nombre de su muñeco, comenzó a trabajar

de firme, haciéndole primero los cabellos, después la frente y luego los

ojos.

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Figuraos su maravilla cuando hechos los ojos, advirtió que se

movían y que le miraban fijamente.

Gepeto, viéndose observado por aquel par de ojos de madera, se

sintió casi molesto y dijo con acento resentido:

—Ojitos de madera, ¿por qué me miráis?

Nadie contestó.

Entonces, después de los ojos, le hizo la nariz; pero, así que

estuvo lista, empezó a crecer; y crece que crece convirtiéndose en

pocos minutos en una narizota que no se acababa nunca.

El pobre Gepeto se esforzaba en recortársela, pero cuando más la

acortaba y recortaba, más larga era la impertinente nariz.

Después de la nariz hizo la boca.

No había terminado de construir la boca cuando, de súbito, ésta

empezó a reírse y a burlarse de él.

—¡Cesa de reír! —dijo Gepeto enfadado; pero fue como si lo

hubiese dicho a la pared.

—¡Cesa de reír, te repito! —gritó con amenazadora voz.

Entonces la boca cesó de reír, pero le sacó toda la lengua.

Gepeto, para no desbaratar su obra, fingió no darse cuenta de

ello, y continuó trabajando.

Después de la boca, le hizo la barba; luego el cuello, la espalda, la

barriguita, los brazos y las manos.

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Recién acabadas las manos, Gepeto sintió que le quitaban la

peluca de la cabeza. Levantó la vista y, ¿que es lo que vio? Vio su

peluca amarilla en manos del muñeco.

—Pinocho!... ¡Devuélveme en seguida mi peluca!

Pero Pinocho, en vez de devolverle la peluca, se la puso en su

propia cabeza, quedándose medio ahogado metido en ella.

Ante aquellas demostraciones de insolencia y de poco respeto,

Gepeto se puso triste y pensativo como no lo había estado en su vida;

y dirigiéndose a Pinocho, le dijo:

—¡Diantre de chico! No estás todavía acabado de hacer y ya

empiezas a faltarle el respeto a tu padre. ¡Mal hijo mío, muy mal!

Y se secó una lágrima.

Quedaban todavía por modelar las piernas y los pies.

Cuando Gepeto terminó de hacerle los pies, recibió un puntapié

en la punta de la nariz.

—¡Bien merecido lo tengo! —dijo para sí—. ¡He debido

pensarlo antes; ahora ya es tarde!

Después tomó el muñeco por los sobacos, y le puso en el suelo

para enseñarle a andar.

Pinocho tenía las piernas agarrotadas y no sabía moverse, por lo

cual Gepeto le llevaba de la mano, enseñándole a echar un pie tras

otro.

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Cuando ya las piernas se fueron soltando, Pinocho empezó

primero a andar solo, y después a correr par la habitación, hasta que al

legar frente a la puerta se puso de un salto en la calle y escapó como

una centella.

El pobre Gepeto corría detrás sin poder alcanzarle, porque aquel

diablejo de Pinocho corría a saltos como una liebre, haciendo sus pies

de madera más ruido en el empedrado de la calle que veinte pares de

zuecos de aldeanos.

—¡Cogedle, cogedle! —gritaba Gepeto; pero las personas que en

aquel momento andaban por la calle, al ver aquel muñeco de madera

corriendo a todo correr, se paraban a contemplarle encantadas de

admiración, y reían, reían, reían como no os podéis figurar.

Afortunadamente un guardia de orden público acertó pasar por

allí, y al oír aquel escándalo, creyó que se trataría de algún aprendiz

travieso que habría levantado la mano a su maestro, y con ánimo

esforzado se plantó en medio de la calle con las piernas abiertas,

decidido a impedir el paso y evitar que ocurrieran mayores desgracias.

Cuando Pinocho vio desde lejos aquel obstáculo que se ofrecía a

su carrera vertiginosa, intentó pasar por sorpresa, escurriéndose entre

las piernas del guardia; pero se llevó chasco.

El guardia ni tuvo que moverse. La nariz de Pinocho era tan

enorme que se le vino a las manos ella solita. Le cogió, pues, y le puso

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en manos de Gepeto, el cual quiso propinar a Pinocho, en castigo de

su travesura, un buen tirón de orejas. Pero figuraos qué cara pondría

cuando, al buscarle las orejas, vio que no se las encontraba. ¿Sabéis por

qué! Porque, en su afán de acabar el muñeco, se había olvidado de

hacérselas.

Entonces le agarró por el cuello, y mientras lo llevaba de este

modo, le decía mirándole furioso:

—¡Vamos a casa! ¡Ya te ajustaré yo allí las cuentas!

Al oír estas palabras se tiró Pinocho al suelo y se negó a seguir

andando. Mientras tanto iba formándose alrededor un grupo de

curiosos y de papanatas.

Cada uno de ellos decían una cosa.

—¡Pobre muñeco! —decían unos—. Tiene razón en no querer

ir a su casa. ¡Quién sabe lo que hará con él ese bárbaro de Gepeto!

Otros murmuraban con mala intención:

—Ese Gepeto parece un buen hombre; pero es muy cruel con

los muchachos. Si le dejan a ese pobre muñeco en sus manos, es capaz

de hacerle pedazos.

En suma, tanto dijeron y tanto murmuraron, que el guardia,

dejando en libertad al muñeco, se llevó preso al pobre Gepeto, el cual,

no sabiendo qué decir para defenderse, lloraba como un becerro;

cuando iba camino de la cárcel, balbuceaba entre sollozos:

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—¡Hijo ingrato! ¡Y pensar que me ha costado tanto trabajo

hacerlo! ¡Me está muy bien empleado! ¡He debido pensarlo antes!

Lo que sucedió después de esto es un caso tan extraño, que

cuesta trabajo creerlo, y os lo contaré en el capítulo siguiente.

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IV.- De lo que sucedió a Pinocho con el grilloIV.- De lo que sucedió a Pinocho con el grilloIV.- De lo que sucedió a Pinocho con el grilloIV.- De lo que sucedió a Pinocho con el grilloparlante, en lo cual se ve que los niños malos no separlante, en lo cual se ve que los niños malos no separlante, en lo cual se ve que los niños malos no separlante, en lo cual se ve que los niños malos no se

dejan guiar por quien sabe más que ellos.dejan guiar por quien sabe más que ellos.dejan guiar por quien sabe más que ellos.dejan guiar por quien sabe más que ellos.

Pues señor, sucedió que mientras el pobre Gepeto era conducido

a la cárcel sin culpa alguna, el monigote de Pinocho, libre ya de las

garras del guardia, escapó a campo traviesa; corría como un automóvil,

y en el entusiasmo de la carrera saltaba altísimos matorrales, setos,

piedras y fosos llenos de agua, como una liebre perseguida por galgos.

Cuando llegó a su casa encontró la puerta entornada. Abrió,

entró en la habitación, y después de correr el cerrojo se sentó en el

suelo, lanzando un gran suspiro de satisfacción.

Pero la satisfacción le duró poco, porque oyó que alguien decía

dentro del cuarto:

—¡Cri, cri, cri!

—¿Quién me llama? —gritó Pinocho lleno de miedo.

—Soy yo.

Volvió Pinocho la cabeza, y vio que era un grillo que subía poco

a poco por la pared.

—Dime, grillo: ¿y tú quién eres?

—Yo soy el grillo parlante que vive en esta habitación hace más

de cien años.

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—Bueno —contestó el muñeco—; pero hoy esta habitación es

mía; si quieres hacerme un gran favor márchate prontito y sin volver

siquiera la cabeza.

—No me marcharé sin decirte antes una verdad como un

templo.

—Pues dila, y despacha pronto.

—¡Ay de los niños que se rebelan contra su padre y abandonan

caprichosamente la casa paterna! Nada bueno puede sucederles en el

mundo, y pronto o tarde acabarán por arrepentirse amargamente.

—Como quieras, señor grillo; pero yo sé que mañana al

amanecer me marcho de aquí, porque si me quedo, me sucederá lo

que a todos los niños: me llevarán a la escuela y tendré que estudiar

quiera o no quiera. Y yo te digo en confianza que no me gusta

estudiar, y que mejor quiero entretenerme en cazar mariposas y en

subir a los árboles a coger nidos de pájaros.

—¡Pobre tonto! Pero, ¿no comprendes que de ese modo

cuando seas mayor estarás hecho un solemne borrico y que todo el

mundo se burlará de ti?

—¡Cállate, grillucho de mal agüero! —gritó Pinocho.

Pero el grillo, que era paciente y filósofo, no se incomodó al oír

esta impertinencia, y continuó diciendo con el mismo tono:

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—Y ya que no te gusta ir a la escuela, ¿por qué no aprendes al

menos un oficio que te sirva para ganar honradamente un pedazo de

pan?

—¿Quieres que te lo diga? —contestó Pinocho, que empezaba

ya a perder la paciencia—. Entre todos los oficios del mundo no hay

más que uno que me guste.

—¿Y qué oficio es ese?

—El de comer, beber, dormir, divertirme y hacer desde la

mañana a la noche vida de paseante en corte.

—Te advierto— replicó el grillo parlante con su acostumbrada

calma— que todos los que siguen ese oficio acaban casi siempre en el

hospital o en la cárcel.

—¡Mira, grillucho de mal agüero, si se me acaba la paciencia,

pobre de ti!

—¡Pinocho! ¡Pinocho! ¡Me das verdadera lástima!

—¿Por qué te doy lástima?

—Porque eres un muñeco, y, lo que es peor aún, porque tienes

la cabeza de madera.

Al oír estas palabras saltó del suelo Pinocho muy enfurecido, y

cogiendo un mazo de madera que había sobre el banco, se lo tiró al

grillo parlante.

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Quizás no creía que iba a darle; pero, por desgracia, le dio en la

misma cabeza, y el pobre grillo apenas si pudo decir cri, cri quedó

aplastado en la pared.

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V.- V.- V.- V.- Pinocho tiene hambre, y buscando, buscando,Pinocho tiene hambre, y buscando, buscando,Pinocho tiene hambre, y buscando, buscando,Pinocho tiene hambre, y buscando, buscando,encontró un huevo con el cual pensó hacer unaencontró un huevo con el cual pensó hacer unaencontró un huevo con el cual pensó hacer unaencontró un huevo con el cual pensó hacer una

tortilla; pero cuando menos lo pensaba se encontrótortilla; pero cuando menos lo pensaba se encontrótortilla; pero cuando menos lo pensaba se encontrótortilla; pero cuando menos lo pensaba se encontrócon que la tortilla salió volando por la ventana. con que la tortilla salió volando por la ventana. con que la tortilla salió volando por la ventana. con que la tortilla salió volando por la ventana.

Mientras tanto se iba haciendo de noche. Pinocho se acordó de

que no había comido nada, Y empezó a sentir en el estómago un

cosquilleo que se parecía muchísimo al apetito.

Pero el apetito en los muchachos camina muy de prisa. A los

pocos minutos el apetito de Pinocho se convirtió en hambre, y en un

abrir y cerrar de ojos el hambre se hizo canina, rabiosa.

El pobre Pinocho se acercó al fuego donde estaba aquella olla

que hervía, y quiso destaparla para ver lo que había dentro; pero ya os

acordáis que estaba pintada en la pared. Figuraos la cara que puso. La

nariz, que ya era bien larga, le creció lo menos una cuarta.

Entonces empezó a recorrer la habitación buscando por todos

los cajones y por todos los escondrijos un poco de pan, aunque fuera

muy duro y muy seco; una corteza, un hueso que se hubiera dejado

para los perros, una raspa de pescado; cualquier cosa, en fin, que se

pudiera llevar a la boca; pero no encontró nada, ¡Nada!

¡¡Absolutamente nada!!

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Y mientras tanto el hambre crecía y crecía. El pobre Pinocho no

tenía más consuelo ni más alivio que bostezar; y eran tan grandes los

bostezos, que algunas veces abría la boca hasta las orejas. Pero a pesar

de los bostezos, el estómago seguía dando tirones.

Entonces empezó a llorar y a desesperarse, mientras decía:

—¡Razón tenía el grillo parlante! ¡Qué mal he hecho en

rebelarme contra mi papá y en escaparme de casa! Dios me castiga. ¡Si

mi papá estuviera aquí, no me vería expuesto a morir bostezando! ¡Oh!

¡Qué enfermedad tan mala es el hambre!

De pronto le pareció ver en el montón de virutas una cosa

redonda y blanca, semejante a un huevo de gallina. Dar un salto y

cogerlo, fue cuestión de un momento: era un huevo de verdad.

No es posible describir la alegría del muñeco; poneos en su caso.

Temía estar soñando; acariciaba el huevo, le daba vueltas mirándole

por todos lados, y lo besaba diciendo:

—¿Y ahora cómo lo guisaré? ¿Haré una tortilla? ¡No; estará

mejor pasado por agua! ¿Y no estará más sabroso frito? ¿Y escalfado?

¡No; lo mejor que puedo hacer es cocerlo en una cacerola! Esto es lo

más rápido, y el hambre que tengo no es para esperar mucho.

Dicho y hecho; puso una cacerola en una estufita que tenía

algunas brasas; echó un poco de agua en vez de aceite o de manteca, y

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cuando empezó a hervir, ¡tac!, rompió el cascarón del huevo para

echarlo dentro.

Pero en lugar de clara y yema salió un pollito muy alegre y muy

ceremonioso, que después de hacerle una linda reverencia, dijo:

—Muchísimas gracias, señor Pinocho, por haberme evitado la

molestia de romper el cascarón. ¡Vaya, hasta la vista! ¡Me alegro

mucho de verle bueno, y recuerdos a la familia!

Después de decir esto extendió sus alitas, y salió volando por la

ventana hasta que se perdió de vista.

El pobre muñeco se quedó estupefacto, con los ojos fijos, la

boca abierta y las cáscaras del huevo en las manos. Cuando volvió de

su asombro comenzó a llorar, a gritar y a dar patadas en el suelo con

desesperación, diciendo:

—¡Cuanta razón tenía el grillo parlante! ¡Si yo no me hubiera

escapado de casa y si mi papá estuviera aquí, no me moriría de hambre!

Y como el estómago le gritaba cada vez más y no sabía cómo

hacerle callar, se le ocurrió salir de la casa y dar una vuelta, con la

esperanza de encontrar alguna persona caritativa que le socorriera con

un pedazo de pan.

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VI.- VI.- VI.- VI.- Pinocho se duerme junto al brasero y al despertarse aPinocho se duerme junto al brasero y al despertarse aPinocho se duerme junto al brasero y al despertarse aPinocho se duerme junto al brasero y al despertarse a

la mañana siguiente se encuentra con los piesla mañana siguiente se encuentra con los piesla mañana siguiente se encuentra con los piesla mañana siguiente se encuentra con los piescarbonizados. carbonizados. carbonizados. carbonizados.

Hacía una noche infernal: tronaba horriblemente y

relampagueaba como si todo el cielo fuese de fuego; un ventarrón frío

y huracanado silbaba sin cesar, levantando nubes de polvo y

zarandeando todos los árboles de la campiña.

Pinocho tenía mucho miedo de los truenos y de los relámpagos;

pero era más fuerte el hambre que el miedo. Salió a la puerta de la casa

sin vacilar y tomando carrera, llegó en un centenar de saltos a las casas

vecinas, sin aliento y con la lengua fuera como un perro de caza.

Pero lo encontró todo desierto y en la más profunda oscuridad.

Las tiendas estaban ya cerradas; las puertas y ventanas, también

cerradas y por las calles ni siquiera andaban perros. Aquello parecía el

país de los muertos.

Entonces Pinocho, desesperado y hambriento, se colgó de la

campanilla de una casa y empezó a tocar a rebato, diciéndose:

—¡Alguien se asomará!

En efecto: se asomó un viejo, cubierta la cabeza con un gorro de

dormir y gritando muy enfadado:

—¿Quién llama a estas horas?

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—¿Quisiera usted hacer el favor de darme un pedazo de pan?

—¡Espérate ahí, que vuelvo en seguida!— respondió el viejo,

creyendo que se trataba de alguno de esos muchachos traviesos que se

divierten llamando a deshora en las casas para no dejar en paz a la

gente que está durmiendo tranquilamente.

Medio minuto después se abrió la ventana de nuevo y se asomo

el mismo viejo, que dijo a Pinocho:

—¡Acércate y pon la gorra!

Pinocho, no podía poner gorra alguna, porque no la tenía: se

acercó a la pared y sintió que en aquel momento le caía encima un

gran cubo de agua, que le puso hecho una sopa de pies a cabeza.

Volvió a su casa mojado como un pollo y abatido por el

cansancio y el hambre y como no tenía fuerzas para estar de pie, se

sentó y apoyó los pies mojados y llenos de barro en el brasero, que por

cierto tenía una buena lumbre.

Se quedo dormido y sin darse cuenta metió en la lumbre ambos

pies, que, como eran de madera, empezaron a quemarse, a quemarse, a

quemarse, hasta que se convirtieron en ceniza.

Mientras tanto Pinocho seguía durmiendo y roncando como si

aquellos pies no fueran suyos. Por último, se despertó al ser de día,

porque habían llamado a la puerta.

—¿Quién es?— preguntó bostezando y restregándose los ojos.

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—¡Soy yo!— respondió una voz.

Aquella voz era la de Gepeto.

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VII.- VII.- VII.- VII.- GepetoGepetoGepetoGepeto vuelve a su casa y le da al muñeco el vuelve a su casa y le da al muñeco el vuelve a su casa y le da al muñeco el vuelve a su casa y le da al muñeco eldesayuno que el buen hombre tenía para sí. desayuno que el buen hombre tenía para sí. desayuno que el buen hombre tenía para sí. desayuno que el buen hombre tenía para sí.

El pobre Pinocho, que aún tenía los ojos hinchados del sueño,

no había notado que sus pies estaban hechos carbón, por lo cual

apenas oyó la voz de su padre, quiso levantarse en seguida para

descorrer el cerrojo; pero al ponerse en pie se tambaleó dos o tres

veces, hasta que al fin dio con su cuerpo en tierra cuan largo era,

haciéndose un ruido, tremendo.

—¡Ábreme!— gritaban mientras tanto desde la calle.

—No puedo, papa, no puedo!— respondía el muñeco llorando

y revolcándose en el suelo.

—¿Por que no puedes?

—¡Porque me han comido los pies!

—¿Quién te los ha comido!

—¡El gato!— dijo Pinocho, viendo que el animal se entretenía

en jugar con un pedazo de madera.

—¡Ábreme, te digo!— repitió Gepeto—. ¡Si no, vas a ver

cuando entre yo en casa como te voy a dar el gato!

—¡Oh, papá; créeme! ¡No puedo ponerme en pie! ¡Pobre de mí!

¡Pobre de mí, que tendré que andar de rodillas toda mi vida!

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Creyendo Gepeto que todas estas lamentaciones no eran otra

cosa que una nueva gracia del muñeco, decidió acabar de una vez y

escalando el muro, penetró en la casa por la ventana.

Al principio quería hacer y acontecer; pero cuando vio que su

Pinocho es taba en tierra y que era verdad que le faltaban los pies, se

enterneció, y levantándole por el cuello, comenzó a besarle y a

acariciarle.

—¡Pinochito mío!— decía sollozando—. ¿Como te has

quemado los pies?

—¡No lo se, papá; pero créeme que esta noche ha sido infernal,

y que me acordaré de ella toda mi vida. Tronaba, relampagueaba, y yo

tenía mucha hambre. Entonces me dijo el grillo parlante: "Te está muy

bien hecho; has sido malo y lo mereces".

Y yo le dije: "¡Ten cuidado, grillo!" Y él me contestó: "Tú eres un

muñeco, y tienes la cabeza de madera." Y yo entonces le tiré un mazo

y le maté. Pero la culpa fue suya y la prueba es que puse en la lumbre

una cacerola para cocer un huevo que me encontré; pero el pollito me

dijo: "¡Me alegro de verte bueno; recuerdos a la familia!"

Y yo tenía cada vez más hambre, y por eso aquel viejo del gorro

de dormir, asomándose a la ventana, me dijo: "¡Acércate y pon la

gorra!; y yo entonces me encontré con un cubo de agua en la cabeza

porque pedir un poco de pan no es vergüenza, ¡verdad! Me vine a casa

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en seguida y como seguía teniendo mucha hambre, puse los pies en el

brasero y cuando usted ha vuelto me los he encontrado quemados. ¡Y

yo tengo, como antes, hambre; pero ya no tengo pies! ¡Hi!... ¡hi!...

¡hi!..

Y el pobre Pinocho comenzó a llorar y a berrear tan fuerte, que

se le podía oír en cinco kilómetros a la redonda.

De todo este discurso incoherente y lleno de líos, sólo

comprendió Gepeto una cosa: que el muñeco estaba muerto de

hambre. Sacó entonces tres peras del bolsillo, y enseñándoselas a

Pinocho le dijo:

—Estas tres peras eran mi desayuno, pero te las regalo.

Cómetelas, y que te hagan buen provecho.

—Pues si quieres que las coma, tienes que mondármelas.

—¿Mondarlas?— replicó asombrado Gepeto—. ¡Nunca hubiera

creído, chiquillo, que fueras tan delicado de paladar! ¡Malo, malo, y

muy malo! En este mundo hijo mío hay que acostumbrarse a comer

de todo, porque no se sabe lo que puede suceder.

¡Da el mundo tantas vueltas!...

—Usted dirá todo lo que quiera— refunfuñó Pinocho—; pero

yo no me comeré nunca una fruta sin mondar. ¡No puedo resistir las

cáscaras!

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Y el bueno de Gepeto, armándose de santa paciencia, tomó un

cuchillo, mondó las tres peras, y puso las cáscaras en una esquina de la

mesa.

Después de haber comido en dos bocados la primer pera, iba

Pinocho a tirar por la ventana el corazón de la fruta; pero Gepeto le

detuvo el brazo, diciendo:

—¡No lo tires! ¡Todo puede servir en este mundo!

—¡Pero yo no voy a comer también el corazón!— contestó el

muñeco con muy malos modos.

—¡Quién sabe! ¡Da el mundo tantas vueltas !...— repitió Gepeto

con su acostumbrada calma.

Dicho se está que después de comidas las peras los tres corazones

fueron a hacer compañía a las cáscaras en la esquina de la mesa.

Cuando hubo terminado Pinocho de comer, o mejor dicho, de

devorar las tres peras, dio un prolongado bostezo y dijo con voz

llorosa:

—¡Tengo más hambre!

—Pues yo, hijo mío, no tengo nada más que darte.

—¿Nada, absolutamente nada?

—Aquí tenemos estas cáscaras y estos corazones de pera.

—¡Paciencia!— dijo Pinocho— Si no hay otra cosa, comeré

una cáscara.

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Al principio hizo un gesto torciendo la boca; pero después, una

tras otra, se comió en un momento todas las cáscaras y luego la

emprendió también con los corazones, hasta que dio fin de todo.

Entonces se pasó las manos por el estómago y dijo con satisfacción:

—¡Ahora sí que me siento bien!

—Ya ves— contestó Gepeto— cuánta razón tenía yo al decirte

que no hay que acostumbrarse a ser demasiado delicados de paladar.

No se sabe nunca, querido mío, lo que puede suceder en este mundo.

¡Da tantas vueltas!...

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VIII.- VIII.- VIII.- VIII.- GepetoGepetoGepetoGepeto arregla los pies a Pinocho, y vende su arregla los pies a Pinocho, y vende su arregla los pies a Pinocho, y vende su arregla los pies a Pinocho, y vende su

chaqueta para comprarle una cartilla. chaqueta para comprarle una cartilla. chaqueta para comprarle una cartilla. chaqueta para comprarle una cartilla.

Apenas el muñeco hubo satisfecho el hambre, empezó a llorar y

a lamentarse, porque quería que le hiciesen un par de pies nuevos.

Para castigarle por sus travesuras, Gepeto le dejó llorar y

desesperarse hasta mediodía. Después le dijo:

—¿Y para qué quieres que te haga otros pies? ¿Para escaparte

otra vez de casa? Le prometo a usted —dijo el muñeco sollozando—

que desde hoy voy a ser bueno.

—Todos los niños— replico Gepeto —dicen lo mismo cuando

quieren conseguir algo.

—¡Le prometo ir a la escuela, estudiar mucho y hacerme un

hombre de provecho!

—Todos los niños repiten la misma canción cuando quieren

conseguir alguna cosa.

—¡Pero yo no soy como los demás niños! ¡Yo soy mejor que

todos y digo siempre la verdad! Le prometo, papá, aprender un oficio

para poder ser el consuelo y el apoyo de su vejez.

Aunque Gepeto estaba haciendo esfuerzos para poner cara de

fiera, tenía los ojos llenos de lágrimas y el corazón en un puño por ver

en aquel estado tan lamentable a su pobre Pinocho. Y sin decir nada,

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tomó sus herramientas y dos pedacitos de madera y se puso a trabajar

con gran ahínco.

En menos de una hora había hecho los pies; un par de pies

esbeltos, finos y nerviosos, como si hubieran sido modelados por un

artista genial.

Entonces dijo al muñeco:

—Cierra los ojos y duérmete.

Pinocho cerró los ojos y se hizo el dormido. Y mientras fingía

dormir, Gepeto, con un poco de cola que echó en una cáscara de

huevo, le colocó los pies en su sitio; y tan perfectamente los colocó,

que ni siquiera se notaba la juntura.

Apenas el muñeco se encontró con que tenía unos pies nuevos,

se tiró de la mesa en que estaba tendido y comenzó a dar saltos y

cabriolas como si se hubiera vuelto loco de alegría.

—Para poder pagar a usted lo que ha hecho por mí —dijo

Pinocho a su papá—, desde este momento quiero ir a al escuela.

—¡Muy bien, hijo mío!

—Sólo que para ir a la escuela necesito un traje.

Gepeto, que era pobre y no disponía de un perro chico, le hizo

un trajecillo de papel rameado, un par de zapatos de corteza de árbol y

un gorrito de miga de pan.

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Pinocho corrió inmediatamente a contemplarse en una jofaina

llena de agua, y tan contento quedó, que dijo pavoneándose:

—¡Anda! ¡Parezco enteramente un señorito!

—Es verdad— replicó Gepeto—; pero ten presente que los

verdaderos señores se conocen más por el traje limpio que por el traje

hermoso.

—¡A propósito! —interrumpió el muñeco—. Todavía me falta

algo para poder ir a la escuela: me falta lo más necesario.

—¿Qué es?

—Me falta una cartilla.

—Tienes razón. Pero, ¿dónde la sacamos?

—Pues sencillamente: se va a una librería y se compra.

—¿Y el dinero?

—Yo no lo tengo.

—Ni yo tampoco —dijo el buen viejo con tristeza.

Y aunque Pinocho era un muchacho de natural muy alegre, se

puso también triste; porque cuando la miseria es grande y verdadera,

hasta los mismos niños la comprenden y la sienten.

—¡Paciencia! —gritó Gepeto al cabo de un rato, poniéndose en

pie y tomando su vieja chaqueta, llena de remiendos y zurcidos, salió

rápidamente de la casa.

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Poco tardó en volver, trayendo en la mano la cartilla para su

hijito; pero ya no tenía chaqueta.

Venía en mangas de camisa, aunque estaba nevando.

¿Y la chaqueta, papá?

—¡La he vendido!

—¿Por qué?

—¡Porque me daba calor!

Pinocho comprendió lo que había sucedido, y conmovido y con

los ojos llenos de lágrimas, se abrazó al cuello de Gepeto y empezó a

darle besos, muchos besos.

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IX.- IX.- IX.- IX.- Pinocho vende su cartilla para ver unaPinocho vende su cartilla para ver unaPinocho vende su cartilla para ver unaPinocho vende su cartilla para ver unafunción en el teatro de muñecos. función en el teatro de muñecos. función en el teatro de muñecos. función en el teatro de muñecos.

Cuando ya cesó de nevar, tomó Pinocho el camino de la

escuela, llevando bajo el brazo su magnífica cartilla nueva. Por el

camino iba haciendo fantásticos proyectos y castillos en el aire, a cuál

más espléndidos.

Decía para su coleto:

—Hoy mismo quiero aprender a leer; mañana, a escribir, y

pasado, las cuentas. En cuanto sepa todo esto ganaré mucho dinero y

con lo primero que tenga le compraré a mi papíto una buena chaqueta

de paño. ¿Qué digo de paño? ¡No; ha de ser una chaqueta toda

bordada de oro y plata, con botones de brillantes! ¡Bien se lo merece el

pobre! ¡Es muy bueno! Tan bueno que para comprarme este libro, y

que yo aprenda a leer, ha vendido la única chaqueta que tenía y se ha

quedado en mangas de camisa con este frío. ¡La verdad es que sólo los

padres son capaces de estos sacrificios!

Mientras iba discurriendo de este modo y hablando para sí, le

pareció sentir a lo lejos una música de pífanos y bombo: ¡Pi-pi-pi,

pi-pi-pi, pom-pom, pom-pom!

Se detuvo y se puso a escuchar. Aquellos sonidos venían por una

larga calle transversal que conducía a un paseo orilla del mar.

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—¿Qué será esa música? ¡Qué lástima tener que ir a la escuela,

porque si no!...

Permaneció un instante indeciso, sin saber qué hacer; pero no

había mas remedio que tomar una resolución: ir a la escuela, o ir a la

música.

Por fin se decidió el monigote, y encogiéndose de hombros,

dijo:

—¡Bah! ¡Iremos hoy a la música, y mañana a la escuela! Así

como así, para ir a la escuela siempre hay tiempo de sobra!

Y tomando por la calle transversal, echó a correr. A medida que

iba corriendo sentía más cercanos los pífanos y el bombo: ¡Pi-Pi-pi,

pi-pi-pi; pom-pom, pom-pom!

De pronto desembocó en una plazoleta llena de gente

arremolinada en torno de un gran barracón de madera, cubierto de

tela de colores chillones.

—¡Qué barracón es ese! —preguntó Pinocho a un muchacho

que vio al lado suyo.

—Lee el cartel.

—Lo leería con mucho gusto, pero es el caso que hoy

precisamente no puedo todavía.

—¡Buen lila estás hecho! Yo te lo leeré. ¿Ves esas letras grandes

encarnadas? Pues, mira, dicen: GRAN TEATRO DE MUÑECOS.GRAN TEATRO DE MUÑECOS.GRAN TEATRO DE MUÑECOS.GRAN TEATRO DE MUÑECOS.

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—¿Hace mucho que ha empezado la función?

—Va a empezar ahora mismo.

—¿Cuánto cuesta la entrada?

—Veinte céntimos.

Pinocho, que ya estaba dominado por la curiosidad, dijo

descaradamente al otro muchacho:

—¿Quieres prestarme veinte céntimos hasta mañana?

—Te los prestaría con mucho gusto— contestó el otro con

tono zumbón y remedando a Pinocho—; pero es el caso que hoy

precisamente no puedo.

—Te vendo mi chaqueta por veinte céntimos— dijo entonces el

muñeco.

—¿Y qué quieres que haba yo con esa chaqueta de papel

pintado! Si te llueve encima, no tendrás el trabajo de quitártela, porque

se caerá ella sola.

—¿Quieres comprarme mis zapatos?

—Sólo sirven para encender fuego.

—¿Cuánto me das por el gorro?

—¡Vaya un negocio! ¡Un gorro de miga de pan! ¡Me lo

comerían los ratones en la misma cabeza!

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Pinocho estaba ya sobre ascuas. Pensaba hacer una última

proposición; pero le faltaba valor, dudaba, quería intentarlo, volvía a

vacilar. Por último se decidió y dijo:

—¿Quieres darme veinte céntimos por esta cartilla nueva?

—Yo soy un niño y no compro nada a los demás niños—

contestó el otro, que tenía más juicio que Pinocho.

—¡Yo compro la cartilla por veinte céntimos!— dijo entonces

un trapero que escuchaba la conversación.

Y de esta manera fue vendida aquella cartilla, mientras que el

pobre Gepeto estaba en mangas de camisa y tiritando de frío, por

haber vendido su única chaqueta para comprar el libro a su hijo.

