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Jorge Araya Poblete

LA VARA

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“La Vara” por Jorge Araya Poblete se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Permitida su distribución gratuita como archivo digital íntegro. Prohibida su distribución parcial. Prohibida su impresión por cualquier medio sin permiso escrito del autor. Prohibida su comercialización por cualquier medio sin permiso escrito del autor.

©2015 Jorge Araya Poblete.

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Presentación Una serie de homicidios acaecidos en Santiago en un lapso de dos años tiene a la fiscalía y a la Policía de Investigaciones tratando de encontrar a un asesino que no deja huellas, y que ultima a sus víctimas golpeándolas en la cabeza con una vara de madera. Un accidente en uno de los homicidios les da una pequeña pista para acercarse al asesino, la que deja al descubierto un extraño error de identificación del sospechoso, quien según su acta de nacimiento tiene a la fecha ciento cuarenta y cuatro años de edad. Desde ese instante los detectives Saldías y Guzmán, a cargo del caso, hacen uso de todo lo que tienen a mano para intentar capturar al homicida, viéndose envueltos en una extraña historia que a cada instante se aleja más de una investigación convencional. Esta novela de bolsillo se enmarca en el género policial esotérico, mezclando diversos elementos para lograr entretener y sorprender al lector. Que la disfruten.

Jorge Araya Poblete Octubre de 2015

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I

El joven abogado manejaba algo desconcentrado su todo terreno esa fría mañana de junio. Antes de salir de su departamento había discutido con su esposa, por lo que ambos iban en silencio en el vehículo, escuchando una lista de reproducción musical aleatoria del gusto de los dos, para evitar nuevos roces. Ambos creían tener la razón, por lo que decidieron dejar el tema en espera a la hora de salida de sus respectivos trabajos, para poder conversar con calma y no interferir en sus actividades laborales; mal que mal, la discusión se generó por diferencias en relación a qué parte de Europa viajar en las vacaciones venideras, y ambos sabían que tarde o temprano lograrían un consenso que dejara a los dos felices. A esas alturas de la mañana todos los vehículos corrían a gran velocidad, muy por encima del límite legal, pese a lo cual las posibilidades de ser infraccionados eran bajas, pues a esa hora las policías se encontraban resolviendo sórdidos crímenes relacionados con narcotráfico en los barrios bajos de la capital, y rescatando a algunos conductores ebrios que horas antes habían estrellado sus vehículos contra postes, personas u otros vehículos; así, nadie se preocupaba mayormente de controlar la velocidad de quienes iban a sus trabajos en ese pudiente sector de la ciudad. El abogado seguía el trayecto memorizado para ir a dejar a su esposa a su oficina, y luego dirigirse a la suya justo a

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tiempo como para conseguir un estacionamiento no tan escondido del mundo. Mientras pensaba en cómo ganar la discusión de la noche, no se dio cuenta que cien metros delante de él iba un vehículo pequeño y sin luces a baja velocidad; pese a todos los recursos mecánicos e informáticos de su moderno todo terreno le fue imposible evitar el choque por alcance, lanzando al viejo vehículo varios metros hacia adelante, mientras sus gastados neumáticos intentaban adherirse al húmedo pavimento para detener su descontrolada marcha. El abogado se bajó iracundo, sin siquiera preguntarle a su esposa si le había pasado algo, y con espanto vio que su parachoques, luces delanteras y capó estaban casi completamente destruidos. Al darse cuenta que el costo de la reparación sería mayor que el valor del vehículo al que había chocado, y a sabiendas que el seguro lo expulsaría en cuanto le pagaran las reparaciones, decidió ir a cobrar venganza donde el conductor que había terminado de echarle a perder la mañana. La esposa del abogado estaba algo mareada, pues tampoco alcanzó a ver a tiempo al pequeño vehículo, por lo que no pudo reaccionar, y al no activarse los air bags, sufrió los efectos del latigazo propios de la desaceleración brusca del móvil. Mientras lograba volver a enfocar la vista sin que todo girara a su alrededor, vio a su marido iracundo patear el parachoques del todo terreno, y dirigirse raudo hacia la cabina del pequeño vehículo al que habían chocado. La mujer veía nerviosa cómo su marido, un hombre joven, alto y corpulento, caminaba a grandes zancadas hacia un automóvil de más de dos décadas, en el que definitivamente cabría con dificultad. Su marido tomó

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con violencia la puerta y la abrió, y de un tirón sacó del asiento del conductor a un hombre pequeño y enjuto, que parecía tener un defecto en su pierna derecha, pues se veía bastante más gruesa e inmóvil que la izquierda. De improviso el abogado, sin mediar provocación, le lanzó una especie de bofetada al pequeño hombre, quien trastabilló y logró detener la caída afirmándose en su vehículo. Cuando el corpulento profesional quiso abalanzarse sobre el pequeño hombre, éste bajó su mano derecha hacia su pierna, dejando helado al abogado. La joven profesional no entendía qué estaba pasando. Su marido de pronto se detuvo y levantó las manos; en ese instante la mujer vio con espanto cómo la pierna gruesa del enjuto hombre perdía parte de su grosor, y en la mano derecha el hombre blandía una larga vara, aparentemente de madera. En una fracción de segundo el conductor del viejo vehículo abrió su brazo, y plásticamente lo abanicó, descargando un certero golpe en la sien del abogado quien cayó desplomado al instante. La esposa del profesional bajó del vehículo gritando descontrolada, para llegar al lado del cuerpo de su marido que yacía en el suelo con los ojos fijos en el cielo y una gran herida abierta en su cráneo, que sangraba profusamente y dejaba ver el cerebro del abogado asesinado. Antes de desmayarse, la joven vio con espanto al enjuto hombre mirar casi con placer el arma de madera.

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II

Aparicio caminaba cabizbajo por la calle. La mezcla de sensaciones no le permitía saber cómo sentirse, y como nunca había aprendido a manejar esa parte de su vida, simplemente miraba el suelo esperando a que todo decantara y terminara quedando a flote lo realmente importante. Casi siempre sucedía lo mismo, y al final era la satisfacción del deber cumplido lo que terminaba primando, pero Aparicio nunca estaba seguro que aquello siguiera siempre del mismo modo; además en esos instantes aún estaba siendo gobernado por la rabia de haber perdido su querido vehículo por culpa de un gigantón a bordo de un jeep acorde a su tamaño, que luego sin desearlo había ayudado a Aparicio a cumplir su misión de ese mes. Las calles en esa zona de la ciudad eran amplias, con áreas verdes, árboles y una adecuada iluminación; el pavimento por su parte era bastante liso, sin que siquiera las raíces de los árboles hubieran logrado solevantarlo en los alrededores de sus bien cuidadas tazas de riego. Ello permitía a Aparicio caminar rápidamente pese al palo escondido en la pierna derecha de su pantalón, y con la seguridad de no encontrarse con alguna sorpresa desagradable. Sin embargo, esa fría y oscura mañana parecía tener más vicisitudes reservadas para el pequeño hombre.

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Ocultos en la sombra de un sauce llorón, dos ladrones esperaban a algún transeúnte para asaltar y tener dinero para comprar pasta base para el desayuno. El barrio alto era el lugar ideal para conseguir alguna billetera abultada y uno que otro celular de última generación, que les permitiría comprar droga para un par de días, o al menos para una jornada de consumo desmedido y desapegada de la realidad. Ambos jóvenes tenían antecedentes penales, por lo que debían cuidarse de no ser capturados ni caer en las garras de algún policía encubierto o peor aún, de un ciudadano decidido o con entrenamiento en artes marciales, lo que terminaría con ellos, aparte de detenidos, en un servicio de urgencias. Cuando ya quedaba poca oscuridad y las posibilidades de ser detenidos aumentaban, los jóvenes delincuentes escucharon pasos fuertes y acelerados, señal inequívoca de la hora de actuar. Aparicio seguía su vertiginosa marcha. De pronto detrás de un árbol salió un muchacho que no aparentaba más de veinte años a cortarle el paso; el hombre intentó dar la vuelta, y se encontró de frente con otro joven de la misma edad, con la misma mirada que ya había enfrentado en numerosas ocasiones. Los delincuentes eran de sus víctimas favoritas, pues le ayudaban a sentir que su misión, al menos con ellos, tenía también una connotación útil para la sociedad, al eliminar de la faz del planeta a parte de la escoria que pululaba por doquier sin justificación aparente. Con ellos, Aparicio no sentía remordimiento alguno. Los delincuentes rodearon al pequeño hombre algo desanimados, pues su vestimenta no lo hacía parecer una

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buena víctima; aparentemente no lograrían más que para una dosis de pasta base, que deberían repartir y consumir rápido para volver a las calles a conseguir más para satisfacer sus necesidades. El hombre apenas superaba el metro cincuenta de estatura, vestía ropa vieja y mal cuidada, que lo hacía parecer algún tipo de empleado, barrendero, limosnero o jardinero, y destacaba por una notoria cojera en su pierna derecha. De pronto el hombre se tomó la pierna, y del pantalón salió una larga vara de madera que con dos movimientos acabó con los cráneos de ambos asaltantes reventados, dejando sus cuerpos inertes en el pavimento, sendos charcos de sangre y líquido cefalorraquídeo oscureciendo la otrora limpia vereda, y a Aparicio con una sonrisa que casi le desencajaba la mandíbula. Sus ojos brillaban al ver la madera empapada de restos humanos, que resbalaban lentamente al sostener la gruesa vara en posición vertical. Tal como siempre el enjuto hombre miró con evidente placer los restos sobre el arma, contemplándolos con la alegría de saber que pertenecían a dos delincuentes que había eliminado de este mundo, y que ese acto había cubierto su misión casi por tres meses, si es que decidía no hacer nada más por un tiempo. Luego de cerciorarse que la madera había quedado impregnada con los fluidos de ambos jóvenes, al ver el sutil cambio de color de la superficie de su arma, sin intentar limpiarla la colocó al lado de su pierna derecha y la envolvió con la tela del mismo, que convenientemente terminaba en una larga huincha de velcro, que al cerrarla no permitía distinguir la suerte de vaina de tela que contenía el mortal madero. De inmediato y sin tocar los cadáveres, Aparicio se encorvó, metió las manos en los bolsillos, y siguió caminando

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cabizbajo y acelerado para llegar luego a su hogar y completar la tarea que le permitiría concretar su misión para los siguientes tres meses, a menos que alguien más se cruzara en su camino y lo obligara a sacar su arma y a tener una mayor reserva para lo que le quedaba de vida. Recién a las tres cuadras de caminata escuchó los gritos destemplados de una asesora del hogar que había salido a barrer la calle justo donde había dado cuenta de los delincuentes; sin embargo en su mente aún sonaba el espantoso ruido del monstruoso todo terreno acabando con la vida útil de su querido y viejo automóvil.

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III

Daniel Saldías estaba empezando el turno de la mañana. Un café muy cargado y sin azúcar, como le repetía a cada rato su señora por órdenes de la nutricionista del centro médico de la institución, era el encargado de despertarlo y dejarlo listo para empezar sus funciones en el cuartel de la Brigada de Homicidios de la Policía de Investigaciones de Chile, conocida por todos por la sigla PDI, que había buscado darle nuevos aires al organismo policial, alejándolo del viejo nombre y la vieja imagen algo sórdida y anticuada en que estaba inmersa antaño. Saldías saboreaba el amargo café y miraba con desdén su abultado abdomen: pese a llevar ya tres semanas siguiendo a medias el régimen que la nutricionista le había indicado, no veía resultados evidentes, lo que confirmaba en su mente que su problema era genético y no de malos hábitos; sin embargo, sabía que llevarle la contra a su esposa traería peores consecuencias que el reto de la profesional en el centro médico, así que a regañadientes se había alejado de las cinco cucharadas de azúcar en cada taza de café, y de los opulentos sándwiches a la hora de la colación, reemplazándolos por escuálidas ensaladas con irrisorios trozos de algo que a todas luces no parecía ser el pescado ofrecido en el menú del casino. Una vez terminado el café, y sin sentirse aún del todo despierto, encendió el computador de su escritorio para leer su correo y ver las noticias de la mañana sin tener que buscar un televisor.

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—Buenos días Daniel, tenemos un llamado desde Las Condes—dijo una voz tras la pantalla. —¿Tan temprano, Tito?—preguntó el inspector al detective—. Deja adivinar, los pacos... —No, la fiscal de turno—interrumpió el detective. —Ya, vamos—dijo el inspector, dejando de lado el computador con el sitio web de un periódico abierto en la sección deportiva. El vehículo blanco de balizas azules se dirigió raudo a su destino sin usar sirenas, gracias a la destreza del conductor, quien parecía conocer todos los atajos existentes en ese sector de la ciudad. Luego de quince minutos de dar vueltas por pequeñas callejuelas, y algunas salidas a congestionadas avenidas, el móvil se encontró con el área acordonada por Carabineros. Luego de estacionar, identificarse con el oficial a cargo, y dejarle a éste la tediosa tarea de hablar con la prensa, el inspector y el detective se dirigieron donde la fiscal de turno, quien tenía un semblante pálido y algo desencajado. —Buenos días señora fiscal, inspector Saldías y detective Guzmán—dijo Saldías, apretando con suavidad la mano de la fiscal. —Buenos días, Marta Pérez—dijo escueta la mujer—. Disculpe inspector, no me siento muy bien, dejaré que el carabinero del cuadrante le cuente todo. Saldías y Guzmán esperaron a que apareciera el sargento de carabineros, quien estaba hablando por radio con la central de comunicaciones. Saldías entre tanto empezó a mirar el entorno para hacerse una idea de lo que estaba

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pasando: dos vehículos destruidos por un choque, un cuerpo cubierto por una lona al lado del auto viejo, una mujer joven abrazada en el pavimento a los restos bajo la lona. De improviso una voz lo sacó de sus cavilaciones y lo devolvió a la realidad del momento, presentándose como el sargento González, quien fue el primero en llegar a la llamada de auxilio. Luego de contarle sucintamente la versión de testigos que pasaban en sus vehículos a la hora del homicidio, el inspector se acercó silenciosamente a la viuda para tratar de obtener alguna información de su parte; en cuanto se paró a su lado, la mujer empezó a llorar desconsolada. —Yo tengo la culpa, si no hubiera discutido con el gordo lo del viaje esta mañana, nada hubiera sucedido—dijo la mujer con voz apagada y entrecortada. —Buenos días señora, mi nombre… —Yo quería ir a España y él a Rusia… qué me costaba decirle que sí, si yo ya conozco España… si no hubiera salido de la casa enojado no habría manejado tan rápido, no hubiera chocado con esa mugre… —Señora, usted no es la culpable. En estos instantes usted es la mejor testigo que tenemos para poder atrapar al asesino de su esposo—dijo Saldías, ahora en cuclillas al lado de la mujer y el cadáver. —El gordito se bajó enojadísimo… todo es mi culpa—repetía una y otra vez la mujer, con la cabeza a poyada a la altura del pecho del cuerpo sin vida. Saldías prefirió alejarse, en esas condiciones no lograría ninguna información útil. Algunos minutos después empezaron a llegar otros familiares de la pareja, que

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fueron contenidos por los carabineros a cargo del procedimiento, para luego acercarse al sitio del suceso y lograr, no sin esfuerzo, llevarse a la mujer a otro vehículo para abrigarla y acompañarla en el dolor que estaba sufriendo. En cuando se alejaron lo suficiente, Saldías y Guzmán se acercaron a la lona y la levantaron con cuidado para no alterar la escena del crimen. Una mueca de asco se dibujó en el rostro de Guzmán al ver el cráneo abierto de la víctima, dejando expuesto su cerebro y una especie de masa de piel, cabellos y sangre coagulada colgando de uno de los bordes de la herida. Saldías examinó la herida, fijándose de inmediato en lo alargado de la zona de fractura: la herida le hizo pensar de inmediato en una barra larga más que en un bate de béisbol. Sin embargo su pensamiento debería ser confirmado primero por la autopsia y por el laboratorio de criminalística antes de poder usarlo como herramienta de análisis del caso. En el intertanto, el sargento González discutía acaloradamente con un carabinero raso a algunos metros del lugar. —¿Algún problema, sargento?—preguntó Saldías cuando el suboficial se acercó al lugar. —Pasando un mal rato por gente que no sabe ni leer los datos de un automóvil—refunfuñó el sargento, mientras dictaba en voz alta por celular la patente y el modelo del vehículo menor a la central, para obtener alguna información. Un par de minutos después su rostro palideció, y luego de preguntar tres veces si lo que le estaban diciendo estaba confirmado, cortó la llamada. —Parece que ahora sí pasó algo—dijo Saldías, justo cuando la fiscal llegaba al lugar.

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—Sargento, ¿consiguió la información del dueño del vehículo?—preguntó de inmediato la mujer. —Sí, pero hay un problema con la información señora fiscal—dijo el sargento, algo complicado—. Le pedí a la central que me la enviaran por pantalla, para que vea que no es error mío. Ya debe estar disponible en la terminal del cuartel móvil. Acompáñeme por favor. Mientras la fiscal y el sargento se dirigían al cuartel móvil, Saldías se acercó al personal del Servicio Médico Legal, que había empezado a hacer el levantamiento del cadáver en conjunto con el personal de criminalística, quienes sacaron todas las fotografías posibles para documentar una investigación que se veía bastante complicada. El inspector estaba a cargo de una serie de homicidios que se sucedían cada uno o dos meses desde hacía ya dos años. Su oficio le había permitido mantenerse alejado de los periodistas para no hacerse conocido, y así poder investigar sin ser descubierto, y sin que la prensa relacionara los casos y empezaran a interferir con su labor. Sólo con ver el cadáver del abogado reconoció la lesión que ya había visto en una veintena de cuerpos, y pese a tener que esperar la confirmación del laboratorio, estaba casi seguro de lo que encontrarían: nada. En ninguno de los casos habían quedado residuos del objeto contundente, por lo que era imposible saber con qué se había hecho. Sin embargo, las pericias habían arrojado un dato que había sido confirmado por los testigos de ese evento, y que esperaba que la mujer pudiera corroborar en su declaración, en cuanto la pudiera hacer: el ángulo de impacto en los cráneos daba a entender que el homicida era un hombre muy bajo, y la declaración de los testigos

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había echado por tierra su creencia en la corpulencia del agresor, por la cantidad de daño provocado con un solo golpe. Todos los conductores que habían visto el accidente y el homicidio coincidían en que el autor, aparte de bajo, se veía extremadamente débil; lamentablemente ninguno alcanzó a fijarse en otras características del individuo, por lo que la identificación no podía ir por esa vía, sino por el vehículo chocado y abandonado en el lugar: era poco probable que fuera robado, pues nadie en su sano juicio robaría un vehículo tan viejo y en mal estado. En ese instante la fiscal apareció iracunda tras él, seguida a lo lejos por el sargento González. —Inspector, me dijeron que usted está a cargo de este caso, que al parecer está en la línea investigativa de una serie de homicidios que usted sigue hace un tiempo. Tome, acá tiene el resultado de los datos del dueño del vehículo. Cualquier duda pregúntele a Carabineros, ellos se encargaron de conseguir… esto. Mi turno ya acabó, las diligencias están ordenadas. Me voy a dormir o algo parecido—dijo la fiscal entregándole una hoja recién salida de la impresora del cuartel móvil. Saldías miró la hoja, la leyó una y otra vez, se acercó a mirar la patente y el modelo del vehículo, y luego se acercó al sargento, quien aún no se había podido sacar el casco. —¿Por esto estaba discutiendo hace un rato, sargento?—preguntó Saldías. —Sí, por eso preferí imprimirla, para que la fiscal no creyera que la estaba hueveando.

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—Disculpe sargento… ¿cómo mierda es posible que este tal… Aparicio del Carmen Pérez Gutiérrez tenga un acta de nacimiento de… 1871?

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IV Saldías miraba hacia la nada a través del parabrisas del vehículo policial. Guzmán manejaba con lentitud camino al cuartel; luego de varios años trabajando con el inspector, sabía que cuando fijaba su vista en el parabrisas se vendría una jornada complicada, por lo que prefería demorarse en llegar para atrasar un poco el inicio de la debacle que se preveía. —Debe ser un error del registro civil—dijo de pronto Saldías, sin despegar su vista del parabrisas—, es el único modo de explicar ese cagazo con la fecha de nacimiento del dueño del vehículo. —Por supuesto Daniel, si no debería llamarse Matusalem y no Aparicio—respondió Guzmán, dibujando una leve sonrisa en Saldías—. Habrá que buscar en el histórico de infracciones, a ver si ahí hay más datos. —Si el error es del registro civil estamos sonados Tito, aparecerá la misma fecha en todos lados—respondió el inspector—. Pero bueno, lo que importa es ir al domicilio en que está registrado el vehículo. ¿Te dijeron los pacos si había algo en el vehículo? —No, el sargento me dijo que lo revisaron por completo y no encontraron armas, drogas ni nada sospechoso en el auto. Los de criminalística sacaron todas las huellas habidas y por haber, en una de esas ellos encuentran algo más. Supongo que después habrá que desarmarlo por si

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hay alguna sorpresa oculta en la carrocería o el chasis de la chatarra esa—dijo Guzmán, sin despegar la vista de la avenida por la que se desplazaban. —Ocho años…—dijo de pronto Saldías, para de inmediato agregar—. Ocho años tenía cuando empezó la guerra del Pacífico. Si esa fecha de nacimiento fuera cierto, ese tipo estaba vivo cuando todos los héroes de la guerra lo estaban… ¿te imaginas eso, Tito? —Déjate de hablar huevadas Daniel—dijo casi sin pensar Guzmán—, ese huevón no tiene ciento cuarenta y cuatro años, es un error y punto. Hay que preocuparse de lo importante, tenemos por fin un nombre y un domicilio. —Tienes razón Tito, estoy puro hueveando—respondió Saldías, suspirando—. Me tiene cansado estar dos años detrás de un asesino de mierda como este, quiero pillarlo luego y saber por qué ha muerto tanta gente. Guzmán puso la música a mayor volumen para evitar seguir conversando, pues si bien era cierto conocía hace años a Saldías no le gustaba tutearlo, pese a que sabía que a él no le molestaba. Cuando faltaban pocas cuadras para llegar al cuartel, les avisaron por intercomunicador que debían dirigirse a un domicilio a diez cuadras de donde habían terminado el procedimiento, por el hallazgo de dos cadáveres en la vía pública. Luego que el inspector increpara duramente a la central por lo tardío del aviso y por no enviar a otra unidad, Guzmán dio media vuelta para tratar de usar los mismos atajos de la mañana y llegar lo antes posible a la nueva localización. En cuanto vieron el tumulto de gente estacionaron el vehículo y se dirigieron donde el carabinero a cargo, quien los llevó de inmediato a ver los cuerpos bajo las lonas.

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—Mi sargento González me dijo que los llamara expresamente a ustedes cuando le conté de las heridas de los occisos—dijo el cabo tratando de usar todo el lenguaje técnico que manejaba, mientras Saldías y Guzmán miraban sorprendidos bajo ambas lonas de color—. A primera vista no hay más heridas, y la data de muerte es de esta mañana. —Es el mismo homicida—dijo Saldías mirando los cráneos de los cadáveres—. Este huevón nunca había muerto a tres el mismo día… —Inspector, me tomé la libertad de averiguar con la central si los occisos tenían antecedentes, y ambos de hecho tenían órdenes de detención pendientes por robo con sorpresa y microtráfico—dijo el carabinero. —Capaz que haya muerto a estos en defensa propia—dijo Guzmán—, no se me ocurre otra cosa. —De todos modos no nos sirve de mucho saberlo—respondió Saldías—, si siguió el mismo modus operandi no debe haber dejado huellas. Lo único tangible que tenemos son los datos del auto. —¿Hay testigos del homicidio, cabo?—preguntó Guzmán. —No. La asesora del hogar que encontró los cadáveres dice que salió a la calle a barrer la vereda y se encontró con los cuerpos frente a la muralla de la casa donde trabaja. Según ella uno de los cuerpos aún se movía un poco, pero cuando llegué estaban ambos inmóviles y sin pulso ni respiración—respondió el cabo—. Llamé a fiscalía y me dijeron que estaban haciendo cambio de turno, que mantuviéramos todo como estaba, que por

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mientras diera aviso al médico legal y a la PDI, y ahí mi sargento me dijo que los llamara. —Gracias por todo, cabo—dijo Saldías—. Ahora hay que esperar al fiscal y a la gente del médico legal para hacer las formalidades… ah, una cosa más, cuando llegue la prensa usted queda a cargo de hablar con ellos. Preocúpese de sólo mencionar los hechos referentes a este caso, y si alguien le pregunta si hay relación con el homicidio de la mañana, usted responde que no maneja esa información, que eso depende de la fiscalía. Luego de terminar el procedimiento, Saldías y Guzmán se dirigieron nuevamente al cuartel, para saber si ya tenían autorización del fiscal para acudir al domicilio donde estaba registrado el vehículo, o si se decidiría hacer un allanamiento, lo cual tomaría más tiempo para planificar las acciones a seguir. Cuando estaban a dos cuadras de arribar, Saldías recibió una llamada a su celular. —Parece que nadie quiere que volvamos a la central. Llegó la autorización del fiscal para ir al domicilio, sin allanar—dijo Saldías, mientras se acomodaba en su asiento para seguir mirando el parabrisas.

