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LA PRISIÓN DE LUCIFER
ISBN: 9781311215888
Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas,
organizaciones, lugares, acontecimientos y hechos que aparecen en la misma
son producto de la imaginación del autor o bien se usan en el marco de la
ficción. Cualquier parecido con persona (viva o muerta) o hechos reales es
pura coincidencia.
Para ti, mi querido lector:
Quiero darte la bienvenida a la saga LA PRISION DE LUCIFER.
En esta primera parte encontraras a un grupo de jóvenes venezolanos
que intentaran impedir la fuga del reo mas peligroso del universo, el
mismísimo DIABLO.
Este es tan solo el inicio de una de las aventuras mas fascinantes que
experimentaras en tu vida y que en siete episodios tus sueños cambiaran tu
forma de ver la vida, y tu vida nunca volverá a ser tan real como tus
sueños………..¡
JP Machillanda
Agradecimiento:
A ti mi querida Madre, Mariela Espinoza de Machillanda, por terminar en
solo dos meses lo que para mi fue un derrotero de pesadillas de dos años.
Gracias por ser la paciencia eterna que me guió en la consecución de esta
edición mejorada de La Prisión de Lucifer.
JP Machillanda
Galipán (Caracas, Venezuela)
Hablé con mi editora en Nueva York. Mi último libro, La cara oculta del
Vaticano, había sido todo un éxito desde su lanzamiento en los Estados
Unidos. Esta obra recibió excelentes críticas, sobre todo para un exagente de
la Interpol. Me encontraba rodeado por el frío de las latitudes que corrían
entre las rústicas ventanas de madera de mi pequeña morada, ubicada en una
tranquila localidad boscosa al norte de Caracas.
Desde las ventanas podía ver el mar Caribe en toda su plenitud; detrás de mí,
la multifacética y acontecida ciudad de Caracas, ciudad que me cobijó por
casi 14 años, luego de la mayor tragedia que puede recibir hombre alguno: la
pérdida de su familia. De repente, la tranquilidad que viajaba a través de
aquel dulce soplo de la arboleda fue alterada por el sonido de dos motores
que subían a toda velocidad por el camino para llegar hasta mi casa.
Vi bajar de dos camionetas blindadas a algunos hombres trajeados. Pude de
inmediato suponer que eran federales o, peor aún, agentes de la Interpol. El
pasado regresaba de nuevo, y esta vez con malas noticias... Estos agentes
hicieron un perímetro de seguridad, observando y escudriñando por todas
partes; mientras yo me acercaba a la cocina para servir un poco de agua
caliente para una jarra de té, una de las pocas cosas que había traído de mi
ciudad natal, Londres.
Tocaron a la puerta, como era de esperarse. Ellos sabían que yo estaba
adentro. Miré el pequeño armario que estaba justo cerca de la entrada, allí
reposaban mis dos pistolas Glock 9 mm bien aceitadas y listas para matar al
duque si pasaba por esa puerta. Me senté en la pequeña sala y tomé un sorbo
de mi hirviente té. Tocaron de nuevo, con más fuerza.
—Adelante, oficiales.
Entró una hermosa agente que mostraba una credencial de la CIA. Era joven,
esbelta, de origen asiático y usaba un traje ejecutivo ajustado a su cuerpo; su
tez pálida contrastaba con sus extraños ojos azules intensos. Al lado de ella
estaba Charles, quien fue uno de los mejores analistas informáticos cuando
trabajé en la Interpol. Él era un escuálido joven, de apariencia albino y
timorata. Cargaba un pesado maletín plateado.
—¿El duque escapó? −pregunté, sirviéndome un poco de azúcar, al tiempo
que colocaba la tetera con sus tazas de plata en mi pequeño recibo. Este era
el último recuerdo tangible de Migdalia, piezas que milagrosamente se
salvaron de aquel incendio.
La bella agente
dirigió su mirada al famélico acompañante, quien tembloroso se dirigió a mí:
—Inspector.
Quebrando un poco la voz me miró de reojo, colocó frente a mí un maletín
sostenido por tres patas mecánicas que salían de manera automática. Yo
mostraba poco interés en lo que me decía y hacía, y seguía soplando mi té
que aún estaba hirviendo. El pálido acompañante abrió el maletín, lo ultimo
en tecnología con una pantalla líquida que mostraba las iniciales de la CIA.
Colocó su mano sobre un lector digital y se apartó para que la agente
marcara unas teclas.
—Lo que estamos a punto de mostrarle forma parte de una investigación en
la que está implicada la seguridad nacional de los Estados Unidos de
América. Inspector Pitbull, usted bien sabe las implicaciones que puede
tener para su persona divulgar esta información.
Podía notar que gracias a la tecnología de este dispositivo sólo las imágenes
podían ser vistas por mí, ya que si inclinaba un poco la cabeza perdían
nitidez las tres letras que conformaban las siglas CIA.
Prosiguió la agente:
—Hace veintiún horas, en la visita de la esposa de un alto personero del
gobierno de los Estados Unidos al Reino Unido, un atentado terrorista acabó
con la vida de sus dos hijos. Pudieron violar todos los protocolos de
seguridad que los protegían... −mientras decía esto, pasaban imágenes de un
cuarto que estaba chamuscado, como si hubieran encendido una fogata
dentro del mismo. Estas imágenes me eran terriblemente familiares: era el
mismo modus operandi del último caso que llevé, el cual me destruyó la
vida. Coloqué mi taza en la mesa.
Observé lo que quedaba de dos camas que habían sido incineradas; veía con
horror las cenizas que estaban allí identificadas con unos marcadores
forenses de color amarillo. Era lo que quedaba de los dos cuerpecitos de los
hijos de este alto personero de la Casa Blanca. Esto me retrotrajo a las
innumerables muertes que había ejecutado el duque de Von Wolves, este
asesino en serie que ahora estaba pagando una sentencia de por vida en una
prisión de máxima seguridad en Siberia, Rusia.
Luego de ver estas imágenes me acomodé en mi asiento y con un pañuelo
sequé mis lágrimas. Estas nacían de la rabia y el dolor de ver mi pasado de
nuevo tan cerca. La bella agente se sentó justo al lado del maletín y,
buscando un acercamiento conmigo, se sirvió un poco de té caliente:
—Hace siete horas, luego de arduas negociaciones, el Poder Judicial de la
Federación Rusa emitió a través de la Corte Suprema una orden de
extradición del duque para que sea trasladado dentro de cuarenta y ocho
horas por una fuerza multinacional a su castillo. Este está totalmente tomado
por fuerzas especiales de Estados Unidos y el Reino Unido. Lo que
queremos de usted es que nos acompañe y nos ayude a meternos en la
psiquis de este criminal, para así obtener los nombres de los cabecillas de su
red internacional y determiner la forma en que ejecuta estos atentados.
Observé con rabia al tímido Charles, quien escondía su mirada.
—Agente Chang, pierde usted su tiempo, nada me va a regresar a mi vida
pasada—Inspector, conocemos las teorías que usted manejaba acerca de los
asesinatos realizados por el duque, sabemos que fueron ridiculizadas por los
altos funcionarios de la Interpol. Realmente, por solicitud expresa del
Presidente de los Estados Unidos y el Primer Ministro Británico,
¡necesitamos que nos ayude a sacarle toda la información a este terrorista!
—Le reitero, agente Chang, que no tengo la más mínima intención de
moverme de donde estoy. Ustedes cometen un error si dejan que el duque
vaya a su castillo. Por perseguirlo perdí a mi familia. Habría podido evitar el
accidente donde murieron mis dos hijos y mi esposa producto del incendio
que consumió toda mi casa.
—Inspector, es imperativo que venga con nosotros −insistió la agente
levantándose de su puesto.
—¡No, agente Chang! ¡No pienso mover ni un dedo para ayudarlos!
—¡Inspector, se lo pido en nombre del Reino Unido. El mundo está sumido
en un inminente peligro! −replicó la agente Chang, elevando su tono de voz.
—¿El mundo? ¡No me haga reír! ¡Mi mundo se acabó cuando mi familia
murió! ¡Ya le dije, nada me hará cambiar de opinión!
La agente Chang dejó su taza sobre la mesa, se paró detrás del maletín y le
hizo una seña de aprobación a Charles. Este, con cara de angustia, la vio
esperando que se arrepintiera; sin embargo, ella le reafirmó la orden con sus
ojos azules, pues su trabajo dependía de ello. Charles dejó con cierto temblor
la taza y empezó a teclear unos códigos a una velocidad impresionante. Allí,
mis pupilas casi se desorbitaron al ver las nuevas imágenes que aparecían.
Sentía cómo mi corazón se aceleraba. Caí sobre mis rodillas y, cegado por
las lágrimas, me rendí ante el inmenso dolor que sentía. Frente a mí
descansaba el mismísimo infierno. Experimentaba poco a poco cómo se
desgarraba mi alma. De mis entrañas salió un grito de dolor ahogado, en
tanto entraban varios agentes. Perdí el conocimiento de inmediato.
Guatire, casa sin número (Caracas, Venezuela)
Son las cinco y treinta de la mañana. Me despertó el reloj de Mickey Mouse.
Mi cuarto siempre repleto de afiches de grandes
futbolistas internacionales me hacía sentir entre los grandes. “Este día será el
‘gran día’, jugaremos contra los Felinos de Maracay la gran final de futsal
del intercolegial de Caracas. A este partido asistirán algunos periodistas
deportivos y quién sabe, posiblemente algunos scouts de la selección
nacional de fútsal… por cierto, ¡qué sueño más extraño tuve!”.
Me levanté. Ya en el baño empecé a visualizar la estrategia mientras me
cepillaba los dientes: “si empezamos reteniendo la bola… o mejor atacamos
con todo a ver si los sorprendemos”. Me metí en la ducha y me reí, ya que
mi papá, nuestro coach, era quien siempre decidía la estrategia final.
Empecé a vestirme, miré en el espejo mi indomable cabellera castaña oscura
la cual traté de peinar usando un gel extra fuerte y sin alcohol. En mi
uniforme nuevo predominaban el color blanco y las rayas rojas, junto a una
gran águila en el pecho que patrocinaba la librería: Águila de Caracas,
nuestro negocio familiar. Me ajusté los protectores... tocaron a la puerta:
—Aníbal, vámonos, se nos hace tarde.
—Sí, papá, ya estoy listo. De pana deja la presión… −respondí.
Abrí la puerta y vi a mi padre con el uniforme de las Águilas de Caracas; le
quedaba apretado por su lipa típica de cervecero. Sonriéndome, se ajustó sus
lentes gruesos que le daban cierta gracia a su dulce personalidad. A veces es
ladilla, pero finalmente es un buen viejo. Ya yo estaba listo para irme.
Comencé a bajar las escaleras. Me sorprendió un olor bien particular y
conocido: las famosas empanadas de mi abuela. El viejo, pasando por
delante de mí, agarró del escurridor de aceite una empanada y lo reprendió
Dilia María:
—¡Mijo, no agarre las empanadas con la mano pelada! ¡No ve que se va a
quemar!
Mi papá, riéndose y picándome el ojo, agarró el bolso en el que había unos
implementos deportivos y algunos uniformes nuevos.
Ella, arrugando el entrecejo, lo vio, mientras me daba una bolsita donde
seguro habían dos súper empanadas de queso.
—¡Gracias, abuelita!
—Hijo, le prendí una velita a la Milagrosa, ya verás cómo ganan esa copa
−despeinándome con sus pequeñas manos.
Recibí un beso en la frente y me vi en el espejo. Traté de peinarme
nuevamente, arrugué la frente… pero mi peinado no era el mismo, ¡qué
vaina!
Mi papá pegó un grito llamando a mi hermano menor, Azael, quien seguro
se había quedado hasta tarde viendo la última película de Harry Potter. Él
era un fanático de esta esa serie para tontos.
—¡Azael! ¡Baja, carajo, que se nos hace tarde!
Al ver que mi hermano no respondía, papá me dio el bolso y una carpeta.
—Lleva las cosas al carro mientras busco a tu hermano −me dijo, con tono
de molestia.
Al abrir la puerta que daba al jardín me encontré con una imagen extraña y
familiar a la vez: al lado de nuestro vetusto carro estaba un perro dálmata.
Este parecía sonreírme. No era de la zona, ya que parecía estar recién bañado
y cuidado, características extrañas para los perros de este humilde barrio.
Anoche había soñado con uno de la misma raza, pero el del sueño tenía los
ojos azules. Luego de guardar las cosas en la destartalada camioneta vi a mi
abuela trayendo otra bolsita de empanadas y, detrás de ella, mi trasnochado
hermano Azael, quien era uno de los peores defensas laterales que tenía la
liga. Gracias a Dios siempre veía el juego desde la banca. Mi abuela se me
acercó y le pregunté:
—Abuela, ¿de quién será ese perro?
Ella volteó y, al igual que yo, no vio nada: el perro había desaparecido.
—Coño, parece que va a llover abuelita −le comenté, mientras miraba las
nubes que se aproximaban.
—Aníbal ¿qué te he dicho de las groserías?
—Sí, abuela, deja el peo que ando como estresado.
—Hoy tu hermano y tú van a jugar un excelente partido. Pasado mañana
cumples años y unos días después tu hermanito; seguro Dios les regala esa
copa, querido nietecito.
—Sí, ¡esa copa será nuestra!
Papá encendió el motor con milagrosa paciencia. Azael se montó en el
puesto de adelante y yo en el de atrás, luchando por bajar la ventana de la
camioneta. Dejamos, como siempre, una estela de humo junto a un
destartalado sonido.
Jet de la CIA (Rumbo a Alaska, EE UU)
Mis párpados pesaban como pestañas amarradas a gruesas cadenas; mi
cuerpo se encontraba tan perdido como mis pulsaciones cardíacas. A mi lado
tenía a un agente fornido con corte militar. Este miró hacia un lado y
comentó:
—Agente Chang, se está despertando.
—Doctor, suminístrele más somníferos, todavía quedan muchas horas de
vuelo.
Una voz ronca con acento británico le respondió justo en frente de mí:
—¡Sí, señora!
Con mi vista borrosa observé que alguien vestido de blanco se acercó y se
colocó a mi lado. Sentí un pinchazo en mi brazo izquierdo y me dejé llevar
por mis lentos latidos y el alejado zumbido de la turbina.
***
Abrí los ojos lentamente. Habían pasado horas. Tenía puesta toda la
indumentaria para estar a temperaturas bajo cero. Arrastraba unas botas de
invierno, mientras dos mandriles con uniforme militar norteamericano me
llevaban hacia un hangar. Traté de moverme, pero me era imposible hacerlo.
Me sentaron en una sala de interrogatorios y, como si fuera un criminal de
alta peligrosidad, me sujetaron a unas argollas debajo de la silla. Frente a mí
había un espejo a través del cual seguro me estarían monitoreando. En ese
momento entró la Agente Chang, quien al verme esposado se sorprendió y
llamó de inmediato a un marine:
—¡Cabo! −entró un soldado con aspecto hostil.
—¿Señora?
—¿Quién dio la orden de esposar al inspector Pitbull?
—¡Yo! −interrumpió un hombre canoso conocido como Mr. Bulkface. Él era
el secretario general de la Interpol. Al ver su silueta por el reflejo del espejo,
le grité totalmente desencajado:
—¡Maldito infeliz! ¡Traidor! ¿Por qué me lo ocultaste? ¡Suéltenme! ¡Te voy
a matar con mis propias manos! ¡Me engañaste! ¡Confié en ti! ¡Migdalia
confió en ti! ¡Tú me dijiste que fue un accidente! ¡Suéltenme! ¡Te voy a
matar, así sea lo último que haga en mi vida! ¡Suéltenme!
—Lo lamento, Peter, pero no podíamos revelarte lo que allí pasó. No sabes
cuánto lo siento. Disculpa la forma como te trajimos hasta aquí, pero crème
que la idea no fue mía. En esta carpeta tengo las fotos de otro atentado. Por
favor, échale un vistazo.
—¿Por qué me lo ocultaste?
—Lo siento, Peter, estábamos muy cerca de atrapar a ese bastardo. Si te lo
hubiese dicho, lo hubieras matado en la primera oportunidad. No podíamos
correr ese riesgo.
—Y ¿de qué les ha servido? ¿Qué han podido sacarle? −observaba a la
agente y de nuevo a Mr. Bulkface− Si los rusos no han podido con sus
técnicas de interrogatorios, ¿de qué les sirve vivo?
—Como bien sabes, no creo en tus alocadas teorías y considero un error
haberte traído; sólo te pido que le eches una mirada a estas fotografías, en las
cuales al parecer hay gente muy poderosa que está interesada en tu opinión.
Así que, por una vez en tu vida, danos una opinión profesional.
—Si no fuiste tú, maldito traidor, ¿quién me trajo aquí a la fuerza y en contra
de mi voluntad? ¿Quién fue?
Una voz profunda y ronca salió justo detrás de mí. ¡No lo podía creer! —
¡Fui yo, inspector Peter Pitbull!
Parque del Este (Caracas, Venezuela)
Eran casi las nueve de la mañana cuando llegamos al Parque del Este, lugar
donde se iba a celebrar esta gran final. El colorido de los aficionados, en su
mayoría padres y representantes, se fundía con una mañana grisácea y
cubierta de nubes. Me bajé del carro con el corazón latiendo más duro que la
percusión de la banda escolar: estaba chorreado. Muchos de mis profesores
hacían fila para entrar a las gradas que habían colocado los patrocinantes de
la liga.
Mi equipo de fútsal estaba conformado por Javier, uno de mis mejores
amigos (de 14 años pero aparentaba unos 17); tenía más fama que yo: era
todo un galán y se la pasaba con los de cuarto y quinto año. Realmente era
demasiado pícaro para su edad pero siempre estaba cuando lo
necesitábamos. Jorge, “el Gordo”, nuestro portero, el jugador con menos
goles permitidos en la liga. Ronald, muy extrovertido, era otro de mis
mejores amigos; un rubio de ojos azules a quien le gustaba jugar y apostar
con cartas en el recreo; él era realmente un desastre, siempre nos invitaba a
su casa a jugar con las consolas de videos que estaban de moda. Además, él
era el hermano de Suhail, el culo más bello del universo.
Mi padre sonó su silbato y nos llamó a todos para ubicarnos cerca del banco
en el que estaba sentado mi hermano. En ese momento sentí que una mano
tocó mi hombro; allí, justo en frente de mí, estaba ella, con su bella sonrisa,
el culo de mis sueños: de tez morena, ojos caramelo y cabello chocolate,
parecía de quinto año por su altura aunque realmente estaba en segundo año,
un año menor que yo; era tartamuda, sobre todo cuando estaba nerviosa o
molesta, pero aun así me gustaba demasiado, especialmente sus piernas.
Observé que justo detrás de ella, a unos diez metros de la tarima, estaba ese
perro, y al parecer andaba solo, pero era difícil que fuese el mismo perro que
vi en mi casa, ya que aunque la camioneta de mi papá estuviera destartalada,
era imposible que el perro llegara antes que nosotros a más de setenta
kilómetros por hora, y a veinte kilómetros de distancia; pero, extrañamente,
este perro parecía buscarme a mí, seguirme a mí; más aún: verme sólo a mí.
—¿Qué… qué estás viendo, Aníbal?
Al momento escuché a mi padre llamarme y tomándole sus manos, antes de
irme hasta donde estaba el grupo, le dije:
—¡Qué bella estás!
—¡Gra... gra…gracias..! −dijo sonrojada. ¡Su.. su.. suerte!
Ya cerca del banco de suplentes, mi hermano (el único suplente) sonreía,
pues no jugaría. Me puse al lado de los muchachos, quienes no perdían la
oportunidad de fastidiarme:
—¡Qué lindo es el amor! Sobre todo si… si… si es, entre…tre.. cor… tado
−se burlaba Javier, junto con mis otros compañeros.
—Cierra el pico, marico triste. Déjame oír lo que dice el entrenador.
Mi padre volvió a tocar el silbato y con el chiflido empezó a caer una leve
lluvia que mojó a todos los que allí estábamos, excepto a los que corrieron
hacia la grada que gracias a Dios tenía un techo algo improvisado.
—¡Señores, hoy es el gran día!−exclamó mi padre− pero les tengo una
buena y una mala noticia... La buena noticia es que los Felinos no están
acostumbrados a jugar bajo la lluvia.
Javier, casi interrumpiéndolo, le preguntó:
—¿Y la mala?
En ese momento cayó un estruendoso relámpago que alumbró por un
instante esta tenue mañana, lo que transformó la lluvia en una tormenta.
—Bueno, la mala noticia es que Jorge, nuestro portero estrella, se reporto
enfermo.
—¿Pero qué le pasó? −replicó uno de los muchachos del equipo.
—Ayer hablé con él y estaba bien −dijo otro jugador.
—Problemas estomacales −respondió mi papá.
Javier, golpeando ambas manos en señal de molestia, gritó:
—¡Ese gordo coño e’ madre se volvió a tapuzar de comida! ¡Dejen que lo
vea! ¡Le voy a dar una patada por ese culo cuando lo vea! ¡Si perdemos esta
copa, será por su culpa! ¡Qué gordo tan marico!
—Viejo, ¿y a quién vamos a poner como portero? Nadie es tan bueno como
el gordo Jorge.
Mi padre, cerrando la carpeta casi desmenuzada por la fuerza del agua que
caía, se quedó viendo fijamente a mi hermano Azael. Todos, mirándolo con
miedo, sabíamos que lo peor no había pasado. Mi papá se acercó a mi
hermano y dejando la mano en su hombro le dijo:
—Azael, serás el portero de nuestro equipo.
—¿Yo?
—¡Qué! ¡Se ha vuelto loco! −gruñó Javier al oír tamaña noticia.
—¿Tienes una mejor idea?
—¡No pongamos portero! Al menos tendríamos los tres palos de la portería
que lo harían mucho mejor que Azael −le replicó Javier molesto.
—Ok, entonces tú, Javier, ¿por qué no porteas?
Este se volteó y le quitó una de las pelotas a uno de los paralizados
jugadores de nuestro equipo y se puso a tocar el balón.
Ronald estaba llegando, colocó su mano en mi hombro y me dijo:
—¡Maricooo, estamos fritos! Ahora sí seremos el hazmerreír de nuestra liga.
—Lo sé, lo sé. Le repliqué con mirada cabizbaja.
Mi hermano veía con pavor las metrallas que lanzaban los Felinos contra su
portero, quien además medía el doble de su escueta humanidad. Me
acerqué y le dije a Azael:
—¡Azael, esta es tu gran oportunidad, hermano! ¡El equipo cuenta contigo!
Yo sé que tú puedes.
Mi hermano, con sus ojos mojados, y no por el efecto de la lluvia, me
murmuró mirando fijamente hacia la tarima:
—Creo que Javier tiene razón. Me van a destrozar los Felinos, lo sé, me van
a despedazar, y lo peor es que ella vino a ver mi fusilamiento. Le voy a
quedar mal.
Miré hacia el lugar que refería, pero estaba vacío.
—Nos mira y presenciará cómo vamos a perder por mi culpa.
Un par de lágrimas corrieron por sus ojos.
—Tranquilo, hermanito, es normal que te ataquen los nervios antes de un
partido tan importante, ¡tranquilo! ¿A quién te refieres? ¿A una novia? ¡Te
lo tenías bien guardadito, no!
Él, secándose las lágrimas, me miró fijamente a los ojos y me dijo algo más
controlado:
—¿Es que acaso tú no la ves? Está allí, sentada al final de la grada.
—¿A quién te refieres? ¡No veo a nadie, Azael!
—¡Al lado del señor gordo de camisa roja! −indicándome el lugar con su
dedo extendido.
Al fijar la mirada, un escalofrío empezó a correr por mi cuerpo. Al lado del
señor de camisa roja no había nadie. Pensé que mi hermano se estaba
volviendo loco. Le dije con mirada compasiva:
—¡Azael, los nervios te están traicionando! ¡Allí no hay nadie, güevón!
—¡Ve bien! ¡Nos está saludando! −insistió.
—¡A quién carajo ves, yo no veo a nadie!
—Tranquilo, nos manda a decir que todo estará bien y que debemos tener fe
en Dios, ya que lo que nos viene no será nada fácil.
—¿A quién demonios estás viendo, piazo e’ loco?
—A mamá, Aníbal, a mamá con su bello vestido dorado.
Pero mamá murió hace unos años, pensé.
Interrumpió la conversación el silbato del árbitro, quien llamaba a los
capitanes de los equipos para dar comienzo al encuentro. Paralizado por lo
que Azael me había dicho, recibí un pelotazo que me pegó en las piernas.
Era Javier quien me llamaba al centro del campo. Mientras esto pasaba veía
a mi hermano ponerse los guantes, ubicándose en la arquería; miraba
contento y confiado hacia la tribuna, al mismo espacio vacío hacia el que yo
con mucho miedo también veía.
“Coño e’la madre, a mi hermano se le quemaron los borners del cerebro”
***
Empezó el partido. Mi hermano había recuperado de manera extraña el
ánimo. Viendo la debilidad de mi equipo en la portería, decidimos retrasar
nuestras líneas para jugar al contragolpe con Javier. Todavía algo errático,
trataba de controlar el balón, pero debido a este torrencial aguacero, mi
habilidad con la esférica disminuía al igual que mi visión de juego. Pudimos
repeler innumerables ataques de los Felinos contra nuestra portería durante
el primer cuarto de hora. Faltando cinco minutos para el final del primer
tiempo, Javier cometió una falta contra uno de los delanteros, por lo que fue
expulsado. Para empeorar aún más la situación, la lluvia torrencial se
debilitó, hasta convertirse en una leve llovizna, lo que le dio al cobrador de
esta falta una mejor visión; además, el árbitro cantó tiro libre sin barrera. En
pocas palabras: iban a fusilar a mi hermano.
Lamentablemente, pasó lo que todos esperábamos: la primera anotación de
cuatro goles que nos marcarían en el primer tiempo. ¡Qué desastre! Nos
fuimos a nuestro lado de la banca, desmoralizados y sin Javier. Para mayor
desmadre, su sustituto era nada más y nada menos que Ronald, cuyas ojeras
denotaban un trasnocho, seguramente por sus interminables juegos
cibernéticos. ¡Ahora sí estábamos fritos!
Durante el descanso del primer tiempo, mi padre nos dio las estrategias para
buscar el empate. Azael era felicitado por algunos compañeros de equipo
salvo Javier, quien le echaba la culpa de dos balones que le pasaron por
debajo de las piernas. Me acerqué a darle ánimos:
—Te felicito, Azael, lo estás haciendo bien.
—Claro, hermano; se lo debo a Dios y, por supuesto, a… −fijando la vista al
puesto vacío.
Traté de responderle algo, pero mi susto fue interrumpido por el silbato del
árbitro, quien nuevamente llamó a los equipos para que se ubicaran en sus
lugares. Una vez formados, el árbitro dio inicio al segundo tiempo. Faltando
tres minutos para que terminara el partido, milagrosamente logramos
empatar a cuatro tantos, aunque una falta cometida por Ronald generó el
cobro de otra infracción sin barrera. El jugador que cobraría esta falta era el
mejor delantero de la liga. El contrincante acomodó la pelota con lentitud, lo
que nos crispaba los nervios a todos menos a mi hermano, quien
extrañamente mostraba una leve risa que denotaba confianza. El silbato sonó
y mi hermano se lanzó con todas sus fuerzas hacia el lado contrario de donde
iba la pelota.
El sonido del golpe de su cabeza contra el palo de hierro fue mucho más
escalofriante que el choque del balón contra la red. Los gritos de gol por
parte de los fanáticos se desvanecieron de inmediato cuando Azael empezó a
convulsionar. Los paramédicos y todos los que estábamos en el juego nos
acercamos; estaba inconsciente, con los ojos en blanco y manchaba el cuello
de su camiseta con la sangre que no paraba de fluir de su cabeza. Mi padre,
con lágrimas en los ojos, ayudaba a paralizar el cuello de mi inerte hermano.
Los paramédicos lo llevaron hacia la ambulancia. Papá tomó mi mano y
juntos nos montamos arrancando a toda velocidad.
Base Militar (Alaska, EE UU)
¡Quítenle de inmediato esas esposas! Antes de terminar esa oración, el cabo
que estaba a mi lado, en cuestión de segundos me liberó.
—Señor Presidente —dijo Mr. Bulkface y levantándose algo nervioso le
extendió la mano al presidente de los Estados Unidos, sin recibir respuesta
del segundo afrodescendiente en llegar a la presidencia del país más
poderoso del mundo. Este, al ver la carpeta con la foto de lo que quedaba de
sus hijos, pidió de manera contundente:
—¡Déjenme solo con el inspector Pitbull!
—Señor Presidente… −dijo el nervioso secretario ejecutivo de la Interpol.
—No quiero a nadie en la sala de monitoreo. ¡Steven!
Steven Piccard era el jefe de la Agencia de Seguridad Nacional (Home Land
Security). Esta fue creada después de los atentados del 11 de septiembre
contra las Torres Gemelas para coordinar y dirigir las demás oficinas de
inteligencia y de seguridad del Estado. Steven era el responsible de la
seguridad del gran imperio americano y de todos sus ciudadanos a escala
mundial frente a posibles amenazas terroristas. Este hombre canoso, de
estatura mediana y mirada afilada, abrió la puerta y, mirando al compungido
Mr. Bulkface, lo incitó a salir. Por su parte, el Presidente, con los ojos
vidriosos, iba pasando las páginas del informe forense:
—¿Sabes, Peter? Siempre soñé con ser el hombre más poderoso del planeta.
Desde pequeño decía que iba a ser un hombre importante que ayudaría a
acabar con la maldad que nos agobia. Paradójicamente, ahora como
Presidente, he tenido que tomar decisiones muy similares a lo que podríamos
concebir como maldad y creo que Dios me está castigando al llevarse a mis
hijos.
Él se acercó mucho más, cerró la carpeta y después de restregarse los ojos
que estaban enrojecidos, no sé si por el cansancio o por llorar, me miró
fijamente. En su rostro podía ver que algo iba a ofrecerme:
—Gracias a ti pudimos atrapar a este criminal que ya había destruido a más
de veinte familias de políticos y empresarios influyentes. Tanto tú como yo
hemos sido víctimas de este abominable ser. Por eso he venido
personalmente para pedirte tu ayuda. Leí tu expediente y sé sobre las
diferentes teorías que manejabas. Ayúdanos a determinar cómo estas células
terroristas han podido burlar las más extremas medidas de seguridad.
—Sr. Presidente…
—Inspector Pitbull, ¿qué desea a cambio de sacarle la información a este
bastardo?
***
...Habíamos volado por más de doce horas en un jet de la CIA. La agente
Chang se había mostrado igual de parca como el pálido Charles, quien no
dejó de teclear durante todo el viaje. Al llegar al aeropuerto, un sargento de
las fuerzas especiales me dio mis dos Glock 9 mm doradas.
—Llegamos, inspector. Aquí está su credencial como Asesor de Inteligencia
de la CIA. Espero entienda que debo verificar que haga su trabajo.
Cargué mis dos armas y revisé los cargadores extras que me dio el sargento.
—No se preocupe, agente. Usted haga su trabajo; yo haré el mío.
Nos bajamos del jet en una base militar rusa. Nos esperaban los funcionarios
de la Fuerza de Inteligencia de la Federación Rusa. Nos montamos en una de
las camionetas blindadas de una caravana de doce vehículos, con destino
final a la prisión de máxima seguridad: Kratoski…
Autopista Francisco Fajardo rumbo al hospital (Caracas, Venezuela)
El silbido de la bocina de la ambulancia me aturdía como un enjambre de
avispas que picaban mi cabeza, mientras veía a mi hermano entubado y con
una venda que cubría gran parte de su cabeza. El viejo, aferrándose a las
manos de Azael, dejaba correr unas enormes lágrimas. Parecía estar
convencido de que ese esfuerzo de tomarlo ayudaría a detener la hemorragia
que manaba de mi hermano menor.
La lluvia golpeaba en las diminutas ventanas que ampliaban las luces
blancas y rojas de la ambulancia. Mi hermano luchaba, literalmente, contra
la muerte. De repente sentí que todo comenzó a dar vueltas: habíamos
chocado contra algo. Las cosas que volaban sin control dentro del reducido
espacio me golpearon. Como era de esperarse dentro de toda esta dinámica
caótica, al final las ventanas estallaron, bañándome en vidrios y agua…
Desperté bastante adolorido y vi que las puertas de la ambulancia se habían
desprendido a causa del vuelco repentino. Traté de moverme pero sentí una
puntada en mi brazo derecho: estaba atrapado por una bombona de oxígeno.
Un líquido caliente caía sobre mi frente y los ojos me ardían; me limpié la
cara con la mano izquierda. Me alarmé al ver mi palma llena de sangre.
Instintivamente miré hacia la camilla: allí se mantenía mi hermano,
protegido por las correas que lo sujetaron a la bastante magullada camilla. El
viejo estaba cerca de mi hermano también inconsciente.
El paramédico que nos acompañaba estaba tirado sobre la carretera como a
diez metros de la ambulancia. Al menos la lluvia había pasado a ser una leve
llovizna acompañada por una densa neblina. Decidí hacer un esfuerzo para
retirar la pesada bombona de oxígeno que me torturaba con su peso.
Luego de varios intentos logré hacer rodar el pesado cilindro, acompañando
esta acción con un gran grito de dolor. Me arrastré con dificultad hacia
donde estaba mi padre. El dolor era hijo de puta.
Verifiqué que ambos tuviesen pulso, lo que me tranquilizó. La única forma
de pedir ayuda era saliendo de la ambulancia. Traté de levantarme, pero no
podía enfocar bien mi mirada; además me dolían muchísimo la cabeza y las
piernas.
Vi algo mucho más tenebroso y raro que se acercaba hacia nosotros: eran
unas extrañas figuras que aparecían en la densa niebla. Agarré parte de mi
camisa para tratar de sacarme la sangre que tenía cerca de mis párpados,
pero la visión no mejoraba. Eran más de cinco figuras que se arrastraban a
poco menos de diez metros del cuerpo del paramédico que estaba tendido en
la tierra.
Parecían muertos arrastrándose hacia nosotros. Froté esta vez mis ojos con
más fuerza y empecé a gritarle a mi papá en un intento por despertarlo, pero
seguía inconsciente.
Muerto de miedo afiné mi visión hacia estas extrañas figuras y lo que
observé me congeló la sangre: eran varios cuadrúpedos que estaban hacienda
una formación en “u”, como custodiando que nadie pudiera zafarse de ese
escudo, o peor aún, escaparse.
Las luces de stop de la ambulancia resaltaban sus afilados colmillos. Sobre
el cuerpo del paramédico estaba uno de los cuadrúpedos, presumiblemente el
líder de esta manada; este, al parecer, estaba esperando para dar la orden de
aniquilarnos a todos.
De repente algo peor apareció: sombras con alas que sobrevolaban encima
de esos cuadrúpedos.
—¡Maricooo! ¡No puede ser! ¡Qué vaina es esta! ¡Gatos negros en una
llovizna con sombras aladas sobrevolando!