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X.- X.- X.- X.- Los muñecos del teatro reconocen a su hermanoLos muñecos del teatro reconocen a su hermanoLos muñecos del teatro reconocen a su hermanoLos muñecos del teatro reconocen a su hermano

Pinocho y le reciben con las mayores demostracionesPinocho y le reciben con las mayores demostracionesPinocho y le reciben con las mayores demostracionesPinocho y le reciben con las mayores demostracionesde alegría; pero en lo mejor de la fiesta aparece el amode alegría; pero en lo mejor de la fiesta aparece el amode alegría; pero en lo mejor de la fiesta aparece el amode alegría; pero en lo mejor de la fiesta aparece el amode los muñecos, de los muñecos, de los muñecos, de los muñecos, Tragafuego,Tragafuego,Tragafuego,Tragafuego, y Pinocho corre peligro y Pinocho corre peligro y Pinocho corre peligro y Pinocho corre peligro

de terminar sus aventuras de mala manera. de terminar sus aventuras de mala manera. de terminar sus aventuras de mala manera. de terminar sus aventuras de mala manera.

Cuando entró Pinocho en el teatro de los muñecos, ocurrió

algo que produjo casi una revolución.

Empecemos por decir que el telón estaba levantado y que había

empezado la función.

Estaban en escena Arlequín y Polichinela, que disputaban

acaloradamente, y que, según costumbre, de un momento a otro

acabarían repartiéndose un cargamento de estacazos y bofetadas.

El público seguía con gran atención la escena, prorrumpiendo en

grandes risas al ver aquellos dos muñecos que gesticulaban y se

insultaban con tanta propiedad, que parecían realmente dos seres

racionales, dos personas de carne y hueso.

Pero de pronto deja Arlequín de recitar su parte y volviéndose

frente al público, señala con la mano el fondo de la sala y empieza a

vociferar con grandes gestos y tono dramático:

—¡Oh! ¡Ah! ¡Qué veo! ¡Cielos! ¿Es ilusión de mi mente

acalorada o delirio insano de la fantasía? ¡Sí, es él! ¡¡Él!! ¡¡¡Pinocho!!!

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¡Él es! ¡Es él! ¡Pinocho! —dijo Polichinela.

—¡Es él, no hay duda!— chilló Colombina, asomando la cabeza

entre bastidores.

—¡Es Pinocho! ¡Es Pinocho!— gritaron a coro los demás

muñecos de la compañía, saliendo al escenario—. ¡Es nuestro

hermano Pinocho! ¡Viva Pinocho! ¡Vivaaa...!

—¡Pinocho, ven acá!— gritó Arlequín—. ¡Ven a los brazos de

tus hermanos de madera!

Al oír tan amable invitación, no pudo contenerse Pinocho, y en

tres saltos pasó desde la entrada general a las butacas; de las butacas a la

cabeza del director de orquesta, y de la cabeza del director de orquesta

al escenario.

¡Que de abrazos! ¡Qué de besos! ¡Qué de apretujones,

palmaditas y hasta pellizcos de amistad, de afecto, de alegría! Es

imposible figurarse el bullicio y el jaleo que produjo la triunfal entrada

de Pinocho en aquella compañía dramática de madera.

No hay que decir que el espectáculo era conmovedor; pero el

público de la entrada general, viendo que la comedia no seguía, se

impacientó y empezó a gritar:

—¡Que siga la comedia! ¡Queremos la comedia!

Todo fue inútil, porque los muñecos, en vez de continuar

desempeñando sus papeles en la comedia, redoblaron sus gritos de

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festejo, y tomando a Pinocho en hombros, empezaron a pasearle

triunfalmente por delante de las candilejas.

Entonces salió el dueño del teatro, un hombrazo tremendo, y

tan feísimo que sólo verle daba miedo. Tenía unas enormes barbas

negras como la pez, y tan largas, que llegaban hasta el suelo. ¡Como

que se las pisaba al andar! Su boca era grande como un horno, sus ojos

parecían dos faroles rojos encendidos. Llevaba en las manos unas

disciplinas, hechas de serpientes y rabos de zorros.

Ante aquella inesperada aparición, todos los muñecos

enmudecieron.

Se hubiera oído el vuelo de una mosca. Los pobres muñecos y

muñecas tiritaban de miedo.

—¿Por qué has venido a armar este jaleo en mi teatro?—

preguntó a Pinocho aquel gigante con vozarrón terrible.

—Crea usted, señor, que no ha sido culpa mía.

—¡Basta ya! Después ajustaremos nuestras cuentas!— dijo el

empresario, metiendo a Pinocho detrás de las bambalinas y colgándole

de un clavo.

Terminada la función, el dueño del teatro se fue a la cocina, en

la cual estaba preparando su cena: un carnero cebón atravesado en un

asador, que giraba lentamente sobre el fuego. Pero como faltaba algo

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de leña para que el asado estuviera en su punto y bien dorado, llamó a

Arlequín y a Polichinela, y les dijo:

—Traedme en seguida aquel muñeco que dejé colgado de un

clavo. Me parece que está hecho de madera bien seca, y estoy seguro

de que en cuanto le echemos al fuego dará una buena llama para

terminar el asado.

Arlequín y Polichinela dudaron al principio; pero, aterrorizados

ante una colérica mirada de su dueño, obedecieron. Salieron de la

cocina, y al poco tiempo llevaron en sus brazos al pobre Pinocho, que

revolviéndose como una anguila que se saca del agua, chillaba

desesperadamente:

—¡Papá, papá, sálvame! ¡Yo no quiero morir! ¡No! ¡No! ¡No

quiero! ¡Papá, papá...!

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XI.- XI.- XI.- XI.- TragafuegoTragafuegoTragafuegoTragafuego estornuda y perdona a Pinocho, el cual, estornuda y perdona a Pinocho, el cual, estornuda y perdona a Pinocho, el cual, estornuda y perdona a Pinocho, el cual,

después salva la vida de su amigo Arlequín. después salva la vida de su amigo Arlequín. después salva la vida de su amigo Arlequín. después salva la vida de su amigo Arlequín.

Tragafuego (que éste era el nombre del dueño del teatro)

parecía a primera vista un hombre terrible, sobre todo por aquellas

barbazas negras que le tapaban el pecho y las piernas; pero en el fondo

no era malo. La prueba es que cuando vio delante de él al pobre

Pinocho, que pataleaba desesperadamente, y que gritaba: ¡No quiero

morir! ¡No! ¡No quiero!, empezó a conmoverse y a apiadarse. Al

principio quiso mantener sus amenazas; pero por último no pudo

contenerse y lanzó un estrepitoso estornudo.

El buen Arlequín, que estaba acurrucado en un rincón, todo

compungido y con ojos de carnero moribundo, al oír el estornudo se

puso contentísimo, y acercándose a Pinocho le dijo en voz baja:

—¡Buena señal, hermano! Tragafuego ha estornudado, lo cual

indica que se ha compadecido de ti y que estás salvado.

Porque habéis de saber que así como todo el mundo cuando se

enternece, llora, o por lo menos hace como que se limpia las lágrimas,

Tragafuego tenía la ocurrencia de estornudar cada vez que se

conmovía de verdad. Después de todo, es un sistema como otro

cualquiera.

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Luego de haber estornudado, Tragafuego trató de recobrar su

aspecto terrible, y gritó a Pinocho:

—¡Basta ya de lloriqueos! Tus chillidos me han hecho cosquillas

en el estómago... algo así como... ¡Vamos, que siento una... ¡ahchíss!

¡ahchiss!

Y lanzó otros dos formidables estornudos.

—¡Jesús!— dijo Pinocho.

—¡Gracias! ¿Y tu papá? ¿Y tu mamá? ¿Están buenos?— preguntó

Tragafuego.

—Mi papá, sí; pero a mi mamá no la he conocido nunca.

—¡Qué disgusto tan grande tendría tu pobre padre si yo te

arrojara al fuego! ¡Pobre viejo! ¡Tengo lástima de él! ¡Ahchiss!,

¡ahchiss!

Y estornudó otras tres veces.

—¡Jesús— dijo Pinocho.

—¡Gracias! En fin, también yo soy digno de compasión, porque

ya ves, no tengo leña bastante para terminar ese asado, y la verdad, tú

me hubieras sido muy útil. Pero, ¿qué le vamos a hacer? ¡Me has dado

lastima! ¡Tendremos paciencia!... En tu lugar echaré al fuego a

cualquiera de mis muñecos. ¡Hola, guardias!

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Al oír esta llamada aparecieron en el acto dos guardias civiles de

madera altos, altos y delgados, delgados, con el tricornio en la cabeza y

el sable desenvainado, en la mano.

Entonces Tragafuego les dijo con voz imperiosa:

—¡Prended a Arlequín, y después de bien atado arrojadle al

fuego! ¡Quiero que mi carnero esté bien dorado!

¡Figuraos el espanto del pobre Arlequín! Se le doblaron las

piernas de temor y cayó al suelo.

Al presenciar este conmovedor espectáculo se arrojó Pinocho a

los pies de Tragafuego, y llenándole de lágrimas su larguísima barba,

empezó a decir con voz suplicante:

—¡Piedad, señor Tragafuego!

—¡Aquí no hay ningún señor!— respondió con dureza

Tragafuego.

—¡Piedad, noble caballero!

—¡Aquí no hay caballeros!

—¡Piedad, Excelencia!

El tratamiento de Excelencia consiguió suavizar un tanto la

terrible expresión del rostro de Tragafuego, y volviéndose de pronto

más humano y tratable, dijo a Pinocho:

—Y bien, ¿qué es lo que quieres?

—El perdón del pobre Arlequín.

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—Eso no puede ser, amiguito. Si te he perdonado a ti, tengo

que echarle al fuego en tu lugar. No quiero que mi carnero esté poco

asado.

—¡En ese caso, yo sé cuál es mi deber!— dijo arrogantemente

Pinocho, tirando al suelo su gorro de miga de pan—. ¡En marcha,

señores guardias! ¡Atenme y arrójenme al fuego! ¡No, no es justo y

no puedo consentir que mi buen amigo Arlequín muera por mi causa!

Estas palabras, dichas en voz alta y con acento heroico, hicieron

llorar a todos los muñecos que presenciaban la escena. Los mismos

guardias, a pesar de ser de madera, lloraban como dos borreguillos.

Al principio permaneció Tragafuego insensible y frío como un

mármol; pero poco a poco comenzó a enternecerse y a estornudar. Y

después de lanzar cuatro o cinco tremendos estornudos, abrió los

brazos y dijo afectuosamente a Pinocho:

—¡Eres un buen muchacho! ¡Ven a mis brazos y dame un beso!

Pinocho acudió corriendo, y trepando como una ardilla por la

barba de Tragafuego, le dio un prolongado y sonoro beso en la misma

punta de la nariz.

—¿De modo que estoy perdonado?— preguntó el pobre

Arlequín con voz que apenas se oía.

—¡Estás perdonado!— respondió Tragafuego.

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Dicho esto lanzó un profundo suspiro, y bajando la cabeza

murmuró:

—¡Paciencia! Por esta noche me resignaré a comer el carnero

medio crudo; pero lo que es otra vez, ¡pobre del que le toque!

Apenas los muñecos oyeron que Arlequín estaba perdonado,

corrieron al escenario, encendieron todas las luces, como en las noches

de gala, y empezaron a saltar y a bailar.

Cuando amaneció seguían bailando todavía.

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XII.- XII.- XII.- XII.- TragafuegoTragafuegoTragafuegoTragafuego regala a Pinocho cinco monedas de oro regala a Pinocho cinco monedas de oro regala a Pinocho cinco monedas de oro regala a Pinocho cinco monedas de oropara que se las lleve a su padre para que se las lleve a su padre para que se las lleve a su padre para que se las lleve a su padre Gepeto;Gepeto;Gepeto;Gepeto; pero Pinocho pero Pinocho pero Pinocho pero Pinochose deja engañar por la zorra y el gato y se marcha conse deja engañar por la zorra y el gato y se marcha conse deja engañar por la zorra y el gato y se marcha conse deja engañar por la zorra y el gato y se marcha con

ellos. ellos. ellos. ellos.

Al día siguiente Tragafuego llamó aparte a Pinocho y le

preguntó:

—¿Cómo se llama tu padre?

—Gepeto.

—¿Qué oficio tiene?

—El de pobre.

—¿Gana mucho?

—Lo bastante para no tener nunca un céntimo en el bolsillo.

Figúrese que para comprarme la cartilla que yo necesitaba para ir a la

escuela vendió la única chaqueta que tenía; una chaqueta tan llena de

remiendos y de piezas que parecía un mapa.

—¡Pobre hombre! ¡Me da lástima! Aquí tienes cinco monedas

de oro. Vete en seguida a llevárselas y dale muchos recuerdos de mi

parte.

Como puede suponerse, Pinocho dio miles de gracias a

Tragafuego; abrazó uno por uno a todos los muñecos de la compañía,

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incluso a los guardias civiles y lleno de alegría se puso en camino con

dirección a su casa.

Pero todavía no había andado medio kilómetro, cuando

encontró una zorra coja y un gato ciego, que iban andando poquito a

poco y ayudándose uno a otro, como buenos amigos. La zorra andaba

apoyándose en el gato, que a su vez se dejaba guiar por la zorra.

—¡Buenas días, Pinocho!— le dijo la zorra, saludándole

gentilmente.

—¿Cómo sabes mi nombre!— preguntó el muñeco.

—Porque conozco mucho a tu papa.

—¿Dónde le has visto?

—Le vi ayer en la puerta de su casa.

—¿Y que hacía?

—Estaba en mangas de camisa y tiritaba de frío.

—¡Pobre papaíto mío! Pero, si Dios quiere, desde hoy ya no

tendrá frío.

—¿Por qué?

—Porque yo me he convertido en un gran señor.

—¿Tú, un gran señor?— dijo la zorra comenzando a reír

burlona y descaradamente. También se reía el gato, pero trataba de

ocultarlo atusándose los bigotes con una de las manos.

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—¡No es caso de risa!— replicó Pinocho incomodado—. No es

por daros envidia; pero mirad esto, si es que entendéis de dinero. Estas

son cinco magníficas monedas de oro.

Y enseñó las monedas que le había regalado Tragafuego.

Al oír el simpático ruido del oro, la zorra coja, sin darse cuenta,

alargó la pata que parecía coja y el gato ciego abrió tanto los ojos, que

parecían dos faroles verdes; pero volvió a cerrarlos tan rápidamente,

que Pinocho no llegó a notarlo.

—¿Y qué piensas hacer con ese dinero!— preguntó la zorra.

—Ante todo— contestó el muñeco—, quiero comprar a mi

papá una hermosa chaqueta nueva, toda bordada en oro y plata, y con

botones de brillantes, y después me compraré una cartilla para mí.

—¿Para ti?

—¡Claro está; como que quiero ir a la escuela y estudiar mucho!

—¡Dios te libre!— dijo la zorra—. Mírate en mí. Por mi loca

afición al estudio he perdido una pata.

—¡Dios te libre!— dijo el gato—. Mírate en mí. Por mi loca

afición al estudio he perdido la vista de los dos ojos.

En aquel instante un mirlo blanco que estaba encaramado en un

seto a orilla del camino, dejó oír su acostumbrado silbido y dijo:

—¡Pinocho, no hagas caso de los consejos de las malas

compañías, porque tendrás que arrepentirte!

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¡Pobre mirlo; nunca lo hubiera dicho! El gato, dando un gran

salto, le cayó encima, y sin dejarle tiempo ni para decir ¡ay!, se lo tragó

de un bocado, con plumas y todo.

Después de comerlo y de haberse limpiado el hocico, cerró los

ojos y volvió a hacerse el ciego nuevamente.

—¡Pobre mirlo!— dijo Pinocho al gato—. ¿Por qué has hecho

eso?

—Para darle una lección. Así aprenderá para otra vez a no

meterse en camisa de once varas ni en conversaciones ajenas.

Cuando ya estaban a mitad del camino, la zorra se detuvo de

pronto y dijo a Pinocho:

—¿Quieres aumentar tus monedas de oro?

—¿Cómo?

—¿Quieres hacer con sólo esas cinco monedas, ciento, mil, dos

mil?.

—¡Ya lo creo! Pero, ¿de que modo?

—De un modo muy sencillo. En vez de ir a tu casa, vente con

nosotros.

—¿Y adónde vamos?

—Al país de los búhos.

Pinocho meditó un instante, pero al fin dijo resueltamente:

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—No, no quiero. Ya estoy cerca de mi casa, y quiero ir a buscar

a mi papá, que me está esperando. ¡Pobre viejo! Estará muy triste.

¡Dios sabe cuánto habrá suspirado desde ayer al no ver me volver! He

sido un mal hijo y el grillo parlante tenía razón cuando me decía que a

los niños desobedientes les castiga Dios. Yo lo sé por experiencia,

porque me he buscado muchas desgracias, y aun anoche mismo me vi

bien en peligro en casa de Tragafuego. ¡Uf! ¡Sólo el recordarlo me da

frío!

—¡Ah! ¿Te empeñas en volver a tu casa? Bueno; pues vete; peor

para ti.

—¡Peor para ti!— repitió el gato.

—¡Piénsalo bien, Pinocho, porque pierdes la ocasión de hacer

fortuna.

—¡De hacer fortuna!— repitió el gato.

—De hoy a mañana, tus cinco monedas se hubieran convertido

en dos mil.

—¡Dos mil!— repitió el gato.

—Pero, ¿cómo es posible que se conviertan en tantas? preguntó

Pinocho, quedando con la boca abierta por la sorpresa.

—Pues verás— dijo la zorra—. Sabrás que en el país de losel país de losel país de losel país de los

buhosbuhosbuhosbuhos hay un campo extraordinario, al cual llaman todos el Campo deel Campo deel Campo deel Campo de

los Milagroslos Milagroslos Milagroslos Milagros. Tú haces un agujero en aquel campo y metes por

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ejemplo, una moneda de oro. Tapas después el agujero con tierra, lo

riegas con un poco de agua, echas encima un poquito de sal, y ya

puedes irte tranquilamente a dormir en tu c ama. Durante la noche la

moneda echa raíces y ramas, y cuando vuelvas al campo, a la mañana

siguiente, ¿sabes lo que encuentras? Pues un hermoso árbol que está

tan cargado de oro como las espigas lo están de granos de trigo en el

mes de Junio.

—Así, pues— dijo Pinocho, que estaba cada vez más

asombrado—, si yo enterrase en ese campo mis cinco monedas de

oro, ¿cuántas encontraría a la mañana siguiente?

—Es una cuenta sencillísima— contesto la zorra—; una cuenta

que puede echarse con los dedos. Pongamos que cada moneda se

convierte en un racimo de quinientas; multiplica quinientas por cinco,

y verás que mañana puedes tener en el bolsillo dos mil quinientas

monedas de oro contantes y sonantes.

—¡Oh, qué hermosura!— gritó Pinocho saltando de alegría—.

En cuando recoja todas esas monedas me quedaré con dos mil para mí,

y os daré a vosotros quinientas de regalo.

—¿Un regalo a nosotros?— dijo la zorra con acento desdeñoso

y ofendido—. ¡Dios te guarde de hacerlo!

—¡Dios te guarde de hacerlo!— repitió el gato.

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—Nosotros no trabajamos por el vil interés— continuó la

zorra—; trabajamos sólo por enriquecer a los demás.

—¡A los demás!— repitió el gato.

—¡Qué excelentes personas! —pensó Pinocho; y olvidándose en

el acto de su papaíto, de la chaqueta nueva, de la cartilla y de todos sus

buenos propósitos, dijo a la zorra y al gato:

—¡Vamos en seguida! ¡Os acompaño!

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XIII XIII XIII XIII La posada de El Cangrejo RojoLa posada de El Cangrejo RojoLa posada de El Cangrejo RojoLa posada de El Cangrejo Rojo

Andando, andando, llegaron al terminar la tarde, rendidos de

cansancio y de fatiga, a la posada de El Cangrejo Rojo.

—Detengámonos aquí un poco —dijo la zorra—. Tomaremos

un bocadillo y descansaremos unas cuantas horas. A media noche nos

pondremos de nuevo en camino hacia el Campo de los Milagros.

Entraron en la posada, y se sentaron en torno de una mesa, pero

ninguno de los tres tenía apetito.

El pobre gato, que tenía el estómago sucio, sólo pudo comer

treinta y cinco salmonetes a la mayonesa y cuatro raciones de callos a

la andaluza; pero como le pareció que los callos no estaban muy

sustanciosos, hizo que les agregaran así como kilo y medio de

longaniza y tres kilos de jamón bien magro.

También la zorra hubiera tomado alguna cosilla; pero el médico

le había ordenado dieta absoluta y tuvo que conformarse con una

liebre más grande que un borrego, adornada con unas dos docenas de

capones bien cebados y de pollitos tomateros.

Después de la liebre se hizo traer un estofado de perdices, tres

platos de langosta, un asado de conejo y dos sartas de chorizos. Por

último, pidió para postre unos cuantos kilos de uva moscatel, un

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melón y dos sandías, diciendo que no quería nada más, porque estaba

tan desganada que no quería ni ver la comida.

El que menos comió de los tres fue Pinocho, que se contentó

con una nuez y un mendruguillo de pan y aun dejó algo en el plato.

El pobre muchacho tenía el pensamiento fijo en el Campo de los

Milagros y había cogido ya una indigestión de monedas de oro.

Cuando acabaron de cenar dijo la zorra al posadero:

—Prepárenos dos buenos cuartos, uno para el señor Pinocho y

otro para mi compañero y para mí. Antes de marcharnos echaremos

un sueñecillo. Pero tenga presente que a media noche queremos estar

despiertos para continuar nuestro viaje.

—Sí, señores— respondió el posadero guiñando el ojo a la zorra

y al gato, como queriendo decirles: ¡Ya os he comprendido,

compadres!

Apenas cayó Pinocho en la cama, se quedó dormido y empezó a

soñar. Y así soñando le parecía estar en medio de un campo, y que este

campo estaba todo lleno de arbolillos cargados de racimos formados

por monedas de oro, que al ser movidas por el aire hacían tin, tin, tin,

como si quisieran decir: ¡Aquí estamos para el que nos quiera llevar!

Pero cuando Pinocho estaba en lo mejor, es decir, cuando ya extendía

las manos para coger aquellas monedas y metérselas en el bolsillo, fue

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despertado de pronto por tres fuertes golpes que dieron en la puerta

del cuarto.

Era el posadero, que venía a decirle que era media noche.

—¿Están ya dispuestos mis compañeros?— preguntó el

muñeco.

—¿Cómo dispuestos? ¡Ya hace dos horas que se fueron!

—¿Por qué tenían tanta prisa?

—Porque el gato ha recibido un parte telegráfico diciendo que

el mayor de sus gatitos está en peligro de muerte por culpa de los

sabañones.

—¿Han pagada la cena?

—¿Cómo es eso? Son personas muy bien educadas, y no habían

de hacer tamaña ofensa a un caballero como usted.

—¡Diantre! ¡Pues es una ofensa que hubiera recibido con

mucho gusto!— dijo Pinocho—. Después preguntó:

—¿Y dónde han dicho que me esperaban esos buenos amigos?

—Mañana al amanecer, en el Campo de los Milagros.

Después de haber tenido que soltar una de sus monedas para

pagar la cena de los tres, salió Pinocho de la posada.

Pero puede decirse que salió a tientas, porque la noche estaba

tan oscura, que no se veían los dedos de la mano. Por todo alrededor

no se oía moverse una hoja.

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Únicamente algún que otro pájaro nocturno cruzaba el camino

de un lado a otro, tropezando a veces con la nariz de Pinocho, el cual

daba un salto y gritaba lleno de miedo:

—¿Quién va?—, y entonces el eco repetía a lo lejos: —¿Quién

va?, ¿Quién va?, ¿Quién va?

En tanto seguía Pinocho su camino, y a poco vio en el tronco

de un árbol un animalito muy pequeño, que relucía con resplandor

pálido y opaco, como luce una mariposa detrás de la porcelana

transparente de una lamparilla de noche.

—¿Quién eres?— preguntó Pinocho.

—¡Soy la sombra del grillo parlante! —respondió el animalito

con una vocecita débil, débil, que parecía venir del otro mundo.

—¿Y qué me quieres? —dijo el muñeco.

—Quiero darte un consejo. Vuélvete por tu camino y lleva esas

cuatro monedas que te quedan a tu pobre papaíto, que llora y se

desespera al no verte.

—Mañana mi Papaíto se convertirá en un gran señor, porque en

vez de cuatro monedas tendrá dos mil

—¡Hijo mío, no te fíes de los que te ofrecen hacerte rico de la

noche a la mañana! Generalmente, o son locos o embusteros que

tratan de engañar a los demás. Créeme a mí, que te quiero bien:

vuélvete a tu casa.

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—Pues a pesar de eso, yo sigo adelante.

—¡Mira que es muy tarde!

—¡Quiero seguir adelante!

—¡Mira que la noche está muy oscura!

—¡Te digo que quiero seguir adelante!

—¡Mira que este camino es muy peligroso!

—¡Que lo sea! ¡Yo sigo adelante!

—Acuérdate de que a los muchachos que no obedecen más que

a su capricho y a su voluntad, les castiga Dios, y pronto o tarde tienen

que arrepentirse.

—¡Sí, ya lo sé! ¡La misma historia de siempre! ¡Buenas noches!

—¡Buenas noches, Pinocho! ¡Que Dios te guarde del relente y

de los ladrones!

Apenas terminó de hablar la sombra del grillo parlante, se apagó

su lucecita como si la hubieran soplado, y el camino quedó aún más

oscuro que antes.

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XIV.- XIV.- XIV.- XIV.- Por no haber hecho caso a los consejos del grilloPor no haber hecho caso a los consejos del grilloPor no haber hecho caso a los consejos del grilloPor no haber hecho caso a los consejos del grillo

parlante, se encuentra Pinocho con unos ladrones. parlante, se encuentra Pinocho con unos ladrones. parlante, se encuentra Pinocho con unos ladrones. parlante, se encuentra Pinocho con unos ladrones.

—¡Verdaderamente que los niños somos bien desgraciados!—

se decía el muñeco al emprender de nuevo su viaje—. ¡Todo el mundo

nos grita, todos nos riñen y se meten a darnos consejos! Si les

hiciéramos caso, todos harían oficio de padres o maestros: ¡hasta los

grillos parlantes! Por ejemplo por no hacer caso de ese fastidioso grillo;

¿quién sabe cuántas desgracias deberán ocurrirme, según él! ¡Hasta

ladrones dice que voy a encontrarme! Menos mal que no creo ni he

creído nunca en los ladrones. Para mí los ladrones han s ido

inventados por los papás a fin de meter miedo a los muchachos que

quieren andar por las noches fuera de su casa. Además, aunque me los

encontrase aquí mismo en el camino, ¿qué me iba a pasar? De seguro

que nada, porque les gritaría bien fuer te, en su misma cara: "Señores

ladrones, ¿qué quieren de mí? ¡Les advierto que conmigo no se juega;

conque ya pueden largarse de aquí, y silencio! Cuando les diga todo

esto muy en serio, los pobres ladrones escaparán como el viento. ¡Ya

me parece que los estoy viendo correr! Y en último término, si

estuvieran tan mal educados que no quisieran escapar, entonces me

escapaba yo y asunto concluido.

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Pero no pudo Pinocho terminar sus razonamientos, porque en

aquel instante le pareció oír detrás de él un ligero ruido de hojas.

Se volvió para mirar lo que fuera, y vio en la oscuridad dos

mascarones negros que, disfrazados con sacos de carbón, corrían tras él

dando saltitos de puntillas como dos fantasmas.

—¡Aquí están— se dijo Pinocho; y no, sabiendo dónde

esconder las cuatro monedas de oro, se las metió en la boca debajo de

la lengua.

Después trató de escapar; pero aún no había dado el primer paso,

cuando sintió que le agarraban por los brazos y que dos voces horribles

y cavernosas le decían:

—¡La bolsa o la vida!

No pudiendo Pinocho contestar de palabra, porque se lo

impedían las monedas que tenía en la boca, hizo mil gestos y señas

para a entender a aquellos dos encapuchados (de los cuales sólo podía

verse los ojos por unos agujeros hechos en los sacos) que él era un

pobre muñeco, y que no tenía en el bolsillo ni siquiera un céntimo

partido por la mitad.

—¡Ea, vamos! ¡Menos gestos, y venga pronto el dinero!—

gritaron bruscamente los dos bandidos.

Y el muñeco hizo de nuevo con la cabeza y con las manos un

gesto como diciendo: ¡No tengo absolutamente nada!

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—¡Saca pronto el dinero, o eres muerto: —dijo el más alto de

los dos ladrones.

—¡Muerto!— repitió el otro.

—¡Y después de matarte a ti, mataremos también a tu padre!

—¡También a tu padre!

—¡No, no, no! ¡A mi pobre papá no!— gritó Pinocho con

acento desesperado; pero al gritar le sonaron las monedas en la boca.

—¡Ah, bribón! ¿Conque llevabas escondido el dinero en la boca?

¡Escúpelo enseguida!

Y Pinocho firme como una roca.

—Te haces el sordo, ¿eh? ¡Pues espera, y ya verás cómo nosotros

hacemos que lo escupas!

Uno de ellos cogió el muñeco por la punta de la nariz y el otro

por la barba, y comenzaron a tirar cada uno por su lado a fin de

obligarle a que abriera la boca; pero no fue posible: parecía como si

estuviera clavada y remachada.

Entonces el más bajo de los dos ladrones sacó un enorme

cuchillo, y trató de meterlo por entre los labios de Pinocho para

obligarle a abrir la boca; mas el muñeco, rápido como un relámpago,

le cogió la mano con los dientes y se la cortó en redondo de un

mordisco. ¡Figuraos lo asombrado que se quedaría cuando al echarlo

de la boca vio que era una zarpa de gato!

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Envalentonado con esta primera victoria, consiguió librarse de

los ladrones a fuerza de arañazos, y saltando por encima de un

matorral escapó a campo traviesa. Los ladrones echaron a correr tras él,

como dos perros tras una libre.

Después de una carrera de quince kilómetros, el pobre Pinocho

no podía ya más: viéndose perdido, se encaramó por el tronco de un

altísimo pino y cuando llegó a la copa se sentó cómodamente entre

dos ramas. También los ladrones trataron de subir al árbol; pero al

llegar a la mitad de la altura resbalaron por el tronco y cayeron a tierra,

con los pies y las manos despellejados.

Pero no por eso se dieron por vencidos, sino que recogiendo un

brazado de leña seca, la arrimaron al pie del árbol y prendieron fuego.

En menos tiempo del que se tarda en decirlo empezó a arder el pino.

Viendo Pinocho que las llamas iban subiendo cada vez más, y no

queriendo terminar asado como un pollo, dio un magnífico salto

desde lo alto del árbol, y se lanzó a correr como un ciervo por campos

y viñedos. Y los ladrones detrás, siempre detrás, sin cansarse nunca.

En tanto empezaba a clarear el día, y de pronto se encontró

Pinocho con que estaba el paso cortado por un foso ancho y muy

profundo, lleno de agua sucia de color de café con leche. ¿Qué hacer?

El muñeco no se detuvo a pensarlo. Tomó carrerilla y gritando: ¡Una,

dos, tres!, salvó de un salto el foso, yendo a parar a la otra orilla.

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También saltaron a su vez los ladrones; pero como no habían

calculado bien la distancia, ¡cataplum!, cayeron de patitas en el agua.

Al sentir Pinocho el golpetazo de la caída y las salpicaduras del

agua, gritó, burlándose y sin dejar de correr:

—¡Que siente bien el baño, señores ladrones!

Y ya se figuraba que se habrían ahogado en el foso, cuando al

volver una vez la cabeza vio que seguían corriendo detrás siempre

metidos en los sacos y chorreando agua por todas partes.

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XV.- XV.- XV.- XV.- Los ladrones continúan persiguiendo a Pinocho yLos ladrones continúan persiguiendo a Pinocho yLos ladrones continúan persiguiendo a Pinocho yLos ladrones continúan persiguiendo a Pinocho y

cuando al fin consiguen darle alcance, le cuelgan de lacuando al fin consiguen darle alcance, le cuelgan de lacuando al fin consiguen darle alcance, le cuelgan de lacuando al fin consiguen darle alcance, le cuelgan de laEncina grande. Encina grande. Encina grande. Encina grande.

Entonces el muñeco, perdida ya toda esperanza de salvación,

estuvo tentado de arrojarse al suelo y darse por vencido; pero al dirigir

en torno suyo una mirada, vio a lo lejos blanquear una casita entre las

verdes copas de los árboles.

—¡Si tuviera fuerzas para llegar hasta allí, quizás podría

salvarme!— se dijo.

