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LA POESÍA DE SAN JUAN DE LA CRUZ La poesía es una doncella dificil, a la que perseguimos eternamente y a la que alcanzamos muy pocas veces. El vago concepto que de ella tenemos-y también la seguridad de que existe, seguridad que es profe- sión de fe-cambia y se complica con los tiempos. Mejor aún: cuando parece que estamos cerca de la claridad, algo se enrarece, y la huidiza forma vuelve a sus oscuras posesiones. También aquel que cree encon- trarla es quien más lejos puede hallarse de ella. Quien puede sentirse alejado de su hermosa vecindad, es el que, en ocasiones, la posee y la crea. Fray Luis, despreciando humildemente aquello que se le había caído de las manos; Antonio Machado, diciendo que el poeta era Manuel, su hermano; que él era sólo un duro aprendiz ... El tiempo, los tiempos, traen luces sobre las pesquisas literarias; los procedimientos de búsqueda y análisis se afinan y perfeccionan. sos y criticas tratan, con nuevos arsenales de armas inquisidoras, de cer- car la labor del poeta para saber cuáles son sus aciertos y por qué, dónde está la clave de sus hallazgos, de sus fracasos o de sus triunfos. Tratan en definitiva de poner número y norma a lo que, en sí, resulta espléndi- damente anárquico, sugestivamente indescrifrable. Arthur Rimbaud de- cía: «Acabo por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu ... » Volver al orden y a la valoración racional lo que nace en el accidentado y turba- dor campo del sentimiento, es tarea irrealizable. Pero en esa persecución de la poesía se han tendido millares y mi- llares de páginas que, si no nos han llevado a un fin absoluto y convin- cente, nos han acercado en ocasiones a las fronteras del misterio. Repito

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LA POESÍA DE SAN JUAN DE LA CRUZ

La poesía es una doncella dificil, a la que perseguimos eternamente y a la que alcanzamos muy pocas veces. El vago concepto que de ella tenemos-y también la seguridad de que existe, seguridad que es profe­sión de fe-cambia y se complica con los tiempos. Mejor aún: cuando parece que estamos cerca de la claridad, algo se enrarece, y la huidiza forma vuelve a sus oscuras posesiones. También aquel que cree encon­trarla es quien más lejos puede hallarse de ella. Quien puede sentirse alejado de su hermosa vecindad, es el que, en ocasiones, la posee y la crea. Fray Luis, despreciando humildemente aquello que se le había caído de las manos; Antonio Machado, diciendo que el poeta era Manuel, su hermano; que él era sólo un duro aprendiz ...

El tiempo, los tiempos, traen luces sobre las pesquisas literarias; los procedimientos de búsqueda y análisis se afinan y perfeccionan. Estudio~ sos y criticas tratan, con nuevos arsenales de armas inquisidoras, de cer­car la labor del poeta para saber cuáles son sus aciertos y por qué, dónde está la clave de sus hallazgos, de sus fracasos o de sus triunfos. Tratan en definitiva de poner número y norma a lo que, en sí, resulta espléndi­damente anárquico, sugestivamente indescrifrable. Arthur Rimbaud de­cía: «Acabo por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu ... » Volver al orden y a la valoración racional lo que nace en el accidentado y turba­dor campo del sentimiento, es tarea irrealizable.

Pero en esa persecución de la poesía se han tendido millares y mi­llares de páginas que, si no nos han llevado a un fin absoluto y convin­cente, nos han acercado en ocasiones a las fronteras del misterio. Repito

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que, cada tiempo, abriendo sus propias ventanas, cada época dándose con distintas ceguedades. Lo que hoy nos parece seguro, definido, defi· nitivo, mañana se nos cae de antigüedad, y se nos vuelven pueriles los sesudos descubrimientos de un ayer relativamente próximo.

Cuántos poetas se han levantado de la nada, de lo que pareoía la nada a muchos de los que nos precedieron; cuántos se han caido en una época para que los hombres de otras volvieran a alzarlos; cuántos han desaparecido después de unas horas engañosas y estelares para no volver a más actualidad que la que ha podido proporcionarles un eru­dito caprichoso al dedicarles una breve página trasnochada y desdeño­sa. Federico Carda Lorca dejó escrito: «Puede que algún día me guste la poesía mala muchísimo, como me gusta -nos gusta- hoy la música mala con locura» ...

¿Cuándo es bueno un poeta o un poema? ¿Qué es poesía y qué no lo es? ¿Para cuánto tiempo dictamos nuestros perecederos veredictos? Preguntas todas que se quedarán sin respuesta total, que irán con sus contestaciones a morir en ese cajón de sastre literario que recoge tantas y tantas definiciones para la poesía.

Sin embargo, hay poetas que, acotando grandes períodos, desplazan­do gustos y modas, saltándose retóricas y escuelas, y nuevos modos de pensar y nuevos modos de ver, permanecen sobre el tiempo, y la segu­ridad de su fortuna se consolida cerrada y misteriosamente. Este es el caso de San Juan de la Cruz; ésta es la situación de su poesía.

