LA FORMACIÓN DE LA PERSONALIDAD Y EL DESARROLLO SOCIOMORAL EN LA INFANCIA

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LA FORMACIÓN DE LA PERSONALIDAD Y EL DESARROLLO SOCIOMORAL EN LA INFANCIA 1. CONCEPCIÓN GENERAL DEL DESARROLLO DE LA PERSONALIDAD 1.1 El proceso de formación de la personalidad 1.2 Premisas para el desarrollo de la personalidad en la primera infancia 1.2.1 Determinantes del desarrollo de la personalidad. Su interrelación 1.2.2 El papel de las condiciones de vida y educación 1.2.3 El papel de la actividad y la comunicación 1.3 El desarrollo sociomoral en los primeros años de la vida 2. EL DESARROLLO DE LA PERSONALIDAD DE LOS NIÑOS EN EL PRIMER AÑO DE VIDA 2.1 La necesidad de impresiones sensoriales y afectivas desde la etapa prenatal 2.1.1 Reflejos incondicionados y condicionados. Importancia del horario de vida 2.1.2 Las líneas directrices del desarrollo 2.1.3 Papel del adulto en la estimulación del desarrollo 2.2 Diferenciación y conciencia de sí mismos. Esquema corporal e imagen especular 2.3 La formación de hábitos en el primer año de vida 2.4 Logros del desarrollo en la esfera sociomoral 3. EL DESARROLLO DE LA PERSONALIDAD EN LA EDAD TEMPRANA 3.1 Premisas para la formación de la personalidad en la edad temprana 3.2 El desarrollo de la esfera emocional y el papel del lenguaje en la regulación de la conducta 3.2.1 El desarrollo de la esfera emocional 3.2.2 Papel del lenguaje en la regulación de la conducta 3.3 Los motivos de conducta en la edad temprana 3.4 El surgimiento de la autoconciencia, la autoestima y la autovaloración en los niños 3.4.1 Etapas para la formación de la conciencia de sí mismos 3.4.2 Papel del adulto y de los otros en el desarrollo del conocimiento de sí mismos, la autovaloración y la autoestima 3.5 La necesidad de independencia y la crisis de los tres años 3.6 La formación de hábitos y el desarrollo de la autonomía 3.7 Logros del desarrollo sociomoral en la edad temprana 4. LA FORMACIÓN DE LA PERSONALIDAD EN LA PRIMERA INFANCIA MEDIA Y MAYOR 4.1 Premisas para la formación de la personalidad en la etapa 4.2 El desarrollo de la autoconciencia 4.3 La necesidad de autoafirmación y autoestima 4.4 Los motivos de conducta y el surgimiento de la jerarquía de motivos

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LA FORMACIÓN DE LA PERSONALIDAD Y EL DESARROLLO SOCIOMORAL EN LA INFANCIA

1. CONCEPCIÓN GENERAL DEL DESARROLLO DE LA PERSONALIDAD

1.1 El proceso de formación de la personalidad 1.2 Premisas para el desarrollo de la personalidad en la primera infancia1.2.1 Determinantes del desarrollo de la personalidad. Su interrelación1.2.2 El papel de las condiciones de vida y educación1.2.3 El papel de la actividad y la comunicación1.3 El desarrollo sociomoral en los primeros años de la vida

2. EL DESARROLLO DE LA PERSONALIDAD DE LOS NIÑOS EN EL PRIMER AÑO DE VIDA

2.1 La necesidad de impresiones sensoriales y afectivas desde la etapa prenatal2.1.1 Reflejos incondicionados y condicionados. Importancia del horario de vida2.1.2 Las líneas directrices del desarrollo 2.1.3 Papel del adulto en la estimulación del desarrollo 2.2 Diferenciación y conciencia de sí mismos. Esquema corporal e imagen especular2.3 La formación de hábitos en el primer año de vida2.4 Logros del desarrollo en la esfera sociomoral

3. EL DESARROLLO DE LA PERSONALIDAD EN LA EDAD TEMPRANA

3.1 Premisas para la formación de la personalidad en la edad temprana3.2 El desarrollo de la esfera emocional y el papel del lenguaje en la regulación de la conducta3.2.1 El desarrollo de la esfera emocional 3.2.2 Papel del lenguaje en la regulación de la conducta 3.3 Los motivos de conducta en la edad temprana 3.4 El surgimiento de la autoconciencia, la autoestima y la autovaloración en los niños 3.4.1 Etapas para la formación de la conciencia de sí mismos 3.4.2 Papel del adulto y de los otros en el desarrollo del conocimiento de sí mismos, la autovaloración y la autoestima 3.5 La necesidad de independencia y la crisis de los tres años 3.6 La formación de hábitos y el desarrollo de la autonomía 3.7 Logros del desarrollo sociomoral en la edad temprana

4. LA FORMACIÓN DE LA PERSONALIDAD EN LA PRIMERA INFANCIA MEDIA Y MAYOR

4.1 Premisas para la formación de la personalidad en la etapa 4.2 El desarrollo de la autoconciencia4.3 La necesidad de autoafirmación y autoestima 4.4 Los motivos de conducta y el surgimiento de la jerarquía de motivos 4.5 La formación de hábitos en la etapa4.5.1 Los hábitos y su relación con las vivencias de los niños4.6 Logros del desarrollo sociomoral en la primera infancia media y mayor4.6.1 El papel de la actividad y la comunicación en el desarrollo sociomoral en la infancia mayor

5. LAS FORMACIONES PSICOLÓGICAS DEL DESARROLLO DE LA PERSONALIDAD

5.1 Particularidades de las formaciones psicológicas en la infancia5.2 Algunas formaciones psicológicas de la primera infancia

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6. METODOLOGÍAS PARA LA FORMACIÓN DE HÁBITOS EN LA PRIMERA INFANCIA

6.1 La formación de hábitos en la primera infancia 6.2 Metodologías específicas para la formación de hábitos 6.2.1 La formación de hábitos alimentarios6.2.2 Hábitos higiénico-culturales 6.2.3 Hábitos de autoservicio 6.2.4 Hábitos de cortesía 6.2.5 Niveles de ayuda en la formación de hábitos

7. APÉNDICE BIBLIOGRÁFICO

1. CONCEPCIÓN GENERAL DEL DESARROLLO DE LA PERSONALIDAD  

 

La humanidad ha tardado varios siglos en reconocer que el aprendizaje comienza con la vida misma, incluso antes del nacimiento, momento en que ya se reconoce la importancia de iniciar una estimulación dirigida a crear las bases del desarrollo posterior, en el cual los primeros años son decisivos.

Se ha logrado consenso también en que las condiciones de vida y educación son determinantes para la calidad de la vida y la formación del individuo, de su desarrollo psíquico, de su personalidad.

Todas las cumbres celebradas a favor de la infancia y la adolescencia abogan, cada día con mayor fuerza, por la necesidad de una educación inicial integra, con el propósito de formar una personalidad sana y multilateralmente desarrollada, que sea capaz de enfrentar los retos del mundo de hoy y del futuro.

La Convención de Derechos de la Niñez, que en varios de sus artículos hace énfasis en la necesidad de estimular su desarrollo desde la edad más temprana, fundamenta la concepción de esta como sujeto de derechos, dejando atrás la noción objetal de los niños como beneficiarios o receptores pasivos de la acción social, lo cual integra el enfoque de derechos de la niñez en la perspectiva del ciclo vital evolutivo.

Para lograr estos propósitos es indispensable conocer, en primer lugar, cómo transcurre el proceso mediante el cual, un ser totalmente indefenso y necesitado de protección, afecto y estimulación, deviene en personalidad y se convierte en un ser capaz de regular de forma consciente y estable su comportamiento, de transformar el mundo que lo rodea y transformarse a sí mismo, a partir del conocimiento de sus potencialidades y del papel que juega como individuo en la sociedad que le toca vivir; en segundo lugar, el papel que le corresponde a «los otros» en este proceso, fundamentalmente a la familia y a la institución educativa, como agentes socializadores, que actúan como elementos que lo aceleran o lo retardan.

 

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  1.1 El proceso de formación de la personalidad

La historia de la Psicología ha recorrido un largo y difícil camino para abordar el estudio de la personalidad, su formación y desarrollo. Es uno de los aspectos más difíciles de analizar y, por tanto, uno de los menos desarrollados científicamente, dada su complejidad.

En realidad, la aspiración a encontrar nuevos caminos en el estudio de la psicología de la personalidad del ser humano comenzó en los últimos años del siglo XIX y primeros del XX, pero se desarrolló especialmente entre los años veinte al treinta del pasado siglo, cuando empezaron a formularse nuevas concepciones y puntos de vista psicológicos.

En este período, surgió una gran variedad de concepciones psicológicas: la psicología naturalista, el conductismo, la Gestalt, la psicología del espíritu, el freudismo o la teoría histórico-cultural, entre otras, encaminadas a la búsqueda de un nuevo contenido y de nuevos métodos de investigación. Sin embargo, no todas trataron de encontrar nuevos caminos para el estudio de la psicología de la personalidad.

Si se mira la historia del desarrollo de las investigaciones dedicadas al estudio del desarrollo de la personalidad, se verá claramente que el interés por los problemas de la personalidad ha surgido periódicamente, a saltos, por oleadas.

Esto se explica, por un lado, por las necesidades de la sociedad, y, por otro, por la lógica del desarrollo de la propia ciencia psicológica, que evolucionó de una concepción atomista de los procesos psíquicos y del ser humano en su conjunto, a una concepción que intenta comprender la psique como una estructura integral, tomada en todas sus complejas interrelaciones con la realidad.

Puede afirmarse que en los últimos veinte años la categoría personalidad ha sido reconceptualizada desde distintas posiciones teóricas, y su estudio, a pesar de las diferencias derivadas de las posiciones más generales que sirven de punto de partida a los diferentes autores, presenta un conjunto de problemas generales, comunes, que evidencian un momento cualitativamente nuevo en su desarrollo.