Y sin perder un segundo se lanzó nuevamente a todo correr por

el bosque en dirección de aquella casita. Y los ladrones siempre detrás.

Después de haber corrido desesperadamente durante cerca de

dos horas, llegó, por último, sin aliento a la puerta de la casita y llamó.

No respondió nadie.

Volvió a llamar con más fuerza, porque sentía acercarse el rumor

de los pasos y la respiración jadeante de sus perseguidores.

El mismo silencio.

Viendo que el llamar no le daba resultado, empezó a dar

puntapiés y cabezadas en la puerta. Entonces se asomó a la ventana

una hermosa niña de cabellos de un color azul precioso y de cara

blanca como la nieve, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre

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el pecho, que sin mover los labios dijo, con una vocecita que parecía

venir del otro mundo.

—¡En esta casa no hay nadie; todos están muertos!

—¡Pues, ábreme tú!— gritó Pinocho suplicante y lloroso.

—¡Yo también estoy muerta!

—¡Muerta! Pues, entonces, ¿qué haces ahí en la ventana?

—¡Estoy esperando la caja que ha de servir para enterrarme!

Apenas dijo estas palabras desapareció la niña, y se cerró la

ventana sin hacer ruido alguno.

—¡Oh, hermosa niña de cabellos azules: abre, por piedad!—

gritaba Pinocho—. ¡Ten compasión de un pobre niño perseguido por

los ladr...

Pero no pudo terminar la palabra, porque sintió que le agarraban

por el cuello, y oyó los mismos dos vozarrones, que decían con acento

amenazador:

—¡Esta vez no te escaparás!

Al verse el muñeco tan cerca de la muerte, fue acometido de un

temblor tan grande, que le sonaban las junturas de sus piernas de

madera y las monedas de oro que había escondido debajo de la lengua.

—Conque vamos a ver: ¿abres la boca o no?— le preguntaron

los ladrones—. ¡Ah! ¿No quieres responder? ¡Ahora veremos!

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Y sacando dos cuchillos largos, largos y afilados como navajas de

afeitar, ¡zas... zas...!, le dieron dos cuchilladas en la espalda.

Pero por fortuna, el muñeco estaba hecho de una madera tan

dura, que las hojas de los cuchillos saltaron en mil pedazos, y los

ladrones se quedaron con los mangos en las manos y mirándose

asombrados.

—¡Ah!, ¡ya comprendo!— dijo entonces uno de ellos—. Hay

que ahorcarle! ¡Ahorquémosle!

—¡Ahorquémosle!— repitió el otro.

Dicho esto le ataron las manos a la espalda, y pasándole un nudo

corredizo por la garganta, le colgaron de una gruesa rama de la Encina

grande.

Después se sentaron sobre la hierba para esperar a que el muñeco

hiciese la última pirueta; pero tres horas después seguía el muñeco con

los ojos abiertos, la boca cerraba y moviendo los pies cada vez más.

Finalmente, cansados de esperar, se levantaron, y dirigiéndose a

Pinocho, le dijeron en tono de burla:

—Vaya, ¡Hasta mañana! Esperamos que cuando volvamos otra

vez, nos habrás hecho el favor de estar bien muerto y con la boca

abierta.

Dicho esto se marcharon.

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Entretanto se había levantado un fuerte viento Norte que

silbaba rabiosamente, y que, moviendo de un lado a otro al pobre

ahorcado, le hacía oscilar violentamente como badajo de campana en

día de fiesta. Este continuo movimiento le causaba grandes dolores, y

el nudo corredizo le apretaba cada vez más la garganta, quitándole la

respiración.

Poco a poco iban apagándose sus ojos; sentía que se acercaba el

instante de su muerte, y se encomendaba a Dios, suplicándole que le

enviase alguna persona caritativa que le salvara.

Sólo cuando después de esperar tanto tiempo vio que no pasaba

nadie, balbuceó:

—¡Oh, papá mío; si estuvieras aquí!

No tuvo fuerzas para decir más. Cerró los ojos, abrió la boca,

estiró las piernas, y dando una gran sacudida, se quedó rígido e

inmóvil.

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XVI.- XVI.- XVI.- XVI.- La hermosa niña de los cabellos azules hace recoger elLa hermosa niña de los cabellos azules hace recoger elLa hermosa niña de los cabellos azules hace recoger elLa hermosa niña de los cabellos azules hace recoger elmuñeco; le mete en la cama y manda llamar a tresmuñeco; le mete en la cama y manda llamar a tresmuñeco; le mete en la cama y manda llamar a tresmuñeco; le mete en la cama y manda llamar a tres

médicos para saber si está vivo o muerto. médicos para saber si está vivo o muerto. médicos para saber si está vivo o muerto. médicos para saber si está vivo o muerto.

En el momento en que el pobre Pinocho, colgado por los

ladrones en una rama de la Encina grande, parecía más muerto que

vivo, la hermosa niña de los cabellos azules apareció de nuevo en la

ventana. Y compadecida de aquel infeliz, que colgado por el cuello se

columpiaba movido por el viento, dio tres palmaditas con las manos.

A los pocos instantes se oyó un rápido batir de alas, y apareció

un milano muy grande, que vino a posarse en el antepecho de la

ventana.

—¿Qué quieres de mí, hermosa Hada?— dijo el milano

inclinando el pico en señal de respeto, porque habéis de saber que la

niña de los cabellos azules no era, en fin de cuentas, más que una

bonísima Hada, que hacía más de mil años que vivía en aquel bosque.

—¿Ves aquel muñeco que está colgado de una rama de la

Encina grande?

—Lo veo.

—Pues bien: vete allí en seguida, volando; corta con tu fuerte

pico la cuerda que le tiene suspendido en el aire, y con mucho cuidado

le colocas tendido en la hierba al pie de la Encina.

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Salió volando el milano, y a los dos minutos estaba ya de vuelta,

diciendo:

—Ya está hecho lo que me has ordenado.

—¿Y cómo le has encontrado? ¿Vivo o muerto?

—A primera vista parecía muerto; pero no debe de estar aún

muerto del todo, porque apenas he aflojado el nudo corredizo que le

apretaba la garganta, ha lanzado un fuerte suspiro y ha dicho en voz

baja: ¡Ahora me siento mejor!

Entonces el Hada dio otras dos palmadas y apareció un

magnífico perro de lanas, que andaba sobre las patas de atrás

completamente derecho, como si fuera un hombre.

Estaba vestido como un cochero, con librea de gala. Llevaba en

la cabeza un tricornio galoneado de oro; una peluca rubia, con rizos

que colgaban hasta el cuello; una casaca de color de chocolate, con

botones de brillantes y con dos grandes bolsillos para guardar los

huesos que su ama le daba para comer; unos calzones cortos de

terciopelo carmesí, medias de seda y zapatos escotados. Detrás llevaba

una especie de funda de paraguas, hecha de raso azul, que le s ervía

para meter el rabo cuando el tiempo amenazaba lluvia.

—Óyeme, mi buen Sultán— dijo el Hada al perro de lanas—.

Haz enganchar en seguida la mejor de mis carrozas, y toma el camino

del bosque. Cuando llegues bajo la Encina grande, encontrarás tendido

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sobre la hierba un pobre muñeco medio muerto. Recógele con

cuidado, le colocas bien en los almohadones de la carroza y le traes

aquí. ¿Has comprendido?

El perro de lanas meneó tres o cuatro veces la funda de raso azul,

como dando a entender que había comprendido y salió a escape.

Al poco tiempo se vio salir de la cochera una hermosísima

carroza azul celeste, almohadillada con plumas de canario y tirada por

cien parejas de conejitos de Indias, blancos, con los ojitos encarnados,

llevando sentado en el pescante al perro de lanas, que hacía chasquear

el látigo a derecha e izquierda, como los cocheros cuando temen llegar

tarde.

No había pasado un cuarto de hora cuando regresó la carroza y

el Hada, que estaba esperando a la puerta de la casa, cogió en brazos al

pobre muñeco y conduciéndole a una habitación pequeñita que tenía

las paredes de nácar, mandó llamar a los médicos más famosos del

contorno.

Y llegaron los médicos, uno detrás de otro: un cuervo, un

mochuelo y un grillo parlante.

—Quisiera saber, señores— dijo el Hada volviéndose hacia los

tres médicos reunidos junto a la cama de Pinocho—, si este

desgraciado muñeco está vivo o muerto.

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¡Al oír esta pregunta se adelantó primero el cuervo, y le tomó el

pulso; después le tocó la nariz y el dedo meñique del pie izquierdo, y

cuando le hubo examinado bien, pronunció solemnemente estas

palabras:

—Yo opino que el muñeco está completamente muerto; si por

fortuna no estuviese muerto, entonces sería señal indudable de que

estaba vivo.

—Siento mucho no ser de la misma opinión de mi ilustre amigo

y colega el cuervo— dijo a su vez el mochuelo—; yo opino que el

muñeco está vivo y bien vivo; pero si por desgracia no lo estuviese

entonces sería señal indudable de que estaba muerto.

—¿Y usted qué dice?— preguntó el Hada al grillo parlante.

—Yo creo que el médico prudente, cuando no sabe qué decir, lo

mejor que puede hacer es permanecer callado. Por lo demás, este

muñeco no me es desconocido: hace ya tiempo que le conozco.

Pinocho que había permanecido hasta aquel momento como un

tronco, tuvo un estremecimiento que hizo mover la cama.

—¡Este muñeco— continuó diciendo el grillo parlante— es un

granuja incorregible!

Pinocho abrió los ojos, pero volvió a cerrarlos en el acto.

—¡Es un galopín, un holgazán, un vagabundo!

Pinocho escondió la cara entre las sábanas.

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—¡Un hijo desobediente, que hará morirse de pena a su pobre

padre!

En aquel momento se sintió en la habitación rumor de llanto y

de sollozos. Levantaron el embozo de la sábana y se encontraron con

que era Pinocho el que lloraba.

—Cuando el muerto llora, es señal de que está en vías de

curación— dijo solemnemente el cuervo.

—Siento mucho contradecir a mi ilustre amigo y colega—

replicó el mochuelo—. Yo creo que cuando el muerto llora es señal de

que no le hace gracia morirse.

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XVII.- XVII.- XVII.- XVII.- Pinocho se come el azúcar sin querer purgarse; Pinocho se come el azúcar sin querer purgarse; Pinocho se come el azúcar sin querer purgarse; Pinocho se come el azúcar sin querer purgarse; pero al ver que llegan los enterradores para pero al ver que llegan los enterradores para pero al ver que llegan los enterradores para pero al ver que llegan los enterradores para

llevárselo, bebe toda la purga. Después le crece llevárselo, bebe toda la purga. Después le crece llevárselo, bebe toda la purga. Después le crece llevárselo, bebe toda la purga. Después le crece la nariz por decir mentiras. la nariz por decir mentiras. la nariz por decir mentiras. la nariz por decir mentiras.

Apenas salieron los tres médicos de la habitación, se acercó el

Hada a Pinocho y al tocarle la frente notó que tenía una gran fiebre.

Entonces disolvió unos polvos blancos en medio vaso de agua y

se los presentó al muñeco, diciéndole cariñosamente.

—Bebe esto, y dentro de pocos días estarás bien.

Pinocho miró el vaso torciendo el gesto, y preguntó con voz

plañidera:

—¿Es dulce, o amargo?

—Es amargo, pero te sentará bien.

—¡Amargo! No lo quiero.

—¡Anda, bébelo: hazme caso a mí!

—Es que no me gustan las cosas amargas.

—Bébelo, y te daré después un terrón de azúcar para quitarte el

mal gusto.

—¿Dónde está el terrón de azúcar?

—Aquí lo tienes— dijo el Hada, sacándolo de un azucarero de

oro.

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—Primero quiero que me des el terrón de azúcar y después

beberé el agua amarga.

—¿Me lo prometes?

—Sí.

El Hada le dio el terrón y Pinocho, después de comérselo en

menos tiempo que se dice, se relamió los labios, exclamando:

—¡Qué lástima que el azúcar no sea medicina! ¡Yo me purgaría

entonces todos los días!

—Ahora vas a cumplir la promesa que me has hecho y a beberte

este poco de agua que ha de ponerte bueno.

De mala gana tomó Pinocho el vaso en la mano, acercando la

punta de la nariz y haciendo un gesto; después hizo como que se lo

llevaba a la boca; pero se arrepintió y volvió a olerlo, hasta que por

último dijo:

—¡Es muy amarga! ¡Muy amarga! ¡No puedo beberla!

—¿Cómo puedes saberlo, si no lo has probado?

—Me lo figuro lo conozco en el olor. Quiero otro terrón de

azúcar primero, y después la beberé.

Con toda la paciencia de una buena madre, el Hada le puso en la

boca un poco de azúcar, y después le presentó el vaso otra vez.

—Así no puedo beberlo— dijo el muñeco haciendo mil gestos.

—¿Por qué?

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—Porque me fastidia esa almohada que tengo en los pies.

El Hada retiró la almohada.

—¡Es inútil! Tampoco puedo beberlo!

—¿Qué es lo que ahora te fastidia?

—Me fastidia esa puerta del cuarto que está medio abierta.

Entonces el Hada cerró la puerta.

—¡Es que no quiero! —gritó, Pinocho llorando y pataleando—.

¡No; no quiero beber ese agua amarga; no quiero; no, no!

—¡Hijo mío, mira que luego te arrepentirás!

—¡Mejor!

—Tu enfermedad es grave.

—¡Mejor!

—Esa fiebre puede llevarle al otro mundo.

—¡Mejor!

—¿No tienes miedo de la muerte?

—Ninguno. ¡Antes me muero que beber esa medicina tan

amarga!

En aquel momento se abrió de par en par la puerta de la

habitación, y entraron cuatro conejos, negros como la tinta, que

llevaban sobre los hombros una caja de muerto.

—¿Qué queréis?— gritó, Pinocho despavorido, sentándose en la

cama.

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—Venimos por ti— respondió el conejo mas grueso de los

cuatro.

—¿Por mí? ¡Pero si no me he muerto todavía!

—Todavía no; pero te quedan pocos instantes de vida, por no

haber querido beber la medicina, que te hubiera curado la fiebre.

—¡Oh, Hada mía! ¡Hada mía!— comenzó entonces a gritar el

muñeco—. ¡Dame en seguida el vaso! ¡Anda pronto, por favor, que yo

no quiero morir, no quiero morir!

Y tomando el vaso con ambas manos, se lo bebió de un sorbo.

—¡Paciencia!— dijeron entonces los conejos—. Por esta vez

hemos perdido el viaje.

Y echándose de nuevo sobre los hombros la caja, que habían

dejado en tierra, salieron del cuarto refunfuñando y murmurando

entre dientes.

Claro es que a los pocos minutos pudo Pinocho saltar de la

cama completamente curado; porque ya se sabe que los muñecos de

madera tienen la particularidad de ponerse muy enfermos de pronto y

de curarse en un santiamén.

Cuando el Hada le vio correr y retozar por la habitación, listo, y

alegre como un pajarillo escapado de la jaula, le dijo:

—¿De modo que mi medicina te ha sentado muy bien?

—¡Ya lo creo! ¡Me ha resucitado!

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—Entonces, ¿por que te has resistido tanto para beberla?

—Porque los niños somos así. Tenemos, más miedo de las

medicinas que de la enfermedad.

—¡Pues muy mal hecho! Los niños debierais recordar que una

medicina a tiempo puede evitar una grave enfermedad, y aun la misma

muerte.

¡Ah! Otra vez no me resistiré tanto. Me acordaré de esos conejos

negros con la caja de muerto al hombro, y entonces cogeré en seguida

el vaso, y adentro.

—¡Muy bien! Ahora vente aquí, a mi lado, y cuéntame cómo

caíste en manos de los ladrones.

—Pues fue que Tragafuego me dio cinco monedas de oro y me

dijo: "Llévaselas a tu papa", y en el camino me encontré una zorra y un

gato, dos personas muy buenas, que me dijeron: ¿Quieres que esas

monedas se conviertan en mil o en dos mil! Vente con nosotros

y te llevaremos al Campo de los Milagros. Y yo les dije: "Vamos". Y

ellos dijeron: "Nos detendremos un rato en la posada de El Cangrejo

Rojo y cuando sea media noche seguiremos nuestro camino." Cuando

yo me desperté ya no estaban allí, porque se habían marchado.

Entonces yo me marché también. Y hacía una noche tan oscura que

apenas se podía andar. Y me encontré con dos ladrones metidos en dos

sacos de carbón, que me dijeron: ¡Danos el dinero!" y yo les dije: "No

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tengo ningún dinero". Por que me había escondido las monedas de

oro en la boca. Y uno de los ladrones quiso meterme la mano en la

boca, yo se la corté de un mordisco; pero al escupirla me encontré con

que, en vez de una mano, era la zarpa de un gato. Y los ladrones

echaron a correr detrás de mí; y yo corre que te corre, hasta que me

alcanzaron; Y entonces me colgaron por el cuello en un árbol del

bosque, diciendo: "Mañana volveremos, y estarás bien muerto y con la

boca abierta, y entonces te sacaremos las monedas de oro que tienes

escondidas debajo de la lengua".

—¿Y dónde tienes las cuatro monedas de oro?— le preguntó el

Hada.

—¡Las he perdido!— respondió Pinocho; pero era mentira

porque las tenía en el bolsillo.

Apenas había dicho esta mentira, la nariz del muñeco, que ya era

muy larga, creció más de dos dedos.

—¿Dónde las has perdido?

—En el bosque.

A esta segunda mentira siguió creciendo la nariz.

—Si las has perdido en el bosque— dijo el Hada—, las

buscaremos y de seguro que hemos de encontrarlas, porque todo lo

que se pierde en este bosque se encuentra siempre.

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—Ahora que me acuerdo bien— dijo el muñeco,

embrollándose cada vez más—, no las he perdido, sino que me las he

tragado sin querer al tomar la medicina.

A esta tercera mentira se le alargó, la nariz de un modo tan

extraordinario que el pobre Pinocho no podía ya volverse en ninguna

dirección. Si se volvía de un lado, tropezaba con la cama o con los

cristales de la ventana; si se volvía de otro lado, tropezaba con la pared

o con la puerta del cuarto, y si levantaba la cabeza, corría el riesgo de

meter al Hada por un ojo la punta de aquella nariz fenomenal.

El Hada le miraba y se reía.

—¿Por que te ríes?— preguntó el muñeco, confuso y pensativo,

al ver cómo crecía su nariz por momentos.

—Me río de las mentiras que has dicho.

—¿Y cómo sabes que he dicho mentiras?

—Las mentiras, hijo mío, se conocen en seguida, porque las hay

de dos clases: las mentiras que tienen las piernas cortas y las que tienen

la nariz larga. Las tuyas, por lo visto, son de las que tienen la nariz

larga.

Sintió Pinocho tanta vergüenza, que no sabiendo donde

esconderse, trató de salir de la habitación. Pero no le fue posible: tanto

le había crecido la nariz, que no podía pasar por la puerta.

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XVIII.- XVIII.- XVIII.- XVIII.- Pinocho vuelve a encontrarse con la zorra Pinocho vuelve a encontrarse con la zorra Pinocho vuelve a encontrarse con la zorra Pinocho vuelve a encontrarse con la zorra

y el gato, y se va con ellos a sembrar sus cuatroy el gato, y se va con ellos a sembrar sus cuatroy el gato, y se va con ellos a sembrar sus cuatroy el gato, y se va con ellos a sembrar sus cuatromonedas en el Campo de los Milagros. monedas en el Campo de los Milagros. monedas en el Campo de los Milagros. monedas en el Campo de los Milagros.

Como podéis suponer, el Hada dejó que el muñeco llorase y

gritase durante más de media hora porque con aquellas narizotas no

podía salir de la habitación. Lo hizo así para darle una lección y para

que se corrigiera del vicio de mentir, el vicio más feo que puede tener

un niño. Pero cuando ya le vio tan desesperado que se le salían los

ojos de las órbitas, tuvo lástima de él y dio unas palmadas. A esta señal

entraron en la habitación unos cuantos millares de esos pájaros que se

llaman picos o carpinteros, porque pican en la madera de los árboles y

posándose todos ellos en la nariz Pinocho, empezaron a picarla de tal

manera, que en pocos minutos aquella nariz enorme volvió a su

tamaño anterior.

—¡Qué buena eres, Hada, y cuánto te quiero!— dijo el

muñeco, enjuagándose los ojos.

—¡Yo también te quiero mucho— respondió el Hada—; y si

quieres quedarte conmigo, serás mi hermanito y yo seré para ti una

buena hermanita.

—Yo sí quisiera quedarme; pero; y mi pobre papá?

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—Ya he pensado en eso. He ordenado que le avisen y antes de

media noche estará aquí.

—¿De veras?— grito Pinocho saltando de alegría—. Entonces,

Hada preciosa, si te parece bien, iré a buscarle ¡Tengo muchas ganas de

darle un beso al pobre viejecito que tanto ha sufrido por mi!

—Bueno; pues vete. Pero cuidado con perderte. Toma el

camino del bosque, y así le encontrarás seguramente.

Salió Pinocho, y apenas llegó al bosque empezó a correr como

un galgo. Pero al llegar cerca del sitio donde estaba la Encina grande se

paró de pronto, porque le pareció que había oído ruido de gente entre

la maleza. En efecto: vio aparecer... ¿No sabéis a quién?

Pues a la zorra y al gato; o sea a aquellos dos compañeros de

viaje con los cuales había cenado en la posada de El Cangrejo Rojo.

—¡Pues si es nuestro querido Pinocho!— gritó la zorra,

abrazándole y besándole—. ¿Qué haces por aquí?

—¿Qué haces por aquí?— repitió el gato.

—Es largo de contar —dijo el muñeco—. Pero ante todo os

diré que la otra noche, cuando me dejasteis en la posada, me salieron

al camino unos ladrones.

—¿Unos ladrones? ¡Pero es de veras? ¡Pobre Pinocho! ¿Y que

querían?

—Querían robarme las monedas de oro.

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—¡Qué granujas! —dijo la zorra.

—¡Qué grandísimos granujas— repitió el gato.

—Pero yo me escapé— continuó contando el muñeco—, y

ellos siempre detrás, hasta que me alcanzaron y me colgaron en una

rama de aquella Encina.

Y Pinocho señaló la Encina grande, que estaba a dos pasos de

distancia.

—¡Que atrocidad!— exclamó la zorra—. ¡Qué mundo tan

malo! ¡Parece mentira que haya gente así! ¿Dónde podremos vivir

tranquilos las personas decentes?

Mientras charlaban de este modo observó Pinocho que el gato

estaba manco de la mano derecha porque le faltaba toda la zarpa con

uñas y todo.

—¿Qué has hecho de tu zarpa? —le preguntó.

Quiso contestar el gato pero se hizo un lío, y entonces intervino

la zorra con destreza diciendo:

—Mi amigo es demasiado modesto, y por eso no se atreve a

contarlo. Yo lo contaré. Sabrás cómo hace una hora próximamente

que nos hemos encontrado en el camino un lobo viejo, casi muerto

de hambre. que nos ha pedido una limosna. No teniendo nada que

darle, ¿Sabes lo que ha hecho este amigo mío, que tiene el corazón

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más grande del mundo? Pues se ha cortado de un mordisco la zarpa

derecha, y se la ha echado al pobre lobo para que se desayunara.

Y al terminar su relato la zorra se enjugó una lágrima.

También Pinocho estaba conmovido. Se acercó al gato y le dijo

al oído:

—¡Si todos los gatos fueran como tú, qué felices vivirían los

ratones!

—¿Y qué haces ahora por estos lugares?— preguntó la zorra al

muñeco.

—Esperando a mi papá, que debe de llegar de un momento a

otro.

—¿Y tus monedas de oro?

—Las tengo en el bolsillo, menos una que gasté en la posada de

El Cangrejo Rojo.

—¡Y pensar que en vez de cuatro monedas podrían ser mañana

mil o dos mil! ¿Por qué no sigues mi consejo? ¿Por qué no vamos a

sembrarlas en el Campo de los Milagros?

—Hoy es imposible; iremos otro día.

—Otro día será tarde —dijo la zorra.

—¿Por qué?

—Porque ese campo ha sido comprado por un gran señor, que

desde mañana no permitirá que nadie siembre dinero.

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—¿Cuánto hay desde aquí hasta el Campo de los Milagros?

—No llega a dos kilómetros. ¿Quieres venir? Tardamos en llegar

una media hora; siembras en seguida las cuatro monedas, a los pocos

minutos recoges dos mil, y te vuelves con los bolsillos bien repletos.

¿Qué? ¿Vienes?

Pinocho vaciló antes de contestar, porque se acordó de la buena

Hada, del viejo Gepeto y de los consejos del grillo parlante; pero

terminó por hacer lo mismo que todos los muchachos que no tienen

pizca de juicio ni de corazón; acabó por rascarse la cabeza y decir a la

zorra y al gato:

—¡Bueno; me voy con vosotros!

Y marcharon los tres juntos.

Después de haber andado durante medio día llegaron a un

pueblo que se llamaba "Engañabobos". Apenas entraron, vio Pinocho

que en todas las calles abundaban perros flacos y hambrientos que se

estiraban abriendo la boca, ovejas sucias y peladas que temblaban de

frío, gallos y gallinas sin cresta y medio desplumados, que pedían de

limosna un grano de maíz; grandes mariposas que ya no podían volar

por haber vendido sus preciosas alas de brillantes colores, pavo reales

avergonzados por el lastimoso estado de su cola y faisanes que

lloraban la pérdida de su brillante plumaje de oro y plata.

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Entre aquella multitud de mendigos pasaba de vez en cuando

alguna soberbia carroza llevando en su interior ya una zorra, ya una

urraca ladrona o algún pajarraco de rapiña.

—¿Y dónde está el Campo de los Milagros?— preguntó

Pinocho.

—A dos pasos de aquí.

Atravesaron la ciudad, y al salir de ella se metieron por un

campo solitario, pero que se parecía como un huevo a otro a todos los

demás campos del mundo.

—Ya hemos llegado— dijo la zorra al muñeco—; ahora haz con

las manos un hoyo en la tierra, y mete en el las cuatro monedas de

oro.

Pinocho obedeció: hizo el hoyo, colocó dentro las cuatro

monedas que le quedaban y las cubrió con tierra.

—Ahora —dijo la zorra— vete a ese arroyo cercano y trae un

poco de agua para regar la tierra en que has sembrado.

Pinocho fue al arroyo; pero como no tenía a mano ningún

cubo se quitó uno de los zapatos y lo llenó de agua, con la cual regó la

tierra del hoyo. Después preguntó:

—¿Hay que hacer algo más?

—Nada más respondió la zorra—; ahora ya podemos irnos. Tu

te vas a la ciudad, y cuando hayas estado allí unos veinte minutos,

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vienes otra vez, y encontrarás que ya ha nacido el arbolito, con todas

las ramas cargadas de monedas de oro.

Lleno de gozo, el pobre muñeco dio efusivamente las gracias a la

zorra y al gato, ofreciéndoles un magnífico regalo.

—No queremos ningún regalo— respondieron aquel par de

bribones—; sólo con haberte enseñado el modo de hacerte rico sin

trabajo alguno, estamos más contentos que unas Pascuas.

Dicho esto saludaron a Pinocho, y deseándole una buena

cosecha, se marcharon.

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XIX.- XIX.- XIX.- XIX.- Roban a Pinocho sus monedas de oro Roban a Pinocho sus monedas de oro Roban a Pinocho sus monedas de oro Roban a Pinocho sus monedas de oro

y además le tienen cuatro meses en la cárcel. y además le tienen cuatro meses en la cárcel. y además le tienen cuatro meses en la cárcel. y además le tienen cuatro meses en la cárcel.

Cuando Pinocho volvió a la ciudad, empezó a contar los

minutos uno a uno y ya que creyó que había pasado el tiempo

necesario, se puso de nuevo en marcha hacia el Campo de los

Milagros.

Andaba con paso rápido, y sentía que su corazón palpitaba con

más fuerza que de costumbre, haciendo "tic-tac; tic-tac", como un

reloj en marcha. Mientras tanto, pensaba en su interior:

—¡Qué chasco, si me encontrara con que las ramas del árbol

tienen dos mil monedas en vez de mil! ¿Y si en vez de dos mil fueran

cinco mil? ¿Y si en vez de cinco mil fueran cien mil? ¡Entonces sí que

sería un gran señor! ¡Tendría un magnífico palacio, y mil caballitos de

cartón en muchas cuadras, automóviles, aeroplanos, y una despensa

llena de mantecadas, de almendras garapiñadas, de bombones, de

pasteles y de caramelos de los Alpes!

Así fantaseando vio de lejos el Campo de los Milagros, y lo

primero que hizo fue mirar si había algún arbolito que tuviera las

ramas cargadas de monedas; pero no vio ninguno. Anduvo unos cien

pasos más, y nada; entró en el campo y llegó hasta el mismo sitio

donde había hecho el hoyo para enterrar sus monedas de oro; pero,

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nada, nada y siempre nada. Entonces se quedó pensativo e inquieto y,

olvidando las reglas de urbanidad y de buena crianza, sacó una mano

del bolsillo y se rascó largo rato la cabeza.

En aquel instante llegó a sus oídos una gran carcajada. Se volvió

y vio en las ramas de un árbol un viejo papagayo que estaba

arreglándose con el pico las escasas plumas que le quedaban.

—¿Por qué te ríes?— le preguntó Pinocho encolerizado.

—Me río, porque al peinarme las plumas me he hecho cosquillas

debajo del ala.

No respondió el muñeco. Se fue al arroyo y llenando de agua el

mismo zapato de antes regó la tierra que había echado encima de las

monedas.

Otra carcajada mayor y mas impertinente que la anterior se oyó

en la soledad de aquel campo.

—¡Pero, vamos a ver, papagayo grosero!— gritó exasperado

Pinocho—, se puede saber de qué te ríes?

—¡Me río de los tontos que creen todas las patrañas que se les

cuenta, y que se dejan engañar estúpidamente por el primero que

llega!

—¿Lo dices por mí?

—Sí, lo digo por ti, pobre Pinocho, por ti, que eres tan simple,

que has podido creer que el dinero se siembra en el campo y se recoge

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después, como se hace con las judías y con las patatas. Yo también lo

creí una vez, Y por eso estoy hasta sin plumas. Ahora ya sé, aunque

tarde, que para tener honradamente unas pesetas hay que saber

ganarlas con el propio trabajo, sea en un oficio manual o con el

esfuerzo de la inteligencia.

—No te comprendo— dijo el muñeco, que empezaba a temblar

de miedo.

—Me explicaré mejor— continuó el papagayo—. Sabe, pues,

que mientras tú estabas en la ciudad, volvieron a este campo la zorra y

el gato, desenterraron las monedas y escaparon después como si los

llevase el viento. ¡Lo que es ya, cualquiera les alcanza!

Pinocho se quedó como quien v e visiones; mas, no queriendo

creer lo que le había dicho el papagayo, comenzó a cavar con las

manos la tierra que había regado, y cava que cava, abrió un boquete

tan grande como una cueva. Pero las monedas no aparecían.

Lleno de desesperación, volvió corriendo a la ciudad y se fue

derechito a presentarse ante el juez para denunciar a los dos ladrones

que le habían robado sus monedas.

El juez era un mono de la familia de los gorilas: un mono viejo

muy respetable por su aspecto grave, por su barba blanca y sobre todo

por unos anteojos de oro sin cristales, que usaba desde hacía dos años

porque padecía una enfermedad de la vista.

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Cuando Pinocho estuvo en presencia del juez, contó el engaño

de que había sido víctima; dijo los nombres y apellidos y señas

personales de los ladrones y terminó por pedir justicia.

El juez le escuchó con mucha bondad, poniendo gran atención

en lo que el muñeco refería. Se noto claramente que se enternecía con

aquel relato y que sentía verdadera compasión. Cuando Pinocho hubo

terminado, alargó la mano y tocó una campanilla.

A esta llamada aparecieron dos perros mastines, vestidos de

guardias.

Señalando el juez a Pinocho, les dijo:

—A este pobre diablo le han robado cuatro monedas de oro; así

pues, prendedle y a la cárcel con él.

Se quedo Pinocho estupefacto al oír esta sentencia. Quiso

protestar; pero no pudo, porque los guardias, para no perder el tiempo

inútilmente, le taparon la boca y le llevaron a la cárcel.