Pero hay todavía algo más. En 1942 se celebra el Centenario del na­cimiento del Santo. Limitándonos a la atencian de puertas adentro, los poetas y críticos de aquella hora de nuestras letras, al poner en pie la obra de San Juan de la Cruz, subrayan no sólo la altura de esa poesía, la hondura de sus hallazgos, la calidad de su expresión, sino que traen a primerísimo plano su modernidad. Se podrá argüir, llevando las cosas a determinados extremos, que todo poeta verdadero es siempre un poeta actual; pero esto no siempre es cierto, o al menos hay grados, muy es­timables, en esa modernidad.

Estamos, además, en un caso de incitante discriminación, tanto por la sencilla calidad del poeta como por la agudeza «tempista» de sus comentadores. Trataré de explicarme ... Todos sabemos que la poesía contemporánea dio un salto de titán en los lustros que van de nuestro siglo. Si toda la poesía universal sufre ese profundo cambio en sus aná­lisis, creaciones y ponderaciones, desde Allan Poe y los maestros fran­ceses del XIX, la onda de esa renovación no va a llegar prácticamente a España hasta la generación «del 27», que, sustentada en los orígenes de Rubén 'DarÍo y en los tres grandes pilares «del 98», Unamuno, An­tonio Machado y Juan Ramón Jiménez -uno este nombre último a los

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otros dos para no olvidar el vivificador bloque del Modernismo~, es la aguerrida valedora de las fecundas corrientes contemporáneas, la que ha de recoger todos los movimientos vanguardistas de la postguerra del 14, la que ha de dictar modos y libertades a las promociones que la sucedan ...

Pues bien, han de ser estos hombres y los que les sigan los que uná­nimemente se pronunciarán favorablemente por la poesía de San Juan de la Cruz, al creer que ni un sólo verso del poeta ha podido quedar exhausto o ha podido ser arrasado por la tempestuosas nuevas valora­ciones establecidas desde los revolucionarios objetivos de los «ismos». Sin la audacia intelectual y las complejidades de Góngora, sin la con­vulsa sacudida social de Quevedo, de oportuno magisterio para deter­minadas situaciones críticas en lo literario o en lo humano, la poesía de San Juan de la Cruz es aceptada y salvada en su totalidad, y el «me­dio fraile» de Fontiveros puede entrar por las exigentes rendijas que abre la mirada contemporánea. San Juan de la Cruz es un poeta mo­derno; San Juan de la Cruz es un poeta vivo; San Juan de la Cruz es un poeta actual.

Todos los estudios contemporáneos que han venido a enriquecer la nutrida bibliografía sobre el Santo, han abundado en estas ideas, y la poesía de San Juan de la Cruz se ha convertido no sólo en hito inmu­table de la mejor lírica española; no sólo se le ha considerado como la voz más alta de toda nuestra poesía, sino que esa voz se la ha situado en la más viva y fragante modernidad. A los estudios del P. Crisógono de Jesús, a los de Menéndez Pelayo, de Berrueta o de Baruzi, han se­guido esos luminosos descubrimientos y claridades sobre los inmarce­sibles versos, que han aportado Dámaso Alonso, Orozco o Bousoño, por no detenernos más que en algunos.

Pero tendremos que remontarnos un poco para llegar, si podemos, a las evidencias de esa modernidad.

¿Qué tiene esta poesía que de tal manera convence y emociona a hombres tan alejados de aquel tiempo en que el Santo la escribió; que ha permanecido valiosísima y viva después de tantas revoluciones líri­cas? ¿Es solamente -y no sería poco- el tema en sí; la inspiración de un ser a medio camino del cielo, acercándonos a los profundos co­nocimientos que da la luz de «la otra ladera», usando la terminología de Dámaso Alonso? Pero resulta que este poeta habla sobre la tierra, y usa nuestro lenguaje y, es más -pero de esto trataremos más tard~, recoge, en ocasiones, voces al parecer empleadas por otros. De forma que su originalidad y su fuerza de inversión hay que perseguirla por caminos de no fácil trazado.

Nos encontramos, además -y no nos asusten las palabras-, ante alguien que no es un profesional de la lírica; que no ha escrito dema-

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siados versos, que no ha estudiado con la suficiente extensión y con la dedicación habitual todos esos recursos que el ejercicio va poniendo en manos de los poetas de dedicación más completa, de vida más intensa­mente aplicada a la poesía, o en general, al menester literario.

Total, tenemos ante nosotros un puñado de versos, donde el tema no puede sorprendernos por su novedad, donde el lenguaje -en una visión superficial- puede parecernos extremadamente sencillo, donde la intención puede estimarse como estrictamente piadosa. Hay hasta cier­ta monotonía en el procedimiento, en la elección de la estrofa, en el vuelo bajo y como tímido de la rima. Pero ¿hasta dónde nos elevarán estos tímidos brazos, estas sencillas disposiciones ... ?

Pensemos en los orígenes: un muchacho débil y enfermizo, sin en­señanzas de fondo en un principio. Medina y Salamanca, después de su Fontiveros; pero en seguida la quemazón itinerante, y la tarea fun­dadora, y el aguijón de Teresa para no descansar un instante, para con­vertir en camino toda la fuerza y el deber de cada día. y luego, la cár­cel, la soledad, la miseria y el cansancio ... SÍ; nunca se sabe dónde está la fuente terrena que alimenta mejor el alma de un poeta. Qué grandes frutos los de la contrariedad y el desamparo. Qué fecunda esa cárcel de Toledo, «cárcel de amor», si no para él, para la humanidad que iba a sucederse leyendo y sintiendo lo que hizo posible que se llenara de cla­ridades no sospechadas el pozo del dolor y del abandono.

