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TEATRO RENACENTISTA : DEL PALACIO AL CORRAL
Alfredo Hermenegildo En la cadena que une la producción dramática identificada como «teatro del Siglo de
Oro», hay un segmento fundamental constituido por el ejercicio escénico llevado a cabo con
los textos escritos durante el siglo XVI. No es pensable separar el teatro del quinientos, los
varios teatros del quinientos, y la producción que más tarde surgiría con los nombres de
«comedia nueva» o de «teatro barroco». Es necesario ver todo como un conjunto de
experiencias que se suceden unas a otras y van elaborando el gran texto del teatro clásico
español. No quiere esto decir que Juan del Encina y Lope de Rueda escribieran pensando en los
modelos del XVII, todavía inexistentes en su época. Sí quiere decir que Lope de Vega y
Calderón de la Barca tuvieron muy presentes las varias maneras de hacer teatro que fueron
apareciendo en el siglo XVI.
En el quinientos se van sucediendo diferentes modelos de teatralizar, sólo
condicionados por los diversos públicos a que iban dirigidas las obras dramáticas. Todas las
variantes pueden agruparse en dos grandes apartados definidos por una doble manera de «ser
público», por la existencia de un espectador enfrentado con la escena desde dos perspectivas
diferentes. Por una parte hay un público selecto, cerrado, cautivo, que asiste a las
representaciones dentro del marco que condiciona su inserción social. En el sistema
comunicativo que rige la fiesta teatral, el espectador cautivo tiene un rol relativamente
ritualizado; posee un papel previsto por la convención que rige el espectáculo. El mensaje le
llega condicionado por una finalidad predeterminada. Al espectador cautivo no se le permite la
desviación, la divergencia ideológica. El público cerrado, selecto y cautivo es el que asiste a las
representaciones en las universidades, en los colegios jesuíticos, en la empresa evangelizadora
y catequística de la Iglesia o en los palacios reales, nobles y eclesiásticos; su presencia
condiciona irremediablemente las farsas, églogas, comedias y autos que pueblan los patios y
aulas de los colegios y universidades, las plazas públicas y los espacios sagrados de conventos,
monasterios y catedrales, o los salones aristocráticos y palaciegos. Las obras de Encina, Lucas
Fernández, Torres Naharro, Pérez de Oliva, Sánchez de Badajoz, Hernando de Ávila y otros
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muchos escritores pueden considerarse como parte del gran corpus dramático puesto en escena
ante un espectador cautivo.
El segundo modelo de público es el abierto, el que surge con el teatro identificado
progresivamente como profesional. Este espectador es el agente de otra manera de utilizar el
arte dramático. Es un destinatario de la comunicación teatral que no está definido a priori más
que por su condición de imprevisible. Es el público que empieza a llenar los primitivos
espacios que luego se convertirían en corrales, llegados ya los últimos decenios del siglo XVI.
Resulta evidente que el ejercicio conformador del espectáculo no puede hacerse
realidad de la misma manera cuando va destinado a dos tipos de público radicalmente distintos.
Para dirigirse al espectador cautivo, la moralización, la catequesis, la enseñanza, el juego
cortesano, se convierten en objetivos que no encuentran una resistencia deliberada por parte del
espectador. El público cerrado forma parte, de algún modo, de las coordenadas que definen la
obra. El espectador abierto es un punto indefinido al que se debe llegar, un destinatario
nebuloso al que hay que atraer antes de que la representación empiece, un temible y temido
adversario con el que hay que establecer la lucha dialéctica. El público cerrado no ejerce el
derecho de oposición porque no lo tiene; está sometido ya de antemano al discurso vigente en
el ejercicio dramático del que él mismo forma parte. El público abierto, porque paga cuando
asiste al espectáculo comercial, dispone de un marco de libertad que le permite abrirse a los
contenidos ideológicos de la obra o rechazarlos, discutirlos, etc. Esta segunda categoría de
espectador es la que condiciona las obras de quienes, como Lope de Rueda, supieron establecer
el contacto con el espectador y ganarlo para su causa. Otros autores, los que forman el grupo de
tragediógrafos del último tercio del siglo –Jerónimo Bermúdez, Rey de Artieda, Lupercio
Leonardo de Argensola, Cristóbal de Virués, Juan de la Cueva, Gabriel Lobo Lasso de la Vega,
etc.- vieron fracasar sus esfuerzos y la empresa teatral en que habían puesto tanto empeño.