***
Siete animales se acercaban. Yo, para defenderme, tenía una muleta. Algo
pasaba con estas bestias; el animal que estaba en el medio se detuvo y miró a
todos lados como si estuviera percibiendo algo. De imprevisto, una bola
blanca cayó sobre ellos, era como una bola de nieve con dientes.
No entendía qué coños estaba pasando. Estas masas negruzcas trataban de
atacar a esa gran masa blanca que se movía con una agilidad impresionante.
En medio de esa pelea de dientes, uno de los gatos negros, quien parecía ser,
a su vez, el líder de este bando, se acercaba lentamente viéndome con ojos
encendidos. Estaba cagadísimo y el dolor en mi brazo era arrecho. Una luz
blanca me cegó y allí quedé indefenso.
Prisión de máxima seguridad Kratoski (Siberia, Rusia)
Transitábamos por un frío y húmedo paraje. Podía divisar los cartels que
señalaban la ciudad de Kratoski: una ciudad fantasma ubicada en las
entrañas de Siberia. Mientras recorríamos este desolado paisaje, el Cónsul de
los Estados Unidos, quien nos acompañaba, nos recordó nuestra misión:
custodiar al duque hasta el aeropuerto, desde donde se llevaría a uno de sus
castillos en el Reino Unido.
Charles, sentado entre la agente Chang y yo, se mantenía en contacto desde
su laptop con las distintas agencias de inteligencia que apoyaban esta
operación. Yo miraba por la ventana y de pronto sentí como si un hielo se
deslizara muy lentamente por mi espalda, justo en el medio de la nada podía
ver una mancha negra que me recordaba lo cerca que estábamos del duque.
Al parecer yo era el único que le daba importancia a este mensajero del
mismísimo demonio. La camioneta cayó en un hueco, lo que distrajo mi
atención de este maldito animal; cuando volví a mirar, había desaparecido.
Saqué mis armas para chequear si estaban listas para ser usadas. En ese
momento la agente salió de su inmutable postura:
—Inspector, guarde sus armas, tenemos suficientes hormonas masculinas
para transportar de manera segura al duque hasta el castillo.
—Ya lo veremos, agente Chang, ya lo veremos.
—¿Hacia dónde van esos reclusos? −preguntó Charles.
Se podía ver del lado derecho de nuestra camioneta a un grupo de hombres
encadenados, vestidos con un uniforme amarillo fosforescente subiéndose a
un camión que estaba rodeado por un contingente de guardias fuertemente
armados. El joven sargento del ejército ruso, que iba de copiloto,
interrumpió:
—Esos prisioneros se dirigen a las minas de Strominsky, una de las minas
más importantes de uranio de la Federación Rusa.
Charles, atónito, se acomodó en su asiento.
***
El chofer nos indicó que habíamos llegado. El grupo de camionetas atravesó
un inmenso portón. Al pasar dimos con una garita en la que una
ametralladora y dos guardias se mantenían impávidos frente a los diez
grados centígrados bajo cero que hacía en este inclemente desierto de nieve.
Luego de pasar por este puesto de control, pudimos ver las edificaciones
grisáceas que se perdían dentro de la tormenta de nieve que llegaba con
nosotros. En mis adentros decía: “¡Maldito asesino! ¡Pronto te tendré en mis
manos y esta vez no pienso dejarte vivo!”.
Hospital Universitario (Caracas, Venezuela)
Las luces me indicaban que me movía; unos paramédicos me llevaban sobre
una ruidosa camilla, así que presumí que estaba dentro del hospital. Nos
detuvimos frente de un ascensor y observé a unos policías uniformados
hablando con un señor de tez muy blanca, larga barba, vestido de tunica y
sombrero cónico demasiado gracioso. Él me miró y sonrió como si me
conociera. Volví a recostar mi cabeza y le pregunté al paramédico:
—¿Y mi hermano y mi papá?
—Tú hermano está en terapia intensiva y a tu papá lo está revisando un
doctor en estos momentos −me respondió con una mirada sombría.
No sentía mi brazo derecho. Cerré los ojos para ver si me despertaba de esta
loca pesadilla y me quedé totalmente dormido.
***
Desperte gracias a una luz que atravesó de manera abrupta de la fría
habitación. Alguien abrió las cortinas de las ventanas.
—Buenos días, Aníbal, ¿ese es tu nombre, no?
Una doctora muy hermosa, de bella sonrisa y cabello rubio, con una carpeta
de metal en las manos me interrogó de nuevo:
—¿Aníbal, no?
—Sí, yo soy Aníbal.
De inmediato caí en cuenta de dónde estaba y le pregunté preocupado:
—¿Y mi papá y mi hermano?
—Tu padre está bien, ahora está en admisión arreglando todo el papeleo…
—¿Y mi hermano, cómo está?
La doctora cambió su mirada y, cerrando la carpeta de metal, me dijo:
—Está en observación. Se mantiene estable.
—¿Estable?
Justo en ese momento sonó su beeper.
—Lo siento, debo irme.
—Pero… pero…
Traté de levantarme y no pude, pues mi brazo estaba completamente
enyesado y suspendido por una polea. De inmediato se abrió la puerta de mi
habitación nuevamente y entraron mis mejores amigos. Jorge, como
siempre, estaba comiendo, tenía en la mano unas cotufas de microondas. Su
camisa estaba manchada con chocolate, que escurría en su inmensa barriga.
También entraron Javier y Ronald. Todos tenían una extraña mirada entre
alegría y tristeza. Me sentía muy emocionado por verlos, pero mi corazón
saltó de emoción cuando la vi entrar a ella: era Suhail, acompañada de Sofía,
una amiga del colegio. Todo se iluminó aún más cuando vi su Hermosa
sonrisa y me preguntó:
—Aníbal, ¿có... có… mo… te… te… sientes?
Me dio una tarjeta donde decía “Get well soon” con un dibujo de un osito
cargado por otros ositos, con la peculiaridad de que al que cargaban tenía
también el brazo enyesado.
—Gracias.
En ese momento Javier se sentó a mi lado, sin tomar en cuenta que me
lastimaba.
—Marico triste, ¿y qué sabes de Azael? ¿Cómo sigue?
—No sé, repargo. La doctora dijo que estaba en observación.
Suhail, quien se dio cuenta de la torpeza de Javier, lo agarró por un brazo y
lo reprendió por haberme producido dolor. Él se sentó al lado de Jorge,
quien estaba destapando una Coca Cola light, y con la boca llena de cotufas
me interrogó, escupiendo cotufas sin querer:
—Si está estable, eso significa que está bien, ¿no?
En ese momento entró papá, quien me abrazó con fuerza. Tenía la cara
demacrada, como si no hubiese dormido durante días, y su pecho estaba todo
vendado.
—Papá, ¿estás bien?
—Hijo, ¿cómo te sientes? −me preguntó con tono de preocupación.
—Mejor, viejo. ¿Y mi hermano cómo está? −le pregunté arrugando un poco
mi rostro por el movimiento del brazo.
Mi padre miró a mis amigos, quienes estaban a la expectativa de oír esa
noticia. Ellos, al notar en él una mirada vidriosa, decidieron salir de la
habitación.
Papá se dirigió a las ventanas. Abrió una de ellas para sacar el olor a cotufa
que trajo Jorge consigo. Miró hacia las nubes y con un aire de tristeza me
comentó:
—No está bien, Aníbal… tu hermano no está bien.
—¿Qué tiene, papá? ¿Qué dicen los médicos?
—¡Azael está en coma! Tengamos fe, tu hermano se va a recuperar.
En ese momento entró mi abuelita con una cesta llena de tortas de leche. Si
no hubiera sido por la pésima noticia, me hubiese alegrado el espíritu.
Ella se nos aproximó y la sostuve con el brazo que tenía libre, tratando de
aferrarme como si fuera un salvavidas en una desbocada tormenta.
—Azael está en coma, abuelita.
Y ella, con cierto temblor en su mentón, me susurró:
—Lo sé.
—¿Será que le va a pasar lo mismo que a mamá?
Mi padre interrumpió:
—¡No se va a repetir! ¡Tu hermano va a mejorar! ¿Me oíste? ¡No volveré a
perder a nadie en mi familia!
Y tropezando con los muebles que estaban debajo del televisor salió de la
habitación. En ese momento entró un oficial de policía, miró mi brazo, sacó
una libreta y un lápiz bastante gastado.
—¿Aníbal Espinoza?
—Sí −le dije mientras me acomodaba en la cama y miraba con mucho miedo
a mi abuela, quien me hacía señas para calmarme.
—¿Qué recuerdas del accidente?
—Veníamos a toda velocidad, chocamos contra algo y dimos vueltas.
El oficial aceptaba una torta de leche que Dilia María le ofrecía
amablemente.
—¿Pudiste ver contra qué chocaron?
—No, lamentablemente no pude, señor.
—No hay rastros que indiquen que la ambulancia chocó contra algo −dijo
mientras agarraba una servilleta que mi abuelita le daba para limpiarse sus
amplios bigotes.
—¿Y entonces cómo se produjo el accidente, oficial? −preguntó mi abuela
algo angustiada.
—Lo lamento, no puedo adelantar nada. Todo forma parte de la
investigación.
Mientras guardó su libreta para retirarse, temiendo la respuesta, le pregunté:
—¿Cómo están el paramédico y el conductor de la ambulancia?
—Lamentablemente muertos. Por cierto, tuviste suerte de que el señor que
los rescató los sacara antes de la explosión.
—¿Explosión?
—Sí, desafortunadamente murieron incinerados producto de la explosión.
Me quedé boquiabierto. El policía se retiró y de inmediato entró la
enfermera para revisar mi suero y mis pulsaciones. Mi abuela sintonizó un
programa de farándulas desde el televisor que descansaba frente a mi cama;
de alguna forma trataba de ocultar la angustia que le produjo este breve
interrogatorio. Desde la ventana podía ver la grama del parque que estaba al
lado del hospital universitario. Justo debajo de un árbol frondoso estaba ese
perro que en cierta forma lo sentía extrañamente como un viejo amigo…
“¡Maricooo… es el dálmata!”.
La enfermera me tomó el pulso, revisó mis ojos y mi lengua para luego salir
de manera mecánica.
De pronto, a la habitación entró el hombre que había visto en el pasillo
hablando con el oficial de policía. Usaba una especie de bastón bastante
raro, tenía un sombrero largo y cónico que lo hacía ver ridículo. Mi abuela
se paró de su sofá con sorpresa.
—Dr. Salazar, siéntese. ¿Quiere una tortita de leche?
Este peculiar señor se sentó al lado de mi abuela mientras me veía con sus
diminutos ojos azules.
—Aníbal, te presento al Dr. Salazar. Él fue el hombre que los encontró en la
carretera y los trajo hasta el hospital. En pocas palabras, este hombre, hijo
mío, les salvó la vida.
Vi que el doctor Salazar había colocado su vara recostada en la pared y esta
tenía una mano de madera que sostenía una bola de cristal. Mi abuela le
preguntó:
—¿Quiere un café, doctor?
—Si no es mucha molestia.
—Para nada −volteó hacia mí− ¿Qué vas a querer, Aníbal?
—¿Adónde vas? −pregunté con tono de alarma.
—Voy a la cafetería a buscarle un cafecito a este grato hombre.
Me extrañó la ternura que tenía mi abuelita con un desconocido.
—No, abuelita, gracias. Ella, acomodándose el cabello, salió como Garza
engalanada antes de alzar vuelo.
Cuando mi abuela se retiró, comencé a detallar al señor. No podía tener una
imagen más bizarra ante mí: un hombre disfrazado de mago comiendo torta
de leche y un perro que ahora estaba cerca de la ventana viéndonos como si
tuviera ganas de compartir la conversación que allí iba a suceder. ¡Dios mío!
Prisión de máxima seguridad Kratoski (Siberia, Rusia)
En esta prisión, dos policías de mirada fría y aspecto sombrío se dirigían a
uno de los pabellones. Eran seguidos en unos monitores por el director de la
cárcel, quien estaba acompañado por un funcionario de la embajada
americana y el abogado del duque. Los gendarmes caminaban lentamente
hacia el pabellón once, conocido como “La Tierra de Nadie”, por ser la zona
donde yacen los peores criminales y donde las reglas las imponen los más
fuertes, o al menos los que aún quedaban con vida. El olor a cloro penetraba
los poros de estos uniformados, y los gritos desquiciantes que los reclusos
proferían en ellos un escalofrío que era propio de estas almas en pena.
Estos caminaban en perfecta formación. El frío sudor, producto del
nerviosismo, bailaba en sus sienes, lo que generaba un leve vapor en sus
frentes. En sus miradas se ocultaba el temblor que por miedo sus cuerpos
escondían. Este blancuzco y largo pasillo se asemejaba al derrotero de un
hospital psiquiátrico, cuyas celdas estaban hechas de un acero blindado,
controladaspor el directorde este centro penitenciario. En ese lugar, el
Coronel Rosnivov, un hombre de unos cincuenta años, vestido con su
característico uniforme militar ruso, encendía una pipa, mientras el joven
abogado de cabellos rubios y acento británico le comentaba:
—¿Ya pudo percatarse con las altas autoridades de este país de la legalidad
de este documento? −blandiéndolo en tono amenazante en frente del
director, entre tanto el funcionario de la embajada americana veía ansioso las
imagines del pasillo donde estaban los neurasténicos guardias.
—Esta boleta de traslado es legítima −dijo el abogado. El director sin
responderles nada, ordenó:
—Abran las celdas 6 y 13.
Uno de los oficiales apretó un botón rojo que parpadea en el tablero frente a
los monitores. La pesada puerta marcada con el número 13 empezó a abrirse
y uno de los guardias, sosteniendo las esposas, espetó:
—Duque de Von Wolves, acompáñeme.
El guardia, algo impaciente, esperó a que saliera el prisionero de la celda
número 13. El abogado sonreía maliciosamente y divisaba el monitor la
salida. En la cámara se veía a un hombre de unos sesenta años, espigado y
atlético para su edad, quien se agachaba levemente para no tropezar con los
rieles que sostenían la pesada puerta. El policía, con voz trémula, le informó:
—Duque, debo colocarle las esposas.
Este, viéndolo con sus ojos puntiagudos y ocultos detrás de su larga
cabellera gris, le respondió con voz de ultratumba:
—¡No lo creo!
El funcionario se hizo a un lado y acompañó a este hombre delgado y de
apariencia hostil, con un rostro lleno de cicatrices hechas por sus enemigos y
el tiempo.
Este ser intimidaba con solo mirar fijamente a alguien por más de cinco
segundos. De la celda número 6 salió un hombre de mediana estatura y
flácida figura, quien tendría unos cuarenta y cinco años de edad. Este, al ver
al duque, se le echó a los pies en señal de sumisión:
—Su excelencia, al fin vamos al castillo. El momento ha llegado.
—¡Sí, Smith! Ahora nos toca liberar a nuestros hermanos. Y con una mirada
vacía y desquiciada sonrió a los dos gendarmes, mientras le dio unas
palmaditas en la cabeza a su sirviente.
Hospital Universitario (Caracas, Venezuela)
En la cafetería del hospital estaban todos los amigos de Aníbal con mirada
triste, tomando unos jugos naturales. En la punta de la mesa estaban Suhail y
su amiga Sofía, quien le preguntó después de tomar un sorbo de su espeso
batido de lechosa:
—¿Qué le pasó a la mamá de Aníbal? ¿Cómo murió?
Suhail la miró con ojos pesados:
—¿Quién te…te…te contó eso?
—Se dice el pecado, pero no el pecador −le replicó su amiga.
—Murió en extrañas circuns…tan…tan…tancias.
—¿Cómo es eso? −le preguntó su amiga elevando la voz.
—¡Shhhhh!
—¿Cómo que en extrañas circunstancias? ¿Qué fue lo que le pasó? −insistió
bajando la voz y viendo cómo Javier y Ronald jugaban con la gorra que le
arrancaron de la cabeza a Jorge, mientras este torpemente trataba de
recuperarla.
—Bueno, exacta...tamente no hay una ve…ve…ver...sión oficial. Según me
comentó Aníbal, su mamá se levan… ta… ta...ba a medianoche gritando
como resultado de unas horribles pe…pe…sadillas.
—¿Y entonces?
—Bueno, nada, la hospita…ta…talizaron por va…va…va…rios meses, no
le consiguieron nada fí…fí…sico y pensaron que podría tratarse de algún
trans…to….torno mental. El pa…pa…papá decidió llevársela a la ca...ca...
sa.
—¿Y qué pasó? −insistió Sofía, mientras observaba cómo se le caía a
Ronald la gorra de Jorge en una ensalada César que salpicó a un niño que
estaba en la mesa de al lado.
—Lo inevitable −respondió. Un...un día an…antes del cum…cum…pleaños
de Azael quedó echada en su ca…ca…ca…ma en co…co...coma. Celebró
sus cinco años en el pasillo del mismo hospi...pi...pital donde ahorita es…
ta…tataá internado. Ese mismo día recibió el peor regalo de cum…cum…
cumpleaños: la mu…muerte de su madre.
—¡Guao! Qué tristeza me da por Aníbal, ¡cómo ha sufrido!
Asintió con la cabeza, mirando a Javier y Ronald cómo se burlaban del
enfurecido Jorge.
Prisión de máxima seguridad Kratoski (Siberia, Rusia)
En el cuarto de salida estaba Mr. Smith, quien decidió vestirse en frente de
los policías, ya que por respeto a su señor le dejó a este la habitación para
que se cambiara. Los rubicundos cachetes de Mr. Smith se palidecieron
inevitablemente al verme entrar. Su débil y sumisa mirada se mezcló con la
mía, quien lideraba un grupo de militares rusos. Este sollozó con voz
trémula:
—¡Inspector Pitbull!
—Estimado inspector Pitbull, ¿a qué debemos su visita a este recinto
penitenciario? −me preguntó el abogado del duque.
—No te hagas el pendejo. ¡Dónde está ese maldito! −le increpé en tono
amenazante.
Entraron cinco guardias más para llenar de gendarmes el pequeño lugar;
estos escoltaban al director, quien visiblemente molesto dijo:
—¡Cálmate, Pitbull!
El abogado, con cierto tono burlesco, añadió:
—¡Sí, relájate! Hazle caso al director…
El abogado se levantó de su butaca, acercándose hacia mi con unos
documentos en sus manos:
—Inspector Peter Pitbull, como bien sabe, el Tribunal Supremo decidió
extraditar al duque al Reino Unido a cambio de cooperar en la desactivación
de algunas células terroristas que fueron creadas por mi cliente, las cuales
ahora actúan autónomamente. Le recuerdo que usted está aquí para
asegurarse de que el duque llegue sano y salvo a su castillo en Dover,
Inglaterra.
La agente Chang entró y le entregó una carpeta al director de la prisión con
los documentos que los autorizaban (a ella y a mi) a escoltar al duque hasta
un avión de la real armada del Reino Unido.
—¿Dónde está el prisionero?
Se abrió la puerta de donde se cambiaba el duque Rudolf de Von Wolves y
se oyó la voz lúgubre de este sombrío personaje, que llenó de escalofríos el
pequeño recinto:
—Mi querido inspector Pitbull, cuánto tiempo. Veo que los años no han
pasado por usted. Se ve igual de risueño desde que nos vimos por primera
vez −dejando una sonrisa irónica en su rostro.
Me acerque a una columna de guardias que me evitaban el acceso al duque,
quien vestía su típico smoking rojo y sombrero de copa; me hizo un pequeño
saludo sonriente, levantando el sombrero, mientras sujetaba con su otra
mano un bastón de oro.
—En cambio yo no puedo decir lo mismo. Te ves demacrado y destruido,
como una pobre rata callejera en una alcantarilla, maldito infeliz…
La agente Chang me interrumpió con tono enérgico:
—¿Puede acompañarme? Necesito hablar con usted.
Voltee desencajado hacia ella quien me repetía con tono amenazante:
—¡Inspector Pitbull!
Camine hacia la puerta como si me pesaba cada paso. En ese instante el
duque de Von Wolves aprovechó para decirme en tono sarcástico:
—Le manda mis respetos a su esposa. Tengo entendido que sufrió mucho
antes de morir. Y tus morochitos, ¡qué pena!
El inspector Pitbull se detuvo, mostrando sendos ojos rojos carmesí, teñidos
por la gran agitación que le produjeron los desacertados comentarios. La
sangre corría con fuerza por mis venas cuando escuche:
—¿Y usted sigue teniendo esos bonitos sueños? −le preguntó mirando hacia
el techo− Perdón, quise decir pesadillas.
Como si estuviera poseído por el demonio, logré pasar sobre la barrera de
gendarmes rusos, llegando hasta el cuello del duque de Von Wolves, lo
levante del piso y pegándolo contra la pared le grite:
—¡¿Qué le hiciste a mi esposa, maldito?! ¡¿Qué le hiciste a mi familia,
degenerado?!
Varios de los guardias trataron de sujetarme, en tanto el duque mostraba en
su rostro cierto placer frente a ese intento de estrangulación.
Hospital Central (Caracas, Venezuela)
En la habitación estábamos el Dr. Salazar y yo. La impresión que me daba
por su vestimenta, era la de un monje tibetano o el mago de un circo de
payasos.
—Gracias por salvar mi vida.
—Fue un placer −me respondió, mientras terminaba de comerse la torta de
leche que le había dado mi abuelita. Hasta se chupaba los dedos.
—¿Cómo fue que me rescató de esos endemoniados gatos?
—Fue Aciel quien te salvó.
—¿Aciel?
—Mi perro guardián −y señaló al perro dálmata que estaba asomado en la
ventana de mi habitación, salivando y… ¿sonriéndome?
—¿Podría ser más explícito? ¿Cómo llegó hasta donde yo estaba?
Este mítico personaje se levantó de su asiento y sacando un lumínico libro
blanco de la nada se me acercó:
—Toma, quiero darte esto, ya me han autorizado para entregártelo.
Algo extrañado lo tomé y detallé que no tenía ninguna inscripción; era
grueso, pero sorprendentemente liviano. Lo coloqué a mi lado con cierto
temor y le increpé:
—¿Por qué me da este regalo?
—No es un regalo, es tu registro Akashico.
—¿Mi qué?
—Bueno, debo dejarte descansar, luego vendré a enseñarte cómo funciona.
Me están llamando −hizo una seña con sus manos y el perro salió corriendo
hacia un lado del parque.
Cuando este loco se prestaba a irse de la habitación, le dije medio molesto:
—¿Qué clase de burla es esta? Mi hermano está entubado en una habitación
y usted viene y me regala un libro que además está en blanco. ¡Qué clase de
loco es usted!
Me escaneó con sus brillantes ojos azules:
—¿Estás seguro de que tu registro está en blanco?
En eso sentí el libro temblar y decidí abrirlo. Podía percibir cómo palpitaba a
la par de mi corazón, parecía estar vivo. Vi las páginas igualmente en
blanco, pero brillantes. Cuando fui a las primeras hojas, una imagen apareció
frente a mis ojos como si un artista invisible lo estuviera dibujando con una
precisión casi perfecta. En la gráfica estaba yo con el mentón caído y la boca
abierta, sentado sobre la cama de este hospital, hojeando este iluminado
libro.
Al voltear para reclamarle al loco que me estaba jugando una broma, noté
que había desaparecido. De igual manera lo llamé:
—Dr. Salazar, ¿está allí?
—No, pero ¿te sirve un Ronald, bicho? −preguntó mi amigo al entrar con
Jorge, quien esta vez degustaba un helado de mantecado, pero traía cara de
pocos amigos y su gorra manchada.
—¿Vieron al loco disfrazado de sacerdote budista?
—¿Qué loco? −preguntó Ronald.
—¡No lo sé! Según mi abuela es el señor que nos rescató en la autopista −les
comenté con cierto desánimo.
—Bueno, ¿cómo te sientes? −repitió Jorge.
—¿Cómo crees? −viendo mi brazo enyesado. Y, para completar, ¡me visitó
rolo e’ loco!
—Ese señor no es ningún loco −entró mi abuela con dos tazas de café con
leche. Se viste algo excéntrico, pero así son los científicos.
—¿Científico? Abuela, ¿dijiste científico? −mientras veía a Ronald hacienda
morisquetas detrás de ella.
—Sí, el Dr. Salazar es un antropólogo reconocido de la Universidad de Sao
Paulo en Brasil.
—Antropólogo? ¿ de Brasil?
—Por cierto, ¿se fue? −preguntó, buscándolo con la mirada.
—Sí, abuela, se desvaneció; el loco se desvaneció −le repliqué. Ella me
desafió con una cara de perro que fue interrumpida por las risas de Suhail y
su amiga Sofía; ellas estaban acompañadas por Javier, quien llegó directo a
mi cama.
—¡Aníbal! Te compramos un álbum de barajitas del Mundial de Fútbol del
2014, te lo voy a dejar sobre este libro.
Suhail se acercó y, apartando el libro blanco, se sentó a mi lado con cuidado
de no mover mi brazo.
—Espe…pe…pe…ro te guste.
—Me lo pensaba comprar esta mañana, pero… −recordé en un instante la
imagen de mi hermano tirado en el piso y la de esas fieras que nos iban
atacar cuando ella colocó su mano en mi mejilla.
—Ya verás como tu hermano se va…va…va a mejorar y tú
pro…pro…pron...to volverás a jugar fút…fuut…sal como siempre –dijo
sonriéndome, cual ángel caído del cielo.
—Es verdad, gracias por este regalazo.
Javier se sacó de los bolsillos cinco sobres de barajitas y los colocó al lado
de mis piernas.
—Cuando quieras cambiamos, yo tengo mi álbum casi lleno −picándole el
ojo a Sofía.
Entró la escultural y bella doctora, quien recogía su larga cabellera dorada e
impregnaba una fragancia a flores por toda la habitación.
—Bueno, muchachos, por favor, deben retirarse, tengo que examinar a
Anibalito.
Javier se quedó como en shock al ver una mujer tan bella, espigada y
divinamente perfumada.
Los muchachos, deslumbrados por el porte de la doctora, empezaron
lentamente a retirarse, mientras Jorge trataba de convencer a mi abuela de lo
sabroso que era el helado con café con leche. Ronald empujaba a Jorge fuera
de la habitación para dejar que la doctora me examinara; Suhail me dio un
beso en la frente y antes de retirarse le comenté:
—Tu hermano me dijo que se van de viaje.
—¡Ah! Sí, se me olvidó de…de…de…cirte: mi papá nos mandó a buscar
pa...pa...para que asistamos a una cena de su co…co…com…pañía en
Londres. Mañana es tu cum…cum…cum…ple…años. ¿Qué quieres que te
traiga de Londres?
—No me hace falta nada. En verdad lo que tú quieras.
—Sé que te…te…te gusta el fútbol, ¿qué ca…ca…ca….misa quieres?
—La que tú quieras −le insistí tímidamente.
—¿La que…que…que yo quiera? ¿Estás segu…gu...ro? Mostrando una
pícara sonrisa.
La última vez que me regaló una camisa fue de un equipo de béisbol de los
Navegantes del Magallanes, el archienemigo de mi equipo los Leones del
Caracas. En aquel momento le preguntó a Ronald y él sabía que yo era fan
de los Leones. La camisa terminó en las manos de mi hermano, que sí era
fanático de este equipo. Otra broma pesada a la que Ronald me tenía
acostumbrado.
—Bueno, si consigues algo del Manchester City te lo agradecería.
Ella me sonrió y con un acento británico me respondió:
—Dalo por hecho ami…mi…go −me picó el ojo y cerró la puerta
dejándome solo con la doctora.
La inmensa inyectadora que sacó al cerrarse la puerta me produjo un vacío
en el estómago con sólo verla.
—Te voy a inyectar un calmante ya que tienes que descansar, te has agitado
mucho y eso no es bueno para la recuperación de tu brazo.
—¿Y eso duele? −le dije algo preocupado.
—Sólo vas a sentir un leve pinchazo y vas a dormir como un león.
Empecé a sentir mis párpados muy pesados. La doctora se acercó a mi oído
y me susurró:
—Cuando llegues al Plano Astral, llama a Rupiel, él te guiará.
Esas palabras hicieron latir mi corazón más rápido, mientras dejaba de sentir
mi cuerpo.
—¡Qué!
—¡Suerte, cazador!
Prisión de máxima seguridad Kratoski (Siberia, Rusia)
El duque cayó al piso tosiendo y tratando de recuperarse; los guardias
lograron contenerme y su abogado me gritó:
—¡Voy a levantarte cargos por este intento de homicidio!
Varios guardias ayudaron al duque de Von Wolves a ponerse de pie. Entre
tanto, la agente Chang acompañaba a los hombres que me sacaron por la
fuerza; eran más de cinco. Entramos la agente Chang, Charles y el Cónsul a
la sala de control del director de la prisión.
—¿Te has vuelto loco? ¿Tienes alguna idea de lo que pasaría si el Presidente
ruso se entera que una comisión de la Interpol, con el apoyo del Gobierno
británico y el norteamericano, trató de agredir a un preso en una cárcel en
Rusia?
—¿Usted quiere que le saque información a ese maldito? Déjeme decirle que
empezó el interrogatorio, agente Chang.
Ella se me acercó con una mirada fulminante.
—¡Tú no tienes ni la más remota idea de todo lo que tuvimos que hacer para
que el duque pasara a nuestras manos, y tú, con tu vindicta privada, estuviste
a punto de echar por la borda todos los esfuerzos diplomáticos tratando de
matar con tus propias manos a este peligroso criminal!
El director se me acercó:
—Peter, tengo claro que este beneficio que le otorgó el Tribunal Supremo es
una atrocidad, y al igual que tú perdí mucho por capturar a ese criminal, pero
ahora ustedes tienen la ventaja de tener a este maldito bajo su control y en un
país donde este ser abominable hizo tanto daño.
Encendí un habano y sin mediar palabras me retiré para unirme a la caravana
que iba a escoltar al genocida hasta el aeropuerto.
***
Adelante de nosotros estaba la camioneta blindada que custodiaba al duque y
a su lacayo; teníamos un convoy de vehículos artillados y sobrevolando nos
escoltaba un helicóptero blindado MI-24. Este es un antiguo pero eficaz
helicóptero de los años setenta, muy buscado por los perros de la guerra. Es
un helicóptero de ataque, de baja capacidad para transporte de tropas (unos 8
pasajeros). Nuestra escolta MI-24 portaba una ametralladora rotativa
Yakuchev-Borzov calibre 12.7 mm; además, el impresionante animal
volador poseía cuatro lanzadores de cohetes con dieciséis unidades cada uno
y cuatro misiles autodirigidos antitanques. Con esta escolta dudaba que el
duque intentara escaparse y mucho menos en territorio ruso. Seguro trataría
de hacerlo durante el viaje y por ello debía estar preparado.
***
Dentro del camión blindado ruso viajaban en una celda de seguridad Mr.
Smith, el abogado y el duque. Este se tomaba un té mientras el abogado le
sacaba para la firma algunos documentos. Había cuatro guardias rusos
fuertemente armados y encapuchados a cada lado del camión que los
transportaba. Entre los documentos había un diminuto teléfono celular. El
abogado miró a los guardias, estos asintieron con la cabeza y él le entregó el
teléfono al duque, quien marcó un número y por el otro lado atendió una voz
grave:
—Su alteza, ya hemos capturado a cuatro posibles cazadores.
—¿Resultados? −replicó el duque.
—No, señor, no hemos podido dar todavía con él.
—Intensifiquen la búsqueda. Quiero que las almas que capturen para mí
sufran muchísimo, así serán más fuertes en el Plano Astral –dijo el duque,
soltando una carcajada y viendo fijamente a los guardias encapuchados,
quienes no le quitaban la vista de encima.
—Así será, su alteza.
Hospital Central (Caracas, Venezuela)
Me levanté de la cama y vi todo normal, exceptuando a mi doble que estaba
durmiendo plácidamente con el brazo enyesado. “No es posible, maricooo!”
Revisé mi brazo; no tenía yeso y además era transparente. “¡Dios, qué vaina
es esta! Un milagro o un mal sueño. No siento dolor. ¿Estaré muerto?”.
Decidí correr hacia la puerta de la habitación que estaba abierta. Al salir me
tropecé con una muralla invisible, la cual me hizo retroceder. “Qué raro,
sentí dolor en este sueño”. Mientras me sobaba la nariz y tocaba la pared
transparente, esta se sentía muy fría. En el pasillo observé gente flotando.
Había personas disfrazadas de soldados de la época de la colonia, hombres y
mujeres se elevaban por el pasillo de un lado a otro como fantasmas en un
parque donde el tiempo se detuvo. “¡Dios, qué extraño sueño!”. Cuando
pensé el nombre de Dios, una luz iluminó de manera imprevista todo el
cuarto.
Algo temeroso vi salir del techo de la habitación un foco de luz blanca. Al
acercarme al origen de esta luz, pude sentir una gran paz y ver una especie
de túnel multicolor que giraba lentamente dentro de ella. Algo detrás de mí
empezó a vibrar como un celular colocado sobre una mesa de madera. Vi el
libro blanco abierto; me regresé y en el medio de sus hojas unas sílabas
blancas titilaban, juntas formaban la palabra “JABAL”. Un sonido hueco me
sorprendió y, al mirar de nuevo hacia el túnel, vi una escalera de espiral
rodeada de nubes que me invitaba a ascender. “¡Qué tipo de droga me habrá
inyectado esta doctora psicópata!”.
Resolví subir por esas extrañas escaleras de espiral. Cuando puse mi pie
derecho ascendí rápidamente hasta llegar a una puerta dorada. Esta no tenía
cerradura. Decidí caminar y levitando me acerqué a ella, la cual se abrió
automáticamente y me dejó pasar a un lugar esférico y muy iluminado.
Luego de frotarme los ojos, miré en derredor y el vértigo me atacó. Estaba
suspendido sobre la nada, lo único que podía ver debajo de mí eran unas
pequeñas esferas que parecían planetas. “¡Qué locura! Bueno, suficiente con
este extraño sueño”. Cuando me dispuse a regresar, la puerta desapareció.
Me puse muy nervioso. Entonces me pellizqué varias veces y cada vez que
lo hacía, aparte de sentir dolor, me angustiaba el pensar que estaba muerto.
Golpeé las paredes traslúcidas y empecé a gritar, a ver si alguien me
ayudaba. De pronto recordé las palabras de la doctora, quien me había dicho
que llamara a Rupiel.
—¡Rupiel! ¡Rupiel! −grité vaciando mis pulmones varias veces.
Me dejé caer en el piso y me eché a llorar pensando en la posibilidad de
estar muerto. En medio de mi llanto una voz casi sublime me sorprendió:
—Aníbal, ¿por qué lloras?
Y restregándome los ojos, nuevamente, quedé paralizado. “¡Dios, no puede
ser!”.
Condado de Kent (Dover, Inglaterra)
A lo lejos se veía una caravana, comandada por la División Antiterrorista de
la Policía del Reino Unido. En medio de ella circulaba un camión blindado
que contenía a los dos reclusos, el duque y su asistente, quienes eran
llevados a toda velocidad por un camino boscoso. En la punta de una colina
se perfilaba un castillo que estaba lleno de sombras, que le daban un aspecto
tétrico y sepulcral. Este castillo era una fortaleza impenetrable. Mr. Smith
admiraba desde una pequeña ventana una gran tormenta eléctrica que se
acercaba a toda velocidad. El duque encendió un habano y le propinó una
patada a Mr. Smith para sacarlo de su abstracción.