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V Aparicio pudo llegar a su hogar después de dos horas y media caminando. Cada paso que daba le recordaba su fiel vehículo destrozado, y el cansancio al final del viaje sólo se compensaba con las tres víctimas conseguidas esa mañana. Luego debería preocuparse de conseguir otro vehículo viejo, que fuera barato y no llamara la atención de nadie, salvo por lo destartalado; en esos momentos necesitaba descansar, para más tarde cumplir con el ritual que le había sido encomendado como estilo de vida. En cuanto cerró la puerta con llave, sacó de la funda la larga vara de madera de sauco, y la colgó con cuidado en un atril de la misma madera fijado a la pared con tarugos y cola fría, para poder doblar y extender su rodilla derecha y así no perder movilidad. Cinco minutos después estaba en el baño duchándose con agua caliente, para relajar su musculatura y lavar cualquier residuo que quedara en su piel, y que pudiera interferir con la ceremonia que efectuaba cada vez que volvía a casa con la vara cargada de sangre y restos humanos. En cuanto llegó a la pieza en que estaba la vara terminó de secarse rápidamente, y dejó botada la toalla: la vara había comenzado a vibrar en su atril, signo inequívoco de la necesidad de empezar la ceremonia. Aparicio sacó de debajo de la mesa una caja de madera vieja con bisagras grandes y oxidadas, y un seguro cerrado

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con un candado redondeado, tan oxidado como el resto de la quincallería de la caja, el que abrió con una llave que llevaba colgando en una cadena al cuello. El enjuto hombre colocó sobre la mesa el contenido de la caja: un mantel negro opaco que extendió cubriendo el mueble casi hasta el suelo, una olla con tres patas de fierro fundido casi esférica sin tapa, y una fuente de aluminio también con tres patas, llena de arena. Luego tomó del atril de la pared la vara que no paraba de vibrar cada vez más fuerte, y con delicadeza la colocó dentro de la olla, quedando la zona impregnada de restos humanos hacia abajo: a partir de ese momento, el enjuto hombre empezó a recitar en voz baja una ininteligible oración. La vara vibraba cada vez con más intensidad, provocando un desagradable sonido al rebotar repetidas veces contra el borde de la olla; de un momento a otro fue tal la frecuencia de vibración, que el sonido de rebote se transformó en un zumbido agudo continuo. En ese momento Aparicio empezó a imitar con su voz el zumbido, hasta lograr que sonara igual que la vara contra el metal; luego de diez segundos al unísono, la vara dejó de vibrar y la habitación quedó en silencio. Con la misma delicadeza con que colocó la vara en la olla, el enjuto hombre la sacó, y antes de devolverla a su atril la examinó con detención, asegurándose que la madera hubiera recuperado su color y textura originales, y que toda la superficie estuviera homogénea. Aparicio miró el contenido que había quedado en la olla de acero. Pese a haber repetido el proceso en innumerables ocasiones, le encantaba mirar lo que quedaba luego de la

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ceremonia del madero. Una mezcla heterogénea de grises, amarillos y rojos de diversas tonalidades, formaban una especie de nube espesa casi líquida que decantaba en la olla y parecía no tocar el metal. Muchas veces había querido imaginar cómo se había fabricado esa olla para sólo poder entender por qué el contenido no se pegaba a sus paredes, pero ni siquiera era capaz de ello; así, nunca había perdido tiempo en pensar en el resto de los elementos que rodeaban lo que hacía. Su labor era hacer todo metódicamente bien aunque no entendiera el mecanismo, lo que aseguraba obtener lo que su extraña existencia le había deparado. Había llegado el momento de dejar de pensar, y preocuparse de terminar su labor. Aparicio levantó con cuidado la pesada olla de fierro fundido, sujetándola con fuerza de sus asas, y la acercó a la fuente de aluminio con arena. El hombre empezó a recitar una oración distinta a la que había usado al colocar la vara en la olla, mientras la sostenía sobre la arena, y no dejó de repetirla una y otra vez hasta que el contenido del cazo se comenzó a iluminar. En ese instante Aparicio inclinó levemente la olla hacia la arena, dejando caer su contenido sobre ésta, y alejándose un par de metros no sin antes cerciorarse que todo el contenido se hubiera vaciado. La luminosa masa de plasma multicolor quedó un par de segundos suspendida sobre la arena, para luego fusionarse con ella en una especie de masa algo más opaca, densa y grisácea que la original. Acto seguido, la arena en la fuente de aluminio empezó a vibrar: desde ella se levantó lentamente el plasma, ahora más transparente y menos denso, adquiriendo la forma de un árbol al que le faltaban innumerables trozos, el que luego de iluminarse se

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desvaneció en el aire en forma de una explosión de luminosidad enceguecedora. Saldías y Guzmán estacionaron el vehículo institucional frente al domicilio en que estaba registrado el vehículo del asesino serial. La vieja edificación de un piso estaba bastante descuidada, y tenía una entrada de autos cuyo estacionamiento se encontraba vacío. Ambos hombres se acercaron a la reja, no sin antes acomodar sus pistolas calibre 9 milímetros en cartucheras ubicadas en la parte de atrás de sus cinturones; Saldías además pasó el proyectil a la recámara, y dejó su arma sin seguro, mientras Guzmán golpeaba con fuerza la reja. —Buenas tardes señor, somos de la PDI… —¿Vienen por el auto?—preguntó un corpulento hombre con cara de sueño que se acercó lentamente a la reja, superando por varios centímetros la altura de ésta y de los policías—. Carabineros ha venido un par de veces también… pero bueno, supongo que ustedes no se hablan con los pacos. —¿Por qué supone que venimos por un auto?—preguntó Saldías. —Porque es lo único por lo que podrían venir—respondió el imponente dueño de casa—. Ese cacharro destartalado era de mi padre, y un maricón de mierda se lo robó y lo dejó de brazos cruzados. Mi viejo lo usaba para comprar y vender televisores en desuso; cuando le robaron su cacharro el pobre viejo se deprimió, y cuando los televisores empezaron a bajar tanto de precio y a salir esas teles de LCD y plasma, mi viejo se fue a la mierda, y se terminó muriendo de un día para otro. Esta era su casa, y

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como el auto estaba registrado a su nombre, los pacos venían para acá a decirle que no había novedades de vez en cuando. —¿Qué vehículo tenía su padre?—preguntó Saldías. —Era un Charade azul marino—respondió sin pensar el hombre—. Destartalado y todo el cacharro andaba bien y gastaba poco. —El vehículo fue chocado esta mañana, y resultó casi completamente destruido—dijo Saldías—. Luego de terminar el proceso de investigación, los restos quedarán en el corral municipal, por si quiere rescatarlos o si necesita recuperar algún recuerdo… —El auto se lo robaron a mi padre hace como tres años, y mi viejo se murió el año pasado—respondió apesadumbrado el hombre—. No hay nada en lo que quede de ese auto que me interese, se lo aseguro. —Bueno, de todos modos le dejo los datos del corral municipal y mi número de celular, por si cambia de idea—dijo Saldías, despidiéndose de mano del hombre, para luego volver junto a Guzmán al vehículo y retornar al cuartel policial a hacer el informe del procedimiento. El hombre miró con desdén desde la reja al vehículo policial alejarse de su hogar. Mientras volvía al interior de su casa, pensaba en lo afortunado que había sido al alcanzar a terminar la ceremonia antes de la llegada de esos intrusos. Ahora Aparicio debería pensar si era prudente permanecer en el lugar, o buscar dónde mudarse antes que su cuerpo volviera al estado en que se haría reconocible por sus cancerberos.

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VI

Héctor Guzmán manejaba en silencio el móvil camino al cuartel. Luego de años de trabajar con el inspector Saldías, sabía que el policía estaba intranquilo, con la vista pegada en el parabrisas y la mente perdida en sí mismo o quizás en qué lugar de la realidad. El caso de ese asesino serial lo tenía cansado, desgastado, irritable, aislado en sus pensamientos y alejado de todos quienes lo rodeaban: pese a todos sus esfuerzos, al tiempo y a los recursos invertidos, sólo el accidente de ese día les había entregado los primeros datos reales acerca de las características físicas del asesino. Ahora sabían que todos los análisis forenses habían fallado, al encontrarse con un hombre de muy bajo peso detrás del arma asesina, aparte de la baja estatura que sí se había confirmado. Por otra parte, la frustrante visita al domicilio registrado en la documentación del vehículo había dejado más dudas que hechos concretos, y definitivamente nada que pudiera aportar en algo a la investigación. —Vamos a necesitar una orden de allanamiento—dijo de pronto Saldías—. No le creo nada al grandote ese. —¿Crees que es cómplice del asesino?—preguntó Guzmán. —No sé, pero el tipo ese me dejó con la bala pasada… —También en el mundo real—interrumpió Guzmán, mientras Saldías caía en cuenta que llevaba su arma de

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servicio con el proyectil en la recámara—. ¿Qué no te convenció, que supiera a lo que íbamos, o su poco interés por los restos del auto? —Todo, no hay nada en esa historia que suene lógico—respondió Saldías mientras sacaba el cargador de su arma, retiraba el proyectil de la recámara y lo volvía a colocar en el cargador. En cuanto los policías llegaron al cuartel, Guzmán se dirigió de inmediato a uno de los computadores para acceder nuevamente a los datos del registro civil, a ver si se había corregido la información de la fecha de nacimiento del dueño del automóvil, y corroborar que efectivamente hubiera fallecido, a ver si la historia del tipo al que habían entrevistado era cierta; por su parte, Saldías empezó a hacer gestiones para conseguir con el fiscal a cargo del caso una orden de allanamiento para la casa que habían visitado, luego de informarle lo que el dueño de casa les había relatado. Justo al cortar la llamada, Guzmán se paró a su lado con una especie de sonrisa dibujada en su rostro. —¿Qué pasa Héctor? —Parece que vamos a necesitar la orden de allanamiento Daniel—dijo Guzmán—, la historia es más enredada de lo que parece. —Ya huevón, habla luego, tú no eres de sonrisa fácil así que esta huevada no pinta bien. —Efectivamente el auto fue denunciado por robo hace tres años, tal como dijo el grandote—respondió Guzmán—, pero la denuncia fue retirada a las dos semanas. Estos últimos tres años el vehículo tiene sus

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revisiones técnicas al día, a nombre de Aparicio Pérez Gutiérrez. —¿Estos últimos tres años?—preguntó Saldías—. ¿Eso incluye este año? —La última revisión es de hace tres meses, y seguía apareciendo a nombre del dueño original del vehículo. —Conchesumadre, el huevón nos metió el dedo en el hocico y lo revolvió más encima—dijo iracundo el inspector—. Con o sin orden ese pedazo de mierda me debe una explicación. —Falta más—dijo Guzmán, sin borrar la incipiente sonrisa de su rostro—. En el registro civil no hay certificado de defunción de ese tal Aparicio, y no hay información de matrimonio o de hijos legítimamente reconocidos. Además, hablé con el encargado de informática, y me dijo que el año de nacimiento es el correcto… —¿Cómo va a ser correcto, creerá que somos huevones acaso?—interrumpió iracundo Saldías—. Ya Tito, vamos, esa mierda me sacó de quicio y me va a dar respuestas por las malas o por las peores. Veinte minutos más tarde, Guzmán y Saldías descendían del vehículo policial con sus armas de servicio desenfundadas. Guzmán tiró con suavidad el picaporte de la reja que se encontraba sin llave, dando el paso a Saldías quien atravesó raudo el estrecho antejardín, para girar el pomo de la puerta de entrada de la casa que también se encontraba sin llave; ambos policías recorrieron una a una las habitaciones de la pequeña casa, sin encontrar a nadie en ella.

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—¿Qué hacemos?—preguntó Guzmán, enfundando su arma. —Yo le avisaré al fiscal que el sospechoso desapareció. Tú pide al cuartel que manden a la gente del laboratorio, necesitamos huellas, restos, lo que sea. Este huevón no calza con la descripción de los testigos, pero si nos mintió y se arrancó, es por algo—respondió Saldías, mientras buscaba en los contactos de su celular el número del fiscal. Cinco metros más abajo, Aparicio avanzaba lo más rápido que podía por el viejo ducto que pasaba justo por debajo de su casa; su única preocupación en ese instante es que la policía se demorara en encontrar la entrada al subterráneo de su casa, y la puerta que conectaba éste con el ducto que daba a los colectores de agua lluvia construidos a principios del siglo, y que le permitirían alejarse del lugar sin ser descubierto. Atrás quedaban años de pasado encerrados en su casa, que no tenían ninguna importancia al lado de su misión, de su vara de madera, y del contenido de la caja que su cuerpo rejuvenecido le permitía trasladar sin mayores dificultades.

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VII La casa de Aparicio Pérez parecía el set de filmación de alguna película policial o de ciencia ficción. Por fuera la calle se encontraba cortada en dos puntos, bloqueada por grandes camionetas policiales con sus balizas encendidas, y con una especie de carpa cubriendo la reja de entrada y todo el antejardín. Por dentro, varias personas enfundadas en trajes blancos, antiparras y mascarillas, deambulaban por todos los rincones de la vivienda, tomando muestras y huellas de todos los lugares posibles, y revisando con linternas ultravioletas todas las superficies en busca de restos de fluidos orgánicos que pudieran aportar datos relevantes a la investigación. Fuera de la casa, Saldías y Guzmán miraban con algo de desdén los esfuerzos del personal del laboratorio por encontrar el eslabón perdido de esa extraña cadena de sucesos. De pronto, un sedán negro apareció de la nada enfilando su rumbo hacia la casa de Aparicio, siendo detenido por el carabinero a cargo del control del tránsito en el lugar, quien se dirigió al conductor para indicarle que debía dar la vuelta y buscar una ruta alternativa; sin embargo, bastaron veinte segundos de diálogo para que el carabinero sacara el cono que bloqueaba el tránsito, y le diera paso al vehículo.

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—Mira quién viene ahí—dijo Guzmán, apuntando al sedán que se estacionó justo a la entrada de la carpa. —Lo imaginaba—respondió escueto Saldías, para luego enderezarse e intentar alisar algo su ropa. —Buenas tardes señores, parece que por fin tienen algo nuevo que contar—dijo el hombre de pulcro terno negro que descendió del automóvil. —Buenas tardes señor fiscal—respondieron ambos policías, a coro. —¿Y este milagro es fruto de un esfuerzo investigativo, un informante anónimo, qué?—preguntó el fiscal. —De un golpe de suerte—dijo lisa y llanamente Guzmán, mientras el fiscal sonreía al ver la cara algo desencajada de Saldías. Alejandro Gutiérrez era el fiscal a cargo del caso, designado casi al mismo tiempo que Saldías tomaba las riendas de los procedimientos policiales. Hombre elegante, de gustos refinados, no lograba encajar en la informalidad que parecía rodear a los policías con los que debía trabajar; de hecho echaba de menos la época en que era el terno riguroso y no la chaquetilla azul con letras amarillas el uniforme de los investigadores. Peor aún, el ver al personal del laboratorio vestidos de traje blanco entero, lleno de elásticos en puños, tobillos y gorros, le hacía dudar en presentarse en terreno; sin embargo, las necesidades de la investigación y el innegable apego que tenía por su trabajo, le facilitaban el soslayar tamañas faltas al decoro. —Saldías, ya me puso al tanto por teléfono para que le diera su orden de allanamiento, ¿qué ha pasado en todo

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este rato, aparte de los astronautas recogiendo pedacitos de cosas?—preguntó Gutiérrez. —Hasta ahora nada señor fiscal, con Guzmán recorrimos la vivienda someramente, tratando de no alterar nada para que la gente del laboratorio pudiera hacer bien su trabajo. Supongo que las novedades las tendremos una vez que… —¡Saldías, Guzmán, vengan a la cocina, rápido!—gritó casi con voz en cuello uno de los hombres de traje blanco. —Parece que tengo que llegar yo para que las cosas pasen—dijo en tono irónico el fiscal. Los tres hombres se dirigieron a la cocina, y se encontraron con una puerta en el piso cubierta por las mismas baldosas que conformaban el resto del piso del lugar. —¿Y esto?—preguntó Gutiérrez. —Lo acabamos de encontrar señor fiscal—respondió el investigador—. Estábamos buscando material biológico cuando la lámpara ultravioleta dio con un surco más ancho que las junturas normales entre baldosas. Una vez que delimitamos el surco pensamos que podía ser una puerta o una tapa de algo y bueno, finalmente dimos con una especie de manilla oculta bajo una baldosa falsa. —Van a tener que comprarse de esas linternas Saldías, parece que son mágicas—dijo el fiscal. —¿Ya bajó alguien a ver lo que hay debajo de la cocina?—preguntó el inspector, sin tomar en cuenta el comentario de Gutiérrez. —No, preferí llamarte para que tú bajaras primero. —Por favor inspector, bajen y cuéntenme qué hay en ese subnivel—dijo Gutiérrez.

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Saldías y Guzmán se armaron de un par de linternas normales para iluminar la escalinata que se hundía en la oscuridad del lugar, hasta que el detective logró dar con un interruptor, que encendió numerosas luces fluorescentes a ambos lados de la escalera, y en el subterráneo de la casa. Luego de algunos minutos, ambos policías subieron a la cocina; Saldías llevaba en su mano un papel sucio y arrugado. —Tu turno—le dijo Guzmán al hombre que había encontrado la puerta al subterráneo, quien de inmediato bajó al lugar, no sin antes apagar las luces fluorescentes, y encender su linterna ultravioleta. —¿Algo interesante, aparte del papelito?—preguntó Gutiérrez. —Nada. De hecho el lugar está vacío, lo único que había era ese papel en el suelo—respondió Saldías, acercándolo al fiscal quien lo leyó sin tocarlo—. Ya le sacamos fotos con las cámaras de los teléfonos, así que tenemos el nombre y la dirección. —¿Quieren allanar de inmediato, o van a ir a mirar, como con esta casa?—preguntó el fiscal. —Déjenos ir a ver primero señor fiscal, no sabemos nada de esta persona, puede que el sospechoso lo haya dejado solamente para despistarnos, o ganar tiempo—respondió Guzmán, mientras Saldías ponía con cuidado el papel en una bolsa trasparente que sostenía otro miembro del laboratorio. —Está bien. ¿A qué te refieres con vacío, Saldías?—pregunto Gutiérrez.

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—Techo, suelo, paredes, sin mobiliario, pintura ni revestimientos, salvo las baldosas en el piso, y cableado eléctrico dentro de tubos de pvc fijados a la pared para alimentar las luminarias, interruptores, y un par de toma corrientes. Al parecer el sitio estaba en construcción o remodelación… —Disculpen que los interrumpa, ¿pueden bajar un minuto?—dijo saliendo de la escalera del subterráneo el investigador que había encontrado la puerta, mientras volvía a encender las luces. Saldías, Guzmán y Gutiérrez bajaron con cuidado por la estrecha escalera. En cuanto el inspector llegó abajo, su rostro pareció desencajarse del desconcierto y la rabia; por su parte Guzmán y Gutiérrez sólo atinaron a sonreír, al tiempo que cubrían sus narices y bocas con el antebrazo. —En cuanto llegue a la fiscalía oficiaré a tu jefatura para que les compre linternas ultravioletas, definitivamente parecen ser la respuesta al estancamiento de este caso—dijo Gutiérrez, mientras los tres hombres miraban la puerta circular abierta en un rincón del subterráneo, que daba acceso a una escala metálica que descendía a las profundidades de la tierra, desde donde salía un nauseabundo olor mezcla de humedad y aguas servidas.

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VIII

Daniel Saldías había llegado media hora antes al cuartel esa mañana. Luego de la ajetreada jornada en que se había destrabado el caso, necesitaba completar los informes para la fiscalía y sugerir las diligencias necesarias para encauzar definitivamente la investigación. Ya habían pasado dos días, y los primeros resultados de las pericias del laboratorio estaban disponibles; pero tal y como ya era costumbre, no se había logrado dar con una muestra suficiente como para hacer algún análisis genético, y la contaminación era tal que la validez de los resultados era absolutamente cuestionable en cualquier tribunal. Ahora que ya sabía que nada había cambiado más allá de los últimos acontecimientos, estaba en condiciones de visitar la dirección escrita en el papel que habían encontrado en el subterráneo que lo había dejado en vergüenza en dos ocasiones el mismo día, el cual como era esperable, contenía un par de huellas digitales a cada lado, que se correspondían con el índice y el pulgar derecho de Aparicio Pérez. Dentro de todos los informes que tenía a su disposición, estaba el estudio del túnel que conectaba con el colector de agua lluvia de dos metros de diámetro, construido a principios del siglo XX bajo una avenida cubierta de adoquines, que aún se mantenían en uso, dificultando el tránsito de los vehículos en días lluviosos. Dicho túnel

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tenía una data no mayor a cincuenta años, lo que coincidía aproximadamente con la fecha de edificación de la casa. Sin embargo, el empalme con el colector era tan perfecto que parecía haber estado considerado en el diseño original de la estructura más antigua; según los peritos que bajaron por la escala metálica al túnel, la estructura nueva parecía fluir dentro de la antigua, sin que se pudiera notar a primera vista las diferencias esperables al haber cincuenta años de diferencia entre una y otra construcción. Por supuesto, y como era de esperar, la humedad del lugar y el uso de piedras no porosas como elemento estructural, hacía imposible encontrar huellas o restos útiles para cualquier análisis forense. Pese al uso de todas las tecnologías disponibles en el país, el túnel no había entregado más información que la disponible en los registros históricos albergados en un microfilm en alguna biblioteca olvidada de la ciudad. El cuartel de la PDI a esa hora de la mañana bullía en voces por doquier. La entrega del turno convertía el lugar en un sitio poco propicio para concentrarse y trabajar en temas complejos, por lo que muchos inspectores usaban ese horario para transcribir datos e informes y programar las diligencias de la jornada, más que para dedicarse a labores investigativas, a menos que el tribunal hubiera ordenado alguna diligencia en algún horario de la madrugada, actividad cada vez más frecuente dado el aumento de las causas relacionadas con narcotráfico, que requerían sorprender a carteles y bandas. Sin embargo, esa mañana el ruido era simplemente ensordecedor, haciendo que Saldías empezara a incomodarse cada vez más al no poder avanzar a la velocidad que quería con su trabajo. En

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ese instante Guzmán apareció corriendo frente al escritorio del inspector. —Daniel, ven rápido. —Estoy ocupado Tito, necesito ponerme al día… —Huevón, ven al tiro—interrumpió Guzmán, con ojos desorbitados. Saldías salió casi catapultado de su asiento detrás de Guzmán, quien se dirigió a la oficina del prefecto, esperando con la puerta abierta al inspector, y cerrándola tras él en cuanto éste había entrado. —Daniel, acaban de reportar el hallazgo de otro cadáver en la vía pública, nuevamente en Las Condes. Según el reporte de Carabineros, la lesión mortal es compatible con el caso que ustedes siguen. —¿Otro más y tan luego?—dijo sorprendido Saldías—. Algo raro está pasando… cuando Gutiérrez sepa va a poner el grito en el cielo. —Daniel, el oficial a cargo del procedimiento me comunicó que el homicidio fue frente a la propiedad de la víctima—dijo el prefecto, algo nervioso—. La familia identificó a la víctima como Alejandro Gutiérrez… Saldías se dejó caer como peso muerto en la silla tras él. Luego de dos años trabajando con el fiscal, se había acostumbrado a sus hábitos y pesadeces, y mal que mal habían logrado una relación de trabajo que de súbito se veía truncada por su homicidio. Ahora se vendrían días difíciles, en que se haría imposible evitar a los periodistas, en que habría que esperar a que se designara un nuevo

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fiscal que debería tomar conocimiento de todas las diligencias ejecutadas y pendientes del caso, y en que debería lidiar con la presión de los pares de Gutiérrez, que obviamente exigirían resultados en el corto plazo. Lo único que podía hacer en esos momentos era ir al lugar para asegurarse que efectivamente la herida mortal correspondiera con la que ya tantas veces había visto, y que la familia no tuviera que sufrir el acoso de la prensa. Guzmán manejó todo el trayecto en silencio. El detective sabía que en esos momentos el cerebro de Saldías no estaba para entablar una conversación, y que a lo más el inspector lanzaría una o dos frases inconexas, que luego serían ignoradas y olvidadas por ambos. Cuando estaban a punto de llegar, apenas escuchó un resoplido de su compañero: el lugar, tal como se podía esperar, estaba repleto de cámaras de televisión y periodistas tratando de conseguir alguna frase o reacción mejor que las que obtuvieran sus colegas; Guzmán hizo gala de toda su experiencia para evitar a los medios, logrando llegar al lugar por una calle alejada, pero que desembocaba a algunos metros de la escena del crimen. En cuanto bajaron del vehículo, uno de los funcionarios del Servicio Médico Legal les hizo señas para hablar con ellos. —Albornoz, ¿qué pasa?—preguntó sin saludar el inspector. —Hay algo que no cuadra, Saldías—dijo el funcionario—, tienen que ver el cuerpo y se darán cuenta de inmediato que la herida no encaja perfectamente.