Así, se observa que el funcionalismo y distintas tendencias orientadas a la comprensión parcial del individuo, (rasgos, dimensiones, factores, que identifican tipos concretos de conducta de una manera descriptiva, pero no pueden utilizarse para explicar funciones diferentes de esos contenidos, de acuerdo con su significación en relaciones más complejas dentro de la

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personalidad) conducen a una visión limitada y, en última instancia, reduccionista de la regulación psicológica, y comienzan a dar paso a la búsqueda de mecanismos psicológicos más completos e integrales que permitan explicar las diferentes funciones de la personalidad en la regulación del comportamiento.

Dentro del psicoanálisis, que ofreció un marco dinámico más complejo del comportamiento humano y un modelo sobre la personalidad que se considera cerrado, por apoyarse en un sistema de mecanismos e interrelaciones de contenidos estandarizados, definidos de manera absoluta en el ello, el yo y el superyó, surgen en la actualidad tentativas interesantes que reflejan una toma de conciencia real sobre la significación de lo social en la vida psíquica, y sobre el papel del sujeto en la regulación del comportamiento.

En este sentido se enmarcan los trabajos de E. Pichon Rivière, que concibe lo social no como una configuración externa de estímulos, sino como un sistema de relaciones donde el sujeto se implica como sujeto activo de estas relaciones, de cuya organización, enfrentamiento y manejo dependerá el nuevo paso de su desarrollo individual, trascendiendo la comprensión biologista del sujeto y el reduccionismo en la explicación de la génesis de las operaciones psicológicas del sujeto. De igual manera, la incorporación de la categoría comunicación, como principio importante del marco terapéutico, enriquece la comprensión psicológica del sujeto de esta comunicación.

Otra corriente que ha aportado elementos relevantes al estudio de la personalidad es la Psicología Humanista, dirigida a la comprensión del individuo como un ser activo, complejo, orientado a la autorrealización. Por ello, los psicólogos humanistas, más que definir unidades aisladas de la personalidad, intentan caracterizar formas integrales de la regulación psicológica, que diferencian a unos individuos de otros.

En esta perspectiva se inscriben los conceptos de hombre autorrealizado de A. Maslow y de personalidad madura de G. W. Allport, que plantean que, cuando el individuo logra este nivel funcional de la personalidad, modifica esencialmente las particularidades cualitativas de todos los elementos psicológicos que participan en la regulación del comportamiento.

En realidad, tras el concepto de personalidad autorrealizada hay un esfuerzo por presentar al hombre como sujeto de su comportamiento, a través de diferentes niveles funcionales en la regulación psicológica.

La unidad conceptual de estos autores, por el énfasis que ponen en el carácter integral y funcional de la personalidad, también se pone de manifiesto en C. Rogers, importante teórico del sí mismo, por la importancia que le otorga al self, como agente activo, cuyas valoraciones, percepciones y otras funciones

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tienen un papel decisivo en el sentido psicológico que un hecho adquiere para la personalidad.

Por otro lado, en la Psicología Cognitiva el énfasis se realiza en los aspectos dinámicos y funcionales del funcionamiento psíquico y, si bien no se orientan hacia aspectos estructurales de la personalidad, avanzan de manera notable en la comprensión del papel que juegan las operaciones cognitivas en los procesos de regulación y autorregulación del comportamiento.

Así, R. Lazarus, uno de los máximos exponentes de la psicología cognitiva en la psicología contemporánea, escribe: «Aunque consideramos la cognición (del significado) como una condición necesaria de la emoción, es un error conceptual afirmar que las emociones preceden a los pensamientos o, al contrario, que los pensamientos preceden a las emociones», (citado por González Rey, 1989), orientándose hacia una comprensión sistémica de la relación entre lo cognitivo y lo afectivo, relación que no puede ser comprendida en esquemas causales unilaterales.

Desde este punto de vista, las operaciones presentadas por los psicólogos cognitivos esclarecen mucho el sentido del intelecto y la cognición en las funciones de la personalidad, y permiten ubicar con más precisión el rol de lo cognitivo en ella, ya que plantean que, aunque la personalidad no puede reducirse a un sistema de información, resulta indiscutible que opera con esta y que sus contenidos expresan distintos niveles de individualización, en la que intervienen diversas operaciones psicológicas.

De esta forma, se ha conceptualizado un conjunto de aspectos interesantes sobre el sistema de procesamiento de la información por la personalidad, que ocupan un lugar importante en los estudios realizados sobre ella por la significación que este sistema tiene en los procesos de regulación y autorregulación del comportamiento.

Resulta evidente que la forma en que el sujeto utiliza la información de que dispone y las propias operaciones mediante las cuales fija la información que recibe, la generaliza, la sintetiza y la compromete, con su sistema de operaciones y objetivos, constituyen procesos importantes de la personalidad.

El enfoque sociocultural de lo psíquico se desarrolla esencialmente a partir de las posiciones teóricas de L. Vigotsky, quien criticó en su obra tanto las posiciones de la psicología idealista subjetiva como la llamada psicología objetiva, representada por el conductismo norteamericano y la reflexología rusa.

Vigotsky desarrolla una nueva concepción de las funciones psíquicas superiores, partiendo de su naturaleza social y destacando su carácter mediatizado por la conciencia. Señala la naturaleza de estas funciones como un proceso de fuera hacia dentro, enfatizando su carácter específico y su

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deferencia de las funciones biológicas elementales.

Esta teoría parte de la posición de que la psique del individuo posee una naturaleza social, y de que se desarrolla bajo la influencia determinante del medio social, y que es precisamente en un determinado nivel del desarrollo social y psíquico que el hombre deviene en personalidad. De esta forma, la personalidad se considera como un producto del desarrollo histórico-social, ya que la condición fundamental que determina la formación de la personalidad del ser humano es el lugar que este ocupa en el sistema de relaciones sociales y la actividad que realiza.

En esta concepción, la formación de la personalidad permite a las personas formas de conducta y actividad más elevadas y conscientes, y la unidad de todas sus actitudes hacia la realidad. En consecuencia, las reacciones del individuo y todo el sistema de su vida afectiva interna son determinadas por aquellas particularidades de la personalidad que se formaron durante el proceso de su experiencia social.

Con anterioridad a esta concepción, el estudio de la personalidad se había visto rezagado por una fuerte tendencia cognitivista en el estudio de la psique. El desigual desarrollo en el estudio del área cognoscitiva de la personalidad, por delante del área afectiva, se debió al énfasis en el estudio de los procesos y no a un desconocimiento de su unidad, ya que esta, desde las obras de Vigotsky y Rubinstein, psicólogos representantes de la psicología dialéctica materialista, está planteada.

En la actualidad, existe el enfoque personalista en el estudio de la psique, que supone el estudio de los procesos y propiedades psíquicas no de manera aislada, sino en su unidad, en el individuo concreto.

Por tanto, la investigación de la personalidad hoy en día se basa en postulados histórico-culturales y se orienta al estudio de complejas unidades funcionales que expliquen cómo logra la personalidad su función reguladora de la actividad. Por ejemplo, Bozhovich cita lo siguiente: «Es imposible comprender la psicología de la personalidad por el conjunto de sus elementos aislados, porque ninguna propiedad, ninguna función de la personalidad es igual a sí misma. Al estudiar cualquier propiedad como aislada e independiente, solo estudiamos la parte externa del fenómeno, dejando sin estudiar su verdadera naturaleza psicológica».

En este mismo sentido, F. González Rey expresa: «Al estudiar la personalidad debemos esforzarnos en no dividirla en elementos aislados, sino orientarnos a encontrar aquellas unidades integrales, categorías generalizadas y formaciones psicológicas, en las cuales se expresan a un nivel superior las particularidades y tendencias esenciales de la personalidad, en las que la

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personalidad actúa como tal, comprometiéndose como entidad psicológica, no reduciéndose a otros procesos o modalidades psíquicos».

Muchas de las investigaciones realizadas por los representantes de este enfoque se plantean como tarea descubrir las relaciones que existen entre la forma de vida y de educación de los niños, por un lado, y las particularidades de su personalidad por el otro.

Según L. I. Bozhovich (l976), discípula de Vigotsky y destacada investigadora en el campo de la psicología de la personalidad, la Psicología Contemporánea (refiriéndose a la desarrollada en la ex Unión Soviética) no solo ha formulado posiciones metodológicas generales, desde las cuales se aproxima a la comprensión de la personalidad, sino que también ha desarrollado toda una serie de investigaciones, algunas de las cuales estudian los fenómenos psíquicos en dependencia de las necesidades e intereses de los infantes, y otras, las condiciones y el proceso de formación de los diferentes aspectos y cualidades de la personalidad. Sin embargo, considera que la personalidad del niño o la niña como un todo único, como sujeto de la actividad psíquica, ha sido hasta el momento poco estudiada. Por esto se explica el hecho de que aún no se posea una concepción psicológica única, suficientemente desarrollada, de la personalidad y de su formación.

Precisamente bajo la dirección de Vigotsky, desarrollada posteriormente por A. N. Leontiev en su teoría de la actividad, se desenvolvieron una importante cantidad de investigaciones concretas sobre procesos cognitivos a partir de un enfoque metodológico totalmente nuevo, propio de la psicología histórico-cultural.

Según González Rey, a partir de la importancia que tomó la categoría actividad en la psicología materialista dialéctica, el análisis de la personalidad se basó esencialmente en la relación sujeto-objeto, limitándose el estudio de las diversas formas de comunicación sujeto-sujeto y, por tanto, de las formaciones psicológicas que se desarrollan a partir de esta relación.

