La virgen del arroyo

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LOS ULTIMOS ESCÁNDALOS DE PARÍS

VOL. I

LA VIRGEN DEL ARROYO

Jean-Louis Dubut de Laforest

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Título original.- La virge du trottoir Paris. Editorial Fayard. 1899

Portada de la edición original

Traducción de José Manuel Ramos González Pontevedra, marzo 2014.

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I

LA VIRGEN Y LAS PROSTITUTAS En el bulevar de los italianos, bajo el cielo blanco, de una

blancura nupcial o de una blancura de mortaja, en esa noche helada de diciembre de 1890, algunas putas merodeaban por la acera, deteniendo a los hombres y pronunciando sus eternas le-tanías:

–Ven conmigo, querido, me portaré bien… –Ven, campeón, soy muy gentil… –¡Escúcheme señor!... ¡Escúcheme! La gente salía de los teatros y los conciertos; los coches se

alejaban, rápidos, transportando alegres parejas; en la estación del bulevar, cerca de la linterna roja de un despacho de tabacos, el empleado llamaba a los usuarios del último ómnibus, y, entre los árboles, deshojados y cristalizados por la helada, podían ver-se unas débiles estrellas doradas, mientras que, sobre la calzada, bajo el brillo deslumbrante de los arcos eléctricos, las prostitutas hacían su carrera de amor, de alegría o de dolor.

Esas mujeres tenían su «jurisdicción», como los agentes; libaban en los límites de las calles y las aceras; esperaban allí a sus clientes ordinarios, y acechaban a los extraños, y si una des-conocida se atrevía en sus dominios, se llegaba a los insultos y a veces a las manos.

Unas, bastante elegantes, venían de El Egipcio, un gran café del bulevar; otras, las más descaradas, de la Cervecería del Bol de Oro, en el barrio de Montmartre.

Y, a lo largo de esos vicios y miserias, de esas miradas, de esos movimientos de cadera y de esas llamadas, de esas carnes trabajadas, menos por un deseo voluptuosos que por un estreme-cimiento de angustia, unos vehículos rodaban hacia el palacete del barón Tiburce Géraud, en la calle de la Universidad, donde

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el aristócrata daba un baile para celebrar los próximos esponsa-les entre la Srta. Cloé de Haut-Brion, su sobrina, y el conde Lio-nel de Esbly.

Una fiesta aristocrática. – Los bailes iban a terminarse, y

las damas de edad, entre las que se observaba a la condesa An-ne, madre del novio, una gran dama que había acudido desde su castillo del Oise, enviaban sonrisas maternales a los bailarines.

Cloé y Lionel ya no bailaban. Acababan de sentarse a la entrada del jardín de invierno. Ella, de talla media, rubia, de un rubio dorado, con la nariz griega, con grandes ojos negros, una dentadura deslumbrante, el cuello y los brazos desnudos, esbelta y graciosa en su vestido de seda rosa. Él, alto y robusto, el cabe-llo y los bigotes morenos, el torso marcado en el traje en el que florecía un clavel – regalo de la adorada – la mirada leal, a su vez enérgica y dulce, y hacia ella, lleno de infinitas dulzuras.

Jamás pareja alguna había estado mejor hecha para unirse y amarse, para mayor gloria de la naturaleza. Él representaba la inteligencia y la fuerza; ella, la belleza y la simpatía.

¡Y, sin embargo, una mirada de celos planeaba sobre ellos!

Lejos de alegrarse por ese próximo matrimonio, un hom-bre lo aborrecía y tenía la esperanza de impedirlo. Era el tío y el tutor de la Srta. de Haut-Brion, el viejo barón Tiburce Géraud, alcalde de Haut-Brion y consejero general del Oise.

¿Entonces, por qué daba la fiesta? ¿Por qué había dejado que las cosas llegaran a ese punto? ¿Por qué no había puesto freno antes a las intenciones del joven aristócrata?

Porque ese viejo, sensual, hipócrita y cobarde, no se atrev-ía – seguro de un rechazo – a disputarle abiertamente la adorada al Sr. de Esbly; porque él era el amante, todavía sumiso, de la bella Sra. Perrotin, de soltera Balazzo, una italiana, la esposa de un arquitecto que se pavoneaba del brazo del Sr. Jacques Le Goëz, rico banquero; en fin, porque el Sr. Géraud esperaba ven-cer su pasión, cada vez más intensa.

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9 Y, ante la inminencia del peligro, ante la idea de que Cloé

– esa fruta nueva y voluptuosa – hiciera las delicias de otro hombre, todo su ser bullía de un calor desconocido.

Se miró en un espejo y, viéndose pequeño, viejo y feo, el pecho hundido bajo el chaleco blanco, casi calvo, el rostro con-gestionado, la nariz enorme, la barba gris y rala, sintió imposible la victoria y se alegró por haber marcado – como un ladrón – las cartas del amor.

La historia de los Haut-Brion y de los Géraud era sencilla. Hijo de un empresario, ennoblecido bajo el segundo Imperio, Tiburce había se había hecho un blasón, concediendo la mano de su hermana al marqués Emmanuel de Haut-Brion y, una vez fallecida la marquesa durante un viaje a Rusia, él se convirtió en el tutor de Cloé, huérfana sin fortuna, y la envió, como alumna, al Sagrado Corazón de Beauvais.

Hacía un mes que Géraud había sacado de la pensión a la huérfana, y la alojaba en su palacete, alimentando el deseo se-creto de casarse con ella o convertirla en su amante. Y, hete aquí que Lionel, habiendo apreciado la belleza y las virtudes de la Srta. de Haut-Brion, cuando la muchacha pasaba las vacaciones en el castillo de Esbly, cerca de Senlis, había pedido a Cloé en matrimonio por mediación de su madre.

Tiburce se había comprometido… ¿Cómo echarse atrás? ¿Cómo romper ese compromiso?

En su calidad de tutor podía alejar al enamorado – pero, ¡el enamorado regresaría! El podía retractarse de lo prometido para la dote de la huérfana sin un centavo – pero, de Esbly, rico y gran señor, no necesitaba una fortuna a añadir a la que ya ten-ía.

¿Qué decidir? Fue entonces cuando Tiburce tuvo una de esas ideas que

no pueden germinar y crecer más que en el espíritu de un mons-truo.

¡Oh! él amaba a Cloé; la deseaba con todo el poder de su carne! Un simple roce prendía el incendio; el viejo se excitaba

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con el olor de Cloé, o bien se iba hacia la puerta de la habitación blanca, a pegar su ojo o su oreja a la cerradura de la virgen.

Cloé, experimentaba por su tío una repulsión instintiva, y aun cuando ella no hubiese amado tanto al conde Lionel de Es-bly, hubiese aceptado, como una liberación, convertirse en su esposa.

Ningún criado, en el palacete, sospechaba el amor del vie-jo, pero en el baile, la Sra. Perrotin, mujer de un humilde arqui-tecto, morena ardiente y viciosa, esperaba reconquistar al aman-te un poco abandonado, tras el matrimonio de la joven adorada.

Durante la organización de un «Lanceros»1, el Sr. Géraud entró en su despacho.

Un criado en librea marrón, con el sombrero en la mano, lo esperaba allí. Se llamaba Ambroise Naumier, y, desde una quincena, estaba al servicio del Sr. Lionel de Esbly.

–Todo está dispuesto –dijo el sirviente, lampiño y pálido – y, esta noche, el señor barón se verá liberado… de mi amo…

–¡Bien! – dijo Géraud. Entregó dos billetes de mil francos al ayuda de cámara, y

le prometió otros dos, para encaminarse hacia el hall. Ahora, los invitados se despedían de la Srta. de Haut-

Brion y del barón Géraud, con la promesa de volverse a encon-trar el gran día de la boda – y Cloé, encantadora, vio desfilar embajadores, oficiales, senadores, diputados, sabios, escritores, artistas, financieros, al Sr. Georges de Lavarennes, subprefecto de Senlis y su esposa; el Sr. Victor La Templerie, director de las Fantasías-Parisinas, y el vizconde Arthur de la Plaçade, unos amigos de Perrotin, dos chulos en frac negro; el doctor Hylas Gédéon, al que se le llamaba: «El Saca Ovarios», a causa de su especialidad, la ablación de ovarios; ella vio a la Sra. Perrotin, acompañada de su marido, un grandullón con rostro en forma de lama de sable.

1 Antiguo baile importado de Inglaterra a Francia bajo el Segundo Im-

perio, donde los bailarines son cinco hombres enfrentados con cinco mujeres. (N. del T.)

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11 Los de Estly ya se habían retirado, y uno de los últimos en

salir, el banquero Jacques le Goëz, un viejo calvo y ventrudo, se adelantaba, escoltado de un joven.

–Mi querido barón – dijo a Géraud – en el tumulto me ha sido imposible presentaros a mi amigo el señor Reginald Fen-wick, del que conocéis a su ilustre padre, miembro de la Cámara de los Lords… Permitidme reparar esta involuntaria omisión.

Reginald Fenwick, delgado y sonrosado joven, todavía imberbe, con los ojos de un azul de novia, la nariz fuerte, enro-jecida en la punta, y con el frac negro muy flojo, se inclinó ante el Sr. Géraud y la Srta. de Haut-Brion, y en la antesala, el ban-quero le dijo:

–Es una lástima que la sobrina del barón se case dentro de tres semanas con el conde de Esbly… ¡tal vez vos pudieseis ca-saros con ella, querido!

–¡Aoh! ¡yes! – suspiró Fenwick… – La Srta. de Haut-Brion es adorable!

Un profundo silencio reinaba en el palacete Géraud; los

criados se habían acostado, las puertas estaban cerradas y las grandes lámparas apagadas.

En su habitación de blancas sederías y ramos Pompadour, la Srta. de Haut-Brion, aún en traje de baile, se había arrodillado sobre un oratorio de blanco terciopelo, y, a la luz de la lámpara, murmuró una acción de gracias y miró el misal, regalado por la madre de Lionel, el volumen encuadernado de marfil y grabado con la corona condal.

De repente, se estremeció… Alguien acababa de golpear la puerta… Se levantó, depositó el libro sagrado sobre un mue-ble y preguntó:

–¿Quién está ahí? –Yo – respondió, vacilante, la voz del barón Géraud. –¿Y qué queréis, tío? –Hablarte… Ella habría podido decir que estaba sin vestir, acostada;

pero no sabía mentir. Él mintió:

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12 –Quiero hablar… de Lionel… Vamos, abre, Colé!...

¡Abre, mi querida sobrina!... ¡Abre, hija mía!... Él la llamó «hija mía» y eso la tranquilizó. Cloé abrió la puerta… El Sr. Géraud entró… Quiso pasar

el cerrojo… Ella lo impidió, e inocente: –¿Por qué ibais a cerrar, tío? La pasión lo embriagó… No podía esperar el resultado de

su obra, pues, mañana, habría vencido el obstáculo de su amor y estaría para siempre libre de Lionel…

Entonces, saltó hacia su sobrina: –¡Cloé! ¡Cloé!.... ¡No me rechaces!... ¡Hace tanto tiempo

que sufro y te deseo!... ¡Cloé! ¡Cloé!... ¡Te amo!... ¡Cloé! ¡Cloé!... ¡Te adoro!...

Estaba allí, a su lado, con los brazos extendidos, la mirada inyectada, los labios y las manos temblorosas, todo el cuerpo ardiendo de lujuria:

–¡Cloé! ¡Cloé! La Srta. de Haut-Brion, espantada, se refugió detrás de un

sillón: –¡Tío! ¡Tío!... ¿Es que habéis perdido la cabeza? –¡Cloé! ¡Cloé! –¡Tío! ¡Mi pobre tío, estáis loco! –¿Loco? ¡Oh! sí, estoy loco… ¡loco de amor!... ¡Te quie-

ro!.... ¡Cloé! ¡Cloé!... ¡Quiero que seas mía!... ¡Quiero poseer-te!...

Ella suplicaba: –¡Por favor, tío, recobrad la razón!... ¡No me obliguéis a

pedir ayuda! –¡No te escuchará nadie!.... ¡Ven! ¡ven! Se arrojó hacia ella para agarrarla y llevarla al lecho virgi-

nal… Se produjo una loca carrera a través de la habitación… El hombre asió a la virgen; ella lo rechazó… El mugió: –¡Ven!... ¡Ya te tengo! Ella se cubrió apresuradamente con una mantilla y bajó…

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13 Una luz se hizo en el espíritu del viejo… El Sr. Géraud

comprendió todo el horror de sus deseos, y llamó: –¡Cloé!... ¡Cloé!... Pero la Srta. de Haut-Brion ya había llegado a la gran

puerta y se perdió, a lo largo de la acera. La asustada virgen, bajo una blanca mantilla, en el ligero y

sedoso traje de baile, con su cabellera rubia en desorden, sus pequeños pies calzados con satén rosa, llegaba al Puente Nuevo, con la idea de arrojarse al agua.

Sin embargo, a la evocación del último protector que le quedaba en el mundo, caminó decidida hacia el domicilio del conde de Esbly.

Lionel vivía en un apartamento de soltero, en el bulevar de los Italianos.

Por los alrededores del domicilio, las putas merodeaban aún por la acera.

–¿Conoces a esa, Titine? – dijo a su compañera, Hermance Boussard, una gran y fuerte morena en vestido de seda verde, sombrero de plumas, envuelta en un impermeable grisáceo, y a la que se le denominaba «La Esponja», en razón de su gusto por los licores.

–¡No! – dijo Augustine Deyrinas, rubita enfermiza, tocada con una boina azul, vestida con un jersey y una falda negros.

–¿Dónde está esa zorra de As de Picas? –La Señorita Julia Naumier está jugando una partida de bi-

llar, en el Bol de Oro, con unos hombres… –¡Vaya una zorrona! En lugar de molestarnos en los gran-

des bulevares, debería regresar a casa de sus padres, a la Villet-te, al Conejo Coronado!

–Por supuesto, y su hermana Ambroise no vale más que ella!

–Ambroise la Cebolla… ¿la que ahora es criada de un conde?

–¡Sí!

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14 –¡Sucios tipos!... Y el Conejo Coronado, un sucio tugu-

rio!... Ellas continuaban su ruta, pero, por ese frío siniestro,

ningún hombre se detenía, e, inútilmente, ellas gimieron: –¡Señor, escúcheme! –¡Ven, guapo! –¡Ven, lobo mío! –¡Ven, querido! –¡Señor… señor… escúcheme! La condesa Anne de Esbly había expresado el deseo de

tomar el último tren para Senlis. Se dirigió en coche al hotel donde se alojaba, cambió rápi-

damente de ropa y se hizo conducir, acompañada de su hijo, a la estación del Norte.

El Sr. de Lavarennes y la subprefecta no tardaron en re-unirse con ella, y feliz de ver que la mamá no viajaría sola, Lio-nel de Esbly regresaba a su apartamento del bulevar de los ita-lianos.

Ambroise Naumier, el criado pálido que hemos observado en conciliábulo con el barón Géraud, abrió a su amo la puerta del apartamento, segundo piso, donde unas lámparas estaban encendidas, y como el Sr. de Esbly tenía por costumbre desves-tirse solo, Ambroise desapareció.

Lionel entró en su cuarto de baño para las abluciones… Luego entró en la habitación… Dio un grito de sorpresa,

luego de ira… Sobre su cama, entre las sábanas, el conde veía emerger

una cabeza morena de vivo y travieso rostro. –¿Quién sois vos? – dijo –… ¿Qué queréis? ¿Por qué est-

áis ahí? Una niña murmuró, como si recitase una lección: –Vos lo sabéis muy bien, señor conde. –¿Yo?... Yo sé… Llamó: –¡Ambroise! ¡Ambroise!

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15 Pero un ruido de voces y pasos subía por la escalera, y el

criado, sordo a la llamada del amo, se apresuraba a obedecer a las imprecaciones procedentes del exterior:

–¡Abrid, en nombre de la ley! Apareció un comisario de policía, con sombrero de copa y

chaleco, cinto con la franja tricolor, seguido de su secretario, cuatro agentes muy serios, y de una mujer que aullaba:

–Señor comisario, él está ahí, con mi pequeña Jeanne, una niña de doce años!... ¡Ah! ¡el canalla! ¡Ah! ¡el bandido! ¡Ah! ¡el monstruo!... Desde hace varias noches, Jeanne desaparecía, ven-ía a esta casa, a casa del miserable!... Por fin, esta noche la he seguido… ¿Dónde está el canalla que ha mancillado a mi hija?... ¿Dónde está ese demonio que le arranco los ojos!

La mujer sollozaba, vociferaba, echaba espuma, una mujer gruesa con los cabellos grises, la mirada anegada en lágrimas, modestamente vestida con un vestido de lana oscura y un chal, imitación de las Indias, tocada de un gorro negro – y evocando en todo momento la vergüenza, el dolor y la sed de venganza.

El comisario debió calmarla, y, escoltado por sus hombres y la quejumbrosa, llegó a la habitación donde, a pesar de las amenazas del Sr. de Esbly, la morenita se hundía bajo las man-tas.

–Señor – dijo el funcionario al aristócrata – soy el comisa-rio de la policía del barrio, y vengo, a instancias de la señora Valerie Michon, domiciliada en la calle Tivoli, 28, y aquí pre-sente, a constatar el flagrante delito de atentado al pudor, come-tido por vos sobre su hija adoptiva Jeanne, de menos de trece años…

El Sr. de Esbly, en camisa, miraba, no encontrando que decir. Por fin, se enardeció:

–¡Esto es un abominable chantaje! ¡Es una encerrona!... ¡Toda una vida de honor protesta contra esta acusación!

–Poneos vuestro pantalón, señor – ordenó el comisario –… Sea decente!

Blanco como un muerto, Lionel regresó a su cuarto de ba-ño, y se vistió mientras el hombre de la ley y el secretario se

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instalaban en una mesa y la Sra. Michon sacaba a su hijastra de la cama y comenzaba a vestirla.

Ante la mesa, a las luces de las lámparas, en presencia de esos dos desconocidos, la vieja y la joven – de esos hombres y sobre todo del criado Ambroise cuyos labios balbucearon: «¡El señor conde es tan bueno!... Él creía que la pequeña era ma-yor… No le hagáis daño!» – ante esa horrible tragedia, Lionel pasó de la blancura de los muertos al verdor de las hierbas:

–¡Ambroise, tú le has abierto!... ¿Por qué has hecho eso? Y, en el silencio, gimió: –¿Soy la víctima de un sueño? –Señor – dijo el comisario –¡vos no soñáis!... ¿Vuestro

nombre y domicilio? –Jean Lionel, conde de Esbly, doctor en medicina y doctor

en ciencias… bulevar de los italianos, 23. –¿Ejercéis la medicina? –Sí… para los pobres. –¿Vuestra edad? –Veinticinco años. –¿Habéis nacido en…? –En el castillo de Esbly, cerca de Senlis, Oise. –¿Estáis casado? –No, lo que demuestra lo absurdo y horroroso de esta visi-

ta nocturna, lo que prueba mi inocencia y el acuerdo entre estas miserables mujeres y este miserable criado, es que dentro de tres semanas, voy a casarme con una joven digna de mi amor!

–¡Basta de lirismo, señor, y responded!... ¿Cómo y dónde se encontró por primera vez con la pequeña Jeanne?

–¡Juro por Dios que no la había visto antes de esta noche! –Sí, es un modo de… Luego, a la niña temblorosa, bajo los ojos de la harpía: –¿Cómo te llamas? –Jeanne, señó. –¿Y tienes doce años? –Sí señó… Tengo también otro nombre… Me llaman la

«Cría-Reseda», porque vendo flores…

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17 –¿En los cafés? –Y en las cervecerías. –¡Pero de todos modos es decente! – gruñó la Sra. Mi-

chon, llorando. –¡Dejad hablar a vuestra hija! Y a la florista: –¿Cuántas veces has venido a casa del señor de Esbly? –¡Esta es la tercera! –¡Miente! – gritó Lionel. –¡Silencio!... Y, ¿dónde fue el encuentro por primera vez? La Michon observaba a la niña, vacilante; ella la amena-

zaba con la mirada, y la Cría desarrolló su historia; la desarro-llaba inconsciente y sumisa, como un fonógrafo:

–En el Café Egipcio, bulevar Montmartre… El señó conde compró todas mis flores, y me dijo: «Ven en mi coche… Te llevo a mi casa… Nos divertiremos y te daré pasteles, muñecas, dinero…» Yo, yo no quería… y luego, otra noche regresó… Compró otra vez todas mis flores… y yo le seguí… a su co-che…

–¿Qué coche? –Un fiacre.. Se acostó… Me hizo cosas… Lloré… Me dio

veinte francos… y, después, volvimos a vernos otras veces… Muy inocente, en su vestido azul y corto, dejando ver sus

piernas nerviosas, señalaba a Ambroise: –La vez anterior, y esta noche, la última, subí sola… y fue

él… el criado quién me abrió la puerta… –¿Es eso exacto, Naumier? –Sí, señor comisario… Pero ¿qué quiere que le haga? Uno

no es rico… Uno tiene necesidad de ganarse la vida… Yo ejecu-taba las órdenes del señor…

–¡Maldito! – vociferó de Esbly… El comisario interrogaba ahora a la Sra. Michon; hizo lla-

mar al portero, y este declaró ignorar las razones que llevaban a la niña a casa del aristócrata.

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18 –Señor, – concluyó el comisario, tras haber dado lectura al

acta – ¡el delito flagrante es evidente!... ¿Queréis firmar vuestro interrogatorio?

–¡No! ¡No! ¡No quiero firmar nada! ¡No quiero responder a más preguntas!... Es imposible que la justicia o la policía cai-gan en errores semejantes… en tal trampa!

Y, de pie: –Lionel de Esbly, ¡os detengo en nombre de la ley!... Y

vos, Ambroise Naumier, os detengo igualmente como cómplice! –¡Yo, yo he obedecido al señor! –¡Eso ya lo veremos! Amo y criado debieron seguir a los visitantes a través de

las habitaciones, y el comisario habiendo recogido sus papeles, ordenó a los agentes que trasladasen a sus pasioneros.

–Señora, – dijo el comisario a Valérie Michon – llévese a su hija, y estad a disposición de la justicia… Mañana, la peque-ña será sometida a un examen médico…

El conde de Esbly y Ambroise acababan de subir, cada uno, con dos agentes, en los fiacres que estaban estacionados en la puerta, y los coches rodaban hacia la Comisaría de Policía.

La Srta. de Haut-Brion, abandonando las calles oscuras,

llegaba a la claridad del bulevar de los italianos. Agotada, lívida, con los ojos rojos, sus zapatos de baile

despedazados, su vestido manchado – con toda la apariencia de una buscona – se detuvo.

Era la una de la madrugada, y, bajo el cielo iluminado de estrellas, un mundo todavía vibraba en ese barrio del bello París.

Las cervecerías y los cafés resplandecían de luz; los co-ches particulares y los fiacres se entrecruzaban, y, sobre las ace-ras, discurría una alegre multitud, saliendo de los lugares de placer.

Cloé llamó al número 23 y entró, vacilante, en la casa. La vivienda del portero estaba iluminada, y, temblando, la

visitante golpeó la pequeña aldaba.

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19 –¡Vamos!.... ¿Qué ocurre ahora? – gruñó una voz de hom-

bre. –¿El Sr. conde de Esbly? –¡Ha salido! Y, saliendo de la alcoba donde preparaba su cama, un in-

dividuo gordo de barba pelirroja, tocado con un gorro griego, aplicó su cabeza a la mirilla.

La visión de Cloé, en mantilla blanca y vestido rosa, des-peinado y tembloroso, lo puso fuera de sí:

–¿Y bien, que sigues haciendo ahí?... ¡Te digo que ha sali-do!

Ella murmuraba: –¿Va a regresar pronto, verdad? –¡No lo sé! –¿Tal vez esté en su círculo? –¡Sí… un círculo muy especial! – ironizó el guarda del

inmueble, sin que la muchacha lo entendiese. Luego, en voz alta, furioso por la insistencia de la visitan-

te: –¡Déjame en paz!... ¡No se reciben mujeres en la casa!...

La casa… ya ha sido bastante deshonrada esta noche! La sobrina del barón Géraud no comprendió la última fra-

se del hombre, y, un momento después, se encontraba sola en el bulevar.

La Srta. de Haut-Brion miró el marco luminoso del reloj neumático: las agujas marcaban la una y veinte, y se dijo que el aristócrata no podía tardar… ¡Sí! ¡Sí! ¡El amado iba a apare-cer!... ¿Qué podía arriesgar esperándole, ignorada y perdida, en media de esa muchedumbre en movimiento?... ¿Esperarle?... Tenía que hacerlo, pues, sin él, ¿Qué podría acontecer?... En el palacete de Géraud, la virgen había olvidado su neceser de aseo, y no tenía ni un centavo en su bolsillo… El Sr.de Esbly la insta-laría en un hotel conveniente; por la mañana, vendría a buscarla, y, a instancias del aristócrata, ella organizaría su vida nueva, confiando en su amado y en Dios!

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20 Ella caminaba a lo largo de la acera, fijándose siempre en

la casa para poder ver a su noble amigo, cuando este llamase a la puerta.

Un joven moreno pasó, alto y robusto, los bigotes espesos, envuelto en un abrigo parecido al que llevaba de Esbly; llevaba un gorro del mismo estilo… Cloé fue directa hacia él, pero, en el momento de abordarlo, reconoció su error, y se alejó, muy ro-ja…

Unos noctámbulos le hablaron; ella no hizo caso y no prestó ninguna atención a los juerguistas que caminaban como ella por la acera.

Algunas putas erraban aquí y allá: primero, Titine y La Esponja, a las que había venido a unirse la hermana de Ambroi-se Naumier, Julia, llamada As de Picas; más alejadas, otras cria-turas semejantes, en vestidos vistosos, sombreros emplumados o floridos y otras con la melena al viento.

Todas parecían desoladas, pues la noche había sido mala. La Naumier, con el sombrero caído, en chaqueta marrón,

justificaba el sobrenombre de As de Picas, por su gruesa y oscu-ra pelambrera, sus senos enormes, hinchados en forma de peras, y sus cortas piernas; la mirada ardiente, la nariz seca, la dentadu-ra cariada, detenía a los hombres, y, desdeñosa, vomitaba insul-tos.

La virgen iba a descansar sobre un banco, cuando la Nau-mier le cortó el paso:

–Dime tú, la nueva, ¿Es que no vas a pirarte?... ¿Qué es lo que hace aquí una arrastrada como tú?... ¡Vamos! ¡a tu zona, rapidito!... ¡No hay clientes para ti en esta acera!

Cloé respondió, altiva: –Señora, yo no os conozco! Y As de Picas, con espuma en los labios: –¿Esta acera es mía o tuya, especie de mula? Le puso los puños en los ojos, y la virgen farfullaba: –Yo no os comprendo… Os confundís. –¡Ah! ¡me confundo!... Mentirosa, hace una hora que ba-

tes la zona!... Has hecho el agosto en el Moulin, en el Pôle, en

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los Folies, en el Casino, y ahora vienes en vestido de baile y mantilla española a quitarnos los clientes!... ¿Acaso antes no has abordado a un tipo?... ¡Vamos, habla, o te sacudo!

As de Picas se volvió tan amenazante que la Señorita de Haut-Brion retrocedió hasta un portal de garaje donde su enemi-ga, Titine, la Esponja y otras la siguieron.

Unos transeúntes reían o se alzaban de hombros, y pronto, se alejaban, a fin de no verse mezclados en historias de busco-nas.

–¿Te vas a ir, si o no, sucia zorra? – aullaba Julio – ¿Ten-go que arrancarte la piel y comerte la nariz para hacerte com-prender que esta calle es nuestra?

–Dejadme pasar. – dijo la Señorita de Haut-Brion – o lla-mo a la policía.

Esa frase elevó la cólera de As de Picas hasta el paroxis-mo:

–¿Una mosquita?.... ¿La señorita es una mosquita?... ¡No queremos moscas aquí!... ¡Toma, atrapa!

Titine y la Esponja, felices de defender su «zona», pero mucho menos feroces que la Naumier, se interpusieron: As de Picas las rechazó, y su puño se abatió sobre el rostro de la des-graciada…

La Srta. de Haut-Brion perdió el equilibrio y cayó… Y como As de Picas iba a patear a su víctima y acabar lo

que había empezado, una morena y alta joven en vestido azul y manto negro, que salía de una casa vecina, la empujó en el pe-cho, y de un golpe, la arrojó por tierra…

El tropel de errantes ya se había dispersado, y la Naumier, de pie, y no atreviéndose a atacar a la vigorosa desconocida, optó por huir:

–¡Nos volveremos a ver! –¡Cuando queráis! Ahora, Cloé, se apoyaba en el brazo de su joven protecto-

ra, y ésta la arrastraba hacia una estación de coches: –¿Dónde vivís, señorita?... Mi padre es cochero; va a con-

duciros… Su fiacre no está lejos… Iba a regresar con él… Vi-

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vimos en Montmartre, en la calle Mercadet… Soy costurera, y salía de una casa burguesa, cuando esa miserable puta…

Y, mirándola mejor, a las luces de las farolas de gas: –¿Vos?... ¿Señorita Cloé?... ¿Señorita de Haut-Brion?... –Sí, yo, querida Annette… –Y, entonces, el señor barón, vuestro tío… –Te explicaré mi desgracia… Cloé quiso regresar sobre sus pasos y esperar a Lionel de

Esbly, pero desfallecía, y Annette debió llevarla en sus brazos hasta el coche estacionado cerca del Crédit Lyonnais…

As de Picas, la Esponja y Titine, encontraron a sus chulos

en el barrio de Montmartre, en la Cervecería del Bol de Oro, y se las vio apresurarse alrededor de un joven inglés, en traje ne-gro y corbata blanca, Reginald Fenwick, que bebía cócteles.

En un rincón de la sala, la Sra. Valérie Michon – la insti-gadora de la Cría-Reseda, acechaba a As de Picas para anunciar-le la detención de Ambroise, y esta mujer, a la que hemos visto en casa de Esbly, ante el comisario, en gorro y vestido de viuda, estaba irreconocible ahora con sus nueva y galante indumenta-ria.

En el bulevar, en la noche más profunda, otras muchachas

rodeaban a los miembros del Cosmopolitan-Club; casquivanas y noctámbulas entraban en El Egipcio; viejos caballeros obscenos, estetas melenudos, lesbianas graciosas y guapos efebos se dirig-ían al Baile de las Tatas, en la calle de Aboukir, y unos piojosos hacia el hotel de la Alta-Loira, antiguo hotel de La Reynie, calle Quincampoix, o a la Casa Fradin, en la calle Saint-Denis, que, por veinte céntimos, da una sopa y un lugar donde acostarse, pero sobre bancos o en escaleras.

¡Orgía!... ¡Miseria!

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II

CARNE FRESCA Al despertarse, la Srta. de Haut-Brion se encontró acostada

en una modesta habitación, pero de una limpieza impecable, de la calle Mercadet, en el quinto piso de una casa nueva.

Las sábanas de la cama arrojaban un fresco olor a lejía, y aunque las mantas no fuesen gustosas al tacto, como resultaba habitual a la aristocrática virgen, estas eran suaves y cálidas.

Un gran fuego de carbón brillaba en la chimenea de piedra simulando mármol, y, a la claridad de una lámpara, la virgen observó dos mujeres sentadas cerca de ella, y que la habían mi-rado dormir.

Eran la Sra. Marie y la Srta. Annette Loizet. La madre y la hija se parecían. La una y la otra eran muy

morenas, robustas, pero, Annete, joven y graciosa, tenía todavía más músculos que la madre, y, en sus raras explosiones, evocaba el recuerdo del tío Jean, un forzudo de los Halles.

La Sra. Loizet, en falda de lana negra y camisola blanca, se levantó y dijo:

–¡Soy vuestra sirvienta, señorita, y nuestra casa es vuestra casa!

–Sí – declaró Annette, respetuosa y de pie – los Loizet no olvidan lo que deben a los Haut-Brion… ¡El señor marqués, vuestro padre, fue tan generoso, y nosotras lo hemos llorado tanto!

En ese momento, del otro lado de la puerta, se oyeron unas voces de hombres:

–¡Sí, sí, nosotros siempre estaremos con los Haut-Brion! –¿Quién está ahí? – dijo la virgen. Annette respondió: –¡Es papá Dominique, vuestro antiguo cochero, señorita, y

el tío Jean, de los Halles Centrales, vuestro antiguo jardinero!...

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¡Dichosas las putas que el padre y el tío no han encontrado, pues de lo contrario no quedaría ni un pedazo de ellas!

Y los hombres, que no se atrevían a entrar, dijeron al uní-sono:

–¡Los dos estamos dispuestos al deber! La Srta. de Haut-Brion se levantó, emocionada; todavía

estaba pálida, pero, felizmente, el puñetazo de As de Picas no le había dejado más que una leve marca rosada en medio de su frente virginal; estrechó las manos de la vieja, y abrazó a Annet-te:

–¡Me has salvado! ¡Gracias! ¡oh! ¡gracias! La Sra. Leizel dirigía la mirada hacia el reloj de péndulo: –¡Las seis!... ¡Descansad bien, señorita!... Yo voy a ir a

trabajar, pues soy lechera, y vendo mi mercancía bajo una puer-ta… Es duro en invierno y con nieve más… Pero, ¿qué le vamos a hacer?... ¡el trabajo es la plegaria de los pobres!

Y la excelente mujer, un poco charlatana, continuó mien-tras se ponía un chal:

–¡Ah! ¡no siempre ha sido tan malo como hoy!... Cuando abandonamos el castillo de Haut-Brion, donde nos había llama-do el señor marqués, vuestro padre, y de donde nos expulsó – sin motivo – el señor barón, vuestro tío, poseíamos buenos aho-rros!... Dominique tenía un coche propio con dos caballos; su hermano Jean era hortelano en Garches, y Annette iba a una buena escuela de los Batignolles… Pero llegó el Panamá, y el Panamá, oh! ¡Desgracia!

–¡Cállate, madre! – dijo la hija –… ¡Deja descansar a la señorita!

–Tienes razón, Annette… Tengo una lengua de mil demo-nios… Dormid bien, señorita, y cuando despertéis, Annete os servirá el desayuno… Y, ya sabes, hijita, ¡leche con toda su crema!... Vuestra humilde servidora, señorita… Dominique y Jean se dirigen a sus trabajo, pero, durante el día, vendrán a sa-ludaros…

¿Dormir?... ¿Acaso podía Cloé dormir con sus terribles preocupaciones? No pensaba en otra cosa que dar las gracias a

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los Loizet y correr a casa de Lionel de Esbly, ¡su único amor y su única esperanza!

Maquinalmente, sus hermosos ojos se pasearon alrededor de la habitación: vio el vestido de baile desplegado sobre una silla, al lado del corsé de satén, largas medias de seda y una ena-gua de preciosos encajes; vio los pequeños zapatos rosas, borda-dos, pero rotos, y una inquietud se fue a añadir a todas sus an-gustias. ¿Cómo haría, así calzada y vestida, para atravesar París en esa mañana invernal? En su prisa por huir, había salido del domicilio de Géraud sin dinero, y no tenía ningún medio de pro-curarse ropa nueva…

Ese pensamiento la absorbió; luego, fue vencida por el sueño…

A las nueve, y bajo su petición, la Srta. Loizet corrió las cortinas, y la blancura de los tejados cubiertos de nieve, vino a iluminar la habitación.