Allí permaneció cuatro meses, cuatro interminables meses y aún

hubiera estado mucho más tiempo, si no hubiese sido por un

acontecimiento afortunado. Pues, señor, sucedió que el joven

emperador que reinaba en la ciudad de Engañabobos, para solemnizar

una gran victoria que había conseguido sobre sus enemigos, ordenó

que se celebrasen grandes festejos públicos: iluminaciones, fuegos

artificiales, carreras de caballos y de bicicletas y para demostrar su

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clemencia dispuso que se abrieran las cárceles y que se pusiera en

libertad todos los bribones. Entonces dijo Pinocho al carcelero:

—Si salen de la cárcel los demás presos, yo también quiero salir.

—Tú no puedes salir, porque no figuras en el número de los...

—Dispense usted —interrumpió Pinocho—; yo soy también un

bribón.

—¡Ah, ya! En ese caso, tiene usted mucha razón— contestó

respetuosamente el carcelero, quitándose la gorra.

Y abriendo la puerta de la cárcel, dejó salir a Pinocho, haciéndole

una profunda reverencia.

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XX.- XX.- XX.- XX.- Libre ya de la prisión, trata de volver a la casa delLibre ya de la prisión, trata de volver a la casa delLibre ya de la prisión, trata de volver a la casa delLibre ya de la prisión, trata de volver a la casa delHada; pero encuentra en el camino una terribleHada; pero encuentra en el camino una terribleHada; pero encuentra en el camino una terribleHada; pero encuentra en el camino una terribleserpiente y después queda preso en un cepo.serpiente y después queda preso en un cepo.serpiente y después queda preso en un cepo.serpiente y después queda preso en un cepo.

Figuraos la alegría de Pinocho al encontrarse en libertad. Sin

detenerse un momento salió corriendo de la ciudad, y tomó el camino

que debía conducirle a la casita del Hada.

Había llovido mucho, y el camino tenía una cuarta de fango.

Los pies de Pinocho se hundían en barro hasta el tobillo.

Pero el muñeco no hacía caso de esto. Con el deseo de volver al

lado de su padre y de su hermanita, la hermosa niña de los cabellos

azules, corría a saltos como un galgo, y las salpicaduras del barro le

llegaban hasta el gorro.

Mientras así corría, iba diciéndose:

—Pero, ¡cuántas desgracias me han ocurrido! ¡Y todo me lo

tengo merecido, porque soy un muñeco testarudo y travieso! ¡Siempre

quiero salirme con la mía, sin atender los consejos de los que me

quieren bien y tienen además mil veces más juicio y más experiencia

que yo! ¡Pero lo que es ahora sí que me propongo cambiar de vida y

ser un niño bueno y obediente! Ya estoy convencido de que los chicos

desobedientes acaban siempre mal. ¿Me estará esperando mi papá?

¿Estará en la casita con el Hada? ¡Pobrecillo! ¿Cuánto tiempo hace que

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no le veo y que no tengo ni siquiera el consuelo de darle un beso? ¿Y

mi preciosa hermanita? ¿Me habrá perdonado lo malo que he sido? ¡Y

pensar que le debo tantos favores, que me ha cuidado tan bien, y que

me salvó la vida!... ¡No; si es imposible que haya niño más ingrato y

descastado que yo!

Al terminar de decir esto se detuvo asustado y dio unos pasos

hacia atrás. ¿Qué había sucedido? Pues que había visto en medio del

camino una terrible serpiente de piel verde con los ojos de fuego y

cuya cola, dirigida hacia el cielo, echaba humo como una chimenea.

Imposible describir el terror que sintió el muñeco. Se alejó algo

más de medio kilómetro y se sentó sobre un montón de grava

esperando que la serpiente tuviera que marcharse a sus quehaceres o

tuviera que ir a algún recado y dejara libre el paso.

Esperó una hora, dos horas, tres horas; pero la serpiente, por lo

visto, vivía de sus rentas y no tenía nada que hacer en todo el día. El

caso es que continuaba allí, y Pinocho veía desde lejos el brillo de sus

ojos de fuego y el humo que salía de su cola.

Entonces Pinocho, creyendo que tendría valor suficiente, se

acercó hasta pocos pasos de distancia, saludó a la serpiente con una

ceremoniosa reverencia y con vocecita insinuante y afectuosa le dijo:

—Dispense usted, señora serpiente: "¿sería usted tan amable que

se apartara un poquitín para dejarme pasar?"

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¡Cómo si se lo hubiera dicho a un guardacantón! Pinocho

insistió con tono aún más amable:

—Usted me perdonará, señora serpiente, pero es que vuelvo a m

i casa, donde está esperándome mi papá, y ya ve usted... ¡hace tanto

tiempo que no le veo! ¿Me permite usted que pase?

La serpiente no sólo no contestó, sino que de pronto quedó

inmóvil casi rígida. Sus ojos se cerraron, y la cola cesó de echar humo.

—¡Uy! ¡Parece que se ha muerto! ¡Ole! ¡Ole¡— pensó Pinocho

contentísimo, y, restregándose las manos de alegría, fue a pasar por

encima de la serpiente. Pero aún no había terminado de levantar la

pierna, cuando la serpiente se irguió de pronto como un muelle que

salta.

Pinocho, aterrado, dio hacia atrás un salto tan rápido y violento,

que tropezó y dio una voltereta como en el circo, cayendo al suelo de

cabeza. Como Pinocho la tenía muy dura, y el camino tenía una

cuarta de fango, se quedó clavado en el suelo con los pies en el aire.

Al ver el muñeco en aquella postura tan ridícula, que daba

patadas a diestro y siniestro, como si le hubieran dado cuerda, la

serpiente empezó a reírse estrepitosamente, a carcajadas enormes.

Pero, ¡qué risa! Se ponía mala. En fin, a fuerza de reír, y reír, y reír, se le

reventó una vena del pecho, y entonces sí que quedó muerta de

verdad.

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Pinocho se incorporó con gran trabajo, y volvió a emprender la

carrera para llegar a la casa del Hada antes de que cayera la noche.

Pero por lo largo que iba siendo el camino, no podía ya resistir

los pinchazos que el hambre le daba en el estómago, y saltó a un

viñedo lindante para coger algunos racimos de uva moscatel.

¡Nunca lo hubiera hecho!

Apenas penetró en el viñedo, crac..., sintió que dos cortantes

aros de hierro le aprisionaban las piernas, haciéndole ver todas las

estrellas del cielo. El pobre muñeco había caído en un cepo colocado

allí por el dueño del campo con objeto de cazar alguna garduña o

cualquiera otra alimaña de las muchas que había y que eran el azote de

todos los gallineros del contorno.

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XXI.- XXI.- XXI.- XXI.- Cae Pinocho en poder de un labrador que le obliga aCae Pinocho en poder de un labrador que le obliga aCae Pinocho en poder de un labrador que le obliga aCae Pinocho en poder de un labrador que le obliga a

servir de perro para custodiar un gallinero. servir de perro para custodiar un gallinero. servir de perro para custodiar un gallinero. servir de perro para custodiar un gallinero.

¡Pobre muñeco! Empezó a llorar, a gritar y a lamentarse; pero

llantos y gritos eran inútiles, porque en todo el contorno no se veía

casa alguna, y por el camino no pasaba alma viviente.

Se hizo de noche. En parte por el daño grandísimo que le hacían

aquellos hierros, apretándole las piernas como unas tenazas y en parte

por el miedo fenomenal de estar solo y de noche en aquel campo, el

pobre Pinocho estaba a punto de caer desvanecido.

En esto vio pasar cerca de su cabeza una luciérnaga o gusano de

luz y le llamó diciéndole:

—¡Gusanito! ¡Precioso gusanito! ¿Quieres hacer la caridad de

librarme de este suplico?

—¡Pobre muchacho— exclamó la luciérnaga, acercándose

compasiva para mirarle—. ¿Por qué tienes las piernas entre esos hierros

tan cortantes?

Porque he entrado en este campo para coger un par de racimos

de uva moscatel...

—Pero, ¿esas uvas son tuyas?

—No.

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—¿Y quién te ha enseñado a tomar lo que no es tuyo?

—¡Tenía mucha hambre!

—¡Hijo mío, el tener hambre no es buena razón para apropiarse

de lo ajeno.

—¡Es verdad, es verdad!— exclamó Pinocho llorando—. ¡Pero

ya no lo haré mas!

En este momento fue interrumpido el diálogo por el ligerísimo

rumor de pasos que se acercaba. Era el dueño del campo, que, andando

de puntillas, venía a ver si había caído en el cepo alguna de aquellas

garduñas que le arrebataban los pollos durante la noche.

Grande fue su asombro cuando, al sacar una linterna que llevaba

debajo del capote, vio que en vez de una garduña había caído un

muchacho.

—¡Ah, ladronzuelo!— dijo el labrador encolerizado—.

¿Conque eres tú quien me roba las gallinas?

—¡Yo, no; yo, no!— gritó Pinocho sollozando—. ¡Yo he

entrado en el campo sólo para tomar dos racimos de uvas!

—El que roba uvas es capaz de robar también gallinas. ¡No

tengas cuidado! ¡Voy a darte una lección que no olvidarás en toda tu

vida!

Y abriendo el cepa, agarró al muchacho por el cuello y echó a

andar camino de su casa.

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Al llegar frente a la puerta le dejó caer en una era que había casi

a la entrada y dándole dos azotes, dijo:

—Ahora ya es muy tarde, y quiero acostarme: mañana te

ajustaré las cuentas. Mientras tanto, como hoy se ha muerto el perro

que me hacía la guardia de noche, voy a ponerte en su puesto. Me

servirás de perro guardián. Después de decir esto, le puso al cuello un

grueso collar de cuero, erizado de púas de hierro, y se lo apretó de

modo que no pudiera quitárselo por la cabeza. El collar estaba sujeto a

una larga cadena de hierro, ésta a la pared por el otro extremo.

—Si llueve esta noche— dijo el labrador—, puedes meterte en

esa caseta de madera: ahí está la paja que ha servido de cama a mi perro

durante cuatro años. ¡Ah! Procura estar bien alerta, y si vienen los

ladrones, ladra muy fuerte.

Hecha esta última advertencia, entró el labrador en su casa y

cerró la puerta con cerrojo, mientras que el desgraciado Pinocho, más

muerto que vivo, quedaba solo en la era, tiritando de frío, de hambre y

de miedo. De vez en cuando trataba rabiosamente de meter las manos

por entre aquel collar, que le apretaba horriblemente la garganta.

El pobre muñeco decía llorando:

—¡Me está muy bien, pero muy requetebién empleado! ¡He

querido hacer vida de perdido, vagabundo; he seguido los consejos de

las malas compañías; he sido un niño malo y desobediente, y por eso

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Dios me castiga! ¡Si hubiera sido un niño bueno y obediente, como lo

son otros muchachos; si me hubiera dedicado al estudio y al trabajo; si

hubiera permanecido en casa al lado de mi buen papá, no me vería

ahora como me veo en medio del campo, teniendo que servir de perro

de guarda a un labrador! ¡Oh, si se pudiera nacer otra vez! ¡Pero ya es

tarde, y no hay más remedio que tener paciencia!

Después de este pequeño desahogo, que realmente le salía del

corazón, se metió en la perrera, y muy poco después se quedó

dormido.

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XXII.- XXII.- XXII.- XXII.- Pinocho descubre a los ladrones, y Pinocho descubre a los ladrones, y Pinocho descubre a los ladrones, y Pinocho descubre a los ladrones, y

en recompensa de su fidelidad queda libre. en recompensa de su fidelidad queda libre. en recompensa de su fidelidad queda libre. en recompensa de su fidelidad queda libre.

Hacía ya cerca de dos horas que dormía profundamente, y debía

de ser poco más o menos la media noche, cuando le despertó un

rumor de voces extrañas que parecían venir de la era. Asomó la punta

de la nariz a la puerta de la perrera, y vio reunidos en conciliábulo

cuatro bichejos de pelaje oscuro, que semejaban gatos.

Pero no eran tales gatos; eran garduñas, animales carnívoros

muy aficionados a las uvas y a los pollos tiernos. Una de las garduñas

se separó de sus compañeras, y acercándose a la entrada de la perrera,

dijo:

—¡Buenas noches, Moro!

—¡Yo no me llamo Moro!— contestó el muñeco.

—¿Quién eres entonces?

—Soy Pinocho.

—¿Y qué haces aquí?

—Estoy haciendo de perro de guarda.

—¿Dónde está Moro? ¿Qué ha sido del perro que estaba en esta

caseta?

—Se ha muerto esta mañana.

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—¿Se ha muerto? ¡Pobre animal! ¡Tan bueno como era! Pero, a

juzgar por tu cara, tú también eres un perro simpático.

—Dispénsame: yo no soy perro.

—¿Pues, qué eres?

—Un muñeco.

—¿Y estás de perro de guarda?

—Desgraciadamente: es un castigo.

—Pues bien; voy, a proponerte el mismo pacto que tenía con el

difunto Moro, y te aseguro que quedarás contento.

—¿Cuál es ese pacto?

—Vendremos aquí una vez por semana, como antes hacíamos.

Entraremos en el gallinero y nos llevaremos ocho gallinas. De esas

ocho gallinas, siete serán para nosotras, la otra te la daremos a ti, con

la condición de que te hagas el dormido y no se te ocurra ladrar y

despertar al amo.

—¿Y Moro lo hacía así?

—¡Ya lo creo! Y siempre hemos estado en la mejor armonía.

Conque, así, pues, duerme ¿tranquilamente, y ten la seguridad de que

antes de marcharnos de aquí dejaremos en la perrera una gallina bien

pelada para que te la almuerces mañana. ¿Quedamos de acuerdo?

—¡Pero, hombre! ¡Pues ya lo creo! ¡Por completo!— respondió

Pinocho—. Y se quedó moviendo la cabeza con un aire un si es no es

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amenazador, como queriendo decir: "Dentro de poco os arreglarán las

cuentas!"

Cuando las cuatro garduñas creyeron que estaba todo arreglado,

desfilaron hacia el gallinero, que estaba junto a la perrera, y después de

abrir a puerta a fuerza de uñas y dientes la puerta de madera que

cerraba la entrada: penetraron silenciosamente una tras otra. Pero

apenas habían acabado de entrar, cuando sintieron que se cerraba la

puerta con gran violencia.

Había sido Pinocho, que no contento con cerrar la puerta, para

mayor seguridad puso por delante una gran piedra para sujetarla a

modo de puntal.

Después comenzó a ladrar ¡guau!, ¡guau!, ¡guau!, con toda la

fuerza que pudo, y con tanta propiedad, que parecía un perro

auténtico.

Al oír los ladridos saltó el labrador de la cama, tomó una

escopeta, y se asomó a la ventana preguntando:

—¿Qué ocurre?

—¡Que están aquí los ladrones!— respondió Pinocho.

—¿Dónde?

—¡En el gallinero!

—¡Bajo a escape!

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Y, efectivamente, en un momento bajó el labrador, entró en el

gallinero, y después de atrapar y meter en un saco las cuatro garduñas,

les dijo con acento de satisfacción:

—¡Por fin habéis caído en mis manos! Podría castigarlos si

quisiera; pero no soy vengativo. Me conformaré con llevarlos mañana

a casa del vecino posadero, para que os desuelle y os ponga estofadas

como si fuerais liebres. Es un honor que no merecéis; pero los

hombres generosos como yo no guardamos rencor por estas

menudencias.

Después se acercó a Pinocho, le hizo muchas caricias, y le

preguntó:

—¿Cómo te has arreglado para descubrir el complot de estas

cuatro ladronas? ¡Y pensar que Moro, mi fiel Moro, no pudo

conseguirlo!

El muñeco podía haber dicho todo lo que sabía: haber contado

el vergonzoso convenio que tenía el perro con las garduñas; pero,

acordándose de que el perro había muerto, se dijo en se interior: ¿Para

qué acusar a un difunto? Ya no se consigue nada, y es mas caritativo

no descubrir su infidelidad.

—¿Estabas despierto cuando llegaron las garduñas, o dormías?—

continuó preguntando el labriego.

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—Dormía— respondió Pinocho—; pero las garduñas me

despertaron con su conversación, y una de ellas vino hasta la caseta y

me dijo: "Si prometes no ladrar ni despertar al dueño, te regalaremos

una buena gallina bien desplumada". ¡Se habrá visto! ¡Tener la

desfachatez de hacerme a mí semejante proposición! Porque yo podré

ser un muñeco con todos los defectos del mundo, pero no soy capaz

de cometer un delito ni de hacerme igual a esa gentuza tan mala.

—¡Eres un buen muchacho!— dijo el labriego, dándole un

golpecito en el hombro—.

Esos sentimientos te honran; y para. probarte lo satisfecho que

estoy de ti, desde este momento quedas en libertad de volver a tu casa.

Y en seguida le quitó el collar del perro.

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XXIII.- XXIII.- XXIII.- XXIII.- Pinocho llora la muerte de la hermosa niña Pinocho llora la muerte de la hermosa niña Pinocho llora la muerte de la hermosa niña Pinocho llora la muerte de la hermosa niña de los cabellos azules; después encuentra de los cabellos azules; después encuentra de los cabellos azules; después encuentra de los cabellos azules; después encuentra

una paloma que los lleva a la orilla del mar, una paloma que los lleva a la orilla del mar, una paloma que los lleva a la orilla del mar, una paloma que los lleva a la orilla del mar, y ahí se arroja al agua para ir a salvar a su papá. y ahí se arroja al agua para ir a salvar a su papá. y ahí se arroja al agua para ir a salvar a su papá. y ahí se arroja al agua para ir a salvar a su papá.

Apenas se vio Pinocho libre de aquel collar ignominioso y

molestísimo, escapó a todo correr por el campo, y no paró un

momento hasta llegar al camino real que había de conducirle hasta la

casita del Hada.

Apenas llegó al camino, divisó a lo lejos el bosque donde, por su

desgracia, había encontrado a la zorra y al gato, y vio también entre

los demás árboles la elevada copa de aquella Encina grande, de la cual

había sido colgado por el cuello; pero, por más que miraba a uno y

otro lado, no pudo descubrir la casita de la hermosa niña de los

cabellos azules.

Sintió entonces una especie de triste presentimiento, y

apretando a correr con todas las fuerzas que sus piernas le permitían,

en pocos minutos llegó a la pradera donde antes se levantaba la casita

blanca. Pero la casita blanca ya no estaba allí. En su lugar había una

lápida de mármol con una cruz, y en la cual estaban escritas las

siguientes palabras:

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AQUÍ YACE

LA NIÑA DE CABELLOS AZULES,

QUE MURIÓ DE DOLOR

POR HABERLA ABANDONADO

SU HERMANITO PINOCHO.

R. I. P.

AMEN.

Podéis pensar cómo se quedaría el muñeco, después de haber

deletreado con mucho trabajo esta inscripción. Cayó al suelo de

bruces, y cubriendo de besos el mármol funerario, se echó a llorar

desconsolado. Así permaneció toda la noche, y a la mañana siguiente

seguía llorando, aunque ya sus ojos no tenían lágrimas que derramar.

Sus lamentos y gritos eran tan fuertes y estridentes, que el eco los

repetía en las colinas cercanas.

Y llorando decía:

—¡Oh, Hada preciosa! ¡Hermanita mía! ¿Por qué has muerto?

¿Por qué no me he muerto yo en tu lugar; yo, que soy tan malo,

mientras que tú eras tan buena! Y mi papa, ¿dónde estará? ¡Oh, Hada

preciosa! ¡Dime dónde podré encontrarle, porque ahora quiero estar a

su lado y no dejarle nunca, nunca, nunca! ¡Dime que no es verdad que

te has muerto! ¡Si es cierto que me quieres, si quieres mucho a tu

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hermanito, vuelve a mi lado como antes! ¿No te da pena verme solo,

abandonado de todos? ¡Si ahora vienen los ladrones me colgarán de

nuevo en la Encina grande, y esta vez moriré para siempre! ¿Qué va a

ser de mí, solo en el mundo? ¿Quién me dará de comer ahora, que te

he perdido a ti y a mi pobre papá? ¿Quién me dará una chaqueta

nueva? ¡Oh, cuánto mejor sería que yo también me muriese! ¡Si! ¡Yo

quiero morir! ¡Hi... hi... hi... !

Mientras se lamentaba de este modo, trataba algunas veces de

arrancarse los cabellos; pero como eran de madera, ni siquiera tenía el

consuelo de despeinarse en desahogo de su desesperación.

En aquel instante pasó volando una paloma muy grande, que

deteniéndose en el aire con las alas extendidas, gritó desde una gran

altura:

—Dime, muchacho: ¿qué haces ahí, en el suelo?

—Ya lo ves: estoy llorando!— dijo Pinocho alzando la cabeza

hacia aquella voz y secándose los ojos con la manga de la chaqueta.

—Y dime ahora— continuó preguntando la paloma—: no

conoces por casualidad entre tus compañeros a un muñeco que se

llama Pinocho?

—¿Pinocho? ¿Has dicho Pinocho?— repitió el muñeco,

poniéndose instantáneamente de pie—. ¡Yo soy Pinocho!

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Al oír la paloma esta respuesta se dejó caer velozmente y vino a

posarse en tierra.

Era más grande que un pavo.

—Entonces, conocerás también a Gepeto.

—¡Qué si le conozco! ¡Pues si es mi papá! ¿Te ha hablado de mí?

¿Vas a llevarme adonde esté? ¿Vive todavía? ¡Contéstame, por caridad!

¿Vive?

—Hace tres días que le dejé en la playa, orilla del mar.

—¿Qué hacía?

—Estaba construyendo una barquilla para atravesar el Océano.

Hace más de cuatro meses que el pobre viejo anda errante por el

mundo en busca tuyo; y como no ha podido encontrarte todavía, se le

ha metido entre ceja y ceja ir a buscarte a los lejanos países del Nuevo

Mundo.

—¿Cuánto hay desde aquí hasta esa playa?

—Más de mil kilómetros.

—¡Mil kilómetros! ¡Oh, linda paloma! ¡Qué felicidad tan grande

si yo tuviera unas alas: como las tuyas!

—Si quieres venir, yo te llevaré.

—¿Cómo?

—A caballo sobre mí. ¿Pesas mucho? —¿Pesar mucho? ¡Quita

allá! ¡Soy ligero como una pluma!

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Y sin decir más, saltó Pinocho sobre la paloma, y poniendo una

pierna a cada lado, como los jinetes en los caballos, gritó lleno de

alegría:

—¡Galopa, caballito, galopa! ¡Tengo ganas de llegar pronto!

Levantó el vuelo la paloma, y a los pocos minutos, había subido

tanto, que casi tocaban las nubes. Al llegar a tan extraordinaria altura,

el muñeco tuvo la curiosidad de mirar hacia abajo y asomó la cabeza;

pero sintió tal miedo y tal vértigo, que para no caer tuvo que agarrarse

con ambos brazos al cuello de su caballito de plumas.

Volaron durante todo el día, y al caer la noche dijo la paloma:

—¡Tengo mucha sed!

—¡Y yo mucha hambre! —agregó Pinocho.

—Vamos a detenernos unos minutos en ese palomar, y después

nos pondremos de nuevo en viaje, para estar al amanecer en la playa

del mar.

Entraron en un palomar que estaba desierto, y en el cual

encontraron, por fortuna, una cazuela con agua y un cestito lleno de

algarrobas.

En toda su vida había podido Pinocho comer algarrobas. Según

decía él, le causaban náuseas, le revolvían el estómago. Pero aquella

noche comió hasta que no pudo más, y cuando casi había dado fin de

ellas, se volvió hacia la paloma, diciendo:

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—¡No lo hubiera creído nunca que las algarrobas fuesen tan

ricas!

—Hay que convencerse, muchacho— replicó la paloma—, de

que cuando el hambre dice "¡aquí estoy!", y no hay otra cosa que

comer, hasta las algarrobas resultan exquisitas. La verdadera hambre no

tiene caprichos ni preferencias.

Después de terminada esta ligera colación se pusieron de nuevo

en viaje, y ¡a volar!

A la mañana siguiente llegaron a la playa.

La paloma dejó en tierra a Pinocho, y llevando su desinterés

hasta no esperar ni a que Pinocho le diera las gracias, echó a volar

rápidamente y desapareció.

La playa estaba llena de gente, que gritaba y gesticulaba mirando

hacia el mar.

—¿Qué es lo que sucede?— preguntó Pinocho a una viejecita.

—Sucede que un pobre padre que ha perdido a su hijo se ha

metido en una barquilla para ir al otro lado del mar en busca suya;

pero hoy está tan malo el mar, que la barquilla acabará por irse a pique.

—¿Dónde está la barquilla?

—Mírala allí lejos, frente a mi dedo —dijo la vieja, señalando

una barquita en el mar, que vista desde aquella distancia parecía una

cáscara de nuez que llevaba. dentro un hombre muy pequeñito.

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Siguió Pinocho con los ojos la dirección indicada, y después de

mirar atentamente lanzó un agudísimo grito, diciendo:

—¡Ese es mi papá! ¡Es mi papá!

Mientras tanto la barquilla era presa del furioso temporal, y tan

pronto desaparecía tras una enorme ola como volvía a flotar. Pinocho,

de pie en la cima de una roca más elevada que las demás, no cesaba de

llamar a su papá y de hacerle señas con los brazos, con el pañuelo y

hasta con el gorro.

Pareció que Gepeto, por su parte, a pesar de estar tan lejos de la

orilla, reconoció a su hijo, porque levantó su gorro al aire saludando, y

a fuerza de señas dio a comprender que hubiera deseado volver a la

playa, pero que el mar estaba tan alborotado, que no le permitía hacer

uso de los remos para acercarse a tierra.

De pronto vino una terrible ola que hizo desaparecer la barca.

Esperaron que volviese a flote, pero no se la vio más.

—¡Pobre hombre!— dijeron entonces los pescadores que se

hallaban reunidos en la playa: y se marchaban tristemente hacia sus

casas, cuando oyeron un grito desesperado y al volver la cabeza vieron

un muchacho que se arrojaba al mar desde lo alto de una roca,

gritando:

—¡Quiero salvar a mi papá!

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Como Pinocho era de madera, flotaba fácilmente y nadaba

como un pez.

Tan pronto se le veía desaparecer bajo el agua, impulsado por la

fuerza de las olas, como reaparecía nuevamente con un brazo o una

pierna fuera, siempre alejándose de la playa, hasta que por último se

perdió de vista.

—¡Pobre muchacho!— dijeron entonces los pescadores que se

hallaban en la playa; y volvieron a sus casas tristemente.

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XXIV XXIV XXIV XXIV Arriba Pinocho a la "Isla de las Abejas Arriba Pinocho a la "Isla de las Abejas Arriba Pinocho a la "Isla de las Abejas Arriba Pinocho a la "Isla de las Abejas industriosas" y encuentra al Hada. industriosas" y encuentra al Hada. industriosas" y encuentra al Hada. industriosas" y encuentra al Hada.

Animado Pinocho por la esperanza de llegar a tiempo para salvar

a su pobre papa, estuvo nadando sin cesar todo el día hasta que se le

hizo de noche.

¡Y qué noche tan terrible fue! Diluvió, granizó, tronó, y eran

tales los relámpagos, que parecía de día.

Al amanecer vio a larga distancia una mancha de tierra. Era una

isla en medio del mar.

Entonces encaminó todos sus esfuerzos para arribar a aquella

playa, pero inútilmente; las olas se precipitaban una tras otra y le

arrastraban como si fuera una paja. ¡Al fin, por fortuna suya, vino una

ola enorme, que le lanzó con gran fuerza, haciéndole caer sobre la

arena de la playa.

Fue el golpe tan fuerte, que al caer en tierra le crujieron todas las

costillas y coyunturas; pero se consoló en el acto diciendo:

—¡También esta vez me he escapado de buena!

Entretanto, poco a poco fue serenándose el cielo apareció el sol

en todo su esplendor, y el mar quedó tranquilo como una balsa de

aceite. Entonces el muñeco extendió al sol su traje para que se secara, y

empezó a mirar si se veía por toda la inmensa sabana de agua alguna

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barquilla. Pero no pudo ver otra cosa que cielo, mar y alguna que otra

vela de barco; pero lejos...

—Sepamos, cuando menos, como se llama esta isla— se dijo

después—. Sepamos si está habitada por buena gente; es decir, por

gente que no tenga el vicio de colgar de los árboles a los niños. Pero ¿a

quién voy a preguntárselo, si no hay nadie? La idea de encontrarse

solo, completamente solo en aquel país deshabitado, le produjo tal

melancolía, que sintió ganas de llorar; pero en aquel momento vio

pasar cerca de la orilla un pez muy grande, que nadaba tranquilamente,

llevando fuera del agua casi toda la cabeza.

No sabiendo cómo llamarle por su nombre, el muñeco gritó

con toda la fuerza de sus pulmones, para hacerse oír mejor:

—¡Eh, señor pez! ¿Quiere usted escucharme un minuto?

—¡Y aunque sean dos! —contestó el pez, que era un delfín muy

cortés y educado, como hay pocos en esos mares del mundo.

—¿Haría usted el favor de decirme si en esta isla hay algún país

donde se pueda comer sin peligro de ser comido?

—Puedes estar tranquilo— respondió el delfín—. Cerca de aquí

encontrarás uno.

—¿Y que camino debo tomar para llegar hasta ese país?

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—Tienes que tomar ese sendero que hay a mano izquierda y

seguir siempre adelante, en dirección de tu nariz. No tiene pérdida.

—Dígame usted otra cosa. Usted que se pasea día y noche por el

mar, ¿no ha encontrado por casualidad una barquita muy pequeña, en

la cual iba mi papá?

—¿Y quién es tu papá?

—Es el mejor papá del mundo, así como yo soy el hijo más

malo que se puede dar.

—Con la borrasca de esta noche— respondió el delfín—,

seguramente habrá naufragado la barca.

—¿Y mi papá?

—A estas horas se lo habrá tragado el terrible tiburón marino

que desde hace unos días ha traído el exterminio y la desolación a estas

aguas.

—¿Es muy grande ese tiburón?— preguntó Pinocho, que ya

empezaba a temblar de miedo.

—¿Que si es grande?— replicó el delfín—. Para que puedas

formarte una idea, te diré que es más grande que una casa de cinco

pisos, y con una bocaza tan ancha y tan profunda, que por ella podría

fácilmente entrar un tren, con máquina y todo.

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—¡Qué horror!— gritó asustadísimo el muñeco; y entrándole

de pronto gran prisa por marcharse, se quitó el sombrero y haciendo

una cumplida reverencia dijo al delfín:

—¡Hasta la vista, señor pez; mil perdones por la molestia, y

muchísimas gracias por su amabilidad y cortesía!

Dicho esto tomó por el sendero que el delfín le había indicado y

empezó a caminar con paso ligero; tan ligero, que más que andar

corría como un galgo. Apenas sentía el más ligero rumor, volvía la

cabeza para mirar hacia atrás, con temor de que le siguiera aquel

terrible tiburón, grande como una casa de cinco pisos y con una

bocaza capaz de tragarse un tren entero, con máquina y todo.

Después de haber andado más de media hora llegó a un país que

se llamaba el País de las Abejas Industriosas. El camino hormigueaba

de personas que corrían de un lado a otro, afanosamente, para cumplir

sus obligaciones: todos trabajaban, todos tenían siempre algo que

hacer. Ni con candil se podía encontrar un ocioso ni un vago.

—¡Malo!— se dijo el desvergonzado de Pinocho—. ¡Este país

no se ha hecho para mí! ¡Yo no he nacido para trabajar!

Entretanto el hambre empezaba a atormentarle, porque había

pasado más de veinticuatro horas sin probar bocado; ni siquiera unas

pocas algarrobas. ¿Qué hacer?

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Para poder desayunarme no había más que dos medios; pedir

trabajo o pedir limosna; una perra chica o un poco de pan.

Pedir limosna le daba vergüenza, porque su padre le había dicho

siempre que sólo tienen derecho a pedir limosna los viejos y los

inútiles o enfermos. Los verdaderos pobres que merecen compasión y

socorro, sólo son los que por motivo de edad o de salud se encuentran

imposibilitados para ganar el pan con el sudor de su rostro.

Todos los demás están obligados a trabajar de una o de otra

manera, y si no trabajan y tienen hambre, es por culpa suya.

En aquel momento pasaba por el camino un hombre fatigado y

sudoroso, que arrastraba él solo dos carretas cargadas de carbón.

