La reina estrangulada maurice druon

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Tras veintinueve años de gobernarsin desmayo, el Rey de Hierroacaba de morir. Su muerte llega acasi seis meses de la de Guillermode Nogaret, y a siete meses de ladel papa Clemente V. Parecíacumplirse la maldición lanzadadesde las llamas de la hoguera porel jefe de los Templarios, queemplazaba a los tres a comparecerante el tribunal de Dios antes de unaño. A Felipe el Hermoso le sucedíaen el trono de Francia Luis X,principe de débil carácter y pobreinteligencia, cuya esposa Margarita

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de Borgoña estaba encarcelada,acusada de adulterio. Dos gruposantagónicos se disputaran el poderen una lucha sin cuartel, mientrasel pueblo espera un nuevo papa yse ve acosado por la miseria. Lasrivalidades, intrigas yconspiraciones llevan a la corte, alos prelados, a los jueces, a losbanqueros y hasta al propio rey auna situación desesperada. Todoello sera preámbulo de un crimen...Maurice Druon supo narrar comoningún otro, las historias secretas,las pasiones y debilidades de eseperiodo turbio de la historia de

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Europa. Este es el segundo volumende la serie Los Reyes Malditos, quecomenzara con El Rey de Hierro.

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Maurice Druon

La reinaestrangulada

Los reyes malditos 2

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ISBN 13: 978-84-7417-048-1ISBN 10: 84-7417-048-6Título: La reina estranguladaTítulo original: La Reine étrangléeAutor: Maurice DruonFecha Impresión: 11/1982Traducción: María Guadalupe OrozcoBravoColección: Los reyes malditos

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“La historia es una novela que fue.”E. y J. De Goncourt

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Prólogo

El 29 de noviembre de 1314, doshoras después del toque de vísperas,veinticuatro correos con la librea deFrancia salían al galope del castillo deFontainebleau. La nieve cubría loscaminos, y el cielo parecía más oscuroque la tierra. Ya era de noche, o mejor,por un eclipse, no había dejado de serlodesde la noche anterior.

Los veinticuatro jinetes nodescansaron antes de la mañanasiguiente, ni dejaron de galopar al otrodía, ni en las siguientes jornadas. Unos

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se dirigieron hacia Flandes, otros haciael Angounois y la Guyena, hacia Lyón,Aigues-Mortes, Marsella, despertando alos bailíos, prebostes y senescales paraanunciar a cada vil a o burgo del reinoque el rey Felipe IV el Hermoso habíamuerto.

A su paso, el toque de agoníaresonaba en los campanarios yatravesaba las tinieblas. Una gran ondasonora, siniestra, se ensanchaba sincesar, y se extendía hasta alcanzar lasfronteras.

Después de veintinueve años degobernar sin desmayo, el Rey de Hierroacababa de morir, a los cuarenta y seis

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años, de una congestión cerebral. Sumuerte llegaba a menos de seis meses dela del guardasellos Guillermo deNogaret, y, a siete de la del papaClemente V. Así parecía cumplirse lamaldición lanzada el 18 de marzo, desdelo alto de la hoguera, por el GranMaestre de los Templarios, queemplazaba a los tres a comparecer anteel tribunal de Dios, antes de un año.

Soberano tenaz, altanero, inteligentey reservado, el rey Felipe había llenadosu reinado y dominado su tiempo de talmodo que, aquella tarde, se tuvo laimpresión de que el corazón del reinohabía dejado de latir.

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Pero las naciones jamás mueren conla muerte de sus hombres, por grandesque éstos hayan sido. Su nacimiento y sufin obedecen a otros motivos.

El nombre de Felipe el Hermosoapenas sería recordado por laposteridad si no fuera por losresplandores de las piras que encendióbajo los pies de sus enemigos y por elcentel eo de las monedas de oro quehizo acuñar. Pronto se olvidaría quehabía sujetado a los poderosos,manteniendo la paz mientras le fueposible, que había reformado las leyes,edificado fortalezas para que sepudieran sembrar los campos a su

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abrigo, unificado las provincias,invitado a los burgueses a reunirse enasambleas para dar su opinión, y veladoen todos los aspectos por laindependencia de Francia.

Apenas se enfrió su mano, apenas seextinguió aquella férrea voluntad, sedesencadenaron los intereses privados,las ambiciones insatisfechas, losapetitos de honores y de riquezas.

Dos partidos se aprestaban aenfrentarse, a desgarrarse sin piedad porla posesión del poder: de un lado elgrupo reaccionario de los barones,capitaneado por el Conde de Valois,emperador titular de Constantinopla y

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hermano de Felipe el Hermoso; de otro,el grupo de la alta administracióndirigido por Enguerrando de Marigny,primer ministro y consejero del monarcadifunto.

Para evitar este conflicto, latentedesde hacía meses, o para mediar en él,hubiera hecho falta un rey fuerte. Sinembargo, el príncipe de veinticinco añosque heredaba el trono, monseñor Luis,ya rey de Navarra, parecía tan maldotado para gobernar como pocoafortunado. Llegaba precedido de unareputación de marido burlado y de sutriste sobrenombre de Turbulento.

La vida de su mujer, Margarita de

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Borgoña, en prisión por adúltera, iba aservir de apuesta en el juego a las dosfacciones rivales.

Pero el peso de la lucha, comosiempre, sería soportado por aquellosque, carentes de todo, no podían influiren los acontecimientos, y ni siquieratenían el recurso de soñar... Porañadidura, aquel invierno de 1314-1315se preveía invierno de hambre.

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Primera parte: Eldespertar de un

reino

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I.- Chateau-Gaillard

Situado en un promontorio calcáreoy sobre la villa de Petit-Andelys,Château-Gal ard dominaba e imponía sumandato sobre toda la Alta Normandía.

El Sena, en este paraje, describe unaancha curva por entre fértiles praderas.Château-Gaillard vigila el río diezleguas, en ambas direcciones.

Ricardo Corazón de León,despreciando los tratados, lo habíahecho construir ciento veinte años antes,para desafiar al Rey de Francia. Alverlo erguido sobre la escarpada ladera,

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a ciento ochenta metros de altura, todoblanco en su piedra de sillería reciénLabrada, con sus dos recintosamurallados, sus puestos avanzados, susrastrillos, sus barbacanas, sus almenas,sus trece torres y su gran torreónexclamó:

—¡Ah! ¡He ahí un castillo realmentegallardo!

Y de esto le quedó el nombre.Todo estaba previsto en aquel

gigantesco ejemplar de la arquitecturamilitar: el asalto, el ataque frontal oenvolvente, el cerco, la escalada; todomenos la traición.

Sólo siete años después de su

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construcción caía en manos de FelipeAugusto, quien, al mismo tiempo,arrebataba al soberano inglés el ducadode Normandía.

Desde entonces, Château-Gaillardhabía sido usado más como prisión quecomo plaza fuerte. En él eran encerradoslos adversarios cuya libertad molestabaal Estado, pero cuya muerte podíasuscitar problemas, o crear conflictoscon otras potencias. Quien pasaba elpuente levadizo de aquella fortalezatenía pocas probabilidades de volver aver el mundo.

Los cuervos graznaban durante todoel día desde los tejados; por la noche,

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los lobos venían a aullar hasta el pie delas murallas.

En noviembre de 1314, Château-Gaillard, sus murallas y su guarnición dearqueros no tenían otra misión que la decustodiar a dos mujeres, una de veintiúnaños, la otra de diecinueve1.

Era el último día del mes y la horade la misa; la capilla, fría y umbría, seencontraba en el interior del segundorecinto, edificada en la misma roca. Susmuros, sin ningún ornato, rezumabanhumedad.

Sólo se habían colocado tres sillas:dos a la izquierda para las princesas yuna a la derecha para el alcaide,

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Roberto Bersumée. En el fondo, loshombres de armas permanecían en píe,alineados, con el mismo aire deaburrimiento, con la misma indiferenciaque cuando iban a cargar forraje. Lanieve pegada a sus suelas, se fundía a sualrededor en pequeños charcos.

El capellán tardaba en empezar losoficios. De cara al altar, se frotaba losentumecidos dedos, que tenían todas lasuñas rotas. Algo imprevisto perturbaba,al parecer, su piadoso diario quehacer.

—Hermanos míos —dijo el capellán—, hoy nos es preciso elevar nuestrasoraciones con gran fervor y solemnidad.

Se aclaró la voz y vaciló un instante,

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turbado por la importancia misma de loque tenía que anunciar.

—Dios nuestro Señor se ha llevadoa su seno el alma de nuestro muy amadorey Felipe —continuó—. Y esto llena deprofunda pena a todo el reino...

Las dos princesas2 volvieron unahacia otra sus rostros aprisionados encofias de grueso lienzo pardusco.

—Quienes le causaron daño o loinjuriaron, que hagan penitencia en sucorazón —continuó el capellán—, yquienes recibieron sus agravios, queimploren para él la misericordia quecada hombre que muere, grande opequeño, necesita por igual delante del

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tribunal de Nuestro Señor...Las dos hermanas cayeron de

rodillas, bajando la cabeza para ocultarsu alegría. Ya no sentían frío, ni angustiani dolor. Una inmensa ola de esperanzalas inundaba. Y si se dirigieron a Dios,en silencio, fue para darle gracias porhaberlas librado de su terrible suegro.Después de siete meses deconfinamiento en Château-Gaillard, éstaera la primera buena nueva que elmundo les enviaba.

Los hombres de armas, en el fondode la capilla, cuchicheaban, se removíaninquietos y comenzaban a producirdemasiado ruido.

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—¿Creéis que nos darán un sueldode plata?

—¿Por qué el rey haya muerto?—Es la costumbre, según me han

dicho.—No, hombre, por la muerte, no.

Por la coronación del próximo, puedeser.

—¿Y cómo se va a llamar ahora elrey?

—¿Hará éste la guerra y podremoscambiar, al menos, de país?...

El comandante de la fortaleza sevolvió y ordenó con ruda voz:

—¡Rezad!La noticia le ocasionaba problemas.

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Pues la mayor de las prisioneras era laesposa de monseñor Luis de Navarra,que desde aquel momento era ya el rey.«Ahora, heme aquí carcelero de la reinade Francia.», se decía el alcaide.

Nunca ha resultado situacióncómoda la de carcelero de personasreales, y Roberto Bersumée debía aestas dos reclusas que le habían llegadohacia finales de abril, con la cabezaafeitada, en carretas cubiertas decolgaduras negras y escoltadas porsesenta arqueros, los peores momentosde su vida. Dos mujeres jóvenes,demasiado jóvenes para no tener piedadde ellas..., bellas, demasiado bellas,

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incluso bajo sus bastas ropas deestameña, para no sentirse conmovido alverlas diariamente, durante sietemeses... Si seducían a algún sargento dela guarnición, si se evadían, si una deellas se ahorcaba, o enfermabagravemente, o, por el contrario, si lafortuna volvía a sonreírles, él,Bersumée, sería siempre quienarrostraría la responsabilidad, culpablede haber sido demasiado duro odemasiado débil, y, en ambos casos,ello bien poco habría de valer para suascenso. Ahora bien, al igual que susprisioneras, él no tenía ningún deseo deacabar sus días en una ciudadela batida

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por los vientos, bañada por las brumas,edificada para contener dos milsoldados y que en la actualidad nocontaba más que con ciento cincuenta,sobre aquel valle del Sena en donde,desde los tiempos felices de la guerra nosucedía nada.

La misa se desarrollabanormalmente; pero nadie pensaba enDios, ni en el rey; cada uno pensaba ensí mismo.

—Requiem aeternam dona ei,Domine... —canturreaba el capellán.

El sacerdote, fraile dominico endesgracia, a quien la suerte adversa y laafición al vino habían llevado a este

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servicio en la prisión, se preguntaba,mientras cantaba, si el cambio de reytraería alguna modificación a su propiodestino. Para congraciarse a laProvidencia y prepararse a recibir unacontecimiento favorable, resolvió nobeber durante una semana.

—Et lux perpetua luceat ei —respondía el alcaide.

Y al mismo tiempo pensaba: «Nadiepuede reprocharme nada. He cumplidolas órdenes recibidas; eso es. Pero no hesido cruel.

Requiem aeternam ... —repetía elcapellán.

—Entonces, ¿ni siquiera nos van a

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dar medio litro de vino de más? —gruñía el soldado Gros-Guillaume alsargento Lalaine.

En cuanto a las dos prisioneras, secontentaban con mover los labios, sinpronunciar palabra; habrían cantadodemasiado alto y demasiadoalegremente.

Es cierto que aquel día se habíareunido mucha gente en las iglesias deFrancia, para llorar al rey Felipe, ocreer que lo lloraba. Pero en realidad laemoción aun en ellos no era mas que unaforma de compasión de sí mismos. Sesecaban las lágrimas, sollozaban,movían la cabeza, porque, con Felipe el

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Hermoso, era su propia vida la que sedesvanecía, todos los años transcurridosbajo su cetro, casi un tercio de siglocuya referencia sería él. Pensaban en sujuventud, y se percataban de suenvejecimiento; y el mañana, de repente,les parecía incierto. Un rey, hastadespués de muerto, es unapersonificación, un símbolo.

Acabada la misa, Margarita deBorgoña pasó, al salir, por delante delcomandante de la fortaleza.

—Messire, deseo participarosalgunas cosas importantes, y que osconciernen.

Bersumée se sentía molesto siempre

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que la mirada de Margarita de Borgoña,al hablarle, se fijaba en la suya.

—Iré a escucharos, señora —respondió—, en seguida que haya hechomi ronda y relevado la guardia.

Después ordenó al sargento Lalaineque acompañara a las princesas, y lerecomendó en voz baja que redoblaralas atenciones y la prudencia.

La torre donde Margarita y Blancaestaban recluidas no comprendía másque tres grandes salas redondas,superpuestas e idénticas, con chimeneade campana y techo abovedado. Estaspiezas estaban unidas entre sí por unaescalera de caracol construida en el

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espesor del muro. La sala del piso bajoestaba ocupada permanentemente por elcuerpo de guardia. Margarita se alojabaen el primer piso, y Blanca en elsegundo. Durante la noche, las dosprincesas quedaban aisladas por unagruesa puerta que se cerraba en mitad dela escalera, pero de día podíancomunicarse entre sí.

Después que el sargento lasdevolvió a su encierro, aguardaron a quetodos los goznes y cerrojos hubieranrechinado al final de la escalera. Luegose miraron y, a la vez, se arrojaron unaen brazos de otra, exclamando:

—¡Ha muerto, ha muerto!

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Se abrazaban, danzaban, reían ylloraban al mismo tiempo, eincansablemente repetían:

—¡Ha muerto!Arrancaron sus cofias de lienzo y

dejaron al descubierto sus cortoscabellos, su cabello de siete meses.

Las dos mujeres se pasabaninstintivamente la mano por la nuca.

—¿Crees tú que volveré a ser bella?—preguntó Blanca.

—¡Un espejo! ¡Lo primero quequiero es un espejo! —gritó Blanca,como si hubiera de ser liberadainmediatamente de aquella prisión y notuviera más de qué preocuparse que de

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su aspecto.Margarita tenía la cabeza orlada de

pequeños bucles negros, mientras quelos cabellos de Blanca habían rebrotadodesigualmente, en tupidos mechones,como puñados de paja.

—¡Cómo debo haber envejecidopara que tú me preguntes eso!... —respondió Margarita.

¡Lo que las dos princesas habíantenido que soportar desde la primavera!:la tragedia de Maubuisson, el proceso,el monstruoso suplicio de sus amantesejecutados delante de ellas en la granplaza de Pontoise, los soeces gritos dela muchedumbre, y, luego, los meses en

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la fortaleza, con aquel viento que gemíaen el maderaje, aquella ardentía delverano requemando las piedras, aquelfrío glacial en cuanto llegaba el otoño,aquella papilla negra de alforfón que lesservían de comida, aquellas camisasrugosas y ásperas como de crin que nopodían cambiar más que cada dosmeses, aquellas troneras mezquinascomo una aspillera a través de lascuales, de cualquier modo que intentarangirar su cabeza, no podían divisar másque el casco de un invisible arquero quepasaba y volvía a pasar por el caminode ronda...; todo aquello había alteradodemasiado el carácter de Margarita, lo

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presentía, lo sabía, para no haberlemodificado también el semblante.

Blanca, con sus dieciocho años y suextraña ligereza, que le hacía pasar enun instante de la desolación a insensatasesperanzas; Blanca, que podía dejarsúbitamente de sollozar porque unpájaro cantara al otro lado del muro, ydecir maravillada: « ¡Margarita! ¿Oyes?¡Un pájaro!...»

Blanca que creía en los signos, entodos los signos, y construía sus sueñossin reprimirse, del mismo modo queotras mujeres hacen dobladillos, si lasacaban de aquella cárcel, tal vezpudiera recuperar su tez, su mirada y su

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corazón de otro tiempo; Margarita,jamás.

Desde el comienzo de su cautiverio,no había derramado una sola lágrima; nitampoco había expresado una sola ideade remordimiento. El capellán que laconfesaba cada semana estaba espantadoante la dureza de aquel espíritu.

Ni por un instante había consentidoMargarita en reconocerse responsablede su desgracia; ni por un instante habíaa admitido que —puesto que era nieta deSan Luis, hija del duque de Borgoña,reina de Navarra y futura reina deFrancia—, convertirse en la amante deun escudero constituía un juego

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peligroso y reprensible que podíacostarle el honor y la libertad. Ella sevengaba de que la hubieran casado conun príncipe al que no amaba.

No se reprochaba haber participadoen este juego; odiaba a sus adversarios yúnicamente contra ellos volvía su inútilcólera: contra su cuñada, la reina deInglaterra, que la había denunciado;contra su familia de Borgoña, que no lahabía defendido; contra el reino y susleyes, contra la Iglesia y susmandamientos. Y cuando soñaba en lalibertad, soñaba inmediatamente en lavenganza.

Blanca le pasó el brazo alrededor

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del cuello.—Esto ha terminado —le dijo—.

Estoy segura, querida, nuestrasdesgracias han acabado.

—Acabarán —respondió Margarita—, a condición de que obremos habil, yprontamente.

Le bullía un proyecto en la cabeza,que la había asaltado durante la misa, yque no sabía muy bien a dónde podríaconducirla. Pero quería aprovecharse dela situación.

—Déjame hablar a mí sola con eseperro deslenguado de Bersumé, del quemejor quisiera ver la cabeza en la puntade una pica que sobre sus hombros, —

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añadió.Un momento después, las dos

mujeres oyeron los cerrojos ycerraduras de las puertas.

Se volvieron a cubrir la cabeza consus cofias. Blanca fue a colocarse en elalféizar de la estrecha ventana;Margarita se sentó en el escabel, que erael único asiento de que disponían.

El comandante de la fortaleza entró.—Aquí me tenéis, señora, tal como

me pedisteis —dijo. Margarita hizo unalarga pausa y lo miró de pies a cabeza.

—Messire Bersumée —preguntó—¿sabéis a quién custodiáis de aquí enadelante?

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Bersumée desvió la mirada comobuscando un objeto a su alrededor.

—Lo sé, señora, lo sé —respondió—, y lo vengo pensando desde que estamañana me despertó el mensajero queiba hacia Criqueboeuf y Ruán.

—Llevo siete meses recluida aquí, yno tengo ni ropa blanca, ni muebles, nisábanas; como la misma bazofia quevuestros arqueros y no tengo fuego másque una hora cada día.

—He cumplido las órdenes demessire de Nogaret, señora —respondióBersumée.

—Messire de Nogaret ha muerto.—Sus instrucciones procedían del

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rey.—El rey Felipe ha muerto.Adivinando a dónde quería llegar

Margarita, Bersumée replicó:—Pero monseñor de Marigny vive

todavía, señora, y es él quien ordena lajusticia y rige las prisiones del mismomodo que gobierna todas las demáscosas del reino; de él dependo yo entodo.

—¿El mensajero de esta mañana noos ha traído, pues, nuevas órdenes?

—Ninguna, señora.—No tardaréis en recibirlas.—Las espero, señora.Roberto Bersumée aparentaba más

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que sus treinta y cinco años. Tenía eseaire inquieto, gruñón, que adoptanvoluntariamente los soldados de carreray que, a fuerza de fingirlo, se lesconvierte en natural. Para el servicioordinario en la fortaleza, llevaba ungorro de piel de lobo y una vieja cota demalla un poco floja, ennegrecida por lagrasa, que le hacía una bolsa alrededordel cinturón. Sus cejas se juntabanencima de la nariz.

Al comienzo de su cautiverio,Margarita se había ofrecido a él casi sinrodeos, con la esperanza de convertirloen su aliado. El la había esquivado,menos por virtud que por prudencia.

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Pero conservaba hacia él a unaespecie de rencor por el mal papel quele había hecho representar.

Ahora se preguntaba si esa prudenteconducta le valdría favor o represalias.

—Señora, no ha sido ningún placerpara mí haber tenido que administrarsemejante trato a mujeres... y de tan altorango como vos —dijo.

—Lo imagino, messire, lo imagino—respondió Margarita—, pues seadvierte en vos el caballero, y las cosasque os ordenaron, forzosamente os handebido repugnar.

Como descendía del común delpueblo escuchó esta palabra de

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caballero con cierto placer.—Solamente, messire Bersumée —

prosiguió la prisionera— que ya estoycansada de masticar madera paraconservar blancos los dientes y deuntarme las manos con la grasa de lasopa para que mi piel no se agriete conel frío.

—Comprendo, señora, comprendo.—Os quedaría reconocida si de aquí

en adelante hicierais que estuviera alabrigo del hielo, de la miseria y delhambre.

Bersumée bajó la cabeza.—No tengo ninguna orden, señora

—respondió él.

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—No estoy aquí más que por el odioque me tenía el rey Felipe, y su muertehabrá de cambiarlo todo —replicóMargarita, con tranquila seguridad—.¿Vais a esperar que se os mande abrirmela puerta para testimoniar algunadeferencia a la reina de Francia? ¿Nocreéis que eso sería obrar muytontamente contra vuestro porvenir?

Los militares son a menudo denatural indeciso, lo que los predispone ala obediencia y les hace perder muchasbatallas. Bersumée, aunque tenía lapalabra dura y el puño fácil con sussubordinados, no poseía grandesrecursos de iniciativa ante situaciones

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inesperadas.Entre el resentimiento de una mujer

que, según afirmaba, mañana seríatodopoderosa, y la cólera de monseñorde Marigny, que lo era hoy, ¿qué riesgodebería elegir?

—Es pues mi deseo que Blanca y yo—continuó Margarita— pudiéramossalir una o dos horas de este encierro,bajo vuestra custodia si os parece bien,y ver otras cosas que no sean lasaspilleras de estos muros y las picas devuestros arqueros.

Esto era ir demasiado rápido ydemasiado lejos. Bersumée olfateó latrampa. Sus prisioneras trataban de

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comunicarse con el exterior, y quizáshasta de escaparse de sus manos.

Por lo tanto, no estaban tan segurasde volver a la corte.

—Puesto que sois reina, señora,comprenderéis que debo fidelidad alservicio del reino —dijo él— y que nopuedo infringir las órdenes que herecibido.

Y salió de allí, seguidamente paraevitar tener que seguir discutiendo.

—¡Es un perro! —gritó Margaritacuando hubo desaparecido— ¡un perroguardián que sólo sirve para ladrar ymorder!

Había hecho una falsa maniobra y

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rabiaba recorriendo su redondahabitación.

Bersumée, por su lado, no estabamás satisfecho. «Hay que contar contodo, cuando uno es carcelero de unareina», se decía. Ahora bien, contar contodo, para un soldado de oficio, es, antetodo, contar con una inspección.

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II.- Monseñor Robertode Artois

La nieve fundida se escurría de lostejados. Por todas partes se barría, portodas partes se bruñía. El cuerpo deguardia resonaba en el chapoteo de loscubos de agua echada sobre las losas.

Se engrasaban las cadenas delpuente levadizo, se preparaban loshornos de hervir la pez, como si lafortaleza fuera a ser atacada encualquier momento. Desde RicardoCorazón de León, no había sufridoChâteau-Gaillard semejante zafarrancho.

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Temiendo una súbita visita, elalcaide Bersumée decidió poner laguarnición en pie de revista. Con lospuños en las caderas y a voz en grito,recorría las dependencias, se llevabapor delante las mondaduras queensuciaban las cocinas, señalabafuriosamente con el mentón las telarañasque colgaban de las vigas y se hacíapresentar todo el equipo. ¿Qué arquerohabía perdido su carcaj? ¿Dónde estabaese carcaj? ¿Y esas cotas de mallaherrumbrosas en las escotaduras?¡Rápido, a coger arena a manos llenas ya frotarlas hasta que brillen!

—¡Si messire de Pareilles se nos

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echa encima, no quiero presentarle unapandilla de mendigos! —aullabaBersumée—. ¡Venga, a moverse!

¡Y desgraciado de aquel que nocorriera con toda su alma! El soldadoGros-Guillaume, justamente aquel queaspiraba a una ración suplementaria devino, se ganó un puntapié en las piernas.El sargento Lalaine estaba extenuado. Alpisotear el barro y la nieve, los hombresentraban en los edificios tanta suciedadcomo quitaban. Se oía un batir constantede puertas; Château-Gaillard parecíauna casa en plena mudanza. Si lasprincesas hubieran querido evadirse,éste hubiera sido el mejor momento.

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Por la tarde Bersumée ya no teníavoz, y sus arqueros dormitaban en lasalmenas. Pero cuando al día siguiente, aprimera hora de la mañana, los vigíasdivisaron en el paisaje blanco, a lolargo del Sena, un grupo a caballo, conun pendón a la cabeza, por el camino deParís, el comandante se felicitó por lasdisposiciones que había tomado.

Se vistió rápidamente su mejor cotade malla, se anudó sobre las botas laslargas espuelas de siete centímetros, sepuso el casco y salió al patio. Dedicóunos instantes a mirar, con inquietasatisfacción, a sus hombres alineadoscuyas armas brillaban a la luz lechosa

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del invierno.«Al menos, no se me podrá

reprender por las ordenanzas —se dijo—. Y eso me dará más fuerzas paraquejarme de mi escaso sueldo, y delretraso con que llega la paga de misgentes.»

Las trompetas de los jinetes sonabanya al pie del acantilado, y se oían loscascos de los caballos golpear el suelogredoso.

—¡Los rastrillos! ¡El puente!Las cadenas del puente levadizo

temblaron al deslizarse y, un minuto mástarde, quince escuderos con las armasreales, que rodeaban a un alto caballero,

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vestido de rojo, erecto sobre su monturacomo si figurara su propia estatuaecuestre, atravesaron en tromba la saladel cuerpo de guardia y desembocaronen el segundo recinto de Cháteau-Gaillard.

«¿Será éste el nuevo rey?», pensabaBersumée con precipitación, «¡Señor!¿Será que el rey viene ya a buscar a sumujer?»

La emoción le cortó el aliento, ytranscurrieron unos instantes antes deque pudiera distinguir claramente alhombre de la capa de color sangre detoro que había echado pie a tierra y que,cual coloso enfundado en pieles de

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abrigo, de cuero y plata, se encaminabahacia él, entre dos filas de susescuderos.

—¡Servicio del rey! —exclamó elinmenso caballero, agitando ante la narizde Bersumée, sin dejarle tiempo paraleerlo, un pergamino del que colgaba unsello—. Soy el conde Roberto deArtois.

Los saludos fueron breves.Monseñor Roberto de Artois hizodoblarse a Bersumée al darle unapalmada en el hombro con el fin demostrarle que no era altanero; despuésreclamó vino caliente para él y paratoda su escolta, con una voz que hizo

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volver la cabeza a los vigías de lastorres.

Desde la víspera, Bersumée se habíapreparado para brillar, para mostrarseel comandante perfecto de una fortalezasin tacha y obrar de manera que seacordaran de él. Hasta había preparadotoda una arenga; sin embargo, eldiscurso no salió de su garganta. Seescuchó farfullando pobres adulaciones,se vio invitado a beber el vino que se lehabía pedido, y empujado hacia lascuatro piezas de su alojamiento cuyasproporciones le parecieronempequeñecidas. Hasta aquel día,Bersumée se había considerado como un

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hombre de buena talla; delante de aquelvisitante se sintió enano.

—¿Cómo están las prisioneras? —preguntó Roberto de Artois.

—Muy bien, monseñor, están muybien, os doy las gracias —respondióBersumée estúpidamente, como si lepreguntaran por su familia, y se acabó,como pudo, el contenido de su cubilete.

Pero ya Roberto había salido agrandes zancadas, y al instanteBersumée subía tras él las escaleras queconducían a la prisión de las princesas.

A una señal, el sargento Lalaine, contemblorosa mano, descorrió loscerrojos.

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Margarita y Blanca esperaban, depie, en medio del redondo aposento.Ambas realizaron idéntico movimientoinstintivo de aproximación y se cogieronde las manos.

—¡Vos, primo mío! —dijoMargarita.

El de Artois se había detenido en elmarco de la puerta, que obstruía porcompleto. Guiñó los ojos. Y como norespondiera, ocupado por entero encontemplar a las dos mujeres, continuóella, afirmando rápidamente la voz:

—¡Miradnos, sí, miradnos bien! Yved la miseria a que se nos ha reducido.Esto debe distraeros del espectáculo de

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la corte, y borraros el recuerdo queteníais de nosotras. Sin lencería, sinropas, sin comida. ¡Ni siquiera tenemosuna silla que ofrecer a tan gran señorcomo vos!

«¿Lo saben?» se preguntaba el deArtois, avanzando lentamente. «¿Sabenellas la parte que tuve en su desgracia, yque fui yo quien les tendió la celada enque cayeron?»

—Roberto, ¿venís acaso aliberarnos? —dijo Blanca de Borgoña.

Se dirigió hacia el gigante con lasmanos tendidas y los ojos brillantes deesperanza.

«No, no saben nada», pensó él. «Y

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esto va a hacer más fácil mi misión.» Sevolvió de golpe.

—¡Bersumée! —dijo—, ¿cómo esque no hay fuego aquí?

—Monseñor, las órdenes que tenía...—¡Que lo enciendan! ¿No hay

muebles?—No, monseñor, yo...—¡Traed muebles! ¡Que quiten ese

jergón! Que traigan una cama, sillas,tapices y candelabros. ¡No me digas queno tienes nada! He visto en tu estanciatodo lo que hace aquí falta.

¡Que lo traigan!Había agarrado al comandante de la

fortaleza por el brazo.

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—Y de comer —dijo Margarita—.Decidle además a nuestro buen guardián,que nos ha dado a diario una papilla quelos cerdos se dejarían en el fondo de sudornajo, que nos proporcione al fin unacomida decente.

—¡Y de comer también, desdeluego, señora! —dijo el de Artois—.Pasteles y asados.

Legumbres frescas. Buenas peras deagua y confituras. ¡Y vino, Bersumée,mucho vino!

—Pero, monseñor... —gimió elcomandante.

—Me has entendido, te lo agradezco—dijo el conde de Artois echándolo

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fuera.Y de una patada cerró la puerta.—Mis buenas primas —continuó el

de Artois—, en verdad me esperaba lopeor; pero veo con alivio que esta tristeestancia no ha podido mancillar lahermosura de los dos rostros más bellosde Francia.

—Todavía nos lavamos —dijoMargarita— tenemos agua suficiente.

El de Artois estaba sentado en elbanco y continuaba mirándolas. «¡Ah,pajaritas», decía para sí, «he aquí elresultado de haber querido edificarvuestro destino de reinas sobre laherencia de Roberto de Artois! ».

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Trataba de adivinar si, bajo la estameñade sus ropas, los cuerpos de las dosjóvenes mujeres habían perdido susdulces curvas de antaño. Venía a sercomo un enorme gato preparándose ajugar con ratones enjaulados.

—Margarita —preguntó— ¿cómoestán vuestros cabellos? ¿Han crecidode nuevo?

Margarita de Borgoña saltó como sila hubieran pinchado.

—¡De pie, monseñor de Artois! —dijo con voz colérica—. ¡Aunque meencuentre aquí reducida a la miseria,todavía no tolero que un hombre estésentado en mi presencia cuando yo no lo

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estoy!Él se levantó lentamente, se quitó el

sombrero y saludó con un amplio gestoirónico.

Margarita se volvió hacia laventana. A la luz del día que entraba,Roberto vio mejor el nuevo rostro de suvíctima. Las facciones habíanconservado su belleza. Pero todadulzura había desaparecido de ellas. Lanariz era más afilada, los ojos estabanhundidos. Los hoyuelos que laprimavera anterior adornaban susmejillas de ámbar se habíantransformado en pequeñas arrugas.«Vaya», se dijo el de Artois, «todavía

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tiene ánimos. Tanto mejor, será másdivertido». Le placía tener que lucharpara conseguir el triunfo.

—Prima —dijo a Margarita confingida bondad—, no era mi intencióninsultaros. No os tengáis en menos.Simplemente quería saber si vuestroscabellos habían vuelto a ser lo bastantelargos como para que pudieraispresentaros ante el mundo.

Margarita no pudo refrenar unsobresalto de alegría.

«Presentarme ante el mundo... Esoquiere decir que voy a salir. ¿Estoyperdonada? ¿Es el trono lo que él metrae? No, no puede ser; me lo habría

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anunciado inmediatamente...»Pensaba con demasiada rapidez y se

sentía vacilar.—¡Roberto! —dijo—, no hagáis que

me consuma. No seáis cruel. ¿Quéhabéis venido a decirme?

—Prima, he venido a libraros...Blanca lanzó un grito, y Roberto

creyó que iba a caer desmayada. Habíadejado adrede su frase sin terminar.

—...un mensaje —finalizó.Entonces tuvo el placer de ver cómo

se abatían los hombros de las dosmujeres y de escuchar dos suspiros dedecepción.

—¿Un mensaje de quién? —preguntó

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Margarita.—De Luis, vuestro esposo, ahora

nuestro rey. Y de nuestro buen primomonseñor de Valois.

Pero no puedo hablaros más que asolas. ¿Querrá dejarnos Blanca?

—Sí, sí —dijo Blanca con sumisión—, voy a retirarme. Pero antes, primo,decidme... ¿y Carlos, mi marido?

—La muerte de su padre le haafectado profundamente.

—Y de mí... ¿qué piensa? ¿Qué dicede mí?

—Creo que os echa de menos, apesar de lo que ha sufrido por vos.Desde lo de Pontoise, jamás se le ha

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vuelto a ver alegre como antes.Blanca se deshizo en lágrimas.—¿Creéis —preguntó— que me

perdonará?—Eso depende mucho de vuestra

prima —respondió el de Artois,señalando a Margarita.

Abrió la puerta, siguió a Blanca conla mirada hasta el segundo piso, y cerró.Después, se fue a sentar en un estrechoespacio de piedra trabajada, al lado dela chimenea, y dijo:

—¿Lo permitís ahora, prima mía...?Ante todo es preciso que os informe delos últimos acontecimientos de la corte.

El aire glacial que bajaba por la

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chimenea lo hizo levantar.—Realmente, aquí hiela —dijo.Y se fue a sentar en el escabel,

mientras Margarita se colocaba, con laspiernas cruzadas, sobre la tarima llenade paja que le servía de camastro. El deArtois prosiguió:

—Desde aquellos días tras la muertedel rey Felipe, vuestro esposo Luis,parecía hallarse en plena confusión.Despertarse rey, cuando uno se hadormido príncipe, tiene que sorprendera cualquiera. El trono de Navarra loocupaba apenas de nombre, y todo segobernaba allí, sin tener en cuenta suopinión. Vos me diréis que tiene

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veinticinco años y que a esa edad sepuede reinar; pero vos sabéis tan biencomo yo que el buen juicio, sin que conesto pretenda injuriarle, no es lacualidad por la que brilla vuestroesposo. Así pues, en la actualidad, sutío, monseñor de Valois, lo secunda entodo y dirige los asuntos en unión demonseñor de Marigny. Lo fastidioso esque estos dos poderosos personajesparece que se quieren poco. Y entiendenmal lo que el uno le dice al otro. Inclusose ve que muy pronto llegarán a noentenderse en modo alguno, lo cual nopuede durar mucho, porque el carro delreino no puede ser tirado por dos

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caballos que se pelean en las varas.El de Artois había cambiado

completamente de tono. Hablabapausadamente, claramente, lo queinducía a pensar que en la turbulencia desu llegada, había puesto una buena dosisde comedia.

—En cuanto a mí, vos lo sabéis —prosiguió— no estimo en absoluto aEnguerrando, que me ha perjudicado endemasía, y apoyo de todo corazón a miprimo Valois, de quien soy amigo yaliado incondicional.

Margarita se esforzaba encomprender estas intrigas en las que deArtois la sumergía bruscamente. Ella no

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estaba al corriente de nada y le parecíacomo si despertara de un largo sueño.

—Luis, ¿me sigue odiando? —dijoella.

—¡Ah! Eso sí, no os lo oculto; ¡osodia con toda su alma! Reconoced quehay motivo —respondió el de Artois—.¡El par de cuernos con que ledecorasteis las sienes le estorbabastante para colocarse encima lacorona de Francia! Considerad, prima,que si hubiera sido a mí, por ejemplo, aquien hubierais hecho otro tanto, no mehubiera dedicado a pregonarlo por todoel reino.

Habría obrado de manera que yo

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pudiera fingir que mi honor quedaba asalvo. Pero, en fin, vuestro esposo y eldifunto rey vuestro suegro lo juzgaron deotro modo, y las cosas están como están.

Demostraba un magnífico descaro aldeplorar un escándalo que él mismo, portodos los medios, había procurado hacerestallar. Prosiguió:

—El primer pensamiento de Luiscuando vio a su padre muerto, y el únicoque por ahora tiene en la cabeza, es elde salir del atolladero en que seencuentra por vuestra falta y borrar lavergüenza con que lo habéis cubierto.

Margarita preguntó:—¿Qué quiere Luis?

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El de Artois levantó su piernadescomunal y golpeó dos o tres veces,con el tacón, el enlosado.

—Quiere solicitar la anulación devuestro matrimonio —respondió él—, ypodéis apreciar que la desearápidamente, pues no ha tardado enenviarme junto a vos.

«Así, pues, jamás seré reina deFrancia», pensó Margarita. Losinsensatos sueños en que se habíamecido la víspera se desvanecían en uninstante. ¡Un día de ensueño por sietemeses de prisión... y por toda la vida!

En este momento entraron doshombres cargados de troncos y de leña

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menuda y encendieron el fuego.Cuando salieron, Margarita se

acercó ávidamente a tender las manos alas llamas, que se elevaban, rojizas,bajo la ancha campana de piedra.Permaneció silenciosa unos instantes,dejándose penetrar por la caricia delcalor.

—Bien, —dijo al fin con un suspiro—, que pida la anulación; ¿qué puedohacer yo?

—¡Ah! prima mía, precisamente vospodéis hacer mucho, y todo el mundoestá dispuesto a agradeceros que digáisunas palabras, que casi no os costaráesfuerzo. Resulta que el adulterio no es

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motivo de anulación; es absurdo, pero esasí. Podríais haber tenido cien amantesen vez de uno, podríais haber ido arevolcaros en un burdel, y no dejaríaispor eso de seguir casadaindisolublemente con el hombre al queos unisteis delante de Dios. Preguntad alcapellán, o a quien queráis. Yo mismome he procurado una buena explicación,pues sé bien poca cosa de derechocanónico: un matrimonio no se rompe enmodo alguno, y si se lo quiere anular, espreciso probar que había algúnimpedimento para aquello para lo que secontrató, o bien que no ha sidoconsumado. ¿Me comprendéis?

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—Sí, sí, os entiendo —dijoMargarita.

—Entonces, he aquí —continuó elgigante— lo que monseñor de Valois haideado para que Luis salga del apuro.

Se detuvo un momento y se aclaró lavoz.

—Habréis de reconocer que vuestrahija, la princesa Juana, no es de Luis;reconoceréis que vos habéis rehusadosiempre todo contacto carnal convuestro esposo y que, por lo tanto, no hahabido, verdaderamente, matrimonio.Esto lo declararéis voluntariamente antemí y ante vuestro capellán, el cual lorefrendará. Por otra parte, se

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encontrarán sin dificultad, entre vuestrosantiguos servidores o familiares,algunos complacientes testigos paracertificarlo. De este modo no se puedemantener el vínculo, y la anulaciónvendrá por si misma.

—¿Y qué se me ofrece a cambio?—¿A cambio? —repitió de Artois.

A cambio, prima mía, se os ofrece serllevada al ducado de Borgoña, dondepermaneceréis en un convento, hasta quese decrete la anulación, einmediatamente después podréis vivircomo os plazca o como le plazca avuestra familia.

En el primer instante, Margarita

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estuvo a punto de responder: «Sí,acepto; declararé todo lo que quieran,firmaré lo que sea, con tal de salir deaquí.» Pero vio que el de Artois laespiaba, con los párpados entornados,con una dureza muy poco acorde con elaire bonachón que se esforzaba enaparentar. «Firmaré, pensó, y luego medejarán en la prisión.» Puesto que levenían a proponer un trato es que lanecesitaban.

—Eso es hacerme cometer un gravepecado —dijo ella.

El de Artois soltó la carcajada.—¡Vamos, prima mía! —exclamó—

habéis cometido otros, me parece, ysin

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demasiados escrúpulos.—Puede que haya cambiado, y me

haya arrepentido. Necesito reflexionarantes de decidirme.

El gigante hizo una curiosa mueca,torciendo los labios de derecha aizquierda.

—Está bien, pero hacedlo de prisa—respondió él—, pues pasado mañanapor la mañana debo estar en París, parala misa de los funerales del rey Felipeen Notre-Dame. He de recorrerveintitrés leguas. Con estos caminosdonde uno se hunde un palmo en elfango, con los días que mueren pronto yamanecen tarde, no puedo retrasarme.

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Voy a dormir una hora, y luego estarécon vos para comer. No podrá decirse,prima mía, que os he dejado sola elprimer día que vais a comer como Diosmanda. Estoy seguro de que decidiréiscomo es debido.

Y salió precipitadamente. Poco faltópara que derribara en la escalera alarquero Gros-Guillaume que subía,sudoroso y encorvado bajo un enormecofre. Otros muebles obstruían lospeldaños. Después penetró en eldesnudo alojamiento del comandante dela fortaleza y se tumbó en la única camaque quedaba en él.

—Bersumée, amigo mío, que la

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comida esté a punto dentro de una hora—dijo— y llama a mi criado Lormet,que debe de estar entre los escuderos,para que venga a velar mi sueño.

Porque aquel hércules no tenía mástemor que éste de hallarse indefensoante sus enemigos mientras dormía. Y acualquier velador de armas o escudero,prefería, para protegerse, a aquelservidor rechoncho, cuadrado yentrecano, que lo seguía a todas partes, yle servía para todo, lo mismo paraproporcionarle muchachas, que paraapuñalar silenciosamente a cualquiera,si un asunto se torcía en la taberna.Malicioso y fingiéndose imbécil a

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maravilla, era un espía excelente y tantomás peligroso, cuanto que no tenía elaspecto de serlo. Cuando le preguntabanla razón de su apego a monseñor deArtois, el buen hombre, con la caraatravesada por una risa desdentada,respondía:

—Porque de cada una de sus capasviejas me salen dos.

En cuanto Lormet entró, Robertocerró los ojos y se durmió con losbrazos abiertos, las piernas separadas, yel vientre levantándose rítmicamente consus resoplidos de ogro.

Lormet se sentó en un escabel, y conla daga sobre las rodillas, vigilaba el

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sueño del gigante.Una hora más tarde se despertó por

si mismo, se estiró como un enormetigre, y se puso en pie, descansado decuerpo y fresco de espíritu.

—Vete a dormir ahora, mi buenLormet —le dijo el de Artois—, peroantes, búscame al capellán.

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III.- La últimaprobabilidad de ser

reina

El dominico en desgracia llegó enseguida, completamente agitado al saberque lo llamaba privadamente unpersonaje tan importante.

—Hermano —le dijo el de Artois—vos conocéis bien a madame Margarita,puesto que la confesáis. ¿Cuál es el ladomás débil de su naturaleza?

—La carne, monseñor —respondióel capellán bajando modestamente los

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ojos.—¡Vaya novedad! Pero... ¿hay en

ella algún sentimiento que se puedapulsar para hacerle comprender ciertascosas tanto en su propio interés como enel del reino?

—No sé, monseñor. No veo nadaque pueda hacerla doble..., salvo elpunto que os he dicho.

Esta princesa tiene el alma duracomo una espada, y ni siquiera laprisión le ha embotado el filo.

¡Ah! ¡Podéis creerme que no es unapenitente fácil!

Con las manos embutidas en lasmangas y con la frente inclinada,

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procuraba mostrarse a la vez piadoso yhábil. Hacía algún tiempo que no sehabía cortado el pelo, y su cráneo enmedio de la corona de cabellos secubría con una pelusilla oscura. Sublanco hábito estaba tachonado demanchas de vino mal lavadas.

El de Artois quedó pensativo uninstante, rascándose la mejilla porque latonsura del capellán le hacía pensar ensu barba, que empezaba a crecer.

—Y sobre el punto que me habéisindicado —prosiguió— ¿qué haencontrado aquí para satisfacer..., sudebilidad, puesto que así nombráis aesta clase de vigor?

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—A mi parecer, nada, monseñor.—¿Bersumée? ¿No le habrá hecho

alguna visita un poco larga?—No, monseñor. Puedo responder

de ello.—¿Y...vos?—¡Oh! ¡Monseñor!—¡Vamos, vamos! —dijo el de

Artois—. No sería la primera vez queocurriera una cosa así; más de uno devuestros cofrades, cuando cuelga elhábito, se siente tan hombre como losdemás. Por mi parte no veo nada maloen ello, e incluso si he de seros franco,lo vería más bien como motivo dealabanza. ¿Y con su prima? ¿No se

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consuelan un poco las dos damas entresí?

—¡Oh! ¡Monseñor! —dijo elcapellán, fingiendo cada vez mayorespanto—. Eso es pedirme un secreto deconfesión.

El de Artois le asestó en el hombroun golpecito amistoso.

—Vamos, vamos, señor capellán, noos chanceéís —exclamó—. Si se os hacolocado para atender esta prisión, noes para que guardéis los secretos, sinopara que los repitáis... a quien debeoírlos.

—Ni doña Blanca, ni doñaMargarita se han acusado ante mí de ser

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culpables de nada semejante, ni siquieraen sueños, —dijo el capellán bajandolos ojos.

—Lo que no prueba que seaninocentes, sino que son prudentes.¿Sabéis escribir?

—Ciertamente, monseñor.—¡Vaya! —dijo el de Artois con

aire de asombro—. No todos los frailesson, pues, tan soberanamente ignorantescomo se dice... Entonces, señorcapellán, id a buscar pergamino, plumasy todos los materiales necesarios paraescribir y esperad en el piso bajo de latorre de las princesas, preparado parasubir cuando yo os llame.

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El capellán se inclinó. Parecía teneralgo que añadir, pero el de Artois ya sehabía vuelto a poner su gran capaescarlata y salía. El capellán corrió trasél.

—¡Monseñor! ¡Monseñor! —le dijocon voz llena de obsequiosidad—.¿Haríais la gran merced, si no os ofendeel haceros tal demanda, haríais lainmensa...?

—¿Qué merced? ¿Qué merced?—Pues bien, monseñor, decíd al

hermano Renaud, el Gran Inquisidor, sillegáis a verlo, que sigo siendo su muyobediente hijo, y que no me olvide pordemasiado tiempo en esta fortaleza,

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donde presto mi servicio lo mejor quepuedo, ya que Dios me ha puesto en él.Pero creo poseer algunos méritos,monseñor, como vos lo habéis podidover, y desearía que se les encontraraotro empleo.

—Pensaré en ello, hermano, pensaréen ello —respondió el de Artois, que desobra sabía que no haría nada.

En la estancia de Margarita, las dosprincesas terminaban su tocado. Sehabían lavado durante largo tiempo anteel fuego, dilatando este placerreencontrado. Sus cortos cabellos sehallaban aún perlados de gotitas, yacababan de ponerse las largas camisas

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blancas tiesas de engrudo, demasiadoanchas, y cerradas en el cuello por unacinta corrediza. Cuando se abrió lapuerta, las dos mujeres iniciaron unmovimiento pudoroso.

—¡Oh, queridas primas —dijoRoberto—, no os inquietéis!Permaneced así. Yo soy de la familia; yademás esas camisas que os habéispuesto os tapan mejor que las ropas enque os mostrabais hace poco. Tenéisjustamente un aire de monjitas. Perovuestro aspecto es ahora más agradabley los colores comienzan a volveros a lacara. ¡Confesad que vuestra suerte hacambiado bastante desde que he llegado!

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—¡Oh, sí, gracias, primo! —exclamó Blanca.

La estancia también estabatransformada. Habían llevado allí unacama, dos cofres que servían de bancos,una silla con respaldo, y una mesa sobreun entarimado en la que ya estabandispuestos las escudillas, los cubiletes yel vino de Bersumée. Un cirio ardíasobre la mesa, pues aunque la campanitade la capilla estaba a punto de tocar elmediodía, la luz de aquel día nevoso noalumbraba el interior del torreón. En lachimenea, llameaban grandes leños,cuya humedad se escapaba por laspuntas canturreando su alegre

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chisporroteo.Inmediatamente después de Roberto,

entraron el sargento Lalaine, el arqueroGros-Guillaume y otro soldado, quesubían un potaje espeso y humeante, unvoluminoso pan recién cocido redondocomo una torta, un pastel de cinco librasde corteza dorada, una liebre asada, unpato confitado y algunas perasbergamotas, que Bersumée, amenazandocon arrasar la frutería, había conseguidoarrancar a un frutero de Andelys.

—¡Cómo! —exclamó el de Artois—. ¿Es esto todo lo que nos traéis,habiéndoos pedido buena comida?

—Es un milagro, monseñor, que se

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haya podido encontrar esto, en estostiempos de hambre —respondió Lalaine.

—Tiempos de hambre para losmiserables, tal vez, pues son tanholgazanes que quisieran que la tierrafructificara sin trabajarla, pero no paralas gentes de bien —respondió el deArtois—. ¡Jamás me he visto ante unaminuta tan mezquina desde que mamaba!

Las prisioneras miraban con ojos dehambrientas fierecillas las vituallasostentosas que el de Artois aparentabamenospreciar. Blanca estaba a punto dellorar. Y los tres soldados tambiéncontemplaban la mesa, con miradas decodicia.

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Gros-Guillaume, que no habíaengordado más que con centeno cocido,se acercó prudentemente a cortar el pan,pues servía de ordinario la mesa delcomandante.

—¡No! —gritó el de Artois—, notoques mi pan con tus sucias patas!Nosotros mismos nos serviremos.¡Marchaos, fuera de aquí antes de queme irrite!

Una vez que desaparecieron losarqueros, dijo haciéndose el gracioso.

—¡Va!, voy a habituarme un poco ala vida de prisión. Pues, ¿quién sabe...?

Invitó a Margarita a sentarse en lasilla con respaldo.

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—Blanca y yo nos sentaremos eneste banco —dijo.

Escanció el vino y, levantando sucubilete hacia Margarita, brindó:

—¡Viva la, reina!—No os burléis de mí, primo —dijo

Margarita de Borgoña—. Es faltar a lacaridad.

—No me burlo: entended mispalabras en su verdadero sentido.Todavía sois reina hoy dia..., y yo osdeseo que viváis, sencillamente.

Se hizo el silencio porque sepusieron a comer. Cualquiera que nofuera Roberto se hubiera conmovido alver a aquellas dos mujeres arrojarse

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como mendigas sobre la comida. Niintentaban siquiera fingir compostura, ytragaban el potaje y mordían el pastelsin tomarse tiempo apenas para respirar.

El de Artois había pinchado laliebre con la punta de su daga y volvía acalentarla al amor de las brasas de lachimenea.

Mientras hacía esto, continuabaobservando a sus primas, y unacarcajada pujaba por salir de sugarganta. «De colocarles las escudillasen el suelo, se habrían puesto a lamerlasa cuatro patas.» Apuraban el vino delcapitán como si quisieran compensar degolpe siete meses de agua de cisterna, y

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el color les subía a las mejillas. «Van aponerse enfermas —pensaba el deArtois—, y terminarán esta hermosajornada vomitando hasta las tripas.»

Él comía también por toda unaescuadra. Su prodigioso apetito, que levenía de familia, no era una leyenda;cada uno de sus bocados se hubieratenido que partir en cuatro parapresentarlo a un hombre normal.Devoraba el pato confitado como suelecomerse los tordos, masticando loshuesos. El, modesto, se excusó de nohacer otro tanto con la liebre.

—Los huesos de la liebre —aclaró— se rompen en bisel y desgarran las

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entrañas.Cuando al fin todos parecieron

satisfechos, de Artois, hizo una señal aBlanca, invitándola a retirarse. Ella selevantó sin hacerse rogar, aun cuandolas piernas flojeaban un poco. La cabezale daba vueltas y tenía necesidad deencontrar un lecho. Roberto tuvoentonces el único pensamiento dehumanidad:

«Si se expone así al frío, va areventar», se dijo.

—¿Han calentado también vuestraestancia? —preguntó.

—Sí, gracias, primo —respondióBlanca—. Nuestra vida ha cambiado por

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completo gracias a vos. ¡Ah! os amo,primo mio..., verdaderamente os quierode todo corazón... Le diréis a Carlos, noes eso... vos le diréis a él que le amo...que me perdone porque yo le amo.

Amaba a todo el mundo en aquelmomento. Estaba lindamente borracha, ysólo faltaba que se tendiera en laescalera. «Si no estuviera aquí más quepara divertirme —pensó el de Artois—,ésa apenas se me resistiría. Dadlesuficiente vino a una princesa y notardaréis en verla convertida en unabellaca. Pero la otra también me pareceque está a punto.»

Arrojó otro gran tronco al fuego, y

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llenó el cubilete de Margarita, y el suyo.—Y bien, prima —dijo—, ¿habéis

reflexionado?Margarita parecía ablandada tanto

por el calor como por el vino.—He reflexionado, Roberto, he

reflexionado. Y creo que voy a rehusar—respondió aproximando su silla alfuego.

—Vamos, prima, ¡no habláis consensatez! —exclamó el de Artois.

—Pues sí, pues sí; creo que voy arehusar —repitió ella Suavemente.

El gigante hizo un movimiento deimpaciencia.

—Margarita, escuchadme. Tenéis

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todas las ventajas si aceptáis ahora. Luises un hombre impaciente por naturaleza,presto a ceder cualquier cosa, con tal detener al instante lo que desea.

Nunca más podréis sacar de él tanbuen partido. Consentid en declarar loque se os pide. No hay necesidad dellevar vuestro asunto ante la Santa Sede;puede ser juzgado por el tribunalepiscopal de París. Antes de tres meses,habréis recuperado vuestra plenalibertad.

