La última lección

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BasketAmericano 1 Norbert Schmidt/SI LA ÚLTIMA LECCIÓN Enrique García / BasketAmericano Apenas habían pasado unas horas desde que llegó a casa. Las maletas estaban aún sin deshacer, pero él quería marcharse ya. En su mente todavía estaba fresca la imagen de las decenas de personas que le habían reconocido en el aeropuerto y le habían dado sus ánimos. No podía soportarlo. Cada vez que apartaba la mente de su fracaso durante un breve tiempo, alguien volvía a recordárselo. –“¿Dónde vas a poner esto?” – le preguntó su madre Helga, sosteniendo el trofeo que le acreditaba como MVP de la NBA. – “No lo sé. Déjalo ahí mismo” – respondió él, señalando con desdén un estante vacío. Dirk Nowitzki fue a buscar el teléfono y llamó a Holger Geschwindner. Le dijo que no iba a poder aguantar así ni una sola semana, y menos aún un verano entero. Quería marcharse lejos de todo, y su mentor tenía que ser también su acompañante.

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El viaje que cambió la carrera y la vida de Dirk Nowitzki

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Norbert Schmidt/SI

LA ÚLTIMA LECCIÓN

Enrique García / BasketAmericano

Apenas habían pasado unas horas desde que llegó a casa. Las maletas estaban aún sin deshacer, pero él quería marcharse ya. En su mente todavía estaba fresca la imagen de las decenas de personas que le habían reconocido en el aeropuerto y le habían dado sus ánimos. No podía soportarlo. Cada vez que apartaba la mente de su fracaso durante un breve tiempo, alguien volvía a recordárselo. –“¿Dónde vas a poner esto?” – le preguntó su madre Helga, sosteniendo el trofeo que le acreditaba como MVP de la NBA.– “No lo sé. Déjalo ahí mismo” – respondió él, señalando con desdén un estante vacío. Dirk Nowitzki fue a buscar el teléfono y llamó a Holger Geschwindner. Le dijo que no iba a poder aguantar así ni una sola semana, y menos aún un verano entero. Quería marcharse lejos de todo, y su mentor tenía que ser también su acompañante.

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– “Quizás es hora de hacer ese viaje a lo mo-chilero por Australia del que tanto hemos ha-blado” – dijo el jugador de los Dallas Maveric-ks. – “No puedo soportar esto ni un segundo más”.Así que unos días después, tras haber reali-zado los preparativos oportunos, allí estaban Holger y Dirk, mentor y pupilo, viajando des-de Berlín hasta Sidney, cada uno con una sim-ple mochila con lo básico para el viaje como equipaje.

El desplazamiento requería una escala obliga-toria en Dubái, y decidieron retrasar la con-tinuación del viaje hasta tierras australianas para poder conocer la ciudad más grande de los Emiratos Árabes Unidos. Se alojaron en el Burj Al Arab, el lujoso hotel que presume de ser “el único con 7 estrellas” de todo el mundo, y donde pasaron tres noches. Nowitzki quedó impresionado por las pistas interiores de nie-ve artificial que tenían dentro del mismo hotel para poder esquiar, pero no pudo disfrutarlas porque en su contrato se especificaba que esa era una de las actividades de riesgo que no podía realizar.Pasearon por el histórico barrio de Al Bastakiya y visi-taron la Mezquita Jumeirah, sin olvidarse de conocer el Burj Khalifa, el rascacielos más alto del mundo, y la Palm Jumeirah, la famosa isla artificial con forma de palmera. Para cuando el tercero de sus días en tierra dubaití llegó a su fin, ya habían visitado todo lo intere-sante que la ciudad podía ofrecerles.

– “Recuerda que antes de que saltases a la NBA, mis entrenamientos estaban basados en seis lecciones: sobre equili-brio, respeto al rival, trabajo en equi-po, mecánica de tiro, ataque y defensa” – dijo Holger a su alumno durante el vuelo desde Dubai hasta Sidney. – “Si he accedido tan rápido a ir a Austra-lia es porque creo que es el lugar ideal para la séptima y última lección”.– “¿Y de qué trata esta última enseñanza?” – preguntó Dirk mientras trataba de encontrar una posición cómo-da en un asiento claramente demasiado pequeño para un siete pies de altura y envergadura. – “Ya lo verás”.A Holger le encantaba crear dudas y expectación en su pupilo. Aquello hubiese irritado a Nowitzki en épocas pasadas, pero hacía ya tiempo que se había acostum-brado a su forma ser, y ahora incluso le gustaba.