Aquí está la cantera viva de donde tendría que arrancar la gema prodigiosa del poema. Después llegaremos a las ayudas del conocimien­to, a la ciencia y a los paralelos, a los caminos pensantes o a las fórmu­las del verbo en acción; pero naturaleza, destino y azar, esas tres fuerzas que según Dilthey lidian en el creador con fuerzas encontradas y dis­tintas, son las que se definen de manera rotunda en la caracterización de nuestro poeta. Su débil constitución, sacrificada y entusiasta siempre para sacar fuerzas de flaqueza, sí, su naturaleza retraída, encarcelada ya desde sus primeros años, a la circunstancia familiar, a su reducto espiritual, mandaría siempre en el desarrollo de su personalidad. Un poeta no es más que un niño, un niño triste, un niño melancólico nos atreveríamos a decir, un niño que nunca ha dejado de serIo totalmente. Su destino era el de la búsqueda de Dios, el de su conformidad en el tránsito hasta encontrarlo definitivamente, el de «morir porque no mo­ría», pero con ese dolor suave, que es la mayor virtud de su canto. El azar también llega a conformar la figura del poeta. El se ha hecho ca­minante, yesos caminos han sido dispuestos como una leccian diaria de humildad y de grandeza al propio tiempo. El libro de España, de mucha España al menos, de la España que recorrió San Juan de la Cruz, está hecho de páginas tremendas en su llaneza. Habría jornadas en las

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que no se vería en el sobrecogedor círculo que el horizonte inmenso de­finiría más que un accidente mínimo, un bultillo sobre la tierra:, el de la carreta monótona y lentísima. Y, arriba, todo el cielo, como un man­dato silencioso, pero elocuente, como una campana acogedora y lim­písima, sonando sólo en el interior del alma del que espera: «la mlÍsica callada», «la soledad sonora». Sí, naturaleza, destino y azar, lidiando en una poderosa personalidad.

Luego vendrá todo eso de «artista instintivo» o «artista reflexivo», que han perseguido algunos, pero que son distinciones que quedarán por debajo de esa fortísima personalidad que había de arrancar sus palabras de una experiencia emocional altísima y para nosotros quizás indescifrable. Porque una vez más -y aquí ya tocaríamos con algunos de los más recientes convencimientos- la poesía en San Juan de la Cruz, y en todo gran poeta, o menor, pero verdadero poeta, no es so­lamente sabiduría, ni solamente pensamiento, ni -podríamos decirlo-o sentimiento solamente. En ella no priman de manera separable la si­tuación, la música, el tema, la claridad, la comunicación o el artificio. Todos estos elementos diagnosticables, y algunos más, muchos más, que escaparán siempre a un análisis de humano detenimiento, por valiosos que se nos aparezcan en ocasiones -con alterna fortuna, segun el poeta de que se trate- no son nada si no vienen ensamblados, confundidos, potenciados inseparablemente por el genio inaprehensible del creador. Por muchas que sean las visitas que hagamos a estos versos, siempre tendremos impresiones vivÍsimas y cambiantes. Fondo y forma -cali­dades discriminadas en tiempos para juzgar una obra de arte- tienen que formal' una rotunda, inquebrantable unidad. Que es lo que nos ocu­rre con San Juan de la Cruz. Lo que sentimos, por ejemplo, ante una pintura buena y otra que no lo es. Esta puede relatamos una escena sublime o emocionante; pero si no hay, o no hubo en el pintor, más que el descubrimiento anecdótico, en cuanto nos enteremos del «asunlo», lo que tenemos ante los ojos habrá perdido todo su interés. En cambio, un buen cuadro nos sujetará siempre, y con otras amarras, y, mucho más allá del tema, nos ofrecerá motivos de atención y de interés que pueden no acabarse nunca.

La misma temática de San Juan de la Cruz, si tratáramos de mirarla desde estos extremos y desde nuestras más humanas ventanas de obser­vación podría no importar, ya que muchas veces está tomada de otros sitios. Lo concreto y aislable es referencia, paráfrasis, vuelta a lo divino de lo humano o recreación de un asunto ya tratado por alguien en una tradición literaria concreta. Lo que ocurre es que en nuestro poeta el tema que fundamenta su palabra es mucho más trascendente y está ilu­minando desde otra luz mucho más alta y misteriosa los aciertos expre­sivos o temáticos elegidos como base para lanzar desde ahí el portento

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de su voz. Estamos -como tantos han hecho- tratando de medir con nuestros módulos humanos lo que llega de regiones que no podemos alcanzar. Y una vez más vienen a formar parte de la indisoluble unidad, también ahora, lo que es ciencia adquirida en aulas no frecuentes ni posibles para nosotros: las de la experiencia mística. Esta unidad es la que nos puede invitar muchas veces a entrar en zonas que nos están vedadas, porque también son inseparables en San Juan de la Cruz las gracias líricas -de altísimo y quizás inigualado valor- y las gracias espirituales, en el más puro e inalcanzable valor del concepto. El propio Dámaso Alonso ha rectificado sus puntos de observación. Quiso acer­carse total y minuciosamente a los valores de esta poesía, desde la hu­mana «ladera», y ha tenido que decir años después lo que ya intuía; que había algo más, mucho más, que escapaba a los más delicados aná­lisis estilísticos. Y así ha llegado a exclamar: «¡Por San Juan de la Cruz, creo, creo en el prodigio!»