Enseguida, reapareció Annette con una taza de leche en la mano.

La Srta. de Haut-Brion examinaba, bajo la luz del día, a su protectora nocturna, en todo el esplendor de sus dieciocho años. ¡Oh!, la gran Annette no era especialmente bonita, con su nariz respingona y su boca un poco carnosa; pero, bajo el oscuro ca-bello, su mirada brillaba, y una franca sonrisa mostraba unos pequeños dientes. ¡Annette, era la juventud, la alegría, la prima-vera!

–Aquí traigo vuestro desayuno, señorita… – ¡La mejor le-che de la madre Loizet! ¡No la de sus clientes al litro, sino la de la familia! Pura crema, sí; ¡a las buenas personas no se le añade agua!

Y reía, bajo el fulgor de sus admirables dientecillos; reía con una risa sonora y alegre.

–¡Qué buena eres! – dijo Cloé, tomando la taza de las ma-nos de la obrera.

–¡Bebed, señorita, bebed!...

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26 Cloé acababa de beber, y la obrera fue a depositar la taza

sobre la chimenea, cuando cayó en la cuenta de la presencia del vestido de baile:

–¡Hum! ¡Vaya satenes! ¡Bonitos malines! ¡Preciosas flores y cintas nada comunes!... Eso es obra de un gran costurero… Vestrís, ¿verdad, señorita?

Y observando la turbación de la virgen: –¡Estad tranquila, señorita!... Yo no me permitiría pregun-

taros vuestro secreto… Mamá lo ha dicho, y mi padre y mi tío os lo dirán: «¡Estáis en vuestra casa!» ¡Lo demás no me impor-ta!... ¡Soy costurera, y admiro el corte, el ajuste, los adornos! ¡Es maravilloso!... Trabajo para una buena modista, y, esta noche yo supervisaba nuestros vestidos, con la aguja en los dedos, en una casa del bulevar de los italianos, donde se daba un baile…

La virgen pasó sus enaguas de encaje, y vistiéndose, se llevó una grata sorpresa al percibir en su brazo un aro de oro y perlas finas grabado con su nombre «Cloé». Se lo entregó a la obrera:

–Annette, hazme el favor de vender esta joya y comprarme un sombrero, un vestido y unos botines muy sencillos. Lo nece-sito… Tengo que salir…

–¿Cómo, señorita, queréis dejarnos? –Estoy obligada, amiga, y no me es posible salir en pleno

día con mi vestido de baile… Desde luego, la curiosidad de la obrera se había desperta-

do… ¡Qué aventura!... ¡Qué enigma!... La Srta. de Haut-Brion, en el bulevar de los italianos, completamente sola, ¡en vestido de baile, por la noche!... ¡La Srta. de Haut-Brion, atacada por unas putas!... ¡La Srta. de Haut-Brion vendiendo una joya!... ¡Y ese misterio con el que la joven parecía querer rodearse todav-ía!...

Todo eso sobrepasaba la imaginación de la obrera, y An-nette permaneció allí, pensativa, con el brazalete de oro entre sus manos.

Pero Cloé adivinó lo que surgía en el espíritu de Annette, y a fin de no dejar nacer una sospecha injuriosa en esa alma tan

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leal, contó a su liberadora las aventuras de esa noche: su alegría en el baile, su amor por Lionel, la tentativa de violación…

–… Mi tío perdió la cabeza… Quiso…Quiso… ¡Oh! la alegre Loizet ya no reía, y sus lágrimas se mezcla-

ron con las lágrimas de la víctima: –¡Señorita, tenéis razón! ¡Id a buscar a vuestro novio!... El

Sr. conde de Esbly os ama… ¡Él os protegerá!... ¡Él os sal-vará!... Voy a compraros un sombrero y unos botines… Pero, no hay necesidad de vuestro brazalete… En cuanto al vestido yo tengo uno, completamente nuevo, y, en menos de una hora lo habré arreglado para vuestra talla….

Luego, recuperando su alegría: –¡Es más fácil acortar que alargar, señorita! Sin embargo, Annette pensaba… ¿Por qué exponer aún a

la Srta. de Haut-Brion a los desaires del portero?... ¿Y si el Sr. conde de Esbly está de viaje o ha acompañado a su madre a Sen-lis?... ¿No era mejor que ella, Annette, robusta y valiente, co-rriese primero a informarse?

Así fue decidido, y, dejando a la Srta. de Haut-Brion con su madre que regresaba de vender su leche, Annette descendió al bulevar de los italianos.

A las diez, la Srta. Loizet reapareció, muy triste. –El Sr. conde de Esbly, – dijo – fue detenido ayer noche. –¿Detenido?... ¿Por qué? – gimió la virgen. –El portero se ha negado a decírmelo, señorita… –¡Debo saberlo! En vano, la Sra. Loizet y Annette pudieron tranquilizar-

la… Quería salir y defender, – ella, tan desgraciada – al ídolo de su alma!

La Srta. Loizet se puso inmediatamente a la labor; midió, cortó, cosió, y, una hora más tarde, la Srta. de Haut-Brion, con un vestido de lana marrón, calzada con unos botines comprados en las rebajas, envuelta en un abrigo negro, y tocada de un pe-queño sombrero de terciopelo azul, muy parecida a una modesta obrera dirigiéndose a su trabajo, abandonaba las alturas de Montmartre.

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28 La virgen se presentó en la Comisaría de Policía: no la

atendieron, y no se le dio ninguna información sobre su amado. Bajo el cielo nevado, Cloé caminaba al azar. ¡Qué le im-

portaban la nieve y el frío!... No los percibía, tan absorbida esta-ba con una única idea: ¡salvar al conde de Esbly!...

Tal vez, en su castillo de Oise, la condesa Anne ya era co-nocedora del infortunio de Lionel… A pesar de todo, ella le es-cribiría, a fin de manifestar su fe ciega en la inocencia del aristócrata, y, ambas, madre y novia, ¡lucharían!

Cloé atravesó un puente, y el estrépito de las aguas, creci-das por las nieves y rompiendo contra los arcos, subía con unos formidables chapoteos; no se detuvo sobre el parapeto, como la víspera, con idea de suicidarse – y, animada de un deseo de ba-talla, continuaba su camino en medio de los transeúntes apresu-rados y helados.

En un bolsillo de su vestido, encontró un porta monedas – misterioso regalo de Annette – con un luís y algunas monedas de plata. Enseguida se dirigió a un despacho de correos, y escribió a la Sra. de Esbly una carta urgente y filial, llena de dolor y es-peranza…

Al caer el día, la Srta. de Haut-Brion llegó ante la iglesia de Notre-Dame-des-Victoires. ¿Era el azar la que la condujo allí, en el preciso momento en que se preguntaba quién la sostendría en la lucha?... Muy piadosa, no dudó de la intervención divina… ¡Pues bien!, solicitaría de Dios lo que no iba a encontrar en los hombres – Justicia – y Dios le perdonaría por no haber pensado antes en su misericordia…

Cloé entró, y en la tibia atmósfera del templo, tuvo una sensación de de paz y ensueño.

La iglesia estaba casi desierta. Tres o cuatro pobres, huyendo del frío del exterior, se calentaban en una boca calorífi-ca, bajo la mirada benevolente de un capellán; aquí y allá, perdi-das en las sombras, unas mujeres rezaban, arrodilladas sobre los bancos. Pasó un sacerdote, dirigiéndose al confesionario, y du-

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rante un momento, la blancura de la sobrepelliz destacó sobre la noche descendente con un brillo de claridad… La Srta. de Haut-Brion lo seguía con los ojos, y llevando su mirada hacia lo alto, vio el altar de la Virgen que deslumbraba de dorados y de luces.

Fue a encender un cirio y se arrodilló. Hacía una hora que la Srta. de Haut-Brion se absorbía en

ardientes oraciones, cuando una mano, enfundada en un guante, se posó suavemente sobre su hombro.

Cloé observó, de pie, a su lado, a una dama que le sonreía con una sonrisa evangélica.

La feligresa parecía tener unos cincuenta años; era alta y de una perfecta distinción en su abrigo de cuello de marta cibe-lina, y bajo un elegante sombrero con una pluma azul, con lar-gos cabellos blancos enmarcando un rostro serio, y la mirada, de un gris-arcilla, descendía hacia la joven con reflejos maternales.

Su untuosa voz salmodiaba: –Os he visto llegar a esta iglesia, mi querida hija, os he

visto arrodillaros ante ese altar y rezar, animada de un santo fer-vor… ¡Sufrís y venís a ofrecer vuestro dolor a Aquella que con-suela y perdona!... Continuad vuestra oración, y, cuando acab-éis, concededme unos minutos de charla... Agradecería a Dios y a la Virgen, el poder seros útil…

Había tanta nobleza en sus modales, tanta caridad en sus frases, que la Srta. de Haut-Brion se sintió conmovida:

–¿Quién sois, señora, para hablarme con tan gran bondad, sin conocerme?

–Me llamo Olympe de Sainte-Radegonde y vivo en la ca-lle Notre-Dame-de-Lorette… Pero terminad vuestras oraciones; voy a la sacristía a llevar al buen abad Locatelli mi humilde li-mosna mensual… Regresaré… Hablaremos… ¿Intuyo en vos un gran dolor?

–No os equivocáis, señora, – balbuceó la virgen, fascinada por la amplia mirada gris de la dama de cabellos blancos.

–¡Esperadme y rezad! – dijo Olympe. Y, lenta, majestuosa, con sus manos en un manguito ne-

gro, se alejó y desapareció detrás de la puerta de la sacristía.

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30 La joven permaneció un instante sola ante el altar de Mar-

ía, y, pronto, la Sra. de Sainte-Radegonde regresó junto a ella, acompañada de un sacerdote que la saludó respetuosamente y salió del templo.

–¿Así que sois desdichada, mi quería hija? – dijo la vieja, con voz dulce y grave.

–¡Oh! sí, señora, ¡muy desgraciada! –¿Queréis contarme vuestras penas? Cloé no respondió; la otra añadió: –Sí, lo sé… ¿Os falta confianza?... ¡Tenéis razón! ¡Hay

tantas personas que bajo las apariencias más honestas no son más que miserables!... Querida señorita, yo no soy de esas, y lamento que no hayáis interrogado al digno sacerdote que me acompañaba antes: el abad Amilcar Locatelli os habría dicho lo que piensa de mí en esta parroquia que no es la mía, pero en la que visito a muchos infortunados.

Luego, sonriente: –¿Penas del corazón, eh?... Señorita, no os ruboricéis… ¡A

vuestra edad, es muy natural! La Srta. de Haut-Brion reflexionaba… ¿Por qué no con-

fiarse a esa noble dama?... ¿Quién sabe? ¿Tal vez encontrase en la Sra. de Sainte-Radegonde a una protectora lo bastante ilustre para obtener autorización para ver a su novio?... la desconocida debía ser muy caritativa, puesto que venía a esa parroquia aleja-da de su domicilio, a visitar a los desfavorecidos; – muy hono-rable también, a juzgar por la respetuosa manera con la que la había saludado el sacerdote–... Entonces, ¿por qué no aliviar su corazón en ese corazón generoso, que no pedía más que abrirse a los sufrimientos humanos?...

Ambas caminaban, silenciosas, hacia la puerta de la igle-sia.

Bruscamente, Cloé se detuvo en el umbral: –¡Señora, voy a contároslo todo! –Aquí no, hija mía… en mi casa… Tengo un coche en la

puerta… –Es que, señora…

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31 –¡Vamos! –Me gustaría regresar lo antes posible con las personas

que me han recogido y en casa de las que he pasado la noche… La Sra. de Sainte-Radegonde exclamó: –¿Recogido?... ¿Se os ha recogido?... ¿Estabais en una re-

sidencia?... ¡Pobre niña!... ¡pobre niña!... ¡Venid!... La arrastraba y la hacía subir a un coche de cortinas azules

– un gran coche, alquilado al mes por la noble dama, probable-mente para ir a visitar a los enfermos y a los indigentes lejanos.

¡Ah! si la Srta. de Haut-Brion hubiese visto el brillo del triunfo iluminando los ojos de la Sra. Olympe, habría saltado del vehículo, habría huido de la matrona que, ya, ¡calculaba el valor de su presa!

Pero, Cloé no vio nada, mecida por las untuosas frases de la casquivana.

La virgen y su protectora se apearon en la calle Notre-Dame-de-Lorette, ante una bella casa – y, en el primer piso, la Sra. de Sainte-Radegonde introdujo a su joven compañía en un salón dorado y amueblado, – a pesar de su riqueza, – con el más espantoso de los gustos.

Dos cuadros, representando un general en uniforme y un anciano en traje de diplomático, destacaban en sus amplios mar-cos sobre las paredes tapizadas de satén rojo, y, entre ellos, se veía el retrato al pastel, de una mujer empolvada a la moda del siglo XVIII.

Olympe se los presentó a la Srta. de Haut-Brion, como si los personajes estuviesen allí, de pie y vivos:

–Mi marido, el general marqués César de Sainte-Radegonde, muerto en Tonkin, ¡el mismo día en el que acababa de ser ascendido a gran oficial de la Legión de honor!

Ante esta dolorosa evocación, brotó una lágrima que perló sus pestañas y continuó:

–Mi abuelo, embajador de Francia en San Petersburgo, uno de los mejores amigos de Su Majestad Carlos X… La viz-condesa de Vareilles, la tía-abuela de mamá… ¡dama de honor de Marie Leczinska!

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32 Y, orgullosa: –Ahora, que ya conocéis a mi familia, sentaos ahí, cerca

de mí, querida hija, y contadme vuestras penas… ¿En primer lugar, como os llamáis?

La muchacha vaciló un instante y respondió: –Cloé de Haut-Brion. –¿De Haut-Brion? – exclamó Olympe – pero entonces,

vos sois también de una gran familia, ¡de un linaje… ilustre! –Sí, señora. –¡Oh, querida niña, cómo me interesáis!... ¡Caer tan bajo,

tras haber estado tan alto!… ¡Pobre ángel!... ¡Rápido!... ¡Con-tadme todo!... ¡Ah! ¡Podéis contar conmigo!

La Sra. de Sainte-Radegonde parecía tan leal que Cloé, puesta en guardia por el lujo chillón y sobre todo por la presen-tación, cuando menos intempestiva, de los nobles antepasados, dejó de dudar.

Olympe tomó las manos de la Srta. de Haut-Brion entre las suyas, y sentada a su lado sobre un diván de satén rojo, es-cuchó, con una emoción siempre creciente, la odisea de la vir-gen del arroyo…

Y, tanto la Srta. Loizet se había mostrado tan discreta, tan-to la vieja dama se obsequió con las nocturnas aventuras: histo-ria de una violación fallida, huida desesperada, agresión de las prostitutas, arresto del conde de Esbly; – que quería saberlo to-do, y la virgen debió detallarlo todo, a pesar de su rubor…

Una vez instruida, la Sra. de Sainte-Radegonde vocifera-ba:

–¡Oh! ¡Ese barón! ¡Ese barón Tiburce Géraud, qué mise-rable!... Yo había oído habar de monstruos terribles, pero no imaginaba que pudiesen existir hombres tan repugnantes como ese... Y vuestro novio, ese desdichado joven, detenido en su casa, ¡en vísperas de casarse con su adorada!... ¡Es espantoso, señorita!... ¡Espantoso!...

Y manifestando con grandes gestos y explosiones de voz su indignación contra Géraud y su piedad por de Esbly, Olympe tasaba el alto valor de la «carne fresca» tan victoriosamente con-

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seguida en Notre-Dame-des-Victoires. Tenía a Cloé, esa maravi-llosa criatura, de la que admiraba sus formas esculturales; se trataba de no dejarla, de traficar con ella en beneficio de sus intereses y venderla a su peso en oro.

Se acercó, mimosa, a la Srta. de Haut-Brion: –¡Querida, yo os devolveré a vuestro novio!... ¿De qué se

acusa a ese valiente joven? –Lo ignoro… –¡Bah! ¡Algún pecadillo de juventud! ¡Arreglaremos eso!

¡Conozco personas muy bien situadas en la magistratura! Mien-tras esperamos, imagino que no queréis regresar a casa de ese abominable barón!...

–¡Antes preferiría morir! –¡Lo entiendo! –Regresaré, esta noche, a casa de los Loizet donde me he

citado con la señora de Esbly… A continuación, buscaré trabajo. –¿Trabajar, con unas manos tan delicadas y esos dedos tan

frágiles como los vuestros? ¡De ningún modo! –¡Señora, soy valiente! Olympe la atrajo sobre su pecho, y la besó maternalmente: –No, querida, no volveréis a casa de los Loizet; me habéis

dicho que eran muy pobres y que dudabais en imponerles una carga añadida… Os quedareis en mi casa, donde la señora con-desa de Esbly, informada mediante un telegrama, vendrá a ve-ros… ¡Oh! ¡Os quiero tanto como si fueseis mi hija!

Rota de fatiga por esa jornada de aventuras, la virgen ape-nas comió y se quedó dormida.

Por la mañana, un brillante sol invernal, que fundía la nie-ve en el exterior, y que se filtraba a través de las cortinas de satén rosa de la habitación, vino a animar sus esperanzas en Dios y en la humanidad.

¡Y cuál fue su sorpresa cuando vio, no lejos de ella, el ves-tido de baile que había dejado en casa de los Loizet y el pequeño brazalete de oro!

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34 A las diez, la Sra. de Sainte-Radegonde, vestida, como la

víspera, con su abrigo de cuello de piel de marta cibelina, y to-cada con su sombrero de pluma azul, entró en la habitación.

–Cloé, he pensado en vos – dijo, dando a la errante un be-so maternal.

–Gracias, señora Olympe. ¡Gracias! –¡Sí, ya he hecho que fuesen a recoger vuestro vestido de

baile, a la calle Mercadet, enviando de vuestra parte a los Loizet, todos vuestros agradecimientos y saludos…

–¿Se les dijo que estaba en vuestra casa? La matrona mintió: –Naturalmente, e incluso se les ha prometido vuestra visita

una de estos días… Pero, tengo mejores noticias que daros… –¿Ha llegado la señora condesa de Esbly? Olympe volvió a mentir. Había conseguido en casa de los

Loizet – a la vez que el vestido de baile – un telegrama infor-mando a Cloé de la llegada inmediata de la Sra. de Esbly, que ella se cuidó mucho de no mostrar:

–¡No hay noticias de la condesa! –¿Y el conde Lionel? –¡Lo habéis adivinado, mi bella enamorada! –¡Oh! ¡Hablad! ¡Hablad! – exclamó ansiosamente la Srta.

de Haut-Brion. –Nada importante… Dentro de ocho días, vuestro amigo

será puesto en libertad, y limpio como la nieve que caía ayer!... ¡y eso no es todo!... Supongo que os gustaría ir a visitar a vues-tro novio, y gracias a mis influencias administrativas, será posi-ble…

–¡Qué alegría!... –Solamente tendréis que dirigir una petición al director de

la administración penitenciaria… un hombre encantador… –¡Enseguida! ¡Enseguida! Y dirigiéndose hacia un escritorio de madera rosa, provis-

to de un tintero y un secante: –¡Dictadme, señora!... ¿Qué hay que escribir?

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35 La Sra. de Sainte-Radegonde le puso ante los ojos un pa-

pel con sello del Estado: –Firmad esta hoja… Yo la haré rellenar por mi secreta-

rio… Escribid… ahí… al final de la página… «Leído y aproba-do lo escrito aquí encima»… y firmad…

La Srta. de Haut-Brion se apresuró a obedecer; y la matro-na recogiendo el papel, dejó a la joven para que se vistiese.

Por la noche, virgen y matrona estaban en la mesa ante una fina comida, en el comedor, amueblado de viejo roble; una lámpara de Venecia iluminaba la plata completamente nueva y los cristales multicolores; sobre el mantel, un ramo de violetas de Parma exhalaba un suave olor, y en las garrafas, artísticamen-te talladas, destellaban los rubís de los burdeos y los borgoñas, los topacios de un vino de madera puesto en una botella – de los tiempos del general.

Olympe contaba su vida, llena de piedad y recogimiento, sobre todo después de la muerte del general, época en la que había roto con las actividades mundanas; entre los postres y el café, se levantó y fue a buscar una botella polvorienta sobre una estantería.

–Mi querida pequeña, – dijo – degusta este Lacrima Cris-ti… ¡Ya era añejo cuando todavía aún no habías nacido!

–Gracias, señora – respondió la joven – tapando su vaso con la mano.

Pero la otra insistía: –¡Vamos… para darme gusto! Vertió algunas gotas en el vaso de Cloé, y la invitada llevó

el brebaje a sus labios. –¿Está bueno, verdad? – dijo Olympe. –¡Muy bueno, señora!... Jamás he bebido nada tan dulce…

Parece miel… –¿Un poquito más? –¡Oh! ¡no! –¡Os lo suplico!

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36 La Srta. de Haut-Brion debió aceptar aún vinos y licores, y

Olympe se puso a charlar, no perdiendo de vista a su compañera de mesa.

Pero, ya, Cloé, con una mano en su frente, luchaba por mantener abiertos sus pesados párpados.

–¿Tenéis sueño? – preguntó la señora de Sainte-Radegonde?

–¡Sí… mucho sueño! Una mueca plegó los labios de la matrona: –Son casi las once… Venid… voy a ayudaros a meteros

en la cama… En la habitación, la Sra. de Sainte-Radegonde se vio obli-

gada a desvestir a Cloé de Haut-Brion como hubiese hecho con una niña; la acostó, y se sentó cerca de ella, sobre un sillón.

Alguien golpeó ligeramente la puerta, y, a la autorización de la señora Olympe, Noëlle, una joven criada, de cabellos peli-rrojos, avanzó hacia su ama:

–Señora, ¡es la señora Elvire Martignac! –¡Hazla entrar! Una mujer morena, joven aún se deslizó en la habitación. Con gesto cínico, Olympe le mostró a la joven dormida: –¡He aquí el objeto! Luego, a la luz de la lámpara, levantó sábanas y manta y

mostró el cuerpo desnudo de la Srta. de Haut-Brion. –¡Vendo al por mayor!... ¡Mirad!... ¡Examinad!... ¡Palpad

la mercancía! –¡Vais a despertarla! –¡No! la he obligado a beber, y no está acostumbrada…

¡Duerme como una bendita, la bella!... Tenemos tiem-po…¡Miradla!... ¡Examinadla!...

De pie, ante ese cuerpo virgen, Olympe celebraba como una auténtica vendedora, lo que ella llamaba «su mercancía»:

–Observad esos muslos, ¡qué blancos y firmes! ¡Y esos pechos, con sus pequeños pezones rosados!... ¿Y ese vientre? ¡Ni un pliegue! ¡Ni una arruga! ¡De mármol! Palabra de honor, ¡esto es para excitar a un eunuco y resucitar a un muerto!... Me

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gustaría venderla a un viejo, aquí, pero podría resistirse y traer-me problemas… En vuestra casa, estará tranquila…

Entonces se produjo una negociación, y el vergonzoso mercado concluyó.

–Olympe, ¿me la enviaréis mañana? –Mañana por la mañana, Elvire. –¿Está inscrita, verdad? –No. –Oh! pero… –Entrará en vuestra casa bajo el nombre de mi sobrina…

Berthe Vernier… Tengo los papeles en regla… Además, la po-licía no querría inscribir sin una investigación a una señorita de Haut-Brion.

La Martigna exclamó: –¿Y ella… lo ignora? –¡Todo! –¡Pero va a montar un escándalo de mil diablos! –No, porque la retendréis como a las demás, mediante lo

que os deberá por haberle proporcionado vestidos y complemen-tos... ¡Aquí está un recibo de tres mil francos, firmado por ella!... ¡Vos sabéis como gobernarla!

Elvire dudó en coger el papel timbrado de Olympe y en-tregar la suma; luego, de pronto, decidida:

–¡Está bien!... ¡Quién no arriesga, nada consigue!... ¡La compro!... Una muchacha nueva y con el cuerpo que tiene esta, es una fortuna para una casa.

Y al salir, la Sra. Martignac tomó el mentón de la pequeña criada:

–¿Cómo te llamas, monada? –Noëlle. –¡Eres complaciente! –¡Se hace lo que se puede! –¿Qué años tienes? –Dieciséis. –¡Demasiado joven!... ¡Dentro de algunos meses, tendrás

que venir a verme, querida!

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38 –¡Ah! señora, ¡ese es mi sueño! Ya bajando la escalera, una idea asaltó a la Sra. Martig-

nac… ¿Por qué no llevar ella, de inmediato, a la virgen? Subió de nuevo y convenció a la Sra. de Sainte-

Radegonde. Ambas extendieron en un coche la «carne fresca», dormida y vendida.

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III

El 7 «BIS»

El establecimiento de la Sra. Elvire Marignac, sito en el número 7 bis de la calle de la Victoire, era uno de los mejores lupanares de París, con una élite de clientes serios que no esca-timaban gastos, aunque exigentes en la elección de las mujeres.

La matrona, hábilmente secundada por la Srta. Adelaïde, la segunda de a bordo, vigilaba que el personal cambiase de vez en cuando, se refrescase.

Esa noche, el gran salón estaba iluminado, y todas esas damas, uniformemente y sucintamente vestidas con camisones de gasa, azules, amarillos, verdes o rojos, según su tez y el color de sus cabellos, esperaban a la clientela. Los camisones multico-lores eran muy ligeros, sostenidos casi por milagro en los hom-bros, y de una tela tan diáfana que el cuerpo aparecía casi al desnudo, bajo un prisma fantástico.

Y, de todas esas carnes, de todas esas cabelleras diversa-mente perfumadas, de esos labios pintados de carmín, de esas luces brillando en sus tulipas de cristal rosa, de esos cigarrillos de tabaco oriental, se desprendía una impresión de harén a pre-cio de saldo.

Esas damas estaban allí, en grupos de dos o tres, y algunas en solitario: Léa, una gruesa rubia, leía un libro y parecía extra-ordinariamente enfrascada en su lectura; la española Carmen, morena de piel y cabellos, contaba a Saphyr, una pelirrroja de ojos grises, una historia probablemente divertida, pues la otra reía, exhibiendo, en el intenso coral de sus labios, una alineación de dientecillos blancos; sentadas sobre unos divanes, y muy prudentes, la rubia Mathilde y la morena Paule tricotaban unas bufandas de lana; Angèle, Suzanne, Rosine, Julia, de pie, o sen-tadas, con la mirada velada, fumaban unos cigarrillos.

En medio de esas mujeres, arrojando una nota extraña, con su vestido de satén rojo bordado de oro y su cabello crespo de joven negra, Aravalo, nativa de Madagascar, niña mimada de la

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casa, saltaba, bailaba, yendo de una a otra, haciendo bromas y dando palmaditas amistosas.

La puerta se abrió, y la Srta. Adélaïde, la submatrona, seca y dura, en su vestido de seda gris, y llevando en la mano un ma-nojo de llaves, caminó derecha hacia Saphyr, que reía ruidosa-mente cerca de la española:

–¡Cállate, Saphyr!... ¡Tus carcajadas son insoportables! –¡Ah! señorita Adélaïde, ¡esta Carmen es tan guarra! –¿Guarra?... ¡Una palabra que no toleraré! –¿Quiere saber lo que mi amiga contaba? –¡Es inútil! ¡No me interesan vuestras historias! –¡Sí! ¡Sí!... Escuchad señorita… ¡Es asombroso!... Me

hablaba de las corridas de toros que se celebran en España, y afirmaba que los toros y los bueyes no son lo mismo.

–¿Y tú qué opinas? – preguntó la submatrona, amable. –¡Para mí, toro y buey, es lo mismo! –¡Mira que es necia!– dijo Mathilde, abandonando su tra-

bajo. –¿Quién… Carmen? – dijo Saphyr. –¡No, tú, especie de pava!... Un toro, es, como quien diría,

un amante deseado, mientras que un buey… ¡Oh, la, la! ¡No vale la pena!

Todas emitieron su opinión, excepto Aravalo, que dirigía muecas a un espejo, y Léa, siempre enfrascada en su lectura, con los codos sobre las rodillas y la frente entre sus manos.

La submatrona salió, y Carmen se dirigió a la lectora: –¿En qué piensas, Léa? –¡Déjame en paz!... ¡Me aburrís con vuestras tonterías! –¿Es interesante lo que lees?... ¿Una novela? –Una obra de teatro. –¿Cómo se titula? –Las Dos Huérfanas. –¡La he visto representar, cuando era pequeña, en el teatro

Montparnasse! – declaró Sahpyr… ¡Jamás he llorado tanto!

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41 –¡Oh!– dijo Mathilde – ¡es bueno llorar cuando las lágri-

mas proceden del corazón! ¿Y qué es lo que se narra en las Dos Huérfanas?

Y Léa, muy seria: –Una pobre muchacha, muy bonita, inocente y ciega, ¡tor-

turada por una sucia vieja! Paule encendía un cigarrillo: –Decir que puede haber mujeres tan horribles en el mun-

do… Yo he conocido una… Vivía en la misma casa que yo, en Montrouge, pero no hacía sufrir a una jovencita… Era a una cría, a una desdichada cría de tres años… bonita… ¡un amor!... Todavía la veo, con sus cabellos rubios con bucles y sus ojos tan dulces, ¡tan azules que se hubiesen dicho un trozo de cielo!... Pues bien, esa guarra, un día la desnudó y quemó su pobre culo sobre el hierro candente de una estufa.

–¿Y qué fue de la cría? – preguntó Léa, soñadora. –¡Murió! Se produjo una tormenta de imprecaciones, y Mathilde ex-

clamó, lacrimosa: –Yo me hubiese enfrentado a la vieja y le habría arrancado

las tripas, con unas tenazas al rojo, para enseñarle a quemar a las crías! ¿La guillotinaron?

–El padre de la niña – ¡pues no era hija de la mal nacida! –la estranguló como un pollo y fue absuelto en el juicio.

La Sra. Adélaïde llamaba desde el umbral de la habitación: –Carmen, te solicitan… ¡Vamos, date prisa, hija mía! La española se levantó de mala gana, y ajustándose de un

golpe de hombro su camisón, que se había deslizado demasiado abajo:

–¡Si es el tipo de ayer, me escapo!... ¡Ya sé muy bien de qué va!... ¡Un zafio!...

–¡Ven! – ordenó la submatrona–…¡Ya le «darás al pico» más tarde!

–¡Ya voy! Salió, precedida de la submatrona, y Léa dijo a sus com-

pañeras:

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42 –¡Vosotras sois unas buenas chicas!... Antes, cuando Paule

contaba la historia de la cría, os habéis emocionado. –¡Yo no! – dijo una rubita, humillada por su pasajero en-

ternecimiento. –¡Tú, como las demás! ¡No te hagas la dura que no lo eres,

querida!... ¡Estando solas bien podemos confesarlo!... ¡Se dice que no respetamos nada!... Es un poco cierto!... ¡Pero en el fon-do de nuestros corazones, sabemos bien que pasa!… ¡Y eso no es alegre!...

Saphyr murmuraba, dulce: –Los días de salida, cuando veo pasar a una niña vestida

de primera comunión, con su vestidito blanco, su largo velo y su pequeño misal, me emociono, y pienso en la iglesia de mi pue-blo, allá… ¡en Bretaña!

–¡Y las críos! –vibraba Léa – ¿es que hay algo más adora-ble en el mundo?... Yo tengo uno…Está con una nodriza… en Oise… y me gustaría ser quemada viva antes que decirle algún día… lo que soy… ¡Ah! ¡Desgraciada!...

Y estalló en sollozos. Luego, de pronto, cambiando de tono y de modales: –¡Maldita sea! ¡Esta pequeña zorra de Aravalo que me ha

robado mi paquete de cigarrillos!... Dime, Aravalo. ¿Es para esto, por lo que nuestros militares se baten con los salvajes y abandonan las colonias? ¿Para traernos ladronas de tabaco?

La joven malgache, instalada en un diván, imitaba las po-ses indolentes de Mathilde y fumaba, con ardor, y no sin espan-tosas muecas.

Todas la rodeaban, pero de pronto brincaron, cada una a su lugar, con una sonrisa en los labios.

La Sra. Elvire avanzaba, acompañada de dos caballeros, uno gordo, de barba negra, que llevaba un monóculo, y otro un joven rubio, vestido a la moda de 1830.

Las mujeres, transformándose, se volvieron muy solícitas y se alinearon en semicírculo, sonriendo, orgullosas de sus efec-tos de torso y caderas.

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43 ¡Efectos inútiles! Los visitantes desdeñaron sus miradas y

sus contorsiones, dejando escapar unos: «¡Esta noche, Léa, no me dices nada!... Saphyr, eres bella, pero desconfío de tus ojos… y de sus círculos negros!... ¡Demasiado trabajado!... ¡Cálmate, mi bella!»

Ofrecieron champán; y, decididos, subieron con Mathilde y Paule que canturreaban el Vals de las Rosas.

A continuación, apareció el vizconde Arthur de la Plaçade, un rubio alto al que todas las mujeres abrazaron:

–¡Espejo! ¡Aquí está el Espejo! ¡El Guapo Espejo!... La Plaçade, un chulo en frac negro, amante de la Sra. Le

Goëz, era adorado en esa casa de lenocinio; llevaba allí clientes; obtenía beneficios, y las pensionistas se disputaban al apuesto hombre.

–¡Espejo! ¡Oh, mi amor! Él aceptó el dinero y los besos de la Sra. Martignac y des-

apareció. Un momento después, se vio en el salón al joven inglés

Reginald Fenwick; entró, con el sombrero hacia atrás, el bastón en la mano, mucho más ebrio aún que la noche de su presenta-ción en casa del barón Géraud y de su borrachera en el Bol de Oro; pero se mantenía muy erguido. Vestido con un chaleco de grandes cuadros negros y blancos, tenía aspecto de un gran da-mero.

–Hola, Elvire – dijo con voz pastosa –… ¡Hola, pequeñas grullas!

Las putas se lo disputaban, zalameras; él las detuvo con un gesto:

–¡No me molestéis!... ¡Creo que voy a acostarme! –¡Está borracho como una cuba! – observó Saphyr, diri-

giéndose a Léa. –¡Para no variar!... ¡Lo que no impide que, la pasada no-

che, diese tres billetes a Mathilde! Fenwick se alejaba; la Sra. Marginac le dijo amablemente: –Vamos, señor, no os vayáis así… Se diría que esas damas

os dan miedo.

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44 –¿Miedo? ¡Jamás! –Mirad pues a Léa… Ella no desea que marchéis… ¿Co-

nocéis a Léa? ¡Es un buen negocio! –¡Léa no me gusta! –¿Y Saphyr? –¡Tampoco! –¿Y Aravalo?... ¿No os dice nada?... Sin embargo es muy

juguetona… –¡No me gustan los monos! –Desgraciadamente, vuestra Mathilde está ocupada, y no

sé cuando quedará libre… –¡Estoy harto de Mathilde!... ¡Vista y no vista, Mathilde!...

¿Y las nuevas?... ¡Me habíais prometido nuevas!... ¡No veo por aquí ninguna!... ¿Por qué siempre las mismas caras?... ¡Me voy! ¡Buenas noches señora!... ¡Buenas noches, mis putitas!

