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1 LA ISLA DEL TESORO 1. La posada del Almirante Benbow 2. La aparición 3. La mancha negra 4. El baúl 5. La muerte del ciego 6. Los papeles del muerto 7. Mi viaje a Bristol 8. En la posada del Catalejo 9. El capitán 10. El viaje 11. Los toneles oyen 12. Consejo de guerra 13. El desembarco 14. El primer golpe 15. El habitante de la isla 16. El abandono de la Hispaniola 17. La vida en la fortaleza 18. La propuesta de Silver 19. El ataque 20. La escapatoria 21. A la deriva 22. En medo del mar 23. La bandera pirata 24. “¡Doblones…Doblones…Doblones! 25. En el campo enemigo 26. Otra vez la mancha negra 27. Bajo palabra de honor 28. El mapa de Flint 29. La voz entre los árboles 30. La caída de un jefe 31. Final 1. LA POSADA DEL ALMIRANTE BENBOW Varios caballeros amigos míos me han pedido que escriba todo lo que nos ocurrió con la isla del tesoro, desde el inicio hasta el fin. La historia comienza hace muchos años, cuando yo era niño y mi padre tenía abierta la posada del Almirante Benbow. Un día llegó a la puerta de esa posada un viejo marinero con una carretilla en la que llevaba un baúl. Era alto y fuerte. La cicatriz de una cuchillada le atravesaba el rostro, desde la mandíbula hasta la frente. Llevaba el pelo negro recogido en una coleta que le colgaba sobre la espalda. Golpeó fuertemente la puerta con su bastón, silbando una extraña canción que luego le oí cantar muchas veces: Quince hombres sobre el baúl del muerto, ¡Ah, ja, jai!, ¡Y una botella de ron! —Me gusta esta posada -le dijo a mi padre-. ¿Tiene muchos clientes? Mi padre contestó que no. El lugar era solitario y la comarca, desierta. —Me hospedaré aquí algún tiempo -continuó-. Tengo gustos sencillos: huevos con tocino, ron y esas rocas al lado del mar para ver pasar los barcos... Con eso me basta. Podéis llamarme como queráis: Capitán, por ejemplo. ¡Eh, muchacho! ¡Sube el baúl! Arrojó sobre el mostrador unas monedas de oro y se fue sin decir nada más. Mi padre y yo nos miramos en silencio. De aquel desconocido, sólo sabíamos que había llegado por la mañana a la aldea vecina. Sin embargo, no parecía un marinero cualquiera. Hablaba poco, y se pasaba todo el día caminando por la orilla del mar, con un catalejo viejo y verdoso bajo el brazo. Al atardecer se encerraba en la posada, y allí se quedaba sentado, junto al fuego, bebiendo agua mezclada con ron. Cada tarde, al volver de sus largos paseos, preguntaba si habíamos visto pasar algún marinero por el camino de la costa. Parecía que quería hablar con alguno de ellos pero, en realidad, procuraba evitarlos. Cuando alguno venía a hospedarse en el Almirante Benbow, lo observaba atentamente y jamás pronunciaba una palabra mientras el desconocido permanecía en la posada. Una tarde, el Capitán me llamó aparte y me prometió que el primer día de cada mes me daría cuatro monedas de plata.

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LA ISLA DEL TESORO

1. La posada del Almirante Benbow 2. La aparición 3. La mancha negra 4. El baúl 5. La muerte del ciego 6. Los papeles del muerto 7. Mi viaje a Bristol 8. En la posada del Catalejo 9. El capitán 10. El viaje 11. Los toneles oyen 12. Consejo de guerra 13. El desembarco 14. El primer golpe 15. El habitante de la isla 16. El abandono de la Hispaniola

17. La vida en la fortaleza 18. La propuesta de Silver 19. El ataque 20. La escapatoria 21. A la deriva 22. En medo del mar 23. La bandera pirata 24. “¡Doblones…Doblones…Doblones! 25. En el campo enemigo 26. Otra vez la mancha negra 27. Bajo palabra de honor 28. El mapa de Flint 29. La voz entre los árboles 30. La caída de un jefe 31. Final

1. LA POSADA DEL ALMIRANTE BENBOW Varios caballeros amigos míos me han pedido que escriba todo lo que nos ocurrió con la isla del tesoro, desde el inicio hasta el fin. La historia comienza hace muchos años, cuando yo era niño y mi padre tenía abierta la posada del Almirante Benbow. Un día llegó a la puerta de esa posada un viejo marinero con una carretilla en la que llevaba un baúl. Era alto y fuerte. La cicatriz de una cuchillada le atravesaba el rostro, desde la mandíbula hasta la frente. Llevaba el pelo negro recogido en una coleta que le colgaba sobre la espalda. Golpeó fuertemente la puerta con su bastón, silbando una extraña canción que luego le oí cantar muchas veces: Quince hombres sobre el baúl del muerto, ¡Ah, ja, jai!, ¡Y una botella de ron! —Me gusta esta posada -le dijo a mi padre-. ¿Tiene muchos clientes? Mi padre contestó que no. El lugar era solitario y la comarca, desierta. —Me hospedaré aquí algún tiempo -continuó-. Tengo gustos sencillos: huevos con tocino, ron y esas rocas al lado del mar para ver pasar los barcos... Con eso me basta. Podéis llamarme como queráis: Capitán, por ejemplo. ¡Eh, muchacho! ¡Sube el baúl! Arrojó sobre el mostrador unas monedas de oro y se fue sin decir nada más. Mi padre y yo nos miramos en silencio. De aquel desconocido, sólo sabíamos que había llegado por la mañana a la aldea vecina. Sin embargo, no parecía un marinero cualquiera. Hablaba poco, y se pasaba todo el día caminando por la orilla del mar, con un catalejo viejo y verdoso bajo el brazo. Al atardecer se encerraba en la posada, y allí se quedaba sentado, junto al fuego, bebiendo agua mezclada con ron. Cada tarde, al volver de sus largos paseos, preguntaba si habíamos visto pasar algún marinero por el camino de la costa. Parecía que quería hablar con alguno de ellos pero, en realidad, procuraba evitarlos. Cuando alguno venía a hospedarse en el Almirante Benbow, lo observaba atentamente y jamás pronunciaba una palabra mientras el desconocido permanecía en la posada. Una tarde, el Capitán me llamó aparte y me prometió que el primer día de cada mes me daría cuatro monedas de plata.

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—Lo único que tienes que hacer -me dijo- es avisarme si aparece un marinero con una sola pierna. Aquel encargo tan extraño me quitó el sueño. En las noches de tormenta, cuando el viento aullaba alrededor de la casa y las olas se estrellaban contra el acantilado, el marinero se me aparecía bajo mil formas. Unas veces lo imaginaba con la pierna cortada a la altura de la rodilla; otras, como un monstruo con una sola pierna, como si fuera una cola. Mis peores pesadillas consistían en verle saltar y correr detrás de mí. Algunas noches, el Capitán bebía más de la cuenta. Entonces se ponía a cantar durante largo rato antiguas y bárbaras canciones de mar, sin preocuparse de nadie. Otras veces mandaba servir bebida a los huéspedes, y les obligaba a escuchar sus historias. Eran todas horribles, llenas de ahorcamientos, peleas, tormentas en alta mar y salvajes aventuras en tierras lejanas. Daba fuertes golpes en la mesa con la mano para imponer silencio y se enfurecía si le preguntaban algo o si no le atendían. Pasaron semanas y meses, y seguía en la posada, sin pagarnos. Mi padre no se atrevía a reclamarle la deuda. Si por casualidad le decía alguna palabra sobre el asunto, el Capitán se enfurecía rápidamente. Llevaba siempre el mismo sombrero roto y sucio y la misma casaca, vieja y gastada. Nunca escribía ni recibía cartas, y jamás abrió su gran baúl de marinero. Sólo el doctor Livesey se atrevió a enfrentarse a él. Una vez entró en el salón de la posada a fumar una pipa. De pronto, aquel sucio y misterioso marinero con aspecto de pirata se puso a cantar la canción de siempre: Quince hombres sobre el baúl del muerto… El doctor le miró y continuó fumando. El Capitán, al ver que no le hacía caso, dio un fuerte golpe con la mano sobre la mesa, señal de que exigía silencio. Todos callaron enseguida, menos el doctor, que siguió hablando y fumando. El Capitán le miró fijamente y dio otro golpe. - ¡Eh, silencio! – gritó entre juramentos. - ¿Es a mí, caballero? – contestó el doctor. El Capitán dio un salto y sacó un cuchillo. El doctor ni siquiera se movió. Levantó un poco más la voz para que todos lo oyeran y dijo con mucha calma: —Si no guardáis eso inmediatamente, juro que os mandaré ahorcar. Además de médico, soy juez. Los dos se miraron fijamente a los ojos, pero el Capitán guardó el cuchillo y volvió a su sitio, gruñendo como un perro apaleado. 2. LA APARICIÓN Una mañana de enero, muy temprano, el Capitán se dirigió a la playa. Su cuchillo asomaba entre los faldones de la casaca y llevaba el catalejo bajo el brazo. Yo estaba poniendo la mesa para el desayuno cuando apareció un desconocido. Era un tipo pálido. Le faltaban dos dedos de la mano izquierda. Llevaba un gran cuchillo, pero parecía pacífico. Debo confesar que su presencia me inquietó mucho. Ya he dicho que yo vigilaba continuamente la llegada de hombres de mar, tanto si tenían una como dos piernas. El desconocido pidió un vaso de ron, se sentó y me hizo señas para que me acercara. Me quedé completamente inmóvil, con la servilleta en la mano. —Ven acá, chaval. ¿Es ésta la mesa de mi amigo Bill? —preguntó guiñando un ojo. Le dije que no conocía a su amigo Bill, y que la mesa era la de un marinero a quien llamábamos Capitán. —Da lo mismo -contestó-. A mi amigo Bill se le puede llamar también Capitán. Tiene una cicatriz en la cara, exactamente en la mejilla derecha, ¿no es verdad?

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Y ahora dime: ¿está en casa mi amigo Bill? Respondí que había salido a dar un paseo, y le indiqué hacia dónde. El desconocido salió a la puerta de la posada y vigiló la costa, como un gato que acechara a un ratón. Yo no sabía qué hacer; salí a la carretera un momento, pero él me llamó enseguida. Debí de tardar algo en obedecerle, pues repitió la orden con un grito terrible: — ¡La obediencia, chaval! -añadió-. Si hubieses navegado con Bill, habrías obedecido inmediatamente, estoy seguro. Y hablando de Bill, ahí lo tenemos. Ven; nos esconderemos detrás de la puerta para darle una pequeña sorpresa. Detrás de la puerta, el desconocido sacó su enorme cuchillo y, mientras acechaba, iba tragando saliva como si tuviese un nudo en la garganta. Por fin llegó el Capitán; cerró de golpe la puerta, sin mirar a los lados, y atravesó la sala en dirección a la mesa del desayuno. — ¡Bill! -llamó entonces el desconocido, procurando que su voz pareciera fuerte y decidida. Rápidamente, el Capitán dio media vuelta y nos miró. Se puso pálido, como si viese un fantasma, un diablo o algo peor. Debo decir que casi me dio pena verlo así, envejecido de repente. — ¿No me conoces, Bill? ¿Ya no te acuerdas de tu viejo compañero? — ¡Perro Negro! -exclamó el Capitán con voz temblorosa. —Perro Negro, sí -contestó el desconocido-, más vivo que nunca, ha venido a ver a su viejo amigo Bill. ¡Lo que hemos corrido por el mundo, desde que perdí los dos dedos! -y señaló su mano. —Está bien -gruñó el Capitán-. Me has descubierto. Dime: ¿qué quieres? —Bill -respondió Perro Negro-, voy a pedir dos vasos de ron a ese chaval, y tú y yo nos sentaremos a charlar como viejos amigos. Cuando les traje el ron, estaban ya sentados, uno a cada lado de la mesa. Perro Negro me ordenó salir y dejar la puerta abierta. Me puse a escuchar, pero no entendía nada de lo que estaban hablando. Al final se pusieron a gritar. — ¡No, no y no! -gritaba el Capitán-. Si hay que morir ahorcado, nos ahorcarán a todos. De repente oí ruido de mesas y sillas, luego un roce de cuchillos y un grito de dolor. Poco después, Perro Negro huyó, con el hombro izquierdo cubierto de sangre, perseguido por el Capitán. A pesar de su herida, Perro Negro corría tan deprisa que desapareció de nuestra vista en un momento. El Capitán se tambaleó ligeramente y tuvo que sostenerse apoyando una mano en el muro. — ¡Dame ron! -me dijo-. Voy a marcharme de aquí. Fui a buscar la bebida. Entonces oí que algo caía al suelo en la sala. Entré corriendo y encontré al Capitán tendido como un tronco en el suelo. Con la ayuda de mi madre le levanté la cabeza. Tenía los ojos cerrados y respiraba con fuerza. Nos quedamos mirándolo, sin saber qué hacer. Cogí el vaso de ron para echarle un poco en la garganta, pero tenía los dientes apretados y las mandíbulas rígidas como si fueran de hierro. Entonces apareció el doctor Livesey. Venía a visitar a mi padre, enfermo desde hacía una temporada. — ¡Doctor! ¿Está herido este hombre? -exclamé. —No está herido -contestó el doctor-. Este bribón tiene un ataque. No queda más remedio que intentar salvarle la vida.