Ese prodigio, una vez más, vemos que es un prodigio de fe, y que es un prodigio de amor. Palabras que pueden unirse también después de llegar al buscado conocimiento. Y es que la poesía se alimenta esen­cialmente de amor. Le ocurre como al alma, en palabras de Santa Te­resa, cuando nos dice que su aprovechamiento «no está en pensar mucho, sino en amar mucho, y ansÍ lo que más os dispertare a amar, eso haced».

Un despierto de amor es San Juan de la Cruz, que ha elegido para darnos cuenta de su desvelo, un instrumento casi capaz para la medida de su alma, el instrumento de su poesía. Pensemos en sus excelentes comentarios en prosa, donde también la palabra consigue gracias y per­fecciones que pocas veces ha alcanzado la lengua española. Pero nunca se llega, en esas nutridas páginas, a la fuerza y a la cima logradas con la brevedad de sus estrofas. De aquí que haya habido cientos de inter­pretaciones dispares sobre la tarea creadora de las <~Canciones» y la redacción de las páginas de la «Subida del Monte Carmelo». Y, aunque muchas veces, la prosa viene a sustentar -si es que necesita sustento­el verso, y a completar algunas de las intuiciones aparecidas en los poe­mas, la verdad es que éstos en sí escapan a toda exégesis, aunque sea el propio San Juan de la Cruz quien la haga. Y no es, ciertamente, como alguien ha creido, que el Santo se viera obligado a estos comentarios y tratara después de hacer más ejemplares los símbolos empleados en las canciones; lo que ocurre es que un poema es una pieza cerrada, sin posibilidad de aumento, de comentario, de taducción, de versión... Y el propio Santo, a los ojos de alguien, parecerá que se aleja en la prosa de las metas conseguidas con el verso. CuandO' Jorge Guillén nos dice que San Juan de la Cruz «es el gran poeta más breve de la lengua es­pañola, acaso de la literatura universab> acierta. Porque a su intensidad y a sus logros les basta con la extensión conseguida. Este es el misterio

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de la poesía, ésta la gracia de su economía, éste el camino más corto, el camino recto entre dos puntos. Aquí dado por alguien que había también acortado la misteriosa distancia que va desde el alma hasta su Creador.

La magia segunda -entendámonos así- de nuestro poeta, es la de conseguir, después del prodigio de sus aproximaciones, el vehículo para expresarlas. La palabra «mística» procede del griego y significa «cerrar», lo que nos dice que los caminos de aproximación a la Divinidad por las distintas «vías» purgativa, iluminativa, unitiva- se desarrollan en una zona cerrada, secreta, oscura, a la que los demás no tenemos acceso. y el prodigio de San Juan de la Cruz está en habernos dado cierta no­ticia de esos alcances. Que la poesía haya sido el puente nos dice mucho del supremo valor de la palabra lírica.

Siempre desde lo oscuro nos llegan las más luminosas palabras. Este es un principio que podría valer para toda la poesía. Y San Juan nos dirá de muy distintas maneras: «para decir algo de esta noche oscura no me fiaré de experiencia ni de ciencia», o también: «y por cuanto esta doctrina es de la <<noche oscura», por donde el alma ha de ir a Dios, no se maraville el lector si le pareciere algo oscura», y todavía: «se han de decir cosas bien importantes para el verdadero espíritu. Y aunque ellas son algo oscuras,de tal manera se abre camino de unas para otras, que entiendo se entenderá todo muy bien»... Es aquÍ donde nuestro poeta hace una distinción que se podría aplicar a la prosa y al verso para aclarar problema que hoy se plantea con frecuencia. Ese camino que «unas cosas abren para otras», diríamos que es más propio de la prosa, género que se monta y desarrolla sobre esa estructura discursiva; mientras que la poesía tiene una intención y una economía de génesis distinta. Modernidad de San Juan de la Cruz, si lo volvemos a lo hu­mano, en ese forzado ir y venir a que tenemos que someter su obra si queremos que de alguna manera la toquen nuestras manos terrenales ... Está hablando de la fe, pero sobre los poemas que ha escrito, y nos dirá: «Porque otras ciencias con la luz del entendimiento se alcanzan; mas esta de la fe, sin la luz del entendimiento se alcanza» ... ¿No es esto lo que se pide hoya todo lector de poesía, cuando rechaza ciertas ine"i­tables oscuridades, determinadas dificultades propuestas por el poeta en su búsqueda solitaria de la más alta expresión ... ? Muchas veces es de lo oscuro de donde sale la mejor claridad:

«Aquesta me guiaba más cierto que la luz del mediodía» ...