—¿Si no...?Margarita permanecía inclinada

sobre el fuego, con las manos tendidashacia las llamas, y cabeceaba

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levemente. El cordoncillo que cerraba elcuello de su camisa se había desatado, yofrecía, profusamente, el pecho a lasmiradas de su primo. «La perra tienetodavía hermosos senos», pensaba el deArtois, «y no parece avara paraenseñarlos».

—¿Si no...? —repitió ella.—Si no, vuestro matrimonio será

anulado de todos modos, querida, puessiempre se encuentra un motivo paraconceder la anulación a un rey. Encuanto haya Papa...

—¡Ah!, ¿así que no hay Papatodavía? —exclamó Margarita.

El de Artois se mordió los labios;

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había cometido una falta. No habíapodido soñar que Margarita, aúnrecluida en aquella prisión, ignorara loque todo el mundo sabía: que después dela muerte de Clemente V, el cónclavetodavía no había logrado elegir nuevoPontífice. Acababa de descubrir unabuena arma a su adversario, la cual ajuzgar por la vivacidad de su reacciónno estaba tan abatida como queríaaparentar.

Pero cometido el yerro, procuróvolverlo en su provecho representandoel juego de la falsa franqueza, en el queera maestro.

—¡Pues es ahí donde tenéis vuestra

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oportunidad! —exclamó él—. Y eso esjustamente lo que yo quería haceroscomprender. Cuando esos pillos decardenales, que se han dedicado acomerciar con sus promesas como siestuvieran en la feria, hayan vendido susvotos hasta ponerse de acuerdo, Luis notendrá ninguna necesidad de vos. Loúnico que habréis conseguido es que osodie un poco más y que os tengaencerrada aquí para siempre.

—Os comprendo bien; pero tambiéncomprendo que mientras no haya Papa,no se puede hacer nada sin mí.

—Es una tontería que os obstinéis.Se acercó a su lado, le rodeó el

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cuello con su pesada pata y empezó aacariciarle el hombro, bajo la camisa.

El contacto de aquella manazamusculosa parecía turbar a Margarita.

—¿Por qué tenéis —dijo elladulcemente— tanto interés en queacepte?

El se inclinó hasta rozarle los negrosrizos con sus labios. Olía a cuero y asudor de caballo, olía a cansancio y abarro; olía, a caza y a manjares fuertes.Margarita se sintió envuelta en unespeso olor a macho.

—Os quiero, Margarita. Siempre oshe querido, vos lo sabéis. Y ahoranuestros intereses van unidos. Es

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preciso que recobréis vuestra libertad.Y en cuanto a mi, quiero satisfacer aLuis, a fin de que él me favorezca. Yaveis que debemos ser aliados.

Al mismo tiempo había hundido sumano dentro del corpiño de Margarita,sin que ella le ofreciera resistencia. Porel contrario, apoyaba su cabeza en lamaciza muñeca de su primo y parecíaabandonarse.

—¿No es una lástima —prosiguióRoberto— que un cuerpo tan hermoso,tan dulce y tan bien formado se veaprivado de los goces naturales?...Aceptad, Margarita, y os llevaréconmigo lejos de esta prisión hoy

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mismo; os conduciré, primero a algúnconvento lo suficientemente suave, adonde podré ir a veros a menudo y velarpor vos... ¿Al fin y al cabo qué osimporta declarar que vuestra hija no esde Luis, puesto que nunca la habéisquerido?

Ella alzó los ojos.—El que yo no quiera a mi hija, ¿no

prueba precisamente que es de mimarido?

Permaneció soñadora un momento,con la mirada distraída. Los troncos sedesplomaron en el hogar, iluminando laestancia con un gran chorro de chispas.Y Margarita se puso a reír súbitamente.

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—¿De qué os reis? —le preguntóRoberto.

—El techo, —respondió—. Acabode ver que se parece al de la Torre deNesle.

El de Artois se irguió, estupefacto.No podía librarse de una ciertaadmiración ante tanto cinismo mezcladocon tanta truhanería. «Al menos, es unahembra» pensó.

Ella lo miraba, imponente ante lachimenea, plantado sobre sus piernassólidas como troncos de árbol. Lasllamas hacían brillar sus botas rojas ycentellear la plata de su cinturón.

Ella se levantó y él la atrajo hacia

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sí.—¡Ah! prima mía —dijo—. Si os

hubierais casado conmigo... o si mehubierais elegido por amante en lugar deese crío de escudero, las cosas nohabrían ocurrido lo mismo para vos... yhubiéramos sido muy dichosos.

—Puede ser —murmuró ella.La tenía asida por la cintura, y le

parecía que dentro de un instante ella yano sería capaz de pensar.

—No es demasiado tarde, Margarita—murmuró.

—Quizá no... —respondió ella convoz ahogada, consentidora.

—Entonces librémonos lo antes

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posible de este despacho que se ha deescribir, para luego no ocuparnos másque de amarnos. Hagamos subir alcapellán que espera abajo...

Ella se desprendió de un salto, conlos ojos centelleantes de cólera.

—¿Espera abajo de verdad? ¡Ah!primo, ¿me habéis creído tan estúpidapara dejarme engañar por vuestrosarrumacos? Acabáis de hacer conmigolo que las rameras hacen de ordinariocon los hombres: excitarles los sentidospara someterlos mejor a sus caprichos.Pero os olvidáis de que en ese oficio,las mujeres son más fuertes, y vos nosois más que un aprendiz.

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Lo desafiaba, nerviosa, erguida, yvolvió a anudar el cuello de su camisa.

Él trató de convencerla de que seequivocaba, que no quería más que subien y que estaba sinceramenteenamorado de ella...

Margarita lo escuchaba con aireburlón. El la abrazó de nuevo, y, aunqueahora se defendía, la llevó hacia ellecho.

—¡No, no firmaré! —gritó ella—.Violadme si queréis, pues soisdemasiado fuerte para que os puedaresistir; pero se lo diré al capellán, aBersumée, y le haré saber a Marigny lobuen embajador que sois, y cómo habéis

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abusado de mi.Roberto la dejó furioso.—Jamás, oídlo bien, me haréis

confesar que mi hija no es de Luis,porque si Luis llega a morir, lo quedeseo con todo mi corazón, mi hija seráreina de Francia, y entonces tendrán quecontar conmigo, como reina madre.

El de Artois quedó turbado uninstante. «Piensa con lógica, la muyzorra», se dijo, «y la suerte puede darlela razón...»

Estaba aturdido.—Pocas probabilidades tenéis de

eso —replicó finalmente.—No tengo otra: me la guardo.

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—Como queráis, prima —dijo,ganando la puerta.

Su fracaso le llenó de rabia elcorazón, bajó la escalera y encontró alfraile, transido de frío bajo sus oscuroscabellos, batiendo los pies, y con unpuñado de plumas de oca en la mano.

—Sois un buen asno, hermanito —legritó— y ¡no sé dónde diablosencontráis la debilidad en vuestraspenitentes!

Después voceó:—¡Escuderos! ¡A los caballos!Apareció Bersumée, cubierto

todavía con el casco de hierro.—Monseñor, ¿deseáis visitar el

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castillo?—No, gracias. Con lo que he visto

tengo suficiente.—¿Las órdenes, monseñor?—¿Qué órdenes? Obedece las que

has recibido.Le trajeron al de Artois su gran

caballo normando, y Lormet lepresentaba ya el estribo.

—¿Y el dinero de la comida,monseñor? —preguntó aún Bersumée.

—¡Háztelo pagar por messire deMarigny! ¡Pronto, bajad el puente!

El de Artois montó de un salto ypartió rápidamente al galope. Seguidode toda su escolta, franqueó el cuerpo de

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guardia. Bersumée, pendientes losbrazos, entornados los ojos, veíadescender la cabalgata hacia el Senaentre un gran chapoteo de barro.

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IV.- Saint-Denis

Las llamas de centenares de cirios,dispuestos en pirámide alrededor de lospilares, proyectaban su movedizoresplandor sobre las tumbas de losreyes. Las alargadas estatuas yacentesde piedra parecían como sacudidas aveces, por estremecimientosfantasmagóricos y se hubiera dicho queformaban un ejército de caballerosmágicamente adormecidos en medio deun bosque incendiadoc.

En la basílica de Saint-Denis,necrópolis real, la corte asistía al

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entierro de Felipe el Hermoso. En lanave central, de cara a la nueva tumba,se encontraba toda la tribu de losCapetos, con vestiduras oscuras ysuntuosas: los príncipes de la sangre, lospares seglares, los pares eclesiásticos,los miembros del Consejo Privado, losGrandes Limosneros, el condestable, ydignatarios.

El supremo maestresala del palacioreal, seguido de cinco oficiales de lacorona, se adelantó con paso solemnehasta el borde del hueco abierto endonde ya había sido depositado elcadáver, echó en la fosa el bastóntallado, insignia de su cargo y pronunció

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la fórmula que marcaba oficialmente elpaso de uno a otro reinado:

—¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!La concurrencia repitió en seguida:—¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!Y este grito lanzado por cien pechos,

repercutido de ojiva en ojiva, de arco enarco, fue a correr largamente en lasalturas de las bóvedas.

El príncipe de ojos apagados, deespaldas estrechas y de pecho hundidoque, en este instante, comenzaba a ser elrey Luis X, experimentó una extrañasensación en la nuca, como si en ellaacabaran de estallar las estrellas. Laangustia le atenazó el cuerpo, hasta el

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punto de que pensó caer desfallecido.A su derecha, sus dos hermanos,

Felipe, conde de Poitiers, y el príncipeCarlos, que aún no tenía patrimoniopropio, miraban intensamente la tumba.

A su izquierda se habían situado susdos tíos, monseñor Carlos de Valois ymonseñor Luis de Evreux, dos hombresde anchas espaldas. El primero habíapasado los cuarenta. El segundo seaproximaba.

El conde de Evreux se sentíaasaltado por viejos recuerdos. «Haceveintinueve años», pensaba, «tambiénnosotros éramos tres hijos, y estábamosen este mismo sitio, ante la tumba de

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nuestro padre... y he aquí, ahora, que elprimero de nosotros se va. La vida hapasado ya».

Su mirada se dirigió hacia la estatuayacente más cercana, que era la del reyFelipe III.

«Padre», rogó intensamente Luis deEvreux, «acoged en el otro reino a mihermano Felipe, pues fue digno de vos».

Más lejos, al lado del altar, seencontraba la tumba de San Luis, y másallá las pesadas efigies de los ilustresantepasados. Al otro lado de la nave, losespacios vacíos, que un día se abriríanpara este joven, el décimo que llevabael nombre de Luis, que hoy llegaba al

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trono y, después de él, reinado trasreinado, para todos los reyes futuros.«Aún hay sitio para muchos siglos»,pensó Luis de Evreux.

Monseñor de Valois, con los brazoscruzados, la barbilla alzada, loobservaba todo y velaba por que laceremonia se desarrollara en la formadebida.

—¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey.!...Cinco veces más resonó el grito a lo

ancho de la basílica, a medida quedesfilaban los maestresalas y arrojabansu bastón. Rebotó el último bastón en elféretro, y se produjo el silencio.

En este momento Luis X se vio

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atacado por un violento acceso de tosque no pudo dominar a pesar de losesfuerzos que hizo. Un flujo de sangrecoloreó sus mejillas, y, durante un buenrato, fue víctima del espasmo. Parecíacomo si fuera a escupir el alma ante latumba de su padre.

Los asistentes se miraron, las mitrasse inclinaron hacia las mitras; lascoronas, hacia las coronas; hubocuchicheos de inquietud y de compasión.Cada uno pensaba: «¿Y si éste murieratambién en unas semanas?»

Entre los pares seglares, la poderosacondesa Mahaut de Artois, alta, ancha,enrojecida, observaba a su sobrino

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Roberto, cuya cabeza sobresalía entretodas las demás. Se preguntaba por qué,la víspera, había llegado a Notre-Dame,a la mitad bien cumplida del oficiofúnebre, sin afeitar y enlodado hasta lacintura. ¿De dónde venía y qué había idoa hacer? En cuanto aparecía Roberto, serespiraba un aire de intriga. Desde hacíapoco tiempo parecía bienquisto en lacorte, lo que no dejaba de inquietar aMahaut, ahora en desgracia tras habersido encerradas sus dos hijas, una enDourdan, otra en Château-Gaillard.

Rodeado de los jurisconsultos delConsejo, monseñor Enguerrando deMarigny, coadjutor del soberano que

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enterraban, llevaba luto de príncipe.Marigny era de esos raros hombres quepueden tener la certeza de haber entradoen vida en el seno de la historia, porqueellos la han hecho. «Sire Felipe, mirey», pensaba dirigiéndose al féretro. «¡Cuántas jornadas hemos pasadotrabajando codo con codo! Pensábamosigual en todas las cosas; cometimoserrores, los corregimos. En vuestrosúltimos días estuvisteis un pocoapartado de mí, porque vuestro espírituflaqueaba, y los envidiosos procurabansepararnos. Ahora, estaré solo en laobra emprendida. Yo os juro defender loque hemos realizado juntos.»

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Sólo necesitaba Marigny recordar suprodigiosa carrera, considerar de dóndehabía salido y a dónde había llegado,para aquilatar en este instante su pujanzay a la vez su soledad. «La obra degobernar no se acaba jamás», se decía.Había fervor en este gran político, ypensaba verdaderamente en el reinocomo si fuera su segundo rey.

Egidio de Chambly, abad de Saint-Denis, arrodillado al borde de la tumba,trazó por última vez la señal de la cruz.Después se incorporó, y seis monjesempujaron la pesada losa que cerraba latumba.

Jamás ya Luis de Navarra, ahora

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Luis X, volvería a oír la terrible voz desu padre diciéndole, durante losconsejos:

—¡Callaos, Luis!Pero lejos de sentirse liberado por

ello, sintió un terror pánico. Sesobresaltó cuando oyó pronunciar a sulado:

—¡Vamos, Luis!Era Carlos de Valois indicándole

que debía avanzar. Luis X se volvióhacia su tío y murmuró:

—Vos lo visteis cuando fuecoronado. ¿Qué hizo? ¿Qué dijo?

—Tomó para si de golpe toda laresponsabilidad —respondió Carlos de

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Valois.«Y tenía dieciocho años... siete

menos que yo», pensó Luis X. Todas lasmiradas se posaban sobre él. Tuvo quehacer un esfuerzo para caminar. Detrásde él la tribu capetina, príncipes, pares,barones, prelados y dignatarios, entreracimos de cirios y estatuas yacentes,atravesó la sepultura de familia. Losmonjes de Saint-Denis cerraban elcortejo, con las manos enfundadas en lasmangas y cantando salmos.

Así se pasó de la basílica a la salacapitular de la abadía donde estabapreparada la comida tradicional queremataba los funerales.

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—Sire —dijo el abate Egidio—,rezaremos en lo sucesivo dos plegarias,una por el rey que Dios se nos hallevado, otra por el que nos da.

—Os lo agradezco, padre —dijoLuis X con voz bastante Insegura.

Después se sentó dando un suspirode desfallecimiento y pidió en seguidaun cubilete de agua que vació de untrago. Durante toda la comidapermaneció silencioso. Se sentía febril,y cansado de cuerpo y de alma.

«Es preciso ser robusto para serrey», decía Felipe el Hermoso a sushijos, cuando ponían mala cara ante losejercicios o frente a las pasadas ante el

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estafermo3. «Es preciso ser robusto paraser rey», se repetía Luis X en esteprimer momento de su reinado. Era deesos hombres en los que la fatigaengendra la irritación, y pensaba conhumor que cuando se hereda un trono, sedebería heredar igualmente la fuerzanecesaria para mantenerse erguido en él.

Lo que el ritual exigía del nuevosoberano, para su elevación al trono, eraverdaderamente insoportable. Luisdespués de asistir a la agonía de supadre tuvo que comer durante dos díasdelante del cadáver embalsamado. Enefecto, no sufriendo el principio de larealeza interrupción ni cesura en su

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encarnación, se suponía que el reymuerto reinaba hasta su enterramiento, ysu sucesor, al lado de sus restos, comíaen cierta forma para él y en su lugar.

Para Luis, más penosa que lapresencia de aquella forma céreavaciada de sus entrañas y vestida conlos ornamentos de ceremonia, era lavista del corazón de su padre colocadojunto al túmulo funerario, en un cofrecitode cristal y bronce dorado. Los queveían aquel corazón, cortadas lasarterias a ras y detrás del vidrio,quedaban estupefactos de su pequeñez;«un corazón de niño.., o de pájaro»,murmuraban los visitantes. Costaba

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creer que una víscera tan minúsculahubiera animado a un monarca tanterribleb.

Después se trasladó el cuerpo porvía acuática, desde Fontainebleau aParís, luego en la capital se sucedieronuna serie de cabalgatas y de vigilias, deoficios religiosos y de cortejosinterminables; todo ello con unhorroroso tiempo de invierno en que sechapoteaba en el barro helado, un vientosutil cortaba el aliento y el rostro eraazotado por crueles ráfagas de nieve.

Luis admiraba a su tío Carlos deValois, que, constantemente a su lado,decidiéndolo todo, zanjando los

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problemas más perentorios, infatigable,tenaz, parecía tener carácter de rey.

Ya, hablando con el abate de Saint-Denis, empezaba a preocuparse por laconsagración de Luis, que tendría lugarel verano siguiente. Pues la abadía deSaint-Denis conservaba, no sólo lastumbas reales y el pendón de Francia,sino también los atributos y vestidurasque los reyes llevaban en su coronación.Valois quería saber si todo estaba enorden. Después de veintinueve años, ¿nohabría necesidad de componer el mantode gala? Los escriños para transportar aReims el cetro, las espuelas y la manode justicia ¿se hallaban en buen estado?

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¿Y la corona de oro? Sería preciso quelos orfebres, lo más pronto posible,ajustaran la guarnición interior a lanueva medida.

El abate Egidio observaba al jovenrey, al que la tos no dejaba de sacudir, ypensaba:

«Desde luego, todo se va a preparar;¿pero durará él hasta entonces?»

Acabada la comida, Hugo deBouville, gran chambelán de Felipe elHermoso, fue a quebrar delante de LuisX su bastón dorado, y significar con elloque había cumplido su misión. Elcorpulento Bouville tenía los ojos llenosde lágrimas; sus manos le temblaban y

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tuvo que realizar tres veces el intento deromper su cetro de madera, imagen ydelegación del gran cetro de oro.

Después, al primer chambelán deLuis, Mathieu de Trye, que iba asucederle, le susurró:

—A vos os toca ahora, messire.Entonces, la tribu capetina se

levantó de la mesa, y salió al patiodonde esperaban las monturas. En elexterior, la muchedumbre era escasapara gritar: « ¡Viva el rey!» Las gentesya se habían helado bastante la vísperaen su afán de presenciar el gran cortejoque comprendía tropas, clerecía deParís, maestros de la Universidad, y

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corporaciones; el de hoy no ofrecía nadaque pudiera maravillar. Además, caíauna especie de granizo que calaba losvestidos hasta la piel; sólo saludaban alnuevo rey los bobos empedernidos o losque podían gritar desde el umbral de supuerta sin mojarse.

Desde la infancia, el Turbulentoesperaba reinar. A cada reprimenda,fracaso o contrariedad que le acarreabansu mediocridad de espíritu y de carácter,él se decía rabiosamente:

«El día que sea rey...» y mil veceshabía deseado que la suerte apresurarala desaparición de su padre.

Ahora, he aquí que había sonado la

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ansiada hora, he aquí que acababa de serproclamado.

Salía de Saint-Denis... Pero nada leadvertía interiormente de que se hubieraproducido en él cambio alguno.Solamente se sentía más débil que lavíspera, y pensaba más en su padre alque había querido tan poco.

Con la cabeza baja y los hombrostemblorosos, guiaba su caballo entre loscampos desiertos en los que restos derastrojo alternaban con restos de nieve.El crepúsculo oscurecía rápidamente. Alas puertas de París, el cortejo hizo unalto, para que los arqueros de la escoltapudieran encender las antorchas.

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El pueblo de la capital no fue másentusiasta que el de Saint Denis.Además, ¿qué razones tenía paramostrarse alegre? El invierno precozimpedía los transportes y multiplicabalas defunciones. Las últimas cosechashabían sido pésimas: las mercancías seencarecían a medida que escaseaban; serespiraba miseria. Y lo poco que seconocía del nuevo rey no invitaba a laesperanza.

Se decía que era pendenciero y cruely el pueblo empezaba a llamarlo por elsobrenombre de Turbulento. No sepodía citar de él ningún acto importanteo generoso. Su única fama se debía a su

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infortunio conyugal.«Por esto el pueblo no me demuestra

afecto», se decía Luis X, por culpa deaquella ramera que me ridiculizó delantede ellos. Pero si no me aman, haré de talmodo que temblarán y pondrán cara depascuas cuando me vean, como si meamaran verdaderamente. Y desde luegoquiero volver a tomar esposa, tener unareina a mi lado... para que quedeborrado mi deshonor.»

¡Ay! El relato que, la víspera, lehabía hecho su primo el de Artois, a suregreso de Château-Gaillard, nopermitía esperar que la empresa fuerafácil. «La ramera cederá; haré que la

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sometan a régimen y tormentos tales quecederá.»

Como había corrido entre la plebe lanoticia de que arrojarían monedas alpaso del cortejo, grupos de mendigospermanecían en las esquinas de lascalles. Las antorchas de los arquerosiluminaban un instante caras chupadas,ojos ávidos y manos extendidas. Pero nocayó ni la más vil moneda.

Por el Chatelet y el Pont au Changeel cortejo alcanzó el Palacio de la Cité.

La condesa Mahaut dio la señal dedispersarse declarando que todos teníanahora necesidad de calor y de reposo, yque ella regresaba al palacio de Artois.

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Prelados y barones tomaron el caminode su mansión. Hasta los hermanos delnuevo rey se retiraron. Así que cuandoechó pie a tierra, Luis X no se viorodeado, fuera de su escolta deescuderos y de servidores, más que porsus dos tíos Valois y Evreux, Roberto deArtois, y Mathieu de Trye.

Pasaron por la Galería Mercière4,inmensa, y a aquella hora, casi desierta.Algunos mercaderes, que acababan deechar el candado a sus azafates, sequitaron el gorro.

El Turbulento avanzaba lentamente,con las piernas tiesas en las botasdemasiado pesadas y con el cuerpo

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calenturiento por la fiebre. Miraba, aderecha e izquierda, en lo alto de losmuros, las cuarenta estatuas de reyes,colocadas sobre grandes consolasesculpidas, que Felipe el Hermoso habíahecho erigir allí, a la entrada de lahabitación real, copias, en pie, de lasyacentes de Saint-Denis, con el fin deque el soberano viviente apareciera alos ojos de cada visitante como elcontinuador de una raza sagrada,designada por Dios para ejercer elpoder.

Esta colosal familia de piedra, deblancos ojos bajo el resplandor de lasantorchas, no hacía más que abrumar aún

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más al pobre príncipe de carne quehabía recogido la sucesión. Un mercaderdijo a su mujer:

—No tiene aspecto muy altivo,nuestro nuevo rey.

La mujer, riendo burlonamente,respondió:

—Lo tiene sobre todo de cornudo.No había hablado muy fuerte, pero

su aguda voz resonó en el silencio. ElTurbulento se sobresaltó y con el rostrobruscamente airado, trató de distinguir ala persona que había osado pronunciaraquel insulto. Todos los de la escoltadesviaron la mirada y fingieron no haberoído nada.

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A ambos lados de la arcada bajo laque arrancaba la escalera principalhacían juego las estatuas de Felipe elHermoso y de Enguerrando de Marigny,pues el regente general del reino habíarecibido este honor único de tener suefigie en la galería de los reyes. Honorjustificado por el hecho de que lareconstrucción y embellecimiento delpalacio era obra esencialmente suya.

Esta estatua era lo que más irritaba amonseñor de Valois, que cada vez quese veía obligado a pasar ante ella, seindignaba de que hubieran elevado tanalto a aquel burgués. «La astucia y laintriga lo han conducido a tal descaro

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que se da aires de ser de nuestrasangre», pensaba Valois. «Pero tiempoal tiempo, monseñor; os bajaremos deese pedestal, lo juro, y os enseñaremosmuy pronto que el momento de vuestrasmalvadas grandezas ha concluido.»

—Monseñor Enguerrando —dijovolviéndose con altanería hacia suenemigo—, creo que el rey desea ahoraquedarse en familia.

Marigny, para evitar todo choquehizo como si no hubiera comprendido.Pero para hacer constar que no recibíaórdenes más que del rey, se dirigió aéste:

—Sire, hay muchos asuntos

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pendientes que me reclaman. ¿Puedoretirarme?

Luis tenía el pensamiento en otraparte: la frase lanzada por la mujer delmercader le daba vueltas en la cabeza.

—Hacedlo, messire, hacedlo —respondió con impaciencia.

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V.- El rey, sus tíos y eldestino

La reina Juana, madre de Luis X,heredera de Navarra, había muerto en1305. A partir de 1307, es decir, desdeel momento en que, a los dieciochoaños, había sido investido oficialmentede la corona navarra, Luis habíarecibido la mansión de Nesle para suresidencia personal. No había habitado,pues, en el palacio, tras losremozamientos ordenados por su padrelos últimos años.

Así pues, aquella tarde de

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diciembre, a la vuelta de Saint Denis, alentrar Luis en las habitaciones realespara tomar posesión, no encontró nadaque le recordara su infancia. Ningunarotura en el pavimento, conocida desdesiempre; ningún chirrido especial de talo cual puerta oído anteriormente podíaconmoverlo o enternecerlo; noencontraba nada que le permitiera decir:

«Delante de esta chimenea me teníami madre en su regazo» o «desde estaventana vi, por primera vez, laprimavera.» Las ventanas tenían otraproporción, las chimeneas eran nuevas.

Felipe el Hermoso, monarcaeconómico, casi avaro en su atención

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personal, no reparaba en gastos cuandose trataba de enaltecer la idea de larealeza. Había querido que el palaciofuera imponente, aplastante, tantointerior como exteriormente; y que, en elcorazón de la capital, igualara en ciertomodo a Notre-Dame. Allá la grandezade la Iglesia; aquí, la grandeza delEstado. Allí la gloria de Dios; aquí, ladel rey.

Para Luis, ésta era la morada de supadre, un padre silencioso, distante,terrible. De todas las estancias, la únicaque le parecía familiar era la cámara delConsejo, donde tantas veces, apenasformulaba una opinión, había oído decir:

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«¡Cállate, Luis!»Avanzaba de sala en sala. Los

criados, ahogando sus pisadas, seescurrían a lo largo de las paredes; lossecretarios se esfumaban por lasescaleras; todo el mundo observabatodavía un silencio de velada mortuoria.

Se detuvo finalmente en la estanciaen la que su padre permanecíahabitualmente para trabajar. Era dedimensiones modestas, pero con unagran chimenea en la que ardía un fuegocomo para asar un buey. Para calentarsesin sufrir el ardor de las llamas, habíancolocado delante del fuego unaspantallas tejidas de mimbre que un

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criado remojaba frecuentemente. Varioscandeleros de seis velas en forma decorona iluminaban claramente laestancia.

Luis se despojó de su ropa, que pusoen una de las pantallas. Sus tíos, suprimo y su chambelán lo imitaron ypronto comenzó a escapar vapor de laspesadas telas empapadas de agua, de losterciopelos, de las pieles de abrigo y delos bordados, mientras que los cincohombres, en camisa y calzones, secalentaban los riñones al fuego,semejantes a cinco labriegos a suregreso de un enterramiento en elcampo.

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De pronto, del ángulo donde estabala mesa de trabajo de Felipe elHermoso, llegó un largo suspiro, casi ungemido.

Luis X gritó con voz aguda:—¿Qué es eso?—Es Lombardo, Sire —dijo el

criado encargado de mojar las pantallas.—¿Lombardo? Pero si ese perro

estaba en Fontainebleau, con la jauría.¿Cómo ha llegado aquí?

—Por sí solo, hay que creer, Sire.Llegó anteanoche todo cubierto debarro, al mismo tiempo que llegaba elcuerpo de nuestro antiguo señor a Notre-Dame. Se ha escondido bajo este mueble

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y no se quiere mover.—¡Que lo cojan, que lo encierren en

las cuadras!Contrariamente a su padre, Luis

detestaba a los perros, les tenía miedo,desde que, siendo niño, le habíamordido uno.

El criado se agachó y tiró por elcollar a un gran lebrel oscuro, con elpelo pegado en los flancos y los ojosfebriles.

Este era el perro, obsequio delbanquero Tolomei, que no se habíaapartado del rey Felipe durante losúltimos meses. Como se resistiera asalir, agarrándose al pavimento con las

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uñas, Luis X lo apartó con un puntapiéen el costado.

—Ese animal trae desgracia.Primero, llegó aquí el día en quequemaron a los Templarios, el día que...

Se oyeron voces en una piezacontigua, y el criado y el perro secruzaron en la puerta con una niñavestida embarazosamente con ropas deluto, a la que empujaba una dama decompañía, diciéndole:

—Id, doña Juana; id a saludar anuestro señor el rey, vuestro padre.

Aquella niña de apenas cuatro años,de pálidas mejillas, de ojos demasiadograndes, era por el momento la heredera

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del trono de Francia.Tenía la frente redonda y combada

de Margarita de Borgoña, pero su tez ysus cabellos eran claros. Avanzaba,mirando directo delante de ella con esaexpresión obstinada que muestran losniños malqueridos.

Luis X, con un gesto, impidió quellegara hasta él.

—¿Por qué la han traído aquí? ¡Deningún modo quiero verla! —exclamó—. Que la conduzcan sin tardanza alPalacio de Nesle; es allí donde debealojarse, puesto que allí fue...

—Conteneos, sobrino —dijo elconde Evreux.

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Luis esperó a que salieran la damade compañía y la princesita, másatemorizada aquélla que ésta.

—¡No quiero ver más a esabastarda! —dijo.

—¿Estáis, pues, tan seguro de que losea, Luis? —preguntó monseñor deEvreux, alejando del fuego sus vestidospara que no se chamuscaran.

—Me basta con la duda —respondióel Turbulento—. No quiero reconocernada que venga de una mujer que me hatraicionado.

—Sin embargo, esta niña es rubiacomo todos nosotros.

—Felipe de Aunay también era

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rubio —replicó amargamente elTurbulento.

El conde de Valois vino a apoyar aljoven rey.

—Luis debe tener buenas razones,hermano, para hablar de esa manera —dijo con autoridad.

—Además —prosiguió Luis a voz engrito—, no quiero oír esa palabra que seme ha lanzado hace poco al pasar; noquiero adivinarla sin cesar en la mentede las gentes; no quiero dar ocasión deque lo piensen al mirarme.

Luis de Evreux se contuvo para nocontestar: «Si hubieras tenido mejorcarácter, amigo mio, y más bondad en el

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corazón, tu mujer quizá te hubieraamado...» Pensaba en la desgraciadaniña que iba a vivir, rodeada solamentede criados indiferentes, en el inmenso ydesierto palacio de Nesle. Deimproviso, oyó que Luis decía.

—¡Ay! Voy a estar muy solo aquí.Luis de Evreux miró compasivo y

estupefacto a aquel sobrino queconservaba sus resentimientos como unavaro guarda su oro; maltrataba a losperros porque uno lo había mordido,expulsaba a su hija porque había sidoburlado, y se quejaba de su soledad.

—Toda criatura está sola, Luis —dijo gravemente—. Cada uno de

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nosotros sufre en soledad el instante dela muerte; y es vano creer que no ocurreigual en otros instantes de la vida.Incluso el cuerpo de la esposa con quiendormimos resulta extraño; incluso loshijos que hemos engendrado resultanpara nosotros personas extrañas. Sinduda el Creador lo ha querido así paraque cada hombre no tenga otra comuniónque la suya y todos juntos la tengamos enEl... El único alivio a este aislamientoestá en la compasión y en la caridad, esdecir, en saber que los demás padecende nuestro mismo mal.

Con el cabello húmedo y lacio, lamirada vaga, la camisa pegada a sus

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huesudos costados, el Turbulentoparecía un ahogado a quien acabaran desacar del Sena. Quedó silencioso unmomento. Algunas palabras, como esas,precisamente, de caridad y compasión,no tenían sentido para él, y no lasentendía más que los latines de losclérigos. Se dirigió a Roberto de Artois:

—Así, Roberto, ¿estáis seguro deque no cederá?

—El gigante, secándose todavía, ycuyas botas humeaban como un caldero,sacudió la cabeza negativamente.

—Mi señor primo, como os dijeayer tarde, presioné sobre doñaMargarita de todas las formas. Puse en

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juego con él a mis más sólidosargumentos. Choqué con una repulsa detal dureza que puedo aseguraros que nose obtendrá nada. ¿Sabéis con quécuenta? —añadió, alevoso—. Esperaque muráis antes que ella.

Luis X tocó instintivamente, a travésde su camisa, el pequeño relicario quellevaba al cuello. Después, dirigiéndoseal conde de Valois, dijo:

—¡Pues bien! Tío, ya veis que no estan fácil como habíais prometido. ¡Y quela anulación no parece cosa de hoy paramañana!

—Ya lo veo, sobrino, y no piensomás que en eso —respondió el de

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Valois.—Primo, si teméis ayunar —dijo

entonces Roberto de Artois, yo podréabastecer vuestro lecho con apetitosacarne de hembras..., cariñosas por lavanidad de servir a los placeres de unrey.

Hablaba de esto con avidez, como sise tratara de un asado a punto o de unbuen plato en salsa.

Carlos de Valois agitó su manocargada de sortijas.

—Ante todo, ¿de qué os sirve, Luis,que el matrimonio sea anulado —dijo—mientras no hayáis elegido la nuevamujer con quien queréis casaros? No os

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inquietéis tanto por esa anulación; unsoberano siempre acaba por obtenerla.Lo que precisáis es encontrar desdeahora la esposa que haya de representara vuestro lado el papel de reina y ospueda proporcionar descendencia.

Cuando se presentaba un obstáculo,monseñor de Valois adoptaba estaposición de menospreciarlo y de saltaren seguida a la etapa inmediata. En laguerra se despreocupaba de los focos deresistencia; los cercaba y se lanzaba alataque de la ciudadela siguiente.

—Hermano —dijo el prudenteconde de Evreux— ¿creéis que la cosaes tan fácil, en la situación en que está

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nuestro sobrino, y si no quiere tomar unamujer indigna del trono?

—¡Vaya pues! Conozco a diezprincesas en Europa que pasarían poralto muchas cosas con tal de ceñir lacorona de Francia. Tenéis, sin ir máslejos, a mi sobrina Clemencia deHungría... —dijo Valois como si la ideaacabara de brotarle en la cabeza cuandola venía madurando desde hacía unasemana.

Esperó ver el efecto que producía suproposición. El Turbulento levantó lacabeza, interesado.

—Es de nuestra sangre puesto queprocede de los Anjou —prosiguió

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Valois—. Su padre, Carlos Martel, querenunció al trono de Nápoles-Siciliapara reivindicar el de Hungría, hacetiempo que murió; y sin duda ésta es larazón por la que ella no se ha casadotodavía. Pero su hermano Carobertoreina ahora en Hungría y su tío es rey deNápoles. En verdad, se le ha pasado unpoco la edad del matrimonio...

—¿Cuántos años tiene? —preguntóinquieto Luis X.

—Veintidós. Pero, así y todo, ¿no espreferible a esas muchachuelas que vanal altar jugando todavía a muñecas yque, cuando crecen, se revelan llenas devillanía, mentirosas y libertinas?

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Además, sobrino, ¡no vais a vuestrasprimeras nupcias!

«Todo esto parece demasiado bien,debe de tener algún defecto que se meoculta, pensaba el Turbulento. QuizáClemencia sea tuerta o bien jorobada.»

—¿Y cómo es... físicamente? —preguntó.

—Sobrino mío, es la mujer máshermosa de Nápoles. Los pintores,según me han asegurado, se esfuerzan enimitar sus rasgos cuando pintan en lasiglesias el rostro de la Virgen María. Yorecuerdo que ya en su infancia prometíaser una belleza notable y todo parececonfirmar que ha hecho honor a esta

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promesa.—En efecto, parece que es muy

bella —dijo monseñor de Evreux.—Y virtuosa —añadió Carlos de

Valois—. Me atengo a que reúne todaslas cualidades que poseía su querida tía,que fue mi primera mujer, a la que Diosguarde. Y no olvidéis que Luis deAnjou, su otro tío y, por consiguiente, micuñado, habiendo renunciado al tronopara entrar en religión, fue ese santoobispo de Toulouse que hace milagrosdesde su tumba.

—Así tendremos un segundo SanLuis en la familia —observó Roberto deArtois.

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—Tío, me parece que habéis tenidouna feliz idea —dijo Luis X—. Hija derey, hermana de rey, sobrina de rey y desanto, bella y virtuosa... ¡Ah! ¡Por lomenos no será morena, como laborgoñona, pues entonces sería superiora mis fuerzas!

—No, no —se apresuró a responderValois—. No temáis, sobrino; es rubia,de buena raza franca.

—¿Y vos creéis, Carlos, que esáfamilia, piadosa como decís, consentiríaa los esponsales antes de la anulación?—preguntó Luis de Evreux.

Monseñor de Valois se hinchó comopara reventar.

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—Soy demasiado amigo de misparientes de Nápoles para que mepuedan rehusar nada —respondió—, yambas cosas se pueden tratar a la vez.La reina María, que, en otro tiempoconsideró un honor darme a una de sushijas, me otorgará con gusto a su nietapara el más querido de mis sobrinos, ypara que sea reina del más bello reinodel mundo. Yo me encargo de ello.

—Entonces manos a la obra, tío —dijo Luis—. Enviemos una embajada aNápoles. ¿Qué opináis, Roberto?

Roberto dio un paso hacia adelante,con las manos abiertas como si sepropusiera partir al instante para Italia.

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El conde de Evreux intervino otravez. No tenía objeción al proyecto, peroopinaba que la decisión constituía unasunto de Estado tanto como de familia,y pedía que fuera debatida en elConsejo.

—Mathieu —dijo inmediatamenteLuis X a su chambelán—, decid aMarígny que convoque el Consejo paramañana por la mañana.

—¿Por qué a Marigny? —dijoValois—. Yo mismo puedo encargarmede ello, si lo deseáis.

Marigny tiene demasiadasocupaciones y prepara apresuradamentelos Consejos que no tienen otro

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cometido que el de conceder suaprobación, sin examinar demasiado susnegocios. Pero vamos a cambiar eso,Sire, sobrino mío, y yo voy a reuniros elConsejo más indicado para serviros.

—Es muy justo, tío mío, hacedlo así—dijo Luis X, con aire de seguridad,como si la iniciativa fuera suya.

Las ropas estaban secas y todosvolvieron a vestirse.

«Bella y virtuosa», se repetía LuisX, «bella y virtuosa»...

Después sufrió un acceso de tos yapenas oyó las despedidas.

Bajando la escalera, de Artois dijo aValois:

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—¡Ah!, primo mío. ¡Qué bien habéisvendido a vuestra sobrina Clemencia,conozco a alguien cuyas sábanas arderántoda la noche!

—Roberto —dijo Valois en tono defingido reproche—, en adelante debéisrecordar que es del rey de quien habláis.

El conde de Evreux los seguía ensilencio. Pensaba en la princesa quevivía en un castillo de Nápoles, cuyasuerte, sin ella saberlo, quizá se habíadecidido aquel día. Monseñor de Evreuxse maravillaba de qué modoimprevisible, misterioso, se forjaban losdestinos humanos.

Porque un gran soberano había

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muerto antes de tiempo, porque un jovenrey soportaba mal el celibato, porque sutío estaba impaciente por satisfacerle,para afirmar así el dominio que ejercíasobre él, porque un nombre lanzadohabía sido retenido, una doncella derubios cabellos, que a quinientas leguasde distancia, pensaba ante un mareternamente azul que nada nuevo letraería aquel día, quedaba designadapara llegar a ser el centro de laspreocupaciones de la corte de Francia...

Monseñor de Evreux aún se vioasaltado por un acceso de escrúpulos.

—Hermano —dijo a Valois—¿creéis verdaderamente que la pequeña

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Juana sea bastarda?—Hoy no estoy seguro todavía,

hermano —dijo Valois poniéndole sobreel hombro su mano ensortijada—. ¡Peroos aseguro que no pasará mucho tiemposin que todo el mundo la tenga por tal!

Después de esto, el reflexivo condede Evreux podía haberse dichoigualmente: «Porque una princesa deFrancia se echa un amante, porque sucuñada de Inglaterra la denuncia, porqueun rey justiciero publica el escándalo,porque un marido humillado hace recaersu venganza sobre una niña a la quequiere declarar ilegítima... » Lasconsecuencias pertenecen al futuro, a

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ese desarrollo de la fatalidad encreación constante por la continuacombinación de la fuerza de las cosas yde las acciones humanas.

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VI.- La lenceraEudalina

El dosel del lecho, de un jamete5

azul oscuro sembrado de áureas floresde lis, parecía un trozo de firmamentonocturno; las cortinas tapizadas, tambiénde la misma tela, se movían suavemente,a la tenue claridad de la mariposasuspendida por triple cadena de bronce;y la colcha de brocado de oro, que caíaen tiesos pliegues hasta el suelo, centeleaba con extrañas fosforescencias.

La materia coloreante laproporcionaba la cochinilla, pequeño

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insecto que se encontraba en elLanguedoc y que se vendía desecada.Había varios matices de escarlata:bermejo, rosado y sanguíneo.

Desde hacía dos horas, Luis Xtrataba en vano de conciliar el sueño enla cama que había sido de su padre. Seahogaba bajo las mantas forradas depiel, y tiritaba cuando intentabalevantarse.

Aunque Felipe el Hermoso habíafallecido en Fontainebleau, Luisexperimentaba un agudo malestar alencontrarse en aquel lecho, como sipercibiera en él la presencia delcadáver.

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Todos los recuerdos de aquellasúltimas jornadas y todos los temores delfuturo se entrechocaban en su cerebro...Una voz había gritado de entre lamuchedumbre «cornudo»...

Clemencia de Hungría rehusaría oestaría ya desposada... El austero rostrodel abate Egidio se inclinaba sobre latumba... «Rezaremos en lo sucesivo dosplegarias... » . . .«¿Sabéis con quécuenta? ¡Espera que muráis antes queella!... » Un cofre de cristal aprisionabael corazón con las arterias cortadas, tanpequeño como un corazón de cordero...

Se levantó bruscamente, el corazónle golpeaba en el pecho como un reloj

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loco. El médico de palacio, que lo habíaexaminado antes de acostarse, le habíaasegurado, sin embargo, que no tenía loshumores malos y que el sueño repararíala fatiga bien explicable. Si persistía latos verían al día siguiente de darlealguna tisana con miel, o le aplicaríansanguijuelas. Pero Luis no le habíaconfesado los dos desfallecimientossentidos en Saint-Denis, aquel frío quele había embargado, y la vacilación detodo ante sus ojos. Y he aquí que elmismo mal, al que no podía darle unnombre, volvía a asaltarle.

Torturado por la ansiedad, elTurbulento, enfundado en un largo

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camisón blanco sobre el que echó unaropa de abrigo, recorría la habitacióncomo persiguiéndose a sí mismo y comosi, a la menor detención, fuera a dejar devivir.

¿No iría a sucumbir como su padre,herido en la cabeza por la mano deDios? «Yo también», pensaba conespanto, «estaba presente cuandoquemaron a los Templarios ante elPalacio...» ¿Sabe alguien la noche queha de morir? ¿Sabe la noche en que sevolverá loco? Y si llegaba a salvar estanoche abominable, si lograba ver latardía aurora del invierno, ¿en quéestado de agotamiento se hallaría al día

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siguiente para presidir su primerConsejo? El les diría: «Señores...

» ¿Qué palabras encontraría?...«Cada uno de nosotros —sobrino—sufre en soledad el instante de la muerte,y es vano creer que no ocurre así en losinstantes de la vida»...

—¡Mi!, ¡tío! —pronunció en voz altael Turbulento—. ¡Por qué me habéisdicho eso!

Su propia voz le parecía extraña.Continuaba divagando, jadeante yestremecido alrededor del gran lechoenvuelto en sombras.

Era aquel mueble el que loespantaba. Aquel lecho estaba

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maldecido, y nunca podría dormir en él.El lecho de un muerto. «¿Tendré, pues,que pasar todas las noches de mireinado de esta manera, dando vueltaspara no morir?», se preguntaba. Habíaun remedio: ir a dormir a otra parte,llamar a sus gentes para que leprepararan otra habitación. Pero, ¿cómohallar el valor de confesar: «No puedoalojarme aquí porque tengo miedo», y depresentarse a los escuderos, a loschambelanes y a los maestresalas tanabatido, tembloroso y desamparado?

Era rey y no sabía cómo reinar; erahombre y no sabía cómo vivir; estabacasado y no tenía mujer... Y aun cuando

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Clemencia de Hungría aceptara, ¡cuántassemanas, cuántos meses tendría queesperar todavía hasta que la presenciade otra persona tranquilizara sus noches!«¿Y me amará? ¿No hará como la otra?»

De repente tomó una determinación.Abrió la puerta, despertó al primerchambelán, que dormía totalmentevestido en la antecámara, y le preguntó:

—¿Es todavía doña Eudelina quiencuida la lencería de palacio?

—Sí, Sire. Me parece que sí —respondió Mathieu de Trye.

—Bueno, enteraos. Y si es ella,hacedla buscar en seguida.

Sorprendido, adormecido...

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«¡Duerme!», pensó el Turbulento conrencor... El chambelán preguntó al rey sideseaba que le cambiaran las sábanas.

El Turbulento hizo un gesto deimpaciencia.

—Sí, es para eso. ¡Id a buscarla, osdigo!

Después volvió a entrar en lahabitación y prosiguió su angustiosaronda preguntándose:

«¿Se alojará todavía en palacio? ¿Laencontrarán?»

Diez minutos más tarde entró doñaEudelina, llevando una pila de sábanas,y Luis X sintió en seguida que dejaba desentir frío.

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—¡Monseñor Luis... digo, Sire! —exclamó—. Yo bien sabía que no eraconveniente poneros sábanas nuevas. Seduerme mal en ellas. ¡Ha sido messirede Trye quien lo ha exigido! Afirmabaque tal era la costumbre. Yo queríaponeros sábanas lavadas ya confrecuencia y muy finas.

Era una mujerona rubia, amplia, congrandes senos y un hermoso aspecto denodriza que hacía pensar en la paz, en latibieza y en el reposo. Tenía algo más detreinta años, pero su rostro guardaba uncierto aire de asombro tranquilo yadolescente. Por debajo del gorroblanco que se ponía para dormir se

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escapaban largas trenzas que tenían elcolor del oro y que se soltaban sobre laespalda. Con las prisas se había echadouna bata por encima de su camisón dedormir.

Luis la miró un momento sin hablar,el tiempo que Mathieu de Trye,dispuesto siempre a ser útil, comprendióque ya no lo necesitaban.

—No es por las sábanas por lo queos he hecho venir —dijo al fin.

Un suave rubor de confusión coloreólas mejillas de la lencera.

—¡Oh! ¡Monseñor... Sire, quierodecir! El haber vuelto a palacio os hahecho acordaros de mí...

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Ella había sido su primera amantehacía diez años. El día en que supo —tenía entonces quince años— que prontolo iban a casar con una princesa deBorgoña, al Turbulento le poseyó undeseo frenético de descubrir el amor, almismo tiempo que el pánico ante la ideade que no supiera comportarse como eradebido con su esposa, y mientras Felipeel Hermoso y Marigny consideraban lasventajas políticas de esta alianza, eljoven príncipe no pensaba en otra cosaque en el misterio de la naturaleza. Porla noche, imaginaba a todas las damasde la corte sucumbiendo a sus ardores, yde día se quedaba ante ellas sin saber

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qué hacer ni qué decir.Y así, una tarde de verano en un

corredor de palacio, se había arrojadobruscamente sobre una bella moza que,en una galería desierta, andaba delantede él con paso tranquilo y llevando enbrazos una buena cantidad de ropablanca. Se había lanzado contra ella conviolencia, con cólera, como si el deseole brotara del mismo pánico que loatenazaba. Aquélla o ninguna, ahora onunca...

Sin embargo, no la violó; suagitación, su ansiedad y su torpeza lohicieron incapaz. Exigió a Eudelina quele enseñara a hacer el amor. A falta de

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una seguridad de hombre, pretendióemplear sus prerrogativas de príncipe.Tuvo suerte; Eudelina no se burló de él,y consideró un honor rendirse a losdeseos de este hijo de rey, dejándolecreer incluso que había encontrado gustoen ello. Tanto fue así que a partir deentonces siempre se sintió un hombredelante de ella.

Luis la mandaba llamar en losmomentos en que estaba dispuesto avestirse para la caza o bien para ir aejercitarse en las armas, y Eudelinapronto comprendió que la necesidad deamar no le asaltaba más que cuandotenía miedo. Durante algunos meses,

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antes de que Margarita llegara a lacorte, e incluso después, ella le ayudó asuperar sus terrores.

—¿Dónde está vuestra hija? —preguntó él.

—En casa de mi madre, que la cría.No quiero que esté aquí conmigo; separece demasiado a su padre —respondió Eudelina esbozando unasonrisa.

—Al menos ésa —dijo Luis—, creoque es bien mía.

—¡Oh! ¡Ciertamente, monseñor! ¡Esbien vuestra... Sire, he querido decir. Surostro se parece cada día más al vuestro.Por eso, para evitaros molestias, la he

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apartado de las gentes de palacio.Y es que una niña, a la que se puso

por nombre el de Eudelina, como sumadre, había nacido de estosimpacientes amores. Cualquier mujeralgo dotada para la intriga hubieraasegurado su fortuna tras haber logradotener descendencia de un noble. Pero elTurbulento temía tanto revelar losucedido a su padre que Eudelina tuvopiedad, una vez más, y se calló. Sumarido, que era escribano de messire deNogaret trotaba mucho tras él aquellostiempos, por los caminos de Francia eItalia. Cuando a la vuelta, encontró a sumujer próxima a dar a luz, se puso a

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contar los meses con los dedos yempezó a sulfurarse. Pero una mujeratrae generalmente a hombres que tienenparecida naturaleza. El escribano no erahombre de muchos arrestos, y cuandoella le confesó de dónde venía el regalo,el miedo extinguió su cólera como elviento la llama de una bujía.

Habiendo escogido el partido delsilencio, murió poco después, menos dela tristeza de aquel asunto, que de un malpernicioso que pescó en los pantanosromanos.

Y doña Eudelina continuó vigilandolas coladas de palacio, por cincosueldos cada cien manteles lavados.

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Llegó a ser primera lencera, lo que en lacasa real era una posición burguesa.

Durante este tiempo, la pequeñaEudelina crecía, confirmando esainsolencia que tienen los bastardos parafijar en su rostro los rasgos de suilegitimidad; y doña Eudelina pensabaque un día Luis se acordaría. ¡Le habíaprometido, le había juradosolemnemente que cuando fuera reycubriría a su hija de oro y de títulos!

Ahora pensaba que había tenidorazón al creerle, y se maravillaba de quese hubiera puesto tan rápidamente acumplir sus juramentos. «No es malo enel fondo», pensaba. «Es turbulento en

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sus maneras, pero no es malo.»Conmovida por los recuerdos, por el

sentimiento del tiempo pasado, por lassorpresas del destino, contemplaba aaquel soberano que había encontradoantaño entre sus brazos el primer logrode su desequilibrada virilidad y queestaba allí, ante ella, en camisón,sentado en una silla, con los cabelloscayéndole hasta la barba y con losbrazos alrededor de las rodillas. «¿Porqué, se decía, por qué me habrásucedido esto a mí?»

—¿Qué edad tiene tu hija, ahora?,preguntó él. «Nueve años, ¿no es eso?»

—Nueve años, exactamente, Sire.

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—Le concederé el rango de princesatan pronto esté en edad de casarse. Esaes mi voluntad. Y tú, ¿qué deseas?

El tenía necesidad de ella. Estehubiera sido el momento deaprovecharse. La discreción no sirve denada con los grandes de la tierra, y espreciso apresurarse a expresar unanecesidad, una exigencia, un deseo,aunque sea inventado, cuando estándispuestos a satisfacerlo. Puesinmediatamente se sienten desligados detoda gratitud simplemente por haberofrecido, y se olvidan de conceder. ElTurbulento habría pasado con gusto todala noche precisando sus liberalidades,

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con el fin que Eudelina le hicieracompañía hasta el alba. Pero,sorprendida por la pregunta, ella secontentó con responder:

—Lo que os plazca, Sire.Inmediatamente, se puso a pensar en

sí mismo.—¡Ay, Eudelina, Eudelina! —

exclamó—. Hubiera debido llamarte alPalacio de Nesle, donde he estado muyafligido estos meses.

—Sé, monseñor Luis, que habéissido muy mal tratado por vuestraesposa... Pero en modo alguno habríaosado ir junto a vos; ignoraba si os daríaalegría o vergüenza el volver a verme.

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El la miraba; pero ya no laescuchaba. Sus ojos adquirieron unafijeza turbadora. Eudelina sabía lo quequería decir aquella mirada; la conocíadesde que él tenía quince años.

—¿Quieres tenderte? —ordenó élbruscamente.

—¿Ahí, monseñor, digo, Sire? —murmuró ella un poco asustada,designando el lecho de Felipe elHermoso.

—Sí, ahí, precisamente —respondióel Turbulento con voz sorda.

Dudó un momento ante lo que leparecía un sacrilegio. Después de todo,ahora el rey era él, y aquel lecho había

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pasado a pertenecerle. Ella se quitó elgorro, dejó caer su bata y su camisa, ysus trenzas de oro se le soltaron por laespalda. Estaba un poco más gruesa queantes, pero aún conservaba la hermosacurva que por la cintura iba a explayarseen las nalgas, aquella espalda amplia yrecta, y aquellas caderas sedosas dondejugaba la luz... Sus gestos eran dóciles, yera precisamente lo que él estabanecesitando. Como se calienta el lechopara expulsar el frío, aquel bello cuerpoexpulsaría los demonios.

Un poco inquieta, otro tantodeslumbrada, Eudelina se deslizó bajola colcha de oro.

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—Yo tenía razón —dijo acontinuación—. ¡Arañan estas sábanasnuevas! Bien lo sabía yo.

Luis se había despojado febrilmentede su camisa. Con el pecho hundido, loshombros huesudos, y pesado a causa desu torpeza, se echó sobre ella conprecipitación desesperada, como si laurgencia no permitiera la menordilación.

