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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXIII, No. 66. Lima-Hanover, 2º Semestre de 2007, pp. 53-76 LA VOLUNTAD REVOLUCIONARIA. SOBRE LAS MEMORIAS DE JOSÉ VASCONCELOS Horacio Legrás Universidad de California, Irvine Expulsado de mi país por las balas de Ca- rranza y por el asco de la situación que triunfaba, me encerré en la Biblioteca de Nueva York y allí tuve por patria a la filoso- fía griega. José Vasconcelos, La tormenta. Vasconcelos ha sido a menudo caracterizado como una figura ecléctica y contradictoria de la revolución mexicana. En su agudo estudio de la vida del intelectual mexicano, Luis A. Marentes hablará, con justicia, de “sus muchas contradicciones”. El hecho de que Vas- concelos acabara su vida coqueteando con el fascismo y entregado a un catolicismo reaccionario alimentó hipótesis acerca de lo cir- cunstancial o caprichoso de su participación en el proceso revolu- cionario entre los años 1910 y 1928. Un poco a contrapelo de estas tendencias, este ensayo se propone mostrar cuánto hay de metódi- co, antes que azaroso, en la concepción vasconceleana de lo políti- co y, más particularmente, en qué sentido su trayectoria resulta ejemplar de la inscripción del intelectual en la revolución. Contra lo que Vasconcelos mismo sugiere (“lo mejor que se puede hacer con una revolución es liquidarla”, escribirá célebremente en La flama) la revolución no es un obstáculo que se interpuso en su camino inte- lectual sino la condición de posibilidad de ese camino. En ese senti- do hay que decir que aun los textos más excéntricos, “reacciona- rios” o conservadores, del pensador mexicano se encuentran en re- lación directa y causal con la tradición revolucionaria. Para decirlo con un ejemplo: Vasconcelos no escribió La raza cósmica o su Esté- tica a pesar de ser un revolucionario, sino precisamente, a causa de serlo. Como todos los mexicanos, sin embargo, Vasconcelos tuvo que reaccionar al hecho revolucionario con bagajes intelectuales e ideas

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXIII, No. 66. Lima-Hanover, 2º Semestre de 2007, pp. 53-76

LA VOLUNTAD REVOLUCIONARIA. SOBRE LAS MEMORIAS DE JOSÉ VASCONCELOS

Horacio Legrás Universidad de California, Irvine

Expulsado de mi país por las balas de Ca-rranza y por el asco de la situación que triunfaba, me encerré en la Biblioteca de Nueva York y allí tuve por patria a la filoso-fía griega.

José Vasconcelos, La tormenta.

Vasconcelos ha sido a menudo caracterizado como una figura ecléctica y contradictoria de la revolución mexicana. En su agudo estudio de la vida del intelectual mexicano, Luis A. Marentes hablará, con justicia, de “sus muchas contradicciones”. El hecho de que Vas-concelos acabara su vida coqueteando con el fascismo y entregado a un catolicismo reaccionario alimentó hipótesis acerca de lo cir-cunstancial o caprichoso de su participación en el proceso revolu-cionario entre los años 1910 y 1928. Un poco a contrapelo de estas tendencias, este ensayo se propone mostrar cuánto hay de metódi-co, antes que azaroso, en la concepción vasconceleana de lo políti-co y, más particularmente, en qué sentido su trayectoria resulta ejemplar de la inscripción del intelectual en la revolución. Contra lo que Vasconcelos mismo sugiere (“lo mejor que se puede hacer con una revolución es liquidarla”, escribirá célebremente en La flama) la revolución no es un obstáculo que se interpuso en su camino inte-lectual sino la condición de posibilidad de ese camino. En ese senti-do hay que decir que aun los textos más excéntricos, “reacciona-rios” o conservadores, del pensador mexicano se encuentran en re-lación directa y causal con la tradición revolucionaria. Para decirlo con un ejemplo: Vasconcelos no escribió La raza cósmica o su Esté-tica a pesar de ser un revolucionario, sino precisamente, a causa de serlo.

Como todos los mexicanos, sin embargo, Vasconcelos tuvo que reaccionar al hecho revolucionario con bagajes intelectuales e ideas

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que necesariamente precedían un evento que, como pocos en el si-glo XX, fue digno de ese nombre. En tal sentido, el título Ulises Crio-llo que identifica el primer volumen de las memorias (y eventualmen-te las memorias en su totalidad ya que los volúmenes subsiguientes son a menudo presentados como partes del primero) condensa ad-mirablemente los dos programas que definen el estilo de política cul-tural del ministro de Obregón: el arielismo por un lado y la teoría del estado estético por el otro1. La expresión estado estético, que pare-ce haber sido usada por primera vez por Friedrich Schiller en sus Cartas sobre la educación estética, se convierte a lo largo del siglo XIX en la forma dominante en que se concibe la relación entre esta-do y cultura tanto en Europa como en Latinoamérica. El estado esté-tico busca una respuesta a la pregunta acerca de qué elementos pueden funcionar como un denominador común para el sujeto mo-derno toda vez que su experiencia esté hecha de una dislocación de su vida entre planos irreconciliables como lo público y lo privado, ciencia y religión, política y moralidad, interés e ideología. La res-puesta de Schiller y de toda su posteridad –incluyendo en esa poste-ridad al Ateneo de la Juventud y a sus miembros particulares des-pués de la disolución de éste– es que sólo el arte ofrece una expe-riencia lo suficientemente universal y aurática como para restaurar un sentido de humanidad cuyo descubrimiento y justificación había sido uno de los logros fundamentales de la ilustración.

Las bases para el rol unificador y abarcador de la estética habían sido sentadas por Kant en su tercera crítica, en términos de lo que Kant denomina la antinomia del juicio estético: cuando juzgamos al-go como bello lo hacemos como si nuestro juicio revelara un valor absoluto (universal) con el cual otros seres humanos deberían estar de acuerdo y sin embargo somos simultáneamente conscientes de que estamos apuntando a un dato interno de nuestra sensibilidad que no puede ser objetivamente corroborado. Lo importante de esta operación es que cuando solicitamos, aunque sea implícitamente, un acuerdo generalizado con nuestro juicio estamos en verdad asu-miendo una constitución similar en todos los seres humanos. El jui-cio estético nos revela así una ética universalizante que presupone una raíz común, indivisa para toda la humanidad. Se pueden hacer muchas objeciones a este punto de vista: Kant no anticipa el mo-mento en que la fealdad será solamente un instante en la dialéctica de la belleza (Rubén Darío será el primer artista latinoamericano en advertir esta dinámica) y cuando Kant mismo utiliza la universalidad que el juicio estético abre, lo hace provincianamente, para excluir lo que denomina barbarismo en la estética. Pero todo esto no invalida

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el doble juego de universalidad y comunidad profunda (sensus communis) que sustenta hasta hoy el valor de la estética.

La tradición del estado estético percibió la antigüedad griega como la encarnación práctica de sus principios. A los ojos de sus ideólogos (como Schiller, Hegel o Nietzsche) Grecia es ejemplar de la comunidad orgánica, esto es, una comunidad todavía no desagre-gada en términos de la competencia de intereses que caracteriza la cultura capitalista moderna; y el arte griego es a la vez reflejo y artífi-ce de esa organicidad. Ahora bien, mientras que en Grecia la organi-cidad de la comunidad acompaña a la vida artística, en la moderni-dad el arte debe dar una imagen de organicidad que no tiene prece-dentes en el terreno de la realidad social. La utilización del arte para los fines de la conformación estatal es, por supuesto, el rasgo distin-tivo de la actividad de Vasconcelos como ministro de educación en el período 1921-1924; un rasgo reflejado sobre todo en el llamado que Vasconcelos hace a los muralistas y a otros intelectuales para organizar el renacimiento cultural de México.

El arielismo, que puede ser considerado, sin desmerecer su origi-nalidad, como una variante de la ideología del estado estético, es introducido en México por Pedro Henríquez Ureña, quien se encarga de diseminar la obra de Rodó también en Cuba y República Domini-cana. Presentado en el Ateneo a través de una conferencia del mis-mo Henríquez Ureña, el pan-hispanismo del texto de Rodó, junto a su elogio de la vida estética y la crítica del utilitarismo anglosajón, fueron rápidamente asimilados como una suerte de ideología nacio-nal por autores como Martín Luis Guzmán y el mismo Vasconcelos. Existían por supuesto diferencias sutiles y fundamentales entre las distintas apropiaciones del texto de Rodó. Henríquez Ureña (“La obra de José Enrique Rodó”), por caso, le imprimió a su arielismo una sobria ética burguesa que alivió las aristas anti-modernizantes y anti-americanistas de Rodó. Vasconcelos, por su parte, le agregó un catolicismo sincero y fervoroso destinado sobre todo a funcionar como una barrera cultural frente a las aspiraciones hegemónicas de los Estados Unidos sobre la América hispana.