Para una pareja tan interesada en las artes como la pro-tagonista de esta historia, era obligatoria una parada en

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la monumental Casa de la Ópera de Sidney, donde dis-frutaron de la cuarta y la séptima sinfonía de Beetho-ven. Emplearon otros tres días para conocer la ciudad, durmiendo dos noches en un barato albergue para es-tudiantes localizado a las afueras, tras lo cual alquilaron un Jeep cuatro por cuatro.

Y se lanzaron a la carretera.

Las llanuras esteparias del oriente de Australia y las Central Lowlands fue-ron su ecosistema durante días, mien-tras se adentraban en el Parque Na-cional Uluru-Kata Tjuta, el entorno natural considerado como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Via-jaban despacio, observando el paisaje, tratando de saborear cada uno de sus

rincones. Pero Dirk no podía quitarse aquel pensa-miento de la cabeza.– “En estos momentos tendría que estar jugando las Finales otra vez” – soltó por fin aquella noche delante de la hoguera junto a la cual estaban sentados. “Estas oportunidades no se pueden desaprovechar. A lo me-jor nunca volvemos a tener otra igual. Quizás debería hacer caso a Avery y olvidarme de lanzar triples y tiros lejanos. Ser un pívot más clásico. No sé”. Holger apenas varió su semblante, y lo único que hizo para ofrecer consuelo fue levantarse, coger la guitarra que llevaban en el Jeep, y entregársela a Nowitzki.

“En estos momentos debería estar jugando las Finales de nuevo”

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Dirk no tenía muy claro si su amigo conducía sin rum-bo o si tenía pensado llegar a algún lugar, pues desde que pasaron Alice Springs apenas habían visto pueblos o personas. Pero, en todo caso, aquello le gustaba. Si bien aún no podía borrar de sus pensamientos todo lo sucedido o que podría haber ocurrido, al menos allí ha-cía días que nadie le reconocía. El único baloncesto que había visto en semanas fue apenas unos minutos de las Finales entre San Antonio y Cleveland en la pequeña televisión de un bar de Sidney.

Pero todo viaje tiene un destino.

– “Esa será nuestra siguiente para-da”, – dijo Holger mientras conducía, rompiendo el silencio de la noche tras un día en el que apenas habían cruzado palabra, señalando algo que apenas se apreciaba en la distancia. – “Vamos a conocer el Uluru, y creo que será lo más importante de nuestro viaje”.

El Uluru, o Ayers Rock, es uno de los símbolos de Aus-tralia, un monolito de arenisca rojiza de 348 metros de altitud y 9 kilómetros de contorno considerado como sagrado por los aborígenes anangu, y que algunos lla-man ‘el ombligo del Mundo’. Holger continuó conduciendo hasta que llegaron a la base de aquella enorme piedra. Leyeron los carteles que explican su historia, palparon una de las paredes, y ad-miraron su altura antes de que el mentor diese por fina-lizada la visita y estableciese como lugar de acampada

un punto a unos quince kilómetros de la roca. Nowit-zki no pudo evitar sentirse algo decepcionado porque ese breve contacto con una fría piedra fuese el supuesto centro de todo el viaje.

Los primeros rayos del día aún no habían asomado cuando Geschwindner despertó a su alumno. Ofrecién-dole una taza de café que acababa de preparar, Holger soltó al aire una pregunta que llevaba mucho tiempo

preparando.– “Dime chico, ¿qué es lo que más te gustaría?”La pregunta le pilló un poco por sorpre-sa, pero tenía bastante claro qué contes-tar. Repasaba aquella acción una y otra vez desde que habían sido eliminados. – “Me gustaría volver atrás en el tiempo y cambiar esa jugada. Aquella. Tú ya sa-

bes cuál, ya lo hemos hablado”.