Prisa vana. Los reyes no mandan entodo; y en ciertas cosas están expuestosa los mismos fracasos que los demáshombres. Los deseos del Turbulentoeran sobre todo cerebrales. Aferrado alos hombros de Eudelina como un

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náufrago a una boya, se esforzaba,haciendo un simulacro, en dominar undesfallecimiento que daba pocasesperanzas. «En verdad, si no le hacíamejor los honores a doña Margarita», sedecía Eudelina, «se comprende que lohaya engañado».

Todos los estímulos silenciosos queella le prodigó, todos los esfuerzos queél hizo y que en modo alguno eran de unpríncipe que corre tras la victoria,quedaron sin éxito. Al fin, él seenderezó, tembloroso, abatido,avergonzado, al borde de la rabia o delas lágrimas.

Ella procuró calmarlo.

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—Hoy habéis andado mucho. Habéispasado tanto frío y debéis tener elcorazón tan triste...

Es muy natural que la noche en quevuestro padre ha sido enterrado... Esopuede sucederle a cualquiera, vos losabéis.

El contemplaba a aquella hermosamujer rubia, ofrecida e inaccesible,tendida allí como si encarnara algúncastigo infernal, y que lo miraba concompasión.

—¡Es esa ramera! —dijo él—. Espor esa ramera...

Eudelina hizo un movimiento deretroceso, pues creyó que la injuria iba

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dirigida a ella.—Yo quería que la mataran, después

de su infamia —continuó él con losdientes apretados—.

Mi padre se negó, mi padre no mevengó, y ahora soy yo quien está comomuerto... en esta cama donde siento midesgracia, donde yo no podré dormirjamás.

—No, monseñor Luis —dijo elladulcemente atrayéndolo hacia sí—. Esun buen lecho, es un lecho de rey. Ypara expulsar lo que os impide gozar delamor, necesitáis introducir en él a unareina.

Eudelina estaba conmovida,

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recatada, sin reproches ni despecho.—¿Tú lo crees, Eudelina?—Sí, monseñor Luis, os lo aseguro:

en un lecho de rey, es una reina la quehace falta —repitió ella.

—Quizá pronto tenga una. Creo quees rubia como tú.

—Me hacéis un gran cumplido coneso —respondió Eudelina.

—Dicen que es muy bella —continuó el Turbulento— y de granvirtud; vive en Nápoles...

—Sí, monseñor Luis, estoy segurade que os hará dichoso. Ahora, debéisprocurar dormir.

Maternal, le había hecho posar la

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cabeza sobre su hombro tibio que olía aespliego, y le escuchaba soñar en vozalta con aquella mujer desconocida, conaquella princesa lejana cuyo puestoocupaba ella tan vanamente aquellanoche. El, ante el espejismo del futuro,se consolaba de sus infortunios pasadosy de sus derrotas presentes.

—Sí, monseñor Luis, una esposacomo ésa es la que os hace falta. Veréiscomo os sentís muy fuerte a su lado.

Él se calló al fin. Y Eudelina sequedó sin osar moverse, somnolienta,con los grandes ojos fijos en las trescadenas de la mariposa, esperando quellegara el alba para poder retirarse.

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El rey de Francia dormía al fin.

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Segunda parte: Loslobos se muerden

entre ellos

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I.- El Turbulentocelebra su primer

consejo

Durante dieciséis años, Marigny sehabía sentado en el Consejo privado,siete de ellos a la derecha del rey.Durante dieciséis años, había servido almismo príncipe y para hacer prevalecerla misma política. Durante dieciséisaños, estuvo seguro de contar conamigos fieles y subordinados diligentes.Pero aquella mañana, en el momento depisar el suelo de la Cámara del Consejo,

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supo que todo había cambiado.Alrededor de la larga mesa, había

aproximadamente el mismo número depersonas que de costumbre; la chimeneacrepitaba y expandía por la pieza elmismo olor familiar de encina quemada.Pero los sitios estaban distribuidos deotra forma, u ocupados por nuevospersonajes.

Aparte de los miembros por derechoo tradición, tales como los príncipes desangre o el condestable Gaucher deChâtillon, Marigny no veía ni a Raúl dePresles ni a Nicolás le Loquetier ni aGuillermo Dubois, legistas eminentes, yfieles servidores de Felipe el Hermoso.

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Habían sido reemplazados por hombrestales como Esteban de Mornay, cancillerdel conde de Valois o Berardo deMercoeur, gran señor turbulento y,desde años, uno de los más hostiles a laadministración real.

En cuanto a Carlos de Valois, élmismo se había asignado el puestohabitual de Marigny.

De los viejos servidores del rey dehierro sólo quedaba, aparte delcondestable, el exchambelán Hugo deBouville, sin duda porque pertenecía ala alta nobleza. Los consejeros de laburguesía habían sido eliminados.

Marigny se percató de un golpe de

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vista de la intención de ofensa y desafíoque demostraban la composición ydisposición de tal Consejo. Permanecióinmóvil un momento, la mano izquierdasobre la vuelta de su ropa, bajo elamplio mentón, y el brazo derechocerrado sobre un fajo de documentos,como si pensara: «¡Vamos! ¡Tendremospelea! », y reunía sus fuerzas.

Luego, dirigiéndose a Hugo deBouville, le preguntó alzando la vozpara que todos le oyeran:

—¿Está enfermo messire de Presles?¿Se hallan indispuestos los señores deBourdenai, de Briançon y Dubois que noveo a ninguno de ellos? ¿Se han

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excusado por su ausencia?El corpulento Bouville vaciló un

instante y respondió, bajando los ojos:—Yo no he sido el encargado de

reunir el Consejo. Ha sido messire deMornay quien se ha ocupado de todo.

Inclinándose sobre el asiento del queacababa de apropiarse, Valois dijoentonces, con insolencia apenasdisimulada:

—No habréis olvidado, messire deMarigny, que el rey cita el Consejo quequiere, como quiere, y cuando quiere. Esderecho de soberano.

Marigny estuvo a punto de responderque si el rey tenía, en efecto, el derecho

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de convocar el Consejo que le agradara,también tenía el deber de elegir hombresque entendieran los asuntos, y que lacompetencia no se adquiría de la nochea la mañana. Pero prefirió reservar susfuerzas para mejor ocasión y se instaló,aparentemente tranquilo, frente amonseñor de Valois, ocupando elasiento que habían dejado vacío a laizquierda de la silla real.

Abrió su bolsa de documentos ysacó pergaminos y tablillas, que colocódelante de sí. Sus manos contrastaban,por su nerviosa finura, con la pesadez desu persona. Buscó maquinalmente bajoel tablero de la mesa el gancho del que

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ordinariamente colgaba su bolsa; no loencontró y reprimió un movimiento deirritación.

Valois conversaba con airemisterioso, con su sobrino Carlos deFrancia. Felipe de Poitiers leía,acercándose a sus ojos miopes, unescrito que le había entregado elcondestable, referente a uno de susvasallos. Luis de Evreux callaba. Todosiban vestidos de negro; solamentemonseñor de Valois, a pesar del luto dela corte, iba vestido más lujosamenteque nunca. El terciopelo negro de suvestido estaba ricamente guarnecido eiba adornado con bordados de plata y

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con colas de armiño que le hacíanparecer un caballo de pompas fúnebres.No tenía papeles delante de él, ni nadapara tomar notas. Dejaba a su cancillerEsteban de Mornay el oficio subalternode leer y de escribir; él se contentabacon hablar.

Se abrió la puerta que daba a lashabitaciones reales y Mathieu de Tryeanunció:

—Messires, el rey.Valois se levantó el primero, con

una deferencia tan marcada que resultómajestuosamente protectora. ElTurbulento dijo:

—Excusad, messires, mi retraso...

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Inmediatamente se interrumpió,contrariado por aquella tontadeclaración. Había olvidado que erarey, y que le tocaba entrar el último enel Consejo. Se sintió de nuevoembargado por la angustia, como lavíspera en Saint Denis y como la nochepasada en el lecho paterno.

Había llegado el momento demostrarse rey. Pero la prestancia real noes cosa que se adquiera milagrosamente.Luis, con los brazos caídos, enrojecidoslos ojos, no se movía; se olvidaba desentarse y de hacer sentar al Consejo.

Pasaban los segundos y el silenciose hacía penoso.

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Mathieu de Trye tuvo el gestopreciso; acercó ostensiblemente la sillareal. Luis se sentó y murmuró:

—Sentaos, messires.Recordó a su padre en este mismo

lugar y adoptó maquinalmente supostura: poniendo las dos manosextendidas sobre los brazos del sillón.Esto le dio un poco de seguridad.Volviéndose entonces al conde dePoitiers, le dijo:

—Hermano mío, mi primeradecisión os concierne. Cuando acabe elluto de la corte, os conferiré la dignidadde par por vuestro condado de Poitiers,a fin de que os contéis entre los pares y

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me ayudéis a llevar el peso de lacorona.

Luego dirigiéndose a su hermanosegundo:

—A vos, Carlos, os concederé enfeudo y usufructo el condado de laMarche, con los derechos y patrimonioconsiguientes.

Los dos príncipes se levantaron yfueron uno a cada lado del asiento real,a besar cada uno una mano de suhermano mayor, en señal de gratitud.Estas medidas no eran excepcionales niinesperadas. Era costumbre hacer par alprimer hermano del rey; por otro lado,se sabía desde hacía mucho tiempo, que

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el condado de la Marche, rescatado delos Lusignan por Felipe el Hermoso, iríaal joven Carlosd.

Monseñor de Valois se regodeabacomo si la iniciativa hubiera partido deél; dirigió a ambos príncipes un levegesto que quería decir: «Ya veis cuántohe trabajado por vosotros.»

Pero Luis X, por su parte, no estabatan satisfecho, pues se había olvidado decomenzar por rendir homenaje a lamemoria de su padre y de hablar de lacontinuidad del poder. Las dos bellasfrases que había preparado, salidas delcorazón, no sabía cómo meterlas ahora.

Pronto volvió a pesar el agobiante

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silencio. Era demasiado evidente quealguien faltaba en esta asamblea: elmuerto.

Enguerrando de Marigny miraba aljoven rey, esperando visiblemente queéste anunciara:

«Señor, os confirmo en vuestroscargos de coadjutor y regente generaldel reino...»

Al no oír nada, Marigny lo dio porsupuesto, y preguntó:

—¿De qué asuntos desea el rey serinformado? ¿De los ingresos de ayudas ytasas, del estado del Tesoro, de lasdecisiones del Parlamento, de la penuriaque aflige a las provincias, de la

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posición de las guarniciones, de lasituación en Flandes, de lasreivindicaciones y demandas de lasligas baroniales de Borgoña y deChampaña?

Lo que claramente significaba:«Sire, he aquí las cuestiones de que meocupo, amén de otras cuyo rosariopodría desgranarse largo y tendido. ¿Osconsideráis capaz de pasaros sin mí?»

El Turbulento se volvió hacia su tíoValois con una expresión que mendigabaapoyo.

—Messire de Marigny, el rey no nosha reunido para esos asuntos —dijo elconde de Valois—. Los atenderá en otra

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ocasión.—Si no se me advierte del objeto

del Consejo, monseñor, yo no puedoadivinarlo —respondió Marigny.

—El rey, señores —prosiguióValois sin dar la menor importancia a lainterrupción—, desea oir nuestraopinión sobre el primer cuidado que,como sabemos, le compete: el de sudescendencia y la sucesión al trono.

—Precisamente es eso, señores —dijo el Turbulento, esforzándose en darun tono de grandeza. Mi primer deber esproveer la sucesión del trono, y paraesto me hace falta una mujer...

Después se quedó cortado. Valois

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reemprendió:—El rey considera, por

consiguiente, que debe, desde estemomento, aprestarse a volver a tomaresposa, y su atención se ha centrado endoña Clemencia de Hungría, hija deCarlos Martel y sobrina del rey deNápoles. Deseamos oír vuestro consejoantes de enviar una embajada.

Este «deseamos» sorprendiódesagradablemente a algunos miembrosde la asamblea.

¿Era pues Monseñor de Valois quienreinaba?

Felipe de Poitiers inclinó la cabezahacia el conde de Evreux.

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«¡He aquí, pues» —dijo en voz baja— «por qué se ha comenzado poracariciarme el oído con la dignidad depar!»

Luego, en voz alta:—¿Cuál es el parecer de messire de

Marigny sobre este proyecto? —preguntó.

Al decir esto, cometía a sabiendasuna gran incorrección con su hermanomayor, pues era el rey, y solamente él,quien invitaba a los consejeros a emitirsu opinión. Nadie se hubiera atrevido asemejante falta en un Consejo del ReyFelipe. Pero ahora todos parecíanmandar, y puesto que el tío del nuevo

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rey se daba aires de dominar el Consejo,bien podía el hermano tomarse lalibertad de hacer otro tanto.

Marigny adelantó un poco su macizobusto.

—Doña Clemencia de Hungríaposee, con seguridad, elevadascualidades para ser reina —dijo—,puesto que el pensamiento del rey se hafijado en ella. Pero aparte de ser lasobrina de monseñor de Valois, lo quees sobradamente suficiente para que laamemos, no veo con demasiada claridadlo que su alianza aportaría al reino. Supadre, Charles-Martel, murió hacetiempo, no siendo rey de Hungría más

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que de nombre; su hermano «Charobert»(a diferencia de monseñor de Valois,Marigny pronunciaba los nombres a lafrancesa), logró por fin el año pasado,después de quince años de intrigas y deexpediciones, ceñir esa corona magiarque no está demasiado segura en sucabeza. Todos los feudos y principadosde la de Anjou están ya distribuidosentre esa familia tan numerosa que seextiende sobre el mundo como el aceitesobre el mantel. Pronto se creería que lafamilia de Francia no era más que unarama de la progenie de Anjou. Desemejante matrimonio no se puedeesperar ningún aumento de nuestros

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dominios, cosa que siempre deseó el reyFelipe, ni ayuda alguna para la guerra, sifuera necesaria, pues todos esospríncipes lejanos tienen bastantequehacer con mantenerse en susposesiones. En otras palabras, Sire,estoy seguro de que vuestro padre sehabría opuesto a una unión cuya doteestaría formada por nubes más que portierrase.

Monseñor de Valois habíaenrojecido de cólera y su rodilla seagitaba con violencia bajo la sa. Cadafrase de Marigny contenía una perfidia asu costa.

—¡Bonito juego el vuestro, señor de

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Marigny —exclamó—, haciendo hablara los que ya están en la tumba! ¡Yo osresponderé que la virtud de una reinavale más que una provincia! Lasprovechosas alianzas de Borgoña quevos urdisteis tan bien, no han sido tanventajosas como para que vos podáisconsideraros juez en la materia.Vergüenza y tristeza, eso son losresultados.

—¡Sí, eso! —gritó bruscamente elTurbulento.

—Sire —respondió Marigny con unleve matiz de cansancio y desprecio—,vos erais todavía muy joven cuandovuestro enlace fue decidido por vuestro

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padre; y entonces monseñor de Valoisno se mostraba tan opuesto a que seefectuara, ni tampoco después, ya que seapresuró a casar a su propio hijo con lahermana de doña Margarita, paraaproximarse más a vos.

Valois acusó el golpe y el color desus mejillas se acentuó marcadamente.El, en efecto, había creído muy hábilcasar a Felipe, su primogénito, con lahermana menor de Margarita, que sellamaba Juana la Pequeña, o la Cojaf,porque tenía una pierna más corta que laotra.

—La virtud de las mujeres es cosaincierta, Sire; y su belleza, pasajera —

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prosiguió Marigny—, pero lasprovincias quedan. En este tiempo, se haagrandado el reino más por bodas quepor guerras. De este modo monseñor dePoitiers tiene el Franco-Condado; así...

—¿Se va a pasar este Consejoescuchando las alabanzas que el señorde Marigny se prodiga a sí mismo, obien se van a atender los deseos del rey?—dijo brutalmente el de Valois.

—Para hacerlo, monseñor —replicóMarigny, vivamente también—, seríaconveniente al menos no soltar losperros antes que el ganado. Se puedesoñar, para el rey, con todas lasprincesas de la tierra, y bien comprendo

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que la impaciencia lo consuma; sinembargo, es preciso comenzar pordesligarlo de la esposa que tiene. Y noparece que el conde de Artois os hayatraído de Château-Gaillard la respuestaque esperabais. La anulación requiere,pues, que haya un papa...

—En ese papa que nos venísprometiendo desde hace seis meses,Marigny, pero que aún no ha brotado deese cónclave fantasma. Vuestrosenviados han hecho uso de tantastrapacerías y han forzado tanto a loscardenales en Carpentras que estos hanhuido a campo traviesa con las sotanasremangadas, y no se les ha podido

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volver a encontrar. ¡En ese asunto nopodéis hacer ostentación de vuestrogenio! Si hubierais ordenado másmoderación, y exigido un mayor respetohacia los ministros de Dios, cosa que oses muy extraña, estaríamos menospreocupados.

—Hasta hoy he evitado que seeligiera un papa a hechura de lospríncipes romanos, o de los de Nápoles,porque el rey Felipe queríaprecisamente un papa que fuerapartidario de Francia.

Los hombres con voluntad de poderse mueven, ante todo, por el deseo deactuar sobre el universo, de originar los

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acontecimientos, y de haber tenidorazón. Riqueza, honores y distinciones,no son otra cosa a sus ojos queinstrumentos para su acción. Marigny yValois eran de esta clase.

Siempre se habían enfrentado, y sóloFelipe el Hermoso había podidomantener a raya a estos dos adversarios,sirviéndose lo mejor que podía de lascualidades militares del uno y de lainteligencia política del otro. Pero LuisX estaba sobrepasado por el debate, ytotalmente imposibilitado de arbitrar.

Monseñor de Evreux intervino,tratando de calmar los ánimos, y expusouna fórmula que podía conciliar las dos

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posiciones.—¿Si a cambio del matrimonio con

la princesa Clemencia, obtenemos delrey de Nápoles que acepte para papa uncardenal francés?

—En tal caso, monseñor —dijoMarigny más pausadamente—, unacuerdo semejante tendría en verdadsentido; pero dudo mucho que seconsiga.

—Nada arriesgamos con probar.Enviemos una embajada a Nápoles, siasí lo desea el rey.

—No veo inconveniente, monseñor.—Bouville, ¿qué aconsejáis? —dijo

bruscamente el Turbulento para darse

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aire de volver a tomar las riendas de ladiscusión.

El grueso Bauville se sobresaltó.Había sido un excelente chambelán,atento administrador de la despensa ymayordomo exacto, pero era un hombrede cortos alcances, y Felipe el Hermosoapenas se dirigía a él, en Consejo, a noser para mandarle que hiciera abrir lasventanas.

—Sire —dijo—, es una noblefamilia la que habéis elegido para tomaresposa. En él a se mantienen muyarraigadas las tradiciones de lacaballería. Nos sentiríamos honrados deservir a una reina...

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Se detuvo, interrumpido por unamirada de Marigny que parecía decirle:« ¡Me traicionas, Bouville!»

Entre Bouville y Marigny habíaantiguos y sólidos lazos de amistad. Fueen casa del padre de Bouville, Hugo II,que había de morir en Mons-en-Pévèleante los ojos de Felipe el Hermoso,donde Marigny había empezado a serviren calidad de escudero, y a lo largo desu extraordinaria ascensión, se mantuvosiempre fiel al hijo de su primer señor.

Los Bouville pertenecían a la altanobleza. El cargo de chambelán, si no elde gran chambelán, era para ellos casihereditario desde hacía un siglo. Hugo

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III, sucesor de su hermano Juan, que a suvez había sucedido a su padre Hugo II,era por naturaleza y por atavismo, tandevoto servidor de la corona, y tandeslumbrado por la grandeza real, quecuando el rey le hablaba, no sabía másque aprobar. Nada importaba que elTurbulento fuera tonto y enredón; era elrey, y Bauville estaba dispuesto a volcarsobre él todo el celo que habíatestimoniado a Felipe el Hermoso.

Este celo recibió inmediatamente surecompensa: el Turbulento decidió quesería Bouville quien se encargaría de laembajada a Nápoles. Todos sesorprendieron, pero nadie se opuso. El

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conde de Valois, imaginándose que loarreglaría todo por carta, creía que unhombre mediocre, pero dócil, eraprecisamente el embajador que le hacíafalta. En cambio, Marigny pensaba:

«Enviadlo, pues. Tiene tanta aptitudpara negociar como un niño de cincoaños. Ya veréis los resultados.»

El buen servidor, rojo hasta lasorejas, se encontró así con el peso deuna alta misión que no esperaba.

—No os olvidéis, Bouville, quenecesitamos un papa —dijo el joven rey.

—Sire, no pensaré en otra cosa.Luis X se puso autoritario de golpe.

Hubiera deseado que su mensajero

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estuviera ya en camino, y prosiguió:—Al regreso pasaréis por Aviñón, y

procuraréis apresurar ese cónclave. Ypuesto que los cardenales son, alparecer, gentes que se dejan sobornar, elseñor de Marigny os proveerá de orosuficiente.

—¿Dónde encontraré ese oro, Sire?—preguntó este último.

—¡En el Tesoro, evidentemente!—El Tesoro está vacío, Sire, es

decir, en él no queda más que lo precisopara asegurar los pagos de aquí a SanNicolás, y esperar nuevos ingresos, nadamás.

—¿Cómo, el Tesoro está vacío? —

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exclamó Valois—. ¡Y no lo habéis dichoantes!

—Yo quería comenzar por ahí —monseñor—, pero me lo habéisimpedido.

—¿Y por qué, en vuestra opinión,está vacío?

—Porque, monseñor, los impuestosse cobran mal cuando hay quepercibirlos de un pueblo hambriento.Porque los barones, como vos sabéismejor que nadie, se niegan a pagar lasayudas a que se habían comprometido.Porque el empréstito hecho por lascompañías lombardas se ha agotadopagando a los mismos barones las

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soldadas de la guerra con Flandes, esaguerra que vos recomendasteis tanto...

—...y que vos acabasteis antes deque nuestros caballeros se hubieranpodido cubrir de gloria y nuestrasfinanzas sacaran provecho —exclamó elde Valois—. Si el reino no salióganando con los apresurados tratadosque concluisteis en Lille, me imaginoque vos, Marigny, no corristeis la mismasuerte, pues no tenéis la costumbre deolvidaros de vos en los convenios querealizáis. Yo lo he aprendidopadeciéndolo en mi propia carne.

Con estas últimas palabras aludía auna permuta de sus respectivos señoríos

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de Gaillefontaine y de Champrond quehabían efectuado cuatro años antes, apetición de Valois y en la cual éste sesentía engañado. Su enemistad proveníade esto.

—Ello no impide —dijo Luis X—que Bouville se ponga en camino cuantoantes.

Marigny no pareció haber oído laspalabras del rey. Se levantó y todostuvieron la certeza de que iba a sucederalgo irreparable.

—Sire, desearía que monseñor deValois aclarara lo que acaba de decirrespecto a los tratados de Lille, a no serque retire sus palabras.

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Pasaron unos momentos de silencioabsoluto en la Cámara del Consejo.Luego, Monseñor de Valois se levantó,haciendo oscilar las colas de armiñoque le adornaban hombros y pecho.

—Yo digo a vuestra cara, señor deMarigny, lo que todos dicen a vuestraespalda, que los flamencos os pagaronpara que hicierais retirar nuestroejército y que vos os habéis quedadocantidades que debieron llegar alTesoro.

Con las mandíbulas apretadas, elrostro lívido de cólera y los ojosdesorbitados como mirando más allá delas paredes, Marigny parecía su estatua

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de la Galería Merciére.—Sire —dijo— he oído hoy más de

lo que un hombre de honor podría oír entoda su vida. Mis bienes proceden de lasbondades de vuestro padre, de quien entodo fui servidor y segundo durantedieciséis años. Acabo de ser acusado envuestra presencia de robo y de tratoscon los enemigos del reino, y puesto queninguna voz, ni la vuestra, señor, antetodo, se ha levantado para defendermecontra tal villanía, yo os ruego quenombréis una comisión que verifiquemis cuentas, de las cuales soyresponsable ante vos, y sólo ante vos.

Los príncipes mediocres no toleran a

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su alrededor más que a aduladores queles disimulen su mediocridad. La actitudde Marigny, su tono, su mismapresencia, le recordaban demasiadoevidentemente al joven rey que erainferior a su padre.

Luis X, dejándose llevar también dela cólera, gritó:

—¡Sea! Será nombrada esacomisión, messire, puesto que vosmismo lo pedís.

Con estas palabras, se apartaba delúnico hombre capaz de gobernar en sulugar, y de dirigir su reino. Francia iba apagar durante muchos años estemomento de mal humor.

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Marigny cogió su bolsa dedocumentos, la llenó, y se dirigió haciala puerta; su gesto aumentó la irritacióndel Turbulento, quien le lanzó:

—Hasta entonces guardaos deocuparos de nuestro Tesoro.

—Yo me guardaré bien, Sire —dijoMarigny atravesando el umbral.

Y se oyó cómo sus pasos se alejabanpor la antecámara. Valois saboreaba sutriunfo, casi sorprendido por la rapidezcon que lo había alcanzado.

—Habéis cometido un error,hermano —le dijo el conde de Evreux—, no se debe forzar a tal hombre ni deesa manera.

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—He hecho exactamente lo quedebía —replicó el de Valois—, y prontome lo agradeceréis. Ese Marigny es unmal para el reino, y era necesarioapresurarse en hacerle saltar.

—Entonces, tío —preguntó elTurbulento volviendo impacientemente asu única preocupación—, ¿cuándoharéis partir la embajada a la corte deNápoles?

Inmediatamente después de queValois le prometió que Bouville sepondría en camino aquella mismasemana, levantó la sesión. Estabadescontento de todo y de todos, porque,en realidad, estaba descontento de sí

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mismo.

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II.- Enguerrando deMarigny

De vuelta a su casa, precedido comode costumbre por maceros que llevabanel bastón con la flor de lis, y seguido desecretarios y escuderos, monseñor deMarigny seguía aún henchido de furor.«Acusarme ese bribón, esa bestia voraz,traficar con los tratados», se decía. « ¡Elreproche es, por lo menos, cómico.Viniendo de él, que se ha pasado la vidavendiéndose al mejor postor...!

Y ese reyezuelo, con su cerebro demosquito y su rabia de avispa, que no

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dice ni una palabra para defenderme,sino para separarme del Tesoro!»

Avanzaba sin ver nada, ni las callesni las gentes. Gobernaba a los hombresdesde tan alto y desde hacía tanto tiempoque había perdido el hábito de mirarlos.Los parisienses se apartaban ante él, seinclinaban con grandes sombrerazos, ydespués lo seguían con la mirada,cambiando entre sí amargasconsideraciones. No era querido; almenos, ya no.

Al llegar a su palacio de la calleFossés-Saint-Germain, atravesó el patiocon paso rápido, arrojó su manto sobreel primer brazo que se le tendió y,

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llevando siempre consigo su bolsa dedocumentos, subió la escalera queconducía al primer piso.

Grandes muebles, grandescandeleros, gruesas alfombras, pesadascolgaduras, el palacio estaba amuebladonada más que con cosas sólidas y hechaspara durar. Un ejército de criadoscuidaba del servicio del dueño, y unejército de empleados trabajaba alservicio del reino.

Enguerrando de Marigny empujó lapuerta de la estancia donde sabía quehallaría a su mujer. Esta bordaba al ladodel fuego. Su hermana, la señora deChanteloup, una viuda charlatana, la

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acompañaba. Dos lebreles de Italiaenanos y frioleros jugaban a sus pies.

Por el semblante de su marido, laseñora de Marigny en seguida seinquietó.

—Enguerrando, amigo mío, ¿qué haocurrido? —preguntó. Alips deMarigny, de la familia de Mons, vivía,desde hacía cinco años, en plenaadmiración del hombre que se habíacasado con ella en segundas nupcias, yse consumía por él con una dedicaciónconstante y apasionada.

—Sucede —respondió Marigny—que, ahora que ha desaparecido el reyFelipe que los contenía con el látigo, los

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perros se han lanzado contra mí.—¿Os puedo ayudar en algún modo?Tan duramente se lo agradeció

Marigny, diciendo que era lo bastantecrecido como para defenderse por símismo, que los ojos de la joven esposase llenaron de lágrimas. Enguerrando,entonces, se inclinó, y la besó en lafrente, mientras decía:

—¡Alips, bien sé que sólo vos meamáis!

Después pasó a su gabinete detrabajo y tiró su bolsa de documentossobre un cofre. Por un momento fue deuna ventana a otra, para que su razóntuviera tiempo de sobreponerse a su

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cólera.«Me habéis arrebatado el Tesoro,

joven señor, pero omitisteis el resto.Esperad; no podréis conmigo tanfácilmente.»

Agitó una campanilla.—¡Cuatro alguaciles, prontó! —dijo

al criado que se presentó.Los hombres llamados acudieron del

cuerpo de guardia. Marigny lesdistribuyó las órdenes:

—Tú, ve a buscarme a messire Alánde Pareilles, en el Louvre. Tú, a mihermano el arzobispo, en el palacioepiscopal. Tú, a los señores GuillermoDubois y Raúl de Presles, y tú, a

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messire Le Loquetier. Encontradlosdondequiera que estén. Y decidles quelos espero aquí.

Cuando salieron los hombres,Enguerrando apartó una colgadura yabrió la puerta del aposento dondetrabajaban los secretarios privados.

—¡Que venga uno para dictarle! —gritó.

Llegó un amanuense, con su pupitre ysus plumas.

Marigny, de espaldas al fuego,comenzó:

—«Al muy poderoso, muy amado ymuy temido Sire, el rey Eduardo deInglaterra, duque de Aquitania... Sire, en

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el estado en que me encuentra el retornoa Dios de mi señor, dueño y soberano,el muy llorado rey Felipe, el más grandeque ha tenido este reino, yo me dirijo avos para comunicaros cosas que atañenal bien de ambas naciones...

Se interrumpió para tocar de nuevola campanilla. Apareció un ujier yMarigny le mandó que hiciera buscar asu hijo Luis de Marigny. Despuéscontinuó la carta.

Desde 1308, año de la boda deIsabel de Francia con Eduardo II deInglaterra, Marigny había tenido ocasiónde prestar a éste algunos serviciospolíticos o personales. La situación, en

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el ducado de Aquitania, era siempredifícil y tensa, a causa del especialestatuto de este inmenso feudo francéstenido por un soberano extranjero. Másde cien años de guerra, de incesantesdisputas, de tratados denunciados oincumplidos habían dejado su secuela deintranquilidad.

Cuando los vasallos de Guyena sedirigían, según sus intereses orivalidades, a uno u otro monarca,Marigny procuraba siempre evitar losconflictos. Por otra parte, Eduardo eIsabel no formaban un matrimonio feliz.Cuando Isabel se quejaba de lasanormales costumbres de su marido y le

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reprochaba sus favoritos, con los cualesella vivía en guerra declarada, Marignyle aconsejaba calma y paciencia, en biende ambos reinos. En fin, la Tesorería deInglaterra pasaba frecuentesdificultades. Cuando Eduardo seencontraba demasiado corto de dinero,Marigny se arreglaba para que leconcedieran un préstamo.

En reconocimiento de tantosservicios, Eduardo le había gratificadoel año anterior con una pensión vitaliciade mil librasg.

Ahora le tocaba a Marigny apelar alrey inglés, y pedirle ayuda. Eraimportante para las buenas relaciones

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entre los dos países que los asuntos deFrancia no cambiaran de dirección.

—...«Va en ella, Sire, más que miprestigio y mi fortuna; vos comprendéisque está involucrada la paz de ambosimperios, para cuya conservación soy yseré siempre vuestro muy fiel servidor.»

Se hizo leer la carta y la enmendóalgo.

—Copiadla y traédmela a firmar.—¿Debe salir con los mensajeros,

monseñor? —preguntó el secretario.—De ningún modo. Y la sellaré con

mi sello privado.Salió el secretario, y Marigny se

desabrochó la parte alta de su ropaje,

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pues la actividad le había hinchado elcuello.

«¡Pobre reino! se dijo. «¡En quéenredo y miseria van a hundirla, si yo nome opongo! »

¿Habré trabajado tanto para ver misesfuerzos por tierra?

Los hombres que han ejercido largotiempo el poder llegan a identificarsecon el cargo y a considerar cualquierataque hacia su persona como un ataquedirigido contra los intereses del Estado.Marigny se hallaba en esta situación;estaba, pues, dispuesto, sin darse cuentade él o, a obrar contra el reino, desde elmismo instante que le limitaban la

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facultad de dirigirlo.Mientras se hacía estas reflexiones,

llegó su hermano el arzobispo, Juan deMarigny, con su delgado cuerpoenvuelto en un manto violeta, tenía unaspecto constantemente fingido que noera del agrado del coadjutor. De buenagana le habría dicho a su hermanomenor: «Adopta ese aire con tuscanónigos, si te place, pero no conmigoque te he visto babear con la sopa yquitarte los mocos con los dedos.»

En diez frases le resumió eldesarrollo del Consejo del que acababade salir y, a renglón seguido, le dio susinstrucciones en el mismo tono que

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empleaba al dirigirse a sus empleados yque no admitía réplica:

—Por lo pronto, no quiero papa enmodo alguno, pues mientras no lo haya,tendré en mis manos a ese malvadoreyecito. Nada de cónclave bien avenidoy dispuesto a aceptar las órdenes deBouville cuando vuelva de Nápoles.Nada de paz en Avignon entre loscardenales; que disputen y se desgarren;componéoslas, Juan, para que asísuceda.

Juan de Marigny, que habíaempezado por compartir la cólera de suhermano, se entristeció al tocar lacuestión del cónclave. Reflexionó un

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momento, contemplando su anillopastoral.

—Y bien, hermano. Espero vuestraaquiescencia —dijo Enguerrando.

—Hermano, vos sabéis que quieroserviros en todo; y creo que lo podréhacer mejor si un día llego a cardenal.Ahora bien, sembrando en el cónclavemás discordia de la que ya tiene, mearriesgo a enajenarme la amistad de talo cual padre, Francisco Gaetani, porejemplo, si resulta elegido, negaría elcapelo...

Enguerrando estalló.—¡Vuestro capelo! ¡Buen momento

para hablar de eso! Si alguna vez, mi

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pobre Juan, debéis llevarlo, seré yoquien os lo conseguiré, como osconseguí la mitra. Pero si, por cálculosestúpidos, os ponéis de parte de misadversarios, como el tal Gaetani, yo osdigo que bien pronto estaréis, no sólosin capelo, sino también sin zapatos,como un miserable monje que echarán aun convento.

Olvidáis demasiado rápidamente loque me debéis, y el apuro del que ossaqué hace apenas dos meses por elnegocio que realizasteis con los bienesde los Templarios. A propósito... —añadió.

Su mirada se volvió fulgurante, más

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aguda bajo sus espesas cejas.—...a propósito, ¿habéis podido

destruir las pruebas dejadasimprudentemente por vos en manos deTolomei, con las cuales me hicierondoblegar?

El arzobispo hizo un movimiento decabeza que podría interpretarse comouna afirmación; pero en seguida, semostró más dócil y rogó a su hermanoque le precisara sus instrucciones.

—Enviad a Aviñón dos emisarioseclesiásticos de absoluta confianza, merefiero a hombres que estén a vuestramerced, que vayan a Carpentras, aChateauneuf, a Orange, a cualquier lugar

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donde han sido dispersados loscardenales, y que esparzan, provenientesde la corte de Francia, los más opuestosrumores. Uno dirá a los cardenalesfranceses que el nuevo rey permitirá quela Santa Sede vuelva a Roma, el otrocomunicará a los italianos que quiereencerrar al papa más cerca de París,para que esté, todavía más, bajo nuestradependencia. Lo cual es la pura verdad,después de todo, y por ambos lados,pues ya que el rey es incapaz de opinarsobre estas cosas, Valois quiere el papaen Roma, y yo lo quiero en Francia. Elrey no tiene en la cabeza más que laanulación de su matrimonio, y no ve más

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allá. La tendrá, pero cuando yo quiera, yde un papa que me convenga..., por elmomento pues, retrasemos la elección.Vigilad que los emisarios no tengancontactos entre sí, y hasta sería dedesear que ni se conocieran.

Tras estas palabras, despidió a suhermano para recibir a su hijo Luis queesperaba en la antecámara. Pero cuandoentró el joven, Marigny quedósilencioso un momento. Pensótristemente, amargamente: «Juan metraicionará en cuanto crea hallarprovecho»...

Luis de Marigny era un muchachodelgado, de bella apariencia, y vestía

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con afectación. Se parecía mucho, porlos rasgos de la cara, a su tío elarzobispo. Hijo de un personaje antequien todo el reino se inclinaba, yahijado además del nuevo rey, ignorabalo que era lucha y esfuerzo. Y aunqueadmiraba y respetaba mucho a su padre,sufría para sus adentros por la autoridadbrutal de éste, y por la rudeza de susmodales. Un poco más, y hubierareprochado a su padre no haber nacidonoble.

—Luis, equipaos —dijoEnguerrando—. Partiréis al instante paraLondres a entregar una carta.

El rostro del joven se ensombreció.

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—¿No puede dejarse para pasadomañana, padre, o acaso no podríareemplazarme un mensajero? Tengo quecazar mañana en el bosque deBoulogne... Caza menor por el luto,pero...

—¡Cazar! ¡Vos no pensáis, pues,más que en cazar! —exclamó Marigny—. ¿No puedo pedir nada a los míos,por quien lo hago todo, sin queempiecen por fruncir el ceño? ¡Sabedque, por el momento, es a mí a quien seestá dando caza! Para arrancarme lapiel, y la vuestra. ¡Si fuera suficiente unmensajero, ya lo habría decidido sinconsultaros! Es al rey de Inglaterra a

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quien os envío, para que se la entreguéisen su mano, no vayan a circular copiasque el viento traiga hasta aquí. ¿Halagaesto bastante a vuestro orgullo para querenunciéis a una cacería?

—Perdonadme, padre —dijo Luis deMarigny—, os obedeceré.

—Cuando entreguéis mi carta al reyEduardo, al cual recordaréis que osconoció el año pasado, en Maubuisson,añadiréis esto, que en manera alguna hequerido escribir, a saber: que Carlos deValois intriga para casar al nuevo reycon una princesa de Nápoles, lo cualdirigiría nuestras alianzas hacia sur envez de hacia el norte. Eso es. ¿Habéis

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entendido? Y si el rey Eduardo ospregunta qué puede hacer por mí, decideque me ayudaría mucho si merecomendara calurosamente al rey Luis,su cuñado... Tomad los escuderos yarrieros que os sea preciso. Pero noexhibáis demasiado boato. Y que mitesorero os entregue cien libras.

Sonaron golpes en la puerta.—Messire Alán de Pareilles ha

llegado —dijo un ujier.—Que pase... Adiós, Luis. Mi

secretario os dará la carta. ¡Que elSeñor vele vuestro viaje!

Enguerrando de Marigny abrazó a suhijo, cosa que raramente hacía. Después

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se volvió hacia Alan de Pareilles queentraba, lo agarró por el brazo, ymostrándole una silla delante de lachimenea, le dijo:

—Caliéntate, Pareilles.El capitán general de los arqueros

tenía los cabellos color de acero y elrostro curtido por las inclemencias deltiempo y de la guerra. Sus ojos habíanvisto tantos combates, tantas violencias,torturas y ejecuciones que estabancurados de espanto. Los ahorcados deMontfaucon eran para él un espectáculohabitual. Sólo en el último año habíaconducido al Gran Maestre de losTemplarios a la hoguera, a los hermanos

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de Aunay a la rueda y a las princesasreales a la prisión. Además eraresponsable del cuerpo de arqueros y delos jefes de todas las fortalezas, estabaencargado de mantener el orden en todoel reino y de los arrestos ordenados porla justicia represiva o criminal.

Marigny, que no tuteaba a ningúnmiembro de su familia, lo hacía con esteviejo compañero, instrumento exacto sinmerma ni tacha del poder del Estado.

—Alán, tengo para ti dos misionesque atañen a la inspección de lasfortalezas —dijo Marigny—.

Irás tú mismo a Château-Gaillard yme sacudirás al asno del alcaide...

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¿cómo se llama?—Bersumée, Roberto de Bersumée

—respondió Pareilles.—Le dirás, pues, a ese Bersumée

que se ajuste exactamente a lasinstrucciones recibidas.

He sabido que Roberto de Artoisestuvo allí, y que le permitió visitar amadame de Borgoña. Eso va contra lasórdenes. La reina, aunque la llamen así,está condenada a prisión, eso es, alsilencio.

Ningún salvoconducto vale paraacercarse a ella, si no lleva mi sello o eltuyo. Sólo el rey puede ir a visitarla, ydudo de que tenga tal deseo. Por lo

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tanto, ni embajadas ni mensajes. Y quesepa el asno, que le cortaré las orejas sino obedece.

—¿Qué deseas, monseñor, que lepase a doña Margarita? —interrogóPareilles.

—Nada. Que viva. Me sirve derehén, y la quiero conservar. Que velencon mucho cuidado por su seguridad.Que incluso se dulcifique el régimen decomida y alojamiento si perjudica susalud... Segunda orden: tan pronto comovuelvas de Château-Gaillard cabalgaráshacia el mediodía con tres compañías dearqueros que instalarás en el fuerte deVilleneuve para reforzar nuestra

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guarnición enfrente de Avignon. Teruego que entres aparatosamente y quehagas desfilar a los arqueros seis vecesseguidas delante de la fortaleza, demanera que los de la otra orilla creanque han entrado dos mil hombres.Dedico esta parada militar a loscardenales, para completar el cerco queles preparo por otro hijo. Hecho esto,vendrás en seguida, pues tus serviciospueden serme muy necesarios aquí...

—...donde los aires que corren nonos gustan, ¿verdad, monseñor?

—Ciertamente no... Adiós, Pareilles,ya dictaré tus instrucciones.

Marigny estaba más tranquilo. Las

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diversas piezas de su juego empezaban amoverse. Se quedó un momento solo,reflexionando. Después entró en lacámara de los secretarios. Grandessillones de haya labrada cubrían lasparedes hasta la mitad como si fuera elcoro de una iglesia.

Cada silla estaba equipada contablilla de escribir, donde pendían pesospara conservar planos los pergaminos, ylos brazos tenían cuernos para la tinta.Facistoles giratorios de cuatro carassostenían registros y documentos.Quince hombres trabajaban en silencio.Marigny, de paso, firmó y sel ó la cartapara el rey Eduardo y pasó a la sala

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siguiente, donde estaban reunidos loslegistas que había mandado llamar yotros más, entre ellos Bourdena yBriançon venidos espontáneamente porlas noticias.

—Señores —dijo Enguerrando—,no os han hecho el honor de invitaros alConsejo de esta mañana. Así que vamosa celebrar un consejo muy privado.

—No faltará más que nuestro señorel rey Felipe —Raál de Presles contriste sonrisa.

—Roguemos porque su espíritu nosasista —dijo Geoffroy de Briançon yNicolás Le Loquetier añadió:

—El no dudó de nosotros.

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—Sentémonos —dijo Marigny.Y cuando todos se hubieron sentado:—Ante todo, tengo que comunicaros

que me ha sido retirada la gestión delTesoro, y que el rey va a hacer revisarlas cuentas. La ofensa os atañe tantocomo a mí. No os indignéis, señores,tenemos algo mejor a que dedicarnos.Porque quiero presentar las cuentas bienlimpias. Para hacer esto...

Se tomó su tiempo, y se arrellanó enel asiento.

—...para hacer esto —repitió—,daréis orden a todos los prebostes yrecaudadores en todas las bailías ysenescalías de que paguen al instante

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todo lo que deben. Que pongan al día loreferente a las provisiones, a lostrabajos en curso, y a lo que ha sidoordenado por la Corona, sin omitir loreferente a la casa de Navarra. Quepaguen en todas partes hasta que seagote el oro, e incluso en los casos quesean susceptibles de moratoria. Y por elresto que hagan un estado de deudas.

Enguerrando hizo crujir las junturasde sus dedos, como si estuvierapartiendo nueces.

—¿Quiere monseñor de Valois echarmano al Tesoro? —dijo—. ¡Que lohaga! Se romperá las uñas arañando elfondo, y tendrá que buscar en otra parte

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el dinero para sus intrigas.

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III.- El palacio deValois

El rudo ajetreo que reinaba en laorilla izquierda, en el palacio deMarigny no era más que un suave vaivénen comparación con lo que pasaba en laorilla derecha, en el palacio de Valois.

Allá, se cantaba victoria, se exaltabael triunfo, y por poco ponen colgadurasen las ventanas.

«Marigny ya no tiene el Tesoro». Lanoticia, susurrada al principio, ahora seproclamaba a gritos. Todos sabían, yquerían demostrar que sabían,

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comentaban, suponían, todo era un tejidode jactancias, de conciliábulos y depedigüeñas lisonjas. El más bajoaspirante adoptaba autoridad decondestable, para maltratar a lospinches. Las mujeres mandaban con másexigencia, y los críos gritaban con másenergía. Los chambelanes, dándoseimportancia, se transmitíansolemnemente fútiles consignas, y hastael más insignificante aprendiz delescritorio quería darse la importancia deun dignatario.

Las damas de compañía parloteabanen torno a la condesa de Valois, alta,seca, altiva. El canónigo Esteban de

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Mornay, canciller del conde, pasabaante la concurrencia como un navío entredos olas de cabezas inclinadasrespetuosamente. Toda una «clientela»efervescente, agitada y cautelosa,entraba, salía, se pegaba al derrame delas ventanas, y daba su parecer sobre losasuntos públicos. El perfume del poderse había expandido por París y todos seapresuraban a olfatearlo de más cerca...

Así fue durante toda una semana.Venían fingiendo haber sido llamados ocon la esperanza de serlo; puesmonseñor de Valois, encerrado en sugabinete, se entregaba a verdaderasconsultas. Incluso se había visto llegar,

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cual fantasma de otro siglo, y sostenidopor un escudero de barba blanca, alviejo señor de Joinville, hecho unaverdadera ruina y consumido por laedad. El senescal hereditario deChampaña, compañero de San Luis en lacruzada de 1248, y que se habíaconstituido en su funcionario, teníanoventa y un años. Medio ciego, con lospárpados húmedos, achacoso, y con elentendimiento debilitado, aportaba alConde de Valois todo el prestigio de laantigua caballería y del viejo mundofeudal.

El grupo de los barones, por primeravez desde hacía treinta años lo sostenía;

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y cualquiera hubiera dicho, alcontemplar el ajetreo de los que seapresuraban a llegar hasta él, que lacorte no estaba en el palacio real sino enel de Valois.

Mansión de rey, por lo demás. Nohabía viga en el techo que no fueralabrada, no había chimenea cuyacampana monumental no se adornara conlos escudos de Francia, de Anjou, deValois, de la Perche, del Maine o deRomaña, y hasta de las armas deAragón, o del emblema imperial deConstantinopla, pues Carlos de Valoishabía llevado, fugaz y nominalmente, lacorona aragonesa y la del Imperio

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Latino de Oriente. En todas partes elpavimento desaparecía bajo alfombrasde Esmirna; y las paredes, tras detapices de Chipre. Las consolas y losaparadores sostenían relumbranteorfebrería de esmaltes y de platasobredorada y labrada.

Pero detrás de esta fachada seescondía una lepra: el mal del dinero.Las tres cuartas partes de todas esasmaravillas estaban empeñadas paracubrir el fabuloso gasto que se hacía enaquella casa. A Valois le gustabaaparentar. Con menos de sesentacomensales la mesa le parecía vacía; ycon menos de veinte platos se creía

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reducido a una minuta de penitencia. Lomismo que con los honores y los títulos,le sucedía con las joyas, vestidos,caballos, muebles y vajillas; necesitabatener demasiado de todo para juzgar quetenía suficiente.

Todo el mundo a su alrededor seaprovechaba de este lujo. Mahaut deChâtillon, su tercera esposa, se dedicabaa acumular costosas ropas y adornos, yno había princesa en Francia que seexhibiera con tantas piedras y perlas.Felipe de Valois, su primogénito, habidode una Anjou-Sicilia, no cesaba decomprar armaduras paduanas, botas deCórdoba, lanzas de madera del Norte y

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espadas de Alemania. Ningúncomerciante, que viniera a ofrecerle unobjeto raro o suntuoso, y tuviera lahabilidad de dar a entender que otroseñor podía comprarlo, se volvía con sumercancía.

Las bordadoras de la casa más otrasque empleaban de la ciudad no bastabanpara proveer de cotas de armas,oriflamas, alfombras de silla,caparazones, ropas del señor ysobrecotas de la señora. El escanciadorrobaba el vino; los escuderos, el forraje;los chambelanes, las velas; y elespeciero, las especias. Como se robabaen la lencería, se hurtaba en las cocinas.

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Y esto no era más que lo de cada día.Porque el conde de Valois tenía queatender a otras necesidades.

Hombre prolífico, monseñor deValois tenía innumerables hijas que lehabían dado sus tres esposas. Las yacasadas habían obligado a Carlos acargarse de deudas para que susesponsales estuvieran a la altura de lostronos de cuyos aledaños provenían losyernos. Su fortuna se había evaporadoen esta red de alianzas. Ciertamente,poseía inmensos dominios, los másgrandes después del rey, pero losingresos apenas cubrían los intereses delos préstamos. Los prestamistas se

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mostraban más difíciles de mes en mes.Si hubiera tenido menos urgencia enapuntalar su crédito, habría mostradomenos prisa en aferrarse a los negociosdel reino.

Pero algunos combates dejan alvencedor en mayores dificultades que alvencido. Al echar mano al tesoro,Valois no agarraba más que viento. Loscomisionados que había despachado alos prebostazgos y bailías a fin derecoger algunos fondos, volvían con lacara afligida. Se les habían adelantadolos enviados de Marigny, y no quedabani un denario en los cofres de losprebostes, los cuales habían saldado los

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créditos hasta donde pudieron parapresentar las «cuentas bien limpias».

Y mientras en la planta baja toda unamultitud se calentaba y bebía a su costa,Valois, en su despacho, recibía visitatras visita, buscando los medios dealimentar no ya solamente sus arcas,sino también las del Estado.

Una mañana al final de aquellasemana, estaba cerrado en su despachocon su primo Roberto de Artois yesperaban un tercer personaje.

—Y el banquero ese, ese Lombardo,¿lo citasteis para esta mañana? —dijoValois—. Os confieso que tengo algunaprisa en verlo.

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—¡Claro! primo mío —respondió elgigante— y creed que mi impaciencia noes menor que la vuestra. Porque según larespuesta que os dé Tolomei, viejobergante si los hay, pero que entiende unrato de finanzas, me propongo hacerosuna petición.

—¿Cuál?—Los atrasos, primo mio, los

atrasos de las rentas del condado deBeaumont, que me entregaron hace cincoaños, para aparentar que me pagaban elArtois, pero de los cuales no me hallegado ni el olorh. Son ya más de veintemil libras lo que se me debe, y Tolomeime presta sobre ello con usura. Pero

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puesto que ahora vos disponéis delTesoro...

Valois levantó las manos al cielo.—Primo mío, —dijo— lo que

apremia hoy es encontrar lo necesariopara enviar a Bouville a Nápoles,porque el rey me martillea las orejasincesantemente sobre este viaje.Después, el primer asunto del que meocuparé será el vuestro.

¿A cuántas personas, en los últimosocho días, no les había hecho la mismapromesa?

—...Pero la mala pasada queMarigny acaba de jugarnos, será laúltima, os lo prometo también —

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prosiguió—. Lo haré colgar, y vuestrosatrasos los sacaremos de sus bienes.Porque ¿adónde creéis que han ido aparar las rentas de vuestro condado?¡...A su bolsa, mi querido primo, a subolsa!

Y monseñor de Valois, paseando porla habitación, expelía una vez más susquejas contra el coadjutor, lo cual erauna manera de evitar preguntas.

A sus ojos, Marigny llegó a serresponsable de todo. ¿Se cometía unrobo en París? La culpa era de Marignyque no controlaba su policía y que talvez incluso se repartiría el botín con losmalhechores. ¿Que un decreto del

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Parlamento perjudicaba a un gran señor?Marigny lo había dictado. Lo másgrande y lo más pequeño: los caminosenfangados, la rebelión de Flandes, laescasez de trigo, todo tenía el mismoautor; todo, el mismo origen. Eladulterio de las princesas, la muerte delrey, hasta el invierno precoz eranimputables a Marigny. ¡Dios castigabaal reino por haber aguantado a unministro tan malvado!

El de Artois, ordinariamente tanruidoso y charlatán, miraba a su primoen silencio y sin cansarse.Verdaderamente para cualquier personacuyo carácter se originara de principios

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similares, monseñor de Valois tenía queser fascinante.

¡Asombroso personaje aquel granseñor a la vez impaciente y tenaz,vehemente y tortuoso, valerosofísicamente, y débil ante la lisonja,animado siempre por ambicionesextremas, siempre lanzado a gigantescasempresas, y siempre fracasado por faltade justa apreciación de la realidad.

La guerra era su elemento más que laadministración de la paz.

A los veintisiete años, puesto por suhermano a la cabeza de los ejércitosfranceses, asoló la Guyena, que se habíasublevado; el recuerdo de aquella

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expedición lo dejó exaltado parasiempre. A los treinta y uno, llamadopor el Papa y por el rey de Nápoles paracombatir a los Gibelinos6 y parapacificar la Toscana, logró hacerseotorgar por el Papa las indulgencias decruzado, y al mismo tiempo, los títulosde vicario general de la Cristiandad y deconde de la Romaña. Ahora bien, élempleó su «cruzada» para hacerse pagarrescate por los pueblos italianos, yarrancar sólo de los florentinos,doscientos mil florines de oro, porhacerles el honor de marcharse a pillar aotra parte.

Este gran señor megalómano tenía

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temperamento de aventurero,comportamiento de advenedizo yaspiración de fundador de dinastía.Ningún trono en el mundo se hallabavacante, ningún cetro libre, sin queinmediatamente Valois tendiera la mano,y siempre sin éxito. Ahora, pasados loscuarenta años, se lamentaba:

—¡No me he gastado tanto, más quepara perder mi vida! ¡No he tenidosuerte!

Es que recordaba entonces todos sussueños fracasados: sueño de Aragón,sueño del reino de Arlés, sueñobizantino, sueño alemán, y aún añadía lagran ilusión de un gran reino que se

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hubiera extendido de España al Bósforo,igual que años antes el mundo romanobajo Constantino.

Había fracasado en dominar almundo. Le quedaba al menos Franciapara desplegar su turbulencia.

—¿Creéis, verdaderamente, queaceptará vuestro banquero? —preguntóinesperadamente al de Artois.

—Desde luego; exigirá garantías;pero aceptará.

—¡Ya veis, primo, a qué me veoreducido! —exclamó con desesperaciónfingida—. ¡A depender de la buenavoluntad de un usurero sienés parapoder comenzar a poner algo de orden

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en este reino!