Elvire lo retuvo todavía y le dijo en voz baja: –Tengo una… –¿Una que? –Una nueva… ¡Oh!... ¡una flor de lys! Ella murmuró unas frases en el oído del cliente. Reginald tuvo un sobresalto: –¡No es posible! –¡Palabra de honor! –¡Id a buscarla! –Sí, pero… –¿Está ocupada, como Mathilde? –Si estuviese ocupada, como Mathilde, ¡no os habría dicho

lo que os he confiado hace un instante!... Mylord, ¿queréis sor-prenderla?

–¡Yes!... Se me está haciendo la boca agua… –Seréis el primero, el iniciador. No os cobraré más, pero a

cambio me traeréis gente de vuestro mundo, gente chic, ¿eh? –¡Yes, señora!... Y, tomad, os paga por adelantado… Dio algunas monedas de oro a Elvire: –¡Traed champán, mucho champán!... Aquí, ¡primero,

champán!

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45 Fue servido; vació varias copas, y siempre erguido: –¡Adelante, señora Elvire!... ¡Vamos a encontrarnos con

vuestra Juana de Arco… de los salones! Allá en lo alto, en su habitación, una habitación tapizada

de satén azul y adornada de espejos por todas partes, la «nueva», es decir Cloé de Haut-Brion, vertía lágrimas.

Desde hacía más de un cuarto de hora, la Srta. Adélaïde la sermoneaba, y la virgen no la escuchaba, ensimismada en el descalabro de todo su ser.

–Señorita – decía la submatrona – ¡hay que bajar al salón!.... Nos hemos mostrado amables con vos, dejándoos pasar la noche y todo un día para que os acostumbraseis… ¡Preparaos para seguirme!...Los negocios son los negocios, pequeña…

Esperaba una crisis de lágrimas; pero Cloé se plantó re-sueltamente ante Adélaïde:

–¿Por qué se me ha traído aquí, aprovechándose de mi sueño?... ¿Por qué se me mantiene prisionera? ¡Haced paso, se-ñora!... ¡Quiero salir!

–¿Salir?... ¡oh! ¡no! – dijo sarcástica la otra. Y, conciliadora: –Haríais mucho mejor en ser razonable… –¡Os digo señora, que quiero irme de aquí! –¡Eso es imposible!... Tengo órdenes… –Entonces voy a abrir esta ventana y gritar… ¡Alguien

vendrá en mi auxilio! –La ventana está cerrada; las persianas están clavadas… Y

además, os veríais obligada a decir vuestro nombre… y preferís morir a pronunciarlo aquí… ¡señorita de Haut-Brion!

Cloé estaba sentada y torcía sus manos: –¡Oh! ¡Esa mujer! ¡Esa señora de Sainte-Radegonde que

me ha entregado! ¡Qué miserable! –¡Ya no tenemos que preocuparnos de la señora de Sainte-

Radegonde!... ¡Dejémosla con sus buenas obras! –¿Sus buenas obras?... ¡Oh! ¡Maldita!... ¡No sé muy bien

en que casa me encuentro, pero intuyo que se trata de un lugar infame! Esos cantos que he escuchado… esas jóvenes medio

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desnudas que acabo de observar por el quicio de la puerta… ¡Todo eso me espanta, me produce vértigo!... ¡Pero ningún po-der humano podrá retenerme!... ¡Haced paso, señora!... ¡Aparta-os!...

–Sí, – dijo Adelaïde – seréis libre, absolutamente libre, cuando hayáis pagado lo que debéis a la casa.

La virgen dio un salto: –¿Yo? ¿Yo?... ¿Yo debo algo… a vuestra casa? –¡Tres mil francos, ni más ni menos! –¡Eso no es cierto! –¿Renegáis de vuestra firma? –¡Yo jamás he firmado semejante cosa! –Os pido perdón… ¡Mirad! La submatrona puso bajo los ojos de Cloé el papel, tan li-

geramente firmado por ella en casa de la Sra. de Sainte-Radegonde, y, volviendo a introducir la hoja en su bolsillo:

–¡Ya lo veis, toda negativa es imposible!... ¡Berthe, sed graciosa y no me obliguéis a emplear medios extremos!

–¿Berthe?... ¡Yo no me llamo Berthe! –Ese es vuestro nombre de… guerra, el nombre bajo el

cual estáis inscrita en la casa… Berthe Vernier… Se ha tenido para con vos todos los cuidados, y todas las precauciones… ¡Basta de charla!... ¡Poneos el bonito camisón de nudos azules, que encontraréis en ese armario, y bajemos!

–¡Jamás! –¡Vais a poneros ese camisón, el uniforme del 7 bis! – or-

denó la submatrona,– pues aparte de la señora y yo, nadie en el salón, se pone vestidos subidos... Y, vuestro vestido de pequeña burguesa os cubre demasiado… Señorita, poneos el camisón.

–¡Jamás!... ¡Y, a pesar de lo que digáis, saldré de este in-fierno!

–¡Sí, cuando Berthe Vernier haya pagado las deudas de la señorita de Haut-Brion!

Adélaïde había abierto un mueble, y presentaba un comi-sión, cuando entraron la Sra. Martignac y Reginald.

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47 Félix, el camarero, un gran moreno, los seguía llevando

sobre una bandeja tres botellas de champán y unas copas. –¿Y bien?… ¿Ya habéis entrado en razón? – dijo la ma-

trona a su nueva pensionista. De entrada, Cloé, con los ojos bajados, guardó silencio;

luego, se levantó, valiente, para acometer una nueva lucha. Pero Fenwick la vio, y estupefacto, en medio de su borra-

chera: –¡Se…se…ñorita… de Haut-Brion!... ¡La so…brina… del

ba…rón Géraud!... ¡Esta sí que es buena!... ¡Se…ñora Elvire, teníais razón al afirmar… que era… una Juana de Arco!...

Y reaccionando sobre sí mismo, no admitiendo la enormi-dad de tal encuentro, caminó hacia Cloé:

–Sé muy bien que no eres la señorita de Haut-Brion… pe-ro déjamelo creer… ¡No te arrepentirás!… Es asombroso como te pareces… ¿Soy tu bebé?... ¡El papá Haut-Brion habrá conoci-do a tu mamá, y hete aquí!... ¡La señorita Cloé de Haut-Brion en el barco de flores de Elvire!... ¡All right!... ¡Very select!... ¡Te adoro, angel mío!... ¡Ven a besarme!... ¡Ven!...

Bebió dos copas de champán, y, borracho hasta el punto de perder la noción de los seres y las cosas, interpeló a la Sra. de Martignac y a la submatrona:

–¡Vosotras, fuera!... Quiero quedar solo con la señorita Cloé… la falsa Cloé… la sosia de Cloé… Id a reuniros con las pequeñas grullas.

El camarero ya había desaparecido; matrona y submatrona salieron a su vez, recomendando a Berthe que pasase el cerrojo.

La virgen permanecía inmóvil contra la chimenea, dis-puesta a hacer uso de uno de los candelabros de bronce para defenderse y golpear si Fenwick quería abusar de ella.

Pero él no parecía tener prisa. –¡Es fundamental – dijo –ponerse a gusto!... Nada es más

select que ponerse a gusto!... ¡Imítame, querida! Reginal quitó su chaleco y lo depositó sobre un mueble,

así como su sombrero, un pequeño sombrero hongo de fieltro; se

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disponía a quitar su camisa , cuando la Srta. de Haut-Brion, con el rostro anegado de lágrimas y las manos temblorosas, suplicó:

–¡Salvadme, señor! Él replicó con un hipo: –¡Vamos! ¿Por qué lloras ahora?... ¡Nada de eso, bebé!...

¡No estamos aquí para aburrirnos, gatita mía! –¡Salvadme, señor!... ¡Oh! ¡si fueseis un hombre decente

no me dejaríais en esta espantosa casa!... –¿Yo?... Un hombre decente, – farfulló él… –¡No sé!...

¡Lo ignoro!... ¡Estoy un poco borracho, eso es todo! ¡Ven a be-sarme!

Ella no se movía; él arrojó sobre ella su mirada de beodo: –¡Escucha, falsa Cloé, debes ser amable! ¡Oh, muy ama-

ble!... El champán excita el amor… ¡Bebamos!... ¡Bebamos!... ¡Be…bamos!...

El joven inglés había tomado una botella y la vaciaba… De pronto, embriagado hasta la inconsciencia, cayó sobre la alfombra…

Eran las tres de la mañana. En la casa, patrona, submatrona, clientes y putas estaban

acostados, y la virgen lloraba ante la bestia humana. La gruesa Léa – una de las menos despreciables del 7 bis –

venía de acompañar a un enamorado; escuchó los sollozos de la Srta. de Haut-Brion y entró en la habitación donde Reginal per-manecía, incapaz de un movimiento, tirado en el suelo.

Se produjo entre ambas mujeres – de costumbres tan opuestas – una doble confesión que se terminó con estas pala-bras de la pensionista:

–Este no es vuestro lugar, señorita, y voy a ayudaros a sa-lir….

–Pero,– objetó Cloé, agradeciendo a la desconocida,– no me dejarán pasar.

–Todos duermen, excepto la criada… Tengo una idea… Entonces, la puta envolvió a la Srta. de Haut-Brion con el

chaleco de Reginal: le puso el sombrero, la armó con el bastón y

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le dijo que imitase las maneras de un hombre borracho; luego, desde lo alto de las escaleras, inclinada sobre la rampa, exclamó:

–¡Se baja! La virgen pasó delante de la guardiana somnolienta, quien

tiró del cordón. –Mylord – dijo la doméstica,– partís bien pronto… ¿No os

olvidáis de la pequeña criada? Cloe caminaba sin responder, y la otra murmuró, antes de

dormirse: –¡Vaya cutre, el inglés! Al salir de la infame casa, Cloé de Haut-Brion no tenía

más que un partido que tomar: regresar inmediatamente a casa de los Loizet, a la calle Marcadet.

La calle de la Victoire estaba oscura, apenas transitada por algunos noctámbulos – periodistas, vividores, – y la joven que había sido transportada dormida a la casa de la Sra. Elvire Mar-ginac, tuvo que levantar los ojos hacia una placa indicadora para saber el lugar donde se encontraba a esas horas de la noche.

A pesar de la indumentaria de hombre puesta sobre su ves-tido, temblaba de frío en la noche glacial, y la helada brisa in-vernal hacia flotar sus rubios cabellos alrededor del sombrero masculino.

No atreviéndose a dirigirse a nadie para preguntar el ca-mino, caminó, recordando que la calle Marcadet se encontraba en Montmartre, y llegó cerca de la casa de la Sra. de Sainte-Radegonde, en la calle Notre-Dame-de-Lorette.

Hasta el momento, la virgen se había preocupado de orien-tarse en el laberinto de las calles parisinas, y, todavía bajo la impresión de horribles escenas, no había pensado más que en huir; pero, la vista de esa casa donde había entrado el día ante-rior, a instancias de Olympe, la despertó a las realidades vivas.

¿Qué había ocurrido?... ¿Qué acontecimiento extraordina-rio la había precipitado a casa de la Sra. de Sainte-Radegonde, a ese tugurio de dónde, gracias a una desdichada muchacha, aca-baba finalmente por salir?

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50 ¡Cloé no lo dudaba: Olympe la había indignamente enga-

ñado! ¿Qué era esa mujer? ¿Qué innoble oficio ejercía?... ¿Era necesario denunciar a la Sra. de Sainte-Radegonde para evitar a otras jóvenes, una situaciones semejantes a la suya?

No, la Srta. de Haut-Brion no lo podía hacer; ella no lo quería, pues sería confesar su estancia en casa de Elvire Martig-nac.

¡Oh! Jamás revelaría ese secreto a nadie, ni siquiera a los Loizet, y, en los medios honorable, trataría de olvidar sus horas de vergüenza y de mortales angustias, entre las prostitutas...

Y la virgen se preguntaba, espantyada, como se lavaría esa mancha!... Siempre caminando, le parecía que arrastraba tras ella el enervante olor de los cosméticos y de los polvos; que sus carnes estaban impregnadas y que los escasos trnaseuntes huían de ella con asco.

Se miró en el vidrio de un escaparate de una tienda cerra-da, segura de que iba a observar sobre su frente el estigma de las vergüenzas inmerecidas; no vio más que a un hombre joven, horriblemente pálido, vestido con un chaleco de amplios cua-dros, que llevaba un bastón y tocado de un pequeño sombrero hongo negro: había perdido el recuerdo de esas prendas y, en su turbación, ese sombrero y la imagen real, le hizo evocar al inglés Reginal y a la puta Léa… Felizmente, el inglés estaba borracho; acababa de confundirla con una de las habituales del mal lugar, no reconocería jamás en ella a la sobrina del barón Géraud, y en cuanto a Léa, seria dichosa de testimoniarle su gratitud algún día, liberándola del infierno.

Ahora, la joven avanzaba, más tranquila, hacia las alturas de Montmartre, en ese barrio que ya había recorrido en sentido inverso para dirigirse a la Comisaría de policía.

Girando en la calle Marcadet, Cloé se despojó del chaleco, y lo arrojo, al igual que el bastón y el sombrero del hombre, a un terreno baldío y, algunos instantes más tarde, llamó a la puerta de sus amigos.

Dominique fue a abrirle; llegaba del Depósito de coches, después de sus largas carreras nocturnas.

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51 A la vista de la Srta. de Haut-Brion, el cochero emitió una

exclamación de sorpresa y alegría: –¡Srta. Cloé!... ¡Qué contentas van a ponerse Marie y An-

nette! Y sin temor a despertar a los vecinos, llamó con todas sus

fuerzas: –¡Marie! ¡Annette! ¡Es la «Señorita»! ¡Levantaos, rápido! –Parecéis sorprendido… ¿no habéis sido advertidos? –

balbuceó la Srta. de Haut-Brion, entrando en casa de Domini-que.

Loizet respondió: –Os pido perdón, señorita… Hemos recibido la visita de

una criada que solicitaba, de vuestra parte, el vestido de baile y el brazalete…. Le entregamos esos objetos… Pero como se negó a decirnos donde estabais, y sus modales eran sospechosos, a partir de ese momento, quedamos muy preocupados…

Marie y Annette llegaron, vestidas apresuradamente, y se produjo una alegría delirante en las dos mujeres; la madre no encontraba que decir entre sollozos.

Annette exclamó: –¡Oh, señorita! ¡Os creíamos perdida! Pero, aquí estáis,

¡nuestra pena está olvidada! Vamos a cuidaros, a mimaros, y nunca, ¡oh, nunca, os dejaremos salir sola!

Las tres estaban instaladas junto a un buen fuego, y como Marie interrogaba a la víctima, la Srta. de Haut-Brion sintió el rubor subir a su rostro.

Dijo, con lágrimas en los ojos: –Os lo suplico, mi querida Marie, y a vos también, Annet-

te, no me preguntéis nada… No podría responderos… Lo que me ha sucedido es muy doloroso y serio para que, incluso a vos, en quienes tengo plena confianza, pueda revelarlo… Queredme, queridas amigas… Protegedme… pero… no me obliguéis a hablar, y creed que siempre seré digna de vuestro afecto…

Las Loizet no insistieron – y la Srta. de Haut-Brion per-maneció sola en su habitación, esa habitación de donde había

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salido valientemente para emprender la liberación de su novio, el conde de Esbly.

Muy cansada, pensaba en ese ambiente de paz y honor. Ahora bien, por la mañana, Annette ayudaba a la Srta. de

Haut-Brion a vestirse, y la hija de los Loizet todavía insistía para retenerla y protegerla de nuevos peligros:

–¡Señorita, sed razonable! No os aventuréis más en París. ¡Hay peligro, se ciernen muchos peligros para vos! ¡Quedad conmigo! ¡Yo os serviré, iré a buscaros libros!.... ¡Me esforzaré en comunicaros un poco de mi alegría!

Cloé respondió, seria: –¡Annette, tengo un deber sagrado que cumplir, ya lo sa-

bes! –Lo sé, señorita, pero… ¡esperad tan solo algunos días! –¡Hoy mismo, iré a ver al juez de instrucción encargado

del caso de mi novio! La joven costurera, tras un momento de reflexión, dijo: –¿Queréis saber mi opinión, señorita Cloé? En vuestro lu-

gar, no iría a ver el juez, sino a la condesa de Esbly… –Ella no vive en París… –Debe estar aquí, pues una madre no podría vivir lejos de

su hijo, cuando ese hijo se encuentra en la situación del señor conde Lionel.

–Eso es cierto, Annette, y si supiese donde encontrar a la condesa…

–Yo me informaré… –¿Cómo? –Señorita, ¿sabéis donde la condesa tiene por costumbre

alojarse durante sus viajes en París? –En un hotel cercano a la estación de Saint-Lazare. Annette tuvo una idea sublime: –¡No será allí donde estará!... Seguro que se encuentra en

el domicilio del acusado para defenderlo… ¡Vamos, voy con vos!… ¡Papá nos conducirá en su coche!…

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53 Dominique los llevó al bulevar de los italianos, y mientras

el cochero quedaba sobre el pescante, la Srta. Loizet montó guardia ante la casa.

Con el corazón oprimido, la sobrina del barón Géraud su-bió la escaleras del primer piso, y, tras ser anunciada, fue intro-ducida ante a la madre de Lionel.

Al principio, la virgen no reconoció a la Sra. de Esbly, de lo cambiada que la encontró: la condesa, la otra noche aún, tan brillante y pletórica de dicha maternal, parecía un anciana; en pocos días, sus cabellos habían encanecido, y, en su vestimenta de duelo, su delgadez parecía mayor.

Las dos mujeres se abrazaron llorando, y la madre dijo: –¡Hija mía!... mi querida hija, ¡te esperaba! –¿Y Lionel? – preguntó la Srta. de Haut-Brion, ansiosa. –¡He visto ayer a mi pobre hijo!.... ¡Se ha esforzado en

darme ánimos!... ¡Ah! ¡si supieses que grande y digno es, en su desgracia!... Lamentablemente solo dudan de él aquellos que no lo conocen como nosotras le conocemos!... Pero, tu tío… tu tío no tiene derecho, y, he sorprendido en el lenguaje del barón unas reticencias que me han apenado profundamente.

–¿El barón os ha hablado de mí, señora? – vaciló la vir-gen, temblando.

–Si, querida; tu tío me ha dicho, cuando le he preguntado por ti, que temiendo por tu salud, después del terrible shock, te había enviado a casa de una de tus amigas, en el campo… De ahí, mi sorpresa a tu llegada…

La Srta. de Haut-Brion se levantó para clamar la infamia de Géraud, pero no quiso añadir un nuevo dolor a las aflicción de la madre; y además, tendría que contar la abominable cir-cunstancia que la había obligado a escapar del palacete, y todo su pudor se rebeló contra esa confesión.

Balbuceó: –Es cierto, señora… Vivo momentáneamente en el cam-

po… Pero, al saber vuestra presencia en París, he acudido… para abrazaros, para compartir en parte, ¡oh! ¡muy grande! Vuestra aflicción, y ayudaros con todas mis fuerzas en vuestra

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obra maternal y sagrada... ¡Triunfaremos, señora! ¡Triunfare-mos!

Y, rompiendo a llorar: –Lionel; ¡mi pobre Lionel! –Hablemos de él – dijo gravemente la condesa – … ¡de él

y de ti!... Mi hijo me ha hablado mucho, ayer… y, como hombre de honor, me ha encargado que aceptases la ruptura de tu com-promiso…

Cloé replicó, vibrante: –¡Yo jamás la romperé!... ¡Él debe conocerme y estimar-

me lo suficiente para saber que no daré esa alegría a mis enemi-gos!

Pero, recordando la mancha con la que creía su vida man-cillada, bajó los ojos.

La condesa añadió: –Al Sr. Grudière, el juez de instrucción, le parece ver en

este asunto un espantoso chantaje… o bien la mano de alguien que tiene interés en impedir la boda de mi hijo…

Una extraña luz nacía en el espíritu de la Srta. de Haut-Brion, y la virgen no pudo reprimir un movimiento de horror… Sí, existía el hombre al que ese matrimonio desesperaba... ¡El barón Géraud!... ¡su tío!... ¡Él se entendía con los enemigos de Lionel, los que llevaban la voz cantante, o bien, era él mismo quién encarnaba el alma del mal!... ¡No!... ¡oh! ¡no!... ¡Eso sería demasiado monstruoso!... ¿Y cómo explicar la súbita aparición del viejo en su habitación, después del baile, si no sabía que Lionel no era un obstáculo a temer?... ¡No! ¡Mil veces no!, ¡No podía existir un ser tan abominable!...

Y la virgen, en su honestidad natural, y a pesar de sus sos-pechas contra el tío, no quiso atribuirle semejante infamia.

La Sra. de Esbly continuaba: –Veamos, querida, ¿recuerdas? ¿Alguien te ha pedido en

matrimonio antes que Lionel? –No, nunca. –¿Alguien te ha hecho la corte y ha sido rechazado por ti? –Nadie.

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55 –Esas preguntas se las he dirigido al barón Géraud, y me

ha parecido confundido… –Digo la verdad, señora. –¡Oh! ¡no lo dudo!... Sin embargo, la Michon y la Cría-

Reseda, las acusadoras de Lionel, parecen acatar órdenes… Pla-nea sobre todo esto un misterio… que debemos aclarar… El barón me ha prometido ayudarme…

Cloé se puso pálida; agarró las dos manos de la condesa entre las suyas, y, muy angustiada, imploró:

–Actuemos solas… completamente solas… ¿Queréis, se-ñora?

Sorprendida, la Sra. de Esbly observaba a la virgen: –¡El barón Géraud tiene un gran interés en que la inocen-

cia de mi… de nuestro Lionel, sea demostrada!... ¿Acaso mi hijo no es el prometido de su sobrina, de su sobrina a la que ama como a una hija?

–¡Cómo a una hija! – suspiró Cloé, bajando los ojos. Y, disimulando su vergüenza, intentó desviar la conversa-

ción de ese tema que tanto la angustiaba: –¿Creéis, señora, que se me permitirá visitar a Lionel? –No, no, hija mía… Lionel, a pesar de toda la alegría que

tendría al verte, te suplica que no lo intentes… La virgen dudó en formular una pregunta: –¡Bueno, señora, ¿de qué se le acusa?... He querido saber-

lo, y se han negado a responderme… –Han hecho bien, Cloé… ¡No insistas, querida! Mientras la Srta. de Haut-Brion regresaba a Montmartre,

seguida de la brava Annette, el Sr. Honoré Perrotin llegaba a casa del barón Géraud, de donde su esposa, la italiana Nona Co-elsia, acababa de salir, después de una noche voluptuosa.

¡Oh! Ese matrimonio se entendía de maravilla, residiendo con lujo en la calle de Vaugirar. Pronto, el tío olvidaría a la so-brina y, un día, gracias a los besos de la esposa adúltera, ¡la pa-reja heredaría millones!

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56 Cuando el arquitecto iba a entrar en el despacho de

Géraud, se detuvo, escuchando una voz femenina. ¿Quién podía reemplazar a su esposa junto al viejo?

Como un bribón, pegó su oreja detrás del alto cortinaje. Con acento imperioso, Géraud preguntaba: –Habéis insistido para hablarme a solas, señora. Nosotros

solos… ¿Qué queréis? ¿Quién sois? La visitante, en vestido oscuro y sombrero violeta, mostró

una enigmática sonrisa: –¡Valerie, señor, Valerie Michon, la mamá de Jeanne, la

pequeña florista! –¡No os conozco! – replicó altivamente el barón, muy

pálido. –De vista, es posible que no… tenéis a tanta gente a vues-

tro servicio… pero, esto es otra cosa. Ambroise Naumier ha debido informaros sobre mi…

–¿Ambroise Naumier? –El Cebolla, si lo preferís… el criado del Sr. conde de Es-

bly. Tiburce Géraud ocultaba su espanto y su angustia bajo un

comportamiento brutal: –¡Cortemos aquí, señora, y dejadme! ¡No me gustan las

comedias de opereta, ni las bromistas! –Ah! ¿Así es como lo tomáis? – aulló Valérie–… Pues

bien, sé lo que debo decir al Sr. juez de instrucción… y la Cria-Reseda también, ¡lo sabe muy bien!... ¡Vuestra servidora, señor barón Géraud!.

La mujer caminaba hacia la puerta. Vivamente, el barón la detuvo: –¡Esperad! La Sra. Michon obedeció al hombre, con una dulce sonrisa

sobre sus delgados y fríos labios: –Veo con placer que os ha venido la memoria, señor

barón… ¡Oh! ¡Tanto mejor! ¡Tanto mejor!... ¿Me permitís sen-tarme, mi buen señor?... Estoy muy cansada…

–Sentaos, pero sed breve; ¡no tengo tiempo que perder!

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57 –Mi problema es el siguiente – dijo la Sra. Michon, ins-

talándose en un sillón – creo que he sido robada en el asunto de Esbly…

–¡Eh! ¡Qué me importa a mí! –Sí, ¡robada! El Cebolla no me ha entregado toda la suma

que vos le habéis dado para mí, cuando ha venido a solicitar mis servicios de vuestra parte…

–Pero, señora, yo desconozco… –Entonces, ¿no estáis involucrado en el asunto de Esbly? –¡No sé de que estáis hablando! Valerie se indignó: –¡Qué bribón ese Ambroise el Cebolla!... ¡Ah! ¡Desvelaré

toda la verdad al Sr. Crudière, el juez de instrucción!... Va a ser ese pobre Sr. Lionel de Esbly quien va a estar contento, cuando diga, ante él, durante la confrontación que debe tener lugar ma-ñana: «¡Mire, señor juez, todo esto es un timo!... ¡Ya he mentido bastante! Castígueme; castigue a la Cría-Reseda, pero castigue también al Cebolla y, muy severamente a este, pues fue él quién nos dio el dinero para acusar a su amo; fue él quién introdujo a Jeanne en la habitación del conde, a sus espaldas; en fin, ¡fue él quien nos dijo lo que teníamos que decir!... ¡El Sr. de Esbly es inocente, y nosotros somos unos delincuentes!»

–No tan alto, señora, no tan alto – balbuceó el barón, in-quieto y tembloroso.

–¿Qué es eso, señor, de que hablo alto, dado que vos nada tenéis que ver con la historia?– dijo sarcástica Valerie Michon… – Por el contrario, ¡debería alegraros escuchar proclamar la ino-cencia del prometido de vuestra sobrina!

–Y… ese miserable… ¿Cómo lo llamáis? –Ambroise Naumier, llamado el Cebolla. –¿El señor Naumier se ha atrevido a decir que actuaba de

mi parte? –Sí, y como está en prisión, venía a buscar vuestras órde-

nes para saber lo que tiene que decir mañana a la Justicia. –Podéis ver ahora que yo no tengo ninguna orden que da-

ros – declaró Géraud, creyéndose salvado.

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58 Pero, Valerie no estaba dispuesta a dejar de luchar con el

viejo: –Tenéis razón, señor Géraud, tenéis toda la razón; voy a

buscar a la condesa de Esbly; ella me dará diez mil francos por confesar la verdad y, además del negocio, ¡seré objeto de su agradecimiento!

–Pero iréis a prisión. –Es cierto– suspiró la visitante, de pie – ¡pero mi concien-

cia estará limpia! Bruscamente, él la tomó por el brazo: –Vamos, señora, ¡basta de comedias! ¡Tendréis los diez

mil francos! –¿De la señora condesa de Esbly? ¡Cuento con ellos! –No, ¡de mí! –Entonces, mi buen señor, – articuló Valerie Michon –

¡para vos, serán veinte mil!... Debe comprender que si son diez mil por decir la verdad… ¡mentir y cometer perjurio, bien vale el doble!... ¡Hay que ser razonable!

–Voy a entregaros la mitad; tendréis el resto el día de la condena…

–Bien. Mientras espero, si tenéis que hablarme o escribir-me, esta es mi dirección: Sra. Valerie Michon, dueña del hotel Café de la Esperanza, pasaje del Tivoli… ¡A vuestra disposi-ción, señor barón!

La mujer se iba con diez billetes de mil francos; el arqui-tecto se cruzó con ella al paso, simulando ser una visita más, y entró en el despacho de Géraud:

–¡Buenos días, señor barón! –¡Ah! ¿Sois vos, Perrotin?... ¿Desde cuándo estáis ahí,

amigo mío? –Acabo de llegar… Tiburce Géraud se precipitó a los brazos del arquitecto: –Honoré Perrotin, mi querido Perrotin, ¡soy muy desdi-

chado! Ya no pensaba en la desaparición de Cloé; una única idea

obsesionaba al viejo: esa mujer, Valerie, tenía en sus manos su

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honra, su libertad... ¿lo traicionaría, a pesar del dinero? Estuvo a punto de confesar todo al marido de su amante… ¿Qué mejor hombre que el arquitecto podría aconsejarle, acudir en su ayuda? Sin embargo, a pesar de su intimidad, no se sintió con fuerzas de revelar sus terrores al hombre, y repitió sollozando:

–¡Oh! sí, amigo mío, ¡soy muy desdichado! El otro lo miraba, sarcástico, leyendo en su pensamiento

como en un libro; él conocía el secreto del viejo enamorado, pero se cuidó mucho de aprovecharlo de inmediato, y preguntó, con gran tristeza:

–¿Así que ninguna noticia de la señorita Cloé? El nombre de la adorada despertó en Géraud pensamientos

lujuriosos, y un amplio estremecimiento corrió a través de sus miembros.

Gimió: –¡Por desgracia, no! ¡Ninguna noticia! ¡He registrado todo

París!... ¡Nadie la ha visto! ¡Nadie ha oído hablar de ella!... ¡He tenido el triste valor de ir hasta la Morgue! ¡Allí, nada todavía!... ¡afortunadamente!... Perrotin, mi querido Perrotin, ¡solo tengo esperanza en vos!... ¡Encontrad a Cloé!... ¡No ahorréis gestiones, ni os paréis en gastos para encontrarla!... ¡toda mi fortuna para quien traiga a Cloé!

Esta exaltación era funesta para el marido de la bella ita-liana; pero se contuvo, animado en una esperanza en los encan-tos de Nona Coelsia, y dijo, por decir algo honorable:

–¿Os habéis dirigido a la policía? Tiburce movía la cabeza, sin responder. ¡Ah! bien sí, ¡dirigirse a la policía! Pero, una vez encon-

trada, ¡Cloé imploraría de inmediato su protección contra el tío adorador de vírgenes!

El viejo farfulló: –No, querido amigo, ¡nada de policía! ¡Nunca debe invo-

lucrarse a la policía en nuestros asuntos íntimos! ¡Vuestra amis-tad y vuestra abnegación bastarán!

Honoré tuvo un impulso de corazón, y estrechando con efusión las manos de Géraud:

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60 –¡Contad conmigo, barón… Contad con mi esposa que os

es igualmente devota! El arquitecto se juraba encontrar a la Srta. de Haut-

Brion… pero para destruirla y dejar el campo libre a su esposa. Urbain, un viejo criado entró y entregó al aristócrata una

tarjeta de visita así impresa:

MADAME LÉONIE LAGRANGE Y debajo de ese título y ese nombre, escrito a pluma:

MARQUESA DE HAUT-BRION –¿De dónde diablos sale esta aventurera, después de cator-

ce años? – estalló Géraud. –… ¡No quiero verla!... ¡Ella me irri-ta!... ¡Despedidla, y con contundencia, Honoré!

En la antesala, Perrotin se encontró en presencia de una gran mujer delgada, con cabellos grises, miserablemente vestida, y que reconoció por haberle robado antaño, cuando él era el se-cretario del barón.

–¡Ah! sois vos… ¿la viuda in-partibus… de Rusia? – dijo, desdeñoso.

Muy tranquila, la visitante respondió: –Soy yo Léonie Lagrange, segunda marquesa de Haut-

Brion… –Señora, conozco vuestra historia, pero el barón Géraud

tiene bastante con la tutela de la hija legítima, sin preocuparse de antiguas amantes y de los bastardos de su cuñado.

–Mi hija Olga no es bastarda, pues mi matrimonio ha sido bendecido en Rusia, por un Pope.

–Sí, pero al no tener la boda lugar ante el cónsul de Fran-cia no existe legalmente.

–¡Porque la muerte ha sorprendido a mi querido Emma-nuel!... Él es mi esposo ante Dios y la iglesia, y si mi hija y yo no llevamos habitualmente el apellido «Haut-Brion», es a causa de nuestra espantosa miseria... No pedimos limosna, pero el

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príncipe Vorontzow ha entregado un dinero al barón Géraud, cuando murió mi marido, y ese dinero debía sernos devuelto…

El arquitecto que engañó al barón, apropiándose diez mil rublos destinados a los Lagrange, declaró:

–¡Error!... ¡El príncipe Vorontzow no ha dejado nada para vos al Sr. barón! ¡No insistáis, señora, y por favor, retiraos!

Y aquella, a la que el arquitecto llamaba «la viuda in-partibus» se alejó, con los ojos rojos y el caminar incierto…

Abajo, solicitó ver a la Srta. de Haut-Brion, y, el portero le respondió, a instancias del amo;:

–¡La señorita está de viaje en América! Si Perrotin no tuviese nada que temer de la Sra. Lagrange,

tanto como Géraud – y por otros motivos – desearía encontrar a Cloé de Haut-Brion.

Tuvo la idea de merodear alrededor de la casa de los Es-bly, y con motivo de una nueva visita de la novia a la madre, él siguió al ídolo del barón y se aseguró que vivía en Montmartre, con los Loizet.

Para salir del 7 bis, Reginald Fenwick, no encontraba su

sombrero negro y su chaleco, por lo que se puso un sombrero de mujer y se envolvió en un impermeable y, según el vizconde Arthur de La Plaçade, que estuvo en ese lugar hasta el amanecer, el tocado y la prenda del bello sexo sentaban de maravilla al guapo bribón: esos dos hombres – sodomitas – se encontraron una noche, en la calle de Aboukir, en el Baile de las Tatas.

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63

IV

EN EL CAFÉ DE LA ESPERANZA Nos encontramos en el Pasaje del Tivoli, en las proximi-

dades de la calle de Ámsterdam y de la calle del Havre; en ese barrio de la estación Saint-Lazare, recientemente modernizado, con restaurantes a 1 franco 25 centavos el almuerzo, y unas cer-vecerías inglesas o alemanas en uno de esos antiguos edificios que esperan su metamorfosis y nos dan la impresión del Conejo Coronado o de alguna otra guarida de los bulevares exteriores. La avenida se prolongaba en un gran muro cubierto de carteles amarillentos y rotos, y, en la acera, se veían dos tiendas: a la derecha, una lechería con el cartel pintado de verde, los cristales relucientes, un escaparate con cántaros y vasijas; a la izquierda, la otra tienda enarbolaba ostensiblemente encima de su puerta el amable título de Hotel y Café de la Esperanza, pero, en sus pe-queños ventanales polvorientos, colgaban unas planchas rojas, a fin de que desde el exterior no se pudiese ver lo que ocurría en su interior. Del modo en el que entraban y salían los clientes, era fácil adivinar que se trataba de uno de esos antros donde se prac-tican intercambios vergonzosos, donde se urden crímenes y donde la policía está siempre segura de hacer una redada fruc-tuosa.