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Guzmán y Saldías acompañaron a Albornoz a ver el cadáver, cubierto como todos con una vistosa lona impermeable. Rodeando el cuerpo, el resto los miembros del equipo del servicio parecían algo nerviosos. —El juez ya dio la orden de levantamiento, pero quise esperar a que ustedes lo vieran—dijo Albornoz, para levantar el extremo de la lona y exponer la cabeza del cadáver. Saldías y Guzmán miraron con detención el cadáver. Si bien es cierto les costaba observar la cabeza destrozada de quien trabajó con ellos por dos años, tenían claro que Albornoz los había esperado por algo. De pronto la mirada de Saldías se fijó en la oreja del cadáver de Gutiérrez. —No es el mismo asesino—dijo de pronto Saldías—, el que asesinó al fiscal es más alto que nuestro sospechoso. —Por eso quería que lo vieran antes de trasladar el cuerpo—dijo Albornoz—. Con esto que hay que esperar a que nombren un nuevo fiscal, el caso puede quedar entrampado por mucho tiempo. Guzmán miraba en silencio la cabeza rota de Gutiérrez; mientras Saldías y Albornoz se solazaban mirando el ángulo del golpe, que rozaba el borde superior de la oreja paralelo al suelo con el cuerpo de pie, a diferencia del resto de los casos en que describía una diagonal ascendente de delante hacia atrás, el detective pensaba en los familiares del fiscal, que a algunos metros del lugar

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lloraban su pérdida e intentaban no mirar el estado en que había quedado el cuerpo. —¿Qué crees, Guzmán?—preguntó Albornoz, sacando de sus cavilaciones al detective. —Que ya puedes cubrir el cuerpo y autorizar su traslado—respondió Guzmán, sin mirarlo. —Por la estatura del fiscal, puede ser el tipo de la casa que allanamos—dijo Saldías. —No sabemos si Gutiérrez estaba inclinado hacia delante o hacia atrás cuando recibió el golpe. De hecho sólo suponemos que murió por el golpe en la cabeza—dijo Guzmán, mientras miraba hacia la casa del fiscal. —Tienes razón Tito, se nos calentó la cabeza con la herida… Albornoz, trata de avisarme cuando esté lista la autopsia para saber de qué murió el fiscal Gutiérrez—dijo Saldías, cubriendo los restos del malogrado profesional. Una vez que el personal del Servicio Médico Legal subió el cadáver al vehículo y lo trasladó para hacer la autopsia, y que Saldías y Guzmán se acercaron a dar las condolencias a la familia, sin volver a preguntar lo que ya les habían preguntado una docena de veces durante esa mañana, los policías se dirigieron donde el fiscal de turno, quien estaba a cargo de ese procedimiento. —Buenos días señora fiscal—alcanzó a decir Saldías, reconociendo a Marta Pérez, quien había hecho las diligencias del asesinato posterior al accidente del vehículo de Aparicio Pérez.

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—Buenos… ah, ustedes de nuevo—dijo la fiscal, con los ojos enrojecidos—. ¿Tienen alguna pista distinta a lo que pasó hoy? —Tenemos un nombre y un domicilio, encontrados en el allanamiento a la casa de un sospechoso de ser cómplice del asesinato que usted… —Vayan, hagan todo lo necesario, yo después firmo lo que sea—interrumpió la fiscal, notoriamente afectada—. Mientras el tribunal no nombre a alguien como fiscal exclusivo, tienen carta blanca para dar vuelta Santiago con tal de encontrar al psicópata que hizo esto. Queremos a ese hijo de perra encerrado de por vida por lo que le hizo a Alejandro y su familia. Sin siquiera despedirse, la fiscal se dirigió de inmediato donde los familiares del fiscal Gutiérrez, fundiéndose en un apretado abrazo con la viuda. Desde el vehículo policial, ambos detectives contemplaban en silencio la escena. —¿Qué hacemos ahora, vamos al cuartel a llenar papeles o a la dirección que encontraste en el allanamiento?—preguntó Guzmán, encendiendo el motor. —Vamos al domicilio—respondió Saldías, mirando el parabrisas—, aprovechemos la carta blanca que nos dieron, mientras dure.

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IX Aparicio caminaba a toda velocidad por el enorme colector de agua lluvia que corría bajo la congestionada avenida. Cada cierto tiempo se encontraba con un claro de luz, producto de las rendijas que daban a la superficie y que le permitían cerciorarse que su caja seguía indemne. En esas circunstancias su vara de madera hacía las veces de bastón en vez de arma, ayudándolo a evitar caídas en ese ambiente oscuro y húmedo donde las piedras lisas por los años de erosión del agua no daban estabilidad ni agarre alguno a quien intentara avanzar rápido; mal que mal, el colector no estaba construido pensando en hacer una caminata a través de él, sino para que la gente en la superficie pudiera deambular por calles no inundadas y seguras. Cada vez que pasaba por un claro de luz, Aparicio veía su piel turgente y sin arrugas, la musculatura de sus brazos marcada, y su sombra alta y ancha proyectada en el suelo del colector. Nunca había sido capaz de entender a cabalidad el proceso que lo rejuvenecía, simplemente lo asumía como propio y sin cuestionamientos: era tal la cantidad de gente que había muerto por su mano y su vara de madera, que si existía algo más allá de la muerte, eso no estaba reservado para él, no al menos como premio. Su eternidad era física, ese era el trato que había convenido, y ahora sólo le quedaba hacer todo lo que estuviera a su

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alcance para cumplir su parte, seguir vivo, y no hacer enojar a quien le había regalado esa especie de don, que a veces parecía castigo, y otras casi una tortura. Luego de una hora de marcha a toda velocidad, pudo ver al fondo del túnel una luminosidad que se hacía cada vez más enceguecedora, escuchar el sonido del agua correr, y sentir el hedor de las aguas servidas y de los restos de animales en descomposición: había llegado a la desembocadura del colector, bajo uno de los puentes del río Mapocho, cerca de la plaza Baquedano. El lugar estaba lleno de desechos de todo tipo, producto de los indigentes que usaban el lecho seco del río para pernoctar y para hacer gran parte de sus vidas, y que utilizaban todo lo que encontraban para facilitar en algo la existencia. Aparicio intentaba hacerle el quite al cerro de desechos que había al lado de la salida del colector, cuando de pronto tropezó con un objeto metálico que casi le hizo dejar caer su caja; justo cuando iba a devolverse para patear esa cosa, se dio cuenta que se trataba de un marco de aluminio con un par de viejas ruedas, que en su momento debía haber sido un carro para hacer las compras, y que en esas circunstancias serviría para facilitarle el traslado de la pesada caja, el único bien que valía algo para él aparte de su bastón de madera. Ahora debería decidir si quedarse a dormir un par de noches bajo los puentes para pasar desapercibido, o si buscaba algún lugar donde permanecer oculto; por mientras, debería preocuparse de buscar qué comer, pues faltaba bastante para la noche, y el sueño y la seguridad no eran tema de importancia en su vida.

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Tres días después, Aparicio caminaba lentamente por el parque Balmaceda. Esa mañana había contactado a un conocido que le prestaría una pieza al fondo de su casa para que se quedara el tiempo necesario, hasta encontrarle un nuevo rumbo a su vida. No era la primera vez que Aparicio se encontraba en la disyuntiva de alargar su identidad en algún lugar, o si debería desaparecer y reaparecer en otro sitio donde nadie lo conociera, y pudiera volver a armar una existencia medianamente creíble para continuar su misión en la vida. El hombre no se sentía demasiado presionado como para dejar todo de lado, pues sólo había perdido la casa en que había vivido cincuenta años, así que se daría el tiempo de decidir con calma. Justo al llegar a un cruce peatonal se encontró con un quiosco, donde todos los periódicos destacaban como titular la muerte de un conocido fiscal a manos de un desconocido que lo había asesinado de un golpe en la cabeza la mañana anterior sin causa aparente; sin darle más vueltas al asunto, cruzó la calle para salir del parque y buscar un paradero para ir a la casa de su conocido a acomodar su caja, su vara, y el resto de su vida presente.

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X

Guzmán estacionó el vehículo a dos cuadras del domicilio que figuraba en la fotografía del papel encontrado en el allanamiento; él y Saldías se habían sacado las chaquetas institucionales, y llevaban sus armas cubiertas por sus vestimentas. Ambos hombres se acercaron al domicilio mirando a todos lados, como si anduvieran buscando una dirección. Cuando llegaron al lugar encontraron a un hombre maduro entrando al antejardín de la casa, con un bolso acolchado que parecía haber sido elaborado para transportar con seguridad un computador portátil, pero que se veía demasiado repleto como para sólo llevar el aparato. En cuanto el hombre abrió la reja, Guzmán y Saldías apuraron el paso, lo tomaron uno de cada brazo, y mientras el detective le mostraba bajo la ropa su placa de identificación, el inspector dejaba ver su arma de servicio sujeta por su mano; el hombre los miró entre sorprendido y asustado, y en silencio abrió la puerta de la casa para entrar con ambos a la sala de estar. —¿Qué… qué pasa… ehh… mi cabo?—dijo nervioso el hombre, mientras Guzmán tomaba el bolso, lo ponía sobre la mesa del comedor y empezaba a revisar su contenido. —¿Tengo cara de paco para que digai “mi cabo”, ahuevonado?—dijo Saldías con cara de pocos amigos, mientras empujaba por el hombro al dueño de casa para

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sentarlo en una silla—. Inspector Saldías, PDI. Pásame tu carnet de identidad, mierda. El hombre metió nervioso la mano al bolsillo del pantalón, mientras Saldías sostenía el arma en su mano. Luego de abrir su billetera y buscar entre diversas tarjetas de crédito, sacó una cédula de identidad plástica, medio amarillenta y algo curvada por el resto del contenido del gastado continente de un material que quiso imitar al cuero. —Está limpio—dijo de pronto Guzmán, luego de desparramar todo el contenido de la maleta en la mesa—. Un notebook, un cargador, otro para el celular, facturas, una especie de manual de algún tipo de motor, lápices y papeles sueltos. —Gabriel Alberto Herrera Correa—dijo Saldías, leyendo la identidad en el carnet—, ¿ese es tu nombre real, o tienes más cédulas desparramadas por ahí? —Ese es mi nombre… no tengo otro carnet… ¿puedo saber qué pasa?—preguntó casi angustiado Herrera. —Aparicio Pérez, ¿te suena?—dijo Saldías. —Claro que me… —Tu nombre y tu dirección estaban en un papel en un subterráneo oculto bajo su casa—dijo Saldías. —No, eso no puede ser… —O sea que llegamos acá de pura suerte—interrumpió Guzmán. —No, no lo digo por lo del papel, es el nombre el que no calza—dijo Herrera. —¿Y por qué no calza el nombre?—preguntó Saldías.

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—Porque esa persona murió en la revolución de 1891 como de veinte años… cuando se suicidó el presidente Balmaceda—respondió Herrera, mirando extrañado a los policías. —¿Y por qué te suena el nombre entonces?—preguntó Guzmán, tratando de ocultar su cara de sorpresa. —Mi bisabuelo hablaba de él—dijo Herrera, algo menos nervioso—. El tata decía que Aparicio Pérez le salvó la vida a su padre, que gracias a él nuestra familia existía. —¿Estás seguro de lo que estás hablando?—preguntó Saldías—. Si es así, entonces este tipo es un descendiente del Aparicio original. Y ello no explica por qué estaba tu nombre y tu dirección en esa casa. —No… lo del papel no sabría explicárselo… lo otro es imposible, Aparicio Pérez murió sin dejar descendencia… bueno, descendencia reconocida que mi bisabuelo haya sabido. —Ya, te voy a creer—dijo Guzmán en tono irónico—. Hablemos de lo otro entonces. ¿Por qué había un papel con tu nombre y dirección en el subterráneo oculto bajo la cocina de la casa de un sospechoso de homicidio, sin importar su nombre? —¿Sospechoso de homicidio? Yo no… no tengo idea… —Yo no te creo nada, huevón—dijo Saldías—. Vamos a ver si la fiscal te cree algo cuando te interrogue. —Disculpe… ¿dijo que el papel con mis datos estaba en un subterráneo bajo una cocina? —No vas a salir con la chiva que trabajas construyendo subterráneos, huevón—dijo Guzmán—, si en tu maleta hay un manual de un motor… —De un extractor y renovador de aire industrial—interrumpió casi tímidamente Herrera—, trabajo

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instalando, manteniendo y reparando maquinaria industrial de purificación de ambientes. —Ya, y justo te compra un extractor de aire el huevón que le salvó la vida a tu tatarabuelo—dijo de pronto Saldías recordando el acta de nacimiento de Pérez, mientras Guzmán y Herrera lo miraban con cara de sorpresa. —Señor, yo no hago ventas, yo instalo, reparo y mantengo—dijo Herrera, asustado—. Las guías que hay en mi maleta son los trabajos ejecutados y por ejecutar, con la información que me entrega la empresa para la que trabajo. A mí me las entregan por orden de prioridad, y yo simplemente sigo ese orden. Además, es imposible que el Aparicio Pérez que ustedes conocen sea el que le salvó… —Saldías, acá está—dijo de pronto Guzmán, interrumpiendo a Herrera para tratar de obviar el comentario del inspector—. En las guías de pendientes hay una con el domicilio que allanamos, para instalación de un renovador de aire industrial, hay como nueve antes de esa. —¿Cuánto te demoras en instalar una de esas cosas?—preguntó Saldías, impertérrito. —Un día cada una, para dejarlas probadas, funcionando, y para explicarle al dueño el funcionamiento básico y el calendario de mantenciones—respondió Herrera. —O sea que en dos semanas más tendrías que haber ido a instalar el extractor… te ahorramos un viaje parece—dijo Saldías, enfundando por fin su arma de servicio—. ¿Tienes pensado salir del país? —Apenas salgo de Santiago una o dos veces al mes, cuando hay que instalar algún aparato en los alrededores de la capital—dijo Herrera.

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—Probablemente la fiscal quiera interrogarte más adelante, así que trata de estar ubicable—dijo Guzmán, en tono más amable que el de su compañero. —Tomen, acá están mis datos, y los de la empresa—dijo Herrera, entregándole a cada detective una tarjeta—. Al número de red fija pueden preguntar lo que quieran de mí, y el número de celular es el que ando trayendo siempre. A veces me llaman de noche, o los fines de semana, cuando hay alguna emergencia que deba ser reparada en el acto, así que ese teléfono no se apaga nunca. Saldías y Guzmán volvieron al vehículo institucional, para dirigirse de inmediato a la fiscalía; por culpa del homicidio de Gutiérrez, ahora deberían reportar casi cada paso que daban, para mantener tranquila a la nueva fiscal y no tener problemas con la carta blanca que les habían dado. En esos instantes, Germán Herrera ordenaba los papeles de su maletín desparramados sobre la mesa, para saber dónde le correspondería su siguiente instalación, y dejaba doblada la guía correspondiente al trabajo en el subterráneo de Aparicio Pérez, para dar aviso en su empresa de la eventual cancelación de la instalación. En cuanto tuvo todo listo, incluido el notebook de la empresa en el bolso, metió la mano debajo de la mesa y sacó desde un par de soportes metálicos una gruesa vara de olivo lijada y pulida, con una mancha oscura en uno de sus extremos. Mientras la manipulaba con lentitud, dijo en voz baja: —Aparicio… hasta que reapareciste, hijo de chacal…

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XI

Marta Pérez llevaba una semana como fiscal subrogante. Como todos los días de esa dolorosa semana, tenía la vista fija en la pantalla de su computador, leyendo y releyendo una y otra vez los escasos datos nuevos del expediente de los homicidios ejecutados desde hacía ya dos años en la capital, y que ahora engrosaba la muerte de su amigo y ex fiscal con dedicación exclusiva Alejandro Gutiérrez. Tanto ella como su marido, el asesinado fiscal y su viuda habían sido compañeros en la universidad desde primer año de derecho, por lo que el vínculo entre los cuatro era extremadamente extenso y estrecho, y tal como habían conversado varias veces en las largas noches de estudio primero, y de juerga después, la única manera de separarlo era con la muerte de alguno de ellos. Ahora la fiscal Pérez intentaba ordenar las evidencias para entregarle a quien el tribunal designara el caso lo más depurado posible, para que el homicida cayera luego y empezara a pagar por todos sus crímenes, y por romper uno de los vínculos más preciados de su existencia. De pronto un par de suaves golpes en su puerta la sacaron de su concentración, y la volvieron a la cruda realidad. —Buenas tardes señora fiscal—dijeron Guzmán y Saldías casi a coro, al entrar a la oficina. —Asiento señores, qué bueno que pudieron venir de inmediato—respondió la fiscal Pérez, casi sin mirarlos—.

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Estuve leyendo el expediente, y tengo muchas dudas que aclarar con ustedes. Desde esa frase, y por más de tres horas, la fiscal preguntó por cada uno de los detalles de las pericias de los casos previos al homicidio de Gutiérrez, intentando captar en la conversación todo aquello que no logra ser descrito en lenguaje técnico, y en ausencia de lenguaje corporal. Cada gesto de incomodidad, sorpresa, desagrado, y hasta cada intento de sonrisa socarrona, era leído por la fiscal quien tomaba notas a lápiz y papel para tener algo nuevo sobre lo cual poder armar el complejo rompecabezas que había heredado. —Detectives, tengo algo nuevo para ustedes—dijo de pronto la fiscal dejando lápiz y papel de lado, para sacar una delgada carpeta con el logo del Servicio Médico Legal—. Acá está el informe de la autopsia del fiscal Gutiérrez. Guzmán y Saldías debieron contenerse para no abalanzarse sobre el documento. Los dos policías leyeron el documento a la par y en silencio, deteniéndose uno a otro para indicar detalles de las descripciones forenses y asentir en todas las ocasiones con la cabeza. Luego de releer algunas veces la descripción de la lesión mortal y mirar una y otra vez las evidencias fotográficas, cerraron la carpeta y la devolvieron a la fiscal. —Señora, el informe parece confirmar que don Alejandro Gutiérrez fue asesinado por otra persona—dijo Saldías, mirando fijamente a Pérez—. El homicidio es muy

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similar, pero todos los otros son iguales, casi calcados. En este caso son muchas las diferencias de modus operandi. —Lo más notable de todo es la no ausencia de cuero cabelludo—agregó Guzmán, provocando un estremecimiento en la fiscal Pérez—. En todos los otros casos los informes detallan expresamente la falta de alguna porción de cuero cabelludo, en este caso se describe roto pero completo. —¿No podría ser el mismo homicida con un arma diferente?—preguntó la fiscal, intentando encontrar otra explicación que relacionara el último homicidio con el resto de los casos. —Señora, para serle sincero, lo único igual entre el último caso y los otros, es la zona de impacto en la cabeza—respondió Saldías—. Si usted me pregunta, yo le diría directamente que son casos distintos. —Maldición—dijo Pérez, visiblemente enrabiada—, o sea que los pocos avances en el caso no servirían de nada para encontrar al asesino de Alejandro… bueno, de todos modos el hecho que quien lo haya muerto haya intentado imitar al asesino de los otros casos, habla de alguien relacionado directa o indirectamente con el homicida. Quiero que ustedes sigan a cargo de las diligencias, por ahora no separaré los expedientes. —Gracias por la confianza, señora—respondió Saldías. —Ahora quiero volver a un tema no resuelto que me tiene demasiado incómoda, ¿qué diablos pasa en el Registro Civil con los datos de nacimiento del sospechoso Aparicio Pérez? Desde esa mañana en que el carabinero tomó el procedimiento, cuando yo estaba de turno, es que insisten en esa fecha de nacimiento irrisoria de 1871—dijo la fiscal—. Además, recibí el informe del día que no pude

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recibirlos, del interrogatorio informal que hicieron al morador del domicilio que encontraron en la casa del sospechoso, y esta persona menciona el nombre de Aparicio Pérez como conocido de su tatarabuelo. Necesito interrogar a esa persona, y que ustedes vayan al Registro Civil a conseguir información real acerca del sospechoso Pérez. —En el informe dejamos los datos de contacto de Gabriel Herrera, señora fiscal—dijo Guzmán. —Mañana iremos temprano a la oficina central del Registro Civil, a ver qué nos dicen—agregó Saldías. —Bien señores, los dejo libres. En cuanto tengan la información oficial de la identidad de Aparicio Pérez, me ubican y me cuentan. Buenas tardes. Mientras Saldías y Guzmán se dirigían al vehículo para buscar dónde comer al paso, Marta Pérez volvió a abrir los archivos del expediente, para seguir releyendo los detalles del caso. Efectivamente en todos los informes de autopsia se mencionaba expresamente en la zona de la herida mortal de todas las víctimas, la falta de parte del cuero cabelludo, lo que no se explicitaba en el caso de Gutiérrez. Ello daba lugar a pensar en otro tipo de golpe, otra fuerza aplicada, y otra arma capaz de causar un tipo distinto de daño. Cada ver que la fiscal veía las fotos del cadáver de Gutiérrez la pena y el odio la embargaban, y debía luchar contra sus sentimientos para poder encontrar al culpable de tan macabro crimen, y honrar la memoria de su amigo; sin embargo, en esos instantes la carga emocional fue incontrolable, por lo que decidió dejar todo hasta ahí, y salir a tomar aire, caminar, comer, o distraer su mente en cualquier cosa que le permitiera al día siguiente

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volver a tener las fuerzas para continuar con su trabajo, que en ese momento también se había convertido en su cruzada.

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XII Gabriel Herrera estaba por llegar a su hogar a la hora del almuerzo. Esa mañana había ido a su trabajo a una reunión mensual de evaluación de metas, luego de la cual tenía presupuestado almorzar en algún lugar a la rápida para seguir a la tarde con la mantención de un par de equipos; sin embargo, justo cuando terminó la reunión la secretaria le avisó que se habían cancelado todas las actividades programadas, y que podía esperar en su domicilio por si había alguna urgencia que atender. Así, Herrera esperaba por fin tener una tarde relajada, desde que supo de la reaparición de Aparicio Pérez; en el instante en que dobló la esquina para llegar a su hogar, vio estacionados frente a su puerta un vehículo de la PDI, desde donde descendieron Guzmán y Saldías, ahora con sus chaquetas institucionales, y un automóvil negro desde el cual descendió una mujer madura muy bien vestida, y con un rostro marcadamente entristecido. Luego de las presentaciones de rigor, los cuatro entraron a la casa de Herrera, a conversar. —Señor Herrera, antes que todo quiero aclararle que esta es una conversación informal que no está obligado a mantener—dijo la fiscal Pérez—. Yo pedí la ayuda de los detectives Guzmán y Saldías para que me acompañaran, pero si usted prefiere nos podemos retirar y hacer todo de modo formal.