Le pareció a Pinocho que aquel hombre tenía cara de ser muy

bueno, y acercándose a él, le dijo:

—¿Quiere usted darme por caridad una perra chica? Porque me

estoy muriendo de hambre.

—No sólo una perra chica— respondió el carbonero—; te daré

cuatro, si me ayudas a llevar hasta mi casa estas dos carretas de carbón.

—¡De ningún modo!— respondió el muñeco, ofendido—. ¡Yo

no sirvo para hacer de burro; yo no he tirado nunca de una carreta!

—Mejor para ti— respondió el carbonero—. Pues, entonces,

hijo mío, si tienes hambre, cómete una buena ración de tu orgullo, y

ten cuidado de no coger una indigestión.

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Pocos minutos después pasó por el camino un albañil que

llevaba al hombro un cesto de cal.

—Buen hombre, tendría usted la caridad de dar una perra chica a

un pobre muchacho que se muere de hambre.

— Con mucho gusto— respondió el albañil—. Vente conmigo,

ayúdame a llevar la cal, y en vez de una perra chica te daré cinco.

—Pero la cal pesa mucho, y yo no quiero fatigarme— replicó

Pinocho.

—Pues si no quieres fatigarte, cómete los codos, y que te haga

buen provecho, hijo mío.

En menos de media hora pasaron otras veinte personas, y a

todas les pidió limosna Pinocho; pero respondieron:

—¿No te da vergüenza? ¡En vez de hacer el vago por el camino,

valía más que buscaras algún trabajo para ganarte el pan!

Por último, pasó una mujercita que llevaba dos cántaros de

agua.

—¿Haría usted el favor de dejarme beber un sorbo de agua en el

cántaro?— le dijo Pinocho, que estaba abrasado por la sed.

—Bebe lo que quieras, hijo mío— dijo la mujercita poniendo

los cántaros en tierra.

Cuando Pinocho hubo bebido como una esponja, balbuceó,

pasándose el dorso de la mano por los labios:

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—¡Ya me he quitado la sed! ¿Quién pudiera hacer lo mismo con

el hambre?

Al oír estas palabras, la buena mujercita le dijo en el acto:

—Si me ayudas a llevar a mi casa uno de estos cántaros, te daré

un buen pedazo de pan.

Pinocho miró el cántaro, pero no respondió.

Y además del pan te daré un buen plato de coliflor con aceite y

vinagre —añadió la buena mujer.

Pinocho echó otra mirada al cántaro, pero tampoco contestó.

—Y después de la coliflor te daré un pastel relleno de crema.

Al oír tan seductora proposición ya no pudo resistir Pinocho su

glotonería, y dijo con ánimo resuelto:

—¡Paciencia! ¡Llevaré el cántaro hasta la casa!

Como el cántaro era muy pesado para llevarlo al brazo, se

resignó Pinocho a ponérselo en la cabeza.

Cuando llegaron a la casa, la buena mujer hizo sentar a Pinocho

ante una mesita cubierta con un mantel muy limpio, y colocó en ella

el pan, la coliflor ya condimentada y el pastel de crema.

Pinocho no comió, sino que devoró; su estómago parecía un

cuarto vacío y deshabitado desde hacía cinco meses.

Cuando ya había calmado la rabiosa hambre que le mordía el

estómago, levantó la cabeza para dar las gracias a su bienhechora, pero

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apenas la hubo mirado, se quedó estupefacto, con los ojos

extraordinariamente abiertos, el tenedor en el aire y la boca llena de

pan y coliflor.

—¿Qué te sucede?— dijo sonriendo la buena mujer.

—¡Es que...— contestó Pinocho balbuceando—; es que... me

parece que estoy soñando! ¡Usted me recuerda...! ¡Sí, sí; la misma voz...

los mismos ojos... los mismo cabellos! ¡Sí, sí...; también usted tiene el

pelo azul turquesa como ella! ¡Oh, Hada preciosa! ¡Oh, hermana mía!

¡Dime que eres tú, tú misma! ¡No me hagas llorar más! ¡Si supieras

cuanto he llorado y cuánto he sufrido!

Y al decir esto lloraba Pinocho desconsoladamente, y puesto de

rodillas abrazaba a la misteriosa mujercita.

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XXV.- XXV.- XXV.- XXV.- Pinocho promete al Hada ser bueno y estudiar. Pinocho promete al Hada ser bueno y estudiar. Pinocho promete al Hada ser bueno y estudiar. Pinocho promete al Hada ser bueno y estudiar.

Al principio la mujercita negaba que fuese el Hada de los

cabellos azules; pero después, viéndose descubierta y no queriendo

continuar más tiempo la comedia, terminó por darse a conocer, y dijo

a Pinocho:

—¡Bribón de muñeco! ¿Cómo has podido acertar que era yo?

—¡Es por lo mucho que te quiero!

—¿Te acordabas de mí? Me dejaste siendo niña, y ahora me

encuentras hecha una mujer; tanto, que pudiera servirte de mamá.

—Y yo me alegro mucho, porque en vez de hermanita te

llamaré mamá. ¡Hace tanto tiempo que deseaba tener una mamá

como los demás niños!

—La tendrás si sabes merecerlo.

—¿De veras? ¿Qué puedo hacer para merecerlo?

Una cosa facilísima: acostumbrarte a ser un niño bueno.

—¿Es que no lo soy?

—No, no lo eres. Los niños buenos son obedientes; pero tú...

—Yo no obedezco nunca.

—Los muchachos buenos tienen amor al estudio y al trabajo;

pero tú...

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—Yo, en cambio, estoy todo el año hecho un holgazán y un

vagabundo.

—Los niños buenos dicen siempre la verdad.

—Y yo digo mentiras.

—Los niños buenos van con gusto a la escuela.

—Y a mí la escuela me da dolor de cabeza. Pero de hoy en

adelante quiero cambiar de vida.

—¿Me lo prometes de verdad?

—¡Lo prometo! Quiero ser muy bueno y quiero ser el consuelo

de mi papá ¿Donde estará a estas horas mi pobre papá?

—No lo se.

—¿Tendré aún la suerte de volver a verle y de abrazarle?

—Creo que sí, pero no estoy segura.

Tal contento causó a Pinocho esta respuesta, que tomó las

manos del Hada y comenzó a besarla entusiasmado. Después levantó la

cabeza, y mirándola cariñosamente preguntó:

—Dime, mamita: ¿verdad que no te habías muerto?

—Por lo visto...— respondió el Hada sonriendo.

—¡Si supieras qué dolor tan grande sentí al leer: "Aquí yace..."!

—Ya lo sé, y por eso te he perdonado. La sinceridad de tu dolor

me hizo conocer que tenías buen corazón, y cuando un niño tiene

buen corazón se puede esperar algo de él, aunque sea un poco travieso

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y revoltoso; es decir, se puede esperar que vuelva al buen camino. Por

eso he venido a buscarte hasta aquí. Yo seré tu mamá...

—¡Oh, qué bien!— gritó Pinocho saltando de alegría.

—Tú me obedecerás, y harás siempre lo que te diga.

—¡Todo, todo, todo y muy contento!

—Desde mañana irás a la escuela— continuó el Hada.

Pinocho se puso un poco menos alegre.

—Después escogerás el oficio que te parezca.

Pinocho se puso serio.

—¿Qué murmuras entre dientes?— preguntó el Hada con

acento de disgusto.

—Decía... —balbuceó el muñeco a media voz— que ahora ya

me parece algo tarde para ir a la escuela.

No, señor. Para instruirse y aprender, nunca es tarde.

—Pero yo no quiero aprender ningún oficio.

—¿Por qué?

—Porque el trabajo me cansa mucho.

—Hijo mío— dijo el Hada—, los que piensan de ese modo

acaban siempre en la cárcel o en el hospital. Todo hombre, nazca

pobre o nazca rico, está obligado en este mundo a hacer algo, a tener

una ocupación, a trabajar. ¡Ay del que se deje dominar por la pereza!

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La pereza es una enfermedad muy grave y muy fea, y hay que curarla

siendo niño, porque cuando se llega a ser mayor ya no tiene cura.

Estas palabras causaron gran impresión en Pinocho, que

levantando vivamente la cabeza, dijo al Hada:

—Yo estudiaré, trabajaré y haré todo lo que me digas, porque te

quiero mucho, y porque tú tienes que ser siempre mi mamá.

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XXVI.-XXVI.-XXVI.-XXVI.- Pinocho va con sus compañeros de escuela Pinocho va con sus compañeros de escuela Pinocho va con sus compañeros de escuela Pinocho va con sus compañeros de escuela a la orilla del mar para ver al terrible tiburón. a la orilla del mar para ver al terrible tiburón. a la orilla del mar para ver al terrible tiburón. a la orilla del mar para ver al terrible tiburón.

Al día siguiente fue Pinocho a la escuela.

¡Figuraos lo que ocurriría entre aquella caterva de muchachos

traviesos al ver que entraba en la escuela un muñeco! Aquello fue una

de risotadas que no tenía fin. Uno le hacía una mueca, otro le tiraba

por detrás de la chaqueta, otro le hacía caer el gorro de la mano,

alguno intentó pintarle con tinta unos bigotes, y no faltó quien

quisiera atarle hilos a los pies y a las manos para hacerle bailar.

Al principio Pinocho tuvo paciencia; pero cuando ésta se le iba

ya acabando, se encaró con los más atrevidos y les dijo con cara de

pocos amigos.

—¡Mucho cuidado conmigo! ¡Yo no he venido aquí para

divertir a nadie! Yo respeto a los demás, y quiero a mi vez ser

respetado.

—¡Bravo, Tonino; has hablado como un libro!— gritaron

aquellos monigotes, aumentando su algazara, y uno de ellos, más

impertinente y atrevido que los demás, trato de agarrar al muñeco por

la punta de la nariz.

Pero no tuvo tiempo, porque Pinocho levantó la pierna y le dio

un puntapié en la espinilla.

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—¡Ay! ¡Qué pie más duro!— gritó el muchacho, rascándose la

parte dolorida.

—¡Y qué brazo! ¡Aún más duro que los pies!— dijo otro que se

había ganado un codazo en el estómago por haber querido dar a

Pinocho otra broma desagradable.

Aquel puntapié y aquel codazo, dados tan a tiempo, hicieron

adquirir a Pinocho la estimación y la simpatía de todos los muchachos

de la escuela; todos ellos quisieron ser amigos suyos, y le hicieron mil

protestas de afecto.

El maestro también se mostró satisfecho, porque le veía atento,

estudioso, inteligente, siempre el primero para entrar en la escuela, y el

último para ponerse en pie cuando había terminado la hora.

El único defecto que tenía era frecuentar demasiado la compañía

de los muchachos más traviesos y menos estudiosos.

El maestro se lo advertía todos los días, y tampoco el Hada se

cansaba de repetirle:

—¡Ten mucho cuidado, Pinocho! Tarde o temprano, esos malos

compañeros acabarán por hacerte perder la afición al estudio, y acaso

también por atraerte alguna desgracia grande.

—¡No hay cuidado!— respondió— muñeco encogiéndose de

hombros y tocándose la frente con el dedo índice, como queriendo

decir:

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—"Soy yo más listo de lo que parece".

Pues, señor, que un día iba Pinocho a la escuela y se encontró

con unos cuantos compañeros que se acercaron a él y le dijeron:

—¿Sabes la gran noticia?

—Pues que ha venido a este mar un tiburón grande como una

montaña.

—¿De veras? Quizás sea el mismo de cuando se ahogó mi pobre

papá.

—Nosotros vamos a la playa para verle. ¿Quieres venir?

— Yo, no; quiero ir a la escuela.

—¿Qué te importa la escuela? Iremos mañana. Por una lección

más o menos no hemos de ser menos burros.

—¿Y qué dirá el maestro?

—¡Déjale que diga! ¡Para eso le pagan: para estar riñendo todo el

día!

—¿Y mamá?

—Las mamás no saben nunca nada— respondieron aquellos

pilletes.

—¿Sabéis lo que voy a hacer?— dijo Pinocho—: Por ciertas

razones que vosotros no sabéis, quiero ver el tiburón; pero iré después

de salir de la escuela.

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—¡Valiente tonto!— repuso uno de los del grupo—. ¡Se creerá,

sin duda, que un pez de ese tamaño va a esperarle para que lo vea a la

hora que quiera? En cuanto se aburra de estar en este mar, se marchará

a otro, y si te he visto no me acuerdo.

—¿Cuánto se tarda en llegar a la playa?— preguntó el muñeco.

—En una hora podemos ir y volver.

—¡Pues vamos allá, y a ver quien corre más!— gritó Pinocho.

Y dicho esto, aquellos monigotes, con los libros bajo el brazo,

echaron a correr a través de los campos. Pinocho iba siempre delante

de todos: parecía tener alas en los pies.

De cuando en cuando volvía la cabeza para mirar hacia atrás, y

se, burlaba de sus compañeros, retrasados a una buena distancia. Al

verlos jadeantes, fatigados, cubiertos de polvo y con una cuarta de

lengua fuera, se reía con toda el alma. ¡El infeliz no podía presumir en

aquel momento que aquella carrera le llevaba al encuentro de nuevas

calamidades!

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XXVII.- XXVII.- XXVII.- XXVII.- Gran pelea entre Pinocho y sus compañeros. Gran pelea entre Pinocho y sus compañeros. Gran pelea entre Pinocho y sus compañeros. Gran pelea entre Pinocho y sus compañeros. Uno de estos cae herido, y Pinocho es preso Uno de estos cae herido, y Pinocho es preso Uno de estos cae herido, y Pinocho es preso Uno de estos cae herido, y Pinocho es preso

por la guardia civil. por la guardia civil. por la guardia civil. por la guardia civil.

Apenas llegaron a la playa, comenzó Pinocho a mirar

ansiosamente por toda la extensión del mar, pero no vio ningún

tiburón.

El agua estaba tan tranquila y clara, que parecía un inmenso

espejo.

—¿Dónde está el tiburón?— preguntó el muñeco, dirigiéndose

a sus compañeros.

—Se habrá ido a merendar— dijo uno de ellos riendo.

—O se habrá metido en la cama para dormir la siesta— agregó

otro, riendo aún más fuerte.

Pinocho comprendió que sus compañeros, para burlarse de él,

habían inventado la historia del tiburón. Y al verse engañado, se

enfadó mucho, y les dijo con acento de amenaza:

—Y ahora, ¿queréis decirme qué habéis ganado con esta broma

tan tonta?

—¡Ya lo creo que hemos ganado!— respondieron a coro

aquellos pilletes—. Hacerte perder la clase.

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—¿No te da vergüenza de ser siempre tan puntual y de saberte

todos los días las lecciones? ¿No te da vergüenza de tanto romperte la

cabeza estudiando?

—Y eso, ¿qué os importa a vosotros?

—Nos importa mucho, porque por tu culpa hacemos mal papel

en la escuela.

—¿Por qué?

—Porque los muchachos que estudian dejan en mal lugar a los

que no quieren estudiar, como nos pasa a nosotros. Y no queremos

que nadie se luzca a costa nuestra. ¡Entiendes! ¡También nosotros

tenemos nuestro amor propio!

—Bueno. ¿Y qué es, entonces, lo que debo hacer para tenerlos

contentos!

—Hacer que te fastidien, como a nosotros, la escuela, los libros

y el maestro, que son nuestros tres mayores enemigos.

—¿Y si yo quisiera seguir estudiando?

—No te miraríamos más a la cara, y en la primera ocasión que

se presentase nos la pagarías.

—¡La verdad es que casi me dais risa!— dijo el muñeco

rascándose la cabeza.

—¡Eh, Pinocho!— gritó entonces el mayor de aquellos

muchachos mirándole fijamente a la cara—. ¡No vengas aquí a

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pintarla de valiente! ¡No quieras hacerte el gallito, porque si tú no

tienes miedo de nosotros, tampoco nosotros lo tenemos de ti! ¡Ten

presente que tú estas solo, y que nosotros somos siete!

—¡Siete como los pecados capitales!— dijo Pinocho soltando

una carcajada.

—¿Habéis visto? ¡Nos ha insultado a todos! ¡Nos ha llamado

pecados capitales!

—¡Pinocho, ten cuidado con lo que dices, porque si no...!

—¡Uy, qué miedo!— contestó el muñeco, sacándoles la lengua

y haciéndoles burla.

—¡Pinocho, que vamos a acabar mal!

—¡Uy, qué miedo!

—¡Que vas a volver a casa con la nariz rota!

—¡Uy, qué miedo!

—¡Sí! ¡Ahora vas a ver!— grito el más atrevido, dándole un

coscorrón en la cabeza—.

Toma este capón, para que cenes esta noche.

Como es de suponer, la respuesta no se hizo esperar: el muñeco

contestó en el acto con otro coscorrón, y desde este momento el

combate se hizo general y encarnizado.

Aunque Pinocho estaba solo, se defendía como un héroe. Sus

duros pies de madera trabajaban de tal manera, que sus enemigos se

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mantenían a respetuosa distancia. Allí donde uno de sus pies

conseguía alcanzar, dejaba un cardenal para recuerdo.

Cuando los siete muchachos se convencieron de que cuerpo a

cuerpo no podían meter mano al muñeco, echaron mano de los

proyectiles, y soltando las correas con que llevaban sujetos los libros,

empezaron a apedrearle con ellos.

Pero Pinocho, que era listo y ágil, esquivaba los golpes dando

saltos, y los libros, uno a uno, fueron cayendo al mar sin que ninguno

le tocara.

¡Figuraos la revolución que se armó entre los peces! Creyendo

que los libros eran cosa de comer, iban disparados a cogerlos; pero

apenas daban un bocado se apresuraban a escupir el papel, haciendo

una rueda, como si dijeran: "¡Uf! ¡Qué malo está esto! Mi cocinera

guisa mucho mejor".

Entretanto el combate seguía siempre encarnizado; cuando he

aquí que un cangrejo muy grande que había salido del agua y que

andaba perezosamente por la playa, dijo con voz atiplada:

—¡Basta ya, locos, que no se os puede llamar de otro modo!

Juego de manos, son juegos de villanos. Estoy viendo que os vais a

hacer daño. ¡Esas peleas suelen terminar con una desgracia!

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¡Predicar en desierto! El bueno del cangrejo pudo muy bien

ahorrarse saliva. En vez de hacerle caso, el diablejo de Pinocho se

volvió, y mirándole con ojos de cólera, le dijo ásperamente:

—¡Cállate, mamarracho! ¡Vaya una voz ridícula! Más te valdría

tomar unas pastillas para curarte la garganta. ¡Anda, anda, vete a la

cama y procura sudar el resfriado!

Los otros muchachos habían ya dado fin de sus libros; pero en

aquel momento vieron el cartapacio de Pinocho y se apresuraron a

cogerlo.

Entre sus libros había uno encuadernado con cartón grueso y

con el lomo y las puntas de pergamino. Era un Tratado de Aritmética.

Podéis imaginar lo pesado que sería!

Uno de los muchachos se apoderó del libro, y apuntando a la

cabeza de Pinocho, lo lanzó con toda la fuerza que pudo; pero en vez

de dar al muñeco, fue a estrellase en la cabeza de otro de los

muchachos, que se quedó blanco como la cera y cayó en la arena,

diciendo:

—¡Madre mía! ¡Yo me... muero!

A la vista del presunto cadáver echaron a correr los asustados

muchachos, y pocos instantes después habían desaparecido.

Pinocho no escapó; a pesar de que el dolor y el espanto le tenían

más muerto que vivo, fue a mojar su pañuelo en el agua del mar, y

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empezó a humedecer las sienes que su desgraciado compañero de

escuela. Y en tanto que realizaba esta operación, llorando

desesperadamente, llamaba al muerto por su nombre, y decía:

—¡Paco! ¡Paquito! ¡abre los ojos y mírame! ¿Por qué no

respondes? ¿No me oyes? No he sido yo, ¡sabes!, el que te ha hecho

daño, ¿sabes? ¡Créeme: de verdad que no he sido yo! ¡Abre los ojos,

Paquito! ¡Si los tienes así cerrados, harás que yo también me muera!

¡Oh, Dios mío! ¿Cómo podré volver ahora a mi casa? ¿Con qué cara me

presentaré a mi mamá? ¿Qué va a ser de mí? ¿Dónde podré

esconderme? ¡Cuanto mejor hubiera sido ir a la escuela! ¿Por qué

habré hecho caso de esos compañeros, que son mi perdición! Bien me

lo había advertido el maestro, y también mi mamá, que me repetía:

¡Guárdate de las malas compañías! Pero yo soy un testarudo y un

desobediente, que oigo como quien oye llover todos los consejos, y

hago siempre mi voluntad, sin tener presente que después tengo que

pagar las consecuencias! ¡Por eso, y sólo por eso, no he tenido aún

una hora de tranquilidad desde que estoy en el mundo! ¡Dios mío!

¿Qué va a ser de mí?

Y Pinocho continuaba llorando, lamentándose y llamando al

pobre Paquito, cuando sintió de pronto ruido de pasos que se

acercaban.

Volvió la cabeza, y vio una pareja de la guardia civil.

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—¿Qué haces ahí en el suelo?— preguntó uno de los guardias.

—Estoy auxiliando a este compañero de escuela. ¿Se ha puesto

malo?

—Parece que sí.

—¡Qué malo ni qué ocho cuartos!— dijo el otro guardia, que

se había inclinado y miraba a Paco atentamente—. Lo que tiene este

muchacho es que le han herido en la sien ¿Quién ha sido?

—¡Yo no he sido!— balbuceó el muñeco, que se quedó, como

suele decirse, sin gota de sangre en el cuerpo.

—Pues si no has sido tú, entonces, ¿quién le ha herido?

—¡Yo, no!— repitió Pinocho.

—¿Con qué ha sido herido?

—Con este libro— dijo el muñeco, recogiendo del suelo y

mostrando a los guardias aquel Tratado de Aritmética, encuadernado

en cartón y pergamino.

—¿De quién es este libro?

—Mío.

—¡Basta ya; no necesitamos saber más! Ponte en pie y ven con

nosotros.

—¡Pero si yo...!

—¡Ven con nosotros!

—¡Pero si soy inocente!

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—¡Bueno, bueno; ven con nosotros, y a callar!

Antes de marchar, llamaron los guardias a unos pescadores que

en aquel momento pasaban en su barca cerca de la orilla, y les dijeron:

—Aquí os dejamos este muchacho, que ha sido herido en la

cabeza, para que le llevéis a vuestra casa y le cuidéis. Mañana

vendremos por aquí para verle.

Después se volvieron hacia Pinocho, y, poniéndole en medio, le

dijeron con voz áspera:

—¡En marcha, y aprieta el paso! ¡Si no, te haremos andar de otra

manera!

No se lo hizo repetir el muñeco, y empezó a caminar por el

sendero que conducía a la población; pero el pobre diablo no sabía en

qué mundo se encontraba. Creía soñar. ¡Mas era un sueno tan

horrible... ¡Apenas veía lo que le rodeaba; le temblaban las piernas y

tenia la boca seca y la lengua pegada al paladar, que apenas hubiera

podido decir una palabra. Y, sin embargo, en medio de aquel

atontamiento había una idea fija que le causaba tristeza y dolor: la de

que tenia que pasar entre aquellos dos guardias por debajo de la

ventana de su buena Hada.

¡Hubiera preferido morir!

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Estaba ya para entrar en la población, cuando una ráfaga de aire

arrebató el gorro de la cabeza de Pinocho y lo llevó a una distancia de

diez o doce pasos.

—¿Me permiten ustedes— dijo el muñeco a los guardias— que

vaya a recoger mi gorro?.

—Ve, y despacha pronto.

El muñeco fue a recoger su gorro; pero en vez de ponérselo en

la cabeza lo sujetó con los dientes, y echó a correr con todas sus

fuerzas en dirección de la playa. Aquello no era un muñeco: era una

bala disparada. Juzgando los guardias que les sería difícil alcanzarle, le

azuzaron un perro de presa que había ganado el premio en todas las

carreras de perros. Mucho corría Pinocho, pero el perro corría más. La

gente se asomaba a las ventanas y se arremolinaba en el camino,

ansiosa de ver el resultado de aquella feroz persecución. Pero no

pudieron conseguirlo, porque Pinocho y el perro levantaban tal nube

de polvo, que a los pocos momentos ya no se les veía.

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XXVIII.- XXVIII.- XXVIII.- XXVIII.- Pinocho corre peligro de ser fritoPinocho corre peligro de ser fritoPinocho corre peligro de ser fritoPinocho corre peligro de ser frito

en una sartén como un pez. en una sartén como un pez. en una sartén como un pez. en una sartén como un pez.

Durante aquella desesperada carrera hubo un momento en que

Pinocho se creyó perdido, porque Chato (que así se llamaba el perro

de presa) casi le daba alcance; de tal modo, que el muñeco no sólo;

sentía la jadeante respiración del animal, sino el mismo calor de su

aliento.

Por fortuna estaban ya en la playa, y el mar estaba a pocos pasos.

Entonces el muñeco dio un soberbio salto, como no lo hubiera dado

mejor una rana, y fue a caer en el agua. Chato quiso detenerse; pero,

llevado por el ímpetu de la carrera, fue a parar también en el mar.

El desgraciado no sabía nadar; así es que empezó a dar

manotazos y patadas para mantenerse a flote; pero cuando más

manoteaba, más se iba hundiendo.

Haciendo un esfuerzo supremo, consiguió sacar un momento la

cabeza del agua, y gritó ladrando:

—¡Socorro! ¡Que me ahogo!

—¡Revienta de una vez!— respondió a lo lejos Pinocho, libre ya

de peligro.

—¡Ayúdame, Pinocho mío! ¡Sálvame de la muerte, por caridad!

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Al oír estos ruegos desgarradores, el muñeco, que tenía un

corazón excelente, se conmovió, y volviéndose hacia el perro le dijo:

—Pero si te ayudo a salvarte, ¿me prometes no correr más detrás

de mí?

—¡Te lo prometo, sí, sí! pero ven pronto, por favor; porque sí

tardas un minuto, estiro la pata!

Aún dudó un momento Pinocho; pero, acordándose de que su

papá le había dicho muchas veces que nunca se pierde por hacer una

buena acción, fue nadando hasta reunirse con Chato, y agarrándole

por la cola, le condujo sano y salvo hasta la arena de la playa.

El pobre perro no podía mantenerse en pie: había bebido tanta

agua salada, que estaba hinchado como un globo. Por otra parte,

Pinocho, que no las tenía todas consigo, creyó prudente arrojarse de

nuevo al mar, y se alejó de la orilla gritando:

—¡Adiós, Chato; que sigas bueno; muchos recuerdos a tu

familia!

—¡Adiós, Pinocho!— respondió el perro—. ¡Mil gracias por

haberme librado de la muerte! ¡Me has prestado un gran servicio, y

todo tiene su pago en este mundo. Si se presenta la ocasión, ya

hablaremos de esto.

Pinocho continuó nadando, manteniéndose siempre cerca de la

orilla. Finalmente, le pareció que se hallaba en sitio seguro; miro hacia

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la playa, y vio entre las rocas una especie de gruta, de la cual salía un

largo penacho de humo.

—En esa gruta debe de haber fuego— se dijo— ¡Tanto mejor!

Iré a secarme y a calentarme. ¿Y después? ¡Después sucederá lo que

Dios quiera!

Tornada ya su resolución, se acercó a la orilla; pero cuando iba a

trepar por las rocas, sintió que salía algo del fondo, algo que le recogía

y le hacía salir por el aire.

Trató de escapar; pero ya era tarde, porque, con asombro

grande, se encontró preso dentro de una fuerte red de pescar, y entre

una multitud de pescados de todas clases y tamaños, que coleaban

desesperadamente.

Al mismo tiempo vio salir de la gruta un pescador tan feo, tan

feo, que parecía un monstruo marino. Su cabeza, en vez de pelo, tenía

una espesa mata de hierba verde; los ojos eran verdes, verde la piel y

verde la barba, tan larga, que casi llegaba hasta el suelo.

Parecía un enorme lagarto que andaba derecho sobre las patas

traseras.

Cuando el pescador sacó la red fuera del mar, exclamó con gran

alegría:

—¡Bendita sea la Providencia! ¡También hoy me voy a dar un

buen atracón de peces!

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—¡Menos mal que yo no soy pez!— se dijo Pinocho

recobrando un poco de valor.

La red, con toda la pesca que contenía, fue llevada al interior de

la gruta, una cueva oscura y ahumada, en el centro de la cual estaba

calentándose una gran sartén de aceite, con un olor a sebo que no

dejaba respirar.

—¡Vamos a ver lo que he pescado!— dijo el pescador verde,

metiendo en la red una mano tan grande como una pala de horno y

sacando un puñado de salmonetes.

—¡Buenos salmonetes!— continuó, mirándolos con gran

complacencia, y arrojándolos después en un barreño.

Volvió a repetir la operación, y cada vez que sacaba un puñado

de peces se le hacía la boca agua y decía:

—¡Estupendos lenguados!

—¡Magníficos besugos!

—¡Hermosas sardinas!

—¡Vaya unos calamares!

—Pues, ¿y estos boquerones, que habrá que comer con raspa y

todo?

—¡Oh, qué langostinos tan ricos!

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Como es de suponer, calamares, langostinos, besugos, sardinas,

boquerones y lenguados fueron a parar al barreño, para hacer

compañía a los salmonetes.

En la red no quedaba ya más que Pinocho.

Cuando el pescador le tuvo en la mano, abrió más aún sus

verdes ojazos, y gritó con asombro y casi con temor:

—¿Qué clase de pescado es éste? ¡Yo no recuerdo haber comido

nunca uno semejante!

Y volvió a mirarle y remirarle bien por los cuatro costados,

diciendo por último:

—¡Debe ser un cangrejo de mar!

Mortificado Pinocho al oír que le confundían con un cangrejo

de mar, dijo con acento resentido:

—Pero, ¡qué cangrejo ni qué narices! ¡Pues no faltaba más! Yo

no soy un cangrejo: soy un muñeco, para que usted lo sepa.

¡Un muñeco! Confieso que no he visto nunca ningún

pez-muñeco. ¡Tanto mejor! ¡Así te comeré con más gusto!

—¿Comerme? ¡Pero, hombre, si yo no soy un pez! ¿No está

usted viendo que pienso y que hablo como usted?

—¡Toma, pues es verdad!— dijo el pescador—. En fin, puesto

que eres un pez que tienes la suerte de pensar y de hablar como yo,

voy a tener contigo algunos miramientos.

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—¿Cuáles?

—En prueba de amistad y de especial consideración, te dejo

elegir la forma en que he de guisarte. ¿Quieres que te ponga frito con

patatas, o prefieres la salsa mayonesa?

—A decir verdad— repuso Pinocho,— si yo he de escoger,

prefiero ser puesto en libertad para volver a mi casa.

—¡Vamos, tú bromeas! ¿Te parece que voy a perder la ocasión

de comer un pescado tan raro como tú? ¡No se pescan todos los días

en estos mares peces-muñecos! ¡Déjame a mí! ¡Verás! Voy a freírte en

la sartén con todos los demás pescados, y no podrás quejarte. Siempre

es un consuelo ser frito en compañía.

Al oír esta sentencia tan poco consoladora, el pobre Pinocho

empezó a llorar, a gritar y a lamentarse:

—¡Cuánto mejor hubiera sido ir a la escuela! ¡He hecho caso de

las malas compañías, y ahora voy a pagarlo! ¡Hi... hi... hi...!

Y como se revolvía igual que si fuera una anguila, y hacía

esfuerzos extraordinarios para librarse de las manos del pescador, éste

cogió un fuerte junco y le ató brazos y piernas, como si fuera una

langosta, arrojándole después en el barrero con los demás pescados.

Después sacó un bote lleno de harina y empezó a enharinarlos.

A medida que iba cubriéndolos de harina por todas partes, los echaba

en la sartén. Los primeros que tuvieron que bailar en el aceite

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hirviendo fueron los pobres besugos; después les tocó la vez a los

calamares, siguiendo los salmonetes; luego las sardinas, los lenguados y

los boquerones. Llegó el turno de Pinocho, que al verse tan cerca de la

muerte (¡y qué horrible muerte!), sintió ya tal espanto, que no tuvo

fuerzas para gritar ni para quejarse.

El pobre no podía pedir compasión más que con los ojos; pero

el pescador verde, sin mirarle siquiera, le dio cinco o seis vueltas por la

harina, cubriéndole perfectamente de pies a cabeza, de tal manera que

parecía un muñeco de yeso.