El teatro cortesano
En las fiestas organizadas dentro de los palacios reales, nobles o eclesiásticos, surgen
los primeros balbuceos de lo que más tarde sería el teatro en lengua castellana. En el espacio
lingüístico catalán hubo durante la Edad Media una auténtica actividad escénica. De ella se
conservan documentos fidedignos. No ocurrió lo mismo en Castilla, donde los testimonios
auténticamente teatrales sólo aparecen en un temprano Auto de los Reyes Magos, de dudoso
origen castellano, y en unos tardíos Auto de la Pasión, de Alonso del Campo, y Representación
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del Nascimiento, de Gómez Manrique. El auténtico teatro castellano comienza, en los finales
del siglo XV, con la actividad dramática de Juan del Encina, Lucas Fernández, el portugués Gil
Vicente, Diego de Avila y Torres Naharro. Los dos primeros estuvieron muy ligados a la corte
de los duques de Alba o a los palacios pontifical y cardenalicios romanos –Encina- o a la casa
real portuguesa –Encina, Fernández y Gil Vicente-. Avila escribe una égloga para celebrar los
esponsales de una hija del Gran Capitán. El extremeño Torres Naharro vive su aventura
dramática en los medios romanos cercanos a la corte de los papas. Hay grandes diferencias en
las obras de todos ellos. Pero existe también algo que los une : el uso del aparato teatral propio
de las tradiciones litúrgicas de la Iglesia, el recurso a la práctica literaria y al discurso amoroso
de los cancioneros, una actitud crítica contra ciertos modelos de comportamiento político y
social, un sometimiento de los grupos dominados, el campesino, sobre todo, que son utilizados
como instrumento de exaltación del poder propio de las minorías dominantes, religiosas o
sociales.
Las tradiciones litúrgicas eclesiales están muy presentes en las églogas religiosas de
Encina, Fernández o Naharro. Los autos relativos a la Navidad o a la Pasión dejan al
descubierto una intención catequística que utiliza a los burdos pastores como sujetos
fácilmente convertibles a la «verdad oficial». El caso del Auto de la Pasión, de Lucas
Fernández, es tal vez la excepción, ya que no recurre a la anécdota pastoril y, al mismo tiempo,
propone, de forma casi subliminal, el acercamiento de las cortes castellana y portuguesa, tan
enfrentadas por motivos políticos. El discurso amoroso de los cancioneros está presente en las
églogas mayores de Encina –las de Cristino y Febea y de Plácida y Victoriano-, así como en
alguna farsa de Vicente y de Fernández. Torres Naharro, en sus comedias Tinellaria y
Soldadesca, entre otras, hace un canto a la libertad, rechazando la desastrosa y apicarada vida
vigente en las cocinas cardenalicias romanas y en los grupos de soldados españoles que, como
el mismo Naharro, conocieron la difícil experiencia de la conquista de Italia. En la misma línea
reivindicatoria de la libertad se inscribe la comedia Himenea, también de Naharro, en que por
primera vez, dentro de la literatura de lengua castellana, se reclama la libertad de elección de
marido por parte de la mujer. Y se consigue.
El uso del estamento campesino como instrumento de exaltación del poder social o
religioso, se manifiesta en la obras catequísticas de Encina y Fernández. En ellas se dramatizan
las figuras de ciertos campesinos que aparecen como los ejemplos de una oposición sin garras
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y sin dientes, sin capacidad de llevar la contraria al discurso dominate, y son finalmente
absorbidos por la doctrina política –el señor tiene todos los derechos en la farsa de Una
doncella, un pastor y un escudero, de Fernández- o religiosa –los autos del Nacimiento de
Cristo construidos por Encina o el mismo Lucas Fernández-. El caso de Diego de Avila, con su
Egloga interlocutoria, que parodia las bodas aristocráticas usando como personajes y
situaciones dramáticas los esponsales de toscos y rudos campesinos, no es más que una
afirmación del discurso dominante que permite el recurso al carnaval y a lo grotesco para
magnificar, cuando la fiesta acaba, las normas tradicionales de convivencia social.
La tradición textual de Encina y de Torres Naharro, sin olvidar la de la Celestina, salida
esta última de la llamada comedia humanística, está en la base de unas cuantas producciones
dramáticas que alimentaron las reuniones festivas de las clases dominantes en la España
renacentista. Las comedias Grasandora, de Uceda de Sepúlveda, y Rosabella, de Martín de
Santander, así como una farsa de un cierto Alonso de Salaya y las obras de Francisco de
Avendaño, de Perálvarez de Ayllón o de Luis Hurtado de Toledo, son otros tantos ejemplos de
lo que fue una actividad socio-teatral propia de las clases aristocráticas o acomodadas,
actividad llevada a cabo en los palacios o casas señoriales, aunque estas no tuvieran espacios
construidos para servir directamente como lugares de representación.