Para reafirmar este planteamiento hace referencia a las palabras de E. V. Shorojova: «En los últimos tiempos un grupo de psicólogos (ante todo F. Lomov) ha manifestado la posición de que la forma individual de existencia del hombre no puede limitarse solo por el análisis de las relaciones sujeto-objeto. Estas relaciones constituyen un solo aspecto del problema. El otro aspecto, más importante aún, es el de la relación del hombre con las otras personas, las relaciones sujeto-sujeto, particularmente las relaciones sociales. Estas relaciones determinan la estructura psicológica de la personalidad».

El énfasis en las relaciones sujeto-sujeto y sus diferentes regularidades en las distintas etapas del desarrollo posibilita que pasen a un primer plano un

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conjunto de categorías esenciales para el estudio de la personalidad, que hasta el momento han sido insuficientemente trabajadas y que constituyen la base para la comprensión de las formaciones psicológicas más complejas de esta, como es la categoría vivencia.

Esta categoría, planteada por Vigotsky, pero poco desarrollada después, constituye la unidad fundamental de la vida afectiva de la personalidad, pues ningún contenido psíquico puede convertirse en regulador del comportamiento si no posee una carga emocional suficiente que posibilite su vivencia por parte del sujeto.

Además, esta categoría se desarrolla esencialmente en el proceso de comunicación del individuo con los otros, y la determinación de sus regularidades constituye un momento inmanente para el estudio de todas las formas reguladoras de la personalidad.

La vivencia es el elemento psicológico que se encuentra en la base del sentido que un contenido adquiere para el sujeto. A partir de la unión de un contenido con determinada carga emocional que se expresa en forma de vivencia, es donde se va a encontrar la clave para la formación y el desarrollo de las formaciones reguladoras más complejas de la personalidad, así como la particularidad esencial de la personalidad como nivel regulador superior de la vida psíquica del ser humano.

Sin embargo, durante muchos años en la literatura psicológica se han presentado como dos aspectos independientes, separados, el estudio de los procesos cognitivos y el estudio de la personalidad y los procesos afectivos. En la mayoría de los manuales de psicología general, la personalidad se presenta como el conjunto de diferentes propiedades psíquicas (carácter, capacidades, temperamento), y no se penetra en su esencia como nivel regulador del comportamiento, ni en los mecanismos principales de su funcionamiento integral.

Al valorar la personalidad como el conjunto de propiedades psíquicas, ha predominado un enfoque descriptivo en el que se han perdido prácticamente las particularidades psicológicas que caracterizan sus potencialidades reguladoras.

Así, Rubinstein, quien a juicio de Bozhovich es uno de los pocos psicólogos que trató de formular una concepción psicológica de la personalidad, destacó la importancia de concebir las propiedades de la personalidad integradas en un sistema que se orientara activamente por las potencialidades de la autoconciencia del hombre. Al referirse a ello escribió: «La cuestión final que se presenta ante nosotros en el plano del estudio psicológico de la personalidad es la de su autoconciencia como yo, que en calidad de sujeto asimila

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conscientemente todo lo que el hombre hace, relacionando consigo todos sus actos y acciones, asumiendo conscientemente para sí la responsabilidad de los mismos en calidad de su autor y su creador».

Según el criterio de González Rey, en esta posición de Rubinstein está expresado otro elemento esencial de carácter general para concebir el estudio de la personalidad, que es la participación activa de la autoconciencia en la regulación del comportamiento, lo cual establece las bases para desarrollar el principio de la unión de lo afectivo y lo cognitivo, de la dinámica y el contenido en el estudio de la personalidad.

Según el criterio de González Rey, en esta posición de Rubinstein está expresado otro elemento esencial de carácter general para concebir el estudio de la personalidad, que es la participación activa de la autoconciencia en la regulación del comportamiento, lo cual establece las bases para desarrollar el principio de la unión de lo afectivo y lo cognitivo, de la dinámica y el contenido en el estudio de la personalidad.

Este es un principio básico para comprender la personalidad como sujeto regulador, que, inmerso en diferentes tipos de actividad y sistemas de comunicación, no solo se transforma por ellas, sino que es capaz de mantener sus aspectos esenciales, trascendiendo lo inmediato, a través de fines y objetivos sociohistóricos formados en su desarrollo.

Siguiendo este razonamiento, se puede decir que la función reguladora de la personalidad constituye su aspecto distintivo: la personalidad, a través de las distintas formaciones psicológicas que la integran, es el nivel regulador superior de la psique humana.

Sin embargo, si se la enfoca como un conjunto de propiedades psíquicas se pierde su esencia, convirtiéndose en algo que no permite explicar su potencialidad en la regulación del comportamiento.

Otro aspecto importante que señalar es que cuando se hace referencia a la función reguladora de la personalidad, no se trata de la motivación, como tradicionalmente ha sido enfocada (como conjunto de necesidades y motivos independientes de los procesos de la cognición humana), sino de la unidad indisoluble de lo cognitivo y lo afectivo como principio esencial básico de la función reguladora de la personalidad.

De esta forma, lo cognitivo se integra de forma activa al sistema regulador de la personalidad, sobre todo a través de su función más compleja que es el pensamiento, pero también a través de otros procesos psicológicos como la percepción, el lenguaje. A su vez, la elaboración más compleja de la personalidad tiene en su base sus principales necesidades y motivos. En este

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proceso, tanto sus rasgos caracterológicos como sus capacidades, habilidades y otras particularidades psicológicas se convierten en medios para lograr los fines principales que la personalidad se plantea ante sí.

Llegado a este punto del análisis se puede decir que la personalidad no es un conjunto de rasgos ni de propiedades, sino un sistema integral cuya esencia es la jerarquía de motivos, orientada y regulada por la participación consciente del sujeto en la dirección de su comportamiento, a través de las formaciones motivacionales conscientes de la personalidad.

También es necesario destacar que las motivaciones principales de la personalidad están estrechamente vinculadas a la autovaloración del sujeto, lo que se expresa de forma muy clara en las vivencias que este experimenta en relación con su autoestima, en dependencia del nivel de realización que alcanza cuando participa en las actividades que expresan estas motivaciones.

Se podría plantear, por tanto, que la personalidad en un complejo sistema que integra formaciones psicológicas de distinto grado de complejidad, las cuales se organizan activamente alrededor de la jerarquía de motivos del hombre, con una participación muy activa de su autoconciencia (González Rey, 1982).

Para comprender la personalidad como el nivel regulador superior y más organizado de lo psíquico, la unidad de lo cognitivo y lo afectivo se constituye en un principio teórico y metodológico fundamental. Solo sobre la base de este principio puede comprenderse la personalidad como sujeto de la actividad, como sujeto activo que se autodetermina y que mantiene una relativa autonomía en el medio que lo rodea.

Una posición muy difundida en la actualidad, cuyo origen está en la psicología diferencial y en la psicometría, como expresión metodológica para estudiar a un individuo concreto, es la de estudiar la personalidad mediante el análisis de rasgos o cualidades abstractas que dan lugar a un comportamiento concreto.

A este planteamiento se contrapone la valoración que se viene realizando, que demuestra que la forma en que una cualidad participa en la regulación de la conducta depende tanto del sentido que esta tiene para el sujeto, como de su significación en los objetivos principales que este se ha propuesto alcanzar, a partir de su jerarquía de motivos.

De esta manera, cuanto más activo es el papel del sujeto sobre los rasgos y cualidades que lo caracterizan, a partir de un proceso de reflexión y valoración que le permita incorporarlos a los fines más importantes que se plantea, mayor será el potencial de autodeterminación sobre su conducta.

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No obstante, cuando un rasgo o cualidad de la personalidad participa con una elevada rigidez en la regulación del comportamiento, conspirando incluso contra algunos de los fines que el sujeto se propone alcanzar, entonces se convierte en un elemento que va en contra del desarrollo pleno e integral de la personalidad.

En este caso, resulta obvio que se ha producido una inadecuada educación, centrada más en la pasividad y dependencia de normas externas que en la reflexión y participación activa en la regulación del comportamiento por el sujeto. Ello demuestra que la unidad de lo afectivo y lo cognitivo, en las distintas formas en que esta se expresa, representa la particularidad funcional distintiva de la personalidad como instancia reguladora de la vida psíquica.

Otro de los grandes problemas que ha presentado el estudio y la investigación de la personalidad es la tendencia a encerrarla en una definición acabada, apoyada esencialmente en un tipo de unidad psicológica constitutiva. Esta situación corrobora la tendencia a identificar la personalidad mediante unidades estables, definidas por contenidos psicológicos concretos (como rasgos, valores, actitudes, factores, etc.).

En los manuales de Psicología, por ejemplo, se identifica la personalidad con el carácter, el temperamento y las capacidades, sin precisar cómo participan estas cualidades en la regulación de la actividad del sujeto. Por tanto, se considera que el estado actual en que se encuentra la investigación y elaboración teórica en el estudio de la personalidad no permite ofrecer una definición acabada que oriente su investigación en el campo empírico.

Hasta el presente, los intentos de adoptar una definición se han orientado, en el caso de algunos autores, hacia los aspectos más generales que la integran, mientras que otros se centran más en sus funciones.

Por ejemplo, Bozhovich la define por la capacidad que tiene el individuo para autodeterminarse. Sin embargo, esta autora no se refiere a las distintas formaciones o particularidades que caracterizan su esencia reguladora.

Otros autores, como, por ejemplo, Rubinstein, definen los elementos o niveles que forman la personalidad como sistema.

Por consiguiente, es necesario hacer algunas aclaraciones al abordar la personalidad como objeto de estudio:

 La personalidad es una formación compleja que está muy lejos de poder reducirse a un conjunto de propiedades psicológicas. El análisis de la estructura y el contenido de la personalidad debe realizarse a partir de su comprensión como un conjunto de diferentes niveles de regulación, en los cuales participan

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distintas formaciones psicológicas, cualidades y propiedades psíquicas. La personalidad la integran todas aquellas formaciones, propiedades y contenidos que caracterizan, con cierta estabilidad, la proyección integral del sujeto en distintas áreas de su vida, así como las formas, medios y procedimientos que utiliza para ello.

