La puerta
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La Puerta
Cecilia vivía en Renca, un pueblito de apenas un puñado de casas, a algunos
kilómetros de Tilisarao, que es como decir cerca de ningún lado. El tiempo se había
detenido, literalmente, en ese paraje provinciano y sólo el paso de algún automóvil
extraviado rompía la monotonía de esa vida sencilla y previsible.
Hasta que un día Cecilia abrió una puerta que jamás volvería a cerrarse.
Ya desde muy pequeña, la esmirriada y rubiecita niña parecía llegada desde otro
lugar. Nunca pareció pertenecer al caserío bajo y sombreado por tamarindos y chañares.
Sus profundos ojitos celestes no reconocían antecedentes en su familia y, a decir verdad,
despertaron más de una suspicacia entre las chismosas vecinas de la zona, sospechas que
eran rebatidas en silencio por la irreprochable conducta de su madre.
Con apenas ocho años, a Cecilia le bastaba un conjuro, un pase de manos y un par
de frases ininteligibles para calmar un dolor de ciática, una insolación, un empacho o una
borrachera rezagada.
Muchas veces Cecilia se pasaba tardes enteras mirando el cielo y descubriendo
formas en las nubes que sólo ella podía ver. Otras tantas tardes, la chiquita recorría los
campos aledaños durante horas, recogiendo hierbas y florcitas silvestres.
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Pasaron los años y los prodigios de Cecilia ya eran conocidos en toda la zona, desde
con frecuencia acudían lugareños con diversos males para ser sanados por las manos de la
chiquilla, ahora apenas una adolescente. No obstante ello, sus costumbres no habían
cambiado en absoluto: seguía leyendo las nubes, las hojas, seguía paseando sola y en
silencio y seguía, tal como decían sus vecinos, hablando con los animalitos.
Una noche sin luna, la víspera de su cumpleaños 16, a la casa de Cecilia llegó un
grupo de hombres portando a un joven, de mirada extraviada y cabeza ganada por la
fiebre. Según el diagnóstico de sus acompañantes, estaba poseído.
Los primeros conjuros de Cecilia no dieron resultado alguno y, por el contrario, el
enloquecido campesino parecía empeorar. Con las horas, todos comenzaron a temer lo
peor. Estaba a punto de llegar el alba cuando Cecilia pidió a todos que se retiraran del
cuarto. Los gritos del lunático siguieron al menos un par de horas más, mientras fuera
todos los presentes se deshacían de ansiedad.
Con los primeros rayos del amanecer del día del cumpleaños de Cecilia, los ruidos
cesaron por completo. Al cabo de prudenciales minutos, en los cuales hasta los más rudos
de los trabajadores temblaban, Hortensia, la abuela de Cecilia, abrió la puerta para
encontrar al muchacho durmiendo plácidamente sobre el humilde jergón. Y a nadie más.
Nadie pudo entender la desaparición de Cecilia, ya que la habitación no contaba con más
aberturas que la puerta de entrada y una mínima claraboya cercana al techo de cañas. La
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puerta que abrió Cecilia no estaba en ese cochambroso cuarto. El preciso día de su
cumpleaños 16, Cecilia desapareció para nunca más ser vista en el poblado.
He dedicado buena parte de mi vida y todos mis recorridos a buscarla. Sin suerte.
He seguido las más variadas pistas y ellas me condujeron tras lectoras de tarot,
hechiceras, brujas y hasta a los más pintorescos personajes fueron vistos una y otra vez
por mí. En la reiteración de la búsqueda, aprendí a reconocer hechiceras de farsantes con
un simple vistazo.
Pero no me rendiré. No hasta poder darle, por una vez aunque sea, mi
agradecimiento.
Esta historia, para variar en mí, es rigurosamente cierta.