La langosta recomienda LOS VERSOS SATÁNICOS de Salman Rushdie

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Un avión secuestrado estalla a gran altura sobre el canal de la Mancha. Dos supervivientes caen al mar: Gibrel Farishta, un legendario galán cinematográfico, y Saladin Chamcha, el hombre de las mil voces, autodidacta y anglófilo furibundo. Consiguen llegar a una playa inglesa y notan unos extraños cambios: uno ha adquirido una aureola y el otro ve con horror cómo crece el vello de sus piernas, los pies se le convierten en cascos y las sienes se abultan... Los versos satánicos es la novela más célebre, iconoclasta y polémica de Salman Rushdie. Una referencia ineludible de la literatura de nuestro tiempo.

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EL ÁNGEL GIBREEL

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«Para nacer de nuevo –cantaba Gibreel Farishtamientras caía de los cielos haciendo volatinas– primerotienes que morir. ¡Ay, sí! ¡Ay, sí! Para posarte en elseno de la tierra, primero tienes que volar. ¡Ta-taa!¡Tackachum! ¿Cómo volver a sonreír si antes no lloras-te? ¿Cómo conquistar el amor de la adorada, caballero,sin un suspiro? Baba, si quieres volver a nacer…» Ama-necía apenas un día de invierno, hacia Año Nuevo o porahí, cuando dos hombres vivos, reales y completamen-te desarrollados, caían desde gran altura, veintinueve mildos pies, hacia el canal de la Mancha, desprovistos deparacaídas y de alas, bajo un cielo claro.

«Yo te digo que debes morir, te digo, te digo…», yasí una vez y otra, bajo una luna de alabastro, hasta queuna voz estentórea rasgó la noche: «¡Al diablo con tuscanciones! –Las palabras pendían, cristalinas, en la he-lada noche blanca–. En tus películas tan sólo movías loslabios para hacer que cantabas, así que ahórrame ahoraese ruido infernal.»

Gibreel, el solista desafinado, hacía piruetas al cla-ro de luna mientras cantaba su espontáneo gazal, na-dando en el aire, mariposa, braza, enroscándose, exten-diendo sus extremidades en el casi infinito del casiamanecer, adoptando actitudes heráldicas, rampante,

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yacente, oponiendo la ligereza a la gravedad. Rodó ale-gremente hacia la sardónica voz. «Hola, colega, ¿erestú? ¡Estupendo! ¿Qué hay, mi buen Chamchito?» A loque el otro, una sombra delicada que caía cabeza abajoen perfecta vertical, con su traje gris bien abrochado ylos brazos pegados a los costados, tocado, como lo másnatural del mundo, con extemporáneo bombín, puso lacara de quien detesta los diminutivos. «¡Eh, bobito–gritó Gibreel, provocando otra mueca invertida–. ¡Esel mismo Londres, chico! ¡Allá vamos! Esos cabritos deahí abajo no sabrán lo que se les vino encima, si unmeteoro, un rayo o la venganza de Dios. Llovidos delcielo, muñeca. ¡Drram! Uam, ¿eh? ¡Menuda entrada,yyyaaa! Te lo juro: Reventados.»

Llovidos del cielo: un big bang seguido de estrellasfugaces. Un principio de universo, un eco en miniatu-ra del nacimiento del tiempo… el jumbo Bostan, vueloAI-420 de Air India, estalló sin previo aviso a gran al-tura sobre la grande, pútrida, hermosa, nívea y resplan-deciente ciudad de Mahagonny, Babilonia, Alphaville.Aunque Gibreel ya ha pronunciado su nombre, y yo nopuedo interferir: el mismo Londres, capital de Vilayet,parpadeaba, centelleaba y se mecía en la noche. Mien-tras, a una altura del Himalaya, un sol prematuro y efí-mero estallaba en el aire cristalino de enero, un puntodesaparecía de las pantallas de radar y el aire limpio sellenaba de cuerpos que descendían del Everest de lacatástrofe a la lechosa palidez del mar.