Asimismo, para la elaboración de una concepción psicológica integral de la personalidad, es necesario considerar, a partir de las posiciones teóricas abordadas anteriormente, la vía de la formación de la personalidad de los niños; o sea, revelar las particularidades de las interacciones de los pequeños de diferentes edades con el medio que los rodea y comprender las leyes psicológicas de la formación de su personalidad de cada edad.

Solo un enfoque genético, elaborado sobre material experimental, permitirá comprender la personalidad como una estructura que surge en el proceso de la vida y de la actividad de los educandos, y, por tanto, descubrir su esencia psicológica.

Resumiendo, se puede establecer que, aunque muchos autores al estudiar la personalidad se refieren por separado a las funciones reguladoras ejecutora, refiriéndose al conjunto de procesos psíquicos del área cognitiva y a la regulación inductora, para consignar los procesos afectivos de la personalidad, esta división es solo un recurso didáctico que en ningún momento implica la negación de la unidad e interdependencia que existe entre ambas, como ya se ha enfatizado anteriormente.

Ampliando un poco este aspecto distintivo de la actividad reguladora de la personalidad, se dice que es el nivel de desarrollo que alcanza en ella la unidad de lo cognitivo y lo afectivo.

A la regulación inductora pertenecen predominantemente todos los fenómenos psíquicos que incitan, impulsan, dirigen y orientan, así como los que sostienen la actuación de los individuos, tales como las necesidades, los motivos, las emociones y sentimientos, entre otros, que conforman la esfera afectiva de la psique.

A la regulación ejecutora pertenecen los fenómenos psíquicos que posibilitan las condiciones en las que transcurre la actuación del individuo; es decir, fenómenos como sensaciones, percepciones, pensamiento, habilidades, hábitos, que constituyen la esfera cognitiva de la psique.

La unidad de lo inductor (afectivo) y lo ejecutor (cognitivo) se establece, conduce a la función reguladora de la psique al nivel superior como

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personalidad.

La unidad de lo afectivo y lo cognitivo con su elevado nivel de integridad es un principio esencial y básico de la función reguladora de la personalidad; a partir de esta unidad se desarrollan sus formaciones psicológicas más complejas, que regulan de forma consecuente y activa su comportamiento, ya sea en función predominante inductora o ejecutora.

El nivel de desarrollo que alcanza la unidad de lo afectivo y lo cognitivo constituye una particularidad funcional que distingue a la personalidad como nivel regulador superior de la psique del hombre, y constituye un principio teórico-metodológico fundamental. Este principio evidencia a la personalidad como sujeto de la actividad, como sujeto activo que se autodetermina y posee una relativa autonomía en su medio.

1.2 Premisas para el

desarrollo de la

personalidad en la primera

infancia

 

  1.2.1 Determinantes del desarrollo de la personalidad. Su interrelación  

  El desarrollo del individuo como sujeto es un proceso complejo y contradictorio.

Como ya se ha analizado, en los primeros años de vida, el ser humano es un individuo portador de psique, pero desprovisto de personalidad, por lo que es incapaz de regular de forma consciente y establecer su comportamiento. De ahí que se plantee que, si bien es cierto que la personalidad es parte del mundo interno, psicológico, de la persona, no todo contenido psicológico es personológico, lo cual quiere decir que la personalidad deviene en el desarrollo psicológico como parte de este, pero posee una especificidad cualitativa diferente.

La personalidad representa el nivel superior de estructuración y organización de determinados contenidos psicológicos. Estos contenidos se caracterizan por la estrecha unidad de elementos cognitivos y afectivos, lo que posibilita su participación efectiva en el proceso de regulación del comportamiento.

Muchos estudiosos de la personalidad coinciden en ubicar el posible origen de su surgimiento alrededor de los 3 años, cuando comienza a ponerse de manifiesto esa importante formación psicológica, que es uno de los logros más significativos del desarrollo psíquico en la edad temprana, denominada autoconciencia, a partir de la cual

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los niños empiezan a reconocerse como un ser diferente e independiente de los demás.

Por lo tanto, el desarrollo de la personalidad posee sus cimientos en los momentos iniciales de la vida, cuando los procesos psicológicos, aún elementales y fragmentados, van alcanzado una complejidad y organización paulatinas, que permiten hablar de una cierta organización de los contenidos y funciones psicológicas.

Para analizar cómo se origina el proceso de formación de la personalidad, primero es necesario conocer cuáles son sus determinantes y la contribución de cada uno de ellos en este proceso.

El desarrollo de la personalidad transcurre en diversas etapas de la vida que adquieren matices específicos, de acuerdo con las regularidades que las caracterizan y es, además, un proceso que se produce de manera particular en cada individuo. En él intervienen múltiples factores e influencias que se concretan en tres categorías fundamentales: lo biológico, lo social y lo psicológico.

Cuando se habla de lo biológico, se está hablando de las cualidades anátomo-fisiológicas del organismo y cerebro humanos y de la extraordinaria plasticidad y capacidad de aprendizaje de la actividad nerviosa superior, sin la cual no puede surgir la personalidad, ya que estos elementos son su sustrato material.

Por consiguiente, la particularidad de la actividad nerviosa superior y del sistema endocrino son condicionantes biológicas que mediatizan la interrelación del individuo con la sociedad. Todo ello determina la influencia de lo biológico en lo psicológico y viceversa.

Por supuesto que esta interrelación no es mecánica y adquiere su especificidad en cada sujeto. Lo social y las relaciones de que es portador actúan en el individuo en diferentes planos. La inserción en grupos e instituciones sociales hacen que la mediatización sea diferente.

En este sentido, Vigotsky planteó: «Cualquier función psíquica superior es externa porque fue social antes de ser interna». Ello lleva a la conclusión de que lo social no actúa de modo directo, lineal, sobre el individuo, sino que es mediatizado por sus condiciones internas, tanto biológicas como psicológicas.

Las psicológicas adquieren un creciente papel determinante en etapas posteriores en que el individuo, convertido en sujeto de su comportamiento, dirige su actuación con relativa independencia de las influencias externas.

Los contenidos sociales se mediatizan por el sujeto a través de sus necesidades, motivos y aspiraciones. En la búsqueda de niveles más complejos de autodeterminación e independencia, el sujeto, en consonancia con sus recursos personológicos, alcanza crecientes posiciones activas hacia lo social, lo selecciona, lo configura y lo transforma, a

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este y a sí mismo.

El crecimiento de la capacidad de autodeterminación permite que lo psicológico pase a un primer plano como determinante del desarrollo de la personalidad. Lo condicional se convierte en condicionante del proceso de interrelación entre el individuo y la sociedad.

De esta manera, lo biológico, lo social y lo psicológico se mueven en una constante interrelación, con pesos diferentes a lo largo de la vida.

Así, en los primeros años de la vida, los niños manifiestan con gran fuerza las necesidades primarias, ya que no cuentan con los contenidos y funciones psicológicos necesarias paras trascender la inmediatez y aplazar o diferir en el tiempo la satisfacción de sus necesidades. Aparecen como un ser egocéntrico, centrado en la individualidad y no en lo social. Paulatinamente se apropian de valores sociales, normas de relaciones y modos de actuar con los objetos.

En la edad escolar y aún en la adolescencia, a pesar del conjunto de formaciones psicológicas que poseen relativa estructuración y estabilidad, la regulación del comportamiento se encuentra determinada externamente, no se apoya en puntos de vista propios, los móviles del comportamiento se encuentran, en buena medida, en la aprobación de lo social o la evitación de la desaprobación o el castigo.

Con el surgimiento de la concepción del mundo en la edad juvenil, lo interno pasa a ocupar un lugar relevante en la determinación de la conducta, lo cual no es un resultado automático del desarrollo de la personalidad, ni de la edad cronológica; depende de las condiciones de vida y educación de cada sujeto. Esto no quiere decir que no se puedan encontrar jóvenes y adultos en los que la opinión social y las normas externas (no personalizadas) constituyan reguladores más efectivos de su conducta, como consecuencia de un entorno social donde primen estereotipos rígidos y una insuficiente estimulación a la reflexión y a la solución de problemas.

Por otro lado, lo social opera con su historicidad. En este sentido, lo sociohistórico actúa en tres niveles:

1) La sociedad y la cultura (en un momento histórico determinado).2) Lo social y lo grupal (de acuerdo con los diferentes grupos en que se inserta el individuo).3) Lo histórico y lo individual (la propia historia personal del individuo).

Por tanto, cada individuo es portador de una síntesis del devenir histórico-social, grupal e individual.

La interrelación que se produce entre los determinantes del desarrollo, lo biológico, lo sociohistórico y lo psicológico se expresa en la definición de la categoría desarrollo, formulada por Vigotsky.

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Según este autor, el desarrollo es un proceso dialéctico complejo que se caracteriza por una periodicidad múltiple, una desproporción en el desarrollo de las diferentes funciones, la transformación cualitativa de unas formas en otras (metamorfosis), y una relación entre los factores internos y externos.

En el tránsito a lo interno, lo social se torna individual y lo psicológico alcanza su propia especificidad, convirtiéndose en ulterior mediador de las influencias externas.

En este tránsito no gradual, se producen puntos críticos del desarrollo que son precisamente sus fuerzas motrices. Estas son las llamadas contradicciones que surgen y que, cuando se solucionan de manera productiva para el sujeto, conducen a saltos de progreso.

En opinión de González Rey, esta puede ser una alternativa de explicación y no la clave para explicar cómo se produce el desarrollo, dónde está su génesis o de qué depende la salud psíquica del individuo. Al respecto, no puede concebirse como meta o fin, como un nivel estático y preestablecido que todo individuo deba alcanzar para convertirse en sujeto de su actuación.