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IV.- El pie de San Luis

Maese Tolomei fue introducido en elgabinete y el de Artois se apresuró aacogerlo con los brazos abiertos.

—Querido banquero, tengo grandesdeudas con vos y siempre os heprometido que os pagaría en el momentoen que la fortuna me sonriera. Pues bien;ha llegado ese momento.

—Feliz noticia, monseñor —respondió Spinel o Tolomei,inclinándose.

—Ante todo, —prosiguió el deArtois— quiero comenzar por pagaros

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la deuda de gratitud que tengo contraídacon vos procurándoos un cliente real.

Tolomei se inclinó de nuevo, y másprofundamente, ante Carlos de Valoisdiciendo: —¿Quién no conoce amonseñor, al menos de vista o de oídas?Dejó grandes recuerdos en Siena.

Los mismos que en Florencia, sóloque, siendo más pequeña, ¡no habíasacado más que diecisiete mil florinespara «pacificarla».

—Yo también guardo buen recuerdode vuestra ciudad, —dijo Valois.

—Mi ciudad, monseñor, es ahoraParís.

Atezado, de mofletes colgantes, con

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el ojo izquierdo cerrado por la malicia,Tolomei esperaba que lo invitaran asentarse, lo que hizo monseñor deValois, indicándole un asiento.

Porque maese Tolomei merecíaalgunas atenciones. Después de morir elviejo Boccanegra, Tolomei había sidoelegido recientemente por sus cofrades,mercaderes y banqueros italianos deParís, "capitán general" de suscompañías. Este cargo, por el que teníael control o conocimiento de casi latotalidad de las operaciones bancariasdel país, le confería un poder secreto,pero primordial.

Tolomei era una especie de

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condestable del crédito.—No ignoráis, amigo banquero —

dijo el de Artois—, el gran cambio queha sucedido estos días.

Messire de Marigny, que, segúncreo, no es mis amigo vuestro quenuestro, se cuentra en muy malasituación...

—Algo sabía... —murmuró Tolomei.—Así, al ver a monseñor de Valois

en la necesidad de recurrir a un hombrede finanzas, le he aconsejado dirigirse avos, cuya habilidad y adhesión a nuestracasa me es tan conocida.

Tolomei agradeció con una pequeñasonrisa de cortesía. Con un ojo cerrado,

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observaba a los dos grandes barones, ypensaba: «Aunque fueran a ofrecerme laadministración del Tesoro; no me haríantantos cumplidos.»

—¿Qué puedo hacer para serviros,monseñor? —preguntó volviéndosehacia Valois.

—¡Ah! Pues... lo que puede hacer unbanquero, maese Tolomei —respondióel tío del rey con aquella hermosaarrogancia que adoptaba cuando iba apedir dinero.

—Comprendo, monseñor. ¿Tenéisalgunos fondos que colocar en buenasmercaderías que doblen el precio en lospróximos seis meses? ¿O bien deseáis

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participar en el comercio de navegación,que es altamente lucrativo en estosmomentos, ya que es preciso traer pormar muchas cosas que escasean? Esosson los servicios que yo podríaprestaros.

—No, no se trata de eso; —respondió vivamente Valois.

—Lo siento, monseñor, lo siento porvos. Las mayores ganancias se hacen entiempo de escasez.

—Lo que deseo por el momento, esque me procuréis un poco de dinerofresco... para el Tesoro.

Tolomei puso cara de desolación.—¡Ay, monseñor! A pesar de todos

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mis buenos deseos por serviros, eso eslo único que no puedo hacer. En estosúltimos tiempos, nos han sangradomucho a mis amigos y a mí. Para laguerra de flandes, hicimos al Tesoro ungran empréstito que no nos reporta nada.

—Eso fue cosa de Marigny.—Cierto, monseñor, pero el dinero

era cosa nuestra. De este hecho, nuestroscofres tienen las cerraduras un pocoenmohecidas. ¿Cuánto necesitáis?

—Diez mil libras.De esta cifra, Valois había calculado

cinco mil para la embajada de Bouville,mil para Roberto de Artois, y el restopara hacer frente a sus necesidades más

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apremiantes.El banquero se echó las manos a la

cabeza.—¡Santa Madonna! ¿Pero dónde las

voy a encontrar? —exclamó.Aquello no era más que el prólogo

de costumbre y el de Artois ya habíaprevenido a Valois.

Así que éste adoptó el tonoautoritario con que impresionaba a susinterlocutores.

—¡Vamos, vamos, maese Tolomei!—exclamó—. Dejemos esas astutasmaneras y no divaguemos. Os hemandado venir para que cumpláis convuestro oficio como siempre lo habéis

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ejercido, con provecho, creo yo.—Mi oficio, monseñor —respondió

tranquilamente Tolomei—, es prestar;no dar. Ahora bien, desde hace tiempono he hecho más que dar, sin que se mehaya devuelto nada. Yo no fabricomoneda ni he encontrado la piedrafilosofal.

—¿No queréis, pues, ayudarme adesembarazarme de Marigny? ¡Osinteresa, me parece!

—Monseñor, pagar tributo alenemigo cuando es poderoso, y pagar denuevo para que no vuelva a serlo, es unadoble operación que, como vos mismoreconoceréis, trae poco provecho. Al

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menos sería preciso saber lo que va asuceder y si hay posibilidad dedesquitarse.

Entonces Carlos de Valois lanzócomo una andanada la gran homilía querecitaba a todo el que llegaba hasta éldesde hacía ocho días. Por poco que sele ayudara, iba a hacer suprimir todaslas «novedades» introducidas porMarigny y sus jurisconsultos burgueses:iba a restaurar la autoridad de losnobles, y a restablecer la prosperidad enel reino, volviendo al viejo derechofeudal que había engrandecido a lanación francesa. ¡El orden! Como todoslos embrol ones políticos, no tenía otra

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palabra en la boca, y no le daba otrocontenido que las leyes, los recuerdos olas ilusiones del pasado.

—Antes de mucho tiempo —exclamó— habremos vuelto a las buenascostumbres de mi abuelo San Luis. os loaseguro.

Y, diciendo esto, mostró, colocadoen una especie de altar, un relicario quetenía la forma de un pie humano y quetenía un hueso del talón de su abuelo; elpie era de plata; y las uñas, de oro.

Porque los restos del santo reyhabían sido repartidos; cada miembro dela familia y cada capilla real deseabaposeer una partícula de los mismos. La

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parte superior del cráneo se conservabadentro de un hermoso busto deorfebrería en la Sainte-Chapelle; lacondesa Mahaut de Artois, en su castillode Hesdin, poseía algunos cabellos, asícomo un fragmento de mandíbula; y sehabían repartido tantos despojos,falanges y esquirlas que no secomprendía qué pudiera quedar en latumba de Saint-Denis. Si es que habíasido depositado allí el verdaderocuerpo. Porque corría insistentementepor Africa una leyenda, según la cual, elcuerpo del rey franco había sidoenterrado cerca de Túnez, mientras suejército no se llevó a Francia más que

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un ataúd vacío o cargado con otrocadáver.

Tolomeí fue a besar devotamente elpie de plata; luego, preguntó:

—¿Por qué os hacen falta diez millibras, monseñor?

Forzoso le fue al de Valois explicaren parte sus proyectos inmediatos. Elsienés escuchaba, moviendo la cabeza, ydecía, como si tomara nota mentalmente:

—Messire de Bouville, a Nápoles...Sí, sí, comerciamos mucho con Nápolesa través de nuestros primos los Bardi...Casar al rey... Sí, sí, os oigo,monseñor... Reunir el cónclave... ¡Ay!monseñor, un cónclave es más caro que

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un palacio, ¡y los fundamentos sonmenos sólidos! ... Sí, monseñor, sí osescucho.

Cuando, por fin, Tolomei oyó todolo que deseaba saber, el capitán de losLombardos declaró:

—Todo eso está muy bien pensado,monseñor, y os deseo éxito con todo micorazón; pero nada me asegura quecaséis al rey, ni que consigáis un Papa,ni siquiera, aunque eso suceda, que yorecupere mi oro, suponiendo que esté encondiciones de proporcionároslo.

Valois miró con irritación al deArtois. «¿Qué clase de individuo mehabéis traído aquí?», parecía decirle.

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«No habré hablado tanto para no obtenernada.»

—Vamos, banquero —exclamó el deArtois, levantándose—, ¿qué interéspedís? ¿Qué prendas? ¿Qué beneficios oventajas?

—Ninguna, monseñor, ningunaprenda —protestó el sienés—, con vos,como bien sabéis, ni con monseñor deValois cuya protección me es querida endemasía. Busco simplemente... busco elmodo de poder ayudaros.

Después, volviéndose de nuevohacia el pie de plata, añadiósuavemente.

—Monseñor de Valois acaba de

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decir que quiere restaurar las buenascostumbres de monseñor San Luis. ¿Peroqué entiende por eso? ¿Se van arestablecer todas las costumbres?

—Desde luego —respondió Valoissin acabar de comprender a dóndequería llegar a parar.

—¿Se va a restablecer, por ejemplo,el derecho que tenían los nobles deacuñar moneda en sus tierras? Si sevuelve a esa costumbre, entonces seríamás fácil para mí ayudaros.

Valois y el de Artois se miraron. Elbanquero había apuntado directo a lamedida más importante de las queproyectaba Valois, y la que guardaba

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más secreta, porque era la másperjudicial al Tesoro y podía ser la másprotestada.

En efecto, la unificación de lamoneda que circulaba en el reino, asícomo el monopolio real de emitirla,eran instituciones de Felipe el Hermoso.Antes, los grandes señores fabricaban ohacían fabricar, en competencia con lamoneda real, sus propias piezas de oro yde plata, que tenían curso legal en susfeudos; y este privilegio constituía parael os un gran manantial de beneficios. Eigualmente sacaban provecho los que,como los banqueros lombardos,proporcionaban el metal en bruto y

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hacían su juego sobre las tasas quevariaban de una región a otra. Carlos deValois ya contaba con esa «buenacostumbre» para rehacer su fortuna.

—¿Queréis decir también, monseñor—prosiguió Tolomei, que continuabaobservando al relicario como si loestuviera tasando—, que vais arestablecer el derecho de guerraprivada?

Era ésta otra prerrogativa feudal queel Rey de Hierro había abolido a fin deimpedir que los grandes vasalloshicieran levas a su capricho yensangrentaran el reino para dirimir susdesavenencias, ostentar su vanagloria, o

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ahuyentar su aburrimiento.—¡Ah! Si así fuera de nuevo —

exclamó Roberto de Artois—, notardaría en recuperar mi condado de mitía Mahaut.

—Si tenéis necesidad de equiparvuestras tropas —dijo Tolomei—,puedo obtener los mejores precios delos armeros toscanos.

—Maese Tolomei, acabáis deexpresar con toda precisión las cosasque quiero llevar a cabo —exclamóValois pavoneándose— y por eso ospido que confiéis en mí.

Los financieros no son menosimaginativos que los conquistadores, y

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denota conocerlos mal quien cree que semueven por el cebo del lucro. Suscálculos encubren frecuentementeabstractos sueños de poder.

El capitán general de losLombardos, soñaba también; dediferente manera que el conde de Valois,pero soñaba: se veía ya abasteciendo deoro en bruto a los grandes varones delreino, y alentando sus querellas para asípoder traficar en armas. Ahora bien,quien tiene el oro y las armas tiene elverdadero poder. Maese Tolomeisoñaba ya con pensamientos de reino...

—¿Entonces —preguntó Carlos deValois—, estáis decidido ahora a

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proporcionarme la suma que os hepedido?

—Tal vez, monseñor, tal vez. Esdecir, que no puedo dárosla por mimismo, pero puedo encontrárosla enItalia, lo que os viene bien puesto que esallí precisamente a donde se dirigevuestra embajada. No creo que esto seaun inconveniente para vos.

—Ciertamente que no, —se vioobligado a contestar Valois.

Pero el arreglo distaba mucho desatisfacerle, pues le hacía difícil, si noimposible, sacar del préstamo para suspropias necesidades. Viendo que Valoisse ensombrecía, Tolomei apretó más el

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dogal.—Vos ofreceréis la garantía del

Tesoro; pero todo el mundo sabe, o almenos nosotros, que el Tesoro estávacío, y los rumores de eso llegaránpronto a los despachos de la banca.Tendré que garantizarlo yo mismo lo queharé de muy buena gana por el deseo quetengo de serviros.

Naturalmente, monseñor, serápreciso que uno de los míos, portador dela carta de crédito, acompañe a vuestroenviado a fin de hacerse cargo deldinero y de ser responsable de él.

Monseñor de Valois frunció elentrecejo todavía más.

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—¡Ay, monseñor! —agregó Tolomei—. Es que no voy a realizar yo solo estenegocio; las compañías de Italia son aúnmás desconfiadas que nosotros, y meveo en la necesidad de darles laseguridad más absoluta de que no seránburladas.

Verdaderamente, quería tener en laexpedición un emisario, que por cuentade él, espiara al embajador, controlarael empleo del dinero, y lo tuvierainformado sobre los proyectos dealianza, de la disposición de loscardenales, y trabajara, bajo mano, en elsentido que le ordenara. Maese SpinelloTolomei reinaba ya un poco.

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Roberto de Artois le había dicho aValois que el sienés exigiría garantías;pero no habían pensado que la garantíasería un mordisco en el poder. Forzosole fue al tío del rey, para satisfacer aéste, pasar por las condiciones delbanquero.

—Pero ¿a quién podéis ofrecerme,que no haga mal papel al lado del señorde Bouville? —preguntó Valois.

—He de pensarlo, monseñor, he depensarlo. Apenas tengo gente en estemomento. Mis dos mejores viajantesestán en camino. ¿Cuándo, pues tieneque partir messire de Bouville?

—Mañana, si es posible, o pasado

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mañana.—¿Y aquel muchacho —dijo el de

Artois— que fue por mí a Inglaterra...?—¿Mi sobrino Guccio? —dijo

Tolomei.—Ese mismo, vuestro sobrino. ¿Está

todavía con vos?... Pues bien, ¿por quéno lo enviáis?

Es fino, ágil de espíritu y de buenapresencia. Ayudará a nuestro amigoBouville, que no debe de hablar apenasla lengua de Italia, a desenvolverse porlos caminos. Os aseguro —dijo el deArtois a Valois—, que ese muchachosería una buena adquisición.

—Voy a notar mucho su falta aquí —

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dijo el banquero—, pero a pesar detodo, monseñor, os lo cedo. Siempreobtenéis de milo que queréis.

Inmediatamente se despidió.Cuando maese Tolomei hubo salido

del gabinete, Roberto de Artois sedesperezó a sus anchas, y dijo:

—Bien, Carlos, ¿me habíaequivocado?

Como todo prestatario después deuna operación de esta naturaleza, Valoisestaba contento y descontento a la vez, yse fijó una actitud que no mostrarademasiado alivio ni demasiadodespecho. Acercándose al pie de SanLuis, dijo:

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—Ya ves, primo; es eso, la vista deesta santa reliquia, lo que ha decidido anuestro hombre.

¡Vaya, aún no se ha perdido enFrancia todo el respeto por las cosasnobles, lo que me dice que este reinopuede enderezarse!

—Un milagro —dijo el gigante,guiñando el ojo.

Pidieron los mantos y las escoltas yfueron a dar al rey la buena nueva de lapartida de la embajada.

Al mismo tiempo, Tolomeicomunicaba a su sobrino que tenía queponerse en camino dentro de dos días yle daba instrucciones. El joven no

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mostró gran entusiasmo.—Come sei strano, figlio mio!7 —

se quejó Tolomei La suerte te depara unbuen viaje que no te cuesta un denariopues a fin de cuentas es el Tesoro el quepagará. Vas a conocer Nápoles, la cortede los Angevinos, a codearte conpríncipes y, si eres hábil, a ganarteamigos. Y quizá vas a asistir a lospreliminares de un cónclave. ¿Hay algomás apasionante que un cónclave?

Ambiciones, presiones, dinero,rivalidades... y en algunos hasta fe.Todos los intereses del mundo juegan enel asunto. Vas a ver todo eso y tú ponescara larga como si te anunciara una

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desgracia.En tu lugar y a tus años yo hubiera

saltado de alegría, y estaría yapreparando el baúl. Para poner esa cara,debe de haber entremedio una niña a laque sientes dejar. ¿No será, porcasualidad, la joven de Cressay?

La tez color de oliva del jovenGuccio se oscureció un poco, que era sumodo de ruborizarse.

—¡Ma! Ella te esperará si te ama —prosiguió el banquero— Las mujeresestán hechas para esperar. Siempre selas encuentra. Y si tienes miedo de quete olvide, aprovéchate entonces de lasque encuentres en tu camino. Una sola

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cosa no volverás a encontrar: lajuventud, y la fuerza para correr mundo.

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V.- Damas de Hungríaen un castillo de

Nápoles

Hay ciudades más fuertes que lossiglos; el tiempo no las cambia. Lasdominaciones se suceden en ellas; lascivilizaciones se depositan en su almacomo aluviones geológicos; pero ellasconservan a través de todas las épocassu carácter, su propio perfume, su ritmoy el rumor que las distinguen de todaslas demás ciudades de la tierra. Nápolesfue, desde siempre, una de estas

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ciudades. Así había sido, así ha quedadoy así quedará a lo largo de los siglos;medio africana y medio latina, con suscallejuelas apiñadas, su bulliciosohormigueo, su olor de aceite, de grasas,de azafrán y de pescado frito, su polvocolor de sol, su ruido de cascabeles alcuello de las mulas.

Los griegos la organizaron, losromanos la conquistaron, la asolaron losbárbaros; bizantinos y normandos seturnaron un instante en ella comodueños; pero Nápoles absorbió, utilizó,fundió sus artes, sus leyes y suslenguajes; y la imaginación de la callese nutría de los recuerdos, de los ritos y

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de los mitos de sus conquistadores.El pueblo no era griego, ni romano,

ni bizantino; era el pueblo napolitano desiempre, ese pueblo que no se parece aningún otro en el mundo, que usa laalegría como máscara de mimo paracubrir la tragedia de la miseria, queemplea el énfasis para salpimentar lamonotonía de las horas, y cuya aparentepereza es sabiduría que consiste en nofingir actividad cuando no haya nada quehacer; un pueblo que ama la vida, que seríe de los reveses del destino, quedesprecia la agitación guerrera porquela paz, que raramente le fue concedida,no le aburre jamás.

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En aquella época, y desde hacíaunos cincuenta años, Nápoles habíapasado de la dominación de losHohenstaufen a la de los príncipes deAnjou. El establecimiento de éstos,llamados por la Santa Sede, se logró enmedio de matanzas, represiones yasesinatos, que ensangrentaron entoncesla península. Las dos más grandesaportaciones de la nueva monarquíafueron por una parte la industria de lalana, que fundaron en los arrabales paraal egar fondos; y por otra, la enormeresidencia, mezcla de palacio yfortaleza, que la monarquía se hizoconstruir cerca del mar por el arquitecto

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francés Pedro de Chaulnes, el CastilloNuevo, gigantesco torreón rosadolevantado hacia el cielo, al cual losnapolitanos, tanto por su humor comopor su apego a los antiguos cultosfalicos, llamaron inmediatamente elMaschio Angiovino, el MachoAngevino.

Una mañana de enero de 1315, enuna pieza alta de este castillo, RobertoOderisi, joven pintor napolitanodiscípulo de Giotto, contemplaba elretrato que acababa de concluir, el cualconstituía la parte central de un tríptico.Inmóvil delante del caballete, con elpincel entre los dientes, se hallaba

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embebido en el examen de su cuadro endonde el óleo todavía fresco despedíahúmedos reflejos. Se preguntaba si untoque de amarillo más pálido, o por elcontrario de amarillo ligeramenteanaranjado no habría plasmado mejor elbrillo dorado de los cabellos, si lafrente era bastante clara, si los ojos,aquellos ojos azules, y algo redondos,lograban expresar perfectamente la vida.La forma era aquélla, desde luego, ¡laforma!... ¿Pero y la mirada? ¿Qué teníala mirada?

¿Un puntito de blanco en la pupila?¿Una sombra un poco más extendida enel rabillo del ojo?

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¡Cómo lograr jamás, mediantecolores molidos y dispuestos los unos allado de los otros, reproducir la realidadde un rostro y las extrañas variacionesde luz sobre el contorno de las formas!Tal vez no eran los ojos, después detodo, su preocupación, sino latransparencia de la nariz, o bien el clarobrillo de los labios...

«He pintado muchas vírgenes,siempre con la misma cara y la mismaexpresión de éxtasis y de ausencia...»,pensaba el pintor.

—Así pues, signor Oderisi, ¿estáterminado? —preguntó la bella princesaque le servía de modelo.

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Desde hacía una semana, pasabahoras al día sentada en esta piezaposando para un retrato pedido por lacorte de Francia.

A través de la gran ojiva con lavidriera abierta, se veían lasarboladuras de los navíos de Orienteamarrados en el puerto; más allá, laextensión de la bahía de Nápoles, el marinmenso, asombrosamente azul a ladorada luz del sol y el triangular perfildel Vesubio. Había dulzura en el aire, yel día invitaba a vivir.

El joven se quitó el pincel de entrelos dientes.

—¡Ay de mí! si —respondió—, está

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terminado.—¿Por qué «¡ay de mí!»?—Porque me veré privado de la

felicidad de ver cada mañana a DonnaClemenza y me parecerá que no hasalido el sol.

No era más que un pequeñocumplido, pues para un napolitano,declararle a una mujer, sea princesa omesonera, que va a caer gravementeenfermo al no volverla a ver norepresenta más que un mínimumobligado de cortesía. Y la dama decompañía que bordaba silenciosamenteen un rincón de la pieza, con la misiónde velar por la decencia de la reunión,

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no halló ni siquiera motivo para levantarla cabeza.

—Y además, señora... Y además —prosiguió— digo « ¡ay de mí!» porqueeste retrato no es bueno. No da de vosuna imagen de belleza tan perfecta comola realidad.

Era correcto que se rebajara, perocriticándose a sí mismo, era sincero.Experimentaba la tristeza del artistadelante de su obra acabada, por nohaber podido hacerla mejor. Aqueljoven de diecisiete años tenía ya eltemperamento de un gran pintor.

—¿Puedo verlo? —preguntóClemencia de Hungría.

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—Madama, no me abruméis. Yo sémuy bien que hubiera hecho falta mimaestro para pintaros.

Efectivamente se había recurrido aGiotto, despachando a un mensajero através de toda Italia. Pero el ilustretoscano, ocupado aquel año en pintar losfrescos de la vida de San Francisco deAsís en los muros del coro de SantaCroce de Florencia, había respondido,desde lo alto de sus andamios, que sedirigieran a su joven discípulo deNápoles.

Clemencia de Hungría se levantó yse acercó al caballete, haciendo oír elroce de los tiesos pliegues de su vestido

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de seda. Alta y rubia, tenía menos graciaque grandeza, y tal vez menos feminidadque nobleza. Pero la impresión un pocosevera que producía su porte se veíacompensada por la pureza de su rostro, yla expresión maravillosa de su mirada.

—¡Pero, signor Oderisi —exclamó—, me habéis más bella de lo que soy!

—No he hecho más que copiarvuestros rasgos, doña Clemencia,procurando, además, plasmar vuestroespíritu.

—Entonces, desearía que mi espejotuviera tanto talento como vos.

Se sonrieron y se dieron mutuamentelas gracias por sus cumplidos.

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—Esperemos que esta imagenagradará en Francia... quiero decir a mitío el conde de Valois —añadió con unpoco de confusión.

Porque se decía, aunque no lo creíanadie, que el retrato iba destinado aCarlos de Valois por el gran afecto quetenía a su sobrina.

Clemencia, al decir esto, se sintióenrojecer. A los veintidós años todavíase ruborizaba a menudo y, consciente deello, se lo reprochaba como unadebilidad. ¡Cuántas veces su abuela, lareina María de Hungría, no le habíarepetido: «Clemencia, no cabe el ruborcuando se es princesa y a punto de ser

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reina.»¿Podría llegar de verdad a ser reina?

Con la mirada vuelta hacia el mar,soñaba con aquel primo lejano, conaquel rey desconocido del que tanto sele hablaba desde hacía veinte días,cuando llegó de París un embajadoroficioso...

El corpulento Bouville le habíapintado al rey Luis X como un príncipedesgraciado, que había sido duramenteherido en sus afectos, pero que estabadotado de atractivos físicos y carácter ycorazón que podían agradar a una damade alto linaje. En cuanto a la corte deFrancia, era desde luego tan agradable

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como la corte de Nápoles, con la ventajade que en ella disfrutaría de las alegríasfamiliares y de las grandezas de larealeza... Nada podía seducir más a unadoncella del temperamento deClemencia de Hungría que laperspectiva de borrar las heridas que enel alma de un hombre habían abierto latraición de una mujer indigna, y lamuerte prematura de un padre al queadoraba. Para Clemencia, el amor nopodía separarse de la abnegación. Yademás, a todo ello añadía para ella elorgullo de haber sido elegida porFrancia... «Ciertamente, había esperadotanto tiempo, hasta el punto de perder la

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esperanza. Pero he aquí que quizá Diosme dé el mejor esposo y el más felizreinado. Así pues, desde hacía tressemanas vivía sumergida en el milagro yrebosaba de gratitud hacia Dios y elUniverso.

De pronto, se alzó un tapiz, bordadode leones y águilas, y un joven depequeña estatura, nariz afilada, ojosardientes y alegres, y cabellos muynegros hizo su entrada con unareverencia.

—¡Oh signor Baglioni, vos aquí... —exclamó Clemencia de Hungría en tonojovial.

Estimaba al joven sienés que servía

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a Bouville de intérprete y que, para ella,por lo mismo, formaba parte de losmensajeros de la felicidad.

—Señora —dijo—, el señor deBouville me envía a preguntar si puedevenir a visitaros.

—Desde luego —respondióClemencia—. Siempre me es grato veral señor de Bouville. Pero acercaos, ydecidme qué pensáis de este retrato yaterminado.

—Digo, señora —respondió Gucciodespués de haber permanecido uninstante en silencio delante del cuadro—, que es maravillosamente fiel y querepresenta la más bella dama que han

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admirado mis ojos.Oderisi, con los antebrazos

manchados de ocre y de bermellón,saboreaba el elogio.

—¡Creía que estabais enamorado deuna doncella de Francia! —dijoClemencia sonriendo.

—Cierto, la amo... —respondióGuccio.

—Entonces, o no sois sincerorespecto a ella o no lo sois paraconmigo, signor Guccio, pues siemprehe oído decir que para quien ama no hayen el mundo rostro más bello que el dela persona amada.

—La dama que guarda mi corazón

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—replicó Guccio con ardor—, es deseguro la más bella que existe en elmundo... después de vos, DonnaClemenza, y no va contra el amor decirla verdad.

Desde que estaba en Nápoles y sehallaba mezclado en los preparativosdel matrimonio real, el sobrino delbanquero Tolomei se complacía endarse aires de héroe de la caballeríaherido de amor por una hermosa lejana.En la realidad, su pasión secompaginaba bien con el alejamiento,pues no había desperdiciado ningunaocasión de los placeres que se ofrecenal viajero.

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La princesa Clemencia se sentíasúbitamente llena de curiosidad y desimpatía por los amores ajenos; hubieraquerido que todos los jóvenes y todaslas doncellas de la tierra fuerandichosos.

—Si Dios quiere que vaya aFrancia... —enrojeció de nuevo—tendría gran placer en conocer a la damade vuestros pensamientos, con la quesupongo vais a casaros...

—¡Ah, señora, permita el cielo quevengáis! No tendréis mejor servidor queyo, ni tampoco, estoy seguro de ello, unaservidora más fiel que ella.

Y dobló la rodilla, con la mayor

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elegancia, como si se encontrara en untorneo delante del palco de las damas.Ella le hizo con la mano ademán deagradecimiento; tenía lindos dedosahusados, un poco alargados por lapunta, parecidos a los que suelen verseen las santas de los frescos.

«¡Ah, qué buen pueblo y, quépersonas tan gentiles», pensaba, anteaquel italianito que, a sus ojos, venía arepresentar a toda Francia.

—¿Podéis decirme su nombre —preguntó—, o bien es un secreto?

—En modo alguno puede ser unsecreto para vos, si es que os agradasaberlo, Donna Clemenza. Se llama

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María.. —María de Cressay. Es denoble linaje; su padre era caballero. Meespera en su castillo que está a diezleguas de París... Tiene dieciséis años.

—¡Pues bien! Que seáis feliz, os lodeseo, signor Guccio; que seáis feliz convuestra María de Cressay.

Guccio salió y atravesó loscorredores bailando. Ya veía a la reinade Francia asistiendo a su boda. Sinembargo, para realizar ese sueño,faltaba que doña Clemencia llegara a serreina, como también que la familiaCressay tuviera a bien concederle a él,un Lombardo, la mano de María.

Guccio encontró a Hugo de Bouville

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en el cuarto donde lo habían alojado. Elanciano canciller, espejo en mano,buscaba la luz adecuada y giraba sobresi mismo para asegurarse de su aspectoy poner en orden sus mechones blancosy negros que le daban aspecto decaballo pío. Se preguntaba si no leconvendría más hacérselos teñir. Losviajes enriquecen a la juventud; peroperturban a los de edad madura. El airede Italia había exaltado a Bouville. Estebuen señor, tan atento a sus deberes, nopudo resistirse en Florencia a engañar asu mujer, e inmediatamente se metió enuna iglesia a confesarse. En Siena,donde Guccio conocía algunas damas

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dedicadas a la vida galante, recayó,pero ya con menos remordimientos. EnRoma se portó como si hubierarejuvenecido veinte años. Nápoles,pródiga en fáciles deleites, a condiciónde que se llevara un poco de orocolgado a la cintura, hizo vivir aBouville en una especie deencantamiento. Lo que en otras parteshubiera pasado por vicio, aquí tomabaun aspecto deliciosamente natural eingenuo.

Rapazuelos de doce años,andrajosos y rubios, alababan las nalgasde su hermana mayor con elocuencia desiglos; después, se quedaban

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prudentemente sentados en laantecámara rascándose los pies. Es más,se tenía el sentimiento de hacer unabuena acción, dando de comer con ello auna familia entera durante toda unasemana. ¡Y además el placer depasearse en el mes de enero sin manto!Bouville se había vestido a la últimamoda y llevaba ahora una sobrevestacon mangas de dos colores, rayadas a loancho. ¡De seguro, le habían timado entodas partes! ¡Pero el placer de vivirbien merecía aquella insignificancia!

—Amigo mío —dijo al ver entrar aGuccio—, ¿sabéis que he adelgazadohasta el punto de que no parece

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imposible que pueda recobrar un talleelegante?

Esta suposición era francamenteoptimista.

—Señor —dijo el joven—, DonnaClemenza está preparada para recibiros.

—¡Espero que no estará terminadoel retrato!

—Lo está, señor.Bouville lanzó un hondo suspiro.—Entonces, eso significa que

debemos regresar a Francia. Lo lamento,pues confieso que le había tomadocariño a este país, y de buena gana lehabría dado unos florines a ese pintorpara que alargara un poco su trabajo.

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¡Qué vamos a hacer!, hasta las mejorescosas se acaban.

Los dos tuvieron una sonrisa deconnivencia y para llegar hasta lasestancias de la princesa, el gruesoembajador cogió afectuosamente aGuccio por el brazo.

Entre estos dos hombres, tandiferentes por la edad, el origen y lasituación, había nacido una sinceraamistad que había crecido a lo largo delcamino. Para Bouville, el joven toscanoera la encarnación misma de este viaje,con sus licencias, sus descubrimientos, yla juventud nuevamente encontrada.Además, el muchacho se mostraba

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activo, sutil, discutía con losproveedores, administraba los gastos,allanaba las dificultades y organizabalos placeres. En cuanto a Guccio,compartía, gracias a Bouville, unamanera de vivir de gran señor y enfamiliaridad con los príncipes.

Sus funciones poco definidas deintérprete, secretario y tesorero le valíanmuchas atenciones. Por otra parte,Bouville no era avaro de sus recuerdosy durante las largas cabalgadas, o bienpor la noche, mientras cenaban en losalbergues o en las hospederías de losmonasterios, había contado a Gucciomuchas cosas sobre el rey Felipe el

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Hermoso, la corte de Francia y lasfamilias reales. De este modo se abríanmutuamente mundos desconocidos y secompletaban a maravilla, formando unacuriosa pareja en la que el adolescenteguiaba frecuentemente al vejete.

Penetraron así en la habitación dedoña Clemencia; pero el aire dedescuidada indiferencia que habíanadoptado se es fumó cuando vieron enpie ante el cuadro a la vieja reina madreMaría de Hungría. Haciendo reverenciasavanzaron con paso prudente.

Madame de Hungría era una ancianade setenta años. Viuda del rey deNápoles Carlos II el Cojo, y madre de

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trece hijos de los que ya había vistomorir casi la mitad. Sus embarazos lehabían ensanchado la pelvis y las penasle habían marcado grandes arrugas, queiban de los párpados a su bocadesdentada. Era alta de estatura y de tezoscura, de cabellos nevados, toda sufisonomía daba una impresión de fuerza,decisión y autoridad no atenuadas por laedad. Llevaba la corona desde que sedespertaba. Emparentada con todaEuropa y reivindicando para susdescendientes el trono vacante deHungría, lo había logrado, por fin,después de veinte años de lucha.

Ahora que su nieto Caroberto,

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heredero de su hijo mayor CarlosMartel, muerto prematuramente, ocupabael trono de Buda; que su segundo hijo, eldifunto obispo de Toulouse, estaba apunto de ser canonizado; que el tercero,Roberto, reinaba en Nápoles y lasPullas; que el cuarto era príncipe deTarento, y emperador titular deConstantinopla; y el quinto, duque deDurazzo; y que sus hijas sobrevivientesestaban casadas la una con el rey deMallorca y la otra con Federico deAragón, la reina María no creía haberacabado aún su tarea; se ocupaba de sunieta, Clemencia, la huérfana, hermanade Caroberto, que ella había educado.

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Volviéndose bruscamente haciaBouville, como un halcón que localizaun capón, le hizo una señal para que seacercara.

—Bien, señor, ¿qué os parece esteretrato?

Bouville se puso a meditar delantedel caballete. Miraba menos el rostro dela princesa que los dos postigoslaterales destinados a proteger el cuadrodurante el transporte, y en los queOderisi había pintado, en uno, elMaschio Angiovino y en el otro, en unaperspectiva con superposición, el puertoy la bahía de Nápoles. Contemplandoaquel paisaje que tanto le dolía

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abandonar, Bauville sentía ya nostalgia.—Su arte me parece impecable —

dijo al fin—. Fuera de que el marco estal vez un poco simple para encuadrar unrostro tan bel o. ¿No creéis que un festóndorado...?

Trataba de ganar un segundo o dos.—No importa, señor —cortó la

vieja reina—. ¿Creéis que se parece?Sí, pues esto es lo importante. El arte escosa frívola y me asombraría que el reyLuis perdiera el tiempo mirandoguirnaldas. El rostro es lo que interesa,¿no es verdad?

No se comía las palabras, y adiferencia de toda la corte, María de

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Hungría no se preocupaba en disimularel motivo de la embajada. Despidió aOderisi diciéndole:

—Habéis hecho un buen trabajo,giovanetto. Que nuestro tesorero ospague lo que se os debe. Y ahora volveda pintar nuestra iglesia y procurad que eldiablo sea bien negro y los ángeles bienresplandecientes.

Y para desembarazarse también deGuccio, le mandó que ayudara al pintora llevar sus pinceles. Con el mismo finenvió a la dama de compañía a bordarafuera. Después, alejados los testigos,se volvió a Bouville.

—Así pues, messire, regresaréis a

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Francia.—Con infinita pena, señora. Todas

las atenciones de que se me ha hechoobjeto aquí...

—Pero en fin —dijo ellainterrumpiéndole—, vuestra misión haterminado. Por lo menos, hasta ciertopunto.

Sus negros ojos estaban fijos en losde Bouville.

—¿Hasta cierto punto, señora?—Quiero decir que este asunto ha

quedado resuelto en principio, ya que elrey, mi hijo, y yo damos nuestroconsentimiento. Pero esteconsentimiento, messire —y apretó las

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mandíbulas de manera que se lemarcaron los tendones del cuello—, esteconsentimiento, no lo olvidéis, escondicional. Pues, aunque nos sentimosaltamente honrados ante la petición delrey de Francia nuestro primo, y estamosdispuestos a amarlo con una fidelidadcompletamente cristiana y a darlenumerosa descendencia, pues lasmujeres de nuestra familia son fecundas,no es menos cierto que nuestra respuestadefinitiva depende de que vuestro señorse vea libre de madame de Borgoña,prontamente y realmente. No sabríamoscontentarnos con una anulación dictadapor obispos complacientes, la cual

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podría ser protestada por las más altasjerarquías de la Iglesia.

—Conseguiremos la anulacióndentro de poco, señora, como he tenidoel honor de asegurároslo.

—Messire —dijo el a—, ahoraestamos solos, no me aseguréis, pues, loque todavía está por hacer.

Bouville tosió para disimular suturbación.

—Este asunto —contestó— es laprimera preocupación de monseñor deValois, que hará todo por apresurarla e,incluso, en la actualidad, ya lo da porhecho.

—¡Sí, sí! —gruñó la vieja reina—.

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Conozco a mi yerno. De palabra, nadase le resiste, y no cae mientras notropieza.

Aun cuando su hija Margarita habíamuerto hacía quince años y Carlos deValois se había vuelto a casar despuésdos veces, ella continuaba llamándolo«mi yerno».

—Queda bien claro, también, que nodamos nada de tierra. Me parece queFrancia tiene suficiente. Hace tiempo,cuando nuestra hija se casó con Carlos,el a aportó de dote Anjou, que era muyimportante. Pero al año siguiente,cuando una hija del segundo matrimoniode Carlos se casó con nuestro hijo de

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Tarento, ella aportó Constantinopla.Y la vieja reina hizo un gesto con su

gotosa mano para significar que tanhermoso título no era más que viento.

Retirada cerca de la ventana abierta,y mirando al mar, Clemenciaexperimentaba la violencia de tener quepresenciar este debate. ¿Debíaacompañarse el amor con estospreliminares, muy parecidos a unadiscusión de negocios? Después detodo, de lo que se trataba era de sufelicidad y de su vida. ¡Habían rehusadopara ella, y sin consultar su opinión,tantos partidos consideradosinsuficientes! Y he aquí, que se le

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ofrecía el trono de Francia, cuando sóloun mes antes, se preguntaba si no tendríaque entrar en un convento. Creía que suabuela empleaba un tono demasiadocortante. Por su parte, ella estabadispuesta a tratar a la suerte mássuavemente, y a mostrarse menospuntillosa sobre el derecho canónico...Muy lejos, allá en la bahía, un navío dealto bordo ponía rumbo hacia las costasde Berbería.

—A mi regreso, señora, pasaré porAviñón con instrucciones de monseñorde Valois —dijo Bouville—. Y, dentrode poco, yo os aseguro que tendremosese Papa que nos falta.

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—Deseo creeros —respondió Maríade Hungría—. Pero también deseamosque todo quede arreglado para elverano. Tenemos otras ofertas paraClemencia; otros príncipes la quierenpor esposa. No podemos consentir unademora más prolongada.

Los tendones del cuello se levolvieron a contraer.

—Sabed que en Aviñón —prosiguióella—, el cardenal Duèze es nuestrocandidato. Deseo vivamente que tambiénsea el del rey de Francia. Vosobtendréis la anulación mucho másrápidamente si él llega a ser Papa, puesnos es enteramente afecto y nos debe

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mucho. Además Aviñón es tierraangevina, de la que somos señoresfeudales, bajo el rey de Francia, desdeluego.

No lo olvidéis. Id a despediros delrey mi hijo y que todo suceda segúnvuestros deseos... ¡Antes del verano, oslo recuerdo, antes del verano!

Bouville, después de inclinarse, seretiró.

—Mi señora abuela —dijoClemencia con voz insegura—, creéisque...

La vieja reina le dio unos golpecitosen el brazo.

—Todo está en las manos de Dios,

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hija mía —respondió—, y no nos sucedenada que El no quiera.

La anciana salió a su vez.«Quizá tenga el rey Luis otras

princesas en su pensamiento», pensóClemencia al quedarse sola. «¿Seráacertado apremiarlo así? ¿No dirigirá aotra parte su elección?»

Permanecía delante del caballete,con las manos cruzadas sobre el talle,habiendo adoptado maquinalmente lapostura que tenía en el retrato.

«¿Será un rey el que sienta elplacer», se preguntó una vez más, «deposar sus labios sobre esas manos?»

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VI.- La caza de loscardenales

Bouville y Guccio se embarcaron ala mañana siguiente. Se había decidido,en efecto, volver por mar, para ganartiempo. Entre el bagaje llevaban uncofrecillo forrado de metal, que conteníael oro entregado por los Bardi deNápoles, cuya llave guardaba Gucciosobre su pecho.

Acodados en el pasamanos delcastillo de popa, contemplaban, conmelancolía, cómo se alejaban Nápoles,las islas y el Vesubio. Se veían grupos

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de velas blancas que dejaban la costapara la pesca diaria. Después seadentraron en alta mar. El Mediterráneoestaba en perfecta calma, justamente conla brisa necesaria para impulsar elnavío. Guccio, que no estaba muytranquilo al embarcarse, pues seacordaba de su detestable travesía delcanal de la Mancha el año anterior, seregocijaba de no haberse indispuesto. Alas dos horas, ya había tomado confianzaen la estabilidad del navío y en sí mismoy poco le faltó para que se compararacon maese Marco Polo, el naveganteveneciano, cuyo libro Las Maravillasdel mundo, escrito hacía poco, después

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de sus viajes, era muy leído y apreciadoaquellos años. Guccio iba y venía deproa a popa, instruyéndose en lostérminos de marinería y teniéndose en suinterior por un auténtico aventurero,mientras el anciano gran chambelánseguía echando de menos la maravillosaciudad que había tenido que abandonar.

Cinco días más tarde, llegaron aAigues-Mortes. Este puerto, del que enotro tiempo había partido San Luis parala cruzada, no se había acabadorealmente hasta el reinado de Felipe elHermoso.

—Ea —dijo el grueso señor,esforzándose en sacudir su nostalgia—,

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será preciso que ahora nos dediquemosa lo que apremia.

Los escuderos se dedicaron a buscarcaballos y mulas, y los criados a cargarlos portamantas, el retrato de Oderisiembalado en una caja y el cofre de losBardi que Guccio no perdía de vista.

El tiempo era desabrido, nuboso, yNápoles ya no más que el recuerdo deun sueño.

Llegar a Aviñón les costó, con unaparada en Arlés, jornada y media decabalgada. Durante este trayecto,messire de Bouville se resfrió.Acostumbrado ya al sol de Italia, sehabía olvidado de abrigarse

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convenientemente. Los inviernos enProvenza son cortos; pero a veces,duros. Tosiendo, expectorando ysonándose, Bouville echaba pestes sinparar contra aquel país que ya no leparecía el suyo.

La llegada a Aviñón bajo las ráfagasdel mistral, constituyó amargadecepción, pues allí no había un solocardenal. ¡Cosa extraña para una ciudaddonde residía el papado! Nadie pudoinformar sobre el asunto al enviado delrey de Francia, nadie sabía nada, o noquería saber.

El palacio pontificio estaba cerrado,puertas y ventanas, y guardado

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solamente por un portero mudo eimbécil. Con la noche al caer, Bouvilley Guccio decidieron dirigirse a lafortaleza de Villeneuve, al otro lado delpuente. Allí un capitán de arqueros, muydesabrido y avaro de conversación, lescomunicó que los cardenales seencontraban, sin duda, en Carpentras yque allí era donde había que buscarlos.Luego, pro porcionaron a los viajeros,pero sin diligencia alguna, cena y cama.

—Ese capitán de arqueros —dijoBouville a Guccio—, no es muy atentocon quienes vienen de parte del rey.Haré la oportuna observación cuandoregresemos a Paris.

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Al alba, todo el mundo cabalgabaya, para recorrer las seis leguas queseparan Aviñón de Carpentras. Laesperanza renació en Bouville pueshabiendo ordenado Clemente V, en susúltimas voluntades, que el cónclave sereuniera en Carpentras, se podía colegir,si los cardenales habían vuelto allí, queel cónclave se asentaba, por fin, dondehabía sido dispuesto.

En Carpentras, nuevo desencanto.Allí no había rastro de cardenales. Porsi fuera poco, helaba, y el viento, queseguía soplando, se acanalaba en lascallejuelas y cortaba la cara. A todoesto se añadía un vago sentimiento de

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inseguridad o de maquinación, pues a laamanecida, apenas Bouville y los suyoshabían dejado Aviñón, dos jinetes loshabían adelantado, sin saludarles,marchando a todo galope haciaCarpentras.

—Es extraño —advirtió Guccio—,se diría que esa gente no se cuida másque de llegar antes que nosotros a dondevamos.

La pequeña ciudad estaba desierta;parecía como si los habitantesestuvieran metidos bajo tierra ohubieran huido.

—¿Será nuestra llegada —dijoBouville— lo que produce esa

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desbandada? Nuestra escolta no es tannumerosa como para asustar a nadie.

En la catedral, no encontraron másque un viejo canónigo que fingió, alprincipio, tomarlos por viajeros quequerían confesarse, los llevó hacia lasacristía, y se expresaba cuchicheando opor signos. Guccio, que se temía unaemboscada y estaba inquieto por sucofre dejado con las mulas en el portalde la iglesia, echó mano a la daga. Elbuen hombre, después de haberse hechorepetir seis veces las preguntas, haberreflexionado, balanceando la cabeza ysacudido el polvo de su muceta pelada,consintió al fin en confiarles que los

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cardenales se encontraban en Orange. Lohabían dejado allí, completamentesolo...

—¡En Orange! —exclamó el señorde Bouville—. ¡Pero por los clavos deCristo! ¡Esos no son prelados, songolondrinas! ¿Estáis seguro al menos deque están en Orange?

—Seguro... —respondió el viejocanónigo, enojado por el juramento queacababa de oir—.

¡Seguro! ¿De qué se puede estarseguro en este mundo, fuera de que Diosexiste? Creo que en Orange, por lomenos, encontraréis a los italianos.

Después se calló, como si temiera

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haber dicho ya demasiado. Estaba llenode rencor, pero no se atrevía amanifestarlo.

—¡Está bien! Vamos a Orange —decidió Bouville irritado—. ¿Cuántodista? ¿Seis leguas también? ¡Vamos porlas seis leguas! A montar, muchachos.

Pero apenas Bouville y Guccioenfilaron la ruta de Orange, los pasaronnuevamente dos jinetes a rienda suelta, yesta vez, no pudieron dudar ya de que lacabalgada era por ellos.

Bouville, acometido de repente deun humor combativo, quiso lanzarse traslos dos jinetes; pero Guccio se opusofirmemente.

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—Llevamos demasiada carga, señorHugo, para que podamos alcanzarlos;sus cabal os son de refresco, losnuestros están cansados, y sobre todo,no quiero dejar mi cofre a la zaga.

—Es cierto —respondió Bouville—, mi jaca es mala, siento que se hundebajo mi peso y me gustaría cambiarla.

En Orange se enteraron, sinasombro, de que los Monsignori noestaban allí; de todos modos, Bouvillese encolerizó cuando oyó decir que másbien debían buscarlos en Aviñón.

—¡Pero ayer pasamos por Aviñón—gritó Bouville al clérigo que intentabaofrecerle una buena información—, y

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todo estaba tan vacío como mi mano! ¿Ymonseñor Duéze? ¿Dónde está monseñorDuéze?

El clérigo respondió que siendomonseñor Duéze obispo de Aviñón, loprocedente era preguntar en el obispado.Era inútil discutir. El preboste deOrange, por una desdichadacoincidencia, había sido trasladadoprecisamente aquel día, y el empleadoque lo reemplazaba no tenía en maneraalguna instrucciones para ocuparse delalojamiento de los recién llegados.Estos debieron pasar de nuevo la nocheen una posada muy sucia y fría, al ladode un campo de ruinas invadido por las

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hierbas y donde rugía el viento. Sentadofrente a Bouville, derrengado por lafatiga, Guccio comenzó a pensar que lesería preciso encargarse de laexpedición si quería regresar a París,con éxito o sin él. Un hombre de laescolta había resultado con una piernarota por una coz, y habría que dejarloallí; dos caballos de carga teníanheridas en la cruz y se hacía urgenteherrar de nuevo los caballos. A Bouvillele destilaba la nariz que era una pena.Mostró tan poca energía durante toda lajornada del día siguiente, parecía tandesesperado al volver a ver los murosde Aviñón, que apenas puso obstáculos

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para que Guccio lo sustituyera.—Jamás me atreveré a presentarme

delante del rey —gemía—. Pero,decidme, ¿cuál es el medio de conseguirun Papa, cuando todo lo que lleva sotanadesaparece al aproximarnos? Nunca másme podré sentar en el Consejo, nuncamás. Esta sola misión, desmerece todami vida.

Se enredaba en tontos cuidados. ¿Ibabien colocado el retrato de doñaClemencia? ¿No se había deterioradopor el viaje?

—Dejadme a mí, señor Hugo —lerespondió Guccio con autoridad—. Loprimero es encontraros alojamiento

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cómodo; me parece que lo estáisnecesitando mucho.

Guccio se fue al encuentro delcapitán de la ciudad. Y tan ajustadoestuvo en el tono que debiera haberempleado Bouville desde el principio,tan alto hizo sonar, con su fuerte acentoitaliano, los títulos de su jefe y los que así mismo se otorgaba; puso tantanaturalidad al expresar sus exigenciasque en menos de una hora hizodesocupar un palacio y consiguió uncómodo alojamiento. Guccio instaló a sugente y acostó a Bouville en un lechobien caliente; después cuando el gordode su señor, que se escudaba

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hipócritamente en su resfriado para notomar ninguna decisión, estuvo acostado,Guccio le dijo:

—No me gusta nada este olor atrampa que flota en torno a nosotros, yde momento no tengo otro cuidado queel de poner al abrigo nuestro oro. Aquíhay un agente de los Bardi y a él es aquien le voy a confiar mi depósito.Después de esto me sentiré másdesahogado para ir a buscaros avuestros condenados cardenales.

—¡Mis cardenales, mis cardenales!—gruñó Bauville—. ¡Esos no son miscardenales! Estoy más apesadumbradoque vos por las malas pasadas que me

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están jugando. Hablaremos de esocuando haya dormido un poco, siqueréis, pues me siento completamenteaterido. ¿Estáis por lo menos bienseguro de vuestro Lombardo? ¿Podemostener confianza en él? Al fin y al caboese dinero pertenece al rey de Francia...

Guccio alzó entonces la voz:—¡Señor Hugo, tened en cuenta que

estoy, como vos podéis ver, tanpreocupado por ese dinero como siprecisamente perteneciera a alguno demi familia!

Se dirigió sin perder tiempo a labanca en el barrio de SainteAgricole. Elagente de los Bardi —que era primo del

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jefe de esta poderosa compañía—recibió a Guccio con la cordialidaddebida al sobrino de un cofradeimportante, y él mismo fue a encerrar eloro en su caja fuerte. Se extendió laoportuna escritura, y después, elLombardo condujo al salón a suvisitante, para que le relatara susdificultades. Un hombre delgado,ligeramente encorvado, que permanecíadelante de la chimenea, se volvió hacialos que entraban.

—Guccio, che piacere! —exclamó—. Come estai?8

—Ma... caro Boccaccio! perBaccho! che fortuna!9

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Siempre son las mismas personas lasque se encuentran en el camino porque,de hecho, siempre son las mismas lasque viajan. No tenía nada de asombrosoel que el signor Boccaccio se encontraraallí, puesto que era viajante principal dela compañía de los Bardi. Pero lasamistades nacidas casualmente en loscaminos, entre gentes que viajan mucho,son más rápidas, más entusiastas yfrecuentemente más sólidas que las delos sedentarios.

Boccaccio y Guccio se habíanconocido un año antes, camino deLondres; en París se habían visto variasveces y se hablaban como amigos de

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toda la vida. Su alegría se expresaba eninvectivas toscanas adornadas conpalabras gruesas. Un oyentedesconocedor de las costumbresflorentinas no habría comprendido quedos compañeros tan alegres se trataranmutuamente de bastardos, podridos ysodomitas.

Mientras el Lombardo de Aviñón leshacía servir vino con especias, Gucciorelató su viaje, las aventuras que habíapasado los últimos días, persiguiendocardenales, y describió el lastimosoestado del grueso messire de Bouville.

Pronto Boccaccio no se pudoaguantar la risa.

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—La caccia al cardinalí, la cacciaal cardinali! Vi hanno so per ji cido, iMonsignori!10

Después, ya en serio, dio a Guccioalgunas explicaciones.

—No te extrañe que se escondan loscardenales. La experiencia les haenseñado a ser prudentes, y todo el queviene de la corte de Francia, o seanuncia como tal, les hace salir huyendo.

El verano pasado, Beltrán de Got yGuillermo de Budos, hijos del difuntoPapa, llegaron aquí enviados por tu buenamigo Marigny, pretextando conducir aCahors el cuerpo de su padre. Traíanconsigo nada menos que quinientos

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hombres armados. ¡Una bagatela paraconducir un cadáver!

Tenían la misión de hacer elegir unPapa francés, y por cierto que noemplearon la dulzura como argumento.Una mañana, todas las casas de susEminencias fueron saqueadas, mientrassitiaban el convento de Carpentrasdonde tenía lugar el cónclave; y loscardenales, por una brecha del muro,hubieron de salir corriendo a campotraviesa para salvar la piel. A no ser poraquella brecha que les deparó laProvidencia, lo hubieran pasado mal.Algunos corrieron su buena legua, con lasotana a la rodilla. Otros se escondieron

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en las granjas. Aún no lo han olvidado.—Añadid a esto —dijo el primo

Bardi— que se acaba de reforzar laguarnición de Villeneuve, y que loscardenales esperan a cada momento vera los arqueros pasar el puente. Os hanvisto ir a Villeneuve y volver, esobasta... ¿Y sabéis quiénes son esosjinetes que os han adelantado variasveces? Gentes de Marigny, el arzobispo,sin duda. Pululan, en este momento, deun sitio para otro.

No llego a comprender conprecisión el trabajo que hacen, pero conseguridad es distinto del vuestro.

—No obtendréis nada, Bouville y tú

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—prosiguió Boccaccio—,presentándoos de parte del rey deFrancia, y os arriesgáis a tragar algunanoche un potaje sazonado de manera queno os despertéis más. Por ahora no hayotra recomendación válida cerca de loscardenales..., cerca de algunoscardenales..., que la que procede del reyde Nápoles. Según me has dicho, llegáisde allá.