Teatro catequístico
Las reuniones y fastos cortesanos incluyen, como hemos visto, obras religiosas de
finalidad catequística, pero es útil señalar la diferencia existente entre un gesto teatral marcado
por la «cortesía», por el ambiente de corte o de reunión urbana celebrada entre ciudadanos de
los estamentos dominantes, y el ejercicio catequístico y propagandístico existente en las obras
que examinamos a continuación. Resulta difícil fijar la frontera que media entre las obras
cortesanas religiosas y las catequísticas abiertas a todo el mundo. Pero a medida que pasan los
años del siglo XVI, la orientación parece inequívoca. En la primera mitad de la centuria puede
haber casos de dudosa clasificación. El Auto de la Pasión de Fernández es uno de ellos.
Cuando avanzan las décadas, el teatro de propaganda religiosa sale de los espacios cortesanos y
eclesiásticos e invade las plazas públicas. Las dos vías dramáticas tienen algo en común, un
público cautivo cuya razón para asistir al espectáculo no es la representación misma. En la
dramática religiosa cortesana el motivo básico es la fiesta, sea del orden que fuere. En la
empresa catequística propiamente dicha el motivo fundamental de la celebración teatral está
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fuera del texto y de su realización en las tablas; se halla en la voluntad de difundir una serie de
conocimientos considerados y pregonados como «verdades» por las instancias religiosas
dominantes, en esta caso por la Iglesia Católica. El teatro religioso del seiscientos, que ya
aparece en la actividad festiva cortesana, amplía su radio de acción y se dirige a un público
más extenso al que hay que catequizar y convencer. Este tipo de actividad teatral se aleja de los
modelos medievales, no siempre respetuosos con los temas tratados en el escenario, y trata de
llevar adelante una práctica escénica de contenido sagrado y de fines abiertamente didácticos,
edificantes y ejemplares. El teatro religioso que identificamos como catequístico utiliza con
mucha frecuencia la forma alegórica y sigue fórmulas semejantes a las propuestas por los
ideólogos del erasmismo, alejándose de los modelos tradicionales, abandonando en parte los
ciclos litúrgicos, sobre todo los de la Pasión y la Resurrección, y poniendo en marcha un nuevo
campo de exploración dramática, el relacionado con la fiesta del Corpus Christi.
Las obras de Pedro de Altamira o Altamirano –sobre la aparición de Cristo a los
discípulos de Emaús-, de Pero López Ranjel –el nacimiento de Cristo-, o de Fernán López de
Yanguas, son una muestra evidente del nuevo giro que adopta el ejercicio escénico
catequístico. El caso del humanista Yanguas es muy significativo. Sus cuatro églogas suponen
un cambio cualitativo con respecto a la tradición del teatro pastoril encinesco. Utiliza a sus
personajes para iniciar la instrucción sobre el misterio de la Eucaristía. Si la alegoría, tan
característica de los autos sacramentales posteriores, no está aún presente en la Farsa
sacramental de Yanguas, sí lo está en la anónima Farsa sacramental, de 1521, y en la Farsa
del mundo, obra también de autor desconocido y que recurre al universo alegórico para
desplegar la doctrina. El Mundo, el Apetito y la Fe son utilizados para hacer la predicación
sobre la fiesta de la Asunción de María.
En Extremadura hay durante el siglo XVI una abundante cosecha de obras dramáticas.
Ya hemos mencionado a Bartolomé de Torres Naharro. Pero hay que añadir los nombres de
Diego Sánchez de Badajoz, Tanco de Fregenal, Micael de Carvajal y Luis de Miranda.
Debemos señalar la gran importancia que tiene Sánchez de Badajoz en la historia del teatro
español. En 1554 se publicó en Sevilla la Recopilación en metro, que contiene, amén de otros
trabajos de creación, veintiocho textos que componen la base dramática del teatro de Diego
Sánchez. Su aventura escénica está enmarcada por una intención didáctica moralizante. Con
ocasión de determinadas fiestas religiosas, el clérigo Sánchez de Badajoz pone en escena
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auténticos sermones y una clara invitación al examen de conciencia colectivo. Pero más allá de
esta voluntad pedagógica, que está en la base misma de su ejercicio de escritura, Sánchez de
Badajoz manifiesta en sus textos un evidente olfato teatral que hace de estas farsas un corpus
muy significativo del estado en que se encotraba el momento escénico de España. El autor
extremeño ofrece, a lo largo de sus obras, un evidente reflejo del erasmismo de la época, de un
movimiento de reforma católica, de las profundas inquietudes sico-sociales de los conversos,
de una dura sátira anticlerical, etc. En el fondo, la Recopilación en metro es un gran retablo por
el que circulan y en el que se agitan algunas de las preocupaciones profundas de la España del
segundo tercio del siglo XVI.