Para que el desarrollo sea sinónimo de crecimiento y despliegue de las potencialidades del sujeto, de autoaceptación y autenticidad personal, de autonomía, independencia, seguridad, flexibilidad, de la capacidad de relacionarse con los demás desde la posibilidad de analizar y respetar sus opiniones, el desarrollo debe entenderse y promoverse como un proceso de intenso dinamismo.

De este modo, la personalidad aflora como un sistema abierto, en constante proceso de intercambio de información y afecto con la realidad.

Para que el desarrollo de la personalidad progrese, en tanto proceso de formación, despliegue y crecimiento del mundo interno del sujeto, tiene que establecerse determinada relación entre las exigencias sociales y las potencialidades de la personalidad del sujeto.

Si estas exigencias se ajustan o quedan por debajo de las posibilidades psicológicas del sujeto, se producen resoluciones poco productivas que detienen o hacen involucionar el desarrollo alcanzado.

Tampoco es favorable que las exigencias sociales excedan las posibilidades de la personalidad, ya que el no poder asumirlas la hace retroceder a etapas anteriores del desarrollo o conducirlo a una enfermedad.

Por eso, lo más adecuado es que las exigencias sociales trasciendan las potencialidades del sujeto para estimular la aparición de nuevos recursos y operaciones psicológicas.

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El desarrollo de la personalidad es inseparable de la educación, que es una vía creciente de expresión de las influencias sociales, y opera también a través de los sistemas de actividades y de comunicación, mediante los cuales el individuo se inserta en la sociedad, cristalizando lo que resulta más significativo a un nivel social más general.

La influencia de lo social en el desarrollo de la personalidad, a través de las actividades y de la comunicación, se produce en las instituciones educativas y de modo espontáneo. Estos son los espacios en que lo social alcanza un sentido personal en el individuo, integrándose a su personalidad, que se configura de modo irrepetible, singular, y caracteriza su expresión individualizada.

Según González Rey, la personalidad como instancia interna, psicológica, no puede concebirse como resultado directo de las influencias sociales, sino como un sistema de sentidos psicológicos que le sirven de base al sujeto para actuar en el medio social y autoperfeccionarse en lo personal.

Estos sentidos psicológicos poseen para cada persona un carácter único, irrepetible e individual, que tienen su vínculo con las exigencias sociales a las que está sometido.

En este proceso, el individuo se transforma en individualidad portadora de una personalidad, en un ser social en su expresión concreta, convertido en sujeto psicológico de las relaciones sociales.

Se puede decir, entonces, que la personalidad es la instancia psicológica donde se integra y articula la influencia de la sociedad en el plano de la subjetividad individual.

Lo social cristaliza en los diferentes grupos e instituciones de la sociedad que se integran por diversos sujetos, cuyas interrelaciones configuran lo que se denomina sociedad. Lo social se encuentra en la personalidad del individuo y, a su vez, los individuos, en virtud de los recursos personológicos que han logrado en su devenir histórico social, incorporan a la sociedad su síntesis subjetiva.

La personalidad es la instancia integradora de la expresión singular e irrepetible en la subjetividad del individuo, de todo el acervo cultural y social del cual es portador en el momento de su historia social y personal que le ha tocado vivir.

1.2.2 El papel de las condiciones de vida y educación  

  El desarrollo de la personalidad depende de múltiples condiciones. Esclarecerlas

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constituye una tarea fundamental de muchas ciencias: la Psicología, la Pedagogía, la Fisiología o la Antropología, entre otras. Dentro de este proceso, resulta indispensable establecer sus regularidades con el objetivo de establecer las causas y factores condicionantes, y conocer cómo se produce el tránsito de una etapa a otra del desarrollo.

Igualmente, resulta necesario determinar lo que puede atribuirse a las estructuras y funciones biológicas que están dadas genéticamente y lo que corresponde a las condiciones de vida y educación, y, en consecuencia, todo lo que puede hacerse para posibilitar el máximo desarrollo de todas las potencialidades.

Numerosas experiencias se han dirigido a tratar de definir cuál de estos aspectos es lo principal o determinante para el desarrollo. En otras, los hechos de la realidad se han interpretado para sedimentar y consolidar una u otra posición.

En este sentido, investigaciones como la de la psicóloga rusa N. Ladiguina-Kots, quien crió a un bebé chimpancé en las mismas condiciones de vida y educación en las que crió a su propio hijo, durante los tres primeros años de vida; o los hallazgos del psicólogo indio Rid Singh, quien en las primeras décadas del siglo veinte, dio a conocer el caso de las niñas-lobas, Kamala y Amala, posteriormente confirmado por un caso similar, más cercano en 1986, en que el mundo conoció la muerte de Ramu, preadolescente, también sometido a semejantes condiciones, han permitido llegar a dos conclusiones fundamentales:

 Sin la existencia de un cerebro humano no es posible el establecimiento de cualidades psíquicas humanas. El cerebro humano por sí solo no determina el surgimiento de las cualidades psíquicas humanas.

Es decir, el psiquismo humano no surge sin condiciones humanas de vida. En el cerebro de los niños no existen los rasgos de las cualidades psíquicas inherentes a la conducta humana; sin embargo, sí posee la facultad de adquirir todo aquello que les trasmiten las condiciones de vida y la educación, aunque, en ocasiones, esta capacidad puede estar tristemente limitada.

La capacidad de aprendizaje y una extraordinaria plasticidad son las particularidades más importantes del cerebro humano, lo que lo diferencia del de los animales. En estos, una gran parte de la materia cerebral ya está «ocupada» en el momento del nacimiento y en ella están fijados los mecanismos para la realización de las distintas formas de conducta trasmitida por la herencia. En los pequeños, por el contrario, una parte considerable del cerebro no está ocupada, sino «limpia», y por consiguiente, está en disposición de tomar y fijar aquello que les aporta la vida y la educación.

En la actualidad, las principales tendencias sobre las concepciones del desarrollo psíquico humano coinciden en que en este desarrollo juegan un papel importante tanto las estructuras internas, constitucionales, biológico-funcionales, como las condiciones externas, sociales, culturales y educativas.

La divergencia estriba en la valoración de cuáles de estas condiciones son las

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determinantes. Esto agrupa a los científicos en dos grandes campos: los que consideran los factores internos como los fundamentales y los que, en oposición, señalan a los factores externos como los determinantes.

Históricamente, muchos teóricos han tratado de fundamentar una u otra posición, que ha ido desde posiciones extremas, polarizando bien lo interno, como es el caso de la teoría de los instintos de Mc. Dougall, el psicoanálisis de Freud o el maduracionismo de Gesell; bien polarizando lo externo, como el sociologismo de Durkheim o el conductismo de Watson y Skinner.

Otros han asumido una actitud más contemporizadora, estableciendo la doble consideración de la herencia y el medio, de lo hereditario y lo adquirido, dando origen a numerosos enfoques que pueden resumirse en tres grandes vertientes: la teoría de la convergencia de Stern, la concepción de la adaptación de Piaget y el enfoque histórico cultural de Vigotsky, los cuales coinciden en la aceptación de ambos factores, pero difieren al considerar cuál es el determinante.

En este sentido, es necesario señalar que las ideas de Vigotsky y los demás integrantes de la escuela histórico-cultural acerca del papel de la educación en el desarrollo psíquico del ser humano tienen su raíz mucho antes del nacimiento de la psicología como ciencia.

Así, ya en el siglo XVII, J. A. Comenius señaló el papel de la educación en la formación de las cualidades intelectuales del ser humano, destacando de esta forma la influencia del factor social sobre el desarrollo psíquico. Refirió: «Si hemos de saber algo, hay que aprenderlo, y teniendo, ciertamente nuestra mente como tabla rasa, nada sabemos hacer, ni hablar, ni entender, sino que hay que ejercitarlo todo desde su fundamento. Quede pues sentado, que a todos los que nacieron ser humano les es precisa la enseñanza», (citado por Ogando, 1944; Arias, 1999).

En el siglo XVIII, J. J Rousseau y J. H. Pestalozzi coincidieron al plantear que existen potencialidades inherentes a la naturaleza humana, que se desarrollan gradualmente con la ayuda de la estimulación y ejercitación que tienen lugar en el proceso educativo.

Rousseau considera que «nacemos desprovistos de todo. Todo lo que nosotros no poseemos por nuestro nacimiento y de lo que tenemos gran necesidad al ser mayores, nos es dado por la educación. Nacemos capaces de aprender, pero no sabiendo nada».

Para Pestalozzi, «un niño es un ser dotado con todas las facultades de la naturaleza humana, pero sin devolver ninguna de ellas: un botón no abierto todavía. Cuando se abre, cada una de las hojas se desarrolla, ninguna queda atrás. Tal debe ser el proceso de la educación».

Hoy en día, la concepción histórico-cultural se constituye como la construcción más acabada e integradora de la explicación acerca de la estructura, el contenido y la

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génesis de la psique humana.

Desde el punto de vista metodológico, este enfoque plantea la relatividad de las explicaciones científicas sobre los procesos que se encuentran en la base de lo psíquico y su relación con lo social, lo cultural e histórico y lo personal (Arias, 1998).

Como señaló Vigotsky, ninguna de las cualidades psíquicas específicamente humanas, como el pensamiento lógico, la imaginación creadora y la regulación voluntaria de las acciones, entre otras, puede surgir solo mediante la maduración de las capacidades orgánicas. Para la formación de estas cualidades se necesitan determinadas condiciones sociales de vida y educación.

El papel que desempeña el medio en el desarrollo psíquico de los pequeños se resuelve de diferentes formas, en dependencia de la comprensión que se tenga de la naturaleza general del proceso genético que se estudia. Aquellos autores que reconocen el importante papel que desempeña el medio social en el desarrollo del individuo, desde un punto de vista metafísico, consideran que este influye sobre los niños al igual que el medio biológico lo hace sobre la cría de los animales. En realidad, es obvio que, en ambos casos, resultan diferentes no solo el medio, sino los procedimientos de su influencia sobre el proceso de desarrollo.