—¿Llamaste a todos los directores?
—Sí, su alteza. Ellos estarán en una línea segura a través de su monitor.
—¿Y el presidente de Plasticorp?
—Lord Ronald viene con su familia. Ellos estarán hoy en la noche. Los
documentos de su hijo Ronald ya están listos, su alteza. ¿Por qué este niño
es tan importante para usted, mi señor?
—Porque es un alma pura −sentenció, soltando una leve sonrisa y mostrando
sus dientes amarillentos. ¿Y los cazadores? −replicó nuevamente el duque,
mientras soltaba un anillo de humo desde su boca, al aire frío que allí
respiraban.
—Todo sale de acuerdo a lo planeado, su excelencia −le contestó su
discípulo.
***
El inspector, Charles y la agente Chang llegaron con la escolta del duque al
castillo; fuimos recibidos por agentes de fuerzas especiales británicas. Al
bajarnos, pedí hablar con el jefe de seguridad del castillo, un coronel de
apellido Picard.
—Inspector, qué bueno tenerlo de vuelta −me dijo el coronel, mientras se
peinaba su prolijo bigote marrón, con un diminuto cepillo.
—Coronel −respondí, entre tanto fijaba la vista hacia donde iba la camioneta
blindada que llevaba al duque y a su lacayo, seguida por varias unidades
militares y policiales.
—¿A dónde llevan al duque? −preguntó la agente Chang.
—Como verán, tenemos todo el castillo monitoreado; contamos con lo
novísimo en supervisión: sensors infrarrojos, imagine satelitales y detectores
de movimiento por cada centímetro de este lugar; por lo tanto, es imposible
que alguien salga o entre sin mi autorización.
Justo frente a nosotros se encontraban varios monitores y analistas revisando
cada espacio a través de cámaras especiales. En la pantalla principal se podía
observar como escoltaban al duque y a Mr. Smith hasta su biblioteca. Esta la
habían transformado en una celda de máxima seguridad, en la que en cada
esquina rondaba un hombre de las fuerzas especiales británicas bien
apertrechado. En el medio descansaban dos camillas, donde unos médicos le
ordenaban al duque y a su asistente acostarse, en tanto los esposaban. En
otro de los monitores podía divisar al abogado que armaba toda una
alharaca; lo habían dejado afuera de la celda. Me alarmaba ver como el
duque se dejaba esposar en la camilla de manera tan sumisa.
—¿Qué le van a colocar? −pregunté, entretanto encendía un habano bajo la
mirada amenazante de un guardia que estaba justo debajo de un letrero que
decía: ‘‘Prohibido fumar.”
—El suero de la verdad −respondió el coronel, haciendo un gesto de
cansancio por mis preguntas.
—Coronel, ¿usted ha leído el expediente de este terrorista?
—Sí −admitió, arqueando sus pobladas cejas.
—Entonces está al tanto de que el duque sabe evadir todo tipo de drogas y
este es un procedimiento inocuo.
—Esta droga que le vamos a suministrar, inspector, es mucho más potente y
es casi infalible.
De pronto una alarma empezó a chillar desde los diferentes monitores
mostrando la palabra “INTRUSOS”.
—¡¿Qué pasa?! −dijo alarmada la agente Chang.
El coronel, colocándose unos audífonos, espetó:
—Águila uno, Águila dos, intercepten unos sujetos no identificados en el
sector treinta y cinco norte del castillo.
Del otro lado de los monitores respondieron:
—Aquí Águila uno, copiado.
—Aquí Águila dos, copiado.
El coronel se dirigió a uno de sus operadores:
—Detecten quiénes irrumpieron el perímetro.
—De inmediato −respondió uno de los operadores, tecleando mientras
Charles se acercaba al monitor principal con mayor palidez en su rostro.
—¡Dios mío! ¿Qué es esto?
—Colóquelo en el monitor principal −ordenó el pálido coronel.
Al acercar la imagen se veían al menos siete cuadrúpedos que iban a toda
velocidad.
—¿Qué son? ¡Gatos! −dijo uno de los operadores.
Charles interrumpió con tono de alarma:
—¡Un gato no puede ir tan rápido!
Decidí revisar el monitor que mostraba la celda del duque y pude ver su
amarillenta sonrisa junto con el brillar carmesí de sus ojos. De inmediato
todos los monitores se apagaron.
Saqué mis dos armas y corrí directo hacia el castillo, seguido por la agente
Chang. El coronel ordenó:
—¡Esperen!
Plano Astral
Allí estaba frente a esta alucinación. Me froté bien los ojos tratando de afinar
mis pupilas, ya que seguramente me estaba volviendo loco. Ante mí estaba
un hombre como de unos dos metros de altura, con una armadura plateada
muy brillante; parecía un caballero de los cuentos de Ricardo Corazón de
León y su mesa redonda. Tenía como símbolo una extraña cruz en su
deslumbrante pectoral. En una de sus manos sostenía un escudo del mismo
color de su armadura, pero lo más alucinante eran las dos alas blancas que
estaban replegadas y que sobresalían a casi medio metro de sus hombros.
Traté de echarme hacia atrás, pero esa bendita pared invisible no me dejaba;
no tenía escapatoria. Mientras veía que esa aparición angelical se acercaba
hacia mí flotando y sin mover sus alas, decidí cerrar mis ojos y empecé a
balbucear:
—Despierta, Aníbal… Despierta, Aníbal… ¡Maricooo! Despierta… Esto no
está pasando… ¡Despierta, coño de la madre!
De repente, una voz que sentía vibrar en mi mente me sorprendió:
—No tengas miedo, soy Rupiel, un instructor de Cazadores Atlantes.
De pronto, algo insólito había pasado: como por arte de magia nos habíamos
transportado a una hermosísima pradera. Podía oír el cantar de los pajaritos
en mi mente; había árboles llenos de manzanas multicolores, unos olores
dulces. Sentía una paz difícil de explicar, realmente nunca antes había estado
en ese lugar. Me agaché para tratar de sentir la tierra mojada. A unos metros
de nosotros pululaban muchísimas mariposas multicolores que volaban al
compás de los acordes, sacados por unas trompetas que nos daban la
bienvenida. Este ángel, que antes parecía sólo un caballero alado, de nombre
rarísimo me sonreía.
Un sentimientode tristeza se apoderó de mí.Temía que estuviera muerto.
“¡Qué cagada, y ni siquiera pude darle las tusas a Suhail! ¡Qué cagada!’’
Rupiel, sin mover los labios, me dijo:
—Aquí están prohibidas las malas palabras y sobre todo esa última.
En mis adentros analizaba cómo carrizo se enteró este señor de lo que estaba
pensando. Entonces hizo una mueca de risa y me respondió sin mover sus
labios:
—Aquí puedo leer lo que piensas y tú puedes hacer lo mismo.
Se acercó levitando sin mover las alas.
—Aníbal −repitió con voz dulce y pausada, ven, vuela conmigo y estiró su
mano hacia mí.
Pensé: “Bueno, qué puedo perder, ya estoy muerto, no tengo ningún lugar a
donde ir, y pensar que mañana iba a cumplir quince años de edad”.
Volaba con tan sólo tocar su mano. Me quedé maravillado con lo que
aparecía frente a mis ojos: una ciudad que brillaba desde las alturas con luz
propia. Esta parecía tener una mezcla de lo que pudo ser Atenas, según las
imágenes de mi libro de historia universal. Ciertamente era celestial y justo
en el medio despuntaba una construcción inmensa que emulaba al Partenón.
Desde sus diferentes arcos aterrizaban filas innumerables de personas aladas.
Aproveché para preguntarle:
—Rupiel, ¿ese es tu nombre, no?
—Sí.
Miré alrededor y mis miedos me embargaron de nuevo por el vertigo de
observar que justo debajo de nosotros sólo habían muchas nubes; pensé:
“¿Qué pasaría si me soltaba y caía? ¿Podría morir?” Y dentro de mí me reía:
—¿Estoy muerto? ¿Verdad?
—No estás muerto −en tanto iniciábamos nuestro aterrizaje.
***
Llegamos a aquel edificio majestuoso. Tenía en su entrada un inmenso arco
de oro que medía al menos unos veinte metros de altura. Era gigante y para
sorprender a mis desacostumbrados ojos pude ver el origen del trompetear
angelical. Había siete querubines semidesnudos quienes con diminutas alas
levitaban y tocaban una melodía que seguramente sería un clásico si alguien
se atreviese a componerla en Venezuela. Al acercarnos a este descomunal
arco, me sorprendió el danzar de unos jeroglíficos que se movían cual
pequeños remolinos por toda su superficie.
Conté siete arcos en esta inmensa edificación. Dentro de cada uno yacía una
puerta que parecía medir diez metros de alto, hecha de mármol pulido
blanco. Delante de cada una estaba un anciano de amplia barba y
completamente calvo, ubicado en una mesa de mármol pulido, también
blanca; estos atendían a cada niño que era escoltado por un alado con
armadura de color. Este lugar se parecía al metro de Plaza Venezuela a las
seis de la tarde: en vez de visualizer gente caminando de un lado a otro, aquí
aterrizaban ángeles como águilas en montañas nevadas. Los niños eran
entrevistados brevemente y, luego de un gesto aprobatorio, estos se
adentraban en las puertas, dejando un intenso destello de luz blanca. Rupiel
me llevó hasta una de las filas.
Al llegar ante el octogenario me quedé boquiabierto al observar cómo
aterrizaba un ser alado sobre un Pegaso blanco a escasos metros de la fila.
Rupiel me movió, tocándome con la punta de su ala.
—No digas nada a menos que él te lo pregunte.
—Ok, ¿pero quién es el viejito?
—Es uno de los ancianos de los tiempos.
—¿Quién?
—El encargado de dar las misiones de vida, antes de encarnar las almas en
los diferentes mundos.
—¿Umm?
El anciano me sonrió y me señaló una silla sobre la que procedí a sentarme.
—¿Tu nombre en esta vida es Aníbal Espinoza Mackenzie?
Y le respondí a esta especie de funcionario público:
—Sí, señor.
—Y para este instante tu alma tiene catorce años.
Recordaba que hoy o mañana, no estaba seguro, era mi cumpleaños, así que
corregí:
—Quince, señor, mañana cumplo quince.
Sus ojos verdes me escrutaron con profunda bondad.
—Veo que tienes una hermosa misión en esta vida.
Algo intrigado le dije:
—¿Una hermosa misión?
De inmediato me abstraje en mi sueño de ser el delantero estrella del Real
Madrid o del AC Milán.
—Hijo mío, tu misión esta vez es algo de mayor relevancia que jugar pelota
−se reía, junto con Rupiel, mostrando sus pequeños dientes blancos, en tanto
yo reía con ellos ingenuamente.
Él me dijo con un acento de miel:
—¡Qué lindas alas tienes!
—¿Alas? ¿Qué alas?
Extrañado, mire hacia mi espalda y me quedé paralizado. Unas inmensas
alas color nieve sobresalían de unas cavidades de mi espalda, como si
hubieran retoñado. Lo más sorprendente de todo es que una vez que las vi
podía moverlas. Eran como otras extremidades que al estirarlas se las pegaba
accidentalmente en la barriga de Rupiel.
—Querido Aníbal, al momento de abrirse esa puerta irás a encontrarte con
un Exux que te llevará a la casa del señor de los caminos de Triezguer. Él te
dará la información que necesitas para tu iniciación.
—¿Exux? ¿Iniciación? ¿Triezguer? ¿Cuál iniciación?
Rupiel se acercó y ayudó a poner en pie al medrado anciano quien con una
sonrisa parecida a Santa Claus me informó:
—Aquí nos despedimos.
Lo vi arrugando mi rostro y con mi pulso cardíaco en franco ascenso y,
totalmente chorreado, observé asombrado cómo se abría la puerta ante mí.
—¿Por allí regresaré a casa? −pregunté, viendo a ambos cuando se dirigían
hacia la salida de este inmenso Partenón.
El anciano, apiadándose de mí, murmuró:
—Suerte con tu hermosa misión.
—¿Por allí se va a casa? −repetí, sintiendo cómo me temblaban las piernas;
en ese instante desaparecieron dejando el vaivén de dos plumas blancas que
caían lentamente sobre el gélido piso de mármol.
Tome aire y divisé un camino plateado sobre una hermosísima pradera
verde; decidí entrar y, luego de experimentar un fuerte soplido sobre mi
nuca, me di cuenta de que la puerta había desapareció y en su lugar había un
dulce y aromático árbol colmado de frutas que parecían manzanas
multicolores que aumentaban de tamaño hasta desaparecer, sonando como
una burbuja de jabón, para reaparecer nuevamente. Me recosté en este
inmenso árbol, mis alas habían desaparecido y suspiré mirando ese extraño
camino que parecía sacado del cuento de El Mago de Oz.
—“Deseo despertar, deseo despertar. Dios, por favor, ayúdame a despertar,
quiero despertar”…
En eso percibí una fuerte brisa. Acompañada de…
—¡Dios mío, qué cosa eres!
Sobre el Mar Caribe
En un jet privado volaban Suhail, Ronald y su madre, desde Venezuela a
Londres; aterrizarían en Madrid para cargar combustible. En el amplio
respaldar del asiento Suhail pensaba: “Pobre Aníbal, ojalá su hermano se
recupere pronto. Me hubiese gustado estar más tiempo con él… ¿por qué nos
habrá llamado papá? Estamos en octubre, muy lejos de la Navidad, me
hubiese gustado estar en la sorpresa que le tienen los muchachos a Aníbal
por su cumpleaños… Bueno, le mandaré una tarjeta electrónica”.
Mientras miraba la inmensidad del horizonte que despuntaba por la
ventanilla, se le acercó una sonriente azafata que tenía una insignia de
PlasticCorp, una de las fábricas más grandes de plástico del mundo con
sucursales en todos los continentes, en la que su papá trabajaba:
—¿La señorita desea pollo o carne?
—Po…po…po…pollo, gracias −dijo, mientras echaba su espaldar un poco
hacia atrás.
En tanto degustaba ese divino pollo a la naranja, veía a su hermano Ronald
metido en su tablet.
***
—¿Ya es…es…es…ta…tamos llegando?
—Sí. Estamos aproximándonos al Aeropuerto de Barajas, para abastecernos
de gasolina y despegar de inmediato para Londres.
En ese momento volvió a recordar el bizarro sueño que tuvo: un perro que
tenía manchas negras y brillaba más que un sol y además le hablaba…
Castillo del duque (Dover, Inglaterra)
El coronel observaba en los monitores cómo salían sus hombres al trote por
la puerta principal. De pronto les sorprendió una leve nevisca. La mission de
estos uniformados era interceptar a los gatos negros que habían traspasado el
perímetro de seguridad. Cada líder de grupo mostraba la formación de
defensa hecha por sus hombres, quienes con rodilla en tierra y miras laser
esperaban con ansias cumplir su misión. Uno de los comandantes preguntó:
—¿Cuáles son las instrucciones, señor?
—¡La orden es clara, teniente! −reforzó el coronel− ¡No pasa nada, ni nadie!
¿Copiado?
—Afirmativo, señor.
El teniente hizo una seña con su mano derecha y los dos comandos de
soldados se preparaban para disparar a aquellas sombras negras que corrían
hacia ellos.
—Esperen, esperen a que los tengan en la mira, esperen… ¡Fuegooo!…
***
Llegué cerca de la entrada principal, donde fui detenido por dos centinelas.
La agente Chang me seguía portando su arma de fabricación israelí.
— ¡Inspector! debe detenerse, por orden del coronel ¡no puede pasar! −le
espetó uno de los guardias.
—¡Soldado, debo ingresar al castillo! Hay que sacar al prisionero de allí. ¡Se
va a escapar!
—Perro uno. Aquí Perro siete, repito, Perro uno.
—¿Qué pasa, soldado? −preguntó la agente Chang, viéndome con
preocupación.
—¿Dónde está Perro uno?
—¡No puede ser! −gritó el soldado muy impresionado.
—¿Dónde se encuentra Perro uno?
—Perro uno está en la celda del duque, pero…
—¿Pero qué, soldado? −reiteró con firmeza la agente Chang.
—¡No puede ser, señor!
—¡Perro uno informa que lo están atacando unas sombras, señor!
Antes de que el soldado dijera otra frase, salí corriendo hacia la puerta
principal seguido por la agente Chang y, más atrás, los dos soldados que
todavía no creían lo que oían por sus auriculares. A unos cinco metros de la
puerta una sorpresiva explosión nos hizo retroceder unos metros.
El polvo, la tierra y los gritos de dolor de los que estaban allí adentro me
hicieron salir de mi turbación. De inmediato llegaron al sitio varios
camiones llenos de soldados; estos se dirigían a la entrada principal del
castillo.
Al ingresar imperaba una nube densa de polvo acompañada de gemidos;
escuché por las cornetas del monitor principal las trasmisiones. En ellas se
podía oír:
—Águila siete dirigiéndose al ala izquierda del castillo.
Agarré al coronel por la chaqueta de su uniforme. Estaba como paralizado
debido a este desastre.
—Necesito un intercomunicador y una ametralladora ¡Ya!
Este se zafó de mis manos y acomodando su uniforme…
—Tú no estás autorizado para ingresar. Debemos esperar a que los
comandos aseguren al duque.
—Imbécil, cada segundo que pasa es tiempo vital para atraparlo. ¿Acaso no
lo ves? ¡El duque tenía todo esto programado! −señalándole, algunos
monitores que no mostraban imagen alguna.
—¡Inspector, no tengo autorización para dejarlo pasar!
—Ahora el inspector tiene la autorización… ¡Coronel!
Entró un general que venía reteniendo un celular, al parecer recibiendo
órdenes. Posando su mano en mi hombro…
—¡Vaya, inspector! ¡Tiene mi autorización!
***
Entré al castillo empuñando mis dos pistolas doradas. Justo cuando apenas
di un paso en el opaco lobby fui marcado por varios puntos rojos. Las
enfundé y mostré mis dos palmas para evitar reacciones nerviosas. Uno de
los soldados salió a mi encuentro; se le oía pedir instrucciones acerca de qué
hacer conmigo. En ese momento entró la agente Chang, quien me dio un
chaleco antibalas y un fusil M-16 calibre 5.56 que había enviado el general.
Fuimos hasta la puerta blindada de acero que retenía al duque. Varios
uniformados colocaban unos chupones en diferentes partes. Me coloqué los
audífonos de comunicación y me aparté a un costado, pensando que eran
cargas explosivas, pero lo extraño era que oía el conteo regresivo y ninguno
de los soldados tomaba distancia. Entendí que no iban a detonar cargas de
C-4. Al oír el tres, dos, la agente me gritó:
—¡Cierra los ojos!
Demasiado tarde. Una luz incandescente salió de los chupones tumbando las
puertas, lo que me cegó temporalmente. Para sorpresa de todos no solo
destellos de luz recibimos, sino también una lluvia de balas que provenían de
la celda donde estaba el duque y su asistente. ¡Se abrieron las puertas del
infierno!
Plano Astral
Estaba sentado casi paralizado por la figura que tenía en frente. Podía oír
cómo la brisa movía las ramas de este inmenso árbol. Un ser con alas, color
cobrizo, con un torso muy musculoso, una cabeza de toro marrón que
emulaba al minotauro en su laberinto y un amenazante tridente se mostró.
“Maricooo, ahora este sueño se estaba tornando una pesadilla”, pensé.
—¿Aníbal, nos vamos? −me preguntó este minotauro con voz pesada.
Me dije: “¿Cómo este cara de toro sabe mi nombre? ¿Y a dónde vamos?
¡Dios mío! ¿Qué es esto?”. Me armé de valor y molesto le dije:
—¿Se puede saber qué carajo eres y a dónde pretendes llevarme?
Este bizarro ser señaló con una de sus cuatro pezuñas hacia el camino
plateado que teníamos en frente y que continuaba a través de una loma color
esmeralda. Traté de contener mis miedos ante este mítico personaje y
pregunté de nuevo:
—¿Y tú qué vaina eres?
Luego de soltar humo blanco por sus orificios nasales, respondió:
—Soy un Exux.
Este ser, al ver mi cara arrugada, aclaró:
—Algo así como un ángel de la guarda. Me enviaron para acompañarte hasta
que llegues a tu destino.
—¿Ángel de la guarda? Perdona mi curiosidad, pero, ¿tú me vas a proteger
de quién?
Sin responderme, el musculoso minotauro me invitó a caminar delante de él.
Decidí empezar a andar o, mejor dicho, a volar.
Miraba hacia el suelo. Mis pies estaban a veinte centímetros del mismo y
con sólo pensar la acción de caminar podía levitar mágicamente sobre este
camino plateado. Pronto salí de mi asombro y volví a preguntar a este
bípedo cara de toro:
—¡Demonios, señor, que yo sepa no tengo enemigos! ¿A dónde me lleva?
Este intimidante animal con sus profundos ojos color fuego me miró con
cara de pocos amigos y con una de sus pezuñas en su hocico me hizo una
señal de silencio.
—Shhhhhh… no los llames −susurró.
—¿A quién coño?
—A los innombrables. No los llames.
—¿Por qué?
—Porque eres un cazador atlante −respondió con cierto orgullo en su
mirada.
—¿Soy un qué?
—Un cazador atlante.
—¿Y se puede saber qué demonios es eso?
Y en tanto este velludo ser agarraba mi mano derecha, podía notar cómo
extendía sus amplias alas y nos movíamos mucho más rápido. No entendía
nada de lo que allí estaba pasando.
—“¿Por qué yo? ¿Qué es eso de un cazador atlante? ¿Dónde estoy metido?
¡Dios mío, no entiendo nada!”.
El minotauro se detuvo y me posó sobre este frío derrotero al lado de un
precipicio.
—¡Demonios! −gritó con voz ronca el minotauro.
—¿No se suponía que esta palabra no se podía decir porque los invocaba?
El minotauro empuñó con fuerza la lanza y se puso en una posición de
guardia. Me aferré a su lado y vi unas diez o más manchas que se acercaban
a toda velocidad volando muy cerca de la brillante grama y emitiendo un
chillido infernal a unos veinte metros de nosotros.
—¿Ya te enseñaron a defenderte? −sus ojos se tornaban más rojos y soltaba
unas cuantas humaredas por sus fosas nasales como toro bravío a punto de
embestir al torero en una corrida española.
—Este… Soy una persona que le gusta resolver sus cosas pacíficamente −le
comenté sonriéndole algo nervioso. ¡Demonios! −le dije preocupado, viendo
estas figuras desde una pequeña colina.
—Sí, son diecisiete.
—Maricooo…
El minotauro flexionó una de las piernas y me ordenó:
—Sujétate a mi cuello, será mejor que estés montado sobre mí para así
protegerte mejor. Son demasiados, nunca había visto tantos demonios
buscando un alma desde hace mucho tiempo.
Con cierta dificultad me trepé sobre su velluda y musculosa espalda. A esa
altura divisé a lo que nos enfrentábamos: eran unas entidades realmente
fantasmales, todos estaban vestidos con los típicos trajes de los muertos en
los velorios, con la peculiaridad de que estos seres no emanaban colores
brillantes, sino opacos, en varios tipos de grises. Sentí una gran fuerza
originada por estas largas alas del minotauro que nos hacían elevarnos a un
metro del piso y tomar una velocidad escalofriante. Mi alado amigo lanzó
una especie de bramido que retumbaba en mis oídos. Estos seres oscuros
empezaron a lanzarnos bolas negras energéticas y sentimos muy cerca las
detonaciones de estas bolas mientras tratábamos de evadirlas volando a una
velocidad que los mantenía a distancia. Varias impactaron en el escudo que
surgió del brazo derecho del alado. Por su parte, el minotauro disparaba
varios rayos de luz con su tridente que, al impactar en estos seres, lanzaban
un grito infernal y desaparecían de inmediato. Sentía el calor de los destellos
que chocaban en el escudo de este valiente minotauro.
Una de las bolas energéticas logró impactar a nuestro lado ; su ala derecha
estaba chamuscada en la punta. Quedaban al menos unas diez apariciones
maléficas y poco a poco iban ganando terreno. Luego de varias detonaciones
pude divisar ante nosotros una torre cónica color marfil y podia oír, aparte
de las detonaciones, algo que nunca creí poder escuchar en esta extraña
pesadilla: el sonido del mar, qué vaina tan loca. Al final de este camino
plateado despuntaba una altísima torre de marfil que descansaba sobre la
cima de un profundo acantilado y justo cuando empezaba a oír con más
fuerza el sonido del mar sentí cómo parte de mi espalda era quemada por el
impacto de una bola hirviendo. Grité por el dolor y rodé por la tierra
húmeda. Luego de un aterrizaje forzoso y con mi cabeza dando vueltas, traté
de buscar a mi amigo y lo vi muy mal herido. Tenía el ala destrozada, el
escudo partido por la mitad y su brazo derecho bastante quemado. Se volteó
y observé cómo salían chispas de energía que emulaba a la sangre desde uno
de los orificiosde su nariz. De repente me gruñó:
—¡Vuela a la torre ya!
Olvidando el dolor que sentía, empecé a correr mientras oía a mis espaldas
una lucha campal como si estuviera en medio de una guerra. Después de
levitar a alta velocidad, divisé a lo lejos una figura humana que salía de esta
torre de marfil. Escuché el grito de dolor de mi defensor. Cuando giré, vi
cómo este inmenso alado había sido derribado por cinco seres grisáceos que,
incluso viéndolo en el suelo, seguían lanzándole bolas incendiarias. Uno de
ellos me señaló; intenté correr más rápido en consecuencia. En este
realísimo sueño pasaron por mi cabeza imágenes de mis amigos, de mi
equipo de fútsal, de mi hermano y, por supuesto, de Suhail. Las explosiones
cada vez eran más cercanas y la torre de marfil estaba todavía algo lejos. Por
primera vez sentí la muerte respirar a mis espaldas.
Una de las explosiones detonó cerca de mis pies y me impulsó unos cuantos
metros hacia adelante, cayendo estrepitosamente en el suelo verdoso. Al
girar divisé el rostro de una de estas ánimas.
Fue algo espantoso y aterrador en lugar de ojos tenían una masa negra
líquida. Traté de sentarme y en un segundo me rodearon cinco seres opacos,
amenazantes, con sus gritos infernales y sosteniendo bolas de fuego en cada
mano. Ellos emitían un sonido parecido al de un animal herido. El líder de
estos monstruos se colocó en frente de mi cansado cuerpo, mientras los
demás giraban sobre mí. Este personaje mostró una mueca como si le
complaciera tenerme a su disposición. De repente, sentí una luz cegadora
que venía desde algún lugar. Cerré los ojos y esperé lo peor.
Castillo del duque (Dover, Inglaterra)
Comenzó la batalla campal. Todos los comandos empezaron a disparar al
sitio donde el duque se encontraba, caían hombres de ambos lados, como
cartas de un juego de Black Jack. Los guardias del duque ofrecían gran
resistencia. “¡Maldición! ¿Por dónde se metieron?”. La agente Chang me
haló por el brazo mostrándome su PDA. Me señaló un punto titilante que
indicaba la ubicación del duque. Extrañamente estaba en la otra ala de esta
fortaleza medieval, así que decidimos seguir la señal en medio de disparos y
explosiones.
El ala derecha de esta vetusta pero sólida edificación estaba totalmente
desolada: no fue tocada por la explosión.
Nos ubicamos frente a unas pesadas puertas de madera en tanto la agente
Chang revisaba su PDA.
—¡El duque viene hacia nosotros! Está justo detrás de esa puerta.
—¡Vamos!
Entramos a un pasillo amplio e iluminado por candelabros eléctricos.
—¡Allá va! −me advirtió mi compañera.
Vi al duque, quien se cubría con su característica túnica negra y en su mano
izquierda portaba su bastón de oro. Él Se escabullo por una de las puertas de
este corredor; lo seguían dos guardias de seguridad. Accioné mi fusil y logré
derribar a uno, mientras el otro huyó cerrando la puerta detrás de él.
Corrimos hacia la puerta y destrocé el cerrojo entretanto disparaba a
mansalva acabando con el último escolta del duque. Detrás de él estaba un
armario agujereado. Al abrirlo nos sorprendió una escalera que se perdía por
un hueco oscuro y putrefacto.
Encendí la linterna y revisé mi fusil...
—El duque está allí abajo. ¿Estás lista?
Ella asintió con la mirada y juntos decidimos bajar con cautela. Luego de
unos minutos llegamos a un pequeño pasadizo que terminaba en una
portezuela entreabierta. Una tenue luz de emergencia nos mostraba el
camino. En la medida en que nos acercábamos a ese lugar un olor
nauseabundo e insoportable nos invadía, al igual que las continuas
palpitaciones que sentía en mi cabeza.
Nos colocamos a cada lado de la entrada. Ella me confirmó que el duque
estaba adentro. Al ver por entre las bisagras me percaté de su ubicación;
ingresé y me conseguí con una imagen bizarra: en medio del cuarto estaba
él, arrodillado y cubierto con una túnica negra. El cuarto estaba irradiado por
una centena de velas negras ubicadas a cada lado de esta habitación.
Las candelas descansaban sobre mesones metálicos que inertes bailaban con
sus sombras. El duque recitaba algún tipo de rezo. En frente de él había tres
monitores apagados y estampados en la pared de piedra.
La agente Chang y yo nos colocamos en esquinas opuestas para cubrir mejor
cualquier reacción sorpresiva. Las paredes parecían moverse junto al efecto
que producían estos mecheros de cera, mientras me acercaba a él una risa
macabra y fría inundó toda la habitación; notaba que la voz no provenía del
encapuchado.
—Quién lo iba a decir −se oyó en todos lados− ¡Mira a quién tenemos aquí!
Me aproximé al duque y le quité la capucha.
Al descubrir el rostro, de la nada cayeron dos compuertas metálicas
destruyendo las portezuelas de la entrada. En frente teníamos a un joven
albino con los ojos cerrados y murmurando algún tipo de rezo. Habíamos
caído en otra trampa del duque. Estábamos atrapados.
—¡Sigues siendo un cobarde! ¿Dónde estás, maldito infeliz?−dije,
apuntando al señuelo que no paraba de rezar.
Los tres monitores se iluminaron. En uno de ellos apareció el duque sentado
sobre una silla roja fumando un grueso habano. En sus piernas descansaba
un gato velludo y negro con ojos color fuego. El albino trató de levantarse,
lo golpeé en el estómago con mi arma y cayó al piso. Abrió sus ojos y, al ver
al duque en las pantallas, soltó una risa aguda y descontrolada:
—¡Maestro!
—Sigues con tus buenos modales, mi estimado Pitbull. ¿Cómo sigue tu
dolorcito de cabeza? Por cierto, disfruté muchísimo torturar a tus mocosos
hace unos catorce años atrás; ahora son unas obedientes almas en pena.
Soltó otra carcajada, mostrando sus dientes bayos al igual que su feline
acompañante. En el monitor de la derecha apareció un video de Migdalia
jugando con los niños en un parque de Londres, video que filmé antes de ir a
Rusia para atraparlo.
—¡Maldito seas! ¿Dónde estás, cobarde?
—¿Cómo está mi hermosa agente Danielle Chang?
Abrió una carpeta y, con sus puntiagudos ojos, escaneaba a mi compañera de
arriba a abajo:
—Sé que no tienes hijos –apuntó, detallándola con su sadismo natural. Y en
el primer monitor apareció la agente Chang, trotando en un parque en New
York, al parecer filmada desde un carro en movimiento.
Mientras ella esposaba al hombre que reía como loco, yo revisaba toda la
habitación. Encontré en una esquina unos controles que tenían un escáner,
tal vez usado por él, para entrar y salir de este lugar.
La agente Chang se colocó en medio de los tres monitores y le espetó con
tono persuasivo al impávido duque, quien murmuraba unas palabras que me
alteraban aún más. Sentía como mi cabeza iba a explotar, a la vez que mis
ojos se inundaban de dolor y rabia, por las imágenes de mi familia.
—Le recomiendo que se entregue de manera voluntaria y pacífica, tengo
todo el castillo tomado.
—¿No me diga?
Y agarró la cámara que lo apuntaba, mostrando una ventanilla del carro
donde se trasladaba a gran velocidad, cerca de la bahía de Dover.
—¡Se escapó! −grité, mientras disparaba contra las puertas de acero,
destellando varias luces producto del rebote de las balas.
—¡Nos quiere matar! ¿No ve que estas paredes están blindadas? −replicó mi
compañera.
Las risas estridentes del duque retumbaban por todo el cuarto, lo que
crispaba aún más los nervios de la agente y mi insoportable migraña.
—Te voy a atrapar y esta vez no te entregaré vivo, ¡maldito!
—¿Y quién te dijo, pobre infeliz, que la muerte sería para mí un castigo?
Cerró sus ojos y con sus cadavéricas manos se recogió la cola de caballo que
se le había zafado después de gritarme.
—Debo marcharme. Por cierto, les dejo un video que encontrarán
interesante…
Mi compañera alarmada le gritó:
—¡Duque, lo vamos a atrapar, no habrá lugar donde pueda esconderse!
En el monitor del medio apareció un documental sobre un reptile
australiano, el más venenoso del mundo, el taipán (Oxyuranus scutellatus).
—¡Maldición! −grité.
De unos orificios en una de las esquinas del techo empezaron a caer un
centenar de culebras idénticas a las que mostraba el video del monitor del
medio. En un momento de descuido el hombre albino corrió hacia donde se
originaba esa cascada de culebras y fue mordido por los reptiles mientras
gritaba:
—¡Maestro, vuelvo a ti! ¡Voy a tus brazos, mi señor!
La agente me ordenó que mantuviera a las serpientes a raya mientras ella
buscaba la manera de sacarnos de allí. Guardó su arma y fue sorprendida por
la explosión de los tres monitores a los que disparé con mi fusil. No
soportaba ver las imágenes de mi familia en este hueco infernal. Se me
acercó y preguntó:
—¿Estás bien?
—Sí, llama a Charles y dile que nos saque de aquí, ¡el duque se escapa! −y
disparé al nido de serpientes que se acercaban.
Pidió ayuda a través de su intercomunicador, pero era inútil: estas paredes al
parecer no lo permitían; sacó su PDA y lo conectó al escáner.
—¿Qué haces? −pregunté, mientras le volaba la cabeza a una serpiente que
se enrollaba ante mí.
Agarré su metralleta, ya que me había quedado sin balas en mi fusil.
—¿Cuánto falta?
Nerviosa, tecleó pidiéndole a Charles que se apurara. Lancé el arma sin
municiones a la masa de reptiles que se acercaba peligrosamente. Las
compuertas empezaron a elevarse y se encendieron unas cocteleras color
amarrillo. Me abrazó emocionada y juntos escapamos hacia el pasillo.
Cuando salimos de la habitación, la detuve firmemente:
—Esto no está bien.
Las víboras se acercaban justo detrás de nosotros.
—¿Qué pasa? −me preguntó mirando con miedo.
—El piso se está moviendo.
—¿Qué?
Saqué mi linterna y la lancé hacia el medio del pasillo. Vimos con horror
que no era un piso movedizo, sino una masa deforme de culebras que se
acercaban rápidamente hacia nosotros. Ahora la situación se complicaba
mucho más.