¿Quién soy yo?¿Hay alguien más por ahí?El avión se partió por la mitad, como vaina que

suelta las semillas, huevo que descubre su misterio. Dosactores, Gibreel, el de las volatinas, y el abotonado ycircunspecto Mr. Saladin Chamcha, caían cual briznasde tabaco de un viejo cigarro roto. Encima, detrás, bajoellos, planeaban en el vacío butacas reclinables, auricu-

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lares estéreo, carritos de bebidas, recipientes de los efec-tos del malestar provocado por la locomoción, tarjetasde desembarco, juegos de vídeo exentos de tasas, gorrascon galones, vasos de papel, mantas, máscaras de oxíge-no… Y también –porque a bordo del aparato viajabanno pocos emigrantes, sí, un número considerable deesposas que habían sido interrogadas, por razonables yconcienzudos funcionarios, acerca de la longitud ymarcas distintivas de los genitales del marido, y un re-gular contingente de niños sobre cuya legitimidad elgobierno británico había manifestado sus siempre razo-nables dudas–, mezclados con los restos del avión,igualmente fragmentados, igualmente absurdos, flota-ban los desechos del alma, recuerdos rotos, yos arrin-conados, lenguas maternas cercenadas, intimidades vio-ladas, chistes intraducibles, futuros extinguidos, amoresperdidos, el significado olvidado de palabras huecas yaltisonantes, tierra, pertenencia, casa. Un poco aturdi-dos por el estallido, Gibreel y Saladin bajaban comofardos soltados por una cigüeña distraída de pico, yChamcha, que caía cabeza abajo, en la posición reco-mendada para el feto que va a entrar en el cuello delútero, empezó a sentir una sorda irritación ante la resis-tencia del otro a caer con normalidad. Saladin descen-día de narices mientras que Farishta abrazaba el aire,asiéndolo con brazos y piernas, con los ademanes delactor amanerado que desconoce las técnicas del conte-nimiento. Abajo, cubiertas de nubes, esperaban su en-trada las corrientes lentas y glaciales de la Manga ingle-sa, la zona señalada para su reencarnación marina.

«Oh, mis zapatos son japoneses –cantaba Gibreel,traduciendo al inglés la letra de la vieja canción, en se-miinconsciente deferencia hacia la nación anfitriona quese le venía en cara–, el pantalón, inglés, pues no faltabamás. En la cabeza, un gorro ruso rojo; mas el corazónsigue siendo indio, a pesar de todo.» Las nubes hervían

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espumeando cada vez más cerca, y quizá fuera poraquella enorme confusión de cúmulos y comulonimbos,con sus tormentosas cúspides enhiestas como martillosa la luz del amanecer, quizá fuera el dúo (cantando eluno y abucheando el otro) o quizá el delirio de la explo-sión que les evitaba percatarse de lo inminente…, elcaso es que los dos hombres, Gibreelsaladin Farischta-chamcha, condenados a esta angelicodemoníaca caídasin fin pero efímera, no se dieron cuenta del momentoen que empezaba el proceso de su transmutación.

¿Mutación?Sí, señor; pero no casual. Allá arriba, en el aire-

espacio, en ese campo blando e intangible que el sigloha hecho viable y que se ha convertido en uno de sus lu-gares definitorios, la zona de la movilidad y de la gue-rra, la que empequeñece el planeta, la del vacío de po-der, la más insegura y transitoria de las zonas, ilusoria,discontinua y metamórfica –porque cuando lo tirastodo al aire puede ocurrir cualquier cosa–, allá arriba, encualquier caso, se operaron en unos actores delirantescambios que habrían alegrado el corazón del viejoMr. Lamarck: bajo extrema presión ambiental, se adqui-rieron ciertos rasgos.