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—No señora, por mí no hay problema, no tengo nada que ocultar, y si algo de lo que yo sepa puede servirles para atrapar a algún delincuente, estoy dispuesto a colaborar—respondió Herrera con voz suave. —Se lo agradezco. Los detectives me informaron que usted sabe quién es… quién era Aparicio Pérez—dijo la fiscal. —Claro, tal como les conté a los detectives, Aparicio Pérez fue el hombre que le salvó la vida a mi tatarabuelo casi al final de la revolución de 1891. Ambos eran amigos desde niños, iban a todas partes juntos, trabajaban de estibadores en el puerto de Valparaíso. Cuando estalló la revolución, los dos intentaron mantenerse alejados del conflicto y seguir con sus trabajos y sus vidas, pero por el mismo trabajo en el puerto terminaron siendo arrastrados al bando de los adherentes a Balmaceda. Un par de semanas antes del suicidio del presidente, un grupo de soldados que andaban borrachos empezaron a molestar a mi tatarabuelo y a Aparicio; de pronto uno de ellos desenfundó su revólver y los apuntó: en ese instante Aparicio se abalanzó sobre el soldado, recibiendo el disparo en el abdomen, lo que terminó por hacer huir al resto de ellos. Cuando mi tatarabuelo intentó ayudar a Aparicio, le dijo que lo había hecho porque era soltero, y mi tatarabuelo ya era padre de su primer hijo, por lo que quiso protegerlo. Aparicio estuvo agonizando casi una semana, y terminó muriendo por la infección de la herida de bala que recibió—contó casi emocionado Herrera. —Y ese hijo era el bisabuelo que te contó la historia—dijo Saldías. —No. Mi tatarabuelo tuvo doce hijos, y el menor de ellos fue mi bisabuelo—corrigió Herrera—. La historia como

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tal no me la contó mi bisabuelo, eso ha pasado casi como un mantra de generación en generación por más de un siglo en nuestra familia. Pero obviamente, cada vez que se daba la oportunidad, el viejo la relataba de nuevo, del mismo modo en que se las he contado. —Entonces, y según esta historia, Aparicio Pérez no tuvo descendencia conocida—dijo la fiscal—. ¿Sabe usted si hay algún registro escrito de este relato de parte de algún historiador, o algún documento que haya sido heredado por su familia o alguien que permita corroborar estos hechos? —Que yo sepa no hay nada por escrito, porque Aparicio fue sólo una víctima más de una revolución con miles de muertos anónimos—respondió Herrera—. Lo que hay en mi poder es un daguerrotipo donde aparecen mi tatarabuelo y Aparicio Pérez, juntos. —Tráigalo—dijo de inmediato Saldías, generando una mirada de sorpresa en Guzmán y la fiscal Pérez. Después de un par de minutos de hurgar en un viejo mueble en el mismo comedor, dejando sobre éste platos, floreros y uno que otro chiche viejo de porcelana, puso sobre la mesa una caja de madera de la que sacó una especie de cuaderno de tapas de cuero, que hacía las veces de álbum de fotos. En la primera página había una imagen nítida en blanco y negro de dos jóvenes con camisas arremangadas y pantalones que parecían de dos o tres tallas más grandes que las de ellos, sonriendo frente a un barco, al lado de las amarras del muelle. —Acá está—dijo Herrera pasándoles el álbum con cuidado—. Mi familia dice que soy muy parecido a mi

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tatarabuelo, así que por eso me dejaron este daguerrotipo a mí. —Es verdad señor Herrera, se parece muchísimo a uno de los jóvenes de la foto, ¿no les parece, detectives?—dijo la fiscal, mientras Guzmán y Saldías miraban paralizados la imagen—. Saldías, Guzmán, ¿pasa algo? —Este es el sospechoso, el de la casa que allanamos—dijo Guzmán, mientras Saldías parecía no poder salir de su asombro. —Querrá decir que es muy parecido, detective—dijo la fiscal—. Es imposible que… —¿Le puedo sacar algunas fotos con el teléfono y sin flash?—preguntó Saldías a Herrera, interrumpiendo a la fiscal. —Claro, no hay problema—respondió Herrera con cara de sorpresa. Saldías tomó cinco o seis fotos del daguerrotipo desde distintos ángulos. Luego de revisar las imágenes en un teléfono y respaldarlas vía correo electrónico, guardó el aparato y se dirigió a la puerta. —Detective, ¿dónde va?—preguntó molesta la fiscal. —Tengo algo importante que hacer… Guzmán, explícale tú, a la noche te llamo—dijo Saldías, para luego salir de la casa de Herrera. —Detective Guzmán, soy toda oídos—dijo la fiscal, mirando fijamente al detective. —Señora fiscal… cuando le dije que el joven del daguerrotipo es el sospechoso de la casa allanada, no me refería a que fuera parecido, o un descendiente—dijo Guzmán, aún confundido—. La otra persona en la imagen

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se parece bastante al señor Herrera, pero el tipo alto y musculoso es el Aparicio Pérez que estamos buscando. —Guzmán, ¿hace cuánto que no visita a un psiquiatra?—dijo ofuscada la fiscal—. ¿Está intentando decirme que nuestro sospechoso tiene más de ciento cuarenta años, pero que sólo aparenta veinte? —Señora, yo sólo le estoy diciendo lo que vi cuando hablamos con el dueño de la casa allanada, y lo que estoy viendo en esta foto. Si hubiéramos fotografiado ese día al sospechoso y pusiéramos su foto al lado de ésta, serían indistinguibles—respondió Guzmán—. Además, la historia concuerda con la información del Registro Civil. —¿Qué información del Registro Civil?—preguntó de pronto Herrera. —Es materia de investigación y está bajo secreto de sumario—respondió la fiscal, poniéndose de pie—. Señor Herrera, le agradezco su tiempo y voluntad para responder mis preguntas. Es probable que en el corto plazo lo cite a fiscalía para hacer una declaración formal, así que le pediría que se mantuviera ubicable. —Por supuesto señora fiscal, fue un gusto… —Buenas tardes. La fiscal Pérez y el detective Guzmán salieron del domicilio, para dirigirse cada cual a su vehículo. Antes de subir al suyo, la fiscal dijo: —Guzmán, quiero a Saldías y a ti en mi oficina mañana a las ocho en punto, sin peros.

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La fiscal no esperó respuesta, y subió a su vehículo para salir rauda del lugar, mientras Guzmán subía al vehículo policial para llamar al celular de Saldías, sin que éste le contestara. Luego de lanzarle un par de insultos al aparato, encendió el motor y emprendió rumbo al cuartel policial. Mientras tanto en su casa, Herrera guardaba con cuidado el álbum en la caja de madera, para devolverlo a su lugar de siempre, y cubrirlo con la loza y cubiertos con que lo protegía. Una vez hubo terminado, se sentó a la mesa, debajo de la cual seguía oculta su vara de olivo, la que sacó para manipular y relajarse un rato. Mientras jugaba con ella, dijo en voz baja y con la vista fija en el madero: —Eso te pasó por vanidoso Aparicio, por querer verte siempre joven, musculoso y bonito. Falta que el tira se ponga a investigar un poquito, y nuestras historias volverán a juntarse. Cuando eso pase, te cobraré todo lo que me debes, hijo de chacal…

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XIII Aparicio Pérez caminaba raudo a su nuevo empleo. Con su renovada condición física y experiencia, no le fue difícil encontrar trabajo en un edificio en construcción en el sector oriente de la capital, donde los edificios nuevos parecían sembrarse más que edificarse. Aparicio sabía que en cualquier momento sus fuerzas empezarían a decaer y su físico a deteriorarse visiblemente, por lo que debería aprovechar su tiempo antes de volver a matar y seguir regenerando su anatomía. A veces Aparicio se detenía a pensar en el significado de la palabra “alma”, y si ello también le tocaba a él: pero tal como no era capaz de entender por qué le pasaba lo que le pasaba después de hacer la ceremonia de la sangre, tampoco su mente era capaz de ver más allá de la muerte. La muerte para él era casi inexistente, y más que una certeza en su existencia, se había convertido en su motor de vida. Tal vez era ello, el tener que matar para seguir vivo, lo que había limitado su cerebro a las necesidades básicas: comer, beber, respirar, matar, y rejuvenecer después de la ceremonia. Cinco para las ocho de la mañana, la fiscal Marta Pérez salía del ascensor en el edificio de la fiscalía para dirigirse a su oficina. En cuanto entró al pasillo vio dos de los asientos ocupados: Guzmán y Saldías la esperaban, el detective mirando su celular, y el inspector a la pared

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frente a él. En cuanto abrió su oficina y los hizo pasar, empezó el interrogatorio. —Supongo que lo importante que tenía que hacer ayer tenía relación absoluta con el caso, Saldías—dijo directamente la fiscal, mirando fríamente al inspector. —Acá está todo lo que hice ayer, señora fiscal—dijo Saldías, poniendo sobre la mesa un dispositivo de memoria USB. —Un pendrive… veamos lo importante que hizo ayer—respondió la fiscal Pérez, conectando el dispositivo en uno de los puertos USB de su notebook, el que al escanearlo reconoció una galería de imágenes numeradas, y sugirió usar un reproductor de imágenes, a lo que Saldías asintió en cuanto la fiscal lo miró, sin decir palabra alguna. —Las primeras seis imágenes son las fotografías que tomé al daguerrotipo de Herrera, ampliadas a la máxima resolución posible, sin que alcanzaran a pixelarse—dijo el inspector—. Como puede ver, en las seis fotografías se logra una excelente resolución, y gracias a la calidad del daguerrotipo, es posible apreciar todos los rasgos fisonómicos del rostro. —Debo reconocer que la calidad es casi profesional Saldías, parece que la cámara de su teléfono es mejor que la del mío—dijo la fiscal, para luego pasar a la séptima imagen. —La séptima imagen es la fotografía del Registro Civil de Aparicio del Carmen Pérez Gutiérrez—dijo Saldías, obviando el comentario de la fiscal—. La fotografía es de hace ocho años atrás, con la resolución fotográfica propia de una imagen digital. En este caso solicité la imagen en blanco y negro original del archivo del Registro, por tanto

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no usé ningún filtro computacional externo para lograr la escala de grises. —Ahora entiendo la sorpresa de ustedes al ver el daguerrotipo, es increíble el parecido de esta fotografía con la imagen del Aparicio Pérez original—dijo la fiscal, mientras se desplazaba entre las seis fotografías tomadas por Saldías, y la del Registro Civil. —La octava imagen es una captura de pantalla del software comparativo de imágenes en uso en la PDI para verificar la identidad de las personas vía fotográfica—continuó Saldías—. El programa se basa en la comparación de puntos anatómicos reconocidos y establecidos por consensos internacionales de expertos en anatomía y fisonomía facial, y dependiendo de la cantidad de coincidencias, asigna porcentajes de certeza de identidad. En esta imagen se pueden ver la fotografía del Registro Civil junto con la fotografía más nítida tomada al daguerrotipo. —Inspector Saldías… —La novena imagen muestra los puntos aplicados por el programa sobre ambas fotografías, para establecer la comparación—prosiguió Saldías, interrumpiendo a la fiscal—. Como puede ver, todos los puntos están en correspondencia entre una y otra imagen, y es en este punto en que el programa hace el análisis comparativo y asigna los porcentajes de coincidencias. —Se ven todos iguales a simple vista—dijo la fiscal, sorprendida—. Si no se viera el sello del Registro Civil, me costaría adivinar cuál es cuál… —La décima imagen contiene las imágenes procesadas—dijo Saldías—. En el recuadro de la esquina inferior

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derecha aparece el porcentaje de coincidencias de ambas fotografías. —¿Cuántas veces corriste el programa, Daniel?—dijo Guzmán, sorprendido. —No lo corrí yo, lo hizo la gente del laboratorio. Como no quedaron conformes con el primer resultado, corrieron el programa cinco veces, y siempre dio el mismo resultado—respondió Saldías, esperando la reacción de la fiscal. —Inspector Saldías, ¿cuántas veces le ha tocado ver un resultado del cien por ciento?—preguntó la fiscal. —Nunca señora, por eso la gente del laboratorio corrió varias veces el programa—respondió satisfecho Saldías—. Bueno, antes que lo pregunte, los otros cinco archivos son las otras cinco fotografías comparadas con la del Registro Civil. Como puede ver… —Todas arrojan un cien por ciento de coincidencia—dijo la fiscal, mientras miraba una y otra vez los puntos proyectados sobre las imágenes, y los resultados arrojados por el programa de reconocimiento. La fiscal Pérez miraba una y otra vez las imágenes que le había traído Saldías. Obviamente ese día lo dedicaría a contactar expertos en el tema para tener más opiniones al respecto; sin embargo estaba casi segura que todos le dirían lo mismo, pues Saldías, pese a su extraña personalidad, era un profesional dedicado y responsable, capaz de hacer más allá de lo necesario para cumplir con su deber. Guzmán entre tanto miraba a su compañero, quien no intentaba siquiera ocultar su sonrisa triunfal luego de haber demostrado con pruebas tangibles su teoría, que no podía ser más extraña e increíble sólo por la

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posibilidad de error de parte del Registro Civil, quienes seguían insistiendo en la veracidad de la fecha de nacimiento de Aparicio. —Bien señora fiscal, ¿qué diligencias va a dictar ahora?—preguntó Saldías en tono irónico. —Por ahora ninguna, inspector—respondió la fiscal Pérez, que de pronto pareció haber recordado algo—. Detectives, necesito que le avisen al prefecto de su unidad que tengo que hablar algo urgente con él, que por favor venga a verme, en lo posible hoy. Buenos días. Guzmán y Saldías salieron algo confundidos de la oficina de la fiscal, en especial Saldías, que sentía que su pequeño triunfo parecía empezar a volverse en su contra. Sin embargo, lo único realmente importante era detener al asesino serial lo antes posible. Algunos kilómetros al oriente, Aparicio Pérez estaba ya en la faena de construcción. A esa hora ya estaba en el piso en edificación, ayudando a llevar material para que los enfierradores armaran el esqueleto del edificio. Sus colegas estaban sorprendidos al ver la fuerza del recién llegado, que parecía poder cargar casi el doble que el más grande de ellos, sin quejarse ni cansarse. Aparicio no los tomaba en cuenta, pues tenía problemas reales de los cuales preocuparse: la manga de su camiseta dejaba algunos milímetros entre su piel y la tela, pese a que una semana antes le quedaba totalmente ajustada.

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XIV

—Guzmán, Saldías, el prefecto los espera en su oficina de inmediato. Parece que se mandaron un condoro del porte de un buque—dijo la secretaria en cuanto ambos detectives llegaron al cuartel. Los detectives se dirigieron de inmediato a la oficina, sin saber bien qué les esperaba, pues luego de darle el recado de la fiscal Pérez, no habían sabido nada más de él en todo el día. En cuanto entraron a la oficina vieron en sus facciones desencajadas que una tormenta se les vendría encima. —¿Qué mierda tienen en las cabezas el par de huevones?—dijo el prefecto Arnoldo Oyanedel, sin saludar a los detectives—. ¿Saben para qué chucha me llamó la loca esa de fiscal que dejaron en el caso? —Prefecto, nosotros… —¿Desde cuándo nos dedicamos a la brujería o a cazafantasmas en la PDI, Daniel?, ¿desde cuándo somos cazadores de zombies, Héctor?—bramó el prefecto, sin dejar hablar a los detectives. —No sé a qué se refiere, jefe—dijo Saldías lo más rápido que pudo. —¿No sabes a qué me refiero? ¿Reconoces esto, ahuevonado?—gritó el prefecto, lanzando sobre su escritorio el pendrive.

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—Jefe, si usted revisa el set de… —¿En qué crees que estuve toda la puta tarde en la fiscalía, huevón? Ya me sé esas mierdas de fotos de memoria—dijo el prefecto. —Aún no nos dice el problema, jefe—dijo Guzmán en voz baja. —El problema, detective Guzmán, es que la fiscal Pérez ordenó por oficio la intervención de una asesora externa de la PDI en la investigación—dijo el prefecto, imitando el tono de voz de Guzmán. —¿Y cuál es el problema de trabajar con una asesora externa, jefe?—preguntó Saldías—. Eso lo hacemos regularmente según lo requiera el caso. —El problema se llama María Condemarín, detectives—dijo el prefecto con cara de agotado. —¿Qué, la Maruja?—dijo Guzmán, sorprendido. —¿Para qué queremos una psíquica, si no hay cadáveres desaparecidos en este caso?—agregó Saldías. —La fiscal supone que necesitamos ayuda de alguien que sepa de estas cosas, gracias a la tozudez del Registro Civil que se niega a corregir el error con la fecha de nacimiento del sospechoso, y a ti que te dio por demostrarle a la fiscal que tú tenías razón—dijo el prefecto, aún molesto—. Y ahora gracias a tu informe, tendremos que aguantar a esa loca en el cuartel. Pero esta vez ustedes se hacen cargo de la loca, no la quiero en mi cuartel hueveando con mi aura color no sé qué. Ahora vayan a esperarla, y no la dejen pasar a mi oficina bajo ninguna circunstancia. Los detectives salieron en el momento en que María Condemarín iba entrando al pasillo central del cuartel. La mujer que aparentaba unos sesenta años, era una vidente

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que se había hecho conocida a nivel nacional por dar pistas por televisión para encontrar los cadáveres de un matrimonio que había desaparecido sin dejar huellas, y luego el de un joven andinista que se suponía había tenido un accidente en una excursión, pero que en realidad había sido asesinado y enterrado en el patio de su propia casa. Desde ese entonces, la mujer había sido contactada por la PDI a sugerencia de uno de los altos mandos de la institución, para obtener ayuda en aquellos casos en que el clamor popular o las líneas investigativas requirieran medidas desesperadas para obtener respuestas, o a veces sólo para bajar un poco las revoluciones y proseguir con el trabajo científico. —Espero que estés contento Daniel, ahora no nos sacaremos más a esta loca de encima—dijo Guzmán en voz baja mientras se acercaban a la mujer. —Dale al menos el beneficio de la duda, en una de esas la loca nos da alguna sorpresa—respondió Saldías, acercándose a la mujer y saludándola efusivamente. —Hola Daniel, ¿cómo estás?—dijo la mujer, abrazando con fuerza a Saldías. —Hola Maruja, ¿qué ha sido de tu vida, sigues encontrando tesoros escondidos o cadáveres perdidos?—dijo el inspector, para luego soltar una sonora carcajada. —Sigues igual de malulo que siempre, Daniel—dijo Condemarín, para luego ir a abrazar a Guzmán, quien correspondió el saludo con un abrazo más suave pero más prolongado—. Héctor, ¿cómo estás mi niño? —Hola Marujita, he estado bien, lo único malo es tener que soportar a Daniel día tras día.

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—No seas mentiroso Héctor, eres demasiado amoroso para pensar mal de Danielito—dijo Condemarín, para luego colgarse de un brazo de cada detective—. Ya hijos queridos, vamos a conversar, supongo que Arnoldo no me mandó llamar para saber de mí, o para que de una vez por todas limpie su aura. Los detectives llevaron a la vidente a su oficina, le sirvieron un café, y le contaron someramente el caso en que trabajaban, y con lujo de detalles lo que sabían de Aparicio Pérez. La mujer los escuchó con atención, para luego suspirar ruidosamente. —Pucha mis niños, no sé en qué los podría ayudar en este caso—dijo Condemarín—. Yo sé que ustedes no creen en mis poderes, y que me llaman casi por descarte. El asunto es que mis capacidades son limitadas, yo puedo captar las vibraciones de objetos o familiares de gente desaparecida, y con ello intentar captar vibraciones similares emitidas por sus restos. En el mejor de los casos yo puedo contactar las almas en pena de estas víctimas, para que ellas me den pistas de donde están sus cuerpos o quién puede haber sido quien los mató… de verdad que no sé en qué podría ayudarlos. —La fiscal cree que tú nos puedes ayudar a entender cómo es que el sospechoso tiene más de ciento cuarenta años, sigue vivo, y aparenta no más de veinte—dijo desde la puerta el prefecto Oyanedel. —Arnoldo, qué gusto verte—dijo Condemarín, poniéndose de pie y abrazando casi con ternura al prefecto, quien correspondió acariciando el pelo de la

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mujer—. Le explicaba a mis niños que esto no es lo que yo hago Arnoldo, y tú lo sabes. —María, en estos momentos tus niños y yo necesitamos de cualquier idea o información que nos puedas dar. Nosotros no sabemos nada del tema, y puede que alguno de tus conocidos sepa algo de esta locura—dijo Oyanedel, tratando de no fijar su mirada en los ojos de Condemarín. —Arnoldo, si tú y mis niños me necesitan, haré todo lo que pueda y más. Denme un par de días, contactaré a viejos conocidos y a conocidos viejos, y averiguaré en qué consiste este misterio—dijo la mujer, tomando con suavidad las manos del prefecto, para luego despedirse de beso de los tres hombres y salir rauda del cuartel. —Aprendan estúpidos, así se convence a una madre postiza—dijo el prefecto, para luego volver a su oficina sin esperar respuesta.

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XV Marta Pérez estaba agotada. El exceso de causas en la fiscalía la tenía estresada, y sentía que la investigación del homicidio del fiscal Gutiérrez y el caso del asesino serial no presentaba avances. Había pasado una semana desde que había hablado con el prefecto Oyanedel, y desde ese entonces no había recibido retroalimentación de parte de los detectives a cargo de la investigación. Esa mañana debía presentarse en una audiencia de formalización de cargos, y apenas había alcanzado a leer el expediente esa mañana; el caso no parecía presentar un gran desafío pues el imputado tenía un par de órdenes de detención pendientes, pero no debía desconcentrarse: la imagen pública del poder judicial en general y de los fiscales en particular no era de las mejores, y había que esmerarse en mejorar eso, tanto en los casos de repercusión pública, como en el día a día en tribunales. Justo antes de entrar a la audiencia, un secretario se le acercó y le entregó un sobre sellado, cuyo contenido le alegró el día en cuanto tuvo tiempo de leerlo, terminada la formalización una media hora después. Daniel Saldías terminaba de redactar un informe de pericias relacionadas con un homicidio ocurrido dos días atrás. Los antecedentes del caso daban a entender que se trataba de un ajuste de cuentas entre narcotraficantes, por la cantidad de heridas a bala que presentaba el cadáver, y

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el alto calibre del armamento utilizado, lo que hacía que dos brigadas estuvieran investigando distintas aristas del mismo homicidio, pues aparte de capturar al homicida, debían aprovechar las circunstancias para intentar desbaratar a dos peligrosas bandas de traficantes de la capital. Luego de terminar de escribir y corregir, el inspector se inclinó en su silla para descansar un poco; en medio de su precaria siesta, una voz conocida lo volvió a su estado de alerta laboral. —Despierta Daniel—dijo Guzmán, dejándose caer ruidosamente en su silla. —¿Cómo te fue?—preguntó Saldías, desperezándose. —Mal supongo. Herrera no ha hecho nada fuera de lo común, de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, los viernes en la noche sale a tomar con amigos a un bar de mala muerte como a tres cuadras de donde vive, y el fin de semana apenas sale una vez al supermercado. El tipo es casi tan fome como tú y yo, pero más encima sin familia—respondió Guzmán. —Ese huevón no me convence Tito, algo raro tiene—dijo Saldías—. El problema es que no hay cómo cresta encontrarle ese algo… —Esperemos a la Maruja Daniel, no sacamos nada con apurarnos. Además, fue la fiscal la que pidió que ella interviniera, si nos empieza a apretar, le diremos que estamos esperando sus noticias—dijo Guzmán—. A todo esto, ¿quién le dijo nuestros nombres de pila? Estoy seguro que el prefecto nos presentó con ella por el apellido y el cargo. —Acuérdate que es vidente huevón, leyó nuestros nombres en el aura—respondió Saldías, irónico.

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—Ah cierto, la que le quiere limpiar al prefecto—dijo Guzmán, sacando una carcajada en ambos. —Hablando de la reina de Roma—dijo Saldías enderezándose y arreglando su camisa. —Hola mis niños queridos, ¿cómo están?—dijo María Condemarín, entrando a la oficina y saludando de beso y abrazo a ambos detectives. Luego de compartir un café y una melosa conversación acerca de las maravillas del todo y de la nada, Condemarín se enderezó en su silla. —Ya niños, yo hice mi tarea, y les vengo a contar lo poco que logré averiguar de este hombre Aparicio Pérez—dijo la mujer mientras se arreglaba el pelo—. Les aviso de inmediato que muchas de las cosas de las que les hablaré necesitan que ustedes estén lo más abiertos de mente posible. Hay muchas partes que son difíciles de creer, y puede que hasta de entender, pero es lo que logré que me contaran de la historia de este hijo de Satanás. —¿Hijo de Satanás?—preguntaron a coro los detectives. —No es literal, no se asusten—dijo Condemarín, para luego agregar—. Bueno, hay cosas de las cuales asustarse, pero no de esto. —Por el modo en que lo dices, suena a que de verdad el tipo este nació el siglo XIX, Marujita—dijo Saldías, ansioso por la respuesta de la vidente. —Lo que me dijeron mis conocidos es que sí, que Aparicio Pérez nació efectivamente en 1871—respondió Condemarín.