Respecto al hecho de la representación misma y del lugar físico en que se realizó, es
difícil llegar a conclusiones firmes porque carecemos de la documentación adecuada. El lugar
de la puesta en escena pudo ser el interior de alguna iglesia. Pero la mayoría de las farsas
debieron de representarse en la calle, probablemente usando carretas que hacían de escenario y
que formaban parte de la procesión del Corpus. El empleo, pues, de unos carros, primeros
pasos de lo que más tarde sería la práctica de los autos sacramentales, fue algo integrado en las
realizaciones escénicas de Diego Sánchez de Badajoz.
Pertenecientes probablemente a la segunda mitad del siglo son las obras, casi todas
anónimas, compiladas en el llamado Códice de autos viejos. La colección está formada por
noventa y seis piezas dramáticas con un total aproximado de cincuenta mil versos. Sólo una
lleva el nombre de su autor, el valenciano Jaime Ferruz. Por tratarse de una serie de autos,
coloquios, entremeses, églogas y farsas anónimos, el conjunto ha sido interpretado como obra
mayoritariamente hecha por clérigos. Se trata, en suma, de una colosal yuxtaposición de textos
fruto de una indudable empresa catequística muy generalizada en el territorio español. La
identificación de algunos autores (Lope de Rueda, Carvajal, Alonso de Torres, Tanco de
Fregenal, Timoneda, etc.) no debe ser rechazada, pero no tenemos datos documentales capaces
de asegurar la atribución de ciertas obras. Las distintas piezas han sido agrupadas según los
temas tratados : bíblicas, bíblico-alegóricas, alegóricas, mariológicas, hagiográficas, histórico-
legendarias y profanas. En las cuatro últimas categorías no existen referencias eucarísticas. En
las tres primeras, a veces sí las hay. Dada la corta extensión de las obras del corpus y la
amplitud numérica del mismo, no es de extrañar la existencia en ellas de una dramaticidad muy
variable. Desde las simples discusiones didácticas sin conflicto interno, hasta las piezas en que
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el enfrentamiento dramático se realiza fuera de la fábula, es decir, en los referentes textuales
históricos, hay una evidente falta de fuerza dramática en la estructura narrativa que gobierna
las distintas anécdotas. Sin embargo, hay ciertas obras en que el enfrentamiento de los
personajes, con los de los espacios vecinos o con su propia interioridad, llega a producir la
tensión necesaria para la aparición del fenómeno teatral más allá de las fronteras de la
paraliturgia o de la simple instrucción religiosa.
Teatro universitario y colegial
Una de las experiencias teatrales más desconocidas y, al mismo tiempo, más
interesantes es la realizada en las universidades y colegios. Es una producción muy
característica de lo que fue el teatro representado ante un público cautivo. La finalidad de tales
obras era fundamentalmente pedagógica. El aprendizaje de la retórica, de la declamación, de la
literatura clásica, de la historia, etc., ayudaban al desarrollo intelectual, y permitían, al mismo
tiempo, la transmisión de valores morales, cívicos e, incluso, políticos. Fue un teatro que vivió
sin la intención de crear un público, pero acabó participando en la tarea de construcción de un
arte escénico y de un espectador potencial que más tarde alcanzaría una importancia capital.
En la tradición universitaria salmantina y valenciana, entre otras, los estatutos
prescribían las representaciones en el ámbito académico. Fernán Pérez de Oliva, en Salamanca,
y Palmireno, en Valencia, contribuyen a la realización de esta actividad. Las tres obras de
Oliva conservadas son una traducción y adaptación en prosa, en una bellísima prosa castellana,
de obras de Sófocles, Eurípides y Plauto.
Los colegios jesuíticos, recién fundados tras la creación de la Compañía ignaciana,
siguieron las huellas de los ejercicios teatrales universitarios. Los colegios castellanos y
andaluces ponen en marcha un sistema educativo en que el teatro tiene un papel fundamental.
Allí se formaron, sin duda, algunos de los escritores y, tal vez, de los actores que más tarde
poblarían los tablados de la comedia nueva y del teatro barroco. Las obras de Pedro Pablo de
Acevedo, de Juan Bonifacio y, sobre todo, la Tragedia de san Hermenegildo, de Hernando de
Avila, son las muestras más sobresalientes de esta actividad pedagógica, formativa, educadora
que los jesuitas llevaron a cabo en sus colegios. Son piezas escritas en castellano, en latín o, a
veces, en las dos lenguas, que tratan de desarrollar el sentido cívico, el arte de la elocuencia, la
memoria y el ejercicio escénico de los muchachos que constituirían más tarde las clases
dirigentes del país.