Después le agarró por las piernas, y...

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XXIX.- XXIX.- XXIX.- XXIX.- Vuelve Pinocho a casa del Hada. Gran merienda Vuelve Pinocho a casa del Hada. Gran merienda Vuelve Pinocho a casa del Hada. Gran merienda Vuelve Pinocho a casa del Hada. Gran merienda

de café con leche para solemnizar el éxito de café con leche para solemnizar el éxito de café con leche para solemnizar el éxito de café con leche para solemnizar el éxito de Pinocho en sus exámenes. de Pinocho en sus exámenes. de Pinocho en sus exámenes. de Pinocho en sus exámenes.

Cuando el pescador se disponía a echar a Pinocho en la sartén,

entró en la gruta un enorme perro, atraído por el olor del pescado

frito.

—¡Largo de aquí!— gritó el pescador amenazándole, y teniendo

siempre en la mano el muñeco.

Pero el pobre animal tenía un hambre terrible, y gruñía y

meneaba la cola, como queriendo decir:

—¡Dame un poco de pescado frito y te dejaré en paz!

—¡Largo de aquí, te digo!— repitió el pescador, alargando la

pierna como para darle un puntapié.

Entonces el perro, que cuando le apretaba el hambre de verdad

no tenía miedo a nada, se volvió furioso contra el pescador,

enseñándole los terribles colmillos.

Al mismo tiempo se oyó en la gruta una vocecita muy débil,

que dijo:

—¡Sálvame, Chato, que me van a freír!

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El perro conoció en el acto la voz de Pinocho, y observó con

gran asombro que la voz salía de aquel bulto enharinado que el

pescador tenía en la mano.

¿Y qué hizo? Pues, dando un salto, tomó delicadamente entre

los dientes al muñeco enharinado, y salió de la gruta corriendo como

el viento.

Furioso el pescador de que le arrebataran aquel pez que pensaba

comer con tanto gusto, trató de alcanzar al perro; pero apenas había

dado algunos pasos, le acometió un golpe de tos que le hizo volver

atrás.

Mientras tanto, Chato había llegado a la senda que conducía a la

población, y depositó en tierra a su amigo Pinocho.

—¡Cuanto tengo que agradecerte!— dijo el muñeco.

—¡Nada absolutamente! —respondió el perro—. Tú me

salvaste a mí, y todo tiene su pago en este mundo: hay que ayudarse

unos a otros.

—Pero, ¿cómo es que me has encontrado en aquella gruta?

—Es que seguía tendido en la playa, mas muerto que vivo,

cuando el aire me trajo un olorcillo a pescado frito que me abrió el

apetito de par en par; así es que: me levanté para ir al sitio de donde

venía aquel olor. ¡La verdad es que si llego un minuto más tarde...!

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—¡No me lo digas!— exclamó Pinocho, que aún temblaba de

miedo—. ¡No me lo recuerdes! ¡Si llegas un minuto más tarde, a estas

horas estaría yo frito con patatas!

¡Uf! ¡Sólo de pensarlo me estremezco!

Chato no pudo menos de reírse, y tendió su mano derecha al

muñeco que la estrechó amistosamente, y después se separaron.

El perro tomó el camino de su casa, y Pinocho se dirigió hacía

una cabaña que estaba cerca de allí, y preguntó a un viejecito que se

hallaba en la puerta calentándose al sol:

—Dígame, buen hombre: ¿sabe usted algo de un muchacho que

fue herido en la cabeza, y que se llama Paquito?

—A ese muchacho le trajeron unos pescadores a esta cabaña;

pero ya...

—¿Pero ya habrá muerto?— interrumpió Pinocho con gran

dolor.

—No; ahora ya está bueno, y se ha marchado a su casa.

—¿De veras? ¿Es verdad eso?— gritó el muñeco saltando de

alegría—. ¿De modo que la herida no era grave?

—Pero podía haber resultado gravísima, y aun mortal—

respondió el viejecito—, porque le tiraron a la cabeza un grueso libro

encuadernado en cartón.

—¿Y quién se lo tiró?

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—Un compañero de escuela, llamado Pinocho.

—¿Y quién es ese Pinocho?— preguntó el muñeco, haciéndose

el ignorante.

—Dicen que es un niño muy malo, un holgazán, un pícaro de

tomo y lomo.

—¡Calumnias! ¡Todo eso son calumnias!

—¿Conoces a Pinocho?

De vista— contestó el muñeco.

—¿Y qué concepto tienes formado de él?

—Pues a mí me parece que es un excelente muchacho, que

tiene gran amor al estudio, obediente, muy amante de su papá y de

toda la familia.

Mientras el muñeco decía todas estas mentiras con la mayor

frescura, se echó mano a la nariz, y observó que había crecido más de

un palmo. Entonces empezó a chillar lleno de miedo:

—¡No haga usted caso de todo lo que le he dicho, buen

hombre, porque conozco perfectamente a Pinocho, y puedo

asegurarle también yo que es un muchacho malo, desobediente y

holgazán, y que en vez de ir a la escuela se va con los compañeros a

vagar por ahí! Apenas hubo terminado de decir estas palabras, se

acortó s u nariz, y quedó del tamaño que tenía antes.

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—¿Y por que estás así pintado de blanco!— preguntó poco

después el viejecito.

—Le diré a usted: sin darme cuenta, me he restregado contra un

muro que estaba recién blanqueado— respondió el muñeco, dándole

vergüenza confesar que había sido enharinado como un pescado, para

freírle después en olla sartén.

—¿Y qué has hecho de la chaqueta, de los calzones y del gorro?

—Me he encontrado con unos ladrones que me lo han quitado

todo. Dígame, buen hombre: ¿No podría usted darme, por casualidad,

algo con que pudiera vestirme para volver a mi casa?

—Hijo mío, no tengo ningún traje que poder darte: solo tengo

un saco pequeño para guardar chufas. Si lo quieres, mirarlo: aquí está.

No se lo hizo decir Pinocho dos veces: tomó en el acto el saco,

que estaba vacío, haciéndole, con unas tijeras que pidió una abertura

en el fondo y otras dos a los lados, se lo endosó a modo de camisa.

Vestido de este modo tan ligero, se dirigió a la población; pero

al llegar al camino empezaba titubear, tan pronto avanzando como

retrocediendo, y diciéndose para sus adentros:

—¿Cómo me presentaré a mi buena Hada? ¿Qué dirá cuando

me vea? ¿Querrá perdonarme esta segunda diablura? ¡Me temo que no

me la va a perdonar! ¡Oh, de seguro que no! !Y me estará bien

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empleado, porque soy un monigote que siempre estoy prometiendo

corregirme, y nunca lo hago!

Entró en la población siendo ya noche cerrada; y como estaba

lloviendo a cántaros, decidió ir derechito a la casa del Hada y llamar a

la puerta hasta que le abrieran.

Al llegar frente a la casa sintió que le faltaba el valor, y en vez de

llamar se alejó corriendo como unos veinte pasos. Volvió segunda vez,

pero también se apartó sin hacer nada. Volvió tercera vez, y lo mismo.

Sólo a la cuarta vez se atrevió a levantar, temblando, el llamador de

hierro y a dar un golpecito muy suave.

Esperó pacientemente, y al cada de media hora se abrió una

ventana del último piso (la casa tenía cuatro), y vio Pinocho asomarse

un caracol muy grande, con una vela encendida en la cabeza, que

preguntó:

—¿Quién llama a estas horas?

—¿Está el Hada en casa?

—El Hada está durmiendo, y no quiere que s e la despierte.

¿Quién eres tú?

—Soy yo.

—¿Quién?

—Pinocho.

—¿Qué Pinocho?

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—El muñeco que vive en esta casa con el Hada.

Ah, ya sé!— dijo el caracol—. Espérame, que ahora bajo y te

abriré en seguida.

—¡Anda de prisa, por caridad porque estoy muriéndome de

frío!

—Hijo mío, yo soy un caracol, y los caracoles no tenemos

nunca prisa.

Pasó una hora, y pasó otra sin que se abriera la puerta, por lo

cual Pinocho, que estaba completamente calado de agua y que

temblaba de frío y de miedo, cobró ánimo y llamó segunda vez, pero

algo más fuerte que la primera.

A esta segunda llamada se abrió una ventana del piso de más

abajo, o sea del piso tercero, y se asomó el mismo caracol.

—¡Buen caracol!— gritó Pinocho desde la calle—. Hace dos

horas que estoy esperando, y dos horas con esta noche tan mala

parecen dos años. ¡Date prisa, por caridad!

—¡Hijo mío!— le respondió desde la ventana aquel animal tan

tranquilo y flemático—, yo soy un caracol, y los caracoles no tenemos

nunca prisa.

Y volvió a cerrarse la ventana.

Sonó poco después la media noche, sonó la una, sonaron las

dos, y la puerta siempre cerrada.

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Entonces perdió Pinocho la paciencia, y agarró con rabia el

llamador para dar un golpe que hiciera retumbar toda la casa; pero

aquel llamador, que era de hierro, se convirtió en una anguila viva, que

escurriéndose entre las manos desapareció en el arroyo de agua que

corría por el centro de la calle.

—Sí, ¿eh?— gritó Pinocho, cada vez más lleno de cólera— ¡Pues

si el llamador ha desaparecido, yo seguiré llamando a fuerza de

patadas!

Y echándose un poco hacia atrás, pegó una furiosa patada en la

puerta de la casa.

Tan fuerte fue el golpe, que penetró el pie en la madera cerca de

la mitad, y cuando el muñeco quiso sacarlo, fueron inútiles todos sus

esfuerzos, porque se había introducido como si fuera un clavo.

¡Figuraos en qué postura quedó el pobre Pinocho! Tuvo que

pasarse toda la noche con un pie en tierra y el otro en el aire.

Por último, al ser de día se abrió la puerta. Aquel excelente

caracol no había tardado en bajar desde el cuarto piso a la calle nada

más que nueve horas, y aun así llegó sudando.

—¿Qué haces con ese pie metido en la puerta!— preguntó

riendo al muñeco.

—Ha sido una desgracia que me ha ocurrido. ¿Quieres probar a

ver si puedes librarme de este suplicio?

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—¡Hijo mío, eso es cosa del carpintero, y yo no soy carpintero!

—Díselo al Hada, de mi parte.

—El Hada está durmiendo y no quiere que se le despierte.

—Pero, ¿qué quieres que haga clavado todo el día en esta

puerta?

—Entretente en contar las hormigas que pasan por el camino.

—¡Tráeme, al menos, algo de comer, porque estoy desfallecido!

—¡En seguida!— dijo el caracol.

Al cabo de tres horas y media volvió, trayendo en la cabeza una

bandeja de plata, en la cual había un pan, un pollo asado y cuatro

albaricoques maduros.

—¡Ahí tienes el desayuno que te envía el Hada!— dijo el

caracol.

Al ver tan excelente comida se tranquilizó algo Pinocho; pero,

¡cuál no sería su desengaño cuando, al tratar de comer, se encontró

con que el pan era de yeso, el pollo de cartón y los albaricoques de

cera, aunque todo tan bien hecho, que parecía de verdad!

Se echó a llorar, y lleno de desesperación quiso tirar a lo lejos la

bandeja de plata y todo lo que contenía; pero no llegó a hacerlo

porque, fuese efecto del dolor o de la debilidad de estómago, se

desmayó.

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Cuando recobró el conocimiento se encontró tendido en un

sofá y con el Hada a su lado.

—También te perdono por esta vez— le dijo el Hada—; pero,

¡pobre de ti si vuelves a hacer otra de las tuyas!

Pinocho prometió firmemente estudiar y ser bueno, y cumplió

su promesa todo el resto del año. Cuando llegaron los exámenes que

se celebraban antes de las vacaciones, tuvo el honor de ganar el primer

premio: y tan satisfactorio fue en general su comportamiento, que el

Hada le dijo muy contenta:

—Para celebrar tu triunfo, vamos a convidar a merendar a tus

amigos.

Pinocho se puso muy contento.

Quien no haya presenciado la alegría de Pinocho al oír esta

inesperada noticia, no podrá figurársela. Todos sus amigos y

compañeros de escuela debían ser invitados para una merienda que

había de celebrarse al día siguiente en la casa del Hada, para solemnizar

el gran acontecimiento, El Hada había mandado preparar doscientas

tazas de café con leche y cuatrocientos panecillos untados de manteca

por dentro y por fuera. Aquella fiesta prometía ser muy alegre y

divertida; pero...

Por desgracia, siempre había en la v ida de aquel muñeco un

pero que todo lo echaba a perder.

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XXX XXX XXX XXX Pinocho, se escapa con su amigo Pinocho, se escapa con su amigo Pinocho, se escapa con su amigo Pinocho, se escapa con su amigo Pabilo al país de los juguetes. Pabilo al país de los juguetes. Pabilo al país de los juguetes. Pabilo al país de los juguetes.

Pinocho pidió al Hada que le permitiese dar una vuelta por la

población, a fin de invitar a sus compañeros, y el Hada le dijo:

—Vete, pues, a invitar a todos tus amigos y compañeros para la

merienda de mañana; pero ten cuidado de volver a casa antes de que

sea de noche. ¿Has comprendido?

—Te prometo que dentro de una hora estaré de vuelta—

replicó el muñeco.

—¡Ten cuidado, Pinocho! Todos los muchachos prometen en

seguida, pero raras veces saben cumplir lo ofrecido.

—Pero yo no soy como los demás: cuando yo digo una cosa, la

sostengo.

—¡Ya lo veremos! Si no obedeces, tanto peor para ti.

—¿Por qué?

—Porque a los niños desobedientes les pasan muchas desgracias.

—¡Ya lo sé, ya! ¡Bien caro me ha costado ser tan travieso! Pero

ya he cambiado y siempre seré bueno— dijo Pinocho.

Sin decir una palabra más saludó el muñeco a la buena Hada que

le servía de mamá, y cantando y bailando salió de la casa.

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En poco más de una hora quedaron hechas todas las

invitaciones. Algunos muchachos aceptaron en seguida y con mucho

gusto; otros se hicieron rogar algo; pero cuando supieron que los

panecillos con que se iba a tomar el café con leche no sólo estarían

untados de manteca por dentro, sino también por fuera, acabaron por

decir:

—¡Bueno!; pues iremos también, por complacerte!

Ahora conviene saber que entre los amigos y compañeros de

escuela Pinocho había uno a quien quería y distinguía sobre los demás.

Se llamaba este amigo Romeo; pero todos le llamaban por el

sobrenombre de Pabilo, a causa de su figura seca, enjuta y delgada

como un pabilo de una lampara de aceite.

Pabilo era el muchacho más travieso y revoltoso de toda la

escuela; pero Pinocho le quería entrañablemente; así es que no dejo de

ir a su casa para invitarle a la merienda. Como no le encontró, volvió

segunda vez, y tampoco; volvió una tercera, y también perdió el viaje.

¿Dónde encontrarle? Busca por aquí, busca por allí, por fin le

halló escondido en el portal de una casa de labradores.

—¿Qué haces aquí?— le preguntó Pinocho, acercándose.

—Espero a que sea media noche para marcharme.

—¿Adónde?

—Lejos, lejos; muy lejos.

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—¡Y yo que he ido a buscarte tres veces a tu casa!

—¿Qué me querías?

—Que mañana te espero a merendar en mi casa.

—Pero, ¿no te digo que me marcho esta noche?

—¿A qué hora?

—Dentro de poco.

—¿Y dónde vas?

—Voy a vivir en un país que es el mejor país del mundo. ¡Una

verdadera Jauja!

—¿Y cómo se llama?

—Se llama "El País de los JuguetesEl País de los JuguetesEl País de los JuguetesEl País de los Juguetes" ¿Por qué no te vienes tú

también?

—¿o? ¡No por cierto!

—Haces mal, Pinocho. Créeme a mí. Si no vienes, te arrepentirás

algún día. ¿Donde vas a encontrar un país más sano para nosotros los

muchachos? Allí no hay escuelas; allí no hay maestros; allí no hay

libros. En aquel bendito país no se estudia nunca. Los jueves no hay

escuela, y todas las semanas tienen seis jueves y un domingo. ¡Figúrate

que las vacaciones de verano empiezan el primer día de Enero y

terminan el último de Diciembre! ¡Ese es un país como a mí me gusta!

¡Así debieran ser todos los países civilizados!

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—Pero, entonces, ¿cómo se pasan los días en "El País de los

Juguetes"?

—Pues jugando y divirtiéndose desde la mañana hasta la noche.

Después se va uno a dormir, y a la mañana siguiente vuelta a empezar.

—¿Qué te parece?

—¡Hum!— hizo Pinocho moviendo la cabeza, como si quisiera

decir: ¡Esa vida también la haría yo con mucho gusto!

—¡Conque, vamos, decídete! ¿Quieres venir conmigo, si, o no?

—¡No, no y no! He prometido a mi mamá ser bueno, y quiero

cumplir mi palabra. Ya se está poniendo el Sol y tengo que irme.

¡Conque adiós, y buen viaje!

—¿Adónde vas con tanta prisa?

—A casa. Mi mama me ha dicho que vuelva antes de anochecer.

—¡Espera dos minutos más!

—¡Se va a hacer tarde!

—¡Tan sólo dos minutos!

—¿Y si el Hada me regaña?

—¡Déjala que regañe! Ya se cansará, y acabará por callarse— dijo

aquel bribonzuelo de Pabilo.

—Y qué, ¿te vas solo o acompañado?

—¡Solo! ¡Pues si vamos a ser más de cien muchachos!

—¿Hacéis el viaje a pie?

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—No. Dentro de poco pasará por aquí el coche que ha de

llevarnos a ese delicioso país.

—¡Daría cualquier cosa por que pasara ahora ese coche!

—¿Para qué?

—Para verlos marchar a todos juntos.

—Pues quédate un poco más, y podrás verlo.

—¡No, no! ¡Me voy a mi casa!

—¡Espera otros dos minutos!

—He perdido mucho tiempo. El Hada estará ya con cuidado.

—¡Dichosa Hada! ¿Es que tiene miedo de que te coman los

murciélagos?

—Pero, dime la verdad— preguntó Pinocho, que parecía estar

pensativo—: ¿estás bien seguro de que en aquel país no hay escuelas?

—¡Ni sombra de ellas!

—¿Ni maestros tampoco?

—¡Mucho menos!

—¿Y no hay obligación de estudiar?

—¡Ni por asomo!

—¡Qué país tan hermoso!— dijo Pinocho, haciéndosele la boca

agua—. ¡Qué país tan hermoso! Yo no he estado nunca, pero me lo

figuro.

—¿Por qué no te vienes?

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—Es inútil que quieras convencerme. He prometido a mi mamá

ser un muchacho juicioso, y no quiero faltar a mi palabra.

—Pues entonces, adiós, y muchos recuerdos a todos los amigos

y compañeros de escuela.

—Adiós, Pabilo; que tengas buen viaje; diviértete mucho, y que

te acuerdes alguna vez de los amigos.

Dicho esto se separó el muñeco y anduvo dos pasos, como para

marcharse; pero se paró de pronto, y volviéndose hacia su amigo le

preguntó.

—Pero, ¿estás bien seguro de que en aquel país todas las

semanas tienen seis jueves y un domingo?

—¡Segurísimo!

—¿Y sabes también de cierto que las vacaciones de verano

empiezan el primer día de Enero y terminan el último de Diciembre?

—¡Claro que lo sé!

—¡Qué hermoso país!— repitió Pinocho como para consolarse.

Por último, hizo un esfuerzo y dijo apresuradamente:

—¡Vaya, adiós, y buen viaje!

—¡Adiós!

—¿Cuándo os vais?

—Dentro de poco.

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—¡Qué lástima! ¡Si sólo faltase una hora, me esperaba para

verlos marchar!

—¿Y el Hada?

—De todos modos, ya se ha hecho tarde. Lo mismo da que

llegue una hora antes que una hora después.

—¡Pobre Pinocho! ¡Y si el Hada te regaña!

—¡Psch...! Después de todo acabará por cansarse y se callará.

Mientras tanto se había hecho completamente de noche. A

poco rato vieron moverse a lo lejos una lucecita, y oyeron ruido de

cascabeles y el sonido de una bocina; pero tan débil, que parecía un

zumbido.

—¡Aquí está!— gritó Pabilo, poniéndose de pie.

—¿Qué es?— preguntó Pinocho en voz baja.

—El coche que viene por mí. ¡Te vienes por fin, o no!

—Pero, ¿es de verdad, de verdad— preguntó el muñeco—, que

en aquel país no tienen que estudiar los niños?

—¡Nunca, nunca, nunca!

—¡Qué hermoso país!— repitió Pinocho—, ¡Que hermoso

país!

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XXXI.- XXXI.- XXXI.- XXXI.- Después de cinco meses de vagancia nota Pinocho conDespués de cinco meses de vagancia nota Pinocho conDespués de cinco meses de vagancia nota Pinocho conDespués de cinco meses de vagancia nota Pinocho congran asombro que le ha salido un magnífico par degran asombro que le ha salido un magnífico par degran asombro que le ha salido un magnífico par degran asombro que le ha salido un magnífico par de

orejas de asno, y acaba por convertirse en unorejas de asno, y acaba por convertirse en unorejas de asno, y acaba por convertirse en unorejas de asno, y acaba por convertirse en unborriquito,borriquito,borriquito,borriquito, con cola y todo. con cola y todo. con cola y todo. con cola y todo.

Poco después llegó la diligencia sin hacer el menor ruido, por

que las ruedas llevaban gruesas llantas de goma.

Tiraban de ella doce pares de borricos, todos de igual alzada,

aunque de diferente pelo. Los había rucios, pardos, blancos; otros con

pintas blancas y negras, y otros con rayas amarillentas o de color

canela. Pero lo más singular es que aquellos doce pares, o sean los

veinticuatro pollinos, en vez de llevar herraduras como todos los

demás animales de tiro o de carga, llevaban botas de cuero como las

que usan los hombres.

¿Y el conductor de la diligencia? Figuraos un hombrecillo más

ancho que alto, gordo y reluciente como una bola de sebo, con

semblante bonachón, una boquita siempre riendo, y una vocecita fina

y acariciadora, como el maullido de un gato cuando quiere que su

ama le haga fiestas.

Todos los muchachos que le veían quedaban enamorados de él y

deseaban que les permitiera subir al coche para ser conducidos a

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aquella verdadera Jauja, conocida en el mapa con el nombre seductor

de "El País de los Juguetes".

La diligencia venía ya llena de muchachos de ocho a doce años

de edad, que iban amontonados unos sobre otros como sardinas en

banasta. Estaban apretados e incómodos; pero a ninguno se le ocurría

lamentarse ni decir ¡ay! La esperanza de llegar a un país donde no había

escuelas, maestros ni libros, los tenía tan contentos, que no sentían ni

los vaivenes y golpes de la marcha, ni el hambre, ni la sed, ni el sueño.

Apenas se detuvo el coche, aquel hombrecillo se volvió hacia

Pabilo, y con extremada zalamería le dijo sonriendo:

—Dime, guapo chico, ¿quieres venirte a este afortunado país?

—¡Ya lo creo que quiero ir!

—Pero te advierto, querido, que ya no hay sitio en el coche.

Como ves, está completamente lleno.

—¡Paciencia!— dijo Pabilo— Si no puedo ir dentro, iré en el

estribo.

Y dando un salto, se puso a caballo sobre el estribo.

—¿Y tú, hijo mío?— dijo el hombrecillo volviéndose muy

cariñoso hacia Pinocho— ¿Qué piensas hacer? ¿Quieres venirte

también!

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—No; yo me quedo —respondió Pinocho—. Quiero volver a

mi casa; quiero estudiar y ser el primero en la escuela, como deben ser

los niños buenos.

—¡Pues que te aproveche!

—¡Pinocho!— gritó entonces Pabilo—. ¡Sigue mi consejo:

vente con nosotros, y seremos felices!

—¡No, no y no!

—¡Vente con nosotros, Y seremos felices!— gritaron otras

cuantas voces dentro de la diligencia.

—¿Y si me voy con vosotros, qué va a decir mi mami!—

exclamó Pinocho, que ya empezaba a dejarse convencer.

¡No te quiebres la cabeza pensando en eso! ¡Mira que vamos a

un país donde podremos hacer todo lo que queramos desde la mañana

hasta la noche!

Pinocho no respondió y lanzó un gran suspiro; después dio otro

suspiro; luego dio otro mayor aún, y por fin dijo:

—¡Ea, me voy con vosotros! ¡Hacedme un sitio!

—Está todo ocupado— dijo entonces el hombrecillo—; pero,

para demostrarte cuánto me alegro de que vengas, te cederé mi puesto

en el pescante.

—¿Y usted?

—Yo haré el camino a pie.

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¡No, no lo permito! Prefiero ir montado en uno de estos

borriquillos— contestó Pinocho.

Y uniendo la acción a la palabra, se acercó al pollino que

ocupaba la izquierda de la primera pareja y quiso saltar sobre él; pero el

animal, volviendo la grupa, le pegó una coz en el estómago que le hizo

volar por el aire.

Figuraos las impertinentes carcajadas que lanzarían todos los

muchachos que presenciaban la escena.

El único que no se rió, aparte de Pinocho, fue el hombrecillo,

que, bajándose del pescante, se acercó al burro rebelde, y haciendo

ademán de darle un beso, le arrancó de un solo bocado la mitad de la

oreja derecha.

Mientras tanto Pinocho se levantó del suelo, encolerizado, Y

saltó sobre el lomo del pobre animal. El salto fue tan limpio y rápido,

que los muchachos, entusiasmados, dejaron de reír y empezaron a

gritar: ¡Viva Pinocho!, a la vez que aplaudían frenéticamente.

Pero hete aquí que de pronto levantó el burro las dos patas

traseras, y dando una sacudida, lanzó al muñeco sobre un montón de

grava a un lado del camino.

Entonces comenzaron de nuevo las risas; pero tampoco se rió el

hombrecillo, sino que le entró tanto cariño hacia aquel inquieto

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borriquillo, que, dándole un nuevo beso, le arrancó la mitad de la

oreja izquierda.

—Monta otra vez a caballo, y no tengas ya miedo. Sin duda este

burro tenía alguna mosca que le molestaba; pero ya le he dicho dos

palabritas en las orejas, y creo que se habrá vuelto manso y razonable.

Montó Pinocho, y la diligencia comenzó a moverse; pero

mientras galopaban los pollinos y la diligencia rodaba por la carretera,

le pareció al muñeco que oía una voz humilde y apenas inteligible, que

le decía:

—¡Eres un insensato! ¡Has querido hacer tu voluntad, y algún

día te pesará!

Lleno de miedo, Pinocho miró por todos lados para saber de

dónde venían aquellas palabras; pero no vio a nadie. Los pollinos

galopaban, la diligencia rodaba, los muchachos dormían dentro de ella;

Pabilo mismo roncaba como un lirón, y el hombrecillo, sentado en el

pescante, cantaba entre dientes:

"¡Todos duermen por la noche,

Pero no me duermo yo!"

Pasado otro medio kilómetro, volvió Pinocho a sentir la misma

voz, que decía:

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—Eres un idiota y un majadero. ¡Los niños que abandonan el

estudio, la escuela y el maestro, para no pensar en otra cosa que en

jugar y divertirse, acaban siempre mal! Yo puedo decirlo, porque lo se

por experiencia. ¡Llegar á un día en que tendrás que llorar, como yo

lloro hoy; pero entonces será tarde!

Al oír estas palabras, dichas en voz apenas perceptible, saltó el

muñeco al suelo lleno de temor, y acercándose al pollino en que iba

montado, le agarró por las riendas, observando con asombro que

aquel animal lloraba como un chiquillo.

—¡Eh, señor cochero! —gritó entonces Pinocho al conductor

de la diligencia—. ¿Sabe usted que este pollino está llorando?

—¡Déjalo que llore; otra vez le dará por reír!

—Pero, ¿es que sabe también hablar?

—No; sólo aprendió a decir alguna que otra palabra por haber

estado durante tres años en una compañía de perros sabios.

—¡Pobre animal!

—¡Vaya, en marcha! —dijo el hombrecillo—. ¡No perdamos el

tiempo en ver llorar a un burro! Monta a caballo y nos vamos, que la

noche es fresca y el camino es largo.

Pinocho montó de nuevo sin rechistar. La diligencia se puso en

marcha, y a la mañana siguiente llegaron felizmente a "El País de los

Juguetes".

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Este país no se parecía a ningún otro del mundo. Toda su

población estaba compuesta de muchachos: los más viejos no pasaban

de catorce años; los más jóvenes tendrían ocho. En las calles había una

alegría, un bullicio, un ruido, capaces de producir dolor de cabeza. Por

todas partes se veían bandadas de chiquillos que jugaban al marro, al

chato, a la gallina ciega, a los bolos, al peón; otros andaban en

velocípedos o sobre caballitos de cartón; algunos, vestidos de payasos,

hacían como si comieran estopa encendida; otros corrían y daban

saltos mortales, o andaban sobre las manos con las piernas por alto;

otros recitaban en voz alta, cantaban, reían, daban golpes, jugaban al

aro o a los soldados, produciendo tal algarabía, tal estrépito, que era

preciso ponerse algodón en los oídos para no quedarse sordo.

Por toda la plaza se veían teatros de madera, llenos de

muchachos desde la mañana hasta la noche, y en todas las paredes de

las casas abundaban, escritos con carbón, letreros tan salados como los

siguientes: ¡Biban los gugetes! (en vez de ¡Vivan los juguetes! ), ¡no

Queresmos eskuela! (en vez de ¡No queremos escuela! ) ¡Habajo

Larin Metica! (en vez de ¡Abajo la Aritmética! ), y otros por el estilo.

Apenas Pinocho, Pabilo y todos los demás muchachos que habían

hecho el viaje con el hombrecillo, pusieron el pie dentro de la ciudad,

se lanzaron entre aquella barahúnda, y, como es de suponer, pocos

minutos después se habían hecho amigos de todos los que allí había.

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¿Quién podría considerarse más feliz que ellos? Entre aquella

constante fiesta, llena de tan variadas diversiones, pasaban como

relámpagos las horas, los días y las semanas.

—¡Oh, qué vida tan buena! —decía Pinocho cada vez que se

encontraba con Pabilo.

—¿Ves como yo tenía razón? —respondía siempre este

último— ¡Y decir que no querías venirte y que se te había metido en

la cabeza volver a la casa de tu Hada, para perder el tiempo estudiando!

Si; ahora estás libre de ese fastidio de libros y de escuela, me lo debes a

mí, a mis consejos, ¿no es así? ¡Sólo los verdaderos amigos somos

capaces de hacer estos grandes favores!

—¡Es verdad! Si ahora estoy tan contento y feliz, a ti te lo debo, sólo a

ti. ¿Y sabes, en cambio, lo que me decía el maestro cuando hablaba de

ti? Pues me decía siempre: "¡No andes mucho con ese bribón de

Pabilo, porque es un mal compañero que no puede aconsejarte nada

bueno!"

—¡Pobre maestro! —replicó el otro moviendo la cabeza—.

¡Demasiado sé que me tenía rabia y que no perdía ocasión de

calumniarme; pero yo soy generoso, y le perdono!

—¡Qué alma tan grande! —dijo Pinocho, abrazando

afectuosamente a su amigo y besándole con el mayor cariño.

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Cinco meses hacia que habían llegado al país; cinco meses de

jugar y divertirse durante todo el día, sin abrir un solo libro, sin ir a la

escuela, cuando una mañana tuvo Pinocho, al despertar, una sorpresa

tan desagradable que le puso de muy mal humor.

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XXXII XXXII XXXII XXXII Le nacen a Pinocho orejas de burro, después seLe nacen a Pinocho orejas de burro, después seLe nacen a Pinocho orejas de burro, después seLe nacen a Pinocho orejas de burro, después se

convierte en verdadero pollino y empieza a rebuznar. convierte en verdadero pollino y empieza a rebuznar. convierte en verdadero pollino y empieza a rebuznar. convierte en verdadero pollino y empieza a rebuznar.

¿Cuál fue la sorpresa?

Voy a decírselos, queridísimos lectorcitos; la sorpresa fue que al

despertarse Pinocho le vino en gana rascarse la cabeza, y al llegarse a

ella las manos, se encontró...

¿A que no acertáis lo que se encontró?

Pues se encontró, con gran sorpresa de su parte, con que le

habían crecido las orejas más de una cuarta.