—¿Qué tipo de cargas tienes?
—C-4, cuatro cargas a control remoto.
—Tengo una idea −en tanto le quitaba el bolso y le daba mis dos pistolas.
—Distráelas.
Arrastré con fuerza la mesa metálica, tumbando las velas hacia donde se
aproximaban estas serpientes venenosas. Ella disparó justo detrás de mí a
una culebra que se acercaba a mi pie derecho. Lancé las cuatro cargas de C-4
en diferentes partes del corredor oscuro y coloqué la mesa en una esquina;
ella me miró nerviosa y me advirtió que se había quedado sin municiones
mientras sujetaba mi mano:
—¿Estás seguro que esta detonación no acabará con nosotros?
—¡Pronto lo sabremos!
Tenía en la mano el control que activaría las cargas, y, colocándome sobre
ella, grité:
—¡Fuego en el hoyo!
Se generó una bola de fuego que fue detenida por la mesa metálica, pero la
onda expansiva fracturó las paredes y varios trozos de piedra se desplomaron
sobre nosotros.
El pasillo quedó inmerso en una densa nube de tierra, lo que dificultaba mi
respiración. Tosí varias veces. Me levanté y separé algunas piedras, ella
estaba desmayada; la cargué y, aún a sabiendas que tal vez alguna serpiente
hubiera podido quedar viva, decidí internarme en ese oscuro pasillo.
Ascendí por las escaleras y me encontré con unos agentes de los grupos de
asalto, quienes bajaban tratando de determinar el origen de esa explosión.
—Agentes, necesito hablar con su superior inmediato.
—El mayor Pullish, señor. Justo saliendo al pasillo por donde entramos,
señor.
—¿Dónde está el ambulatorio?
—Arriba, después de salir de la habitación, señor −me indicó un joven
teniente de las fuerzas especiales británicas, mientras bajaban con visores
nocturnos y miras láser.
Al retirarme escuchaba algunos disparos de menor intensidad a la distancia.
Varios enfermeros al verme me ayudaron con mi compañera, quien seguía
inconsciente. Ubiqué al mayor y agarrándolo por un brazo le ordené:
—Consígame un plano de la bahía de Dover. El duque se escapó.
Uno de los soldados le trajo un PDA, el cual podría mostrarnos las distintas
carreteras que conducían a esta.
—Tenemos que cerrarle el paso. Posiblemente está huyendo por una de las
carreteras que bordea la bahía de Dover. Hay que detenerlo sea por aire o
tierra, ¡no puede escapar!
—Inspector, de inmediato voy a notificar a la guardia costera para que
detenga cualquier embarcación que salga de la bahía, y a la policía para que
monte puntos de revisión en estos cuatro lugares −señalándome un punto en
el plano.
—Hágalo.
En tanto observaba a la agente Chang, quien despertaba auxiliada por un
paramédico.
—Inspector, ya giré las instrucciones; en este momento tres patrulleros se
acercan a la bahía y van a replegar dos helicópteros para peinar la zona.
Todas las unidades terrestres disponibles en el área están cerrando el
perímetro, señor.
—¡Buen trabajo, mayor! −aunque para mis adentros sabía que el duque
estaba seguramente en otro lugar. ¿Pero dónde? ¡Maldita sea!
Nos sorprendió otra explosión proveniente del sótano que iluminó
temporalmente la habitación. Logré oír en mi intercomunicador.
—Águila uno, aquí Águila líder, informe −dijo el mayor del Ejército, en
tanto revisábamos en el plano las posibles vías de escape del duque.
—Águila líder, será mejor que venga y vea esto, señor. Allí el oficial se
disponía a bajar, y lo agarré por el hombro:
—Voy con usted.
Le pedí la pistola que tenía en su chaleco. Me la dio y cargó su rifle
semiautomático. Lo acompañé al nido de víboras sin imaginarme lo que me
esperaba esta vez.
Plano Astral
Abrí los ojos. Me encontraba dentro de una peculiar torre. Era cilíndrica, de
paredes blancas y brillantes. Cerca de ellas había un sin número de libros de
diferentes colores; estos flotaban. Me encontraba acostado en una cama
suspendida a unos veinte centímetros del piso. En frente había un caldero
gastado que emanaba un suculento aroma parecido al relleno de carne que
hacía mi abuela para sus hallacas en Navidad; al otro lado de la sala estaba
sentado el Dr. Salazar, el mismo viejo loco que había visto en la habitación
del hospital; le estaba leyendo un libro a unos seres que parecían
duendecitos con alas de color azul. Estos volaban alrededor de él, como si
fueran mariposas en un jardín silvestre.
Sentí unas patas en mi regazo: era el perro dálmata, Aciel, que seguro estaba
esperando que despertara. Me sonreía. ¡Qué vaina tan arrecha! Realmente lo
que le faltaba era hablar… Tenía un par de alas y una pequeña armadura
metálica color plata. ¡Ahora sí, estaba al borde de la locura! El dolor en mi
espalda me hacía recordar la quemadura que tenía. Intenté mirarme y sobre
ella tenía puesta unas hojas color azul brillante. Respiré profundo, traté de
tranquilizarme y pregunté al viejo:
—¿Qué necesidad había de hacerme pasar por todo esto? ¡El minotauro
murió defendiéndome!
El perro me seguía sonriendo y movía su colita. El anciano se acercó
escoltado por estos diminutos seres alados, quienes seguían jugando entre
ellos.
—¿Cómo te sientes? −sus ojos me miraban con una profunda dulzura.
—¿Qué vaina es esta? ¿Quién es usted? ¿Qué tipo de sueño es este? ¡Y no
quiero rodeos!
El cariñoso anciano levitó hacia el caldero y, sacando un cucharón lleno de
un apetitoso estofado de carne, me dio un plato y un tenedor de madera:
—Come y, después que recuperes tus energías, te aclararé por qué estás aquí
y a qué viniste, ¿te parece?
Agarré el plato y decidí acceder a su petición. Pude ver como este hombre de
nuevo se elevaba con gran facilidad sobre unas escaleras en espiral. Luego
de revisar algunos libros, bajó con uno de solapa multicolor. Este, moviendo
sus dedos, acercó la cama a donde él estaba.
—¿Cuál es tu fecha de nacimiento?
—Seis de octubre de mil novecientos noventa y cinco.
Salazar anotó en el libro con una pluma que había sacado de la nada.
—A ver… ¿Conoces algo de numerología?
—¿Numerolo… qué?
—Numerología −me contestó cerrando el libro.
—Disculpe, esto tiene que ver con matemática, ¿verdad?
—Todo, querido Aníbal, absolutamente todo es manejado por la matemática.
—¿Qué carrizo tiene que ver la numerología con esta endemoniada
pesadilla?
Inmediatamente el anciano cambió su expresión:
—Debo aclararte la primera regla en este universo paralelo y en cualquier
lugar donde te encuentres, sea en espíritu o en físico: nunca, óyeme bien,
nunca invoques al maligno ni mucho menos a sus súbditos, ya que al
nombrarlo a él o a sus ejércitos les darías pistas sobre dónde encontrarte, mi
querido cazador.
—¿Cazador? −repetí algo nervioso.
—Querido cazador, si vemos de tus números de nacimiento: 6/10/1995 se
sumaría de la siguiente manera: 6 + 1 + (1 y 9) + 9 + 5, lo que da un número
maestro, que es el 22. Esto te hace merecedor de ser un posible cazador de
Triezguer.
Lo vi como si estuviera loco.
—Señor, déjeme explicarle algo: mi sueño es ser jugador profesional de
fútbol, ¿qué es eso de cazador? ¿Y del número 22? ¿Y de Trizger?
Realmente no entiendo nada.
—Triezguer −me corrigió sonriéndome nuevamente.
—¡Lo que sea!
Salazar se paró y se sirvió en una taza un líquido verde:
—¿Quieres té?
—Señor, no quiero nada. ¿Qué significa todo esto?
—Bueno, vamos por el comienzo.
El anciano me ofreció nuevamente la taza de té. Esta vez la acepté y al
probarla sabía a todo menos a té. ¡Qué vaina tan rara!
—La información que te voy a dar debe mantenerse entre tú y yo. Aun así,
eres libre de aceptar o rechazar la misión que tu padre te encomendó.
—¿Mi padre?
—Dios.
Vista la seriedad de su rostro, decidí no hacer más preguntas.
—Hace unos 25.000 años hubo una guerra propiciada por uno de los hijos
más poderosos de Dios que, para los efectos, lo llamaremos el Maligno. Este
ser tenía sus propias galaxias al igual que su hermano, Jabal, quien también
tenía un poder similar. Esta rebelión se dio entre ellos antes de la llegada del
hombre a Triezguer. El Maligno quiso apoderarse de muchas galaxias,
generando múltiples distorsiones en el equilibrio celeste. Dios y sus setenta
y siete asesores o ancianos de los tiempos lograron atrapar a este poderoso
ser, condenándolo a 25.000 años de prisión, junto a sus súbditos, en una
dimensión intermedia. Desde entonces ha tratado de atacar esta galaxia a
través de Triezguer, el último planeta que desobedeció las leyes sagradas de
Dios. Por eso Triezguer debe decidir ahora su destino. El Maligno y sus
súbditos intentarán conseguir las siete llaves astrales para liberarlo de su
prisión.
—Bueno, todo eso está muy bien, pero una pregunta: si Dios es tan
poderoso, y tiene a todo un batallón de ángeles a su disposición, ¿por qué no
lo encarcela por 25.000 años más?
Terminó de tomarse el té y, viendo cómo sus ojos se tornaban mucho
más azules y brillantes, respondió:
—Por el libre albedrío… Hasta los ángeles más rebeldes tienen la
posibilidad de escoger su propio aprendizaje.
—Ahora me va a disculpar, ¿qué tiene que ver un simple jugador de fútsal
de unos catorce años, casi quince, con toda esta pelea de ángeles?
—Es por eso que decidí invitarte a mi morada y a que pasaras por todo esto.
No estás soñando, estás en el Plano Astral, mi querido cazador. Llegaste
aquí a través de un viaje, un viaje astral −repitió el anciano, arqueando un
poco sus pobladas cejas blancas.
—¿Por qué yo?
Y, acomodándose en su poltrona, me explicó:
—Una de las leyes universales de la evolución es el libre albedrío: Dios, en
su eterno amor, deja que seamos nosotros quienes escojamos nuestro propio
destino; por eso yo, como señor de los caminos de Triezguer, fui
encomendado para invitarte a esta misión.
—¿Qué misión?
—Conseguir las siete llaves astrales y devolvérselas a Jabal, para así retener
por otros 25.000 años al maligno.
Intenté pararme de la cama, pero me sentía muy mareado; Salazar me ayudó
a recostarme.
—¿Por qué yo?
Sentí su mano en mi cabeza.
—Hay otra razón por la que se te ha invitado a esta peligrosa misión…
Lo vi a los ojos y me empecé a sentir cansado.
—¿Cuál?
—Es debido a que…
La voz se iba haciendo más lejana. Sentí como si estuviera cayendo a una
velocidad espeluznante y al abrir de nuevo mis ojos estaba rodeado de
figuras borrosas en la cama del hospital y una voz conocida me decía:
—¡Feliz cumpleaños, Aníbal!
Logré ver que todos mis amigos y jugadores de fútsal rodeaban mi cama. Mi
abuela sostenía una torta y mi padre abría las cortinas para así mostrar la luz
del nuevo día. “¡Dios, ya había amanecido! Me sentía cansadísimo aunque
contento de despertar de este mal sueño… ¿o viaje astral?”.
—¡Cumpleaños feliz, te deseamos a ti…!
Mientras mis desafinados amigos me cantaban el cumpleaños feliz, sentía un
gran cansancio. “Qué extraña pesadilla. Qué raro me siento. Al menos
muchos de mis amigos pudieron dormir bien, ya que seguramente mis ojeras
no eran normales”.
Mi abuelita colocó la torta sobre mis piernas. Le daba gracias a Dios de que
todo había sido un mal sueño; sin embargo, una puntada me demostró lo
equivocado que estaba: la espalda me ardía justo en el lugar donde me
habían herido estas fantasmales figuras. Todo era realmente confuso. Al otro
lado de la cama podía ver que el libro blanco estaba en la misma mesa donde
lo había dejado. Javier me haló por una de mis orejas, trayéndome de nuevo
a la celebración.
—¡Sopla las velitas, marico triste! −todos mis amigos habían terminado de
cantar; saliendo de mi abstracción soplé la indefensa velita rosada,
haciéndoles ver con mi expresión que no tenía ningún ánimo de celebrar
cuando mi hermano estaba en un estado de coma del cual no sabía si iba a
salir.
—Hijo, sólo pide un deseo antes de picar la torta. Azael estará bien −sugirió
mi abuela con mirada de preocupación.
Cerré los ojos con fuerza y pedí que mi hermano despertara de su coma,
sano y salvo. Mi abuela picó la torta y empezó a repartirla, en tanto Jorge
trataba de explicarle que quería dos pedazos para llevárselos a su mamá;
viéndolo con incredulidad le dio los dos pedazos. Mi padre se encontraba
con la Mirada perdida cerca de la ventana. Su rostro me recordaba la actual
condición de Azael. Le hice señas a ella para que se acercara:
—La torta quedó riquísima, abuelita, pero no me siento bien, necesito
descansar.
Ella entendió y uno a uno fue despidiendo a mis amigos hasta dejar vacía la
habitación. Mi papá se acercó y acarició mi despeinada cabellera. Su risa
disimulaba la angustia por mi hermano. Agarré su mano y le pregunté:
—¿Cómo sigue Azael? ¿Ya despertó?
Sin poder contener las lágrimas murmuró:
—Sigue igual. Los médicos esperan a que disminuya la inflamación para
operarlo y si en siete días no se desinflama, temen lo peor.
Me embargó la tristeza y las enormes ganas de llorar. Mi abuela entró y, al
ver lo obvio, intentó consolarnos:
—Aquí traje una imagen de Jesús el Nazareno. Él es el único que nos puede
meter la mano para que mi nietecito se levante sano y tú puedas recuperarte
de esa lesión. Así que paremos el llanto y recemos.
Lo hicimos todos al unísono.
***
Después de rezar, papá me dio un beso en la frente y se retiró. Mi abuela
sacó un bolso de Hulk que no me gustaba mucho por su aspecto infantil:
—Te traje una ropita de cambio −mostrándome el ridículo bolso.
—Abuela, ¿cuándo voy a poder ir a casa?
Y una voz algo ronca respondió:
—Mañana, Aníbal, mañana mismo.
Era un médico algo pasado de kilos, de cara amplia y prolija calva con
algunos cabellos negros. Este me sonreía mientras detallaba una carpeta
metálica. Una enfermera tomó mi muñeca y revisó mi pulso:
—Doctor, disculpe, ¿me puede hacer un favor?
—¿Qué puedo hacer por ti, jovencito?
—¿Le puede decir a la doctora que me visitó anoche que me gustaría hablar
con ella?
—¿Doctora? −me respondió el sorprendido médico.
—Sí, me visitó anoche. Era alta, rubia, muy bonita…
Y él arrugando levemente la cara afirmó:
—El único doctor que te atiende a ti soy yo, jovencito. Seguro te confundiste
con alguna de mis enfermeras
—Miré a la enfermera que entró con él. Era morena, algo pasadita de peso,
con una verruga en su nariz y le faltaba un diente; realmente la sacaba de la
lista de las más bonitas del hospital.
“¿Será que también la soñé?”, pensé. Estaba demasiado cansado y
confundido para seguir indagando qué fue lo que me pasó anoche.
Encendí mi computadora y conecté el dispositivo de internet inalámbrico.
Me metí en Facebook y leí con alegría los diferentes mensajes felicitándome
por mi cumpleaños y deseándome una pronta recuperación para mí y para mi
hermano; pero el correo que más me gustó fue el de ella que, aunque muy
sencillo, me llenó de alegría:
“Estoy aterrizando en Londres. Me hubiese gustado compartir tu cumple,
pero me tuve que venir de imprevisto. Bueno, tú sabes cómo es mi papá, a
veces le dan esos ataques de vernos, y bueno, aquí estamos, de todas
maneras… feliz cumple. Te mando un besote, Suhail”.
Jet privado (Aeropuerto de Heathrow, Londres)
El avión al fin aterrizó en una lluviosa noche londinense. Al detenerse por
completo la aeronave, Suhail logró ver por la ventanilla una limusina negra
que los esperaba, y justo al lado estaba su padre sosteniendo un paraguas,
acompañado por sus escoltas, quienes hacían lo propio para tratar de evader
esa venteada lluvia. Se emocionó ya que tenía al menos unos dos meses sin
verlo. Se encendieron las luces internas de este lujoso jet. Su hermano se
levantó con cara de pocos amigos y a su mamá la despertaba la bella
aeromoza.
La azafata solicitó permiso para abrir la puerta presurizada. De inmediato se
sintió un intenso viento gélido.
La mamá de Suhail, algo dormida y despeinada, la agarró por el hombre y le
colocó un abrigo rosado junto con un ridículo pasamontañas de Hello Kitty
que pensó había botado y, viéndola de mala gana, bajó las húmedas
escaleras donde la esperaba uno de los escoltas de su papá con una inmensa
sombrilla.
Cuando pisó el pavimento, salió corriendo y sin importar mojarse, abrazó a
su progenitor, quien la saludó con alegría:
—¿Cómo está mi niña, la princesita de la casa?
Él la cubrió con su sobretodo para protegerla de la lluvia. Suhail podia sentir
esa espectacular fragancia que sólo él usaba. Se sentía muy bien estar a su
lado. Entraron en la limusina, en tanto la mamá regañaba como siempre a
Ronald, quien la veía con cara de pocos amigos:
—Mamá, ¡quiero ir a comerme una hamburguesa!
—No, hijo, tenemos una cena en el hotel con tu padre. Así que no insistas
−le gruñó la mamá.
—Papi, ¿por qué... qué…qué siempre andas con tan…tan…tan…tan…tanta
escolta? −le preguntaba Suhail, mientras él daba un golpecito con su bastón
al vidrio señal para arrancar.
—Son normas de la empresa, normas que exige la corporación, mi niña
linda.
Acomodándose en su asiento, veía las húmedas calles de Londres a través de
los gruesos vidrios de la limusina.
***
Llegaron a un hotel localizado en una de las calles más lujosas de Londres.
Al arribar a la entrada, su mamá haló a Ronald, quien de mala gana se bajó
sin quitarle la vista a un juego que descargó por Internet desde su Tablet.
Entraron al sobrio lobby de este hotel y fueron sorprendidos por tres bell
boys, quienes trataban de atrapar a un juguetón perro dálmata que coria de
un lado a otro. Ella veía con gracia cómo torpemente estos bell boys se
resbalaban intentando agarrar al canino, el cual extrañamente le resultaba
familiar. Justo cuando se acercaban a la recepción, este bello dálmata se paró
en frente de ella como si la reconociera y le sonrió. El amistoso perro le
extendió la pata y fue atrapado por los jóvenes. Lo sacaron de inmediato del
hotel, pero el perro no dejaba de mirarla.
Subieron a la suite, que era tan grande como la había imaginado. Ya la ropa
estaba doblada y distribuida entre el closet y el lujoso gabinete de madera.
La imagen de ese bello dálmata no se le quitaba de la cabeza.
Después de comer con sus padres subió a darse un baño caliente, se acostó y
empezó a recordar el sueño que había tenido; sus párpados se hacía cada
vez más pesados. Tenía una sensación de felicidad que se le salía del pecho.
Finalmente, se quedó dormida por completo.
***
Suhail despertó sintiéndose muy cansada, tal vez debido al jetlag. Al abrir
las cortinas, una intensa luz la cegó por unos instantes. Era un día radiante
en Londres y desde su amplia ventana podía ver una muchedumbre
caminando por las calles y, a unas cuantas cuadras, se podía divisar un
pequeño parque. Miró el reloj minimalista que estaba sobre la mesita de
noche; marcaba las 8:15 am. Luego de unos minutos estaba lista para bajar
al parque. Deseaba sentarse en uno de los ornamentados bancos que
rodeaban la grama para así poder leer su novela: Cien años de Soledad, del
famoso escritor colombiano Gabriel García Márquez.
Al terminar de colocarse la pesada chaqueta, guardó su libro en su pequeño
bolso rosado de Hello Kitty y salió de la habitación, colocándose por último
sus guantes rosados; su mamá le sorprendió colocándole el risible
pasamontañas. Al abrir la puerta de la suite la esperaba uno de los escoltas
de su padre.
—¿Adónde va, señorita?
—Voy un mo…mo…mento a caminar por el pa…pa…parque. Hace un
be…bello día −le respondió, soltando una dulce sonrisa.
—Por favor, no se tarde, señorita. No quiero meterme en problemas con su
padre. En el lobby la estará esperando uno de los escoltas que la acompañará
al parque.
Logró ver al escolta, alguien mucho más joven que su predecesor; la
esperaba algo ansioso en el lobby.
—Señorita, yo la acompañare en su paseo por el parque.
El día era extrañamente soleado, algo poco frecuente en estas latitudes. Un
sin número de personas recorría las calles llenando tiendas y pequeños
espacios para tomar té y saborear ricas galletas. Ella observaba emocionada
cómo la gente abarrotaba los espacios lúdicos en esta fría mañana
londinense.
A medida que se acercaba al parque sentía una extraña emoción en su pecho.
Era como si hubiese estado allí antes. El parque mostraba un hermoso
césped que emulaba un campo de golf. Varios bancos hechos de hierro
forjado y cemento terminaban por adornar todo este ambiente de paz y goce.
Vio un café abarrotado de gente y le preguntó a su inmutable escolta si podia
comprarle algo para desayunar; él asintió con la cabeza y ella se sentó en un
amplio banco a esperarlo.
—Por favor, no se mueva de aquí.
Le respondió con una leve sonrisa y sacó su libro; le faltaban al menos cien
páginas para terminarlo. De repente, algo la sacó de su concentración: justo
frente a ella estaba echado el mismo perro de sus sueños, el mismo travieso
can que se había burlado de los tres botones en el lobby del hotel.
Una voz profunda pero familiar la sorprendió:
—Buenos días.
Justo a un lado del banco acababa de aparecer un hombre vestido con una
túnica blanca y sombrero cónico; en frente de él yacía un peculiar bastón de
madera. Lo más extraño era que este bastón estaba completamente erguido
como por arte de magia y sin ningún apoyo. Quizá este señor era algún tipo
de mago. Lo más interesante era ver que en la punta de ese bastón había una
mano cadavérica sosteniendo una esfera que contenía un gas blanco,
simulando a su vez una nube. La miró con sus intensos ojos azules y sonrió
igual que el perro que tenía al frente. Percibió algo familiar en él.
—¿Nos conocemos? −preguntó, echando un vistazo hacia el café, buscando
a su escolta con la mirada.
—Mi nombre es Salazar. Yo conozco a todos mis potenciales cazadores de
esta dimensión.
Pensó que estaba al lado de un loco, así que se alejó un poco y se mantuvo
alerta por si tenía que salir corriendo.
—Querida, en primer lugar, no estoy loco y, en segundo lugar, veo que estás
muy bien acompañada −mirando al perro que no dejaba de sonreírle. Vine a
ofrecerte un trabajo, mi bella Suhail −sacó un libro blanco y luminoso de la
nada y se lo ofreció. Con cierto miedo ella lo agarró y con asombro pudo
experimentar que aunque era muy grueso no pesaba absolutamente nada. Sin
embargo, lo rechazó:
—Lo siento, señor, pero con todo el respeto que usted se merece, no tengo
intenciones de trabajar. Estoy en la escuela y todavía me falta mucho por
estudiar.
—Sé que quieres volar. ¿Te gustaría volar, verdad?
Se asombró y se preguntó así misma: “¿Cómo este señor sabe que siempre
he querido pilotear aviones de guerra?”.
—Querida hija, yo manejo toda la información universal. Conozco tus
sueños.
Lo vio boquiabierta y, para sus adentros, dijo: “¡Este señor puede leer mi
mente!”.
—Sí, puedo hacerlo −confirmó Salazar.
Mostró una sonrisa nerviosa para evitar pensar lo evidente: “¡Me estoy
volviendo loca!”.
—El trabajo que tengo no es tarea fácil.
Algo cansada por la insistencia de este extraño personaje, le comentó:
—Señor, discúlpeme, pero no tengo tiempo para trabajar y ni siquiera he
terminado el bachillerato. No deseo trabajar en estos momentos…
—Sólo en tus sueños podrás trabajar.
“¿En mis sueños? Ujum”. Con cierto tono irónico le interrogó:
—A ver, ¿y cómo qué trabajito es ese?
—Simple, querida hija: tienes que salvar a todo el universo que conoces. Por
cierto, ¿por qué no tartamudeas?
—Disculpe, señorita, ¿se siente bien? −interrumpió el joven escolta, quien
estaba justo a su lado, sujetando dos bolsas y un vaso de jugo de naranja.
—¿Qué?
—Es que la vi hablando sola.
—¿So…so….so…la? −y al voltear no vio a nadie: ni al anciano ni al perro
dálmata. Habían desaparecido.
El escolta, sentándose a un lado, sacó un panecillo y se lo dio con un vaso de
jugo.
—Señorita, cuando hacía la cola, la vi hablando sola −insistió el escolta.
Ella respiró profundo, probó el panecillo y pensó: “Me estoy volviendo loca;
además, no tartamudeaba mientras hablaba con ese señor Salazar.
Seguramente todo esto fue producto de mi cansancio por las ocho horas de
vuelo. Mi imaginación me estaba jugando una mala pasada”.
—Señorita, ¿y este libro?
Se atragantó con el pedazo de pan y tosiendo, casi ahogada, vio con horror el
libro blanco en la grama.
Agarró el libro y le dijo a su escolta:
—¿El li…li…bro? Yo lo co…com…pré.
Con el panecillo en la mano se paró y aceleró el paso de regreso al hotel. Su
escolta pensaba: “Qué señorita más extraña”.
Este se colocó a su lado y, luego de recibir una información desde su
audífono, respondió:
—Entendido. Nos dirigimos hacia allá.
—Su padre la espera en la habitación y creo que está bastante molesto.
Con la boca abierta, sostenía el libro. Lo guardó en su bolso de Hello Kitty,
caminó con paso apresurado, echó un vistazo y confirmó: “El banco está
vacío”.
Castillo del duque (Dover, Inglaterra)
Empecé a bajar junto al oficial en medio de una nube de polvo que nos hacía
difícil respirar. Llegamos al pasillo en el que un grupo de soldados
encapuchados retiraban unas piedras que se habían despedazado por los
explosivos. Al lado derecho del pasillo había un boquete de un metro de
diámetro; de allí salía un teniente del ejército británico. Este se ubicó al lado
del mayor y, luego de limpiarse un poco el rostro cubierto de tierra, dijo:
—Decidimos dinamitar unos puntos para acabar con los reptiles.
Accidentalmente derribamos esta falsa pared y lo que conseguimos… −hizo
una pausa y se pasó la mano por el cabello mostrando cierto nerviosismo.
Entramos en una caverna de unos cuatro metros de altura por veinte de
diámetro, la cual estaba iluminada por varias antorchas que mostraban siete
estrellas rojas en un piso de mármol negro pulido. Sobre cada estrella había
una cruenta máquina de tortura al mejor estilo medieval. En el medio de esta
caverna yacía una mesa de sacrificios humanos muy propia del duque. En
ella la sangre se fundía con los diferentes relieves de rostros demoníacos que
conducían hasta un hueco que servía de desagüe; uno de los agentes se nos
acercó e informó:
—Conseguimos un compartimiento secreto que conduce a un pasillo
putrefacto −mostrando un gesto de desagrado.
Los soldados de las fuerzas especiales, luego de recibir la señal del mayor,
entraron en formación de asalto. El mayor y yo los seguimos cautos y
preparados para cualquier cosa. Ingresamos por un fétido y oscuro túnel, me
incliné un poco para no pegar mi cabeza con la superficie rocosa. El olor era
tan fuerte que mis ojos lagrimeaban solos por los gases allí concentrados.
Caminamos por unos minutos y una parpadeante luz indicaba el final de este
pasadizo.
Llegamos a una sala circular, cuyo acceso comprendía seis puertas de acero
y madera que daban la bienvenida. En el medio de cada puerta había una
estrella de cinco puntas invertidas. Eran de color negro y tenían bordes de
sangre.
Los agentes estaban en posición, cubriendo cada puerta con su mira láser.
Estos colocaron los explosivos en las cerraduras y bisagras. Retrocedimos un
poco, sin dejar de cubrir cada puerta, a la espera de otra sorpresa del duque.
Finalizadas las simultáneas detonaciones, las pesadas puertas empezaron a
caer lentamente, dejando una nube de polvo alrededor. Al asentarse estas
partículas de tierra, unas figuras repugnantes comenzaron a aparecer. Frente
a nosotros un conglomerado de cuencas oculares y cajas torácicas
putrefactas confirmaban que el duque no era sólo un degenerado terrorista,
sino que además en su mente había lo más retorcido y enfermizo que podía
alcanzar un psicópata en la cima del sadismo.
En cada celda yacía un cuerpo en avanzado estado de descomposición.
Todos se mantenían crucificados a la inversa. De sus extremidades podíamos
ver unos clavos oxidados que sobresalían de la carne hinchada y morada; sus
maxilares abiertos determinaban los gritos que murieron en el silencio de la
oscuridad de dichos calabozos. Justo debajo de cada cruz resaltaba la foto de
alguna de las víctimas del duque, bañada en sangre seca y esperma de vela
negra, típico ritual satánico utilizado por este endemoniado ser.
El mayor me señaló la celda que estaba justo a mi espalda. Algo se movía
dentro de ella y se acercaba hacia nosotros. Al apuntar con las miras laser
salió una asquerosa rata que corrio hacia una apertura en la masa rocosa,
perdiéndose en la oscuridad. ¡Qué susto! Me acerqué lentamente a esta celda
y pude notar la foto del Presidente de los Estados Unidos, junto con sus
hijos; lo que más me llamó la atención fue un relieve en forma de medallion
ubicado sobre un totem negro que, al juzgar por su forma y recientes rastros
de esperma esparcidos en el suelo, presumí que había sido retirado hacía
poco una especie de collar con un medallón. Al parecer esto fue lo que vino
a buscar ese maldito.
Esta dantesca escena produjo el vómito de varios soldados. El sonido de sus
fluidos estomacales saliendo por sus bocas fue interrumpido por el llamado
de la agente Chang a través de mi auricular.
—Inspector, ¿dónde se encuentra?
—Agente Chang, necesito ver de nuevo el video que me mostró en mi casa.
—¡Pero…! −replicó la sorprendida.
—Ahora, agente Chang, llame a Charles, ¡ahora!
Giré mi cabeza hacia donde estaba el oficial con un rostro amarillento:
—Que los forenses me envíen las fotos de este lugar.
El mayor, bajando su arma, dijo:
—Así será, señor. Al salir me encontré con Chang, quien estaba revisando su
arma.
—¿Y el video?
—En el centro de operaciones. Allí nos está esperando Charles. Inspector,
gracias por salvarme la vida.
***
En la sede de operaciones estaban apostados varios oficiales de inteligencia.
Desde los monitores el coronel buscaba con desesperación al duque.
—Coronel, retire a sus hombres. El video forma parte del secreto sumarial
−dijo la agente Chang.
—¡Usted sea vuelto loca! Estamos en medio de un operativo.
En ese momento una voz seca interrumpió al coronel:
—Saque a todos sus hombres, coronel.
—¡Pero, mi general…!
—Sálgase, coronel, ya ha hecho demasiados desastres por hoy.
El coronel, viendo con ojos desorbitados al inexpresivo general, quien no
parecía asombrado por el escape del duque, se paró en frente de él y se retiró
golpeando el hombro de su asistente.
Charles miró a la agente Chang, esperando su aprobación para colocar el
video clasificado. Ella observaba al general mientras este se sentaba
cómodamente en una butaca.
Yo observaba impacientemente, con mis ojos ya vidriosos, esperando volver
a ver las escenas que me habían hecho perder la conciencia en la cabaña de
Caracas.
Apareció la imagen de mi esposa tendida sobre la cama temblando, cubierta
por la sábana que nos regaló mi madre antes de casarnos. Tenía sus
hermosos ojos llenos de sangre que lagrimeaban sin parar. Poco a poco la
sábana se quemaba y se pegaba a las llagas que se producían en su piel. Ella
empezó a convulsionar con más fuerza y de sus labios salían susurros junto
con pequeñas líneas de sangre.
—¡Detenlo allí! −le grité a Charles.
—Hazle un acercamiento al rostro de Migdalia.
—Su esposa dice algo, inspector.
—¡Dime qué dice! −le grité, mirándolo con ira.
Él agarró una hoja y, repitiendo la imagen en cámara lenta, escribió: “Busca
al camarlengo”.
—¡Lo sabía!
—Espere, inspector, hay algo más.
—¿Qué dice? −levantándolo por la solapa de su escueto traje.
—Te amo, Peter.
Lo lancé al piso y, secándome las lágrimas, traté de controlar mis manos
temblorosas:
—¡Debemos partir a Roma inmediatamente!
En un sótano abandonado en Europa Continental
El duque se encontraba plácidamente sentado en una mullida poltrona
tapizada en una espesa tela rojiza a relieves de rostros demoníacos, la cual le
daba la comodidad esperada, creando un ambiente propicio con su estilo.
Estaba ubicado en uno de los vértices de una inmensa estrella rojiza de cinco
puntas y diez metros de diámetro. En cada punta de la estelar figura había
una poltrona del mismo tipo. Una tenue bruma ocultaba las patas de madera
y en el centro descansaba una paila que contenía un espeso líquido
sanguinolento y burbujeante.
Sobre ellos, dominando la escena, había un grandioso vitral con la imagen
bizarra de Jesús, el hijo de Dios para los católicos. Esta imagen en particular,
a diferencia de las que se ve en las iglesias, tenía tres discrepancias notables:
de su blanca túnica sobresalían sendas alas negras y una sonrisa
maquiavélica iluminaba su rostro cubierto con una piel color negro brillante.
Justo detrás de esta versión del divino personaje había unos caballeros
alados, vestidos con brillantes armaduras negras, quienes sobrevolaban
portando armas medievales lumínicas: espadas, escudos, lanzas, arcos y
bolas con púas. Lo más extraño era que esta fabricada representación de
Jesús mostraba unos ojos que denotaban dulzura y esquizofrenia. Para los
estudiosos, esta sin duda sería una pieza digna de análisis pero, con toda
seguridad, para el Vaticano sería un sacrilegio.
En el lado opuesto de la puerta de caoba que servía de entrada al
escalofriante lugar había un estante con diferentes libros de aspecto
ancestral, empolvados y claramente afectados por la humedad y el tiempo.
El estante comenzó a hundirse lentamente en la pared, dejando un hueco
oscuro del que se asomó Mr. Smith, envuelto en una titilante y débil luz
proveniente de una vieja linterna de gasoil, la cual sostenía con su mano
izquierda.
Mr. Smith se acercó al duque y este, absorto por las luces que salían del
inmenso vitral, observaba cómo el extraño Jesús parecía cobrar vida.