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El doctor dejó al descubierto el brazo del Capitán, que estaba lleno de tatuajes, con letras grabadas en la piel. —Ahora, Bill, o como os llaméis -dijo el doctor-, vamos a ver de qué color tenéis la sangre. Jim, ¿te asusta verla correr? Anda, ayúdame. Al abrir los ojos y reconocer al doctor, el Capitán hizo un gesto de enfado e intentó levantarse. — ¿Dónde está Perro Negro? -gritó. —Dejadnos en paz con ese perro negro -contestó el doctor-. Apuesto cualquier cosa a que, si seguís bebiendo así, moriréis muy pronto. Pero por esta vez voy a ayudaros. Con mucho esfuerzo, el doctor y yo lo llevamos a la cama. Su cabeza cayó sobre la almohada, como si hubiera perdido el sentido. 3. LA MANCHA NEGRA Al mediodía, entré en el cuarto del Capitán para llevarle bebidas refrescantes y medicinas. Él me pidió un vaso de ron. —Es que el doctor… -le dije. —Los médicos -respondió- son unos majaderos. Créeme, chiquillo: si no me das un trago, te juro que voy a ver fantasmas. Los estoy viendo ya. ¡Mira, el viejo Flint, en ese rincón, detrás de ti! Vamos, Jim, te daré una moneda de oro por cada vaso que me traigas. — Sólo os traeré un vaso mas -le dije. Se lo traje y se lo bebió inmediatamente, de un trago. Entonces me preguntó cuánto tiempo había dicho el doctor que debía guardar cama. Le contesté que una semana. — ¡Imposible! ¡Esos bandidos están rondando la casa! ¡Me están espiando y en una semana me habrán dado ya la mancha negra! -gritó-. El viejo marinero intentó incorporarse pero le fue imposible. —Ese doctor me ha matado -se quejó-. La cabeza me da vueltas. Jim, ¿has visto hoy a ese hombre? —¿A quién? ¿A Perro Negro? —¡No! Ése es malo, pero los que lo mandaron son peores aún. Mira, chiquillo: si no consigo escaparme antes de que me den la mancha negra, acuérdate de lo que te digo: quieren apoderarse de mi viejo baúl marino. Tú sabes montar a caballo, ¿verdad? »Pues cuando lleguen, sales al galope a buscar a ese maldito doctor, y le dices que aquí podrá atrapar a todos los hombres que navegaban con el viejo Flint. Yo fui su primer piloto, y sólo yo conozco el escondite. Él mismo me contó el secreto poco antes de morir. Sólo tienes que hacer lo que te he dicho si me dan la mancha negra, o si aparece otra vez Perro Negro o un marino con una sola pierna... — ¿Qué es eso de la mancha negra, Capitán? —Es un aviso, chaval, un aviso. Ya te lo explicaré... ¡Tú, vigila! Entonces se durmió profundamente. Pensé en ir a contárselo todo al doctor, pero mi padre murió de repente aquella misma noche. Por unas horas, me olvidé de todo, hasta del viejo pirata. A la mañana siguiente bajó de su cuarto, y siguió bebiendo como de costumbre. Pero estaba cada día más débil y no salía de la posada. Una tarde estaba yo en la puerta de la posada, pensando tristemente en mi padre muerto. Entonces vi que alguien se acercaba. Supuse que era un ciego, pues caminaba encorvado, palpando el suelo con un bastón. Además, llevaba una visera que le cubría los ojos hasta la nariz. Poco antes de llegar a la posada, se detuvo:

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— ¿Habrá alguien -se quejaba la espantosa figura- que se compadezca de este pobre ciego? ¿Dónde estoy? Le tendí la mano, y él la agarró al instante con la suya, como si fuera una tenaza. Intenté huir, pero el ciego me atrajo hacia sí. —Ahora -dijo en voz baja-, llévame inmediatamente donde está el Capitán o te rompo el brazo. No había oído nunca una voz tan cruel y tan fría como aquélla. Le obedecí sin rechistar. —Y en cuanto lo tengamos delante, gritas: «Bill, aquí viene un amigo vuestro». Si no lo haces... Me dio un tirón que casi me arrancó el brazo. Abrí la puerta y dije, temblando, la frase que me había ordenado el ciego. El pobre Capitán alzó los ojos. Hizo una mueca de repugnancia y asco. Intentó levantarse, pero le faltaron las fuerzas. —No te muevas, Bill -le dijo el ciego-. No veo nada, pero oigo crecer la hierba. Extiende la mano derecha, Bill, y tú, chaval, cógesela y acércala a la mía. El Capitán y yo obedecimos, y entonces vi que algo se deslizaba entre la mano del ciego y la del Capitán, que se cerró al instante. — ¡Ya está: asunto terminado! -exclamó el ciego. Diciendo esto, me soltó de repente y echó a correr con una agilidad sorprendente. Oí los golpes del bastón que se perdían a lo lejos, por la carretera. Solté la muñeca del Capitán, y él retiró la mano. Entonces miró fijamente su palma extendida. — ¡A las diez! -exclamó-. Todavía nos quedan seis horas para cogerlos. Se había levantado bruscamente, pero se tambaleó un poco y luego cayó al suelo. No pude hacer nada por él: el Capitán había muerto. Y entonces, a pesar de que nunca le había querido, lloré. 4. EL BAÚL Me di cuenta enseguida de los peligros que nos amenazaban a mi madre y a mí. Nos parecía imposible seguir viviendo en la posada. El rumor del fuego en la cocina o el simple tictac del reloj nos aterrorizaban. Continuamente creíamos oír pisadas que se acercaban. Cuando pensaba en el cadáver del Capitán, tendido en mitad de la sala, se me ponían los pelos de punta. ¡Y el horrible ciego podía volver en cualquier momento! Decidimos huir cuanto antes y buscar ayuda en la aldea cercana. Cuando salimos, anochecía, había niebla y soplaba un viento helado. Tardamos muy poco en recorrer el camino, aunque nos deteníamos muchas veces, asustados por cualquier ruido. En las casas de la aldea se encendían las primeras luces. Me alegró ver el resplandor que se filtraba por las puertas y ventanas. Pero nadie quiso volver con nosotros al Almirante Benbow. - Pues si nadie se atreve a acompañarnos –dijo al fin mi madre con gesto valiente-, Jim y yo iremos solos. Abriremos el baúl, cueste lo que cueste. El corazón me latía con fuerza, cuando, en plena noche, iniciamos el camino de regreso. La luna brillaba, roja y triste, entre la niebla. Corrí el cerrojo nada más entrar en casa. Mi madre encendió una vela y, cogidos de la mano, entramos en la sala. El muerto estaba en el suelo tal como lo dejamos, con los ojos abiertos y un brazo extendido. Cierra las ventanas, Jim –murmuró mi madre-: podrían vernos desde fuera… Me arrodillé junto al cadáver. En el suelo, tocando el brazo extendido, había un pequeño círculo de cartón, ennegrecido por un lado. Era la mancha negra.

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Al cogerlo, leí en la otra cara este aviso: “Tienes tiempo hasta las diez de la noche”. En aquel instante, el reloj de la posada dio las seis. -Jim –dijo mi madre- , busca la llave del baúl, ¡por Dios! Rebusqué en los bolsillos del muerto, pero sólo encontré algunas monedas, hilo y agujas gruesas, una pastilla de tabaco, el cuchillo y una brújula de bolsillo. Miré en el cuello y allí, colgada de un cordón apareció la llave. Subimos corriendo a la habitación donde estaba el baúl. Aunque la cerradura era muy fuerte, mi madre la abrió en un instante y levantó la tapa. Olía a tabaco y alquitrán; debajo de unas prendas se amontonaban los más variados objetos. El fondo del baúl lo tapaba un viejo capote de mar. Mi madre tiró de él con impaciencia y descubrimos un paquete envuelto en un pedazo de hule y un saco de lona. Al cogerlo, resonó con el rumor del oro. —Demostraré a esos bandidos -dijo mi madre- que soy una mujer honrada. Cogeré lo que nos debía, ni un céntimo más. Estábamos contando las monedas cuando oí los golpes acompasados del bastón del ciego en la carretera desierta. El ruido se fue acercando mientras nosotros, muertos de miedo, no nos atrevíamos ni a respirar. Una enérgica llamada hizo temblar la puerta; oímos que el pomo daba vueltas y el cerrojo chirriaba. Luego todo quedó en silencio, hasta que el golpeteo del bastón volvió a sonar, alejándose poco a poco en medio de la noche. Estaba seguro de que al ciego le habría parecido sospechoso que la puerta estuviese cerrada por dentro, y que muy pronto volvería. Pero mi madre seguía empeñada en no coger ni una moneda más, pero tampoco ni una menos, de lo que se le debía. De pronto resonó a lo lejos un silbido largo y débil. Cogimos las monedas que habíamos contado hasta ese momento y huimos de la posada. Yo me llevé también el paquete envuelto en un trozo de hule. Al poco tiempo oímos, a nuestras espaldas, unos pasos veloces. 5. LA MUERTE DEL CIEGO Estuve agazapado contra el suelo un buen rato. Al fin, la curiosidad pudo más que el miedo y salí para acechar la puerta de la posada. Vi entonces a siete u ocho bandidos corriendo como locos. Uno de ellos era el ciego. — ¡Echad la puerta abajo! -gritó. Cuatro o cinco entraron en la posada, y los demás se quedaron en la carretera, con el ciego. — ¡Bill está muerto! -gritó una voz desde el interior. El ciego, entre maldiciones y juramentos, ordenó a grandes voces que le trajeran el baúl. Toda la casa temblaba de arriba abajo por las pisadas de los bandidos. De repente se abrió la ventana del cuarto del Capitán, saltaron los cristales rotos y asomó la cabeza de un hombre. — ¡El baúl está vacío! -gritó. — ¡No me importa el dinero! -rugió ¡Sólo quiero el paquete de Flint! —No está en ningún sitio. ¡Lo hemos mirado todo! — ¡Maldita sea! -volvió a rugir el ciego-. ¡Ese muchacho de la posada se lo habrá llevado! ¿Por qué no le arranqué los ojos? ¡Además, estaban dentro hace un momento, tenían corrido el cerrojo! ¡Vamos, buscadlos! ¡Registrad todos los rincones y cogedlos ahora mismo! Se oyó un enorme estruendo de muebles derribados y puertas abiertas a empujones.

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Y al poco tiempo volvió a oírse el mismo silbido que tanto nos había asustado a mi madre y a mí mientras contábamos el dinero. — ¿Habéis oído? -dijo uno de los bandidos-. ¡Dick ha silbado dos veces! ¡Huyamos! — ¡Nada de eso! -ordenó el ciego-. ¡Lo que debéis hacer es buscar a los de la posada! ¡Seguro que están escondidos por ahí! ¡Vais a ser ricos como reyes, so imbéciles! — ¡Vete al cuerno! -exclamó de pronto uno de los bandidos-. Estamos hartos de buscar. El paquete lo habrán escondido, pero tenemos el dinero del viejo. Con eso nos basta. El ciego se enfureció al oír aquello. Entre horribles palabrotas, empezó a dar bastonazos sobre las espaldas de sus compinches. En ese momento, un rumor de caballos al galope resonó en medio de la noche y se oyó un pistoletazo. Los bandidos salieron corriendo en todas direcciones y desaparecieron. El único que no huyó fue el ciego. Solo y desamparado, llamaba a sus compañeros y los buscaba a tientas en la oscuridad. Finalmente, desorientado, echó a correr camino de la aldea. Cuatro o cinco hombres a caballo se acercaban a galope. El ciego dio media vuelta y corrió aún más, hasta que cayó al suelo. Logró ponerse en pie, pero estaba perdido. Fue a parar entre las patas de los caballos y murió aplastado bajo sus cascos. Los jinetes, horrorizados por el accidente, se detuvieron de inmediato. Formaban parte de una patrulla de vigilancia. Después de llevar a mi madre a la aldea, el jefe de la patrulla me acompañó a la posada. Los bandidos lo habían destrozado todo. Se habían llevado el dinero del Capitán, pero no lo que más buscaban: el paquete envuelto en hule que yo guardaba en el bolsillo. Se lo enseñé al jefe de la patrulla, y los dos decidimos que lo mejor era ir a casa del doctor Livesey para informarle de todo lo sucedido. 6. LOS PAPELES DEL MUERTO El doctor no estaba en su casa. Lo encontramos en la de su amigo el señor de Trelawney. Ambos fumaban sus pipas junto al fuego. El jefe de la patrulla les contó todo lo ocurrido y los dos escucharon con grandes muestras de asombro. Al terminar, le entregué al doctor Livesey el paquete de hule. Lo examinó detenidamente, palpándolo con dedos temblorosos; pero en lugar de abrirlo, se lo guardó en el bolsillo de su casaca. El señor de Trelawney decidió que yo pasara la noche en su casa. Me sirvieron un estofado de perdiz, que comí con gran apetito. Mientras, ellos hablaban del capitán Flint. —Jamás un pirata tan cruel y salvaje ha surcado los mares -decía el señor de Trelawney. ¡No había barco que no huyera de él como del mismo demonio! ¡Y vaya si se hizo rico! —Suponiendo -dijo el doctor Livesey- que el paquete que yo guardo en mi bolsillo, nos diera alguna pista sobre el lugar en el que Flint escondió su tesoro... — ¡Ese tesoro sería inmenso! -le interrumpió el señor de Trelawney-. ¡Yo estoy dispuesto a contratar enseguida un barco para marcharnos los dos, junto con Jim, a buscar el tesoro! El doctor se dispuso entonces a abrir el paquete. Lo colocó sobre la mesa, cortó el hule con unas tijeras y aparecieron dos cosas: un cuaderno y un papel sellado. El cuaderno era el libro de cuentas del marinero, con anotaciones geográficas y rutas marinas. El papel sellado contenía el mapa de una isla desconocida.