El ala-pivot se refería a una secuencia del Game 4 contra Golden State. Con 2-1 en contra, los Mavericks jugaban en casa de los Warriors en el que todos percibían que era el partido más importante de la serie. Faltaban dos minutos para el final, y Dallas se agarraba a una venta-ja de dos puntos cuando el alemán capturó un rebote defensivo. Debería haber aguantado el balón para que corriese el tiempo y elaborar una buena jugada, pero corrió al otro lado de la pista para lanzar rápidamente, y falló. Acto seguido, los Warriors anotaron un triple y se colocaron por delante. Y él se martirizaba por aquella acción desde entonces.

“Vamos a conocer el Uluru, y creo que será lo más impor-

tante del viaje”

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Pero no era la respuesta que Holger quería escuchar. – “Voy a repetirte la pregunta” – replicó. – “Primero, porque creo que no me has entendido bien, y segundo, porque, pese a estar en un lugar místico, no tenemos máquinas para viajar en el tiempo. Piensa en tu vida. ¿Qué es lo que más te gustaría?Dirk titubeó, pero entendió entonces a qué se refería su amigo. – “Pues supongo que me gustaría tener una familia. Mi propia familia. Desde que era muy joven he sido alguien muy familiar”.

Y no solo alguien muy familiar. Nowitzki siempre ha sido un tipo de persona diferente al modelo de súper es-trella del deporte que conocemos habitualmente, como ejemplifica el hecho de que las figuras de su mejor amigo, segundo padre, entrenador personal, mentor y manager recaigan sobre una misma persona. En su primer viaje a Dallas, Dirk metió una toalla en la maleta porque no estaba seguro de que fuesen a propor-cionarle una en la casa de Don Nelson, donde se queda-ría hasta que encontrase apartamento. En su temporada rookie ganó $1,47 millones, pero el sentido común le de-cía que lo mejor era alquilar un coche de la extinta marca Plymouth. Silke, su hermana mayor, dirige su fundación sin ánimo de lucro en Alemania, mientras que su cuñado Roland se encarga de la página web del jugador.Si Holger Geschwindner es el segundo padre de Nowit-zki, podríamos decir que Lisa Tyner es su segunda ma-dre. Cuando sus padres le hicieron su primera visita en las Navidades de 1999, descubrieron que su hijo de 2’13 estaba durmiendo en dos camas gemelas juntas, y que en una esquina de su apartamento había acumulado una gran montaña de cartas, entre las que se encontraban facturas sin pagar y una buena cantidad de sus nóminas,

que no había cobrado. Fue entonces cuando acudieron a Tyner, la encargada de hacer los cheques a los jugadores de los Dallas Mavericks prácticamente desde la creación de la franquicia, para encomendarla este papel que sigue ejerciendo en la actualidad.

Ahora, siete años y medio después, sentía que volvía una vez más al punto de partida con las manos vacías. Pero si para algo sirven los padres, incluso los adoptivos, es para devolver a sus criaturas al camino correcto. Y Holger era casi tan padre de Dirk como Helga y Jörg.

– “Escúchame atentamente” – le dijo Geschwindner. – “Si no nos hemos quedado en la base de la roca y hemos vuelto a alejarnos hasta aquí es porque quiero que te fijes en la piedra en su totalidad, y que veas cómo va cambian-do a lo largo de un día entero, y para ello necesitamos estar alejados. Porque esta es mi última lección para ti: sólo cuando ves las cosas con la perspectiva correcta eres capaz de valorar todos los detalles y posibilidades como se merecen. Esta no es una lección de baloncesto. Esta es una lección de vida.”.

Así que allí se quedaron sentados, viendo la evolución del Uluru a lo largo de un día entero. Los rayos de sol más tempranos coloreaban aquella roca de un intenso color amarillo, mientras los dos hombres hablaban sobre sus primeros años juntos, las dudas sobre si ir a un College americano o saltar directamente a la NBA, y la dureza del año rookie que tuvo que sufrir el joven espigado. Según se acercaba la hora de comer, el tono de la piedra se fue tornando en naranja, y recordaron los buenos años junto a Steve Nash, sus primeras apariciones en el All Star, los Playoffs y las Finales, y su MVP. El sol empezó a bajar, y el Uluru pasó a ser marrón, en