En este caso se confirma, por múltiples evidencias científicamente demostradas, que el medio social no es simplemente una condición externa, sino la verdadera fuente del desarrollo de los infantes, ya que en él están contenidos todos los valores materiales y espirituales, en los cuales están encarnadas las capacidades del género humano.

Además, el reconocimiento de la influencia decisiva que ejercen en el desarrollo psíquico las condiciones de vida y educación, no niega en ningún momento la lógica especial de este desarrollo, ni la existencia en él de determinado automovimiento.

Es evidente que cada nuevo nivel de desarrollo psíquico sigue lógicamente al anterior, y que el tránsito de uno a otro está condicionado no solo por causas externas, sino también internas, que determinan su nueva posición social de desarrollo.

1.2.3 El papel de la actividad y la comunicación  

  Como se destacó anteriormente, desde su nacimiento y aún antes, los niños se ponen en contacto con la cultura espiritual y material creada por la humanidad. Esta familiarización ocurre no de manera pasiva, sino activamente durante el proceso de la actividad, de cuyo carácter y de las particularidades de las relaciones que los educandos establecen con las personas que los rodean, depende en gran medida el proceso de

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formación de su personalidad.

De acuerdo con esta comprensión de la ontogénesis de la psique humana, el estudio sobre el papel de las propiedades congénitas del organismo y la maduración de este constituyen una condición necesaria, pero no la fuerza motriz del proceso que se analiza. En este sentido, crean las premisas anátomo-fisiológicas para la formación de nuevos tipos de actividad psíquica, pero no determinan ni su contenido ni su estructura.

A la vez que se reconoce la gran importancia que tienen para su desarrollo psíquico las particularidades orgánicas generales e individuales y el proceso de maduración de estas en la ontogénesis, es necesario destacar también que estas particularidades constituyen solamente las condiciones, las premisas necesarias y no las fuerzas motrices de la formación de la psiquis humana y de la personalidad.

Por eso es necesario retomar el planteamiento de Vigotsky de que ninguna de las cualidades psíquicas específicamente humanas puede surgir solo mediante la maduración de las capacidades orgánicas, ya que para la formación de este tipo de cualidades se necesitan determinadas condiciones sociales de vida y educación, lo cual reafirma el postulado sobre la herencia social y el legado de las obras de la cultura material y espiritual creadas por la sociedad.

Ahora bien, en este punto del análisis, ¿cómo incorporan los niños la experiencia social plasmada en los objetos de la cultura con los cuales comienzan a relacionarse desde el momento de su nacimiento?

Resulta obvio que ellos no dominan de manera independiente toda la experiencia social que la humanidad, en su largo devenir, ha plasmado en los objetos de la cultura material y espiritual. Es precisamente con ayuda del adulto, durante el proceso de comunicación con las personas que los rodean, cuando se apropian de los modos de actuar con los objetos, así como de sus cualidades y relaciones esenciales.

En relación con esto, surge un problema importante y poco estudiado en la psicología infantil: el problema de la comunicación de los infantes con otras personas, así como el papel de la comunicación para el desarrollo psíquico en los diferentes niveles genéticos.

La comunicación es uno de los factores más importantes en el desarrollo psíquico general del ser humano. Ella está dirigida a la satisfacción de una necesidad particular. La necesidad de comunicación es una necesidad independiente; es decir, irreducible a las demás (por ejemplo, a la necesidad de alimento y calor, a la de impresiones y actividad, a la necesidad de arriesgarse al peligro).

La necesidad de comunicación consiste en el afán de conocerse a sí mismo y de conocer a los demás (Lísina, 1981) y, puesto que este conocimiento está estrechamente entrelazado con la actitud hacia otras personas, es el afán de valoración y autovaloración: de valoración de otra persona, de esclarecimiento de cómo esta otra

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persona valora la personalidad dada, y de autovaloración.

De acuerdo con las investigaciones realizadas por esta autora, ya hacia los dos meses y medio de vida se puede constatar en los bebés la existencia de la necesidad de comunicación, y es a lo largo de estos primeros siete años de vida cuando se familiarizan gradualmente con las diferentes cualidades y propiedades de las personas.

En este sentido, Lísina afirma que la comunicación con el adulto (y también con sus coetáneos) solo constituye, en la mayoría de los casos, una parte de la interacción más amplia que está estimulada por sus necesidades y que varía y se complica a lo largo de la infancia, adquiriendo diferentes formas: contacto emocional directo, comunicación mediante el lenguaje y actividad conjunta.

El desarrollo de la comunicación, la complejidad y enriquecimiento de sus formas permiten a los niños, cada vez más, nuevas posibilidades para asimilar con la ayuda de las personas que los rodean, diferentes tipos de conocimientos y habilidades, lo cual tiene una importancia de primer orden para todo el proceso de desarrollo psíquico.

También resulta indispensable analizar que la asimilación de la experiencia social se produce de forma activa, por lo que adquiere un papel relevante el rol que desempeñan en el desarrollo psíquico los diferentes tipos de actividad.

Por ello, y sobre todo en la psicología histórico-cultural, se han realizado numerosas investigaciones sobre las particularidades del juego, sobre la influencia de estos tipos de actividad en el desarrollo de los distintos procesos psíquicos y sobre la formación de la personalidad en general.

En ellas se ha puesto de manifiesto que, en el proceso de desarrollo infantil, como todo proceso dialéctico, surgen contradicciones relacionadas con el tránsito de un estadio a otro.

Una de las contradicciones fundamentales es la que existe entre las posibilidades fisiológicas y psicológicas crecientes de los niños, y las formas de relacionarse con las personas que los rodean y con los tipos de actividad que se habían formado previamente.

Uno de los criterios que más refuerza el papel que juegan la actividad y la comunicación en el desarrollo de la personalidad infantil es la forma en que se resuelven estas contradicciones, que con frecuencia adquieren la denominación de las «crisis de las edades»: ello requiere de nuevas formas de relación y comunicación con los adultos y la formación de nuevos tipos de actividad, acordes con el nivel de desarrollo físico y psíquico alcanzado, lo que le permite asumir una nueva posición social de desarrollo.

Por tanto, a partir de la solución de estas contradicciones, del tránsito de las crisis y de las nuevas situaciones sociales del desarrollo que surgen en cada período, se va

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volviendo cada vez más compleja la trama sensitiva interna que surge como consecuencia de la interacción de los factores que inciden sobre los niños y, a partir de entonces, también, se posibilita su desarrollo psíquico general y el de su personalidad.

1.3 El desarrollo sociomoral en los primeros años de la vida  

  Las potencialidades de desarrollo que las edades tempranas tienen son ilimitadas, insospechadas, según los más recientes estudios realizados por especialistas de las ciencias psicológicas, pedagógicas, incluso neurocientíficas.

Toda la experiencia va conformando en los niños, a través de los años, una estructura de personalidad, una forma de pensar y actuar que denota la presencia de motivos, ideas o sentimientos que dan, como ya se ha planteado, una configuración particular, irrepetible, a su personalidad.

Señalar las edades tempranas de la vida como importantes para lo que será la futura personalidad es reconocer, tácitamente, la atención especial que ha de prestarse a la Educación infantil en esos instantes iniciales en los que cada niño, en su interacción con otros, va a asimilar los modos humanos de pensar, de actuar, no solo con los objetos, sino con las personas, a determinar su conducta o comportamiento social. Aproximarse al ámbito del desarrollo sociomoral de los pequeños implica ver este proceso en su continuidad, sin fragmentaciones, con un enfoque genético-etario, sin perder de vista que las condiciones de desarrollo de la personalidad se funden íntimamente, y que su división solo es posible para su mejor comprensión.

La mayoría de las tendencias psicológicas consideran el desarrollo sociomoral como el núcleo central de la personalidad, puesto que, por ser esta el nivel superior de regulación de la actividad del individuo, la proyección social y moral que este asuma configura, en gran medida, su comportamiento general, su enfoque de la vida, y su acción en el mundo material y espiritual.

Ello no quiere decir que lo sociomoral sea lo único importante, pero, y sin entrar en grandes diatribas, la mayor parte de los autores lo valora como quizás el más importante de todos los componentes de la personalidad.

El desarrollo sociomoral depende de su lugar en el sistema de relaciones sociales, de las condiciones objetivas que determinan el carácter de su conducta y las particularidades del desarrollo de la personalidad.

Los lactantes (de 0 a 1 año) dependen directamente del adulto que, al satisfacer todas sus necesidades vitales, provoca en ellos un estado de ánimo bueno, positivo. Sin

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embargo, en la medida en que avanzan en su desarrollo, sus necesidades se hacen más complejas, diferenciadas, y surgen nuevas, como la necesidad de reconocimiento. Aún siendo lactantes, surgen manifestaciones claramente visibles de ella: les gusta la aprobación del adulto, complacerle, lo cual se aprecia cuando repite muchas veces aquellas acciones que resultan del agrado de los que los rodean (las palmitas o la viejita, entre otros juegos). Sonríen y se les ve contentos cuando les dicen: «¡Qué bonito es el bebé!». El hecho de que ellos busquen la gratificación con besos y halagos revela su incipiente necesidad de reconocimiento.

Entre el primer año y el tercer año aproximadamente, los niños asimilan, al estar de lleno incluidos en la actividad con los objetos y en su comunicación con los adultos, la forma adecuada, la regla de utilización de aquellos: «La taza se sostiene así; la cuchara se toma de esta forma y se lleva después a la boca; el peine se utiliza de este modo…». Cada vez que ellos utilicen de modo adecuado esos objetos serán, sin duda, reconocidos. A su vez, las acciones que ya puedan realizar de forma independiente serán o no aprobadas por el adulto con un gesto, una mirada o palabra, indicadoras de un mensaje: «Eso se puede hacer; eso no se puede hacer».