—Directamente —respondió Guccio— e incluso nos acompañan lasbendiciones de la vieja reina María paraque veamos al cardenal Duèze.

—¡Ah! ¡Por qué no has empezadopor ahí! Lo conocemos. Es cliente

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nuestro desde hace veinte años. Curiosohombre, además, este monseñor; parecebien situado, en Carpentras, para serelegido Papa.

—Entonces, ¿por qué no lo dejanelegir? Es francés.

—Sí, es francés de nacimiento; perofue canciller de Nápoles, por esto no loquiere Marigny.

Puedo hacer que lo veas cuandoquieras, mañana mismo.

—¿Tú sabes, pues, dóndeencontrarlo?

—No se ha movido de aquí —dijoBoccaccio riéndose—. Vuelve a tu casa,y te llevaré noticias antes de esta noche.

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Y si disponéis de un poco de dineropara él se facilitarán las cosas: siempreanda corto, y a nosotros nos debebastante.

Tres horas más tarde, el signorBoccaccio golpeaba la puerta delpalacio donde estaba instalado Bouville.Era portador de informaciones bastantebuenas. El cardenal Duèze iría al díasiguiente, a eso de las nueve, a dar unpaseo reparador, a un lugar situado alnorte de Aviñón, en un paraje llamado lePontet, a causa de un pequeño puenteque había allí. El cardenal no tendríainconveniente en encontrarse, como porcasualidad, con el señor de Bouville, si

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éste pasaba por aquellos parajes, acondición de que no fuera acompañadode más de seis hombres. Las escoltasdebían quedar a una parte y a la otra deun gran campo, mientras que Duèze yBouville permanecerían en medio, lejosde toda mirada y de toda escucha. Elcardenal de curia tenía predilección porel misterio.

—Guccio, hijo mío, sois misalvación. Siempre os estaré agradecido—dijo Bouville, cuya salud habíamejorado un poco al recobrar laesperanza.

Así pues, a la mañana siguiente,Bouville, acompañado de Guccio, del

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signor Boccaccio y de cuatro escuderos,se llegó al Pontet. Había una niebla queborraba los contornos y amortiguaba lossonidos, y el paraje estaba desiertocomo a pedir de boca. El señor deBouville se había puesto tres capas.Hubo que esperar un buen rato.

Al fin, un pequeño grupo de jinetessurgió de la niebla, rodeando a unhombre joven que iba en una mulablanca, y que bajó ágilmente de sumontura. Llevaba un manto negro bajo elque se adivinaban las vestidurasencarnadas, y se cubría la cabeza con ungorro con orejeras forrado de blancapiel de abrigo. Avanzó con paso vivo,

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casi brincando, por la hierba empapada,y entonces se vio que este joven era elcardenal Duéze, y que Su Adolescenciatenía setenta años. Solamente el rostro,de mejillas chupadas y de sieneshundidas, con blancas cejas sobre lapiel seca, delataba su edad; pero losojos tenían la vivacidad atenta de lajuventud.

También Bouville se puso en marchay se reunió con el cardenal al lado de unpequeño muro. Los dos hombrespermanecieron un instanteobservándose, mutuamentedesconcertados por su apariencia, queen modo alguno respondía a lo que ellos

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se habían imaginado. Bouville, con suinnato respeto hacia la Iglesia, esperabaver a un prelado lleno de majestad, llenode unción, y no éste duende brincando enla niebla. El cardenal de curia, que creíaque le habían enviado un capitán deguerra del tipo de Nogaret o de Beltránde Got, observaba a • aquel hombregordo cubierto como una cebolla que sesonaba ruidosamente.

Fue el cardenal quien atacó. Su vozsorprendía siempre, la primera vez quese oía. Velada como un tambor fúnebre,a la vez viva, rápida y ahogada, noparecía salir de él, sino de algún otroque se hubiera encontrado en aquellos

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parajes y al que se buscabainstintivamente.

—Venís, pues, señor de Bouville, departe del rey Roberto de Nápoles, queme honra con su cristiana confianza. Elrey de Nápoles... el rey de Nápoles —repitió—. Está muy bien. Pero tambiénsois enviado del rey de Francia. Voserais gran chambelán del rey Felipe, queno me quiso demasiado..., aunque enverdad, no acierto a ver el motivo, puesle fui fiel en el concilio de Vienne, parahacer suprimir a los Templarios.

Bouville comprendió que laentrevista iba a tomar un aire político, yse sintió, asentados los pies sobre un

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campo de Provenza, como si lointerpelaran en el Consejo privado.Bendijo a su memoria que leproporcionó esta respuesta:

—Me parece, monseñor, que osopusisteis a que se condenara comohereje al papa Bonifacio, y eso el reyFelipe no lo olvidó jamás.

—En verdad, messire, aquello erapedirme demasiado. Los reyes no se dancuenta de lo que exigen. Cuando unopertenece al colegio del que se reclutanlos papas, le repugna crear talesprecedentes. Un rey, cuando sube altrono, no hace proclamar que su padreera falso, adúltero y ladrón, aunque,

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frecuentemente, sea verdad. Bonifaciomurió loco, nosotros lo sabemos,rechazando, por el o, los sacramentos yprofiriendo horribles blasfemias; perohabía perdido la razón porque fueabofeteado en su mismo trono. ¿Pero quéganaría la Iglesia con ello?

—Entonces es que tienen algo muygrave que..., es decir, pedir a quien seaelegido. ¿Qué servicio esperan?

—Sucede, monseñor, que el reytiene necesidad de anular su matrimonio—dijo Bouville.

—¿Para volverse a casar conClemencia de Hungría? —dijo elcardenal.

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—¿Conocéis, pues, el proyecto?—¿No habéis permanecido tres

largas semanas en Nápoles, y no lleváisun retrato de madame Clemencia?

—Estáis bien informado, monseñor.El cardenal no respondió y se puso a

mirar el cielo como si viera pasarángeles por él.

—Anular —murmuró con su vozvelada que se disolvía en la niebla—.Verdaderamente siempre se puedeanular. ¿Estaban las puertas de la iglesiabien abiertas el día de la boda?Asististeis a ella... y no os acordáis, ¿noes eso? Puede ser que otros recuerdenque habían sido cerradas por descuido...

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¡Vuestro rey es pariente muy próximo desu esposa! Tal vez se omitió pedir ladispensa.

Por ese motivo se podría descasar atodos los príncipes de Europa; sonprimos por los cuatro costados, y no haymás que ver los productos de talesuniones para darse cuenta: éste cojea,ése es sordo y aquél otro es impotente.Si de vez en cuando no se colara entreellos el fruto de algún pecado o de uncasamiento morganático, pronto se lesvería extinguirse de escrófula y dedebilidad.

—La familia de Francia —respondió Bouville molesto— es muy

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sana, y nuestros príncipes de la sangreson robustos como carreteros.

—Sí, sí... pero cuando laenfermedad no se apodera de su cuerpo,les ataca a la cabeza. Y además sushijos mueren con frecuencia en edadtemprana... No, de verdad, no me seduceser Papa.

—Pero si llegáis a serlo, monseñor—dijo Bouville procurando reanudar elhilo—, ¿os parecería posible laanulación... antes del verano?

—Anular es menos difícil —dijoamargamente Jacobo Duèze— querecuperar los votos que me han hechoperder.

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La conversación giraba en uncírculo. Bouville, que percibía a sushombres al extremo del campo batiendolos pies para calentarse, sentía con todosu corazón no poder llamar a Guccio, obien, a aquel signor Boccaccio queparecía tan hábil. Comenzaba alevantarse la niebla que dejaba adivinarpálidamente la presencia del sol. Nohacía viento. Bouville agradeció estatregua, pero se hallaba cansado de estarde pie y sus tres capas comenzaban apesarle. Se sentó maquinalmente en elpequeño muro, hecho de piedras lisassobrepuestas, y preguntó:

—En fin, monseñor, ¿en qué

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situación está el cónclave?—¿El cónclave? ¡Pero si no hay

cónclave! El cardenal d'Albano...—¿Os referís a messire Arnaldo

d'Auch, que vino a París el año pasado...como legado del Papa para condenar alGran Maestre del Temple?

—El mismo. Siendo cardenalcamarlengo, es él quien debe reunirnos;pero se las compone para no hacerlodesde que el señor de Marigny, cuyahechura es, se lo ha prohibido.

—Pero si, por fin...En aquel momento, Bouville se dio

cuenta de que estaba sentado, mientrasel prelado seguía de pie, y se levantó

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rápidamente excusándose.—No, no, acomodaos —dijo Duèze,

forzándole a sentarse de nuevo. Y élmismo, con ágil movimiento, fue asentarse a su lado en el pequeño muro.

—Si el cónclave se reuniera al fin—prosiguió Bouville— ¿a qué sellegaría?

—A nada. Eso es muy sencillo decomprender.

Naturalmente, muy sencillo paraDuèze, que, como todo candidato a unaelección, repasaba cada día el cálculode sus votos; menos sencillo paraBouville que tuvo alguna dificultad encomprender lo que el cardenal le dijo a

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continuación, siempre con la misma vozde confesionario.

—El Papa debe ser elegido por losdos tercios de los votantes. Estamospresentes veintitrés; quince franceses yocho italianos. De estos ocho, cinco sonpara el cardenal Caetani, el sobrino deBonifacio... irreductibles. ¡Jamás losconseguirémos? Quieren vengar aBonifacio, odian a la corona de Franciay a todos los que, directamente o pormedio del Papa, mi verdaderobienhechor, la han podido servir.

—¿Y los otros tres?—Odian a Caetani; se trata de los

dos Colonna y de Orssini. Rivalidades

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ancestrales. No teniendo ninguno deestos tres suficiente poder para aspiraral solio, me son favorables en la medidaen que yo constituyo un obstáculo paraCaetani, a menos que... alguien lesprometa llevar de nuevo la Santa Sede aRoma, lo que podría ponerles un instantede acuerdo, aunque luego se asesinaranentre sí.

—¿Y los quince franceses?—¡Ah! Si los franceses votaran

unidos, no tardaríais en tener Papa. Alprincipio, seis me eran afectos, pues elrey de Nápoles, por mediación mía,había sido generoso con ellos.

—Con seis franceses —contó

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Bauville— y tres italianos, tenemosnueve.

—Desde luego, señor... Tenemosnueve, pero necesitamos dieciséis paraque salga la cuenta. Considerad que losotros nueve franceses tampococonstituyen número suficiente paraobtener el Papa que quisiera conseguirMarigny.

—Así, pues, sería preciso queobtuvierais siete votos más. ¿Creéis quealgunos pueden conseguirse por dinero?Yo puedo proporcionaros algunosfondos. ¿Cuánto necesitaríais porcardenal?

Bouville creyó haber llevado el

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asunto con mucha habilidad; pero, parasu sorpresa, Duèze no dio muestras deentusiasmo con la propuesta.

—No creo —respondió— que loscardenales franceses que nos faltan seansensibles a ese argumento. Y no es quela honradez constituya su mayor virtud,ni que vivan con austeridad; pero elmiedo que le tienen al señor de Marignylos coloca por el momento por encimade los bienes materiales. Los italianosson más ávidos, pero el odio les hace deconciencia.

—¿Según eso —dijo Bouville—,todo depende de Marigny y del poderque conserva sobre esos nueve

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cardenales franceses?—En estos momentos, así es,

monseñor... Mañana puede depender deotra cosa. ¿Cuánto oro vais a poderdejarme?

Bouville arqueó las cejas.—¡Pero acabáis de decirme,

monseñor, que ese oro no puedeservirnos de nada!

—Me habéis comprendido mal,messire. Ese oro no puede ayudarme aconquistar nuevos partidarios, pero mees necesario para conservar los quetengo, a quienes, mientras no seaelegido, no puedo conceder beneficios.Buen negocio haremos si, cuando me

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hayáis conseguido los votos que mefaltan, he perdido entre tanto los quetengo ahora.

—¿De cuánto necesitáis disponer?—Si el rey de Francia es lo bastante

rico para proporcionarme seis millibras, yo me encargo de emplearlas demanera beneficiosa.

En este instante, Bouville tuvo denuevo necesidad de sonarse. El otrocreyó que era una estratagema y temióhaber formulado una cifra demasiadoalta. Este fue el único punto a su favorque obtuvo Bouville en toda laentrevista.

—Incluso con cinco mil —susurró

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Duèze— podría hacer frente... durantecierto tiempo.

Sabía de antemano que este oro nosaldría de su bolsa, o sólo el necesariopara amortizar sus deudas.

—Ese oro —dijo Bouville— os seráentregado por los Bardi.

—Que lo guarden en depósito —respondió el cardenal—. Tengo cuentaen esa casa. Lo iré tomando según seanecesario.

Después de esto, se mostrósúbitamente ansioso por volver a montarsu cabalgadura, aseguró a Bouville queno dejaría de rogar por él, y que tendríagran placer en volver a verlo.

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Dio a besar su anillo al gruesoseñor, y luego se volvió, brincando porla hierba, como había venido.

«Curioso Papa tendremos: se ocupade cosas de alquimia tanto como deasuntos de Iglesia», pensaba Bouvilleviéndolo alejarse. « ¿Estará hecho parael estado que ha elegido?»

Por lo demás, Bouville no se hallabademasiado descontento de sí mismo. ¿Sele había encargado que viera a loscardenales? Había conseguido acercarsea uno... ¿Encontrar un Papa?

Este Duèze no parecía desear másque serlo... ¿Distribuir el oro? Estabahecho.

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Cuando estuvo de nuevo con Guccioy le contó, satisfecho, del resultado desu entrevista, el sobrino de Tolomeiexclamó:

—Entonces, señor Hugo, lo únicoque habéis conseguido es comprar aprecio carísimo al único cardenal que yaestaba de nuestra parte.

Y el oro que los Bardi de Nápoleshabían prestado, por cuenta de Tolomei,al rey de Francia, volvió a los Bardi deAviñón para reembolsarles lo quehabían prestado al candidato del rey deNápoles.

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VII.- Una absolución acambio de un pontífice

Con sus piernas delgadas, en posturade garza, y la cabeza baja, Felipe dePoitiers permanecía delante de Luis elTurbulento.

—Sire, hermano mío —dijo con voztranquila y fría que recordaba la deFelipe el Hermoso—, os he entregado elresultado de nuestra investigación. Nopodéis pedirme que niegue la verdadcuando resplandece.

La comisión nombrada paracomprobar la gestión financiera de

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Enguerrando de Marigny había acabadola noche antes sus trabajos.

Durante varias semanas Felipe dePoitiers, los condes de Valois y deEvreux, el conde de Saint-Pol, elmaestresala, Luis de Bourbon, elarzobispo Juan de Marigny, el canónigoEsteban de Mornay y el primerchambelán Mathieu de Trye, reunidosbajo la severa presidencia del conde dePoitiers, habían estudiado línea porlínea el diario del Tesoro de los últimosdieciséis años, y habían exigidoexplicaciones complementarias ycomprobantes sin omitir ningún capítulo.

Ahora bien, en esta severa

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investigación, efectuada en un clima derivalidad y aún de odio, pues lacomponían, casi a partes iguales,adversarios y amigos de Marigny, no sehabía encontrado nada que pudieraacusar a éste. Su administración de losbienes de la corona y de los fondospúblicos se revelaba como totalmenteexacta y escrupulosa. Si era rico, sedebía a la liberalidad del difunto rey y asu propia habilidad financiera. Peronada probaba que hubiera confundidoalguna vez sus intereses privados conlos del Estado y menos aún que hubierarobado al Tesoro. Valois, preso de unafuriosa decepción, como jugador que ha

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hecho un mal envite, se obstinó, hasta elfin, en negar la evidencia. Y sólo sucanciller Mornay, a regañadientes, loapoyaba en esta posición insostenible.

Luis X tenía en sus manos ahora lasconclusiones de la comisión, con seisvotos contra dos, y, sin embargo, dudabaen aprobarlas; esa vacilación hería en lomás vivo a su hermano.

—Las cuentas de Marigny estánlimpias, yo os traigo la prueba —prosiguió Felipe de Poitiers—. Sideseabais un informe diferente de laverdad debíais haber buscado otroinformador.

—Las cuentas, las cuentas... —

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replicó Luis X—. Todos saben que a losnúmeros se les hace decir lo que sequiere; y todos saben también que vossois favorable a Marigny.

Poitiers miró a su hermano contranquilo desprecio.

—Yo no soy favorable a nada, Luis,sino al reino y a la justicia; por esto ospresento a la firma la aprobación quedebe darse a Marigny.

La misma oposición de carácter quehabía existido entre Felipe el Hermoso ysu hermano menor Carlos de Valoisreaparecía entre Luis X y Felipe dePoitiers. Pero aquí los caracteres sehallaban invertidos. Al lado de un

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hermano que reinaba con acierto, elenvidioso Valois había desempeñadosiempre un papel de enredón. Ahora elenredón era el rey, y el hermano menorel que poseía cerebro de soberano.Valois había murmurado duranteveintinueve años: «¡Ah, si yo hubieranacido primero!...», ahora Felipe dePoitiers empezaba a decirse, pero conmayor razón:

«Yo ocuparía mejor el sitio donde elnacimiento ha puesto a mi hermano...»

—Y además —dijo Luis—, lascuentas no es todo; hay cosas que megustan muy poco. Mirad esta carta quehe recibido del rey de Inglaterra,

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recomendándome que devuelva aMarigny la confianza que nuestro padretenía en él, y alabando los servicios queha prestado a los dos reinos.

No quiero que me dicten mis actos.—¿Y porque nuestro cuñado os da

un sabio consejo es preciso que osneguéis en seguida a seguirlo?

Luis X esquivó la mirada de suhermano, y se movió en su asiento.Respondía con evasivas, y visiblementequería ganar tiempo.

—Aguardemos a Bouville, cuyoinmediato regreso se me ha anunciado.

—¿Qué tiene que ver Bouville convuestra decisión?

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—Quiero tener noticias de Nápolesy del cónclave —dijo el Turbulentoempezando a ponerse nervioso—. Noquiero ir contra nuestro tío Carlos en elmomento en que me consigue una esposay me proporciona un Papa.

—Así que estáis dispuesto asacrificar a los antojos de nuestro tío unministro íntegro, y a alejar del poder alúnico hombre que sabe, hoy por hoy,conducir los asuntos del reino. Tenedcuidado, hermano; no podréis seguirentre dos aguas. Habéis visto quemientras estábamos escudriñando lascuentas de Marigny como las de un malservidor, todos seguían obedeciéndole

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en Francia, como siempre. Os serápreciso restablecerlo en todo su poder obien destruirlo completamente,considerándolo culpable de crímenesinventados y castigándolo por habersido fiel.

Escoged. Marigny puede tardar unaño en obteneros un Papa; pero os lodará conforme a los intereses del reino.Nuestro tío Carlos os prometerá tener unPadre Santo de la noche a la mañana; noserá más rápido, y os proporcionará aalgún Caetani que querrá volver aRoma, nombrar desde allá a vuestrosobispos y regirlo todo en vuestra mismacorte.

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Cogió el escrito de descargo quehabía preparado, y se lo acercó a losojos, pues era muy miope, para leerlopor última vez:

—...y así apruebo, celebro y recibolas cuentas del señor En guerrando deMarigny y lo considero libre, a él y asus herederos, de todos los ingresoshechos por la Administración delTesoro del Temple, del Louvre y de laCaja del Rey. »

No le faltaba al pergamino más quela firma real y la aplicación del sello.

—Hermano —prosiguió el conde dePoitiers—, me asegurasteis que meharíais par, al final del duelo de la

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corte, y que ya debía considerarmeserlo. Como par del reino, os aconsejoque firméis.

Es un acto de justicia.—La justicia no pertenece más que

al rey —exclamó el Turbulento conaquella repentina violencia que loacometía cuando se veía en un mal paso.

—No, Sire —replicó calmosamenteFelipe—. Es el rey quien pertenece a lajusticia, para ser su expresión y hacerlatriunfar.

El mismo día hacia la misma hora,Bouville y Guccio llegaban a París. Lacapital empezaba a aletargarse por elfrío y por las repentinas sombras de las

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tardes de invierno.Mathieu de Trye esperaba a los

viajeros en la puerta de Saint-Jacques.Estaba encargado de saludar a Bouvilleen nombre del rey, y de llevarloinmediatamente a palacio.

—¿Qué? ¿Sin el menor descanso? —dijo Bouville—. Estoy tan fatigadocomo sucio, mi buen amigo, y me tengoen pie de milagro. Mi edad no mepermite estos trotes. ¿No podía darmetiempo para asearme y dormir un poco?

Estaba disgustado por tanta premura.Había imaginado que cenaría conGuccio por última vez, en una habitacióníntima de alguna buena posada, que se

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dirían todo aquello que no habíanencontrado modo de decirse en sesentadías de viaje, y que se siente necesidadde formular en el último momento, comosi ya no se hubiera de presentar otraocasión.

En lugar de eso, se vieron obligadosa separarse en medio de la calle, eincluso sin grandes efusiones, pues lapresencia de Mathieu de Trye constituíaun estorbo. Bouville estaba afligido;sentía la melancolía de las cosas que seterminan, y mirando a Gucciomarcharse, veía alejarse con él losbellos días de Nápoles y aquelmilagroso instante de juventud que la

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suerte le había deparado en su otoño.Ahora el retoño se había secado y norenacería jamás.

«No le he agradecido bastante todoslos servicios que me ha prestado, ni sugrata compañía», pensaba Bouville.

Incluso no había advertido, tannatural era la cosa, que Guccio llevabaconsigo el cofre donde se encontraba elresto del oro de los Bardi, pequeñasuma restante después de los gastos delviaje y del óbolo al cardenal, pero quepermitiría a la banca Tolomei percibirsu comisión.

Esto no impedía que Guccio sintieratambién la emoción de dejar al grueso

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Bouville, pues a las gentes bien dotadaspara los negocios, el sentido del interésno les entorpece de ningún modo sussentimientos.

Al penetrar en palacio, Bouvillenotó algunas cosas que no le gustaron.Los servidores con que se cruzabaparecían haber perdido aquel acorrección que él les había sabidoimponer en tiempos del rey Felipe, yaquel aire de deferencia y de ceremonia,en sus menores gestos, que era pruebade que pertenecían a la casa real. Elrelajamiento era visible.

Pero cuando el antiguo granchambelán se encontró en presencia de

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Luis X, perdió todo espíritu crítico.Estaba delante del rey y no pensaba ennada que no fuera en hacer su reverencialo bastante profunda.

—Bien, Bouville —dijo elTurbulento dándole un corto abrazo, loque acabó de trastornar al grueso señor—, ¿cómo está madame de Hungría?

—Temible, Sire; no ha dejado dehacerme temblar. Para su edad, tiene unavitalidad asombrosa.

—¿Y su apariencia? ¿Y su figura?—Muy majestuosa todavía, Sire,

aunque le faltan completamente losdientes.

El rostro del Turbulento se contrajo

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de espanto. Carlos de Valois, quepermanecía al lado de su sobrino, seechó a reir.

—No, Bouville —exclamó—, el reyno os interroga sobre la reina María,sino sobre doña Clemencia.

—¡Oh! ¡Perdón, Sire! —dijoBouville enrojeciendo—, ¿DoñaClemencia? Os la voy a mostrar.

E hizo traer el cuadro de Oderisi quepusieron sobre una consola. Abrieronlos postigos que protegían al retrato y seaproximaron unos candelabros.

Luis se acercó lentamente, conprudencia, como si temiera undesengaño. Después sonrió mirando a su

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tío con aire feliz.—Si vos supierais, Sire, lo hermoso

que es aquel país —dijo Bouville alvolver a ver Nápoles pintado en los dospostigos. El sol brilla todo el año, lagente es alegre, y por todas partes se oyecantar...

—Y bien, sobrino, ¿os habíaengañado? —exclamó Valois—. ¡Miradesa tez, esos cabellos como de miel, esahermosa apostura de nobleza! Y elescote, sobrino, ¡qué hermoso escote demujer!

Él mismo, que hacía doce años queno había visto a la joven princesa, sesintió satisfecho y contento de sí mismo.

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—Y debo decir al rey —añadióBouville—, que doña Clemencia es aúnmás agradable de contemplar alnatural...

Luis callaba; parecía como si sehubiera olvidado de la • presencia delos otros. Con la frente adelante y laespalda algo encorvada, se hallabaabsorto en un extraño mano a mano conel retrato. No hacía más que mirarlo. Leinterrogaba, y se interrogaba. En losazules ojos de Clemencia volvía aencontrar algo de la mirada de Eudelina,una especie de paciencia soñadora y detranquilizadora bondad; la sonrisa, losmismos colores no dejaban de sugerir

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cierto parecido con la lencera depalacio... Una Eudelina, pero que habíanacido de reyes, y para ser reina.

Por un instante, Luis trató desuperponerle al retrato, con laimaginación, el rostro de Margarita, sufrente redonda y combada, los rizos denegros cabellos que la bordeaban, supiel morena, sus ojos fácilmentehostiles... Después, este rostro sedesvaneció y el de Clemenciareapareció triunfante en su • tranquilabelleza, y Luis tuvo la convicción deque, al lado de esta rubia princesa, nohabría de temer que su cuerpodesfalleciera.

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—¡Ah! ¡Es bella, verdaderamentebella! —dijo al fin—. Tío, habéis tenidouna buena idea, y lo mismo haberencargado este retrato; os estoyagradecido, altamente agradecido. Yvos, Bauville, recibiréis doscientaslibras de renta a cargo del Tesoro, enmérito a vuestra embajada.

—¡Oh, Sire! —murmuró Bauvillecon reconocimiento—, estoysuficientemente pagado con el honor dehaberos servido.

El rey paseaba, agitado.—Así que somos prometidos —

prosiguió el Turbulento—. Somosprometidos... No nos queda más que

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desposarnos.—Sí, Sire, y ha de hacerse antes del

verano. Esta es la condición para quepodáis casaros con madame Clemencia.

—¡Cuento con que no tendré queesperar tanto! ¿Pero quién ha impuestoesa condición?

—La reina María. Ella tiene otrospartidos para su nieta, y aunque el quevos representáis sea en verdad el máshonroso y el más deseado, no quierecomprometerse por más tiempo.

El rey se volvió con expresióninterrogante hacia Valois, que pusotambién cara de asombro.

Valois, que durante la estancia de

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Bouville, había permanecido en contactoepistolar con Nápoles, y se atribuía eléxito de la empresa, había asegurado asu sobrino que el compromiso estaba envías de conclusión, de manera definitivay sin plazo alguno.

—¿Esta condición ¿os la haexpresado madame de Hungría en elúltimo instante? —le preguntó aBouville.

—No, monseñor, lo dijo muchasveces, y lo repitió en el último momento.

—¡Bah! No son más que palabraspara darnos un poco de prisa o hacersevaler. Si por desgracia, lo que por otraparte no creo, la anulación tardara algo

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más, madame de Hungría tendríapaciencia.

—No sé, monseñor, hizo laadvertencia de manera muy seria y muyfirme.

Valois no se sentía muy a gusto, ytamborileaba con la punta de los dedosen el brazo de su silla.

—Antes del verano —murmuró Luis—, antes del verano. ¿Y en qué situaciónse halla el cónclave?

Entonces Bouville dio cuenta de suvisita a Aviñón, esforzándose en nopresentar una imagen demasiadoridícula. Repitió la informaciónrecogida por Guccio, contó su entrevista

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con el cardenal Duèze, e insistió sobreel hecho de que la elección del papadependía principalmente de Marigny.

Luis X escuchaba con gran atención,sin apartar los ojos del retrato deClemencia de Hungría.

—Duéze... sí —dijo—. ¿Por qué noDuéze?... Está dispuesto a conceder laanulación... Le faltan siete votosfranceses... ¿Así, pues, me aseguráis,Bouville, que sólo Marigny puede llevara buen término este asunto?

—Esa es mi firme convicción, Sire.El Turbulento se trasladó lentamente

hacia la mesa en que se hallaba elescrito de descargo preparado por su

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hermano. Tomó una pluma de ganso y lamojó en tinta.

Carlos de Valois palideció.—¡Sobrino —exclamó lanzándose

hacia él—, no iréis a exculpar a esebribón!

—Otros, tío, afirman que sus cuentasson limpias. Seis de los baronesdesignados para realizar el examen sonde este pa•recer; sólo vuestro cancillerestá de vuestra parte.

—Sobrino, os suplico que esperéis...¡Ese hombre nos engaña como engañó avuestro padre! —gritó Valois.

Bouville hubiera querido hallarsefuera de la estancia.

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Luis X miraba a su tío con aireobstinado, malicioso.

—Os había dicho que hacía falta unPapa —dijo al fin.

—Pero Marigny es opuesto a Duèze.—Bien. Ya buscará otro.Para cortar cualquier otra objeción,

añadió, fuera de lugar, pero con granautoridad en la voz:

—Recordad que el rey pertenece ala justicia, para... para... para hacerlatriunfar.

Y firmó el descargo.Valois salió de la estancia, sin

ocultar su despecho. Estaba ahogado derabia. «Hubiera hecho mejor, pensaba,

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encontrándole una joven contrahecha yde aspecto desagradable. Así tendríamenos prisa. He hecho el ridículo, yMarigny va a volver al favor del rey,gracias a los manejos que yo habíaforjado para echarlo.»

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VIII.- La carta de ladesesperación

Una ráfaga de viento azotó laangosta vidriera. Margarita de Borgoñase echó hacia atrás, como si alguiendesde el fondo del cielo la hubieraintentado golpear.

El día comenzaba a alborear,incierto, sobre la campiña normanda.Era la hora en que la primera guardiasubía a las almenas de Château-Gaillard. La tempestad del oesteempujaba enormes nubarrones negrosportadores en su seno de verdaderas

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montañas de agua, y los álamos, a lolargo del Sena, curvaban su desnudotronco.

El sargento Lalaine vino a descorrerlos cerrojos de la puerta que aislaba, amitad de la escalera de caracol, loscalabozos de las dos princesas; elarquero Gros-Guillaume depositó sobreel escabel dos escudillas de maderallenas de una papilla humeante; despuéssalió arrastrando los pies, sin haberpronunciado palabra.

—¡Blanca! —llamó Margaritaacercándose a la escalera. No obtuvorespuesta.

—¡Blanca! —repitió más fuerte.

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El silencio que siguió la llenó deangustia. Al fin oyó el chasquido de loszuecos de madera sobre los escalones.Blanca entró vacilante, abatida; sus ojosclaros, en la gris claridad que llenaba laestancia, mostraban una expresión a lavez ausente y obstinada.

—¿Has dormido algo? —le preguntóMargarita.

Blanca, sin contestar, fue hasta elcántaro de agua puesto al lado de lasescudillas, se arrodilló e, inclinándolohacia su boca, bebió a grandes tragos.Desde hacía algún tiempo, adoptabaextrañas posturas para realizar loshechos ordinarios de la vida.

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En la pieza ya no quedaba ningunode los muebles de Bersumée. Elcomandante de la fortaleza lo habíarecogido todo hacía ya dos meses,inmediatamente después de la brutalvisita de Alán de Pareilles, con la ordende Marigny de atenerse a las antiguasinstrucciones. Habían desaparecido loscofres y las cajas llevadas allí en honorde monseñor de Artois, habíadesaparecido la mesa en la que habíacomido la reina prisionera, frente a suprimo. Sólo algunos elementos delgrosero mobiliario destinado a la tropaanimaban pobremente el redondocalabozo. El camastro estaba provisto

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de un colchón relleno de vainas deguisantes secos.

Por lo contrario, habiendo dichoPareilles que la salud de MadameMargarita era importante para Marigny,Bersumée se cuidaba de que las mantasfueran numerosas. Pero las sábanas nose habían cambiado una sola vez, y no seencendía la chimenea más que cuandohelaba.

Las dos mujeres se sentaron en elcamastro, una al lado de la otra, con lasescudillas colocadas sobre sus rodillas.

Blanca, sin usar la cuchara,consumía a lengüetadas la papilla dealforfón en la misma escudilla.

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Margarita no comía. Se calentaba lasmanos alrededor del tazón de madera;aquél era uno de los pocos minutosbuenos de la jornada, y el último placercorporal que le quedaba. Cerraba losojos, totalmente concentrada en elmiserable gozo de recoger un poco decalor en el hueco de sus manos.

De repente, Blanca se levantó yarrojó su escudilla a través de laestancia. La papilla se esparció por elsuelo, donde se agriaría durante unasemana.

—¿Quieres decirme qué te pasa? —preguntó Margarita.

—¡Quiero morir, me voy a matar! —

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gritó Blanca—. ¡Me tiraré de lo alto dela escalera, y tú te quedarás sola... sola!

Margarita suspiró y hundió lacuchara en el tazón.

—¿Nunca saldremos de aquí, porculpa tuya —prosiguió Blanca—,porque no quisiste escribir la carta quete pidió Roberto. ¡Por tu culpa, por tuculpa! Estar aquí no es vivir. Pero yovoy a morir, tú te quedarás sola.

La esperanza truncada es funestapara los prisioneros. Blanca habíacreído, al saber la muerte de Felipe elHermoso, y sobre todo, ante la visita deRoberto de Artois, que iba a ser puestaen libertad. Y después, nada había

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sucedido, sino la retirada casi total delpequeño alivio material que la estanciade su primo había significado para lasreclusas. Desde entonces, el cambio quese había operado en Blanca erapavoroso. Había dejado de lavarse yadelgazaba rápidamente; pasaba derepentinos furores a crisis de llanto quedejaba largos surcos en sus manchadasmejillas.

Sus cabellos algo más largos salían,pegados y enredados, de su toca de tela.Y no cesaba de abrumar a Margarita conreproches. Llegó hasta a acusarla dehaberla empujado a los brazos deGualterio d'Aunay; la insultaba y luego

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le exigía pataleando que escribiera aParís para aceptar la proposición que lehabían hecho. El odio había levantadouna barrera de incomprensión entreaquellas dos mujeres, que no tenían másque su mutuo apoyo y compañía.

—¡Pues bien, revienta, ya que notienes el valor de luchar! —respondióMargarita.

—¿Para qué? Luchar contra losmuros... ¿Para que tú seas reina? ¿Esque aún crees que serás reina? ¡Reina!¡Reina! ¡Mirad la reina!

—Pero si hubiera aceptado, hubierasido a mí a quien quizá habrían puestoen libertad, no a ti.

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—¡Sola, sola, te vas a quedar sola!—repetía Blanca.

—¡Tanto mejor! ¡No deseo otracosa! —exclamó Margarita. También enel a, las últimas semanas habían hechomás estragos que todo el medio añoanterior de reclusión. Su rostro se habíaestirado y endurecido, marcado porherpes. Como los días se sucedían sintraer nada nuevo, continuamente leatormentaba la misma pregunta: «¿Habréhecho mal rehusando la propuesta?»

Blanca se lanzó hacia la escalera. «¡Bueno, que se tire! ¡A ver si no la oigogemir ni gritar más! No se matará, peroal menos la harán entrar en razón, o se la

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llevarán», se dijo Margarita.Luego corrió tras de su cuñada, con

las manos por delante como si quisieraempujarla a las profundidades de laescalera.

Blanca se volvió. Durante uninstante, se desafiaron con la mirada. Derepente, Margarita se apoyó, se hundiócasi, en el muro.

—Nos volvemos locas las dos... —dijo—. Vamos, creo que hay queescribir esta carta. Yo tampoco aguantomás.

E inclinándose sobre el agujero dela escalera gritó:

—¡Guardias, guardias! Que llamen

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al capellán.No le respondió más que el viento

del invierno que arrancaba las tejas delas techumbres.

—Ya ves... —dijo Margaritaencogiéndose de hombros—. Lo haréllamar cuando nos traigan la comida.

Pero Blanca bajó los escalonesvolando y se puso a golpearfrenéticamente la puerta de abajogritando que quería ver al capitán. Losarqueros de guardia interrumpieron sujuego de dados y se oyó que salía uno deellos.

Bersumée llegó un momentodespués, con su gorro de piel de lobo

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hundido hasta las cejas.Escuchó la petición de Margarita.¿El capellán? Estaba ausente aquel

día.¿Plumas, un pergamino? ¿Para qué?

Las prisioneras no tenían derecho acomunicarse con nadie, ni oralmente nipor escrito. Estas eran las órdenes demonseñor de Marigny.

—Tengo que escribir al rey —dijoMargarita.

¿Al rey? ¡Ah! Verdaderamenteaquello planteaba un problema aBersumée. La palabra «nadie»¿comprendía también al rey?

Margarita habló con tal altivez y

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estuvo tan acertada que acabó porhacerse obedecer.

—Id sin tardanza —exclamó.Bersumée se dirigió a la sacristía y

trajo por sí mismo el material deescribir.

En el momento de empezar la carta,Margarita sintió una última rebeldía ytuvo como una sensación de repulsa.Nunca más, si por suerte se volvía aabrir su proceso, podría defender suinocencia y pretender que los hermanosde Aunay habían confesado en falso bajoel tormento.

Además iba a privar a su hija detodo derecho a la corona...

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—¡Venga, venga! —insistió Blancaanimándola.

—En verdad nada podrá ser peorque esto —murmuró Margarita.

Y comenzó a escribir su renuncia.—Yo reconozco y confieso que mi

hija Juana no es hija vuestra. Yoreconozco y declaro haberos negadosiempre mi cuerpo, de manera que, entrenosotros, nunca hubo unión carnal... Yoreconozco y confieso que no tengoderecho a considerarme casada convos... Espero, como se me prometió, departe vuestra por messire de Artois, siyo confesaba sinceramente mis faltas,que tengáis piedad de mi pena y

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arrepentimiento y me enviéis a unconvento de Borgoña...»

Bersumée, receloso, se mantuvo a sulado durante todo el tiempo que estuvoescribiendo; después, cuando huboacabado, tomó la carta y la observódurante un momento, lo que no constituíamás que un simulacro, puesto que nosabía leer.

—Esto debe llegar lo más prontoposible a manos de monseñor de Artois—dijo Margarita.

—¡Ah! Señora, eso cambia lascosas. Al solicitarla habíais dicho queera para el rey...

—¡...a monseñor de Artois para que

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él la lleve al rey! —exclamó Margarita—. Sois demasiado estúpido, en verdad.¿No veis, el encabezamiento?

—¡Ah!, bueno... ¿Y quién llevaráesta carta?

—¡Vos mismo!—Es que no tengo ninguna orden.En todo el día no pudo decidir lo

que debía hacer, y esperó al capellánpara pedirle consejo.

No estando sellada la carta, elcapellán la leyó.

—Yo reconozco y confieso.., yoreconozco y confieso.., o miente cuandose confiesa conmigo, o miente aquí —dijo, rascándose la cabeza.

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Estaba algo borracho y olía a sidra.No obstante, se acordó de que monseñorde Artois le había hecho esperar treshoras en el cortante frío de la noche,para tomar una carta de madameMargarita y que se había marchado sinella y encima lo había insultado en suspropias narices...

Persuadió a Bersumée quedescorchara otra botella y, trasabundantes comentarios, le aconsejó quele entregara la carta, previendo en elloalgunas esperanzas personales.

Bersumée no compartía la mismaopinión y por motivos igualmentepersonales. Se comentaba

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abundantemente en los Andelys queMarigny había caído en desgracia, yhasta se aseguraba que el rey intentabaprocesarlo. Una cosa era cierta: aunqueMarigny continuaba cursandoinstrucciones, ya no enviaba dinero.Bersumée había recibido, de improviso,sus atrasos de sueldo, hacía tres meses;pero después nada, y no estaba lejos elmomento en que no podría alimentar asus hombres ni a las prisioneras. Noestaba mal la ocasión para ir ainformarse sobre el terreno de lo quepasaba.

—En tu lugar, capitán —decía elcapellán—, yo haría enviar la carta al

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Gran Inquisidor, que al mismo tiempo esconfesor del rey. Ella ha escrito: «Yoconfieso.» Esto es asunto de Iglesia y esasunto real... Si te parece, yo podríaencargarme. Conozco al hermanoinquisidor, que es de mi convento dePoissy...

—No, iré yo mismo —respondióBersumée.

—Entonces —si ves al hermanoinquisidor—, no dejes de hablarle demi.

A la mañana siguiente, pasadas lasconsignas al sargento Lalaine,Bersumée, con su casco de hierro ymontado en su mejor jaca, tomó el

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camino de París.Llegó al día siguiente a media tarde,

cuando llovía a mares. Bersuméeenfangado hasta los ojos, y con eltabardo11 calado, entró en una tabernacercana al Louvre, para reponerenergías y reflexionar, ya que durantetodo el camino la inquietud no habíadejado de rondar en su cabeza.

¿Cómo saber si hacía bien o mal, siobraba en pro o en contra de suascenso? ¿Debía dirigirse a Marigny obien a monseñor de Artois? Al infringirlas órdenes del primero, ¿qué ganabaante el segundo? Marigny... o de Artois;de Artois o Marigny. O si no, ¿por qué

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no al Gran Inquisidor?La providencia vela a veces por los

imbéciles. Mientras Bersumée secabasus botas delante del fuego, un manotazoasestado sobre su espalda lo sacó de susmeditaciones.

Era el sargento Quatre-Barbes, unantiguo compañero de guarnición, queacababa de entrar y lo había reconocido.No se habían visto desde hacía seisaños. Se abrazaron, retrocedieron paraexaminarse, se volvieron a abrazar, ycomenzaron a pedir vino con granalboroto a fin de celebrar su nuevoencuentro.

Quatre-Barbes, un mocetón delgado,

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con los dientes negros y bisojo, erasargento de arqueros en la compañía delLouvre, allí cerca, y frecuentaba aquellataberna. Bersumée lo envidiaba porresidir en París. Quatre-Barbesenvidiaba a Bersumée por haberascendido más rápidamente que él y porser comandante de fortaleza. Así, pues,todo iba de maravilla, puesto que cadauno se creía admirado por el otro.

—¿Cómo? ¿Eres tú el encargado decustodiar a doña Margarita? Dicen quetenía cien amantes. Las nalgas le debende quemar, y seguro que no te aburres,viejo picarón —exclamó Quatre-Barbes.

—¡Si, sí...! ¡No lo creas!

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De las preguntas pasaron a losrecuerdos, después a los problemas deldía. ¿Qué había de verdad en lapretendida desgracia de Marigny?Quatre-Barbes debía saberlo, puesto quevivía en la capital. Así supo Bersuméeque monseñor de Marigny habíatriunfado de todas las añagazas que lehabían tendido; que el rey, no hacía másde tres días, lo había llamado yabrazado delante de muchos nobles, yque de nuevo era poderoso como nunca.

«Heme aquí metido en un buenembrollo con esta carta», pensabaBersumée.

Con la lengua suelta por el vino,

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Bersumée se deslizaba hacia lasconfidencias, y pidiendo a Quatre-Barbes que le guardara un secreto que élmismo no podía guardar, le reveló elmotivo de su viaje.

—¿Qué harías tú en mi lugar?El sargento balanceó un momento su

narizota encima de su pichel; despuésrespondió:

—En tu lugar, yo iría a ver a Alán dePareilles, que es tu jefe, para que te désu parecer. Al menos, así te pondrás acubierto.

—Bien pensado, eso haré.Habían pasado la tarde hablando y

bebiendo. Bersumée estaba algo

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embriagado, y se sentía aliviado sobretodo, porque habían tomado la decisiónpor él. Pero la hora era ya demasiadoavanzada para ejecutarlainmediatamente, y Quatre-Barbes,aquella noche, no estaba de guardia.

Los dos compañeros cenaron en lataberna; el tabernero se excusó por nohaber podido servir más que salchichascon guisantes, y se quejó largamente delas dificultades que encontraba paraabastecerse. Sólo el vino no escaseaba.

—Vos estáis todavía mejor quenosotros, en nuestros campos, dondeempieza ya a venderse la corteza de losárboles —dijo Bersumée.

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Después de lo cual, para que lafiesta fuera completa, Quatre-Barbescondujo a Bersumée a las callejuelasdetrás de Notre Dame, a las chicas devida alegre, que, por una ordenanza quedataba de San Luis, continuabanllevando el cabello teñido de color decobre, para distinguirlas de las mujereshonradas.

Al amanecer, Quatre-Barbes invitó aBersumée a ir a su alojamiento delLouvre para asearse, y hacia las tres,cepillado, lustrado y afeitado hastahacerse sangre, Bersumée llegó alcuerpo de guardia de palacio y se hizoanunciar a Alán de Pareilles.

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El capitán de los arqueros no mostróvacilación alguna cuando Bersumée lehubo explicado su caso.

—¿De quién recibís vuestrasinstrucciones?

—De monseñor de Marigny, señor.—¿Quién, por encima de mí, manda

sobre todas las fortalezas reales?—Monseñor de Marigny, señor.—¿A quién debéis dirigiros en todo?—A vos, señor.—¿Y por encima de mí?—A monseñor de Marigny.Bersumée recuperó ese sentimiento

de honor y a la vez de protección queexperimenta el buen militar delante de

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un hombre que tiene un grado superior alsuyo, y que le dicta su conducta.

—Entonces —concluyó Alán dePareilles—, es a monseñor de Marigny aquien os es preciso entregar esa misiva.Pero hacedlo en sus propias manos.

Media hora más tarde, en la calle deFossés-Saint-Germain, entraron aanunciar a Enguerrando de Marigny, quetrabajaba en su gabinete, que un talcapitán Bersumée, que venía de parte demessire de Pareilles, insistía en verlo.

—Bersumée... Bersumée —dijoEnguerrando—. ¡Ah, sí! Es el asno quemanda en Château

Gaillard. Que pase.

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Temblando ante el hecho de serintroducido a la presencia de tan granpersonaje, Bersumée apenas podía sacarde debajo de su cota y tabardo la cartadestinada a monseñor de Artois.Marigny la leyó en seguida, con muchaatención, y sin que ningún músculo de sucara se moviera.

—¿Cuándo fue escrita? —preguntó.—Anteayer, monseñor.—Habéis hecho muy bien

trayéndomela. Os felicito. Asegurad adoña Margarita que su carta seráenviada a donde debe ir. Y si se leantoja escribir otra, procurad que tomeel mismo camino...

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¿Cómo se encuentra doña Margarita?—Como una persona puede

encontrarse en prisión, monseñor. Sinembargo, con toda seguridad la resistemejor que doña Blanca, cuya razónparece algo extraviada.

Marigny hizo un gesto vago quesignificaba que la mente de lasprisioneras le importaba poco.

—Cuidad de su salud corporal; queestén bien alimentadas y calientes.

—Monseñor, ya sé que ésas sonvuestras órdenes; pero no puedo darlesmás que alforfón, que es lo único de loque me queda un poco. En cuanto a leña,tengo que enviar a mis arqueros a

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cortarla; pero no puedo exigirles muchasveces este trabajo penoso y gratuito aunos hombres que apenas comen losuficiente.

—¿Por qué eso?—Hay escasez de dinero en

Château-Gaillard. No he recibido lasoldada de mis hombres, ni he podidorenovar el aprovisionamiento, que estátodo al precio que vos sabéis, en estostiempos de hambre.

Marigny se encogió de hombros.—No me sorprende —dijo—. En

todas partes sucede lo mismo. No hesido yo quien ha regido el Tesoro estosúltimos meses. Pero pronto se arreglarán

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las cosas. El pagador de vuestra bailíaos pagará todo antes de una semana.¿Cuánto se os debe a vospersonalmente?

—Quince libras y seis sueldos,monseñor.

—Vais a recibir treinta al instante.Y Marigny llamó a su secretario

para que acompañara a Bersumée y lepagara el precio de su obediencia.

Una vez solo, Marigny releyó lacarta de Margarita, reflexionó unmomento, la arrojó al fuego, ypermaneció ante la chimenea todo eltiempo que tardó en consumirse elpergamino.

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En aquel instante se sentíaverdaderamente el más poderosopersonaje del reino; tenía en sus manostodos los destinos, hasta el del rey.

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Tercera parte: Laprimavera de

crímenes

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I.- El hambre

Desde hacía cien años no se habíaconocido una miseria tan grande como lade aquel año entre el pueblo de Francia.Reapareció el flagelo de pasados siglos:el hambre. En París, el precio delcelemín de sal llegó a alcanzar los diezsueldos de plata y la media fanega detrigo se vendió a sesenta sueldos, preciojamás alcanzado. La primera causa deeste encarecimiento había sido ladesastrosa cosecha del verano anterior,pero también se debía en buena parte ala desorganización de la administración

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pública, a la agitación sembrada por lasligas de la nobleza en numerosasprovincias, lo cual dificultaba elcomercio, al pánico de las gentes quehabían acaparado por miedo a que lesfaltara, y, por fin, a la avidez de losespeculadores.

Febrero es el mes más terrible deatravesar en los años de escasez. Lasúltimas provisiones del otoño estánagotadas, del mismo modo que laresistencia de los cuerpos y de lasalmas. El frío se añade al hambre. Es elmes en que se produce mayor número defallecimientos.

Las gentes desesperan de volver a

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ver la primavera y esta desesperaciónconduce a unos al abatimiento, y a otros,al odio. Al tomar con demasiadafrecuencia el camino del cementerio,cada cual se pregunta cuando llegará suturno.

En la campiña se habían comidohasta los perros que ya no podíanalimentar, y cazaban a los gatos, que sehabían vuelto salvajes. El ganado semoría por falta de forraje, y la gente sebatía por los despojos deldescuartizamiento. Había mujeres quearrancaban la hierba helada paradevorarla. Se descubrió que la cortezade haya producía mejor harina que la

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corteza de encina.Algunos adolescentes se ahogaban a

diario bajo el hielo de los estanques porhaber querido coger algún pescado. Casino quedaban ancianos. Los carpinteros,demacrados y sin fuerzas, clavabanataúdes sin descanso. Los molinosestaban parados. Madres enloquecidasmecían el cadáver de sus hijos. A vecesasediaban un monasterio; pero la mismalimosna de nada servía, pues nadaquedaba por comprar fuera de lossudarios. Hordas titubeantes subían delos campos a los burgos con la vanailusión de procurarse allí el pan; pero seencontraban con otras hordas de

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esqueletos que volvían de las villas yparecían marchar hacia el juicio final.

Esto sucedía tanto en las regionesconsideradas ricas como en las regionespobres, en Artois como en Auvernia, enPoitou como en la Champaña, enBorgoña y en Bretaña, y hasta en Valois,Normandía, y lo mismo en Beauce y enBrie, y hasta en la Isla-de-Francia. Eigual era la situación de Neauphle y deCressay.

Parecía que la maldición queaplastaba a la familia real se habíaextendido aquel invierno a todo el país.

Guccio, volviendo de Aviñón haciaParís con Bouville, bien había podido

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observar esta penuria. Pero alojándoseen los prebostazgos o en los castillosreales, y llevando buen dinero en labolsa para satisfacer los preciosdesmesurados de las posadas, habíavisto el desastre desde muy alto.

Tampoco se preocupaba por ellocuando, tres días después de su regreso,trotaba por el camino de París aNeauphle. Su abrigo, forrado de pieles,era una bendición; su caballo, fogoso, yél corría hacia la mujer amada. Pulía lasfrases que iba a pronunciar ante la bellaMaría: cómo había hablado de ella conmadame Clemencia de Hungría, futurareina de Francia, y cómo su pensamiento

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nunca la había abandonado, lo que, enefecto, era verdad. Pues lasinfidelidades fortuitas no impidenpensar, sino al contrario, en aquel aquien se es infiel; y hasta es la maneramás frecuente que tienen los hombres deser constantes. Luego descubriría aMaría los esplendores de Nápoles... Sesentía revestido con el prestigio delviaje, y de la alta misión cumplida yestaba seguro de que iba a conquistar suamor.

Sólo en las cercanías de Cressay, yaque conocía bien el país y le guardabaafecto, comenzó Guccio a darse cuentade la existencia de algo que no fuera él

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mismo.Lo desierto de los campos, el

silencio de los caseríos, las escasashumaredas que se elevaban de laschozas, la ausencia de animales, elestado de flaqueza y de suciedad de loshombres que encontraba, y sobre todosus miradas, crearon en el joven toscanoun sentimiento de malestar y deinseguridad. Y cuando penetró en elpatio de la vieja casa solariega, porencima del arroyo del Mauldre, intuyó ladesgracia. Ni un gallo por el corral, niun mugido por la parte de los establos,ni siquiera un ladrido. El joven avanzósin que nadie, siervo o señor, apareciera

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mientras se aproximaba. La casa parecíamuerta. «¿Se habrán marchado todos?»,se preguntaba. «¿Habrán embargado ydesahuciado durante mi ausencia? ¿Quéha sucedido? ¿O quizá la peste habráhecho estragos por aquí?»

Anudó las riendas de su caballo enuna anilla del muro y entró en lamansión. Así se encontró frente a laviuda de Cressay.

—¡Oh! ¡Señor Guccio! —exclamó laseñora—. Me alegro..., me alegro..., otravez aquí...

Las lágrimas acudieron a los ojos dedoña Eliabel, y se apoyó en un mueble,como si la sorpresa le hiciera vacilar.

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Había adelgazado unos diez kilos yhabía envejecido diez años. Parecíaflotar dentro del vestido, que antes leapretaba en las caderas y en el pecho;tenía la cara grisácea, y las mejillashundidas bajo la toca de viuda.

Guccio, para disimular su sorpresaal verla tan cambiada, miró la gran salaen torno suyo.

Antes se percibía en ella ciertadignidad de vida señorial a pesar de lospocos medios; ahora, todo en ellaexpresaba la miseria sin defensaposible, y la desnudez desordenada ypolvorienta.

—No estamos en las mejores

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condiciones para acoger a un huésped—dijo con tristeza doña Eliabel.

—¿Dónde están vuestros hijos,Pedro y Juan?

—De caza, como todos los dias.—¿Y madame María? —preguntó

Guccio.—¡Ay de mí! —dijo doña Eliabel

bajando los ojos.—¿Qué ha pasado?Doña Eliabel alzó los hombros, con

gesto de desolación.—Está tan mal —dijo—, tan débil

que no espero que se levante más, nisiquiera que llegue a Pascua.

—¿Que tiene? —dijo Guccio con

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impaciente ansiedad.—¡Pues el mal que todos sufrimos y

del que muere la gente a montones poraquí! Hambre, señor Guccio. Si cuerposya hechos, como el mío, han quedadoagotados, pensad en los estragos quepuede hacer el hambre en las jóvenestodavía en desarrollo.

—¡Pero, por Dios, doña Eliabel! —exclamó Guccio—, ¡yo creía que lapenuria no alcanzaba más que a lospobres!