—Mi distinguida alteza, ya llegaron los cazadores lemurianos −saludó Mr.
Smith, inclinándose silente ante el duque.
—¿Qué esperas? ¡Hazlos pasar!
Mr. Smith se adentró en el túnel que estaba detrás de esta biblioteca móvil y
a los dos minutos regresó acompañado:
—Su alteza les da la bienvenida cazadores lemurianos.
Entraron unos hombres de una estatura impresionante, todos cubiertos con
lujosísimas túnicas negras y se fueron colocando uno a uno delante del
duque, quien comenzó a detallarlos de arriba a abajo. Se paró frente al
primero de la formación.
—¿Cuántas almas de niños atrapaste durante tu cacería?
—Cincuenta y cinco, mi señor.
—¡Ummm...! Tienes que mejorar esa cifra, cazador.
—¡Sí, Señor!
—¿Y tú? −colocándose lentamente frente al segundo.
—Torturé a ciento cincuenta niños, su alteza, y maté a otros noventa y siete.
Sonrió levemente, susurrando con voz profunda:
—Así se hace. ¡Muy bien!
—¿Y mi tercer cazador? −dijo mientras regresaba lentamente hacia su
poltrona roja.
—Setenta y nueve, y todos murieron con mucho dolor. ¡Lo disfruté
muchísimo, maestro!
—Cuarto cazador, dame tus números.
—Treinta nueve, mi señor. Y se me escaparon dos: Salazar los salvó…
explicó tartamudeando levemente el nombre de este.
El duque cerró los ojos y se acercó muy rápido, como si levitara frente al
cuarto cazador.
—Señor, no pude hacer nada; además lo acompañaba su maldito perro.
Acabó con todos mis égunes, su alteza −añadió, respirando aceleradamente.
El duque de Von Wolves abrió los ojos enrojecidos y, mostrando una mueca
de rabia, gritó:
—¿Qué has hecho, infeliz? −de una bofetada le partió la boca.
Este último cazador se arrodilló y con arrepentimiento le suplicó:
—No volverá a pasar, su alteza.
El duque cerró sus ojos, mostrando una mueca fingida de felicidad, en tanto
le sobaba la cabeza.
—Sí… eso te lo aseguro, mi querido cazador, no volverá a pasar.
El lúgubre personaje se sentó en su cómoda poltrona, indicando a los
cazadores que ocuparan sus puestos. Colocó su bastón en un orificio que
había a un lado de su asiento y una leve fragancia a flores invadió el oscuro
lugar, donde las luces se habían ido casi por completo.
—¡Mr. Smith!
—Sí, su excelencia.
—¡Puedes largarte!
Este salió de inmediato con paso apresurado.
De los pies del negruzco Jesús empezó agotear un liquido sanguinolento.
Los destellos de este chisporrotear iluminaban las capuchas de los hombres
que observaban tranquilos el humeante caldero. Una voz de ultratumba salió
de la silla donde estaba sentado el duque:
—Cazadores lemurianos y mis fascinantes almas en pena, ha llegado el
momento de traer la verdadera justicia divina a este planeta. He esperado por
más de quince años este momento…
Bienvenidos sean al camino de nuestro único y verdadero maestro, el dueño
de las tinieblas y maestro del karma. Llegó el momento de volver a nuestros
orígenes. Bienvenidos al comienzo del fin del mundo como lo conocemos.
El duque se quitó la capucha y vio los rostros de todos los hombres que allí
con mirada fría repetían al unísono.
—¡Qué viva el señor de las tinieblas! ¡Qué viva el príncipe de las
eternidades! ¡Qué viva el príncipe Luzbel!
***
El duque de Von Wolves despertó en una efervescente caverna; esta no tenía
piso. Él estaba parado sobre una delgada estaca cilíndrica de piedra; tenía
puesta una armadura negra brillante y un casco que emulaba la cara de una
gárgola. De su espalda sobresalían dos inmensas alas oscuras acompañadas
de una filosa hoz del mismo color. En su pectoral de hierro pulido relucía
una estrella roja invertida y en el medio tres tridentes con una figura esférica
que la rodeaba. Estos tridentes se tocaban entre sí; dos de ellos formaban una
equis y el tercero los atravesaba justo en la mitad de abajo hacia arriba. Allí
de Von Wolves con los ojos cerrados y los brazos cruzados dijo:
—Llegó el momento de sacar a nuestro maestro, el príncipe caído, el señor
de los mil nombres, nuestro guía y luz eterna.
Y abriendo sus ojos llenos de un negruzco y espeso líquido, extendió sus
alas negras y gritó:
—¡Qué viva el príncipe Luzbel!
Y los otros cuatro personajes que lo acompañaban abrieron sus brazos a la
par de sus alas y gritaron también:
—¡Qué viva el príncipe de las tinieblas!
El duque sonriente voló en medio de sus acompañantes alados.
Hospital Central (Caracas, Venezuela)
Apagué mi computadora y miré a mi abuela que estaba completamente
dormida en el sofá-cama que tenía a mi lado. No podía dejar de pensar en lo
que me estaba pasando, eso de salvar el mundo, ¿por qué yo? Y ese extraño
libro… Recordé que el anciano insistió en que era una misión que podia
aceptar o rechazar, lo que significaba que yo podía decir que no. “¡Sí, esa
sera mi salida! Con tan sólo rechazarla saldré de esta loca pesadilla”.
Agarré el libro y decidí abrirlo. Me encontré con otra impresionante
sorpresa: las hojas que antes estaban en blanco, ahora formaban imágenes,
como la primera vez que lo abrí. Con el primer dibujo sentí cómo se me
erizaba la piel: era yo mismo, vestido con el uniforme de mi equipo de
fútsal. Pasé las hojas y podía ver en imágenes todo lo que me había pasado
en detalles, como por ejemplo la imagen de mi hermano echado en la grama
luego del golpe que se dio en la cabeza. Me paralicé al verme en otra página
dentro de la ambulancia y siendo amenazado por unos felinos salvajes;
también vi que de pronto era salvado por un ser alado vestido con armadura
blanca y un perro inmenso que luchaba a su lado contra tres felinos
negruzcos. ¡Eran Salazar y Aciel!
Salazar estaba suspendido a medio metro de altura y con una vara le
propinaba golpes a varios felinos, evitando que estos se acercaran a mi
indefensa y desmayada humanidad. El sueño se apoderaba de mí, tenía
miedo de cerrar mis ojos… “Y, ¿si volvía a viajar?”.
De repente sonó el teléfono, atendí con cierto miedo:
—¿Aló?
En medio de llantos, escuché la voz de Suhail muy alterada:
—Pa…pa…pasó algo te…te…terrible.
—¿Qué pasó?
—Mi pa…pa…pa…pá me dejó casti…ti...tigada en la habitación. Se fu…
fu…fu…eron a comer y me dejaron so…so…so…lita.
Su respiración entre cortada me arrugó el corazón.
—¿Qué hiciste, mi bella? ¿Por qué te castigaron?
—Nada ma…ma…malo. Salí a pa…pa...pasear por el pa pa…parque; mi
ma…ma…má me dice que él está muy nervi…vi….vi…vioso.
—Tu papá siempre ha sido un hombre muy calmado. ¿Qué le pasó? ¿Tiene
problemas en el trabajo?
—Parece que aquí en Lon...lon…dres se le abrió una inves…ves…ti...ti...
gación al dueño de los ne…nego…go…gocios que él ad…ad…ministra.
Nunca me ha...bi…bi…bía gritado −me confesó, estallando en llanto.
—¿Saliste del hotel?
—Sí.
—¿Para qué saliste? Tú me has dicho que en Londres hace mucho frío.
Y ella, cogiendo aire, me contestó:
—El día estaba pre…pre...ciosi…sí…sísimo y quería pa…pa…pasear un
rato por el parque; allí me conseguí con un ex…tra…tra…traño señor que
esta…ba….ba todo vestido de blanco y venía con un perro
gra…gra…gracioso de raza dálmata.
—¡Salazar! −dije alterado.
—Sí, ese era su no... nombre. ¿Có…co….co…mo lo sabes?
—¡Dios mío, no puede ser!
—¿Lo co… co… co… noces?
—¡No puede ser! ¿A ti también te visitó? ¿Qué te dijo?
—Me entregó un li… libro… Espe... pe...pe...pera un momento, alguien está
tocando la pu…pu...puerta de mi cu... cuarto.
—¿Libro? Dios mío. ¡Espera!
—Te...te...te llamo ahora. Pa…pa…pá me regaló unos ma…ma…sajes. ¿Lo
puedes creer?
—¡Espera, espera!... La línea se cortó y allí quedé paralizado, con el teléfono
en la mano.
De inmediato toqué el botón de asistencia médica. Al instante entró una
enfermera con cara somnolienta.
—Disculpe, ¿cómo puedo hacer una llamada internacional?
Con tono burlón me respondió:
—¿Llamada internacional? ¿Qué crees que es esto? ¿Un hotel? No,
muchachito. ¿Para eso me llamaste?
—Sí, para eso la llamé.
Al decir esto, la antipática enfermera me dio la espalda y me quedé con la
palabra en la boca. “¿Por qué la visitó Salazar? ¿Qué quiere de ella?”.
De repente la habitación se iluminó. Sentí un escalofrío por todo mi cuerpo,
noté que mi libro otra vez se encendía mágicamente. “¡Dios, otra vez no!”.
Lo abrí y, siguiendo las historias sobre mí mismo, vi la imagen en la cual se
mostraba mi cara de espanto mientras oía la historia de Suhail. Al pasar la
página me encontré con otra imagen que me dejó paralizado: el anciano que
conocía bajo el nombre de Salazar estaba justo al lado de mi cama.
—¡Hola, Aníbal!
—¿Qué coño haces aquí? ¿Cómo demonios entraste?
Me hizo una señal de desaprobación por pronunciar lo prohibido, pero eso
no apaciguó mi arrechera.
—¿Qué haces acosándola? ¿Y eso de llegar sin avisar no te parece de mala
educación?
—Llegó la hora de la verdad. Debes tomar una decisión.
—¡Yo ya decidí! No quiero salvar al mundo, eso se lo dejo a usted.
El anciano me extendió su mano y con una serena sonrisa me dijo:
—Ven, acompáñame, quiero mostrarte algo.
—¿A dónde vamos? −pregunté algo reacio.
—Lo verás cuando lleguemos.
—Discúlpeme, pero yo no sigo más con este jueguito. ¡Ya tomé una
decisión!
—Pensaba que querías saber cuál fue la razón por la que habíamos invitado
a tu amiga, pero como ya tomaste tu decisión, entonces mejor me voy.
—¡Espere! ¿Suhail? ¡Qué le hizo! −le pregunté con voz firme.
Me dio la espalda y el libro se volvió a encender:
—Espere… está bien. Iré con usted.
—Muy bien, pero antes de irnos…
Se me acercó y, tocándome la cabeza, de inmediato sentí un pesado sueño y
quedé totalmente dormido.
Plano Astral
En la caverna yacían incólumes los cuatro hombres con alas negroides; estos
estaban arrodillados en el pequeño espacio que les proporcionaba las
estalagmitas cilíndricas. Mientras, el duque suspendido sobre sus cuatro
cazadores entraba en trance y empezaba a proclamar unas palabras en
arameo. El magma ascendía por las paredes de este volcán.
—Llegó la hora, queridos hermanos. Nuestro maestro desea probar vuestra
fe en él. Me ha dicho que los que basen su fe en su luz saldrán ilesos de esta
prueba.
Los cuatro alados sintieron el inmenso calor producido por el magma; ellos
transpiraban como si estuvieran en una sauna industrial. El cuarto cazador
veía con horror cómo el magma ascendía rápidamente. El duque, con los
ojos desorbitados, pronunció unas extrañas palabras.
El magma llegó a los pies de estos tenebrosos personajes. Todos sentían el
calor que los consumía; cerraron sus ojos con firmeza, como si su vida
dependiera de ello. Todos menos el cuarto cazador, que tenía los ojos
abiertos y con cara de terror sintió como comenzó a incendiarse. Este abrió
sus alas y decidió emprender el vuelo para librarse del fuego, pero ya era
demasiado tarde: cuando logró ascender, el aletear avivó aún más las llamas
y, entre más alto ascendía, más rápido se expandía el fuego por todo su
cuerpo.
Los gritos de dolor se hacían cada vez más fuertes, retumbando como ecos
desesperados en esa inmensa caverna. Mientras el inflamable ser alado
trataba de salir de esa trampa, ya los otros estaban imbuidos en la hirviente
piscina de fuego. El cuarto cazador perdió altura y cayó casi inconsciente en
la burbujeante piscina de magma. Su cuerpo se consumió como un pedazo
de carbón encendido. El duque lo miró con placer y, soltando una carcajada,
se dejó tragar por el hirviente magma.
***
La caverna desapareció y nuestros cuatro personajes reaparecieron
arrodillados en un salón que no tenía paredes. El techo era a dos aguas y
había una serie de inscripciones rarísimas que giraban de un lado a otro. Un
techo levitaba sin ninguna base aparente. Ante ellos había un Exux. Él
sostenía un tridente con su musculoso brazo derecho; de su nariz se asomaba
un aro dorado que adornaba esta pendenciera cara velluda. Este monstruo
mítico les dijo con una voz grave:
—Pueden levantarse.
Y levitando lentamente hacia el cabizbajo duque le informó:
—Ya pasaron la prueba. Están en el territorio del príncipe Luzbel. Él los está
esperando −señalando un pasillo cubierto por una densa niebla.
—¡Avancen! —ordenó el duque.
Los alados le obedecieron en tanto él se quedaba al lado de ese inmenso
hombre con cara de toro. Entonces hizo una reverencia al Exux, pero cuando
le dio la espalda, este posó la gruesa pezuña sobre su hombro, alarmándolo y
cambiando la expresión de su mirada:
—El alma que se perdió en el magma es mía a partir de ahora −sentenció el
Exux con una profunda y ronca voz.
—Por supuesto, todo suyo mi señor Exux −respondió el delgado hombre,
viéndole de reojo.
—Hay algo más −expulsando una pequeña nube blanca por su hocico.
—Usted dirá −dijo el duque, mostrando una nerviosa mueca.
—Cuando entres allí, no mires hacia atrás.
—¡Así será!
Con el rostro lleno de gotas que parecían más de angustia que de calor, y sin
voltear, se marchó por el mismo camino por donde sus colegas se habían
adentrado.
Al entrar, lo único que podían ver era un espacio abierto y vacío. Levitaban
sobre un camino plateado suspendido en el espacio exterior. Al final, estos
cuatro alados se encontraron frente a una gran puerta negra hecha de mármol
pulido. Unos pequeños símbolos formaban un torbellino que se movía de un
lado a otro de la puerta. Uno de los cazadores, con acento ruso, se acercó a
un lado del duque y le preguntó:
—Maestro, y ¿qué pasó con el cuarto cazador?
Concentrado en la puerta sin prestarle mucha atención, le contestó:
—Él ahora es esclavo de un Exux.
—¿Qué?
—Será un alma que vagará un tiempo en pena. Un esclavo astral −explicó,
mostrando una mirada maquiavélica.
Sacó una arenilla negra de una de las alforjas que tenía dentro de su brillante
armadura y, volteándose hacia sus impávidos acompañantes, les ordenó:
—¡Arrodíllense ante el supremo!
Estos fieles seguidores se arrodillaron de inmediato. Él, con los ojos
cerrados, procedió a arrojar la arenilla, pronunciando unas palabras en
arameo.
La puerta absorbió este puñado de arena y la espiral de símbolos empezó a
perder velocidad hasta detenerse por completo. La puerta se desintegró y se
escuchó un sonido extraño, como si se destapara algo que estaba sellado al
vacío. Poco a poco una inmensa luz blanca, junto a un intenso olor aflorado,
rodeó a estos personajes, quienes sentían cómo eran tragados por esta luz
hacia lo desconocido.
Hospital Universitario (Caracas, Venezuela)
Allí estaba nuevamente: al lado de mi cuerpo dormido. El Dr. Salazar me
extendió su mano:
—Llegó la hora. Ven.
Asentí con la cabeza y al tocarme ingresé en un torbellino que nos hizo
aparecer en el techo del Hospital Central. Era una sensación muy extraña, ya
que literalmente habíamos traspasado los pisos.
—¿Estás listo? −me preguntó.
—No me queda otra, ¿no? −le contesté con resignación.
Él golpeó el techo dos veces con su bastón y apareció una esfera que parecía
de tres metros, dorada. Al ingresar en ella sentí como si estuviese
atravesando una pared de gelatina. Ascendimos a una velocidad
impresionante. Dentro de la esfera veía la cara del anciano, quien mostraba
cierta preocupación, y parecía que telepáticamente dirigía la esfera de luz.
De inmediato estábamos en el espacio exterior. La sensación de vértigo poco
a poco se me fue pasando. Pude ver la inmensa esfera de luz que era nuestro
hermoso hogar: el planeta Tierra. Esta imagen me relajaba. Entramos de
vuelta en él. No me había dado cuenta de la velocidad en que íbamos hasta
que empezamos a atravesar las nubes. Llegamos a una ciudad que parecía
europea. supe que era Londres, ya que sobrevolamos una torre que tenia un
reloj inmenso que habia visto con Suhail en internet. No creía que me
encontraba parado al lado de Salazar y montado sobre una nube que estaba a
unos cinco metros de un altísimo hotel londinense. El anciano se sentó en
uno de los bordes de esta dura nube y me invitó a sentarme junto a él, cosa
que hice de inmediato, aunque algo asustado.
Salazar agarró de un costado de su armadura una bolsa de tela y dentro de
ella unas bolitas blancas brillantes que parecían unas metras. Agarró una y se
la comió. Podía ver cómo su boca se iluminaba y parecía disfrutarlo. Me
ofreció una y extrañado le pregunté:
—¿Qué es eso?
Y él, con su cara algo más iluminada, me respondió:
—Bolas de luz.
—¿Bolas de luz? ¿Y a qué saben?
—Toma una, descúbrelo.
Él me acercó la alforja y al abrirla observé muchísimas bolas blancas
intermitentes. Decidí tomar una y la introduje en mi boca. Era cálida y no
tenía ningún sabor. Mi cuerpo comenzó a calentarse y me sentía con mucho
ánimo, y hasta mucha paz. Era una sensación que nunca había
experimentado.
Justo debajo de nosotros aparecieron dos personas que salían del techo de
este lujosísimo hotel. Cuando logré ver bien a los personajes se me
entrecortó la respiración: era la falsa doctora, también con alas y una
armadura plateada. Suhail le acompañaba.
—¿Me puede decir qué carajo está pasando? ¿Por qué se la está llevando la
doctora psicópata?
Se levantó, y dando un golpe a la nube con su vara de madera, reapareció la
bola dorada y extendió su mano:
—Ven conmigo, te lo voy a explicar todo.
Al montarme sobre la bola dorada, por mi mente sólo pasaba una cosa: “Ella
estaba siendo llevada por la doctora”. Empezamos a viajar a través del
espacio y en instantes llegamos a la pradera donde pude escapar de aquellos
fantasmas. Oía los golpes del mar bravío. Frente a este gran precipicio, y en
su punto más alto como maestro en primer día de clase, estaba la torre de
marfil erguida, lugar donde vive el conductor de la bola energética que me
trasportaba. Aterrizamos a pocos metros de la puerta. Golpeó el piso con su
vara y la puerta se abrió. Entró él de primero y yo lo seguí con cierta
desconfianza.
Dejó su vara cerca de la puerta, la cual se quedó parada sin que nada la
sujetara. Se acercó al caldero y movió un contenido verdoso brillante con un
cucharón. Me senté en uno de los confortables sofás blancos, ansioso y a la
expectativa.
Me impacienté al ver que se mantenía tranquilo meneando ese caldero:
—¿Me puede explicar qué demonios está pasando aquí?
—Silencio, no los invoques.
—¿Qué carajo está pasándome? ¿Qué es esto? ¿Un sueño? ¿El cielo? ¿El
infierno?
—Espera que falta alguien.
—Señor, ¿qué hace ella en este sueño? ¿Y por qué era llevada por la doctora
psicópata?
En ese momento alguien tocó la puerta. Levantó su mano y la puerta se
abrió. Admiré su hermosa figura, esta vez vestida de blanco. Al verme se
abalanzó sobre mí:
—¿Qué haces en mi sueño?
—Creo que nos lo van a decir −le comenté, viendo de reojo a Salazar,
mientras él seguía moviendo el contenido de la paila.
Se acercó sonriéndonos y nos invitó a sentarnos en un comedor de madera.
—No es un sueño, ustedes están en otra dimensión.
Y ella, detallándolo como si lo reconociera, sentenció:
—Un momento. Lo conozco −acercándose al caldero donde él saboreaba el
líquido que tenía un dulce aroma.
—Usted es el mago del parque. ¿Por qué me dio ese libro blanco? ¿Qué
hago
con Aníbal en este sueño?
Me vio y preguntó:
—¿Y el yeso? ¿Estás mejor? ¿Qué es todo esto?
Sorprendido le comenté:
—Mi fractura está igual que tu tartamudeo: desaparecieron.
—¿Les parece si comemos?
Dio una palmada y salieron de la nada unos platos blancos que fueron
llenados mágicamente por el cucharón; mientras nos sentábamos a la mesa,
un duendecito de alas azules colocaba un líquido burbujeante del mismo
color en nuestros vasos, sosteniendo un pesado jarrón de madera bajo la
mirada atónita de Suhail.
Me miró como extrañada. Entretanto, yo agarraba una cucharilla de madera
y tomaba esta sopa que me daba la misma sensación que las metras blancas.
Ella, confiando en mi rostro de satisfacción, hizo lo propio.
—¿Qué está pasando en este sueño?
—Y ¿por qué él tiene su brazo curado y a mí no se me traba la lengua?
Al parecer él esperaba estas preguntas.
—En el Plano Astral el karma no se manifiesta como en el Plano Físico; es
por ello que aquí sus almas son totalmente libres. No tienen un cuerpo que
los limite.
—¿Karma?
—Sí, pero esto lo entenderán más adelante.
Viendo la cara de sorpresa de Suhail, continuó:
—Muy bien, les voy a decir por qué los fui a buscar a ambos.
—¿Nos fue a buscar? ¡No entiendo! ¿No estamos soñando?
—No. Para salir de sus cuerpos lo han hecho a través de un viaje astral.
—¿Viaje astral?
—Sí, los he llamado aquí para ofrecerles un trabajo −hizo desaparecer los
platos con sus manos.
—¡Un trabajo! Irrumpió ella algo molesta.
—¿Qué clase de trabajo?
—Tiene que ver con su onda vibratoria o lo que llaman ustedes misión de
vida.
—¿Misión de vida? ¿Onda vibratoria? No entiendo nada señor, ¿puede ser
más explícito?
En tanto, Suhail me miraba como culpándome por estar metida en este
aprieto.
Salazar se recostó en su poltrona blanca y comenzó a ampliar su explicación:
—Hace millones de años Dios creó el universo y todos sus universos
paralelos y en la actualidad lo sigue haciendo; uno de los más recientes es el
sistema donde está su planeta. El planeta Triezguer tuvo algunos problemas
que ustedes poco a poco irán conociendo en la medida que se vayan
entrenando… ¡Claro! si desean asumir esta difícil misión.
—¿Qué clase de problemas tuvo este planeta?
—Este planeta fue habitado por ángeles y digamos que unos se tornaron
buenos y los otros se tornaron envidiosos. Estos últimos fueron desterrados a
una especie de cárcel por Dios, visto que querían dominar todo el sistema
por puro capricho. Luego de este incidente todo el sistema conocido por
ustedes como Sistema Solar, ha quedado en cuarentena.
—¿Qué es eso?
—Es una denominación energética en la que se aísla a un sistema solar de
otros sistemas y además limita el conocimiento universal de todos los
planetas que forman parte de la misma; es por eso que en tu planeta ha
habido tantas guerras, pobreza y miseria. Cada 25.000 años los ángeles que
están encarcelados tienen una posibilidad de salir de su prisión.
—¿Y cómo pueden salir estos ángeles de esa prisión?
—La única forma de hacerlo es capturando al menos una de las siete llaves
astrales con la ayuda de los seres encarnados que habitan Triezguer.
—¿Y qué pasaría si estos ángeles salen de su cautiverio?
Se levantó de su asiento y, moviendo sus dedos, atrajo el libro de solapa
multicolor que ya conocía.
—Se acabaría este Sistema Solar, ya que ellos se encargarían de destruirlo.
Tratando de hacer una pregunta inteligente para lucirme delante de ella
repliqué:
—¿Por qué estos ángeles destrozarían todo el Sistema?
—Aquí está la razón fundamental por la que estos ángeles destrozarían todo
el universo −nos mostró una especie de mapa planetario:
—Un sistema sano está conectado directamente con Dios y los arcángeles; la
conexión hace que los habitantes evolucionen mucho más rápido. Son
planetas en los que la negociación impera sobre la imposición. Todo lo
contrario a lo que se vive en su planeta: violencia, guerras y sufrimiento.
En el mapa aparecían planetas que emulaban bolas energéticas de colores y
una línea dorada los atravesaba en el medio. Al pasar la página apareció el
mismo mapa, pero esta vez los planetas eran grisáceos y no estaban
atravesados por la línea dorada.
—Cuando un sistema es colocado en cuarentena es para no permitir que los
planetas que están enfermos en este sistema contagien a otros planetas en
otros sistemas; la única forma que tienen estos ángeles rebeldes para
escaparse a otros planetas es destruir el planeta que les sirvió de salida de su
prisión.
—Ya va, ¿cómo es eso que un planeta está enfermo? ¡Los planetas no se
enferman!
Cerró el libro y, como por arte de magia, este se colocó levitando en la
biblioteca aérea.
—La Tierra o Triezguer está enferma desde que el hombre se dejó llevar por
sus sentimientos negativos, llenándose de violencia, envidia, tristeza y
guerras fratricidas. Es por eso que hay tantos terremotos, tsunamis y demás
desbalances energéticos.
—¡Ajá! Y suponiendo que todo eso sea cierto ¿Qué pueden hacer dos
jóvenes frente a una legión de ángeles rebeldes? −preguntó Suhail.
—Mucho, querida, mucho.
Ella añadió:
—Entonces, ¿por qué Dios no manda a sus ángeles buenos a detener a estos
rebeldes para que no destruyan su creación?
—¿Por el libre albedrío?
—¡Qué libre albedrío ni qué ocho cuartos! ¿Cómo Dios nos va a dejar en las
manos de estos ángeles rebeldes?
—Los ha puesto a ustedes para que decidan si lo ayudaran; en sus manos
está el luchar para que ellos no se escapen. En ustedes está el formar parte de
esta peligrosa misión y salvar el Sistema Solar empezando por tu planeta
Triezguer.
—¡Salvar nuestro Sistema Solar!
Suhail le preguntó a Salazar:
—¿Por qué estos ángeles quieren apoderarse de este planeta primero cuando
hay todo un Sistema Solar que tomar?
—Triezguer, el planeta donde ustedes habitan, es el más enfermo de todos
los planetas habitados del Sistema Solar; por lo tanto, es el más débil. Ahí la
maldad pulula con mayor facilidad, es por esto que los ángeles caídos desean
atacar con toda su fuerza para así acabar este hermoso Sistema Solar.
Esto fue lo que respondió Salazar, con mirada sombría. Y yo, tratando de
tomar la delantera para convencerla que esto era una locura, le increpé:
—¡Ajá! Me puede explicar, ¿cómo es eso de los planetas habitados del
Sistema Solar? Todos sabemos, por ejemplo, que en Marte, Júpiter, Urano,
Mercurio, etc., es imposible que haya vida. Eso ha sido suficientemente
probado por los más renombrados científicos.
—Por el hecho de que no veamos a sus habitantes con nuestros ojos no
significa que no existan.
—¡No me venga con eso! Ahora me va a decir que los habitantes de esos
planetas son invisibles... ¡Por favor!
Le colocó un plato al dálmata con alas que acababa de aterrizar. Suhail
quedó boquiabierta al ver al perro ¿o perra?
—¿Crees en Dios? −viéndome fijamente con sus ojos azules.
—¡Por supuesto!
—¿Cómo crees en él si nunca lo has visto?
—Bueno −musité con cierto tartamudeo, sí, pero eso es diferente.
—¿Diferente? ¡Ummm! –repitió, rascándose la barba y viéndome con cierta
incredulidad.
—Dios existe, así lo dicen los curas −sostuve.
—Ummm, ¿y por qué le crees a los curas si ellos tampoco lo han visto?
—Porque es cuestión de fe −dije de manera casi inconsciente.
—Exacto, allí está tu mejor escudo contra el mal: tu fe en ti mismo, ya que
al creer en ti, en tus bondades y reconociendo tus defectos, podrás entender y
sentir a Dios en ti mismo.
—Ahora sí que no entiendo nada.
—Al tratar de entender esto con la razón o con tu mente nunca podrás ver la
realidad de lo que verdaderamente acontece en este hermosísimo universo.
Sólo a través de tu corazón y amor propio es como podrás sentir a Dios
dentro de ti y descubrir lo que se esconde alrededor.
En eso ella añadió:
—¿Lo que usted está tratando de decirnos es que si vemos con los ojos del
corazón podríamos ver a estos habitantes que con la simple vista no
podemos?
—¡Exactamente! Ellos existen pero no en la misma vibración energética que
tienen los habitantes de su planeta, ya que ellos han evolucionado con mayor
fluidez que ustedes a una dimensión superior.
—¿Dimensión?
—Sí, Aníbal, dimensión. Dios creó todo el universo y lo sigue creando; lo
dividió en siete dimensiones. Por ejemplo, actualmente el planeta donde
ustedes habitan está en tercera dimensión. Este es el planeta más retrasado,
ya que muchos otros que son sus vecinos están entre cuarta y quinta
dimensión.
—¿Qué debemos hacer? ¿Cuál sería el primer paso si decidimos aceptar esta
misión?
—Lo primero es firmar con una pluma de ave dorada que aceptan en su
registro Akashico o libro que les entregué, luego recibirán una invitación
para iniciar su entrenamiento.
—¿Entrenamiento?
—Todos los que desean encontrar las siete llaves perdidas deberán tener un
riguroso entrenamiento en el que se escogerá a los cazadores que protegerán
al portador.
—¿Portador? ¿Cazador?
Cerró los ojos como si estuviera recibiendo algún mensaje extrasensorial, ya
que los párpados se movían por unos segundos, y al abrirlos resaltó:
—Si se deciden, nos vemos en treinta y tres horas en el lugar de
entrenamiento.
—¡Pero!
Salazar agarró su bastón y lo pegó en su base contra el piso. En ese
momento, de un sobresalto como si me hubieran dado un corrientazo, sentí
de nuevo el dolor de mi brazo fracturado y cuando vi el reloj me asombré:
eran las diez de la mañana y seguía acostado en mi habitación. Habían
pasado casi diez horas, pero para mí habían pasado tan sólo unos minutos.
Aeropuerto militar (Londres, Inglaterra)
Eran las tres de la madrugada. Entramos por la zona militar. La agente
Chang, Charles y yo nos identificamos. Allí nos indicaron que nuestro jet
privado estaba en el hangar número A-11. En el escudo de armas que estaba
dibujado a un costado de este rápido avión se leía: Per ardua ad astra, que
significaba: “Através de la adversidad hasta las estrellas”. Una limusina
negra llegó mientras nos dirigíamos al jet de la real fuerza aérea británica.
—¿Inspector Pitbull? ¿Es usted? La agente Chang ya se unirá a ustedes.
Pueden ir abordando el avión.
Me quedé observando al analista que cargaba sus dos maletines cromados y
decidí subir y sentarme en una de las butacas de este modern avión.
Un equipo de asalto de la CIA había tomado casi todos los asientos. Con
mirada fría nos detallaban al entrar. La agente Chang llegó minutos después
con el oficial, quien era el jefe de este grupo comando y que luego me
presentó. Posterior al apretón de manos que le di a este recién conocido, la
tomé por un brazo y, halándola hacia una esquina del avión, le pregunté en
voz baja:
—¿Qué carajo está pasando aquí?
—Vamos a Sicilia.
—¿Por qué? −sujetándola con mayor fuerza.
—Será mejor que ahora mismo me diga qué significa lo que dijo su esposa
antes de morir, ¿por qué el camarlengo? ¿Qué tiene que ver la mano derecha
del Papa con el duque de Von Wolves?
—El camarlengo es medio hermano de mi esposa, hijo de la misma madre y
es parte responsable de su muerte. Por algún motivo ella nos dijo que lo
buscáramos.
—¿Y por qué me tuve que enterar de esto por mis superiores y no por usted?
Me senté al lado de la ventana y la agente dejó caer con fuerza en mis
piernas una carpeta con el título de top secret. Al abrir la carpeta, mi
sorpresa fue mayor.
—¡Dios mío! ¿esto está confirmado?
—¡Sí, ya está confirmado!
Plano Astral
El duque y los demás seres alados llegaron a un estadio parecido a un
coliseo romano donde en vez de una amplia arena había un piso marmóreo
negro, muy brillante. En el medio, una silla y sobre ellos un espacio lleno de
estrellas. Dos hombres de unos dos metros de estatura con armaduras y alas
negras aterrizaron a cada lado de los hombres del duque.
Los invitaron a bajar los escalones que daban hacia la silla. Estos hombres
portaban unas lanzas filosas y en su cintura cargaban dos espadas, una larga
y una corta. Al llegar los obligaron a arrodillarse. El duque estaba de
primero y los otros tres alados se colocaron detrás de él sin inmutarse.
De pronto apareció una puerta brillante ubicada a unos diez metros detrás de
la silla. De allí salieron muchos seres alados sin uniforme. Estos llenaban las
gradas y hablaban entre ellos, mirando a los sumisos hombres que
permanecían de rodillas. El lugar era lo bastante grande como para recibir al
menos a quinientos seres alados. Una vez completada la audiencia, llegaron
volando un par de Exuxs. Portaban, cada uno, un tridente y un inmenso
cuerno de oro que soplaron de inmediato, emitiendo un sonido que
retumbaba todo el lugar.
Las voces de los espectadores se silenciaron de repente. Les sorprendió el
paso redoblado de un ejército que se acercaba. Dos filas de alados salieron
de la puerta luminosa y cada una circulaba por lados opuestos de las paredes
del coliseo para terminar rodeándolo por completo.
El duque contemplaba cómo los Exuxs desplegaban sus inmensas alas rojas
y en cuestión de segundos ganaban altura hasta perderse en ese cielo
estrellado. Un hombre un poco más alto de lo normal se acercó a donde
estaba el duque y con una amplia sonrisa rompió el silencio.
—Veo que conseguiste la forma de llegar hasta el único gran maestro.
—Me costó casi quince años descubrir el verdadero significado de los
símbolos esenios, pero vuestros mensajes me condujeron hasta usted, mi
señor Satanás.
Este miró con cierto desprecio a los hombres que acompañaban al duque.
—¿Este es el ejército con el que cuentas para liberar a nuestro maestro?
Y el duque, enderezándose un poco más y viéndolo con cierto nerviosismo,
le contestó:
—Mi señor, es solo una parte de mi ejército. Estos hombres fueron
entrenados por mí, según los patrones dictados por su excelencia −haciendo
luego una más exagerada reverencia.