Volvamos, sí, al hombre poeta, y entremos en esa obra breve, en esa cámara cerrada, desde la que no~ llega una esencia de la palabra no igualada jamás, una sacudida emocional cuyas ondas no perderemos

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nunca por más que nos alejemos del fenómeno. Esencia o acento, que es lo más valioso y perdurable de un poeta. Y que es algo que no suele darse después de la lectura «de un poema», sino de la lectura «de un poeta». Trataré de explicar esta diferencia ... Un poeta no es para nos­otros el autor de un poema afortunado, sino esa voz que se desarrolla y extiende por una obra de cierta amplitud. Voz que se ha situado en diferentes planos, que ha acotado distintos momentos de vida, que se ha apoyado en experiencias varias. Así, sin tener que recordar un poema preciso, yo tengo el «acento» de Antonio Machado, o de Lope, o de Quevedo. Todos estos poetas han hecho su obra, que ha llegado a mí, varia, confusa muchas veces, con aciertos totales y otros que lo son me­nos. Pensaríamos hasta en los fracasos, en los momentos débiles, en los poemas menos conseguidos. No sé si el «acento» que yo conservo de Rubén Darío no participa de mucha de su obra menor y ocasional, y esto, aunque parezca extraño, puede añadir puntos positivos al balance. Por eso no somos partidarios de valorar a un poeta por un poema suelto, por la muestra de una antología. Ese célebre «Madrigah>, de Gutierre de Cetina, por afortunado que sea, apenas nos dice nada del poeta que lo escribió. Sólo en casos muy especiales podemos tener noticia verda­dera de la altura de un poeta considerándolo a través de un sólo poema. Esto ocurre, por ejemplo, con las «Coplas» de Jorge Manrique; pero se trata de un poema síntesis de muchas cosas, de una pieza grande y sobradamente expresiva, totalizadora, aparte de su afortunada y genial realización.

Así nos sorprende, como excepción, esta breve obra, subrayada por Guillén, como hemos dioho, del poeta sublime que hay en San Juan de la Cruz. Una vez más al estudiarlo tira por tierra todos los preceptos, todas las experiencias. Unas páginas, muy escasas, unas estrofas, muy pocas, nos hacen pensar en la poesía, confirmando muohas de nuestras más exaltadas adivinaciones, pero abriéndonos también posibilidades y maravillas en las que nunca pudimos aventurarnos.

¿Qué es en definitiva esta obra? ¿De qué se compone ... ? De esas tres piezas magistrales, de esas grandes sinfonías -que sirven también a la brevedad-:. La «Noche oscura del alma», el «Cántico espiritual» y la «Llama de amor viva», y de una serie de romances y de cantares ajus­tados a las formas tradicionales, que no llegan en total a la veintena. Pero esos tres grandes poemas -podríamos prescindir de la otra parte­son más que suficientes para que su autor haya tomado, como diría Lope, la monarquía poética de toda la literatura española. Ocho estrofas de cinco versos en la «Noche»; cuarenta estrofas de cinco versos en el «Cán­tico», y cuatro estrofas solamente de seis versos en la «Llama». Poemas, los dos primeros, escritos en liras, y el tercero, en estancias donde tam­poco se sale de la combinación de versos de siete y de once sílabas.

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Un registro corto y monocorde, un instrumento que suena sobre dos cuerdas únicas, pulsadas hasta las últimas fronteras de la sublimidad. Lo mismo que hemos dioho que el tema no importa sino de una manera relativa, así la medida adoptada es algo que tampoco resulta funda­mental. Se dice que es Garcilaso quien informa desde la tradición a San Juan de la Cruz ... «¡Ay, del poeta español que no tenga algo de Gar­cilaso!», hemos oído decir alguna vez a Gerardo Diego ... Pero acaso fuera la lectura más inmediata e informadora, la de Sebastián de Cór­doba que vertió a lo divino, sin demasiada fortuna, las obras de Boscán y de Garcilaso ... ¿Qué importa? Por más que indaguemos buscandO' in­fluencias o paralelismos, nos encontraremos solamente con unas pala­bras, con una disposición de algunos vocablos semejantes, con un verso quizás que se alza desde el limo torpe hasta la purísima nube de 10 genial.

Si los temas, los «asuntos», pueden narrarse en unas líneas, si de la lectura de «El Cantar de los cantares» tomó nuestro poeta la clave para· darnos esas nupcias sobrecogedoras del Alma con su Esposo, todas las referencias empalidecen, se borran y se olvidan, ante el hallazgo de estas piezas únicas, de estas intocables gemas sensibles y verbales, donde nada es susceptible de comparación o de trasposición. Algo sí hay que nos importa señalar: no el punto de partida, no la apoyatura circuns­tancial o decisoria, sino ese último estado en que se encuentra todo gran poeta cuando elige la palabra lírica, «la palabra esencial en el tiempo», que dijo AntoniO' Maahado. No hay para el poeta distintas fuentes de alimento espiritual -o mejor, diferentes alturas valorativas de donde llegan sus riquezas manantiales-; todo es para el poeta tesoro vivo y conformador. También todo es exigencia, estación terminal de muchos tránsitos de dolor, de pasión, de experiencia, de esperanza. Rilke nos dijo que sólo después de haber cruzado por muchos caminos, de haber experimentado muchos azares de la vida y del tiempo, de haber sentido el latido de muchos corazones, podría el poeta escribir una sola pala­bra lírica verdadera.