La conflación de estado estético y arielismo tan característica de las memorias y de la actividad intelectual de Vasconcelos se revela en toda su profundidad en un episodio excepcional de La Tormenta (segundo volumen de las memorias) titulado “En la isla de los Pira-tas”. Este episodio relata una misión oficial que Venustiano Carran-za, primer jefe de la revolución, le confía a Vasconcelos hacia 1914. Vasconcelos está encargado de boicotear algunas operaciones fi-nancieras que el régimen de Huerta se dispone a realizar en Europa. Antes de su llegada a Londres, encontramos a Vasconcelos cómo-

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damente instalado en el camarote de su barco, leyendo un manual turístico “que habilita para recorrer los museos” (745). La imagen del revolucionario connoisseur, económicamente independiente, viajan-do al centro de irradiación de la cultura con un programa que es si-multáneamente político y cultural en su naturaleza, no tiene por su-puesto nada de sorprendente.

El primer día en Londres, sin embargo, Vasconcelos, acompaña-do de su amante, Elena Arizmendi, a quien esconde detrás del nom-bre Adriana, se aloja en un hotel estratégicamente localizado cerca del museo británico y al día siguiente, él y Adriana salen a la calle “dispuestos a olvidar el siglo, a desdeñar la contemporaneidad, para dedicarnos por entero a la visita y adoración de las esculturas de Fi-dias”. El arte parece guardar en Vasconcelos una promesa de felici-dad. “Con todo lo que sobre estas estatuas se ha escrito” comenta “y por muy atiborrado de lecturas que a ellas se llegue, todavía la emoción es virginal y profunda para cada uno que las mira por pri-mera vez” (746). Vasconcelos es consciente de que su decisión pue-de sorprender al lector y por eso postula una unidad entre un objeti-vo inmediato, la revolución, y un objetivo mediato, la unión de doc-trinas y tendencias que servirá al fin último de la revolución. Hay que notar que esta post-posición del interés inmediato es ya la cifra misma de la cultura en la teoría del estado estético. La cultura releva a la política y la incorpora en una esfera más comprensiva. Si, como muchos comentaristas afirman, la filosofía de Kant es el emprendi-miento que otorga al estado estético no sólo su posibilidad concep-tual sino también su inspiración política, vale la pena entonces re-cordar aquí que el programa kanteano implicaba una suerte de “sendero hacia la revolución" cuyos resultados podían muy bien co-incidir con lo que había pasado en Francia, pero en un futuro tan dis-tante como indeterminado (Kouvelakis 11).

La post-posición de la tarea revolucionaria está así, paradójica, pero rigurosamente en línea con lo que será de hecho una premisa fundamental del gobierno post-revolucionario: la utilización de la cul-tura como forma de gobernabilidad. A diferencia del estado post-revolucionario, Vasconcelos percibe indistintamente al arte y a la re-ligión (evocada en la palabra “adoración”) como formas capaces de administrar la cura al mal moderno. Ambos, arte y religión, pueden jugar ese rol porque a diferencia de la política no son formas mera-mente agónicas y antagónicas de relación social. Ambas presupo-nen una comunidad de sentimientos e intereses cuya existencia es-taba lejos de ser evidente en los primeros años de agitación revolu-cionaria. Finalmente, ambas guardan además una relación intrínseca a una dimensión moral –en Vasconcelos opera todavía la identifica-

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ción platónica entre lo bello y lo bueno– y la moral será la herramien-ta que permitirá limar las aristas agónicas de la política y emparen-tarla con los dos discursos comunitarios fundamentales, arte y reli-gión.

Es en virtud misma de este sistema tan coherente de equivalen-cias que sorprende que, en el mismo aliento en el que se nos ha hablado de la experiencia transfigurante a la que da lugar el arte cuando el observador se abandona totalmente a su encanto, se nos despierte de este ensueño para colocarnos violentamente en el mundo del interés que el arte debía supuestamente cancelar. Las esculturas de Fidias, que justifican la travesía del Atlántico, que re-ponen un sentido original a quien las admira y cuya importancia al-canza para post-poner la inmediatez del tiempo histórico (“ya le lle-garía su hora a lo inmediato”, dice) fueron, agrega Vasconcelos en el cierre de su oración, “arrancadas al tímpano del Partenón, en bene-ficio del British Museum” (745-746). Uno no puede menos que admi-rar la virtud sintético-poética de este pasaje. Cada palabra es insus-tituible. Se dirige a su objeto como una flecha y acarrea con ella todo el sistema de valoraciones que implícitamente Vasconcelos ha veni-do construyendo a lo largo del capítulo. Vasconcelos, quien sólo unas líneas más arriba ha escrito “museo británico” escribe ahora “British Museum”. El cambio de código refleja y refuerza un cambio en el afecto. A sabiendas del rol que la defensa de la lengua españo-la toma en el arielismo, no es posible adjudicar a la mera casualidad este cambio de registro. En el preciso momento en que la universali-dad del arte se rompe y es reemplazada por una localización especí-fica, la universidad lingüística también se rompe y el particularismo de una rapiña colonial es subrayado por el cambio del español al in-glés. La adscripción de un solo motivo a la vocación cultural de In-glaterra, la ganancia, el beneficio, es, por supuesto, también un mo-mento arielista. Las consecuencias de esta ruptura son vastas.

El goce del arte, que ha sido preparado por lecturas, expectativas y la elección estratégica de un hotel, se ve de repente manchado por la irrefutable existencia del imperialismo como condición material de ese goce. La emoción virginal de la cual habla Vasconcelos, y que invade a aquellos que ven esas estatuas ‘por primera vez’, se opone puntualmente a la expresión “arrancadas al tímpano del Partenón” por la cual la fragilidad temporal de la “primera vez” queda hecha añicos por una retórica que remarca la violencia y la violación. La re-lación estética original o mejor dicho, la estética misma como mo-mento inaugural de toda originalidad (como dice Agamben [61], lo original se opone a la copia no como novedad sino en tanto es auto-suficiente o auto-generado) no puede ser actualizada porque emerge

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ya atravesada por una violencia colonial que es ahora el marco mis-mo de su condición de existencia. Aunque Vasconcelos no desarro-lla este punto, se puede legítimamente inferir una crítica general del museo como la institución imperial por excelencia. En el museo la cultura no puede vivir su sueño orgánico porque su forma de presen-tación misma supone desplazamientos que recuerdan constante-mente la violencia que acompaña con una sombra de barbarie todo monumento de civilización. En cierto sentido la adopción del arielis-mo por parte de Vasconcelos, esto es, la adopción de una estrategia que encuentra en rasgos culturales la manifestación de un antago-nismo político, implica ya una ruina de los preceptos del estado es-tético. Tal vez por esto, Rodó prefirió ignorar, como le objeta Henrí-quez Ureña, el formidable apoyo al arte y a las ciencias en la socie-dad norteamericana de cambio de siglo. Lo cierto es que la incorpo-ración de las formas agónicas de la política en el terreno pacificador de la cultura tenía, como su más notoria limitación, la politización misma de la cultura y por lo tanto, en una medida todavía imposible de calcular, el cuestionamiento de la habilidad de la cultura de crear la síntesis consensual que define su especificidad en el mundo mo-derno. En el caso de Vasconcelos, el hecho de que la duda sobre la capacidad redentora del arte se instale ya en la misma página que decreta la superioridad moral del arte sobre la vida práctica está le-jos de constituir un simple exabrupto. Prepara en realidad el camino para una exposición sistemática de la imposible reconciliación entre ambos registros.