En las alturas de la avenida central, se balanceaba un car-tel con estas palabras en letras amarillas, sobre un fondo, antaño negro:

HOTEL GARNI

HABITACIONES Y RESERVADOS DESDE 50 CÉNTIMOS

Se da de comer y beber; se paga por noche.

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64 A la entrada, la recepción del hotel, noche y día iluminada

por una farola de gas, y amueblado solamente con una mesa y dos sillas, y un tablero numerado para las llaves de los clientes.

Una escalera estrecha de escalones que crujían y carcomi-dos, ascendía entre dos paredes mohosas, al primer y segundo piso, y las ventanas del Café de la Esperanza se abrían a un pa-tio fangoso.

Esa noche, Valerie, tocada de un gorro de tul negro, en vestido de fustán rojo, iba y venía de la cocina al café y a la re-cepción del hotel.

Cerca de la barra, en una jaula de mimbre, saltaba un viejo cuervo tuerto, mientras que desde la altura de las estanterías, tres aguiluchos disecados parecían mirar al animal vivo con sus ojos glaucos.

Sobre una silla – gracioso contraste en ese tugurio –se en-contraba una cesta llena de flores naturales y magníficas: rosas de té, las últimas del año, crisantemos multicolores y un montón de violetas cuyas dulces fragancias se mezclaban con las espesas exhalaciones de la cocina.

A las siete, Jeanne, la pequeña florista, entraba, temblando en un vestido de lana deshilachada; tenía las piernas casi desnu-das y sus pies desaparecían en unos zapatos de hombre dema-siado grandes para ella.

Con la cabeza al aire, con su larga melena negra enmar-cando un rostro flaco, se detuvo en el umbral con las manos lle-nas de ramilletes, y levantó temerosamente sus bellos ojos sombríos hacia la madrastra. El miedo, tanto como el frío, la hacían temblar.

¡Oh! ¡Qué poco se parecía Jeanne a la muchachita acosta-da en la cama de Lionel, y tan bien dispuesta ante el comisario, pero la vieja la quería así de mugrienta, a fin de atraer mejor las limosnas y de apurar la venta de los ramos.

La Michon se armó de un atizador: –¿Qué es lo que tienes en las manos? –Ya lo veis… mis flores…

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65 –¿No las has vendido? La niña murmuró: –¡Hace tanto frío!... ¡Nadie compra! –¡Toma, atrapa! Valerie abatió el hierro sobre los hombros de Jeanne; la

niña se rebeló: –¡Sucia despreciable! –¡Repite! – gruñó la harpía –… ¡Repítelo una vez más y

pongo el atizador al rojo para hundírtelo en las orejas! La florista tropezó, y sus flores, sin vender, se cayeron a

su alrededor. –¡Nada de muecas – dijo Valerie – o te reviento! Y mostrando la cesta llena de crisantemos, de rosas de té y

de violetas: –¡Aquí tienes otras flores! Te las arreglarás para venderlas

esta noche en los cafés y las cervecerías, en el Egipcio y en el Bol de Oro, ¡son soberbias! ¡El Gran-Maca ha ido a buscarlas expresamente para ti… al campo!

Al nombre de «Gran-Maca», la niña esbozó un gesto de angustia, temiendo percibir una visión terrible.

De pronto, emitió un grito de espanto y saltó hacia atrás. El Gran-Maca entraba en la habitación. Era de elevada estatura y de una espantosa delgadez; su

rostro simiesco, casi enteramente cubierto de pelos rojos, le daba el aspecto de un salvaje, con una boca enorme, orejas puntiagu-das, dientes acerados, ojos redondos y amarillentos girando bajo unas espesas cejas en forma de acentos circunflejos, y brazos desmesuradamente largos, terminados en dos manos huesudas y velludas en las falanges.

En traje de terciopelo marrón, y casquete de fieltro, tenía en la mano un bastón nudoso, y exhalaba un olor a osario.

Desde hacía diez años, Barnabé Suchet, llamado el Gran-Maca, vivía con la Michon, ejerciendo durante el día el oficio de sepulturero en el cementerio de Saint-Ouen, y dedicándose por la noche a sórdidas actividades.

Page 66: La virgen del arroyo

66 Cerca de Jeanne, aterrorizada, emitió una risa bestial que

animó toda su musculatura de esqueleto vivo: –¡Vamos, nada de monerías, Cría! ¡Ven a besar a papá

Bernabé!… ¡Papá Bernabé te quiere mucho! Pero, la pequeña florista no se movía; el gruñó: –¡Maldita sea! ¡Obedecerás cuanto yo te lo ordene!...

¿Quieres que te arranque un diente como el otro día? Jeanne se adelantaba, temerosa, pero él ya había cambiado

de idea; empujó a la niña y la envió rodando al otro extremo de la habitación; luego, interpelando a su amante:

–¡Valerie, hay noticias en Landernau!... Llega al Pie y el Rizos están en el trullo desde la pasada noche…

–¡No es posible! –¡Y su asunto está claro! ¡Han agredido con un cuchillo! –¿Habrán sido sorprendidos robando? Y… ¡señor!... –¡No, historia de mujeres! ¡Una reyerta con unos tipos!

¡Tres tipos han caído!... –¿Y tú? ¿No te viste mezclado? –¡Oh! ¡Un poco!... ¡Tuve tiempo de pirarme!... ¡Es

igual!... Son mis colegas… Les llevaré al Rizos y a Llega al Pie tabaco a la trena.

–¡Tienes razón, Gran-Maca, los compinches siempre son los compinches!

–¡Sobre todo aquellos con los que resulta agradable traba-jar!

Barnabé extrajo un papel de su bolsillo y presentándoselo a Valerie, dijo:

–Esto es lo que el portero me ha entregado… una convo-catoria ante el juez por el asunto de tu conde... ¡Habrá que casar bien tus declaraciones con las de la Cría-Reseda para que no os contradigáis!

–¡No tengas miedo, Barnabé!... No será difícil… Tan solo hemos de mantener lo que ya hemos declarado en la comisaría de policía…

–¿Y el dinero? –¿Qué dinero?

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67 –El que debías recibir. La Michon echó una mirada al aparador donde dormía el

tesoro; ella aceptaba compartir su cama y su comida con su hombre, pero las grandes sumas… ¡jamás! Las guardaba para retirarse al campo, más adelante, cuando el saco fuese muy pe-sado.

–Se me pagará – dijo – después de la condena del conde. –¿Estás segura al menos de la Cría-Reseda?... ¿Sabe su

papel?... ¿Escuchas, Cría? Jeanne se había levantado: –Sí, escucho, Gran-Maca, ¡pero no quiero mentir más! –¡Maldita desgraciada!–rugió la Michon. Levantaba ya la mano a Jeanne, dispuesta a golpearla, pe-

ro Barnabé se interpuso y dijo con una particular sonrisa: –¡Calma, Valerie!... ¡A las mocitas hay que tratarlas con

dulzura! Déjame hablarle; ¡este amorcito hará todo lo que yo quiera!

Y a Jeanne: –¡Ven cuando te lo diga, Cría, y no tengas miedo! Estupefacta de haber sido auxiliada por su verdugo habi-

tual, Jeanne se acercó al sepulturero. Él se sentó sobre una silla, tomó a la Cría entre sus pier-

nas, y siempre sonriente: –¿Entonces, ya no recuerdas lo que dijiste, el otro día,

según nuestras instrucciones, al comisario de policía, y luego, al doctor Hylas Gédéon y al otro médico, encargado de examinar-te?

–Lo recuerdo. –¿Y lo repetirás al juez de instrucción, al que mamá Vale-

rie te conducirá mañana, verdad, mi pequeña Cría? –¡No, no lo repetiré! –¿Por qué ese cambio? –Porque después de la visita de los doctores, os he escu-

chado y he comprendido que eso no era una broma, como decía el criado cuando me hizo acostarme, y que el Sr. conde de Esbly estaría mucho tiempo en prisión.

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68 Muy tranquilo, el sepulturero respondió: –Cría, actuarás como quieras; no quiero obligarte ni pegar-

te… Te divertía jugar en la cama del conde y mentir; ¡ya no te divierte! ¡Todo el mundo es libre!... Pero, dime, ¿qué es lo que estaba haciendo yo, la pasada mañana, en el cementerio, cuando viniste a traerme mi almuerzo?

–Cavabais un gran agujero en la tierra… –¿A quién estaba destinado ese gran agujero? –¿A un muerto? –¡Perfecto! Y, ¿qué se le hace al muerto cuando está en el

agujero? –No lo sé; ¡había partido! –Pues bien, yo te lo diré: cuando el muerto estuvo en el

agujero, se le echó tierra encima… –No lo he visto. –¡No, pero puedes creerme! Así pues, mi pequeña Cría-

Reseda, si no repites al juez de instrucción lo que has dicho al comisario de policía y a los doctores, si olvidas una sola sílaba de tu lección… cavaré otro… gran agujero en el cementerio… y serás tú la que vayas dentro… con la tierra por encima!

Con los dientes castañeando, la mirada enloquecida, Jean-ne imploraba:

–¡Oh! no… eso no… Gran-Maca… ¡Eso no!... –¿Vas a obedecer? –¡Sí! –Y harás bien, pues si no, ya lo sabes, el agujero… ¡el

gran agujero!... ¡Barnabé no tiene más que una palabra! ¡Los gusanos te comerán!

Valerie se partía de risa, admirando el ingenioso proceder de intimidación de su hombre, y tendiendo a Jeanne un trozo de pan y la cesta de flores:

–¡Venga! chiquilla, ¡a vender!... ¡A la calle y a los buleva-res! ¡A vender! ¡A vender!... ¡Esas damas del Egipcio y del Bol de Oro estarán encantadas de tener unas flores tan bonitas!

El Gran-Maca mostró una sonrisa fúnebre:

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69 –¡Y tanto que estarán encantadas! ¡He despojado para

ellas más de diez coronas! La harpía dio un beso de amor al violador de tumbas: –¡Qué divertido eres, condenado Barnabé! ¡Siempre bro-

meando! El dijo: –Sería más divertido, si en lugar de vegetar en Saint-Ouen,

estuviese empleado en el Horno crematorio del Père-Lachaise2! –¡Ambicioso! Y mientras el sepulturero y su amante daban cuenta de una

suculenta cena, la voz de Jeanne subía desde la calle: –¡Bellas violetas! ¡Comprad las bellas violetas! ¡Flores,

señoras! ¡Comprad flores! Eran las once de la noche y, Barnabé, después de la comi-

da, se había ido a buscar coronas mortuorias que debía llevar, al día siguiente, a Saint-Ouen; sola, bajo las lámparas de gas, Vale-rie dormía, sentada, detrás del aparador de cinc, y nada turbaba el Café de la Esperanza.

De pronto, Charles Romanel, llamado Llega al Pie, y Er-nest Lassagne, llamado el Rizos, los amigos del que el Gran-Maca había contado el arresto – después de una reyerta en el Bol de Oro – se precipitaron en el cabaret y cerraron vivamente la puerta.

La Michon se sobresaltó, furiosa: –¿Qué queréis?... No me gusta que se me interrumpa de

ese modo. El viejo cuervo se agitaba en su jaula, con espantosos

graznidos; un gato negro, con el pelo erizado, los párpados fos-forescentes, inclinado sobre un estante, se recogía sobre sus pa-tas, dispuesto a saltar en auxilio de la vieja, y los aguiluchos de ojos glaucos parecían salir de su inmovilidad de objetos muer-tos, y recobrar energías para unirse a los animales vivos y de-fender a su ama.

2 Uno de los más importantes cementerios de París, donde se encuen-

tran enterrados las más grandes personalidades de Francia. (N. del T.)

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70 –¡Llega al Pie!... ¡Rizos!... –¡Chssst! – pronunció misteriosamente Ernest Lassagne,

con un dedo sobre los labios. Y, tras un silencio, Llega al Pie dijo a la cabaretera: –¡Daos prisa, señora Michon, y aseguraos de que no hay

moros en la costa! Ella entreabrió la puerta, exploró con los ojos las profun-

didades de la noche y regresó a la tienda: –¿Así que no habéis querido esperar al juicio, muchachos? Muy risueño, el Rizos declaró: –Los pajarillos han volado, señora Valerie, pero … ¡no

han papeado! –Pero ¿cómo habéis salido del penal?... ¿Cuándo ha sido? –No ha sido del penal… sino de la Comisaría de Policía…

esta mañana –replicó Llega al Pie, y después nos hemos visto obligados a escondernos, huir… ¡sin comer ni beber!

–¡Vamos!... que no le vais hacer ascos a mi vino… –¡No!... ¡ya se siente el agujero! –¿Y qué pedís? –¡Hospitalidad, señora Michon! –Y un poco de manduque… ¿no? –¡No estaría mal! –Venga, ¡largaos enseguida! –¡Ah! ¡Señora Valerie! ¡Eso está mal… muy mal!... ¡So-

mos colegas del Gran-Maca, ¡vuestro hombre!... ¿No querríais dejarnos en una situación comprometida, verdad?

–Charles Romanel gimió: –¡No podemos dormir ni en los caminos, ni bajo los puen-

tes, a causa de la pasma!... ¿Adónde dirigir nuestros pasos, seño-ra, y nuestros estómagos vacíos?

–¡Cuentista! –¿Qué pedimos? – añadió el Rizos, menos lírico – una po-

cilga, un mendrugo de pan, unas sobras de comida y uno o dos botellas por pico… ¡Eso no se le niega a nadie!

–Y además, – dijo humildemente Llega al Pie – ¡comparti-remos con vos un gran negocio!

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71 Ella avanzó, interesada: –¿Tenéis un negocio? –¡Estupendo!–concluyó el Rizos. –¡Debéis contármelo de inmediato! Perdonad, mucha-

chos… ¡Tenéis tan mala pinta qué vais a deshonrar mi café y mi hotel!

La Sra. Michon se equivocaba, pues para el sórdido mun-do de su clientela, los dos hombres no pintaban mal.

Ernest Lassagne, el Rizos, era un moreno bajito imberbe, vestido por completo con una chaqueta de paño gris, con un gorro de astracán sobre la cabeza, cuya seda tirabuzonada parec-ía la terminación natural de su cabellera.

Y si la harpía hubiese observado mejor a Charles Roma-nel, habría admirado en él a un alto y rubio mozo de musculatu-ra hercúlea, ojos lánguidos y embutido en un mandil y un pan-talón a cuadros verdes y blancos, y cuyo largo apéndice nasal era lo que justificaba el sobrenombre de «Llega al Pie»

–Entonces – dijo la Michon – ¿vosotros planeáis algo? Lassagne llevaba dolorosamente la mano a su pecho y ja-

deaba. –¡Y bien! ¿Qué te ocurre?... ¿Acaso te vas a poner a imitar

a la carpa? – gruñó la hostelera–¡No quiero fiambres, aquí! –¡Tengo hambre! ¡Tengo mucha hambre! –¿Hasta tal punto? –Desde ayer, Romanel y yo nos hemos tenido que con-

formar con una docena de patatas crudas, caídas del carromato de un vendedor!... ¿Verdad Llega al Pie?

–¡Oh! yo – se lamentó el otro – ¡yo soy vegetariano, como el señor Francisque Sarcey!

–¿Y no habéis podido perpetrar un buen golpe? –Señora Valerie, sea compasiva. ¡Denos alguna cosa! La Sra. Michon se volvía muy amable: –Jovencito, ¡voy a traeros alimento!... Pero antes un ab-

senta, un chupito de absenta… ¡Invita mamá Valerie! –¿Un absenta? ¡oh! ¡señora Michon! ¡Todavía será mejor

acogido, siendo servido por la mano de la Gracia!

Page 72: La virgen del arroyo

72 La harpía se desternillaba: –¡Siempre tan bribón… Rizos!... ¡No cambias ni a tiros!

¡Siempre de broma! Bebieron los absentas, y la vieja condujo a los dos fugiti-

vos, a su trastienda, que servía a la vez de comedor, de cocina y de lugar de reunión para las tenebrosas tareas, una habitación baja, de techo manchado por el humo.

El mobiliario se componía de una larga mesa cubierta con una tela encerada; un inmenso arcón, algunas sillas, utensilios domésticos, especialmente un horno de leña, donde hervían unas judías con cordero en una olla de arcilla negra.

Bajo la luz de una lampara de gas, ardiendo al aire libre, y que la mujer subió, aparecieron las paredes, sucias y sórdidas, con numerosas imágenes por ornamentos, dibujos eróticos e inscripciones obscenas, trazadas al carbón por consumidores; una frase se repetía a menudo: «Muerte a la Pasma!» y era la más cariñosa.

La Sra. Michon había abierto una puerta disimulada en la esquina más oscura de la cocina, y mostraba a sus anfitriones un hueco repleto de viejos papeles, de trapos y paja.

–¡Ahí está vuestra habitación! – dijo – Ahí estaréis muy seguros y la policía jamás irá a encontraros en ese agujero!

En ese momento, el gato negro brincó desde la sombra hacia los pies de la cabaretera, y fijó sobre ella, en un maullido de dolor, sus fosforescentes pupilas.

De una patada, Valerie lo envío rodando al otro lado de la estancia:

–¡Sucio animal!... ¡Ya comerás más tarde! ¡Los humanos, antes que los animales!

En el exterior se oyó un ruido prolongado. –¡Pi… ouit! Los dos hombres se estremecieron; la arpía los tranquilizó: –¡Ningún peligro! ¡Es el gran- Maca que llega!… ¡Se va a

sorprender mucho de encontraros aquí! –¡Sorprendido y contento! – dijo Llega al Pie. –¡Ya lo creo! – aprobó el Rizos –… ¡Somos colegas!

Page 73: La virgen del arroyo

73 Barnabé regresaba de los recados, vestido con su blusa

blanca profesional; llevaba sobre el hombro su pico de sepultu-rero y, en su brazo izquierdo portaba tres coronas fúnebres.

Detrás de él, marchaba la Cría-Reseda, completamente helada, en su vestidito corto.

A la vista de los amigos, Barnabé dejó caer su pico y sus coronas, tan prodigiosa fue su estupefacción.

Lloraba de emoción, ese bravo Gran-Maca. –¡Eh! ¿Sois vosotros? ¡En nombre de Dios! ¡Qué agrada-

ble sorpresa! –¡En carne y hueso, mi viejo compañero! – exclamó el Ri-

zos. –¡Libres!... ¿Y cómo? Ernest Lassagne expuso: –¡Bah! un cabezazo en el pecho a un guardia y una buena

patada a otro, mientras nos llevaban ante el juez de instruc-ción!... ¡Y, en marcha!...

–¡Esta sí que es buena!... Valerie iba a cerrar las contraventanas que daban a la ca-

lle; regresó a la cocina. Ayudada por la Cría-Reseda, puso la mesa. Siempre tenía hambre, así como su hombre, y la cena era la mejor de las comidas.

Hombres y mujeres se sentaron, y mientras Valerie, Bar-nabé, Lassagne y Romanel se atiborraban de carne y bebían buen vino, la pequeña debió conformarse con las sobras que su madrastra le arrojaba, como a una perra.

Barnabé, dando un golpe sobre la mesa, tronó: –¡Maldita sea, compinches! ¡Cuando os he visto libres esta

noche, algo ha pasado en mi interior! El Rizos dijo bromista: –¿Estabas celoso de nuestra alegría? –No, pero, yo les daría un poco más a los maderos!...

¡Muerte a la Pasma! –¿Y lo otro?... ¿Y el trabajo? – dijo Llega al Pie. –Mi sagrado oficio es muy monótono – dijo el hombre de

Saint-Ouen – ¡Tumbas! ¡Siempre tumbas!... Si me hablas del

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Horno crematorio, eso sí que es un buen invento… Es alegre, intenso, caliente. ¡Uno jamás se aburre en el Père-Lachaise!... Por desgracia, para llegar a estar empleado allí, se necesitan mu-chas recomendaciones y yo, pobre desgraciado, ¡puedo olvidar-me!

La desesperación de Barnabé no le impedía engullir enor-mes trozos de cordero, ni ingerir vino.

La Sra. Michon, Charles Romanel, Ernest Lassagne, no le iban a la zaga.

Solamente, la pequeña florista, permanecía triste, levan-tando sus ojillos inquietos hacia el sepulturero.

–¿Has robado algo, Gran-Maca? – preguntó la vieja. –¡Nada de lo que valga la pena vanagloriarse! Un reloj en

el chaleco de un viejo lloroso, que compraba una corona para su esposa, en la casa en las que sise las mías….

–¿Un reloj de oro? –No, de plata… ¡No vale ni diez francos! –¡Hay que mantener siempre la mano activa! – consoló fi-

losóficamente Llega al Pie. Se oyó el ruido de un coche deteniéndose a la entrada de la

casa, y pronto alguien golpeó en las ventanas del Café de la Es-peranza.

–¡Cuidado! ¡La pasma! – dijo Valerie – ¡Muchachos, es-condeos!

Y abriendo precipitadamente el oscuro cuartucho que hab-ía asignado a los dos evadidos:

–¡Entrad ahí, muchachos! Yo vigilo con el Gran-Maca… ¡No tengáis miedo!

Romanel y Lassagne se ocultaron, y un nuevo golpe se oyó en la puerta.

–¡La pasma! ¡Oh! ¡Seguro que es la pasma! – gruñó Vale-rie…

Los compinches desaparecieron en el zulo. El sepulturero se alzó de hombros: –¡Estás un poco paranoica, Valerie! Deberías saber que los

maderos habrían gritado: «En nombre de la ley». Solo los dipu-

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tados, los ministros, los senadores y otros «peces gordos» vienen a pescar en coche.

–¡Ve a abrir, Cría! – ordenó la harpía. Pero, Barnabé intervino: –¡No, la enana no! ¡Nos molestaría si hay negocios! ¡Ve

tú, Valerie! Y a la pequeña florista: –Tú… ¡recoge las coronas y lárgate a la habitación! Jeanne desapareció, y mientras la Sra. Michon iba a abrir,

el Gran-Maca se armó con su pico y esperó. La mujer ya regresaba, acompañada de Honoré Perrotin. El arquitecto echó una mirada de disgusto a su alrededor,

y sin preocuparse de la amenazadora actitud del sepulturero, dijo:

–¡Buenas noches, Valerie! –¡Para serviros, señor! –¿No me reconocéis? –Me parece haberos visto antes, señor… –Sí… en la antesala del barón, ¡y eso basta! Y mostrando al hombre de las tumbas: –¿Quién es este individuo? –Este no es un individuo, ¡es mi marido!... –Me gustaría hablaros a solas…. –¡No tengo secretos para Barnabé! –¡Poco importa! ¡Yo solo deseo hablar a solas con vos! –¿Lo entiendes, Gran-Maca? El enterrador dejó su pico en una esquina y se alejó gru-

ñendo. Entonces, Perrotin preguntó: –Vos no estabais sola aquí con este hombre… Hay cinco

cubiertos en la mesa… ¿Adónde han ido los demás convidados? Valerie, sin inquietud, volvió la cabeza hacia el reducto

donde estaban encerrados el Rizos y Llega al Pie: –Son inquilinos; se han ido a acostar. –¿Y… vuestra pequeña? –La Cría igual… se ha ido a la piltra…

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76 –¿Estamos solos, y puedo deciros... el serio objeto de mi

gestión? –¡Desde luego, señor! Ella recordó la época lejana de sus servicios como ama de

llaves y, adelantando una silla a Honoré: –¡Ah!... ¡olvidaba la cortesía!... Señor, tome asiento. Perrotin se sentó con repugnancia sobre el asiento inmun-

do que la mujer le señalaba con forzada ceremonia, y la Sra. Michon permaneció de pie cerca del arquitecto, ofreciéndole un vaso de vino.

–Gracias – dijo – ¡no tengo sed!... ¿Nadie puede escuchar-nos?

-–¡Absolutamente nadie! Él había extraído de su cartera un billete de mil francos: –Esto es para vos, querida… El otro día, recibisteis diez

mil del barón Géraud, por el asunto de Esbly… y recibiréis otro tanto el día de la condena…

–¿Yo, señor? –¡Oh! ¡No mintáis!... Lo sé todo… El barón no tiene se-

cretos para mí… Este billete es un adelanto por una nueva aven-tura… Tendréis mucho dinero, cuando nos hayamos puesto de acuerdo…

La Sra. de Michon aceptó el billete: –¿Y… si no nos entendemos? –¡Lo haremos! –¿Quién sois vos, señor? –No tengo razones para ocultarlo… Me llamo Honoré Pe-

rrotin; ejerzo la profesión de arquitecto y soy íntimo amigo del barón Géraud, al que habéis ayudado en el asunto de Esbly y al que tendréis que hacer otro servicio…

–¿Entonces también estáis conchabado, señor Perri… Pe-rra…?

–¡Perrotin!... Sí, como decís, tan finamente, Valerie, ¡estoy en el secreto!

–¿Cuál es el servicio?

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77 –Queremos desembarazarnos de una persona que nos mo-

lesta… Valerie hizo el gesto de alguien retorciendo el cuello a un

pollo: –¡Cuic! –Queremos que esa persona desaparezca y que, a pesar de

las más minuciosas investigaciones, no se la encuentre por nin-guna parte… ni viva… ni muerta…

–¿Un hombre? –No, una mujer. Pensativa, la cabaretera respondió: –¡Imposible!... ¡Al menos, yo sola! –¡Haceos acompañar por quien queráis! –¿Entonces, el Gran-Maca, el que estaba aquí hace un ra-

to?... ¡Oh! ¡es duro y no escatima a la tarea! La puerta del cuartucho donde estaban ocultos Llega al Pie

y el Rizos, se abrió lentamente, y los dos hombres aparecieron con la sonrisa en los labios.

-–¡Y nosotros también! ¿Acaso nos rajamos alguna vez? – dijo Lassagne.

Honoré Perrotin, de pie, tenía un revólver: –¡Un paso más, y estáis muertos! –¡Tranquilo! – sonrió el Rizos – ¡somos igualmente… de

confianza, señor! El arquitecto introdujo el arma en su bolsillo: –¿Habéis escuchado… habéis entendido? –Todo, mi buen señor, absolutamente todo… para vuestra

satisfacción… y el éxito del pequeño negocio! Luego, instalándose con Llega al Pie, enfrente del marido

de la italiana: –¿Así que es necesario, señor Perrotin, que la persona des-

aparezca? –¡Sí! – declaró con rotundidad el arquitecto. –¡Muy fácil! –¿Cómo, muy fácil? – preguntó Charles Romanel.

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78 –¡Es muy sencillo!... Comenzaremos por atraer a la perso-

na aquí, a casa de la señora… ¡Yo me encargo de lo demás! La Sra. Michon gruñía: –¿Aquí? ¿En mi casa? ¿Un asesinato? ¡No! ¡No!... Fuera

de aquí todo lo que se quiera, pero aquí, ¡jamás! ¿Entendéis? ¡Jamás!... ¡Y punto!...

–¿Quién ha hablado de asesinato, señora Michot?... ¿Aca-so no sabemos que vuestra casa es respetable? Se trata, en esen-cia, como dicen los abogados, de un accidente… de un maravi-lloso accidente.

–¡Poco importa! – dijo Honoré. – ¡Lo que quiero es que no se reconozca el cadáver!

–Ya – intervino Lassagne, – porque si se encontrase el cadáver… se investigaría a quién beneficia la muerte… y como favorece al señor Perrotin… ¡el señor Perrotin se las tendría que ver con la Justicia!

Y, después de algunos instantes de reflexión: –Sin embargo… si se encontrase al sujeto… muerto por

accidente… y si se confundiese su identidad… ¡nadie tendría nada que temer!... Dejadme organizar el tema, señor, y, palabra de Ernest Lassagne, que quedaréis maravillado.

–Os expresáis con distinción… –¡Y claridad!... Uno ha hecho sus estudios… –¿Y os apellidáis Lassagne? El Rizos saludó al estilo gentleman: –Ernest Lassagne – dijo el Rizos – y mi compañero, aquí

presente, Charles Romanel, llamado Llega al Pie; ¡tanto uno como el otro estamos a vuestras órdenes!

Ernest urdió un plan que pareció a Honoré de una lucidez genial.

–¿Mañana? – dijo el arquitecto. –¡De acuerdo! ¿Cuánto pagáis? –Diez mil. –¡Bien! Exigimos la mitad por adelantado. –Acepto… Pero, mañana, quiero tener noticias de la obra

ejecutada… Dadme una cita en alguna parte… durante la noche.

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79 –En el Bol de Oro… ¿Os va bien? –¿En el Bol de Oro? –Sí, la cervecería del barrio Montmartre… Está abierta

hasta las tres de la madrugada, y la señora Michon se apresurará a informaros.

Perrotin entregó el dinero y dijo: –La señorita se llama Cloé de Haut-Brion; vive de mo-

mento con la familia de un cochero, Dominique Loizet, en la calle Marcadet, en Montmartre… Esperaré a Valerie Michon, mañana, a partir de medianoche en el Bol de Oro…

La harpía se inclinaba con forzados ademanes: –¡Iré, amo! ¿Ese arquitecto era el buen Dios o el diablo? La Sra. Michon, muy egoísta y avara, veía, en el Sr. Perro-

tin y en el barón Géraud, fuentes inagotables de riquezas, – y se juraba explotar esas fuentes de un modo muy provechoso.

Al claro de luna, en el pasaje del Tivoli, Barnabé soñando con su eterna idea – un empleo en el Horno crematorio del Père-Lachaise – fumaba su pipa, y la ceniza del tabaco le hacía pensar en las cenizas humanas.

Regresó al Café de la Esperanza y se puso a beber con el Rizos y Llega al Pie, mientras Valerie se deshacía en elogios de sus habitaciones a unos clientes de paso – merodeadores de la estación Saint-Lazare, y burgueses inmundos, lesbianas, mari-cas, las basuras de los dos sexos.

Y esa gente subía y bajaba, entre las palabras de los borra-chos:

–¡Eh! – decía el Rizos, escuchando a la harpía – ¡menuda labia tiene la señora Valerie!

–Sí – respondía el Gran-Maca – no se corta con nada. Pero, el deseo expresado por Llega al Pie de acostarse con

la Cría-Reseda derivó en una batalla. Valerie gruñía: –¡Bah! Tienes putas de sobra con las que ir, y además gra-

cias a tus dientes de oro y a tu pasta, puedes elegir en el montón, pero, la Cría es sagrada… La reservo para los millonarios.

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80 El aficionado declaró: –¡No sois razonable, señora Valerie!... Hace un momento

estaba sin un centavo, pero el burgués me ha dado dinero para perpetrar un crimen, y mi pasta vale tanto como la de los demás!

–¡Cállate o te echo!

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V

EL ENGAÑO DE VALERIE Y EL PLAN DEL RIZOS Eran las tres de la tarde. La Srta. Annette Loizet, regre-

sando del trabajo, llegaba al bulevar de los Batignolles, cuando sintió que alguien le tiraba de la falda.

Una voz lastimera murmuró detrás de ella: –¡Señorita, os lo suplico, compradme violetas!... ¡Si no me

las compráis, el Gran-Maca me pegará! La joven costurera observaba la triste carita de Jeanne; fue

presa de una inmensa piedad por ese infortunado ser, medio desnudo, que vacilaba bajo la helada de noviembre.

–¿Tienes hambre, pequeña? –¡Sí, señorita!... ¡Tengo hambre!... He ido a llevar el al-

muerzo al Gran-Maca al cementerio donde trabaja… ¡Se ha co-mido todo sin darme mi parte!... ¡Ah! ¡si supieseis qué malvado y canalla es el Gran-Maca!

––¿Qué es el Gran-Maca? – dijo riendo la buena Annette. – ¿un mono?

–No… un lobo… un tigre… ¡una bestia feroz! Annette buscaba en sus bolsillos para ofrecer algunos cen-

tavos a la florista, pero se dio cuenta de que había olvidado to-mar su portamonedas al salir.

Dijo a Jeanne: –¿Tienes hambre?... ¿Tienes frío?... –¡Oh!... ¡el frío me da igual! ¡Hace ya tanto tiempo que

corro por las calles en la nieve, que estoy acostumbrada! Pero, el hambre… el hambre… Una no se acostumbra, y me siento mo-rir…

–¿Vives en una casa pobre? –¡No del todo! Mamá Valerie es rica; come pollo, filetes y

guisos con el Gran-Maca, y a mí, para castigarme cuando no llevo bastante dinero, incluso me niega la pitanza de los anima-les!

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82 –No tengo dinero que darte, – dijo la señorita Loizet, re-

almente conmovida, – pero vivo cerca, y si quieres seguirme, comerás y te calentarás a gusto.

Jeanne lloraba de alegría: –Señorita, soy muy débil… Me habéis salvado la vida… Algunos minutos más tarde, ambas llegaban a la calle

Marcadet. Fue una gran sorpresa para la Sra. Loizet y para la Srta. de

Haut-Brion ver regresar a Annette acompañada de esa pequeña criatura; pero, cuando la costurera les contó su encuentro con la desgraciada niña, sintieron brotar las lágrimas de sus ojos.

Marie Loizet trajo carne fría y queso. Annette cortó un trozo de pan y Cloé sirvió el vino.

Al principio, la niña se puso a comer, con la cabeza baja, luego se detuvo en una amplia mirada sobre la virgen, cuya be-lleza y dulzura le parecían casi sobrehumanas.

Cloé la interrogaba, la Cría contó, con toda naturalidad, su existencia de mártir; esas tres mujeres no querían creer tanta ignominia en los verdugos, y fue necesario que Jeanne mostrase en su pequeño cuerpo, odiosas cicatrices, para atestiguar la más horrible de las odiseas parisinas.

La Srta. de Haut-Brion preguntó: –¿No tienes padre, ni madre, mi pobre niña? –Ni padre, ni madre, señorita… He sido recogida, siendo

muy pequeña, por la mujer con la que vivo aún hoy… Eso es todo lo que ha querido decirme la vieja…

–¿Cómo te llamas? –Jeanne. –¿E ignoras tu apellido familiar? –Sí, pero tengo otro nombre, que se me ha dado, porque

vendo flores… me llaman la Cría-Reseda… La virgen se lanzó hacia ella, levantando sus manos: –¿Has dicho… la Cría-Reseda? ¿Y dónde vives? –En el Pasaje Tivoli, señorita… Y, temerosa, bajo la mirada furibunda de la novia del

aristócrata:

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83 –¡Oh!... señorita… ¿Por qué me miráis así?... ¡Me dais

miedo! –¿Cuál es el nombre de la mujer? ¿El nombre de la ma-

drastra? –Valerie Michon – dijo Jeanne, espantada. –¡Es ella!... ¡Es ella!... – exclamó la virgen, completamen-

te lívida. Aunque no tenía ningún detalle sobre la naturaleza del

crimen imputado a su novio, la Srta. de Haut-Brion conocía, por mediación de la Sra. de Esbly, los nombres de los acusadores de Lionel, – y hete aquí que el azar la ponía en presencia del in-consciente juguete:

–¡Señora Loizet… Annette… miradla!... ¡Es ella… Es quién acusa al señor de Esbly!