y esto es San Juan de la Cruz: síntesis dolorida y también triunfal, magistral y humildísima de una vida singularmente apasionada, donde cada entrega era un enriquecimiento, donde cada desamparo era un paso hacia la verdadera compañía, donde las oscuridades eran tinieblas que «alumbraban». Nada es desdeñable para el poeta: tampoco la amarga circunstancia. Y acaso ésta se diera en aquella cárcel de Toledo y, en medio de la noche, vendría el milagro del símbolo:

«iOh, noche, que guiasteI iOh noche amable más que la alboradal iOh noche, que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformadal»

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Una vez más, hasta la circunstancia vendría a servir de ayuda y a com­poner la unidad espiritual del poeta. Mística sÍ, coto cerrado, cárcel de algún modo, lugar secreto y aparte. Dolor en principio, y luego salva­ción definitiva. ¿Quién se atreve a ponerle puertas al alma ... ?

Pero forzoso es dar un paso más. Es ese justo y difícil: el que nos acerque al poeta en el trance de comunicarnos sus éxtasis. Y es éste el instante en que toda ciencia, toda enseñanza adquirida -ah, humani­dades de Salamanca, lecturas de Garcilaso, cancioneros tradicionales, coplas carmelitanas ... - está en un segundo término informador y ve­lado, incidiendo de una manera importante, pero ajena a la voluntad del poeta por favorecer el resultado. Su designio primero: el canto, la proclamación de su experiencia. (Y aquí un paréntesis para decir que en los más altos estados de todo verdadero poeta la poesía no es «co­municación», sino «revelación» ... «Comunicar»: Hacer partícipe a otro de lo que uno tiene... «Revelar»: descubrir o manifestar lo ignorado o secreto ... Queremos distinguir: el que revela puede prescindir, al me­nos de una forma inmediata, de ese «otro» que es imprescindible para lo que se «comunica».) Seguido a esa disposición para revelar su expe­riencia, vendrá en el poeta el acto de escribir. Torpe materia la de la letra. Ya se ha dicho que el poema es el triste, pobre rastro, que deja la poesía al pasar por la palabra. Pero estamos ante un poeta que, aun en esa insuficiente huella, es sencillamente sobrecogedor.

¿Qué materia verbal ha sido la elegida? ¿De dónde suben a su gar­ganta esas voces de inigualable belleza? Las inquisiciones han sido mu­chas y todas ellas se han quedado a las puertas del misterio. ¿Ense­ñanzas de los romanceros y cancioneros tradicionales? ¿Influencias de los elementos renacentistas ... ? Dámaso Alonso, que es quien se ha acer­cado, como hemos dicho, con más cuidadosa andadura a las constantes estilísticas de nuestro poeta, ha llegado a los más delicados peldaños del verbo del cantor, a los hilos finísimos de su entramado retórico y ha visto cómo la escasez de verbos en beneficio del sustantivo o la falta del adjetivo, sobre todo en su función de epíteto, es decir, situado antes del nombre, pueden conseguir esa «velocidad, esa condensación y des­nudez expresiva». Tiene miedo Dámaso Alonso en este diagnóstico de herir a Garcilaso. Pero nosotros nos preguntamos si de la posible fuente garcilasista hubiera tomado San Juan de la Cruz una mayor frecuencia de adjetivos, pasado el procedimiento a sus originaIísimas y afortunadas manos, ¿no hubiera sido igual o paralelamente feliz el resultado ... ? Por otra parte -y perdónesenos el salto·-, ¿esa profusión y ríqueza en la adjetivación no son gracias muy peculiares que encuentra Pablo Neruda en sus «Alturas de Macchu Picchu» ... ?

Vemos, sí, que arranca de la mejor poesía renacentista, y concreta­mente de Garcilaso, ese discurrir del verso sin un salto de riesgo exce-

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sivo en la rima. Observación que si la unimos a la elección por el poeta de un tipo de estrofa uniforme y a la que seguramente estaba muy acostumbrado su oído, nos encontraremos con que los yugos impuestos son de fácil salvación en lo formal. De nuevo tenemos que acordarnos de Antonio Machado:

Verso libre, verso libre; líbrate mejor del verso cuando te esclavice.

No; a San Juan de la Cruz no le ha esclavizado la rima. Se ha ser­vido de su música -digámoslo todo- sin exponer demasiado, pero con un total y continuado triunfo. Si elegimos los poemas de mayor rigor musical, veremos que son abundantes las rimas en «ada», «ado», «ido», «ía», «ena», «osa», «ero», <mra», «ando», «en do», etc. Salvo ocasiones muy contadas -y, aun en ellas, la dificultad nunca es de relieve- el poeta puede disponer de un buen número de consonancias para que el discurso no tenga que torcerse en busca de soluciones sorpresivas o eno­josas.