El museo le ofrece a Vasconcelos la prueba incontrastable de la veracidad de su diagnóstico: “En la sala misma de Fidias, si mal no recuerdo, advertimos un letrero ofensivo de la verdad, insolente para todo el que respeta lo ajeno. ‘Fueron rescatadas estas obras –decía– por Lord Elgin, quien las trajo a Inglaterra a fin de ponerlas a salvo de la incuria de los nativos’” (747). Hay que notar la paradoja del escri-tor post-colonial que debe usar el mismo verbo (rescatar) que los co-lonizadores españoles que él idolatra para referirse al pillaje colonial que ahora detesta. La coincidencia es especialmente significativa porque el letrero que dispara la indignación de Vasconcelos está es-crito (o recordado) también en un curioso tono colonial: la incuria de los nativos. Es imposible que Vasconcelos no haya notado cierto aire de parentesco de toda la periferia excluida y sometida a los dictados de una nueva articulación imperial. De hecho, es en términos mani-fiestamente geopolíticos que presenta ahora su decisión de oponer-se a “todo lo que provenga del norte” (746) hoy dominante. Esta afi-nidad con la periferia poscolonial (cuya existencia Vasconcelos su-giere en varios momentos de las memorias) es bloqueada por la in-

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terpretación arielista de la tensión post-colonial. Ante la mirada tal vez atenta de Adriana, Vasconcelos se explaya en un contraste entre el norte que todo lo copia y lo apropia y el mundo latino, mediterrá-neo, verdadero productor de cultura y guardián de los logros clási-cos. (La residencia del arte en la capital inglesa es una suerte de aberración histórica, un simple acto de piratería).

La visita al museo británico abre la revelación de una guerra de longue dureé contra el mundo anglosajón. Esta es la tesis avanzada en La raza cósmica donde este antagonismo racial figura incluso el motor y el destino de la historia universal. En La tormenta, esta ten-sión geopolítica alcanza su clímax frente a un monumento que, junto a la estatua a Nelson, Vasconcelos encuentra a la vez admirable y detestable –en otras palabras, sublime. Se trata de un arco dedicado “To the English Speaking People of the World" (756). Vasconcelos lee en el monumento una admisión de aquello que el imperio británi-co había siempre negado: que su fundación no descansa en la uni-versalidad abierta por el libre juego de las fuerzas de mercado, sino en una alianza étnica y lingüística.

A esa solidaridad anglosajona Vasconcelos opone la miserable disgregación que predomina en Latinoamérica y que engendra una incapacidad política de oponerse a los designios imperiales de Ingla-terra y los Estados Unidos. Éste es el origen de la crítica que Vas-concelos hace del nacionalismo latinoamericano y de sus represen-tantes como Juárez. Como contrapartida, Vasconcelos vuelve la vis-ta al viejo ideal bolivariano de una sociedad latinoamericana de na-ciones que ha ya demostrado su inviabilidad. No porque tal herman-dad no pueda ser construida. De hecho, como Vasconcelos sabe muy bien, Latinoamérica como ideal y aun como comunidad imagi-naria tiene una existencia consolidada hacia 1914 (momento de la anécdota) y mucho más hacia 1935 (momento de la escritura). Pero no puede obtener una consistencia estructural excepto al nivel de industria cultural y aun en este campo tan solo a través de poderes extranjeros, como los Estados Unidos, en el área de las comunica-ciones y la educación, y España en el área editorial. Tal vez por eso, la mirada de Vasconcelos se vuelve hacia el pasado, esto es, hacia lo definitivo. “De mí” concluye sombríamente, “sé decir que educado también en el odio de nuestra sangre española, bastardeado por una doctrina que presenta a Juárez como un salvador y no hizo otra cosa que entregar al yankee el alma nacional, acostumbrado a disertar contra el oscurantismo hispánico y en pro de un liberalismo abstrac-to, allí, frente al monumento de las naciones inglesas, sentí, por pri-mera vez, en toda su profundidad la amargura de la derrota de la In-vencible” (756).

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Religión popular y utopía revolucionaria

Podría pensarse que la conjunción de arielismo y estado estético condenan a Vasconcelos a una posición meramente reactiva en polí-tica, o incluso a una falta total de política. La sola importancia que la figura de Vasconcelos tiene para la formación práctica e imaginaria del México moderno bastaría para desmentir esta perspectiva. Sin embargo, si la contribución efectiva de Vasconcelos a la formación del estado post-revolucionario es difícil de circunscribir, esto se de-be en parte al estilo elusivo con que el ministro se acercó a la pro-blemática política. Un índice de esta dificultad es lo que podemos denominar “la utopía vasconceleana”. Vasconcelos quiso ser presi-dente de México. ¿Qué tipo de sociedad imaginaba? ¿Y cómo se relaciona ese imaginario con su propia formación intelectual? De manera tal vez un poco sorprendente para todos los que conocen la pasión eurocéntrica de Vasconcelos, su utopía (y hay que insistir: esta es una utopía revolucionaria, su sentido es inseparable de la posibilidad de realizarse y de su función en un esquema político ma-yor) fue la de una pequeña comunidad provinciana, multicultural y multiclasista, organizada alrededor de los rituales hispánicos repre-sentados sobre todo en la tutela espiritual de la iglesia católica.

Los ejemplos prácticos de esta comunidad son recuperados, como pude esperarse, de las memorias de la infancia. No se trata sin embargo de un simple momento de añoranza, aun si la añoranza puede llegar a jugar un rol en su conformación. De hecho no cual-quier localización provinciana serviría los propósitos de la comuni-dad orgánica. En el Ulises Criollo, Vasconcelos recuerda los años de infancia transcurridos en Piedras Negras, una pequeña ciudad fron-teriza en el norte de México, enfrentada a su rival americana Eagle Pass. (Vasconcelos va a la escuela en el lado americano donde ad-quiere un dominio del inglés que será instrumental para su carrera profesional.) Pese a ser el lugar donde transcurren los años formati-vos de su infancia, es indicativo que Piedras Negras no es nunca, ni podría serlo, un modelo comunitario para toda la nación. La razón para esto reside en que en Piedras Negras todo sentido de mexica-nidad está mediado por su contraparte norteamericana. Piedras Ne-gras es un espacio meramente reactivo en el cual el sentido de lo mexicano, preanunciando ya lo que Vasconcelos llamará “pochis-mo”, resulta de una emulación e incluso alienación en su otro espe-cular. De aquí que las memorias de Piedras Negras estén permeadas por una fuerte discursividad arielista.

En este punto vale la pena recordar que una de las razones por las cuales el arielismo puso tanto énfasis en los aspectos culturales

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de la resistencia latinoamericana a la modernización anglosajona tu-vo que ver con la percepción de que la dominación nórdica amena-zaba con aniquilar la existencia misma de la América hispana en tan-to tendía a reemplazar las formas vitales de la latinidad por su con-traparte anglosajona. Cierto genocidio cultural aparecía, en los pro-nósticos más ominosos, como una de las resultantes fundamentales de la colonización del imaginario nacional y social por las fuerzas de la expansión capitalista. La estadía de Vasconcelos en Piedas Ne-gras coincide, de hecho, con el comienzo de la ola modernizadora que hará de los Estados Unidos un paradigma de prosperidad para todo el planeta. En Piedras Negras, Vasconcelos tiene una experien-cia directa de este desarrollo desenfrenado que amenaza con devo-rar y hacer desaparecer el alma del México provincial. Porque por un tiempo, hay que decirlo, Piedras Negras pudo sintetizar el espíritu mexicano que Vasconcelos intenta oponer a la voracidad yankee. En las memorias, Vasconcelos todavía puede recordar una época cuan-do Piedras Negras aparecía como más agraciada que su rival Eagle Pass. Las festividades públicas del lado mexicano ejercían una es-pecie de supremacía aristocrática en la frontera. Lentamente, sin embargo, las cosas comenzaron a cambiar: “Durante mucho tiempo el tono social lo dio Piedras Negras […] Pero gradualmente, Eagle Pass adelantaba. Casi de la noche a la mañana se erguían edificios de cuatro y cinco pisos, se asfaltaban avenidas. Entretanto, Piedras Negras entregábase a las conmemoraciones y holgorios sobre el ba-surero de las calles y las ruinas de una construcción urbana elemen-tal” (324). Hasta que llegó el momento en que Eagle Pass fue la uto-pía de Piedras Negras.