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Era una isla pequeña, con una colina en el interior llamada «colina del Catalejo». Por el dibujo, parecía un sapo enorme sentado sobre sus patas traseras. En el mapa aparecían varias anotaciones, en especial tres cruces trazadas con tinta roja, dos en la parte norte y una hacia el sudoeste. Debajo de esta última, escritas con la misma tinta y con letras menudas y finas, destacaban estas palabras: «Aquí el tesoro». En la parte de atrás, la misma mano había anotado algunas instrucciones más. —Querido doctor -dijo el señor de Trelawney, maravillado ante el mapa-, mañana mismo salgo para Bristol. ¡En unos días tendremos el mejor barco de Inglaterra y los mejores marineros! ¡Jim hará de grumete, vos de médico y yo de almirante! ¡Encontraremos el tesoro! ¡Seremos muy ricos! —Os acompañaré gustoso -dijo el doctor-. Sólo os pido una cosa: que no digáis ni una palabra a nadie de lo que sabemos. Tened en cuenta que, además de nosotros, también los bandidos que asaltaron la posada esta noche andan buscando el tesoro. —Tenéis razón: seré una tumba. 7. MI VIAJE A BRISTOL El señor de Trelawney se ocupaba en Bristol de lo relacionado con el barco. Mientras, yo vivía en su casa bajo la vigilancia del anciano Redruth, el guardabosque. Allí pasaba horas y horas soñando aventuras por mares desconocidos y tierras lejanas. Guardaba en mi memoria el mapa de la isla. Subía mil veces la colina del Catalejo y contemplaba maravillosos paisajes desde su cima. Unas veces la imaginaba poblada de salvajes; otras, llena de animales feroces que nos perseguían. Pero nunca llegué a imaginar aventuras tan extrañas y terribles como las que luego viví de verdad. Al cabo de unas semanas, llegó una carta del señor de Trelawney. Nos informaba de que tenía ya comprado y equipado el barco, la Hispaniola, una goleta cómoda y ligera. También había contratado al cocinero: se llamaba John Silver el Largo. Era dueño de una posada y le faltaba una pierna. Añadía que, ayudado por el cocinero, había reclutado en pocos días a todo el personal, incluidos el capitán y el piloto. Eran todos viejos marineros, de aspecto poco agradable pero expertos navegantes. Al día siguiente de la llegada de la carta, fui al Almirante Benbow a despedirme de mi madre, acompañado por el anciano Redruth. Pasamos una noche en la posada, que había sido ya reparada. Antes de abandonarla para siempre, uno de mis últimos pensamientos fue para el viejo pirata. Le recordaba paseando por la orilla del mar con su horrenda cicatriz y el catalejo bajo el brazo. Mi infancia entera desapareció ante mis ojos cuando tomé la diligencia camino de Bristol. Viajamos de noche, y ya de mañana llegamos a la posada donde se hospedaba el señor de Trelawney. Estaba en el puerto, que recorrimos maravillados. Había muchísimos barcos de todos los tamaños y nacionalidades, y en ellos trabajaban viejos marineros con pendientes en las orejas y largas coletas engrasadas con brea. Aunque había pasado toda mi vida cerca del agua, me parecía estar viendo el mar por primera vez. Yo también iba a embarcarme, a navegar con hombres como aquéllos. ¡Y con rumbo a una isla desconocida, lejana, allá en la inmensidad del océano, y en busca de un tesoro! En la puerta de la posada nos encontramos con el señor de Trelawney, que llevaba un uniforme azul de oficial de marina. Le pregunté emocionado cuándo partíamos —Mañana mismo -me respondió.

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8. EN LA POSADA DEL CATALEJO Después de desayunar, el señor de Trelawney me encargó que llevara una carta a John Silver, que estaba en su posada del Catalejo. La encontré fácilmente, pero al llegar a la puerta me detuve un instante. Me asustaron unas voces muy fuertes que salían del interior. Dentro, flotaba una espesa nube de humo Pero pude ver a un hombre que enseguida me pareció John Silver. Tenía la pierna izquierda cortada a la altura del muslo. Caminaba apoyado en una muleta, dando saltos seguidos y cortos, como un pájaro. Era muy alto y robusto, y parecía alegre, pues iba de una mesa a otra dando palmaditas a los clientes y silbando entre dientes. Al leer la carta del señor de Trelawney, había temido que se tratase del marinero que tantas pesadillas me había provocado. Pero cuando le vi me convencí de que estaba equivocado. Entré y me dirigí a su encuentro. — ¿El señor Silver? -le pregunté dándole la carta. —Soy yo -me contestó-. ¿Qué quieres? Miró el sobre y la expresión de su rostro cambió. — ¡Ah, ya entiendo! -exclamó-. ¡Tú debes de ser nuestro nuevo grumete! En aquel mismo instante, uno de los clientes se levantó y salió corriendo a la calle. Le reconocí enseguida: era aquel hombre pálido, con dos dedos de menos, que se había presentado en el Almirante Benbow. —¡Detenedle, señor Silver! -exclamé asombrado-. ¡Ése es Perro Negro! —¿Quién has dicho que era? —Perro Negro. ¡Un pirata! —¡Cómo! ¿Y estaba en mi casa? Perro Negro, Perro Negro... No conocía ese apodo. Pero no es la primera vez que veo a ese granuja... Ha venido algunas tardes, acompañado de un ciego. —También conozco a ese ciego -dije yo. —¡Tendríamos que atrapar a ese Perro Negro! -dijo Silver en voz muy alta-. El señor de Trelawney nos lo agradecería, ¿no te parece? Llamó a un criado y le ordenó que corriese en busca del hombre que había salido corriendo. La presencia tan inesperada de Perro Negro en su posada me hizo sospechar de John Silver. Lo observé con atención, pero él era muy astuto. Cuando volvió el criado y dijo que no había encontrado al fugitivo, John Silver sentenció: —Ya ves a lo que está expuesto un hombre honrado como yo. Lo dijo con tanta tristeza que era imposible pensar que me engañaba. —Ese canalla viene a beber a mi posada -añadió. Yo no lo conozco; de pronto llegas tú, me avisas, doy orden de atraparlo y desaparece. ¡Qué mala suerte! ¿Podía hacer yo algo más, con esta pierna? Luego se dejó caer sobre un banco y se puso a reír a grandes carcajadas. — ¡Ese granuja -decía- se ha bebido tres copas y se ha marchado sin pagar! Eso sí que tiene gracia, ¿no te parece, grumete? Yo no le veía la gracia, pero no tuve más remedio que ponerme también a reír. Al momento todos los clientes nos imitaron con carcajadas inmensas. John Silver me dijo entonces que íbamos a ir los dos a contarle todo lo que había sucedido al señor de Trelawney. Pasamos por el puerto, y me fue explicando detalladamente muchas cosas sobre los barcos y los marineros. El doctor Livesey y el señor de Trelawney escucharon con interés el relato de lo ocurrido.

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— ¿No fue así? -me preguntaba Silver el Largo de vez en cuando. Yo confirmaba lo que él decía. Después, John Silver cogió la muleta para volver a su casa. Nosotros fuimos a visitar el barco. — ¡Que todo el mundo esté a bordo a las cuatro de la tarde! -le encargó el señor de Trelawney a Silver. 9. EL CAPITÁN Al subir a la Hispaniola, el capitán Smollett se presentó ante nosotros. El señor de Trelawney le preguntó cómo iban los preparativos. —Si queréis que os diga la verdad, señor -contestó-, ni me gusta el viaje, ni la tripulación, ni tampoco el piloto. — ¡Vaya, hombre! -exclamó el señor de Trelawney-. Y el barco, ¿tampoco os gusta? ¿Quizá tampoco el propietario? El doctor Livesey se vio obligado a intervenir. —¡Calma, señores! -dijo-. ¿Podríais decirnos, capitán, por qué no os gusta el viaje? —A mí -contestó el capitán tras un momento de silencio- me contrataron para llevar el barco a un lugar secreto, y yo lo acepté. Pero luego he visto que toda la tripulación, menos yo, sabe cuál es ese lugar secreto. ¿Les parece bien? Además, los mismos marineros me han dicho que vamos en busca de un tesoro. Esto es mucho más peligroso de lo que imagináis. —Cierto -reconoció el doctor-. Pero quisiera saber por qué no os gusta la tripulación. —No sabría deciros exactamente por qué -respondió el capitán-, pero ¡no me gusta! Por ejemplo, el piloto: como marinero parece bueno, pero la tripulación no le respeta. Además, los marineros me han contado que tenéis un mapa de la isla, y que en ese mapa hay tres cruces que señalan los lugares donde está escondido el tesoro. Ni el doctor ni el capitán le creían, y yo tampoco. Pero ahora estoy convencido de que ni él ni ninguno de nosotros había contado el secreto. Ya se había retirado el capitán cuando llegó en un bote John Silver, el cocinero. Llevaba en la mano derecha un loro metido en una jaula. A pesar de la muleta, trepó a bordo con una agilidad asombrosa, como si fuera un mono. Preguntó algo a los marineros, y éstos le sonrieron maliciosamente. 10. EL VIAJE Pasamos aquella noche trabajando sin descanso. Al amanecer, se dio la orden de maniobrar. Todo era nuevo para mí: las voces de mando, los silbidos, el ir y venir de los marineros... — ¡Eh, Saltamontes! -gritó una voz-¡Cántanos algo! Saltamontes era el nombre con el que llamaban a John Silver. Y éste, apoyado en su muleta, empezó a cantar la canción que yo tanto había oído: Quince hombres sobre el baúl del muerto, ¡Ah, ja, jai!, ¡Y una botella de ron! Poco después recogieron el ancla, se desplegaron las velas y la Hispaniola puso rumbo a la isla del tesoro. El viaje fue excelente, pero antes de llegar a la misteriosa isla ocurrieron dos o tres cosas que es necesario contar. La primera de ellas fue que el piloto, Arrow, resultó aún peor de lo que el capitán sospechaba. Los marineros no le hacían ningún caso y, además, se emborrachaba. El capitán le arrestó varias veces, pero fue inútil. No hubo ninguna manera de averiguar de dónde sacaba la bebida.

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Una noche oscura como boca de lobo, una ola gigante se lo llevó de la cubierta. Cayó al mar y desapareció. Nos quedamos, pues, sin piloto, y tuvo que sustituirle un marinero. El segundo personaje del que quería hablar es de John Silver el Largo, nuestro cocinero.Toda la tripulación le respetaba y le obedecía. Decían de él que era el más valiente del mundo. A mí me trataba muy bien, y parecía alegrarse de verme a su lado en la cocina. La tenía muy limpia, con los platos siempre brillante La jaula del loro colgaba de un rincón. —Aquí tienes al capitán Flint -me decía, señalando al loro-. Le llamo así en recuerdo del famoso pirata. Y al instante el loro se ponía a chillar escandalosamente «¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones!», hasta que se cansaba o Silver tapaba la jaula con su pañuelo, para obligarlo a callar. —Tal como le ves, muchacho -añadía Silver-, ese loro tiene por lo menos doscientos años, y ha navegado por todos los mares. Le daba un terrón de azúcar a pedacitos, y el pajarraco picoteaba con furia los gruesos barrotes de la jaula y soltaba horribles palabrotas. Ahora contaré el otro asunto del que quería hablar. Ocurrió el último día de viaje, cuando faltaba poco para que avistáramos la isla. La Hispaniola, que era un barco ligero y rápido, navegaba con todas las velas desplegadas. Había anochecido. Yo había terminado mi trabajo y me dirigía a mi camarote, pero me entraron unas ganas irresistibles de comer una manzana. Subí a la cubierta; el centinela estaba situado en el otro extremo, acechando la aparición de la isla, y no me vio. Busqué el tonel en el que se guardaban las manzanas. Sólo quedaban dos o tres, y estaban en el fondo. Me metí en el tonel para cogerlas. Y allí dentro, encogido, con el suave balanceo del barco, me quedé dormido sin darme cuenta. De pronto, sentí el golpe de un hombre que chocaba contra el tonel. El choque fue tan fuerte que me despertó al instante. Iba a salir, pero me contuve al oír que aquel hombre empezaba a hablar. Era la voz de Silver. Y en cuanto escuché sus primeras palabras, decidí, temblando de miedo, no moverme por nada del mundo. Esas pocas palabras bastaron para hacerme comprender una cosa: la vida de todas las personas honradas que había en el barco dependía exclusivamente de mí. 11. LOS TONELES OYEN -El capitán era Flint -oí que decía Silver-. Yo era el piloto, porque mi pierna de palo me impedía ser otra cosa. Por cierto, la buena la perdí en el mismo abordaje en que un compañero mío quedó ciego. -¡Ah! -exclamó con entusiasmo otra voz, la de Dick, el marinero más joven del barco-, ¡Flint era el rey de los piratas! -Yo, navegando con Flint -continuó Silver-, saqué dos mil libras. Para un simple marinero no está mal. »Pero hay que ir con mucho cuidado por la vida. Mira, si no, cómo ha acabado el ciego, que malgastó lo que ganó y acabó mendigando. Con los caballeros de fortuna casi siempre ocurre igual: se dan a la buena vida y al final no les queda ni la camisa. Yo, en cambio, guardo mi dinero bien guardado. Ya he cumplido cincuenta años. Cuando volvamos de este viaje, me retiro para siempre, a vivir como un honrado caballero. ¿Y sabes, muchacho, cómo empecé mi carrera? ¡Pues como tú, de simple marinero! —Pero, después de este golpe -dijo el otro-, no podréis volver a Bristol... —Mira, chico -siguió diciendo Silver-, mi mujer ya ha vendido la posada del Catalejo, y me estará esperando con el dinero... no puedo decirte dónde. Los caballeros de fortuna no se fían mucho unos de otros, eso es verdad. Yo en esto soy muy especial. Cuando un amigo se porta mal conmigo, no me importa matarle. Pero si te portas como Dios manda, puedes estar tranquilo en el barco de Silver.