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—¿O sea que el tipo es un zombie?—preguntó Guzmán, encendiendo una grabadora de cinta para registrar completa la conversación con la vidente. —No, no hay nada de zombies acá, el origen de la vida extendida de este hombre tiene que ver con un asunto de brujería, lo que se relaciona directamente con las luchas de poder que se llevaron a cabo en Chile en la segunda mitad del siglo XIX—respondió Condemarín. —Como siempre los políticos tienen la culpa de todo—comentó Saldías, sonriendo. —No mi niño, esto es más turbio que sólo la política—dijo Condemarín, arreglándose el pelo—. Ustedes deben haber escuchado en sus clases de historia acerca de la influencia de la Logia Lautarina en la génesis y el desarrollo de la corriente independentista sudamericana; probablemente también hayan escuchado acerca de los masones en Estados Unidos, en donde casi todos los fundadores del país y primeros presidentes eran miembros de esa cofradía. Pues bien, estos movimientos eran sólo la cabeza visible de los grupos de poder esotérico en las sombras, que aún hoy en día se disputan los cargos de poder económico y político, y por los cuales son capaces de hacer de todo. —¿Como por ejemplo vender el alma al diablo?—preguntó Guzmán. —Vender el alma al diablo es casi la iniciación imprescindible para acceder a ciertos cargos, mis niños—dijo Condemarín, seria—, aunque hay algunos que siguen dando la batalla desde el lado del bien. —Pero este tipo no es político, y que yo sepa tampoco es poderoso en lo que a economía se refiere—dijo Saldías.

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—Eso es cierto mi niño—respondió Condemarín, casi condescendiente—. El asunto es que en toda guerra existen daños colaterales y heridos inocentes, como cuando una bomba que iba a un regimiento cae en un colegio. En la guerra entre el bien y el mal también pasa eso, y las consecuencias pueden ser insospechadas. —¿O sea que este tipo es una víctima de esta especie de guerra santa, y mata poco menos que obligado o sin querer?—preguntó Guzmán, extrañado. —Héctor, en este plano metafísico, como en el resto de los planos de la existencia, existe el libre albedrío—respondió Condemarín—. Nadie está obligado a hacer cosas que no quiere, y todos son responsables de las consecuencias de las decisiones que toman. —Pucha Maruja, aún no logro entenderte—dijo Saldías. —Eso es porque todavía no me dejan contarles la historia en orden, mis niños—dijo Condemarín, haciendo que ambos detectives se sonrojaran. —Ya, entonces nos quedamos callados y tú nos cuentas lo que averiguaste, sin interrupciones—dijo Guzmán. —Bien. Por lo que logré averiguar, lo que les contó el dueño de la fotografía es cierto, hasta poco después de la parte del disparo. Efectivamente Aparicio recibió el disparo para salvar a su amigo, y estuvo un par de días agonizando; esto desesperó al hombre, que al ver que los médicos desahuciaron a quien le había salvado la vida, empezó a deambular por todos los tugurios donde le dijeron que había alguna machi, brujo, mago o adivino capaz de salvarle la vida. A los días de búsqueda, de tanto preguntar le dieron el dato de un brujo que le devolvía la salud a la gente que estaba agónica… pues bien, este brujo resultó ser un oficial de ejército leal al presidente

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Balmaceda, que al saber que el herido era de su mismo bando acudió de inmediato a ayudarlo. Según me explicaron, lo que hizo este brujo fue darle un brebaje a base de madera de sauco. —Perdona Maruja, pero nunca había escuchado de esa planta—dijo Saldías—. ¿Es planta, árbol, qué? —El sauco es un árbol utilizado históricamente por las fuerzas del mal—respondió Condemarín—. Cuenta la leyenda que este árbol adquirió tal fama cuando Judas Iscariote se ahorcó, colgándose de una de sus ramas. En muchas tribus y sectas ancestrales los brujos utilizan la madera de sauco para hacer los báculos con los que ayudan a su marcha, y se dice que también los usan para sus conjuros. —¿O sea que serviría como algo similar a una varita mágica?—preguntó Guzmán, tratando de no parecer estar festinando respecto del tema. —No exactamente, pero es una analogía medianamente adecuada—dijo Condemarín—. Bueno, el asunto es que al rato de haberle dado este brebaje, el herido empezó a gritar descontrolado, hasta que de pronto salió por la herida la bala y todo el pus que tenía, para luego cerrarse el agujero y desaparecer todas las molestias. Ambos jóvenes estaban sorprendidos por el resultado, pero más se sorprendieron cuando le preguntaron al oficial cuánto les cobraría, y éste respondió que nada por ese entonces, y que él sabría cuándo debería buscarlo para saldar la deuda. De ahí en más los jóvenes volvieron a su trabajo de estibadores en el puerto; con el paso del tiempo, el amigo de Aparicio consiguió un empleo de marinero en un carguero, mientras Pérez siguió en el mismo lugar. Así fueron pasando los años, y empezaron los problemas.

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—¿Qué clase de problemas?—preguntó Saldías. —Aparicio no envejecía, lo que llamaba la atención de todos en el puerto, pues pese a lo pesado del trabajo el hombre seguía igual de joven y fuerte que siempre. Su mismo amigo veía cómo él se encanecía, engordaba, enflaquecía y perdía sus fuerzas, y cada vez que el barco en que trabajaba atracaba en el puerto, era recibido cariñosa y efusivamente por el mismo joven veinteañero y musculoso de siempre, que parecía tener la misma mentalidad pese a que ambos ya casi habían olvidado la guerra civil que les había tocado sobrellevar, lo que por lo demás no logró alterar su amistad. De hecho fue tanta la presión, que Aparicio decidió cambiar de puerto para poder seguir ejerciendo su oficio sin que lo molestaran, por ahí por 1905 o 1910. El tiempo siguió pasando, y en 1921, a treinta años del término de la revolución, y cuando ambos contaban cincuenta años, empezó un rápido deterioro del estado de Aparicio, lo que lo obligó a dejar su trabajo de estibador—dijo Condemarín. —¿Dejar su trabajo, tan grave se puso el asunto?—preguntó Guzmán. —Los relatos de mis conocidos dicen que Aparicio adelgazó en extremo, y que inclusive se achicó—respondió Condemarín—. Cuando se cumplieron treinta años exactos del día que bebió el brebaje de sauco, parecía casi un esqueleto pequeño con piel y ropa, que no se podía mover. Nuevamente su amigo se desesperó, y empezó a buscar a ver si encontraba a alguien que recordara al oficial que había salvado a Aparicio. Su sorpresa fue enorme cuando encontró al oficial, en las mismas condiciones en que lo había conocido tres décadas atrás; en cuanto el oficial lo vio lo reconoció, le preguntó por el

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estado físico de Aparicio, y al saber en las condiciones que se encontraba, acompañó a su amigo al lugar en que estaba viviendo, le dio de beber una pequeña dosis del brebaje de sauco, y una vez que hubo recuperado su condición original, el oficial le explicó que había llegado la hora de empezar a pagar. Guzmán y Saldías estaban casi paralizados en sus asientos. La fluidez y aparente lucidez del relato de Condemarín los tenía algo asustados; además, ambos hombres se preguntaban cómo diablos le explicarían todo eso al prefecto Oyanedel, y peor aún, a la fiscal Pérez. Luego de una pausa para beber un poco de agua, Condemarín se dispuso a seguir su relato. —Aparicio y su amigo se preocuparon, pues de inmediato pensaron que el hombre les cobraría tal vez una pequeña fortuna por cada dosis del brebaje de sauco; lo que ellos no sabían es que cualquier precio en dinero hubiera sido preferible a la realidad. El oficial les explicó que la deuda no era con él, sino con el sauco. El sauco, como árbol sagrado, y a diferencia de los árboles y plantas normales, posee un alma, y como es un árbol que utilizan las fuerzas del mal, dicha alma reside en el infierno. El alma del sauco es capaz de devolverle la vida y la juventud a los humanos por medio de un brebaje preparado con su madera, pero el precio consiste en alimentar el alma infernal del sauco con una vida humana. El proceso consta de una ceremonia algo complicada, en que se utiliza una vara o bastón de sauco como arma ritual, la que debe quedar impregnada de sangre humana y algún otro fluido o tejido, y es esa sangre mezclada con ese fluido o tejido lo que alimenta el

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alma maléfica de este árbol, y le permite a cambio rejuvenecer o revivir a quien ejecute el sacrificio. El problema es que el árbol maldito, para alimentarse, entrega cada vez menos tiempo por cada alma sacrificada, por lo que quienes tienen este pacto necesitan matar cada vez más para obtener menos tiempo de juventud y salud. Cuando el amigo de Aparicio supo esto se negó rotundamente, y amenazó a Aparicio con no volver a dirigirle la palabra nunca más; ello no surtió ningún efecto, y Aparicio se fue con el oficial brujo para que le enseñara todo lo que necesitaba saber para poder prolongar su vida casi eternamente. El brujo finalmente le enseñó cómo hacer una vara de sauco, cómo golpear la cabeza de modo tal de matar de un solo golpe y obtener sangre y masa encefálica, y cómo hacer la ceremonia para cargar el alma del sauco en el infierno y obtener a cambio un tiempo más de vida y juventud. Del tatarabuelo del dueño de la foto mis contactos no supieron más, y Aparicio… Aparicio ha deambulado por Chile apareciendo y desapareciendo cada cierto número de años, para no despertar sospechas. Según entendí, su último período fue de cerca de cincuenta años en la casa que ustedes allanaron, tiempo durante el cual fue cambiando de trabajo cada cinco o diez años, según sus necesidades. Bueno mis niños, eso averigüé para ustedes, ojalá les sirva de algo. Yo me tengo que ir, tengo que ir a hacer la limpieza de una casa embrujada, para que los nuevos dueños la puedan habitar. Cuídense, y denle mis cariños a Arnoldo.

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Luego que María Condemarín se retirara, Guzmán y Saldías quedaron en silencio en sus asientos, pensativos, y visiblemente incómodos. —¿Le creíste algo, Daniel?—preguntó de pronto Guzmán. —No quiero creer nada de lo que escuché, Héctor—respondió Saldías, para de inmediato agregar—, porque si algo de todo lo que dijo la Maruja es cierto, simplemente cagamos.

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XVI Gabriel Herrera vivía su rutina sin mayores contratiempos. Los últimos eventos lo tenían en un cierto estado de alerta que le permitía seguir con esa existencia medianamente en paz, y a la vez sentirse preparado para los sucesos que tarde o temprano deberían ocurrir. El regreso de Aparicio a su vida, aunque fuera aún de modo tangencial, lo había obligado a retomar viejas costumbres que le serían necesarias para el eventual reencuentro. Así, todas las tardes al llegar a casa dedicaba al menos una hora a manipular su vara de olivo, para poder volver a ser uno con ella en el instante en que se volvieran a cruzar físicamente. Fuera de ello, el resto de sus días seguía sin cambios, salvo las intempestivas visitas de la gente de la PDI y de la fiscal, quienes se habían metido en una guerra para la cual no estaban preparados ni sabrían cómo pelear. Aparicio Pérez se había quedado hasta más tarde en la obra ese día. La ventaja de trabajar en una construcción en altura es que le permitía estudiar el entorno y le facilitaba el trabajo de elegir una nueva víctima para mantenerse vivo y seguir alimentando al árbol maldito que pagaba con tiempo y juventud las almas que él le entregaba. Aparicio había intentado un par de veces dejar de matar, pero el sufrimiento que le causaba la lenta agonía a la que se veía sometido cada vez que el soplo vital se empezaba a agotar en su cuerpo era insoportable. La última vez había durado

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meses sin hacer nada, y casi había asumido que tarde o temprano habría de morir; si no hubiera sido por el choque en que destrozaron su auto y en que fue agredido, tal vez no hubiera vuelto a matar. Sin embargo, la sensación de bienestar que tuvo al terminar la ceremonia y recibir su pago de parte del alma infernal del sauco, había despertado en él la necesidad de seguir vivo, joven y fuerte como era cuando tenía veinte años, esos eternos veinte años que su mente se negaba a abandonar, que su cuerpo disfrutaba, y que tenían a su alma oculta en algún rincón de la nada, tal vez esperando terminar luego ese ciclo enfermizo y seguir el camino descarnado, sin importar dónde lo llevara a esas alturas de lo que vivía y que definitivamente no parecía merecer llamarse vida. Saldías estaba terminando de redactar el informe que le presentaría tanto a la fiscal Pérez como al prefecto Oyanedel. Luego de conversar con Guzmán, decidieron que lo mejor era transcribir íntegramente la grabación del relato de Condemarín, y agregar unas cuantas apreciaciones respecto de la vidente, pues la complejidad de lo conversado con la mujer podría ponerlos en serios aprietos desde el punto de vista investigativo. Justo cuando estaba por imprimir las copias, apareció en la oficina el prefecto junto a Guzmán, quien venía de vuelta de fumarse un cigarro en la calle. —¿Y, cómo les fue con la mamá postiza?—preguntó el prefecto. —Estoy terminando el informe jefe, déjeme imprimirle una copia—dijo Saldías—. Prefiero que lo lea antes de darle alguna apreciación personal.

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—Espera, deja leerlo en pantalla mejor, así podemos hacer las correcciones al tiro y ahorrar algo de tiempo—respondió Oyanedel, sentándose en el asiento de Saldías a leer en su pantalla. Luego de un par de minutos, el prefecto se quedó en silencio frente al computador. —¿Qué le pareció la historia, jefe?—preguntó Guzmán, mirando de reojo a Saldías. —Me extraña que con la experiencia que tienen, sean tan huevones a veces—dijo el prefecto, notoriamente molesto—. ¿Cómo mierda se les ocurre contarle tantos detalles del caso a la Maruja, a sabiendas que todo está bajo secreto de sumario? —¿A qué se refiere?—preguntó Saldías. —¿Cómo que a qué me refiero, huevón? A que le contaron lo del golpe único, lo del arma contusa, lo del sangrado, lo de la pérdida de masa encefálica… —Jefe, disculpe pero nunca le contamos esos detalles a la Maruja, todo lo que está ahí es la transcripción textual de la grabación de su relato—dijo Saldías, poniendo sobre el escritorio la cinta de la grabación. —Daniel tiene razón, señor prefecto—dijo en tono formal y con cara de asustado Guzmán—. Tuvimos la precaución de sólo mencionarle los datos personales del sospechoso, jamás tocamos detalles de los homicidios con ella. —¿Me está diciendo el parcito que la Maruja supo todo eso por sus poderes o por sus contactos, acaso? Porque si es así, ¿cómo podríamos no creerle el resto de la historia?—preguntó molesto Oyanedel. —Jefe, la verdad es que nunca le dijimos nada a la Maruja, consciente o inconscientemente. Cómo supo esos detalles… creo que usted o la señora fiscal se lo deberían

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preguntar directamente a ella—respondió Saldías, incómodo—. Ahora, qué conclusiones sacar de ello… también creo que ello depende de la fiscal y usted. Nuestra pega es obtener la información, y supongo que a ustedes les queda la parte de interpretarla. —Te estás sacando los pillos huevón, te conozco hace años—dijo Oyanedel—. Pero bueno, ya que te gusta jugar al valiente, jugaremos. Imprime cuatro copias del informe, dejaré dos en nuestro archivo y las otras dos las enviaré a la fiscalía; mientras no sepamos quién quede designado como fiscal con dedicación exclusiva, deberemos seguir entendiéndonos con la fiscal Pérez. —Buenas tardes señores—dijo de pronto una voz tras ellos. —Señora fiscal, buenas tardes, ¿qué la trae por acá?—preguntó algo sorprendido el prefecto. —Vine a verlos por dos motivos: uno, para saber el resultado de las diligencias con la señora María Condemarín, que supongo ya habrán efectuado—dijo la fiscal. —De hecho los detectives me acaban de entregar la transcripción de la grabación de la entrevista a la señora Condemarín, y algunas de sus apreciaciones—dijo Oyanedel—. ¿Y se puede saber cuál es el otro motivo? —Bueno, para aprovechar de contarles que me llegó la designación como fiscal con dedicación exclusiva para este caso. Señores, de ahora en adelante trabajaremos codo a codo para atrapar al asesino del fiscal Gutiérrez, y del resto de las víctimas.

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XVII Gabriel Herrera se había levantado más temprano que de costumbre, pues esa mañana sería particularmente pesada en el trabajo gracias al error de una de las secretarias que juntó las mantenciones de dos mañanas en una, y sin posibilidades de postergación de alguna de las labores; probablemente ese día se quedaría sin almorzar, y llegaría más tarde que de costumbre a su casa. Luego de desayunar a la rápida, salió a buscar el bus que lo llevaría a la primera empresa en que debería hacer una mantención; lo bueno era que esa primera empresa trabajaba con un sistema de turnos de veinticuatro horas, por lo que siempre había gente trabajando y no tendría que esperar la llegada de nadie para entrar y empezar a hacer sus labores. Cuando le faltaba una cuadra para llegar al paradero se encontró con una multitud de gente rodeando el lugar, varios vehículos policiales, y un par de carabineros desviando el tránsito. De inmediato Herrera buscó el lugar donde podría tomar locomoción, pues el tiempo no le alcanzaba para mirar lo que había sucedido; para suerte suya, en ese instante el conductor del bus que le servía conversaba con el carabinero sobre la ruta alternativa que debería tomar, por lo que no tuvo dificultad en subir. Desde la ventana y sujeto con una mano de uno de los fierros de la máquina, vio en el suelo una lona de color naranja, que obviamente estaba cubriendo un cadáver; antes que el bus acelerara, alcanzó a ver a dos nuevos conocidos de chaqueta azul y

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distintivos amarillos de pie al lado de la lona, y de algunos carabineros. —Qué raro que no haya llegado Albornoz a contarnos sus teorías respecto del homicidio—dijo Guzmán, al no ver indicios del personal del Servicio Médico Legal. —Recuerda que la última víctima fue el fiscal Gutiérrez, por eso se movió todo más rápido—comentó Saldías, mirando con cara de aburrimiento la escena que tantas veces les había tocado actuar. —Parece que volvimos al asesino original, Daniel—dijo Guzmán, refiriéndose al ángulo de la herida en la cabeza del cadáver. —Claro, a este lo mató el Aparicio flaco y chico, al fiscal lo mató el Aparicio joven y musculoso—dijo Saldías, sin mirar la lona. —¿De verdad crees esa historia, Daniel?—preguntó en voz baja Guzmán. —No sé si la creo o no Tito, habrá que esperar a que la fiscal decida si cree o no en el informe de la Maruja—respondió Saldías, serio—. Esta huevada me está cansando, y mucho. Me involucré demasiado en este caso, y sólo hemos avanzado gracias a golpes de suerte, y más encima los avances no tienen pies ni cabeza. De ahora en adelante simplemente seguiré la línea investigativa que la fiscal y el prefecto sugieran, no importa para dónde vayan. —Esa sarta de huevadas ni tú te las crees Daniel. Siempre has sido llevado de tus ideas para investigar, basta con que algo haga clic en tu cabeza para que te empecines en ello hasta volverte odioso. —Cierto. Pero gracias a mi última tincada, estamos metidos hasta el cuello persiguiendo a un zombie satánico

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que alimenta un árbol maldito come almas—dijo Saldías, mirando fijamente a los ojos a su compañero—. Lo único que quiero es que aparezca un exorcista o un cazador de zombies, pesque o mate a este huevón, y nos deje seguir con narcotraficantes, violadores y asesinos de carne y hueso, y a la Maruja lavándole el aura o la casa al prefecto. —Por lo menos apareció la fiscal—dijo Guzmán, indicándole el auto negro a Saldías. La fiscal Pérez bajó del vehículo casi con dificultad, y se aproximó con lentitud a los detectives. Aparte de una vestimenta un poco más descuidada que de costumbre, lucía el cabello opaco y usaba unos grandes anteojos oscuros que cubrían casi la mitad de su rostro. —Ni se les ocurra decir buenos días—dijo la fiscal en cuanto llegó donde los detectives—, porque lo que menos tienen es ser buenos. Anoche estuve haciendo el trabajo que ustedes olvidaron hacer, y tengo algunas diligencias para ustedes. —Disculpe señora fiscal, ¿a qué se refiere con el trabajo que olvidamos hacer?—preguntó Saldías, tratando de contener su rabia por el insulto recibido. —¿Y de cuántas diligencias estamos hablando?—agregó casi al instante Guzmán. —No se preocupe Guzmán, son pocas pero intensas—dijo la fiscal mirando a Guzmán, para luego girar hacia Saldías—. Con trabajo que olvidaron hacer inspector, me refiero a un interrogatorio acabado a la señora Condemarín. Luego de leer un par de veces la transcripción de la grabación, me contacté con la vidente para atar todos los cabos sueltos que dejaron. Al parecer

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los encantos de madre de la señora los confundieron, y los llevaron a no preguntar cosas imprescindibles para llevar esta investigación a buen puerto. —¿Acaso logró que la Maruja… que la vidente le diera más información?—preguntó Saldías sorprendido. —Si estoy en este estado Saldías, es porque estuve toda la noche hablando con la vidente. Estuvimos en su departamento hasta hace un par de horas interrogándola, y luego me fui a la fiscalía. Ahí dejé la grabación a mi secretaria para que la transcriba, junto con un par de diligencias que salieron como resultado de las notas que tomé durante el interrogatorio—respondió la fiscal—. Ahora cuéntenme qué hay de este homicidio. —Por lo que pudimos apreciar, el modus operandi de este caso se parece más a los casos previos a la muerte del fiscal Gutiérrez—dijo Guzmán, al ver que Saldías se quedaba en silencio masticando su ira—. La observación del cuerpo no deja lugar a dudas, todas las evidencias se condicen con el asesino al que estamos siguiendo estos años. —Bien, eso quiere decir que ambos asesinos están trabajando en paralelo. —¿Ambos asesinos?—exclamó Saldías, casi fuera de sí. Gabriel Herrera se bajó del bus pasadas las once de la noche. Tal como tenía previsto su mañana laboral se extendió hasta cerca de las tres de la tarde, por lo que apenas alcanzó a comerse un sándwich comprado al paso mientras viajaba en bus de una mantención a otra, para alcanzar a poner al día esa jornada plagada de errores en la agenda de clientes. Pese a que pudo movilizarse relativamente rápido de un punto a otro, y que en ninguna de las instalaciones había reparaciones por hacer, fue tal la

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cantidad de trabajos que tuvo que dejar dos para la mañana siguiente, empeñando su palabra que llegaría a las siete de la mañana a uno de los lugares para no entorpecer la faena de esa industria, y con ello además no alargar tanto su jornada laboral. Por fin podría descansar y comer en relativa calma, y tratar de dormirse lo más rápido posible para madrugar al otro día a cumplir con sus deberes. Cuando dobló en la esquina de su cuadra vio una gran cantidad de luces azules girando y provocando un extraño efecto en su vista. De pronto tras él se escucharon pasos, y una voz desagradablemente conocida le ordenó: —¡Al suelo, conchetumadre! Al instante dos hombres ataviados con las chaquetas características de la PDI aparecieron frente a él apuntándole a la cara dejándolo paralizado, mientras una mano en su hombro lo empujaba con violencia contra el pavimento. Luego de algunos segundos de órdenes erráticas a gritos, terminó con sus muñecas esposadas a la espalda, siendo luego levantado por los policías que lo habían derribado. En ese instante vio que los vehículos policiales se encontraban frente a su casa; antes de escuchar nuevamente a Daniel Saldías, vio a un hombre vestido con un traje blanco que lo cubría de pies a cabeza, salir de su hogar con una bolsa transparente dentro de la cual llevaba su vara de olivo. —Gabriel Herrera, queda detenido como sospechoso del homicidio del fiscal Alejandro Gutiérrez.