Vasconcelos vuelve entonces la mirada hacia un México profun-do, pero uno que en vez de ser indígena, es fundamentalmente cató-lico y español. La primera mención que tenemos de éste, es cuando Vasconcelos viaja con su familia en una vacación a Durango. En una oración que coloca toda la problemática en una relación de compe-tencia y emulación con el gigante vecino modernizador, Vasconcelos informa a sus lectores que, a diferencia de los mexicanos que se va-naglorian de pasar sus vacaciones en San Antonio, Texas, su padre decide tomar el camino “de la verdadera civilización” y dirigirse a Durango, “donde la piedra labrada” triunfa sobre el cemento en bru-to (332). La referencia a “la verdadera civilización” es algo más que un exabrupto arielista. (Además sería incorrecto creer a Vasconcelos incapaz de apreciar los aspectos positivos del modelo norteameri-cano2). Aunque Vasconcelos diga que tomando la ruta del sur, su padre “le volvía ostentosamente la espalda al progreso, a lo “yan-qui”, la utopía no busca darle la espalda a la historia sino otorgarle

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una forma específica. En este caso, la utopía responde a la exigencia de constituir una ciudadanía capaz de ser parte integral de una mo-dernización capitalista de matriz mexicana –una tarea para nada desdeñable si se recuerdan las condiciones de discriminación étnica y lingüística que predominaron durante la modernización porfirista en el terreno de la innovación industrial y tecnológica.

La vacación en Durango coincide con las festividades de semana santa. La mirada del narrador desciende lentamente sobre la fiesta desde la torre de la catedral y sus campanas. El motivo del edificio, quiero hacer notar, no es nunca incidental en Vasconcelos. Las me-morias contienen abundantes referencias a la arquitectura como el momento de Bildung para el sujeto, una verdadera manifestación del poder modelizante de la cultura. En la introducción a La Tormenta Vasconcelos ha excusado sus persistentes contradicciones defi-niéndose como una catedral, y cuando sea ministro de educación escogerá selectivamente los edificios que deban representar la fun-ción estatal y se ocupará personalmente de supervisar los motivos de su ornamentación. Piedras Negras, recordemos, es condenada por su urbanismo elemental, uno donde no se actualiza el predomi-nio de la piedra labrada sobre el cemento en bruto. La catedral de Durango es, sin embargo, solo notoria por su discreción. No obstan-te, el poder de la iglesia reina allí supremo: “Ningún visitante inquiría el nombre del gobernador, lacayo más o menos tolerable de la dic-tadura imperante, [la escena toma lugar durante el porfiriato] pero todos observaban curiosos el birrete morado del obispo y se apretu-jaban para escuchar la elocuencia de los sermones en los oficios” (336). La oposición entre el gobernador y la iglesia refleja aquella en-tre arte y política que había estallado en el museo británico. En am-bos casos el fundamento de la contienda es una discusión en torno al sentido fundamental de la comunidad representada aquí por la iglesia, custodia de los valores morales del pueblo, y no por el esta-do (la política), que debe su existencia a la división de la comunidad. Cuando Vasconcelos sea ministro y emprenda su plan alfabetizador, los voluntarios estatales recibirán el nombre de misionarios y toda la empresa estará coloreada por una retórica que Vasconcelos quería evocativa de la cruzada cristianizadora de los primeros conquistado-res. Ahora bien, a diferencia de lo que ocurre en el museo británico, donde la política retorna para tomarse revancha de las pretensiones unificantes del arte, en Durango la comunidad triunfa sobre la polis que la gobierna. En las calles se reúne todo el pueblo en celebración de la virgen de Guadalupe. “Las leyes de la reforma”, nos recuerda Vasconcelos introduciendo al villano ofendido en las calles, “habían

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prohibido las ‘manifestaciones exteriores del culto’, pero eran impo-tentes para disminuir el fervor y la felicidad de la multitud” (332).

La vacación en Durango encuentra un eco y un complemento en el viaje de la familia de Vasconcelos a Toluca. Vasconcelos encuen-tra Toluca insoportablemente provinciana: una densa atmósfera “amortigua el impulso y refrena el pensar” (356). Por momentos la pesadez y lentitud de la ciudad toma casi la forma de una limitación biológica, como si la vida misma estuviera a punto de detenerse. Sin embargo, nos informa Vasconcelos, Toluca tenía una vigorosa e in-tensa vida religiosa. Vasconcelos recuerda las horas transcurridas en distintas iglesias, la solidez de las fiestas religiosas. Una en especial dispara su evocación: el cuarto centenario de la aparición de la Vir-gen de Guadalupe. Como en Durango, Vasconcelos se deleita en el placer barroco de enumerar vestimentas, colores y jerarquías. Pero las imágenes de la pompa y la piedad no quedan mucho tiempo cir-cunscriptas al ámbito de la fe, sino que, como es propio de una uto-pía política, toman de inmediato la forma de una relación social. “Un estremecimiento fervoroso recorría la ciudad. Las parroquias y los barrios, el Obispado y el comercio, el pueblo todo se aprestaba para la fiesta de la Virgen de Guadalupe en el cuarto centenario de su aparición. Iba a ser coronada de diamantes y rubíes” (358). Las ca-lles antes quietas y calladas, se llenan ahora con peregrinos proce-dentes de cada rincón de México e incluso, Vasconcelos nota con cierto asombro, de un gran número de indígenas de las serranías próximas. Todo lugar para dormir o comer había sido reservado. Los más pobres pasaban las noches en los parques o a las puertas de las iglesias. El día siguiente amaneció al son del repique de las cam-panas. A las once la catedral estaba repleta. Al mediodía, el arzobis-po descubría la imagen de la virgen y la proclamaba reina de los mexicanos. Inmediatamente después de esta oblicua referencia al cristerismo, Vasconcelos cambia abruptamente el foco de la narra-ción y lo vuelca hacia la calle y hacia una multitud definida ahora sí, sin titubeos, en términos de su identidad política.

Afuera, como en día de fiesta patriótica, una multitud abigarrada rebasa las aceras, circula por el pavimento. Los puestos de frutas y las “fritangas” atraen forasteros; atruenan los gritos de los vendedores; indias bien lava-das detrás de sus ollas de barro invitan a probar las aguas frescas de Ja-maica y de chía [...] Luz, calor y colores, confusión de castas, dialectos in-dígenas, trajes bizarros, todo el México misterioso y complejo que el sen-timiento religioso hábilmente ligado a la idea de patria, unificaba un instan-te. (359)

Este es el único fragmento de todo el capítulo descrito en tiempo presente –un recurso que Vasconcelos usa esporádica pero efecti-

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vamente a través de las memorias. En este caso la inmediatez crea-da por la proximidad temporal está puesta al servicio de la simulta-neidad de los aspectos que Homi Bhabha (“DissemiNation”) deno-minó “pedagógico” y “performativo” en el discurso nacional. Los participantes –y también los lectores– son instruidos en el sentido de lo nacional pedagógicamente, pero sus acciones son ya la perfor-mance de esa nacionalidad. La temporalidad del presente –ese “ins-tante” del que habla Vasconcelos– sutura la distancia entre saber y hacer. La ironía, que es la marca de la división interna que reaparece de múltiples maneras en las memorias, está totalmente ausente de estas páginas. La comunión de la comunidad ocupa todo el horizon-te narrativo. Y si el proyecto más urgente del estado revolucionario es la construcción de un pueblo, Vasconcelos pretende mostrar aquí que el pueblo mexicano ha estado siempre ya presente, siempre ya constituido en una forma primordial de sociabilidad que no requiere la mediación del estado para expresar su cohesión. La intervención callista, con su deseo de des-fanatizar el campesinado mexicano, resulta a los ojos de estos pasajes brutal e injustificada. Ésta es el alma con la que México puede entrar en la modernidad, la otra op-ción, la de los desarrollistas como Obregón y Calles, es entrar en ella sin ninguna.