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Oculto en el tonel, yo empezaba a comprender el verdadero significado de sus palabras. Un caballero de fortuna era un pirata. Nuestro cocinero acababa de convencer al joven marinero para que se uniera a ellos. De pronto, Silver dio un silbido y un tercer hombre vino a sentarse con los otros dos. —Dick está con nosotros -le dijo Silver al recién llegado, que era Israel, el patrón del bote. —Está bien -contestó Israel-, pero yo quiero saber cuándo darás la señal y empezará todo. — ¡La daré cuando me dé la gana! -gritó Silver, muy enfadado-. El señor de Trelawney o el doctor tienen el mapa. ¡Que encuentren ellos el tesoro y lo traigan al barco! Y luego ya veremos. Si yo me fiara de todos vosotros, esperaría al viaje de vuelta para dar el golpe. Pero, como os conozco bien, prefiero hacerlo en la misma isla, en cuanto el tesoro esté en el barco. —Pero -interrumpió Dick-, ¿cómo vamos a deshacernos de esa gente cuando lleguemos a la isla? — ¡Buena pregunta! -exclamó Silver-. ¿Qué te parece que hagamos, Dick? ¿Los dejamos en tierra, o los degollamos como a cerdos? Yo podría parecer un hombre honrado, un perfecto caballero, ¿no es cierto? Pues, a pesar de ello, confieso que esta vez, amigos míos, creo que es mejor matarlos a todos. Y sólo exijo una cosa: encargarme de ese señor de Trelawney... Dick, muchacho, cógeme una manzana de ese tonel. El miedo no me dejaba ni respirar. Oí el ruido que hizo Dick al levantarse, pero la voz de Israel lo detuvo: — ¡Bah, déjate de manzanas, John! -dijo-. Vale más que echemos un trago. — ¡Tienes razón! -dijo Silver-. Dick, aquí tienes la llave del armario; ¡trae una botella! Entonces comprendí de dónde salía el ron que acabó misteriosamente con la vida de Arrow, el piloto. Cuando se quedaron solos, Israel y Silver hablaron en voz muy baja un largo rato. Entendí sólo algunas palabras, pero algunas de gran importancia, como éstas: «No podemos fiarnos de nadie más en el barco». Comprendí que todavía quedaba algún marinero que no se había unido a los piratas y que nos era fiel. Poco después, una débil claridad iluminó el interior del tonel. Miré hacia arriba y vi que era la luna llena. Casi al mismo tiempo se oyó la voz del centinela, que gritaba: — ¡Tierra a la vista! 12. CONSEJO DE GUERRA Una ruidosa alegría se produjo en todo el barco. Salí rápidamente del tonel y me dirigí a proa, donde se había reunido toda la tripulación. —¿Alguno de vosotros -preguntó el capitán-conoce esa isla? —Yo, señor -contestó Silver el Largo. —El mejor lugar para desembarcar es el sur, ¿verdad? —Así es, señor; detrás de lo que llaman la isla del Esqueleto. Y añadió: —En cuanto a la isla, puedo deciros que antiguamente fue un refugio de piratas. A esa colina del centro, la más alta, la llaman del Catalejo, porque allí ponían siempre un centinela. —Aquí tengo un mapa -indicó el capitán-. ¿Sabéis decirme si el lugar de desembarco está bien señalado? Silver se fijó en el mapa con atención, pero sufrió un gran desengaño: no se trataba del mapa auténtico, sino de una copia. En esa copia se habían suprimido las tres cruces de tinta roja que señalaban el lugar del tesoro. —Sí, señor -dijo el cocinero, disimulando perfectamente su desilusión-. Ése es el sitio exacto.

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—Gracias -le dijo el capitán-. Podéis retiraros. Al hacerlo, Silver se me acercó dando saltos. Él no sabía que yo había estado escuchándolo desde el fondo del tonel, pero yo le tenía tanto miedo que me estremecí cuando me cogió por el brazo. —¿Qué te parece esa isla, muchacho? -me dijo-. Es un sitio magnífico para ti; podrás bañarte, trepar a los árboles, cazar cabras monteses... Me dio un golpecito en la espalda y se alejó saltando. Entonces me llamó el doctor para que fuera a buscarle la pipa, pues se la había dejado en su camarote. —Doctor -le dije en voz baja, casi temblando-, tengo que comunicaros noticias terribles. El doctor transmitió al instante mis palabras al capitán y al señor de Trelawney. Lo hizo con gran disimulo, y los tres aparentaron total tranquilidad. El capitán reunió a la tripulación en la cubierta. —Marineros -dijo cuando todos estuvieron formados-, el señor de Trelawney quiere que celebremos la llegada a la isla. Por eso, se os va a servir bebida, para que brindéis por vuestra salud y la nuestra. Todos aplaudieron, y lo hicieron con un entusiasmo verdaderamente asombroso. Yo no podía creer que aquellos hombres fuesen los mismos que estaban conspirando en secreto para matarnos. El capitán se retiró enseguida a su camarote junto con el doctor y el señor de Trelawney. Al poco tiempo, me mandaron llamar. Les conté todo lo que había oído desde el tonel. El señor de Trelawney pidió disculpas al capitán por no haber confiado en él cuando dijo que no le gustaba la tripulación. —Nos encontramos -dijo el doctor- ante un hombre extraordinario y temible: John Silver. El capitán propuso entonces que lo mejor era tomar la iniciativa y atacarlos por sorpresa antes de que ellos lo hicieran. Pero primero necesitábamos saber cuántos marineros nos eran fieles. Me encargaron esa misión. Calculé rápidamente y me quedé aterrado. Íbamos a bordo veintiséis hombres, y de esos veintiséis, sólo nos eran fieles los tres criados del señor de Trelawney. O sea, que ellos podían ser diecinueve y nosotros, siete; y de esos siete, uno, yo, era casi un niño. 13. EL DESEMBARCO A la mañana siguiente, pude contemplar bien la isla desde cubierta. Bosques de color grisáceo se veían junto a la orilla, cerca de la arena. Detrás de ellos asomaba la extraña silueta de las colinas. La más rara de todas era la del Catalejo, escarpada por todos sus lados y aplanada en la cumbre. El barco permanecía quieto en medio de las olas. Se balanceaba como una botella vacía. Las aves que bajaban a pescar en bandadas chillaban a nuestro alrededor. El calor era sofocante. Iba a ser, además, una mañana de mucho trabajo, pues había que conducir la Hispaniola hasta el lugar de desembarco. — ¡Suerte que esto se acaba! -gritaban los marineros, que no paraban de decir palabrotas. Durante toda la maniobra, Silver no se apartó ni un segundo del timonel, ayudando a dirigir el barco. Era evidente que conocía muy bien aquellos lugares. Nos paramos justo en el punto que señalaba el mapa. El fondo del mar estaba cubierto de arena clara y finísima. Echamos el ancla, y, al caer en el agua, el ruido provocó el revuelo de miles de aves marinas. No corría ni la más ligera brisa. Un vapor sofocante de hojas húmedas y podridas flotaba en el aire. —Yo no sé si encontraremos un tesoro -comentó el doctor Livesey-, pero seguro que aquí enfermaremos todos. Los marineros comenzaron a formar corros y a hablar en voz baja. Recibían las órdenes con miradas amenazantes y las cumplían de mala gana. La rebeldía parecía haberse contagiado a todos, y nadie era capaz de llamarles la atención. La situación llegó a ser tan grave que el propio Silver se dio cuenta del peligro.

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Fue de un grupo a otro aconsejando prudencia. Cuando se daba alguna orden, rápidamente acudía él, saltando con su muleta y diciendo: «¡Allá voy!». Otras veces, para disimular el mal humor general, se ponía a cantar. Nos reunimos al instante en el camarote del capitán. —En cuanto dé otra orden -dijo, secándose el sudor de la frente-, la tripulación se rebelará en el acto. ¡Y entonces vendrá lo peor! Sólo hay un hombre capaz de salvarnos: Silver el Largo. Tiene tanto interés como nosotros en apaciguar a la gente. Creo que debemos darles una tarde de descanso, con permiso para desembarcar. Si desembarcan todos, nos apoderamos del barco; si sólo van a tierra unos pocos, Silver nos los traerá luego más suaves que un guante. Así se hizo, y el capitán reunió a los marineros en cubierta. —Muchachos -les dijo-, el día ha sido duro. Debéis de estar cansados. Un paseo por tierra os distraerá; los que quieran pueden coger los botes y pasar toda la tarde en la isla. Los marineros recibieron la noticia con grandes voces de alegría. El capitán, muy astutamente, se alejó de cubierta para que Silver se las arreglase como pudiera: todos sabían que el cocinero era el verdadero y único capitán de aquella gente. Al fin lograron ponerse de acuerdo: seis de los marineros se quedarían a bordo. Los trece restantes, entre ellos Silver, comenzaron a embarcar en los botes. Entonces se me ocurrió la primera de las disparatadas ideas que luego contribuyeron a salvarnos la vida. Silver dejaba seis hombres en la Hispaniola. Por tanto, no podríamos apoderarnos del barco. por esa misma razón, dado que no me necesitaban, yo podía ir también a tierra. Sin pensarlo más, me descolgué rápidamente del barco y me escondí en el bote más cercano. Nadie se fijó en mí, pero Silver, que iba en el otro bote, se dio cuenta de mi presencia. Desde aquel instante, comencé a arrepentirme de mi atrevimiento. El bote en el que yo iba era más ligero que el otro y lo dejó muy atrás. Cuando llegamos a tierra, me cogí de una rama, salté del bote y salí corriendo hacia el bosque. — ¡Jim, Jim! -oí que gritaba con fuerza el cocinero. Pero no hice caso de sus voces. Saltando y abriéndome paso entre la espesa vegetación, seguí corriendo tierra adentro, hasta que no pude más. 14. EL PRIMER GOLPE La isla estaba deshabitada, desierta. Muy alejado de los marineros, comencé a caminar por entre los árboles. A cada paso descubría plantas desconocidas, o sentía resbalar las serpientes. Una asomó su cabeza por la rendija de un peñasco, y me lanzó un silbido agudo como el de una flecha. Aunque yo entonces no lo sabía, era una serpiente de cascabel. De repente, una nube de aves alzó el vuelo con un ruido infernal. Esto me hizo sospechar que los marineros se estaban acercando. Y así era. Muy pronto oí el eco de unas voces, cada vez más cerca. Una era la voz de Silver. Me entró un miedo terrible y corrí a esconderme. Entonces me di cuenta de que debía enterarme de los planes de aquellos hombres. Arrastrándome por el suelo sin hacer ruido, fui hacia donde se oían las voces. Pronto descubrí a Silver y a uno de los marineros, sentados en la hierba. —Debes creerme, Tom -le decía Silver-. Ya es imposible volverse atrás. Te lo digo para salvarte la vida. —Silver -contestó el marinero-, ¿cómo vamos a hacer eso? ¡No puedo creerlo! Al decir esto, le interrumpió un grito de cólera.

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Era un grito humano, seguido de grandes voces y un largo alarido de dolor. Las aves se alzaron de nuevo en atemorizadas bandadas que oscurecieron el cielo. Tom debió de sospechar lo que pasaba, porque se puso de pie en actitud amenazadora. — ¿Qué significa ese grito? -preguntó. — ¿Eso? -contestó Silver, sonriendo-. Supongo que habrá sido Alan. — ¡Alan era un hombre honrado! -exclamó Tom-. ¿Has sido tú quien ha mandado asesinarlo? ¡Pues mátame también a mí, si te atreves! Y diciendo esto, el marinero le volvió la espalda. Pero sólo pudo dar algunos pasos, porque Silver le arrojó la muleta con tal fuerza que le hizo caer. Rápidamente se le echó encima y hundió dos veces su cuchillo en aquel cuerpo indefenso. Los ojos se me nublaron y casi me desmayé. Todo comenzó a dar vueltas a mi alrededor. Cuando me recuperé del pánico, vi que el cocinero se apoyaba otra vez en su muleta y limpiaba la sangre de su cuchillo con un puñado de hierba. Silver llamó a los suyos con unos silbidos. Si habían matado a dos de los marineros fieles a nosotros, ¿qué harían conmigo? Retrocedí enseguida tan silenciosamente como pude. En cuanto salí del bosque, eché a correr como nunca he corrido en mi vida. No me importaba lo más mínimo la dirección que tomaba. Llegué al pie de una colina con dos altos picos. El corazón me palpitaba de miedo y de fatiga. Allí me detuvo un nuevo e inesperado sobresalto. 15. EL HABITANTE DE LA ISLA Una avalancha de piedras pequeñas bajó de pronto por la ladera de la colina. Miré hacia arriba y vi un extraño bulto, negro y peludo, que se escondía detrás de un pino. ¿Era un oso, un salvaje, un mono? Me sentí completamente rodeado: a mis espaldas, Silver el Largo y sus hombres; enfrente, el animal misterioso que me acechaba. ¿Qué hacer? Di media vuelta y volví hacia la orilla. La extraña figura apareció enseguida, Y empezó a dar vueltas a mi alrededor. Corría con tanta rapidez que parecía volar entre los árboles. Lo hacía sólo con dos piernas aunque encogido y agachado. No tuve la menor duda de que era un hombre. Recordé lo que había oído sobre los caníbales, y estuve a punto de gritar pidiendo auxilio. Me sentía agotado, incapaz de seguir corriendo. Entonces recordé que llevaba una pistola. Eso me dio fuerzas para dirigirme al encuentro del misterioso habitante. Se había escondido detrás de un árbol y me estaba observando. Al ver que iba hacia él, salió enseguida y cayó de rodillas. Y así vino arrastrándose hacia mí, con las manos juntas en actitud suplicante. — ¿Quién eres? -le dije. —Soy Ben Gunn -me contestó con voz apagada-. Hace tres años que no hablo con nadie. Era un hombre de raza blanca. Tenía los labios renegridos y la piel quemada por el sol. Iba cubierto de harapos y llevaba una vieja correa de cuero cruzada al pecho. Me contó que unos piratas le habían abandonado en la isla hacía tres años. Desde entonces sólo se había alimentado de carne de cabra montes y frutos del bosque. —Di, muchacho, ¿no tendrías un pedazo de queso, un pedacito así, nada más? ¡Hace tanto que sueño con ello! ¡Es horrible, es horrible! —Si puedo regresar a bordo -le dije-, te prometo traerte un queso entero. —Y dime, ¿cómo te llamas, muchacho? —Me llamo Jim. — ¡Jim, Jim! -gritaba lleno de alegría. El pobre hombre me palpaba las ropas, me acariciaba las manos, miraba mis zapatos. Estaba muy contento de ver a otro ser humano.