Ya sabéis que desde que nació, el muñeco tenía unas orejitas

muy chiquitinas, que apenas se le veían. Figuraos cómo se quedaría

cuando, al tocar con las manos, se encontró con que aquellas orejitas

habían crecido tanto durante la noche, que parecían dos soplillos.

Acudió en busca de un espejo para mirarse, y no encontrando

ninguno, llenó de agua la palangana de su lavabo, y entonces pudo ver

lo que nunca hubiera querido contemplar: vio su propia imagen

adornada con un magnífico par de orejas de burro.

¡Cómo expresar el dolor, la vergüenza y la desesperación del

pobre Pinocho!

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Empezó a llorar, a gritar y a darse de cabezadas contra la pared;

pero cuanto más se desesperaba, más crecían sus orejas, y crecían,

crecían, a la vez que iban cubriéndose de pelo por la punta.

A los gritos de Pinocho entró en la habitación una linda

marmota que vivía en el piso de arriba, y viendo el desconsuelo del

muñeco, le preguntó con interés:

—¿Qué es eso, querido vecino?

—¡Que estoy malo, amiga marmota, muy malo, y con una

enfermedad que me da mucho miedo! ¿Sabes tomar el pulso?

—Un poco.

—¡Mira si tengo fiebre por casualidad!

La marmota levantó una de las patas delanteras, y después de

tomar el pulso a Pinocho, le dijo suspirando:

—iAmigo mío, siento mucho tenerte que dar una mala noticia!

—¿Cuál es?

—iQué tienes una fiebre muy mala!

—¿Y qué clase de fiebre es?

—iEs la fiebre del burro!

—No comprendo qué fiebre es esa —respondió el muñeco,

que, sin embargo, se iba figurando lo que era.

—Yo te lo explicaré —dijo la marmota—. Sabe, pues, que

dentro de dos o tres horas ya no serás un muñeco ni un niño.

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—Pues, ¿qué seré?

—Dentro de dos o tres horas te convertirás en un verdadero

pollino; tan verdadero como los que tiran de un carro o llevan las

hortalizas al mercado.

—iOh! iPobre de mí! ¡Pobre de mí! —gritó Pinocho,

agarrándose las orejas con ambas manos y tirando de ellas

rabiosamente, como si fueran ajenas.

—Querido mío —dijo entonces la marmota para consolarle—

¿qué le vas a hacer? iTodo es ya inútil! En el libro de la sabiduría está

escrito que todos los muchachos holgazanes, que teniendo odio a los

libros, a la escuela y a los maestros, se pasan los días entre juegos y

diversiones, tienen que acabar por convertirse, más pronto o más

tarde, en pollinos.

—Pero, ¿es cierto eso? —preguntó el muñeco sollozando.

Ya lo creo que es cierto. Y ahora ya es inútil que llores. Ya no

tiene remedio.

—¡Pero si yo no tengo la culpa: créelo marmotita; la culpa es

toda de Pabilo.!

—¿Y quién es ese Pabilo?

—Un compañero mío de escuela. Yo quería volver a mi casa,

quería ser obediente y seguir estudiando; pero él me dijo: ¿Por qué

quieres fastidiarte pensando en estudiar y en ir a la escuela? ¡Vente

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mejor conmigo a "El País de los Juguetes"; allí no estudiaremos más,

nos divertiremos desde la mañana hasta la noche, y estaremos siempre

contentos!

—¿Y por qué seguiste el consejo de aquel falso amigo, de aquel

mal compañero?

—¿Por qué? Porque mira, marmotita mía: yo soy un muñeco

sin pizca de juicio y sin corazón. ¡Oh! ¡Si yo hubiera tenido tanto así

de corazón (y señaló con el pulgar sobre el índice), no hubiera

abandonado a aquella preciosa Hada, que me quería como una mamá,

y que tanto había hecho por mí! ¡Oh! ¡Pero si encuentro a Pabilo

pobre de él! ¡Yo le diré lo que no querrá oír!

Y quiso salir de la habitación; pero al llegar a la puerta se acordó

de sus orejas de burro, y dándole vergüenza mostrarse en público con

aquel adorno. ¿Sabéis lo que discurrió? Pues se hizo un gran gorro de

papel y se lo puso en la cabeza, cubriéndose las orejas por completo.

Después salió, y se dedicó a buscar a su amigo por todas partes.

Le buscó en la calle, en la plaza, en los teatros, por todas partes, sin

poder hallarle. Pidió noticias de él a cuantos encontró; pero nadie le

había visto.

Entonces fue a buscarle a su casa y llamó a la puerta.

—¿Quién es!— preguntó Pabilo desde dentro.

—¡Soy yo!— respondió el muñeco.

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—Espera un poco, y te abriré.

Media hora después se abrió la puerta, y figuraos cuál sería el

asombro de Pinocho cuando, al entrar en la habitación, vio a su amigo

con un gran gorro de papel en la cabeza, que le cubría casi hasta los

ojos y por detrás bajaba hasta el cuello. A la vista de aquel gorro sintió

Pinocho una especie de consuelo, y pensó inmediatamente:

—¿Tendrá la misma enfermedad que yo? ¡Estará también con la

fiebre del burro?

Y fingiendo no haber notado nada, preguntó sonriendo:

—¿Cómo estás, querido?

—¡Perfectamente bien; como un ratón dentro de un queso de

bola!

—¿Lo dices en serio?

—¿Y por qué había de mentir?

—Dispénsame, amigo. ¿Y por qué tienes puesto ese gorro de

papel que te tapa hasta las orejas?

—Me lo ha mandado el médico, por haberme hecho daño en

una rodilla. Y tú, querido Pinocho, ¿por qué llevas ese gorro de papel

que te cubre hasta las orejas?

—Me lo ha mandado el médico, porque me ha picado un

mosquito en un pie.

—¡Oh, pobre Pinocho!

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—¡Oh, pobre Pabilo!

Siguió a estas frases un largo silencio, durante el cual los dos

amigos no hacían más que mirarse burlonamente.

Finalmente, el muñeco dijo con voz meliflua a su compañero:

—Por curiosidad tan sólo; querido Pabilo, ¿quieres decirme si

has tenido alguna enfermedad en las orejas?

—¡Nunca! ¿Y tú?

—¡Nunca! Pero esta mañana me ha molestado un poco una de

ellas.

También a mí me ha sucedido lo mismo.

—¿A ti también? ¿Y qué oreja es la que te duele?

—Las dos. ¿Y a ti?

—Las dos. ¿Será acaso la misma enfermedad?

—¡Me temo que sí!

—¿Quieres hacerme un favor?

—Con mucho gusto.

—¿Quieres enseñarme tus orejas?

—¿Por qué no? Pero antes quiero ver las tuyas, querido

Pinocho.

—¡No; tú debes ser el primero!

—¡No, querido; primero tú y después yo!

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—Pues bien —dijo entonces el muñeco—; vamos a hacer un

trato.

—¡Hagamos el trato!

—Quitémonos ambos el gorro al mismo tiempo. ¿Aceptado?

—¡Aceptado!

—¡Pues atención!

Y Pinocho comenzó a contar en voz alta:

—¡Una, dos, tres!

Al decir esta última palabra, los dos muchachos se quitaron los

gorros de la cabeza y los arrojaron al aire.

Entonces ocurrió una escena que parecía increíble, si no

supiéramos que sucedió realmente. Ocurrió que cuando Pinocho y

Pabilo vieron que los dos padecían de la misma enfermedad, en vez de

sentirse mortificados y llenos de dolor, empezaron a mirarse uno a

otro burlonamente las desmesuradas orejas, y acabaron por reírse a

carcajadas.

Tanto rieron, que ya les dolían las mandíbulas; pero en lo mejor

de la risa sucedió que de pronto Pabilo cesó de reír, cambió de color, y

bamboleándose dijo a su amigo:

—¡Ayúdame, Pinocho, ayúdame!

—¿Qué te pasa?

—¡Que no puedo sostenerme sobre las piernas!

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—¡Tampoco puedo yo! —gritó Pinocho temblando y tratando

de mantenerse derecho. Cuando esto decían, arquearon uno y otro la

espalda, apoyaron las manos en el suelo, y de esta manera, andando a

cuatro pies, comenzaron a correr y a dar vueltas por la habitación.

Mientras corrían, los brazos se convirtieron en patas, las caras se

alargaron convirtiéndose en cabezas de asno, y el cuerpo se les cubrió

de un pelaje gris claro con pintas y rayas negras.

Pero ¿Sabéis cuál fue el peor rato que sufrieron aquellos

desgraciados? Pues el rato peor y más humillante fue cuando notaron

que empezaba a salirles la cola por detrás. Llenos de vergüenza y de

dolor trataron de llorar y de lamentarse de su suerte.

¡Nunca lo hubieran hecho! En vez de sollozos y de lamentos

lanzaban solamente rebuznos, y rebuznando sonoramente, decían a

dúo: ¡Hi-hooó! ¡Hi-hooó! ¡Hi-hooó!

En el mismo instante llamaron a la puerta, y una voz dijo desde

fuera:

—¡Abrid! ¡Soy el hombrecillo; soy el conductor del coche que

os trajo a este país! ¡Abridme pronto, o si no, pobres de vosotros!

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XXXIII.- XXXIII.- XXXIII.- XXXIII.- Convertido Pinocho en un pollino verdadero, esConvertido Pinocho en un pollino verdadero, esConvertido Pinocho en un pollino verdadero, esConvertido Pinocho en un pollino verdadero, esllevado al mercado de animales y comprado por elllevado al mercado de animales y comprado por elllevado al mercado de animales y comprado por elllevado al mercado de animales y comprado por el

director de una compañía de titiriteros para enseñarledirector de una compañía de titiriteros para enseñarledirector de una compañía de titiriteros para enseñarledirector de una compañía de titiriteros para enseñarlea bailar y a saltar por el aro. a bailar y a saltar por el aro. a bailar y a saltar por el aro. a bailar y a saltar por el aro.

Viendo que la puerta seguía cerrada, el hombrecillo la abrió de

una fuerte patada, y entrando en la habitación, dijo con su eterna

sonrisa a Pinocho y a Pabilo:

—¡Bravo, muchachos! ¡Rebuznáis perfectamente! Os he

reconocido en la voz, y por eso he venido.

Al oír estas palabras, ambos pollinos se quedaron como

atontados, con la cabeza caída, las orejas bajas y el rabo entre piernas.

Inmediatamente, el hombrecillo los acarició pasándoles la mano

por el lomo, y después, sacando una bruza, empezó a cepillarlos

perfectamente, hasta que a fuerza de bruzar les sacó lustre como si

fueran dos espejos. Entonces les puso la cabezada y los condujo al

mercado de ganados, con la esperanza de venderlos y obtener una

buena ganancia.

No tardaron en presentarse compradores. Pabilo fue adquirido

por un labrador, al cual se le había muerto un borrico el día anterior, y

Pinocho fue vendido al director de una compañía de titiriteros, que lo

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compró para amaestrarlo y hacerle saltar y bailar con los demás

animales de la compañía.

¿Habéis comprendido ya, mis queridos lectores, cuál era el

verdadero oficio del hombrecillo? Pues aquel terrible monstruo, que

tenía siempre cara de risa, se iba de vez en cuando a correr por el

mundo con su coche, y con promesas y halagos recogía a todos los

muchachos holgazanes y traviesos que odiaban a los libros y la escuela,

y después de meterlos en su coche los conducía a "El País de los

Juguetes" para que pasaran todo el día en retozar y en divertirse.

Cuando, algún tiempo después, aquellos pobres muchachos, a fuerza

de no pensar más que en jugar, se convertían en pollinos, entonces se

apoderaba de ellos con gran satisfacción y los llevaba para venderlos en

ferias y mercados. Y de es te modo había conseguido ganar en pocos

años tanto dinero que era millonario.

No sé decirles lo que fue de Pabilo; pero os diré, en cambio, que

el pobre Pinocho tuvo desde el primer día una vida dura y cruel.

El nuevo dueño le llevó a una cuadra y le llenó el pesebre de

paja; pero apenas probó un bocado, Pinocho la escupió haciendo

gestos de desagrado.

Entonces el dueño, aunque refunfuñando, quitó la paja del

pesebre y llenó éste de heno, pero tampoco el heno le agradó a

Pinocho.

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—¡Ah! ¿Conque tampoco te gusta el heno? —gritó el dueño

lleno de cólera—. ¡No tengas cuidado, que yo te acostumbraré a no

ser tan caprichoso!

Y le dio en las ancas un tremendo latigazo.

El dolor hizo a Pinocho llorar y rebuznar, diciendo:

—¡Hi-hooó! ¡Hi-hooó! ¡Yo no puedo comer paja!

—¡Pues, entonces, come heno!— replicó el dueño, que

entendía perfectamente la lengua de los burros.

—¡Hi-hooó! iHi-hooó! ¡El heno me da dolor de barriga!

—¿Te habrás creído, sin duda, que a un burro como tú le voy a

dar de comer jamón en dulce y perdices trufadas!— gruñó el dueño,

encolerizándose cada vez más y dándole otro latigazo.

Al sentir esta segunda caricia se calló Pinocho y no dijo una

palabra más. Salió el dueño y le cerró la cuadra, quedándose solo

Pinocho; y como hacía ya muchas horas que no había comido nada,

comenzó a bostezar de hambre, abriendo tanto la boca que parecía la

de un horno.

Al fin, viendo que en el pesebre no encontraba otra cosa que

heno, se resignó a tomar un poco, y después de masticarlo bien cerró

los ojos y lo tragó.

—¡No es malo este heno!— pensó en su interior, después de

haberlo tragado—.

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Pero, ¡cuánto mejor no hubiera sido haber continuado yendo a

la escuela! ¡En vez de heno, estaría comiendo a estas horas un buen

pedazo de pan con queso!

—¡Paciencia!

Cuando despertó a la mañana siguiente, lo primero que hizo fue

buscar un poco de heno en el pesebre; pero no encontró nada, porque

se lo había comido todo la noche anterior.

Entonces tomó un bocado de paja, y mientras la mascaba tuvo

que convencerse de que el sabor de la paja no se parecía en nada al del

arroz a la valenciana ni al de los pasteles de hojaldre.

—¡Paciencia!— repitió mientras seguía masticando—. ¡Ojalá

que mi desgracia sirva cuando menos de lección provechosa a todos

los niños desobedientes que no quieren estudiar! ¡Paciencia y

paciencia!

—¡Qué paciencia ni qué narices!— chilló el dueño entrando en

la cuadra—. ¿Te has creído, burro del diablo, que yo te he comprado

únicamente para darte de comer y de beber! ¡Te he comprado para que

trabajes y me ganes dinero! ¡Conque ya lo sabes; mucho ojo! ¡Ahora

mismo vienes conmigo al circo para aprender a saltar por el aro y a

bailar el vals y la polka puesto de pie sobre las patas de atrás!

Quieras que no quieras, el pobre Pinocho tuvo que aprender

todas estas habilidades y otras más; pero le costó tres meses de

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aprendizaje y una colección de palizas formidables: ¡Pobre Pinocho!

¡Qué arrepentido estaba de su holgazanería!

Llegó, por último, el debut de Pinocho borrico. En todas las

esquinas aparecieron grandes cartelones de colores, que decían así:

GRAN FUNCIÓN DE

GALA ESTA NOCHE

Las pruebas de siempre y los

ejercicios más sorprendentes

Ejecutados por

los grandes artistas

Y los famosos caballos

de la EMPRESA

Después será la

Primera Aparición Pública

Del FAMOSO

BURRO PINOCHO

LA ESTRELLA DE LA DANZA

¡El teatro encenderá

todas sus luces

¡PIRAMIDAL!

¡MAGNIFICO!

¡INCOMPARABLE!

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Podéis figurarse cómo se hallaba el circo aquella noche: lleno de

bote en bote desde una hora antes de empezar el espectáculo. Ni a

peso de oro se podía encontrar una butaca, ni un palco, ni siquiera una

entrada general.

Todas las localidades estaban atestadas de niños y niñas de todas

clases y edades, impacientísimos por ver bailar al famoso burro

Pinocho.

Concluida la primera parte del espectáculo, se presentó el

Director de la compañía vestido de frac rojo, pantalón blanco y botas

de montar con grandes espuelas, y haciendo una gran reverencia,

recito, con voz solemne y campanuda, el siguiente discurso:

"Respetable público:

Señoras y señores: El humilde orador que tiene el

honor de hablarles, estando de paso en esta capital, no

ha podido menos de presentarles un espectáculo que

seguramente os gustará mucho. Porque este inteligente

auditorio estoy seguro de que ha de celebrar como

merece a mi célebre pollino, que va ha tenido el honor

de bailar en todas las principales Cortes de Europa.

Por lo cual os doy millones de gracias a cada uno,

y espero vuestros aplausos y vuestra benevolencia.

He dicho".

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Este discurso fue acogido con grandes aplausos; pero los

aplausos se redoblaron y el entusiasmo rayó en delirio, cuando se hizo

la presentación del burro Pinocho, vestido de gran gala. Llevaba unas

bridas de charol, con hebillas y broches de latón, dos camelias blancas

en las orejas, la crin y la cola trenzadas y adornadas con cordones y

flecos de seda rosa y lazos de terciopelo azul, y a modo de cincha, una

gran faja recamada de oro y plata. En suma, que estaba para enamorar

a cualquiera.

La presentación fue hecha por el Director con las siguientes

palabras:

"Respetable público:

Presento a mi famoso e incomparable pollino

Pinocho, el más sabio y artista de todos los burros,

cazado a lazo por mí mismo cuando corría salvaje por las

llanuras de la Patagonia.

Los más célebres bailarines no pueden compararse

con mi pollino Pinocho. Lo baila todo, y todo bien.

Vedle, si lo merece, aplaudidle.

He dicho".

Al terminar este segundo discurso hizo el Director otra

profundísima reverencia, y volviéndose después al burro, le dijo:

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—¡Animo, Pinocho! ¡Antes de dar principio a tus maravillosos

ejercicios, saluda cortésmente al respetable público.

El obediente Pinocho se arrodilló en el acto, y así permaneció

hasta que el Director, restallando la fusta, gritó:

—¡Al paso!

Entonces el borriquillo se enderezó sobre sus cuatro patas, y

empezó a dar vuelta al circo con paso lento.

Poco después gritó el Director:

—¡Al trote!— Y Pinocho obedeció la orden, cambiando el paso

por el trote.

—¡Al galope!— Y Pinocho marchó con airoso galope.

—¡A la carrera!— Y ya entonces Pinocho salió disparado.

Pero en el momento en que llevaba la velocidad de un

automóvil de cuarenta caballos, alzó el Director el brazo y descargó al

aire un tiro de pistola.

Al oír el tiro, fingiendo el burro que estaba herido, cayó en la

arena y empezó a temblar como si estuviese en las convulsiones de la

agonía.

Todo el circo estalló en una explosión de aplausos y de gritos,

que debieron de oírse en las estrellas. En tanto, Pinocho abrió un poco

los ojos para mirar en torno suyo, y vio en un palco una señora que

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tenía al cuello una gruesa cadena de oro, y pendiente de ella un

medallón con el retrato de un muñeco.

—¡Ese retrato es el mío! ¡Esa señora es mi Hada!— se dijo en el

acto Pincho, y, dominado por la alegría, trató de gritar:

—¡Hada mía! ¡Hada mía!

Pero en vez de estas palabras sólo salió de su garganta un

rebuzno tan formidable, que hizo reír a todos los espectadores, y más

especialmente a los muchachos que había en el circo.

Entonces el Director, para enseñarle que no era de buena

educación rebuznar ante el público, le dio un fuerte golpe en las

narices con el mango de la fusta.

El pobre burro sacó fuera un palmo de lengua y empezó a

lamerse las narices, creyendo que de este modo podría calmar el fuerte

dolor que el golpe le había producido.

Pero, ¡cual no sería su desesperación cuando, al mirar por

segunda vez vio que el Hada había desaparecido del palco!

Creyó morir. Se llenaron de lágrimas sus ojos, y empezó a llorar

desconsoladamente; pero nadie llegó a advertirlo, ni siquiera el

Director, que haciendo sonar la fusta, dijo:

—¡Bravo, Pinocho! Ahora haremos ver a estos señores con

cuánta gracia saltas el aro.

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Pinocho probó dos o tres veces; pero cuando llegaba frente al

aro, en vez de saltar pasaba cómodamente por debajo. Por fin intentó

el salto; pero al atravesar por el aro se enredó desgraciadamente una de

las patas, y cayó a tierra como un costal.

Cuando se levantó estaba cojo, y a duras penas pudo volver a la

cuadra.

—¡Qué salga Pinocho! ¡Queremos ver al burro! ¡Que salga otra

vez! ¡Que baile! ¡Que baile! —gritaban los muchachos, entusiasmados,

sin darse cuenta de que se había hecho daño.

Pero el borriquillo no pudo salir más. El Director tuvo que

pronunciar otro discurso de los suyos y anunciar que Pinocho bailaría

en cuanto se pusiera bien.

A la mañana siguiente fue a verle el veterinario, o sea el médico

de los animales, y declaró que se quedaría cojo para siempre.

Entonces dijo el Director al mozo de cuadra que llevase aquel

burro al mercado y lo revendiese, puesto que ya no servía para nada.

Apenas llegaron al mercado, se acercó un comprador que dijo al

mozo de cuadra:

—¿Cuanto quieres por ese burro cojo!

—Veinte pesetas.

—Yo te doy veinte perras chicas. No creas que lo compro para

servirme de él; lo compro por la piel únicamente. Veo que tiene la piel

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muy dura, y quiero hacer con ella un tambor para la banda de música

de mi pueblo.

Podéis pensar lo que pasaría por Pinocho cuando oyó que estaba

destinado a convertirse en tambor.

Después que el comprador pagó las veinte perras chicas, condujo

a su burro hasta una r oca de la orilla del mar, y poniéndole una piedra

al cuello, le ató una pata con el extremo de una soga que llevaba en la

mano. Después, y cuando el burro estaba más descuidado, le dio un

empellón para arrojarle al mar, conservando en la mano el otro

extremo de la soga.

La piedra que llevaba al cuello hizo que Pinocho descendiese

rápidamente hasta el fondo, y el comprador, siempre con la soga en la

mano, se sentó en la peña, esperando a que pasara tiempo bastante

para que el pollino se ahogase, y poder arrancarle después la piel para

curtirla y hacer un tambor.

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XXXIV .- XXXIV .- XXXIV .- XXXIV .- Pinocho, es arrojado al mar y devorado por los peces.Pinocho, es arrojado al mar y devorado por los peces.Pinocho, es arrojado al mar y devorado por los peces.Pinocho, es arrojado al mar y devorado por los peces.

Vuelve a su primitivo estado de muñeco; peroVuelve a su primitivo estado de muñeco; peroVuelve a su primitivo estado de muñeco; peroVuelve a su primitivo estado de muñeco; peromientras nada para salvarse, se lo traga el terriblemientras nada para salvarse, se lo traga el terriblemientras nada para salvarse, se lo traga el terriblemientras nada para salvarse, se lo traga el terrible

tiburón marino. tiburón marino. tiburón marino. tiburón marino.

Ya llevaba el burro más de cincuenta minutos en el mar, cuando

el que lo había comprado dijo para sí:

—Ya debe estar ahogado y más que ahogado. ¡Ea! Voy a sacarlo,

y aquí mismo le arrancaré la piel para hacer un magnífico tambor.

Comenzó a tirar de la soga que había atado a la pata de Pinocho,

y tirando, tirando, tirando... ¡Qué diréis que sacó! Pues, en vez de un

burro muerto, se encontró con un muñeco vivo, que se retorcía como

una anguila.

Al ver aquel muñeco de madera creyó soñar el pobre hombre, y

se quedó como atontado, con la boca abierta y los ojos asustados.

Cuando se repuso un poco de la primera impresión, dijo

balbuceando y hecho un mar de lágrimas:

—Pero, ¿y mi burro! ¿Dónde está el burro que he tirado al mar?

—¡Ese burro soy yo! —respondió el muñeco riéndose.

—¿Tú?

—¡Yo!

—¡Granuja! ¡No consiento que te burles de mí!

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—¿Burlarme de usted? Todo lo contrario, querido amo; le hablo

completamente en serio.

—Pero, ¿cómo es posible que siendo tú hace poco un burro de

carne y hueso, te hayas convertido dentro del mar en un muñeco de

madera?

—¡Psch !... ¡Cosas del agua del mar! Al mar le gustan estas

bromas.

—¡Mucho ojo con tomarme el pelo, muñeco; mucho ojo!

¡Como se me acabe la paciencia, pobre de ti!

—Pues bien, mi amo: ¿quiere usted saber toda la verdadera

historia? Pues yo se la contaré; pero antes hágame el favor de soltarme

esa soga, que me hace daño.

Deseando conocer aquella verdadera historia, que prometía ser

maravillosa, el bueno del comprador desató el nudo que sujetaba la

pierna de Pinocho, que quedó libre como un pájaro en el aire, y

empezó de este modo su relación:

—Sepa usted que yo era antes un muñeco de madera, como lo

soy ahora; pero por mi poca afición al estudio y por seguir los consejos

de malas compañías, me escapé de mi casa, y un día me desperté

siendo un pollino, con unas orejas así de grandes y una cola así de

larga. ¡Qué vergüenza más grande pasé! Una vergüenza como no

quiera Dios que la pase usted nunca, querido amo. Me llevaron al

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mercado de ganados, y me compró el Director de una compañía

ecuestre, al cual se le metió en la cabeza hacer de mí un gran bailarín y

gran saltador de aro; pero una noche di una mala caída durante la

función, y me quedé cojo de las dos patas. Entonces el Director dijo

que no quería a su lado un burro cojo, y me envió a vender al

mercado, que fue cuando usted me compró.

—¡Por mi desgracia! ¡Como que pagué por ti veinte perros

chicos! Y ahora, ¡quién va a devolverme mi dinero!

—¿Para qué me compró usted? ¡Para hacer un tambor con mi

piel! ¡Un tambor!

—Dime ahora, monigote impertinente: ¿has terminado ya tu

historia?

—No —respondió el muñeco—; faltan pocas palabras para

terminarla. Después de haberme comprado me trajo usted a este sitio

para matarme; pero, sintiéndose compasivo, prefirió atarme una piedra

al cuello y tirarme al mar. Este sentimiento de humanidad le honra a

usted mucho y se lo agradeceré eternamente. Pero usted no había

contado con el Hada.

—¿Y quién es esa Hada?

—Es mi mamá, que como todas las mamás buenas que quieren

mucho a sus hijos, no les pierden nunca de vista, y cuidan de ellos

amorosamente, aunque estén muy lejos, y aunque esos hijos, por su

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mala conducta, por sus travesuras y por sus escapatorias, merezcan que

se les deje abandonados y no se les vuelva a hacer caso en toda la vida.

Decía, pues, que apenas mi buena Hada me vio en peligro de

ahogarme, envió alrededor de mí un ejército de peces, que

comenzaron a comerme, creyendo que era un burro de verdad. ¡Y qué

bocados tiraban! Nunca hubiera creído que los peces fueran aún más

glotones que los niños. Unos me comían las orejas, otros el hocico,

otros el cuello y la crin, otros las patas; en fin, hasta hubo uno,

chiquitín y muy gracioso, que tuvo la bondad de comerme la cola.

—¡Desde hoy —dijo horrorizado el comprador— juro no

comer ningún pescado! ¡Me desagradaría mucho comer un salmonete

o un besugo y encontrarme con un pedazo de cola de burro!

—Estamos de acuerdo —dijo riendo el muñeco—. Después,

cuando ya los peces terminaron de comer toda aquella envoltura de

carne y de piel de burro que me cubría desde la cabeza hasta los pies,

llegaron, como es natural, al hueso, o, por mejor decir, a la madera;

porque, como usted verá, estoy hecho de una madera muy dura. Pero

apenas trataron de tirar algunos bocados, se convencieron, a pesar de

su glotonería, de que yo no era plato a propósito para ellos, y se

fueron cada cual por su lado con la barriga llena, sin darme ni siquiera

las gracias por el banquete que les había proporcionado. Y aquí tiene

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usted explicado por qué, cuando ha tirado de la soga, se ha encontrado

usted con un muñeco vivo, en vez de un burro muerto.

—¡Bueno, bueno! ¡Toda esa historia me importa un rábano!

—gritó el comprador, encolerizado—. Lo que yo sé es que he dado

veinte perros chicos por ti, y quiero mi dinero. ¿Sabes lo que voy a

hacer? Llevarte de nuevo al mercado y venderte como leña para

encender la chimenea.

—¡Oh, muy bien! ¡No tengo el menor inconveniente! —dijo

Pinocho.

Pero al mismo tiempo dio un salto y se zambulló en el agua. Y

mientras nadaba alegremente, alejándose de la orilla, gritaba al pobre

comprador:

—¡Adiós, mi amo; si necesita usted una piel para hacer un

tambor, acuérdese de mí!

Y se reía estrepitosamente y seguía nadando, para volverse poco

después y gritar con más fuerza:

—¡Adiós, mi amo; si necesita usted un poco de leña para

encender la chimenea, acuérdese de mí!

Poco después se había alejado tanto de la orilla, que ya no se le

distinguía más que como un punto negro en la superficie del agua,

que de vez en cuando sacaba fuera un brazo o una pierna, o bien daba

saltos como un delfín que está de buen humor.

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Nadando a la ventura, vio Pinocho en medio del mar un islote

que parecía de mármol blanco, y en lo más alto de él una linda cabrita

que balaba tiernamente y que le hacía señas de que se acercase.

Lo más singular del c aso era que el pelo de la cabrita, en vez de

ser blanco, o negro, o rojo, como el de las demás cabras, era de color

azul turquí; pero tan brillante, que se parecía mucho a los cabellos de

la hermosa niña.

¡Figuraos cómo latiría el corazón del pobre Pinocho! Redobló

sus esfuerzos para nadar más de prisa en dirección del islote blanco, y

ya habría avanzado una mitad de la distancia, cuando he aquí que vio

salir del agua la horrible cabeza de un monstruo marino con la boca

abierta, que parecía una caverna, y tres filas de dientes que hubieran

causado miedo con sólo verlos pintados.

¿Sabéis quién era aquel monstruo marino?

Pues aquel monstruo marino era nada menos que el gigantesco

tiburón de que se ha hablado varias veces en esta historia, y que por su

insaciable voracidad venía causando tales estragos por aquellos mares,

que se le llamaban el "Atila de los peces y de los pescadores".

¡Cuál no sería el espanto del pobre Pinocho a la vista del

monstruo! Trató de escaparse, de cambiar de dirección, de huir; pero

todo era inútil; aquella enorme boca se le venia siempre encima con la

velocidad de un tren expreso.

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—¡Date prisa, Pinocho, por Dios! —gritaba, balando, la linda

cabrita.

Y Pinocho nadaba desesperadamente con los brazos, con las

piernas, con el pecho, con todo el cuerpo.

—¡Corre, Pinocho, corre; que se acerca el monstruo!

Y Pinocho redoblaba sus esfuerzos para aumentar la velocidad.

—¡Más de prisa, Pinocho, que te coge! ¡Ya está ahí! ¡Más a prisa

o estás perdido! ¡Que te coge! ¡Que te coge!

Y Pinocho nadaba desesperadamente y se deslizaba por el agua

como una bala de fusil.

Ya se acercaba al escollo, y ya la linda cabrita se inclinaba sobre la

orilla, alargándole las dos patitas delanteras para ayudarle a salir del

agua; pero... ¡Pero ya era tarde! Tan cerca estaba el monstruo, que no

hizo más que dar un sorbo, y se tragó al muñeco con el agua que le

rodeaba, como quien se sorbe un huevo de gallina. Y se lo tragó con

tal ansia y violencia, que Pinocho se dio contra una muela del tiburón

un golpe tan tremendo, que le hizo estar sin sentido un cuarto de

hora.

Cuando volvió de su desmayo no sabía en qué mundo se

encontraba. En torno suyo reinaba una gran oscuridad pero tan negra

y profunda, que le parecía hallarse en la bolsa de tinta de un calamar.

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Quiso escuchar, pero no oyó ruido alguno; únicamente sentía

de cuando en cuando una bocanada de aire que le daba en la cara. Al

principio no podía saber de dónde vendría aquel aire; pero después

comprendió que salía de los pulmones del monstruo. Porque hay que

advertir que el monstruo padecía mucho de asma, y cuando respiraba

parecía que se había desatado el huracán.