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XVIII

Gabriel Herrera miraba el piso del calabozo del cuartel de la brigada de homicidios, con la cabeza sujeta entre sus manos, tratando de quedarse dormido sentado para apurar la llegada de la mañana. La situación en que se encontraba era completamente ajena a él, y sólo esperaba que alguien más racional que Saldías lo interrogara para responder todas las dudas y poder volver luego a su trabajo; luego de ello se encargaría de buscar a Aparicio para saldar definitivamente cuentas entre ambos, y poder volver a su día a día. De pronto sus cansados ojos empezaron a cerrarse, su vista a nublarse y sus recuerdos a aflorar. Justo cuando empezaba a soñar con su pasado, las puertas se abrieron a la entrada del pasillo, y un detective lo sacó del calabozo para llevarlo a una sala donde sería interrogado. En cuanto se abrió la puerta, vio sentados en una larga mesa a la fiscal Pérez y a los detectives Saldías y Guzmán.; sin casi darle tiempo a sentarse, la fiscal abrió los fuegos. —Parece que se le olvidó contarme la mitad de la historia, señor Herrera—dijo la fiscal, mirando a Herrera casi con odio. —No sé a qué se refiere, señora. Ustedes fueron a mi casa a hacer preguntas, que respondí del mejor modo posible, y les mostré hasta la reliquia más preciada de mi familia. Además, usted me dijo que me iba a citar para interrogarme de modo formal, y ahora resulta que soy

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sospechoso de matar a no sé quién—dijo Herrera, tratando de desperezarse sutilmente. —¿Cuándo pensaba contarme que su supuesto tatarabuelo y usted son la misma persona, y que conoce a Aparicio Pérez desde hace más de un siglo?—dijo la fiscal, dejando a Herrera con una mueca de sorpresa indescriptible. —Perdón, ¿se da cuenta de lo que acaba de decir?—dijo Herrera, aún sorprendido—. Creo que en vez de pedir un abogado voy a pedir un psiquiatra. Ustedes están locos de atar. —Tenemos el testimonio de una asesora en materias esotéricas, que afirma que usted es la misma persona que aparece en la foto junto a Aparicio Pérez—dijo la fiscal, impertérrita. —A ver, déjeme ver si entiendo, ¿una psíquica, de esas que buscan muertos cuando los ratis no los pueden encontrar, le dijo que yo soy mi tatarabuelo?—preguntó con ojos desorbitados Herrera—. ¿Y cómo se supone que he vivido tantos años sin tener canas ni arrugas, tomando jugo de carne de unicornio? —Vuelve a decirme rati y te voy a… —¿A qué, a echar una maldición con un conjuro gitano?—dijo Herrera interrumpiendo a Saldías—. Necesito hablar con alguien cuerdo, ahora. —Dejemos de lado por un rato esta arista del caso—dijo de pronto Guzmán—. ¿Podría explicarme qué es esa vara que encontramos en el comedor de su casa? —No voy a hablar con locos, llamen a alguien cuerdo y conversamos—dijo Herrera. —No está en condiciones de exigir nada señor Herrera, tengo las herramientas para solicitar su prisión preventiva esta misma tarde—replicó la fiscal.

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—Eso es lo que quiero—dijo Herrera—. Voy a contarle al juez en la audiencia todas las locuras que me dijeron, para que los internen en el psiquiátrico. —Señor Herrera, la vara de madera que requisamos tiene la forma y el tamaño compatibles con las lesiones encontradas en el cráneo de la víctima—dijo Guzmán, en un tono bastante suave—. Además a la inspección la vara tiene una mancha, que está siendo periciada en estos momentos en el laboratorio de criminalística, para identificar residuos biológicos. Si usted confiesa ahora, facilitaría mucho nuestro trabajo, y podría inclusive acceder a algunos beneficios. —Está bien—dijo Herrera—, confesaré. Esa vara la uso para defender mi casa, porque hace un año entraron a robar a la casa del vecino y lo mataron a palos. Como no tengo medios para comprar un arma de fuego, me hice esa vara con madera de olivo, por las características de las fibras. La mancha que tiene es un error que cometí, un amigo mueblista me dijo que había que impregnarla con resina suavemente con guaipe, para que no se hinche ni se pudra con los cambios de temperatura. Cuando estaba haciéndolo me llamaron por teléfono, y se me quedó el guaipe encima de la vara, justo en ese sector, por eso la mancha. —Estás mintiendo huevón, en cuanto el laboratorio entregue el informe la fiscal te va a secar en la cárcel—dijo Saldías, mirando iracundo a Herrera. —En cuanto salga de acá voy a pedir una orden de protección en su contra por amenazas, usted aparte de loco es malo—dijo Herrera—. No voy a hablar más hasta que me asignen un abogado y llegue el informe de lo que encontraron en mi vara.

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—Señor Herrera… —No voy a hablar más, señora—dijo Herrera. Luego de devolver a Herrera al calabozo y preparar su traslado a tribunales para hacer la formalización de cargos, la fiscal y los detectives quedaron a la espera del informe de las pericias realizadas a la vara requisada en el domicilio de Herrera. A la mitad del tercer café, una de las secretarias les entregó el informe. —Maldición—dijo la fiscal, notoriamente frustrada—, todo lo que dijo Herrera es cierto. La vara es de olivo, y no tiene residuos biológicos de ningún tipo, sólo una mayor acumulación de resina en uno de sus extremos. —¿Hay alguna manera de mantenerlo detenido?—preguntó Guzmán. —No nos conviene—se apuró en responder Saldías—. Si este huevón habla con algún abogado, cagamos. Lo mejor es dejar que se vaya y así poder seguir investigando su historia sin ninguna restricción. —Detective, le recuerdo que la que decide soy yo—dijo la fiscal. —Sí, y gracias a sus decisiones quedamos en la cuerda floja y con los ojos vendados—dijo Saldías, tratando de mantener la compostura—. Asúmalo señora, ningún juez creerá la historia y los argumentos que tenemos, pese a la identificación positiva de la fotografía y la fecha de nacimiento del Registro Civil de Aparicio Pérez. En cuanto el defensor vea la causa se cagará de la risa, y pedirá órdenes de restricción hasta por si acaso. —Pero fue usted quien se empecinó en demostrar que la fotografía tenía ese grado de certeza respecto del

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daguerrotipo, ¿acaso se está echando para atrás, Saldías?—preguntó la fiscal. —Señora, yo soy detective, no fiscal. Mi trabajo es acceder a todas las evidencias posibles para darle elementos a usted para tomar decisiones. El error fue suyo al apresurarse demasiado en dictar la detención de Herrera. Si me hubiera dado más tiempo hubiera podido entregarle datos presentables ante el tribunal—dijo Saldías. —Bien, asumo mi error—dijo la fiscal, sorprendiendo al inspector—. Vamos a dejar libre a Herrera, y a esperar a que no tome acciones legales, ¿cuál es el siguiente paso, Saldías? —Seguiremos de lejos a Herrera, de vez en cuando, nada metódico, así no le daremos motivos para que se ponga asustadizo e intente tomar acciones legales—dijo Saldías—. A lo que debemos abocarnos es a Pérez, ese tipo no puede no haber dejado alguna huella, algo tenemos que estar haciendo mal, o algún paso nos hemos saltado. Hay que revisar las evidencias e informes, a ver qué inconsistencia podemos encontrar. Una vez que encontremos a Pérez, Herrera caerá por su propio peso. —Suena lógico pero improductivo—dijo Guzmán—, ¿qué pasa si no se nos ha pasado nada? —Al menos ganaremos tiempo con Herrera, quien se quedará tranquilo al ver que lo dejamos en paz. Además estoy seguro que hay una conexión entre ambos, y lo más probable es que lo busque, no sé cuándo ni para qué—respondió Saldías. —Creo que eso es lo más lógico de todo—dijo la fiscal—. Aunque no tengamos pruebas irrefutables, las imágenes y la vidente confirman que ambos hombres se conocen, y

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alguna relación tiene que haber entre ellos… ¿pasa algo, Guzmán?—agregó la fiscal al ver al detective mirando al piso. —Disculpen, pero esto de verdad me supera—dijo el detective—. Me he esforzado por abrir mi mente y suponer que hay cosas que escapan a nuestros conocimientos actuales, a nuestros instrumentos científicos y a nuestros sentidos, pero no… no puedo. Es todo demasiado ilógico… si ni siquiera es consistente el relato de la vidente, porque a nosotros nos dijo que del tipo de la foto nunca más se supo, y resulta que después la fiscal la interroga, ella cambia la versión, y termina siendo el amigo del sospechoso, que también resulta tener más de ciento cuarenta años, pero a diferencia de Aparicio, su acta de nacimiento sí parece tener una fecha lógica. —¿Tú crees que la Maruja tiene algo que ver en todo esto?—preguntó Saldías. —Ese es el asunto Daniel, que no tenemos por qué creer para trabajar una hipótesis. No deberíamos estar dando vueltas en torno a creencias, sino a hechos plausibles y no plausibles—dijo Guzmán. —¿Cuál es su hipótesis entonces, Guzmán?—preguntó la fiscal. —No tengo ninguna señora, yo me siento tal como estábamos antes de obtener el nombre de Aparicio Pérez por el registro del vehículo, y de la muerte del fiscal Gutiérrez—respondió el detective. —Yo siento lo mismo detective—dijo la fiscal—. Es por eso que estoy ahondando en esta línea investigativa, porque si no fuera por esta suerte de esperanza, estaríamos tan estancados como siempre.

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—Está bien Tito, hagamos algo, yo revisaré los antecedentes científicos para buscar inconsistencias, y tú encárgate de seguir a Herrera—dijo Saldías, preocupado por la actitud de su colega. —Yo por mientras revisaré nuevamente las declaraciones de todo el caso, y veré si considero necesario interrogar de nuevo a alguno de los escasos testigos que tenemos—dijo la fiscal. —Si es una orden señora fiscal, empezaré a seguir a Herrera—dijo Guzmán, cabizbajo. —Sí detective, es una orden—respondió la mujer. Herrera miraba el piso del calabozo en silencio, mientras su circunstancial compañero de tribulaciones le explicaba paso a paso lo que debía hacer cuando le tocara enfrentar al juez. Cuando la puerta del pasillo se abrió, Herrera se puso de pie y su compañero guardó silencio: grande fue su sorpresa cuando le informaron que podía irse en cuanto retirara sus pertenencias y firmara un par de documentos. Herrera caminaba en silencio hacia la salida del cuartel. Nadie tenía memoria de haber visto salir de ese cuartel a un hombre que llevara un largo y grueso palo envuelto en una bolsa plástica como una de sus pertenencias, mientras de su hombro colgaba una mochila que parecía transportar un notebook y otras cosas más normales. Luego de pasar el control final, Herrera salió a la calle pasado el mediodía, para llamar de inmediato a sus jefes y explicarles la situación en que se había visto envuelto; el hombre tenía claro que de no ser despedido su resto de semana laboral sería simplemente insufrible, y lo más probable es que debería acostumbrarse al acoso de los

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detectives y la fiscal, al menos hasta que él le pusiera punto final a su problema llamado Aparicio Pérez. Luego de terminar la llamada telefónica y saber que lo estaban esperando, Herrera dirigió sus pasos al paradero de buses más cercano que lo llevara a su hogar para poder bañarse, cambiarse de ropa y guardar su vara. De reojo vio las siluetas de los detectives de pie en la entrada de funcionarios del cuartel. Justo antes de doblar la esquina, el olor de alguien que pasó a su lado le trajo antiquísimos y desagradables recuerdos, que el apuro por volver a su hogar ocultaron rápidamente.

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XIX

Marta Pérez leía una y otra vez la transcripción de la grabación de la declaración que María Condemarín le había dado a ella, y la contrastaba con el informe de los detectives. Luego de dejar de lado la lucha de egos en que se había enfrascado con Saldías, la fiscal se estaba dando cuenta de las innumerables inconsistencias entre ambas declaraciones, y no lograba entender cómo se había dejado llevar por su necesidad de encontrar rápidamente al asesino de su amigo y compañero de trabajo, apartando su experiencia profesional y su oficio, y permitiendo que sus sentimientos entraran a tallar en una causa judicial. El solo leer todo lo que había pasado por alto le hacía pensar en lo prudente que sería inhabilitarse, y dejar que alguien más se hiciera cargo del proceso; sin embargo, le había prometido a la viuda que ella se encargaría de encontrar al culpable, y no tenía intenciones de deshonrar su palabra empeñada. De improviso tres suaves golpes en la puerta de su oficina la sacaron de sus cavilaciones, y una imagen ya familiar entró al lugar, inundando el ambiente con su perfume. —Señora Condemarín, buenas tardes—dijo la fiscal—. Asiento, gracias por llegar tan puntual. —Hola mi niña, ¿cómo estás?—dijo Condemarín, acercándose a abrazar a la fiscal, quien la saludó fríamente

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de mano—. ¿Cuál era tu nombre mi niña, Marta? ¿Te puedo decir Marta, cierto? —No. —Bueno mi niña… —Señora fiscal, o fiscal Pérez es lo adecuado. —Bueno señora fiscal, disculpa si te importuné, creí que después de la conversación de la otra noche habíamos logrado algo de confianza—dijo Condemarín, sin dejar de sonreír. —La confianza no se logra, se gana señora Condemarín. Uno de los modos de ganar confianza es decir la verdad, cosa que al parecer no sucede con usted—dijo la fiscal, endureciendo aún más sus facciones. —Ya sé qué te pasa, señora fiscal. Estás enojada porque lo que te conté a ti es distinto a lo que le conté a Daniel y a Héctor—dijo la vidente, sorprendiendo a la fiscal con su espontánea confesión—. ¿Necesitas que te explique por qué lo hice, o ya lo intuyes? —Los fiscales no nos basamos en intuiciones, sino en evidencias y declaraciones—respondió la fiscal, algo descolocada—. Esta conversación cuenta como una declaración, por si no se había dado cuenta, señora Condemarín. —Bueno señora fiscal, te contaré entonces—dijo Condemarín, aun sonriendo—. Los detectives y el prefecto son hombres, ellos no tienen ningún tipo de intuición ni sexto sentido, y pese al cariño no me creen lo que les digo. Si les contaba la historia completa, iban a desechar todo y se iba a perder la posibilidad de ayudarte en este caso. Les oculté la historia del hombre del daguerrotipo al lado de Aparicio porque no iban a ser capaces de entender, y porque este hombre ha tenido la

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inteligencia necesaria para fingir su muerte cada cierto número de años, y aparecer cada vez con un nuevo carnet de identidad, cosa que Aparicio no ha hecho. —Está bien, supongamos por un minuto que es cierto—dijo la fiscal—, supongamos que usó a los detectives para llegar hasta mí, ¿qué me puede decir de Herrera, si las pericias a su vara arrojaron que no es de sauco sino de olivo, y que no tiene siquiera trazas de material biológico? —Señora fiscal, parece que no leíste con calma mi declaración, o estás intentando intuir cosas desde lo que crees que dije—respondió Condemarín—. Si lees o escuchas con detención la conversación de la otra noche, en ninguna parte dije que Herrera hubiera muerto a alguien, o que necesite matar para seguir vivo, lo que dije fue que este señor es el amigo de Aparicio que sale en el daguerrotipo, de quien él dice ser tataranieto. De él no pude averiguar nada, ninguno de mis conocidos, ni los conocidos de mis conocidos saben algo de cómo o porqué este señor se mantiene vivo. —Vaya qué convincente, le mintió a los detectives para acercarse a mí, y decirme que no sabe cómo es que este señor tiene ciento cuarenta años, pero afirma que los tiene—dijo la fiscal, mirando con rabia a la vidente. —Señora fiscal, lo que necesito que entiendas es que mis conocidos me dijeron que Aparicio necesita matar para sobrevivir, y lo más probable es que él sea el culpable de todo lo que ha pasado hasta ahora. Pero más que eso, necesito que no olvides que Herrera está en una condición similar a la de su sospechoso, pero sin que nadie sepa cómo o por qué—dijo la vidente, hablando por primera vez sin demostrar sentimiento alguno.

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—Bien, ¿eso es todo lo que tiene que decirme, señora Condemarín?—dijo la fiscal. —Sí, eso es todo. Saldías y Guzmán venían de vuelta de tomarse un café, luego de ver alejarse a Gabriel Herrera con su mochila y su vara de olivo envuelto en plástico; de pronto sintieron tras ellos un potente olor a perfume barato que se les estaba haciendo recurrente. Al voltear, los hombres vieron alejarse a María Condemarín con paso apresurado, golpeando casi con rabia sus zapatos contra el piso. —¿Qué chucha?—dijo Guzmán—, esto jamás había sucedido. —¿Que la Maruja pasara al lado nuestro sin abrazarnos ni besuquearnos? Algo malo debe haberle pasado—dijo Saldías—. Preguntémosle a la fiscal, capaz que venga de hablar con ella. Los detectives se dirigieron a la oficina que estaba siendo utilizada por la fiscal. En cuanto entraron, la encontraron firmando varios documentos. —¿Ya se fue Herrera?—preguntó la fiscal—. Creo que es prudente empezar su seguimiento mañana, hoy debe estar todavía algo estresado con lo de la detención y el allanamiento de su domicilio. Dejémoslo reordenar sus cosas hoy, y mañana Guzmán se hará cargo de seguir sus pasos. Saldías, necesito que le pida al prefecto Oyanedel que asigne un detective de los más nuevos en la unidad como ayudante del caso.

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—¿Para qué necesitamos a alguien más, señora fiscal?—preguntó sorprendido Saldías. —No necesitamos a alguien más Saldías, sólo necesito asignarle esta tarea específica a alguien que no sea parte del comité de abrazados de María Condemarín—respondió Pérez, entregándole un documento al inspector. —¿Una orden para hacerle seguimiento a la Maruja?

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XX Aparicio Pérez estaba de vuelta en la obra. Las miradas de sorpresa lo seguían a todos lados, sin que nadie intentara disimular siquiera un poco. Sus compañeros de trabajo y jefes no lograban comprender cómo el hombre musculoso e incansable había bajado en tan pocas semanas de peso y perdido sus energías, hasta el punto de parecer no tener ni ganas de vivir, para de un día para otro reportarse enfermo y reaparecer a los dos días igual de musculoso e incansable que antes, sin tener explicación alguna para ello. Obviando todo, Aparicio empezó sus labores con la misma velocidad e intensidad que cuando llegó al lugar, por lo que a poco dar sus compañeros nuevamente debieron esforzarse para poder llevarle el tranco; tal como una decena de veces en el pasado, el silencio y la acción eran el mejor método para evitar las preguntas sin respuestas. Gabriel Herrera tuvo que salir una hora antes de su casa esa mañana. Luego de presentarse en el trabajo una vez fue liberado, para mostrarle a sus jefes la documentación legal y justificar su ausencia de ese día, tuvo que llamar uno por uno a sus clientes para inventarles una explicación, y comprometerse a hacer en dos días los trabajos de tres jornadas, y así poder por fin dejar de tener pendientes y lograr retomar su ritmo normal de trabajo. Además, debía ordenar su tiempo libre para empezar a buscar a Aparicio y poner de una vez y para siempre las cosas en su lugar, y

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lidiar con el evidente seguimiento que le estaban haciendo los detectives; mientras buscara a Aparicio trataría de guardar las apariencias y no levantar demasiadas sospechas, pues en cuanto lo encontrara ya no importaría nada más. María Condemarín había terminado de atender un par de clientes esa mañana. Cuando estaba por ir a almorzar, dos fuertes golpes remecieron la puerta de su casa; en cuanto abrió, reconoció al chofer de una clienta que le había solicitado ayuda para encontrar la clave de la caja fuerte de su padre recién fallecido, y que se había llevado dicho secreto con él al más allá. Condemarín hizo gala de todas sus artes, consiguió la clave, y ahora la mujer le había enviado una suculenta suma de dinero como pago por sus servicios, tanto que hasta podría alcanzarle para vivir un año sin trabajar en nada más. Sin embargo, Condemarín amaba su oficio y buscaba ayudar a quienes la necesitaban, pese a que no tuvieran con qué pagarle; la mujer había aprendido desde muy joven que la vida le compensaría todos sus actos, y por cada alma necesitada que ella ayudara desinteresadamente, otra le pagaría el doble, el triple, o más. Luego de guardar el dinero se dio cuenta que no había pan en casa, por lo que debió arreglarse e ir a una panadería ubicada a tres cuadras de su hogar. En el lugar compró un pan de más, y le pidió a la dependiente que le pesara un par de láminas de arrollado huaso y las colocara dentro de uno de los panes; a la vuelta se detuvo al lado de un vehículo algo destartalado que tenía las ventanillas abiertas, y sonriendo le entregó al conductor el sándwich recién preparado. El detective encubierto miró el pan, lo

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abrió, y casi no pudo creer que llevaba lo único que a él le gustaba comer como tentempié a deshoras. Aparicio Pérez iba saliendo de la faena, algo agotado. Su cansancio no era físico, sino del alma: nuevamente se encontraba en la disyuntiva de buscar un nuevo trabajo para dejar de despertar sospechas, o hacerse el loco y seguir donde estaba pese a los cuestionamientos y las miradas de rechazo. Pese a que no afectaba mayormente su vida, estaba empezando a caer en cuenta que en lo monótono de su realidad ese entorno adverso sí podría llevarlo a tomar alguna decisión errada que tuviera consecuencias que no era capaz de sospechar, y si bien es cierto no tenía un miedo establecido a la muerte, pues no era capaz de entender el concepto salvo por aquel par de ocasiones en que su existencia estuvo en peligro real, sí le temía a la incertidumbre de no saber qué habría reservado en el más allá para él, y qué vendría en su día en su siguiente despertar. Esa fría noche le traía recuerdos de su juventud, aquel período que más que hechos parecía contener sensaciones y sentimientos que afloraban con los distintos estímulos que la realidad ponía a su paso a cada instante. El olor a humedad le recordaba el puerto, y su trabajo de estibador, aquel que le había enseñado que había que esforzarse al máximo para obtener lo mínimo, lo que le había servido en su larga existencia para no cejar en su esfuerzo de seguir con vida. De pronto escuchó unos pasos corriendo tras de sí, que se apagaron de improviso; automáticamente su mente lo transportó a la revolución de 1891, donde debió luchar sin ideales, arrastrado por la fuerza de la turba que necesitaba tener algún bando para sentirse parte de ese extraño todo que se estaba

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construyendo en el Chile de fines del siglo XIX, y cuando los pasos a espaldas suyas en la oscuridad de la noche sólo podían significar la posibilidad de morir asesinado antes de tiempo. Cuando se disponía a dar la vuelta, un olor de su pasado lo obligó a seguir su camino y a apurar el paso sin mirar atrás. Gabriel Herrera había salido tarde de su trabajo. Pese a redoblar sus esfuerzos, a duras penas había logrado completar las mantenciones del día previo, por lo que dudaba en ser capaz de completar los pendientes sin tener que dedicar un día sábado a dichos menesteres; nunca le había gustado trabajar los sábado, pero en esas circunstancias no parecía tener otra opción, si es que quería mantener su empleo. Esa noche decidió pasar a un bar a beber algo, pues necesitaba despejarse un poco de tantas cosas acaecidas en tan poco tiempo, y a sabiendas que estaba siendo vigilado, para tratar de molestar de algún modo a los detectives que deberían estar rondando a esas horas en su entorno. Pasado un rato Herrera se dirigió a su hogar, pensando en cómo encontrar a Aparicio sin que la PDI se diera cuenta, para poder cerrar el ciclo abierto entre ambos hacía ya más de un siglo. Justo cuando iba pasando frente al paradero donde había visto el cuerpo sin vida dos días antes, reconoció una silueta que iba caminando en dirección contraria con paso cansino y que parecía disfrutar del frío y la humedad, que tenía grabada en su mente y que para él era inconfundible. En cuanto se aseguró que Aparicio no lo había reconocido, corrió a toda velocidad a su casa, para tomar la vara de olivo y terminar con aquello que nunca debería haber empezado; ya no importaba que lo estuvieran

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siguiendo, si lograba acabar de una vez por todas con su némesis, valdría la pena las consecuencias que ello acarrearía en su vida. Herrera sacó la vara de debajo de la mesa, y salió raudo hacia el paradero, donde alcanzó a divisar a Aparicio caminando hacia el poniente en dirección a su hogar, sin saber que su vida podría estar llegando a sus últimos instantes. Cuando faltaban unos veinte metros, Herrera bajó un poco la velocidad para hacer sus pasos algo menos ruidosos, y poder acabar de un solo golpe con quien debería haber muerto ciento veinte años atrás. De pronto un nauseabundo olor pareció inundar el aire que respiraba, y un doloroso y ruidoso golpe en su nuca nubló su vista y lo hizo perder la conciencia; lo último que alcanzó a ver fue una silueta caminando encorvada y afirmada en un delgado bastón, que se alejaba lentamente del lugar, y que pasó por detrás de Aparicio, antes de desvanecerse junto con su percepción de la realidad. A la mañana siguiente, el prefecto Oyanedel estaba en su oficina diez para las ocho de la mañana, esperando junto a la fiscal Pérez, a los detectives a cargo del caso para conocer las novedades. Daniel Saldías apareció casi como un fantasma a avisar que todavía no terminaba de revisar ni la mitad del expediente, por lo que su presencia en la reunión sería casi inútil. A las ocho en punto Héctor Guzmán y el detective Carlos Jiménez, asignado para seguir a María Condemarín, aparecieron en la oficina con cara de cansados.