Los niños de 3 años, al asistir a un centro de Educación infantil, se encuentran con nuevas exigencias que asimilan diferenciadamente. Los más activos tratan de comprender lo que les exigen y, para comprobarlo, al advertir que alguno de los compañeros rompió la regla, dan la queja y esperan la reacción del adulto. Si este llama la atención o sanciona al que incumplió la regla, se fija en ellos y pasan a valorar a sus amiguitos según la cumplan o no. Así, cada regla de conducta dada por el adulto, cuyo cumplimiento se controla sistemática y cuidadosamente, se convierte en un regulador de la conducta infantil.

Cuando alcanzan los 4, 5 o 6 años, su conducta cambia al estar su desarrollo condicionado por una nueva situación social. El juego interviene como la actividad en la cual ellos se colman de nuevos motivos, con un contenido social específicamente de contenido humano, donde aprenden a conjugar sus acciones con las de otros compañeros, a tomar en consideración los intereses y las opiniones de sus coetáneos, y a asimilar –en concreto en el juego de roles– las normas de moral social que rigen las relaciones entre los protagonistas.

El aporte del juego de roles al desarrollo infantil ha sido ampliamente estudiado. M. Esteva comprobó que, mediante la dirección pedagógica, los niños adquieren fácilmente la posibilidad de relacionarse con sus coetáneos, prefiriendo el juego con otros al juego individual; que posibilita a los pequeños vías para compartir los juguetes, lo cual conduce a una disminución de los conflictos y a la aplicación, por sí mismos, de situaciones socialmente aceptables.

Otros estudios realizados por A. M. Duque revelaron cómo, al desempeñar un rol, los infantes tienen un «modelo» de interrelaciones que les sirve de patrón de conducta, al cual tratan de parecerse lo más posible. En esa aproximación al modelo van modificando

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su conducta, al actuar de acuerdo con las «reglas ocultas» de cada rol.

En los niños de la edad mayor del período de la primera infancia, pasa al primer plano la asimilación de las reglas que deben seguir en las relaciones mutuas con los demás. Si bien en momentos anteriores cumplen por puro hábito algunas de ellas, ahora comprenden más claramente la significación que entraña dicho cumplimiento, y se esfuerzan por cumplirlas, pues es una forma de ser aceptados por los adultos y por sus compañeros.

Ya al final de la primera infancia, al interactuar con los miembros de su grupo, el pequeño va llegando a niveles superiores de concienciación. Los estudios realizados por A. Amador abundan en evidencias acerca de cómo, por medio del compañero de grupo, observando su conducta y comparándola con las exigencias sociales que sus educadores, familiares y otros adultos les plantean, los niños van conformando su modelo concienciado de futuro escolar, con el cual también se comparan a sí mismos, por supuesto, con las limitaciones de su edad.

La dependencia emocional con el adulto se conserva durante todo el período de la primera infancia, y, sobre ese fondo, transcurre el posterior desarrollo de la aspiración a ser reconocido, que va más allá y se transfiere a los niños con los cuales se relaciona ampliamente en el juego y otras actividades. La subordinación de motivos, que es la más importante de las formaciones que tiene lugar en el período de vida infantil, da una determinada tendencia a toda la conducta social de los pequeños. Dicha subordinación implica que los diversos motivos pierden su equivalencia y se estructuran dentro de un sistema.

Precisamente, la aparición de una tendencia determinada, el destacar en un primer plano un grupo de motivos, supone que ellos lleven a cabo, conscientemente, la tarea planteada, sin someterse a la influencia disgregadora de los estímulos relacionados con otros motivos importantes.

Si los motivos de conducta más importantes, en un momento dado, son los relacionados con la observancia de las normas de moral social, ellos actuarán bajo su influencia en la mayoría de los casos. Si por el contrario, predominan los motivos tendientes a la satisfacción de su bienestar personal, de sus directos intereses, los puede llevar a serias violaciones de las normas establecidas.

La importancia de una correcta atención al desarrollo de la personalidad, desde la primera edad temprana, obliga a una atinada y bien concebida educación infantil. Para ello, en el ámbito sociomoral, los modelos tienen un papel significativo. Como modelo actúan las personas adultas, los otros niños, los personajes de los cuentos infantiles, que son portadores de cualidades que, al ser reveladas o puestas de manifiesto en sus actuaciones, son valoradas por ellos siguiendo los criterios valorativos de los adultos, cuya opinión es muy importante para ellos. Posteriormente valorarán, de forma

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independiente, a sus contemporáneos y, finalmente, a sí mismos.

En investigaciones realizadas por H. Rodríguez Mondeja, se reveló el valor de la literatura artística infantil, por sus valores extrínsecos e intrínsecos, para favorecer la formación y desarrollo de los sentimientos morales en niños de 4 y 5 años de edad.

En estas edades, cuando los padres y los educadores estimulan lo que los pequeños hacen bien, sistematizan las acciones que deben llegar a insertarse como formas habituales de conducta (culturales, higiénicas o sociales); cuando demuestran desaprobación ante lo mal hecho, están contribuyendo a educarlos para ser participantes activos y felices en su grupo, en su medio social.

Por el contrario, si los adultos no unifican las exigencias o les permiten incumplirlas, si satisfacen sus deseos sin actuar en correspondencia con lo que se debe, entonces, estos descubren que las cosas pueden hacerse de otra manera, lo que crea condiciones para el surgimiento de la testarudez, los caprichos y la desobediencia.

Comprender la continuidad del desarrollo sociomoral posibilita apreciar cómo este se revela diferenciadamente en cada niño o niña; evita buscar, sin hallar, una conducta que aún no se ha manifestado, exigir tempranamente un autocontrol cuando aún no les es posible, o dejar para luego la exigencia de cumplir una norma que es fácilmente entendida ya.

Es importante destacar que los infantes asimilan paulatinamente las normas, discriminan los comportamientos adecuados, lo que pueden hacer o no, lo bueno y lo malo. La regulación o control de la propia conducta lleva aparejada o se produce posteriormente –como ya se planteó–, en estrecha correspondencia con el desarrollo volitivo que se va alcanzando.

Los niños acceden en diferentes momentos a la posibilidad de autocontrolarse, de dominar sus directas y más fuertes motivaciones, para actuar en la forma esperada (o aceptada socialmente). Según Vigotsky, en la primera infancia las acciones y conductas se tornan más independientes y son más conscientes. En esta edad se forman las primeras «instancias éticas internas», y comienzan a proceder de forma moral, debido a que han adquirido las nociones elementales sobre la moralidad y el afán de actuar moralmente. En estudios e investigaciones realizados por M. T. Burke, se ha demostrado que, en situaciones de conflicto, en las cuales los deseos de los niños se contraponen a las expectativas sociales, las conductas varían entre los de 3 años y los de 5 a 6, marcando diferencias ostensibles en su comportamiento sociomoral.

La vida diaria constantemente los enfrenta a diferentes situaciones, algunas de las cuales resuelven fácilmente en correspondencia con las normas morales de conducta; otras se convierten en situaciones de conflicto que los llevan a incumplir las reglas.

Al enfrentarse a esta situación problemática, ellos pueden resolverla de diferentes

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formas: cumplir la regla y satisfacer su necesidad, así como también incumplirla y no ocultárselo a los adultos; o puede satisfacer su necesidad e incumplir, encubriendo su conducta real para escapar al regaño o no perder el reconocimiento del adulto. Este tercer tipo de conducta favorece el surgimiento de las mentiras.

Las investigaciones acerca del comportamiento de niños de 5 años ante situaciones denominadas por V. Mujina «doble motivación», estuvieron dirigidas por Burke, quien comprobó que, generalmente, los pequeños incumplen y lo reconocen ante el adulto; los mayores, cuando no son capaces de cumplir la norma, pueden llegar a ocultarlo para no perder el reconocimiento o comunicación con el adulto, o para evitar una sanción.

Si bien en el curso de la actividad el niño se apropia del sistema de normas y relaciones sociales que regulan la vida entre los que lo rodean, el mecanismo que actúa para la regulación de su conducta, en múltiples situaciones de la vida diaria, es diferente de aquel que es más propio de la regulación de tipo moral.

Las normas que regulan las interrelaciones de los niños se revelan cuando, en la realización de una actividad con otros pequeños, por ejemplo, surgen contradicciones entre los objetivos generales de la actividad que responden a los intereses comunes del grupo, y los deseos particulares de sus distintos miembros. A menudo, estos conflictos se resuelven mediante la presión directa de los niños unos sobre los otros, o sobre la base de algunas normas obligatorias para todos (subordinación de minoría a la mayoría, el sorteo o el establecimiento de un orden en el cumplimiento de la tarea).

En estos casos, la forma de solución del conflicto dependerá de la proporción cuantitativa de los participantes.

Así, por ejemplo, si hay siete niños y cinco de ellos quieren hacer una determinada actividad, es posible que esa supremacía numérica determine que los restantes acepten esa actividad, que inicialmente rechazaron, y todo se resuelve felizmente.

Cuando el conflicto surge entre dos niños, casi siempre se resuelve por la presión de uno sobre otro.

También en situaciones de conflictos de esta naturaleza tiene mucho que ver la implicación que tiene para ellos aceptar una norma dada; es decir, qué grado de renuncia a sus pretensiones personales exige su cumplimiento. Por ejemplo, si para montar en una bicicleta, de la cual quieren disfrutar cinco o seis niños, se establece un orden, este es aceptado porque todos sienten que tienen la posibilidad de realizar parcialmente su deseo de montar en la bicicleta.