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Comedia humanística
Es otra actividad dramática salida de la tradición clásica. Hay en ella muchos rasgos de
la comedia romana, sobre todo de la de Terencio. La comedia humanística guarda de la
tradición romana un tipo de vocabulario, asuntos, situaciones, el uso de argumento y de
prólogo, y un cierto número de personajes tipificados y adaptados a los ambientes
contemporáneos (maridos burlados, clérigos galantes, viejas enamoradas, campesinos simples
y rudos, etc.). A diferencia de la romana, la comedia humanística utiliza casi siempre la prosa y
sólo en ocasiones el verso elegíaco. Es un género marcado profundamente por la amplitud
estructural del género narrativo, del que muchas veces toma los argumentos. De ahí la facilidad
con que se producen cambios rápidos de escena, de lugar y de tiempo. Muchos de los cuentos y
formaciones novelescas utilizadas en las adaptaciones dramáticas, tenían ya una potencialidad
teatral que fue utilizada por los autores de las piezas que señalamos. La comedia humanística
del ámbito europeo se escribió en latín y era recitada por los escolares o miembros de círculos
reducidos. Tal recitado se acompañaba, frecuentemente, con mímica y gestualidad, de un modo
semejante al que usaron los juglares para cantar las epopeyas medievales, o al que se utiliza
aún hoy en alguna lectura pública de piezas dramáticas. La teatralidad implícita en los textos
narrativos se hacía «realidad fingida» en los gestos que doblaban y corroboraban la lectura.
Este ejercicio intelectual dejó huella en las lenguas vulgares. La Celestina es tal vez el
mejor ejemplo. Su herencia múltiple llega a muchas de las obras que constituyen el corpus de
la comedia humanística del siglo XVI. De este grupo de piezas, merecen destacarse la
Penitencia de amor, de Pedro Manuel de Urrea, y las comedias Hipólita, Tebaida y Serafina.
La aparición del teatro profesional
Los años centrales del siglo XVI marcan una etapa importante en la evolución del
teatro español. Es el período en que se manifiestan en los tablados los primeros signos de
profesionalismo. La nueva situación provoca el surgimiento de lugares aptos para la
representación ante un espectador que paga y exige. Esos lugares son los corrales o espacios
acotados dentro de edificios en los que puede reunirse un público para asistir a un espectáculo
teatral. Al mismo tiempo aparecen las primeras muestras de lo que serán el actor y la actriz
profesionales. Todo ello se produce en etapas sucesivas y anuncia una nueva forma de
comprender y de practicar el ejercicio teatral. Surge así una serie de escritores que trabajan
para que diversas compañías, italianas varias de ellas, pongan en marcha la gran empresa
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mediática que fue el teatro de la segunda mitad del siglo XVI y del siglo XVII. Se construye
así un tipo de espectáculo dirigido a un público abierto. En esta transformación de la actividad
hay que contar con un factor clave, el que supone la existencia de los generosos contratos que
la organización de las fiestas del Corpus tiene que firmar. Todo ello favoreció la eclosión de la
nueva actividad, que recuperó, evidentemente, toda la historia de las experiencias parateatrales
de la Edad Media y las de la práctica escénica cortesana, religiosa y pedagógica de la primera
mitad del siglo XVI.
Tres nombres fundamentales alimentan la historia de este momento teatral español. El
primero es el sevillano Lope de Rueda. Y hay que contar también con las figuras de Joan
Timoneda y Alonso de la Vega, que en los dos centros culturales y económicos que fueron
Valencia y Sevilla contribuyeron a crear un teatro más abierto que el que encuadraba la cultura
cortés y humanista, aunque ni uno ni otro rompieron completamente con dicha tradición. Antes
bien, la utilizaron para crear un teatro atado a las prácticas religiosas, corteses, caballerescas,
clásicas, etc., pero abierto a los nuevos aires de la España renacentista y, sobre todo, a los
nuevos modos de representación. Tanto Timoneda como Alonso de la Vega fueron hombres de
teatro y tuvieron relaciones estrechas con el gran creador de la escena sevillana que fue Lope
de Rueda. Sus obras han quedado inmerecidamente olvidadas.