Tanto en Durango como en Toluca, la unidad de la escena comu-nitaria sólo se rompe –y esto sólo al nivel del relato– cuando Vas-concelos necesita aclarar que el influjo de la fiesta llegaba “incluso” a los indígenas. Esta mención a lo indígena apunta a la otra vertiente del proyecto arielista, y más particularmente, a su desenfrenado his-panismo que tenía como objetivo salvaguardar la continuidad de las elites criollas en el poder en el marco de la rápida modernización de fin de siglo. Sólo que, a diferencia de otras regiones donde el arie-lismo se vuelve un arma de consolidación ideológica interna de las viejas oligarquías de prosapia española, el arielismo interno de Vas-concelos y su relación al legado indígena (como se sabe el director de la Secretaría de Educación Pública se opuso tenazmente a la al-fabetización en lenguas indígenas) está a su vez determinado por el hecho de que Vasconcelos percibe el indigenismo como una de las estrategias de penetración cultural e ideológica del imperialismo nor-teamericano en México. Simplemente dicho, a los ojos de Vasconce-los, los norteamericanos, como Cortés y los conquistadores españo-les, se alían a las razas derrotadas de México en su intento de repetir la épica conquista de Tenochtitlan. Tal estrategia sería inútil en Tolu-ca, donde la efervescencia de la fiesta religiosa ha subsumido com-pletamente toda diferencia étnica o lingüística –lo que además para Vasconcelos es la situación real de las razas en México3. A través de

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la cuestión indígena, la sombra de la batalla epocal contra el sajo-nismo persigue a Vasconcelos hasta las entrañas de su México pro-fundo. Lo cual no perturba en absoluto al ministro. Fue simplemente con el fin de buscar las armas para su victoria que se retrajo en pri-mer lugar hasta esa localización.

Política y moralidad. La sombra de Kant.

A primera vista parecería que Vasconcelos quiere lo mismo que el estado estético, y en tal caso, no habría contradicción alguna en-tre su posición y la de otros miembros de la élite cultural a los cuales Vasconcelos sin embargo desestima: Alfonso Reyes, Pedro Henrí-quez Ureña, Alfonso Caso. Pero la separación e incluso tensión que las memorias registran entre el proyecto de Vasconcelos y sus com-pañeros de los tiempos ateneístas (Vasconcelos fue el primer secre-tario post-revolucionario del Ateneo) no son simplemente producto de la consabida falta de generosidad intelectual de Vasconcelos. Los ateneístas de 1910 habían intuido correctamente que la moderniza-ción porfirista no podía ni quería remediar los males de la moderni-dad, sino que trataba más bien de profundizarlos y naturalizarlos. Muchos de ellos se volcaron entonces a actualizar el ideal comunita-rio estético en sus propias vidas a través de sus carreras profesiona-les.

Vasconcelos simula tomar ese camino pero en última instancia se aparta de él. La satisfacción del deseo comunitario no puede tomar en Vasconcelos una forma intelectual porque Vasconcelos no es en este respecto un intelectual sino un político. Su deseo está intrínse-camente ligado a la praxis, esto es, a una modificación de las condi-ciones del mundo. La palabra praxis está tomada aquí directamente del vocabulario vasconceleano, donde significa algo muy concreto: la convergencia de actividad intelectual y de la actividad transforma-dora del mundo, una ecuación que no siempre toma lugar (la activi-dad intelectual suele ser una forma de reproducción de lo social, un aparato de estado) pero que adquiere una notoria visibilidad en con-diciones revolucionarias, esto es, condiciones donde la distancia en-tre voluntad y posibilidad se adelgaza hasta casi desaparecer. En tal sentido, la praxis reclamada por Vasconcelos no significa política –como en Marx– o ética –como en Kant–, sino actividad creadora como en Platón. Se podría recurrir a los escritos filosóficos de Vas-concelos para justificar esta primacía de la “acción creadora”, pero hay abundantes pruebas de esta actitud en las memorias. El mo-mento intelectual, contemplativo, es constantemente desestimado en las memorias, no como resultado de un capricho sino como una actitud consecuente con lo que significa actuar. Hay que tomar en

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serio a Vasconcelos cuando, en El desastre, desestima el trabajo in-telectual que se satisface con diagnosticar los males del mundo: “Por Dios, no me dé ideas” le dice a un académico entrenado en los Estados Unidos, “las ideas, las fabrico yo, o las compro en folletos de a cincuenta centavos, déme actividad creadora” (1266). Hay im-plícita en esta posición de Vasconcelos una suerte de reescritura o reconceptualización de la división tripartita en que la política ha en-contrado su lugar desde los tiempos de su invención: contemplar (teoría), crear (poiesis), actuar (praxis); serie a la que el mundo mo-derno burgués agrega, tal vez a su pesar, trabajar; con lo cual se opera una división dentro de la poiesis que se subdivide en trabajo intelectual y manual. Cuando Vasconcelos reclama “actividad crea-dora” no sólo está fundiendo en una determinación única (como Agamben nos dice era el caso en la polis griega [69]) el reino de la praxis y el de la poiesis, sino que en verdad está subvirtiendo la iden-tificación de la política con la praxis a través de una denuncia implíci-ta del simple carácter administrativo de la mediación política en la modernidad.

Ahora bien, al universo, platónico y aristotélico, que Vasconcelos toma como modelo, no se le presenta el problema de moralizar la política ni ningún otro ámbito, por la simple razón de que en aquel universo idealista pero también objetivo cualquier actividad posee un grado de virtud intrínseco –su areté. En el universo subjetivo moder-no, sin embargo, es responsabilidad del sujeto suplementar su acti-vidad con la virtud. En el caso específico de Vasconcelos, deberá suplementar con virtudes morales la inscripción meramente política de su persona en el proceso revolucionario. De aquí la emergencia de algunas frases que bordean en lo incongruente. “No me importan los partidos ni los grupos [...] me asquean los políticos”, escribe Vasconcelos en El desastre (1322) mientras narra sus aventuras co-mo ministro de Obregón y sus intrigas para conquistar mayores es-pacios de poder en la estructura gubernamental. Si Vasconcelos se permite tal contraste entre las palabras y la realidad, esto se debe a su convicción profunda de la posibilidad de separar los ámbitos de la moral y la política. Pero este ya no es el caso en un universo sub-jetivo como el moderno. Vasconcelos no se cansa de repetir que los motivos que empujan su labor revolucionaria son siempre morales, esto es, desinteresados. Y lo son en un doble sentido: Vasconcelos no quiere poder político ya que detesta esa identidad; en segundo lugar, su labor se sostiene con su propio dinero, como sus repetidas exaltaciones de su profesión liberal nos lo recuerdan a cada paso. Madero, por supuesto, es aquí la figura de referencia. Sus actos, nos dice Vasconcelos, no fueron gobernados ni por el aguijón del interés

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económico ni por la satisfacción de ambiciones políticas para las cuales Madero no habría tenido suficiente instinto. Se entiende en-tonces que dentro de las memorias, la militancia en el maderismo fue para Vasconcelos el punto culminante de su revolucionarismo consecuente. Después de todo, Madero era, como Vasconcelos, ca-tólico; como él desconfiaba del campesinado y de las exaltaciones izquierdistas de algunos líderes sociales y, por último, al igual que Vasconcelos, veía en la consolidación de los aspectos más formales de la tradición democrática liberal el mejor cauce para la agitación revolucionaria. De hecho Madero toma a menudo contornos míticos en la prosa vasconceliana. Vasconcelos lo llama el Quetzalcoatl blanco que vino a poner fin al ciclo de los sacrificios humanos que había sido hasta entonces la esencia de la historia nacional (640, 716). El derrocamiento de Madero y su posterior asesinato será refe-rido como trabajo de un igualmente mítico Huitzilopochtli, quien aho-ra reclama su reino de sangre y terror bajo la figura misma de la re-volución. Para Vasconcelos, Madero es el padre del México moder-no, o al menos, de todo lo que fue puro y bueno en esa modernidad. Es el héroe, el mártir, el profeta, el santo. Su figura interrumpe la po-lítica tal como México la había conocido. Incluso la revolución que viene a superar las limitaciones maderistas recibe de él uno de los pilares de su legitimidad.

En un notable texto de 1914, su contribución a la convención de Aguascalientes, titulado “La Convención Militar de Aguascalientes es soberana”, Vasconcelos sustenta la soberanía revolucionaria en sólo dos elementos: en primer lugar, la convención es la expresión de un pueblo en armas; en segundo lugar, es la heredera legítima del go-bierno de Madero4. Ambas proposiciones son, por supuesto estric-tamente antagónicas. La legitimidad de las armas se opone de dere-cho a una legitimidad fundada en el evento democrático que entroni-zó a Madero en 1911. Pero es interesante notar que de esta manera Vasconcelos le otorga a Madero, retrospectivamente, un carácter revolucionario absoluto (fundacional) que Madero mismo no reclamó para su gobierno. Esto forma parte, sin duda, de la radicalización misma de Vasconcelos en los años revolucionarios y de su desespe-rado intento de conciliar los distintos registros por los cuales su pro-pia carrera política e intelectual estaba pasando.