Roja de ira, la Sra. de Loizet se avalanzó hacia Jeanne: –¡Vete!... ¡Fuera de aquí, piojosa! –¡Sí, vete! – aullaba Annete – más furiosa que su madre;

¡vete o te rompo los huesos! –Desconsolada, la Cría-Reseda cayó de rodillas: –¡Perdón!... ¡perdón!.... ¿por qué me tratáis así, después de

haber sido tan buenas antes? ¿Qué os he hecho? Y, Annette, con el brazo amenazador: –¡Lo que has hecho, pequeña miserable, ve a preguntárse-

lo al conde de Esbly! –¡Ah! ¡sí!... el conde de Esbly… – murmuró Jeanne, a

través de sus lágrimas – El conde Lionel de Esbly… bulevar de los italianos… Ambroise, el criado… Pero, no fue culpa mía… ¡Yo no soy despreciable!... Yo obedecí a Valerie Michon… al Gran-Maca… ¡He dicho lo que me han ordenado decir!... ¡Si no lo hubiese hecho, me habrían asesinado, estrangulado, o bien el Gran-Maca me habría enterrado viva en un negro agujero del cementerio!

Gracias a esa confesión tan preciosa, Marie y Annette se calmaron, y la Srta. de Haut-Brion, llena de esperanza, ordenó:

–¡Dime toda la verdad, Jeanne! ¡Ese es el único medio de obtener tu perdón!

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84 Pero, por una extraordinaria delicadeza en una niña de su

edad y situación, la Cría-Reseda comprendió que no podía hablar ni ante Annette, ni ante Cloé; ella quiso respetar sus cas-tos oídos y sus castos ojos, no evocando la noche de la mentira, pues su propio pudor se había desmoronado bajo las amenazas de los verdugos:

–Sí, lo contaré todo… pero a la señora mayor, solamen-te… Lo diré todo… porque habéis sido caritativas y estoy segu-ra de que no repetiréis mis palabras ni a Valerie Michon… ni al Gran-Maca...

–¡Ven! –dijo la madre, arrastrando a Jeanne a su habita-ción.

Las dos jóvenes esperaron ansiosas, y pronto, la Sra. Loi-zet apareció sola, y triunfante.

–¿Y bien? – dijo Annette – ¿Y la pequeña florista? –¡Se ha ido!... La he hecho bajar por la escalera de atrás… Y abrazando a su hija: –Qué buena idea has tenido, hija mía, en traernos a esta

niña… ¡El señor conde de Esbly le deberá la salvación! La Srta. de Haut-Brion y Annette intercambiaron una mi-

rada que significaba un mismo pensamiento de angustia… ¡La madre habría debido retener a Jeanne y conducirla inmediata-mente ante el juez de instrucción!...

Sin embargo, Marie las tranquilizó. Al día siguiente, iría a suplicar al juez y obtendría un nuevo interrogatorio de la florista y la puesta en libertad del honorable aristócrata.

Dominique Loizet regresó para cenar, con el tío Jean, el forzudo de los Halles, un coloso de barba negra. Ambos se rego-cijaron con la nueva noticia, y libres, esa noche, propusieron a Annette llevarla al teatro de los Batignolles.

El teatro era la pasión de la joven costurera, sobre todo en aquellos en los que «se llora» y precisamente, se representaba un drama lacrimógeno del antiguo régimen. Annette no quería ir, pues deseaba acompañar a la Srta. de Haut-Brion, pero, ante la insistencia de esta, siguió al padre y al tío.

Page 85: La virgen del arroyo

85 En ese teatro de los Batignolles, la Srta. Loizet tendría

como vecino, ¡oh! ¡cerca de su familia! a su enamorado, un bra-vo y apuesto joven, François Laurier.

Cloé y la Sra. Loizet quedaron solas, ocupando su velada en trabajos de aguja.

Hacia las nueve, llamaron a la puerta. Marie tomó la lámpara y fue a abrir. Vestido con el hábito gris y tocada con la blanca cofia de

las hermanas de San Vicente de Paula, una religiosa se encon-traba de pie en el umbral del domicilio.

Parecía tener unos cincuenta años y, con las manos ocultas en sus amplias mangas, curvaba humildemente la frente y mur-muró:

–¿Es este el apartamento de la familia Loizet? –Sí, hermana, y la señora Loizet soy yo. –¿Tenéis con vos a una señorita llamada Cloé de Haut-

Brion? La Srta. Loizet dudaba en responder, pero, observando a la

luz de la lámpara, ese rostro místico, esos párpados bajados, ese hábito de grueso tejido, esa actitud severa, olvidó toda pruden-cia:

–Hermana, es cierto que aquí se encuentra la señorita de Haut-Brion.

–Tengo una misión que realizar ante ella, y desearía hablarle.

–¿No serán malas noticias, hermana? –¡Por desgracia, así es! – suspiró la religiosa. –Entonces, será a mí a quién os dirijáis… La señorita está

todavía bajo los efectos de un gran peligro y una emoción inten-sa podría resultarle funesta…

La religiosa mostró una sonrisa evangélica: –¡Oh! ¡Tranquilizaos, señora! Hace treinta años que visito

diariamente a los desdichados y enfermos, tengo la costumbre de aportarles, en mis palabras, todos los cuidados, todas las ter-nuras que comporta mi santo ministerio!

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86 Y con un tono que, a pesar de su humildad, no admitía

réplica: –¡Es preciso que hable con la señorita de Haut-Brion! ¡Es

imprescindible! ¡Tened la bondad de conducirme ante ella! Marie, de naturaleza primitiva y leal, no encontró nada

que objetar y, con la lámpara en la mano, introdujo el tricornio blanco ante su huésped.

–Mi querida señorita, aquí hay una buena monja que desea hablaros…

–¿A mí? – dijo, asombrada, la sobrina del barón Géraud. –Sí, hija mía, a vos – salmodió la religiosa – ¡y que Dios

os dé fuerza y valor! –¡Oh! ¡Hablad rápido! ¡Me estáis asustando! Los ojos de la religiosa bajaron, dulces y castos, y se vio,

en el movimiento de sus labios que murmuraba una oración. Comenzaba, lenta: –¡Las pruebas que nos envía el Altísimo deben ser ofreci-

das al Señor, pues Dios no prueba más que a aquellos a los que ama!

–¡Pero, hablad de una vez, hermana! ¡Me hacéis morir! ¿De qué se trata?

–De una persona… por la que tenéis un profundo afecto… De inmediato, la virgen pensó en su novio: –¿Lionel? ¿Le ha ocurrido alguna desgracia? –¡Lamentablemente, señorita, así es! –¿Muerto? –No, pero gravemente enfermo… muy gravemente… Se

le ha transportado a la enfermería de la prisión… y fue él… quién pide veros… Por orden del señor director… vengo a bus-caros… Ahora bien, señorita, vos sois católica… Recordad que Jesús sufrió y murió en la cruz… ¡Sed valiente!

Y como diciéndoselo a sí misma, pero arreglándoselas de modo que Cloé la escuchase, añadió:

–¡Por desgracia, nos queda poco tiempo! –¡Oh! ¡Vámonos! ¡Vámonos! – sollozaba la joven.

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87 Cloé ponía su sombrero y se echaba un abrigo sobre sus

hombros. –¿Queréis que os acompañe, señorita? – preguntó la seño-

ra Loizet. –¡No, no, mi buena Marie! Es preferible que estéis aquí,

para explicar todo a vuestro marido y a Annette… Y arrastrando a la santa dama: –¡Vamos, hermana! ¡Os lo suplico, daos prisa! Un coche traído por la religiosa esperaba en la puerta: las

dos mujeres subieron, y el fiacre, conducido por un cochero sin librea, dejó las alturas para tomar de inmediato la calle de Roma.

La señorita de Haut-Brion guardaba silencio, y la religio-sa, desgranando un rosario, observaba a su triste compañera de viaje.

En un momento, Cloé se puso muy pálida; a punto estuvo de desvanecerse; la religiosa tuvo un gesto de alegría, y sus párpados, antes humildemente bajados, se elevaron y descubrie-ron los ojos de la Michon.

Valerie extrajo de su bolsillo un frasco de cristal, y pre-sentándoselo a Cloé, dijo:

–Tomad, hija mía, respirad estas sales inglesas… eso os repondrá…

La Srta. de Haut-Brion había tomado, sin desconfianza, el frasco de cristal y lo llevó a sus narices…

Bajo los efectos del narcótico, la virgen emitió un ligero grito, y su cabeza rubia vino a caer sobre el hombro de la falsa religiosa.

–¡Listo!... ¡Nada más fácil! – dijo Valerie Michon, esta-llando en carcajadas.

Luego, haciendo saltar la blanca cofia y despojándose del hábito de las monjas, apareció vestida con su vestido de lana roja y se cubrió con un gorro negro.

Tras haber empaquetado los santos hábitos, bajó una ven-tanilla del coche y, dirigiéndose al conductor:

–¡Dale, Gran-Maca!... ¡La señorita está durmiendo!

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88 –¿Derechito a la Esperanza? – preguntó la ronca voz de

Barnabé. –¡Claro!... Los demás deben estar impacientes… ¡Es la

hora!... Por fin, llegaban al pasaje Tivoli y se detenían ante el Café

de la Esperanza; de inmediato, Ernest Lassagne y Charles Ro-manel salieron de las sombras.

Valerie se apeó con su paquete de indumentarias; los dos hombres habían tomado a la Srta. de Haut-Brion, siempre inerte; la llevaron a la trastienda donde la Cría-Reseda, ahíta de fatiga, dormía, mientras que el Gran-Maca se apresuraba a llevar el coche a la casa de alquiler.

Se dejó a la virgen sobre un sofá, y viéndola tan bella y tan pálida, Llega al Pie murmuró:

–¡Rayos y truenos!... ¡La hermosa muchacha!... Se diría que está muerta.

–¡No, está dormida! – sonrió la cabaretera. –¿Ahora, a una habitación? – reclamó el Rizos. La Cría-Reseda se había adelantado, y contemplaba, a la

luz del gas, el rostro de la dormida. Murmuró: –Es… la señorita… Valerie gruñía: –¿Y bien, qué? ¿Acaso conoces a esta señorita, Cría? ¡Si

la conoces, debes decirlo! Jeanne balbuceó, temblorosa: –No, mamá Valerie… ¡No la conozco! –¡Entonces, cállate y acuéstate! La pequeña florista desapareció en el corredor oscuro, y

los dos miserables, precedidos de la patrona, con una candela en la mano, trasladaron a su fardo viviente por la angosta escalera del hotel.

En el primer piso, Valerie se detuvo sobre el rellano donde se distinguían varias puertas con sus números.

–Voy a daros la 15, ¡es la más chic! –¿Da al pasaje Tivoli? – preguntó el Rizos.

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89 –¡Sí, mi muchacho! –¡No conviene! ¿Tenéis muchos inquilinos? –¡No del todo! Esta noche no tengo más que mi hombre, el

Gran-Maca, y es de los nuestros… Las lecherías de abajo son de personas que no se ocupan de los asuntos de sus vecinos…

–¿La Cría-Reseda? –Está acostada, y, en la pocilga no se mueve… –¡Subamos mejor! –Entonces, os daré la 22, en el segundo… –¡Bien!... ¡Los dos patitos!... Y subiendo la escalera, la harpía hizo un siniestro comen-

tario: –Como la comisión que nos ha dado el señor arquitecto! –¡Subid, señora! Haréis vuestras reflexiones más tarde –

dijo Llega al Pie. –Debimos haber esperado al Gran-Maca. No le gustará

haberse perdido el espectáculo. –¡A ver si nos callamos! – gruñó el Rizos. En el piso superior, en ese inmueble desierto, Valerie

abrió una puerta, y el cortejo llegó a una habitación cuya única ventana daba al patio: un papel despegado colgaba a lo largo de las paredes, llenas de humedades; densas telas de araña se ba-lanceaban entre las nocivas negruras del techo y, por todo mobi-liario, se veía, cerca de una cama de hierro, provista de una del-gado almohada y una inmunda manta, una mesa en madera blanca, con una jofaina de agua y un vaso mellado, una única silla y una estufa con su tubería acodada empotrándose en la pared.

La Sra. Michon había desprovisto a la virgen de su abrigo y de su sombrero, y los dos hombres acababan de acostarla en la cama.

–¡Eh… vieja! – dijo el Rizos a Valerie – tenemos que estar solos para dar matarile a la señorita… ¡Largáos!

Ella se levantó, rebelada: –¿Largarme? ¿Os creéis que no tengo estómago?

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90 –¡Oh! ¡sí! Pero no intentéis engañarnos, cuando recibáis

esta noche la pasta en el Bol de Oro! –¡Es a mí a quien han venido a proponer el negocio! –¡Es posible, pero fuimos nosotros los que lo hemos idea-

do!... Así pues, a medias… La cabaretera se había acercado a la cama y quitaba el pe-

queño brazalete de oro de la muñeca de la joven. –¿Qué es lo que tenéis ahí? – rugió Llega al Pie. –¡Ya lo ves! Y exhibiendo la alhaja: –Me tomo la libertad de coger un recuerdo… Luego, con su risa aguda: –No os enfadéis, colegas, me marcho y recibiréis la mitad

de la pasta de Perrotin… –Sí, id a buscar unos vestidos de mujer… –¿Mis trajes? –¡Eso es!... Sois más o menos de la misma talla que la se-

ñorita… –¡No comprendo! –Id y regresad con las prendas, ropa interior y sin inicia-

les… Habiendo ejecutado la orden y habiéndose retirado, Las-

sagne y Romanel pusieron al desnudo a la señorita de Haut-Brion, la vistieron con los trajes de una muchacha de pueblo y ocultaron sus ropas.

–¡Lo mejor es arrojarla al agua! – declaró Llega al Pie. El Rizos dijo: –¡Eres idiota!... ¡Se recogen los cadáveres y los exhiben en

la Morgue!... ¡Con mi método no habrá error!... ¡Creerán en un accidente o en una muerte voluntaria!

Llega al Pie admiraba el cuerpo de la virgen: –¿Y si me la tirase? ¡Está realmente buena! –No es hora de poseerla – dijo Lassagne – y si todavía tie-

ne su virginidad, ¡morirá con ella!... ¡Al trabajo! Acababa de cerrar herméticamente la ventana; había lle-

nado la estufa de carbón de madera y los trapos que Llega al Pie

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había ido a pedir a Valerie y hacía, con la ayuda de un pinzón, numerosas aberturas en la tubería.

Ahora, pasaba la luz ente los ojos de la víctima: –No se despertará; ¡conozco el narcótico de la señora Mi-

chon! Por fin, se decidió prender el carbón y pronto se constató

que un olor nocivo invadía el reducto: –¡Salgamos!... ¡Queda poco tiempo! Llega al Pie y el Rizos encontraron abajo a Valerie y al en-

terrador, bebiendo cerveza y alcohol. –¡Eh, compañeros! – preguntó Valerie… – ¿Cómo va to-

do por ahí arriba? –¡Sobre ruedas! – bromeó Lassagne – Pero, nada de rela-

jarse, hay que inscribir a la viajera… ¿Dónde está vuestro libro? La hostelera abrió su registro policial y el Rizos dictó:

«Rose Deschamps, soltera, 17 años, natural de Liboune (Giron-de)»

Romanel propuso: –Somos cuatro… ¿Y si echamos una partida de cartas? –¡Está bien! – dijo Barnabé. La Sra. Michon distribuía coñac; los hombres encendieron

sus pipas, y la hostelera se instaló, muy alegre. –¡Das tú, Maca! – dijo Llega al Pie. Y cuando Barnabé servía las cartas, un quejido llegó de las

plantas superiores; se hubiese dicho uno de esos murmullos que pasan sobre el suelo, a las horas del crepúsculo, y cuyo misterio tratamos de averiguar inútilmente.

El enterrador agudizó el oído: –¿Qué es eso? –¡El viento! – dijo Lassagne. –¡Mi gato que maúlla! – observó la cabaretera. Pero, el Gran-Maca se exaltó: –Sabéis, colegas, no es mi culpa si no habéis esperado pa-

ra acostar a la señorita… Yo llevaba el coche… y de todos mo-dos quiero mi parte… sin que…

Romanel dijo:

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92 –Tendrás tu parte… Y, serio: –¡Imposible!... No puede ser la señorita a la que hemos

acostado… La voz no atravesaría dos plantas… –¡Tal vez! – dijo el sepulturero, bromista y trágico, como

uno de los héroes de Shakespeare, en el último acto de Ham-let… – Amigos míos, la Muerte nos sorprende mucho mejor que la policía!. Ella está por encima del prefecto de policía, de los presidentes de la corte de justicia, de los procuradores generales, e incluso de los reyes.

Lassagne se alzó de hombros: –¿Pido veintisiete? –Y yo, veintiocho – respondió el Rizos, mientras un nuevo

gemido, más lúgubre todavía, turbaba el silencio. Valerie y Lassagne permanecieron impasibles, pero un es-

tremecimiento sacudió la musculatura de Barnabé y de Roma-nel.

–¡Dos pisos! – dijo Llega al Pie – Una voz de agonizan-te… ¡Es extraordinario!

–¡Nada es extraordinario, a la hora de la muerte! – con-cluyó el violador de tumbas.

En lo alto, la pobre joven, despertada, luchaba contra las miasmas que penetraban en sus miembros y paralizaban su cere-bro; no vio de inmediato el peligro, y, creyéndose aún en casa de los Loizet, llamó suavemente: «¡Annette!... ¡Annette!...» Pero nadie le respondía… Volvió la cabeza y percibió la tubería roja de la estufa de la que oía el zumbido; sintió la muerte implaca-ble que venía… Mediante un supremo esfuerzo, saltó de su ca-ma, y rodó, inerte, en medio de la habitación.

De repente, la puerta que los miserables no habían trabado desde el exterior, para dar más credibilidad a la idea del suicidio, se abrió, y Jeanne, la pequeña florista, apareció; ella tosía, sofo-cada por las miasmas, pero muy valiente, tuvo la fuerza de llegar a la ventana y hacer entrar el aire.

Luego, regresando hacia Cloé se arrodilló a su lado:

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93 –¡Valor, señorita!... Soy yo, la Cría-Reseda, la pequeña

florista… Vengo a salvaros… y merecer el perdón de mis menti-ras contra el señor Lionel de Esbly…

La brisa glacial nocturna, que penetraba por la ventana abierta de par en par, despertó a la Srta. de Haut-Brion.

Jeanne continuaba: –He oído vuestros gemidos desde mi habitación, y he acu-

dido… ¡Estáis salvada, señorita!... ¡Pero, hay que huir!... ¡Si nos encuentran juntas, nos matarán, seguro!

Con una fuerza casi viril, logró levantar a Cloé, ayudándo-la con sus dos brazos liberadores, la hizo descender la escalera, lentamente, suavemente, deteniéndose a cada paso, con el oído al acecho, temiendo ser sorprendida… Nada se movió, y las dos fugitivas pudieron salir, sin ser vistas, del Hotel de la Esperan-za, y ganar el Pasaje Tivoli.

Desde hacía algunos instantes, Valerie Michon, imaginan-

do el sacrificio consumado, había partido, vestida de gala, para ir a encontrase con Perrotin en la cervecería del Bol de Oro y anunciarle la feliz noticia.

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VI

LA CERVECERÍA EL BOL DE ORO En esa noche de diciembre, la cervecería el Bol de Oro,

del barrio de Montmartre, bullía de clientela; los globos eléctri-cos palidecían entre la humareda de los cigarrillos, de las pipas y los puros, arrojando luz sobre las garrafas y los vasos agrupados sobre los mármoles, delante de mujeres, la mayoría casquivanas, unas solas, otras acompañadas de amigas o individuos a su suel-do.

Y, aquí y allá, entre los vidrios opacos, las tapicerías de personajes, los dioses de la francachela, los Bacos y los Gam-brinus, aparecían jóvenes a la moda de 1830, llegados por esno-bismo o por la diversión, viejos viciosos en busca de nuevas sensaciones; se cuchicheaba, ser reía, se besaba, mientras los camareros, ocupados, respondían vagamente a las llamadas de los consumidores, y muchachas con mirada descarada y labios rojos, deambulaban de sala en sala, distribuyendo caricias a sus camaradas y deteniéndose en las hospitalarias mesas.

Cerca de Augustine Dyrinas, llamada Titina, la rubia con gorro negro y vestido azul, las mejillas coloradas, se encontraba Hermance Boussar, llamada La Esponja, la adoradora de los licores, vestida de seda verde, tocada con un sombrero de plu-mas, bebía su cuarto vaso de sherry-brandy. Esta última, obser-vaba al Sr. Perrotin, instalando ante un bock, en una mesa veci-na.

El arquitecto estaba sumido en la lectura de un periódico vespertino.

Hermance hizo chasquear su lengua: –¡Muy chic, ese tío, verdad, Titine? –¡Sí! Es chic– dijo la rubita que vaciaba un vaso de limo-

nada con gas. –¿Lo conoces?

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96 –¡No lo he visto nunca! ¡Pero, a las gentes con clase se las

distingue! –¡Vamos a echarle los platillos a ese pajarito! –¡Ah! ¡Echarle los platillos!.... ¿Y crees que viene aquí

por las mujeres? –¿Por qué si no? –No lo sé. –¡Eso no impide que, desde hace una hora, me mire por

encima de su periódico! –¡Eres una presuntuosa, Esponja! ¡No es a tí a quien mira,

es a la puerta! –¿Espera a alguien? –¡Eso parece! –¡Pero yo te digo que me arroja miradas! ¡Oh! desde luego, el marido de Nona Colesia no estaba de

humor para ocuparse de mujeres!... Esperaba la llegada de la Sra. Michon, y sus miradas iban del periódico a la puerta a ver si veía a la hostelera…

Por otro lado, todo debía haber concluido en el Pasaje Ti-voli... ¿Por qué tardaba tanto en llegar la Michon?

Augustine y Hermance miraban a As de Picas tronando frente a ellas y sorbiendo como un camello una bebida inglesa.

La Esponja dijo a su amiga: –¿Qué le pasa esta noche, a esa grulla de As de Picas?...

La señorita Naumier parece de peor humor que nunca. –Probablemente… la historia de su hermano… El Cebo-

lla… –¿Y bien, qué?... El Cebolla está en el presidio, por culpa

de las porquerías de su amo… ¡un conde!... Y nosotras, ¿acaso no hacemos cosas parecidas por nuestros hombres?... ¡También están en el presidio, mi Llega al Pie y tu Rizos!

–¡No por mucho tiempo!... ¡Pronto encontrarán el medio de evadirse!

Y, con un suspiro: –Venga, Esponja, no me hables del Rizos… ¡Ya no es mi

hombre!

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97 –¡Te ha dejado, el tunante? –Sí, porque dice que toso demasiado... No es cumpla mía

si toso, ¿verdad Hermance? Una pequeña tos seca llevaba una saliva rosada a los la-

bios de la enferma que limpió vivamente con su pañuelo: –¡Esto es lo que no le gusta, al Rizos! La Esponja declaró: –¡El muy cerdo, te ha usado y te deja tirada! –¡Así son nuestros hombres! –¡Se podría mandarlos al diablo!... ¡Se gana pasta en los

establecimientos como el de la Martignac! –Te escucho… ¡pero no ahí no hay libertad! –¡Bah!… se sale una vez al mes… –Sí, cuando no se tienen deudas con la casa, pero la patro-

na se las arregla muy bien para endeudarte. Hermance se extasiaba: –¡Piensa, Titine! ¡Vivienda! ¡Alimentada! ¡Vestida! ¡Ca-

liente!... ¡Nada de preocupaciones!... ¡No más hombres zurrán-dote!... ¡No más bofetadas! … ¡Ningún chulo viniendo a fasti-diar con su comisión!

–Tú dirás lo que quieras, pero a mí no me va una vida de lupanar

–¡Para mí, el harem es mi sueño! Y deteniéndose bruscamente para mostrar a Julia Naumier

dando una orden al camarero: –¡Alli, vaya que cara tiene esta As de Picas! ¡Mira como

envía su platillo al señor chic! –¡Vas a ver como no caerá! –¡A mí la Naumier me fastidia! Es asombroso lo mal que

me cae, desde la noche en la que dio una paliza a la bonita rubia, en el bulevar de los italianos.

Augustine se puso seria: –¡Esa noche, As de Picas tenía razón!... ¿Por qué venía

esa, en vestido de baile y mantilla, a intentar levantarnos la clientela en nuestra zona?

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98 –No es razón para agredir, y si la otra, la grande, no hubie-

se llegado en su auxilio, ¡sería yo quien le hubiese arreglado el asunto a la señorita Naumier!... ¡Pero, puede esperar! La tengo en mi punto de mira…¡Qué me tiente!

Durante ese diálogo, el camarero había tomado el platillo de As de Picas y lo depositaba tranquilamente en la mesa de Honoré.

–¿Qué me dejáis aquí? - dijo el arquitecto –¿De dónde procede este platillo?

El camarero respondió: –Es de parte de la señorita Julia… Aquella señorita more-

na… allá… enfrente… –¡No lo quiero!... ¡Llevadlo! –Bien, señor. Retiró el platillo y cuando se alejaba, Perrotin lo llamó: –¿A qué hora cierra este establecimiento? –A las tres, señor… –¡Bien! ¡Id y decid a esa puta que se equivoca de direc-

ción! As de Picas estaba ofendida; y como Perrotin, con la mi-

rada al acecho, fingía retomar la lectura de su periódico, ella abandonó su lugar y se dirigió hacia el centro de la cervecería.

La Esponja la apostrofó en el momento en que pasaba ante su mesa, y sarcástica:

–¡Buenas noches, señorita Naumier! ¿Hoy no hay mercado en el bulevar, que venís al Bol de Oro?

Julia se limitó a enviarle una venenosa mirada, antes de in-terpelar a un nuevo consumidor.

Titine comentó: –¡Y decir que esta puta, antes de la operación que le des-

trozó el vientre y la hizo patizamba, poseía caballos, coches, palacete, y que fue mantenida durante dos años por un millona-rio inglés!

Y, risueña:

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99 –A propósito de ingleses, he encontrado uno, nada ordina-

rio, la pasada noche en Los Folies… ¡Es un tipo chic!... ¡Un poco envarado!

–¿Rico?... ¿Viejo? ¿Joven? – preguntó la Esponja, toman-do un cognac.

–Joven, rosa y fresco… Sin barba… Una piel de señori-ta… ojos azules – ¡y con pasta!

–¿Tienes su dirección? –¡Sí, pero olvídate! –¡Dámela, mi pequeña Titine! –¿Para qué me lo levantes?... ¡No soy tonta, querida! Y, de pronto: –¡Ah! ¡Esto es demasiado fuerte! –¿Lo qué? –¡Ahí está! –¿Quién? –¡Mi inglés! Reginald Fenwick se adelantaba, muy erguido en un mac-

ferlán completamente nuevo; se percató de la presencia de su conquista pasajera y fue hacia ella.

La puta le estrechó la mano, y tras haber tosido dos o tres veces, con su pequeña tos de pecho, seca y sibilante:

–Mylord, ¿Cómo os va? –¿Y a ti? , por lo que parece, no muy bien. –Oh! yo, sabéis, no me curo del todo… ¡Estoy fastidiada y

no llegaré a la Exposición Universal! –Debes cuidarte… Ir a Niza… Ella se rió: –¿Cuidarme? ¿Ir a Niza? ¿Por qué no casarme?... Enton-

ces, ¿me dais vos el dinero? –Esta noche, me conformaré con ofrecerte

champán…¿Eso te va bien? –Claro que sí. Hermance Boussard se mostraba simpática: –Sentaos Mylord, y quitaos vuestro macferlán… ¡Hace ca-

lor aquí!

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100 Él la miró de lado: –¿Para que se me robe otra vez y me vea obligado, como

la pasada noche, a regresar en sombrero y abrigo de mujer a mi hotel?

–¿Cómo? ¿Os han robado vuestro macferlán? –Con mi sombrero… mi bastón… y mi cartera con cinco

mil francos que se encontraba en el bolsillo… –¿En el bolsillo de vuestro sombrero? –¡No, grulla, en el de mi macferlán! –¡Contadnos eso! –¡Eres demasiado curiosa! ¡Prefiero beber! Y golpeando sobre el mármol con el pomo de su bastón: –¡Camarero, champan!... ¡Carta de oro! A la vista de Fenwick, Honoré Perrotin no había podido

reprimir un vivo movimiento de contrariedad, pero observando que el joven inglés, con el que no se había encontrado más que durante algunos minutos, en el baile del barón Géraud, no lo reconocía, se volvió a hundir en su lectura.

Hacia la una de la madrugada, la cervecería se animó más: unas parejas que regresaban del teatro, se sentaron a la mesa ante unas coles con guarnición, salchichas y jamón, sopa de ce-bolla y unas pintas de cerveza rubia o negra. En la mesa de Re-ginald, el champán desbordaba; otras mujeres se habían unido a Titine y a la Esponja, unos caballeros también, desconocidos de Fenwick, pero el joven inglés, ahora muy borracho, hacía las cosas a lo grande.

Era una ida y venida de consumidores, toda una oleada de noctámbulos.

Valerie Michon, cubierta con su mantón y tocada de un sombrero de terciopelo verde, llegaba al Bol de Oro.

Se sentó como por azar en la mesa del arquitecto y pidió un bock.

Luego, cuando el camarero, que acababa de obedecer, hubo desparecido y los dos cómplices estuvieron seguros de no ser observados, Perrotin se atrevió a hablar:

–¿Y bien?... ¿Nuestro asunto?

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101 –¡En el saco! – respondió alegremente la cabaretera…

¡Todo ha ido sobre ruedas!... ¡El Rizos lo ha previsto todo!... ¡Ah! ¡Es un genio, el Rizos!

La Michon expuso los menores detalles de la aventura y concluyó:

–Mañana por la mañana, iré a la policía a declarar que una viajera de paso se asfixió en su habitación… El comisario vendrá y encontrará, acostada en la cama, a la señorita Rose Deschamps, de diecisiete años de edad, natural de Libourne (Gi-ronde) ¡No hay error posible!... su nombre ha sido inscrito, a su llegada, en el libro de registro del hotel… ¡La policía no verá allí nada extraño!... ¡Engañada, la policía!

Honoré declaró, muy serio: –¡Os equivocáis, Valerie! Se escribirá a Libourne y se

sabrá que la llamada Rose Deschamps no existe en esa ciudad… –Entonces, yo contaré que es una joven que, para desapa-

recer, ha dado un nombre falso… ¡Eso sucede todos los días! Pero, Perrotin inclinaba la cabeza: –¡Seguís equivocada! Se expondrá el cadáver en la Mor-

gue; se abrirá una investigación y se descubrirá que ese cadáver es el de la señorita de Haut-Brion…

–¿Y qué? La señorita de Haut-Brion, desgraciada como es, ha podido asfixiarse, bajo otro nombre en un hotel.

El arquitecto estaba cada vez más preocupado. –Olvidáis – dijo– que una religiosa ha ido a buscarla a ca-

sa de los Loizet… Los Loizet hablarán.. y… esa religiosa ¡sois vos!

Ella se levantó, espantada: –¡Me dais miedo!... Entonces… ¿estamos perdidos? –No, todavía no…Pero, habéis actuado como unos aficio-

nados… vuestro Rizos, al que tan genial encontráis y tan fuerte, no es más que un imbécil… un bruto incompetente y vanido-so…

–Señor Perrotin, a vos me encomiendo… ¿Qué debo hacer? … ¿Cuál es mi papel?

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102 –¡No decir nada a la policía!... Mantener el cuerpo en

vuestra casa, hacerlo desparecer la noche próxima… La mujer murmuraba: –¿Desaparecer?... sí… pero, ¿cómo? ¡Esa es la cuestión!...

Si viviéramos a orillas del Sena… Y, dichosa, tuvo una idea: –¡El cementerio! ¡Y yo que no pensé en el cementerio!...

El Gran-Maca puede entrar allí, día y noche… Es quién excava las tumbas… Hará una profunda fosa, y meterá… a la otra… bajo un muerto… ¡Estamos salvados!

Un gran clamor invadió la cervecería del Bol de Oro. Unas mujeres, enloquecidas, unas con los cabellos al vien-

to, las otras en sombrero desplumado, entraban precipitadamente con modales de bestias a las que se golpea, y eran empujadas por otras profiriendo aullidos, insultos, imprecaciones, en un tumulto de paraguas, de botines y de faldas:

–¡Una redada!... ¡Los maderos!... ¡Están por todas partes! –¡La brigada de costumbres! –¡Mi hombre!... ¿Dónde está mi hombre? –¡Ah! ¿Aquí estás querido! –¡Ah! ¡Aquí estás, Nib de Nib! –No me dejes, amor mío! –¡Defiéndeme, tesoro! –¡La policía de costumbres! ¡La policía de costumbres! Y las fugitivas hacían piña alrededor de sus hombres, los

abrazaban, cuando entre las últimas aparecieron Cloé de Haut-Brion y la Cría-Reseda.

Honoré y Valerie quedaron estupefactos. –¡La señorita! – gritó la harpía. –¡Cloé! – rugió el arquitecto. Y, agarrando a la mujer por el brazo: –¡Miserable, está viva!... ¡Me habéis engañado! La Michon se lamentaba, completamente lívida: –Yo la creía muerta… Os lo aseguro, señor, la creía muer-

ta… Incluso pude escuchar un último suspiro… ¡Oh! ¡si recono-ciese a la religiosa, va a hacerme detener y estoy perdida, señor!

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103 –¡Tanto peor para vos, idiota! –¡Me comeré el marrón, y vos me seguiréis! En medio del estrépito, mesas volcadas, brazos levantados,

bastones amenazantes, en ese desorden, la retirada se hacía im-posible.

Pero la sobrina del barón Géraud estaba demasiado con-mocionada para reconocer a alguien; ni siquiera se daba cuenta del lugar donde se encontraba.

Sorprendida en la redada con Jeanne, en el momento en el que ambas pasaban por el barrio Montmartre para dirigirse a casa de los Loizet, había seguido a la Cría, arrastrada por la ma-rea de las que corrían, y hela aquí en el Bol de Oro, en medio de las exhalaciones del chucrut y los vapores del tabaco, entre esa ralea de matones, de snobs, de estafadores y chulos de putas.

El arquitecto, detrás de la Sra. Michon, observaba a su víctima, y Cloé, de pie, con la mirada extraviada, buscaba un su espíritu incierto el enigma de las visiones que surgían a su alre-dedor. Las manos en sus sienes, como para concentrar en su cerebro las ideas dispuestas a salir, inmóvil y muda, con su rubia cabellera desatada, sus grandes ojos ampliamente abiertos, sus brazos extendidos, sus labios temblorosos, ¡la virgen parecía estar esperando un chulo!

Aprovechando el doloroso éxtasis de la joven, Valerie se había acercado a la florista:

–¡Ven aquí, gusano!... ¡Me las pagarás, guarra! La niña iba a huir lejos de la miserable, pero ya la Michon

la había tomado y la empujaba fuera… La Srta. de Haut-Brion estaba al límite del calvario; Regi-

nald Fenwick, muy ebrio, pero siempre correcto, se levantó ante ella, bajo los aplausos de las putas que reconocían en la bonita rubia a su concurrente del bulevar de las italianos:

Él gritó, acusador: –¡Aquí está mi ladrona! La sobrina del barón Géraud no entendió el insulto, y se

asombró al volver a ver a ese hombre en su camino de dolor y vergüenza:

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104 –¿Vos… vos… señor? –¡Sí, ladrona! – Aulló Reginald – ¿No esperabas encon-

trarme aquí, eh? –¿Ladrona?... ¿Me tratáis de ladrona? – gimió la adorada

de Lionel, con la frente entre sus manos.– ¡Oh! ¡Dios mío!... ¡Dios mío!... ¡Dios mío!...