—Veo que te falta un cazador −le dijo Satanás con cierta indignación.
El duque lo miró mientras el inmenso ser alado caminaba alrededor como si
fuera un sargento viendo a sus reclutas por primera vez.
—Uno murió en el camino −afirmó el duque con voz trémula.
—Tu pequeño ejército no será suficiente para encontrar una de las llaves
astrales −comentó Satanás, al tiempo que bebía un sorbo de su copa...
De la nada una voz mucho más fuerte y profunda les hizo erizar el alma:
—¡Pues deberá serlo!
Y en la silla empezó a aparecer un ser recostado cómodamente: una pierna
estaba apoyada en el posamanos derecho y resaltaban unas sandalias
plateadas con lazos metálicos que le llegaban casi a las rodillas. Este ser era
idéntico al Jesús de Nazaret, con la diferencia de que su piel era brillante y
negra. En vez de tener poros como la piel humana tenía minúsculos huecos
rocosos. Estaba cubierto por una armadura blanca brillante.
El cabello era negro liso, la capa blanca caía en el piso, gran parte de su
torso sobresalía por el posamanos izquierdo de esta particular silla. En su
mano derecha tenía una esfera hecha de energía que engullía como si fuese
una manzana pequeña. Una vez que este personaje se materializó, todos se
arrodillaron. El duque divisó desde su altura cómo los pies de esa celestial
figura se acercaron y se posaron justo ante él.
Estaban ante su maestro: una copia al carbón del hijo de Dios. Este celestial
y tenebroso personaje lo invitó a caminar con él. Detrás de ellos su
lugarteniente, Satanás.
De la nada surgió un camino dorado suspendido en el espacio exterior y
ellos estaban sobre él. El coliseo había desaparecido. El duque miró hacia
abajo y divisaba esferas de diferentes colores que emulaban formas de
planetas. Luzbel se detuvo y se volteó hacia el duque. Lo miró con sus ojos
dorados produciendo un temblor en su pequeña humanidad:
—¿Y el cuarto cazador? −le preguntó con una voz dulce y aguda.
—Fue aniquilado según sus órdenes.
—¿A quién vas a colocar en ese puesto?
—A un joven con alma pura que ya tengo localizado.
—¿Y los demás cazadores lemurianos?
—Reclutando almas en todo el mundo para formar el primer ejército que
invadirá Triezguer según sus indicaciones −contestó el duque, a quien por
primera vez se le quebraba la voz al ver la extraña belleza de este ser.
—Poseo información de que un cazador atlante estuvo reunido con el señor
de los caminos de Triezguer.
—Maestro, ¿en qué parte de Triezguer lo puedo conseguir para eliminarlo?
Luzbel sacó otra esfera energética y la engulló con gesto de satisfacción:
—En algún lugar de los que ustedes llaman Sudamérica.
—Muy bien, maestro, reclutaré de inmediato a nuestro cazador lemuriano y
me encargaré personalmente de eliminar al cazador atlante −he hizo una
reverencia al bizarro personaje.
Luzbel extendió ambas manos, le dio la espalda al duque y el espacio
desapareció. Quedó debajo de ellos el suelo frío, brillante y negruzco del
coliseo, en tanto los que allí estaban hablando se callaron de inmediato y se
arrodillaron ante la aparición. Luzbel se volteó hacia el duque:
—Querido súbdito, el primer planeta que deseo poseer es Triezguer. Una vez
allí podré enfilar las tropas para apoderarme de los otros planetas en
cuarentena, pero tú, mi querido ser humano, eres mi punta de lanza. Acaba
con el cazador atlante, apodérate del portador y consígueme las llaves
celestiales.
El duque, arrodillado, asintió con la cabeza.
—Tu recompensa será el título de terrateniente de Triezguer y la vida eternal
a mi lado. Recuerda darle buen uso a mi medallón −sentenció, viendo con
frialdad el medallón que tenía el duque en el hombro derecho que estaba
sujeto por una cadena.
—Sí, mi señor −respondió con lágrimas. Le besó los pies, mientras Luzbel
mostraba cierto asco frente a esa acción.
—Cualquier cosa que necesites pídesela a mi lugarteniente Satanás.
Luzbel se marchó hacia donde estaba una inmensa luz que brillaba detrás de
su trono. De inmediato sonó una fanfarria y reaparecieron los enormes
Exuxs que se colocaron a un lado del príncipe de las tinieblas y volaron a
toda velocidad hacia la esfera de luz que se hacía inmensa. Las gradas
lentamente se vaciaron hasta desaparecer la bola de luz. Los tres
acompañantes del duque, llorando, se levantaron y callados miran al duque,
quien con alegría sentenció:
—¡El príncipe de las tinieblas ha regresado para quedarse! ¡Las profecías
empezaron a cobrar vida! Es hora de regresar.
Los seres alados en posición de loto, uno al lado del otro, cruzaron sus
brazos y se fueron desvaneciendo. El duque golpeó el piso dos veces con su
hoz negra y desapareció, dejando una sonrisa maquiavélica en este vacío
coliseo.
Jet de la real fuerza aérea británica
Miraba con detenimiento unas fotografías satelitales, estas mostraban
diferentes tomas de un submarino.
—¿Qué es esto? ¿Un submarino soviético? −y ella asintió con la cabeza.
Charles te va a explicar lo que averiguó.
Continuó:
—Inspector, las fotografías que está viendo son de un submarino que fue
acondicionado y vendido por Rusia al duque a través de una naviera Turca;
si bien es cierto, sólo tiene capacidad de transporte y no de armamento.
Creemos que éste es su paradero actual.
Al pasar las hojas vi un barco de unos ochenta metros de eslora que tenía
toda la apariencia de ser un barco pesquero de altura.
—¿Y este barco pesquero?
—En realidad es un barco de abastecimiento usado durante la guerra fría.
Los rusos llevaban suministros a los submarinos soviéticos que pasaban por
el pacífico. En ocasiones navegaban amadrinados a la vela del submarine
que deseaban trasladar sin ser detectados y, de esta manera, estos últimos se
camuflaban de la búsqueda visual de los aviones de patrullaje marítimo y
antisubmarino; incluso confundían al radarista de los mismos al mimetizarse
ambos en una sola traza en el radar.
—¡Al grano!
Tenemos información que este barco fue vendido a la misma empresa
fantasma y que está en las costas italianas ya que, según nuestras fuentes,
este barco de bandera francesa solicitó permiso de pesca para el noreste de la
isla de Sicilia.
—Presumo, entonces, que el plan de la CIA es abordar este barco, tomar el
control y una vez que el submarino emerja para abastecerse tomarlo por la
fuerza.
—Pues bien, si es así me parece muy interesante su plan; pero, ¿cuál es el
plan B, mi estimada agente?
—En la zona estará presente un grupo de navíos de combate norteamericano
y sus aliados. En caso de que no podamos abordar al presunto pesquero,
ellos tienen la orden y la autorización de destruir el submarino.
—Veo que ha tomado todas las previsiones.
***
Aterrizamos en el Aeropuerto de Sicilia. Nos esperaban unas camionetas del
consulado americano y tanto el equipo como el armament estaban
embarcados en las mismas. Nos montamos y nos recibieron con un
emparedado de atún y un café negro.
—Tenemos ubicado el barco de suministros del duque gracias a un satellite
chino.
Y extrañado le pregunté:
—¿Un satélite chino?
—Sí. Ellos también están persiguiendo a este terrorista.
—Me quedé mirando cómo la llovizna se había transformando en un
potencial aguacero. Los vehículos se estacionaron en el aparcadero donde
había un solo bote pesquero. El muelle me recordó a Migdalia: ella era
fanática de la pesca y de los barcos pesqueros.
En un sótano abandonado (Europa Continental)
En el estudio, el duque se despertó de su trance y vio como varios hombres
recogían lo que quedaba del cuerpo chamuscado de su compañero de viaje.
Este llamó a Mr. Smith con voz ronca, quien se colocó a la derecha de
su cobrizo trono.
—¿Llegó el submarino?
—Sí, mi señor. Todo va de acuerdo a lo planeado.
—¡Saca a los cazadores! ¡Que se vayan por los túneles!
—De inmediato, su alteza.
Los cazadores fueron ayudados a levantarse y llevados por la guardia
privada del duque hacia el pasadizo por donde habían llegado. Parecían
extenuados.
El duque rechazó la ayuda para levantarse y, parándose como si nada, sacó
el bastón de oro que estaba a su lado. Se encendieron las luces y la neblina
se desvaneció.
Ronald y sus padres (en algún lugar de Londres)
Ronald miraba con tristeza las calles de Londres desde la ventana de la
lujosa limusina, mientras su padre hablaba en italiano con alguien desde su
teléfono. Su mama observaba, también con tristeza, los rascacielos
iluminados. Al llegar a la zona financiera Canary Wharf se detuvieron cerca
de un hangar donde unos hombres los esperaban al lado de un lujoso
helicóptero.
Mientras ascendían, Ronald se preguntaba: “¿Cómo la estará pasando mi
hermana en su castigo? Lástima que se esté perdiendo este espectacular
viaje”.
Cuando el helicóptero comenzó a perder altura Ronald miró por la ventana:
parecía que iba a aterrizar en el mar, pero se quedó estático a unos diez
metros del agua. Una especie de helipuerto emergió de la nada. Estaba
iluminado por completo. Del centro de este salía un grupo de hombres
vestidos de negro, quienes orientaron al piloto con unas paletas iluminadas.
Descendieron y se dirigieron a un salón construido completamente con un
material parecido al vidrio. Se abrieron unas compuertas y apareció un
personaje bastante peculiar: tenía en sus manos una bola de cristal, la cual
pulía con cierto afán. Este les dijo:
—El duque de Von Wolves los espera. ¿Me acompañan, por favor?
Al montarse en un ascensor fueron llevados por un tubo transparente a un
submarino colosal.
“¡Uao!, pensó Ronald, un submarino que además tenía su propio helipuerto”.
Las puertas se abrieron y fueron recibidos por una hermosa dama que estaba
a su vez escoltada por dos bellas anfitrionas uniformadas.
Los llevaron por un largo y angosto pasillo hasta unas puertas doradas. El
calvo, que seguía puliendo la bola de vidrio con cierto nerviosismo, sacó una
tarjeta de su bolsillo y la introdujo en un cerrojo electrónico. Luego de
prenderse una luz verde, colocó su mano sobre un lector infrarrojo y de
inmediato se abrieron las compuertas doradas.
Ingresaron a un rectangular salón donde había una mesa que parecía hecha
de oro macizo, una extensa alfombra roja con fragancia a flores silvestres
predominaba en el sitio. El mesón tenía por cada lado diez sillones. Ronald
se sentó de último y su mamá le recordó que debía colocarse la servilleta de
tela sobre sus pantalones. En el lugar del anfitrión no había silla.
“¡Uao qué emocionante cenar en un submarino! Pobre Suhail...¡Se va a
morir cuando le cuente!”.
Entraron dos abogados quienes les dieron unos documentos para la firma a
sus padres. El sujeto que los había recibido colocó la bola de cristal ya
pulida en un extraño centro de mesa. La chimenea comenzó a moverse
dejando un hueco oscuro. Algo se acercó desde sus entrañas, un sonido
metálico se hacía más fuerte y estridente, y bajaron la intensidad de las
luces.
Ronald, comiéndose las uñas, vio una silla que traía a un estrafalario
personaje vestido de copa y smoking rojo con una capa negra que lo hacía
ver como un murciélago aproximándose a vuelo raso.
En la medida que este sibilino ser se acercaba, la esfera de la mesa se
tornaba más negra, pero extrañamente iluminaba aún más todo el salón sin
cegarlos. Todo era realmente bizarro. Una vez la silla se ubicó en el lugar de
honor, Ronald notó que de la silla salía una vara de oro que terminaba en
una mano cadavérica, mientras el duque fijaba su fría mirada en la bola
negra que brillaba a la par de su desquiciada sonrisa.
Una voz gruesa proveniente del anfitrión retumbó en los oídos de todos,
como si estuviese en medio de un campanario que acababa de timbrar.
—Ronald, te estaba esperando −allí sintió un extraño escalofrío que le corrió
toda la espina dorsal.
—¿A mí, señor?
El duque dio una palmada. Entraron varios mesoneros llenando la mesa de
suculentas comidas; todo esto era un festín. El anfitrión levantó la copa y
brindó por Ronald, y él pensaba “qué cómico este señor, no sólo sabe mi
nombre, sino que además brinda por mí. Realmente esta noche es mágica”.
—Sé que no tienes muy buenas calificaciones, pero ya he hablado con tu
padre y me dijo que aceptarías gustoso ingresar este año al mejor liceo
privado de toda Europa: el Liceo Militar Duque de Lungstinton.
Para él eso era una gran sorpresa, ya que su hermana siempre había soñado
con entrar a ese elitesco y costosísimo liceo, ubicado en el corazón de la
ciudad de Londres. Su intento por ingresar fue frustrado por unas décimas
que le faltaron para calificar para las entrevistas. En este liceo no sólo se
debía tener altísimas notas y provenir de familias acaudaladas, sino que
además se debía presentar un examen que tenía cinco partes para
responderse en todo un día. Allí habían estudiado príncipes y nobles, además
de hijos de connotados políticos y empresarios.
El duque se quedó mirando a su asistente y este le dio a Ronald una carta
que provenía del lujoso liceo. Se sorprendió al ver su nombre en la tarjeta.
Al abrirlo se pudo percatar de que había sido aceptado en esta altísima casa
de estudios y sin ni siquiera haber presentado examen alguno. Sentía una
gran emoción y algo de miedo.
Su madre al ver la carta se paró de su asiento y lo abrazó, al igual que a su
padre, mientras que el duque lo veía con los párpados un poco caídos y una
amplia mueca de placer.
El inspector y la agente Chang en un puerto pesquero (Sicilia, Italia)
Un oficial de la policía siciliana nos dio la bienvenida diciéndonos que él iba
a ser nuestro traductor, junto con la tripulación civil de este atunero. Nuestra
gente empezó a montar los equipos en el barco, mientras miraba con mucha
nostalgia el movimiento del muelle a la par con el vetusto barco. La agente,
algo extrañada por mi comportamiento, se me acercó y me preguntó en
medio de esta inclemente lluvia:
—¿Le pasa algo? −y saliendo de mi trance…
—No, no, todo bien, sólo que tenía mucho tiempo sin montarme en un
barco. La última vez fue con… Mi cara denotó mi flaqueza.
—Tranquilo, vamos, que tenemos un terrorista que atrapar.
Esa cálida mirada de la bella y valiente mujer me hizo sacar la fuerza
necesaria para embarcarme en el pesquero. Ya estando a bordo, y en el
puente de mando, había un hombre marcado por el tiempo y quien al
sonreírnos escondió sus ojos absorbidos por los surcos de su cara, testigos de
su amplia experiencia.
La agente me invitó a pasar al centro de operaciones donde se encontraba su
asistente montando todos los monitores y siendo ayudado por algunos
agentes de la CIA. La cocina del pesquero había sido transformada en un
Centro de Operaciones ad hoc. Allí se estaban congregando todos los
comandos a la espera que les dieran los detalles de la misión a realizar. Ella
me invitó a sentarme, ofreciéndome una humeante taza de café. Me senté en
la última silla.
La agente Chang empezó a mostrarme unas diapositivas en las que se veían
los planos de una embarcación que a toda cuenta parecía ser cuatro veces el
tamaño de la nuestra.
—El primer objetivo de esta misión es tomar esta embarcación que servirá,
según nuestras fuentes, de apoyo logístico de suministros para un submarine
ruso, el cual está siendo controlado por los hombres del duque. Seremos tres
equipos: el primero se encargará de neutralizar cualquier fuerza hostil que
estuviese abordo; el segundo se encargará de asegurar las comunicaciones y
el puente de mando del barco de abastecimiento… −e hizo una pausa,
dejando por el momento de mencionar al tercer grupo. Nuestro principal
objetivo es este hombre −y efectuó un zoom al rostro del duque para que se
familiarizaran con él. Ahora bien, es importante advertirles que este
submarino fue totalmente remodelado por el duque. La cabina de mando está
en este lugar −señalando con un apuntador láser hacia los planos de un lugar
en específico. El tercer equipo estará conformado por un escuadrón de buzos
y un grupo de asalto. El grupo de buzos deberá colocar las cargas explosivas
en los puntos que aparecen en sus PDA, para así evitar una posible
inmersión. Mientras, el grupo de asalto entrará por las escotillas principales
de proa y popa.
Uno de los agentes levantó la mano para hacer una pregunta:
—¿Con cuántos hombres podemos encontrarnos?
—Podrían encontrarse con unos cincuenta hombres, que es la seguridad
personal del duque, más la tripulación. Si el tercero o ninguno de los tres
equipos logra conseguir la captura de este criminal en veinte minutos, todos
deberán abandonar el submarino para que los buques de la armada británica
puedan destruirlo antes de que pueda sumergirse. Deben recordar que solo
cuentan con ese tiempo para localizarlo.
—¿Debemos conseguir a un hombre en un submarino que mide ciento nueve
metros de eslora en tan poco tiempo?
—Eso es afirmativo, soldado. Si todos nos ajustamos al plan hay ochenta por
ciento de probabilidades de atraparlo con vida.
—Si colocamos estas cargas para que el duque no se escape, ¿por qué
nosotros mismos no seguimos con la búsqueda?
—Porque tememos que él pueda escapar; si no logramos detenerlo en ese
tiempo, dos buques británicos junto con dos submarinos nucleares, uno
francés y otro norteamericano, se encargarán de destruir esta embarcación
una vez cumplido el lapso. ¿Eso quedó claro?
—El tiempo estimado de llegada al datum es T-1 hora. ¡Ajusten sus relojes!
−y les dio la hora de ese instante.
—¡Es todo, señores!
Un oficial de la CIA dijo en voz alta:
—¡Vayan a revisar sus equipos! ¡Cada grupo repórtese con su comandante!
Los agentes circularon por este pequeño barco y nos quedamos Chang y yo
solos.
Charles se acercó y nos informó con tono de alarma:
—Tenemos un problema. Será mejor que vengan.
Lo acompañamos a la sala de comunicaciones; ahí estaban colocadas todas
las computadoras y monitores. Él se concentró en una imagen algo borrosa
que se mostraba en uno de los tres monitores: aparecían dos grandes
manchas observables desde una gran altura.
—Son del submarino del duque y del barco de aprovisionamiento, y esta
foto fue tomada hace cinco minutos por un satélite chino.
La agente de inmediato agarró una radio que salía de otro monitor al lado de
Charles y llamó:
—Aquí Águila Brava llamando a Nido.
De inmediato una voz respondió:
—Aquí Nido, adelante Águila Brava.
—Necesito me communiqué con el Polluelo que esté más cerca de la
Lombriz.
Unos oficiales de la fuerza aérea, embarcados en un moderno avión de C al
cubo (comando, control y comunicaciones) verificaron unas coordenadas y
de inmediato hicieron contacto con uno de los buques británicos, los cuales
navegaban velozmente rumbo al lugar donde el submarino del duque estaba
en plena maniobra de reaprovisionamiento en la mar.
—Aquí Nido llamando a Polluelo Dos −y desde el otro lado una voz con
tono británico respondía:
—Aquí Polluelo Dos, adelante Nido.
—Le comunicamos con Águila Brava, cambio.
—Copiado, Nido.
El experto oficial accionó una serie de botones en su consola y efectuó el
relevo a la radio de la agente, quien esperaba con ansias este contacto. Casi
cayéndose por la tormenta que no amainaba, se sostuvo en mis brazos. El
oleaje incrementó su fuerza y las altas columnas de agua hacían crujir los
maderos de la añosa embarcación.
—Sírvase informar tiempo estimado de arribo (ETA) a Lombriz −y el
official del buque inglés respondió:
—T-40 minutos.
La agente repreguntó:
—Tiempo para destrucción de Lombriz.
—T-30 minutos, con probabilidad de impacto del 80%.
—Ok. ¡Copiado! −ella tomó el cronómetro del comandante de los hombres
de la CIA y ajustó veinte minutos en la modalidad de tiempo regresivo. Ok,
mi código de autorización es Zulu, Alpha, Beta, Primero, Primero, Delta,
Lima cambio.
El Polluelo respondió:
—Ok, verificando, Águila Brava.
La agente le hizo una seña a uno de los agentes que estaba allí y este se
acercó:
—¡Ordene!
—Averigüe con el capitán cuánto tiempo para arrear las lanchas.
El agente corrió con suma destreza y volvió en menos de dos minutos con la
respuesta solicitada:
—T-5 minutos, señora.
Con los ojos afirmó al comandante de la operación. Este agarró un pito y
comenzó a emitir señales pre-arregladas. Por el pasillo corrían los agentes en
respuesta a la orden; unos vestidos de buzo y otros apertrechados con
metralletas y armas largas y cortas, así como con granadas y otras armas.
Agarré al comandante y le precisé:
—Voy a ir con la patrulla que va a tomar el submarino.
El oficial preguntó a la agente con la mirada y ella interrumpió:
—Lo siento, inspector Pitbull, pero usted es mi oficial de inteligencia en esta
misión, no puedo arriesgarlo.
—Todo lo que sé está en los archivos. Usted necesita que yo lidere a sus
hombres en este submarino. Sé cómo piensa el duque y sé muchos de sus
trucos. Déjeme ayudar a sus hombres.
La agente, viendo la pantalla que mostraba las dos manchas, golpeó la mesa
y le advirtió:
—Está bien, pero si no pueden atraparlo en veinte minutos regrésense de
inmediato porque no voy a perder la oportunidad de hundir este submarino.
De la radio se escuchaba desde el barco británico:
—Aquí Polluelo Dos, autentificación positiva de Águila Brava. ¡Ordene!
—Tiene autorización para destruir la Lombriz cuando lo tenga a tiro
−respondió.
—Ok, recibido y en cuenta. ¡Terminado! ¡Cambio y fuera!
El comandante me pidió que lo siguiera para darme las armas y el
equipamiento. Cuando me disponía a seguirlo, me detuvo con sus delgadas
manos esta bellísima mujer y me sugirió con una voz entre dulce y
preocupada:
—Por favor, tenga cuidado.
—Tranquila, espero traerle la cabeza de este terrorista −seguí al comandante,
quien me facilitó el equipo de asalto. Ambos nos perdimos entre los
diminutos pasillos, seguidos por la vista de la preocupada agente.
En el Hospital Central (Caracas, Venezuela)
Estaba echado en la cama con muchísimo sueño y entendí que lo que estaba
viviendo era de verdad. Además, debía decidir si aceptaba o no la misión.
El ring del teléfono me sacó del trance en el que me encontraba.
—¡Aló!
Al oír la voz de mi bella se me alegró el corazón:
—Es ta…ta…tabas en mi…mi…mi sueño a...no...no…che. ¿Qué
fu…fueeso? ¿Quién es ese Sa…sa…lazar?
—¡Sabes! Creo que lo que te pasó anoche y lo que me está pasando desde mi
accidente es real.
—¿Re…real? −y luego de una pausa continuó− Entonces de…de…be...be...
bemos decidir si a.. a... cepta…ta…tamos o no la misión de
sal...va…va…var este Sistema so…so…Solar. ¿Qué va…vas a
ha…ce…cer?
Quedé pensativo y respondí:
—No lo sé. Todavía no he tomado la decisión; no sé qué hacer, pero
conozco a alguien que tal vez me pueda orientar.
—¿Quién?
—Mi tío, el padre Jesús.
—¡Pero te… te… te has vuel… to loco! Tu… tu… tu papá no le habla.
Después de la mu... mu...erte…te de tu madre.
Algo inseguro le comenté:
—Sí, pero yo he tenido ciertos contactos con él. Siempre ha estado muy
pendiente de mí y de mi hermano; incluso, hace un mes me escribió a mi
correo electrónico y me comentó que venía a Sudamérica, directamente a
Brasil, y que posiblemente vendría a Venezuela.
—¿Le contas…te lo del acci…de...den…te?
—No. No he tenido tiempo de comentárselo, pero al trancar contigo me
comunicaré con él para hacerlo.
—¿Tú…tú crees que la his…to…to…toria que nos contó Salazar?… ¿Será
ci... cierta?
Al momento de responderle entraron en la habitación el médico y mi papá
con una cara más repuesta:
—No puedo seguir hablando, revisa tu correo en cuatro horas para ver si
pude hablar con quien ya tú sabes −esto último lo dije casi susurrándolo para
que mi papá no me oyera. Tranqué y él, dándome un beso en la frente, me
preguntó:
—¿Con quién hablabas?
—Con Suhail. Me llamó para saber cómo seguía.
—Ummm ¿Y cómo te sientes?
—Estoy algo cansado, el brazo me sigue doliendo un poco.
Tocándome la cabeza me habló en tono jocoso:
—¿Cómo vas a estar cansado, si lo que has hecho es dormir? −dijo riéndose
con el médico.
Le respondí en tono algo más bajo y reflexivo:
—Sí, seguro, sólo dormir.
—Te tengo buenas noticias −me dijo el médico.
Y sentándome un poco más recto le pregunté ansioso:
—¿Mi hermano se despertó?
Con la mirada cabizbaja de mi padre me di cuenta de que esa no podía ser la
buena noticia. Entonces el médico intervino.
—Hoy te hacemos unos últimos exámenes para darte de alta mañana si no
vemos nada irregular.
—¿Y no se supone que me iba hoy?
—Sí, pero hay unos valores en tu sangre que están un poco por debajo del
nivel normal; entonces decidí hacerte otras pruebas, ya que no son normales
para una persona que ha estado en absoluto reposo. Estoy seguro de que no
es nada para alarmase, jovencito.
—Tranquilo, que ya mañana podrás regresar a tu casa y a todas las
actividades que hacías antes del accidente.
Pensé: “Sí, como salvar el universo entero”.
Decidí prender la computadora y escribirle a mi tío. Al terminar quedé
totalmente dormido.
Al levantarme vi que eran las cuatro de la tarde. Comí algo, me di un baño,
encendí mi laptop y revisé mis correos. Uno me llamaba la atención: era un
correo de mi tío Jesús, quien para mi asombro me había respondido de
inmediato.
“Querido sobrino, nos vemos pronto. Voy a tu encuentro. Supe lo que pasó.
Los amo, tu tío Jesús”.
En ese instante mi abuelita entró con una sonrisa.
—El doctor autorizó tu dada de alta mañana en la mañana, así que hoy es tu
última noche aquí.
Cerré mi laptop y sintiéndome triste le dije:
—Sí, pero mi hermano seguirá aquí unas cuantas noches más −y
acariciándome el cabello me confortó:
—Hay que tener fe en Dios.
—Sí −murmuré deprimido, al momento que una voz cálida nos sorprendió.
—La fe es lo último que se pierde, querido sobrino.
Ronald y su familia en el submarino del duque
En medio de esta inesperada reunión, el duque cerró sus ojos y, como si
estuviera en una especie de trance, luego de unos segundos se levantó de su
asiento y dirigiéndose al padre de Ronald:
—A partir de hoy serás el presidente de toda la corporación. Ya firmé los
documentos para que de inmediato se cumpla mi orden.
Este al escuchar la noticia se levantó de su asiento para agradecerle. Ronald,
sorprendido por la noticia, le preguntó a su madre:
—¿Eso significa que no volvemos a Venezuela? ¿Y mis amigos?
—En Londres tendrás nuevos amigos; además, tendrás una buena educación
que es lo más importante.
En ese momento un aparato que tenía el duque en la cintura empezó a arrojar
un sonido, el cual emulaba a un beeper. Al leer el mensaje el duque sonrió
de forma maliciosa:
—Bueno, debo dejarlos.
Este se sentó y, sin tocar absolutamente nada, se fue alejando sin quitarle la
mirada de encima a Ronald hasta que la silla fue tragada por el túnel oscuro,
cerrándose la chimenea.
Ronald y sus padres quedaron atónitos por los resultados de esta peculiar
cena. El asistente del duque de Von Wolves los miraba con cierta
admiración, en especial al chico.
—Bueno, ¿qué les parece si les doy un recorrido por todo el submarino?
Se pararon y decidieron seguirlo por un largo corredor.
El sonido de las máquinas encendidas a través de los angostos corredores
contrastaba con los pálidos rostros de los marineros que trabajaban en esta
ruidosa embarcación. Ellos no dejaban de ver a los visitantes; reflejaban un
aspecto cadavérico y una triste mirada.
Al llegar a la sala de control, el capitán de esta embarcación los recibió con
una una mirada de hielo. De repente, regresó su atención a una de las
pantallas donde Ronald diviso una fuerte tormenta y un barco que estaba al
lado de ellos.
Luego de dar unas órdenes en un idioma parecido al ruso se le acercó a
Ronald y, agarrándolo por los hombros, le comentó en un difícil inglés:
—Tranquilo. Todos sabemos lo importante que eres para el duque. Nada te
ha de pasar.
El asistente del duque los interrumpió:
—Bueno, ¡sigamos! Debo llevarlos a sus aposentos.
Al salir, les sorprendió una chillona sirena seguida por unas luces rojas que
los encandilaban. El asistente del duque agarró un teléfono que estaba sujeto
a un lado de la pared y, luego de recibir información, los tranquilizó:
—Es un procedimiento normal de inmersión −explicó sonriéndoles
nerviosamente.
El inspector y los grupos de asalto en el Mar Mediterráneo
Estaba en el tercer bote inflable navegando por un mar picado. El
comandante probó las comunicaciones y todos los oficiales respondieron;
incluso los cinco buzos, quienes llevaban las cargas para colocarlas en el
submarino. El comandante hizo una seña y zarpamos a toda velocidad.
Luego de cinco minutos pudimos ver las luces de la embarcación de
abastecimiento. Las lanchas se separaron, vi con temor las olas que cada vez
nos golpeaban con más fuerza. Todos estaban preparados con metralletas
con silenciadores y visores nocturnos.
Comenzó la acción: los hombres desde diferentes lanchas comenzaron a
disparar a la misma vez, acabaron con dos guardias que custodiaban un
sector del barco de abastecimiento. Una de las lanchas desapareció en la
oscuridad de la noche. Estos agentes eran tiradores expertos, ya que podían
atinarle a sus objetivos en medio del fuerte movimiento de las olas.
En minutos, los primeros hombres abordaron la unidad por uno de sus
costados y rápidamente aseguraron el perímetro. Nos hicieron una señal para
entrar en acción. Nuestro objetivo era atrapar o neutralizar a de Von Wolves.
Al acercarnos, la negra superficie del submarino lucía imponente y el
comandante sin dilación observó su reloj y ordenó:
—¡Ahora!
En ese instante se escucharon unas detonaciones muy cerca de nuestro bote,
las que segundos después hicieron que dos chorros de agua se elevaran casi a
un metro de altura al lado del submarino. Nuestros tiradores comenzaron a
disparar a la vela del submarino, atinándole a uno de los hombres de guardia
en esa estación. Los hombres que estaban cargando unas cajas, al aviso del
oficial de guardia en la vela, las soltaron y comenzaron uso de sus armas,
pero fueron neutralizados por los disparos de los buzos que acababan de salir
de las profundidades. Nuestra operación apenas comenzaba. “Duque, se te
acabó tu suerte. Esta vez fuimos nosotros quienes te sorprendimos”.
El grupo de asalto tomó las escotillas de proa y popa de este gigante de
varias toneladas. Revisé mi cronómetro y el reloj marcaba la cuenta
regresiva en diecisiete minutos para que las fragatas entraran a distancia
eficaz de tiro.
Ambos equipos entraron luego de detonar las escotillas. Al ingresar
recibimos fuerte resistencia. El comandante ordenó a la mitad de sus
hombres seguir a unos elementos que se retiraban por un pasillo a nuestra
derecha, mientras que a nuestra izquierda se despuntaba un estrecho y
nublado corridor a donde fuimos el comandante, un infante de marina y yo.
Al final, llegamos a un compartimiento que parecía ser un depósito. La
compuerta de entrada estaba sellada. El infante colocó explosivos para
demolerla. Nos cubrimos esperando una lluvia de balas del otro lado.
Luego de la explosión, la puerta de hierro cayó y entramos por una nube de
polvo. Escuché el quejido de dolor del infante, quien murió
instantáneamente al ser alcanzado por una bala que le perforó el cerebro.
—Objetivo detectado. Está huyendo por uno de los compartimientos laterals
del depósito −me informó el comandante que disparaba desde un lado del
pasillo.
Sentí que la sangre me recorría por todo el cuerpo con mucha fuerza como si
mi corazón galopara cerca de mi cuello. Pensé: “es él”; entonces, como si la
locura se hubiese apoderado de mí, entré por esa escotilla en medio de un
fuego cruzado.
Ronald en el submarino del duque
Ronald y sus padres caminaban a paso apurado junto al asistente del duque.
Unas explosiones ensordecedoras les hicieron caer al suelo. Ronald se
levantó y vio el titilar de las cocteleras acompañadas por un sonido
estridente. En medio de un pasillo lleno de humo, vio a su padre con la
cabeza llena de sangre quien a su vez trataba de levantar a su mamá, que lo
único que hacía era llorar y gritar. El asistente agarró a Ronald por un brazo
y le ordenó:
—Debo ponerte a salvo a toda costa.
Unos hombres vestidos de negro y armados hasta los dientes los llevaban a
toda velocidad. Otra explosión llegó atrás de ellos y escuchó más disparos.
El brazo le dolía, ya que uno de esos gorilas lo llevaba con fuerza.
¡Dios mío, en qué lío estamos metidos!, pensaba Ronald, mientras se le
helaba la sangre al escuchar los gritos de su mamá que era llevada por su
padre.
Llegaron a un depósito donde había una batalla campal. El duque estaba
dirigiendo a los hombres, quienes se ubicaban en diferentes puntos de un
almacén:
—¡Síganme!
Y corrieron a través de una puerta que acababa de abrirse. Otra explosion los
sorprendió y un líquido hirviente le cayó en la cara. Ronald se pasó la mano
y al verse la palma se horrorizó: ¡era sangre! pero no de él. El duque le dio
una pistola a su padre para que disparara a cualquier cosa que entrara,
mientras él tocaba un teclado para ingresar a otro compartimiento.
Aníbal en el Hospital Central (Caracas, Venezuela)
Mi corazón revivió de la alegría: allí estaba mi tío con su típica vestimenta
franciscana marrón y portaba un bolso bastante usado de tela gris. Tenía un
corte al ras y una barba que lo hacía ver mayor de lo que realmente era. Sentí
ganas de salir corriendo a abrazarlo pero el dolor en mi brazo se había
intensificado. Él se acercó y me dio un caluroso abrazo. Mis ganas
contenidas de llorar estallaron sin ningún control.
Luego de descargar toda la presión que sentía en mi pecho y recibir las
caricias de tío Chucho, como cariñosamente le decía mamá, me apoyé al
espaldar de la cama y miré hacia la puerta. Papá lo miraba furioso.
Chucho y papá eran muy unidos desde niños, incluso cuando decidió hacerse
sacerdote mi padre lo apoyó, aun a sabiendas que mi abuelo no lo iba a
aceptar ya que, según él, ser cura no era cosa de hombres. Siempre
estuvieron en las buenas y en las malas; incluso mi tío era el mejor amigo de
mi madre, además de haberlos casado por la iglesia. No fue sino hasta la
muerte repentina de mamá que la relación entre papá y mi tío terminó.