Es en relación a esta extrema idealización de Madero que vale la pena detenerse en una escena que muestra un cierto aunque reti-cente distanciamiento político de Vasconcelos con respecto a Made-ro. La viñeta “Política y negocios” incluida en el Ulises Criollo contie-ne una crítica mesurada pero firme de las limitaciones del gobierno de Madero en tres importantes aspectos: su negativa en desbandar

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el ejército federal, la confirmación de políticos porfiristas en sectores claves de la administración estatal maderista y, finalmente, la falta de gratitud práctica de Madero hacia aquellos que lo apoyaron en la re-volución. Amargamente, Vasconcelos concluye: “era mucho fiar del patriotismo de los ex soldados de la revolución cuando se les lanza-ba a la miseria con el consuelo de que ya la patria estaba a salvo. Un político debió haber visto la urgencia de salvar y complacer a los co-rreligionarios más desamparados” (678).

El tono casi benevolente de estas líneas sorprende a cualquier lector familiarizado con las memorias. Madero, cuya figura histórica se destaca sobre la de cualquier otro personaje de la historia mexi-cana, es de repente encontrado culpable de ingenuidad política. (Y en Vasconcelos la ingenuidad es a veces indistinguible de la hipo-cresía. La estrategia de citas, que remueve las palabras de Madero del afecto que impera en el texto de Vasconcelos, apuntala esta po-sible lectura). Parecería entonces que, contra todo el programa mo-ralizante del estado estético, la superioridad ética no es condición suficiente para navegar las aguas de la política y la revolución. Se requiere también algo de sagacidad, ¿pero cuánta? ¿Y cuál es la medida que permitirá dosificar los aportes del odio (lo político) y el amor (el arte, la religión)? Confrontamos aquí un tropo del pensa-miento vasconceliano que organiza vastas áreas de su escritura. Existe en las memorias una tensión no resuelta acerca de cómo eva-luar y validar las acciones humanas. Se trata de la tensión entre un estándar moral que Vasconcelos anuncia una y otra vez como el úni-co válido (y cuyo campeón indisputable es el fracasado Madero) y un estándar político que excusa la moralidad en nombre de la impor-tancia de sus objetivos. El dilema es familiar a la historia del pensa-miento occidental. Se trata de la vieja pelea entre medios y fines. La postura ética (que Vasconcelos llama moral) dice que ningún fin es justo si es conseguido por medios injustos. La razón política, por el contrario, cree que la justeza del fin puede eventualmente redimir la injusticia de los medios. La distinción es importante para entender lo que puede ser percibido de otra manera como una contradicción por parte del narrador. La contradicción se explica en tanto para Vas-concelos un objetivo político virtuoso que es alcanzado por medios virtuosos basta para sacar todo el proceso del ámbito de lo político propiamente dicho. Y aunque a medida que transcurra el tiempo Vasconcelos devendrá menos y menos un moralista y más y más un político, el tono moral es todavía predominante en un volumen como La tormenta.

En este punto, vale la pena recordar que el autor que Vasconce-los lleva a las reuniones ateneístas donde se leía en voz alta la obra

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de distintos filósofos no es otro que Kant.5 El interés de Vasconcelos por Kant no fue nunca sistemático y estuvo orientado sobre todo a escritos más bien periféricos como aquellos sobre sociedad y mora-lidad social. En esto escritos, Kant expone su propia posición apa-sionada y contradictoria frente a la revolución francesa.6 Mientras que la revolución de 1797 fue percibida como un pináculo de la bar-barie por la opinión pública inglesa y por la limitada sociabilidad alemana de fines de siglo XVIII y comienzos del XIX, Kant siempre mantuvo su lealtad y simpatía hacia los revolucionarios parisinos. Sin embargo, en sus escritos sostiene que toda revolución es ilegitima y aun injusta. La razón de la condena kanteana del hecho revoluciona-rio es fácil de clarificar. Una revolución introduce un principio incon-trolable en el mundo que aliena la soberanía del sujeto (y derivativa-mente de la razón). Al emprender revoluciones los seres humanos ya no pueden reivindicarse como los hacedores de su propia historia ya que una revolución cuestiona toda posibilidad de legitimidad social al fundar la instauración y la remoción de los gobiernos en meros hechos de violencia. (Se entiende entonces la disyunción en que cae Vasconcelos al fundamentar en una doble proveniencia, institucional y revolucionaria, la soberanía de la convención de Aguascalientes). De aquí que Kant concluya que el castigo que los revolucionarios re-ciban por sus acciones por parte del estado al que amenazan con destituir o disolver es siempre un castigo justo. Este principio se mantiene activo aún si la revuelta está dirigida contra un tirano. Esto no implica, por supuesto, una defensa de la tiranía. A los ojos de Kant, el tirano no tiene de que quejarse si termina con su cabeza en la guillotina.

La contradicción que expone Kant ante una revolución que apoya sentimentalmente pero condena políticamente deriva de la propia tensión irresoluble en el aparato kanteano entre política y moralidad y la relación que ambos registros pueden guardar con la praxis. Para Kant la política no requiere ser moral, sino que se basta con su sim-ple principio organizativo (que Kant llama el principio trascendental de la publicidad: si algo debe ser mantenido en secreto es porque implica una injusticia hacia algún otro grupo o persona y entra, por lo tanto, en contradicción con el principio fundamental de la razón práctica). La forma en la que Kant reconcilia sus simpatías revolucio-narias con sus imperativos morales reside simplemente en sostener la posición de espectador entusiasta de la revolución por un lado mientras mantiene, en principio, una condena moral por el otro. Pero ni su simpatía ni sus objeciones obligan a Kant a actuar de una de-terminada manera o de otra.

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Vasconcelos se separa aquí abruptamente de Kant, porque even-tualmente condena la ética del espectador como una forma viable de vivir. Sin sugerir ninguna intimidad textual sobre este punto, aunque sí una intimidad epocal, podría decirse que Vasconcelos se compor-ta como un hegeliano clásico. Hegel había objetado a la ética kan-teana en términos de lo que percibía como un encubierto estoicismo, esto es una invitación a la inacción como forma de justificar una vida moral. Para Hegel hay dos problemas con esta actitud. El primero es que propugna una filosofía práctica sin práctica, ya que la ética no prescribe nada a su sujeto. Pero en forma aún más trascendental, tal actitud es en realidad imposible ya que contrasta con la definición misma del ser humano cuya esencia radica precisamente en actuar y por lo tanto en la acción. Aun si uno quiere disputar con Hegel la de-finición de humanidad como acción (negatividad), hay que conceder que tal determinación se le debe haber aparecido como obvia y evi-dente a un intelectual que, como Vasconcelos, pensaba y actuaba en el medio de una revolución. De hecho, Vasconcelos considera la inacción como una opción éticamente inaceptable. En un momento de su estadía como director la Escuela Nacional Preparatoria, Vas-concelos cesantea al titular de Ética por haber apoyado al gobierno de Huerta. Un grupo de estudiantes pide una audiencia para protes-tar esta acción. Para Vasconcelos las cosas son simples: “¿Cómo va a enseñar Ética, así sea un sabio, uno que le debió la clase a Huerta y sirvió a Huerta? Yo creía –les dije– que venían a felicitarme porque se los había quitado” (El desastre, 1201). Los estudiantes dejan la habitación murmurando su confusión y perplejidad ante la lógica del director. Para Vasconcelos, la reacción de los estudiantes condensa el punto de vista opuesto al de su propia filosofía política: “Fue la primera vez que escuché este tema de la desorientación, que más tarde ha sido leitmotiv y aun ritornello de ciertos grupos que atribu-yen a confusión del ánimo, la pereza para cumplir con la llamada del bien” (1201). Para Vasconcelos el peor pecado de un moralista no es contradecirse, sino abstenerse de actuar para poder así salvar un ideal de integridad que se hace imaginario por el hecho mismo de no encarnarse en la realidad. Ahora bien, la principal razón por la cual la pasividad no es una opción ética radica en la función estatal que Vasconcelos encarna. Es la ejecutividad de su puesto, en una situa-ción revolucionaria, la que lo obliga a actuar. La praxis es la forma de existencia auténtica del sujeto revolucionario en la revolución. A esa praxis, Vasconcelos le da el nombre –que refleja todo su compromi-so con la ideología del estado estético– de “actividad creadora”. En una revolución, a diferencia de cualquier otro período en la historia, la fuerza no puede ser disociada de su agente. Esta determinación

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no es meramente política sino propiamente ético-metafísica. Y cla-ramente, para Vasconcelos, que el fuerte sea justo –para repetir la algo intrigante fórmula que Jacques Derrida avanza en “Fuerza de ley”– es un problema ético en su totalidad. Por eso existe solamente una contradicción superficial entre la actitud que Vasconcelos toma con respecto al profesor de Ética de la preparatoria y las palabras casi afectuosas que vuelca sobre la figura de García Naranjo, del cual dice, doscientas páginas después en el mismo volumen, que “perdonábamos su huertismo en atención a sus personales cualida-des de honradez y simpatía” (La Tormenta, 1099).