—¿Y qué creéis que somos nosotros—respondió la viuda—, sino pobres?No porque seamos nobles y poseamosuna casa solariega que se hunde, somos

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más afortunados. Los pequeños señoresno tenemos más bienes que nuestrossiervos y su trabajo. ¡Cómo podemosesperar que nos alimenten, cuando ellosmismos no tienen qué comer y vienen amorir delante de nuestra puertatendiéndonos la mano! Hemos tenidoque matar nuestro ganado paracompartirlo con ellos.

Añadid a esto que el preboste nos haobligado a entregarle víveres, de ordendel rey, según él, sin duda paraalimentar a sus gentes, pues éstos siguenbien lustrosos... Cuando todos nuestroslugareños hayan muerto, ¿qué nosquedará, sino hacer lo mismo? La tierra

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no vale nada; no vale si no se la trabaja,y no son los cadáveres los que la haránproducir... Ya no tenemos ni criados nisiervos. Nuestro pobre cojo...

—¿Al que llamabais vuestroescudero trinchante?

—Sí, nuestro «escuderotrinchante»... —dijo ella con una tristesonrisa— lo enterramos la semanapasada. Y todo por el estilo.

Guccio agachó la cabeza,compasivo. Pero del drama le importabauna sola persona.

—¿Dónde está María? —preguntó.—Allá arriba, en su cuarto.—¿Puedo verla?

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—Venid.Guccio la siguió a la escalera, ella

subió penosamente, de peldaño enpeldaño, ayudándose con la cuerda decáñamo que corría a todo lo largo.

María de Cressay reposaba en unaestrecha cama pasada ¿ de moda, conuna cubierta nada lujosa y cuyoscolchones y almohadas estaban muyalzados de la parte de la cabecera, de talmodo que el cuerpo parecía deslizarsehacia el suelo.

—Messire Guccio... messireGuccio... —murmuró María. Sus ojosaparecían agrandados por las ojeras, suslargos cabellos castaño claro estaban

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esparcidos sobre la almohada deterciopelo.

En sus enjutas mejillas y en su frágilcuel o, la piel tenía una transparenciainquietante. Y la impresión deresplandor que daba antes, habíadesaparecido, como si un blanconubarrón hubiera cubierto su rostro.

Doña Eliabel los dejó, para que novieran sus lágrimas.

—María, mi bella María —dijoGuccio acercándose al lecho.

—Al fin aquí, al fin estáis deregreso. He tenido tanto miedo, ¡oh!tanto miedo de morir sin volver a veros.

Miraba intensamente a Guccio, y su

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mirada contenía el mensaje de unaterrible pregunta.

Inclinada como estaba por elamontonamiento de los colchones, noparecía absolutamente real, sinoarrancada de algún fresco, o mejor, deuna vidriera, con la perspectivacambiada.

—¿De qué sufrís, María? —dijoGuccio.

—De debilidad, mi bien amado, dedebilidad. Y además, del gran temor deque me hubierais abandonado.

—He estado en Italia en servicio delrey, y tuve que partir tanapresuradamente que no pude avisaros.

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—En servicio del rey... —murmuróella.

La enorme y muda interrogaciónseguía en el fondo de su mirada. YGuccio se sintió bruscamenteavergonzado de su buena salud, de susvestidos guarnecidos con pieles, de lasdespreocupadas semanas que habíapasado viajando; avergonzado inclusodel sol de Nápoles, avergonzado, sobretodo, de la vanidad que le inundabahasta una hora antes por haber vividoentre los poderosos de este mundo.

María le tendió su bella manoenflaquecida y Guccio la tomó entre lassuyas; y sus dedos volvieron a

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encontrarse, se interrogaron y acabaronpor unirse, entrecruzados en ese gestocon que el amor se ofrece con másseguridad que con un beso, como si lasmanos de dos seres se juntaran para unamisma plegaria.

El mudo interrogante desaparecióentonces de los ojos de María. Cerró losojos, y quedaron así un momento sinhablar.

—Me parece que cobro nuevasfuerzas al tener vuestra mano —dijo ellaal fin.

—María, ¡ved lo que os he traído!Sacó de su monedero dos broches de

oro labrado incrustados de perlas y

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cabujones, pues entonces estaba demoda, entre las clases ricas, coserlos alos cuellos de las capas. María tomó losbroches y los llevó a sus labios. Gucciose sintió angustiado, pues una joya auncincelada por el más hábil orfebreveneciano o florentino no calma elhambre. «Un tarro de miel o de frutasconfitadas hubiera sido mejor presenteen esta ocasión», pensó. Y le dominó laprisa por hacer algo inmediatamente.

—Voy en busca de algo con quécuraros —exclamó.

—Que estéis aquí, que penséis enmí, no pido otra cosa. ¿Os marcháis ya?

—Dentro de unas horas estaré de

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regreso.Iba a franquear la puerta.—Vuestra madre... ¿lo sabe? —

preguntó él sin alzar la voz.María le hizo con los ojos un signo

negativo.—No he querido obligaros —

respondió—. Vos podéis disponer demí, si Dios quiere que viva.

Al bajar a la gran sala, encontró adoña Eliabel en compañía de sus doshijos, que acababan de volver. Con lasmejillas hundidas y los ojos brillantesde fatiga, con los vestidos des garradosy mal remendados, Pedro y Juan deCressay mostraban también las señales

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de la miseria. Expresaron su alegría dever de nuevo a su amigo. Pero nopudieron librarse de un poco de envidiay de amargura al contemplar el prósperoaspecto del joven lombardo. «La banca,sin ningún género de dudas, se defiendemejor que la nobleza», pensaba Juan deCressay.

—Nuestra madre os ha contado, yademás habéis visto a María... —dijoPedro—. Mirad nuestra caza de hoy: uncuervo y una rata de campo, he aquí todanuestra caza de esta mañana. ¡Pococaldo darán para toda una familia! ¿Quéqueréis? Los campos están llenos detrampas. Han amenazado con apalear a

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los lugareños si cazan para ellosmismos, pero prefieren el palo ycomerse la caza. Yo haría otro tanto. Yano nos quedan más que tres perros.

—¿Os son, al menos, de utilidad loshalcones milaneses que os traje el otoñopasado? —preguntó Guccio.

Los dos hermanos desviaron lamirada con gesto embarazado. Después,Juan, el mayor, se decidió a responder:

—Tuvimos que cederlos al prebostePortefruit, para que nos dejara el últimocerdo. Por otra parte, no teníamos conqué alimentarlos.

—Habéis hecho muy bien —dijoGuccio—. En la primera ocasión, trataré

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de procuraros otros.—Ese perro de preboste —exclamó

Pedro de Cressay encolerizándose— noha mejorado, os lo juro, desde que noslibrasteis de sus garras. Por sí solo espeor que la miseria y dobla el mal.

—Me avergüenzo, señor Guccio, dela humilde comida que voy a ofrecerospara que la compartáis con nosotros —dijo la viuda.

Guccio rehusó con muchadelicadeza, alegando que lo esperabanen su factoría de Neauphle.

—Voy a ver si encuentro algunosvíveres —añadió—. No podéiscontinuar así y sobre todo vuestra hija.

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—Os agradecemos de corazónvuestro deseo —respondió Juan deCressay—, pero no encontraréis nada,fuera de la hierba a lo largo de loscaminos.

—¡Ya veremos! —exclamó Gucciohaciendo sonar la bolsa—. Dejaría deser Lombardo si no lo lograra.

—Incluso el oro carece de utilidad—dijo Juan.

—Probaremos.Se podría decir que Guccio, siempre

que visitaba a aquella familia, hacía elpapel de caballero salvador y no el deacreedor. Ya ni se acordaba de la deudade trescientas libras todavía no pagadas,

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desde la muerte del señor de Cressay.Guccio cabalgó hacia Neauphle,

persuadido de que los empleados de lafactoría Tolomei lo sacarían de apuros.«Conociéndolos, sé que prudentementehan debido de hacer buen acopio o bienellos sabrán a dónde hay que dirigirseteniendo con qué pagar.»

Pero encontró a los tres empleadosapiñados alrededor de un fuego de turba;tenían el rostro del color de la cera y lanariz tristemente dirigida hacia el suelo.

—Desde hace dos semanas, todo eltráfico está paralizado, señor Guccio —le dijo el jefe—. Ni siquiera se hace unaoperación al día. Los créditos no se

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cobran y no se adelanta nada conordenar el embargo; la nada no se puedeembargar... ¿Provisiones de boca?

Se encogió de hombros.—Nosotros vamos a darnos un festín

en seguida con una libra de castañas —prosiguió—, y nos lameremos los labiosdurante tres días. ¿Hay todavía sal enParís? Es la falta de sal lo que, sobretodo, hace que la gente se debilite. ¡ Sipudierais hacernos enviar, aunque sólofuera un celemín! El preboste deMontfort tiene, pero no quieredistribuirla. Ese no carece de nada, oslo juro; ha saqueado los alrededorescomo si fuera un país en guerra.

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—¡Es una verdadera peste, esePortefruit! —exclamó Guccio—. Voy asu encuentro, yo mismo.

Ya domé una vez a ese ladrón.—Señor Guccio... —dijo el jefe de

la factoría aconsejándole prudencia.Pero Guccio ya estaba fuera y volvía

a montar a caballo.Un sentimiento de odio como jamás

había conocido acababa de estallarle enel pecho.

Porque María estaba en trance demorir de hambre, él se pasaba al lado delos pobres y de los que sufrían; y en esohubiera podido advertir que su amor eraverdadero.

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Él, el Lombardo, el hijo del dinero,se colocaba de repente al lado de lamiseria. Ahora se daba cuenta de quelos muros de las casas parecíantranspirar la muerte. Se sentía solidariocon aquellas familias vacilantes queseguían a los ataúdes, con aquelloshombres de piel pegada a los pómulos,cuyas miradas se habían transformado enmiradas de bestias.

Clavaría su daga en el vientre delpreboste Portefruit. Vengaría a María,vengaría a toda la provincia y realizaríaun acto de justicia. Luego, de seguro,sería detenido; lo deseaba y el asuntotomaría altos vuelos. Su tío Tolomei

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removería cielo y tierra; iría a buscar amonseñor de Bouville y a monseñor deValois. El proceso se llevaría ante elParlamento de París, e incluso ante elrey. Y entonces Guccio exclamaría:«Sire, he aquí por qué he matado avuestro preboste...»

Legua y media de galope le calmó unpoco la imaginación. «Recuerda,muchacho, que un cadáver no pagaintereses», había oído repetir a sus tíosbanqueros, desde su infancia. Y además,a fin de cuentas, uno no se bate bien másque con las armas que le son propias, yaunque Guccio, como todo buen toscano,sabía manejar con bastante maestría las

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hojas cortas, ésta no era su especialidad.Así, pues, se detuvo a la entrada de

Monfort-l'Amaury, tranquilizó a sucaballo, calmó su espíritu y se presentóen el prebostazgo. Como el sargento deguardia no le mostrara la atencióndebida, Guccio sacó de su abrigo elsalvoconducto marcado con el selloprivado de Luis X, que Valois le habíaentregado para su misión de Nápoles.

Los términos en que estabaredactado eran bastante amplios... «Yorequiero a todos mis administradores,senescales y prebostes a que prestenayuda y asistencia...», para que Gucciopudiera usarlo todavía.

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—¡Servicio del rey! —dijo Guccio.A la vista del sello real, el sargento

del prebostazgo se deshizo en cortesía ycelo, y corrió a abrir las puertas.

—Da de comer a mi caballo —leordenó Guccio.

Las gentes a las que hemosdominado una vez se sientengeneralmente vencidas de antemanocuando se vuelven a encontrar en nuestrapresencia. E incluso, aunque pretendanrevolverse, no les sirve de nada, pueslas aguas corren siempre en el mismosentido. Esto era lo que sucedía entre elseñor Portefruit y Guccio.

Con las cejas redondas, las mejillas

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redondas y la panza redonda, elpreboste, vagamente inquieto, rodó, másque anduvo, hacia su visitante.

La lectura del salvoconducto no hizomás que aumentar su turbación. ¿Cuálespodían ser las funciones secretas deaquel joven Lombardo? ¿Venía ainformarse, a inspeccionar? Felipe elHermoso disponía de agentes secretosque, so pretexto de otros cometidos,recorrían el reino y daban sus informes;luego, de improviso, se abría la reja deuna prisión...

—¡Ah! Señor Portefruit, ante todoquiero haceros saber —dijo Guccio—que no he hablado en las altas esferas de

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aquel asunto de la tasa de sucesión delos Cressay, que hizo que nosencontráramos el año pasado. Desdeluego, he admitido que se trataba de unerror. Esto os lo digo paratranquilizaros.

¡Buen comienzo, en efecto, paratranquilizar al preboste! Era decirleclaramente, desde el principio: «Osrecuerdo que os cogí en flagrante delitode prevaricación, y que puedo darlo aconocer cuando quiera.»

La cara grande y redonda delpreboste palideció un poco; lo cualacentuó, por contraste, el color vinosode la fresa de nacimiento que le cubría

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la sien y parte de la frente.—Os agradezco, señor Baglioni,

vuestra opinión —respondió—. Enefecto, fue un error. Por otra parte, hehecho corregir las cuentas.

—¿Había, pues, necesidad decorregirlas? —observó Guccio.

El otro comprendió que acababa dedecir una necedad. Decididamente aqueljoven Lombardo tenía el don detrastornarle las ideas.

—Precisamente iba a ponerme acomer —dijo para cambiar rápidamentede tema—. ¿Me haréis el honor decompartir...?

Comenzaba a mostrarse obsequioso.

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La habilidad aconsejaba a Guccio queaceptara: donde mejor se entrega lagente es en la mesa. Además, desde lamañana, no había comido nada y habíacorrido mucho. Así, pues, aun cuandohabía partido de Neauphle para matar alpreboste, se encontró confortablementesentado a su lado, y no se sirvió de ladaga más que para ¿trinchar uncochinillo, asado en su punto, y bañadopor un apetitoso jugo graso y dorado.

La comida con que se regalaba elpreboste en medio de un país asoladopor el hambre era verdaderamenteescandalosa. «¡Cuando pienso», sedecía Guccio, «que he venido aquí para

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encontrar con qué alimentar a María, yque soy precisamente yo quien se estáhartando!» Cada bocado aumentaba suodio, y como el otro, creyendocongraciarse con su visitante, hacíaservir sus mejores provisiones y susvinos más añejos, Guccio, cada vez quele forzaba a aceptar algo, se repetía:«¡Me pagará todo esto, ese puerco! Nopararé hasta que lo envíen a la horca.»Nunca fue devorada una comida contanto apetito y con tan poco beneficiopara el anfitrión. Guccio nodesperdiciaba ocasión para incomodar asu huésped.

—Me he enterado de que habéis

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adquirido unos halcones —dijo derepente—. ¿Tenéis derecho a cazarcomo los señores?

El otro se ahogó con su cubilete.—Cazo con los señores de la

comarca, cuando ellos tienen a bienconvidarme —respondió vivamente.

De nuevo trató de cambiar el cursode la conversación, y añadió, por deciralgo:

—Viajáis mucho, según me parece,señor Baglioní.

—Mucho, en efecto —respondióGuccio con despreocupación—. Vengode Italia, donde he llevado a cabo unasunto por cuenta del rey acerca de la

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reina de Nápoles.Portefruit se acordó de que, en su

primer encuentro, volvía de realizar unamisión cerca de la reina de Inglaterra.Debía de ser muy poderoso aquel jovenque parecía destinado a servir deenviado ante las reinas. Además,siempre sabía lo que hubiera sidopreferible que no se supiera...

—Señor Portefruit, los empleadosde la factoría que mi tío posee enNeauphle se hallan reducidos a lamiseria. Los he encontrado muertos dehambre, y me han asegurado que nopueden comprar nada —declarósúbitamente Guccio—. ¿Cómo explicáis

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vos que en un país tan asolado por lamiseria, impongáis diezmos en especie ypermitáis tomar y embargar todo cuantoqueda por aquí de comer?

—¡Ah! Señor Baglioní, es unenojoso asunto para mí, y me causa ungran dolor, os lo juro.

Pero debo obedecer órdenes deParís. Me obligan a enviar cada semanatres carretas de víveres, como a todoslos prebostes de por aquí, porquemonseñor de Marigny teme un motín yquiere tener en sus manos a la capital.Como siempre, el campo es el que sufre.

—Y cuando vuestros sargentosrecogen lo necesario para llenar tres

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carretas, toman también lo suficientepara llenar otra, que guardáis para vos.

La angustia refluyó al corazón delpreboste. ¡Ah, qué almuerzo máspenoso!

—¡De ningún modo, señor Baglioni,de ningún modo! ¿Qué estáis pensando?

—¡Vamos, vamos, preboste! ¿Dedónde proviene todo esto? —exclamóGuccio mostrando la mesa—. Que yosepa, los jamones no caen por lachimenea. Y vuestros sargentos notendrían tan buen aspecto si sólolamieran la flor de lis de sus bastones.

«De haberlo sabido», pensóPortefruit, «no lo habría tratado tan

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bien».—Es que, sabéis —respondió—, si

se quiere el orden en el reino, es precisoalimentar decentemente a los que han demantenerlo.

—De seguro —dijo Guccio—, deseguro. Habláis muy razonablemente. Unhombre sobre el que pesa tan alto cargocomo el vuestro no debe pensar como elcomún de las gentes, ni obrar de lamisma manera.

De pronto, Guccio empleó un tonode aprobación, amigable, y parecía estarenteramente de acuerdo con el punto devista del interlocutor. El preboste, quehabía bebido a placer, para darse ánimo,

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cayó en la trampa.—Ocurre como en el asunto de las

tasas de impuestos —prosiguió Guccio.—¿Las tasas? —repitió el preboste.—¡Sí, las tasas! Las tenéis en

arriendo; ahora bien, habéis de vivir,tenéis que pagar a vuestros empleados.Por ello, forzosamente debéis descontarmás de lo que os exige el Tesoro.

¿Cómo lo hacéis? Dobláis las tasas,¿no es eso? Es lo que hacen, según tengoentendido, todos los prebostes.

—Poco más o menos —dijoPortefruit dejándose ganar por laconfianza, porque creía tener ante él auno que estaba enterado del asunto—.

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Nos vemos obligados a ello. Primero,para conseguir mi cargo tuve que untarla mano a un secretario de Marigny.

—¿Un secretario de Marigny? ¿Deverdad?

—Claro, y continúo mandándole unabonita bolsa cada San Nicolás. Ademásdebo repartir con mi recaudador, sinhablar de lo que me regatea el bailo queestá por encima de mí. Con lo que, al finde cuentas...

—No os queda nada para vosmismo, lo comprendo... Entonces,preboste, me vais a ayudar, y yo voy aproponeros un convenio en el que nosaldréis perjudicado. Necesito alimentar

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a mis empleados. Cada semana lesentregaréis en sal, harina, habas, miel ycarne fresca o curada lo que necesitanpara alimentarse. Ellos os lo pagarán almejor precio de París y además con unaumento de tres sueldos por libra.Incluso puedo dejaros de adelanto veintelibras —dijo haciendo sonar su bolsa.

El tintineo del oro acabó poradormecer la desconfianza del preboste.Discutió un poco, por pura fórmula, lospesos y los precios. Se admiraba de lascantidades pedidas por Guccio.

—Vuestros empleados son tressolamente. ¿Necesitan tanta miel y tantaciruela? ¡Oh, si, se la puedo entregar!

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Como Guccio quería llevar alinstante algunas provisiones, el prebostelo condujo a su despensa, que más bienparecía un almacén.

Una vez que había hecho el trato,¿para qué disimular? Inclusoexperimentaba cierta satisfacciónenseñando impunemente, creía él, sustesoros alimenticios. Con la cararedonda, la nariz hacia arriba y losbrazos cortos, se movía entre los sacosde lentejas y de guisantes secos, olía susquesos, acariciaba con la mirada susristras de salchichas. Aunque habíapasado dos horas en la mesa, parecíaque el apetito le hubiera vuelto de

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nuevo.«Este bribón merecía que vinieran a

saquearlo a horcazos y a bastonazos»,pensaba Guccio. Un criado preparó ungran paquete de vituallas que envolvióen un lienzo para disimularlo, y queGuccio hizo acoplar en su silla.

—Y si por ventura —dijo elpreboste acompañándolo— os hicierafalta algo en París...

—Os lo agradezco, preboste, lotendré presente; pero sin duda, notardaréis en verme de nuevo. De todosmodos estad seguro de que hablaré devos como merecéis.

A continuación, Guccio partió para

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Neauphle y entregó a los empleados,aturdidos y con la boca que se les hacíaagua, el ansiado botín.

—Así, cada semana —les dijo—.Está convenido con el preboste. De loque os entreguen, haréis dos partes; unapara vosotros, y la otra que vendrán abuscar de Cressay, o que vos lesllevaréis con todo secreto. Mi tío seinteresa mucho por esta familia, que esmejor de lo que aparenta; cuidad que noles falte nada.

—¿Deben pagar al contado o bienserá preciso añadir a su cuenta? —preguntó el jefe de la factoría.

—Haréis una cuenta aparte que yo

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vigilaré.Diez minutos más tarde, Guccio

llegaba a la casa solariega y ponía a lacabecera de María de Cressay, miel yfrutos secos y confitados.

—He dado a vuestra madre cerdosalado, harina...

Los ojos de María se llenaron delágrimas.

—¿Cómo habéis podido...? messireGuccio. ¿Sois mago? ¡Miel, oh, miel!

—Mucho más haría con tal de verosrecuperar las fuerzas, y por el gozo deser amado por vos. Cada ocho díasrecibiréis otro tanto... Creedme —añadió sonriendo—, esto es menos

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difícil que encontrar un cardenal enAviñón.

Esto le recordó que no había ido aCressay solamente para alimentar ahambrientos. Como estaban solos,aprovechó la ocasión para preguntar aMaría si el depósito que le habíaconfiado el pasado otoño seguía en elmismo escondrijo de la capilla.

—Yo no lo he tocado —respondióella—. Sentía gran inquietud de morirsin saber lo que debía hacer con él.

—No os apuréis más, voy arecogerlo. Y, por favor, si me amáis, nopenséis más en la muerte.

—Ahora no —dijo ella sonriendo.

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El la dejó saboreando la miel acucharaditas, con aire de éxtasis.

«¡Todo el oro del mundo, todo eloro del mundo por ver feliz esa cara!Vivirá, estoy seguro.

Está enferma de hambre; pero sobretodo está enferma de mí», pensó con labella fatuidad de la juventud.

Cuando bajó a la gran sala, le dijo adoña Eliabel que había traído de Italiaexcelentes reliquias, muy eficaces, y quedeseaba rezar ante ellas, en la soledadde la capilla, para obtener la curaciónde Maríai. La viuda se maravilló de queaquel joven tan afectuoso, tandesenvuelto y tan hábil, fuera al mismo

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tiempo tan piadoso.Guccio, tras recibir la llave, fue a

encerrarse en la capilla; detrás delpequeño altar, encontró sin dificultad lapiedra que giraba sobre si misma, laquitó, y entre la polvorienta osamenta deun lejano señor de Cressay, encontró elestuche de plomo que contenía ademásdel duplicado de las cuentas del rey deInglaterra y de monseñor de Artois, elrecibo firmado por Marigny elarzobispo.

«He aquí una buena reliquia paracurar el reino», se dijo.

Volvió a poner la piedra en su lugar,la recubrió de un poco de polvo, y salió,

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adoptando un aire devoto.En seguida, tras los abrazos, las

gracias y los buenos deseos de lacastellana y de sus hijos, emprendió elregreso a París.

Aún no había pasado el Mauldre,cuando los Cressay se precipitaron a lacocina.

—Esperad, hijos míos, esperad aque os prepare una comida —dijo doñaEliabel.

Pero no pudo evitar que los doshermanos cortaran gruesas lonchas deembutido.

—¿No os parece que Guccio estáenamorado de María, para preocuparse

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tanto por nosotros? —dijo Pedro deCressay—. No nos reclama la deuda nilos intereses, y por lo contrario, noscolma de regalos.

—Pues no —respondió doña Eliabel—. Nos aprecia a todos, eso es, y sehonra con nuestra amistad.

—No sería mal partido —prosiguióPedro.

Juan, el mayor, gruñóprofundamente. Para él, como jefe de lafamilia, conceder la mano de su hermanaa un Lombardo, chocaba con todas lastradiciones de nobleza.

—Si esa fuera su intención, yojamás...

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Pero como tenía la boca llena noacabó de expresar su pensamiento. Y esque ciertas circunstancias adormecen unmomento los escrúpulos y losprincipios; y Juan, masticando, se quedópensativo.

Entretanto Guccio, cabalgando haciaParís se preguntaba si no había hechomal al marcharse tan pronto y noaprovechar la ocasión para pedir lamano de María.

«No, no hubiera sido delicado. Nose presenta semejante petición a gentehambrienta.

Parecería que quería aprovecharmede su miseria. Esperaré que María esté

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buena.»En realidad, le había faltado valor

para decidirse y buscaba excusas a sufalta de audacia.

La fatiga, a la caída del día, leobligó a detenerse. Durmió unas horasen Versalles, pueblecito triste y aisladoentre insalubres pantanos. Loscampesinos, también allí, se morían dehambre.

A la mañana siguiente llegó a lacalle de los Lombardos; inmediatamentese encerró con su tío, al cual contó,indignado, todo lo que acababa de ver.Una hora larga duró su relato, que maeseTolomei escuchó calmosamente, sentado

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ante el fuego.—¿He hecho bien con la familia

Cressay? ¿Lo apruebas, verdad, tío?—Cierto, cierto, lo apruebo. Y tanto

más de buen grado cuanto que nada sirvediscutir con un enamorado... ¿Has traídoel recibo del arzobispo? —preguntóTolomei.

—Desde luego, tío —respondióGuccio tendiéndole el estuche de plomo.

—Así, pues, tú me aseguras que esepreboste —prosiguió Tolomei— hadeclarado él mismo que percibe eldoble de las tasas, de lo cual entrega unaparte a un secretario de Marigny?¿Sabes tú a quién?

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—Puedo saberlo. Ese Portefruit metiene ahora por muy amigo suyo.

—¿Y afirma que los otros prebosteshacen otro tanto?

—Sin duda. ¿No es una vergüenza?Comercian con el hambre, y engordancomo puercos mientras a su alrededor elpueblo se muere. ¿No debería ponersetodo esto en conocimiento del rey?

El ojo izquierdo de Tolomei, ojoque nadie veía nunca, se abrióbruscamente, y todo su rostro tomó unaexpresión distinta, a la vez irónica einquietante. Al mismo tiempo, elbanquero se frotaba, lentamente, susmanos gordas y puntiagudas.

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—¡Está bien! Me has traído muybuenas noticias, mi pequeño Guccio;muy buenas noticias —dijo sonriendo.

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II.- Las cuentas delreino

Spinello Tolomei no era hombreapresurado. Reflexionó dos largos días;después, al tercero, con la capa sobre elmanto forrado, pues llovía a cántaros, sedirigió al palacio de Valois.

Fue recibido inmediatamente por elmismo conde de Valois y por monseñorde Artois. Ambos, apabullados, agriosen su conversación y tragándosedifícilmente su derrota, se afanabanmontando vagos planes de venganza.

El palacio aparecía mucho más

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tranquilo que los pasados meses, y seveía bien a las claras que el viento delfavor soplaba de nuevo del lado deMarigny.

—Monseñores —les dijo Tolomei—, os habéis conducido estas últimassemanas de tal manera, que, si vuestronegocio fuera de banca o comercio,tendríais que cerrar las puertas.

Podía permitirse este tono deamonestación; lo había ganado por diezmil libras, no entregadas por él, sinogarantizadas.

—No me pedisteis consejo —prosiguió—. Por eso no os lo di. Perohabría podido advertiros que hombre tan

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poderoso y avisado como Enguerrandono iba a poner sus manos en los cofresdel rey.

¿Cuentas limpias? Claro que estánlimpias. Si ha traficado, lo ha hecho deotra manera.

Después, dirigiéndose directamenteal conde de Valois, dijo:

—Os proporcioné algún dinero,monseñor Carlos, a fin de que osganarais la confianza del rey; ese dinerodebía devolvérseme pronto.

—Os será devuelto, maese Tolomei—exclamó Valois.

—¿Cuándo? Yo no osaría,monseñor, dudar de vuestra palabra.

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Estoy seguro del préstamo; sin embargo,me interesaría saber cuándo, y por quémedios me será reembolsado. Ahorabien, ya no sois vos sino de nuevoMarigny, quien está a cargo del Tesoro.Por otra parte no veo que se hayapromulgado ordenanza algunaconcerniente a la emisión de moneda,que tanto deseábamos, ni tampoco sobreel restablecimiento del derecho deguerra privada. Marigny se opone.

—¿Tenéis algo que proponernospara acabar con ese hediondo jabalí? —dijo Roberto de Artois—. Podéis creerque nosotros estamos tan interesadoscomo vos, creedlo, y si tenéis una idea

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mejor que las nuestras, será bienrecibida. Esto es una caza, en la quenecesitamos perros de refresco.

Tolomei alisó los pliegues de suvestido y cruzó las manos sobre suvientre.

—Monseñores, yo no soy cazador—respondió—, pero soy toscano denacimiento, y sé que, cuando no sepuede abatir de frente al enemigo, hayque atacarlo de perfil. Habéis ido alcombate demasiado a las claras. Dejad,pues, de acusar a Marigny y de pregonarpor todas partes que es un ladrón, todavez que el rey ha admitido que no lo es.Aparentad durante algún tiempo que

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aceptáis su gobierno, fingid hasta que osreconciliáis con él; después, a susespaldas, haced indagaciones en lasprovincias. No encarguéis esto a losoficiales del reino, pues son hechura deMarigny, y es precisamente a ellos aquienes necesitáis vigilar; sino decid alos nobles, grandes y pequeños sobrelos que tenéis influencia, que osinformen sobre las actividades de losprebostes. En muchos lugares, sólo lamitad de las tasas cobradas llega alTesoro. Lo que no se cobra en dinero, secobra en víveres y luego se vende aprecios prohibidos. Hacedindagaciones, os digo; por otra parte,

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obtened del rey que convoque a todoslos prebostes, recaudadores yempleados del erario para que seanexaminados sus libros. ¿Por quién? PorMarigny, asistido naturalmente por losbarones y los inspectores de cuentas. Almismo tiempo, vos haréis aparecer avuestros investigadores. Entonces, yo oslo aseguro, aparecerán talesmalversaciones y tan monstruosas queno tendréis dificultad en arrojarla faltasobre Marigny, sin que tengáisnecesidad de ocuparos de si es culpableo inocente. Y al hacerlo así, monseñorde Valois, tendréis a vuestro lado atodos los nobles, que andan

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malhumorados al ver en sus feudos a losagentes de Marigny; y además tendréiscon vos a todo el bajo pueblo, quedesfallece de hambre y busca unresponsable de su miseria. He aquí,monseñores, el consejo que me tomo lalibertad de daros y que yo ofrecería alrey, si estuviera en vuestro lugar...Sabed por otra parte que las compañíaslombardas, que tienen factoríasrepartidas por todo el reino, pueden, silo deseáis, ayudar a vuestra indagación.

—Lo difícil será convencer al rey—dijo Valois—, pues hoy por hoy estátotalmente encantado con Marigny y consu hermano, el arzobispo, del que espera

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un Papa.—Por el arzobispo no os inquietéis

—replicó el banquero—. Para éldispongo de un bozal que ya usé una vez,y que puedo pasarle de nuevo por lanariz, llegado el momento.

Cuando Tolomei hubo salido, el deArtois dijo a Valois:

—Ese buen hombre es sin duda másfuerte que nosotros.

—Más fuerte..., más fuerte... —murmuró el de Valois—. Yo diría queno hace más que precisar, en su lenguajede comerciante, las cosas que nosotrosya habíamos pensado.

Pero, desde el día siguiente se

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apresuró a ceñirse a las instruccionesdel capitán general de los Lombardos, elcual, por una garantía de diez mil librasdada a sus cofrades italianos, sepermitía el lujo de gobernar a Francia.

Un largo mes de insistencia necesitómonseñor de Valois para convencer alTurbulento. En vano le repetía Valois asu sobrino:

—Recordad, Luis, las últimaspalabras de vuestro padre. Recordadque os dijo: «Enteraos cuanto antes delestado de vuestro reino.» Pues bien,sólo convocando a todos los prebostes yrecaudadores lo conoceréis. Y nuestrosanto abuelo, cuyo nombre lleváis,

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puede serviros también de ejemplo, puesmandó hacer una gran indagación de esaclase en el año 1241.

Marigny aprobaba en principio talreunión; veía en ella la ocasión de tenerotra vez en su mano a los agentes reales;pues el también percibía ciertarelajación en la administración. Perojuzgaba oportuno aplazar laconvocatoria, afirmando que no eraprudente alejar de sus puestossimultáneamente a todos los oficialesdel rey, cuando la miseria enfurecía alpueblo y se agitaban las ligas de losbarones.

Era evidente que desde la muerte de

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Felipe el Hermoso, se había debilitadola autoridad central. En realidad, dospoderes se oponían, se enfrentaban y seanulaban entre sí. Se obedecía o bien aMarigny o bien a Valois. Acosado porlos dos bandos, mal informado, nosabiendo a ciencia cierta quéinformaciones eran calumniosas nicuAles fidedignas, incapaz pornaturaleza de cortar por lo sano,concediendo su confianza ahora a unos,ahora a otros, Luis X no tomaba másdecisiones que las que se le imponían yparecía gobernar cuando no hacía másque sufrir.

Cediendo a la violencia de las ligas

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de la nobleza y siguiendo el parecer dela mayoría de su consejo, el 19 de marzode 1315, es decir, a los tres meses ymedio de reinado, Luis X firmó la cartapara los señores normandos, a la quedebían seguir en breve las cartas paralos del Languedoc, para los de laBorgoña, Picardía y Champaña. La dePicardía interesaba particularmente aValois y a Roberto de Artois. Estascartas anulaban todas las disposiciones,escandalosas a los ojos de losprivilegiados, por las cuales Felipe elHermoso había prohibido los torneos,las guerras particulares y los juicios deDios. Se permitía de nuevo a los

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caballeros «guerrear unos contra otros,cabalgar, ir y venir y llevar armas.Dicho de otra forma: la nobleza francesarecuperaba su querido y ancestralderecho de arruinarse en verdaderas ofalsas batallas, de destruirse; y enocasiones, de asolar el reino paradirimir querellas personales. ¿Quésoberano realmente monstruoso, cuyamemoria debía ser escarnecida, habíasido aquel que durante treinta años leshabía privado de tan inocentespasatiempos?

Igualmente los señores volvían atener la libertad de distribuir tierras yhacerse nuevos vasallos sin dar cuenta

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de ello al rey. Los nobles no debían sercitados más que ante jurisdicciones denobles. Los sargentos y prebostes delrey no podían detener a los delincuenteso citarlos directamente a juicio sin haberinformado al señor del lugar. Las gentesde los burgos y los campesinos libres nopodían, salvo casos excepcionales, salirde las tierras de sus señores para ir apedir justicia al rey. En fin, para lossubsidios militares y la leva de tropas,los nobles recuperaban una especie deindependencia que les permitía decidirsi querían ono participar en la guerranacional y cómo deseaban hacérselapagar.

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Marigny logró hacer inscribir alfinal de estas cartas una vaga fórmulaconcerniente a la suprema autoridad realen todo lo que «según una antiguacostumbre pertenecía al príncipesoberano y a ningún otro». Esta fórmulade derecho dejaba a un monarca fuertela posibilidad de recobrar pieza porpieza todo lo que se había concedido.No obstante, Valois consintió en ello,porque cuando se decía «antiguacostumbre» él sobreentendía «SanLuis», pero Marigny no se hacíailusiones; en teoría y en la práctica, erantodas las instituciones del Rey de Hierrolo que se hundía. Marigny salió de aquel

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Consejo del 19 de marzo, declarandoque se había preparado el terreno paralos más graves desórdenes.

Al mismo tiempo fue decidida laconvocatoria de todos los prebostes,tesoreros y recaudadores. Sedespacharon a todas las bailías ysenescalías inquisidores oficiales que sellamaban «reformadores»; pero sinpoderes especiales para una inspecciónseria, pues la reunión estaba fijada paramediados del siguiente mes; y como sebuscara un lugar para la reunión, Carlosde Valois propuso Vincennes, enrecuerdo de San Luis.

El día señalado, Luis el Turbulento,

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pares, barones, dignatarios, grandesoficiales de la corona y miembros de laCámara de Cuentas, se dirigieron congran pompa a la mansión de Vincennes.Formaban una bella cabalgata que atrajoa las gentes al umbral de las puertas y ala que los pilletes seguían gritando «¡Viva el rey!» con la esperanza de queles echaran un puñado de confites. Sehabía extendido el rumor de que el reyiba a juzgar a los recaudadores deimpuestos, y nada podía ser más delagrado del pueblo.

La temperatura de abril era suave,con ligeras nubes que cruzaban el cielopor encima de la espesura de los

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árboles. Un verdadero tiempo deprimavera que devolvía la esperanza;aunque la penuria continuaba, el frío almenos había terminado, y se decía quela próxima cosecha sería buena, de nosobrevenir una heLada que echara aperder los trigales recién brotados.

Cerca de la mansión real se habíalevantado una inmensa tienda, comopara una fiesta o una gran boda, ydoscientos recaudadores, tesoreros yprebostes estaban alineados, unos enbancos de madera, y otros por tierra,sentados con las piernas cruzadas.

Bajo un dosel en el que se veíanbordadas las armas de Francia, el joven

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rey, con la corona en la cabeza y el cetroen la mano, se hallaba instalado en unjaudesteuil, una especie de plegableheredera de la silla curul, que, desde losorígenes de la monarquía francesa,servía de trono al soberano cuando sedesplazaba. Los brazos del jaudesteuilde Luis X estaban esculpidos concabezas de galgos y el respaldo cubiertocon un cojín de seda roja.

A una y otra parte del rey estabancolocados los pares y los nobles y,detrás de las mesas de tijera, losmiembros de la Cámara de Cuentas. Unotras otro, los funcionarios reales,llevando su registro, eran llamados al

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mismo tiempo que los «reformadores»que habían circulado por suscircunscripciones.

Aunque las investigaciones habíansido muy rápidas, permitieron, noobstante, recoger gran número dedenuncias locales, cuya mayor parte fueverificada rápidamente. Casi todos loslibros presentaban huellas dedespilfarro y trazas de abusos y demalversaciones, sobre todo en losúltimos meses, aumentadas desde lamuerte de Felipe el Hermoso y mayoresaún desde que se había minado laautoridad de Marigny.

Los barones empezaron a murmurar,

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como si ellos hubieran sido ejemplo dehonradez, o como si las dilapidacionesse hubieran ensañado en sus bienespropios. El miedo se apoderó de losfuncionarios, y algunos prefirierondesaparecer subrepticiamente por elfondo de la tienda, dejando para mástarde dar explicaciones.

Cuando se llegó a los prebostes yrecaudadores de las regiones deMontfort-l'Amaury, Neauple, Dourdan yDreux, sobre los que Tolomei habíaproporcionado a los reformadoreselementos muy concretos de acusación,se alzó alrededor del rey una granoleada de cólera. Pero el más indignado

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de todos los señores, el que más altodejó sentir su furor, fue Marigny. Su voztapó todas las otras voces y se dirigió asus subordinados con tal violencia queles hizo encorvar las espaldas. Exigíarestituciones y prometía castigos.Súbitamente, monseñor de Valois,levantándose, le cortó la palabra.

—Hermoso papel estáisrepresentando ante nosotros, señorEnguerrando —exclamó—. Pero depoco os sirve que tronéis tan fuerte anteesos bribones. Todos ellos no son másque hombres que vos habéis empleado,afectísimos servidores vuestros, y todopone en evidencia que vos habéis tenido

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parte en sus manejos.A esta declaración siguió un silencio

tan profundo que se pudo oír el canto deun grillo allá en la campiña. ElTurbulento, visiblemente sorprendido,miraba, escrutador, a derecha y aizquierda.

Todos los asistentes contuvieron elaliento, al ver que Marigny se dirigíahacia Carlos de Valois.

—¡Messire. —dijo sordamente—.Si alguno de esa caterva —designó conla mano abierta a la asamblea de losrecaudadores—, si uno solo de esosmalos servidores del reino puedeafirmar en conciencia y jurar por su fe

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que me ha sobornado de alguna manera,o remitido la menor cantidad de susIngresos, que se aproxime.

Entonces, empujado por la enormepierna de Roberto de Artois, se vioadelantarse al preboste de Montfortcuyas cuentas estaban en curso deexamen.

—¿Qué tenéis que decir? ¿Venís abuscar vuestra cuerda? —le gritóMarigny.

Tembloroso, con la cara redondamarcada por el haba color de vino,permanecía mudo. Sin embargo, habíasido bien adoctrinado, por Guccioprimero, después por Roberto de Artois,

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quien le había prometido que no seríacastigado si prestaba testimonio contraMarigny.

—Y bien, ¿qué tenéis que decir? —preguntó a su vez Valois—. No temáisconfesar la verdad, pues nuestro queridorey está aquí para escucharlo todo ysentenciar de una manera justa.

Portefruit puso una rodilla en tierradelante de Luis X y, abriendo losbrazos, pronunció con una voz tan débilque a duras penas se oía:

—Sire, he cometido grandes faltas,pero he sido obligado a hacerlo por unempleado de Monseñor de Marigny, queme reclamaba cada año la cuarta parte

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de las tasas, por cuenta de su amo.—¿Qué empleado? Decid su

nombre, y que comparezca —gritóEnguerrando—. ¿Qué cantidades lehabéis entregado vos?

Entonces el preboste se desmoronó,cosa que podían haber previsto los quelo habían aleccionado, pues era seguroque un hombre que se había dejadodominar por Guccio, se hundiría enpresencia de Marigny. Nombró a unempleado que había muerto hacía cincoaños y se enredó citando otro cómplice;pero éste resultó pertenecer a la casa delconde de Dreux y no a la de Marigny.No pudo explicar por qué misterioso

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conducto pudieron llegar al rector delreino los fondos desaparecidos.

Su declaración rezumaba felonía.Marigny la cortó en seguida diciendo:

—Sire, como vos podéis juzgar, nohay una sola palabra de verdad en lo queha farfullado ese hombre; es un ladrónque para salvarse repite palabrasenseñadas y mal enseñadas. Que se mereproche haberme equivocado al ponermi confianza en esos sapos, cuya falta dehonradez se acaba de poner demanifiesto; que se me acuse de no habermandado atormentar a unabuena docenade ellos. Aceptaré el reproche, aunquedesde hace cuatro meses se me ha

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despojado de todos los medios paraactuar sobre ellos. Pero que no se meagravie acusándome de robo. Es lasegunda vez que messire de Valois sepermite hacerlo, y esta vez no lotoleraré.

Señores y magistradoscomprendieron entonces que se iba aventilar por fin la gran disputa.

Dramático, con una mano sobre elcorazón, y con la otra señalando aMarigny, Valois replicó, dirigiéndose alrey:

—Sire, sobrino mío, hemos sidoengañados por un bellaco que ha estadoentre nosotros demasiado tiempo, y

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cuyas fechorías han traído la maldiciónsobre nuestra casa. El es la causa de losmales que nos aquejan y quien, por eldinero que recibió, concedió a losflamencos varias treguas vergonzosaspara el reino. Por eso vuestro padrecayó en tal tristeza que se anticipó suhora. Enguerrando es el causante de sumuerte. Por mi parte, estoy dispuesto aprobar que es un ladrón y que hatraicionado al reino, y si no lo mandáisdetener al instante, ¡voto a Dios que noapareceré más por vuestra corte ni porvuestro consejo!12

—¡Mentís, por la barba! —gritóMarigny.

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—Voto a Dios, vos sois quienmentís, Enguerrando —respondióValois.

Y se acometieron llenos de furor; seagarraron por el cuello, y aquellos doshombres, aquellos dos búfalos, uno delos cuales había llevado la corona deConstantinopla y el otro tenía su estatuaen la Galería de los reyes, se recrearonen vomitarse las peores injurias,golpeándose como mozos de cuerdadelante de toda la corte y de toda laadministración del país.

Los nobles se habían levantado, losprebostes y recaudadores se habíanechado hacia atrás, tirando sus bancos.

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Luis X tuvo una reacción inesperada:sentado sobre la silla curul se echó areír estrepitosamente.

Indignado por esta risa tanto comopor el espectáculo vergonzoso queofrecían los dos luchadores, Felipe dePoitiers se adelantó y, con una energíasorprendente en un hombre tan delgado,separó a los dos adversarios y losmantuvo al extremo de sus largosbrazos. Marigny y Valois jadeaban, conla cara como la grana y los vestidosdesgarrados.

—Tío —dijo Felipe de Poitiers—,¿cómo os atrevéis? Marigny, ¡recobradel dominio sobre vos, os lo ordeno!

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Volved a vuestra casa y esperad a que lacalma vuelva a los dos.

La decisión, la potencia queemanaba de aquel muchacho deveinticuatro años se impusieron a unoshombres que casi le doblaban la edad.

—Partid, Marigny, os digo —insistió Felipe de Poitiers—. ¡Bouville!Lleváoslo.

Marigny se dejó llevar por Bouvilley salió de la mansión de Vincennes. Lagente se apartaba a su paso como sifuera un toro de lidia al que trataran deconducir al toril.

Valois no se había movido de susitio; temblaba de furor y repetía:

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—¡Lo haré colgar! ¡tan verdad comoque existo, lo haré colgar!

Luis X había dejado de reír. Laintervención de su hermano acababa dedarle una lección de autoridad. Yademás se daba de pronto cuenta de quese le había engañado. Se desembarazódel cetro, que entregó a su chambelán ydijo brutalmente a Valois:

—Tío, tengo que hablar con vos sintardanza. Tened la bondad de seguirme.

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III.- Del lombardo alarzobispo

—¡Me habíais asegurado, tío —exclamó Luis el Turbulento, midiendo agrandes pasos nerviosos una de las salasde la mansión de Vincennes—, que no setrataba, esta vez, de acusar a Marigny, ylo habéis hecho! Esto es demasiado. Oshabéis burlado de mí.

Al llegar al extremo de la pieza, sevolvió bruscamente sobre sí mismo, y sumanto corto que se había puesto en lugardel largo de ceremonia, giró en redondoa la altura de sus pantorrillas.

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Carlos de Valois, sofocado aún porla lucha, y con el cuello destrozado,respondió.

—¿Qué otra cosa, sobrino, se podíahacer sino ceder a la cólera ante tamañavillanía?

Parecía expresarse de buena fe, y élmismo se persuadía ahora de habercedido a un impulso espontáneo, siendoasí que su comedia estaba decididadesde hacía muchos días.

—Vos sabéis más que nadie que noshace falta un Papa —prosiguió elTurbulento—, y también sabéis por quéno pudimos apartar a Marigny. ¡Bouvillenos lo ha dicho de sobra!

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—¡Bouville! ¡Bouville! Vos nocreéis más que lo que os ha referidoBouville, que no ha visto nada nicomprende nada. El pequeño Lombardoque se envió con él para vigilar el orome ha hecho saber más cosas quevuestro Bouville sobre los asuntos deAviñón. Mañana podría ser elegido unPapa dispuesto a declarar la anulaciónal día siguiente, si Marigny, sóloMarigny, no pusiera obstáculos portodos los medios. ¿Creéis vos quetrabaja para apresurar vuestro asunto?Al contrario, lo retrasa, a su gustoporque sabe por qué razón lo mantenéisen su puesto. No quiere Papa angevino,

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ni que tengáis esposa angevina ymientras os traiciona en todo, asegura ensu mano todos los poderes que leabandonó vuestro padre. ¿Dóndeestaréis esta tarde, sobrino?

—He decidido no moverme de aquí—respondió Luis, arrogantemente.

—Entonces, antes de la noche oshabré traído algunas pruebas que van aaplastar a vuestro Marigny, y espero queentonces acabaréis por ponerlo en mismanos.

—Os conviene que sea así, tío;porque de otro modo, tendréis queateneros a vuestra palabra de noaparecer por la corte ni por el Consejo.

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El tono de Luis X era de ruptura,Valois, muy alarmado por el giro quetomaban los acontecimientos, partiópara París, llevando consigo a Robertode Artois y a los escuderos que leservían de escolta.

—Ahora, todo depende de Tolomei—dijo a Roberto al subir al caballo.

Por el camino se cruzaron con elconvoy de carretas que transportaban aVincennes las camas, cofres, mesas yvajillas para la instalación del reydurante la noche.

Una hora más tarde, mientras Valoisiba a su palacio para cambiarse devestidos, Roberto de Artois irrumpía en

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la casa del capitán general de losLombardos.

—Amigo banquero, ha llegado elmomento de confiarme el escrito de queme habéis hablado y que denuncia losrobos cometidos por el arzobispoMarigny. Ya sabéis: el bozal...Monseñor de Valois lo necesitainmediatamente.

—Inmediatamente, inmediatamente...¡Qué bien!, monseñor Roberto. Me pedísque me desprenda de un arma que ya nossalvó una vez, a mí y a todos misamigos. Si os sirve para derribar aMarigny, me alegro mucho. Pero sidespués, por desgracia, Marigny sigue

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en el poder, estoy perdido. Y además, hereflexionado mucho, monseñor...

A Roberto le hervía la sangre conesta conversación, pues Valois le habíapedido que fuera diligente, y sabía loque valía cada instante perdido.

—Sí, he reflexionado mucho —prosiguió Tolomei—. Las costumbres yordenanzas de monseñor San Luis queestán por restablecerse son excelentesde verdad para el reino; pero desearíaque se exceptuaran las ordenanzas sobrelos Lombardos, por las que primerofueron expoliados y luego desterradosde París. Aún no lo han olvidado.Nuestras compañías han tardado muchos

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años en levantar cabeza. Entonces, SanLuis... San Luis... mis amigos estAninquietos, y yo quisiera podertranquilizarlos.

—Vamos, banquero, monseñor deValois os lo dijo. El os sostiene y osprotege.

—Sí, sí, con buenas palabras; perodesearíamos que todo eso quedaraescrito. Así, hemos preparado unmemorial para el rey, solicitando queconfirme nuestros privilegiosconsuetudinarios; y en estos tiempos enque el rey firma todas las cartas que sele presentan, veríamos con buenos ojosque también firmara la nuestra. Después

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de lo cual, con mucho gusto, monseñor,os pondría en las manos el medio dehacer colgar, quemar o torturar, segúnvuestra elección, al menor o al mayor delos Marigny, o a ambos a la vez. Unafirma, un sello; es cosa de un día, de dosa lo sumo.

Ya lo hemos redactado.El gigante descargó su mano sobre la

mesa, y tembló cuanto había en lahabitación.

—Ya habéis jugado bastante,Tolomei —exclamó—. Os he dicho queno podemos esperar.

Dadme vuestra petición, yo mecomprometo a hacérosla firmar; pero

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dadme al mismo tiempo el pergamino.Estamos del mismo lado y seránecesario que por una vez tengáisconfianza en mí.

—¿Monseñor de Valois no puedeesperar un día?

—No.—Eso significa que ha perdido

mucho en el favor del rey y muy deimproviso —dijo lentamente elbanquero moviendo la cabeza—. ¿Quéha sucedido, pues, en Vincennes?

Roberto le relató brevemente eldesarrollo de la asamblea y susconsecuencias. Tolomei escuchabamoviendo todavía la cabeza. «Si Valois

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es apartado de la corte, pensaba, yMarigny se afirma en el poder, entoncesadiós carta, franquicias y privilegios. Elpeligro ahora es grave...»

Se levantó y dijo:—Monseñor, cuando un príncipe

enredador, como lo es el nuestro, seencapricha realmente de un servidor, yase le pueden denunciar sus fechorías, éllo perdonará, le encontrará excusas y seunirá más a él cuanto más le hayaengañado.

—A menos que se pruebe alpríncipe que las fechorías han sidocometidas contra él. No se trata dedenunciar al arzobispo, se trata de

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hacerlo cantar... el bozal a la nariz.—Entiendo, entiendo. Queréis

serviros de un hermano contra el otro.Puede resultar. El arzobispo, por cuantoya sé, no tiene espíritu férreo... Bueno...Hay que correr el riesgo.

Y entregó a Roberto de Artois eldocumento que Guccio había traído deCressay.

Juan de Marigny, aunque eraarzobispo de Sens, vivía másfrecuentemente en París, principaldiócesis de su jurisdicción, y teníareservada una parte del palacioepiscopalj. Allí fue, en una bella salaabovedada y entre perfume de incienso,

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donde lo sorprendió la súbita aparicióndel conde de Valois y de Roberto deArtois.

El arzobispo tendió a los visitantesla mano para que le besaran el anillo.Valois fingió no haber advertido el gestoy de Artois levantó hasta sus labios losdedos del arzobispo con tal descaro quese habría dicho que lo iba a arrojar porencima de su hombro.

—Monseñor Juan —dijo Carlos deValois—, sería necesario que nosdijerais por qué motivo os oponéis, vosy vuestro hermano, tan obstinadamente ala elección del cardenal Duèze deAviñón, de tal modo que ese cónclave

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parece realmente un colegio defantasmas.

Juan de Marigny palideció un poco ycon voz plena de unción contestó:

—No comprendo vuestro reproche,monseñor, ni el motivo. Yo no meopongo a ninguna elección, y estoyseguro de que mi hermano hace lo queconsidera más conveniente para ayudaral rey, y yo mismo le sirvo en todocuanto puedo, dentro de los límites demi sacerdocio. Pero el cónclavedepende de los cardenales y no denuestros deseos.

—¿Así os lo tomáis? Está bien —exclamó Valois—. Pero, puesto que la

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Cristiandad puede pasarse sin Papa, ¡laarchidiócesis de Sens tal vez podríapasarse también sin arzobispo!

—No comprendo vuestras palabras,monseñor, a no ser que estéisprofiriendo una amenaza contra unministro de Dios.

—¿Ha sido Dios, por casualidad,señor arzobispo, quien os ha mandadomalversar ciertos bienes de losTemplarios? —dijo entonces el deArtois—. ¿Y creéis que el rey, quetambién es representante de Dios en latierra, puede tolerar en la sedeepiscopal de su principal ciudad a unprelado sin honradez? ¿Reconocéis

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esto? —concluyó el de Artois,poniéndole ante las narices eldocumento confiado por Tolomei.

—¡Es falso! —exclamó elarzobispo.

—Si es falso —replicó Roberto—,apresurémonos entonces a poner demanifiesto la verdad.

¡Presentad, pues, una demanda anteel rey para que se descubra el falsario!

—La majestad de la Iglesia noganaría nada con ello...

—...y vos lo perderíais todo, segúncreo, monseñor.