Lope de Rueda
Sin entrar en los datos que conservamos sobre la historia de Lope de Rueda, sí nos
parece útil recordar que nuestro autor vivió y actuó durante los años en que el teatro español
atravesó las fronteras del profesionalismo. Y se convirtió en símbolo de dicho cambio y en
pieza clave en la evolución de la dramática peninsular hasta la llegada de Lope de Vega.
Cervantes hizo una gran alabanza de Rueda, pero dejó una imagen del sevillano que se ha
repetido hasta la saciedad : la de un actor muy hábil haciendo papeles de negra, de rufián, de
bobo y de vizcaíno, y la de un propietario de compañía teatral de medios muy limitados. En
realidad Rueda dispuso de recursos mucho más importantes que los escasos apuntados por
Cervantes. Parece indudable que los cómicos italianos tuvieron una gran influencia en la
formación de Rueda. Y algunas de las pocas piezas que conservamos de él, salen de la
tradición textual italiana del Renacimiento.
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La obra dramática ruedesca la forman, principalmente, cuatro comedias (Eufemia,
Armelina, Los engañados y Medora), dos coloquios pastoriles (Camila y Timbria) y una serie
de pasos que resultan ser el principio de la tradición entremesil que tanta importancia ha tenido
en la historia del teatro español. Las comedias y los coloquios son sus obras mayores. Salen de
la tradición italiana. Y en parte son remedos de comedias que, a veces, han sido consideradas
por la crítica como plagios. Es cierto que Rueda utilizó textos italianos. Pero el problema es
mucho más complejo y, al mismo tiempo, más simple. Todo director de teatro -«autor» se le
llama en el Siglo de Oro- utiliza textos de otro y los adapta a sus propias conveniencias, a sus
propios medios materiales, a sus propios intereses. Y es lo que hizo Rueda. Con textos de otro,
es decir, con obras italianas, construyó cuadernos de dirección útiles para crear sus
espectáculos. Esa es la realidad. Y más tarde, un escritor, hombre de teatro y librero
valenciano, Joan Timoneda, recogió los textos utilizados por Rueda para sus representaciones
en la capital del Turia, los enmendó, los corrigió, eliminó de ellos «algunas cosas no lícitas y
mal sonantes» y los dio a la imprenta. Es decir, siguiendo los eslabones de la cadena textual,
Rueda tomó textos de otro, hizo con ellos los cuadernos de dirección necesarios para sus
puestas en escena, y más tarde la mano de Timoneda transformó de nuevo en literatura
dramática lo que Rueda había organizado como texto teatral.
Los pasos, también llamados entremeses, son breves unidades dramáticas que, con
autonomía estructural, se integran en la representación de la comedia o el coloquio,
segmentándolos o aligerando su tensión interna. En el caso de la obra dramática de Rueda, la
carnavalización de la vida, el tono festivo que ofrecen los pasos, choca con una cierta falta de
vigor de las comedias y de los coloquios en que aquellos están integrados. El paso permite
descubrir la otra dimensión de la vida, el mundo al revés, la parodia del discurso oficial. La
ceremonia teatral global se hace realidad ante los ojos del espectador en la mezcla, a primera
vista caprichosa y poco justificada desde el punto de vista estructural, de pasos y comedias o
coloquios. El paso es una unidad textual dependiente y subordinada a otra mayor, la comedia o
el coloquio, aunque hayan conseguido muchos de ellos una vida autónoma. Unas veces el paso
sirve de introducción a la pieza de resistencia; otras sus personajes están integrados en la fábula
principal de la comedia o el coloquio; otras son piezas autónomas, publicadas incluso por
separado, que podían representarse dentro de diferentes obras dramáticas.
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Las dos colecciones de pasos ruedescos, El deleitoso y Registro de representantes, así
como ciertas piezzas insertas en las comedias y coloquios, constituyen los repertorios clásicos
de esta primera etapa de la evolución del entremés.
El teatro del horror
Las características particulares del teatro barroco español, construido
fundamentalmente en torno a una comedia incompatible con la preceptiva clásica, ha permitido
a ciertos estudiosos del pasado afirmar la inexistencia o el fracaso del género trágico en la
historia dramática española. Y sin embargo, hay un corpus, bien identificado como tragedia,
que surge en la segunda mitad del siglo XVI y, sobre todo, en su tramo final. Buena parte de
sus escritores responde a una preocupación común, la de situarse frente al género trágico tal
como había quedado definido en sus dos variantes tradicionales, la aristotélica y la senequista.