Todo esto no significa en absoluto que Vasconcelos no incurra en contradicciones o que debamos leer sus profesiones de sinceridad como correspondiendo verazmente a los episodios de su vida. En realidad, si se trata de cotejar los motivos que el narrador ofrece con lo que sabemos de su contexto histórico, es difícil encontrar otra voz que sea tan poco confiable como lo es la del Vasconcelos de las memorias. Pese a los enormes esfuerzos que Vasconcelos hace pa-ra ocultar este hecho, una lectura siquiera superficial de su texto al-canzaría para mostrar que él actúa siempre políticamente en las arti-culaciones fundamentales de su vida (esto es, sacrifica medios a fi-nes) mientras no se cansa de repetir que está haciendo exactamente lo contrario. Si este punto es importante lo es en tanto esta estrate-gia narrativa tiende a oscurecer varios eventos claves de la vida de Vasconcelos y de la vida del México revolucionario en general. Si en una instancia dada Vasconcelos actúa políticamente, esa instancia se adelgaza y minimiza en el texto, no importa cuán importante haya sido su significación histórica o personal. Por el contrario, aquellos eventos pasibles de ser moralmente codificados son resaltados más allá de sus proporciones reales. De aquí que al leer las memorias con el texto en una mano y un manual de historia en la otra se tenga a veces la impresión de que Vasconcelos y México vivieron dos his-torias entrañablemente distintas.

Cálculo

En línea con su función intelectual, Vasconcelos intenta suple-mentar el agonismo de la política con el gesto integrador e irresisti-ble de una estética humanista. Fracasa en esto, como vimos, en gran parte porque lo que el arielismo le revela es el hecho de que la cultura está ya atravesada por el agonismo que intenta superar. La moralización de la política intentada por Madero, mientras tanto, aparece limitada por una falta de ejecutividad. Cuando Vasconcelos mismo esté en condiciones de encarnar esa ejecutividad, intentará ejercitarla pero permaneciendo fiel a la idea de que toda gobernabi-

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lidad aparecería como inútil si no reconstituye en su acción la misma comunidad que fragmenta en distintas opciones o posiciones. El ve-hículo de esta posibilidad es la moralización de la política y más concretamente la inversión de la jerarquía entre medios y fines. La tensión entre moralidad y praxis demostrará, sin embargo, ser irre-ducible. Vasconcelos nunca podrá realmente superarla y es por esto que necesita narrarla.

Este orden de cosas no puede sino atentar contra la imagen más coherente y cohesiva que Vasconcelos presenta en sus memorias: la utopía de la comunidad orgánica, unificada en torno a la atracción de la iglesia e indivisible en su representación esencial y multifacéti-ca de la mexicanidad. El momento de expresión del pueblo en la utopía de comunidad vasconceleana no coincide con el momento de profesión de fe religiosa, un momento que en Vasconcelos se man-tiene siempre en el ámbito de lo privado, sino que resulta más bien una instancia estética.7 En tal sentido no hay nada particularmente cristiano o religioso en esta utopía. Al fin de cuentas las fiestas co-munales que retrata no eran –ni lo son hoy en día– fiestas estricta-mente eclesiásticas. Muchas veces la iglesia no ejerce un control to-tal sobre el ceremonial, el cual queda abierto a una amplia gama de hibridaciones. La fiesta misma suele ser una oportunidad para que la comunidad reivindique sus lazos y para que algunos miembros de ella puedan destacarse en su aporte a través de la curiosa institución del “cargo”.

El cargo, que algunos historiadores hacen remontar a los prime-ros años de la colonia, se arraiga firmemente en muchos pueblos a fines del siglo XVIII. La palabra designa el hecho de que algunos miembros influyentes de la comunidad (o con ansias de influencia) toman a su cargo la financiación de una fiesta religiosa. En el caso de la consagración de la virgen de Guadalupe, hay que recordar, hay envuelta una corona de diamantes y rubíes que algo sofísticamente Vasconcelos atribuye a un esfuerzo de ahorro comunitario. Pero existe una segunda sobre-inscripción política de la utopía comunita-ria. Vasconcelos escribe este pasaje en 1935, seis años después de la derrota en la campaña electoral para presidente de México. Obre-gón, el hombre que lo introdujo a las altas esferas de la política mexicana había muerto en 1928, y Vasconcelos pierde lo que para muchos fue una elección fraudulenta con un candidato casi desco-nocido: Pascual Ortiz Rubio, a quien Calles apoyó, percibiéndolo como una figura fácil de manipular desde las sombras del poder. La campaña presidencial de Vasconcelos estuvo en parte inspirada en la idealización que Vasconcelos había hecho de Madero y su cam-paña de 1910. Vasconcelos, sin embargo, se cuidó de incorporar

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una buena dosis de realismo político a sus cálculos electorales. Co-mo muchos comentaristas han señalado, Vasconcelos no confiaba en el sistema político formal tanto como lo proclamaba y, en un ges-to que hubiera horrorizado a su maestro Kant, ponía sus mejores es-peranzas en una revuelta armada. Más precisamente, creía que un eventual fraude en contra suyo podía disparar, si era cuidadosamen-te manipulado, un llamado a las armas por parte del grupo católico que estaba en conflicto con Calles durante la cristíada.

La revuelta cristera, que había comenzado en 1927, supuso una inmensa movilización de resistencia popular a la intromisión del es-tado post-revolucionario en esferas antes consideradas privadas. Los cristeros resentían también cierta profanación del ritual católico que se adoptaba ahora como modelo poco disimulado de varias fes-tividades oficiales. Los guerrilleros envueltos en la cristiada eran, muy probablemente, similares a aquellos fieles anónimos que Vas-concelos pinta en Durango y Toluca. Vasconcelos, cuyo profundo catolicismo no era un secreto para nadie en México, había de hecho mantenido varios contactos con los jefes cristeros. (Si los cristeros se levantan al grito de Cristo Rey, no es un dato incidental que el Obispo de Toluca proclame a la Virgen de Guadalupe reina de los mexicanos.) De igual forma, había anticipado el interés de Estados Unidos en impedir el arribo de un enemigo ideológico como Vascon-celos al Palacio Nacional. De hecho, de acuerdo a la documentación encontrada en Washington, el acuerdo que Calles y el embajador norteamericano Morrow firman con los líderes cristeros estuvo en alguna medida influenciada por la posibilidad de que Vasconcelos pudiera usar la agitación cristera en su beneficio. “La noticia de la forzada rendición de los cristeros”, escribe Vasconcelos en las me-morias “me produjo calofrío en la espalda. Vi en ello la mano de Mo-rrow, que así nos privaba de toda base para la rebelión, que el des-conocimiento del resultado del voto lógicamente debería traer” (El Proconsulado, 1362). Privado de un rol ejecutivo, Vasconcelos sólo puede operar bajo una noción agónica de lo político que toda su ca-rrera tuvo por motivo superar. Pese a su vehemente moralidad, no duda en reducir a meros medios a aquellos grupos en los que había visto una organicidad ejemplar entre espiritualidad y acción. Es esa organicidad la que ahora debe ser sacrificada para que Vasconcelos vuelva a coquetear con la otra política, aquella meramente adminis-trativa que tanta revulsión le causaba en sus años como ministro

Pero todo esto Vasconcelos lo sabía muy bien. En un soberbio episodio de El desastre Vasconcelos relata su “último diálogo con Antonio Caso”. Compañero circunstancial del Ateneo, colaborador en la Preparatoria –donde sirve de rector– Caso presenta su renun-