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— ¿Me darás también un traguito de ron? Porque debes saber -continuó, bajando la voz- que soy rico, muy rico. Al oírle, pensé que aquel pobre solitario estaba completamente loco. De pronto, su rostro se ensombreció. Me cogió de un brazo y, con el índice levantado en señal de amenaza, me dijo: —Oye, muchacho: ¿es ése el barco de Flint? —No. Y además, Flint ha muerto. Pero a bordo llevamos a muchos de sus hombres. Me preguntó si había uno con una pierna de palo. Al decirle que lo llevábamos de cocinero, me retorció bruscamente la muñeca. —Si vienes de parte de Silver -me dijo, ansioso-, estoy perdido. Entonces me decidí a contarle la historia de nuestro viaje y la difícil situación en que nos encontrábamos. — ¡Confiad en mí! -me dijo al terminar-. Ben Gunn es el hombre que necesitáis, pero dime: ¿crees que tu capitán sería generoso conmigo, si le sacara de apuros? ¿Me daría una parte del tesoro escondido? Le di mi palabra de que sí, y de que le llevaríamos con nosotros en el viaje de vuelta. Luego me explicó que él iba en el barco de Flint cuando éste desembarcó con seis hombres para enterrar el tesoro. Al cabo de una semana, sólo Flint había vuelto, muy pálido. Bill y Silver le preguntaron entonces dónde estaba el tesoro, pero Flint se negó a decírselo. Pasados unos años, él, Ben Gunn, había vuelto a la isla en otro barco y durante doce días habían estado buscando inútilmente el tesoro de Flint. Entonces sus compañeros lo abandonaron. De repente sonó un cañonazo y, pasado un rato, una descarga de fusiles. Ben y yo corrimos hacia la Hispaniola. Una bandera inglesa apareció ante nuestros ojos, a menos de trescientos metros. En cuanto la vio, Ben Gunn se detuvo. — ¡Ahí están tus amigos! -dijo-. Se han refugiado en esa fortaleza, construida hace años por el capitán Flint. Otro cañonazo muy ruidoso le interrumpió. El proyectil cayó muy cerca de nosotros Y los dos huimos en direcciones opuestas. Anduve sin rumbo más de una hora, desconcertado. A cada paso los estampidos sacudían el aire y los proyectiles arrancaban una nube de hojas. Al anochecer, vi que la Hispaniola continuaba inmóvil. Pero la bandera negra de los piratas ondeaba en la punta del mástil. ¿Qué había ocurrido? Acechando en la oscuridad, observé que algunos de los hombres de Silver estaban despedazando una canoa a hachazos. Más lejos, una enorme hoguera brillaba entre los árboles. Uno de los botes iba y venía de la Hispaniola a la orilla, lleno de marineros. Cantaban a grandes voces, completamente borrachos. Decidí acercarme a la fortaleza, que estaba rodeada de una empalizada. Eché a correr tan rápido como pude. Cuando llegué, me puse a llamar a gritos al doctor. Por encima de las estacas asomó la cabeza de uno de los criados del señor de Trelawney. Di un salto tremendo, escalé la empalizada y me tiré de cabeza al otro lado. 16. EL ABANDONO DE LA HISPANIOLA Después de contarles yo mis aventuras, supe todo lo que a ellos les había ocurrido. En cuanto vieron marchar los dos botes en que iban Silver y los suyos, decidieron que el doctor y uno de los criados irían también a tierra para explorar el terreno. Querían llegar a la pequeña fortaleza dibujada en el mapa. La encontraron sin problemas. Estaba hecha con troncos de árboles y podía refugiar a cincuenta hombres. En su interior manaba una fuente, lo que les produjo una grandísima alegría, pues en el barco no llevábamos agua. Estaban recorriendo la fortaleza cuando oyeron el espantoso alarido que yo había

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oído también. Pensaron que me habían asesinado, y volvieron precipitadamente a la Hispaniola. Allí prepararon enseguida un plan. El capitán mandó llamar a Israel, que era el jefe de los seis marineros que permanecían en el barco, y le advirtió: —Todos nosotros llevamos un par de pistolas. Mataremos al primero de vosotros que haga alguna señal a los que están en tierra. Los rebeldes se quedaron sorprendidos y no les quedó más remedio que esconderse. Cargaron entonces la canoa con víveres y armas y, remando con todas sus fuerzas, llegaron a tierra. Llevaron luego la carga a la fortaleza. El doctor volvió en la canoa para buscar al señor de Trelawney y al capitán, que permanecían en el barco. Llenaron de nuevo la canoa y arrojaron al las armas y la pólvora que no cabían en ella. El capitán, antes de abandonar la Hispaniola, gritó a los seis rebeldes: — ¡Salid a cubierta! Nadie contestó. Pero él sabía que uno de aquellos seis hombres podía sernos fiel, y le llamó por su nombre. — ¡Gray! Tu capitán va a abandonar el barco y te ordena que le sigas. Al cabo de un momento, se oyó un gran alboroto. Apareció Gray en cubierta, con una profunda cuchillada en la cara. Los dos saltaron inmediatamente a la canoa, que se alejó a toda prisa de la Hispaniola. Pero iba excesivamente cargada y a duras penas lograban mantener el rumbo. El capitán, que remaba con todas sus fuerzas, exclamó de repente: — ¡El cañón! ¡Mirad! Todos miraron hacia la Hispaniola. Los cinco marineros que habían quedado en ella le quitaban apresuradamente la funda al único cañón que llevaba el barco. Poco después empezaron a cargarlo. El señor de Trelawney cogió un fusil y disparó. La bala hirió a uno de los marineros. Los que estaban en tierra, alertados por el disparo, salieron corriendo del bosque y subieron a los botes. Al instante sonó un cañonazo. El proyectil pasó rozando las cabezas del capitán y de Gray. Su canoa se hundió inesperadamente sin que pudieran hacer nada por evitarlo. Junto con la embarcación se habían perdido las provisiones y tres de los cinco fusiles, además de una buena cantidad de pólvora. El capitán y Gray llegaron a tierra como pudieron y corrieron hacia la fortaleza. Mientras tanto, los que estaban en tierra se acercaban peligrosamente. Gritaban sin parar. Poco después aparecieron seis de ellos, un tanto desconcertados. El capitán dio la orden de disparar, y uno de los rebeldes cayó al suelo. Estaban cargando nuevamente las armas cuando sonó un pistoletazo. El disparo venía de entre los árboles. La bala hirió de muerte a uno de los criados, el viejo Redruth, el guardabosque. El pobre anciano había seguido a su amo en aquella peligrosa aventura sin rechistar ni quejarse nunca. Murió como un valiente. El señor de Trelawney se arrodilló junto a él y le besó la mano, llorando como un niño. El capitán sacó del bolsillo una bandera inglesa, subió al tejado y la ató en lo más alto de un pino. Los hombres de Silver siguieron disparando durante toda la tarde. Pero la fortaleza, construida con robustos troncos, protegía muy bien a los que estaban dentro. El capitán propuso acercarse a la canoa, que habría quedado al descubierto al bajar la marea, con el fin de recuperar las provisiones. Gray se ofreció a acompañarle. Salieron en silencio de la fortaleza, pero regresaron enseguida. Cuatro o cinco de los rebeldes, dirigidos por Silver, se dedicaban en aquel momento a trasladar a uno de sus botes todo lo que había en la canoa. El capitán se sentó sobre un tronco y se puso a escribir en su cuaderno. Anotó los nombres y el cargo de todos los que le habían permanecido fieles, y añadió: «Todos ellos, con alimentos para una semana, a media ración diaria, han desembarcado e izado la bandera inglesa, el día de hoy, en la fortaleza de la isla del tesoro.»

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Fue justo en ese momento cuando yo salté por encima de la empalizada y caí de cabeza dentro. 17. LA VIDA EN LA FORTALEZA Los muros de la fortaleza estaban construidos con troncos de pinos, como el suelo y el techo. Un espeso bosque la rodeaba por todas partes. El aire fresco de la noche se colaba por las rendijas y dejaba el suelo lleno de arena. Era una arena tan fina que nos entraba por los ojos, la nariz y los oídos. Además, cuando nos sentábamos a la mesa, caía sobre la comida y formaba como una capa de sal, que luego nos crujía en los dientes. Dentro no había chimenea. Sólo un agujero en el techo, por el que salía parte del humo. El resto formaba remolinos por toda la casa; por eso nos costaba respirar y nos picaban los ojos. El capitán nos reunió enseguida y nos asignó a cada uno una tarea. Al doctor le nombró cocinero y a mí, centinela. Aquella primera noche cenamos una loncha de tocino en conserva, con un vaso de coñac mezclado con agua de la fuente. Después, el señor de Trelawney, el capitán y el doctor se retiraron a un rincón para hablar a solas. Nuestra situación era muy grave. Apenas teníamos provisiones para unos días. Si no llegaba pronto un barco de socorro, el hambre nos obligaría a rendirnos. Nuestra única esperanza consistía, según el capitán, en ir matando el mayor número de piratas posible. A lo mejor así se rendirían o se marcharían en la Hispaniola. De los diecinueve piratas, quedaban quince. Dos de ellos estaban heridos. El doctor opinaba que las fiebres malignas empezarían a atacarles pronto porque no tenían medicinas. Desde la fortaleza, a pesar de la distancia que nos separaba, los oíamos cantar y gritar hasta altas horas de la noche. Yo me caía de sueño. Me tendí en el suelo y me quedé dormido. Hacía ya mucho rato que los demás estaban levantados cuando un extraño alboroto me despertó. Oí unas voces que gritaban: — ¡Una bandera! ¡Venid, venid! Me levanté de un salto y, frotándome los ojos, corrí a mirar por una rendija de la empalizada. — ¡Es Silver! ¡Silver en persona! 18. LA PROPUESTA DE SILVER Había dos hombres frente a la empalizada. Uno de ellos agitaba un trapo blanco, y el otro, que era el propio Silver, permanecía tranquilamente al lado de su acompañante. — ¡Adentro todo el mundo! -ordenó el capitán-. Apuesto a que se trata de una trampa. Y dirigiéndose enseguida a los piratas, gritó: — ¡Alto... o disparamos! La voz de Silver contestó al instante, con calma: — ¡Bandera blanca, mi capitán! El capitán se volvió hacia nosotros para decirnos que estuviéramos alerta. — ¿Qué queréis? -les gritó a los piratas-. —El capitán Silver desea hablar con vosotros -contestó el que llevaba el trapo blanco. — ¿El capitán Silver, dices? No conozco a ningún capitán que se llame así. —Soy yo, caballero -respondió Silver-. Esos pobres muchachos me nombraron capitán cuando vos os marchasteis del barco. Y he venido para negociar. Si nos ponemos de acuerdo, estamos dispuestos a rendirnos. Pero tenéis que jurarme que, si no nos entendemos, me dejaréis salir de la fortaleza sano y salvo.

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—No tengo el menor deseo de hablar contigo -contestó el capitán-. Si quieres negociar, entra; y si no, vete. —Esto basta -dijo Silver con aire satisfecho. El del trapo blanco intentó retenerlo, pero Silver el Largo se acercó a la empalizada, lanzó la muleta por encima de ella y saltó dentro con gran agilidad. El capitán no se movió de la puerta. —¿No me dejaréis entrar? -preguntó Silver-. Hace mucho frío aquí fuera. —Cuando eras el cocinero de mi barco -le contestó el capitán-, se te trató como Dios manda. Ahora, convertido en capitán Silver, no mereces más que la horca. — ¡Qué le vamos a hacer! -dijo el pirata, sentándose en la arena-. Pero ahí viene Jim, si no me engaño. ¡Buenos días, muchacho! —Si tienes algo que decirme -le cortó el capitán-, dilo pronto. —Pues muy sencillo -continuó Silver- Nosotros queremos el tesoro. Vosotros, en cambio, deseáis salvar la vida, ¿no es verdad? Pues bien: necesitamos el mapa que tenéis. Si nos lo dais, no haremos daño a nadie. —A mí no me engañáis -respondió el capitán-. Y no me importa nada lo que vosotros queráis o no queráis. Me gustaría veros saltar en pedazos, pandilla de bribones. Luego, mirando a Silver a los ojos con mucha calma, se puso a fumar tranquilamente una pipa. —Bueno, éstas son mis propuestas -dijo Silver después de un momento de silencio-. Nos entregáis el mapa y os comprometéis a no disparar sobre mis hombres. Aceptado esto, os damos a elegir: o volvéis al barco con nosotros cuando hayamos encontrado el tesoro o, si lo preferís, os quedáis aquí en la isla. Si aceptáis lo primero, os doy mi palabra de honor e que os llevaré a un lugar seguro; si aceptáis lo segundo, yo me comprometo a repartir las provisiones y a avisar al primer barco que encuentre para que os rescate. El capitán se puso en pie y sacudió en la palma de la mano las cenizas de la pipa. — ¿Esto es todo? -preguntó. - ¡Ni una palabra más, voto al diablo! -gritó Silver-. Y si no aceptáis, preparaos a recibir una lluvia de balas. —Perfectamente -dijo el capitán-. Y ahora, óyeme. Si tú y los tuyos os presentáis desarmados y uno a uno, os pondré a todos un grillete y os devolveré sanos y salvos a Inglaterra. Allí os juzgarán. Pero si no os rendís, os mandaré al infierno. Sois incapaces de encontrar el tesoro, y tú lo sabes tan bien como yo. ¡Largo de aquí, pronto, antes de que pierda la paciencia! Silver, rojo de ira, se arrastró por la arena diciendo palabrotas. En cuanto logró ponerse en pie, arrojó un salivazo y gritó: — ¡Ni eso valéis vosotros! Pero os juro por mi cabeza que, antes de una hora, os quemaré a todos, con la fortaleza encima. Su compañero, el del trapo blanco, le ayudó a saltar la empalizada después de intentarlo varias veces, y los dos desaparecieron luego entre los árboles. 19. EL ATAQUE — ¡Todos a su sitio! -rugió el capitán en cuanto los dos piratas se fueron-. No tardarán en atacarnos. Son más que nosotros, pero nosotros tenemos la ventaja de que la fortaleza nos resguarda. Nos recordó a todos lo que debíamos hacer. Yo tenía que ir cargando las armas con las que contábamos: veinte fusiles para siete hombres, además de algunos cuchillos de monte. Pasó una hora. El calor empezaba a ser asfixiante. De pronto sonó la primera descarga y unas cuantas balas se clavaron en el muro de la fortaleza, pero ninguna penetró. Luego el humo de los disparos se disipó y todo quedó en silencio. Durante unos minutos, no se movió ni una hoja. De repente se oyó un griterío furioso. Un grupo de piratas se lanzó corriendo hacia nosotros desde el bosque, por el lado norte.