El arzobispo se había sentado en ungran sillón. «No retrocederán ante

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nada», se decía. La fecha de su actoreprobable se remontaba a más de unaño, y su beneficio ya había sidoconsumido. Dos mil libras que habíanecesitado... e iba a estar hundido todasu vida. El corazón le golpeaba agitadoen el pecho y notaba que le corría elsudor bajo las moradas vestiduras.

—Monseñor Juan —dijo entoncesCarlos de Valois—, todavía sois muyjoven, y tenéis ante vos un gran porveniren los asuntos de la Iglesia y del reino.Lo que hicisteis en aquella ocasión(tomó con altivez el pergamino de lasmanos de Roberto de Artois), es unerror excusable en tiempos en que toda

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moral se deshace, y pienso que obrasteisbajo la influencia de malos ejemplos. Sino os hubieran obligado a condenar alos Templarios, no hubierais tenidoocasión de traficar con sus bienes. Seríauna verdadera lástima que esta falta, queno es más que pecuniaria, apagara elbrillo de vuestra posición y os obligaraa desaparecer del mundo. Pues si llegaraal Consejo de los Pares o al tribunal dela Iglesia, os llevaría derecho, pormucho que nos pesara, a la celda deunconvento.

Mi parecer, monseñor, es que habéiscometido una falta mucho más gravesiguiendo los manejos de vuestro

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hermano contra los deseos del rey. Paramí, ésta es la falta que os reprocho antetodo, y si aceptáis denunciar estesegundo error, yo os libraré del castigodel primero.

—¿Qué me exigís? —preguntó elarzobispo.

—Abandonad el partido de vuestrohermano, que ya no tiene ningún valor, yvenid a revelar al rey Luis todo cuantosabéis de sus criminales órdenesreferentes al cónclave.

El prelado era blando de carácter.La cobardía se apoderó de él. El miedoni siquiera le dejó tiempo para pensar ensu hermano, al que se lo debía todo; no

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pensó más que en sí mismo, y estaausencia de duda le permitió guardarcierta aparente dignidad en el aspecto.

—Habéis despertado mi conciencia—dijo—, y estoy dispuesto, monseñorde Valois, a redimir mi error en elsentido que me digáis. Sólo desearía queese pergamino me fuera devuelto.

—Con mucho gusto —dijo el condede Valois entregándole el documento—.Basta que el conde de Artois y yo mismolo hayamos visto; nuestro testimoniovale ante todo el reino. Vos vais aacompañarnos al instante a Vincennes;un caballo os espera abajo.

El arzobispo hizo que le dieran su

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manto, sus guantes bordados y su bonete,y descendió con lentitud,majestuosamente, precediendo a los dosnobles.

—Jamás he visto —murmuróRoberto de Artois a Valois— a unhombre humillarse con tal altanería.

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IV.- La impacienciadel viudo

En sus diversiones, más que encualquier otro acto, es donde un rey,como cualquier hombre, revela lasprofundas tendencias de su carácter. Elrey Luis X apenas sentía inclinación porla caza, por los juegos de armas ni porlos torneos, y en general por ningúnejercicio que implicara riesgo deherirse. Desde su infancia teníapredilección por jugar al frontón conpelotas de cuero; pero se cansaba y seahogaba demasiado pronto. Su diversión

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preferida consistía en instalarse, arco enmano, en un jardín cerrado, y tirar desdemuy cerca a los pájaros, pichones ypalomas que un escudero le ibasoltando, uno tras otro, de una canastade mimbre.

Aprovechando la largura del día,estaba dedicado a este cruel ejercicio enun pequeño patio de Vincennesacondicionado como un claustro, cuandosu tío y su primo le trajeron alarzobispo.

La hierba verde y recortada, quecubría el suelo del patio, estaba sucia deplumas y de gotas de sangre. Unapaloma, clavada por un ala en una viga

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del ambulatorio continuaba agitándose yzureando lastimosamente; otras,alcanzadas con mejor puntería, yacían entierra con sus delgadas patas dobladas ycrispadas sobre el vientre. ElTurbulento lanzaba una exclamación dealegría cada vez que una de las flechastraspasaba a su víctima.

—¡Otra! —gritaba al escudero enseguida.

Y si la flecha, por haber errado elblanco, iba a despuntarse sobre un muro,Luis reprochaba al escudero que habíasoltado a la paloma en un mal momento,o por el lado equivocado.

—Sire, sobrino mío —dijo Carlos

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de Valois—, hoy os veo con máshabilidad que nunca; pero si tenéis labondad de suspender por un instantevuestro ejercicio, podré probaros lasgraves cosas que os he anunciado.

—¿Qué hay de nuevo? —dijo elTurbulento con impaciencia.

Tenía húmeda la frente y rojos lospómulos. Vio al arzobispo, e hizo unaseñal al escudero para que saliera.

—Entonces, monseñor —dijodirigiéndose al prelado—, ¿es verdadque vos me impedíais conseguir unPapa?

—¡Ay, Sire! —dijo Juan de Marigny—. Vengo a revelaros ciertas cosas que

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yo creía ordenadas por vos y de las queestoy sinceramente apenado al saber queson contrarias a vuestra voluntad.

A continuación, dando la sensaciónde la mejor fe del mundo, y con ciertoénfasis en el tono, relató al rey todas lasmaniobras de Enguerrando de Marignypara impedir la reunión del cónclave yobstaculizar la elección tanto de JacoboDuèze, como la de un cardenal romano.

—Por duro que sea, Sire —concluyó—, tener que denunciar las malasacciones de mi hermano, me es aún másduro verle actuar contra la felicidad delreino, y contra el bien de la Iglesia, ydedicarse a traicionar al mismo tiempo a

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su señor de la tierra y al Señor delcielo. Ya no lo tengo por miembro de mifamilia, puesto que un hombre de miestado no tiene más familia que Dios ysu rey.

«Por poco el taimado hace que senos salten las lágrimas —pensabaRoberto de Artois—. ¡Verdaderamenteeste bribón sabe servirse de su lengua! »

Una paloma olvidada se habíaposado sobre el tejado de la galería. ElTurbulento tiró una flecha que,atravesando al ave, hizo mover las tejas.Después, enfadado, dijo de repente:

—¿De qué me sirve lo que me decíaahora? ¡Está bien, denunciar el mal

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cuando ya está hecho! Huid, messirearzobispo, que me encolerizo.

Roberto de Artois arrastró consigoal arzobispo, que ya no era necesario, yValois se quedó con el rey.

—¡En buena situación me encuentro!—continuó éste—. Enguerrando me haengañado. Está bien. Triunfáis vos; pero¿qué beneficio me reporta a mí eso?Estamos a mitad de abril, se acerca elverano. ¿Os acordáis, tío, de lascondiciones de madame de Hungría:«Antes del verano.» De aquí a ochosemanas, ¿me habéis conseguido unPapa?

—Honradamente, sobrino, no lo

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creo posible.—Entonces, no hay motivo para

hincharos y pavonearos tanto.—Sobradamente os había

aconsejado desde el invierno que oslibrarais de Marigny.

—Pero ya que no lo he hecho, ¿no esmejor emplear a Marigny? Lo voy allamar, le sermonearé, le amenazaré,tendrá que obedecerme al fin.

Tan rabioso como testarudo, elTurbulento volvía siempre a Marignycomo si fuera la única solución. Sehabía puesto a dar grandes pasosdesordenados por el porche; algunasplumas blancas se le habían pegado a

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los zapatos.En verdad, el rey, Marigny, Valois,

el de Artois, Tolomei, los cardenales yhasta la misma reina de Nápoles, todoshabían hecho su juego personal de talforma, que todos se encontraban en uncallejón sin salida, atormentándoserecíprocamente, pero sin poder avanzarun paso. Valois se daba perfecta cuentade ello, como de que, si queríaconservar la ventaja, necesitabaencontrar una solución. Y pronto.

—¡Ah, sobrino —exclamó— cuandopienso que he quedado dos veces viudode mujeres ejemplares, considero unainjusticia muy grande que vos no lo

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seáis de una mujer desvergonzada!—¡Cierto, cierto! —exclamó Luis—.

¡Si al menos aquella zorra reventara!Bruscamente se detuvo, volvió el

rostro a su tío, y comprendió que éste nohabía hablado por tontería, o paradeplorar la injusticia del destino.

—El invierno fue muy frío, lasprisiones son malas para la salud de lasmujeres —prosiguió Carlos de Valois—, y ya hace mucho tiempo que Marignyno nos informa acerca del estado deMargarita. Me admiro de que hayapodido soportar el régimen al que hasido sometida... ¿No podría ser queMarigny (y esto sería muy propio de él)

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os haya ocultado hasta qué punto estáenferma y próxima a su fin? Convendríair a ver.

Los dos quedaron absortos en elsilencio que los rodeaba.

Es admirable entre príncipes, que secomprendan tanto que las palabrasresultan innecesarias...

—Vos me habíais asegurado,sobrino —dijo simplemente Valoisdespués de un silencio—, que medaríais a Marigny el día que tuvierais unPapa.

—También puedo dároslo, tío, el díaen que sea viudo —respondió elTurbulento, bajando la voz.

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Valois se pasó sus manosensortijadas por las enrojecidas mejillasy prosiguió susurrante:

—Sería preciso que me dieraisprimero a Marigny, puesto que es élquien manda en todas las fortalezas eimpide que se entre en Château-Gaillard.

—Está bien —respondió Luis X—.Retiro mi mano de su cabeza. Podéisdecir a vuestro canciller que mepresente, para que las firme, todas lasórdenes que creáis oportunas.

Aquella misma noche, después de lahora de cenar, Enguerrando de Marignypreparaba a solas la memoria que

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pensaba enviar al rey pidiendo,conforme a las nuevas ordenanzas, eljuicio de Dios. Es decir, iba a desafiaral conde de Valois a singular combate, yse encontraba ahora con ser el primeroen pedir la aplicación de la «carta delos señores» contra la cual tanto habíaluchado.

Fue entonces cuando le anunciaronla llegada de Hugo de Bouville a quienrecibió inmediatamente.

El antiguo gran chambelán de Felipeel Hermoso tenía aspecto sombrío yparecía acosado por sentimientosencontrados.

—Enguerrando, he venido para

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prevenirte —dijo mirando a la alfombra—, no duermas esta noche en tu casa,pues quieren arrestarte. Lo sé.

—¿Arrestarme? Es una palabrayana. No se atreverán —respondióMarigny—. Además, dime ¿quiénvendrá a detenerme? ¿Alan de Pareilles?Alan nunca aceptará tal orden. Más biencercaría mi palacio con sus arqueros,para defenderme.

—Haces mal en no creerme,Enguerrando, como también has hechomal, te lo aseguro, en obrar como hasobrado en estos últimos meses. Cuandose ocupa el puesto que nosotrostenemos, trabajar contra el rey, sea cual

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sea el rey, es trabajar contra si mismo.También yo me pongo en trance detrabajar contra el rey en este momento,por la amistad que te tengo, y porquequisiera salvarte.

El corpulento Bouville se sentíaverdaderamente desgraciado. Servidorleal del soberano, amigo fiel, dignatarioíntegro, respetuoso de las leyes de Diosy de las leyes del reino, los sentimientosque lo animaban, todos honrados, sevolvían, de pronto, inconciliables.

—Lo que acabo de manifestarte,Enguerrando —prosiguió—, lo sé pormonseñor Felipe de Poitiers, que es tuúnico apoyo por el momento. Monseñor

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de Poitiers desearía que pusieras tierrapor medio entre tú y los nobles. Le haaconsejado a su hermano que te envíe agobernar algún territorio lejano, Chipre,por ejemplo.

—¿Chipre? —exclamó Marigny—.¿Dejarme encerrar en esa isla, al otroextremo del mar, cuando he gobernadoel reino de Francia? ¿Es allá dondequieren desterrarme? Yo continuarécaminando como dueño y señor sobre elsuelo de París, o moriré.

Bouville sacudió tristemente susnegros y blancos mechones.

—Créeme —repitió—, no duermasesta noche en tu casa. Y si crees que mi

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casa es suficiente asilo... Haz lo quequieras; yo ya te lo he advertido.

En seguida que partió Bouville,Enguerrando fue a tratar de aquel asuntocon su esposa y con su cuñada la señorade Chanteloup. Necesitaba hablar ysentir la presencia de sus familiares.

Las dos mujeres opinaron asimismo,que debía partir al instante hacia uno delos señoríos normandos y después,desde allí, si el peligro apremiaba,ganar un puerto y refugiarse en la cortedel rey de Inglaterra.

Pero Enguerrando se encolerizó.—¡Así, pues, no estoy rodeado más

que de cluecas y de capones!

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Y se fue a acostar como las demásnoches. Acarició a su perro favorito, sehizo desnudar por su ayuda de cámara, ymiró como éste sacaba la pesa del reloj,objeto poco extendido todavía entre losnobles, y que había adquirido a granprecio. Pensó durante un momento en lasúltimas frases de la memoria al rey y lasanotó; se aproximó a la ventana, apartóla cortina y contempló los tejados de laciudad dormida. Pasaba la ronda por lacalle de Fossés-Saint-Germain,repitiendo cada veinte pasos, con vozrutinaria:

—¡Medianoche... y la ronda...!¡Dormid en paz...!

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Como siempre, llevaban un retrasode un cuarto de hora con relación alreloj...

Enguerrando fue despertado al albapor un estrépito de botas que llegaba delpatio, y por los golpes qúe daban en laspuertas. Un escudero despavorido vino aadvertirle que los arqueros estabanabajo. Pidió sus vestidos, se vistió atoda prisa y, en el rellano, se encontrócon su mujer y su hijo que acudían,trastornados.

—Teníais razón —dijo a su mujerbesándola en la frente—. Nunca os heescuchado cuanto debía. Partid hoymismo con Luis.

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—Hubiera partido con vos,Enguerrando. Pero ahora no sabríaalejarme del lugar donde se os va aimponer un injusto padecimiento.

—El rey Luis es mi padrino —dijoLuis de Marigny—. Voy corriendo enseguida a Vincennes...

—Tu padrino es un pobre diablo y lacorona le queda ancha en la cabeza —respondió Marigny con cólera.

Después, como advirtiera que estabaoscura la escalera, gritó:

—¡Vamos, criados! ¡Luz!¡Alumbradme!

Y cuando sus servidores acudieron,descendió entre las dos filas de

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candelabros como un rey.El patio estaba lleno de soldados.

En el marco de la puerta armado concasco y cota de mallas, se recortaba unaalta silueta sobre la mañana gris.

—¿Cómo has aceptado, Pareilles...?¿Cómo has osado? —dijo Marignylevantando las manos.

—No soy Alan de Pareilles —respondió el oficial. Messire dePareilles ya no manda los arqueros.

Se apartó para dejar pasar a unhombre delgado, con vestidoeclesiástico, que era el cancillerEsteban de Mornay. Como Nogaret,ocho años antes, había ido en persona a

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apoderarse del Gran Maestre de losTemplarios, Mornay venía ahora enpersona a prender al rector general delreino.

—Messire Enguerrando —dijo—,os ruego que me sigáis al Louvre, dondetengo orden de encerraros.

A la misma hora, la mayor parte delos grandes jurisconsultos burgueses delreinado anterior, Raúl de Presles,Miguel de Bourdenai, GuillermoDubois, Godofredo de Briançon,Nicolás Le Loquetier y Pedro deOrgemont, eran detenidos en susdomicilios y conducidos a diversasprisiones, mientras se despachaba un

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destacamento hacia Châlons paraprender al obispo Pedro de Latille, elamigo de juventud de Felipe elHermoso, al que éste había llamado contanto interés en sus últimos instantes.

Con ellos, todo el reinado del Reyde Hierro era sometido a prisión.

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V.- Asesinos en laprisión

Cuando Margarita de Borgoña oyó,en plena noche, bajar el puente levadizode Château-Gaillard, y el resonar de lospasos de los caballos en el patio, dudóen un principio de que estos sonidosfueran verdaderos. ¡Había esperadotanto, tanto había soñado en aquelinstante desde que —en la carta dirigidaal conde de Artois—, había aceptado sudeshonra y consentido en perder todossus derechos, en su propio perjuicio y enel de su hija, a cambio de una liberación

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prometida y que no llegaba nunca!Nadie había respondido, ni Roberto

ni el rey. No había aparecido ningúnmensajero. Las semanas se deslizabanen un silencio más destructor que elhambre, más agotador que el frío, másdegradante que la miseria. Margarita,aquellos días, no se movía de su lecho,víctima de una fiebre en la que el almatenía tanta parte como el cuerpo, y quela mantenía en un estado de semiinconsciencia. Con los grandes ojosabiertos sobre las tinieblas de la torre,pasaba las horas escuchando los latidosdemasiado rápidos de su corazón. Elsilencio se poblaba de rumores

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inexistentes y la oscuridad era invadidade amenazas trágicas que no venían dela tierra, sino del Más Allá. El deliriode los insomnios desorganizaba surazón... Felipe de Aunay, el belloFelipe, no estaba totalmente muerto; loveía marchar a su lado, con las piernasquebradas y el vientre ensangrentado;ella extendía los brazos hacia él pero nolo podía coger. Sin embargo, él laatraía, sin que ella se moviera, sobre eltrayecto que va de la tierra hasta Dios,sin sentir ya la tierra y sin ver jamás aDios. Y esta marcha atroz duraría hastala consumación de los siglos, hasta elJuicio final; tal vez eso era, después de

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todo, el Purgatorio...—¡Blanca! —gritó—. ¡Blanca! ¡Ya

llegan!Porque los candados, los cerrojos y

las puertas rechinaban verdaderamenteal pie de la torre; numerosos pasosresonaban en los escalones de piedra.

—¡Blanca! ¿Oyes?Pero la débil voz de Margarita no

llegaba hasta su prima a través delespesor de la puerta que, durante lanoche, separaba los dos pisos de sucalabozo.

La luz de una sola vela cegó a lareina prisionera. Unos hombres seapretaban en el marco de la puerta.

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Margarita no pudo contarlos. No veíamás que al gigante de manto rojo, deojos claros y de puñal plateado queavanzaba hacia ella.

—¡Roberto! —murmuró—.¡Roberto, al fin habéis venido!

Detrás del conde de Artois, unsoldado llevaba un asiento que depositójunto al lecho de Margarita.

—Y pues, prima —dijo Robertosentándose— vuestra salud no marchabien, por lo que me han dicho y por loque veo. Sufrís...

—...Padezco de todo —dijoMargarita— y ni siquiera sé si estoyviva.

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—Así, pues, he llegado a tiempo.Pronto va a acabar todo; lo vais a ver.Vuestros enemigos han sido destruidos.¿Estáis en condiciones de escribir?

—No sé —dijo Margarita.El de Artois, haciendo acercar la

luz, observó más atentamente el rostrodescompuesto y enjuto, los labiosconsumidos de la prisionera y sus ojosnegros anormalmente brillantes yhundidos, sus cabellos pegados por lafiebre al borde de la frente combada.

—Al menos podréis dictar la cartaque el rey espera. ¡Capel án! —llamó elde Artois chasqueando los dedos.

Un hábito blanco y un gran cráneo

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afeitado y azulado salieron de lapenumbra.

—¿Se me ha concedido laanulación? —preguntó Margarita.

—¿Cómo se os iba a conceder,prima, si rehusásteis acceder a lo que seos pedía?

—No rehusé —dijo ella—. Loacepté..., lo acepté todo. No sé, nocomprendo.

—Que vayan a buscar un cántaro devino para reanimarla —dijo el de Artoisvolviendo la cabeza.

Unos pasos se alejaron por lahabitación y por la escalera.

—Haced un esfuerzo, prima —

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prosiguió el de Artois—. Ahora escuando debéis aceptar lo que os voy aaconsejar.

—Pero si yo os escribí, Roberto; osescribí para que dijerais a Luis... todocuanto me habíais pedido... que mi hijano era suya...

El mundo exterior vacilabaalrededor de Margarita.

—¿Cuándo? —preguntó Roberto.—Pues hace mucho tiempo...

semanas, dos meses, me parece y esperodesde entonces ser liberada...

—¿A quién le disteis esa carta?—Pues... a Bersumée.De repente pensó Margarita,

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despavorida: «¿Escribíverdaderamente? Esto es horroroso, nosé... no sé nada.»

—Preguntad a Blanca —murmuróella.

Se produjo un gran ruido cerca deella; Roberto de Artois se habíalevantado; había agarrado a uno queestaba a su alcance; lo sacudía por elcuello, y gritaba de tal forma queMargarita apenas comprendía laspalabras.

—Pues, sí, monseñor... yo mismo, yola llevé —respondió con vozdespavorida Bersumée.

—¿Dónde la entregaste? ¿A quién?

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—Dejadme, monseñor, dejadme, meahogáis. Le di la carta a monseñor deMarigny. Eran las órdenes que tenía.

El alcaide no pudo esquivar elpuñetazo que le dio en plena cara, unverdadero mazazo que le hizo gemir ytambalearse.

—¿Es que yo me llamo Marigny?Cuando se te confía un pliego para mi,¿se lo has de llevar a otro?

—El me aseguró, monseñor...—Cállate, animal, te ajustaré las

cuentas más tarde; y puesto que eres tanamigo de Marigny, te enviaré a hacerlecompañía al calabozo del Louvre —dijoel de Artois.

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Después, volviéndose a Margarita,prosiguió:

—Nunca recibí vuestra carta, prima,Marigny se la guardó para si.

—¡Ah! ¡Bien! —dijo ella.Se sintió tranquilizada. Al menos,

ahora sabía que había escrito.En aquel momento, el sargento

Lalaine entró, trayendo la cántara devino que habían pedido. Roberto deArtois miró cómo bebía Margarita.

«¡Y no me he traído veneno!»,pensaba, «tal vez hubiera sido más fácil;soy tonto de no haber pensado en ello...Así, pues, ella había aceptado... ynosotros sin saberlo. Sí, todo ha sido

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una gran tontería; pero ahora esdemasiado tarde para cambiar. Y detodas maneras, en el estado en que seencuentra, no vivirá mucho».»

Habiendo descargado su cólera enBersumée, ya no sentía interés poraquello y estaba casi triste. Allí estaba,macizo, sentado con las manos puestassobre los muslos, rodeado de guerrerosarmados hasta los dientes, delante deaquel jergón donde yacía una jovenagotada. ¡Cuánto la había detestadomientras era reina de Navarra yprometida del trono de Francia! ¿Qué nohabía tramado para perderla,multiplicando viajes, intrigas y gastos,

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uniendo contra ella a la corte deInglaterra y a la corte de Francia?Incluso el último invierno, por muypoderoso barón que él fuera, ymiserable la condición de prisionera enque ella se encontraba, la hubieramolido a gusto cuando rehusó escribir lacarta. Ahora, su triunfo lo había llevadomás al á de donde hubiera querido ir.No sentía compasión, solamente unaespecie de indiferencia asqueada, unalasitud amarga.

¡Tantos medios movilizados contraun cuerpo femenino, enflaquecido yenfermo! El odio, en Roberto, habíadesaparecido porque no encontraba ya

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la resistencia a la altura de su fuerza.Y verdaderamente sintió, sí,

sinceramente sintió que la carta nohubiera llegado a su poder, y pensó enlo absurdo del encadenamiento deldestino. Sin el obtuso celo de aquel asnode Bersumée, ahora Luis X ya habríatenido la oportunidad de casarse denuevo, Margarita estaría instalada en untranquilo convento y Marigny, sin duda,en libertad, o quizá todavía en el poder.

Nadie se habría visto empujado asoluciones extremas, y él mismo,Roberto de Artois, no se encontraríaallá, encargado de ejecutar a unamoribunda.

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—Es un trago necesario; pero debehacerse dentro del secreto de la familia—le había dicho Carlos de Valois.

Y Roberto había aceptado aquellamisión por la razón principal de que ledaría ventaja sobre Valois y sobre elrey. Tales servicios se pagan sinlimitación... Además, el destino, si biense considera, no había sido absurdo másque en apariencia; cada uno, con losactos que le dictaba su propio carácter,había contribuido a que los hechos nopudieran desarrollarse de forma distinta:

«¿No fui yo quien el año pasadoinició este asunto en Westminster? Metoca pues acabarlo. Pero ¿lo hubiera

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empezado yo, si Marigny, para concertarlas bodas de las de Borgoña, no mehubiera obligado, al despojarme de micondado de Artois en provecho de mi tíaMahaut? Y Marigny se pudre ahora en elLouvre.» El destino mostraba ciertalógica.

Roberto se percató de que todos losde la habitación lo miraban: Margaritadesde el fondo de su camastro,Bersumée que se frotaba la mandíbula,Lalaine que había vuelto a coger lacántara, Lormet apoyado contra la pareden la penumbra, el capellán apretando elescritorio sobre su vientre; todosparecían estupefactos al verlo meditar.

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El gigante resopló.—Ya veis, prima —dijo—, cómo

Marigny era vuestro enemigo y cómo esenemigo de todos nosotros. Esta cartarobada nos da una nueva prueba. SinMarigny, jamás habríais sido acusada, nitratada de esta forma. Aquel felón seingenió para perjudicaros, tanto como alrey y al reino. Pero ahora está detenidoy yo vengo a recoger vuestras quejascontra él, a fin de apresurar la justiciadel rey y vuestra gracia.

—¿Qué tengo que declarar? —preguntó Margarita.

El vino que acababa de beberapresuraba aún más los latidos de su

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corazón, respiraba de maneraentrecortada, y se apretaba el pecho.

—Voy a dictar por vos al capellán,—dijo Roberto.

El capellán se sentó en tierra, con latablilla de escribir sobre sus rodillas. Asu lado la vela iluminaba desde abajolos tres rostros.

Roberto sacó de su bolsa una hojaplegada, con el texto escrito, que él leyóal capellán.

—«Sire, esposo mío, me muero depesadumbre y consumida por laenfermedad. Os suplico me otorguéis elperdón, pues si no lo hacéis pronto...

—Un momento, monseñor, no os

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puedo seguir —dijo el capellán—, yo noescribo como vuestros empleados deParís.

—...pues si no lo hacéis pronto,siento que me queda muy poco de vida,y que el alma va a abandonarme. Todoha sido culpa del señor de Marigny, queme ha querido perder en vuestra estimay en la del difunto rey denunciandocosas cuya falsedad os juro, y que me hahecho, con odioso trato...

—Un momento, monseñor —rogó elcapellán.

Había cogido un raspador parasuavizar una aspereza de la vitela.

Roberto tuvo que esperar un

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momento, antes de reemprender yterminar:

—»...reducir a la miseria en que meencuentro. Todo ha sucedido por causade ese malvado.

También os ruego que me saquéis deeste estado y os aseguro que jamás hedejado de seros obediente esposa en lavoluntad de Dios.»

Margarita se alzó un poco en sujergón. No comprendía por qué enormecontradicción pretendían, ahora, que ellase proclamara inocente.

—Pero, entonces, primo, peroentonces, ¿las confesiones que mehabíais pedido?

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—Ya no son necesarias, prima —respondió Roberto—. Esto que vais afirmar aquí reemplazará todo lo demás.

Pues lo que necesitaba en aquelmomento Carlos de Valois era reunircontra Enguerrando todos lostestimonios posibles, falsos overdaderos. Este de Margarita era degran importancia, ya que ofrecía laventaja de lavar, al menos en apariencia,el deshonor del rey, y la de haceranunciar por la reina su propia muerte.¡Verdaderamente, monseñores de Valoisy de Artois eran hombres deimaginación!

—¿Y Blanca? —preguntó Margarita

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—. ¿Qué va a ser de ella? ¿Se hapensado en Blanca?

—No os inquietéis —dijo Roberto—. Se hará por ella todo lo necesario.

Y Margarita trazó su nombre al piedel pergamino.

Entonces Roberto de Artois selevantó y se inclinó hacia su prima. Losotros se habían retirado hacia el fondode la estancia. El gigante posó las manossobre el hombro de Margarita.

Al contacto de aquella ancha palma,Margarita sintió un agradable calor quela calmaba y que descendía por todo sucuerpo. Colocó sus descarnadas manossobre los dedos de Roberto como si

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temiera que los retirara demasiadopronto.

—Adiós, prima mía —dijo él—.Adiós. Os deseo un buen descanso.

—Roberto, —preguntó ella en vozbaja buscando al mismo tiempo sumirada—, la otra vez que vinisteis y mequisisteis poseer, ¿ me deseabaisverdaderamente?

Ningún hombre es totalmentemalvado; el conde de Artois dijo enaquel momento una de las pocas frasescaritativas que jamás hubieran salido desus labios:

—Sí, mi hermosa prima, os quise.Entonces sintió que ella se distendía

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bajo sus manos, calmada y casi feliz.Ser amada, ser deseada habíaconstituido la verdadera razón de vivirde aquella reina, mucho más quecualquier corona.

Margarita miró a su primo que sealejaba al mismo tiempo que la luz;ahora le parecía irreal;

¡era tan grande que le hacía soñar,envuelto en aquella penumbra, en loshéroes invencibles de lejanas leyendas!

El hábito blanco del dominico y elgorro de lobo de Bersuméedesaparecieron con Roberto, queempujaba a su mundo delante de él.Todavía permaneció un momento en el

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umbral, como si experimentara unaligera vacilación, y aún tuviera algo quedecir. Después se cerró la puerta, laoscuridad se hizo total y Margarita,asombrada, no oyó el habitual ruido delos cerrojos. Así pues, no la encerrabancon candados, y este hecho, omitido porprimera vez después de trescientoscincuenta días, le pareció promesa deliberación.

Al día siguiente la dejarían bajar ypasearse a su antojo por Château-Gaillard; y además, pronto una literavendría a recogerla y la llevaría hacialos árboles, las ciudades y los hombres.

«¿Podré ponerme de pie?» se decía.

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« ¿Me sostendrán las fuerzas? ¡Oh sí, mevolverán las fuerzas!»

Sus brazos, la frente y el pechoestaban ardiendo, pero ella curaría,sabía que curaría.

También sabía que no podría dormirel resto de la noche. ¡Pero se sentiría tanacompañada hasta el alba por aquellahermosa esperanza!

De pronto, percibió un ruido ínfimo;ni siquiera era ruido aquella especie deherida en el silencio que produce elaliento contenido de un ser vivo. Habíaalguien en la estancia.

—¡Blanca! —exclamó. ¿Eres tú?Tal vez hubieran descorrido también

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los cerrojos que separaban los dospisos. Sin embargo, ella no había oídogirar ningún gozne. ¿Y por qué su primahabría de tomar tantas precauciones paraavanzar? A menos que... pero no, Blancano había enloquecido repentinamente.

Incluso parecía estar mejor aquellosúltimos días, desde que había llegado laprimavera.

—¡Blanca! —repitió Margarita convoz angustiada.

Volvió a hacerse el silencio, yMargarita, por un instante, creyó que erasu fiebre la que inventaba presencias.Pero, un momento después oyó otra vezel hálito contenido, más cerca, y un

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ligerísimo rechinamiento en el suelo,como el que producen las uñas de unperro. Sentía a su lado ya aquellarespiración. Tal vez fueraverdaderamente un perro, el perro deBersumée que habría entrado tras sudueño, y que había quedado olvidadoallí; o bien las ratas... las ratas con suspasitos de hombre, sus rozamientos, susactivos enredos, su extraña manera decruzar la noche en misteriosas tareas. Enmuchas ocasiones había habido ratas enla torre, y el perro de Bersumée,precisamente, las había matado. Pero alas ratas no se las oye respirar.

Se alzó bruscamente en su lecho,

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aterrada, enloquecida. Había llegado asu oído el roce de un hierro contra lapiedra del muro. Con los ojosdesesperadamente abiertos, interrogabaa las tinieblas a su alrededor.

—¿Quién está ahí? —gritó.De nuevo, silencio. Pero ahora

estaba cierta de no hallarse sola.También ella contenía inútilmente larespiración. La oprimía una angustiacomo jamás había sentido. Iba a moriren unos instantes; tenía la insufriblecerteza; y el terror que sentía en laespera de lo inadmisible, se sumaba alhorror de no saber cómo iba a morir, nien qué lugar de su cuerpo iba a ser

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herida, ni cuál era esa presenciainvisible que se aproximaba a ella a lolargo del muro.

Una forma redonda, más negra que lanoche, cayó de repente sobre el lecho.Margarita lanzó un alarido que Blancade Borgoña, en el piso de encima,percibió a través de la noche y quesiempre recordaría. El grito fue ahogadoinmediatamente. Dos manos habíanechado un paño sobre la boca deMargarita y lo retorcían alrededor de sugarganta.

Con el cráneo mantenido contra unancho pecho de hombre, con los brazosbatiendo el aire y con todo el cuerpo

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agitándose para tratar de liberarse,Margarita respiraba produciendo unruido ronco. La tela que le aprisionabael cuello se estrechaba como una argollade plomo ardiendo. Se ahogaba. Susojos se llenaron de fuego; enormescampanas de bronce comenzaron a sonaren sus sienes. Pero el verdugo tenía unaligereza de manos digna de él;enmudecieron las campanas bruscamentey Margarita cayó en el oscuro abismosin límites.

Momentos después, en el patio deChateau-Gaillard, Roberto de Artois,que esperaba bebiendo un cubilete devino con los escuderos, vio a su criado

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Lormet aproximarse a su caballofingiendo volverlo a cinchar. Habíanapagado las antorchas, y el díaempezaba a despuntar.

Hombres y caballos flotaban en unabruma gris.

—Está hecho, monseñor —murmuróLormet.

—¿Ninguna huella? —preguntóRoberto en voz baja.

—Ninguna, monseñor. No lequedará la cara negra; le he roto elhueso del cuello y he vuelto a dejar lacama en orden.

—No es fácil, sin luz.—Bien sabéis que soy como las

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lechuzas; veo de noche, monseñor.El de Artois, que había saltado a la

silla, hizo a Bersumée señal de que seacercara.

—He encontrado a doña Margaritamuy mal —le dijo—. Mucho me temo,en vista de su estado, que no pase de lasemana, ni tal vez siquiera del día demañana. Si llegara a morir, tienes ordende marchar a París a todo galope ypresentarte directamente en casa demonseñor de Valois, para hacerle saberla noticia... En casa de monseñor deValois, ya me has oído. Procura esta vezno equivocarte de dirección, y cierra elpico. Acuérdate de que tu monseñor de

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Marigny está en prisión, y de que podríahaber para ti un puesto en la hornada quese prepara para las horcas del rey.

Empezaba a clarear tras la espesurade los bosques de Andelys, dibujandocon su suave resplandor, entre el gris yel rosa, un horizonte de árboles. Abajo,el río lanzaba débiles reflejos.

Roberto de Artois, bajando delacantilado de Château-Gaillard, sentíabajo él los movimientos regulares de lasespaldillas de su caballo, y los ijarestibios que se estremecían contra susbotas. Se llenó los pulmones con unagran bocanada de aire fresco.

—Después de todo, es bueno estar

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vivo —murmuró.—Sí, monseñor, es bueno —

respondió Lormet—. De seguro que va ahacer un espléndido día de sol.

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VI.- Camino deMontfaucon

A pesar de la angostura del tragaluz,Marigny podía ver, entre los gruesosbarrotes empotrados en cruz en lapiedra, el majestuoso manto del cielo enel que brillaban las estrellas de abril.

No deseaba dormir. Espiaba losextraños rumores nocturnos de París: elgrito de los guardias que hacían suronda, el rodar de las carretascampesinas que llevaban hasta elmercado su cargamento de legumbres...Aquella ciudad, cuyas calles había

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alargado, cuyos edificios habíaembellecido, cuyos motines habíacalmado, aquella ciudad nerviosa, en laque se sentía siempre latir el pulso delreino, y que había sido durante dieciséisaños el centro de sus pensamientos y desus cuidados, ahora, desde hacía dossemanas, la odiaba como se odia a unapersona.

Este resentimiento había comenzadola mañana en que Carlos de Valois,temiendo que Marigny encontraraalgunos cómplices en el Louvre, del quehabía sido capitán en otro tiempo, habíadecidido trasladarlo a la torre delTemple. A caballo, rodeado de soldados

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y de arqueros, Marigny había atravesadouna gran parte de la capital y, de pronto,había descubierto que aquel pueblo quedurante tantos años se había inclinado asu paso, lo detestaba. Los insultos que lehabían lanzado, la explosión de alegríaen las calles y a lo largo de surecorrido, los puños tendidos, lasburlas, las risas, las amenazas demuerte; todo aquello había sido para elantiguo rector del reino un hundimientoacaso peor que su mismo arresto.

Quien ha gobernado largo tiempo alos hombres, esforzándose en obrar porel bien común, el que sabe las fatigasque esta labor le ha costado, cuando

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súbitamente percibe que nunca ha sidoamado ni comprendido, sino solamentesoportado, le invade una gran amargura,y se pregunta si no habría sido mejordedicar su vida a otro menester.

Las siguientes jornadas no habíansido menos horrorosas.

Conducido a Vincennes, en estaocasión, no para sentarse entre losdignatarios del reino, sino paracomparecer ante un tribunal de nobles yde prelados, Enguerrando de Marignyhabí a tenido que escuchar al procuradorJuan de Asnières, la interminable lecturadel acta de acusación.

—Non nobis, Domine, non nobis,

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sed nomini tu...13. —exclamó Juan deAsnières al comenzar.

En nombre del Señor, manteníacontra Marigny cuarenta y un cargos:concusión, traición, prevaricación,relaciones secretas con enemigos delreino, todo ello fundamentado sobreextraños asertos. Reprocharon aMarigny haber hecho llorar de tristeza alrey Felipe el Hermoso, haber engañadoa monseñor de Valois en la valoraciónde la tierra de Gaillefontaine, haber sidovisto hablando a solas, en medio delcampo, con Luis de Nevers, hijo delconde de Flandes...

Enguerrando pidió la palabra y se la

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negaron. Reclamó el juicio de Dios eigualmente le fue negado. Lo declararíanculpable sin dejarle siquiera defenderse,como si juzgaran a un muerto.

Entre los miembros del tribunal seencontraba Juan de Marigny.Enguerrando se imaginó fácilmente elinnoble trato cerrado por su hermano,para conservar la archidiócesis que él lehabía conseguido... Todo el tiempo queduró aquel proceso sin debate,Enguerrando buscaba la mirada de suhermano menor; pero no encontraba másque un rostro impasible, unos ojoshuidizos y unas bellas manos quealisaban con gesto indolente las cintas

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de una cruz pectoral.—¿No me mirarás, Judas? ¿No me

mirarás, Cain? —murmurabaEnguerrando.

Si hasta su mismo hermano secolocaba con tal cinismo entre elnúmero de sus acusadores, ¡cómoesperar de nadie un gesto de lealtad odegratitud!

No asistían ni el conde de Poitiers niel conde de Evreux, pues no podíanmanifestar más que con la ausencia sureprobación de aquella parodia dejuicio.

Los silbidos de la muchedumbrehabían acompañado de nuevo a Marigny

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en su trayecto de vuelta de Vincennes alTemple, donde ahora, con cadenas enlos pies, se vio encerrado en el mismocalabozo que había servido para Jacobode Molay. Su cadena fue remachada a lamisma argolla en la que antaño habíasido remachada la cadena del GranMaestre; y el salitre conservaba todavíalas marcas hechas por el ancianocaballero para contar el paso de losdías.

«¡Siete años! Nosotros locondenamos a pasar aquí siete años,para enviarlo después a la hoguera. Yyo, que no estoy más que desde hacesiete días, ya comprendo todo lo que

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sufriría», pensó Marigny.El hombre de Estado, desde las

alturas en que ejerce su poder, protegidopor todo el aparato de tribunales, depolicía y de ejércitos, no ve al hombreen el condenado que envía a la prisión oa la muerte; anula simplemente unaoposición. Marigny, se acordaba delmalestar que había experimentadomientras los Templarios se quemaban enla isla de los Judíos, y cómo en aquelinstante había comprendido que no setrataba ya de abstractos podereshostiles, sino de seres humanos, de sussemejantes.

Durante un breve momento, aquella

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noche, aun reprochándose estesentimiento como una debilidad, sehabía hecho solidario de losajusticiados. Ahora lo era él, en el fondode aquel calabozo. «Verdaderamente,todos nosotros fuimos maldecidos por loque hicimos entonces.»

Después, Marigny fue conducidootra vez a Vincennes, para asistir allí ala más siniestra y espantosa ostentaciónde odio y de bajeza. Como si no fueransuficientes todas las acusaciones que sehabían hecho pesar sobre él, como siaún quedaran en las conciencias delreino algunas dudas que fuera precisoeliminar, se habían dedicado a imputarle

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crímenes extravagantes, haciendodesfilar a tal efecto un pasmoso desfilede falsos testigos.

Carlos de Valois se gloriaba dehaber descubierto a tiempo unamonstruosa confabulación de hechicería.La señora de Marigny y su hermana, laseñora de Chanteloup, bajo lainstigación de Enguerrando, habíanmandado hechizar y traspasar con agujasmuñecas de cera que representaban alrey, al mismo Valois y al conde deSaint-Pol. Al menos, esto afirmabanunos individuos salidos de la calle deBourdonnais donde tenían su oficina demagia con la tolerancia de la policía. Se

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citaron como testigos, una coja, criaturadel diablo, y un cierto Paviot queacababan de ser condenados por unasunto similar. No pusieroninconvenientes para declararsecómplices de madame Marigny; pero sevieron dolorosamente sorprendidoscuando les fue confirmada la sentenciaque los enviaba a la hoguera. ¡Hasta lostestigos falsos eran engañados en esteproceso!

Finalmente, se anunció la muerte deMargarita de Borgoña, y en medio de lagran emoción causada por esta noticia,se leyó la carta que la reina habíaescrito a su esposo la vigilia de su

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muerte.—¡La han asesinado! —gritó

Marigny, que vio entonces clara toda lamaquinación.

Pero los hombres que lo guardabanlo hicieron callar, mientras Juan deAsnières añadía aquel nuevo elemento asu requisitoria.

En vano el rey de Inglaterra habíaintervenido días antes mediante unmensaje, a su cuñado de Francia paraque perdonara a Enguerrando. En vanoLuis de Marigny se había arrojado a lospies de su padrino el Turbulento,pidiéndole gracia y justicia. Luis X, encuanto oía el nombre de Marigny, no

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respondía más que con estas palabras:—He retirado mi mano de sobre su

cabeza.Y las repitió por última vez en

Vincennes.Enguerrando oyó entonces que lo

condenaban a la horca, que su mujersería encerrada en una prisión y susbienes confiscados.

Pero Valois seguía frenético; noestaría tranquilo mientras no viera aEnguerrando balancearse colgado de unacuerda. Y para evitar cualquier posibletentativa de evasión, hizo trasladar a suenemigo a una tercera cárcel, la deChatelet.

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Era, pues, desde un calabozo deChatelet, desde donde Marigny, la nochedel 30 de abril de 1315, contemplaba elcielo a través de un tragaluz.

No tenía miedo de la muerte, almenos se esforzaba en aceptar loinevitable. Pero la idea de la maldiciónle obsesionaba; porque la iniquidadhabía sido tan completa, que necesitabaver en ella, a través y por encima de lasúbita rabia de los hombres, la señalmanifiesta de una voluntad superior.<¿Era, verdaderamente, la cólera divinala que hablaba por boca del GranMaestre? ¿Por qué fuimos maldecidostodos, aun los no nombrados,

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simplemente por estar presentes? Sinembargo, sólo habíamos actuado por elbien del reino, por la grandeza de laIglesia y por la pureza de la Fe.Entonces, ¿por qué ese encarnizamientodel cielo contra cada uno de nosotros?»

Faltándole unas horas para serejecutado, volvía sobre los pasos delproceso de los Templarios, como sifuera allí, más que en ninguna otra de lasacciones públicas o privadas querealizara a lo largo de su vida, donde seocultaba la última explicación, quequería encontrar antes de morir. Ysubiendo lentamente los peldaños de sumemoria, con la determinación que

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había puesto siempre en todas las cosas,llegó como a un umbral donde, derepente, se hizo la luz y lo comprendiótodo claramente.

La maldición no venía de Dios. Lamaldición venía de él mismo y no teníaotra fuente que sus propios actos; y lomismo sucedía a todos los hombres ypara todos los castigos.

«Los Templarios se habían alejadode su regla; se habían desviado delservicio de la Cristiandad para noocuparse más que del comercio y deldinero; el vicio se había deslizado entresus filas y había minado su grandeza.Por eso ellos llevaban en sí mismos su

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maldición, y había sido justo suprimir laOrden. Pero para acabar con losTemplarios, yo hice nombrar arzobispoa mi hermano, ambicioso y cobarde, afin de que los condenara por crímenesimaginarios; por consiguiente, no puedesorprender que mi hermano se hayasentado en el tribunal que me hacondenado por crímenes imaginarios.No puedo reprocharle su traición: soyyo el autor... Porque Nogaret habíatorturado demasiados inocentes paraextraerles las confesiones que deseaba yque creía necesarias para el bienpúblico, sus enemigos acabaron porenvenenarlo... Porque Margarita de

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Borgoña fue obligada a casarse porrazones de Estado con un príncipe queno amaba, traicionó al matrimonio;porque lo traicionó, fue descubierta yencarcelada. Porque yo quemé su cartaque habría podido liberar al rey Luis, heperdido a Margarita y me he perdido almismo tiempo... Porque Luis la ha hechoasesinar, cargándome a mí el crimen,¿qué le sucederá? ¿Qué le sucederá aCarlos de Valois, que esta mañana meva a hacer ahorcar por faltas que él hainventado? ¿Qué le sucederá aClemencia de Hungría si acepta, paraser reina de Francia, casarse con unasesino...?

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Hasta cuando somos castigados porfalsos motivos, hay siempre una causaverdadera de nuestro castigo. Todo actoinjusto, aun cometido por una causajusta, lleva en sí la maldición.»

Y cuando hubo descubierto esto,Enguerrando de Marigny dejó de odiar atodo el mundo y de buscar unresponsable de su suerte. Este era suacto de contrición, y a su modo, taneficaz como el de las oracionesaprendidas. Se sentía lleno de paz, ycomo de acuerdo con Dios aceptaba quesu destino tuviera aquel fin.

Permaneció muy tranquilo hasta elalba, y no tuvo la impresión de

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descender de aquel umbral luminosodonde su meditación acababa desituarlo.

Hacia la hora de prima, oyó un grantumulto por el otro lado de las murallas.Cuando vio entrar al preboste de París,al lugarteniente de lo criminal y alprocurador, se puso lentamente en pie yesperó a que le quitaran las cadenas.Tomó el manto escarlata que llevaba eldía de su detención y se cubrió loshombros. Experimentaba una extrañaimpresión de fuerza, y se repetíaconstantemente aquella verdad que se lehabía revelado: «Todo acto injusto, auncometido por una causa justa...»

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—¿A dónde me llevan? —preguntó.—A Montfauconk, messire.—Está bien. Yo hice construir ese

patíbulo; acabaré pues en mi obra.Salió del Châtelet en una carreta

tirada por cuatro caballos, precedida,seguida y flanqueada por variascompañías de arqueros y guardias de laronda. «Cuando mandaba en el reino yono quería más que tres guardias deescolta. Ahora tengo trescientos parallevarme a morir...»

A los alaridos de la muchedumbre,Marigny, en pie, respondía: «Buenasgentes, rogad a Dios por mi.»

Al final de la calle de Saint-Denis,

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el cortejo se detuvo delante delconvento de las Filles-Dieu. Se hizodescender a Marigny y se le condujo alpatio al pie de un crucifijo de maderacolocado bajo un dosel. «Es verdad, quesiempre se hace así», pensó, «pero yonunca había asistido a esto.

Sin embargo, ¡cuántos hombres heenviado a la horca!... He tenidodieciséis años de dicha y de fortuna paracobrarme el bien que haya podido hacer,y dieciséis días de infortunio y unamañana de muerte para castigarme porel mal... Dios es misericordioso».

Al pie del crucifijo, el capellán delconvento recitó sobre Marigny

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arrodillado, la oración de losagonizantes. Después las religiosas lellevaron al condenado un vaso de vino ytres trozos de pan que él masticólentamente, apreciando por última vez elgusto de los alimentos del mundo.

Detrás de los muros, lamuchedumbre continuaba aullando. «Elpan que ellos comerán en seguida, lesparecerá menos bueno que el que acabande darme», pensó Marigny cuandovolvía a subir a la carreta.

El cortejo franqueó las murallas, ypasados los arrabales, apareció, erigidosobre una eminencia, el cadalso deMontfaucon.

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Reconstruido, hacía poco, sobre elemplazamiento del viejo cadalso quedataba de tiempos de San Luis, aparecíacomo una gran construcción inacabada ysin techumbre. Dieciséis pilares desillería, erectos hacia el cielo, sealzaban desde una vasta plataformacuadrada que se asentaba sobre grandesbloques de piedra sin desbastar. En elcentro de la plataforma se abría una granfosa, que servía de osario y las horcasestaban alineadas a lo largo de esta fosa.Los pilares estaban unidos por vigasdobles y cadenas de hierro de las cualesse colgaban los cuerpos después de suejecución. Se les dejaba pudrir allí a

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pleno viento y abandonados a loscuervos, para que sirvieran de ejemplo einspiraran respeto a la justicia real.Aquel día se hallaban suspendidos unadocena de cuerpos, unos desnudos, otrosvestidos hasta la cintura, y cubiertos losriñones con un girón de tela, según losverdugos tuvieran derecho a todos oparte de sus vestidos. Algunoscadáveres eran ya esqueletos, otroscomenzaban a descomponerse en susvestiduras, con las caras verdes onegras, rezumando repugnantes líquidospor los oídos y la boca, y con jirones decarne, arrancados por el pico de lospájaros, caídos sobre las telas. Un hedor

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espantoso se esparcía a su alrededor.Una muchedumbre reunida

rápidamente había venido para asistir alsuplicio. Los arqueros formaron cordónpara contener los remolinos.

Cuando Marigny descendió de lacarreta, el sacerdote que lo acompañabale invitó a hacer confesión de las faltaspor las que le habían condenado.

—No, padre —dijo Marigny.Negó haber hecho hechizar a Luis X

ni ningún príncipe real, negó haberrobado al Tesoro, negó todos los cargosque se habían acumulado contra él yafirmó que los actos que le reprochabanhabían sido ordenados o aprobados por

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el difunto rey su señor.—Pero he cometido actos injustos

por causas justas y de eso no mearrepiento.

Precedido por el verdugo, subió lapendiente de piedra por la que sellegaba a la plataforma y, con laautoridad que siempre había tenido,preguntó designando las horcas:

—¿Cuál?Como desde lo alto de un estrado,

dirigió una última mirada sobre laaullante multitud.

Rehusó que le ataran las manos.—Que no se me sujete.Él mismo levantó sus cabellos y

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adelantó la cabeza de toro hacia el nudocorredizo que se le presentaba. Tomóuna gran bocanada, como para conservarel mayor tiempo posible la vida en suspulmones, cerró los puños; y la cuerda,tirada por seis brazos, lo elevó dostoesas del suelo.

Y el gentío, que no esperaba másque esto, lanzó, sin embargo, un inmensogrito de asombro. Durante variosminutos se le vio retorcerse, con losojos desorbitados, con la caravolviéndose azul y después violeta, conla lengua fuera y con los brazos y laspiernas agitándose como si tratara detrepar a lo largo de un palo invisible. Al

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fin los brazos volvieron a caer, lasconvulsiones disminuyeron su amplitud,cesaron por completo, y los ojosperdieron la mirada.

La muchedumbre, entonces,enmudeció, todavía sorprendida.

Valois había ordenado que elcondenado quedara completamentevestido a fin de que fuera másreconocible.

Los verdugos bajaron el cuerpo y loarrastraron por los pies a través de laplataforma; luego, acercando susescaleras a la parte delantera delcadalso, de cara a París, suspendieronen las cadenas, para dejarlo pudrir entre

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carroñas de desconocidos malhechores,a uno de los ministros más grandes queFrancia haya tenido jamás.

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VII.- La estatuaabatida

En la oscuridad de Montfaucon,donde las cadenas rechinaban al viento,aquella noche, unos ladronesdescolgaron al ilustre muerto y lodespojaron de sus vestiduras; alamanecer, se encontró el cuerpo deMarigny desnudo sobre la piedra.

Monseñor de Valois, al que a todaprisa advirtieron del suceso cuando aúnse encontraba acostado, dio orden devolverlo a vestir, y de que nuevamentese le colgara. Después, él mismo se

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vistió, bajó lleno de vitalidad, con másvitalidad que nunca, y fue,completamente hinchado por su fuerzaintacta, a mezclarse con el movimientode la ciudad, con el tráfico de loshombres y con el poder de los reyes.

Llegó al Palacio en compañía delcanónigo Mornay, su antiguo canciller,para el que había logrado el cargo deguardasellos de Francia. En la GaleríaMerciére mercaderes y papanatascontemplaban el trabajo de cuatroalbañiles encaramados en un andamiaje,que desempotraban la gran estatua deEnguerrando de Marigny. La efigieestaba sujeta al muro, no sólo por la

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base, sino por la espalda. Los picos ylos buriles golpeaban la piedra, quesaltaba en pequeños cascotes blancos.

Se abrió una ventana interior quedaba a la galería y Valois y el cancilleraparecieron en la balaustrada. Losmirones, a la vista de sus nuevos amos,se destocaron.

—Seguid, buena gente, seguidmirando; buen trabajo el que se estáhaciendo —lanzó Valois, dirigiendo algrupo un gesto insinuante. Luegovolviéndose a Mornay, le preguntó—:¿Habéis acabado el inventario de losbienes de Marigny?

—Lo he acabado, monseñor; y las

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cifras son muy elevadas.—No lo dudo —dijo Valois—. Así

se encontrará el rey con fondos pararecompensar a los que le han servidobien en este asunto. Para empezar, yoexijo la devolución de mi tierra deGaillefontaine, que el bribón mearrebató aprovechándose de un malcambio. Esto no es recompensa, esjusticia.

Por otra parte, convendría que mihijo Felipe dispusiera por fin de casapropia y de propios medios de vida.Marigny tenía dos palacios el deFossés-Saint-Germain y el de la calleAustriche. Me inclino por el segundo.

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También sé que el rey quiere sergeneroso con Enrique de Meudon, que leabre las canastas de las palomas, y aquien él llama su montero; anotad esedeseo. ¡Ah! Sobre todo no olvidéis quemonseñor de Artois espera, desde hacecinco años, las rentas de su condado deBeaumont. Ésta es la ocasión de darleuna parte. El rey está muy obligado connuestro sobrino de Artois.

—El rey —dijo el canciller— va atener que ofrecer a su nueva esposa losregalos de costumbre, y parecedecidido, llevado de su enamoramiento,a las mayores larguezas. Pero su bolsano está en condiciones de subvenir a

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este gasto. ¿No podrían retenerse ahoralos bienes de Marigny para cubrir lasatenciones que serán tributadas a nuestranueva reina?