¿Qué rasgos respectivamente? Calma, ¿se han creí-do que la Creación se produce a marchas forzadas?Bien, pues la revelación tampoco… Echen una miradaa la pareja. ¿Observan algo extraño? Sólo dos hombresmorenos en caída libre; la cosa no tiene nada de nuevo,pensarán, treparon demasiado, se pasaron de listos,volaron muy cerca del sol, ¿no es eso?

No es eso. Escuchen.Mr. Saladin Chamcha, aterrado por los ruidos que

salían de la boca de Gibreel Farishta, contraatacó consus propios versos. Lo que Farishta oyó tremolar en elimprobable aire nocturno era también una vieja can-ción, letra de Mr. James Thomson, mil setecientos a mil

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setecientos cuarenta y ocho. «… por orden del cielo–entonaba Chamcha con unos labios que el frío poníapatrióticamente rojos, blancos y azules– surgió delaaaazul… –Farishta, horrorizado, cantaba cada vez másalto a los zapatos japoneses, los gorros rusos y los co-razones inviolablemente subcontinentales, pero no con-seguía superar el salvaje recital de Saladin– … y los án-geles de la guaaaarda entonaban el estribillo.»

Afrontémoslo: era imposible que se oyeran mutua-mente, y no digamos que conversaran y compitieran enel canto de semejante modo. Acelerando hacia el plane-ta, con la atmósfera silbando alrededor, ¿cómo habíande oírse? Pero, afrontémoslo también, se oían.

Se precipitaban hacia abajo y el frío invernal que lesescarchaba las pestañas y amenazaba con helarles elcorazón estaba a punto de despertarles de su deliranteensueño, estaban a punto de ser conscientes del milagrodel canto, de la lluvia de extremidades y de niños de laque ellos formaban parte y del terrorífico destino quesubía a su encuentro cuando, empapándose y congelán-dose instantáneamente, se sumergieron en la ebullicióna cero grados de las nubes.

Se hallaban en lo que parecía ser un largo túnel ver-tical. Chamcha, atildado, rígido y todavía cabeza abajo,vio cómo Gibreel Farishta, con su camiseta de deportecolor púrpura, nadaba hacia él por aquel embudo conparedes de nube, y hubiera querido gritar: «No te acer-ques, aléjate de mí», pero algo se lo impidió, un agudocosquilleo que se iniciaba en sus intestinos, de maneraque, en lugar de proferir palabras hostiles, abrió losbrazos y Farishta nadó hacia ellos y quedaron abraza-dos con las cabezas diametralmente opuestas, y la fuer-za de la colisión les hizo emparejarse y caer girandocomo aspas por el agujero que conducía al País de lasMaravillas. Mientras se abrían paso surgieron de lablancura una sucesión de formas nebulosas, en meta-

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morfosis incesante de dioses en toros, mujeres en ara-ñas y hombres en lobos. Nubes-criaturas híbridas seprecipitaban hacia ellos, flores gigantes con pechos hu-manos colgadas de tallos carnosos, gatos alados y cen-tauros, y Chamcha, en su semiinconsciencia, tenía laimpresión de que también él había adquirido calidadnebulosa y metamórfica, híbrida, como si estuviera con-virtiéndose en la persona cuya cabeza se le había acopla-do entre sus piernas y cuyas piernas se enlazaban alre-dedor de su largo cuello patricio.

Aquella persona, sin embargo, no tenía tiempo paratan retóricas quimeras; es más, era incapaz de entregarsea la más nimia fantasía. Y es que acababa de ver emer-ger del remolino de las nubes la figura de una seducto-ra mujer de cierta edad, con sari de brocado verde yoro, brillante en la nariz y moño alto perfectamentedefendido por la laca contra la presión del viento de lasalturas, que viajaba cómodamente sentada en alfombravolante. «Rekha Merchant –saludó Gibreel–, ¿es que nohas podido encontrar el camino del cielo?» ¡Imperti-nentes palabras para ser dichas a una muerta! Pero, endescargo del osado, puede aducirse su condición trau-matizada y vertiginosa… Chamcha, agarrado a sus pier-nas, profirió una interrogación inconcebible: «¿Quédiablos?»