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Los asaltantes trepaban como monos por la empalizada. Les disparamos y cayeron tres hombres, uno en el interior de la valla y los otros dos fuera. Sin embargo, otros cuatro habían logrado saltar y avanzaban hacia la fortaleza. Disparamos varias veces, pero sin dar en el blanco. Uno de los piratas le arrancó el fusil de las manos a Hunter, criado del señor de Trelawney. Casi al mismo tiempo, apareció otro en la puerta, que se lanzó, cuchillo en mano, contra el capitán. El humo llenaba toda la fortaleza. Andábamos por ella como sombras. Por todas partes sonaban gritos y disparos. - ¡Fuera, muchachos! -oí gritar al capitán-. ¡Todos fuera! Cogí un cuchillo. Alguien que había acabado de coger otro me dio un ligero corte en los dedos. Choqué violentamente con alguien al salir. -¡Rodead la fortaleza! -gritaba el capitán, después de dar una cuchillada a un enemigo. Corrí sin pensar, con el cuchillo levantado en el aire. Me encontré entonces, frente a frente, con el espantoso pirata Anderson. El pirata lanzó un rugido y levantó el hacha que llevaba en la mano. No me dio tiempo de asustarme. Di un salto increíble antes de que el arma cayera sobre mí y fui rodando por la arena. Creí que estábamos perdidos, pero al levantarme vi que no era así. Gray había derribado al feroz Anderson. Dos de sus compañeros piratas agonizaban. El otro daba saltos desesperados para intentar huir por la empalizada. Gray y yo corrimos a refugiarnos dentro. En cuanto el humo empezó a disiparse, nos dimos cuenta de la situación. Joyce, uno de los dos criados del señor de Trelawney, había muerto; y el otro, Hunter, agonizaba. Además, el capitán estaba herido. 20. LA ESCAPATORIA Los piratas no volvieron a presentarse en todo el día. Las heridas del capitán no eran muy graves, pero tendría que permanecer inmóvil durante varias semanas. Hunter, en cambio, murió al llegar la noche. Pasado el mediodía, el doctor salió de la fortaleza por el lado norte. Iba fuertemente armado y se había guardado el mapa del tesoro en el bolsillo de su levita. Enseguida pensé, y no me equivocaba, que iba en busca de Ben Gunn. Entonces empecé yo a imaginar un plan mucho más arriesgado que el del doctor. Y sin pensarlo demasiado, cogí un par de pistolas y un saquito de balas, llené mis bolsillos de galletas y salí de la fortaleza. Ben Gunn me había hablado de un bote que tenía junto a una roca blanca. Y ése era precisamente mi plan: encontrar aquella roca y ver si el bote estaba allí. Me metí por lo más espeso del bosque, en dirección a la punta oriental de la isla. Después de atravesarlo, llegué hasta el mar. Grandes olas se estrellaban ruidosamente contra las rocas de la costa. Poco después descubrí la Hispaniola, con su negra bandera pirata en el mástil. Al lado del barco se veía uno de los botes. En él estaba Silver, arreglando el timón. De pronto resonaron los más horribles gritos que había oído en mi vida. Temblé de pies a cabeza, hasta que me di cuenta de que quien gritaba era el loro de Silver. Luego el bote se separó del barco y se dirigió a tierra. Cuando llegué a la roca blanca era casi de noche. Debajo de ella había una estrecha cueva tapada con musgo. Me deslicé por el agujero. Dentro había una especie de tienda hecha con pieles de cabra montés. Levanté una de las pieles y apareció el bote de Ben Gunn. Estaba hecho con troncos retorcidos. Era tan pequeño que incluso a un muchacho como yo le costaba entrar en él. Observé los dos remos cortos, uno a cada lado. En ese mismo momento se me ocurrió la idea: remar en la oscuridad hasta la Hispaniola y cortar el cable que la sujetaba. Si lo conseguía, el barco quedaría a la deriva y los piratas no podrían huir.

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Esperé a que oscureciera completamente. En el mar sólo se veían dos cosas: la hoguera de los piratas junto a la orilla, y el débil resplandor que provenía de la Hispaniola. Cogí el bote de Ben Gunn, que era muy ligero, y con él a cuestas me puse en camino. 21. A LA DERIVA El bote era una embarcación muy segura para una persona de mi talla y peso, pero muy difícil de manejar. En cuanto salté adentro, se me fue a la deriva, y no pude hacer nada por enderezar el rumbo. Empujado por los remos, el bote tomaba bruscamente todas las direcciones, la única que a mí me convenía. La Hispaniola apareció de pronto como una sombra más negra entre las sombras de la noche. Al fin, remando a ciegas, rocé su proa. El cable que la sujetaba al ancla estaba tenso como una cuerda de violín. Bastaría, pues, con un golpe para cortarlo y dejar el barco al capricho de las olas. Pero entonces me acordé de que un cable tan grueso y tirante, al ser cortado de golpe, haría que el bote y yo saliéramos volando del agua. Tuve suerte, porque al cabo de unos instantes cambió el viento y el cable empezó a aflojarse. No lo dudé ni un segundo: saqué el cuchillo, lo abrí con los dientes y fui cortando, uno a uno, los duros hilos del cable. Al final sólo quedaron dos sujetando el barco. Durante todo este tiempo, había, oído voces en la Hispaniola. A lo lejos, en la orilla, la hoguera de los piratas seguía brillando entre los árboles. Una voz ronca cantaba una vieja canción marinera que yo había oído varias veces durante el viaje: Marcharon setenta y cinco, y sólo volvió uno vivo... El barco se movió y noté que el cable se aflojaba aún más. Corté de un solo golpe los dos únicos hilos que quedaban. Enseguida la Hispaniola comenzó a girar, hasta que quedó atravesada en medio de la corriente marina. Yo luchaba desesperadamente por apartarme del barco. Si no lo hacía, me hundiría de un momento a otro. Estaba bañado en sudor y los ojos se me cerraban. En la orilla, la pandilla de piratas cantaba a coro, alrededor de la hoguera, el famoso estribillo que tantas veces había oído en la vieja posada del Almirante Benbow. Quince hombres sobre el baúl del muerto, ¡Ah, ja, jai!, ¡Y una botella de ron! El bote, dando saltos, parecía cambiar de rumbo. Su velocidad aumentaba cada vez más, de forma alarmante. Miré hacia atrás y mi corazón latió con fuerza: el resplandor de la hoguera se alejaba rápidamente y las olas se agitaban cada vez con más furia. ¡Nos dirigíamos hacia alta mar! Entonces se oyeron gritos a bordo de la Hispaniola. Los dos piratas que la vigilaban, completamente borrachos, acababan de darse cuenta del desastre que estaba a punto de ocurrirles. Permanecí así varias horas, sacudido por las olas, y mojado hasta los huesos. Temía caer al agua en cualquier momento. Poco a poco me venció la fatiga, y al fin me quedé dormido, encogido en el fondo del bote, soñando con la vieja posada del Almirante Benbow. 22. EN MEDIO DEL MAR Me desperté ya de mañana, no lejos de tierra. Pensé en desembarcar, pero no me atreví. Unas enormes olas se estrellaban contra la costa. Además, vi que por la orilla se arrastraban muchos monstruos raros y viscosos, parecidos a babosas gigantes. Luego supe que eran inofensivas focas, pero entonces me dieron mucho miedo. Si permanecía quieto en el fondo, el bote flotaba como si fuera una cáscara.

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Pero cada vez que me movía o intentaba remar, se agitaba en violentos sobresaltos. Así estuve no sé cuánto tiempo saltando de ola en ola, mojado hasta los huesos y muerto de sed. De repente, a menos de media milla de distancia, alta y negra, apareció la Hispaniola. Al verla, no supe si entristecerme o alegrarme. Temía caer en manos de los piratas, pero estaba tan desesperado por la sed y el cansancio que casi me daba igual. El barco iba de un lado a otro, sin rumbo. Tan pronto navegaba a toda velocidad como se quedaba inmóvil. Estaba claro que sus guardianes o estaban borrachos o lo habían abandonado. Entonces pensé que tal vez yo podría llegar a bordo y devolver el barco a nuestro capitán. Animado por la idea, me incorporé; pero apenas saqué la cabeza, recibí en plena cara un chorro de agua que me dejó atontado. Poco a poco, conseguí dominar los remos, y no tardé en acercarme a la Hispaniola, que se arrastraba a la deriva, corno un barco fantasma. Varias veces la tuve al alcance de la mano, pero siempre, en el último momento, el viento o una ola furiosa me alejaban de ella. Al fin, estando yo levantado sobre una gran ola, el barco resbaló a mi lado al caer de la ola siguiente. Me puse en pie y salté con la rapidez de un relámpago. Me agarré como pude a uno de los cables y, con mucho esfuerzo, logré poner un pie en el mástil. Así estaba aún, casi cabeza abajo, los dedos agarrotados y temblándome todo el cuerpo, cuando oí un golpe: la proa de la Hispaniola acababa de partir en dos el miserable bote de Ben Gunn. 23. LA BANDERA PIRATA Poco faltó para que el choque me arrojase al mar. Sin perder un instante, me deslicé por el palo hasta caer de cabeza sobre cubierta. El barco no paraba de balancearse. En uno de sus movimientos, descubrí a los dos piratas. Uno estaba tendido en el suelo, de espaldas, inmóvil y con los brazos en cruz. El otro tenía la cabeza caída contra el pecho, y los brazos y las piernas extendidos. Se apoyaba contra el borde de la cubierta y estaba muy pálido. A su alrededor había algunas manchas de sangre. Sospeché que se habían matado el uno al otro. Me acerqué y, justo entonces, uno de ellos entreabrió los ojos. No había tiempo que perder. Recorrí el barco, y comprobé que un espantoso desorden reinaba por todas partes. Obsesionados por hallar el mapa del tesoro, los piratas habían abierto todo lo que estaba cerrado con llave. En la bodega, había docenas de botellas vacías. Encontré también algunas provisiones. Volví a cubierta y me dirigí a uno de los piratas. — ¿Es grave la herida? -le pregunté. — ¡Maldita sea! -contestó con voz ronca-. ¡Si ese maldito doctor estuviera aquí...! Pero, ¿y tú de dónde sales, muchacho? —He venido abordo -le respondí- para tomar posesión del barco; en adelante, y hasta nuevo aviso, seré vuestro capitán. El pirata me miró fieramente, sin decir palabra. - Y, a propósito -continué-, no me gusta la bandera que habéis puesto allí arriba. Tiré rápidamente de la cuerda y la bandera pirata cayó al suelo como un negro murciélago. — ¡Se acabó el capitán Silver! -grité. El pirata me miraba burlón, sin levantar la cabeza del pecho. —Ahora -dijo después de un rato- supongo que mi capitán querrá ir a tierra, ¿no es eso? Pero si yo no te ayudo, eres absolutamente incapaz de hacerlo, ¿verdad?

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Pues bien, podemos arreglarlo de esta manera: tú me das de comer y de beber, y un pañuelo o lo que sea para vendar mi herida, y yo, a cambio, ¡maldita sea!, te iré indicando lo que debes hacer en cada maniobra. —De acuerdo -le dije. Unos minutos después, la Hispaniola navegaba viento en popa a lo largo de la costa. Yo estaba entusiasmado con mi nuevo cargo. Había comido y bebido a mi gusto. En aquel momento, no deseaba nada más. Sólo una cosa me inquietaba: los ojos astutos del pirata que me seguían a todas partes, y su misteriosa sonrisa, una sonrisa extraña y burlona. Llegamos al fin a la bahía situada en el norte de la isla. Mientras esperábamos el momento oportuno para echar el ancla, me senté junto al pirata herido. —Capitán -dijo él, sin perder su sonrisa-, creo que deberíais arrojar al mar el cadáver de mi pobre camarada. ¿No te parece, muchacho? —Por mí -le contesté-, que se quede donde está. —Este barco -siguió el pirata- tiene mala suerte. ¡La cantidad de muertos que ha habido aquí desde que salimos de Bristol! ¡El último, ése! ¡Y conste que no me arrepiento de haberlo matado! Pero dejemos esto. Quisiera pedirte el favor de que fueras a buscarme una... ¡maldita sea!... una botella de vino. Comprendí enseguida, por su manera de sonreír y de mirarme, que quería alejarme de cubierta, pero fui a buscarle la botella. Bajé a la bodega con el mayor ruido posible, me quité los zapatos, atravesé descalzo el barco y asomé la cabeza por el otro extremo. Estaba seguro de que el pirata no sospecharía que le estaba espiando desde allí. Se levantó con mucho esfuerzo. Apoyándose en las manos y las rodillas, atravesó con increíble rapidez la cubierta y, de entre un rollo de cuerdas, sacó un largo cuchillo, manchado de sangre hasta la empuñadura. Lo examinó un momento con gran atención y lo escondió precipitadamente debajo de su chaqueta marinera. Luego volvió a sentarse donde estaba antes. Ahora yo sabía que podía moverse y que estaba armado. Pero también estaba seguro de que podía fiarme de él en una sola cosa: la maniobra de la Hispaniola. Los dos queríamos detenerla en la arena de un rincón abrigado y seguro. Y hasta que esa maniobra no estuviese terminada, nada había que temer. Volví a la bodega, me calcé de nuevo, cogí una botella de vino y subí con ella a cubierta. El pirata estaba tumbado, tal como lo dejé. Apenas levantó los ojos cuando me acerqué a él. Rompió de un golpe el cuello de la botella, y bebió un buen trago. Luego, sacando de pronto un cartucho de tabaco para mascar, me dijo: — ¡Anda, hijo, córtamelo, que no tengo cuchillo! Al cabo de un rato, la marea empezó a subir. Nos dispusimos a iniciar la maniobra para llegar a tierra. Sólo nos faltaban un par de millas. El pirata iba dando las órdenes y yo obedecía sin decir palabra. Finalmente, gritó: -¡Suelta! ¡Ya está! Enderecé el timón; la Hispaniola giró rápidamente y se dirigió como una flecha hacia la orilla cubierta de árboles. Con la emoción de las últimas maniobras, había descuidado la vigilancia. Pero, de pronto, una misteriosa inquietud se apoderó de mí. Adiviné una sombra silenciosa que se me acercaba por la espalda. Volví la cabeza: el pirata avanzaba hacia mí con el cuchillo en la mano. Los dos, al mirarnos a los ojos, lanzamos un grito, el mío de terror y el suyo como el mugido furioso de un toro al embestir.