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cia ante lo que considera una actitud autoritaria y escasamente ética del ministro (despedir a un grupo de profesores, entre ellos al her-mano de Antonio, Alfonso Caso) simplemente por firmar un pedido de reintegro de estudiantes suspendidos por el rector. Vasconcelos trata de convencerlo afectuosamente de retirar la renuncia. Intenta una, dos, tres, media docena de explicaciones. Caso permanece in-flexible. A cada escenario imaginario presentado por el ministro res-ponde lacónicamente “es que Alfonso es mi hermano”. Cuando Ca-so hace un ademán de irse, Vasconcelos lo retiene por el brazo y le ofrece una última explicación, totalmente distinta a las anteriores. Una en la cual cada sujeto es una ficha en el tablero más general de su propio enfrentamiento con Calles. Tan interesante como esta sor-presiva aparición de una explicación política (de puros fines) sobre las ensayadas anteriormente, es la retórica a la que Vasconcelos se ve llevado para enunciarla. El arte como la moral, se ha dicho, basan su estrategia de post-posición recurriendo a la ficción. Tal el valor constitutivo del als ob kanteano: actúa como si. La política, no tan distinta, supone también su propia ficción que es en verdad el des-nudarse de su esencia: “Lo retuve y le dije: Mire, Antonio; vamos a dejar de lado la amistad que nos ha unido […] vamos a considerar la situación de hombre a hombre y como si fuésemos rivales y no ami-gos” (1367). La verdad sólo puede ser dicha en el lenguaje del anta-gonismo. El hecho de que Vasconcelos sea tan reticente a revelar las razones profundas de su acción, sumado al hecho de que estas sólo puedan ser iluminadas por la guerra y no por la “acción creadora”, revela por un lado su obstinada, heroica lucha contra la fragmenta-ción de intereses y actitudes contra la cual su proyecto intelectual se levantó por primera vez. Pero también refleja, por otro lado, el aban-dono de su figura a esa ilusión que nosotros, los herederos de esa tradición intelectual, hemos inventado para contener lo desagregado de la realidad en alguna fórmula integradora, bajo el nombre tal vez demasiado simple de historicidad.

NOTAS:

1. Todas las citas de las memorias remiten a Obras Completas. 2. En el Ulises Criollo, Vasconcelos contrasta el dinamismo de las clases en la

escuela de Eagle Pass donde “cada clase era una fiesta” (327) con la somnoliencia de caían presa los alumnos del lado mexicano. Mientras tanto en La tormenta inscribirá un elogio casi desmesurado –e incluso atípico dada la hondura de su anti—norteamericanismo— del estilo civilizatorio de los Estados Unidos: “Duele California porque es pérdida de consideración, una de las mejores comarcas del mundo; y es pérdida irreparable, porque ya está

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poblada, civilizada por una raza que la ha hecho suya, por derecho superior al de la conquista: el derecho que da el buen uso de un tesoro […]” (1125).

3. En El desastre, Vasconcelos desestima la política indigenista diciendo que un sistema de reservaciones sería ridículo ya que en México nadie puede “distinguir al indio del que no lo es” (1227) El sistema de reservaciones en México sería ridículo porque no quedaría nadie fuera de ellas –argumenta Vasconcelos. En lugar de una política identitaria hacia el indígena (cuya inferioridad cultural es para Vasconcelos indiscutible) propone la integración a la gran familia mexicana. Sin intentar simplificar la compleja relación de Vasconcelos con el indigenismo, puede verse aquí el intento de hacer pesar el modelo cultural arielista por sobre el positivismo racial anglosajón y, en el mismo movimiento intentar subsumir la diferencia indígena en la política arielista de la confrontación definitiva entre las razas latinas y anglosajonas.

4. El texto aparece incluido en La tormenta, en el apartado “La convención de Aguascalientes”.

5. Dice Vasconcelos: “Emprendimos la lectura comentada de Kant. No logramos pasar de la Crítica de la razón pura, pero leímos ésta párrafo a párrafo dete-niéndonos a veces en un renglón” (541). También hay una referencia a la pre-dilección de Vasconcelos por Kant y la ética en Curiel (56).

6. Me refiero particularmente a la parte II de Perpetual Peace. 7. Al salir de Durango, el narrador adulto de 1935 le hace decir al niño de mil

ochocientos noventa y tantos: “Nunca olvidaremos la primera ciudad que regaló nuestra apetencia de hermosura. Otras muchas he visto después [...] pero ninguna igualó a aquella primera lección de belleza obtenida en Durango” (336).

OBRAS CITADAS:

Agamben, Giorgio. The Man Without Content. Stanford: Stanford University Press, 1999.

Bhabha, Homi. “DissemiNation. Time, Narrative and the Margins of the Modern Nation”. Nation and Narration. Homi Bhabha, ed. London: Routledge, 1990.

Curiel, Fernando. La revuelta: Interpretación del Ateneo de la Juventud (1906—1929). México, UNAM, 1998.

Derrida, Jacques. Force of Law: The Mystical Foundation of Authority. En Decons-truction and the Possibility of Justice. Ed. Cornell, D.G. Carlson. New York: Routledge. 1992.

Hegel, George. W. Philosophy of Right. Trad. Albert Knox. Oxford: Clarendon Pre-ss, 1942.

Henríquez Ureña, Pedro. “La obra de José Enrique Rodó”. Conferencias del Ate-neo de la Juventud. Ed. José Hernández Luna. México: Universidad Autónoma de México, 1984. 57—81.

Kant, Emmanuel. Critique of Judgment. Trad. W.S. Pluhar. Indianapolis: Hacket Pub.Co, 1987.

---. Perpetual Peace and Other Essays. Trad. Ted Humphrey. Indianapolis: Hackett Publishing Compnay, 1992.

Kouvelakis, Stathis, Philosophy and Revolution. Londres: Verso, 2005. Marentes, Luis A. José Vasconcelos and the Writing of the Mexican Revolution.

New York: Twayne Publishers, 2000.

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Schiller, Friedrich. On the Aesthetic Education of Man. Trad. E. M. W. a. L. A. Wi-lloughby. Oxford: Clarendon Press. 1967.

Vasconcelos, José. Obras completas. México: Libreros Mexicanos Unidos, 1957. IV volúmenes.

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1 Todas las citas de las memorias remiten a Obras Completas . 2 En el Ulises Criollo, Vasconcelos contrasta el dinamismo de las clases en la escuela de Eagle Pass donde “cada clase era una fiesta” (327) con la somnoliencia de caían presa los alumnos del lado mexicano. Mientras tanto en La tormenta inscribirá un elogio casi

desmesurado –e incluso atípico dada la hondura de su anti—norteamericanismo— del estilo civilizatorio de los Estados Unidos: “Duele California porque es pérdida de consideración, una de las mejores comarcas del mundo; y es pérdida irreparable, porque ya está poblada, civilizada por una raza que la ha hecho suya, por derecho superior al de la conquista: el derecho que da el buen uso de un tesoro […]” (1125).

3 En El desastre, Vasconcelos desestima la política indigenista diciendo que un sistema de reservaciones sería ridículo ya que en México nadie puede “distinguir al indio del que no lo es” (1227) El sistema de reservaciones en México sería ridículo porque no quedaría nadie fuera de ellas –argumenta Vasconcelos. En lugar de una política identitaria hacia el indígena (cuya inferioridad cultural es para Vasconcelos indiscutible) propone la integración a la gran familia mexicana. Sin intentar simplificar la compleja relación de Vasconcelos con el indigenismo, puede verse aquí el intento de hacer pesar el modelo cultural arielista por sobre el positivismo racial anglosajón y, en el mismo movimiento intentar subsumir la diferencia indígena en la política arielista de la confrontación definitiva entre las razas latinas y anglosajonas.

4 El texto aparece incluido en La tormenta, en el apartado “La convención de Aguascalientes”. 5 Dice Vasconcelos: “Emprendimos la lectura comentada de Kant. No logramos pasar de la Crítica de la razón pura, pero leímos ésta párrafo a párrafo deteniéndonos a veces en un renglón” (541). También hay una referencia a la predilección de Vasconcelos por Kant y

la ética en Curiel (56). 6 Me refiero particularmente a la parte II de Perpetual Peace. 7 Al salir de Durango, el narrador adulto de 1935 le hace decir al niño de mil ochocientos noventa y tantos: “Nunca olvidaremos la primera ciudad que regaló nuestra apetencia de hermosura. Otras muchas he visto después [...] pero ninguna igualó a aquella primera

lección de belleza obtenida en Durango” (336).