«¿Tú no la ves? –gritó Gibreel–. ¿No ves su maldi-ta alfombra de Bokhara?»

«No, no, Gibbo –susurró en sus oídos la voz de lamujer–; no esperes su corroboración. Yo soy única yestrictamente para tus ojos, namaquo, mierda de cerdo,bien mío. Con la muerte llega la sinceridad, queridomío, y ahora puedo llamarte por tus verdaderos nom-bres.»

La nebulosa Rekha murmuraba agrias trivialidades,pero Gibreel gritó otra vez a Chamcha: «Bobito, ¿la veso no la ves?»

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Saladin Chamcha no veía, ni oía, ni decía nada. Gi-breel se encontró con ella solo. «No debiste hacerlo–la reprendió–. No, señor. Es un pecado. Una enor-midad.»

Oh, y ahora me riñes, rió ella. Ahora eres tú el quese da aires de moralidad, tiene gracia. Tú me dejaste, lerecordó su voz al oído, como si le mordisqueara el ló-bulo de la oreja. Fuiste tú, luna de mis delicias, el quese escondió en una nube. Y yo me quedé a oscuras, cie-ga, perdida por amor.

Él empezaba a tener miedo. «¿Qué quieres? No; nolo digas, sólo márchate.»

Cuando estuviste enfermo, yo no podía ir a verte,por el escándalo; tú sabías que no podía, que me man-tenía apartada por tu bien, pero después me castigaste,lo utilizaste de pretexto para marcharte, de nube paraesconderte. Eso, y también a ella, la mujer de los hielos.Bastardo. Ahora que estoy muerta he olvidado cómo seperdona. Yo te maldigo, mi Gibreel, que tu vida sea uninfierno. Un infierno, porque ahí me mandaste, maldi-to seas, y de ahí viniste, demonio, y ahí vas, imbécil, quete aproveche la jodida zambullida. La maldición deRekha y, después, unos versos en una lengua que él noentendía, secos y sibilantes, en los que creyó distinguir,o tal vez no, el repetido nombre de Al-Lat.

Gibreel se apretó contra Chamcha y salieron de lasnubes.

La velocidad, la sensación de velocidad volvió, sil-bando su nota escalofriante. El techo de nubes volóhacia lo alto, el suelo de agua se acercó y ellos abrieronlos ojos. Un grito, el mismo grito que aleteaba en suestómago cuando Gibreel nadaba por el cielo, escapóde labios de Chamcha; un rayo de sol taladró su bocaabierta liberándolo. Pero Chamcha y Farishta, que ha-bían caído a través de las transformaciones de las nu-bes, también tenían contorno vago y difuso, y cuando

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la luz del sol dio en Chamcha, liberó algo más que unruido.

«Vuela –gritó Chamcha a Gibreel–. Echa a volar,ya.» Y, sin saber la razón, agregó la segunda orden:«Y canta.»

¿Cómo llega al mundo lo nuevo? ¿Cómo nace?¿De qué fusiones, transustanciaciones y conjuncio-

nes se forma?¿Cómo sobrevive, siendo como es tan extremo y

peligroso? ¿Qué compromisos, qué pactos, qué traicio-nes a su secreta naturaleza tiene que hacer para conte-ner a la banda demoledora, al ángel exterminador, a laguillotina?

¿Es siempre caída el nacimiento?¿Tienen alas los ángeles? ¿Vuelan los hombres?