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Se abalanzó sobre mí, y yo salté hacia un lado. Al hacerlo, solté la barra del timón, que fue a dar contra el pecho del pirata. El golpe le hizo tambalearse, y yo aproveché para echar a correr por la cubierta. Me detuve junto al palo mayor. Saqué una de mis pistolas y apunté con calma. Apreté el gatillo. El tiro falló, pues la pólvora se había mojado. No tuve tiempo ni ganas de probar mi segunda pistola, que habría fallado también. Me quedé allí, bien agarrado al palo mayor, esperando la acometida del pirata. Así estábamos, él buscando la manera de lanzarse sobre mí y yo corriendo para esquivarle, cuando de repente la Hispaniola encalló en la arena. Se balanceó un instante y enseguida se inclinó hacia un lado bruscamente. La cubierta quedó entonces convertida en una pendiente resbaladiza y muy peligrosa. Los dos perdimos el equilibrio y rodamos juntos por el suelo. El cadáver del otro pirata, con los brazos rígidos en cruz, se enredó entre nosotros. La inclinación del barco no permitía andar por la cubierta, así que trepé como un rayo por las cuerdas del mástil. El pirata tuvo fuerzas para levantarse y lanzarme una cuchillada, pero no llegó a tiempo. Cuando subí a lo más alto por la cuerda, le vi inmóvil al pie del mástil, con la boca abierta y la cabeza levantada. Me miraba fijamente. Aproveché aquellos segundos de calma para cargar mis pistolas. El pirata, entonces, se agarró también a las cuerdas y, con el cuchillo en la boca, comenzó a trepar lenta y fatigosamente. — ¡Alto ahí! -le grité, en cuanto tuve una pistola cargada en cada mano-. ¡Si dais un paso más, os disparo a la cabeza! Se detuvo inmediatamente, pensativo. —Jim -me dijo, quitándose el cuchillo de la boca-, creo que deberíamos hacer las paces. He tenido mala suerte, y no me queda más remedio que aflojar un poco, ¡maldita sea!, ante un mocoso como tú. Yo sonreía, seguro de mi superioridad. Pero antes de que el pirata terminara de hablar, oí silbar algo en el aire, como si pasara una flecha. Al instante, sentí un golpe y un horrible dolor en el hombro izquierdo. El pirata me había lanzado su cuchillo. El dolor y el espanto me helaron la sangre. Sin saber lo que hacía ni apuntar siquiera, las dos pistolas se me dispararon a la vez y se me cayeron luego de las manos. Pero no cayeron solas. También el pirata soltaba las cuerdas y se desplomaba de cabeza en el mar. 24. ¡DOBLONES!... ¡DOBLONES!... ¡DOBLONES!... Poco después de caer al mar, el cuerpo del pirata reapareció a flote entre un remolino de espuma y de sangre. Luego se hundió para siempre. Me di cuenta entonces de que el cuchillo me tenía clavado al mástil. La herida me quemaba como un hierro ardiente y la sangre me caía por el pecho. Pero lo que más me preocupaba era el miedo a perder el sentido y caer yo también al mar, junto al cadáver del pirata. Me agarré desesperadamente al mástil hasta que me sangraron las uñas. Cerraba los ojos para no ver, allá abajo, el fondo de las aguas. Por suerte, el cuchillo me tenía clavado tan sólo por la piel del hombro. Pude arrancarlo fácilmente de un tirón. Bajé enseguida a cubierta y vendé la herida lo mejor que pude. Luego arrojé también al mar el cadáver del otro pirata. Pronto se pondría el sol, y la Hispaniola se hundía cada vez más de un lado. No tenía más remedio que abandonarla a su suerte, y buscar yo la mía.

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Me descolgué por donde el agua era menos profunda y me fui chapoteando hasta la orilla. Casi al instante desapareció el sol y la brisa nocturna empezó a soplar en los árboles. Sin perder más tiempo, me dispuse a regresar a la fortaleza. Atravesé el bosque y llegué al lugar donde había encontrado a Ben Gunn. La noche era cada vez más oscura. No veía el terreno que pisaba, y tropezaba a cada momento con troncos o raíces. Me pareció de pronto que un resplandor se arrastraba por el suelo, como una serpiente luminosa entre los árboles: acababa de salir la luna. Apresuré el paso, y a ratos me puse a correr. Por fin llegué a la fortaleza. Al otro lado, brillaban las brasas de una enorme hoguera. No se veía a nadie ni sonaba otro ruido que el murmullo del viento. Todo aquello era muy extraño. Temí que algo grave hubiera pasado en mi ausencia. Rodeé la fortaleza escondido en las sombras. Cuando la oscuridad me pareció más densa, escalé la valla y avancé luego con el mayor silencio. Al acercarme, escuché con gran alivio un ruido que me era familiar. Aquel ruido, más bien molesto, del que tantas veces me había quejado, sonó en mis oídos como la música más armoniosa: eran los ronquidos de mis compañeros. Por momentos creí oír también otro ruido extraño, como de picoteos o aletazos, pero no le presté atención. Entré de puntillas. Avanzaba a tientas, con los brazos estirados. Tropecé con algo blando: era la pierna de uno de los hombres, que refunfuñó entre dientes y siguió roncando. Y de repente, como disparada por un resorte diabólico, una voz agria y chillona comenzó a gritar en la oscuridad: — ¡Doblones!... ¡Doblones!... ¡Doblones!... ¡Era el loro de Silver! ¡Él era el causante de aquellos picoteos y aletazos! ¡Él era el centinela que denunciaba mi llegada con aquel escándalo! Los chillidos del loro despertaron a los que dormían. — ¿Quién anda por ahí? -oí gritar a Silver. Eché a correr en la oscuridad, choqué violentamente con alguien y fui a parar entre unos brazos invisibles que se cerraron al instante contra mi espalda. -¡Traed una antorcha! -dijo Silver al atraparme. Uno de los piratas salió de la casa y regresó inmediatamente con una tea encendida. 25. EN EL CAMPO ENEMIGO El resplandor de la tea me hizo ver el desastre. Los piratas se habían apoderado de la fortaleza. Eran seis en total, y cinco de ellos estaban allí de pie, medio dormidos, sofocados por la sorpresa. El otro, con un trapo ensangrentado en la cabeza, se incorporó apenas sobre el codo. El loro, ya tranquilo, se arreglaba las plumas sobre el hombro de Silver el Largo. — ¿Así que eres tú, amigo Jim? -dijo, mirándome fijamente de pies a cabeza-. Y continuó: — ¿De modo que has venido a ver al viejo Silver? Me alegro, muchacho. Supe desde el primer día que eras un chico listo, aunque, por lo que acabas de hacer ahora, no lo pareces. Permanecí inmóvil y no le contesté, paralizado por el miedo. —Debes saber, amigo Jim -continuó-, que tus amigos están muy enfadados contigo. Incluso el doctor, que ha dicho que eres un mocoso desagradecido. En resumen, que no puedes volver con los tuyos, porque no quieren ni verte. No te queda más remedio que juntarte con el capitán Silver. ¿Qué me dices, Jim? — ¿Tengo que contestar ahora? -pregunté temblando, porque adivinaba lo que me esperaba. — jNo hay ninguna prisa! -exclamó Silver.

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—Me gustaría saber qué ha sido de mis compañeros -le dije. —Ayer por la mañana, el doctor Livesey se presentó en nuestro campamento, con bandera blanca, y me dijo que el barco había desaparecido. Fui a mirar y, ¡maldita sea!, era verdad: la Hispaniola no aparecía. ¡Esta pandilla de imbéciles se había emborrachado y ninguno se dio cuenta de nada! Entonces el doctor me propuso un pacto; yo acepté, y aquí estamos, en la fortaleza y con las provisiones. En cuanto a tus amigos, todo lo que puedo decirte es que se fueron. ¿Adónde? No lo sé. Ah, y también me dijo el doctor, refiriéndose a ti, que ni sabían dónde estabas ni les importaba saberlo. —Me da igual -le contesté- lo que hagáis conmigo. Pero os diré una cosa: estáis perdidos. Os falta el barco, os falta el tesoro, os faltan hombres y os falta todo. Y si queréis saber quién es el causante, aquí lo tenéis: ¡soy yo! Yo estaba escondido en el tonel de las manzanas y oí lo que hablabais. Yo he llevado el barco a un sitio que no encontraréis y he matado a los dos guardianes. No os tengo miedo. Podéis matarme: me da lo mismo. Pero escuchad esto: si no me maltratáis, prometo ayudaros. Dicho esto, me callé, porque casi no podía respirar. Los piratas me miraban en silencio, tristes. —Y ahora, Silver, quiero pediros un favor: si esto acaba mal para mí, os ruego que le contéis al doctor Livesey cuál ha sido mi comportamiento. —Lo tendré en cuenta -me respondió, no supe si en serio o en tono de burla. Uno de los piratas desenvainó en aquel momento su cuchillo y saltó hacia mí. — ¡Alto! -gritó Silver-. ¿Qué vas a hacer? ¡Al primero que toque a este muchacho, le rompo la cabezal Se hizo un largo silencio. Silver se apoyó de espaldas contra la pared y se cruzó de brazos. Tenía la pipa en los labios. Parecía tan tranquilo como si estuviese fumando en su casa pero con los ojos alerta. Así transcurrieron unos minutos, hasta que los piratas, uno a uno, fueron saliendo entre gruñidos. —Has de saber, Jim -me dijo Silver en voz baja-, que esos hombres que han salido van a destituirme inmediatamente como capitán. Mi cabeza está en peligro, y también la tuya; pero, créeme, yo estaré siempre de tu lado. Tú eres el único que puede ayudarme, y yo haré lo mismo contigo. ¡Viviremos o moriremos, pero juntos! Se acercó cojeando a la tea encendida y volvió a prender fuego a la pipa. —Yo sé -prosiguió- que has salvado la Hispaniola, y no te pregunto dónde la has llevado. Por eso tampoco quiero que tú me preguntes a mí por qué a partir de ahora me pongo de parte de los tuyos, ¿entendido? Y, a propósito, ¿sabes tú por qué el doctor me ha entregado el mapa del tesoro? Mi cara debió de expresar un asombro tan grande que Silver comprendió la inutilidad de hacerme más preguntas sobre el asunto. —En fin -continuó-: lo cierto es que me lo dio. Y ahí debe de haber una trampa, Jim... No sé si es bueno o malo, pero hay algo raro... 26. OTRA VEZ LA MANCHA NEGRA No tardaron en aparecer los cinco piratas en la puerta. Uno de ellos, con el brazo derecho extendido y el puño cerrado, se adelantó y deslizó algo en la mano de Silver. — ¡Ah; es la mancha negra! -dijo Silver tranquilamente al abrir la palma y contemplar lo que le habían dado-. ¡Me lo imaginaba, hijos míos! Bueno, veamos qué dice este papel... «Destituido», eso dice, ¿no es verdad? Pues está muy bien escrito...

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¿Esta letra es tuya, Lagarto? — ¡Basta ya de burlas! -contestó el tal Lagarto-. Estáis destituido. Lo mejor sería que vinierais a votar. Hay que elegir un nuevo capitán. —Me parece que no conocéis las reglas -dijo Silver con tono de desprecio-. No me moveré hasta que expongáis vuestras quejas y yo haya podido contestar a ellas. Mientras no sea así; la mancha negra no tiene valor y yo sigo siendo vuestro capitán. Lagarto le acusó entonces de haber echado a perder el viaje y de haber dejado escapar a mis compañeros. Silver le contestó que ellos eran los culpables. Además, les dijo que todo había salido mal por no haber seguido sus consejos. —Y si los dejé marchar -continuó muy exaltado-, fue por varias razones: primera, porque todos podéis necesitar al doctor; segunda, porque está llegando un barco de socorro, y en ese caso de nada nos serviría tener rehenes; y tercera, porque vosotros mismos, muertos de hambre, me pedisteis de rodillas que hiciera un pacto con el enemigo, ¿o es que ya no os acordáis? Y ahora, ¡mirad! Y diciendo esto, Silver arrojó al suelo un rollo de papel, que reconocí enseguida. Era el mapa, con las tres cruces rojas indicando el tesoro, que yo había encontrado en el baúl de la posada del Almirante Benbow. ¿Por qué el doctor se lo había entregado? Rápidamente se lanzaron todos sobre el amarillento mapa, arrancándoselo de las manos unos a otros. —Está bien -dijo Lagarto-. Pero, ¿cómo sacaremos de aquí el tesoro, si no tenemos barco? — ¿Cómo sacaremos de aquí el tesoro, dices? -respondió Silver-. Eso, ¡maldita sea!, tendréis que decirlo vosotros; ¡vosotros, que habéis perdido la Hispaniola mientras yo conseguía el mapa! Pero ya estoy harto; que se encargue otro de ser vuestro capitán. — ¡No! ¡No! -gritaron todos a una-. ¡Que siga Silver! Silver aceptó al instante y devolvió a Lagarto el papel de la mancha negra. Así terminó aquella terrible noche. 27. BAJO PALABRA DE HONOR Nos despertó una voz que llamaba desde el bosque. Era el doctor Livesey. — ¡Buenos días! -le saludó Silver el Largo-. ¡Me alegro de veros! Ah, y además os voy a dar una sorpresa esta mañana: tenemos con nosotros a un joven huésped que se ha pasado la noche entera roncando... — ¿Es Jim? -preguntó el doctor. —El mismo. El doctor se detuvo, pensativo. Poco después entró en la fortaleza. Fue examinando con calma a los que tenían alguna herida. Les hablaba con amabilidad, y los piratas lo trataban como si nada hubiera ocurrido. -Por hoy ya hemos terminado -dijo, después de repartir medicamentos a todos-. Ahora me gustaría hablar dos palabras con ese muchacho. Y al decir esto, me señaló con una ligera y desdeñosa inclinación de cabeza. -¡Ah, eso no! -gritó Lagarto, que se había puesto rojo como un tomate. -¡Silencio! -ordenó Silver, furioso-. Doctor, cuando salgáis de la fortaleza, yo os llevaré al muchacho hasta la empalizada. Allí, separados por las estacas, uno fuera y el otro dentro, podréis hablar lo que queráis. - Verdad, Jim, que no intentarás escaparte? Le dije que no. Entonces los piratas empezaron a gritar, acusando a Silver de querer traicionarlos.