Por otra parte, dentro de esa velocidad, a la que Dámaso Alonso alude, y contando con las brillantísimas estaciones verbales que su viaje lírico va tocando, esas mismas rimas conducen, por lo general, a situa­ciones de acallamiento, de reposo, de serena estadía. Es lo que hemos hecho notar en el procedimiento de muchos de los poetas contemporá­neos de la poesía humanizada neorrenacentista. Son las palabras que hemos llamado «de acallamiento». Nuestro poeta vuela alto, se atreve a darle alcance, como a la caza, a la poesía, en cotas que nadie ha to­cado, pero el discurso se aquieta y se sosiega, y constantemente vendrá el verso a terminar con esos vocablos «sosegada», «dichosa», «dormidm), «regalada», «cuidado», «suspendía», «serena», «desposada», «veladores», «suave», «herido», «lastimadm), que están en las zonas más dulces y tranquilizadoras del idioma, que nos llevan, por no sé qué caminos, y volviendo a lo humano nuestros ojos, a los cercados garcilasistas, a

«el dulce lamentar de dos pastores, Salicio juntamente y Nemoroso».

Sí, acallamiento, pero musical. El poeta nos lo ha dicho: «la música callada». Este temperamento musical de San Juan de la Cruz, esta na­tiva disposición para acordar las palabras y hacer que salieran de su garganta con el vuelo de la canción, sí que nos explica muchos de sus aciertos. Aquí disposición y costumbre se unen para llegar a resultados que habían de ser maravillosos. Ya sabemos que cuando iba caminando por el campo, nuestro poeta alzaba la voz y cantaba salmos y coplas. Fray José de Jesús María nos lo dice, y añade que «con aquello no

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sentía el trabajo del camino y mostraba en lo exterior la alegría de] alma».

Existía ya una preciosa tradición de poesía carmelitana cantada. Y cuando el Santo pasa por Beas, sabemos que la madre Ana de Jesús ordena a las hermanas del convento que canten alguna copla devota en honor de nuestro poeta. Y cuando lo hicieron, el Santo lloró de emo­ción al escuohar estos versos:

Quien no sabe de penas en este triste valle de dolores no sabe de buenas ni ha gustado de amores, pues penas es el traje de amadores.

Una estrofa realmente magnífica, hundida en el anonimo, como ocu­rriría con tantas otras. Pero que nos da una clave para descubrir como el Santo -lo mismo que ocurriría con la propia Santa Teresa- tenía sus oídos acostumbrados al canto. He ahí una lira como las suyas. Mé­trica y temas que estaban en el «aire carmelitano», si se nos permite la expresión. No importa, ni puede extrañarnos, que pasen los mismos motivos de unos poetas a otros, ni que se recoja, sin preocupación ex­cesiva de originalidad el «argumento» piadoso que corre por la tradi­ción, como en ella misma se habrán confundido versos de señalados poetas, que han perdido su nombre. Bellamente nos lo ha dicho Manuel Machado:

"Cuando la gente ignore que ha estado en el papel y el que lo cante llore como si fuera de él.»

Pero todavía dos últimas proposiciones para considerar a San Juan de la Cruz poeta actual, poeta al que acudir con nuestras preocupaciones líricas de hoy. Los católicos volvemos a cantar en nuestros rezos. Se vuelve a recomendar la plegaria comunitaria, y la participación se siente mejor cantando. Por otra parte -y sin salirnos de lo profano-la poesía vuelve por sus caminos orales y recitativos. La música de la palabra -venga en sílabas medidas o no, que eso es «otro cantar»- recobra su prestigio y se instala con nuevas fuerzas ante la atención de los hom­bres. Esta forma de modernidad de San Juan de la Cruz puede ser ejemplar para nosotros y verdaderamente estimulante. Habrá que decir los versos como él los decía. ¿Habrá que cantar la poesía? .. Al menos, habrá una poesía que se cante, y que se repita de voz en voz, y que se prolongue en las memorias hasta que acaso haya desaparecido el hom­bre del poeta que la creó. Aquí, como diría Amiel, el creador expiará

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su privilegio. Pero esta expiaclOn será un triunfo más de los mejores, de los que como San Juan de la Cruz saben que son herederos elegidos de una ciencia que no les pertenece:

«El espíritu del Señor llenó la redondez de la tierra; y este mundo que contiene todas las cosas >que El hizo tiene ciencia de voz, que es soledad sonora que decimos conocer el alma aquí, que es testimonio que de Dios dan de sí todas ellas.»

No otra cosa que la percepción de esa ciencia, muy superior a todo designio humano, es lo que hace ser humilde y conforme a San Juan de la Cruz ante aquello que viene llamado a revelar. Y por eso no le asusta que su mensaje no sea totalmente claro, o que su comunicación sea real y completa. El sabe bien que el mensaje que transmite esca­pará algunas veces a la comprensión de los más. (¿No es ésta una gran satisfacción para el estrecho camino de los poetas?) Y nos dirá de sus experiencias:

«y así, aunque en alguna manera se declaran, no hay para qué atarse a la declaración; porque la sabiduría mística (la cual es por amor, de que las presentes canciones tratan) no ha menester distintamente enten­darse para hacer efecto del amor y afición en el alma.»