Cuando Mr. Saladin Chamcha caía de las nubes sobreel canal de la Mancha, sentía el corazón oprimido poruna fuerza tan implacable que comprendió que no po-día morir. Después, cuando tuviera los pies firmementeasentados de nuevo en tierra, empezaría a dudarlo yatribuiría lo implausible de su tránsito al desbarajustede sus sentidos provocado por la explosión, achacandosu supervivencia y la de Gibreel a un capricho de lafortuna. Pero por el momento no tenía la menor duda:lo que le había ayudado a salir del trance era el deseode vivir, sincero, irresistible y puro, y lo primero quehizo aquel deseo fue informarle de que no quería tenernada que ver con su patética personalidad, con aquelapaño chapucero de mímica y voces, que se proponíadesentenderse de todo ello, y descubrió que se rendía,sí, adelante, como si fuera un mirón de sí mismo en supropio cuerpo, porque aquello partía del centro de sucuerpo y se extendía hacia fuera, convirtiendo su san-gre en hierro y su carne en acero, aunque también lo

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sentía como un puño que lo envolviera sosteniéndolode una manera que era a la vez insoportablemente durae intolerablemente suave; hasta que se apoderó de élpor completo y pudo hacerle mover los labios, los de-dos, todo lo que deseara y, una vez estuvo seguro de suconquista, salió de su cuerpo y agarró a Gibreel Farish-ta por las pelotas.

«Vuela –ordenaba a Gibreel aquella fuerza–. Canta.»Chamcha permaneció abrazado a Gibreel mientras

éste, al principio lentamente, y después con rapidez yfuerza crecientes, batía los brazos. Más y más vigorosa-mente braceaba y, al bracear, surgió de él un canto que,como el canto del espectro de Rekha Merchant, se can-taba en una lengua desconocida para él, con una músi-ca que jamás había oído. Gibreel en ningún momentorechazó el milagro; a diferencia de Chamcha, que trata-ba de descartarlo por medio de la lógica, él nunca dejóde decir que el gazal era celestial y que, sin el canto, denada le hubiera servido mover los brazos a modode alas y, sin el aleteo, era seguro que habrían golpea-do las olas como rocas o algo así, estallando en milpedazos al tomar contacto con el tenso tambor del mar.Mientras que ellos, por el contrario, empezaron a fre-nar. Cuanto más briosamente aleteaba y cantaba, can-taba y aleteaba Gibreel, más se acentuaba la desacelera-ción, hasta que, al fin, planeaban sobre el canal comopapelillos mecidos por la brisa.

Fueron los únicos supervivientes de la catástrofe, losúnicos pasajeros caídos del Bostan que conservaron lavida. Fueron depositados por la marea en una playa.Cuando los encontraron, el más expansivo de los dos,el de la camisa púrpura, deliraba frenéticamente, juran-do que habían caminado sobre el agua, que las olas loshabían acompañado suavemente hasta la orilla; mientrasque el otro, que llevaba un empapado bombín pegadoa la cabeza como por arte de magia, lo negaba. «Por

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Dios que tuvimos suerte –decía–. Toda la suerte delmundo.»

Yo conozco la verdad, obviamente. Lo vi todo. Porlo que respecta a omnipresencia y omnipotencia no ten-go pretensiones, por el momento, pero una cosa sí pue-do afirmar, espero: Chamcha lo deseó y Farishta cum-plió el deseo.

¿Quién hizo el milagro?¿De qué naturaleza –angélica o satánica– era la can-

ción de Farishta?¿Quién soy yo?Planteémoslo así: ¿quién sabe los mejores cantos?

Éstas fueron las primeras palabras que Gibreel Farishtapronunció al despertar en la nevada playa inglesa, conuna inaudita estrella de mar junto a la oreja: «Hemosvuelto a nacer, bobito, tú y yo. Feliz cumpleaños, señor,feliz cumpleaños.»

Y Saladin Chamcha tosió, escupió, abrió los ojos y,como es propio de un recién nacido, se echó a llorarcomo un tonto.