Dichos autores parten de modelos grecolatinos –o italianos, marcados por la antigüedad
clásica- y construyen su teatro situándose en una relación dialéctica con ellos. Toda la aventura
teatral del siglo XVI español se realiza tomando como objetivo, de forma consciente o
inconsciente, la formación de un público. El teatro renacentista español puede definirse como
una acumulación de experiencias tendentes a la fijación o al descubrimiento del espectador en
el sentido moderno del término. En consecuencia, toda la utilización de modelos antiguos y de
sus versiones italianas estuvo condicionada por la toma de conciencia de la presencia de un
público en gestación, de un espectador en potencia, al que era necesario aprehender y con
quien era imperativo pactar. Los trágicos de fin de siglo, enfrentados ya, en su mayoría, al
público abierto de los corrales, no lograron fijar el contacto y el pacto definitivos con ese
nuevo espectador de los espacios comerciales. Tal contacto y tal pacto se realizaron de modo
triunfal a partir de la experiencia de Lope de Vega. La tragedia de fin de siglo, aunque dio
frutos sazonados y elementos utilizados más tarde, no fue sino un claro fracaso, ya que no
consiguió crear ese público al que hacíamos alusión. Sin embargo, desde el punto de vista de la
socio-política de la literatura, constituye un corpus de gran importancia.
Nuestros autores trágicos manifiestan el deseo evidente de crear una o unas tragedias,
apoyándose frecuentemente en modelos clásicos como punto de partida y prescindiendo de
ellos de modo casi irremediable. Algunos de estos escritores hacen una reflexión teórica sobre
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el ejercicio literario en general y sobre su propia producción trágica en particular. Este
conjunto de realizaciones, obras de creación y fijación de ciertos principios básicos, es seguido
por la publicación de preceptivas que vienen a confirmar, desde un punto de vista teórico, la
existencia de unos modelos clásicos y su correspondiente desarticulación en la práctica
dramática contemporánea. No es necesario, ni posible, explicar la existencia de la tragedia
española del siglo XVI como derivación de las ideas de Pinciano, de Cascales, de González de
Salas y de otros humanistas y preceptistas españoles. Unos y otros escriben cuando ya se han
llevado a cabo los experimentos dramáticos. Sus teorías son explicaciones eruditas con las que
intentan adaptar las normas clásicas a las realidades dramáticas inmediatamente anteriores.
Cuando Pinciano y demás comentaristas escriben sus obras, ajustan las reglas salidas de la
tradición clásica a la práctica de los autores trágicos. Hay que añadir que las reflexiones de los
dramaturgos mismos (Rey de Artieda, Virués, Cueva, Lupercio Leonardo de Argensola, etc.)
denuncian una común preocupación teórica sobre el arte teatral. El grupo de trágicos de fin de
siglo, queriendo adaptarse a la modernidad, al aquí y al hoy de la España de su tiempo, y
deseando establecer el contacto con el público en formación que frecuentaba los corrales, fue
suprimiendo acompasada y paulatinamente las reglas clásicas. El resultado fue su propio
fracaso y la consiguiente preparación del triunfo de la comedia nueva y del teatro barroco.
La tragedia española de fines del siglo XVI es una sucesión de proyectos y experiencias
que se llevan a cabo diacrónicamente a partir de la dialéctica [tragedia/vs/tragedia clásica]. Los
dramaturgos grecolatinos son una referencia constante, pero referencia válida como término a
quo, como pretexto para la consecución de un ejercicio de modernidad marcado por la
negación del modelo inicial, que resulta abandonado en todo o en parte.
Los autores reducen el número de actos, rompen las unidades de lugar, tiempo y, a
veces, de acción, abandonan generalmente el uso de los coros clásicos, buscan con frecuencia
la inverosimilitud de las situaciones dramáticas y no dudan en recurrir al uso de la violencia,
del terror y de los asesinatos y muertes en escena, condición esta última condenada por la
tradición aristotélica. Este grupo de trágicos no duda en sacar a la vista del público hechos de
una rara violencia. Y sobre todo, construyen unas fábulas en las que la figura del soberano, del
rey, de la autoridad, general aunque no unánimemente respetada en el teatro lopesco y
calderoniano, queda denunciada como la encarnación misma de la maldad, del salvajismo, de
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la tiranía. Los reyes de estas tragedias pertenecen al mundo de quienes conciben el ejercicio de
la autoridad como un acto basado en el abuso del poder que Dios o la sociedad han puesto en
manos del monarca. La condena de tales gestos es total. La intervención de los reyes de las
fábulas dramáticas deja al descubierto la terrible dependencia de los súbditos, el vacío de
auténtico poder y la inevitable destrucción de las normas sociales de convivencia. Nuestros
trágicos no buscaron la catarsis, la purificación del alma, en la contemplación estética apuntada
por Aristóteles como principio y fundamento de la tragedia; prefirieron la visión del horror y
del crimen hechos iconos escénicos en el tablado del corral. A pesar de todos los esfuerzos que
unos y otros realizaron para establecer el contacto con el público, la tragedia del horror fue,
finalmente, un ejercicio de minorías, de grupo elitista, que no consiguió convencer a la
conciencia colectiva, dominada y controlada por el discurso político dominante, que preveía y
predicaba la concepción del monarca como encarnación de la justicia, de la bondad, como
representante de Dios. Y a veces como Dios mismo.