Estamos llegando a un «sosegado» comprender. Y estamos recibiendo una lección que bien podemos pasar a lo humano ante los fenómenos artísticos que nos rodean. Que en ocasiones «no han menester distinta­mente entenderse para hacer efecto de amor y afición en el alma». El toque de salvación de todo el arte moderno está en esta grandeza y en esta limitación. Esta es la disposición que debemos tener los que ob­servamos, los que, sin que tengamos necesidad de comprender totalmen­te, nos dejamos penetrar por las aventuradas intuiciones del creador. ¡Qué hombre de hoy nos resulta a esta luz San Juan de la Cruz, poeta que se confiesa posiblemente difícil dentro de algunas de sus tinieblas!

Hemos llegado entonces a un punto en que la más alta poesía es­pañola de todos los tiempos se nos presenta sufiCiente en su brevedad, tentadora en sus claves, confortadora en los puentes de inteligibilidad por los que podamos alcanzarla.

Por otra parte, nos encontramos con una obra de verbo sencillísimo, de música aparentemente fácil y usada, de artificio también aparente, que va cayendo a medida que conocemos las fuentes purísimas de donde procede la materia. Canción que destruye los caminos preconcebidos de todos los seguidores, que escapa de todo rastreo crítico, que se le­vanta, voladora y tremante, y escapa de todo cercado. Ella nos deja, en grado sublime, seguramente incomparable, lo que debe dejarnos todo poeta verdadero: la seguridad de que algo nos ha tocado desde el mis­terio con dedos de privilegio extrahumano. Toda la trama creadora está

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allí, evidente y sin trampa, pero toda ella se destruye y se ciega ante la potencia viva del mensaje descubridor. Ahora vemos lo que «no es» poesía. Toda esa literatura que estamos acostumbrados a leer a diario, donde, total o parcialmente se ven las apoyaturas en que la 'Obra des­cansa, los nervios retoricas que la sostienen o vertebran. Son esos poe­mas -así los llamamos, al menos- en los que distinguimos entre con­cepción y realización, o entre fondo y forma; esos versos en los que pretendemos salvar la «idea», pero no la materia que la conduce; esa obra en la que se ve la maestría y no la necesidad de su expresión. Tam­poco las fuerzas inversas pueden presentarse como aislables, como des­tacadas del poema, que ha de ser una unidad cerrada, viva y sin des­mayos, inseparable en todos sus atributos, como un cuerpo dispuesto para el vuelo, a punto de ser «canción».

Diríamos todavía: En San Juan de la Cruz, sobre tantas perfeccio­nes halladas, nos sorprende una más. Eso que podría considerarse como la arquitectura total del poema. Porque en una obra poética cualquiera, por breve que sea, habrá versos o momentos más acertados y otros que lo sean menos. Pocas veces nos encontramos con un poema donde la línea estructural se mantenga sin declinaciones. No ocurre esto ni en los poetas más sabios y laboriosos. Recuérdese a Valery, o a ese Poe, explicándonos cómo logró las perfecciones de composición de «El cuer­vo». Pues bien, en un poeta tan espontáneo y natural como San Juan de la Cruz, tan sencillo, tan parco de mecánica y de recursos, apuntando a una diana tan distinta a la de la última perfección corpórea de la obra de arte, veamos como se consigue este discurso de técnica casi dramática. Me gustaría una vez más, y ya terminando, releer una de esas piezas que hemos llamado mayores de su poesía, por estar en ella alcanzados todos los límites, en espacio verbal ciertamente breve. Po­demos olvidarnos de los comentarios en prosa y seguir, intensamente, sin explicación ni ampliación ninguna, este camino del alma desde su noche oscura para encontrarse con su Dios. Una acción emocionante, una movilidad increible, un planteamiento riguroso y perfecto luego, en su desarrollo, que no podía conseguirse quizás desde sabiduría te­rrena alguna, sino únicamente ardiendo en la llama gratuita de la ins­piración. La salida del alma hacia el encuentro «a oscuras y segura» -lenta si se quiere en el breve 'poema, o más bien extendida a lo largo de varias estrofas para que se sienta el camino, para que se perciba la huida en todo su dramatismo-, la gratitud a aquella noche, «amable más que la alborada», que hace posible la unión; el encuentro de pron­to, con un tratamiento rápido, en un primer plano casi cinematográfico, y después de este instante que podía ser el del «climax», la deliciosa serenidad de la unión, y el abandono en ella, la dejación absoluta, el silencio y la paz de orbes y cielos detenidos, el cese de todo ...

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Hemos buscado amorosa y detenidamente, y no hemos hecho otra cosa que tocar restos lejanÍsimos de aquello que pasó y todo lo dejó vestido de hermosura. Hemos espigado para recoger en el suelo algo de lo que encontró el gran cosechador. Hemos querido acotarle a ras de tierra y hemos tenido que acabar cantando con él. Sólo esto puede salvarnos ante San Juan de la Cruz, mostrar la luminosa herida que su palabra nos ha dejado, porque, vueltos a lo humano, pueden conver­tirse en justificación para todo bienintencionado buscador de la poes,ía, aquellos dos sublimes, sobrecogedores versos:

«ya bien puedes mirarme después que me miraste»

Bástenos esta hermosa conformidad, porque todo lo demás nos llevará a la estremecedora pregunta de Baruzi, ante el misterio de la poesía de San Juan de la Cruz: «¿La busca de ese secreto no nos conducirá a plantear el problema mismo del universo ... ?»

JOSÉ CARCÍA NIETO

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