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Éste, para calmarlos, sacó el mapa del tesoro y les preguntó si querían romper el pacto del que les había hablado. Luego les mandó encender fuego, cogió la muleta y, apoyando una mano en mi hombre me llevó donde el doctor nos esperaba. —Despacio, muchacho -me decía en voz baja-. Si vieran que nos damos prisa, nos saltarían encima. Le temblaba la voz y parecía desanimado. —Doctor -dijo, de espaldas a sus compañeros-, recordad que he salvado la vida a este muchacho. Él mismo os lo contará todo, y también que mi vida corre peligro. — ¿Tenéis miedo, Silver? -preguntó el doctor. —Bien sabéis que no soy un cobarde -contestó Silver. Pero, sinceramente, acabar en la horca me aterroriza Por eso, os ruego que no olvidéis mis buenas acciones como seguro que no olvidaréis las malas. Luego se retiró un poco y se puso a silbar mientras yo hablaba con el doctor, que me regañó por haberlos abandonado. Yo me puse a llorar y él me pidió que saltara la valla y escapara. -No puedo -le dije-, porque le he dado mi palabra de honor a Silver. Luego le conté todas mis aventuras. En cuanto supo que la Hispaniola estaba a salvo en la bahía del norte, se emocionó. Dijo que los había salvado, y que nunca me abandonarían. Llamó después a Silver y le aconsejó que no se diera prisa en buscar el tesoro. El pirata le contestó que no podía retrasarlo más, pues su vida y la mía estaban en peligro. -En ese caso -dijo el doctor-, tened mucho cuidado cuando lleguéis al escondrijo! -¡No entiendo nada! -exclamó Silver-. No entiendo por qué abandonasteis la fortaleza, ni tampoco por qué me disteis el mapa! Pero he respetado el pacto, y ahora tengo derecho que me aclaréis eso del escondrijo! —No puedo deciros ni una palabra más -respondió el doctor-. ¡Y cuidad a ese muchacho! Me estrechó la mano a través de la valla, saludó con la cabeza a Silver y, a paso ligero, se perdió en el bosque. 28. EL MAPA DE FLINT —Jim, querido muchacho -me dijo Silver cuando nos quedamos solos-, he visto que el doctor te hacía señas para que te escaparas, y que tú te negabas. Eso me hace confiar en ti, ahora que no nos queda más remedio que salir en busca del tesoro! Uno de los piratas nos gritó que el desayuno ya estaba preparado. Nos acercamos a la hoguera, pero Silver se sentó un poco apartado de los demás. —Estoy seguro -les decía a sus compañeros mientras comía- de que la Hispaniola está a salvo; lo que no sé es dónde la han escondido. En cuanto al muchacho, no volverá a hablar más con sus amigos. Cuando salgamos a buscar el tesoro, yo lo llevaré atado de una cuerda, pues ya sabéis que nos importa mucho conservarlo. Pero una vez que tengamos el tesoro y el barco, ¡entonces me encargaré yo de ese mocoso! Los piratas acogieron bien las palabras de Silver. Yo, en cambio, estaba muy asustado. Sabía que Silver era capaz de hacer lo que había dicho. También me inquietaba la conducta de mis amigos: su inexplicable abandono de la fortaleza, la incomprensible entrega del mapa y aquella misteriosa advertencia del doctor: “¡Tened mucho cuidado cuando lleguéis al escondrijo!”. Acabado el desayuno, salimos en busca del tesoro. Ofrecíamos un extraño espectáculo, con los trajes de marinero rotos y desteñidos, todos, menos yo, armados hasta los dientes. Iban además cargados de picos y azadones. Y subido en el hombro de su amo, e1 loro no paraba de chillar y decir palabrotas.

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Yo seguía como un perro a Silver, que me llevaba sujeto de una cuerda, unas veces con las manos y otras con los dientes. Nos repartimos en los dos botes y remamos. Silver sacó el mapa. Aparte de las cruces rojas, en las notas escritas por detrás se hablaba de un árbol de gran tamaño, situado en la cima del Catalejo. Pero había varios árboles gigantes en lo alto de aquella colina, y cada hombre señalaba uno distinto. Desembarcamos al fin y empezamos la subida. Silver con su muleta y yo atado a la cuerda seguíamos con mucho esfuerzo a los demás. Más de una vez tuve que tenderle la mano para que no resbalase pendiente abajo. De pronto, cerca ya de la cima, uno de los piratas empezó a dar espantosas voces. Fuimos hacia allá y supimos por qué gritaba: al pie de un pino, envuelto en plantas trepadoras que se enredaban entre los huesos, había un esqueleto humano. Aún conservaba trozos de ropa. Un escalofrío nos heló a todos la sangre. —Era un marinero -dijo Silver-, pero ¡mirad cómo tiene colocados los huesos! Esto no es natural. Silver tenía razón: el esqueleto estaba tendido con los brazos estirados por encima del cráneo. — ¡Este esqueleto es una señal indicadora! - continuó Silver, tomando la brújula y dándose una palmada en la frente. No hay duda: el capitán Flint estuvo aquí mismo, con sus seis marineros. Los mató a todos, y a éste lo arrastró luego hasta aquí, para orientarlo según la brújula. ¡Voto al diablo, qué cosas se le ocurrían a Flint! ¡Pero qué hombre tan valiente fue: él solo se enfrentó a seis y no dejó más que los huesos! —Yo vi morir al capitán Flint -dijo un pirata-; y si es verdad que hay espíritus y que se aparecen, uno debe de ser el suyo. ¡Se estaba muriendo y no paraba de cantar aquello de «Quince hombres sobre el baúl del muerto...»! - ¡Basta, basta! -ordenó Silver-. Reemprendimos la marcha, sin separarnos unos de otros, y hablando siempre en voz baja. La sombra del gran pirata muerto estaba en el pensamiento de todos. 29. LA VOZ ENTRE LOS ÁRBOLES Llegamos a lo alto y nos sentamos a descansar. No se veía ningún ser viviente, y nada se movía en la lejanía del mar. Los piratas permanecían en silencio y, si hablaban, lo hacían en voz muy baja. De repente, entre los árboles que teníamos enfrente y sin que viésemos ningún rastro de seres humanos, una voz desconocida, ronca y chillona, se puso a cantar: Quince hombres sobre el baúl del muerto, ¡Ah, ja, jai!, ¡Y una botella de ron! Al oír la terrible canción, unos se levantaron de un salto, y otros se agarraron temblando al que tenían al lado. Todos se quedaron pálidos al instante. — ¡Es Flint! -susurró alguien. La voz se interrumpió inesperadamente. — ¡Qué raro! -dijo Silver-. Sin duda, esa voz es la de algún imbécil que ha querido asustarnos. ¡No puede ser otra cosa! Animado por sus propias palabras, la cara de Silver iba recobrando el color cuando la misteriosa voz volvió a resonar en el silencio. Pero ahora, más que cantar, parecía quejarse, cada vez más débil y más lejos. — ¡Darby Mac Grey! -decía la voz, como si llamara a alguien con ese nombre-. ¡Darby Mac Grey! — ¡Ésas fueron las últimas palabras de Flint! —dijo uno de los piratas, temblando de pies a cabeza. —Excepto nosotros -gritó Silver-, en esta isla no hay nadie que pueda haber oído hablar de Darby. ¡Esto es muy raro, compañeros!

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Yo he venido aquí para desenterrar el tesoro y no voy a dejar de hacerlo por miedo a un viejo pirata, vivo o muerto. ¡Seguidme! ¡Seguidme! — ¡Cierra esa boca, Silver! -le contestó furioso Lagarto-. ¡Eso es desafiar a los muertos! Todos querían huir, pero el miedo se lo impedía. — ¡Ésa no es la voz de un muerto! -contestó Silver-. ¡Además, es una voz que tiene eco, y eso es imposible en un espíritu! ¡Os digo que aquí pasa algo raro, maldita sea! Las palabras de Silver parecieron animar un poco a sus compañeros. — ¡No era la voz de Flint! -dijo uno de ellos-. Pero se parecía mucho a la de... — ¡A la de Ben Gunn! -exclamó Silver el Largo-. ¡Eso es! ¡Es la voz de Ben Gunn! — ¡Pero Ben Gunn -lo interrumpió otro- está tan muerto como el capitán Flint! ¿Por qué vamos a tenerle miedo, si era un pobre marinero? Esto bastó para animarlos. Volvieron a echarse al hombro las herramientas y reemprendimos la marcha. Silver señaló un árbol gigantesco, con el tronco grueso como una torre, y nos dirigimos hacia él. Todos estaban convencidos de que bajo su sombra estaba enterrado el tesoro, y eso les hacía olvidar el miedo. Silver iba saltando y maldiciendo; de vez en cuando tiraba de la cuerda con que me tenía atado y se volvía para echarme furiosas miradas. Había olvidado su pacto con el doctor y la advertencia final de éste. Sin duda Silver tenía la esperanza de desenterrar el tesoro, descubrir la Hispaniola, matar a los que se le enfrentaran y navegar de vuelta a casa. — ¡Aquí, aquí! -gritó de pronto Lagarto. Todos corrimos, y nos detuvimos de repente, como clavados en tierra. Teníamos delante un hoyo, que no era reciente; en el fondo, había unas tablas carcomidas. En una de ellas podía leerse la palabra Walrus, nombre del famoso barco del capitán Flint. No había duda: el tesoro había sido descubierto. Y las monedas de oro habían desaparecido. 30. LA CAÍDA DE UN JEFE Los piratas se quedaron paralizados, como si les hubiera caído un rayo encima. Silver, sin embargo, se dio cuenta enseguida de la situación. —Jim -me dijo-, toma esto y prepárate. Me dio una pistola y nos alejamos unos pasos. Los demás se lanzaron al fondo del hoyo y se pusieron a escarbar furiosamente la tierra. Uno encontró una moneda de oro, que fue pasando de mano en mano entre gritos y aullidos. — ¡Una moneda! -chilló Lagarto, con un gesto de amenaza dirigido a Silver-. ¿Ése es el tesoro que nos prometiste? — ¡Escarbad, escarbad! -respondió Silver con asombrosa tranquilidad. Fueron saliendo uno a uno del hoyo por el lado contrario al que nosotros estábamos. Quedamos entonces cara a cara, dos de una parte y cinco de la otra, con el hoyo en medio. Nadie se atrevía a empezar la pelea. —Compañeros -dijo Lagarto levantando los brazos-, ahí los tenéis: un maldito cojo que nos ha engañado y un mocoso al que voy a arrancarle el corazón. ¡A por ellos! Tres disparos sonaron en aquel mismo momento. Lagarto rodó al fondo del hoyo y el que estaba a su lado cayó muerto de espaldas. Los tres restantes huyeron aterrorizados. Rápidamente salieron de entre los árboles el doctor, Gray y Ben Gunn, con sus mosquetones humeando todavía. Corrimos todos detrás de los fugitivos, incluido Silver, hasta que comprobamos que no podían escapar, pues iban en dirección contraria a donde estaban los botes.

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— ¡Mil gracias, doctor! -dijo finalmente Silver-. ¡Ah, Ben Gunn, me alegro de verte! Ben Gunn estaba confuso y atemorizado ante Silver, que le miraba fijamente. Mientras bajábamos tranquilamente de la colina, el doctor nos contó lo ocurrido. Ben Gunn le había explicado que, después de descubrir el esqueleto, había desenterrado el tesoro y lo había llevado en largos y fatigosos viajes hasta su cueva. Al ver luego que había desaparecido la Hispaniola, el doctor le había entregado a Silver el mapa, que ya no servía para nada. Por eso había hecho con él aquel extraño pacto. Ben Gunn había sido también el que se había disfrazado de fantasma para asustar a los piratas, mientras el doctor y Gray se escondían entre los árboles que rodeaban el hoyo. —O sea -dijo Silver-, que si no hubiera llevado conmigo a Jim; habríais dejado que esos brutos me hicieran pedazos. —Exactamente -contestó alegremente el doctor. Habíamos llegado a los botes; el doctor destrozó uno de ellos a golpes de azadón y embarcamos todos en el otro con dirección a la bahía del norte. La Hispaniola estaba donde yo la había dejado. Después de comprobar que no había sufrido ningún daño, subimos a la cueva de Ben Gunn. Allí nos esperaba el señor de Trelawney, que me saludó cordialmente. —Debéis saber -le dijo a Silver cuando lo tuvo delante- que no voy a entregaros a la justicia, pero os digo que sois un granuja y un traidor. —Gracias, señor -contestó Silver bajando la cabeza. Dentro de la cueva, acostado, estaba el capitán; y al fondo, brillaban montones de monedas de oro. Era el tesoro del capitán Flint, que habíamos venido a buscar desde tan lejos y que había costado la vida a diecisiete hombres de la Hispaniola. 31. FINAL Nos costó varios días llevar el inmenso tesoro desde la cueva de Ben Gunn hasta la Hispaniola. Durante este tiempo, los tres piratas fugitivos no dieron señales de vida. Sólo una noche oímos a lo lejos unos gritos, seguidos de un disparo. Decidimos abandonarlos en la isla, y dejarles una buena provisión de pólvora, balas, carne, medicamentos y algunas herramientas. Al fin, una mañana clara y con viento, levantamos el ancla y salimos de la bahía. Antes del mediodía vi por última vez la colina del Catalejo, perdida en la inmensidad del mar. Al atardecer llegamos a puerto, en una ciudad de América del Sur. Allí pasamos la noche. Al amanecer descubrimos que Silver había huido. Ben Gunn nos confesó que él mismo le había ayudado. Lo había hecho por nuestro bien, pues era peligroso viajar con él en el barco. Creo que todos nos alegramos de aquella huida, aunque el fugitivo se llevó con él un saco de monedas. Después de una travesía tranquila, la Hispaniola entró en el puerto de Bristol. De todos los que habíamos partido en busca del tesoro, sólo cinco regresábamos. De Silver el Largo, no hemos vuelto a saber nada. Y en cuanto a mí, alguna terrible pesadilla me despierta aún por las noches. Oigo la voz chillona del loro gritando: — ¡Doblones!... ¡Doblones!... ¡Doblones!...