—Pensáis cuerdamente, Mornay.Presentad al rey una partición en esesentido, colocando a mi sobrina deHungría a la cabeza de los beneficiarios.El rey no podrá menos que aprobarla —dijo Carlos de Valois sin apartar losojos de los albañiles.

—Naturalmente, monseñor —añadióel canciller—, yo me guardaré bien depedir nada para mí mismo.

—Y en eso hacéis bien, Mornay,pues los espíritus maliciosos podrían

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decir que no habéis buscado laperdición de Marigny más que paraparticipar en el reparto de sus bienes.Haced, pues, engrosar mi parte, y yo osgratificaré según vuestros méritos... ¡Ah,se ha movido! —agregó Valois,señalando la estatua con el dedo.

La gran efigie de Marigny estabaahora completamente despegada delmuro; la ataron con cuerdas. Valois pusosu mano ensortijada sobre el hombro delcanciller.

—Verdaderamente el hombre es unacriatura extraña. ¿Creeréis que, degolpe, experimento como un vacío en elalma? Estaba tan acostumbrado a odiar a

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ese malvado, que me parece que ahoravoy a echarlo de menos.

En el mismo instante, en el interiorde palacio, Luis X, en su dormitorio,acababa de hacerse afeitar. A unospasos de él, permanecía de pie doñaEudelina, de buen color y fresca,teniendo de la mano a una niña de diezaños un poco delgada, intimidada, y queno podía saber que aquel rey, cuyomentón estaban secando con toallascalientes, era su padre.

La primera lencera de palacio,conmovida y llena de esperanza,esperaba conocer el motivo por el queLuis les había llamado a ella y a su hija.

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Cuando el barbero hubo salidollevándose bacía, ungüentos y navajas,el rey de Francia se levantó, sacudió suslargos cabellos alrededor del cuello ydijo:

—¿Verdad, Eudelina, que mi puebloestá contento porque he hecho colgar alseñor de Marigny?

—Es cierto, monseñor Luis... Sire,quiero decir. Todo el mundo cree quelos infortunios han terminado...

—Está bien, está bien; así quieroque sea.

Luis recorrió la cámara, se inclinóhacia un espejo, observó su rostro unosmomentos y se volvió.

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—Te había prometido asegurar elporvenir de esta niña... Se llamaEudelinal, como tú...

Lágrimas de emoción nublaron losojos de la lencera; presionó ligeramentelos hombros de su hija. La pequeñaEudelina se arrodilló para oír de la bocasoberana el anuncio de sus beneficios.

—Sire, esta niña os bendecirá hastael fin de sus días en sus oraciones.

—Eso es precisamente lo que hedecidido —respondió el Turbulento—.¡Que ore! Entrará en religión, en elconvento de Saint-Marcel, reservado ajóvenes nobles, donde estará mejor queen ninguna otra parte.

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El estupor ensombreció lasfacciones de la lencera.

—¿Es eso pues, Sire, lo que deseáispara ella? ¿Enclaustrarla?

—Pues ¿qué? ¿No es un buenporvenir? —dijo Luis—. Además espreciso que sea así; ella no sabría estaren el mundo. Y considero bueno paranuestra salvación y para la suya queexpíe con una vida de piedad la faltaque nosotros cometimos trayéndola almundo. En cuanto a ti...

—Monseñor Luis, ¿pensáisencerrarme también en un claustro? —preguntó Eudelina con espanto.

¡Cómo había cambiado el

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Turbulento en poco tiempo! Ya noencontraba nada en este hombre queexpresaba sus órdenes en un tono que noadmitía réplica, del adolescente inquietoa quien había enseñado el amor, ni delpobre príncipe, tembloroso de angustia,de impotencia y de frío, que ella habíahecho entrar en calor una noche delpasado invierno. Solamente los ojosconservaban la misma expresiónhuidiza.

—A ti —dijo él—, te voy a dar elcargo de vigilar en Vincennes elmobiliario y la ropa blanca, para quetodo esté dispuesto allí cuando yo vaya.

Eudelina movió la cabeza. Este

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alejamiento de palacio, enviándola a unaresidencia secundaria, lo sentía comouna ofensa. ¿No estaba, pues, satisfechode la manera como cumplía su oficio?En cierto sentido, habría aceptado mejorel claustro. Su orgullo no se habríadolido tanto.

—Soy vuestra servidora y osobedeceré —respondió friamente.

Hizo levantar a la niña y la cogió dela mano.

En el momento de franquear lapuerta, vio el retrato de Clemencia deHungría colocado sobre una consola ypreguntó:

—¿Es ella?

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—Es la próxima reina de Francia —respondió Luis X no sin altivez.

—Que seáis muy dichoso, Sire —dijo ella al abandonar la estancia.

Había dejado de amarlo.«Desde luego, desde luego, voy a

ser dichoso», se repetía Luis, andando através de la habitación en la qúe el solentraba a raudales.

Por primera vez desde que era rey,se sentía plenamente satisfecho y segurode si mismo.

Se había librado de su infiel esposay del demasiado poderoso ministro desu padre; había alejado a su primeraamante y había enviado a su hija natural

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a un convento.Despejados todos los caminos,

ahora podía acoger a la bella princesanapolitana, a cuyo lado ya se veíaviviendo un largo reinado de gloria.

Llamó al chambelán de servicio.—He mandado llamar a messire de

Bouville. ¿Ha llegado?—Sí, Sire; espera vuestras órdenes.En aquel momento los muros de

palacio vibraron con un ruido sordo.—¿Qué es eso? —preguntó el rey.—La estatua, creo, Sire, que acaba

de caer.—Está bien... decid a Bouville que

entre.

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Y se dispuso a recibir al antiguogran chambelán.

En la Galería Merciére yacía sobreel pavimento la estatua de Enguerrando.Las cabrias habían girado condemasiada rapidez, y los veintequintales de piedra habían chocadobrutalmente contra el suelo. Los pies sehabían roto.

En la primera fila de la multitud,maese Spinel o Tolomei y su sobrinoGuccio se inclinaban sobre el colosoabatido.

—¡Yo lo he visto, yo lo he visto! —murmuraba el capitán de los Lombardos.

No mostraba una alegría ostentosa,

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como monseñor de Valois allá en lo altode la ventana en la balaustrada; pero sualegría no tenía el menor asomo demelancolía. Sentía plena satisfacción,simple y sin reservas. Bajo el gobiernode Marigny, ¡habían temblado tantasveces los banqueros italianos por susbienes y hasta por su vida! MaeseTolomei, con un ojo abierto y otrocerrado, aspiraba el aire de laliberación.

—Ese hombre, verdaderamente, noera amigo nuestro, —dijo—. Losbarones se glorian de haberlo hechocaer, pero nosotros hemos tenido nuestrabuena parte en ese trabajo. Tú mismo,

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Guccio, me has ayudado mucho. Quierodarte una recompensa, asociarte más amis negocios.

¿Deseas algo en particular?Habían echado a andar entre los

azafates de los mercaderes.Guccio bajó su afilada nariz y sus

largas pestañas negras.—Tío Spinello, quisiera dirigir la

factoría de Neauphle.—¡Qué! —exclamó Tolomei

verdaderamente sorprendido—. ¿Esa estoda tu ambición? ¿Una factoría rural?¡Una factoría que funciona con tresempleados que se bastan y sobran parasu tarea!

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¡No son muy grandes tusaspiraciones!

—Me gusta esa factoría —dijoGuccio—, y estoy seguro de poderampliarla.

—Más seguro estoy yo —dijoTolomei— de que es el amor más que labanca lo que te empuja hacia allá... ¿Noserá la damita de Cressay? He visto lascuentas. No solamente nos deben, sinoque encima los alimentamos.

Guccio observó a su tío y vio quesonreía.

—Es bella como ninguna, tío, y degran nobleza.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Tolomei

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elevando las manos—. ¡Una niña de lanobleza! Te vas a meter en un granaprieto. La nobleza, tú lo sabes, siempreestá dispuesta a tomar nuestro dinero,pero no a dejar que su sangre se mezclecon la nuestra. ¿Está de acuerdo lafamilia?

—Lo estará, tío, sé que lo estará.Los hermanos me tratan como a uno delos suyos.

Arrastrada por dos caballos de tiro,la estatua de Marigny acababa deabandonar la Galería Merciére. Losalbañiles enrollaban sus cuerdas y lamultitud se dispersaba.

—María me ama tanto como yo a

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ella, y querer que vivamos el uno sin elotro, es querer hacernos morir. Con lasnuevas ganancias que voy a conseguir enNeauphle, podré reparar la casasolariega, que es hermosa, os loaseguro, pero que requiere un poco detrabajo, y vos tendréis un castillo, tío, uncastello como un vero signore.

—Pero tú sabes que no me gusta elcampo —dijo Tolomei—. Si alguna vezhe tenido que ir a Granelle o a Vaugirar,me parece que estoy al fin del mundo yme caen cien años encima... Yo habíasoñado para ti otra boda, con una hija denuestros primos los Bardi...

Se interrumpió un instante.

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—Pero es querer mal a quien sequiere, procurar construir su felicidadcontra su gusto. ¡Ea, muchacho! Te doyla factoría de Neauphle. Y cásate conquien te plazca. Los sieneses sonhombres libres y han de elegir su esposasegún su corazón. Pero trae a tu mujer aParís cuanto antes. Será bien acogidabajo mi techo.

—Grazie, zio Spinello, grazie tante!—dijo Guccio arrojándose al cuello delbanquero.

El conde de Bouville, saliendo delas estancias reales atravesaba entoncesla Galería Merciére. Andaba con elpaso firme que adoptaba cuando el

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soberano le había hecho el honor dedarle una orden.

—¡Ah! ¡Amigo Guccio! —exclamóal distinguir a los italianos—. Es unasuerte haberos encontrado aquí.Precisamente iba a enviar un escudero abuscaros.

—¿En qué puedo serviros, messireHugo? —dijo el joven—. Mi tío y yoestamos a vuestra disposición.

Bouville sonreía a Guccio conexpresión de auténtica amistad.

—¡Una buena noticia, si, una buena!He hablado al rey de vuestros méritos yde cuán útil me fuisteis.

El joven se inclinó, en señal de

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agradecimiento.—Pues bien, amigo Guccio —

añadió Bouville—, ¡volvemos aNápoles!

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RepertorioBiográfico

ANJOU (San Luis de) (1275-1299).Segundo hijo de Carlos II de Anjou,

llamado el Cojo, rey de Sicilia, y deMaría de Hungría.

Renunció al trono de Nápoles pararecibir las sagradas órdenes. Obispo deToulouse. Canonizado por Juan XXII en1317.

ANJOU-SICILIA (Margarita de),condesa de Valois (hacia 1270-31

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diciembre de 1299).Hija de Carlos II de Anjou, llamado

el Cojo, rey de Sicilia, y de María deHungría. Primera esposa de Carlos deValois. Madre del futuro rey de FranciaFelipe VI.

ARTOIS (Mahaut, condesa deBorgoña) (¿ ?-27 noviembre 1329).

Hija de Roberto II de Artois. Casó(1291) con el conde palatino deBorgoña Otón IV (muerto en 1303).Condesa-par de Artois por resoluciónreal (1309). Madre de Juana deBorgoña, esposa de Felipe de Poitiers,

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futuro Felipe V, y de Blanca deBorgoña, esposa de Carlos de Francia,afuturo Carlos IV.

ARTOIS (Roberto III de) (1287-1342).

Hijo de Felipe de Artois y nieto deRoberto II de Artois. Conde deBeaumont-le-Roger y señor de Conches(1309). Se casó con Juana de Valois,hija de Carlos de Valois y de Catalinade Courtenay (1318). Par del reino porsu condado de Beaumont-le-Roger(1328). Desterrado del reino (1322), serefugió en la corte de Eduardo III de

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Inglaterra. Herido mortalmente enVannes.

Enterrado en San Pablo de Londres.

ASNIERES (Juan de).Abogado en el parlamento de París.

Pronunció el acta de acusación deEnguerrando de Marigny.

AUCH (Arnaldo de) (¿?-1320).Obispo de Poitiers (1306).

Nombrado cardenal-obispo de Albanopor Clemente V en 1312.

Legado del Papa en París el 1314.

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Camarero del Papa hasta 1319. Murióen Aviñón.

AUNAY (Gualterio de) (¿?-1314).Hijo mayor de Gualterio de Aunay,

señor de Moucy-le-Neuf, del Mesnil yde Grand Moulin.

Aspirante con el conde de Poitiers,hijo segundo de Felipe el Hermoso.Convicto de adulterio (suceso de latorre de Nesle) con Blanca de Borgoña,fue ejecutado en Pontoise. Estabacasado con Inés de Montmorency.

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AUNAY (Felipe de) (?-1314).Hermano menor del anterior.

Escudero del conde de Valois. Amantede Margarita de Borgoña, esposa deLuis, llamado el Turbulento, rey deNavarra, luego de Francia. Ejecutadojuntamente con su hermano en Pontoise.

BAGLIONI (Guccio) (hacia 1295-1340).

Banquero sienés emparentado con lafamilia de los Tolomei. Tenía en 1315oficina de banca de Neauphly-le-Vieux.Se casó secretamente con María deCressay. Tuvo un hijo, Giannino (1316),

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cambiado en la cuna con Juan I elPóstumo. Muerto en Campania.

BERSUMÉE (Roberto).Alcaide de la fortaleza de Château-

Gaillard, fue el primer guardián deMargarita y de Blanca de Borgoña.Reemplazado a partir de 1316 por Juande Croisy, después por Andrés Thiart.

BOCCACCIO DA CELLINO.Banquero florentino, viajante de la

compañía de los Bardi. Tuvo de unaamante francesa un hijo adulterino

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(1313) que fue el ilustre Boccaccio,autor del Decamerón.

BOURBON (Luis, señor, despuésduque de) (hacia 1280-1342).

Hijo mayor de Roberto, conde deClermont (1256-1318), y de Beatriz deBorgoña, hija de Juan, señor deBourbon. Nieto de San Luis. GranCamarero de Francia desde 1312.Duque y par en septiembre de 1327.

BOURDENAI (Miguel de).Legista y consejero de Felipe el

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Hermoso. Fue encarcelado y sus bienesfueron confiscados bajo Luis X, pero ledevolvieron bienes y dignidades bajoFelipe V.

BORGOÑA (Inés de Francia,duquesa de) (hacia 1268-hacia 1325).

Ultima de los once hijos de SanLuis. Casada en 1273 con Roberto II deBorgoña (muerto en 1306). Madre deHugo V y de Eudes IV, duques deBorgoña; de Margarita, esposa de LuisX el Turbulento, rey de Navarra ydespués de Francia, y de Juana, llamadala Coja, esposa de Felipe VI de Valois.

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BORGOÑA (Blanca de) (hacia1296-1326).

Hija menor de Otón IV, condepalatino de Borgoña, y de Mahaut deArtois. Casada en 1307

con Carlos de Francia, hijo tercerode Felipe el Hermoso. Convicta deadulterio (1314), al mismo tiempo queMargarita de Borgoña, fue encerrada enChâteau-Gaillard y después en elcastillo de Gournay, cerca de Coutances.Tras la anulación de su matrimonio(1322), tomó el hábito en la abadía deMaubuisson.

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BOUVILLE (Hugo III, conde de) (¿?-1331).

Hijo de Hugo II de Bouville y deMaría de Chambly. Chambelán deFelipe el Hermoso. Se casó (1293) conMargarita des Barres, de la cual tuvo unhijo, Carlos, que fue chambelán deCarlos V y gobernador del Delfinado.

BRIANÇON (Geoffroy de).Consejero de Felipe el Hermoso y

uno de sus tesoreros. Fue encarcelado almismo tiempo que Marigny bajo Luis X,pero fue rehabilitado por Felipe V y lefueron devueltas sus posesiones y

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dignidades.

CAETANI (Francisco) (¿?-marzo1317).

Sobrino de Bonifacio VIII ynombrado cardenal por él en 1295.Complicado en un intento dehechizamiento del rey de Francia(1316). Murió en Aviñón.

CARLOS DE FRANCIA, despuésCARLOS IV, rey de Francia (1294-1febrero 1328).

Hijo tercero de Felipe IV el

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Hermoso y de Juana de Champaña.Conde usufructuario de la Marche(1315). Sucedió con el nombre deCarlos IV a su hermano Felipe V (1322).Se casó sucesivamente con Blanca deBorgoña (1307), María de Luxemburgo(1322) y Juana de Evreux (1323). Murióen Vincennes sin heredero varón, últimorey de la línea directa de los capetinos.

CARLOS-MARTEL, rey titular deHungría (hacia 1273-1296).

Hijo mayor de Carlos II de Anjou,llamado el Cojo, rey de Sicilia, y deMaría de Hungría.

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Sobrino de Ladislao IV, rey deHungría y pretendiente a su sucesión.Rey titular de Hungría desde 1291 hastasu muerte. Padre de Clemencia deHungría, segunda mujer de Luis X, reyde Francia.

CARLOS-ROBERTO oCAROBERTO, rey de Hungría (hacia1290-1342).

Hijo del anterior y de Clemencia deHabsbourg. Hermano de Clemencia deHungría.

Pretendiente al trono de Hungría a lamuerte de su padre (1296), no fue

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reconocido rey hasta agosto de 1310.

CLEMENCIA de Hungría, reina deFrancia (hacia 1293-12 octubre 1328).

Hija de Carlos-Martel de Anjou, reytitular de Hungría, y de Clemencia deHabsbourg.

Sobrina de Carlos de Valois por suprimera esposa, Margarita de Anjou-Sicilia. Hermana de Carlos Roberto oCaroberto, rey de Hungría, y de Beatriz,esposa del delfín Juan II. Se casó conLuis X el Turbulento, rey de Francia yde Navarra, el 13 de agosto de 1315, yfue coronada con él en Reims.

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Viuda en junio de 1316. dio a luz unhijo en noviembre del mismo año, quese llamó Juan I. Murió en el Temple.

CLEMENTE V (Bertrand de Got oGoth), Papa (¿?-20 abril 1314).

Nació en Villandraut (Gironda).Hijo del caballero Arnaldo-Garsias deGor. Arzobispo de Burdeos (1300),elegido Papa (1305), para suceder aBenedicto XI. Coronado en Lyon. Fue elprimero de los papas de Aviñón.

COLONNA (Jaime) (¿?-1318).

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Miembro de la célebre familiaromana de los Colonna. Nombradocardenal en 1278 por Nicolás III,consejero principal de la corte romanacon Nicolás IV. Excomulgado porBonifacio VIII en 1297 y restablecido ensu dignidad de cardenal en 1306.

COLONNA (Pedro) (?-1326).Sobrino del anterior. Nombrado

cardenal por Nicolás IV en 1288.Excomulgado por Bonifacio VIII en1297 y restablecido en su dignidad decardenal en 1306. Murió en Aviñón.

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COURTENAY (Catalina de),condesa de Valois, emperatriz titular deConstantinopla (?-1307).

Segunda mujer de Carlos de Valois,hermano de Felipe el Hermoso. Nieta yheredera de Balduino, último emperadorlatino de Constantinopla (1261). A sumuerte sus derechos pasaron a su hijamayor, Catalina de Valois, esposa deFelipe de Anjou, príncipe de Acaya y deTarento.

CRESSAY (María de) (hacia 1298-1345).

Hija de doña Eliabel y del señor

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Juan de Cressay, caballero. Se casósecretamente con Guccio Baglioni.Madre (1316) de un niño cambiado en lacuna con Juan I el Póstumo, del cual ellaera nodriza. Fue enterrada en elconvento de los Agustinos, junto aCressay.

CRESSAY (Juan de) y CRESSAY(Pedro de).

Hermanos de la anterior. Los dosfueron armados caballeros por Felipe VIde Valois cuando la batalla de Crécy(1346).

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CRESSAY (doña Eliabel de)Castellana de Cressay, junto a

Neauphle-le-Vieux, en el prebostazgo deMontfort-l'Amaury.

Viuda del señor Juan de Cressay.Madre de Juan, Pedro y María deCressay.

CHAMBLY (Egidio de) (?-enero1326).

Llamado también Egidio dePontoise. Quincuagésimo abad de Saint-Denis.

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CHATILLON (Gaucher V de), condede Parde) (hacia 1250-1329).

Condestable de Champaña (1284),luego de Francia (1302), después deCourtrai (1302).

Hijo de Gaucher IV y de Isabeau deViliehardouin, llamada de Lizines.Aseguró la victoria de Mons-en-Pévele.Hizo coronar a Luis el Turbulento rey deNavarra en Pamplona (1307). Ejecutortestamentario sucesivamente de Luis X,Felipe V y Carlos IV. Participó en labatalla de Casael (1328), y murió al añosiguiente habiendo ocupado el cargo decondestable de Francia con cinco reyes.Se había casado con Isabel de Dreux,

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después con Meisenda de Vergy, luegocon Isabeau de Rumigny.

CHATILLON (Guy V de), conde deSaint-Pol (?-6 abril 1317).

Hijo segundo de Guy IV y de Mahautde Brabante, viuda de Roberto I deArtois. Repostero de Francia desde1296 hasta su muerte. Se casó (1292)con María de Bretaña, hija del duqueJuan II y de Beatriz de Inglaterra, de lacual tuvo cinco hijos. La mayor de sushijas, Mahaut, fue la tercera mujer deCarlos de Valois.

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CHATILLON-SAINT-POL (Mahautde), condesa de Valois (hacia 1293-1358).

Hija del anterior; tercera esposa deCarlos de Valois.

DUBOIS (Guillermo).Legista y tesorero de Felipe el

Hermoso. Encarcelado bajo Luis X, yrestablecido en sus bienes y dignidadespor Felipe V.

DUÉZE (Jaime) ver Juan XXII,Papa.

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EDUARDO II Plantagenet, rey deInglaterra (1284-21 septiembre 1327)Nació en Carnarvon. Hijo de Eduardo Iy de Eleonor de Castilla. Primerpríncipe de Gales.

Duque de Aquitania y conde dePonthieu (1303). Armado caballero enWestminster (1306). Rey en 1307. Secasó en Boulogne-sur-Mer, el 22 deenero de 1308, con Isabel de Francia,hija de Felipe el Hermoso. Coronado enWestminster el 25 de febrero de 1308.Destronado (1326) por una revuelta delos barones dirigida por su mujer, fueencarcelado y murió asesinado en el

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castillo de Berkeley.

EUDELINA, hija natural de Luis X(hacia 1305-¿?).

Religiosa en el convento del arrabalSaint-Marcel, después abadesa de lasclarisas.

EVREUX (Luis de Francia, condede) (1276-mayo 1319).

Hijo de Felipe III el Atrevido y deMaría de Brabante. Hermanastro deFelipe el Hermoso y de Carlos deValois. Conde de Evreux (1298). Se

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casó con Margarita de Artois, hermanade Roberto III de Artois, de la cual tuvo:Juana, tercera esposa de Carlos IV elHermoso y Felipe, esposo de Juana,reina de Navarra.

FELIPE IV, llamado el Hermoso, reyde Francia (1268-29 noviembre 1314).

Nacido en Fontainebleau. Hijo deFelipe III el Atrevido y de Isabel deAragón. Casado en 1284 con Juana deCampaña, reina de Navarra. Padre delos reyes Luis X, Felipe V y Carlos IV, yde Isabel de Francia, reina de Inglaterra.Reconocido rey en Perpignan (1285) y

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coronado en Reims (6 febrero 1286).Muerto en Fontainebleau y enterrado enSaint-Denis.

FELIPE, conde de Poitiers, despuésFelipe V, llamado el Largo, rey deFrancia (1291-enero 1322).

Hijo de Felipe IV el Hermoso y deJuana de Campaña. Hermano de losreyes Luis X, Carlos IV y de Isabel deInglaterra. Conde palatino de Borgoña,señor de Salina, por su matrimonio conJuana de Borgoña (1307). Condeusufructuario de Poitiers (1311). Par deFrancia (1315). Regente a la muerte de

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Luis X, después rey a la muerte del hijopóstumo de éste (noviembre 1316).Muerto en Longchamp, sin herederovarón. Enterrado en Saint-Denis.

FELIPE, conde de Valois, despuésFELIPE VI, rey de Francia (1293-22agosto 1350).

Hijo mayor de Carlos de Valois y desu primera esposa Margarita de Anjou-Sicilia. Sobrino de Felipe IV elHermoso y primo hermano de Luis X,Felipe V y Carlos IV. Regente del reinoa la muerte de Carlos IV, después reytras el nacimiento de la hija póstuma de

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éste (abril 1328).Consagrado en Reims el 29 de mayo

de 1328. Su subida al trono, protestadapor Inglaterra, dio origen a la segundaguerra de cien años. Casado en primerasnupcias (1313) con Juana de Borgoña,llamada la Coja, hermana de Margarita,la cual murió en 1348; y en segundasnupcias (1349) con Blanca de Navarra,nieta de Luis X y de Margarita.

GOT o GOTH (Bertrán de).Vizconde de Lomagne y de

Auvillara. Marqués de Ancona. Sobrinoy homónimo del papa Clemente V.

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Intervino varias veces en el cónclave de1314-1316.

HIRSON o HIREÇON (ThierryLarchier de) (hacia 1270-17 noviembre1328).

Primeramente empleado de RobertoII de Artois, acompañó a Nogaret aAnagni y fue utilizado por Felipe elHermoso para muchas misiones.Canónigo de Amis (1299). Canciller deMahaut de Artois (1303). Obispo deArras (abril-1328).

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HIRSON o HIREÇON (Beatriz de).Damita de compañía de la condesa

Mahaut de Artois; sobrina de sucanciller, Thierry de Hirson.

ISABEL de FRANCIA, reina deInglaterra (1292-23 agosto 1358).

Hija de Felipe el Hermoso y deJuana de Campaña. Hermana de losreyes Luis X, Felipe V

y Carlos IV. Se casó con Eduardo IIde Inglaterra (1308). Se puso a lacabeza (1325), junto con RogerMortimer, de la revuelta de los baronesingleses que depuso a su marido.

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Llamada «la loba de Francia», gobernóde 1326 a 1328 en nombre de su hijoEduardo III. Desterrada de la corte(1330). Muerta en el castil o deHertford.

JUAN XXII (Jaime Duèze). Papa(1244-diciembre 1334).

Hijo de un burgués de Cahors. Cursósus estudios en Cahors y Montpellier.Arcipreste de Saint-Andrés de Cahors.Canónigo de SaintFront de Pèrigueux yde Albi. Arcipreste de Sarlat. En 1289,partió para Nápoles, donde llegó a serrápidamente familiar del rey Carlos II

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de Anjou, quien le hizo secretario delconsejo secreto, luego su canciller.Obispo de Fréjus (1300), después deAviñón (1310). Secretario del conciliode Vienne (1311). Cardenal obispo dePorto (1312). Elegido Papa en agosto de1316, tomó el nombre de Juan XXII.Coronado en Lyon en septiembre de1316. Murió en Aviñón.

JUANA DE BORGOÑA, condesa dePoitiers, después reina de Francia (hacia1293-21 enero 1330).

Hija mayor de Otón IV, condepalatino de Borgoña, y de Mahaut de

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Artois. Casada en 1307 con Felipe dePoitiers, hijo segundo de Felipe elHermoso. Convicta de complicidad enlos adulterios de su hermana y de sucuñada (1314), fue encerrada enDourdan, luego liberada en 1315. Madrede tres hijas: Juana, Margarita e Isabel,que se casaron respectivamente con elduque de Borgoña, el conde de Flandesy el delfín de Vienne.

JUANA de FRANCIA, reina deNavarra (hacia 1311-octubre 1349).

Hija de Luis de Navarra, futuro LuisX el Turbulento, y de Margarita de

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Borgoña. Supuesta bastarda. Eliminadade la sucesión del trono de Francia,heredó el de Navarra. Casada conFelipe, conde de Evreux. Madre deCarlos el Malo, rey de Navarra, y deBlanca, segunda esposa de Felipe IV deValois, rey de Francia.

JOINVILLE (Juan, señor de) (1224-24 diciembre 1317).

Senescal hereditario de Campaña.Acompañó a Luis IX en la 7.ª Cruzada, yen la cautividad. A los ochenta añosescribió su Historia de San Luis, la cuallo coloca entre los grandes cronistas.

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LATILLE (Pedro de) (?-15 marzo1328).

Obispo de Châlons (1313). Miembrode la Cámara de Cuentas. Guardasellosreal a la muerte de Nogaret.Encarcelado por Luis X (1315) yliberado por Felipe V (1317), volvió asu obispado de Châlons.

LE LOQUETIER (Nicolás).Legista y consejero de Felipe el

Hermoso; encarcelado por Luis X,restablecido en sus dignidades ydevueltos sus bienes por Felipe V.

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LUIS X, llamado el Turbulento, reyde Francia y de Navarra (octubre 1289-5 junio 1316).

Hijo de Felipe el Hermoso y deJuana de Campaña. Hermano de losreyes Felipe V y Carlos IV, y de Isabel,reina de Inglaterra. Coronado rey deNavarra en Pamplona en 1307. Rey deFrancia (1314). Se casó (1305) conMargarita de Borgoña de la cual tuvouna hija, Juana, nacida hacia 1311.Después del escándalo de la torre deNesle y de la muerte de Margarita, sevolvió a casar (agosto 1315) conClemencia de Hungría. Coronado en

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Reims (agosto 1315). Muerto enVincennes.

Su hijo, Juan I el Póstumo, naciócinco meses más tarde (noviembre1316).

MARGARITA de Borgoña, reina deNavarra (hacia 1293-1315).

Hija de Roberto II, duque deBorgoña, y de Inés de Francia. Casada(1305) con Luis, rey de Navarra, hijoprimero de Felipe el Hermoso, futuroLuis X, del cual tuvo una hija, Juana.Convicta de adulterio (asunto de la torrede Nesle, 1314), fue encerrada en

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Château-Gaillard donde murióasesinada.

MARIA de Hungría, reina deNápoles (hacia 1245-1325).

Hija de Esteban,rey de Hungría,hermana y heredera de Ladislao IV, reyde Hungría.

Casada con Carlos II de Anjou, lamado el Cojo, rey de Nápoles y deSicilia, del cual tuvo trece hijos.

MARIGNY (Enguerrando LEPORTIER de) (hacia 1265-30 abril

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1315).Nacido en Lyons-la-Forét. Casado

en primeras nupcias con Juana de Saint-Martin y en segundas con Alips deMons. Escudero del conde de Bouville,después adscrito a la casa de la reinaJuana, mujer de Felipe el Hermoso, ysucesivamente alcaide del castillo delasaudun (1298), chambelán (1304);nombrado caballero y conde deLongueville, intendente de las finanzas yde obras públicas, capitán del Louvre,coadjutor del gobierno y rector delreino, durante la última parte delreinado de Felipe el Hermoso. Despuésde la muerte de éste, fue acusado de

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malversación, condenado, y ahorcado enMontfaucon. Rehabilitado en 1317 porFelipe V y enterrado en la iglesia de losCartujos, fue trasladado después a lacolegiata de Ecouis que él habíafundado.

MARIGNY (Juan, o Felipe, oGuillermo de) (¿?-1325).

Hermano menor del anterior.Secretario del rey en 1301. Arzobispode Sens (1309). Formó parte del tribunalque condenó a muerte a su hermanoEnguerrando. Un tercer hermanoMarigny, llamado igualmente Juan, y

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conde-obispo de Besuvais desde 1312formó parte también de las mismascomisiones judiciales, y siguió sucarrera hasta 1350.

MARIGNY (Luis de), señor deMainneville y de Boisroger.

Hijo mayor de Enguerrando deMarigny. Casado en 1309 con Robertade Beaumetz.

MERCOEUR (Berardo de).Señor de Gévaudín. Embajador de

Felipe el Hermoso ante el papa

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Benedicto XI en 1304.Se enemistó con el rey que ordenó

una investigación de polida en sustierras (1309). Volvió al Consejo real aladvenimiento de Luis X, en 1314, y fueeliminado por Felipe V en 1318.

MEUDON (Enrique de).Gran montero de Luis X en 1313 y

1315. Recibió parte de los bienes deMarigny tras la condenación de éste.

MOLAY (Jacobo de) (hacia 1244-18 marzo 1314).

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Nacido en Molay, (Haute-Saóne).Entró en la orden de los Templarios enBeaune (1265).

Marchó a Tierra Santa. ElegidoGran Maestre de la Orden (1295).Encarcelado en octubre de 1307, fuecondenado y quemado.

MORNAY (Esteban de) (¿?-agosto1332).

Sobrino de Pedro Mornay, obispo deOrleans y de Auxerre. Canciller deCarlos de Valois, después canciller deFrancia a partir de enero de 1315.Apartado del gobierno en el reinado de

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Felipe V, entró en la Cámara de Cuentasyen el Parlamento con Carlos IV.

NEVERS (Luis de) (¿?-1322).Hijo de Roberto de Béthune, conde

de Flandes, y de Yolanda de Borgoña.Conde de Nevers (1280). Conde deRethel por su casamiento con Juana deRethel.

NOGARET (Guillermo de) (hacia1265-mayo 1314).

Nació en Saint-Félix de Caraman,diócesis de Toulouse. Discípulo de

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Pedro Flotte y de Gilles Aycelin.Enseñó derecho en Montpellier (1291);juez real en la senescalía de Beaucaire(1295); caballero (1299). Se hizocélebre por su actuación en lasdiferencias entre la corona de Francia yla Santa Sede. Dirigió la expedición deAgnani contra Bonifacio VIII (1303).Guardasellos desde septiembre 1307hasta su muerte, instruyó el proceso delos Templarios.

ODERISI (Roberto).Pintor napolitano. Discipulo de

Giotto durante la estancia de éste en

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Nápoles, influyó también en suformación Simone de Martino. Jefe de laescuela napolitana de la segunda mitaddel siglo xiv. Su obra más importanteson los frescos de la Incoronata, enNápoles.

ORSINI (Napoleón), llantado de losOrsini. (¿ ?-1342).

Nombrado cardenal por Nicolás IVen 1288.

PAREILLES (Alain de).Capitán de los arqueros de Felipe el

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Hermoso.

PRESLES (Raúl I de) o dePRAYERES (¿?-1331).

Señor de Lizu-sur-Ourcq. Abogado.Secretario de Felipe el Hermoso (1311).Encarcelado a la muerte de éste, peroliberado al final del reinado de Luis X.Guardián del cónclave de Lyon en 1316.Ennoblecido por Felipe V, caballero delséquito de este rey y miembro de suConsejo. Fundó el colegio de Presles.

ROBERTO, rey de nápoles (hacia

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1278-1344).Hijo tercero de Carlos II de Anjou,

llamado el Cojo y de María de Hungría.Duque de Calabria en 1296. Príncipe deSalerno (1304). Vicario general delreino de Sicilia (1296). Designadoheredero del reino de Nápoles (1297).Rey en 1309. Coronado en Aviñón porel papa Clemente V.

Príncipe erudito, poeta y astrólogo;se casó en primeras nupcias conYolanda (o Violante) de Aragón, muertaen 1302; después con Sancha, hija delrey de Mallorca (1304).

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TOLOMEI (Spinello).Jefe en Francia de la compañía

sienesa de los Tolomei, fundada en elsiglo xIII por Tolomeo Tolomei yenriquecida rápidamente por elcomercio internacional y el control delas minas de plata de Toscana. Todavíaexiste en Siena un palacio Tolomeí.

TRYE (Mathieu de).Señor de Fontenay y de Plainville-

en-Vexin. Gran panetero (1298),después chambelán de Luis elTurbulento, y gran chambelán de FranciaA partir de 1314.

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VALOIS (Carlos de) (12 marzo1270-diciembre 1325).

Hijo de Felipe III el Atrevido y desu primera esposa, Isabel de Aragón.Hermano de Felipe IV el Hermoso.Armado caballero a los catorce años.Investido del reino de Aragón por ellegado del Papa el mismo año, no pudoocupar el trono y renunció al título en1290. Conde usufructuario de Anjou, delMaine y de la Perche (marzo 1290) porsu primer matrimonio con Margarita deAnjou-Sicilia; emperador titular deConstantinopla por su segundomatrimonio (enero 1301) con Catalina

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de Courtenay; fue nombrado conde deRomaña por el papa Benedicto VIII.Casado en terceras nupcias con Mahautde Châtillon-Saint-Paul. De sus tresmatrimonios tuvo numerosadescendencia; su hijo mayor fue FelipeVI, primer rey de la línea Valois.Guerreó en Italia en favor del Papa en1301 y mandó dos expediciones enAquitania (1297 y 1324). Fue candidatoal imperio de Alemania. Muerto enNogent-le-Roi y enterrado en la iglesiade los Jacobinos de París.

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Notas Históricas1. En el siglo XIV, los tres

principales oficiales de la corona eran:el Condestable de Francia, jefe supremode los ejércitos; el Canciller de Francia,que retenía la justicia, los sellos, losasuntos eclesiásticos y lo que en laactualidad se llamaría negociosextranjeros; el Primer Maestresala de laCasa Real, que gobernaba a todo elpersonal noble y plebeyo que rodeaba alsoberano.

El Condestable se sentaba porderecho propio en el Consejo Privado

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del rey. Tenía su habitación en palacio ydebía seguir al rey cuando éste sedesplazaba. Cobraba, fuera de lasprestaciones en especie, 25 sueldosparisienses al día y 10 libras en cadafestividad. En período de hostilidades oen los viajes del rey, el salario sedoblaba. Por cada día de combate enque el rey cabalgaba con los ejércitos,el condestable recibía 100 libras más.Todo cuanto se encontraba en loscastillos o fortalezas apresados alenemigo le pertenecía a excepción deloro y los prisioneros, que eran para elrey. Entre los caballos arrebatados aladversario, él escogía inmediatamente

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después del rey. Si el rey no estabapresente en la toma de una fortaleza, erael pendón del condestable el que seizaba en lo alto. Asistía a laconsagración y llevaba la espada de orodelante del rey. En el campo de batallael mismo rey no podía mandar ni atacarsin haber recibido el consejo y la ordendel condestable. Bajo el reinado deFelipe el Hermoso, y de sus tres hijos, ydurante el primer año del reinado deFelipe VI de Valois, el condestable deFrancia fue Gaucher de Châtillon, condede Porcien, que moriría octogenario en1329.

El Canciller de Francia, asistido de

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un vice-canciller y de notarios que eranclérigos de la capilla real, estabaencargado de preparar la redacción delas actas y de fijar el sello real del cualera depositario, por lo que se le llamabatambién Guardasellos. Asistía alConsejo Privado ya la Asamblea de lospares. Era el jefe de la magistratura,presidía todas las comisiones judiciales,y hablaba en nombre del rey en losasuntos de justicia. Este era siempre uneclesiástico; lo que explica que durantelos últimos años del reinado de Felipeel Hermoso, nadie llevara oficialmenteeste título. En efecto, habiéndose negadoel obispo de Narbona, que era canciller

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en 1307, a sellar la orden de detenciónde los Templarios, Felipe el Hermoso learrebató los sellos de las manos y losentregó a Nogaret, que no era hombre deIglesia. Por consiguiente, Nogaret norecibió el título de su función, pero secreó para él el cargo de Secretariogeneral del reino, mientras queEnguerrando de Marigny fue nombradoCoadjutor del rey y Rector general delreino. El 1.0 de enero de 1315, un mesdespués de la muerte de Felipe elHermoso, el cargo de canciller recibióun nuevo titular en la persona de Estebande Mornay, canónigo de Auxerre y deSoissons, que hasta entonces había sido

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el canciller del conde de Valois.El Primer Maestresala, llamado más

tarde Gran Maestre de Francia, mandabaa todo el personal, noble y plebeyo, alservicio del rey, y tenía bajo susórdenes al contador, que llevaba lascuentas de la casa real, hacía lascompras, tenía a su cargo el inventariodel mobiliario, de las telas y delguardarropa. Asistía al Consejo.

A continuación, entre los grandesoficiales de la corona, estaban el GranMaestre de los Ballesteros, quedependía del Condestable, y el GranChambelán. Las principales funcionesde este último eran las de cuidar las

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armas y los vestidos del rey, y depermanecer a su lado tanto de día comode noche, «cuando la reina no estaba».Guardaba el sello secreto, podía recibirhomenajes en el nombre del rey y hacerprestar juramento de fidelidad en supresencia. Preparaba las ceremonias enlas que el rey armaba nuevos caballeros.Administraba el tesoro privado y asistíaa la asamblea de los pares. Como estabaencargado del guardarropa real, teníajurisdicción sobre los merceros y sobretodos los oficios relacionados con elvestido. Tenía bajo sus órdenes unfuncionario llamado el Rey de losmerceros, que comprobaba los pesos y

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las medidas.Finalmente, había otros cargos cuyos

títulos procedían de antiguas funciones yque no eran más que honoríficos, aunquedaban derecho a integrar el Consejo delRey. Tales eran los cargos de GranCamarero, de Gran Repostero y de GranPanetero, poseídos respectivamente, enla época que nos ocupa, por Luis I deBourbon, por el conde de ChirllonSaint-Pol y por Bouchard deMontmorency.

b Felipe el Hermoso había legado sucorazón, así como la gran cruz de oro de

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los Templarios, al monasterio de lasdominicas de Poissy. Corazón y cruz seperdieron en un incendio provocado porun rayo la noche del 21 de julio de1695. Volver

c Esta costumbre de mantener unalámpara encendida toda la noche encimadel lecho estuvo vigente durante toda laEdad Media. Era una práctica destinadaa apartar los malos espíritus. Volver

d Las cartas patentes, por las que seconfería el usufructo de la Marche a

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Carlos de Francia y la dignidad de par aFelipe de Poitiers, fueron extendidas enmarzo y agosto de 1315respectivamente. Volver

e La casa de Anjou-Sicilia está tanligada a la historia de la monarquíafrancesa del siglo xiv, e intervendrá tanfrecuentemente en el curso de esterelato, que creemos necesario recordaral lector ciertos hechos concernientes aesta familia.

En 1246, Carlos, condeusufructuario de Valois y del Maine,hijo de Luis VIII y séptimo hermano de

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San Luis, se había casado con Beatriz,que aportó, según expresión de Dante,«la gran dote de Provenza». Nombradopor la Santa Sede defensor de la Iglesiaen Italia, fue coronado rey de Sicilia enSan Juan de Letrán, en 1265.

Tal fue el origen de esta rama de lafamilia capetina conocida por el nombrede Anjou-Sicilia, cuyas posesiones yalianzas se extendieron rápidamente porEuropa.

El hijo de Carlos I de Anjou, CarlosII, llamado el Cojo (1250-1309), rey deNápoles, de Sicilia y de Jerusalén,duque de las Pouilies, príncipe deSalerno, de Capua y de Tarento, se casó

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con María, hermana y heredera del reyLadislao IV de Hungría. Nacieron deesta unión:

-Margarita, primera esposa deCarlos de Valois, hermano de Felipe elHermoso;

-Carlos-Martel, rey titular deHungría;

-Luis de Anjou, obispo de Toulouse;-Roberto, rey de Nápoles;-Felipe, príncipe de Tarento;-Raimundo Berenguer, conde de

Andria;-Juan Tristin; que entró en religión;-Juan, duque de Durazzo;-Pedro, conde de Eboil y de

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Gravina;-María, esposa de Sancho de

Aragón, rey de Mal orca;-Blanca, esposa de Jaime II de

Aragón;-Beatriz, casada primero con el

marqués de Este, después con el condeBertrán de Baux;

-Leonor, esposa de Federico deAragón.

El hijo mayor de Carlos el Cojo,Carlos-Martel, casado con Clemenciade Habsbourg, y para el cual la reinaMaría reclamaba la herencia deHungría, murió en 1296. Dejó un hijo,Carlos-Roberto, llamado Caroberto,

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(que tras quince años de lucha se ciñó lacorona de Hungría), y dos hijas: Beatriz,que se casó con el delfín de Vienne JuanII, y Clemencia, que llegaría a ser lasegunda esposa de Luis X el Turbulento.

El segundo hijo de Carlos el Cojo,Luis de Anjou, renunció a los derechossucesorios para entrar en religión.Murió siendo obispo de Toulouse en elcastillo de Briguoles en Provenza a laedad de 23 años. Fue canonizado el año1317 bajo el pontificado de Juan XXII.

A la muerte de Carlos el Cojo en1309, la corona de Nápoles pasó a sutercer hijo, Roberto.

El cuarto hijo, Felipe, príncipe de

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Tarento, fue emperador titular deConstantinopla por su matrimonio conCatalina de Valois-Courtenay, hija delsegundo matrimonio de Carlos deValois.

La dinastía de Anjou-Sicilia,fabulosamente fecunda y activa, llegaríaa totalizar, en toda su duración,doscientas noventa y nueve coronassoberanas y doce beatificaciones.Volver

f El matrimonio de Felipe de Valoiscon Juana de Borgoña, llamada Juana laCoja, hermana de Margarita, se había

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celebrado en 1313. Volver

g Nada hay más difícil de establecer,ni que ofrezca mayor materia dediscusión que la comparación del valorde la moneda en las diversas épocas. Sucurso ha sufrido tantas variaciones,desvalorizaciones y medidasgubernamentales diversas, que losespecialistas no llegan a ponerse deacuerdo. No se puede fundamentar laequivalencia sobre el precio de losartículos, ni aún los esenciales, porquelos precios varían considerablemente, ya veces de un año a otro, según la

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abundancia o escasez de los productos,y también según los impuestos que elEstado carga sobre ellos. Los períodosde escasez eran frecuentes, ylos precioscitados por los cronistas son muchasveces los del «mercado negro», lo cualfalsea cualquier apreciación basadasobre el poder adquisitivo. Además,ciertos artículos hoy de uso corriente,estaban poco extendidos en la EdadMedia, y por lo tanto su precio eraelevado. Por lo contrario, a causa delbajo precio de la mano de obra artesana,los productos manufacturados eranrelativamente baratos.

La mejor base de estimación podría

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parecer el valor comparativo del oro.Sin embargo, se nos asegura que hoy eloro está mantenido artificialmente a unprecio muy superior a su valor real.

Si tenemos dificultad para calcularla equivalencia del franco de 1914,¿cómo podemos hallar la valoraciónexacta de la libra de 1314?

Después de comparar diversostrabajos especializados, proponemos allector para su comodidad, yadvirtiéndole que el margen de errorpuede oscilar entre el doble y la mitad,una equivalencia de 100 francosactuales a una libra de principios delsiglo xiv. En tiempo de Felipe el

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Hermoso, los gastos del reino puedenestimarse, menos en los años de guerra,en un promedio de 500.000 libras; loque representaría un presupuesto grossomodo de cincuenta millones, o sea cincomil millones de francos viejos. Por otraparte, nuestros viejos y nuevos francospreparan una buena trampa a los futuroshistoriadores. Volver

h El juicio en 1309 por el que sepretendía zanjar el asunto de la sucesiónde Artois (ver nuestra nota 2 de lapágina 269 de EL Rey de Hierro) asignóa Roberto, de la herencia de su abuelo,

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solamente la castellanía de Conches,desgaje normando aportado a los deArtois por Alicia de Courtenay, esposade Roberto II. En compensación,Mahaud venía obligada a entregar aRoberto en el plazo de dos años, unaindemnización de 24.000 libras; por otraparte, le estaba asegurada a Roberto unarenta de 5000 libras, sobre diversastierras de dominio real, que, unidas a lacastellanía de Conches, constituiría elcondado de Beaumont-le-Roger. Laformación del condado fue retrasándosemuchos años, durante los cuales Robertono recibió más que una ínfima parte desus rentas. En realidad, no fue nombrado

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conde de Beaumont hasta 1319. El restode las cantidades que se le debían, no lefue pagada hasta 1321, bajo Felipe V, yen 1329, bajo Felipe VI, el condado fueelevado a la dignidad de par. Volver

i El culto a las reliquias fue uno delos aspectos más característicos ysorprendentes de la vida religiosa de laEdad Media. La creencia en la virtud delos sagrados restos degeneró en unasuperstición universalmente difundida.Todo el mundo quería poseer reliquiasgrandes para guardarlas en su casa, ypequeñas para llevarlas colgadas del

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cuel o. Cada cual tenía reliquias segúnsu fortuna. Esto fue ocasión de uno delos comercios más prósperos a través delos siglos xi, xii y xiii e incluso duranteel xiv. Todos traficaban con los santosvestigios: los abades, para aumentar lasrentas de sus conventos o para ganarseel favor de los grandes personajes,cedían los fragmentos de los santoscuerpos que guardaban. Los Cruzadosque volvían de Palestina podían hacerseuna fortuna con los piadosos despojosrecogidos en sus expediciones. Losjudíos tenían una gran organizacióninternacional de venta de reliquias. Losorfebres alentaban mucho este negocio,

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pues con ocasión de él les encargabanmarcos y relicarios que eran los objetosmás bellos de aquel tiempo y en dondese ostentaba tanto la piedad como lavanidad de su poseedor.

Las reliquias más preciadas eran losfragmentos de la Vera Cruz, trozos demadera del Pesebre y espinas de laSanta Corona (aunque San Luis hubieracomprado para la Sainte-Chapelle unaSanta Corona supuestamente intacta),flechas de San Sebastián y muchaspiedras, piedras del Calvario, del SantoSepulcro y del Monte de los Olivos.Cuando un personaje contemporáneollegaba a ser canonizado, se apresuraban

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a repartir sus despojos. Muchosmiembros de la familia real poseían ocreían poseer fragmentos de San Luis.En 1319, el rey Roberto de Nápoles, queasistía en Marsella al traslado de losrestos de su hermano Luis de Anjou,canonizado recientemente, pidió lacabeza del Santo para llevársela aNápoles. Volver

j Este no es el famoso «Palacio delos Papas», que hoy conocemos, el cualfue construido el siglo siguiente. Laprimera residencia de los Papas deAviñón fue el palacio episcopal algo

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agrandado. Volver

k El patíbulo de Montfaucon sealzaba sobre un cerro aislado, a laizquierda del antiguo camino de Meaux,alrededor de la actual calle Grange-aux-Belles. Enguerrando fue el segundo deuna larga lista de ministros, yprincipalmente ministros de Finanzas,que terminaron su carrera enMontfaucon. Antes de él había sidoahorcado Pedro de la Brome, tesorerode Felipe III el Atrevido; después de élsufrieron la misma suerte Pedro Rémy yMacci dei Macci, tesorero y cambista

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respectivamente de Carlos IV elHermoso, Renato de Siran, jefe de lamoneda de Felipe IV, Oliveiro le Daim,favorito de Luis XI, Beaune deSamblanay, superintendente de lasfinanzas de Carlos VIII, Luis XII yFrancisco I. El patíbulo dejó de serutilizado desde 1627. Volver

l Esta Eudelina, hija natural de LuisX, y religiosa en el convento de lasclarisas del arrabal de Saint-Marcel deParís, fue autorizada por una bula delpapa Juan XXI el 10 de agosto de 1330,para ser abadesa de Saint-Marcel o de

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cualquier otro monasterio de clarisas, apesar de su nacimiento ilegítimo. Volver

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Notas1 Margarita y Blanca de Borgoña,

dos princesas de Francia, nueras deFelipe el Hermoso, condenadas areclusión perpetua por infidelidad a susesposos. Volver

2 En esta época existían dos ramasde la familia de Borgoña que reinabanen Jurisdicciones territorialesdiferentes: por una parte, la familiaducal, cuya capital se encontraba enDijon; por otra, la familia de los condes

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palatinos de Borgoña, que hasta Felipeel Hermoso dependían del SacroImperio Romano Germánico y cuyaresidencia principal estaba en Dóle.

Margarita de Borgoña era la hija delduque y de Inés de Francia. hija de SanLuis. Fue desposada en 1305 con Luis,primogénito de Felipe el Hermoso y deJuana, reina de Navarra. Juana y Blancade Borgoña eran hijas del condepalatino y de Mahaut de Artois. Sehabían casado respectivamente conFelipe y con Carlos. segundo y tercerhijos de Felipe el Hermoso. cuandoMargarita y Blanca fueron convictas deadulterio (como se ha visto en el primer

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tomo de Los reyes malditos. El rey dehierro), Juana de Borgoña fue solamenteacusada de complicidad y por elloencerrada por separado en el castillo deDourdan, bajo un régimen penitenciariomucho menos severo y con una pena deprisión indeterminada. Volver

3 El estafermo o quintaine era unejercicio que se realizaba caballo,armado de lanza, y que consistía engolpear en pleno tronco un maniquímontado sobre un eje, que representabaa un caballero de armas, uno de cuyosbrazos llevaba sujeto un palo. Si el

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justador asestaba mal el golpe, elmaniquí. girando sobre si mismo, veníaa golpear al torpe caballero. Volver

4 Los comerciantes de mercería,aderezos, baratijas y ornamentos, teníanel privilegio de vender dentro delpalacio real, en la galería llamadaGalería Mercière o Galería Marchande.Volver

5 El jamete era un tejido de seda quese aproximaba a nuestro raso. Seutilizaba en la confección de vestidos y

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en el ajuar de la casa, compitiendo conel cendal, que se hacía en todos loscolores y se parecía al tafetán; con elcamacán y con los tejidos de oro y deplata, pesados brocados con trama deseda. Entre las telas de lana seempleaban mucho las jaspeadas, pañostejidos de diversos colores, las rayadas,el camelin, es decir el tejido de pelo decamello o sus imitaciones, y sobre todolas escarlatas. Estas últimas eran lasprendas más ricas y más estimadas; sóloaparecían en las ocasiones solemnes.Las mejores se fabricaban en Flandes yen Inglaterra. Volver

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6 Las luchas entre güelfos,partidarios del Papa, y gibelinos,partidarios del Emperador,ensangrentaron una parte de la Italiamedieval y particularmente la Toscana.El ilustre poeta Dante y el padre dePetrarca, que eran gibelinos, fuerondesterrados de Florencia por carlos devalois. Volver

7 -¡Qué raro eres, hijo mío! Volver

8 -¡Guccio, qué alegría! ¿Cómoestás? Volver

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9 -Querido Boccaccio. ¡Por Baco!¡Qué suerte! Volver

10 -¡La caza de los cardenales, lacaza de los cardenales! ¡Bien os hantomado el pelo esos Monseñores!Volver

11 El hoqueton (que traduzco portabardo): vestimenta sobre todo militarcon capuchón y mangas cortas y amplias,cuyo faldón, que apenas llegaba másabajo de la rodilla, estaba hendido por

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delante. El hoqueton podía llevarse porencima de la cota de malla o de laarmadura. El de los guardias llevababordadas las armas del príncipe al queservían. Volver

12 Estas palabras son textualmentelas pronunciadas por carlos de Valois enaquella ocasión y tales como las hemosencontrado en los informesproporcionados por las crónicas deaquel tiempo. Volver

13 No para nosotros. Señor, no para

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nosotros, sino en tu nombre... Volver