Realmente las razones las desconocía, lo que sí pudimos notar, mi hermano
y yo, era el odio que sentía papá por su hermano. Todas las fotos que estaban
en la sala donde aparecía con nosotros las botó un día después de la partida
de mamá.
—¿Se puede saber qué haces aquí? −le gritó mi padre. Él, viéndolo con
cariño, le respondió:
—Vine a ver a mis sobrinos y a rezarle a los santos para pedir por la pronta
recuperación de Azael y Aníbal.
Y en un tono más elevado le gritó papá:
—¡Ya los viste. Te puedes largar! −y allí, por primera vez en mi vida y con
un carácter que no sabía que tenía, le repliqué:
—¡Papá! Mi tío está aquí porque así se lo pedí.
Mi abuela me peló los ojos y la cara rubicunda de mi padre se tornó de un
rojo carmesí intenso, casi penetrándome con la mirada distorsionada por sus
lentes gruesos.
—¿Cómo has dicho, Aníbal? −y tal vez algo desquiciado por mi cansancio
le contesté:
—¡Yo lo llamé! Y les pido por favor que me dejen hablar con él, ¡a solas!
Mi padre me advirtió:
—Te prohíbo hablar con este señor y no pienso dejarte sólo con él, como
dejé a tu madre una vez.
—Mejor los dejamos solos, mi nieto desea hablar con su tío.
Mi papá, viéndolo con odio, se dejó llevar por mi abuela.
Mi tío se acercó a la ventana y, con la mirada fija en el parque, me comentó:
—¿Sabes, sobrino? Este encuentro hace poco lo viví en un sueño −unas aves
azules revoloteaban cerca de la ventana; mi tío las detallaba con una Mirada
dulce. Se acercó a mi lado y se sentó en el sofá, dejando su vetusto bolso a
su lado. Sé que necesitabas hablar conmigo urgentemente. Sequé mis
lágrimas y recordé lo trascendental que era para mí su llegada, ya que esos
viajes astrales o sueños necesitaba comentárselos a un experto en cosas
espirituales.
—Sabes que desde el accidente de mi hermano me han pasado una serie de
cosas que son difíciles de entender y mucho menos de creer…
—Antes de que me hables de tus sueños, ¿qué fue lo que pasó?
—Fue un accidente jugando fútsal. “¿Cómo sabía lo de los sueños?”
—¿Jugando fútsal?
—Sí. Ese día pasaron cosas rarísimas: por todos lados pude ver un peculiar
perro dálmata.
—Un dálmata −me afirmó como si lo supiera.
—He tenido unos sueños rarísimos −frunció sus cejas concentrándose aún
más en lo que estaba por compartir. He estado soñando con ángeles −él
descansó los músculos de la cara y sonrió.
—¡Ujum!
—Soñaba que salía de mi cuerpo y un doble descansaba en mi cama
dormido, mientras un señor vestido de trajes blancos y larga chiva, con unos
ojos azul brillante me esperaba; este sujeto vestido como mago de circo tenía
alas y una armadura blanca.
Se levantó del sofá de pronto como si le hubieran pegado un corrientazo.
—¡Salazar!
—¿Lo conoces?
—Se está cumpliendo la profecía −comentó, mientras detallaba cómo los
pajaritos azules trataban de entrar en la habitación, chocando contra el
traslucido vidrio.
—¿Qué profecía?
—La escrita en un evangelio oculto que advierte la llegada del juicio final
para la humanidad.
Sentí cómo se me helaba la sangre. Entre tanto, mi tío me miraba fijamente
con un gesto parecido al de Salazar. Caminó hacia el sofá y, recogiendo su
bolso, sacó algo que brillaba más que los rayos del sol, quedé paralizado.
Ronald en el submarino del duque
Balas iban y venían de cada lado. El duque le hizo un llamado a Ronald y
este, como en algún estado hipnótico, pasó por entre la línea de fuego en
tanto sus padres caían ensangrentados, producto de esta encarnizada
contienda. Ronald veía al homicida: un hombre canoso, con un chaleco de la
CIA, mientras escapaba con el duque a otra recámara.
—Duque, mis padres están heridos. Regrésese.
El duque lo halaba a otra habitación. Ronald nunca olvidaría el rostro de ese
hombre por el resto de su vida.
El inspector dentro del submarino
Perseguía al duque a toda costa. Intenté disparar y no pude debido a la
mirada fría de un joven que me recordó los ojos de terror que veía en los
rostros de mis hijos en frecuentes pesadillas. La diferencia era que en esa
mirada sentía una mezcla entre dolor y odio que me paralizó. Una nueva
explosión me tumbó. Al voltear vi al comandante mal herido, atrapado en el
suelo.
—Quedan cinco minutos. ¡Corre! ¡Sálvate! ¡Esto va a explotar! −gritó el
comandante.
Estaba tirado en el piso y una viga le sujetaba las piernas. Busqué algo que
me sirviera como palanca.
—Quedan cuatro minutos −afirmó resignado.
Sin hacerle caso, empecé a buscar en los escombros y logré dar con un trasto
de hierro. Intenté mover la viga, pero los gritos de dolor de mi compañero
me detuvieron.
—¿Quieres morir? ¡Déjame aquí! ¡Sálvate! ¡Esto va a explotar! Tú eres el
único que sabe cómo detener a este terrorista.
—¡De ninguna manera! −otra explosión hizo que se inundara el depósito
donde nos encontrábamos.
—Quedan tres minutos −mientras la viga que lo mantenía sujeto no se movie
ni un centímetro y el agua se acercaba peligrosamente a su cuello.
Hospital Central (Caracas, Venezuela)
No podía creer lo que mi tío tenía en sus manos: otro libro blanco y brillante.
De inmediato se agachó y vio por debajo de mi cama. Me asomé y, para
mayor sorpresa, encontré una estrella de cinco puntas, hecha con tiza y con
mi nombre escrito en el medio.
—¿Qué es esto? −dije completamente sorprendido.
—Es una estrella astral.
—¿Estrella astral?
—Es un símbolo antiquísimo: una puerta dimensional
Me senté al lado de él. Vi cómo palpitaba mi libro a la par del suyo.
—¿Qué debo hacer, tío? Salazar me invitó junto con una amiga del colegio a
formar parte de un grupo que tiene como misión salvar el planeta y todo el
Sistema Solar.
Se paró y guardó el libro en su bolso:
—Sobrino, la decisión es tuya; la respuesta debes conseguirla en tu corazón.
Esta respuesta me hizo recordar a Salazar. Se me acercó y me dio un abrazo.
—¿A dónde vas?
—A ver a tu hermano. Sea cual fuere la decisión que tomes, no vas a estar
solo, yo debo hacer lo propio para advertir sobre estas señales.
—Mañana me dan de alta, ¿será que me acompañas a la casa?
—Debo irme. Esto cambia todo, mi querido sobrino. Tienes mucho que
meditar. Esta oportunidad no la tiene mucha gente. Sea cual sea tu decisión,
no olvides nunca que te voy a apoyar: cualquier cosa nueva me puedes
escribir a este correo.
Me entregó una tarjeta donde aparecía un colchón dorado. En negrillas podía
leer: “importadora Sueños Dorados”. En la parte de atrás estaban sus
teléfonos y su cuenta Twitter. “Dios, qué nombre tan particular”.
Me dio otro abrazo y se perdió por los pasillos del hospital.
Sonó el teléfono. Me asusté, visto lo sensible que estaba en ese momento.
—¡Aló!
—¡Algo ho... ho... rri...rri...ble ha pasado!
—Algo le ha pa…pa…sado a mi fa...fa...familia −soltando el llanto.
—¿Qué les pasó?
—No sé, tuve un su...su...eño ho…ho…rrible: vi a mis pa...pa...pa...dres
cayendo en un hue…hue…co negro. Fue algo horrible.
Tratando de consolarla le señalé:
—Tranquila, sólo fue un sueño. Ya verás que deben estar cenando o
paseando por Londres.
—No lo sé, los he llamado a su…su…sus celulares y no me res
po...po...ponden.
—Tranquila, verás que están bien.
—¿Vas a aceptar la propuesta de Salazar? −traté de cambiarle el tema:
—No lo sé.
Luego de una pausa le comenté:
—Mi tío vino a visitarme y me mostró la estrella de cinco puntas.
—¿Estrella de cinco pu...pu...pun…tas?
—¿Me puedes hacer un favor?
—¿Sí? −aceptó extrañada.
—¿Puedes revisar debajo de tu cama?
—¡Pe...pe...pe...ro, Aníbal!
—Hazlo, por favor −escuché cuando colocó la bocina en la mesa…
—¡Dios mío! −escuché, al tiempo que retomó la bocina. ¡Dios mío! Debajo
de mi ca…ca…ma hay una es...es...estrella de cinco pu...pu…pun…tas, y
está pintada con tiza blanca.
—¿Y con tu nombre de pila escrito en el medio? −le añadí.
—Sí. ¡Dios mío! ¿Có…co…cómo lo sabes?
—Mi tío Jesús me explicó que esta estrella es parte de un ritual antiquísimo,
el cual sirve para abrir puertas dimensionales.
—¿Tu tío, el cu…cu…ra? −me preguntó angustiada.
—Sí, y sabe mucho más de estos viajes que nosotros; incluso conoce a
Salazar.
—¿Lo loco…loco…co...noce? Pero entonces, ¿qué de...de...debemos hacer?
—Lo único que me aconsejó fue que escuchara mi corazón y en verdad no
sé qué decirte; estoy igual de confundido que tú.
—Debo tran…tran…car, unos hombres de segu…gu...ridad de mi padre
entraron en mi cuarto.
—¿Qué?
Colgó.
“Debe ser que el papá la mando a llamar”.
***
Esta era mi última noche en el hospital. Recosté mi cabeza y lo primero que
se me vino a la mente fue el libro, mi tío, la discusión con mi papá y la
estrella de cinco puntas que estaba dibujada debajo de mi cama. Al recorder
esta extraña figura decidí asomarme debajo de la cama otra vez, y una voz
tierna y melódica inundó mi habitación:
—Aníbal, te quedan menos de cuatro horas para decidir, el maligno y sus
súbditos avanzan rápidamente.
Casi me caí de la cama del susto. Allí estaba él. Su mirada apacible me
inundaba mientras estaba recostado en el sofá. Le pregunté molesto:
—¿Qué coños haces en mi cuarto? ¿Tú no te cansas de cagarme? De pana
como que lo disfrutas… ¿Qué es esto? ¿Estoy dormido?
—No.
—Yo no estoy seguro que quiera salvar este planeta.
—Universo −corrigió.
—Lo que sea coño, no estoy seguro. ¿Será que me puede dar al menos un
par de días más para tomar la decisión?
Y el mago, con su acostumbrada sonrisa:
—Lo siento, querido amigo, pero las cosas han cambiado. Debes tomar tu
decisión antes de las doce de la noche de hoy.
—¿Qué? ¿Antes de las doce? ¿Pero si ya son las 8 y 10? Y, por cierto, ¿me
puede explicar qué significa esta estrella de cinco puntas con mi nombre
trazado en tiza debajo de mi cama?
—Lo sabrás en tu entrenamiento. Claro si aceptas, y decides ayudarnos...
—¡No! ¡Deseo saberlo ya! Esa misión es mejor que se la dé a otra persona.
Salazar, se acarició la barba...
—Lo siento, lo único que te puedo decir es que es una puerta dimensional.
—Sí, ya eso lo sé, mi tío me lo dijo.
—¿Tu tío?
—¡Sí, yo lo llamé!
Por primera vez vi que cerró sus ojos, apoyando su frente sobre la esfera que
sostenía la mano de madera de su vara.
—¡Entonces! ¿Por qué pintó esa estrella blanca?
—¡Ya se enteraron! −me miró fijamente a los ojos.
—¿Se enteraron? ¿A quién te refieres?
Salazar se paró con rostro de indignación:
—Te quedan menos de cuatro horas. No olvides anotar que aceptas en tu
registro Akashico si así lo decides.
Algo pegó contra la ventana: era una pequeñita rama que había volado hasta
chocar con el vidrio. Cuando me volteé me dije a mí mismo: “lo volvió a
hacer: ¡Desapareció! ¡Coño de la madre, Dios, en qué peo estoy metido!”
En el submarino del duque
Traté de liberar al comandante que estaba todavía atrapado debajo de unos
fierros, desde mi intercomunicador escuché la solicitud de la Agente Chang:
—Águila Brava para Foca Tres.
Foca Tres era el nombre código del grupo de asalto en el que el comandante
y yo nos encontrábamos. Él con cierta dificultad para hablar respondió:
—Aquí Foca Tres, adelante.
–¿Ubicación? Cambio.
—Estamos en la cola de la Lombriz.
—Retírese de allí, quedan dos minutos para la fumigación.
—Ok, T-2 minutos, copiado.
Él me vio como si fuera una persona desahuciada, me agarró por mi chaleco
con una fuerza descomunal y me dijo:
—Óigame bien, inspector, en menos de dos minutos van a destruir este
submarino; el sólo hecho que usted me cargue por la escotilla le puede tomar
más de tres minutos. Se salva usted o nos hundimos los dos.
—¡Pues nos hundimos los dos! −hice un nuevo esfuerzo para mover la
pesada viga que cedió gracias al efecto del agua y pude liberarlo. Lo cargué
y salimos de la recámara mientras ya el casi desmayado oficial balbuceaba:
—Queda un minuto −subimos por la escalera que nos condujo hacia la
escotilla de salida. Se escucharon varias detonaciones afuera.
“!Dios mío! Ya empezó la artillería”. Logré salir por la escotilla. Vi a la
distancia dos buques de guerra que se acercaban a toda velocidad por este
mar picado. Ya la claridad de la madrugada despuntaba por el horizonte;
estaba amaneciendo. Podía divisar sendos fogonazos que provenían de la
proa de estas veloces embarcaciones, y como a los cinco segundos pude
sentir el salpicar del agua cuando se detonaban estas cargas a pocos metros
de donde estábamos. Miré hacia mi izquierda y allí estaba el buque de
abastecimiento incendiado en llamas, pero no podía ver nuestro barco de
apoyo o algunas de las lanchas; seguramente se habían retirado de la zona de
impacto.
Sujeté con más fuerza al comandante y decidí lanzarme al mar bravío.
Descendimos unos metros y luego ascendimos rápidamente; las
detonaciones me estremecían. Sentí como una de las cargas impactaba en el
submarine haciéndolo explotar, dejando una gruesa nube negra de fuego y
escombros. Empecé a patear el agua con cierta desesperación. Halaba el
pesado cuerpo del comandante que estaba inconsciente. Tenía poca
sensibilidad en mis piernas, las fuerzas me iban abandonando. Pensé que era
el final, pero al menos el duque se había hundido con el submarino.
***
Abrí los ojos. Mi cuerpo estaba todo acalambrado y tembloroso. Al ver
alrededor me di cuenta de que me encontraba en una camilla ubicada en la
cocina de este barco atunero; podía oír los gemidos de varios agentes
heridos. A un lado de la camilla improvisada estaba ella: la bella agente
Chang, quien frotaba mis manos para ver si así le daba un poco de calor a mi
cuerpo. Le sonreí, pero sentía muy pocas fuerzas y tartamudeando le
pregunté:
—¿Pudimos acabar con el demonio?
Ella sonrió:
—Creo que sí, inspector. Estamos esperando los reportes de inteligencia; por
ahora descanse. Otra vez se portó como todo un héroe: rescató al
comandante de una muerte segura. Lo voy a recomendar para una medalla
con el Congreso americano.
—¡Excelente! −dije tartamudeando con un frío que se expandía desde mi
corazón.
Hospital Central (Caracas, Venezuela)
No sabía qué hacer. Me encontraba en frente de una apetitosa cena, pero no
tenia deseos de comer. Me sorprendió el ring del teléfono: era ella de nuevo.
—Vo...voy a acep...tar la pro...pro...pro...puesta de Salazar.
Podía oír lo tupido de su nariz, seguramente por el concurrido lagrimear de
sus ojos.
—Piénsalo bien, esto de salvar la Tierra es cosa de locos. Además, creo que
debes concentrarte en esperar tener noticias de tus padres. La esperanza es lo
último que se pierde.
—¡Es que lo so…soñé y te…te…te lo dije, es...to...to...toy segu...gu...ra de
que algo les pa...pa...só!
Oí su tartamudeo habitual mezclado con llantos, mientras la enfermera
revisaba mi tensión, que seguramente saldría elevada.
—¿Qué fue lo que soñaste?
—Los vi a ellos hun… hun… diéndose en las pro…pro...fundidades en una
es… pe… pe… cie de cáp…su…sula.
Al terminar esta frase estalló en llanto, traté de calmarla.
—Sólo fue un sueño.
—¡No has entendido nada! ¿Verdad? To…to...to...dos esos viajes a esos
lugares llenos de ángeles, ¿te…te parecen simples sueños? ¡Ah!
—Está bien. Lo que hemos vivido es algo extraño, pero de allí a creerle a él
que de nosotros depende el salvar este planeta y todo el universo…
En el auricular oí una voz que la llamaba.
—Debo de… de… jarte, ¿adivina quién es...es...tá aquí?
...Pude reconocer la voz. “Imposible, si él estaba hace un rato aquí, ¡no es
posible!”.
Al terminar de decir esto, ya me había colgado. Vi mi reloj y faltaban quince
minutos para tomar la decisión que cambiaría mi vida. Mi hermano en coma;
yo aquí suplicándole a ella que no aceptara esta loca misión. Salazar,
inexplicablemente, estaba ahora con ella. El libro blanco empezaba a brillar
de nuevo.
Lo agarré con rabia para lanzarlo cuando se abrió solo. En la página había
unos números que estaban extrañamente sincronizados con el reloj del
cuarto, 11:50:01 segundos. Para mis adentros reflexionaba sobre lo que me
podría pasar si aceptaba; ¿y si todo esto era un mal sueño? O ¿si realmente
era verdad? ¡No puedo dejarla sola en esto! Pasé las páginas y en todas y
cada una de ellas se repetía la misma cuenta regresiva. De repente entró mi
abuela con mi papá; no lucían muy bien. Llegué a pensar que él me iba a
regañar de nuevo por haber invitado a mi tío, pero me habló con una
tristeza… así que me imaginé lo peor.
—¿Le pasó algo a Azael? −le pregunté a mi abuela
—No, tu hermano sigue igual.
—¿Entonces?
Papá se acercó a mi cama y agarró el control remoto del televisor. Sintonizó
el canal internacional de noticias. En la transmisión informaban que habían
encontrado los restos de la embarcación donde iba Ronald y, hasta el
momento, no habían podido dar con algún sobreviviente. Un oficial de la
marina británica informó que habían tenido que suspender las labores de
rescate, visto que se acercaba una tormenta, y que debían esperar hasta el día
siguiente para reactivar la búsqueda.
Papá se acercó a mí:
—Lo siento, hijo mío.
—¡Quiero estar solo!
Mi abuela le hizo una seña y se retiraron de la habitación. El libro empezó a
titilar con mayor rapidez. Lo abrí nuevamente y pude divisar que faltaban
treinta segundos.
Pensé: “¿Qué pasa si acepto?” ...Podía recordar los sueños que había tenido
Suhail. Tenía razón: presintió lo que sucedía. Vinieron a mi mente las
imágenes de alegría que pasé con mi amigo Ronald, jugando Calabozos y
Dragones en su consola de video; además recordé todas las bromas que
juntos hicimos a espalda de los estrictos profesores.
00:20 segundos.
“¿Qué debo hacer? ¿Escribo sí para aceptar esta misión suicida? ¡No puedo
dejarla sola en esto!”
00.10 Segundos.
Busqué un lápiz para escribir mi aceptación. Revisé en la cartera de mi
abuela. Esta se me cayó y no había ni una pintura de labios. ¡Demonios!
00:05 Segundos.
Vi una pluma dorada al lado del libro. ¿De dónde salió? La agarré
rápidamente y escribí “¡Acepto!”. Pero para mi sorpresa aquella pluma no
tenía tinta. ¡Coño de la madre!
En el barco atunero, cerca de la costa (Sicilia, Italia)
Mi alegría duró muy poco al ver el disminuido rostro de Charles.
—Disculpe, agente Chang.
—¿Qué pasa?
—Será mejor que venga −la agente revisó una carpeta y, tratando de
levantarme, vi su rostro palidecer.
—¿El duque escapó? ¿No murió en la explosión? −y maldije desde mis
adentros.
Me levanté en medio de mis temblores; ella trató de detenerme, pero
haciendo caso omiso le pedí a Charles que me mostrara las pruebas de la
escapatoria del duque. Al revisar la carpeta donde estaban unas fotos
tomadas por un satélite militar, pude divisar una pequeña sombra que salía
del submarino antes de ser hundido. “Un submarino auxiliar”, pensé
—¿Cuál es el curso? ¿Hacia dónde se dirige? −pregunté, tratando de detener
mis espasmos.
—Se dirige a toda velocidad a aguas profundas −respondió Charles con
cierta frustración en sus palabras.
—Aquí fue donde lo perdimos, a 200 metros de donde estamos nosotros
−señaló con el dedo un mapa que aparecía en su monitor.
La agente dijo con tono de desgano:
—En este momento pudiera estar dirigiéndose a cualquier parte.
Saqué fuerzas para mantenerme erguido por el temblor producido por el frío
en mis huesos.
—¡A Roma! ¡Debemos partir!
Tomé un poco de café para controlar mi tartamudeo y le ordené a Charles:
—Muéstrame las runas.
—¿Runas? −interrumpió Chang, mientras me sujetaba evitando que me
cayera por el bambolear de la embarcación.
Charles explicó:
—Cuando volábamos de Londres a Sicilia el inspector me pidió revisar
mejor y a detalle el video de la muerte de su esposa y allí pude ver unas
figuras borrosas en la cabecera de su cama.
Él hizo un acercamiento y se vieron las runas. Seguramente las haría ella
antes de morir. Eran siete símbolos parecidos a unos jeroglíficos. Debajo de
estos se veía escrito “Él ha vuelto”.
La agente, viendo con gran entereza estos símbolos, preguntó:
—¿Cómo es posible que no viéramos estos símbolos, Charles?
Él se acomodó sus lentes mostrando un ligero temblor en sus manos.
—Es que el inspector me hizo mejorar la resolución del video. Al mejorar la
imagen pudimos identificar estos símbolos.
—¡Pásamelos a mi PDA de inmediato!
La agente, en un estado que no había visto nunca, agarró su PDA y se dirigió
a la proa del barco. Yo me recosté y traté de descansar para recuperar mis
fuerzas y el calor de mi cuerpo.
***
Llegamos a puerto seguro. Podía ver desde la borda el proceso de atraque de
esta vieja embarcación: había varios policías de Sicilia, además de unos
equipos de paramédicos esperando a los heridos. Unos oficiales nos
esperaban en dos camionetas negras blindadas. Nos subimos. Ella todavía
mostraba su indignación por no haberse enterado de primera mano. Me vio
con cara de pocos amigos.
—Inspector, nos dirigiremos a Roma para que su cuñado, la mano derecha
del Papa, nos atienda −miró fijamente al nervioso Charles:
—¡No quiero más sorpresas! Salimos a Roma en cinco horas, eso nos dará
tiempo de descansar.
Uno de los agentes que estaba de copiloto la interrumpió entregándole un
teléfono satelital:
—La llama el director de inteligencia. Ella nos vio con mucha más rabia
esperando alguna represalia. Abrió los ojos como si hubiera recibido una
mala noticia. Una voz fuerte era lo único que escuchábamos en este silencio
repentino.
—Entendido. Sí, señor. Entendido.
Trancó el teléfono y con una mirada vidriosa, que denotaba una gran
impotencia mezclada con rabia, nos comentó:
—Acaban de asesinar al único hijo del Presidente de Francia.
—¿Cómo?
—¡Los hombres de Von Wolves de alguna forma lo volvieron a hacer!
Ahora el duque acaba de pasar a ser el hombre más buscado del mundo
entero.
—El expediente del asesinato del hijo del Presidente de Francia nos lo
pasarán en diez minutos −dijo con voz quebrada; presumí que por la
impotencia.
En el submarino auxiliar
El duque estaba en el medio de la cabina de mando de un pequeño
submarino; miraba con ojos enajenados al capitán, quien estaba arrodillado y
con las palmas juntas suplicaba perdón.
En la parte de atrás Ronald dormía cubierto por una sábana, mientras Mr.
Smith veía cual hiena salvaje al capitán del submarino que se hundió por el
ataque de los barcos británicos.
—Entonces, ¿cómo nos descubrieron?
—Duque, no lo entiendo. Tomamos todas las previsiones de seguridad al
emerger.
El duque se colocó frente del hombre arrodillado. Le levantó la cara casi de
manera dulce y le lanzó una cachetada que lo hizo caer al otro lado. Este, de
forma descontrolada, lloraba como si fuera un niño, escupiendo algunos
dientes que se desprendieron por el golpe.
—Maldito infeliz, casi nos matan por tu descuido −y le ordenó a un official
que conducía este submarino:
—¡Emerja!
—Pero señor, todavía no hemos llegado.
El duque lo miró de forma amenazante, y de inmediato, el submarine levantó
su punta y ascendió, apareciendo en medio de un cielo estrellado. Él se
acercó por la espalda al capitán y lo cubrió con su capa.
—Señor, le prometo que no volverá a pasar.
El duque halo violentamente su mentón hacia arriba, abriéndole la garganta,
como si fuera un pescado crudo, con un sable que sacó de su bastón dorado.
Tenía una sonrisa de placer. Le susurraba al oído mientras este
convulsionaba, soltando sus últimos quejidos:
—¡Seguro, capitán. No volverá a pasar!
—Lanza el cuerpo por la borda −ordenó el duque.
El guardia cargó el cuerpo sin vida. Chorros de sangre salían de su cuello
dejando manchas vivas por todo el sumergible. Este abrió la escotilla para
cumplir la orden del duque, dejando entrar una brisa fresca y salina que hizo
despertar a Ronald.
Algo agitado observó cómo se aproximaba el duque hacia él y al sentir su
abrazo reventó en llantos:
—Tranquilo, ahora estás bajo mi protección y no voy a permitir que nadie te
haga daño.
—Pero ¿quién querría hacernos daño? −y sintió las caricias del duque que
mezclaba la sangre seca que tenía Ronald con la sangre fresca que tenían las
palmas de las manos de este.
—Pronto vengaremos a tus padres.
El duque le colocó la mano en la cabeza y Ronald comenzó a sentirse muy
pesado, hasta quedar totalmente rendido.
***
El duque estaba reunido con sus hombres en una mesa circular y juntos
revisaban un mapa. Ronald se acercó y le preguntó:
—Disculpe, señor, ¿hacia dónde nos dirigimos?
Y él, soltando una sonrisa, le respondió:
—¡A casa! −y dirigiéndose a su asistente preguntó:
—Muy bien ¿díganme en cuánto tiempo estará lista?
—Ya está casi lista, señor. Faltan unos dos meses para ajustar todos los
sistemas de defensa. Recomendaría que nos fuésemos a alguno de los
refugios que tenemos en África o Asia; además, el buque llega en una
semana con los hombres de custodia, su excelencia. Actualmente sería
arriesgado quedarnos allí, señor.
—¿Con cuántos hombres contamos para mi seguridad?
—Con tan solo cincuenta hombres, señor. Tenemos a toda la CIA, el ejército
americano, el británico y el chino, además la Mossad israelí pisándonos los
talones.
El duque encendió un tabaco reclinándose en su asiento y, luego de acariciar
un gato negro que apareció de la nada y que miraba fijamente a Ronald
produciéndole cierto escalofrío, respondió:
—¡Ay, mi querido asistente, eres un hombre de poca fe! ¡Vayamos a la isla!
Convoca a todos los cazadores a una reunión urgente mañana mismo en la
isla.
—Pero, ¡mi señor!
Y el duque, agudizando sus profundos ojos hacia la humanidad del pequeño
hombre, logró intimidarlo y tartamudeando le asintió sumiso:
—De inmediato, señor.
Luego de varias horas de navegación, uno de los que piloteaba la
embarcación le comunicó algo en un extraño idioma:
El duque le sonrió a Ronald y, estirando su cadavérica mano, le dijo:
—Ven, quiero mostrarte algo.
Subieron y se ubicaron en la proa del submarino. Allí, el duque le invite a
sentarse en uno de los laterales que sobresalían de la punta. Entraron a una
caverna que estaba ubicada debajo de un volcán; las luces externas del
submarino mostraban unas paredes pulidas y lisas por el intenso olear de un
mar irreverente. Ronald sentía la fría brisa salada y pensaba “¿Qué voy a
hacer ahora, cuándo regresaré a casa? Mi hermana está en el hotel; debe
estar preocupada por nosotros. ¿Cómo le digo que nuestros padres han
muerto?”.
Uno de los guardias le entregó un teléfono al duque y este, luego de reír y
pronunciar extrañas palabras, le comento a Ronald:
—¡Ya le dimos un nuevo golpe a los asesinos de tus padres!
Ronald no podía contener sus lágrimas.
—Esto debe quedar entre nosotros. Los que mataron a tus padres trabajan
para diferentes grupos de inteligencia del mundo: ellos quieren destruirme,
ya que tienen miedo que yo saque la verdad al mundo entero.
Y él, algo ingenuo le preguntó:
—¿La verdad? ¿Qué verdad?
—La verdadera historia de Dios y sus ángeles.
—¿La verdadera historia de Dios y sus ángeles? Pero ¿cuál es esa historia?
—Eso lo sabrás a su momento, querido hijo. Ahora lo importante es regresar
con tu tía a Londres.
—¿Y mi hermana?
—Tu tía la fue a buscar acompañada por mis hombres. Un bote te llevará al
lugar del accidente.
Arrugó un poco la cara y le increpó:
—¿Accidente?
—Sí, nadie puede enterarse cómo realmente murieron tus padres: la version
oficial es que estabas paseando con ellos en un yate y dormías cuando hubo
una gran explosión y al despertarte te encontrabas en un bote salvavidas a la
deriva.
—Pero señor duque, tanto usted como yo sabemos que mis padres fueron
vilmente asesinados. Debemos denunciar a estos asesinos.
—Hijo mío, no puedes ir a la policía ya que fueron ellos mismos quienes lo
hicieron.
Se paralizó al ver la infraestructura que acababa de aparecer frente a sus
ojos.
—¡Dios mío! ¿Qué es esto?
Hotel Porta Felice (Palermo, Italia)
Entramos en la suite de un lujoso hotel. Allí, varios oficiales de la CIA
conectaron las computadoras y empezamos a recibir la información del
asesinato del hijo del Presidente francés. La impresora sacó lentamente las
fotos: una habitación totalmente ennegrecida por algún tipo de combustión.
Había un cuerpo carbonizado que, por el tamaño, no debía tener más de once
años. En una de las paredes se observaba la misma estrella de cinco puntas
invertida que chorreaba un líquido rojo carmesí a través de sus puntas, pero
esta vez, justo en el medio, había una runa parecida a la que vimos en el
video de la muerte de mi esposa.
—Debemos hablar con el camarlengo.
La agente Chang, con algunas lágrimas en su rostro, me contest
enérgicamente:
—Nuestro avión llega dentro de cuatro horas, así que descansemos un poco.
Se acercó, recogió las fotos, las metió en un sobre y se despidió con un beso
en la mejilla, lo que nos sorprendió a Charles y a mí. Ella recogió su cabello
y caminó hacia el cuarto que estaba al lado opuesto de la entrada de esta
suite. Le estaba afectando esta persecución.
—Necesito necesito que entres en la base de datos de la Oficina de Registro
civil de Inglaterra.
Charles, frotándose los ojos, me respondió:
—¿Qué?
—Necesito conseguir a un niño.
En el submarino auxiliar dentro de su guarida
Una gran estructura surgía frente a los ojos de Ronald, mientras se
aproximaban a un pequeño muelle de madera. Miles de ojos los observaban.
Estos, colgados, mostraban sus dientes y alas; emitían un chillido infernal al
ser alumbrados por luces provenientes de la fortaleza que se hacía más
grande frente a sus ojos.
Justo después del muelle se veía una estructura que parecía un temple griego
y, para completar, en el techo descansaba una estatua de mármol negro,
idéntica al Jesús católico, pero con una peculiar sonrisa mirando hacia ellos.
El submarino los dejó en el muelle. Al bajarse el duque, unos cantos
gregorianos salían sorpresivamente debajo de la estatua, justo en la entrada
de este Partenón.
Unos ancianos con túnicas rojas recibían al duque haciendo una exagerada
reverencia. Ronald brinco del susto por la llegada de una ruidosa lancha que
produjo una migración masiva de murcielagos. Era una lancha de carrera
como las que él veía en las competencias en Espn. Dos hombres que
ocultaban sus rostros con sendos cascos negros hicieron una pequeña
reverencia al duque y este se acercó a Ronald:
—Querido hijo, a partir de ahora, tú y tu hermana estarán bajo mi cuidado.
Recuerda que lo que realmente pasó debes ocultarlo. Cuando te rescaten la
mejor versión que has de decir es que no recuerdas nada. La única forma
devengar a tus padres es aparentando que nada sabes de mí.
Con lágrimas en los ojos y luego de asentir con la cabeza, le preguntó:
—¿Y cuándo nos volveremos a ver?
—Más pronto de lo que te imaginas.
Fue ayudado a montarse y colocándose el casco se despidió.
***
La lancha empezó a disminuir su velocidad. El copiloto lanzó un bolso de
hule y halando un cordón en su punta se infló a un lado de la lancha. Era un
bote auxiliar de nombre Esmeralda, que, para su sorpresa, pertenecía al yate
de su papá. El piloto apagó motores y una tensa calma junto con el sonido
del mar se apoderó del alma de Ronald. Se montó en la embarcación por
indicaciones del piloto; este le dio un bolso y un pequeño grabador digital.
Ronald, sin decir una palabra, observó la lancha perdiéndose en las fauces de
este infinito océano y al verse solo y lleno de dudas, pensó:“¡Dios mío!
¿Qué hago ahora?”.
Algo dentro del bolso vibró. Pensó que podía ser un teléfono satelital por su
tamaño, pero al abrirlo una luz se apoderó de toda la pequeña embarcación.
Un libro negro y brillante palpitaba a la par de su corazón. Las palabras
Luzbel aparecían en la primera hoja y al pasar a la siguiente un grupo de
imagines empezó a dibujarse frente a él…
Hospital Central (Caracas, Venezuela)
Estaba sentado con mi libro abierto en las piernas. Vi el reloj y ya eran las
12:07 am. Había pasado el tiempo para aceptar la misión, pero seguramente
por no tener tinta no pude firmar mi aceptación. Ya no brillaba como antes,
incluso las imágenes ya no se dibujaban solas. Mi pasado reciente había
desaparecido, no sabía por qué, pero me sentía algo triste. El hecho de no
aceptar esta alocada misión, en vez de llenarme de paz, por el contrario, me
llenaba de intranquilidad. El sueño mermaba de nuevo mis fuerzas. Era mi
última noche en este frío lugar; mañana iba a estar sentado comiendo en mi
casa con mi abuelita, aunque mi hermano seguiría aquí en coma sin saber
hasta cuándo. Puse a un lado el libro y me recosté pensando: “bueno,
mañana será otro día”.