A pesar de lo que acabamos de decir, los trágicos de fin del siglo XVI pueden dividirse
en dos grupos claramente diferenciados. En uno se integran dos escritores pertenecientes a la
órbita madrileña, cercana a los círculos de poder : Diego López de Castro y Gabriel Lobo
Lasso de la Vega. Este último, sobre todo, representa una concepción trágica que recurre al uso
de elementos escénicos y de estructuras dramáticas relativamente cercanas a las prácticas
vigentes en la inminente comedia nueva. Pero además, en sus tragedias La destrucción de
Constantinopla y La honra de Dido restaurada, la base ideológica es diferente. Principalmente
en la última, consagrada a la figura legendaria de la reina fundadora de Cartago; en ella se
presenta la imagen de una soberana que llega a dar su vida, suicidándose, por fidelidad al
recuerdo de su esposo, muerto asesinado, y por asegurar la perpetuación de la recién creada
ciudad-estado. Dido, la nueva mesías, aparece como el cúmulo de todas las virtudes y acaba
siendo glorificada y deificada. En la tragedia asiste el espectador a todo el proceso de
concepción, configuración, trazado, construcción y organización de la nueva Cartago, así como
a la dramatización de una segunda etapa, en la que hay que cimentar y anclar de modo
definitivo la nueva estructura política. Dido es utilizada, de manera modélica, para predicar el
carácter divinizado del rey, del rey justo. El orden político monárquico es fundamentalmente
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bueno. Cuando el rey ha dejado de serlo y, abusando del poder, se ha convertido en tirano, los
cimientos de la sociedad se desmoronan.
Y es exactamente lo que ocurre en la mayor parte de las tragedias escritas por el otro
grupo de escritores, el de los que pertenecen a las distintas Españas que componían la periferia
castellana. Jerónimo Bermúdez era gallego; Rey de Artieda y Cristóbal de Virués valencianos;
Lupercio Leonardo de Argensola aragonés; Juan de la Cueva andaluz. Dejamos de lado la
tragedia Los amantes, de Artieda, de la que el problema político está ausente. Hay en la
mayoría de sus obras una insistencia en presentar la figura del rey como la de un ser
degenerado, tiránico, cruel, sádico e injusto, que provocará con sus gestos y sus acciones la
desarticulación del orden político y social y el consiguiente vacío de poder. Los cortesanos,
con mucha frecuencia, son los agentes provocadores de las reacciones violentas y del ejercicio
terrorífico y violento de la autoridad real. Son las Nise lastimosa y Nise laureada de Bermúdez,
las cinco tragedias de Virués (La gran Semíramis, La cruel Casandra, Atila furioso, La infelice
Marcela y Elisa Dido), las dos piezas conservadas de Argensola (Isabela y Alejandra) y las
varias «comedias y tragedias» de Juan de la Cueva (Comedia del príncipe tirano, Tragedia del
príncipe tirano, El saco de Roma, etc.), los ejemplos donde surgen las características que
hemos apuntado líneas arriba. No deja de ser curioso el señalar que una tercera tragedia de
Argensola, la Filis, no pudo ser publicada por su sobrino. Y que detrás de la obra de Cueva y
de Bermúdez late el problema de la invasión de Portugal por las tropas de Felipe II. No
olvidemos, finalmente, que todas estas obras se escriben en una época, el reinado de Felipe II,
en que ciertos intelectuales ponen en tela de juicio el carácter intocable de la acción política
real, época en que escribe el padre Juan de Mariana y defiende el regicidio cuando el monarca
ha dejado de ser rey para ser tirano. Si la comedia nueva y el teatro barroco tienen tendencia a
defender la figura sagrada del rey, este grupo de autores trágicos se alza más bien como
abanderado de una lucha ideológica que proclama la figura de un soberano que se comporta
con arreglo a las normas de la justicia y del respeto a los súbditos. Y lo hace por vía de
negación de contrarios, presentando monarcas opuestos al modelo de rey, al modelo del buen
pastor.
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