Y Fenwick interrogó: –¿Es cierto que te he conocido una noche en casa de la

Martignac, y que te tomé por una muchacha de la alta sociedad a la que te pareces?… ¿Es cierto?

–Es cierto, señor… – balbuceó Cloé con voz mortecina. –¡Aunque mintieses daría igual! Sé tu nombre. La subma-

trona del lupanar me lo dijo, después de tu huida… ¡Te llamas Berthe Vernier!

Ella guardaba silencio; Reginald continuó: –¿Entonces, reconoces haber huido del lupanar con mi di-

nero? La Srta. de Haut-Brion se levantó, enérgica y vibrante: –¿Vuestro dinero?... ¡oh! ¡jamás! ¡jamás! ¡Yo no sé lo que

queréis decir! –¿Te has llevado mi macferlán, sí o no? –Sí, lo he llevado – dijo la virgen, a la que Léa, una de las

putas de la Martignac, había puesto el sombrero y el macferlán del inglés.

–Mi cartera estaba en uno de los bolsillos… –Yo lo ignoraba, señor. –Pero la has encontrado, la has abierto y has cogido los

cinco mil francos. –¡No! ¡no! Os juro… Los gritos de las putas salían de todos lados: –¡Ladrona! ¡Es una ladrona! –¡Hay que ir a buscar a los agentes! La voz de As de Picas estalló, dominando a las demás: –¡El camarero ya ha salido!... Ha ido a buscarlos… ¡Impe-

did que salga!... ¡A Saint-Lazare!... ¡A Saint-Lazare, ladrona!... ¡A Saint-Lazare!

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105 Desde la salida de la Sra. Michon y de la Cría-Reseda, el

arquitecto, oculto en la sombra, no perdía ni una palabra del coloquio entre Reginald y la Srta. de Haut-Brion. Supo, con una alegre estupefacción, la estancia de la joven en una casa de tole-rancia, y, seguro de gobernarla, dejó de lamentar que la sobrina del barón hubiese escapado a las maniobras del Rizos y de Llega al Pie… ¡Ahora la tenía!...

Un camarero de la cervecería, regresaba acompañado de un brigadier y dos agentes.

Feliz de disimular, bajo su amor por la justicia, los horro-res de su establecimiento, el dueño del Bol de Oro señaló a Cloé:

–¡Esa es la puta! –¡Vaya! – dijo el brigadier.– Es una de las que se han es-

capado en la redada… La reconozco… Corría y saltaba, como una auténtica liebre, ¡la jodida!

Volviéndose hacia el patrón, dijo: –¡La redada ha acabado, hasta otra ocasión!... ¡Esas seño-

ritas y vuestros clientes pueden beber y divertirse tranquilos…. ¿Qué ocurre aquí patrón?

–Se trata de un robo, señor brigadier – declaró el amo del Bol de Oro.

–¿De un robo?... ¿Quién es la víctima? –Yo– respondió el inglés, vacilando ante la desesperación

de la virgen. –Tenéis que venir a presentar la denuncia a la comisaría de

policía, señor. Y el brigadier ordenó a sus hombres: –¡Detened a la puta! Los dos agentes agarraron a Cloé. Ella, con un movimien-

to brusco, se desprendió… La Srta. de Haut-Brion acababa de ver al arquitecto que se

adelantaba, decidido a obtener, bien mediante amenazas, bien mediante otros ardides, que ella no hablase de su estancia en casa de Valerie Michon.

La joven tendía sus manos suplicantes hacia el hombre:

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106 –Señor Perrotin… vos me conocéis… ¡Decidles que no

soy una ladrona! Honoré le arrojó: –Sí, en efecto, tengo la desdicha de saber que sois… ¡y

sobre todo lo que valéis!... ¡Os llamáis Berthe Vernier, y sois pensionista de una casa de tolerancia!

Y muy bajo: –Dejadme hablar, señorita… ¡Voy a salvar vuestra reputa-

ción! –¡Vamos! ¡Detenedla! – ordenó el brigadier a sus hom-

bres. Los agentes se precipitaron; pero Perrotin los detuvo con

un gesto: –Permitidme, señor brigadier, decir unas palabras a esta

desgraciada. He conocido antaño a su familia y sabré arrancarle una confesión… Soy el señor Honoré Perrotin, arquitecto de la calle de Vaugirard…

Hablaba con tanta distinción y autoridad; evocaba influen-cias tan poderosas que el director del establecimiento y el inglés lo apoyaron.

Entonces, arrastró a la Srta. de Haut-Brion un poco aparte, y, a sus órdenes, se hizo el vacío en torno a ellos.

La Esponja murmuró al oído de Titine: –¡Ves como es un mujeriego! ¡Habría debido enviarle mi

platillo!... ¡Mira como se lleva a la bonita rubia y le pide su di-rección!

–¡Eh! ¡no!... ¡es un tipo de la policía secreta, y quiere trin-carla!

Respetuoso y emocionado, el arquitecto decía a la virgen: –¡Señorita, el apellido que lleváis no puede ser deshonra-

do! Vos sabéis lo mucho que siempre he respetado a vuestra familia… Pues bien, en nombre de vuestra familia, de vuestro padre, de vuestra madre, de su recuerdo sagrado, os imploro…

Ella sollozaba, mientras él continuaba: –Felizmente para vos… para la memoria de vuestros pa-

dres, se os confunde con otra… Permanecéis siendo, a ojos de

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todos, Berthe Vernier, y que vuestro verdadero nombre no sea jamás pronunciado en esta situación… tan delicada en la que os encontráis… El azar acaba de informarme de vuestra estancia en una casa infame. Vos lo habéis confesado… No me reconozco el derecho de pediros explicaciones… Pero no tengo más que una cosa que deciros: Cumplid con vuestro deber, señorita… En cuanto a mí, me callaré, ¡os doy mi palabra de honor!

La Srta. de Haut-Brion se rebeló: –Entonces… vos también… ¿vos creéis? ¡Ah! ¡Es espan-

toso! –Yo no soy quién para juzgar vuestros actos, señorita, y si

os he traído aquí, era para daros un consejo que creo bueno, el de permanecer siendo, hasta nueva orden, Berthe Vernier… ¡Vos sois libre o no de seguirlo!

Ella bajó la cabeza, y dijo, resignada, entre sollozos: –Sí, señor Perrotin… Sabré cumplir con mi deber… ¡todo

mi deber! –¡Sois valiente! ¡Eso está bien!... ¿Qué debo decir a vues-

tro tío? El barón conoce vuestra retirada en casa de los Loizet. –¿A… mi tío? – dijo la virgen, con gran desprecio–

¡Decidle que estoy muerta! –¡No, es mejor anunciarle que habéis partido para el ex-

tranjero… y darle una prueba! –¿Qué prueba? –Una carta que hayáis dejado al partir, en casa de vuestros

amigos, para despediros… –Los Loizet, a los que interrogará, me desmentirán… –¡Yo me encargo de eso!... ¿Queréis redactar una carta?

¡Tomad! ¡Escribidla ahí! Hizo sentar a la virgen en una mesa, pidió papel y lápiz y

dirigiéndose al brigadier de la policía: –Un minuto, señor brigadier… La señorita quiere escribir

a su familia… ¡Seamos compasivos! Cloé balbuceaba: –No puedo, señor Perrotin… Me es imposible reunir dos

ideas… Estoy en blanco…

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108 –Voy a ayudaros… No tembléis así, y escribid. Y, bajo el dictado del hombre, la Srta. de Haut-Brion trazó

estas líneas: «Mis buenos amigos, «Me marcho, ¡probablemente me vaya para siempre!...

Perdonad la pena que os «causo, querida Marie, mi excelente Dominique, mi bravo Jean, mi bien amada Annette, «y gracias, ¡oh! ¡gracias!

«¡En el exilio, y sea cual sea mi destino, siempre conser-varé el recuerdo de vuestra «amistad y devoción tan generosa hacia la hija de vuestros antiguos amos!...

«¡Adiós! CLOÉ DE HAUT-BRION.»

La virgen dio la carta a Honoré y fue a entregarse a los

agentes. Esa noche, Honoré Perrotin regresaba a su casa, alegre y

seguro de no tener nada que temer de la Srta. Haut-Brion, ni tampoco de la cabaretera.

Abandonando la cervecería del Bol de Oro, la Michon arrastraba a la Cría-Reseda, espantada, y se dirigía hacia el pasa-je Tivoli.

En el umbral del hotel, el Gran-Maca, con el rostro des-compuesto, esperaba a su amante:

–¡Jodidos!... – exclamó, con grandes gestos – ¡Estamos jodidos! ¡La señorita no está muerta! ¡Se ha escapado!

–¡Acabo de encontrarla! – dijo Valerie –¿Y sabes quién la ha ayudado?... ¡La Cría! ¡Fue esta piojosa!... ¡Toma, toda tuya!

Empujó rudamente a Jeanne entre los brazos del sepulture-ro, y este, agarrando a la Cría por el brazo, la introdujo en la casa.

En la cocina, Llega al Pie y el Rizos, completamente bo-rrachos, roncaban, tendidos bajo la mesa.

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109 –¡Maldita sea!– tronó Barnabé – ¿por qué tendré semejan-

tes colegas! ¡Palabra que estos mentecatos pondrán el cuello bajo la máquina de Charlot!

Y tomando en todo momento por los brazos a la Cría, lívi-da de angustia, daba patadas a Charles Romanel, mientras la Michon tiraba de los cabellos de Ernest Lassagne.

Llega al Pie exhaló un gruñido de borracho, y la cabeza del Rizos, un momento levantada, volvió a caer.

–¡Nada que hacer con estos cerdos! ¡Están borrachos co-mo cubas! – gruñó el sepulturero.

De repente, arrojó a la niña sobre el suelo de la habitación y con tal violencia que las piernas le temblaron a punto de rom-perse:

–Ahora, Cría, dinos la verdad… ¿Fuiste tú quién ayudó a la señorita a huir?

Jeanne, aturdida por el shock, permaneció largo tiempo sin responder, pero a una nueva orden, acompañada de una horrible amenaza, farfulló:

–Sí, fui yo, Gran-Maca… A continuación, y temiendo las consecuencias de su con-

fesión, gimió: –¡No me matéis, Gran-Maca! No lo volveré a hacer…

¡nunca!... ¡nunca!... –¡Ya no la soporto más! – dijo la harpía que se adelantaba

– ¡Ah! ¡Déjame cortarle la nariz y la lengua a esta carroña! Pero, el sepulturero: –¡Mejor hacerla hablar! –¡Desde el Bol de Oro, no he podido arrancarle ni una pa-

labra! ¡Veamos si tú tienes más suerte! –¡A beber! ¡Tengo sed!... – pronunció la voz pastosa del

Rizos, acompañando los sonoros ronquidos de Llega al Pie. El amante de Valerie aulló: –¡Compra tu vino, sucio borracho, y déjanos en paz! Y duramente, a Jeanne: –¡Vamos, confiesa!... ¿Fuiste tú quién ayudó a la señorita

a darse el piro?

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110 –Sí, Gran-Maca, fui yo… –¡Cuéntame todo, sin mentir, o te reviento! –Estaba acostada,… arriba… en mi altillo… pero no

dormía… pensaba en… –No te preguntamos en lo que pensabas, sino en lo que

hiciste. ¡Habla! –Oí unos quejidos en la habitación de la señorita… y al

mismo tiempo, me llegaba un olor sofocante… Me levanté, cre-yendo que la señorita estaba enferma… Entré en el número 22, y casi caigo de lo penetrante que era el olor… Me precipité hacia la ventana… y la abrí… La señorita, que estaba desvanecida, volvió en sí… La sostuve para bajar… y partimos… ¡Eso fue todo!

–¿Por qué no nos has llamado para auxiliaros… ya que considerabas que la señorita estaba tan enferma?

La Cría fijó sus bellos ojos sorprendidos sobre el hombre y guardó silencio.

Barnabé profirió una gran risa: –¿Porque pensabas que ese no era el medio de curarla,

verdad?... Vamos, se sincera, ¡dime lo que pensabas! –Sí, – declaró la pequeña florista, vacilante – lo pensaba. –¿También pensabas que si la señorita estaba tan enfer-

ma… es porque nosotros así lo habíamos… querido? –Sí. –Y como tienes tan buen corazón, te propusiste salvarla. La Michon intervino, ansiosa por saber lo siguiente: –¿Y en la calle, que hicisteis?... ¿Qué te comentó?...

¡Quiero que me repitas exactamente todas vuestras palabras!... ¿Entiendes?... ¡Todas!

Jeanne continuó: –Al principio, corrimos mucho tiempo, temiendo ser per-

seguidas… y luego, nos detuvimos en la calle de Châteaudun… Entonces… la señorita, que hasta ese momento, no se encontra-ba recuperada, me pidió conducirla a Montmartre…

–¿A Montmartre?... ¿A la calle Marcadet?

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111 –Sí… Mientras caminábamos, escuché a la señorita que

hablaba sola; ¡parecía buscar en un recuerdo! Me dijo: «Esa ca-sa, de donde hemos salido, ¿en qué barrio y en qué calle se en-cuentra?... Se me condujo allí dormida; huyendo antes, estaba demasiado turbada para mirar el nombre de la calle y el número de la casa… ¿Quieres informarme para castigar a los miserables que han querido asesinarme?»

–¿Y tú hablaste, gusano? – rugió la Michon. –No, mamá Valerie… No he hablado como creéis…

Mentí, pues la señorita estaba salvada, y yo habría sufrido mu-cho viéndoos castigada, a vos y al Gran-Maca que me habéis educado y dado pan!... ¡Oh! ¡Algunas veces me hacéis muy des-graciada!... ¡Me pegáis!... Me torturáis, pero esa no es una razón para que me vengue… ¡La Cría no es rencorosa!

Valerie y Barnabé intercambiaron una mirada de satisfac-ción y la harpía preguntó, un poco menos brutal:

–¿Y qué le has contado a la señorita, mi pequeña Cría? –Le he dicho que la casa de donde salimos se encontraba

cerca de Belleville… –¡Bien! ¡Muy bien! – aplaudió la mujer – ¿Y después? –Y que si yo estaba en esa casa, era que, temiendo ser gol-

peada por regresar tarde, acababa de meterme en un granero, para pasar allí la noche, como hago cuando tengo mucho miedo.

–¿Y la señorita no insistió? –Sí… Pero no tuve tiempo de responderle… En ese mo-

mento, escuchamos un gran ruido… Unas mujeres huían, perse-guidas por unos caballeros burgueses y unos agentes en unifor-me…. Alguien pasó a nuestro lado y gritó: «¡La pasma!... ¡Co-rred!... ¡Los maderos!... ¡Los maderos!»… Nos pusimos a correr y llegamos, con las demás… al Bol de Oro!

El Gran-Maca encendía su pipa: –¡Bravo, enana! ¡Bravo, Cría!... ¡Tengo que recompensar-

te, y te permito beber un vaso de cognac! –Y mamá Valerie también te lo permite – dijo la madras-

tra, tranquilizada.

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112 A la palabra de «cognac», los dos borrachos levantaron la

cabeza. –¿Un traguito?... ¡Estoy seco! – murmuró el Rizos. –¡Cognac!.... ¡Más… cognac! – farfulló Llega al Pie, que

volvía a caer, inerte. Barnabé les gritó: –¡A la pocilga, borrachos! Pero, a la invitación del sepulturero y la Michon, Jeannne

rechazó sus esplendideces. –No, gracias, Gran-Maca, gracias, mamá Valerie, ¡sois

muy buenos!... El cognac es demasiado fuerte… y además… estoy cansada… Me caigo de sueño…

–Entonces, – dijo Barnabé – ve a acostarte y trata de por-tarte siempre como esta noche, y no olvidar tu lección para el día del Juicio.

La niña se alejó, soñadora, y subió al segundo piso. Era la primera vez, desde años, que la pequeña florista iba

a acostarse sin recibir una paliza. Un populacho innoble se encontraba ante el Bol de Oro. Agarrada por dos hombres, seguida del brigadier y Fen-

wick, la Srta. de Haut-Brion se iba a la comisaría, a través del fango de putas y sus chulos; conoció las angustias de una noche de redada, la vergüenza del furgón celular, y, al día siguiente, comparecía ante un magistrado para un primer interrogatorio.

Se defendió resueltamente del robo de dinero, pero, muy leal, confesó haberse escapado del lupanar, con el sombrero, el bastón y el macferlán del inglés. Ahora bien, en el traje se en-contraba una cartera repleta de billetes de banco; todas las da-mas lo habían visto en el salón de casa de la Martignac, cuando Reginald pagaba las consumiciones iníciales, y la propia incul-pada lo vio, en el momento en el que pagaba el champán en su habitación. Pero ¿acaso había pensado ella en ese terrible dinero, cuando la pensionista la había envuelto en el abrigo de Fenwick, para huir de la casa maldita?

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113 La desdichada reconocía el robo del bastón, del sombrero

y del traje, y las pruebas se acumulaban formidables, para hacer-la responsable del robo del dinero.

¡Oh! ¡El arquitecto había razonado bien! ¡Que se llamase Cloé de Haut-Brion o Berthe Vernier, estaba convencida de que la iban a acusar de robo, así pues, más valía que la instrucción fuese contra la prostituta de la que tomaba el nombre que contra una de las señoritas de la más grande aristocracia francesa.

Sin embargo, trató aún de defenderse, diciendo haber abandonado el abrigo, el sombrero y el bastón del inglés en un terreno baldío; el magistrado se río en su cara y no quiso escu-char más.

Y, ese mismo día, la Srta. de Haut-Brion, bajo el nombre de «Berthe Vernier» fue ingresada en Saint-Lazare.

El ilustre apellido de los Haut-Brion, permanecía intacto.

VII

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114

LOS AMORES DEL BARÓN Esa mañana, el barón Géraud, confiando en la buena dis-

posición del arquitecto que debía traerle a la virgen, esperaba en el gran salón de su palacete, rodeado de sus criados; estaba ex-tremadamente alegre, parecía rejuvenecido, con una mirada in-tensa, el aspecto menos cansado, el rostro menos hipócrita y duro, y se vestía con una levita negra completamente nueva, un chaleco blanco y un pantalón gris claro.

El ojal del viejo estaba adornado con un clavel rosa, y, en la aurora invernal, un soplido de primavera pasaba sobre esa musculatura voluptuosa y usada.

Dijo a los suyos: –¡Flores por todas partes!... ¡En la escalera, en el hall, en

los salones, en el comedor, en la biblioteca, los saloncitos y las habitaciones! Recorred los invernaderos; ¡quiero que sean res-plandecientes!... ¡Id al Mercado Central y al de la Madeleine! ¡Recorred París! ¡Desvalijad a las floristas! ¡Nada es demasiado bello!... ¡Nada es demasiado caro!... ¡Mi sobrina regresa hoy de viaje, y espero hacerle una recepción digna de ella!

Los criados jamás habían visto a su amo en tal estado de sobrexcitación y se preguntaban si el viejo no comenzaba a vol-verse loco. Desde hacía varias horas, Géraud iba y venía por las habitaciones, subía, bajaba la escalera, se aseguraba que el orden y el lujo reinaban en las amplias estancias, multiplicando las recomendaciones y precipitándose hacia las ventanas para ace-char los coches y saludar a su ídolo.

Habiendo sabido el barón, por la madre de Lionel, que Cloé vivía en Mormarte, en casa de los Loizet, había encargado a Perrotin traerle a la virgen y no dudaba del éxito del arquitec-to. ¿Cómo resistirse a las brillantes proposiciones de las que Honoré era portador? Siete millones no se encontraban todos los días en una dote, y eso era lo que él ofrecía a la Srta. de Haut-

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Brion… con esperanzas… ¡Qué sueño para una huérfana sin fortuna!

Y, solo, en el salón de honor, el viejo buscaba las razones que podía invocar Cloé para rechazar la maravillosa dote… ¿La historia de la habitación, la tentativa de violación… después del baile?... ¿Pero, acaso no era una prueba deslumbrante de amor el que había dado a la reina de su corazón?... ¡Todas las mujeres saben perdonar los impulsos irreflexivos, incluso atrevidos, de una pasión verdadera!

¿El amor de la Srta. de Haut-Brion por el conde de Es-bly?... Bah… Un capricho de colegiala que no resistiría a dos o tres meses de ausencia, ¡aun cuando ella sobreviviese al des-honor del aristócrata!

¿Su edad? ¿La de Géraud? ¡Venga ya! Él estaba todavía muy verde, y, aparte de la mujer del arquitecto, algunas bailari-nas de la Ópera no dudaban en ser testigos de su lujuria…

Entonces, mirándose en el amplio espejo que coronaba la chimenea renacentista, el barón creyó haber vencido a Esbly y ser digno de la adorada.

Al recuerdo de Lionel, ni una sombra oscureció la alegría de su rostro; egoísta feroz, Géraud consideraba un caso de legí-tima defensa el haber auspiciado una mala pasada a un rival mo-lesto… ¡Eso era todo!... ¡Nada trágico habría sucedido si Esbly no hubiese puesto los ojos en la virgen!

Seguro de ver llegar a Cloé de un momento a otro, Tiburce se había instalado en un gran sofá y pensaba en la Sra. Perrotin, su amante, una buena naturaleza la de Colesia que comprendía a los hombres, y después de años de reinado, y por amistad al jefe, cedía la plaza a otra!... ¡Muy bien! ¡Muy oriental! Pero el barón no quería ser tildado de ingrato, y no olvidaría en su esplendi-dez, ni a la bella Coelsia, ni al marido…

Mientras Géraud esperaba a Perrotin y a la virgen en su palacete, el arquitecto llegaba a Montmartre, a casa de los Loi-zet.

A las doce, la hora de la comida… Allí estaban Domini-que, el cochero; Jean, el forzudo de los Halles; Marie, la lechera;

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116

Annete, la costurera; absorbidos en una misma inquietud. Ten-ían la custodia de su huésped, la hija de los antiguos amos, y Marie se culpaba por haber dejado a la señorita irse con la reli-giosa.

Y, por la mañana, Dominique se había dirigido a la Comi-saria de policía para presentar una denuncia, mientras la Sra. Loizet venía de contar al juez, encargado del asunto de Esbly, la extraña confesión de la Cría-Reseda. Marido y mujer regresaban con buenas promesas, cuando la llegada del arquitecto, al que conocían como el amigo del barón Géraud, les produjo al mismo tiempo sentimientos encontrados de esperanza y de terror.

Se le hizo entrar y se le invitó a sentarse, y la Sra. Loizet, preguntó:

–¿Venís de parte de la señorita de Haut-Brion, verdad se-ñor?

–No, señora – dijo el arquitecto – no de su parte… sino a propósito de ella…

Y Annette, deplorada: –¿Ocurrió alguna desgracia? Muy sombrío, el arquitecto dijo: –La Srta. de Haut-Btrion me ha encargado que os entregue

esta nota... La Sra. Loizet abrió la carta, y habiendo dado lectura, ob-

servó: –¿Y vos, que sois amigo de su tío, no habéis hecho nada

por detenerla? Perrotin quería hacer borrar a la virgen del espíritu de esas

bravas personas, a fin de que si un día, libre, golpeaba a su puer-ta, fuese echada de allí como una cualquiera y que el barón nun-ca pudiese encontrarla:

–Esta carta es una mentira… honorable… La pobrecilla Clóe ha sido detenida esta noche, en la cervecería del Bol de Oro…

Todos lo miraron estupefactos; el cochero gruñó irónico: –¿Tal vez, robó? –¿O asesinó? – ironizó el forzudo.

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117 Y el visitante, dijo seriamente: –Ha robado…. Pero había más que eso… Son cosas… de-

licadas que no estaría bien revelar ante una joven, y si la señorita Annette consintiese alejarse…

Pero Annette le devolvió esta réplica: –¡Oh! ¡podéis hablar, señor! ¡Soy una hija del pueblo, una

obrera expuesta cada día a escuchar de todo en casa de los clien-tes y en los talleres, y eso no me hace ni mejor ni peor!

–¡De acuerdo, señorita!– dijo Honoré. Y dirigiéndose al antiguo cochero de los Haut-Brion y de

Géraud: –¿Cuánto tiempo hacía que no habíais visto a la señorita

Cloé, desde que la recogisteis en vuestra casa, en vuestro decen-te hogar, mi querido Dominique?

–Tres años, señor. –La Señorita de Haut-Brion no era entonces más que una

niña, y en tres años… se cambia… uno se metamorfosea para lo bueno o para lo malo… Por aquel entonces, ella era encantado-ra… respetada, mientras que ahora…

–¿Mientras que ahora? – interrogó Marie… –… ¡La que antaño fue señorita de Haut-Brion no merece

ya ni estima ni respeto!... Vos, Dominique, que, de la mañana a la noche, recorréis sobre vuestro pescante las calles de la ciudad, vos habéis podido encontrarla en medio de las desgraciadas, de esas errantes del arroyo cuya vergonzosa profesión podéis adi-vinar!

Marie, Annette, Dominique y Jean protestaban contra el hombre con el mayor de los ardores:

–¡Eso no es cierto! –¡No, eso no es cierto! –¡Os burláis de nosotros! –¡Mentís! Pero, Dominique, pensativo, balbuceó: –Sí… Fue en medio de esas zorras donde Annettte la en-

contró… la noche en la que fue agredida… Nosotros la introdu-jimos en un coche y la transportamos a nuestra casa…

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118 –¡Eso no prueba nada! – dio la joven costurera. El arquitecto ignoraba ese detalle y se apresuró a utilizar-

lo: –¿Veis cómo no me equivoco, puesto que los propios Do-

minique y la señorita Annette lo han visto?… Annette le interrumpió: –Esa noche, la señorita de Haut-Brion huía, fuera de sí, del

palacete de su tío. Perrotin levantaba la oreja, deseoso de saber mas: –¿Y os contó el motivo de su huida? –¡Desde luego! La señorita abandonó el palacete del

barón, porque el señor Géraud había entrado brutalmente, duran-te la noche, en su habitación, ¡y había intentado forzar a la seño-rita!

Honoré caminaba sobre una vía triunfal; supo, la noche pasada, en el Bol de Oro – y por propia confesión de la Srta. de Haut-Brion – que había estado en una casa de tolerancia, y aho-ra, sabía por Annette el enfrentamiento de Cloé con unas putas y el atentado, hasta entonces ignorado, de Géraud hacia su sobri-na. ¡Qué sucesos extraordinarios se habían acumulado sobre la inocente!... El hombre no se preocupó, y, simulando estar furio-so:

–¡Mentira! ¡mentira! ¡Mi pobre Tiburce!... ¡Si supieseis! ¡si pudieseis dudar!... ¡Oh! ¡La vil naturaleza!

Y tristemente, a los Loizet: –¡Amigos míos, no quiero dejar al señor barón Géraud ba-

jo el estigma de una acusación tan odiosa! Esa muchacha no dejó el palacete de su tío para defender su virtud, como os lo ha hecho creer; ha sido expulsada por él, un día en que la sorpren-dió en los brazos de un lacayo… ¡su amante!...

Annette objetó, indignada: –¿Cómo explicáis entonces, si la señorita de Haut-Brion es

como decís… que fuese, hace pocos días aún, la novia del conde de Esbly.

–¡Una nueva mentira!

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119 –Yo misma he ido, en su nombre, al bulevar de los italia-

nos, a casa del conde… Perrotin arrojó al azar: –¿Al que no encontrasteis, verdad? –No, había sido detenido la víspera…. –Y yo – dijo el cochero – el otro día conduje a la señorita

de Haut-Brion a casa de la condesa de Esbly que vive en el apar-tamento del señor Lionel…

–Sí, ya sé que tuvo la audacia de presentarse ante la madre de su antiguo novio para suplicarle que intercediese ante el barón, ¡pero la condesa la expulsó!

–Es por eso – gimió Dominique, ingenuo – ¡que al salir parecía tan triste!

–¡Al menos lo estaría, mi buen Dominique! –¡Ah! ¡desgraciada! Los Loizet guardaban silencio e iban recordando extrañas

aventuras: Cloé partiendo, una mañana, para la Comisaría, y no regresando más que al cabo de tres días, por la noche, con la cabeza despeinada, sobreexcitada y no queriendo dar explica-ciones de su ausencia, suplicándoles incluso que no le volviesen a preguntar! Y además, en la velada de ayer, Cloé siguiendo a una religiosa desconocida, bajo el pretexto de ir a encontrarse con su novio enfermo, y haciéndose detener como una ladrona en una cervecería de chulos y prostitutas.

Marie inclinaba la cabeza: –¡Señor, no había necesidad de venir a contarnos estas co-

sas tan viles! –¡Esa no era la razón de mi visita, amigos míos! Vengo a

acordar con vosotros, en relación al desdichado barón Géraud, vuestro antiguo amo… Él ha sido injusto con vosotros… No supo apreciar vuestros servicios; se dejó aconsejar por las malas lenguas; ¡pero os quiere y os echa de menos!... Cuando el barón pueda obligaros a regresar, lo hará con placer... El Sr. Géraud ignora hasta que extremos ha caído su sobrina, y yo no sé como ha conocido su presencia entre vosotros… Pues bien, por pie-dad, si viniese a informarse de la desgraciada, decidle que efec-

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tivamente la señorita de Haut-Brion ha sido vuestra huésped durante algunos días y que ha partido para el extranjero, ¡deján-doos una carta de despedida! Olvidaréis la cervecería del Bol de Oro y el arresto, ¿Me lo prometéis?

–Sí – respondió Dominique, – pero en memoria de mis an-tiguos amos, pues si ella se atreviese a regresar a nuestra casa, yo imitaría a la señora de Esbly; ¡la echaría a la calle!

–Padre – declaró Annette – recuerda cuando la amamos. ¡No debemos condenarla, antes de escucharla!

La Sra. Loizet intervino: –Sí, Annette, nosotros la respetamos, pero ella ha caído, ¡y

una honesta muchacha como tú no debe estar en contacto con una puta como ella!

El arquitecto alabó esas palabras: –¡Sois unas bravas personas! Guardó la misiva de la señorita de Haut-Brion para

mostrársela a Géraud y llegó, con aire compungido, a casa del amante de su esposa.

Tiburce se abalanzó hacia él: –¿Cloé? ¿Cloé¿ ¿Dónde está Cloé? Honoré Perrotin le hizo leer la carta, y el viejo, desolado,

tambaleándose, cayó desvanecido al lado del mensajero. –¡Diablos! – gruñó el arquitecto – ¿es que este animal está

pensando en morir? ¡Eso no entra aún en mis planes! Se había transportado al barón a su habitación, y un médi-

co diagnosticaba un ataque de apoplejía, esperando salvar a Géraud.

Por la noche, la bella señora Nona-Coelsia Perrotin se ins-talaba a la cabecera del barón.

Durante algunas semanas, la extranjera veló, día y noche,

al ricachón, y, ahora, Tiburce no podía ya prescindir de ella. Honoré también se mostraba con una abnegación a toda prueba, cuando su labor profesional – compra de terrenos y construccio-nes de inmuebles – le dejaba un poco de libertad. Entonces, ven-ía a mimar al enfermo, le dada cuenta de sus gestiones de las

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que estaba encargado; marido y mujer se entendían de maravilla, y el arquitecto no estaba molesto por la resurrección de los amo-res adúlteros.

Tiburce olvidaba sus ganas de Cloé. ¡Oh! amaba a su so-brina todavía, ardientemente, pero como se ama el recuerdo de una muerta; y además, Colesia era tan buena, tan devota, tan bella aún, deseable y voluptuosa, en su amplio camisón de ca-chemira blanco que le hacía parecer, durante la noche, bajo las luces de las lámparas, una antigua guardiana de un templo de amor.

Los Perrotin observaban, alegres, los inmensos progresos que hacían cada día en el ánimo del viejo; redoblaron las cari-cias y cuidados y no tardaron en enorgullecerse de su situación reconquistada. La Sra. Coelsia no abandonaba el palacete y rein-aba como ama soberana sobre las gentes de la casa; recibía a los amigos que venían a interesarse por el enfermo; se ocupaba de todos los detalles de la vida doméstica, Se encargaba de las fi-nanzas del enfermo y no lo mataba, a pesar de sus lujurias.

Géraud estaba convaleciente. El viejo y la joven mujer se pasearon en coche, en caballo,

en bicicleta, en automóvil; se le vio, como en el pasado, en el Bois, en las Carreras, en el teatro, en el circo, en los restaurantes de moda; las cenas y los bailes recomenzaron en la calle de la Universidad, con la Sra. Perrotin, en lugar de la Srta. de Haut-Brion; y si el arquitecto sorprendía irónicas sonrisas, pasaba, altivo, sin verlas, formidablemente armado.

Una mañana en la que el barón estaba solo, se anunció la visita de la condesa de Esbly.

Muy pálida en traje negro, – el duelo del hijo vivo, el due-lo del mártir, – la condesa aceptó el asiento indicado por el vie-jo.

–Señor Géraud, – dijo firmemente – la instrucción está ca-si terminada; el juez se equivoca, y, pronto, el conde de Esbly ¡va a sentarse en el banco de los ladrones y asesinos!

–¿Cómo?... ¿Ya? Una amarga sonrisa plegaba los labios de la condesa:

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122 –Sí, señor… ya… vos parecéis olvidar que, después de

cincuenta y un días, ¡mi hijo se muere en una celda de Mazas!... Vengo de parte de Lionel a hablaros…

–¿De Lionel? – dijo Géraud, turbado. –Desea veros, y he pedido para vos, al señor Crudière, el

juez, un permiso para visitar a mi hijo… Aquí está… El tío de la virgen balbuceaba: –¿Qué quiere de mí? –Lo ignoro; probablemente desea repetiros lo que me en-

cargó decir a vuestra sobrina… que, absuelto o condenado, acepte la ruptura de su compromiso…

–¡Es inútil! ¡Cloé no está en París! Ha abandonado Francia con mi autorización…

–¡Sin venir a verme! ¡Sin despedirse de Lionel!... ¡Ah! ¡señor!

El barón se envalentonó, contento de justificar la ausencia de la Srta. de Haut-Brion:

–Creed señora, que era muy duro para ella vivir al alcance de todas las miradas insolentes, de todas los sarcasmos, de todas las maledicencias. ¡En verdad, no es una situación envidiable ser la novia de un hombre perseguido, con o sin razón, por atentado a las buenas costumbres!... La Señorita de Haut-Brion lo ha comprendido, y, a pesar del dolor que me produjo separarme de ella, no he tenido valor para retenerla… ¡Está en América!

–¿Al menos no os negaréis testificar a favor de mi hijo? –He apelado dos veces ante el juez de instrucción, antes de

mi enfermedad; he declarado todo lo que tenía que declarar, es decir que nada sabía, ¡absolutamente nada del asunto! ¿Por qué someterme a un tal suplicio?

–Porque vos podéis afirmar, sin mentir a la justicia, que conocéis a Lionel desde hace mucho tiempo, y que siempre ha pasado, ante vuestro ojos, por ser un hombre incapaz de una indelicadeza y, con mayor razón, de un crimen abominable.

–Lamentablemente, señora, todos los testimonios que podría dar en su favor no le impedirán ser condenado, si se lo merece.