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La reencarnación fue siempre un tema de gran im-portancia para Gibreel, durante quince años la mayorestrella del cine indio, incluso antes de que venciera«milagrosamente» al Virus Fantasma que, según empe-zaba a creer todo el mundo, parecía que iba a acabar contodos sus contratos. Por lo tanto, quizá alguien hubie-ra podido prever, solo que nadie lo hizo, que, cuandose restableciera, podría, por así decir, triunfar en lo quehabían fracasado los gérmenes, y abandonar para siem-pre su vieja vida, a menos de una semana de cumplir loscuarenta, esfumándose en el aire, ¡puf!, como por artede magia.

Los primeros en notar su ausencia fueron los cua-tro componentes del equipo de la silla de ruedas de losestudios. Mucho antes de su enfermedad, Gibreel habíaadquirido la costumbre de hacerse llevar de plató enplató de los grandes estudios D. W. Rama por este gru-po de atletas rápidos y dignos de confianza, porque unhombre que rueda hasta once películas a la vez necesi-ta conservar sus energías. Guiándose por un complica-do código de rayas, círculos y puntos que Gibreel re-cordaba de su niñez entre los legendarios repartidoresde almuerzos de Bombay (de los que luego hablaremosmás extensamente), los mozos de silla lo llevaban veloz-

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mente de personaje en personaje, depositándolo con lamisma precisión y puntualidad con las que otrora supadre entregara los almuerzos. Y después de cada sesiónGibreel volvía a la silla en la que, a gran velocidad, eragobernado hasta el plató siguiente, donde lo vestían ymaquillaban y le entregaban los diálogos. «La carrera deun actor de cine en Bombay –decía a su leal tripulación–se parece a una gymkhana en silla de ruedas con un parde socavones en la ruta.»

Después de la enfermedad del Germen Fantasma, delMal Misterioso, del Virus, Gibreel volvió al trabajo, perocon menos agobio, haciendo sólo siete películas a lavez… hasta que, de repente, desapareció. La silla deruedas quedó vacía en los mudos platós; la ausencia delactor dejó al descubierto el magro artificio de los deco-rados. Los mozos de silla, los cuatro a la vez, no sabíanqué excusas dar cuando los airados directivos cayeronsobre ellos: Oh, sí, debe de estar enfermo, siempre tuvofama de puntual, ¿no?, ¿qué se le puede reprochar,maharaj? A los grandes artistas hay que consentirlesalgo de temperamento de vez en cuando, y gracias a susexcusas fueron las primeras víctimas del mutis inex-plicado de Farishta, lanzados, cuatro, tres, dos, uno,ekdumjaldi, por las puertas de los estudios, con lo quela silla de ruedas quedó abandonada y polvorienta bajolos cocoteros pintados en torno a una playa de serrín.

¿Dónde estaba Gibreel? Los productores, dejadosen siete estacadas, fueron presa de un pánico oneroso.Ahí los tienen, en el golf del club Willingdon –sóloquedan nueve hoyos porque de los otros nueve hanbrotado rascacielos como hierbajos gigantes o, digamos,como lápidas funerarias que señalan los lugares en losque yace el cadáver despedazado de la antigua ciudad–,ahí, ahí mismamente los altos directivos fallan los puttsmás fáciles; y si levantan la mirada verán mechones decabello arrancado de responsables cabezas angustiadas

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y arrojado desde las ventanas de los últimos pisos. Laagitación de los productores era comprensible, pues enaquellos tiempos de merma de espectadores cinemato-gráficos, nacimiento de los folletones históricos y rei-vindicación del televisor por las amas de casa, noquedaban más que un nombre que, amparando el títu-lo de una película, ofreciera garantía total de Superéxi-to y Sensación, y ahora el dueño de tal nombre habíadesaparecido, no se sabía si hacia arriba, hacia abajo ohacia un lado, pero lo cierto era que se había esfu-mado…