Al pronto trató Pinocho de infundirse a sí mismo algún valor;

pero cuando ya tuvo la seguridad de que s e encontraba encerrado en

el cuerpo del monstruo marino, empezó a llorar y a gritar, diciendo:

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Desgraciado de mí! ¿No hay quien venga

a salvarme?

—¿Y quién va a salvarte, desgraciado? —contestó en aquella

oscuridad una voz cascada, como de guitarra sin templar.

—¿Quién me ha hablado? —preguntó Pinocho, sintiendo aún

mayor espanto.

—¡Soy yo: un mísero bacalao que el tiburón ha engullido lo

mismo que a ti! ¿Y tú, qué pez eres?

—¡Que pez ni qué narices! ¡Yo no soy pez de ninguna clase! ¡Yo

soy un muñeco!

—Pues si no eres un pez, ¿Por qué te has dejado tragar por el

monstruo?

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—¡Hombre, eso no se le ocurre más que a un bacalao! He

hecho todo lo posible para que no me tragara; pero se ha empeñado, y

como este diablo de tiburón corre que se las pela.. Bueno, ¿y qué

hacemos en esta oscuridad?

—Resignarnos y esperar a que el tiburón nos digiera a los dos.

—¡Es un lindo porvenir! —dijo Pinocho.

Y poniéndose muy triste de repente, empezó a llorar como un

becerro.

—Hombre, a mi tampoco me hace una gracia extraordinaria

—contestó el bacalao—; pero soy filósofo, y me resigno. Bien mirado,

hasta me alegro; porque cuando uno nace bacalao, es más honroso

morir en el agua que en el aceite frito.

—¡Valiente majadería! —dijo Pinocho.

—Es una opinión; y como dicen los peces de la política, todas

las opiniones deben ser respetadas.

—Bueno, yo lo que digo es que quiero salir de aquí, que quiero

escaparme.

—Prueba, si lo consigues, mejor para ti.

—¿Es muy grande este tiburón que nos ha tragado? —preguntó

el muñeco.

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—Figúrate que su cuerpo tiene más de un kilómetro de largo,

sin contar la cola.

Mientras así conversaba Pinocho en aquella oscuridad, le pareció

ver allá lejos, pero muy lejos, una especie de resplandor.

—¿Qué será aquella lucecita que se ve allá lejos? —dijo Pinocho.

—Será algún compañero nuestro de desgracia, que estará

esperando, igual que nosotros, el momento de ser digerido.

—Me voy a buscarle. ¿Quizá sea algún pez viejo que pueda

enseñarme la salida!

—Te lo deseo con toda mi alma, simpático muñeco.

—¡Adiós, amable bacalao!

—¡Adiós, muñeco, y buena suerte!

—¿Dónde volveremos a vernos?

—¡Vete a saber! ¡Vale más no pensarlo!

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XXXV.-XXXV.-XXXV.-XXXV.-Pinocho encuentra en el cuerpo del tiburón... ¿APinocho encuentra en el cuerpo del tiburón... ¿APinocho encuentra en el cuerpo del tiburón... ¿APinocho encuentra en el cuerpo del tiburón... ¿Aquién encuentra? Leed este capítulo y lo sabréis. quién encuentra? Leed este capítulo y lo sabréis. quién encuentra? Leed este capítulo y lo sabréis. quién encuentra? Leed este capítulo y lo sabréis.

Apenas hubo dicho adiós a su buen amigo el bacalao, Pinocho

se puso en marcha, andando a tientas en aquella oscuridad por el

cuerpo del tiburón, y dando con cuidado un paso tras otro en

dirección de aquel pequeño resplandor que divisaba a lo lejos, muy

lejos.

Al andar sentía que sus pies se mojaban en una aguaza grasienta

y resbaladiza, y con un olor tan fuerte a pescado frito, como si

estuviese en una cocina un viernes de Cuaresma.

Pues, señor, que a medida que andaba, el resplandor iba siendo

cada vez más visible, hasta que, andando, andando, llegó al sitio donde

estaba. Y al llegar, ¿qué diréis que vio? ¿A que no lo adivináis? ¡Ca! ¡No

lo adivináis! Pues vio una mesita encima de la cual lucía una vela que

tenía por candelero una botella de cristal verdoso, y sentado a la

mesita, un viejecito todo blanco, blanco, como si fuera de nieve. El

viejecito estaba comiendo algunos pececillos vivos; tan vivos, que

algunas veces se le escapaban de la misma boca.

Pinocho sintió una alegría tan grande y tan inesperada, que le

faltó poco para volverse loco. Quería reír, quería llorar, quería decir

una porción de cosas; pero no podía, y en su lugar no hacía más que

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lanzar sonidos inarticulados o balbucear palabras confusas y sin

sentido. Finalmente, consiguió lanzar un grito de alegría, y abriendo

los brazos se arrojó al cuello del viejecito gritando:

—¡Papaíto! ¡Papá! ¡Papá! ¡Por fin te he encontrado! ¡Ahora ya

no te dejaré nunca, nunca, nunca!

—¿Es verdad lo que ven mis ojos!— replicó el viejecito,

frotándose los párpados—. ¿Eres tú, realmente, mi querido Pinocho?

—¡Sí, sí; soy yo; yo mismo! Me has perdonado, ¿verdad? ¡Oh,

papaíto, qué bueno eres! Y pensar que yo... ¡Oh! ¡Pero no puedes

figurarte cuántas desgracias me han sucedido, cuánto he sufrido,

cuánto he llorado! Figúrate que el día que tú, pobre papaíto, vendiste

tu chaqueta para comprarme la cartilla, me escapé a ver los muñecos, y

el empresario quería echarme al fuego para asar el carnero, y que

después me dio cinco monedas de oro para que te las llevase. Pero me

encontré a la zorra y al gato, que me llevaron a la posada de El

Cangrejo Rojo, donde comieron como lobos, y yo salí solo al campo,

y me encontré a los ladrones, que empezaron a correr detrás, y yo a

correr, y ellos detrás, y yo a correr y ellos detrás, y siempre detrás, y yo

siempre a correr... ¡Uf! ¡No quiero acordarme! Bueno; pues por fin me

alcanzaron, y me colgaron de una rama de la Encina grande, de donde

la hermosa niña de los cabellos azules me hizo llevar en una carroza, y

los médicos dijeron en seguida: "Si no está muerto, es señal de que está

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vivo". Y a mí se me escapó una mentira, y la nariz empezó a crecerme,

hasta que no pudo pasar por la puerta del cuarto, por lo cual me fui

con la zorra y el gato a sembrar las cuatro monedas de oro, porque

una la había gastado en la posada, y el papagayo empezó a reír, y en

vez de dos mil monedas de oro no encontré ninguna. Y cuando el juez

supo que me habían robado me hizo meter en la cárcel, para dar una

satisfacción a los ladrones; y al venir después por el campo vi un

racimo de uvas, y quedé cogido en una trampa, y el labrador me puso

el collar del perro para que guardase el gallinero; pero reconoció mi

inocencia y me dejó ir; y la serpiente que tenía una cola que echaba

humo, empezó a reír y se le rompió una vena del pecho, y así volví a la

casa de la hermosa niña, que había muerto; y la paloma, viendo que

lloraba, me dijo: "He visto a tu papá, que estaba haciendo una barquita

para buscarte"; y yo le dije: "¡Si yo tuviese alas!"; y me dijo entonces:

"¿Quieres ir con tu papá!"; y yo le dije: "¡Ya lo creo! Pero, ¿quien me va

a llevar?"; y ella me dijo: "Monta en mí"; y así volamos toda la noche; y

por la mañana todos los pescadores miraban al mar, y me dijeron: "Es

un pobre hombre en una barquita, que está ahogándose"; y yo desde

lejos te reconocí en seguida, porque me lo decía el corazón, y te hice

señas para que volvieras a la playa...

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—Y yo te reconocí también —interrumpió Gepeto—, y

hubiera vuelto a la playa; pero no podía. El mar estaba muy malo, y

una furiosa ola me volcó la barquita. Entonces me vio un horrible

tiburón que estaba cerca, vino hacia mí, y sacando la lengua me tragó

como si hubiera sido una píldora.

—¡Y cuanto tiempo hace que estás aquí?

—Desde aquel día hasta hoy habrán pasado unos dos años. ¡Dos

años, Pinocho mío, que me han parecido dos siglos!

—¿Y qué has hecho para comer? ¿Y dónde has encontrado la

vela? ¿Y de dónde has sacado las cerillas?

—Te lo contaré todo. Aquella misma borrasca que hizo volcar

mi barquilla echó a pique un buque mercante. Todos los marineros se

salvaron; pero el buque se fue al fondo, y el mismo tiburón, que sin

duda tenía aquel día un excelente apetito, después de tragarme a mí se

tragó también el buque.

—¿Cómo? ¿Se lo tragó de un solo bocado? —preguntó Pinocho

maravillado.

—De un solo bocado; y no devolvió más que el palo mayor,

porque se le había quedado entre los dientes, como si fuera una espina

de pescado. Por fortuna mía, aquel barco estaba cargado no sólo de

carne conservada en latas, sino también de galleta, o sea pan de

marineros, y botellas de vino, pasas, café, azúcar, velas y cajas de

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cerillas. Con todo esto que Dios me envió he podido arreglarme dos

años; pero hoy estoy ya en los restos: ya no queda nada que comer, y

esta vela es la última.

—¿Y después?

—¡Oh! Después, hijo mío, estaremos los dos a oscuras.

—Entonces no hay tiempo que perder, papá —dijo Pinocho—.

Debemos pensar en huir.

—¡Huir! ¿Y cómo?

—Saliendo por la boca del tiburón y echándonos a nado en el

mar.

—Sí, está muy bien; pero el caso es que yo, querido Pinocho, no

sé nadar.

—¿Y qué importa? Te pones a caballo sobre mí, y como yo soy

buen nadador, te llevaré a la orilla sano y salvo.

—¡Ilusiones, hijo mío! —replicó Gepeto moviendo la cabeza y

sonriendo melancólicamente—. ¿Te parece posible que un muñeco

que apenas tiene un metro de alto tenga fuerza bastante para llevarme

a mí sobre las espaldas?

—Haremos la prueba, y ya lo verás. De todos modos, si Dios ha

dispuesto que debemos morir, al menos tendremos el consuelo de

morir abrazados.

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Y sin decir más, tomó Pinocho la vela, y adelantándose para

alumbrar el camino, dijo a su padre:

—¡Sígueme, Y no tengas miedo!

Hicieron de este modo una buena caminata, atravesando todo el

estómago del tiburón. Pero al llegar al sitio donde empezaba la

espaciosa garganta del monstruo, se detuvieron para echar una ojeada

y escoger el momento más oportuno para la fuga.

Pues, señor, como el tiburón, viejo ya y padeciendo de asma y

de palpitaciones al corazón, tenía que dormir con la boca abierta,

acercándose más y mirando hacia arriba, pudo Pinocho ver por fuera

de aquella enorme boca abierta un buen pedazo de cielo estrellado y el

resplandor de la Luna.

—¡Esta es la gran ocasión para escaparnos! —dijo Pinocho en

voz baja a su padre—. El tiburón duerme como un lirón: el mar esta

tranquilo, y se ve como si fuera de día.

Ven, ven, papaíto, y verás como dentro de poco estamos en

salvo!

Dicho y hecho. Con mucho cuidado salieron de la garganta del

monstruo, y al llegar a su inmensa boca siguieron andando muy

despacio, de puntillas, lengua, que era tan larga y tan ancha como un

paseo. Y ya estaban para dar un salto y arrojarse a nado en el mar,

cuando al tiburón se le ocurre estornudar, y en el estornudo dio una

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sacudida tan violenta, que Pinocho y Gepeto fueron lanzados hacia

adentro, y se encontraron otra vez en el estómago del monstruo

¡Claro la vela se apagó, y padre e hijo se quedaron a oscuras!

—¡Esto sí que es bueno! —dijo Pinocho malhumorado.

—¿Lo ves, hijo, lo ves? Ahora, ¿qué hacemos?

—¿Qué hacemos? ¡Toma! ¡Ya verás! Dame la mano, y procura

no escurrirte.

—¿Dónde quieres ir?

—Pues a empezar de nuevo. Ven conmigo, y no tengas miedo.

Pinocho tomó la mano de su padre, y andando siempre sobre la

punta de los pies, consiguieron llegar otra vez a la garganta del

monstruo. Atravesaron toda la lengua, y salvaron las tres filas de

dientes. Antes de saltar al agua dijo a su padre el muñeco.

—Monta a caballo sobre mi espalda y agárrate fuerte. ¡Todo lo

fuerte que puedas! De lo demás me encargo yo.

Así lo hizo Gepeto. Y el gran Pinocho, valiente y seguro de sí

mismo, se arrojó al agua y empezó a nadar vigorosamente. El mar

estaba tranquilo como un lago; la Luna llena esparcía su pálida luz de

plata, y el tiburón seguía durmiendo con un sueño tan profundo, que

no le hubieran despertado cincuenta cañonazos.

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XXXVI XXXVI XXXVI XXXVI Por fin Pinocho deja de ser un muñeco y sePor fin Pinocho deja de ser un muñeco y sePor fin Pinocho deja de ser un muñeco y sePor fin Pinocho deja de ser un muñeco y se

transforma en un muchacho. transforma en un muchacho. transforma en un muchacho. transforma en un muchacho.

Mientras Pinocho nadaba velozmente hacia la playa, notó que

su padre, siempre a caballo sobre su espalda y con las piernas dentro

del agua, temblaba sin cesar como si estuviese con fiebre muy alta.

¿Temblaba de frío o de miedo? ¡Vaya usted a saber! Quizás de las

dos cosas. Pero Pinocho, creyendo que era solo de miedo, le dijo para

animarle:

—¡Valor, papaíto! ¡Dentro de pocos minutos llegaremos a tierra

y estaremos a salvo!

—Pero, ¿dónde está esa dichosa playa? —preguntó el viejecito,

cada vez más inquieto y mirando por todas partes—. Yo no veo más

que cielo y mar de frente, a derecha y a izquierda.

—Pues yo sí la veo —dijo el muñeco—. Te advierto que yo soy

como los gatos: veo mejor de noche que de día.

El pobre Pinocho fingía buen humor y confianza, pero... Pero

empezaba a perderla y a desazonarse. Estaba muy cansado, su

respiración era cada vez más jadeante; en suma: veía que se le acababan

las fuerzas y que la playa aún estaba muy lejos.

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Siguió nadando, nadando; pero llegó un momento en que no

pudo más, y volviendo la cabeza hacia su padre, le dijo con voz

entrecortada:

—¡Papá!... ¡Papá!... ¡No tengo fuerzas!... ¡Me muero!...

Ya estaba casi desmayado, y empezaban a hundirse los dos,

cuando oyeron una voz de guitarra desafinada que decía:

—¿Quién es el que se muere?

—iSoy yo y mi pobre papá!

—iYo conozco esa voz: ! iEres Pinocho!

—iEl mismo! Y tú, ¿quién eres!

—Yo soy el bacalao, tu compañero en la barriga del tiburón.

—¿Cómo has conseguido escapar?

—He imitado tu ejemplo. Tú me has enseñado el camino, y yo

no he hecho más que seguirte.

—¡Oh, querido bacalao; no has podido llegar más a tiempo!

iPor nuestra amistad, por la salud de la respetable bacalada, tu mujer, y

de tus bacalaítos, te ruego que nos ayudes, porque si no estamos

perdidos!

—¡Pero, hombre! ¡Pues ya lo creo! ¡Con mil amores ¡agarraros a

mi cola y dejaos llevar! ¡En cuatro minutos os conduciré a la orilla!

Ya podéis suponer que padre e hijo se apresuraron a aceptar la

amable invitación del buen bacalao; pero en vez de agarrarse a la cola,

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creyeron mucho más cómodo sentarse encima de él, pues era un

bacalao mucho mayor que los corrientes y con una fuerza tan grande,

que era campeón de boxeo en su pueblo.

—¿Pesamos mucho? —le preguntó Pinocho.

—¡Ca, hombre! ¡Absolutamente nada! ¡Me parece llevar encima

dos conchas de almeja! —respondió el complaciente bacalao.

Al llegar a la orilla saltó Pinocho el primero, y ayudó a su papá a

hacer lo mismo. Después. dirigiéndose al bacalao, le dijo con voz

conmovida:

—¡Amigo mío, has salvado a mi padre, y mi agradecimiento es

tan inmenso, que no puede expresarse con palabras! ¡No te olvidaré

nunca, porque los ingratos son los más despreciables de los hombres!

Ahora permíteme que te de un beso en señal de eterna gratitud.

El bacalao sacó la cabeza del agua, y Pinocho se acercó y le dio

un cariñoso beso en la boca. Ante esta expresiva muestra de afecto, a

la que no estaba acostumbrado, el pobre bacalao se conmovió de tal

manera, que, avergonzándose de que se le viera llorar como un

chiquillo, metió la cabeza en el agua y desapareció.

Mientras tanto se había hecho de día.

Entonces Pinocho ofreció el brazo a su padre, que apenas tenía

fuerzas para ponerse en pie, y le dijo:

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—Apóyate en mi brazo, querido papá, y vamos andando muy

despacito, como las hormigas, y cuando estemos cansados nos

sentaremos junto al camino.

—¿Y adónde vamos! —preguntó.

—En busca de una casa o de una cabaña donde nos den por

caridad un pedazo de pan y un poco de paja donde dormir.

Aun no habían andado cien pasos, cuando vieron sentados en la

linde del camino dos tipos muy feos, en actitud de pedir limosna.

Eran el gato y la zorra; pero apenas si se podía reconocerlos. El

gato, a fuerza de fingirse ciego, había cegado de verdad; y la zorra,

envejecida y desastrada, andaba con muletas y estaba sin cola, porque

hallándose un día en la mayor miseria, se vio obligada a vender su

magnífica cola a un buhonero, que la compró para hacer un

limpiatubos.

¡Oh, Pinocho! —gritó la zorra con voz plañidera—. ¡Una

limosna para dos pobres enfermos que no lo pueden ganar!

—¡No lo pueden ganar! —repitió el gato.

—¡Ah, bribones! —respondió el muñeco—. Me engañasteis

una vez, pero ya he escarmentado. Adiós granujas!

—¡Créenos, Pinochito; que ahora es verdad que somos muy

desgraciados y estamos en la miseria!

—¡En la miseria! —repitió el gato.

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—¡Si sois pobres, bien empleado os está! ¡Quien mal anda, mal

acaba! ¡Ahora pagáis las maldades que habéis cometido! ¡Adiós,

granujas!

—¡Ten lástima de nosotros!

—¡De nosotros!

—¿La tuvisteis antes de mí? ¡Adiós, granujas!

Y Pinocho y su papá siguieron su camino tranquilamente. Unos

cien pasos más allá vieron a lo lejos una preciosa cabaña de paja, con el

techo cubierto de flores azules.

—En aquella cabaña debe de vivir alguien —dijo Pinocho—.

Vamos allá, y llamaremos.

Así lo hicieron.

—¿Quién es? —dijo desde dentro una vocecita.

—¡Somos un pobre papá y un pobre hijo sin pan ni hogar!

—respondió el muñeco.

—¡Empujad la puerta y entrad! —dijo la misma vocecita.

Pinocho abrió la puerta, y entraron; pero por más que miraron,

no vieron a nadie.

—¿Dónde está el dueño de esta cabaña? —preguntó Pinocho

admirado.

—¡Aquí arriba estoy!

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Padre e hijo se volvieron hacia el techo, y vieron en una viga al

grillo parlante...

—¡Oh, mi querido grillito! —exclamó Pinocho saludando

graciosamente.

—Ahora me llamas "tu querido grillito", ¿no es verdad? Pero, ¿te

acuerdas de cuando me tirabas un mazo para arrojarme de tu casa?

—¡Tienes razón, grillito! ¡Arrójame también a mí de tu casa,

tírame otro mazo, pero ten compasión de mi pobre papá!

—Tendré compasión no sólo del pobre padre sino también del

hijo; pero te he recordado la mala acción que cometiste conmigo, para

enseñarte que en este mundo se debe ser cortés con todos si se quiere

que tengan con nosotros igual cortesía.

—¡Tienes razón, grillito; tienes razón que te sobra, y no olvidaré

nunca la lección que me has dado! Pero, oye: ¿cómo te has arreglado

para comprarte esta cabaña tan bonita?

—Esta cabaña me la regaló ayer una linda cabrita que tenía el

pelo de hermoso color azul turquesa.

—¿Y adónde se fue la cabrita? —preguntó Pinocho con

grandísimo interés.

—No lo sé.

—¿ Y cuándo volverá?

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—No volverá nunca. Ayer se marchó muy afligida, y balando

parecía decir: "¡Pobre Pinocho; ya no volveré a verle más! A estas horas

lo habrá devorado el tiburón".

—¿Dijo eso? ¡Entonces era ella, mi queridísima Hada! —gritó

Pinocho llorando y sollozando desesperadamente.

Después de llorar un buen rato se secó los ojos, y preparando un

buen lecho de paja, acostó en él al pobre viejo. Luego preguntó al

grillo parlante:

—Dime, amable grillo: ¿dónde podría encontrar un poco de

leche para mi padre?

—Ahí al lado vive el hortelano Juanón, que tiene vacas de leche,

ve a su establo y encontrarás lo que buscas.

Pinocho fue a casa del hortelano Juanón, pero éste le dijo:

—¿Cuánta leche quieres?

Un vaso lleno.

—Un vaso lleno cuesta diez céntimos. Dame primero los

cuartos.

—Pero, ¡si no tengo un céntimo! —respondió Pinocho

tristemente.

—Pues, hijo —replicó el hortelano—, si tú no tienes un

céntimo, yo no tengo ni un dedo de leche.

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—¡Todo sea por Dios! —dijo Pinocho haciendo ademán de

marcharse.

—¡Espera un poco! —exclamó entonces Juanón—. Creo que

aún podremos arreglarnos. ¿Quieres dar vueltas a la noria?

—¿Y qué es la noria?

—Pues mira: no es más que ir tirando de ese palo largo que ves

ahí, y que sirve para sacar del pozo agua con que regar las hortalizas.

—Probaré.

—Si me sacas cien cubos de agua, te daré en cambio un vaso de

leche.

—¡Está bien!

Juanón condujo a Pinocho a la huerta, y le enseñó la manera de

sacar agua de la noria. Pinocho se puso en el acto al trabajo; pero antes

de haber sacado los cien cubos de agua estaba ya bañado en sudor de la

cabeza a los pies. Nunca había sentido tanta fatiga.

—Hasta ahora venía haciendo es te trabajo mi borriquillo —dijo

el hortelano—, pero el pobre animal se está muriendo.

—¿Podría verle? —dijo Pinocho.

—Sin inconveniente. Ven conmigo.

Apenas hubo entrado Pinocho en la cuadra, vio un lindo

borriquillo extendido sobre la paja; se conocía a primera vista que el

hambre y el exceso de trabajo habían llevado a aquel pobre animal a

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Page 218: LAS AVENTURAS DE PINOCHO - HISTORIA DE UNA · PDF filePor fin Pinocho deja de ser un muñeco y se transforma en un 210 muchacho. XXXVI.-Pinocho encuentra en el cuerpo del tiburón...

tan desesperada situación. Después de mirar fijamente al burro, se dijo

Pinocho:

—¡Yo conozco a este borrico! ¡Su cara no es nueva para mí!

Y arrodillándose al lado del animal, le preguntó en lenguaje

asnal.

—¿Quién eres?

Al oír esta pregunta, abrió el borriquillo los moribundos ojos, y

balbuceó en el mismo lenguaje:

—¡Soy Pa... bi... lo...!

Y, cerrando los ojos, expiró.

—¡Pobre Pabilo! —dijo Pinocho a media voz, y tomando un

puñado de paja, se enjugo una lágrima que corría por sus mejillas.

—Mucho te conmueve la muerte de un burro que no te ha

costado nada —dijo el hortelano—. Pues, ¿qué debía hacer entonces

yo que le he comprado con mi dinero contante y sonante?

—Le diré a usted. Era amigo mío...

—¿Amigo tuyo?

—Y compañero de escuela.

—¿Cómo? —exclamó Juanón soltando una carcajada—. ¿Has

tenido burros por compañeros de escuela? ¡Valientes estudios haríais!

Mortificado por estas palabras, no respondió Pinocho; tomó su

vaso de leche, aún caliente, y se fue a la cabaña.

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Page 219: LAS AVENTURAS DE PINOCHO - HISTORIA DE UNA · PDF filePor fin Pinocho deja de ser un muñeco y se transforma en un 210 muchacho. XXXVI.-Pinocho encuentra en el cuerpo del tiburón...

Y desde aquel día en adelante, se levantó todas las mañanas antes

del alba para ir a la noria, y ganar de este modo aquel vaso de leche

que sentaba tan bien a su pobre padre. No se contentó con esto, sino

que andando el tiempo se dedicó a fabricar cestas y canastos de junco,

y con el dinero que ganaba atendía cuidadosamente a los gastos

necesarios. Fabricó también, entre otras muchas cosas, un elegante

carrito para llevar a su papá de paseo cuando hacía buen tiempo, para

que tomase el aire y el sol.

Durante las primeras horas de la noche se ejercitaba en leer y

escribir. Por unos cuantos céntimos había comprado en la población

vecina un libro muy grande, al cual sólo le faltaban unas hojas del

principio y el índice, y en este libro hacía su lectura. Para escribir se

servía de una paja cortada a guisa de pluma; y como no tenía tinta, ni

siquiera de calamares, mojaba su pluma en una jícara en la que había

echado jugo de moras o de guindas.

Con su constante deseo de trabajar y su incansable actividad, no

sólo conseguía atender cumplidamente a todas las necesidades de la

vida, y especialmente a las de su padre enfermo, sino que había podido

ahorrar hasta unas cuarenta perras chicas para comprarse un traje

nuevo.

Una mañana dijo a su padre:

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Page 220: LAS AVENTURAS DE PINOCHO - HISTORIA DE UNA · PDF filePor fin Pinocho deja de ser un muñeco y se transforma en un 210 muchacho. XXXVI.-Pinocho encuentra en el cuerpo del tiburón...

—Me voy al mercado vecino para comprarme una chaqueta, un

gorro y un par de zapatos. Cuando vuelva a casa —agregó

sonriendo—, estaré tan elegante, que no me cambiaré por un gran

señor.

Y en cuanto salió de casa, comenzó a correr alegre y contento.

A poco oyó que pronunciaban su nombre, y al volverse vio un caracol

que salía de entre un matorral.

—¿No te acuerdas de mi?

—Por un lado me parece que sí, y por otro que no.

—¿No te acuerdas de aquel caracol que estaba al servicio del

Hada de cabellos azules? ¿No te acuerdas de aquella noche que bajé a

abrirte la puerta y estabas con un pie sujeto entre las tablas?

—Me acuerdo de todo —interrumpió Pinocho—; pero

contéstame en seguida, mi buen caracol. ¿Dónde has dejado a mi

buena Hada? ¿Qué hace? ¿Me ha perdonado? ¿Se acuerda de mi? ¿Sigue

queriéndome lo mismo? ¿Está muy lejos de aquí? ¿Dónde podría

encontrarla?

A todas estas preguntas, hechas precipitadamente y sin tomar

aliento, contestó el caracol con su acostumbrada calma:

—Pinocho mío, la pobre Hada esta en el hospital.

—¿En el hospital?

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—Desgraciadamente. Perseguida por las calamidades y

gravemente enferma, hoy no tiene ni para comprar un triste pedazo de

pan.

—Pero, ¿es de veras? ¡Oh, qué pena tan grande! ¡Pobre Hada

mía! ¡Si tuviera un millón, correría para entregárselo, pero no tengo

más que cuarenta perros chicos! ¡Míralos! Era lo justo para comprarme

un traje nuevo. ¡Tómalos, caracol, y corre a llevárselos a mi buen

Hada!

—¿Y tu traje nuevo?

—¿Qué importa del traje nuevo? ¡Vendería hasta los harapos

que llevo encima para poder ayudarla! ¡Anda, caracol, despacha

pronto! Vuelve por aquí dentro de dos días, y espero que podré darte

alguna otra perrilla. Hasta ahora he trabajado para mantener a mi

padre; desde hoy en adelante, trabajaré cinco horas más para mantener

también a mi buena mamá. ¡Vete ya, caracol, y hasta dentro de dos

días!

Contra su costumbre, echó a correr el caracol como una

lagartija durante los calores del verano.

Cuando Pinocho volvió a la cabaña, le preguntó su papá:

—¿Y el vestido nuevo?

—No he podido encontrar uno que me sentara bien. ¡Paciencia!

¡Otra vez lo compraré!

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Page 222: LAS AVENTURAS DE PINOCHO - HISTORIA DE UNA · PDF filePor fin Pinocho deja de ser un muñeco y se transforma en un 210 muchacho. XXXVI.-Pinocho encuentra en el cuerpo del tiburón...

En vez de velar aquella noche hasta las diez, Pinocho estuvo

trabajando hasta después de media noche, y en vez de ocho canastos

hizo dieciséis.

Después se acostó, y se quedo dormido. Y mientras dormía, le

pareció que veía en sueños a su Hada, bella y risueña, que le decía,

después de haberle besado cariñosamente.

—¡Muy bien, Pinocho! ¡Por el buen corazón que has

demostrado tener, te perdono todas las travesuras que has hecho hasta

hoy! Los muchachos que atienden amorosamente a sus padres en la

miseria y en la enfermedad, merecen siempre ser queridos, aunque no

se los pueda citar como modelos de obediencia ni de buena conducta.

Ten juicio en adelante, y serás feliz.

En este momento terminó el sueño y despertó Pinocho.

Ahora imaginaos vosotros cual sería su estupor cuando, al

despertar, advirtió que ya no era un muñeco de madera, sino que se

había convertido en un chico como todos los demás.

Miró en torno suyo, y en vez de las paredes de paja de la cabaña,

vio una linda habitación amueblada con elegante sencillez. Salió de la

cama y se encontró con un lindo traje nuevo, una gorra nueva y un

par de precios os zapatos de charol.

Apenas se hubo vestido, sintió el natural deseo de registrar los

bolsillos; y al meter la mano, encontró un portamonedas de marfil

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que tenía escritas las siguientes palabras: "El Hada de los cabellos azules

devuelve a su querido Pinocho los cuarenta perros chicos, y le agradece

mucho su buena acción". Cuando abrió el portamonedas, en vez de

cuarenta monedas de cobre encontró otras cuarenta relucientes

monedas de oro.

Luego, fue a mirarse al espejo, y le pareció ser otro. No vio ya

reflejada en él la acostumbrada imagen del muñeco de madera, sino la

imagen viva e inteligente de un lindo muchacho con los cabellos

castaños, los ojos celestes y con un aire alegre y festivo como la pascua

florida.

En medio de tan maravillosos sucesos, ya no sabía Pinocho si

todo era realidad o estaba soñando con los ojos abiertos.

—¿Dónde está mi papa? —gritó poco después; y entrando en

una habitación contigua, encontró al viejo Gepeto sano, listo y con su

antiguo buen humor, que habiendo vuelto a su oficio de tallista,

estaba dibujando una preciosa cornisa adornada de hojas, de flores y de

cabezas de diversos animales.

—¡Papá mío! Dime, por favor, ¿qué quiere decir todo esto?

¿Cómo se explican estos cambios tan imprevistos? —le preguntó

Pinocho, saltando a su cuello y cubriéndole el rostro de besos.

—Todos estos cambios imprevistos son debidos a tus méritos.

—¿Por qué a mis méritos?

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—Porque cuando los muchachos se convierten de malos a

buenos, tienen la virtud de dar otro aspecto nuevo y mejor a su familia

y a todo lo que los rodea.

—¿Donde se habrá escondido el viejo Pinocho de madera?

—Helo ahí —contestó Gepeto, y le indicó un gran muñeco

apoyado en una silla, con la cabeza inclinada a un lado, los brazos

colgando y las piernas cruzadas y dobladas por la mitad, de tal forma

que parecía un milagro que se pudiese sostener derecho.

Pinocho se volvió a contemplarlo y, cuando lo hubo observado

un poco, dijo para sí con grandísima complacencia:

—¡Qué cómico resultaba yo cuando era un muñeco! ¡Y qué

contento estoy ahora de haberme transformado en un chico como es

debido!

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