***
Sentí leves caricias en mi cabello: era mi abuelita que me consentía y me
miraba con ojos dulces.
—¡Levántate, ya es hora de salir! Ya te dieron de alta.
Había amanecido. Ella colocó el ridículo bolso de Hulk a un lado y me
ordenó:
—Anda a bañarte, te cambias y me avisas para pedirles que traigan la silla
de ruedas.
Yo extrañado comenté:
—Pero si puedo caminar −y ella, tocándome de Nuevo mi despeinada
cabellera, me explicó:
—Son reglas del hospital y debemos cumplirlas.
—Muy bien. Así será, abuelita.
—Te preparé las empanadas que tanto te gustan.
Con desánimo le respondí:
—Gracias, abuelita.
Cuando ella salió de la habitación, abrí mi bolso; miré mis chores y una de
mis camisas favoritas: la del delantero Cristiano Ronaldo del Real Madrid.
De pronto, sonó el teléfono y del otro lado escuché una hermosa voz que
iluminó mi mañana.
—Encontraron a mi herma…ma…no, voy con mi tía a Ro...Ro...Roma.
—¡Excelente, qué buena noticia!
Ella, cambiando el tono de manera repentina, prosiguió:
—Pe…pero todavía no han po…po…dido encontrar a mis pa…pa…dres.
—¡Verás que también los van a encontrar!
—Eso espero −y luego de una pausa:
—¿Fir…ma... maste el li...li...libro?
Eso me retrotrajo a la tristeza que sentía mi corazón y le respondí:
—Eso creo −y oí una voz femenina que la llamó, presumo era su tía.
—Te lla...lla...llamo luego, voy al aeropuerto.
Quería desearle feliz viaje pero no me dio tiempo… colgó.
***
Llegó la enfermera con una escandalosa silla de ruedas, escoltada por mi
abuela. Salimos del hospital; el brazo me dolía menos. Arribamos a casa y le
comenté a papá que quería ayudarle en la librería:
—No, hijo. Te tengo una sorpresa que me llegó esta madrugada a la casa.
—¿Sorpresa? −mostré cierta alegría.
—¡Te ganaste un viaje a un campamento súper exclusivo en Manaos, Brasil.
Se llama Rincón Universal.
—¿Un camping? Pero… Pensaba en la misión, en ella…
Papá sacó un sobre dorado de su bolsillo.
—Toma, ya hablé con tu médico. Puedes ir a este viaje.
Agarré el sobre dorado. El emblema de este campamento me dejó
paralizado: eran unos perros dálmatas voladores. Al abrir la puerta, los gritos
de bienvenida de varios compañeros de clase y amigos me hicieron sonreír
nerviosamente.
—¡Bienvenido!
En la sala de mi casa estaban varios compañeros de clase: Javier y el gordo
fueron los primeros en acercarse para darme una calurosa bienvenida. Yo,
algo estático con la invitación dorada en la mano, les respondí el abrazo.
Justo en el medio de la sala había un letrero de papel que decía
“Bienvenido”. Javier se me acercó y viendo el sobre dorado me preguntó:
—¿Y ese sobre, marico triste?
—Una invitación a un campamento.
—Vaya, se ve que este campamento está súper.
—Sí, súper −le comenté algo desanimado.
—¿Qué te pasa? –me preguntó.
Me recosté en el sofá y, en ese momento, Jorge nos llamó:
—¡Javi, Aníbal, vengan a ver esto!
Javier se acercó al televisor para subirle el volumen y Jorge:
—¡Miren, es ella!
Efectivamente, una reportera estaba en el aeropuerto internacional de Roma
y detrás de ella había un alto despliegue policial y al lado de un agente de
seguridad aeroportuaria se encontraba la angustiada Suhail, quien cuando
vio bajarse al insolado Ronald, corrió por entre la barrera de guardias que no
permitían pasar a los reporteros. Cuando abrazó a Ronald un grito de alegría
salió de esta cocina, en medio de los aplausos y la alegría de saber que uno
de mis mejores amigos había sido rescatado por los organismos de rescate.
El miedo se apoderó de mí al sospechar que este campamento no era más
sino el entrenamiento para cazadores, teoría que cobró valor y fuerza cuando
pude con angustia observar que el director de este campamento firmaba
como Salazar Ángelus.
***
Eran las nueve de la mañana. Extrañaba lo cómodo que era dormer en mi
cama después de estos días vividos en ese frío hospital, lugar donde todavía
mi hermano se mantenía entubado. Allí estaba, tirado en mi cuarto
nuevamente. El brazo me picaba algo por el yeso, pero había descubierto
una forma de rascarme: un lápiz Mongol me ayudaba a calmar la picazón.
Revisé mis correos y leí un email que me envió Suhail contándome la
confirmación de la muerte de sus padres; que iba al entierro simbólico con
Ronald y que antes de ir al campamento de Salazar iba a estar con su
hermano lo más posible. Me sentí muy triste porque si bien no compartí
mucho con sus padres, sí me dolía pensar los momentos tan duros que ellos
estaban pasando.
Mi abuela me llamó a desayunar y al bajar me conseguí con varios regalos
inesperados: una bolsa de campaña, una linterna, una cantimplora, además
de ropa de campaña. Realmente sentía como si estuviera en Navidad.
—Bueno, espero tengas todo lo necesario para ese campamento; mañana
salimos tempranito –dijo mi papá.
Me le acerqué y lo abracé fuertemente. Mi abuela entró en la sala.
—El desayuno está listo.
—Gracias, papá –le dije, secándome algunas lágrimas del rostro.
—Pásala bien, hijo mío. Te lo mereces después de todo lo que hemos vivido.
Mi abuela nos preparó un súper desayuno: perico, arepitas, tajaditas, queso a
la plancha, jugo de naranja natural. Este día era especial.
El teléfono sonó y mi abuela después de sacar unas arepas del horno atendió:
—Lamento lo de tus padres, querida. Sí, está por aquí. Ya te lo paso.
—Me paré casi atragantándome con un pedazo de queso y, luego de toser
varias veces, agarré el teléfono.
—¿Suhail? Cómo estás, bella.
—Bueno, ahora voy saliendo al entierro sim…simbólico que se va a llevar a
cabo en el mis…mis…mo panteón donde yace la familia de mi…mi padre.
Esta noche me…me…me voy a quedar con mi tía y Ronald en la casa y
ma…ma…ñana arranco a Bra…Bra…sil al campamento. Sé que
tam…también estás invitado.
—¿Cómo sabes que voy al campamento?
—Me…Me lo dijo anoche Sa…Sa…lazar ¡Estás adentro! Llegó la hora de
luchar con…con…contra las fuerzas del mal.
La firmeza que mostraba me hacía ver que la niña dulce que conocí en el
liceo había muerto desde el momento en que sus padres partieron.
—Nos ve...ve...vemos mañana ¡Feliz viaje!
—Ven, termina tu desayuno –interrumpió mi abuela.
—Abuela, se me quitó el hambre.
Salí corriendo y me encerré en mi cuarto para meditar sobre la
responsabilidad que había tomado.
***
A las cuatro de la mañana, después de no poder dormir toda la noche, me
levanté de la cama y empecé a guardar mis cosas. Luego de bañarme y
vestirme, bajé las escaleras. El olor a café significaba que ya papá estaba
levantado. Mi abuela me dio dos arepitas fritas con queso que me comí con
muchas ganas. Mis sentimientos acerca de este viaje estaban encontrados:
por un lado, la alegría de verla nuevamente y también a Salazar al que,
extrañamente, le estaba agarrando cariño; por otro lado, la imagen de mi
hermano entubado solo en ese cuarto frío del hospital.
Le di un abrazo de despedida a la abuela y salimos.
—Se me cuida y se porta bien. ¿Llevas el pasaporte?
Mi papá le afirmó con la cabeza, mientras yo me montaba en la camioneta.
—¿Firmaste la autorización de viaje de Aníbal?
—Si −respondió con cierto tono de cansancio.
—Papá, me avisas si mi hermano mejora.
Encendió su camioneta y asintió nuevamente. Arrancó dejando la típica nube
de humo negruzco. Miré en derredor buscando al perro dálmata, pero esta
vez no lo pude ver.
“Este viaje no es a un campamento; es algo más que el compartir con ella.
Este podría ser el viaje de mi vida: un viaje a lo desconocido”. Pero en vez
de sentir una ansiedad o alegría, poco a poco el miedo se iba apoderando de
mí.
Aeropuerto Militar (Roma, Italia)
Aterrizamos en el aeropuerto de Roma. Al bajarnos, nuestros rostros estaban
fríos y se respiraba tensión en las diferentes agencias de inteligencia.
Nuestro destino era entrevistarnos con el cardenal Piccolo De Angelo,
camarlengo y mano derecha del Santo Padre, además de ser mi funesto
cuñado. Era el único que conocía este antiquísimo lenguaje que sin duda nos
llevaría hasta el maligno. En mi mente reaparecía la cara del niño que era
llevado por el duque y quien me vio con ojos de odio, algo extraño en un
joven de esa edad. En el hangar nos presentan al director de seguridad del
Vaticano Pascolo Di Montesino, persona a quien conocía muy bien.
—Me preparaste el dispositivo −le pregunté a Charles
—¡Sí, señor, ya está listo!
—Muy bien.
***
Llegamos finalmente al Vaticano. La audiencia había sido concedida por
petición del Gobierno francés y del norteamericano. Fuimos escoltados por
hombres del director de seguridad.
—El camarlengo los espera.
Mientras caminábamos por esta inmensa residencia, recordaba la última vez
que había estado aquí. Diecisiete años habían pasado desde que inicié
aquella investigación por la extraña muerte de un cardenal que era uno de los
posibles candidatos para la nominación del nuevo Papa. La investigación no
pudo continuar debido a una orden directa de quien fue mi jefe en aquel
tiempo y que ahora era secretario general de la Interpol. Realmente para mí
fue una muerte muy extraña, ya que, según decía el informe de la guardia del
Vaticano, había ocurrido mientras este sacerdote se bañaba. Al parecer se
cayó y se fracturó el cuello muriendo de inmediato. Me costó creer esta
versión, pero debido a la orden de mis superiores tuve que dejar a cargo de
la investigación a los oficiales de seguridad del Vaticano.
Los hombres más inteligentes y bizarros del Vaticano nos esperaban para
esta reunión y esta vez estaba preparado.
En las puertas de la antesala de la residencia del Sumo Pontífice, un oficial
vestido con una armadura medieval revisó nuestros documentos y nos pidió
que entregásemos nuestras armas. Lo hicimos sin parpadear. Podíamos notar
cómo éramos observados por unas cámaras de seguridad que cubrían cada
centímetro de este inmenso edificio. Sólo nos dejaron pasar a la agente y a
mí. Luego de franquear un gran pórtico, pudimos ver cómo transitaban
sacerdotes y cardenales como si estuviéramos en una sala situacional de la
CIA. Después de caminar por cinco minutos más, y escoltados por la
guardia, el parco director de seguridad, quien no había pronunciado ni una
sola palabra, nos indicó que nos detuviéramos frente a una alta puerta que
tenía dos escudos símbolos de la Santa Sede. Allí, un cardenal de forzada
sonrisa nos inform en perfecto inglés británico:
—El cardenal Piccolo De Angelo los está esperando.
Decidimos acompañarlo haciendo la misma reverencia con la que nos
recibió; tanto la escolta como el parco director de seguridad se quedaron en
esa antesala. Seguimos caminando por lugares en los que estatuas y cuadros
de sumos pontífices nos veían con sus disímiles sonrisas. Empezamos a
subir por unas majestuosas y amplísimas escaleras, donde el color dorado y
el blanco marfil deleitaban nuestros pasos con una magnánima pulcritud.
Cada cinco metros estaban ubicados representantes de la Guardia suiza, la
seguridad personal del Papa, que daban la impresión de estar congelados en
el tiempo por sus medievales armaduras. Luego de caminar por un largo
pasillo, unas grandes puertas fueron abiertas por estos espigados hombres
que, sin vernos, nos dieron paso a una gran sala. En el medio yacían unos
sillones color rojo carmesí de terciopelo y, allí sentado, estaba el cardenal
Piccolo De Angelo, el camarlengo, el poder detrás del poder. Este era uno de
los hombres más enigmáticos de la Iglesia. Se hallaba fumando un buen
habano; me vio y me sonrió.
Caminé lentamente hacia él seguido por la agente Chang. Se levantó de su
asiento y, con mirada tranquila, saludó a mi compañera con cordial
displicencia y en italiano. Ella, para mi asombro, le respondió en el mismo
idioma, y absorto por la cruz que ostentaba, que parecía ser de oro macizo, le
saludé. En perfecto inglés se dirigió a mí:
—Peter, te estaba esperando. La última vez que nos vimos fue hace unos
dieciséis años…
El cardenal con ojos vidriosos respiró profundo, agarró un nuevo aire y
continuó.
—El Vaticano tiene un profundo interés en resolver estos crímenes que se
han venido sucediendo; estamos al tanto que este malvado señor, el duque de
Von Wolves, está detrás de todo esto.
Yo le interrumpí de manera cortante:
—Vayamos al grano.
Le quité de las manos los documentos a la agente Chang que estaban
clasificados como top secret, los coloqué sobre una pequeña mesa que lo
antecedía, mientras que el cardenal que nos había acompañado nos dejó
solos en esta inmensa sala. La agente, aún sorprendida con mi actitud,
empezó a explicarle los detalles de los homicidios que habían ocurrido,
rompiendo todos los sistemas de seguridad. Mientras ella le explicaba con
detalles y fotos, decidí echarle una ojeada a varios cuadros, que a lo lejos
parecían lúgubres, y al acercarme confirmé que además de lúgubres eran
realmente infernales. En uno de ellos aparecía un ángel cayendo del cielo
con sus alas incendiadas acompañado por otros que también eran expulsados
con cara de terror; caían hacia lo desconocido. Detrás de ellos, una luz
cilíndrica iluminaba al Arcángel Gabriel quien, con ojos amenazantes, veía
la caída desde arriba. Realmente toda una obra de arte, pero la mano del
cardenal me sacó de mi estado diciéndome:
—Peter, esta obra representa la caída del demonio y nos hace recordar a
todos que el bien siempre triunfará sobre el mal; es el destino insoslayable
de Dios nuestro señor. Sé que no crees en Dios, pero él sí cree en ti.
La agente se acercó algo molesta, ya que se había quedado en medio de la
explicación de las fotos cuando el cardenal se colocó detrás de mí:
—Estimado cardenal, tenemos entendido que usted es un intérprete y
conocedor de estas runas −casi ofendido al ver los símbolos que aparecían
en las fotos:
—¿Runas ha dicho usted?
—No, señorita. Déjeme decirle algo: soy el encargado de la biblioteca más
grande del mundo, donde hay información que podría acabar con la paz
reinante. Conozco diferentes idiomas y dialectos muertos; además de
códigos secretos que todavía nuestros expertos han estado desde hace más de
dos mil años estudiando y descifrando. Yo soy el rector y encargado para
que ninguna de estas informaciones ocultas o secretas salgan a la luz pública
sin antes haber pasado por los filtros de los custodios de la verdad.
—¿Cuál verdad? −dijo la agente situándose en frente de él.
Este respondió de manera soberbia.
—La única verdad que importa, hija mía: la enseñada por Jesucristo.
—¡Piccolo! ¿Qué significan estas figuras?
—Estas figuras, como le dices, son el lenguaje oculto de los esenios y por lo
que veo son muy antiguos y seguramente estarán codificados. Descifrarlo
me podría tomar al menos una semana. Recomiendo me dejes las fotos para
que mi equipo lo investigue.
—Lo siento, cardenal, pero esto es material clasificado y lamentablemente
no podemos dejárselo, usted entenderá que esta carpeta contiene material
secreto tanto para el Reino Unido como para los Estados Unidos.
Y el cardenal, chupando un poco de su habano, argumentó:
—Como usted entenderá, si no tengo estas fotos no podré ayudarlos;
entonces, creo que han perdido su tiempo.
Interrumpiéndolos espeté:
—Piccolo, voy a hablar un segundo con mi colega −la agarré por el brazo y
casi a manera de susurro:
—Por favor, sígame la corriente. En caso de que algo salga mal asumiré toda
la responsabilidad.
Ella, en el mismo tono:
—Lo siento, pero esta no es su decisión. Ese material pertenece al servicio
de Inteligencia Británica y a la CIA, y no puedo permitirlo.
Tratando de no subirle la voz, insistí:
—Este es el único ser sobre la Tierra que nos puede informar sobre el
significado de estas runas. Además, nosotros podemos conseguir más fotos.
¿Correcto?
—Sí, pero…
—Confíe en mí.
—¿Cómo sabremos que realmente nos dice la verdad?
—Confíe en mí. Esta es la única pista que tenemos para atrapar a este
maldito antes de que asesine a alguien más. Ella cerró los ojos como si fuera
a hacer algo que la metería en problemas.
—De más está participarle que estas fotos no pueden salir de sus manos, al
igual que la información que le estamos dejando.
El cardenal asintió, mirándome con ojos cómplices, y antes de retirarnos
añadí:
—¡Ah! Se me olvidaba… Necesito que también analice esta foto. Se
encontró en un pasadizo secreto en unas catatumbas de donde escapó el
duque.
Agarré una bolsa transparente desde la que se veía la foto del relieve donde
había la forma de un medallón. Él levantó sus cejas impresionado por esa
imagen.
Antes de salir, el cardenal nos interceptó con una voz extrañamente dulce:
—Peter, no te puedes ir sin antes recibir un regalo del Santo Padre.
El cardenal aplaudió una sola vez. Al lado de la chimenea había una puerta
que estaba bien camuflada, la cual se abrió dejando salir a uno de los
hombres de seguridad del Papa que cargaba una mediana caja de madera;
esta me parecía familiar. El cardenal, una vez que el oficial se colocó en
frente de mí, dijo:
—Sé que te encantan los buenos habanos.
El oficial abrió la caja de caoba, dejando relucir unos costosísimos tabacos
cubanos de primer nivel. Tan sólo con abrir la tapa, el olor a habano inundó
toda la habitación. Agarré uno de estos hermosos ejemplares para olerlo y
luego de colocarlo en su lugar cerré la caja.
—Muy agradecido.
—No me des las gracias, fue idea del Papa. Él les pide disculpas por no
haber venido, visto que tuvo que atender una pequeña urgencia de último
momento.
Me percaté que al cerrar la caja tenía el nombre y logo de la hacienda en
Cuba donde se hacían los mejores tabacos de ese país, y en relieve aparecía
una de las marcas más exquisitas de La Habana, Cuba.
—Bueno, cardenal, esperamos oír noticias suyas −comentó inocentemente la
agente Chang.
El cardenal asintió y nos abrió la puerta del inmenso salón.
—Espero le gusten los habanos y recuerde que Dios siempre estará con
ustedes.
Le respondí con cierto tono lúgubre:
—Dios se ha olvidado de mí, tú bien lo sabes.
Me agarró por un brazo me susurró al oído:
—A mis sobrinos y a mi hermana los vengaremos nosotros −dijo viéndome
con ojos dilatados y rojizos. Nos dio la bendición y cerró la puerta,
dejándonos acompañados por la escolta quien nos mostró la salida.
Al llegar a la garita donde habíamos dejado nuestras armas, Chang me miró
como un volcán en explosión. Yo, mientras tanto, verificaba mis armas. Una
vez montados en la camioneta, uno de los agentes de la CIA nos dijo:
—Ya pedimos las reservaciones en el hotel.
La agente casi rubicunda me vio y luego de asentir al oficial que iba de
copiloto, se dirigió a mí.
—¡Te has vuelto loco! ¿Cómo es posible que yo hubiese aceptado? ¿Sabes
que podría perder mi carrera por esta estupidez?
La camioneta blindada avanzaba por las calles de Roma y ella casi gritando:
—¿Me puedes explicar por qué me hiciste hacer esto?
Agarré una hoja y, sacando un bolígrafo de mi chaqueta, escribí: “Síganme
la corriente”. Haciendo una seña de silencio, ella con los ojos sorprendidos
se me quedó viendo y le mostré la nota a su asistente.
—Disculpe, ¿pero no teníamos otra opción? Además, en quién más podemos
confiar sino en ellos. Estoy seguro de que esta información no saldrá del
Vaticano y ellos mostraron gran interés.
La agente igual se mantenía silente y atónita ante todo ese espectáculo sin
sentido; mientras tanto yo seguía hablando. Le hice señas a Charles, quien
parecía estar preparado. Sacó un maletín metálico que estaba cerrado al
vacío. Allí metió el regalo del cardenal con mucha delicadeza y luego lo
cerró sellándolo al vacío.
Cambiando el tono de la voz me dirigí a Charles:
—¿Tienes el detector de frecuencia?
El asistente se lanzó hacia la parte de atrás de la camioneta y, luego de
registrar algunos de los maletines, sacó un aparato que parecía una pequeña
aspiradora de carros. Al encenderla se colocó unos audífonos, que a su vez
estaban conectados con este aparato electrónico. Cambié de nuevo el tono y
abrí la maleta.
—No nos queda otra opción. Los del Vaticano son los únicos que podrían
descifrar estos códigos que ningún lingüista o semiólogo podría hacer.
La agente, cayendo en cuenta:
—Bueno, pero de igual forma no estoy de acuerdo con romper los
protocolos de seguridad de la Agencia. Sabe que podríamos ir presos por
esto.
Mientras hablábamos, Charles pasaba el aparato por la caja de habanos y
mirándome asintió mostrando cierta preocupación.
Llegamos al hotel donde nos habían reservado habitaciones. Agarré la caja,
la metí en el maletín y lo cerré. Luego de verificar que estaba
herméticamente cerrada, le dije a la agente:
—Estamos pinchados. Nos escuchan y además están monitoreando todo lo
que estamos haciendo.
La agente me miró intrigada:
—¿Pinchados por quién? –preguntó abriendo la puerta del carro.
—¿Por quién más? ¡Por el Vaticano!
—Revisa la habitación y busca un lugar sin micrófonos; crea una zona
segura −le dije a Charles.
Se bajó con las maletas junto a los demás agentes que también ayudaban a
bajar los equipos. El conductor, viéndonos por el retrovisor, nos informó:
—¡Nos siguen!
—¡Son del Vaticano! Es normal, siempre lo hacen −le dije a la agente
Chang.
Le di la maleta que contenía la caja de habanos a Charles y agarré a la
agente por la mano.
—Acompáñame. Conozco un café que está a una cuadra de aquí. Allí te
explico todo.
Se dejó llevar como si fuera un monigote y me acompañó hasta el café,
viendo de reojo a los hombres que nos vigilaban desde un sedán negro.
Llegamos a un café al aire libre, repleto de ejecutivos que salían de su
jornada laboral. Al sentarnos fuimos abordados por uno de los mesoneros
quien nos preguntó algo en italiano.
—Yo pediré un café, ¿usted?
—¡Que sean dos!
Mostrando una sonrisa algo fingida le respondió al camarero y este, luego de
anotar en su libreta, se perdió dentro del café.
—¿Cómo sabías que esa caja de habanos estaba pinchada por micrófonos?
—Conozco al Vaticano y sé cómo trabajaban. Cuando estuve como
destacado en la Interpol en Italia pude ver que no es sólo un pequeño país
con su propia jurisdicción, sino que detrás de él se mueve uno de los poderes
más grandes del mundo, más que el poder energético o el poder militar −nos
interrumpió el mesonero quien, con una sonrisa en su rostro, nos sirvió dos
tazas de café.
Ella me preguntó:
—¿A qué poder se refiere, Peter?
—El poder de la fe, agente Chang. Me dediqué a investigar mucho más en
profundidad al Vaticano y sus conexiones con diferentes grupos de
mercenarios que servían a un brazo oculto de la élite que controla el poder
detrás del poder en la Santa Iglesia. En uno de los eventos a los que me
invitaron nos dieron a varios funcionarios de la Interpol una estatuilla de
plata de San Jorge. Allí, por casualidad, conseguí unos micrófonos que
estaban colocados en la misma estatuilla que me entregó este cardenal, quien
para aquella época era el encargado de la seguridad personal del Papa.
Sonó mi teléfono:
—Sí, dime.
—Señor, será mejor que venga y escuche esto.
—¿Qué pasó? −dijo la agente luego de tomar un sorbo de su café.
—Mejor es que subamos –le sugerí, dejando un billete de cinco euros.
—¿Qué? ¿Consiguió más micrófonos?
—No creo, debe ser algo mucho peor.
Vuelo comercial rumbo a Manaos (Brasil)
Escuché la voz de un piloto de la aerolínea brasileña que informaba que
empezábamos la aproximación al aeropuerto de la ciudad de Manaos. En el
aeropuerto, una dama que conocía muy bien me esperaba vestida con un
traje elegante ajustado al cuerpo, color blanco. Era más bella de lo que
recordaba. Su sonrisa iluminaba sus intensos ojos azules. Todos los
transeúntes de este pequeño aeropuerto tenían que ver con ella; parecía un
ángel.
—¿Usted?
Ella me picó el ojo.
—¿Cómo estás, Aníbal? ¡Bienvenido a Manaos!
—Usted es la doctora que me drogó.
Se agachó un poco para ponerse a mi altura y colocó su mano en mi hombro:
—Tuve que hacerlo. Mi nombre es Athbel y trabajo para Salazar.
—¡Aníbal! −oí una voz que me emocionaba. Estaba más bella que nunca. Se
había recogido el cabello y tenía un vestido negro que la hacía ver mucho
más mujer que el insípido uniforme del liceo. La abracé y temblaba. No sé si
de la alegría de verme o de la tristeza por la pérdida de sus padres.
—¿Có…co…mo está tu brazo? −viendo mi brazo enyesado.
—Mejor. Lamento lo de tus padres. ¿Cómo estás?
—Triste, extraño mucho a mi papá. Es...espero esta aventu…tu…ra me
ayude a sobrellevar mi dolor.
Athbel se nos acercó.
Mientras, un joven ejecutivo pasó a nuestro lado quedando boquiabierto por
esa escultural mujer.
—¿Cómo estás, Athbel? −le saludó Suhail.
—¿Están listos? Los otros jóvenes los están esperando para partir al
campamento.
—¿Otros jóvenes? −dije sorprendido, en tanto caminaba detallaba las
piernas muy bien formadas de mi bella Suhail. “¡Uao, qué buena está!”.
Vi un avión de dos hélices al que se subieron Athbel y Suhail; dos hombres,
más altos que nuestra anfitriona, nos ayudaron a montar el equipaje. Dentro
de este pequeño avión sólo había cinco niños. En la primera fila estaba un
joven de color, vestido con un traje muy comico. Detrás de él estaban tres
pelirrojas, que eran idénticas desde sus ropajes hasta su cara, y al otro lado
de la fila había un joven con el cabello rapado, vestido como un militar, con
un aspecto agresivo. Nos sentamos en la última fila. Ella se sentó al lado de
la ventana con una tristeza que no podía disimular.
Despegamos y se recostó sobre mi hombro. Los jóvenes que nos
acompañaban eran bastante extraños, al parecer estaban tan tensos como yo.
***
Empezamos a descender y estábamos muy cerca de las copas de los altos
árboles. Me acerqué a ella, quien había despertado, y veía el bosque tropical
que parecía un manto de espinacas. En su mirada se dibujaba la tristeza que
escondían sus ojos color miel.
—¿Sabes que estás muy bonita? −me devolvió el piropo con una sonrisa
fingida.
—Ro...Ronald no está bien.
—¿Por qué?
—Cuando lo vi en el aeropu...pu...pu...erto, esta…ba callado y no dijo ni una
pa…pa…labra. Y cuando regresamos a Londres, a ca...ca...ca...sa de mi tía,
tra...tra...traté de hablar con él, pero todo lo respon...pon...pon...día con
mo…mo…monosílabas. Lo que más me...me...me im...impactó fue que en el
en... en...en...tierro no soltó una lágrima. Lo único que me…me…me
comen...to...to fue: “voy a vengarme”.
—¿Pero no fue un accidente?
—Sí, esa es la versión ofi…cial y me tiene muy preocupada.
Le sujeté la mano y, viendo sus ojitos tristes, le dije:
—Tranquila, cuando regresemos voy a hablar con él.
El avión empezó a descender en espiral, quedando a muy baja altura, y se
niveló para aterrizar. “Dios, en qué lío me estoy metiendo!”.
Al aterrizar todos se pararon de sus asientos y sacaron sus maletines de
mano. Athbel abrió las puertas del avión y nos permitió salir. Ya habíamos
llegado a nuestro destino final. Bueno, al menos eso creía.
Nos bajamos del avión. El calor húmedo se nos adhirió a nuestras ropas
como si fuera pegamento líquido. El campamento tenía cuatro inmensas
cabañas pero, extrañamente, éramos tan sólo siete jóvenes que viajamos en
el avión.
Athbel se colocó en frente de nosotros y nos habló en inglés, idioma que
manejaba muy bien ya que fue el primero que nos enseñó mamá, a mi
hermano y a mí, visto que ella era de origen escocés. Al parecer, todos
hablábamos inglés perfectamente, menos el rubio que por su acento me
pareció de nacionalidad alemana:
—Jóvenes, por favor coloquen sus pertenencias en este lugar.
Luego de colocarlas en frente de nosotros, Athbel nos indicó:
—Muy bien, las cuatro señoritas deben ir al bohío Venus.
Señalando la choza que estaba a la derecha del campamento, las trillizas y
Suhail se disponían a recoger sus cosas cuando Athbel las interrumpió:
—Sólo lleven sus registros Akashicos o sus libros mágicos, como algunos
prefieren decirle.
Las cuatro jóvenes, algo extrañadas, se vieron y, sin decir nada, abrieron sus
bolsos para sacar sus brillantes libros blancos.
—Sobre sus camas encontrarán la ropa adecuada para poder disfrutar de esta
iniciación.
Una de las trillizas levantó su mano derecha y señaló:
—Disculpe, pero yo soy asmática y debo llevar mis medicamentos.
—A donde vas no vas a necesitar tus medicamentos. Pueden retirarse nos
encargaremos de sus cosas.
Nos vimos algo extrañados. Decidimos ir a la choza que estaba a nuestra
izquierda, de nombre Marte. Al recoger mi libro, sentí que me observaban:
era Salazar. Caminaba con unos indígenas cargando unos pescados. Parecía
una palmera frente a estos nativos que le hablaban amistosamente. Athbel
nos invitó a pasar a nuestra choza que parecía un galpón industrial; pude
notar que en todo este inmenso espacio sólo había tres camas sobre un piso
de tierra y atrás un espacio cubierto con tres regaderas para bañarse. Lo que
me extrañaba era no poder ver una poceta o algo parecido, me empezaba a
angustiar. Al llegar a mi cama me impresionó ver mi nombre tallado en la
cabecera de la madera. Cada quien colocó su libro blanco luminoso sobre la
cama. Estos empezaron a brillar con mayor fuerza. En eso nos sorprendió
una gruesa voz:
—¡Cazadores atlantes!
Y, como si estuviésemos en un liceo militar, este ser nos pasó revista. El
rubio se paró firme y el muchacho de tez oscura y yo tratamos de imitarlo.
Al verlo con más detalle lo pude reconocer: era el mismo ser alado que me
recibió en mi primer viaje astral con la diferencia que tenía un parche en su
ojo derecho y esta vez no tenía alas.
—Vayan a bañarse. Tienen cinco minutos para hacerlo. ¡Ahora, ahora!
Nos desnudamos y salimos corriendo hacia las regaderas donde al menos el
agua era tibia, presumí, por el calor imperante que me tenía todo sudado.
“¡Qué campamento tan placentero! ¡Dios, esto es un cuartel!”.
Ronald en una de las residencias del duque (Londres, Inglaterra)
Ronald miraba las fotos de sus padres que colgaban en un lujoso marco. Su
tía lo sacó de su concentración indicándole que ya habían venido porél. Justo
al final de la escalera estaba el chofer de la limusina que esperaba afuera.
Agarró el bolso que sólo contenía el libro negro que le dio el duque y bajó
lentamente.
Veía con tristeza las fotos de su familia; una de ellas le sacó algunas
lágrimas: aparecía su padre sacando un pez aguja azul mientras él y su
Hermana lo ayudaban bajo la mirada de asco de su mamá.
En medio de la tristeza que sentía en su corazón, pensaba con rabia:
“Éramos felices hasta que esos desgraciados acabaron con mis padres. Juro
vengarme, así sea lo último que haga en mi maldita vida”.
Se montó en la limusina y vio con placer cómo un grupo de escoltas se
montaban en dos camionetas Range Rover negras. Se sentía una persona
muy importante. Había una pantalla que estaba encendida y, al arrancar, una
tétrica imagen lo sacó de sus sueños de riqueza y poder: en la pantalla
apareció un lugar muy oscuro, cubierto por una densa neblina grisácea. Del
fondo de la neblina emergió la espalda de un hombre con un sombrero de
copa y una capa negra amarrada al cuello. Este extendió sus brazos y
lentamente giró como si un plato en el suelo lo moviera 180°. La oscuridad
iba cediendo product de un número de velas negras que se encendían
mágicamente, colocadas en frente de ese sibilino ser. El rostro se mantenía
en las sombras.
Era difícil identificar quién era, pero una risa macabra lo descubrió. Unas
pupilas dilatadas y rojizas hacían correr una corriente eléctrica en toda la
espina dorsal de Ronald. Su rostro aparecía de manera intermitente, dándole
un aspecto casi demoníaco.
—¿Cómo estás, querido hijo?
—¡Duque! −miró con cierto temor.
—Préstame atención: mañana, cuando llegues a tu destino...
Ronald le interrumpió:
—¿Adónde voy?
—Vas a empezar tu entrenamiento. Yo mismo seré el encargado de
enseñarte.
—¿Entrenamiento en qué, duque?
—Recuerda que la única forma de vengar a tus padres de los autores
intelectuales es entrenándote bien para la búsqueda de la llave, querido hijo.
—¿Qué llave?
—Todo a su tiempo. Por ahora descansa que te espera un largo viaje. Debo
retirarme.
Y una brisa apagó las velas que mantenían el rostro del duque en pantalla.
***
Luego de varias horas de camino, la limusina que lo llevaba llegó a un
varadero donde le esperaba un hidroplano. Era extraño que este no tuviese
ningún emblema de la corporación y, para su asombro, era un avión de la
guardia costera inglesa. Pero al ver a uno de los pilotos de este avión se dio
cuenta que todos estos emblemas eran falsos, ya que quien estaba disfrazado
de piloto era el mismo que había manejado el pequeño submarino donde
escaparon de los tipos de la CIA. Al subir pudo ver en su interior un grupo
de hombres de seguridad que, además, estaban apertrechados hasta los
dientes de armas. Uno de los pilotos lo invitó a sentarse en la cabina, acto
que le emocionó muchísimo ya que nunca lo había hecho.
—Señor Ronald. Bienvenido al vuelo 357. Nuestro destino usted ya lo
conocerá; nos honra su presencia en la cabina.
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