Por toda la ciudad, una vez que los teléfonos, losmotoristas, los guardias, los hombres-rana y las dragasdel puerto hubieron trabajado infructuosamente, empe-zaron a pronunciarse responsos por la estrella apagada.En uno de los siete impotentes platós de los estudiosRama, miss Pimple Billimoria, el último descubrimien-to explosivo de la industria –no una tierna y pálida azu-cena, sino un despampanante barril de dinamita–, atavia-da con gasas de danzarina sagrada y colocada bajosinuosas reproducciones en cartón de las figuras tántri-cas del período Chandela sorprendidas en el acto de lacópula –al percatarse de que su escena cumbre no serodaría y su gran oportunidad estaba hecha añicos–,ofreció un malévolo adiós frente a un público de técni-cos de sonido y electricistas que fumaban cínicos bee-dis. Pimple, acompañada por un ayah muda de dolor,toda codos, organizó su desprecio. «¡Caray, qué suer-te! –exclamó–. Hoy rodábamos la escena de amor, chhi,chhi, y yo estaba desesperada pensando en cómo acer-carme a ese bocazas que huele a guano de cucarachaputrefacta.» Los pesados cascabeles de sus tobillos seagitaron con su pataleo. «Suerte ha tenido de que laspelículas no huelan, o no hubiera encontrado papel nide leproso.» Aquí el soliloquio de Pimple subió de tonohasta alcanzar el de un torrente de obscenidades de un

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calibre tal que los fumadores de beedis se irguieron ensus asientos por primera vez y empezaron a compararanimadamente el vocabulario de Pimple con el de Phoo-lan Davi, la famosa reina de bandidos, cuyos juramentosfundían los cañones de los fusiles y convertían en gomalos lápices de los periodistas.

Mutis de Pimple, llorosa, censurada, una tira de ce-luloide en el suelo de una sala de montaje. Mientras sealejaba, de su ombligo iban cayendo ágatas que refleja-ban sus lágrimas…, aunque en lo de la halitosis de Fa-rishta algo de razón tenía; incluso quizá se quedara cor-ta. Las exhalaciones de Gibreel, nubes ocre de sulfuroy azufre, siempre le dieron –junto con el pronunciadopico de viuda de su pelo en la frente y su melena negracomo ala de cuervo– un aire más saturnino que celeste,a pesar de las arcangélicas resonancias de su nombre.A raíz de su desaparición se dijo que no sería difícil en-contrarlo, que lo único que se necesitaba era una narizmedianamente sensible… y, una semana después de sudesaparición, un mutis más trágico que el de PimpleBillimoria acrecentó el tufo diabólico que empezaba aadherirse al nombre que tan dulces fragancias evocara.Digamos que había abandonado la pantalla y entrado enel mundo, y en la vida real, a diferencia del cine, la gentenota si hueles.

Somos criaturas del aire, / con raíces en los sueños /y las nubes renacidas / en el vuelo. Adiós. La enigmáti-ca nota descubierta por la policía en el ático de GibreelFarishta, situado en la cúspide del rascacielos EverestVilas de Malabar Hill, el hogar más alto del edificio másalto de la parte más alta de la ciudad, uno de esos apar-tamentos con vistas dobles, desde los que, por este lado,dominas el collar nocturno de Marina Drive y, por elotro, el cabo de Scandal Point y el mar, dio mucho jue-go en los titulares. FARISHTA SE ZAMBULLE BAJO TIERRA, pre-gonaba Blitz, tétrico, mientras que Abeja laboriosa, de

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The Daily, optaba por GIBREEL LEVANTA EL VUELO DESDE SU