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—Buenos días señores, dejemos de lado las formalidades y cuéntennos si las diligencias han arrojado algún resultado. Partamos por usted Jiménez—dijo Oyanedel. —Estuve ayer cerca del domicilio de la señora Condemarín de encubierto, tal como se me ordenó—empezó a relatar el detective, algo nervioso—. Durante la mañana llegaron dos personas en un lapso de tres horas, que estuvieron algo más de una hora cada una dentro de la casa de Condemarín. Tengo grabados los audios de las conversaciones, pero en ellos sólo se escucha hablar acerca de uniones de parejas, situaciones económicas e infidelidades, que de todas maneras enviaré a transcribir durante la mañana. Poco antes del mediodía un automóvil sedán modelo Audi A4 llegó al lugar, desde donde descendió un hombre vestido de terno negro que golpeó la puerta de la casa, y que luego de saludar a Condemarín, le entregó un sobre cerrado sin hacer comentarios y se retiró en silencio. —Supongo que tiene la patente del vehículo para averiguar por qué esa persona visitó a Condemarín y cuál era el contenido del sobre—dijo la fiscal—. Bueno, prosiga. —Sí, tengo la información, luego haré el informe escrito…—Jiménez empezó a revisar con nerviosismo sus apuntes, sin levantar la cabeza—. Bueno… al rato después Condemarín salió a comprar a una panadería del sector, en la que no estuvo más de veinte minutos… eh… de camino a su domicilio pasó al lado de mi vehículo, y me regaló… una marraqueta con arrollado… no sé cómo supo que ese es mi sándwich favorito ni cómo me descubrió…

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—No importa Jiménez—dijo Oyanedel, con una mirada de furia difícil de ocultar—. ¿Después que te descubrió pudiste averiguar algo más? —Eh… bueno, estuve el resto del día vigilando el domicilio—prosiguió Jiménez—. Cerca de las diez de la noche un olor extraño, como a colonia barata, pareció inundar el vehículo en que estaba… desde ese instante en adelante perdí la noción del tiempo, y desperté hoy en el mismo vehículo como a las cinco de la mañana, cuando un radiopatrullas se detuvo a fiscalizarme… tuve que identificarme con ellos, y de ahí me vine para acá… —¿Este era el olor que sentiste anoche?—preguntó Oyanedel, pasándole un pañuelo de seda al sorprendido detective que creía que iba a ser reprendido duramente por su falta. —Sí, ese es el olor… ¿qué es?—preguntó casi paralizado al reconocer el olor y no quedarse dormido al olerlo. —Es colonia Patchulí, la que usa casi para bañarse la Maruja, y en la que impregna los pañuelos que regala para navidad—respondió el prefecto—. No tiene cloroformo ni nada, es simplemente una colonia antigua y muy barata. —O sea que fracasó el trabajo con Condemarín—dijo la fiscal—. Espero mejores noticias de su parte, Guzmán. Ah, y por favor vamos a lo medular, si es que algo importante pasó. —Después del trabajo Herrera pasó a tomarse un par de tragos a un bar. Cuando venía de vuelta se cruzó con alguien, y salió corriendo despavorido a su casa, a buscar el palo de olivo—dijo Guzmán de memoria—. En cuanto salió me bajé del móvil para darle alcance y ver qué pretendía hacer. De pronto bajó la velocidad, y cuando se acercaba por la espalda a un hombre corpulento que

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podría corresponder con la descripción física del sospechoso de los homicidios… un olor a colonia rasca me impidió moverme, y me desmayé en el lugar. —¿Eso es todo, Guzmán?—preguntó la fiscal. —Antes de perder el conocimiento vi aparecer una persona pequeña de repente, que golpeó en la nuca a Herrera con un bastón de mano, en el que luego se afirmó para seguir caminando—respondió el detective—. Cuando recobré el conocimiento, no había nadie en el lugar, ni logré encontrar restos orgánicos humanos a la primera inspección. —Supongo que dictará órdenes de detención contra Herrera y Condemarín. Tendré dos móviles listos para hacer el procedimiento—dijo Oyanedel. —No, no serviría de nada detenerlos ahora—dijo la fiscal—. Vamos a cambiar la estrategia, estamos haciendo cosas demasiado evidentes. Ya que éste es un caso totalmente atípico, empezaremos a hacer cosas también atípicas. Ya saben el viejo dicho, si no puedes con ellos, úneteles.

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XXI

Gabriel Herrera llevaba cerca de media hora bajo el agua caliente de la ducha. Después del golpe que recibió cuando estaba por darle caza a Aparicio, logró recuperarse como a la media hora; al despertar, vio tirado en el suelo a algunos metros de distancia al detective Guzmán, quien parecía estar plácidamente dormido. Luego de cerciorarse que el detective no tuviera alguna herida, se dirigió a su hogar para intentar descansar un rato y tratar de seguir con su vida laboral antes que despuntara el alba; sin embargo era tal el dolor de cabeza y cuello, que no pudo conciliar el sueño y decidió levantarse para ducharse, a ver si ello disminuía en algo su molestia y le permitía sentirse un poco menos mal. Por fin después de media hora creyó estar en condiciones de salir a la calle a seguir haciendo su trabajo; ya tendría tiempo a la noche para pensar en cómo encontrar a Aparicio, y vengarse de quien le había quitado la mejor oportunidad que había tenido en décadas de acabar con lo que nunca debería haber empezado. Esa jornada se extendió más allá de lo esperado. Herrera recién logró desocuparse pasadas las once de la noche, pero al menos fue capaz de terminar todos los pendientes; así, si no ocurría ningún otro suceso particular, a la mañana siguiente podría empezar con la agenda del día en curso, lo cual le daría el tiempo suficiente para sus actividades extra laborales. Esa noche entonces la dedicaría

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a descansar, y así recuperarse de parte del sueño acumulado, y del remanente del dolor del golpe de la noche anterior. Cuando estaba abriendo la reja de su casa, un vehículo con los colores característicos de la PDI se detuvo frente a su casa con balizas y sirenas apagadas, desde el cual bajó su único ocupante. —Buenas noches señor Herrera. —Detective Guzmán, ¿se encuentra bien?—preguntó Herrera al reconocer al detective—. ¿Anda solo, sin su amigo loco? Pase, adelante. Algunos minutos después, Herrera se sentó a la mesa con Guzmán, trayendo consigo un par de tazas de café. El detective bebió un par de sorbos y rompió su mutismo. —Señor Herrera, necesito que conversemos acerca de todo lo que está pasando. Anoche yo estaba siguiéndolo, y vi todo lo que sucedió hasta poco antes que Aparicio Pérez fuera salvado de su ataque con la vara de olivo—dijo Guzmán—. Yo no soy un hombre de mente abierta, soy un detective formado profesionalmente, por tanto me baso en hechos, y los hechos me llevan a la conclusión que usted conoce a Aparicio Pérez de antes, que él tiene algo como una deuda pendiente de algún tipo con usted, y que dicha deuda fue protegida por otra persona más. —¿Me va a salir con la historia de locos del otro día, detective?—dijo Guzmán, mientras bebía su café y comía un sándwich de cena. —Señor Herrera, vengo a que me explique cómo reconoció a Aparicio Pérez, por qué quiso matarlo con su palo de olivo, y quién cree usted que pudo haberlo

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defendido golpeándolo a usted por la espalda—respondió Guzmán. —Quien me golpeó fue la misma persona que lo desmayó sin lastimarlo, detective—dijo Herrera. —¿Sabe quién es esa persona?—preguntó Guzmán. Herrera siguió comiendo su sándwich y tomando su café en silencio, cuando terminó levantó la mesa y se fue a la cocina, para volver algunos minutos después con las tazas lavadas, un hervidor eléctrico lleno de agua, un tarro de café y un azucarero. Sin preguntar nada sirvió dos tazas de café y se sentó frente a Guzmán. —No tengo ningún hecho demostrable que contarle, detective—dijo finalmente Herrera, luego de lanzar un sonoro suspiro—. Lo que puedo hacer es contarle una historia muy loca, tanto o más loca que la que nos contó la fiscal, y su amigo el detective psicópata. No sé si lo que le puedo contar entrará en esa mente cerrada suya. —No me sirve que me cuente una historia desde el punto de vista de la investigación—dijo Guzmán—, pero creo que sería al menos interesante escuchar esa historia loca. Después veremos si logra abrir algo de mi mente con su relato. —Pero primero necesito que me cuente la versión que usted sabe, para no empezar de cero, ¿es posible?—preguntó Herrera. —Creo que a estas alturas del partido no pierdo nada con contarle la versión que nos dio la vidente—respondió Guzmán, para después contarle a Herrera toda la historia que les había relatado Condemarín.

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Herrera guardó silencio un par de minutos, luego simplemente sonrió. —Bien, supongo que es su turno, señor Herrera—dijo Guzmán. —Interesante el cuento que les contaron, ¿y en base a esa evidencia me arrestaron?—dijo Herrera, sin dejar de sonreír—. Bueno, mi historia es algo peor. Digamos que lo que les dijeron tiene partes reales, y otras no tanto, al menos dentro de mi versión. —Deje de darse más vueltas que mojón en el agua Herrera—interrumpió Guzmán—. Si ya estamos en esto, diga lo que sabe y punto. —Está bien—dijo Herrera—. Efectivamente conozco a Aparicio Pérez hace muchos años. Tal como les contaron, Aparicio fue herido en la revolución de 1891, y recibió esta posibilidad de rejuvenecer su cuerpo a cambio de entregarle sacrificios humanos al alma de este árbol maldito. Las leyendas respecto del sauco son muchísimas, se pueden encontrar en diversas culturas alrededor del mundo, pero todas giran en torno a su poder como árbol del mal. El alma de este árbol maldito reside en el infierno, y es parte del alma de un poderoso demonio cuyo nombre es impronunciable para los seres humanos, y que utiliza a este árbol como nexo entre él y los brujos que lo invocan y le piden favores, a cambio de una cuota en almas y fluidos humanos. —Usted no se ve tan joven ni corpulento como Aparicio, Herrera—dijo Guzmán. —El bien y el mal son las dos caras de la moneda llamada vida, Guzmán—dijo Herrera—. Tal como el mal tiene métodos para alimentar su poder, el bien tiene los suyos

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para luchar contra dicho poder mal habido. Diferencias hay muchas, y una de ellas es el carácter… digamos estético de la eternidad física de quien lucha contra el mal. El demonio alimentado por el alma del sauco ofrece juventud, belleza y corpulencia, pues ello apela a la vanidad de las almas humanas corruptas, y le sirve como gancho para captar a aquellos que no tienen claros sus valores. Quienes luchamos por el bien, no necesitamos lozanía para cumplir nuestro cometido, sólo salud y la convicción de hacer lo correcto desde el lado correcto. —Entiendo, ¿y cómo se mantienen vivos y sanos, no hacen nada para…? No sé cómo preguntarlo—dijo Guzmán. —No sé detective. Yo soy lo que soy, lo que siempre he sido, no sé por qué ni cómo. Simplemente sé que lucho contra el mal, que es una guerra que libraré mientras esté en este mundo, y que seguiré librando si después de esta vida me lo piden. —¿O sea que Aparicio y usted eligieron caminos distintos a la misma edad, él matando y usted no haciendo nada, y él decidió hacerlo matando sólo para verse mejor?—preguntó Guzmán. —Detective, ¿qué le hizo suponer que yo tengo la misma edad que Aparicio? —A ver, usted nos mostró aquella vez el daguerrotipo donde aparecen juntos, y se ven casi de la misma edad—dijo Guzmán—. De hecho Daniel me envió por mail copias de las fotografías, y las tengo acá en mi celular. —Vea las fotos y dígame que nos vemos de la misma edad—dijo Herrera.

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Guzmán ubicó rápidamente las fotos del daguerrotipo; después de algunos segundos examinándolas, enderezó la cabeza y miró fijamente a Herrera. —Tiene razón, usted se ve igual que ahora, no de la misma edad de Aparicio… ¿qué edad tiene, Herrera? —Se me olvidó detective—respondió Herrera—. Perdí la cuenta cuando cumplí quinientos años, y estaba luchando en las cruzadas… si las matemáticas no me fallan, debo estar por los mil quinientos, más o menos.

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XXII Héctor Guzmán miraba en silencio a Gabriel Herrera, o como fuera que se llamara su interlocutor. En esos momentos deseaba poder pararse, darle un puñetazo en la cara e irse, y poder olvidarse de ese maldito caso repleto de inconsistencias y locura; sin embargo debía seguir la estrategia de la fiscal, como parte de un plan para lograr aclarar el origen de los homicidios y capturar a todos los involucrados. Aún le costaba creer que el mismo hombre que se negó a hablar con ellos tildándolos de locos, ahora narraba una historia tanto o más ridícula que la relatada por Condemarín. —Bueno, entonces ¿por qué estaba con Aparicio trabajando de estibador y de marino mercante en un país de mala muerte alejado de sus orígenes?—preguntó el detective. —No tengo lugar de origen en la Tierra Guzmán, nada es cerca ni lejos—respondió Herrera—. Mi misión en este mundo es alejar a los seres humanos de las garras de los embaucadores del mal, y guiarlos hacia el bien. Si en el camino además logro que alguien se convierta en una suerte de heredero de mi misión, puedo dejar ese lugar y seguir sembrando en otra parte del planeta. —A ver, ¿me quiere decir que lleva más de cien años acá, y no ha encontrado a quién heredarle su misión? ¿Tan pencas somos?—preguntó Guzmán.

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—Encontré heredero hace más de ciento veinte años, su nombre era Aparicio Pérez—respondió Herrera, con una mezcla de rabia y pena. —Ahora empiezo a entender todo este enredo… ¿y qué pasó, se cambió de bando, lo traicionó?—preguntó el detective, intrigado. —Fue seducido por la oferta de la oscuridad—respondió Herrera—. Le ofrecieron vida eterna y juventud eterna, apelaron a su vanidad y aceptó sin pensar, deseoso de mantenerse joven y musculoso para siempre. Lo que no le dijeron era que tendría que destinar casi todo su tiempo para mantener esa juventud y esa lozanía, y que las posibilidades de gozar quedarían reducidas al mínimo. —Y eso sin contar que usted lo perseguiría hasta darle caza—agregó Guzmán. —No, yo nunca lo he perseguido, no es mi misión perseguir a nadie—dijo Herrera. —¿Y por qué permanece acá entonces, si podría estar en otro lado haciendo el bien? Eso es una pérdida de tiempo horrible—dijo Guzmán. —Tengo que encontrar un heredero a quien dejar mi legado en estas tierras, Guzmán—respondió Herrera—. Y respecto del tiempo, claramente nuestras escalas temporales no son comparables detective, y si hay algo que no tengo, es apuro. —Entonces hay que darle caza a Aparicio para acabar con los homicidios, y usted tiene que encontrar un heredero de su trabajo para abandonar el país o la región—dijo Guzmán. —Y además debo buscar a quien me impidió acabar con Aparicio, y que lo hizo desmayar sin lastimarlo, detective—dijo Herrera—. Esa alma maldita fue la que

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llevó a Aparicio al camino del mal, gracias a ella tenemos un asesino serial en vez de un guardián en estas tierras. —¿Y qué van a hacer cuando se encuentren, se van a agarrar a palos acaso?—preguntó Guzmán, con una leve sonrisa en su rostro. —Todos los seres del reino animal tienen alma, detective. Los humanos tenemos un alma individual, los animales tienen una grupal por cada especie. Plantas y árboles no tienen alma, salvo los árboles sagrados, que son extremadamente pocos. Tanto el olivo como el sauco lo son, uno para el lado del bien, otro para el mal. El hecho que sean tan pocos es por un motivo: dichas almas son extremadamente poderosas, y en manos de alguien con una misión en este plano, son armas casi invencibles. Si usted golpea con mi vara a alguien, le causará el daño propio del golpe de una vara cualquiera; si yo lo hago, y el receptor del golpe es alguien común y corriente, morirá en el acto. Si quien recibe el golpe está consagrado al mal, el alma del olivo aniquilará esa alma maligna para siempre—respondió Herrera, borrando la sonrisa del rostro del detective. —O sea que no es solamente por la zona en que golpea—dijo pensando en voz alta Guzmán. —Aparte de estos casos, ¿ha visto mucha gente que muera de un solo golpe en la cabeza dado con una vara de madera algo más gruesa que un palo de escoba, detective?—preguntó Herrera—. Porque es cierto que Aparicio tiene mucha fuerza, pero si fuera sólo por eso, probablemente ya habría quebrado su vara en algún golpe, y le aseguro que eso nunca ha sucedido. Y supongo que cuando me arrestaron usted manipuló mi vara de olivo, y se habrá dado cuenta de lo liviana que es. ¿Podría usted

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matar a algún adulto sano de un solo golpe en la cabeza con ese trozo de madera? —Maldición, nunca lo había pensado, ¿cómo tan huevones?—dijo Guzmán, incómodo por el detalle que se les había pasado a todos. —Bien detective, ¿qué le pareció mi cuento?—dijo de pronto Herrera. —¿Qué? ¿Cómo que cuento?—preguntó Guzmán, sorprendido. —Usted me contó la historia que les contó la vidente, de un modo u otro le creyeron que había seres de más de ciento cuarenta años dando vueltas por Santiago. Ahora yo agrego otra persona más, y en vez de ciento cuarenta, alego tener mil quinientos años, ¿qué le parece esta versión del cuento, me cree a mí o a su vidente?—dijo Herrera. Guzmán quedó sin palabras: había escuchado a Herrera como quien prestaba una declaración, y ahora se encontraba frente a la misma disyuntiva que lo había enfrentado a la fiscal y a su compañero, la manifiesta irracionalidad del relato. —Cuando llegó a hablar conmigo, lo primero que me dijo es que usted no es de mente abierta, detective—dijo Herrera—. Ahora está lidiando con dos historias irracionales, que de algún modo parece sentir como reales o al menos plausibles, porque cuando le dije que era un cuento lo noté descolocado. —Estoy totalmente confundido… no sé qué creer de toda esta mierda… sólo tengo claridad de los hechos acaecidos, y en los que me he visto envuelto—dijo Guzmán, visiblemente alterado—. Sé que hay decenas de

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muertos, incluyendo a un fiscal, sé que algo o alguien me desmayó sin golpearme, sé que alguien lo golpeó, sé que usted seguía a alguien corpulento para darle un palo por la espalda… sé que una vidente dice que el asesino tiene ciento cuarenta años, que usted dice tener mil quinientos, y que yo apenas aspiro a llegar a los setenta u ochenta, si es que no muero antes de los cincuenta en algún operativo, o infartado de tanto comer mierda para sobrevivir los turnos. Y ahora sé que no quiero seguir en este caso. —Creo que debería hablar con su compañero detective, usted parece ser una buena persona, que intenta seguir las reglas y ceñirse a lo que aprendió. Creo que usted aún puede ser útil en este caso—dijo Herrera. —Sí, necesito conversar en calma con Daniel, sin que estén la fiscal ni el prefecto presentes—dijo Guzmán—. Pero bueno, eso deberá esperar, él ahora anda interrogando a la otra sospechosa. —¿Una mujer?—preguntó Herrera, extrañado. —No se haga el tonto Herrera, usted y yo sabemos que María Condemarín fue quien me aturdió sin lastimarme y quien lo golpeó a usted. De hecho no tiene coartada, ha estado siempre metida en el cuartel para diversos casos, conoce cómo trabajamos, nos conoce personalmente casi a todos en la Brigada de Homicidios. Además, con eso de que sea vidente… —Detective, no sé de quién está hablando—interrumpió Herrera. —Vamos Herrera, María Condemarín es la vidente que trabaja como ayudante de la PDI en estos casos extraños—dijo Guzmán, algo molesto—. ¿Quién más podría ser la persona con ese olor a colonia barata que me hizo dormir con sus poderes algo mágicos?

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—Detective Guzmán, yo sólo puedo responder de lo que sé—respondió Herrera—, y hasta donde yo sé, nunca ha habido una mujer involucrada en este conflicto. El nombre que me acaba de decir, María Condemarín, es primera vez que lo escucho, y no tiene que ver ni con Aparicio ni conmigo. —Y si no fue ella, ¿quién mierda fue quien hizo todo lo que pasó anoche, Herrera?

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XXIII

María Condemarín estaba terminando de arreglar las cosas de la pieza de su casa que usaba como oficina durante esa noche, pues tenía una clienta pudiente citada a las ocho de la mañana, para no interferir con los trámites pendientes de una de sus empresas. La mujer buscaba darle un aspecto agradable y acogedor al lugar, para que sirviera como una suerte de oasis para quienes la visitaran, y sintieran la confianza suficiente para contarle todos los detalles que le permitieran a ella darle los mejores consejos basados en su intuición y en la información que le entregaban las entidades a las que ella acudía por ayuda y guía. Gracias a su preocupación permanente por los detalles, sus clientas acudían a ella cada vez que necesitaban, además de un consejo, de alguna palabra cariñosa o de un golpe anímico que las sacara del status quo en que muchas se sentían sumidas, del cual culpaban a la vida que les había tocado vivir, y que finalmente comprendían que era fruto de sus actos, omisiones y decisiones. Cuando faltaban tres minutos para las diez de la noche, se dirigió a la puerta de calle y la abrió, encontrando al inspector Saldías con la mano levantada y empuñada, listo a golpear para anunciar su llegada. —Hola Daniel, ¿cómo estás mi niño querido?—dijo la vidente, abrazando y besando al sorprendido detective.