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123 –¡Él es inocente, señor! –¡Así lo deseo, señora! Géraud no quiso, mediante una animosidad demasiado

grande, despertar las sospechas de la condesa; y además, contra-riamente a Perrotin, él no era en el fondo malo, aparte de sus pasiones; incluso tenía algún remordimiento por su cobardía, ahora que la virgen ya se consideraba perdida para él… ¡Oh! pero, ¿y si regresaba un día? Entonces, Lionel, absuelto, haría de ella su esposa, y él, el viejo, ¡debería conformarse con la eterna Nona-Coelsia!

Finalmente, la prudencia del viejo organizador de la co-media, triunfaba sobre sus dudas.

–Señora, – dijo Géraud – vuestro hijo pude contar conmi-go… Mañana o pasado mañana, me dirigiré a Mazas: hablare-mos de… la ausente… Eso lo consolará, y a mí también… ¡Yo testificaré, si es necesario, en la Corte de Justicia!

Y volvió a retomar sus amores con la italiana, mientras la condesa Anna se dirigía al Palacio de Justicia.

–¡Introducid al detenido! – ordenó el Sr. André Crudière al

ordenanza de servicio. Y, en el despacho donde el juez de instrucción se encon-

traba solo con su secretario, el conde Lionel de Esbly, entró acompañado de un guardia.

Estaba pálido, flaco, y su cuerpo vacilaba en los ropajes mundanos que se le autorizaba a llevar. A invitación del magis-trado, tomó asiento en un sofá, ante la mesa.

Contrariamente a lo acostumbrado, el joven conde no es-peró a que se le interrogase y murmuró:

–Los interrogatorios me resultan penosos, y vos me habéis anunciado, señoría, que no tendría que someterme a más, hasta el día del juicio.

El Sr. Crudière, joven magistrado de barba rubia y ojos azules escrutadores, respondió con cortesía extrema:

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124 –Es cierto, caballero, mi instrucción está más o menos ce-

rrada, pero antes de enviarla al Tribunal y a la fiscalía, he queri-do veros una última vez…

Y, a un gesto angustiado de Lionel: –¡Oh! ¡no me lo reproche, señor de Esbly! ¡Es vuestro in-

terés lo que me guía! Os habéis debido dar cuenta, durante el curso de mis investigaciones, que he usado hacia vos toda la benevolencia compatible con mis funciones. Os he evitado a menudo los grilletes, el furgón celular, He dado órdenes a Ma-zas para que fueseis tratado con deferencia, y a pesar de esta benevolencia, vos no salís de un mutismo… incomprensible…

Encendía hacia el hombre su mirada azul penetrante: –Veamos, señor de Esbly, ¡decidme la verdad! –Ya la conocéis, señoría, ¡soy inocente del crimen del que

se me acusa! –Entonces… necesito pruebas… ¡Dadme pruebas! –¡Mi pasado sin mácula!... ¡Lo inverosímil de tal acto, en

el mismo momento en el que regresaba de casa de mi novia a la que adoro!... ¡La habitual ignominia de mi acusadora!

–Sí, pero esas son pruebas puramente morales, y que se desvanecen ante las pruebas materiales conseguidas en la ins-trucción. Caballero, reflexionad: Se encuentra en vuestra cama a una niña de menos de trece años, y la pequeña declara que no fue la primera vez, sino la tercera, que se presta a semejante aventura.

–¡Miente!... ¡Os lo juro! ¡miente! – dijo el aristócrata. –No me interrumpáis y permitidme continuar… Vos co-

nocéis el peritaje del doctor Hylas Gédéon y del médico forense, que no dejan ninguna duda sobre la naturaleza del atentado… Además, Ambroise Naumier, vuestro criado, confiesa haber recibido de vos una suma de dos mil francos, para introducir en vuestra habitación a la pequeña florista que habíais conocido en el bulevar Montmartre, en el Café Egipcio, vendiendo flores.

–¡Ese hombre es un miserable! –Estoy de acuerdo, pero ¿qué interés puede tener en acusa-

ros?

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125 –¡Eh! ¡No lo sé!... ¡Quizá alguna reprimenda un poco se-

vera de la que haya querido vengarse! –¡No puede tratarse de un chantaje!... No se os habría de-

nunciado antes de haberos puesto el cuchillo bajo la garganta para haceros cantar. ¿Entonces, qué?¿Un enemigo deseoso de romper vuestro matrimonio? ¡No, tampoco!... No se os conocen enemigos, y, aparte de vos, la señorita de Haut-Brion no tenía enamorados... Se ha investigado y, nadie, ni el barón Geárud ni vuestra madre, nadie de vuestro entorno ha indicado la presencia de un enemigo o un rival!. Hace algunas semanas, una vecina de Montmartre, la esposa de un cochero, señora Marie Loizet, ha venido a contarme una historia inverosímil: por lo visto, Jeanne, la florista se había retractado de sus declaraciones… De nuevo pregunté a la niña, sin la presencia de la señora Valerie Michon, y la chiquilla mantuvo su primera confesión… ¡Oh! me diréis que la Michon, propietaria de un hotel sórdido en el pasaje Tivo-li, y el Gran-Maca, su amante, un sepulturero, no parecen ser de una moralidad ejemplar: lo admito, pero la señora Loizet, intere-sada o no, ¡ha escuchado mal o ha mentido!

–Señoría, – pronunció tristemente Lionel de Esbly, com-pletamente abatido – ¿Por qué me infligís la angustia de un nue-vo interrogatorio?

Imploraba al juez que lo dejase en manos de los guardias; pero el Sr. Crudière observó:

–Vuestro antiguo criado, Ambroise Naumier, desempeña un gran papel en este misterioso asunto… Le he hecho venir… Está ahí, y voy a confrontarlo con vos, una última vez…

–¿Para qué? – suspiró el aristócrata, desanimado. –Porque si miente… quiero intentar confundirlo, aunque

debiese, para confundirlo, emplear algún ardid… ¡lo que no forma parte de mis costumbres!

Y dirigiéndose al guardia: –¡Traed a Ambroise Naumier! El Cebolla apareció, con su rostro barbilampiño, sus ojos

marrones taciturnos, su larga nariz y sus delgados labios abiertos sobre unos dientes ennegrecidos por el humo de los cigarrillos;

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llevaba un chaleco de librea por encima de un jersey de lana con mangas, y entre sus dedos giraba un gorro de cuero, con entor-chados de plata.

Bruscamente, el Sr. Crudière lo interpeló: –¡Naumier, habéis mentido!... ¡Sabemos toda la verdad!...

Conocemos a la persona que os ha pagado, así como a Valerie Michon, para traicionar a vuestro amo y llevar, a sus espaldas, ¿entendéis bien? A sus espaldas, a su habitación, ¡a la pequeña florista!

Ambroise no se inmutó, adivinando la trampa, y replicó seguro de sí mismo:

–Pues bien, si conocéis a esa persona, señoría… que no existe, nombradla… para ver… ¡y yo mismo quedaré asombra-do!

Inmediatamente el magistrado cambió de táctica: –¿Persistís en la fábula, creada por vos en todos sus pun-

tos?... ¿Pretendéis siempre que el señor de Esbly os ha dado tres mil francos para comprar vuestra complicidad?

Decía «tres mil francos» en lugar de dos mil, declarados por Ambroise en otros interrogatorios, esperando que el incul-pado «se vendiese» a sí mismo.

Pero el criado de Lionel era demasiado astuto para dejarse sorprender con tan miserables asechanzas:

–¡Os equivocáis, señoría!... No eran tres mil, ¡fueron so-lamente dos mil los que recibí del señor conde!

Lionel se alzó de hombros: –¡Ha mentido! ¡Miente! Y, el otro, muy tranquilo: –¡Es vuestro papel decir eso, señor conde!... ¡Oh! ¡Yo no

tengo nada contra vos!... ¡Cada uno se busca la vida a su mane-ra!

El Sr. de Esbly se dirigió al magistrado: –Señoría, os lo ruego, ¿querríais preguntar por mí a este

canalla, cómo explica la llegada inesperada de Valerie Michon a mi habitación? ¡Solamente él podía haberla advertido!... ¡Era un golpe conchabado por ambos!

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127 –¿Habéis escuchado, Naumier? – dijo el Sr. Crudière. –Sí, señoría… ¡He escuchado!... No es a mí a quien hay

que plantear esa pregunta, sino a la señora Valerie, y ella ya ha respondido ante mí, cuando se nos ha hecho un careo.

–Eso es así, – dijo el magistrado – y no es menos cierto que esa mujer ha dicho la verdad.

Y dirigiéndose hacia Lionel: –¡Nada es más lógico y no concuerda mejor con los acon-

tecimientos! Una noche, Michon observó el comportamiento irregular de la niña a su regreso: – encontró cinco luises disimu-lados en el bolsillo de Jeanne; le preguntó a la pequeña florista y supo su encuentro inicial con el conde de Esbly, en el café Egip-cio, y sus orgías en el apartamento del bulevar, en el que Nau-pier le abre las puertas… Ella advierte al comisario de policía, y, a la tercera visita, interviene con el magistrado que constata el flagrante delito de atentado al pudor… El criado confiesa su complicidad absoluta: los médicos reconocen que la niña ha sido desflorada… y vos, señor de Esbly, os conformáis con negar… ¡negar la evidencia, negar la luz!

El Cebolla, se recreaba, burlón: –¡Sería mejor que confesaseis, señor conde… ¡Eh! ¡qué

diablos!, ¡el que se llame Esbly no es motivo para no tener sus pequeñas debilidades como los demás!

El Sr. de Esbly iba a saltar sobre el miserable, pero el juez ordenó:

–¡Guardia, llevaos a Ambroise Naumier! Una vez ejecutada la orden, dijo al novio de la Srta. de

Haut-Brion: –¿Señor, sin duda os negaréis a firmar vuestro último in-

terrogatorio, así como habéis hecho, con los precedentes? –Sí, señor juez… –¡Es algo que no tengo derecho a discutir!... ¿Queréis ver

a vuestra madre, señor de Esbly? –¡Mi madre! ¡Oh! ¡sí, señoría!

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128 –Está en la habitación contigua: es la última vez que pue-

do haceros este favor… A partir de ahora vuestro caso no me pertenecerá; ¡mi instrucción está cerrada!

Lionel se lo agradeció y fue a encontrarse con su madre a la otra habitación, cuya puerta permaneció abierta sobre el des-pacho del juez.

La Sra. de Esbly le tendía los brazos y decía: –¡Siempre serás mi hijo, y siempre estaré orgullosa de ti!...

¡Oh, mi Lionel! ¡mi Lionel! ¡mi Lionel! –¡Mamá! ¡Mamá! La llamaba «mamá» como antaño, cuando era pequeño y

ella lo consolaba de sus miedos; la llamaba «mamá» y rompía en sollozos, a la evocación de su dicha pasada y de sus esperanzas rotas.

–¡No llores así, hijo mío!... ¡Imítame!... ¡Se valiente! La madre intentaba consolarlo, pero no pudo decir más…

Las lágrimas brotaban de sus ojos, y fue el turno de Lionel de mostrarse enérgico y viril.

Hizo a sentar a la condesa en un sillón enfrente a él: –Madre, háblame de Cloé… Háblame de ella. La Sra. de Esbly suspiraba: –Se valiente, hijo mío; he de decirte cosas… dolorosas… –¡Me estás dando miedo! –Desde hace seis semanas, la señorita de Haut-Brion ha

abandonado Francia…y, ayer, el señor barón Géraud me ha anunciado la triste noticia…

El aristócrata estalló: –¡Imposible!... El día en el que Cloé fue al bulevar de los

italianos, vivía, según decía, en el campo, en los alrededores de París, y ese día, según mi deseo, tú le has devuelto su compro-miso, y ella se negó noblemente… ¡Eso es grande! ¡Lo que ha hecho es muy generoso, madre!… ¿Y hoy vienes a decirme que ha partido?... ¿Acaso es verosímil?... ¿Cloé huyendo cuando me sabe en peligro?.... ¡Oh! madre, ¡creía que conocías mejor a la señorita de Haut-Brion!... Es una valiente y, el día del juicio la

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verás en la grada, donde acudirá para darme ánimos, para soste-nerme, ¡para iluminarme con el brillo de sus ojos!

La condesa Anne inclinaba la cabeza: –¡No te hagas ilusiones, querido hijo! Si Cloé estuviese en

los alrededores de París, ¿acaso no crees que habría encontrado un medio de volver a verme, al menos para darme noticias su-yas? La Señorita de Haut-Brion está en América…

Y, Lionel, herido: –Entonces… ¡ella también me ha abandonado! Pero, de repente, vibrando con sus recuerdos de amor: –¡No debemos acusarla, madre! Si mi adorada ha tomado

esa suprema decisión, es que tenía razones desconocidas para nosotros, y que deben ser grandes y generosas…. ¡No la juz-guemos y esperemos!... Tanto mejor si ha partido… ¡no asistirá a mi deshonra!

–¿Tu deshonra, Lionel?... – exclamó la vieja dama – ¡A Dios gracias, todavía no estás condenado, hijo mío!

–¡Es cierto, pero lo estaré!... ¡Ah! madre, ¿quién podía imaginar esto?... Un conde de Esbly en la cárcel, ¡con los ladro-nes y los asesinos!

Ella lo tomaba entre sus brazos, como si lo fuese a mecer: –¡Lionel… mi Lionel… necesitas toda tu sangre fría, todo

tu valor… ante esta gran prueba!... Más tranquilo, él la besó en sus cabellos blancos: –¡Haría falta un milagro para salvarme, madre! –¡Y se realizará, Lionel, pues Dios es justo! El Sr. de Esbly mostró una sonrisa de angustia: –¡Volvamos a la realidad, mamá!... ¿Has visto a mi abo-

gado? –Sí, el Sr. Vauzete debe venir hoy a consultar tu dossier

con el secretario y, mañana, probablemente, irá a verte… allá… –Muy bien… ¿y el barón Géraud? –Me ha prometido su visita… –Gracias… Y los demás, ¿qué dicen? –Ayer he encontrado al subprefecto y la subprefecta de

Senlis…

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130 –¡Oh! ¡amigos! –Sí… ¡amigos! Pasaban en coche, por el bulevar de los

italianos, y… no me han saludado… ¡Qué importa! ¡Ten fe hijo!... ¡Tu madre cree en tu inocencia y en Dios!

Un guardia venía a buscar a Lionel de Esbly para recondu-cirlo a Mazas, y la condesa, ajustando su velo de duelo, bajó la escalera que llevaba al pequeño patio del Palacio de Justicia.

Allí esperaban unos coches celulares. Una puerta se abrió y aparecieron dos mujeres, escoltadas por guardias.

A la vista de la Sra. de Esbly, una de esas mujeres se pre-cipitó, ocultando su rostro, al coche celular al que se le ordenaba subir: La Srta. de Haut-Brion acababa de reconocer a la madre de Lionel, pero esta ignoraba que la «puta», la «ladrona» venía de declarar ante el juez y regresaba a Saint-Lazare.

En su celda de Mazas, el conde Lionel de Esbly trataba de

olvidar, mediante pensamientos científicos, la estupidez y co-bardía universales.

¡El aristócrata era un sabio! ¡Doctor en medicina y doctor en ciencias! ¡Oh! Él no exageraba la importancia de los títulos nobiliarios, ni el valor de los diplomas, pero, estaba enamorado de Cloé; adoraba a la virgen, y sufría, moría viendo una acusa-ción innoble amenazar su amor, interrumpir sus estudios y el prodigioso esfuerzo de su joven cerebro!

En el palacete de la Universidad, la Sra. Perrotin, de

acuerdo con su marido, no dejaba ya a Tiburce, y agotaba al viejo enamorado bajo criminales besos.

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VIII

EN SAINT-LAZARE Desde hacía algunos días, una gran efervescencia reinaba

en la prisión de Saint-Lazare, en la galería de las mujeres de mala vida; en los talleres, en los refectorios, en los patios y las celdas, se elevaban unos murmullos contra sor Angélica.

Entre esas mujeres había líderes que la administración se esforzaba en descubrir, pero la tarea no era fácil, pues las dete-nidas, unidas por la solidaridad de su existencia desenfrenada, raramente se delataban entre ellas, y, para esas ovejas negras, ser chivata era un crimen tan abominable como el de no atender a las necesidades de su chulo.

Sin embargo había que actuar sin demora; se presagiaba un motín inmediato… pero, ¿cómo detener la tormenta?

Se estableció una vigilancia general, y algunas desgracia-das, esperando una reducción de pena, consintieron en espiar a sus compañeras.

¿Qué quejas tenían las detenidas contra sor Angélica, una brava mujer, carcelera desde hacía más de quince años en el establecimiento del barrio Saint-Denis?... Se le reprochaba con-ceder todos sus favores a Berthe Vernier, una nueva, cuya buena conducta provocó su traslado como auxiliar a la enfermería de la prisión.

¡Oh! sor Angélica no parecía despreciable. Bajita y regor-deta, con rostro sonriente, vestida con el hábito de la Orden de las Hermanas de María y José: vestido de esparto negro, con un triple velo sobre la cabeza, uno en percal blanco, otro en lana azul, y el tercero en lana negro, con un paño blanco ocultando sus cabellos, circulaba, no imaginándose que su vida estaba amenazada y fingiendo no escuchar los insultos para no verse obligada a castigarlos.

Esa mañana, a las once, cuando la campana indicó el final del trabajo en los talleres, las detenidas se dirigieron al patio, un

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patio oscuro y gris, en la fría y lluviosa mañana invernal, con sus grandes árboles deshojados y el estanque central reflejando en su agua negra las gruesas nubes que pasaban por el cielo. Un recinto limitado por altas murallas, con ventanas enrejadas, puertas reforzadas de hierro y un corredor cubierto donde ronca-ba una estufa de fundición.

Fue en ese corredor donde las detenidas se fueron rápida-mente a refugiar, uniformemente vestidas de paño gris con un paño azul sobre el pecho, tocadas de un gorro de tela y calzadas con zuecos.

Unas se sentaron sobre los bancos a lo largo de las mura-llas; otras, las más audaces, ya se habían agrupado alrededor de la estufa, y entre estas últimas se observaba a Julia Naumier, llamada As de Picas, siempre flaca y embutida en su uniforme de prisionera; Hermance Boussard, llamada la Esponja, ajada por el alcohol; y la rubia y gruesa Léa, la pensionista de la casa Martignac.

Sor Angélica iba y venía, desgranando su rosario. Se detu-vo ante las mujeres y preguntó con dulzura:

–Y bien, hijas máis, ¿seréis hoy más prudentes que ayer? –¡Oh!, sí, sor Angélica, – respondió la gruesa Léa, la últi-

ma en la cola al calor. Pero, la voz de As de Picas ululó: –¡Si no somos más prudentes, no es por nuestra culpa, es

por la vuestra! –¿Mi culpa? – dijo sonriendo, la religiosa. –Sí, ¡porque sois injusta! Maternal, Angélica observó: –No merezco vuestro reproche, hija mía. Tengo un deber

de guardiana, y si castigo algunas veces, es porque el reglamen-to me obliga a ello.

–¡No es eso lo que quiero decir! –¡Explicaos, entonces! –¡Porque protegéis a unas y no a otras! –¡No os comprendo!

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133 –¡Empleáis en la enfermería a la rubia que ha entrado aquí

al mismo tiempo que yo y la Esponja, y le dais un trato de favor! –¡Berthe Verrnier se ha destacado desde su llegada por su

dulzura y su buena conducta, y ahora aún se desvive al lado de una de nuestras enfermas!

–¡Ah! ¡sí! ¿Titine?... ¡Titine escupe sus pulmones! Deber-ían enviarla al hospital… En cuanto a esa zorra de Berthe…

La religiosa adoptó un tono severo: –En cuanto a ella, os invito a no hacerla objeto de vuestras

maledicencias y escarnios… o bien… –¿Me enviaréis a la celda de castigo, sor Angélica? – iro-

nizó la detenida. –¡Cumpliré con mi deber!... Daos por advertida… y no me

dirijo solamente a Julia Naumier… ¡Os hablo a todas! Y mientras la religiosa se dirigía hacia otro grupo, As de

Picas, gruñó: –¡Cucaracha! ¡Ya lo arreglaremos uno de estos días! Léa declaró: –¡Estás equivocada!... ¡sor Angélica es muy maja! Y la Naumier, furiosa: –¡Cierra la boca, Léa, o te la cierro yo! Pero la Esponja, de buen corazón, se interpuso y estable-

ció la paz. Léa quiso contar porque se encontraba en Saint-Lazare:

–La pasada noche, un tipo se presentó en la casa: tenía un traje marrón, un sombrero de terciopelo, una corbata granate y el oro hinchaba su bolsillo… Como estaba de francachela, me fui con él, después de haber dejado un depósito a la patrona para responder de mis deudas… Fuimos de copas a los Halles, y para acabar, me llevó a un hotel, a una habitación del quinto piso en la calle de la Grande-Truandoire… Todo transcurrió bien,,, ¡oh! ¡muy bien!... Después de la juerga, me dijo: «Bella Léa, mi mo-za está en el campo, así que nosotros vamos a divertirnos jun-tos… sí, una noche a todo meter…» Pero como podéis com-prender a mi me daba igual, y esperaba que sacase la cartera… pero en el amor… ¡oh! en el amor… ¡no creo que haya nada

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parecido en el cielo, ni en la tierra!... Después de varias veces… estaba fresco aún… yo estaba extenuada… y me puse a dormir, y hete aquí que sobre las dos de la madrugada, estalló un estrépi-to de todos los diablos en el hotel... Todo el mundo gritaba…. ¡Había que escucharlo!... Mi hombre me sacudió y encendió la vela… Estaba pálido como un sudario y parecía muy asustado… Me dijo: «¡Es la pasma, seguro!... ¡no quiero que me encuentren aquí!... ¡Hace tiempo que me fugué de la comisaría con un com-pinche!... Entonces, se metió por la claraboya, y antes de des-aparecer por los tejados, me saludó graciosamente: «Hasta pron-to, Léa, iré una de estas noches, a verte en casa de la Martig-nac…» Subió, subió, subió… ¡y yo me dejé coger, como una pava, por la policía!... Pero, en realidad, no lamento mi velada!... Me hizo gozar hasta morir, el muy canalla!... ¡Sabe de todo, hace de todo!... ¡Es todo un hombre mi amigo Llega al Pie!

–¡Llega al Pie!... ¿Has dicho Llega al Pie? – gruñó la Es-ponja, pálida de ira.

–¿Y bien?... Sí, he dicho: «Llega al Pie»… ¿Lo conoces? –¿Qué si lo conozco?... ¡Es mi hombre!... ¡Oh! ¡desgracia-

do!... ¡Aprovechar que estoy entre rejas!... ¡Esas cosas no se hacen!... ¡No! ¡Eso no se hace!... Pero a tí, Léa, te creía con el Rizos desde que abandonó a Titine.

–¡Oh! ¡la! ¡la! ¡El Rizos!... ¡Una noche… una hora, y se esfumó!... ¡No es un hombre de faldas!

As de Picas excitaba a las amigas de Charles Romanel: –¡Peleaos, chicas, puesto que sois rivales!... Vamos, Léa,

arráncale los pelos… Y tú, Esponja, quítale los ojos en defensa de tu Llega al Pie!

Pero, Hermance Boussard dijo: –¡Tú, As de Picas, no eres más que una buscabullas! ¿Por

qué debería atizar a Léa? ¿Acaso sabía ella algo?... ¡Es a Charles a quien quiero ver delante!

–¡Ya arreglarás cuentas más tarde!... Ocupémonos de esta vaca de religiosa…

–Ocúpate tú, As de Picas, ya que has tenido la idea – ex-clamó una prisionera.

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135 –¡Sí, acepto! ¿Pero vosotras no flaquearéis, eh? –¡No! ¡No!... –¿Me apoyaréis? –Sí! ¡Sí! –¡De acuerdo, entonces!... ¡Pronto al taller!... Cerraremos

la puerta para que no se escuche gritar a la mosquita muerta! –¿Así que vas a cargártela? – murmuró la Esponja, inquie-

ta. Julia se alzó de hombros: –¡No tengo ganas de ir a la horca!... ¡La moleremos a pa-

los, eso es todo, como se nos hace a nosotras cuando se nos de-tiene en la calle y nos resistimos!

–¡Esto está bien!... sin que… Súbitamente, una muchacha dijo, asustada: –¡Cuidado!... ¡El mono! Todas se volvieron. El Sr. Javerlhac, el director de Saint-Lazare, atravesaba el

patio, acompañado de dos guardias y de la superiora de las reli-giosas de María y José.

–¡En fila! – ordenó sor Angélica. Como soldados bien disciplinados, las detenidas se alinea-

ron. –¡Hum!... ¡Esto se va a calentar! – deslizó la Esponja al

oído de su vecina. –¿A ver quién de nosotras va a pagar el pato? – añadió la

pensionista de la Martignac. –¡As de Picas, con seguridad! ¡Tanto mejor, es una follo-

nera! El director, un antiguo oficial, recto y correcto en su levita

negra, los bigotes grises, dejando un poco retrasadas a la supe-riora y a los guardias, se plantó ante el rebaño:

–Se me ha informado que, bajo instigación de algunas de vosotras, se han producido palabras de descontento, insultos, incluso amenazas, habiendo sido escuchadas en los talleres y en los patios, al paso de varias de las santas mujeres encargadas de vuestra vigilancia. Se me ha dicho que se trama un complot con-

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tra una de ellas… Antes de castigar e infligir a las implicadas, a las que conozco, la justa sanción que merecen, he preferido da-ros en persona una saludable advertencia… ¡Así pues, a la pri-mera amenaza, al primer insulto, al primer desorden, mostraré, hacia las culpables, una severidad tan ejemplar que les quitará para siempre las ganas de repetirlo!... Sin embargo, si algunas de entre vosotras tienen alguna reclamación que hacer o peticiones que formular, que salgan de la fila, estoy dispuesto a escuchar-las…

Nadie se movió, y el director, contento con el efecto moral que acababa de producir, se volvió, seguido de su estado mayor.

Las detenidas retomaron sus lugares, y la sobrexcitación se hizo general.

Charlaban más bajo, por temor a sor Angélica, pero sus voces y sus gestos traicionaban un deseo de venganza.

–¡Aquí hay chivatas! – rumiaba una vieja veterana de Saint-Lazare – Hemos sido vendidas!

–Sí… ¿pero, por quién? – preguntó otra. As de Picas declaró: –¡Por la rubia que está en la enfermería, por la protegida

de todas las cucarachas! –¡Berthe Vernier! –Sí, ¡Berthe Vernier! Y propongo darle una lección a fon-

do… ¡Hay que ocuparse de esa zarrapastrosa enseguida! –¡Antes debemos tener pruebas de que ha sido ella! –¡Las tengo… y buenas!... Escuchadme: Ella va a bajar,

como todos los días, para tomar el aire en el patio… Cuando la vea le haré una señal… ella llegará sin desconfianza… Enton-ces, vosotras la rodearéis y yo me encargo, yo, Julia Naumier, de arreglar cuentas.

Fue en vano que la pensionista de la Martignac y la Es-ponja insistiesen para obtener pruebas; As de Picas juró que el espionaje fue lo que le valió favores a Berthe y que ella había sorprendido conversaciones entre las guardianas y la Verdier:

–¡Muerte a las chivatas! –¡Te arriesgas a la horca!

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137 –¡Me da igual! ¡Muerte a las chivatas! –¡Muerte a las chivatas! ¡Muerte a las chivatas! ¡Muerte a

las chivatas! Pero Léa se opuso, y la Esponja avanzaba, muy brava: –¿Entonces, es cierto lo que cuentas, As de Picas? –¡Sí!... –¡Y yo digo que no! –¿Nos vas a denunciar? –Ya jamás he vendido a nadie, pero si no dejas en paz a la

rubia, te reviento la cabeza! –¡Y yo la ayudaré! – exclamó la puta del lupanar. Todas las demás prisioneras apoyaban a la Naumier… Mientras la Esponja y Léa permanecían ansiosas en el pa-

tio de Saint-Lazare, en la enfermería, la Srta. de Haut-Brion ve-laba a la cabecera de Titine.

La virgen parecía más bonita todavía, en su vestimenta de prisionera, con su blancura de lis, sus cabellos rubios y finos, sus ojos brillantes; estaba inmaculada, y si la estancia de la ver-güenza alarmaba su pudor y la hacía enrojecer, las angustias se desvanecían pronto ante una luz de aurora.

Cloé había coincidido en la Comisaría de Policía con las putas detenidas esa noche en el Bol de Oro, la Esponja, As de Picas, y finalmente Léa, su liberadora en casa de la Martignac.

Siguiendo los consejos de sor Angélica, y gracias a la ayuda de las dos buenas mujeres, la Srta. de Haut-Brion soportó, valiente, las innobles promiscuidades, respondiendo a las ame-nazas de Julia con una extrema bondad y desarmando a las otras mediante su actitud humilde y dulce.

Empleada los primeros días en los talleres de costura, pa-saba sus horas silenciosa cortando y cosiendo paños, y durante los recreos, bajaba al patio y seguía a las otras cuyas risas y can-ciones redoblaban su tristeza, y cuyas palabras obscenas le ins-piraban un violento horror.

También supuso para ella un inexpresable alivio, cuando sor Angélica le anunció que, a partir de ahora, en recompensa a su buena conducta, estaría ocupada en la enfermería de Saint-

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Lazare – no en esa enfermería, siempre llena, donde se cuidan las enfermedades vergonzosas del desenfreno, sino en la sala especial, donde pasaban las detenidas afectadas por enfermeda-des ordinarias, antes de ser trasladadas, si el caso era grave, a los hospitales de la ciudad.

Por desgracia, ese empleo no dispensaba a la virgen de las comidas en común ni de los recreos, pero allí, al menos, en ese pequeño cuarto – con dos o tres enfermas encamadas – podía dejarse ir en la amargura de sus pensamientos.

Titine, delgada y pálida, se mantenía inmóvil en su cama, y sus ojos, agrandados por el mal, se fijaron en Cloé, de pie cer-ca de ella.

Exhaló un profundo suspiro. –¿Sufrís mucho? – preguntó la Srta. de Haut-Brion, incli-

nada hacia la enferma. –No… no demasiado… ¡Me parece que estoy mejor! Y, observando siempre a la novia de Lionel: –¡Qué fresca y bonita sois!... No se os ve vapuleada de

hacer la calle… Cloé, ruborizada, desviaba la cabeza, sin responder. La prostituta añadió: –¡Ah! ¡Tenemos un oficio sucio!... ¡Alguna vez estaría

bien poder estar tranquilas!... ¡Pero qué le vamos a hacer!.... ¡Hay que ir tirando y pagar alguna pequeña parte a mi hom-bre!... Se paga el alquiler… se come un mendrugo, incluso cuando todo eso os disguste y os mate!... ¿Es rarita la vida de las putas, eh? ¡Es rarita!

La virgen murmuró: –Os cansáis… ¿Queréis beber? –No, gracias… ¡La manzanilla me produce arcadas!... Pe-

ro decidme… ¡cuanto más os miro, más me parece que os co-nozco!... ¡Pero, claro!... ¡Sois vos quién tuvo una trifulca con esa granuja de As de Picas, en el bulevar de los italianos!... ¡Una sucia zorra, As de Picas!... Pero también, ¿por qué habíais ido a levantarnos la clientela a nuestra zona?.... ¡La acera es sagrada! ¡Deberíais saber eso!

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139 Un acceso de tos sacudió a la enferma, y la Srta. de Haut-

Brion quiso detener su conversación: –¡Veis!... ¡Habláis demasiado!... Aumentáis vuestro mal… La otra dijo, risueña: –¡Es cierto!... Habría que pasar el invierno en Niza, como

las grandes casquivanas… como me decía el inglés, en el Bol de Oro!... A mí me gustaría… ¡Él tiene pasta!... Una encuentra un montón de tilpos, que no piden más que lo que piden... Pero, mi pequeña, en este país, para conseguir hombres como Dios man-da, se tiene necesidad de joyas… de vestidos... ¡Y Titine no tie-ne!...

La Srta. de Haut-Brion, confusa, permanecía allí, por de-ber:

–¡Augustine, descansad! –¡Eso me evitaría hablar!... ¿Vos habéis estado en Niza? –No… –¿Entonces, como yo… a dos velas? –Sí, como vos,– balbuceó la novia del conde de Esbly. –¡Oh! ¡No completamente!... ¡Vos estáis en nómina y yo

soy una insumisa!... Eso no me impide mostrar fríamente… a la mirada… mi… chochito a esos médicos de la Comisaría... ¡No pierden la ocasión esos maderos!...

¡Eso ya era demasiado! Cloé se alejaba no queriendo es-cuchar más, pero un nuevo acceso la volvió a llevar junto a la enferma.

Titine, rota por un formidable acceso de tos, con los ojos desmesuradamente abiertos, con espuma en los labios, jadeaba.

Llena de paciencia, Cloé le puso una almohada detrás de la espalda, y para facilitar la respiración agitada, le abrió la ca-misa, y miró, espantada la delgadez de su cuerpo:

–Voy a buscar a la guardiana, para que advierta al doctor. Pero, Titine la detuvo: –¡No!... ¡No!... ¡Nada de doctores!... ¡Esto pasará! ¡Ya

está!... Respiro… y además quisiera hablaros de cosas serias… ¡Vos me gustáis!... ¡Sois muy buena, muy amable!... ¡Hum!... ¡Sería fastidioso palmarla en Saint-Lazare!... Después de todo…

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aquí o en otra parte… ¿qué más da? ¿Queréis hacerme un gran favor, señorita?

Al tratamiento de «señorita», al que ya no estaba acostum-brada a escuchar, la virgen se estremeció:

–¿Os sorprende escucharme llamaros «señorita»? ¿ Pues bien, ¡es más fuerte que yo! ¡Me parece que no sois una marmo-ta como las demás!... Antes, escuchándome, os habéis sonroja-do… ¿Me equivoco?

–¡Sí, Titine, os equivocáis! –No se me quitará de la cabeza la idea de que no habéis

robado nada, y que se os ha detenido por error en el Bol de Oro…

–No soy una ladrona… –Lo creo, pero hay que vivir, y cuando no se tiene una pe-

rra chica, una se aferra a lo que puede… ¡Eso es así!... ¿Con-sentís hacerme un favor?... Se trata del Rizos… de mi hombre…

Ella tomó el mutismo de la virgen por una afirmación: –Si muero… quisiera dejar un pequeño recuerdo al Ri-

zos… y sin embrago, fue él la causa de mi enfermedad!... ¡Una noche que estaba con un pederasta del Baile de Tatas, me echó a la calle, en medio de la nieve! ¡Es igual!... ¡Aun así lo amo! Jamás he amado a nadie como a él, y le perdono haberme dejado de nuevo, el otro día, y divertirse con Léa. Así pues, señorita, yo estaría muy contenta si pudieseis hacerle llegar un luís de oro… Lo encontraréis bajo el somier de mi celda cuando haya muer-to…

Cloé respondió, turbada: –No moriréis aún, Titine, y se lo daréis vos misma… –¡Si supieseis como me fastidia palmar!... ¡Es tan agrada-

ble, la existencia de las marmotas! Y, suspirando: –¡Me gustaría volverla a ver! –¿A quién? –¡A la amiga más querida de mi corazón!... Pero no

vendrá, ¡se vergüenza de mí y tiene razón!... ¡Ah! ¡si hubiese escuchado sus buenos consejos no estaría en Saint-Lazare!... Me

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ganaría honradamente la vida… ¡como ella!... Pero, yo estaba sola en el mundo…y he seguido la mala senda... ¿Ella tiene mo-tivos para no venir!..