PALOMAR. Se publicaron muchas fotografías de la fabulo-sa residencia, en la que decoradores franceses provistosde cartas de recomendación de Reza Pahlevi por el tra-bajo realizado en Persépolis, gastaron un millón dedólares en reproducir, a tan exaltada altura, el interiorde una tienda de beduino. Otra ilusión destrozada porsu ausencia: GIBREEL LEVANTA EL CAMPAMENTO, vociferabanlos titulares; pero ¿había ido hacia arriba, hacia abajo ohacia un lado? Nadie lo sabía. En aquella metrópoli delenguas y susurros, ni los oídos más finos oían algo fi-dedigno. Pero Mrs. Rekha Merchant, que leía todos losperiódicos, escuchaba todas las noticias de la radio y nose despegaba del televisor, entresacó algo del mensaje deFarishta, percibió una nota que había escapado a todosy subió con sus dos hijas y su hijo a pasear por la azo-tea del edificio en que vivían. Se llamaba Everest Vilas.

Una vecina; en realidad, la vecina del piso de abajo.Vecina y amiga. ¿Qué más tengo que decir? Por supues-to que las maliciosas revistas de escándalo de la ciudadllenaron columnas con insinuaciones y frases de doblesentido, pero ello no nos autoriza a ponernos a su ni-vel. ¿Por qué manchar ahora su reputación?

¿Quién era ella? Era una mujer rica, desde luego,porque Everest Vilas no es precisamente un vecindario depobres, ¿verdad? Casada, sí señor, trece años, con unhombre importante en el sector de los rodamientos abolas. Independiente; sus tiendas de alfombras y antigüe-dades prosperaban en el mejor punto de la zona de Co-laba. Ella llamaba a sus alfombras klims o kliins, y a losobjetos antiguos, antijuedades. Sí, y era bella, con la be-lleza dura y ebúrnea de los extraordinarios habitantes delas casas altas de la ciudad, con unos huesos, un cutis yuna manera de moverse que acreditaban su largo divor-cio de la tierra empobrecida, pesada y pululante. Estabatodo el mundo de acuerdo en que poseía una gran per-

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sonalidad, bebía como una esponja en copas de cristal deLalique, colgaba el sombrero desvergonzadamente enuna Chola Natraj y sabía lo que quería y cómo conse-guirlo pronto. El marido era una rata con dinero y bue-na muñeca para el squash. Rekha Merchant leyó el adiósde Gibreel Farishta en los periódicos, escribió una cartaa su vez, llamó a sus hijos, tomó el ascensor y subió (unpiso) al encuentro del destino que había elegido.

«Hace muchos años –decía en su carta–, me casé porcobardía. Ahora, por fin, hago algo por coraje.» Dejóencima de la cama un periódico en el que había enmar-cado y subrayado enérgicamente en rojo –con tres fuer-tes líneas, una de las cuales había roto el papel– el men-saje de Gibreel. La prensa del puteo, naturalmente, echóel resto con EL SALTO DE LA HERMOSA DESCONSOLADA y BELDAD

AFLIGIDA SE LANZA AL VACÍO. Ahora bien:Quizá también ella tuviera la inquietud de la reen-

carnación y Gibreel, sin comprender el terrible poderde la metáfora, recomendaba el vuelo. Para volver anacer, antes tienes que… y ella era una criatura del cie-lo, bebía champán en Lalique, vivía en Everest, y uno desus compañeros del Olimpo había echado a volar. Si élpodía volar, también ella podría tener alas y echar raí-ces en los sueños.

Ella no lo consiguió. El lala empleado de portero enel complejo de Everest Vilas ofreció al mundo su rupes-tre testimonio. «Yo andaba por aquí, por aquí, sin sa-lir del complejo, cuando oigo un golpe, cras. Me vuel-vo. Era el cuerpo de la hija mayor. Tenía el cráneoaplastado. Miró arriba y veo caer al chico y, después, ala niña. Cómo diría yo…, casi me caen encima. Me tapéla boca con la mano y me acerqué. La niña gemía unpoco. Luego miré hacia arriba por cuarta vez y enton-ces veo venir a la Begum. El sari flotaba como un glo-bo. Tenía el pelo suelto. Aparté la mirada, porque ellacaía y no es correcto mirar debajo de la ropa.»