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—Alguna vez me tendrás que enseñar a hacer ese truco Maruja, me van a subir los bonos hasta el cielo con mis jefes y las mujeres—dijo Saldías, correspondiendo el abrazo. —Pasa mi niño, ¿quieres algo de comer?—preguntó la mujer, llevando a Saldías hasta el comedor de su casa. —Podría ser una marraqueta con arrollado—respondió Saldías, sacando una risa de labios de Condemarín—. Hoy a mediodía el prefecto me contó, creo que el pobre lolo casi se infartó cuando le hiciste esa talla. —Pobre, se veía tan jovencito y flaquito en ese auto viejo, más encima disfrazado de ninguna cosa, me dio pena y por eso le llevé el pan que le gusta—dijo Condemarín—. Ojalá no le haya traído problemas con Arnoldo, no era esa mi intención. A veces Arnoldo se pone un poco enojón, estoy segura que si me deja limpiarle el aura, le cambiará la vida. —Parece que de verdad tienes poderes mágicos Maruja, eso de adivinar el sándwich o de abrir la puerta antes que yo golpeara… qué bueno tener una amiga bruja como tú—dijo Saldías, sonriendo. —No uses esa palabra conmigo Saldías, soy vidente, no me dedico a la nigromancia—respondió la mujer con una voz seca, ruda y sin sentimientos que casi paralizó a Saldías, para luego volver a su voz y actitud de siempre—. ¿A qué se debe tu visita, mi niño? —Ehh... ah, claro, la visita—titubeó Saldías, mientras recobraba la compostura—. Maruja, la fiscal Pérez me envió a hablar contigo. —Ah, Marta… ella es una buena mujer, con una gran responsabilidad sobre sus hombros. La lucha entre su cargo y su amistad con el fiscal muerto y su familia la

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tienen en un limbo del que no puede salir. Ojalá ella logre la paz interior que necesita para obrar bien en este caso—dijo Condemarín, mirando a la nada—. ¿Y qué necesitan de mí? —Maruja, ¿qué hiciste anoche?—preguntó Saldías. —Anoche me acosté temprano a ver la teleserie, tenía un poco de frío y como hoy tuve clientes a la tarde, no necesitaba levantarme temprano, salvo para preparar el almuerzo. —Ajá… oye Maruja, ¿y tus piernas cómo están? —¿Quieres verme las piernas, cochinón?—respondió la vidente, sonriendo. —Mis piernas están bien, tan fuertes como siempre. —¿No estás usando un bastón para afirmarte?—preguntó el inspector. —Por supuesto que no, si quieres pregúntale al detective que me estaba vigilando si me vio caminar con un bastón ayer a mediodía, cuando le regalé su pan con arrollado—respondió la mujer, para luego preguntar—. ¿Pasa algo malo, Daniel? —Anoche el detective encubierto… bueno, descubierto en este caso, identificó un olor que sintió antes de desmayarse en el vehículo, que coincidía con un olor que sintió horas más tarde Guzmán al desmayarse en la vía pública, cuando Gabriel Herrera fue atacado por la espalda por una persona encorvada, da baja estatura, con un bastonazo en su cabeza que le hizo perder el conocimiento—dijo Saldías, en tono formal—. El olor fue identificado por ambos detectives como el de tu colonia Patchulí. —Danielito, ¿me están acusando de golpear a un hombre por la espalda, después de todo el tiempo que he trabajado

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tratando de ayudarlos con sus casos difíciles sin cobrar ni un peso a cambio?—preguntó casi sollozando Condemarín. —Maruja, recuerda que yo soy mandado, la que dicta las diligencias es la fiscal, no yo—dijo Saldías, tratando de calmar un poco el ambiente—. Además no te está culpando de nada, simplemente quedan dudas respecto del olor que dos detectives sintieron antes de perder el conocimiento en circunstancias similares, y que ambos identificaron positivamente como la colonia que tú usas. —Pero Danielito, no soy la única persona que usa esa colonia, tal vez sí la única que ustedes conocen, pero eso no me hace cómplice ni autora de nada—dijo Condemarín, casi suplicante—. Yo entiendo que a veces tengan que buscar explicaciones extrañas para hacer descarte, pero esto es demasiado para mí, no sé si la Marta me odia, o está desesperada por encontrar algún culpable de lo que sea… —Maruja, entiende, no es nada en tu contra… —Y lo otro, ¿cómo es eso de que se desmayaron Héctor y Carlos al sentir el olor de una colonia?—interrumpió la vidente. —La fiscal supone que con tus poderes los desmayaste sin hacerles daño, Maruja—respondió Saldías. —¿Es que nadie entiende que vidente no significa bruja?, ¿acaso la fiscal no tiene un diccionario a mano?—dijo estallando en llanto Condemarín. —Maruja, la fiscal es una abogada, no sabe… —Entonces si no sabe, ¿por qué no pregunta, por qué no lee?—dijo entre sollozos Condemarín—. ¿O es tan difícil entender que en castellano vidente significa alguien que ve? Ese es todo mi poder, no hago embrujos, no uno ni

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separo parejas, no convierto a la gente en ranas, simplemente veo más allá, y las entidades que me apoyan ven por mí donde yo no alcanzo a ver. Eso es lo que hago cuando ustedes me llaman, veo cuerpos, veo entierros… no me merezco esto Danielito, yo voy a hablar con Arnoldo aunque se esconda de mí, y aunque nunca me deje limpiar su aura. —Ya Maruja, cálmate… ¿hay alguien que pueda confirmar que no saliste anoche?—preguntó Saldías, tratando de imitar el tono de voz cansino que usaba a veces Guzmán. —No Daniel, estuve sola, ya te dije—respondió la vidente, aun sollozando. —Bueno, de todos modos no hay ninguna identificación positiva posible en este caso, así que no hay nada que yo pueda hacer en tu contra—dijo Saldías—. Es probable que la fiscal te llame y te interrogue en mala, pero recuerda que es su trabajo, no es de mala voluntad. —Bueno Danielito… —Oye Marujita, siempre he tenido una duda—dijo de pronto Saldías, tratando de cambiar el tema—, nunca he entendido a qué te refieres con limpiarle el aura al prefecto, ¿qué onda? —Mira Daniel, Arnoldo siempre ha sido amoroso y respetuoso conmigo. Pese a que no cree nada de lo que yo hago o digo, nunca me ha faltado el respeto, y es uno de los pocos que anda trayendo el pañuelo que le regalé para la última navidad—dijo Condemarín—. Como te explicaba recién, mi capacidad está en ver lo que otros no ven, y dentro de esas capacidades está el ver el aura. El aura es como un envoltorio de energía que rodea todo el cuerpo, y que permite conocer el ánimo y la salud de cada

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individuo, por medio de los diversos colores que la componen. El problema es que cada cosa que nos sucede en la vida deja una huella en este envoltorio energético, lo que altera sus colores, y ello requiere ser limpiado para que tanto el cuerpo como el alma sigan funcionando como un todo armónico. —Ah, o sea que el prefecto Oyanedel tiene hartas yayitas entonces, por eso es que quieres limpiarle el aura, para que se le vea bonita como al resto de nosotros—dijo Saldías, sonriendo. —Mira Danielito, te voy a contar algo… extraño—dijo Condemarín—. Yo quiero mucho a Arnoldo, pero lo de su aura no es tan fácil como una suma de errores, hay algo muy raro en ella. —Maruja, que me digas que puedes ver esa cosa llamada aura para mí ya es raro… pero bueno, cuéntame qué es lo raro del aura del prefecto. —Su aura no es visible Daniel—dijo Condemarín. —¿La tiene trasparente?—preguntó Saldías, sonriendo. —No existe el aura trasparente Daniel, la de él… En ese instante un par de golpes en la puerta interrumpieron la conversación. María Condemarín se dirigió a abrir, y un extraño sentimiento la invadió al tomar el picaporte, el cual cedió en cuanto abrió la puerta y reconoció al visitante. Daniel Saldías estaba incómodo en el comedor, esperando a la dueña de casa. Pese a encontrar ridícula toda la situación, se sentía mal al haber hecho llorar a una mujer dulce y cariñosa, que pese a todo buscaba ayudar desinteresadamente a la policía con los dones que alegaba

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tener. A la distancia escuchó abrir la puerta, y la voz de Condemarín saludando cariñosa a su incidental visita; en ese instante se escuchó un golpe seco, una suerte de grito ahogado, y el golpe de un peso muerto cayendo al suelo de madera. De inmediato el inspector se puso de pie y corrió a la puerta con su arma desenfundada; en cuanto llegó al pasillo, vio el cuerpo de la vidente en el suelo, con la cabeza abierta sobre un charco de sangre que crecía a cada segundo. El inspector no alcanzó a dar dos pasos hacia el cuerpo de la malograda mujer, cuando sintió un impacto al lado izquierdo de su cabeza, cayendo desfallecido al suelo. Mientras la vida se escapaba por la abertura en su cráneo y su alma luchaba por aferrarse a un cuerpo que ya no servía para contenerla, sus desenfocados ojos lograron ver una vara de madera ensangrentada que no tocaba el suelo, justo antes de apagarse para siempre.

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XXIV Héctor Guzmán volvió al vehículo institucional, más confundido que cuando llegó al domicilio de Herrera. Con más preguntas que respuestas, esperaba que a su colega le hubiera ido mejor al interrogar a la vidente a esa misma hora, tal y como había ordenado la fiscal Pérez. Guzmán encendió el motor y las luces del vehículo, y vio aparecer frente a él a Herrera con un intercomunicador, que había dejado caer probablemente al sentarse en la silla del comedor en que compartió el café con el dueño de casa. Mientras el detective abría la ventanilla para recibir la radio, recibió una llamada telefónica del prefecto Oyanedel. —Héctor, ¿dónde estás? —Estoy saliendo de la diligencia ordenada por la fiscal en el domicilio de Herrera jefe. No me fue muy bien que digamos, hay que comparar la declaración de Herrera con la de Maruja—respondió Guzmán. —Héctor… hombre, tienes que ser fuerte… —¿Qué pasa, jefe?—preguntó extrañado Guzmán. —Me llamó hace un par de minutos la fiscal Pérez. Carabineros le avisó por un doble homicidio que sigue el modus operandi de Aparicio Pérez. —¿Ya le avisó a Daniel?—preguntó Guzmán, sin entender aún la frase del prefecto.

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—Héctor… la fiscal me dijo por teléfono que el sitio del suceso corresponde con el domicilio de la Maruja… cuando descubrieron los cadáveres, ella… —Conchesumadre… no puede ser… Herrera miraba en silencio cómo el rostro del detective Guzmán se desdibujaba mientras hablaba por celular. En cuanto colgó, el conductor miró a Herrera quien aún tenía la radio en su mano. —¿Qué pasó, detective? —Mataron a Daniel y a la Maruja… los mataron de un palo en la cabeza… el hijo de puta de Aparicio los mató en la casa de la vidente… Herrera corrió de inmediato a su casa, volviendo a los pocos segundos con una chaqueta sobre su vestimenta, y la vara de olivo en la mano derecha, para luego subir y sentarse en el asiento del copiloto, y dejar la radio sobre el panel del todo terreno. —¿Qué haces, Herrera?—preguntó Guzmán. —Voy con usted detective, llegó el momento de cobrar mi deuda. —Bájate huevón loco, este es un caso poli… —Escúchame bien Guzmán—dijo Herrera, tomando por el cuello con dos dedos al detective y apretando con una fuerza descomunal para alguien de su porte—. Me importa una raja si me crees o no, o si me quieres llevar o no, voy contigo y punto. Tú no tienes ninguna posibilidad de hacerle daño a Aparicio con tu pistolita y tus balitas: este huevón alimenta el alma de un demonio, y ese

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demonio hará lo que sea para salvar su fuente de alimentación. Así que ahora vas a manejar y vamos a ir donde te digan que guían las pistas, y yo te entregaré el cadáver de ese hijo de chacal con la cabeza abierta. Guzmán encendió el vehículo y se comunicó por radio con la central, para obtener información de los pasos a seguir para darle caza al asesino serial. Luego de una seguidilla de comunicaciones erráticas, Guzmán logró dar con el domicilio de Condemarín, para hablar directamente con la fiscal y ver si podía conseguir alguna pista para acabar con el asesino muerto o tras las rejas. En cuanto llegó al lugar dejó en el vehículo a Herrera y se dirigió al sitio del homicidio, en donde se encontraban la fiscal Pérez, aun sollozando, y Albornoz, el funcionario del Servicio Médico Legal, quien miraba fijo una de las lonas en el suelo. —Tito… pucha, no sabes cuánto siento esto… viejo, por favor no descubras la lona, quédate con el recuerdo del Daniel de siempre—dijo Albornoz, sin recibir más respuesta que una fría mirada. Guzmán se agachó y levantó la lona más cercana a la puerta, bajo ella estaba el cadáver de María Condemarín, con la cabeza rota y una especie de expresión de bondad en su rostro; luego pasó al lado de la fiscal y de Albornoz, para descubrir el cadáver de su compañero y amigo, al que había llevado a todos los sitios en que fuera requerida su presencia, y que había aprendido a respetar y querer pese a su extraño carácter. Su cuerpo estaba alineado hacia la puerta, y en su mano derecha aún estaba su arma de

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servicio empuñada, lista para ser usada pero sin evidencias de haber sido percutada. Guzmán puso su mano derecha sobre el cuerpo de su amigo, y luego de jurar en silencio venganza, se persignó y lo volvió a cubrir. —Tengo a toda la gente de laboratorio de la PDI y de Carabineros buscando evidencias que nos guíen hacia el paradero de Aparicio Pérez, detective—dijo la fiscal, tratando de controlar sus emociones. —Haga lo que quiera señora, no me interesa el caso, voy a cazar a ese conchesumadre y a reventarle la cabeza con lo que sea que tenga a mano—respondió el detective, volviendo al vehículo, donde lo esperaba Herrera. —Detective, tu radio sonó varias veces, un tipo de apellido Jiménez repetía que te comunicaras con él por línea baja. No toqué la radio, por si acaso—dijo Herrera, sin hacer comentarios ni preguntas evidentes. Guzmán sólo asintió con la cabeza, sacó su celular, y buscó en sus contactos el número del detective que había estado a cargo del seguimiento de María Condemarín. —Jiménez, ¿pediste que te llamara a tu teléfono? —Guzmán, qué bueno que entendiste el mensaje—respondió Jiménez, aliviado—. Te tengo una información… no le he dicho a nadie, prefiero contarte y que tú decidas qué hacer. —Habla. —Encontré una edificación en Las Condes donde está trabajando el sospechoso Aparicio Pérez. Estoy en estos momentos frente a la obra y el individuo aún se divisa en

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su interior, como si estuviera esperando a alguien. No le he avisado a nadie, y después de… lo que pasó esta noche preferí contarte a ti primero—dijo Jiménez. —Cresta Jiménez, ¿cómo chucha diste con ese hijo de puta? Daniel y yo estuvimos dos años sin lograr nada, y tú apareces de repente en la investigación y lo encuentras—dijo enrabiado Guzmán. —Recibí un mensaje de texto de un número protegido con la información Guzmán, alguien me dio el dato, no tengo mérito alguno—respondió Jiménez—. ¿Qué quieres que haga? —Dame la dirección y ándate al cuartel, si preguntan por mí, no tienes noticias mías desde que nos juntamos con la fiscal y el prefecto. —Está bien, te envío los datos por sms. Estamos en contacto Guzmán. Luego de leer la dirección, Guzmán encendió el motor e inició una carrera desenfrenada hacia el lugar en que se encontraba Aparicio. A su lado Herrera sujetaba con las dos manos uno de los extremos de su vara de olivo, mientras el otro se apoyaba en el piso de la cabina del vehículo; en esos instantes su mente estaba despertando los conocimientos adquiridos mil años atrás, para llevar a cabo el combate final contra quien había causado tanto daño todo ese tiempo, y que lo había dejado estancado sin poder dejar su legado durante más de cien años. De pronto el vehículo se detuvo frente a un edificio en construcción, y un objeto duro y frío se apoyó en el lado izquierdo de su tórax.

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—Se acabó el juego Herrera—dijo Guzmán, apoyando su arma de servicio en las costillas del copiloto—. Tú no sabes cómo manejar esta situación, no estás entrenado, y no eres rival para un tipo de la envergadura de Aparicio. Te vas a colocar las esposas que te voy a pasar… Sin decir palabra ni hacer algún ademán, Herrera tomó el cañón de la pistola con su mano derecha, mientras descargaba un poderoso codazo en la cara de Guzmán, quien quedó aturdido de un solo golpe. El viejo guerrero dejó el arma de Guzmán sobre el panel del vehículo, y bajó armado con su vara a cerrar el capítulo abierto un siglo atrás.

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XXV Aparicio Pérez estaba en la obra donde trabajaba de día, desde las nueve de la noche, cubriendo el puesto del rondín que había sido asaltado esa tarde y había quedado a mal traer luego de la golpiza que le dio el asaltante. Como no había tiempo para conseguir un reemplazo, su jefe le pidió a él que hiciera las labores de vigilancia esa noche, por ser el más grande de sus empleados, y por ser el único capaz de trabajar sin cansarse de toda la gente que había tenido alguna vez a su cargo. El jefe le había ofrecido el doble del sueldo por esa noche, y el día siguiente libre, por lo que tendría un día entero a su disposición para pensar en su futuro, y decidir cuánto tiempo más se quedaría en ese trabajo, en Santiago, o inclusive en Chile. Cuando llegó su jefe se preocupó al verlo cojear de su pierna derecha, para luego respirar tranquilo al verlo sacar de su pantalón un largo palo de una madera oscura y aparentemente muy dura; estaba claro que sólo debería entregarle la linterna, pues la luma que tenía para hacer la ronda era ridícula al lado del arma que traía consigo el reemplazante del rondín. Luego de explicarle sus funciones, dejó a Aparicio a cargo de la vigilancia, con la tranquilidad de saber que todo estaría igual que como lo dejó a la mañana siguiente. Aparicio caminaba relajado por el terreno de la obra. El silencio le permitía notar cada detalle de lo que sucedía a

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su alrededor, facilitando su trabajo. De pronto escuchó un crujido cerca del muro que separaba la edificación de un terreno baldío usado por drogadictos para dar rienda suelta a sus adicciones, por lo que no se preocupó mayormente: justo cuando pasaba por dicho muro, un violento golpe en su cara lo derribó, dejándolo totalmente mareado y con la vista nublada. —¿Me recuerdas, hijo de chacal?—preguntó Herrera, luego de darle el puñetazo a Aparicio. —¿Gabriel? ¿Cómo chucha me encontraste? ¿Qué quieres?—gritó Aparicio, poniéndose de pie y levantando su vara de sauco. —Venganza, conchetumadre—respondió Herrera, abalanzándose de frente contra Aparicio. Aparicio empezó a blandir su vara de diestra a siniestra, tratando de mantener alejado a Herrera; sin embargo, la experiencia de siglos en diversos campos de batalla salió a relucir en cuanto empezó la refriega. Herrera dejó pasar de largo uno de los bastonazos de Aparicio, para golpear con precisión el dorso de la mano de su rival quien dejó caer su arma en el acto, presa del dolor; acto seguido el guerrero ancestral giró bruscamente sobre su eje, extendiendo el brazo con la vara en el instante preciso para descerrajar un golpe tan violento a la cabeza de su ex amigo, que arrancó de cuajo todo lo que había por sobre los ojos. Aparicio quedó paralizado algunos segundos, mientras una gran cantidad de sangre negra y espesa manaba desde su cráneo destapado hacia sus pies, recorriendo su estático cuerpo; de un momento a otro cayó de rodillas, para finalmente dar con su humanidad

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contra el suelo para no volver a levantarse más, mientras su alma viajaba rauda hacia la nada, para empezar a purgar en inexistencia sus pecados, hasta obtener el derecho a ser castigado cuando sus plazos se cumplieran. Gabriel Herrera se acercó al cuerpo sin alma, por fin había cobrado venganza, y teniendo el camino libre por delante, tendría el tiempo suficiente para buscar a quién heredar su misión en esa parte del planeta. En ese instante algo hizo que subiera bruscamente su vara hacia su cabeza, a tiempo para recibir en ella un golpe tal que lo hubiera dejado en el mismo estado en que él dejó a Aparicio; tal fue la potencia del golpe, que su propia vara dio contra su sien y lo derribó, dejándolo a merced de su atacante, quien de inmediato le pisó la muñeca derecha, y de un puntapié alejó el arma de olivo de su mano. —Sigues igual de suertudo que siempre, Gabriel—dijo su atacante, apuntándolo con un bastón de mano hecho de una rama de sauco. —Por fin apareciste, maldito chacal—dijo Herrera, mirando a los vacíos ojos de su atacante—. ¿Cómo lograste esconderte tan bien todo este tiempo? —Estos últimos años han sido los más fáciles de toda mi vida terrenal—respondió su agresor, asegurándose que la vara de olivo estuviera a metros de Herrera—. En un rincón del mundo donde se le rinde pleitesía al poder, me escondí en medio del poder. —¿Te disfrazas de terno y corbata, maldito chacal? ¿Qué diría el demonio putrefacto al que alimentas y adoras?—preguntó Herrera, respirando por la boca para soportar el

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hedor que manaba del brujo del mal, cubierto por una colonia de mala calidad. —Mi señor no cuestiona las formas, en la medida que yo y mis conversos lo alimentemos—respondió el brujo, mirando con desdén el cadáver de Aparicio—. Lástima que mataste a Aparicio, era bueno haciendo mi pega… pero bueno, con tal de acabar contigo, valió la pena la emboscada. —Esto aún no termina maldito chacal—dijo Herrera, mirando a todos lados para decidir luego su siguiente jugada—. ¿Y cómo te llamas ahora? —¿Ahora? Ahora me llamo Arnoldo Oyanedel, prefecto de la Brigada de Homicidios de la PDI.

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XXVI Gabriel Herrera miraba para todos lados, buscando una salida a su predicamento. Muchas veces había estado en riesgo de perder su vida, cosa que por lo demás no le preocupaba; sin embargo, el pensar que parte de su energía alimentaría a algún demonio del averno lo tenía totalmente descompuesto, y tratando de ganar tiempo para recobrar fuerzas y continuar la batalla. —Muy inteligente elección, chacal—dijo Herrera—, así podías vigilarme sin inconvenientes usando a Saldías y a Guzmán, y claro, a la vidente. —Qué gran traílla de esclavos estúpidos, eran tan fáciles de manipular y mandar desde mi cargo—dijo Oyanedel, sonriendo—. No me costó mucho desviar la investigación estos dos años, hasta que mi esclavo Aparicio cometió el error estúpido de chocar y matar a ese abogado... por eso planté esa tarjeta tuya en la casa de Aparicio, y urdí toda esta trampa. Con este huevón siendo perseguido por mi gente, podía quedar la escoba en cualquier momento, y necesitaba sacarme a todos de encima. De verdad quise pensar que mi esclavo iba a poder matarte, pero te subestimé. —¿Y tenía que morir tanta gente, chacal?—preguntó Herrera. —No, pero cada muerto servía para dos propósitos: alimentar a mi señor, y ser parte de mi rompecabezas—

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respondió Oyanedel, mientras presionaba con más fuerza con su pie la muñeca de Herrera—. Matar al fiscal Gutiérrez sirvió para desviar la atención de mi gente y meterte más en mi círculo… a la Maruja la maté por gusto, porque me tenía hinchado con su tontera de mi aura… pobre tonta, sus espíritus ayudantes nunca supieron quién o qué soy yo, y nadie le dijo que mi estirpe no tiene aura; por lo menos me sirvió lo de sus pañuelos ordinarios con colonia rasca para ocultar en parte mi olor natural e involucrarla al final de todo esto. A Saldías lo maté por necesidad, porque estaba ahí, el huevón ese se creía demasiado el cuento… y finalmente llegamos a ti, mi némesis. —Golpea de una vez chacal, no le temo a la muerte ni a tu puto señor. —Ni mi señor ni yo te tememos tampoco Gabriel—dijo Oyanedel, mientras cargaba con más fuerza la muñeca de Herrera—. Bien guerrero, nos vemos en el fin de los tiempos. Oyanedel levantó su bastón, mientras Herrera lo seguía mirando a los ojos sin pestañear. Cuando estaba a punto de descargar el golpe final, un fino silbido de viento lo desconcentró: una fracción de segundo después, la vara de olivo impactaba su sien derecha, abriendo un gran surco sobre su oreja, que se detuvo apenas al llegar a la mitad del ancho de la cabeza, para luego salir por donde mismo había entrado. En ese instante Herrera logró liberarse, ponerse de pie, y llevarse consigo a una distancia segura a Héctor Guzmán, quien sujetaba firmemente la vara en su mano.

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Oyanedel estaba tieso, con el cráneo abierto y la mirada del ojo que le quedaba perdida en el infierno. De pronto su cuerpo empezó a arder espontáneamente, hasta consumir todo y quedar convertido en cenizas, las que siguieron ardiendo hasta que la última chispa se extinguió flotando en el aire. Guzmán miraba casi extasiado la escena, tratando de entender lo que había pasado. —Por fin vengaste a Saldías, Guzmán. Y de yapa, viste algo que ningún humano que yo conozca había visto: la extinción total de un alma. Regocíjate, en estos mil quinientos años en este planeta apenas he ejecutado la muerte segunda de cinco almas, y tú en menos de cuarenta ya llevas una—dijo Herrera a un confundido Guzmán. —¿Qué… qué mierda pasó?—preguntó el detective. —Parece que encontré a mi heredero—respondió Herrera. Un mes después, Héctor Guzmán llegó al domicilio de Gabriel Herrera en su vehículo particular. Luego de pasar dos semanas aprendiendo los secretos básicos de su nueva misión de vida, el recién ascendido inspector estaba listo para empezar su nueva vida, en paralelo a su carrera profesional. Dada su corta edad podía seguir siendo él mismo algunas décadas, luego de lo cual debería desaparecer para reaparecer en otro lugar, con otro nombre y profesión, y seguir el camino que creía que la vida había definido para él, pero que él mismo había elegido mucho tiempo antes de nacer. Al bajar del vehículo vio que la casa de Herrera había sido rematada, y que un camión de mudanzas estaba sacando todos sus

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muebles. De pronto una mano sujetó con firmeza su hombro. —Hola Gabriel, vine a despedirme—dijo Guzmán, sin mirar atrás. —Hola Héctor. Sí, llegó la hora de partir. Ya te enseñé lo básico, ahora deberás aprender a proteger a la gente del bien, a distinguir el olor del mal, y acostumbrarte a una vida en soledad, hasta que seas llamado a rendir cuentas, cuando tu tiempo termine—dijo Herrera, para luego dar la vuelta, y sacar desde un bolso una vara de olivo—. Toma, vas a necesitar esto. Ya sabes cómo usarla, pero recuerda practicar con ella para que no te pillen por sorpresa. —Gracias Gabriel… es bonita… —Sí, por lo menos ahora es fácil conseguir la madera de olivo, basta con ir a Elqui o Azapa—dijo Herrera—. Para fabricar la mía tuve que ir a Jerusalén, en una época no muy pacífica ni tranquila que digamos. —Aún tengo muchas dudas, pero por mientras necesito preguntarte, ¿cómo se hace para impregnar la madera, y qué resina debo usar para que dure?—preguntó Guzmán, sacando una sonrisa en Herrera. —No hay que echarle nada a la madera, el olivo es un árbol oleoso que no requiere de ese tipo de cuidados. —Entonces, ¿qué es la mancha que tiene tu vara?—preguntó Guzmán, recordando el interrogatorio. —Ah, era eso… aún no estás preparado para entenderlo, creo que lo conversaremos más adelante, cuando venga de visita a pedirte cuenta de tus labores, así que paciencia. —¿Y cuándo será eso, maestro?—preguntó Guzmán, con cierta reverencia.

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—Luego creo yo, ¿te parece en unos cien o ciento veinte años?

FIN

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