–Si esa persona es tan buena como decís, ¿por qué no en-cargáis a sor Angélica que le escriba?

–Hace dos días que he enviado la carta y… mi amiga habría tenido tiempo de venir… pero…

Y, con las manos de la virgen entre las suyas, Titine evocó el pasado:

–Figuraos, señorita… yo vivía en una pequeña habitación, en la misma casa que mi querida amiga, en Montmartre… ¡To-das las mañanas, partíamos para el taller, cantando, y por la no-che regresábamos cantando todavía! De esto hace tres años, a lo sumo. En esa época, yo no hacía la calle… era prudente… Ella vivía con su familia, y, los domingos, me invitaba a cenar... Como es natural, los caballeros nos seguían por la calle… ¡Mi amiga desdeñaba a los hombres! …. ¡Les reía en la cara y los enviaba a paseo!... Y yo, yo me complacía con sus dulces pala-bras… Lo demás ya lo imagináis, ¿verdad?... Una noche que regresaba sola del taller, me dejé arrastrar por un viejo… Me tuvo con él ocho días y luego me echó a la calle... Después de ese golpe, no podía ya pensar en regresar a una casa decente… Entonces me dedique a ir con uno y con otro…Conocí al Rizos.. y ¡heme aquí moribunda en Saint-Lazare!

Ella había inclinado su cabeza sobre la almohada, y la vir-gen tuvo ante sí el espectáculo de un pobre cuerpo bajo unos precipitados jadeos, mirada vacilante y escrutadora, y blancos labios cuyo rocío sangrante enjugó.

De repente, la enferma se levantó, como transfigurada y, con los ojos dirigidos hacia la puerta, gritó, alegre:

–¡Ella!... ¡Es ella!... ¡Es mi amiga! La Srta. de Haut-Brion se había vuelto y permanecía mu-

da, tan grande era su emoción. Annette avanzaba, acompañada de una monja.

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142 La joven obrera no vio más que a la «señorita» y quiso

lanzarse; pero a un gesto de la mártir, indicando su desamparo, guardó silencio y no dio ni un paso.

Titine llamaba a su antigua amiga de labor: –¡Annette! ¡Mi querida Annette!... ¿No te avergüences de

mí! ¡Dime que no me desprecias! ¡Oh! ¡gracias por haber veni-do!

La religiosa dijo a Cloé: –Mi querida hija, el recreo va a acabar… Exijo que bajéis

a tomar un poco de aire al patio… –Sí, hermana; pero antes desearía dar a esta pobre mucha-

cha la poción ordenada, de hora en hora, por el médico. –¡Hazlo!... Seréis recompensada, más pronto de lo que

imagináis, por vuestra buena conducta y abnegación!... ¡Sois un ángel!

Y como la religiosa se alejaba y las hermanas enfermeras se dedicaban a sus tareas, la Srta. de Haut-Brion, tras haber de-jado a Annette abrazar y consolar a su vieja amiga, la llevó apar-te:

–¡Gracias, Annette, que no has pronunciado mi nombre!... ¡Te lo contaré todo!... todo… ¡No me acuses sin escucharme!... ¡Debes creerme muy culpable!...

A la hija de los Loizet la honró una gran respuesta: –¡Sois muy desdichada y la hija de vuestros servidores no

es quien para juzgaros! –¡Gracias, mi brava Annette!... ¡Os lo ruego!… ¡Oh! ¡Qué

nadie, ni siquiera vuestros padres, sepa que me has encontrado aquí! ¿Me lo prometes?

–Os lo prometo, señorita. Y, transportada por su buen corazón, Annette se arrojó en

los brazos de la prisionera; pero, ante el temor de apenarla, no dijo ni una palabra de la revelación de Perrotin a su familia, ni del juramento de los Loizet de expulsarla como indigna, si se atrevía a llamar a su puerta.

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143 Algo la atrajo hacia su antigua ama, y le parecía quererla

aún más ahora, cuando la desgracia hacía sus situaciones menos desiguales.

Ella sollozaba: –¡Señorita, yo jamás creería el mal que se pueda inventar

sobre vos! Luego, con los ojos llenos de lágrimas, añadió en una risa

encantadora: –¡Soy idiota!... ¡Habría debido hablar del señor conde de

Esbly! –¿Está libre?...– preguntó con ansiedad la detenida de

Saint-Lazare. –¡No, pero lo estará!... ¡Madre ha visto al juez, y el juez ha

interrogado a la Cría, y todo se va a descubrir! Cloé, antes de dejar a Annette, se acercó a la enferma y le

hizo beber la medicina ordenada por el doctor. Y Titine comentó: –Sabía que no erais una mujer como nosotras, señorita,

señorita, señorita… La sobrina de Géraud llegaba al patio de las detenidas. Julia saltó sobre ella, amenazadora con el brazo en alto: –¡Ah! ¡Aquí estás, cerda! Con una sola mano, la Esponja elevaba a As de Picas, y la

agresión de Léa fue tan violenta que varias chicas retrocedieron; otras vacilaban y temblaban.

–A la primera que la toque – gritó Léa – ¡le saco los ojos!... ¡Oh! ¡ yo no soy más que una puta, pero a ella la respeto como si fuese la Virgen María!... La respeto y vosotras la respe-taréis, ¡como que hay Dios!

Sin embargo, comenzaba una batalla, cuando la voz de una hermana sonó en la verja:

–¡Berthe Vernier, al locutorio! La Srta. de Haut-Brion creyó haber oído mal; no se movió,

pero, a una nueva llamada, se dirigió hacia la vigilante. –¿Es a mí a quién llamáis, hermana? –¿Os llamáis Berthe Vernier, no es así?

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144 –Sí… hermana – vaciló la novia del aristócrata. –Entonces sois vos por quien preguntan… ¡Subid apri-

sa!… ¡Se os espera! La virgen, singularmente nerviosa, subió la escalera, y se

detuvo ante el locutorio, insegura… ¿Quién podía estar al otro lado de esa puerta?... Aparte del

arquitecto y la policía, todo el mundo ignoraba su presencia en Saint-Lazare…

¿Quién estaba allí? ¿La Sra. de Esbly?... ¿El barón Géraud? ¡Imposible!... Annette Loizet, sin duda, que, al salir de la enfermería, quería despedirse…

Cloé entró en el locutorio y vio, de pie y sola, en medio de la habitación, a la Sra. Olympe de Sainte-Radegonde.

Elegantemente vestida con traje oscuro, la proxeneta arbo-laba su famoso manto doble de marta cibelina, con un sombrero de terciopelo granate sobre su cabeza, enmarcando las ondula-ciones de su blanca cabellera.

Muy distinguida, tenía el aspecto de esas damas de la alta sociedad que van, dulces y caritativas, a llevar limosas y consue-lo evangélico a las cárceles.

–¡Hola, Berthe Vernier! – dijo, sonriente. La Srta. de Haut-Brion, gruño: –¿Vos? ¿Vos? ¡Miserable! ¡Ah! ¡Miserable! Olympe, tranquila, dijo: –No habléis tan alto, señorita… Podrían acudir… –¡Pues bien, que acudan!... ¡Proclamaré vuestra ignomi-

nia! –Al mismo tiempo, yo podría proclamar vuestro nombre

verdadero, y os cuidaréis mucho de que no sea así… ¡señorita de Haut-Brion!

–¡Callaos, señora!... ¡Oh! ¡Callaos! –¡Esta si que es buena! ¿Ahora sois vos quien imponéis si-

lencio?... ¡Creo que vamos a poder entendernos, mi bella! –¿Entendernos?... ¿Pero, olvidáis desgraciada, vuestra in-

fame conducta hacia mi persona?

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145 –No he olvidado nada, os lo aseguro – dijo con sarcasmo

la proxeneta – y si alguna de nosotras tiene reproches que dirigir a la otra… no sois vos… ¡soy yo!

–¡Oh! ¡Esto es demasiado! Ella se dirigía hacia la puerta cuando la Sra. de Sainte-

Radegonde le arrojó: –Si dais un paso fuera de esta habitación, antes de un cuar-

to de hora, ¡todas las prisioneras de Saint-Lazare sabrán que la señorita de Haut-Brion es su compañera!

Y, retomando su serenidad: –Pero realmente, querida, ¿no sois curiosa?... ¿No me

queréis preguntar cómo he conocido vuestra presencia en esta casa?... Confesadlo… ¡Os he hecho un gran favor!

–¿Un favor… a mí?... ¡Estáis loca! –gimió la prisionera. –¡Haciéndoos inscribir en casa de la ssñora Martignac con

el nombre de «Berthe Vernier» que vos habéis tenido la precau-ción de no cambiar, desde vuestra escapada nocturna!

Cloé parecía anonadada; ese cinismo la vencía. Olympe continuó, amable: –Razonemos, mi bella, y veréis que esta pobre Olympe, a

la que acusáis de cosas tan sombrías, ha intentado salvaros. Ella era muy crítica con vuestra situación el día en el que os ha en-contrado en la iglesia…

–¡Y vos habéis aprovechado para deshonrarme, para ven-derme, para mancillarme!

–¡Oh! ¡Oh! ¡Palabras, palabras! La virgen se levantaba ante la proxeneta: –¿Qué queréis?... ¿Qué deseáis?... ¡Supongo que no habr-

éis venido hasta aquí con el objetivo de insultarme en mi des-gracia!

–Estáis realmente en lo cierto, querida, y, cuando os haya dicho el objeto de mi visita, reconoceréis que no pienso más que en vuestro bien… ¡en vuestro porvenir!

Y, maternal: –¿Cómo, querida?... ¡Os recojo en mi casa, desesperada…

Os rodeo de cuidados y caricias; me pongo a vuestras órdenes…

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Según vuestro deseo, os procuro una… ocupación… fácil y lu-crativa, y vos me pagáis con la más negra ingratitud, escapándo-os de la casa donde se os había acogido bajo mi recomendación! ¡Sabeis que eso no está bien, Cloé!

–¡Ah! … – exclamó la Srta. de Haut-Brion – ¡Me horro-rizáis!

La Srta. de Sainte-Radegonde, sin inmutarse, dijo: –Por fortuna, no ha sido difícil encontrar vuestra huellas…

¡Un pequeño tesoro como vos no puede perderse!... Desde el día siguiente de vuestra fuga, me he dirigido a la Comisaría, al ne-gociado de costumbres, y he rogado a esos caballeros que busca-sen a mis sobrina.. Ayer, he sido avisada de que Berthe Vernier estaba en Saint-Lazare, administrativamente, después de haber sido absuelta, por falta de pruebas, por un asunto de robo, ¡y heme aquí!... ¡Como veis, no he perdido el tiempo!... ¿Es gentil por mi parte, verdad?

–¡Hablad!... ¿A dónde queréis llegar, miserable? –A esto: no podéis permanecer eternamente en Saint-

Lazare… ¿Qué vais a hacer al salir? –¿Qué os importa? –¡Me importa mucho!... Me intereso por vos y no quiero

veros tirada en la arroyo… Y por desgracia, así estaréis, ¡pues os es imposible regresar a vuestro mundo!

–¡Trabajaré! –¿Con unos dedos como los vuestros?… ¡Oh! ¡No me

hagáis reir! Ella se acercaba a Cloé, tratando de tomarle la mano, pero

la Srta. de Haut-Brion la rechazó y permaneció, inmóvil y altiva, preguntándose hasta donde podía llegar la audacia de esa mujer.

Olympe continúo, insinuante: –¡Ah! si aceptaseis, yo os abriría las puertas de un mundo

mucho más brillante, mucho más agradable, mucho más alegre que aquél de donde salís, señorita. Reinaríais como soberana, por vuestra belleza y vuestro espíritu,. Por vuestra juventud:.. Conozco duques, príncipes, banqueros millonarios, que se enor-gullecerán de hacer de vos la más rica, la más feliz, la más envi-

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diada de las mujeres!... ¡Qué diablos! ¡Eso es un porvenir cuan-do, como vos, no se tiene nada ante sí, excepto la miseria… la estufa de carbón… el Sena… o la acera!

La Srta. de Haut-Brion, ultrajada, corrió hacia la puerta y llamó:

–¡Hermana… Hermana! Cerca de ella, Olympe, gruñó: –¡Delatadme y grito vuestro nombre! Entró una religiosa, y viendo a Cloé contrariada y pálida,

preguntó: –¿Qué os pasa, mi querida niña?... ¿Por qué tembláis así? –¡Nada¡ ¡por nada, hermana! – balbuceó la detenida. La matrona adoptó un tono compasivo: –Esta pequeña es tan sensible, que poco le ha faltado para

desmayarse cuando le he anunciado que encontraría en mi su salida de Saint-Lazare, en su tía, una protectora devota… ¡una segunda madre!

Y volviéndose hacia Cloé: –¡Berthe, ánimo!... Te espero en mi casa, pronto… Ya sa-

bes la dirección… ven a abrazarme, querida, ¡y hasta luego! La sobrina del barón Géraud desfallecía entre los brazos

de la religiosa. Olympe le dio un beso y dijo: –La dejo en vuestras manos, mi querida hermana… la po-

bre niña podrá deciros que ya me he ocupado de ella y que estoy dispuesta a seguir haciéndolo.

A algunos días de la escena anterior, se hacía c compare-

cer a Berthe Vernier ante el director. –Hija mía, – comenzó el funcionario – tengo una feliz no-

ticia que daros…. Mañana por la mañana, estaréis en libertad… Absuelta por la historia del robo, se os detuvo – lo sabéis – ad-ministrativamente… Una alta influencia y también los buenos informes dados por mí sobre vuestra conducta, os han abierto las puertas de Saint-Lazare…

–¿Una alta influencia? – murmuró la virgen, temerosa.

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148 –Sí… vuestra tía… ¡la señora de Sainte-Radegonde!... Ella

debe venir a buscaros… –¿Tengo derecho a irme sola, señor director? –¡Desde luego, señorita!...

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IX

LA CRÍA-RESEDA Las nueve de la mañana. Barnabé Suchet, llamado el

Gran-Maca, fumaba su pipa en un rincón junto al fuego. Valerie Michon, de pie ante un espejo, acababa de ponerse un vestido azul y nuevo, hecho ex profeso para comparecer ante la justicia.

A las once debían abrirse las vistas del juicio de Esbly. El sepulturero preguntó: –¿Dónde está la Cría? –¡Oh! ¡no lejos! –¿No ha vuelto a ver a esa muchacha con la que la has

sorprendido conversando en la calle del Havre? –¡No hay peligro! ¡El pájaro está en la jaula! –¿En la jaula? –¡Sí, una idea que tuve! ¡Para hacerla reflexionar sobre los

peligros de la desobediencia!... Es hora de irse… ¡voy a preparar a la pequeña mica!

Sin apresurarse, ató las bridas de su sombrero de terciope-lo negro adornado con rosas rojas, y dijo a Barnabé:

–¡Ayúdame a mover el baúl! –¿Por qué lo has cambiado de lugar? –¡Ya verás! El Gran-Maca se había levantado. Ambos hicieron deslizar

el baúl, y detrás del mueble, apareció la puerta de ese reducto infecto donde la Michon escondió, una noche, a Charles Roma-nel, llamado Llega al Pie, y a Ernest Lassagne, llamado el Rizos, evadidos de la Comisaría de Policía.

Valerie, con la puerta abierta, ordenó: –¡Vamos, sal, víbora! ¡Fuera de ahí!

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150 En el umbral del zulo, apareció Jeanne, lívida, con la boca

sangrando; se agarró con fuerza a la espaldera de una silla para no caerse.

Y levantando hacia los verdugos su dolorosa mirada de pequeña mártir:

–Tengo hambre, mamá Michon… ¡Oh! ¡Tengo mucha hambre!

Conmovido, el Gran-Maca sostenía a la pequeña: –¿Cuánto tiempo hace que está encerrada, la Cría? –Dos días. –¿Sin comer? –Había unos viejos mendrugos en un rincón… ¡Y además,

una buena cama sobre los trapos!... ¡Así, la piojosa tendrá calor durante el invierno!

–¡Esto es demasiado! ¡Es demasiado!... ¡Valerie, has abu-sado de mi ausencia!

–¿No irás ahora a enternecerte? ¡Sería cómico! La Cría-Reseda murmuró, suplicante: –Tengo hambre, mamá Valerie, os lo ruego, dadme de

comer. –¿Tú le has dado al pico? –¡Sí, mamá Valerie, pero, desde ayer, ya no más! –¡Cómete una rata! ¡No faltan en el agujero! Jeanne se estremeció: –¡Tengo miedo a las ratas!... Sus ojos brillan en la noche,

y con sus dientes me mordían los labios! Mirad… Sangro… –¡Está bien!... ¡Limpia la boca! ¡Te vamos a dar de comer!

Pero, antes, camina y responde. La pequeña florista caminó temblando hacia la madrastra,

y Valerie preguntó: –¿Así que has prometido a esa muchacha, a esa Annette

Loizet, retractarte de tus declaraciones ante el juez, y decir en el juicio que Esbly no sabía que él te encontraría en su habitación?

Reseda vacilaba; la otra levantó la mano: –¡Habla o te reviento! –Sí, le prometí eso…

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151 –Y ahora, ¿has cambiado de idea? –Sí, mamá Valerie… ¡Oh! no tengo miedo, obedeceré…

He aprendido la lección… No quiero morir… –Yo estaré ahí… y si hablas… Arrojó un trozo de pan a su víctima: –¡Come y date prisa! Cuando Jeanne hubo engullido el pan y se refrescó con un

vaso de agua, la Michon le ordenó lavarse, ponerse un vestido azul, botines y un sombrero nuevo; de ese modo demostraría a los jueces su maternal cariño.

Así vestida, la Cría estaba encantadora, y el Gran-Maca le sonreía con ojos brillantes de lujuria.

–Valerie – dijo él – ¡ofrécele un poco de vino! –¡No fastidies! Y observando la mirada de deseo del sepulturero hacia Je-

anne: –¿Es que le vas a echar el ojo ahora? ¡Que sepas que ya no

es más para tu pico! Hecho monstruoso, y ante el cual es espíritu zozobra, Va-

lerie había permitido que Barnabé desflorase a Jeanne, a fin de justificar la acusación de atentado al pudor y de la violación contra de Esbly, dando pruebas al peritaje de los médicos foren-ses! ¡Ahora se oponía a nuevos amores, lamentando la virgini-dad perdida y esperando vender la carne!

–Dale de comer – insistió Barnabé – ¡Así declarará mejor! La Michon obedeció, y el hombre que no había sido lla-

mado a testificar, salió con la mujer y la niña. En el Palacio de Justicia, Valerie y Jeanne mostraron sus

credenciales, y se les admitió en la sala; Barnabé se deslizó en la bancada destinada al público y allí encontró a Llega al Pie y al Rizos, que habían ido para ver juzgar al Cebolla, ocultando su curiosidad malsana y su delicada situación, vestidos como unos hombres mundanos.

La sala estaba ya llena; en el bando de los testigos se ob-servaba al barón Géraud, ufano y sereno, en levita oscura; el portero de la casa donde tuvo lugar el atentado al pudor, es decir

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la violación; la Sra. y la Srta. Loizet; el Sr. Georges de Lavaren-nes, subprefecto de Senlis, y otros amigos de Lionel citados por la defensa; luego Reginald Fenwick, el Dr. Hylas Gédeon, el extractor de ovarios, y otro médico forense, muy solemne; el comisario de policía, los agentes, y más allá, con su vestido de luto, la condesa Anne de Esbly, recta y rígida, con el rostro blanco.

Detrás de los asientos del jurado, la Sra. Nona-Coelsia Pe-rrotin, en terciopelo grosella y sombrero mosquetero, unos caba-lleros condecorados, y numerosas y brillantes damas asiduas al salón de Géraud.

Todas las personas que conocían al aristócrata parecían haberse dado la satisfacción de asistir a su martirio: ociosos ol-vidados desde el colegio, relaciones de casino, vecinos del cam-po, amigos del ferrocarril, de la montaña o del mar, una variedad de esnobs.

Perrotin, de pie, cerca de la balaustrada, charlaba con el abogado de Esbly, el Sr. Vauzelet, alto y robusto en su traje, el rostro colorado, la mirada intensa, los cabellos blancos, y en torno a ellos, se producía un va y viene de personas buscando un buen lugar, echando miradas de reojo a las bellas damas y de-seosos de observar al acusado cuando apareciese en el banco de infamia entre sus guardias. Se decía «el acusado» y no «los acu-sados», pues de Ambroise nadie se preocupaba, y el Cebolla era para el público una insignificante comparsa en este caso de aten-tado al pudor en el que el conde Lionel desempeñaba el gran papel.

Annette volvió los ojos hacia la Sra. de Esbly a la que se la acababan de indicar en la sala.

¡Oh! La joven y valiente Loizet, ¡cómo hubiese querido dirigir unas frases de esperanza a la madre!... Sí, Annette espe-raba, y si no había ido a buscar a la condesa en su domicilio para contarle las promesas obtenidas de la pequeña florista, era por-que no las tenía todas consigo en la retractación de la Cría, y no quería dar a la madre una esperanza tal vez irrealizable.

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153 Llegaban invitados, provistos de pases: El Sr. Victor la

Templerie, director de las Fantasías-Parisinas, el vizconde Art-hur de la Plaçáde, que se instaló cerca de la Sra. Perrotin y de su vecina, la Sra. Le Goëz, la enamorada de ese gran Arthur, cuya belleza rubia iluminaba los deseos de las demás mujeres.

¡Oh! ¡el apuesto trío de pedantes en … levita negra, Perro-tin, la Templerie y La Plaçade!

Sonó una campanilla, y el ujier de servicio abrió una puer-ta, anunciando en alta voz:

–¡Sus señorías! Los magistrados, vestidos de rojo con la toga entorchada

de oros, entraron solemnemente. El presidente y los dos conseje-ros tomaron asiento en la mesa, y el fiscal, frente al banco aún vacio de los acusados, a la derecha del jurado, una docena de burgueses de cabezas cómicas, dignas del lápiz del caricaturista Forain.

Los jurados prestaron juramento, y los testigos habían sido retirados a una sala especial.

El presidente ordenó: –¡Que entren los acusados! Entonces, apareció el conde de Esbly, acompañado de dos

guardias parisinos en uniforme de servicio. A pesar de su extrema palidez y el movimientos nervioso

que agitaba sus labios, Lionel entró altivo y orgulloso, vestido con una levita negra, guantes oscuros y un sombrero de copa en la mano.

Se sentó en el banco de los acusados, detrás del abogado, y la condesa y su hijo intercambiaron una dolorosa sonrisa.

Después del conde, llegó Ambroise Naumier, siempre pálido en su librea, y, a una señal del guardia, el criado tomó asiento al lado de su amo.

El fiscal, alto y grueso, se había levantado, y con paseaba una mano por la amplitud de su toga escarlata:

–Vista la naturaleza de las declaraciones que se van a rea-lizar, pido a sus señorías la vista a puerta cerrada.

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154 Se produjeron murmullos entre la asistencia, y sobre todo

entre las damas, y el Sr. Vauzelet replicó: –¡Señorías, nosotros deseamos la luz!... Lo que pueda ser

dicho en esta estancia ya ha sido publicado por todos los perió-dicos y en términos en los que desde luego se abstendrán el se-ñor fiscal y las defensas. Es verdad que observo la presencia de una gran multitud de damas brillantes, pero esas damas no igno-raban, al venir aquí, la naturaleza de los hechos que se van a juzgar, y sus castos oídos no se asombrarán de nuestras palabras, ni sus frentes virtuosas se ruborizarán. Si aun así, en el último minuto, y ante escrúpulos tardíos, algunas lamentan su primera curiosidad, estas no tienes más que retirarse y los debates podrán desarrollarse, sin inconveniente, de forma pública.

Se vieron cabezas, morenas y rubias, inclinarse, velos cu-brir bonitos rostros, abanicos agitarse, cabellos ondularse, pero nadie salió.

Tras haber deliberado, los jueces iban más allá de la requi-sitoria del ministerio público, y, como excepción a las costum-bres legales, en materia de costumbres, para sorpresa alegre del auditorio, la audiencia continuaba.

El secretario leyó con voz sonora el acta de acusación, y el presidente solicitó al aristócrata que dijese su apellido, nombre, edad, profesión y domicilio:

–Sois doctor en medicina y doctor en ciencias, señor de Esbly, pero vuestra fortuna os permite no realizar ninguna ta-rea… Sin embargo, habéis cuidado a los enfermos de vuestro barrio, en Paris, y a varios habitantes de los alrededores de Sen-lis…

–Siempre gratuitamente. –Es cierto, señor, y habéis escrito estudios profundos…

Vuestro pasado es sin mácula; descendéis de una familia ilustre, y ha sido más que considerable la sorpresa al veros acusado de pasiones inmundas y de un acto antinatural.

–¡He protestado y protesto con todas las fuerzas de mi conciencia indignada!

–¡Está bien! ¡Sentaos!

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155 Y al criado: –Vos os llamáis Ambroise Naumier; tenéis veinticuatro

años; nacisteis en Paris, y estabais al servicio del conde de Es-bly, en cuyo domicilio residíais, bulevar de los italianos… ¿Es así?

–Sí, señor presidente. –No tenéis antecedentes, pero los informes de la policía

demuestran que frecuentáis gente sin oficio ni beneficio, delin-cuentes de la peor ralea.

Entre el público, Romanel deslizó al oído de Lassagne: –¡Eso es por nosotros, colega! ¡El de la sotana roja, no di-

ce nada amable de los compinches! El presidente se dirigió a Naumier: –¿Habéis entendido el acta de acusación? ¿No tenéis nada

que añadir? Ambroise gimió: –¡Actué por orden de mi amo! ¡No vale la pena ser un

buen servidor! –¡Miente!– protestó el conde de Esbly con voz vibrante. –

¡El muy miserable miente! ¡Jamás le he ordenado tal infamia! –Desgraciadamente para vos, su afirmación están apoyada

por la de los principales testigos! –¡Tan miserables como él! –Vamos a escucharles… Ujier, ¡qué entre la señora Vale-

rie Michon! Un murmullo, que no tenía nada de halagador, acogió a la

harpía. Tras las formalidades de rigor, ella repitió la terrible acu-sación ya planteada ante el comisario de policía y el juez ins-tructor; el abogado se esforzaba en que se contradijera, pero Valerie se mostró clara, precisa, y se acabó ganando el interés general del público y su silmpatía. Con el pañuelo en los ojos, simulando profundos sollozos, regresó a su lugar.

Veinte veces, durante el interrogatorio de la Michon, Lio-nel estalló de indignación, pero su abogado le suplicaba que se contuviese, y su madre, con las manos juntas, lo invitaba con su mirada a que tuviese paciencia y energía.

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156 Honoré Perrotin, ahora sentado junto a su esposa, detrás

de las togas rojas, imaginaba el placer de Géraud aún encerrado en la sala de testigos, cuando el viejo supiese la marcha del pro-ceso.

Se escucharon las declaraciones del portero del inmueble y del Sr. de Lavarennes, favorables a Esbly, los testimonios de la Sra. y de la Srta. Loizet sobre los relatos de la Cría; luego los del comisario de policía y de los agentes sobre la visita domiciliaria y el arresto. Finalmente, después de un discurso hipócrita de Géraud, los forenses fueron al estrado a desarrollar sus infor-mes; ambos fueron unánimes en la violencia desplegada por parte del acusado. Detallaban el acto obsceno con palabras técnicas y el doctor Gédeon parecía, con sus brazos, registrar aún el sexo ultrajado de la pequeña… ¡Oh! ¡ese médico, ese extirpador de ovarios, ese «aguafiestas» de la naturaleza!... ¡Qué hermoso lenguaje! ¡Qué ciencia! ¡Qué regalo para ese público hastiado, de mundanas galantes y de libertinos!

El presidente, un poco irónico, se volvió hacia el aristócra-ta:

–Y bien, de Esbly, vos sois doctor; vos sois un sabio y, vos lo veis, ¡la propia ciencia os acusa!

Lionel iba a responder; el Sr. Vauzelet le impuso silencio: –¡Mi cliente no va a discutir un hecho del que niega ser

autor! –¡Qué entre Jeanne, la pequeña florista! Conducida por el ujier, la Cría-Reseda se adelantó al es-

trado; era el momento patético, el «cierre» de la jornada. Muy paternal, el juez interrogó: –¿Cómo te llamas, hija mía? –Jeanne, señor. –¿No tienes otros nombres? –Cría-Reseda. –Es un apodo que es inútil pronunciar aquí… No tienes

edad de prestar juramento, pero, ¿prometes decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?

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157 Entonces, una voz de mujer se elevó, estridente, desde el

banco de los testigos. Annette Loizet, perdiendo la cabeza, en su deseo de salvar

al novio de la Srta. de Haut-Brion, gritó: –¡Jeanne! ¡Jeanne! ¡Di la verdad! ¡Recuérdalo! –¡Sí, di la verdad, querida! – pronunció a su vez la harpía,

muy cerca de la niña. Jeanne se volvió y vio a la Michon amenazadora, y, allá,

en el fondo de la sala, el Gran –Maca, dominando la asamblea. A una orden del presidente se había expulsado a Annette,

y el interrogatorio continuó, solemne: –Observa bien a ese hombre que está ahí, Jeanne… ¿Lo

reconoces? –¡Sí, señor, lo reconozco! ¡Es el señor conde de Esbly! –¿Y el que está a su lado? –El señor Ambroise, el criado del señor Lionel… Él me

abría la puerta del apartamento del bulevar de los italianos, y me hacía acostar, esperando la llegada de su amo…

–¿Quién te llevó la primera vez? –El señor de Esbly. –¿Dónde lo conociste? –En el café Egipcio, del bulevar Montmartre… Compró

todas mis flores y me subió a un coche… Llegamos a su habita-ción… Me desnudó, me acostó, y …me hizo cosas… Después regresé sola, y siempre me dio dinero y me hizo marranadas…

–¡Infamia! – clamó el aristócrata, de pie y formidable. –¡Infamia! – repitió como un eco la madre de Lionel, le-

vantada en sus amplios vestidos de duelo. El presidente rugía: –¿Señora, quién sois vos para levantar así la voz ante la

Justicia? –Me llamo condesa Anne de Esbly, y he venido a apoyar a

mi hijo inocente! –¡Pobre mujer! – suspiró el jefe de la audiencia. Y, en voz alta:

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158 –Ignoraba vuestra presencia aquí, señora, y si os hubiese

sabido quién erais, en nombre de la humanidad, no lo habría permitido… Os ruego que os retiréis, señora… ¡La Corte saluda vuestro legítimo dolor!

Y mientras la condesa se desvanecía entre dos ujieres, y la llevaban a una sala vecina, Lionel estalló en sollozos.

–De Esbly – dijo el presidente – ¿deseáis una suspensión de la audiencia para reponeros?

Pero Lionel, sobreponiéndose, dijo: –No, señor presidente… Os lo agradezco… ¡Ahora ya es-

toy bien! El interrogador continuó: –Jeanne, ¿cuántas veces has ido a casa del Sr. de Esbly? –Tres, señor. –¿Y siempre te esperaba? –Sí, siempre. ¡El Sr. de Esbly estaba perdido! ¿Qué podían los testimonios de los vecinos y de los ami-

gos contra las declaraciones de Valerie y de la Cría-Reseda, jus-tificadas por Ambroise Naumier que, ni un instante, varío su sistema de defensa… «¡El amo lo ordenó!... ¡Obedecí al amo!»…

La requisitoria del fiscal fue devastadora para Lionel; no negaba para Naumier circunstancias atenuantes. Vauzelet, como siempre, se mostró brillante de claridad, de lógica y de calor; el abogado del Cebolla, un defensor del turno de oficio, apelaba a la pasiva obediencia del servidor hacia su amo, y cuando los jurados, serios y silenciosos, se retiraron a la sala de las delibe-raciones, nadie dudaba de un veredicto condenatorio.

Sin embargo, se dudada sobre la violación de la Cría, y sobre todo se valoraba el atentado al pudor.

Finalmente, de pie, el uno junto al otro, los acusados escu-charon la sentencia:

«… Y por aplicación de los artículos 331 y 332 del Códi-go Penal, este jurado condena a de Esbly (Lionel) a diez años de

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reclusión, y a Naumier (Ambroise) a cinco años a la misma pe-na…»

De inmediato, el barón Tiburce se alejó con el Sr. y la Sra. Perrotin; no se preocupó de buscar a la madre de Lionel.

–De Esbly – dijo el presidente – ¿Tenéis alguna observa-ción que hacer sobre la sentencia que acabáis de escuchar?

–¡No!– respondió el aristócrata. –¿Y vos, Naumier? –¡Nada! – murmuró el criado. –¡Tenéis tres días para apelar en casación!... ¡Guardias,

llevad a los condenados! En ese momento, una joven franqueó la balaustrada que

separaba al público del estrado y se precipitó con los brazos ten-didos hacia el Sr. de Esbly, que estaba a punto de desaparecer:

–¡Lionel!... ¡mi Lionel! –¡Cloé!... ¡Cloé!... ¡Adiós! – gritó el mártir. Los guardias lo arrastraron; la virgen cayó de rodillas… La Sra. de Esbly avanzaba, lívida: –¡Cloé! ¡Cloé! Annette llegaba, conmovida: –¡Señorita! ¡Señorita! La virgen se incorporó ante esas voces amigas, cuando

otra mujer – La Sra. de Sainte-Radegonde – le cortó el paso: –¡Cloé! ¡Cloé! Entre esas tres llamadas, entre la patricia venerada, la

obrera honorable y la odiosa matrona, Cloé de Haut-Brión se tambaleaba, no atreviéndose a implorar el honor, después de su salida de Saint-Lazare, y no deseando caer en el vicio.

–¡Cloé! ¡Cloé! –¡Señorita! ¡Señorita! –¡Cloé! ¡Cloé! Un hombre la miraba voluptuosamente – el hombre rubio

que hacía vibrar y palpitar a numerosas mujeres – el vizconde Arthur de la Plaçade, llamado «el bello Arthur» entre las casqui-vanas, y «Espejo» en casa de la Martignac; la miraba, lleno de lujuria y deseo…

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160 Pero ella desviaba la mirada, roja de vergüenza, con el co-

razón brincando, los ojos enloquecidos, su rubia cabellera dora-da como un sol, y caminaba, caminaba, perdida…

En el bulevar de los italianos, la virgen hizo un alto ante la casa maldita. Un gran deber se imponía en ella y, de inmediato, se arrojó en los brazos de la condesa de Esbly:

–¡Lionel es inocente, señora, y voy a combatir junto a vos! Madre y novia se unieron en un abrazo… Ya, París – la Reina del Mundo – encendía orgullosa todas

sus luces, y, sobre la acera, unas prostitutas caminaban por sus rutas de amor, de gozo o de dolor…

FIN

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161 Este libro se terminó de traducir en Pontevedra, el 17 de

marzo de 2014.