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contraste con las alegres tonalidades vistas antes. Como no podía ser de otra forma, llegó el momento de hablar de los puntos bajos, de la derrota en las Finales, la elimina-ción en primera ronda ante los Warriors y la importante operación a la que fue sometido su padre Jörg mientras se desarrollaba esta serie, un procedimiento que Dirk no había querido que conociese la prensa para que no sona-se como una excusa. Pero, cuando apenas quedaba una hora de luz, el Uluru cambió una vez más de color. Ahora era rojo, un rojo brillante que se reflejaba en los ojos de los dos amigos como si del fuego de una hoguera se tra-tase, un rojo que reconfortaba el alma y subía el ánimo.

Aquel intenso color rojo le susurraba que aún le faltaba mucho por vivir, que aún tenía muchas metas, deportivas y extradeportivas, a las que llegar. Que solo tras haber pasado por las tres fases anteriores, la amarilla, la naranja y la marrón, se podía llegar a aquel color perfecto.

– “Creo que entenderás ahora cuál era mi propósito” – dijo Holger sin apartar la vista de la roca. – “Todo lo que hemos hecho en el pasado nos construye como personas, pero debemos mirar desde la perspectiva correcta para saber con qué quedarnos”. Nowitzki asintió en silencio. Desde hacía ya un buen rato únicamente observaba, escuchaba y asentía. Semanas después, todo empezaba a estar en orden en su interior.

– “Pero, antes, sigamos disfrutando de estas vacaciones” casi gritó Holger, rompiendo la seriedad y cambiando a un tono mucho más alegre mientras levantaba su botella de whisky. – “Nos las hemos ganado”.

15 DE OCTUBRE DE 2007

Es una preciosa mañana en el Hackberry Creek Country Club de golf de Irving, Texas, a 20 kilómetros de distancia de Dallas. El termómetro sobrepasa los 84 grados Fahren-heit (casi 30 grados Centígrados), y lo único que se atisba en el horizonte es una divertida mañana de golf con los patrocinadores más importantes de los Mavericks.

Dirk Nowitzki está sentado en uno de los carros de golf, con unas brillantes gafas de sol puestas y una no menos reluciente sonrisa, mientras habla con varios periodistas. Les cuenta la historia de su viaje a lo mochilero por Aus-tralia, su visita al Uluru y al Kata Tjuta, y cómo después continuaron viajando por las playas de Nueva Zelanda y Fiji. Incluso confiesa a los reporteros haberse bañado en un lago en el que supuestamente había cocodrilos (– “Mi contrato me prohíbe esquiar, ¡pero no bañarme en lagos con cocodrilos!”). Mientras, a unos metros, dos ejecutivos de Pizza Hut esperan impacientes con sus palos de golf porque aquel día Nowitzki es su compañero.

Parece un hombre diferente. Avery Johnson le había pro-puesto el reto de ser un líder más vocal en el vestuario y con sus compañeros, y él lo ha asumido. Cuando le pre-guntan por la falta de ‘instinto asesino’ que la prensa le atribuye, responde que no puede preocuparse por lo que otros digan de él. Uno de los periodistas le sugiere que quizás sea un incom-prendido. Que quizás si hiciese más mates o trash talk las dudas sobre su instinto asesino se desvanecerían. Que esa es la percepción que suelen tener los americanos. – “Ojalá pudiese hacer esas cosas” – responde Nowitzki con una sonrisa. –“Pero ese no soy yo. Yo nunca seré al-guien que haga mates sobre otro jugador y después saque músculo. No puedo cambiar quien soy”.

Fuentes: “Nowitzki: Die Geschichte”, por Holger Geschwindner“Crocodile Nowitzki”, por Jesse Hyde. Dallas Observer, 22 de noviembre de 2007.“Nowitzki: ‘I take losses harder probably than anyone else in this league’”. Entrevista de Marc Stein a Dirk Nowitzki. ESPN. 2 de septiembre de 2007. http://sports.espn.go.com/nba/columns/story?page=Nowitzki “Privacy at a Premium”, por Brad Townsend. Dallas Morning News, 31 de octubre de 2007. “NBA star’s Aussie adventure”, por Phil Lutton. The Sydney Morning Herald, 5 de septiembre de 2007.