De hecho, el establecimiento del orden facilita, en general, la subordinación de los niños a la norma y su utilización, pues tiene la ventaja sobre el sorteo, por ejemplo, de que no exige de ellos la renuncia completa a su deseo. De esta manera, ellos van

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apropiándose de formas de relación con sus coetáneos.

Sin embargo en experiencias realizadas se ha demostrado que después de establecer el orden, habiéndolo observado en situaciones parcialmente conflictivas, los niños lo abandonan a la primera oportunidad; es decir, que solo ha sido un control externo lo que ha regulado su conducta, sin que se haya producido la aceptación interior.

Los infantes muestran, por lo general, una actitud positiva ante la colaboración con los compañeros de su misma edad; no obstante, la educación infantil ha de propiciar que aprendan, poco a poco, que la conducta que satisface sus intereses en perjuicio de otros, o que incumple –aunque nadie lo vea– lo que él conoce que es socialmente aceptado, es negativa. En este caso, cuando sin control externo, ante una situación de conflicto, eligen la conducta correcta, puede hablarse de regulación moral, que debe tener sus premisas justamente en el período final de la primera infancia.

Como se ha podido apreciar, la actividad y comunicación de los pequeños con los adultos y con sus coetáneos van a ir modelando su actuación social. Son los adultos los encargados de proporcionarles experiencias positivas, ya sea en el hogar, en el centro o en el grupo de vías no formales, que les permitan entrar en relación con sus iguales en la realización de tareas conjuntas, para cuyo éxito se requiere de la colaboración de todos, lo cual genera sentimientos de afecto, cariño y respeto; hay que darles la oportunidad de compartir o asumir responsabilidades y materiales necesarios para un trabajo determinado.

Estas regularidades del desarrollo sociomoral planteadas en los primeros seis años de vida no han de ser interpretadas como las características específicas de un momento determinado del desarrollo, sino como algo que puede lograrse durante este período etario, por la acción positiva de las condiciones sociales de la vida y educación que reciben, a partir de sus condiciones internas

De este análisis es posible comprender porqué el desarrollo moral es una de las condiciones más significativas para el desarrollo de la personalidad durante la infancia.

2.1 La necesidad de impresiones sensoriales y afectivas desde la etapa prenatal  

  Hace poco tiempo fue lanzada al mundo la impresionante noticia de un logro científico: la intervención quirúrgica de un niño en estado fetal (5 meses y medio de gestación) para suturar una fisura existente en la columna vertebral. Este hecho permite augurar mejores condiciones de vida para los seres humanos que en el momento de la concepción se forman con algún defecto físico.

Pero no solo es importante este éxito alcanzado por un equipo de cirujanos

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estadounidenses, sino que, en una de las fotos que se realizaron, se observa claramente cómo ese pequeño feto de solo 5 meses agarra con su manita un dedo del cirujano, que por alguna maniobra quirúrgica accionó y estimuló el medio acuoso en que se desarrolla.

Se considera que este caso no es solo una evidencia científica de los adelantos de la medicina, es también una evidencia fehaciente de la sensibilidad del ser humano durante el período de su formación para recibir y reaccionar ante los estímulos o impresiones externas.

No resulta novedoso, pero sí indispensable, abordar la importancia que tiene el período prenatal para el desarrollo posterior del individuo. Numerosas investigaciones comprueban la necesidad de que en esta etapa las madres estén sometidas a condiciones especiales de vida y alimentación, para proporcionar al futuro neonato los nutrientes materiales y espirituales que garanticen su óptimo desarrollo, tanto desde el punto de vista físico como psíquico.

En este sentido, puede decirse que el feto no es un transeúnte pasivo en el vientre de su madre. Patea, cambia de posición, flexiona su cuerpo, da vueltas, mueve los ojos, traga, cierra los puños, hipa y se succiona el pulgar. Responde tanto a sonidos como a vibraciones, puede oír y sentir (Grimwade, Walker y Word, 1970; Sontag y Wallace, 1936, citados por D. E. Papalia y S. W. Olds, 1985).

También, que los fetos varían en cuanto al nivel de su actividad, su tipo de movimientos, así como en la regularidad y velocidad de su ritmo cardíaco. Ello confirma que, dentro del vientre, cada ser humano es único.

Es importante reconocer que ya desde el momento de la concepción y a través de toda la vida, se está sometido a millones de influencias ambientales. Así, todo lo que le sucede a la madre, el alimento que ingiere, las enfermedades y tensiones que sufre, las radiaciones que recibe, incluso las emociones que siente, pueden afectar al bebé dentro del vientre.

Por ello, hoy en día se habla incluso de la necesidad de una pedagogía prenatal que oriente a la familia sobre qué hacer para estimular adecuadamente al bebé desde el momento en que está en plena formación y desarrollo, de una manera conscientemente dirigida.

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Foto: succión pulgar in útero. El hecho comprobado de que el feto puede realizar diversas acciones, como succionarse los dedos, es clara indicación de la posibilidad de ejercer una acción estimulatoria sobre él aún dentro del vientre materno.

Otra arista importante de esta situación es que los padres, a su vez, actúan en correspondencia con las reacciones características de sus hijos. Responden de manera muy diferente a un bebé tranquilo, que a uno excitable; a un bebé que pueden tranquilizar con facilidad que a uno que llora inconsolablemente; a uno que parece estar alerta al ambiente, que a otro que «vive en su propio mundo».

Es precisamente esta interrelación, que se produce entre las características propias de los niños y las del medio familiar en que se insertan, la que va conformando la peculiaridad del desarrollo psíquico de cada persona y, por supuesto, de su personalidad.

En una investigación realizada por E. Álvarez, esta autora constató en los bebés del primer año de vida, que determinadas características individuales de los infantes, como el llanto excesivo, un alto grado de actividad, de irritabilidad o bajo nivel de adaptación a las condiciones nuevas, entre otros, condiciona respuestas ansiosas de la madre en su interrelación con los pequeños.

Lo cierto es que, ya antes de su nacimiento y, por supuesto, mucho más después, el ser humano necesita para su normal desarrollo las más variadas y numerosas impresiones sensoriales y afectivas que garanticen el creciente papel de la corteza cerebral su la actividad vital.

Ello se debe a que, cuando la corteza cerebral comienza a actuar, todavía no está terminada su formación, ni en el aspecto estructural (anatómico), ni mucho menos en el funcional. Por eso, para su funcionamiento, requiere de excitantes que garanticen su actividad y su desarrollo anatómico y funcional.

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Al respecto, Liechtman-Abramovich afirma que incluso la satisfacción de la necesidad de impresiones externas «es tan necesaria para el sistema nervioso central, para su funcionamiento, como la satisfacción de la necesidad de sueño y otras necesidades orgánicas del niño».

Según N. M. Schelovanov, la actividad neuropsíquica y la conducta de los niños (por ejemplo, el desarrollo de sus movimientos) no son el resultado solamente de la maduración orgánica del sistema nervioso. Por ello, para garantizar un desarrollo neuropsíquico normal no basta con preocuparse de su alimentación y de un cuidado higiénico correcto, es preciso brindarles la educación necesaria.

La educación en la edad temprana se determina por el sistema de influencias que provoca determinadas reacciones de los niños y organiza su actividad neuropsíquica. En este sentido, señala cómo el déficit de educación, incluso en los más cuidadosamente alimentados y atendidos, puede conducir a un retardo en su desarrollo motor, intelectual e incluso físico.

Puede decirse que lo que diferencia especialmente al lactante del recién nacido es su vida emocional. El estado emocional indiferenciado o negativo del recién nacido se transforma, a finales del primer mes, y a veces a comienzos del segundo, en un estadio que expresa emociones positivas. Estas emociones se presentan en la forma del llamado complejo de animación. En respuesta a la estimulación externa, el lactante comienza a sonreír, a mover rápidamente los brazos y las piernas, a respirar aceleradamente, a veces a balbucear. Al mismo tiempo, sus ojos empiezan a brillar animadamente y a tratar de alcanzar la fuente de estimulación con todo su cuerpo.

Por tanto, el surgimiento de la necesidad de impresiones externas cambia todo el carácter de la vida emocional del lactante. Es decir, cuantas más impresiones reciba, con más fuerza se manifestarán la reacción de concentración y las emociones positivas.

Por otra parte, se afirma por autores como Bozhovich que la necesidad de impresiones externas es la base para el desarrollo de otras necesidades sociales del lactante, como lo es la necesidad de comunicación con los adultos que lo rodean.

En este caso, resultan de sumo interés las conclusiones a las que llega M. Kistiakovskaia a partir de numerosas observaciones realizadas cuando los niños comienzan a distinguir los rostros; los infantes prefieren a las personas que se comunican con ellos, más que a las que los alimentan y cuidan.

Los rostros de estas personas provocan en ellos sonrisas, reacciones vocales, movimientos vivos.

También se refiere al hecho de que los lactantes que asisten a centros de Educación infantil se alegran mucho más al ver a las educadoras que les hablan y juegan con ellos,

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que a las madres que vienen a alimentarlos.

De ahí que se plantee que preocuparse y cuidar bebés de forma constante y hábil es conveniente para su bienestar emocional, pero no parece influir en su desarrollo cognoscitivo (Clarke-Steward, 1977). Para ello, al parecer, se precisan ciertos tipos específicos de interacción activa. Es necesario mirar a los bebés, hablarles y jugar con ellos. Es en extremo importante la clase de estimulación dada por quienes los cuidan como respuesta a su comportamiento.

Para desarrollarse intelectualmente, es preciso que deseen explorar lugares, personas y objetos nuevos en su mundo. Para obtener la confianza en sí mismos que los haga capaces de investigar lo desconocido, solicitan la aprobación del adulto. Armados de esta confianza, pueden salir a conquistar nuevos mundos más allá del hogar.

Investigaciones recientes confirman la importancia del ambiente del hogar como influencia en el desarrollo intelectual. Elardo, Bradley y Caldwell (1975), Bradley y Caldwell (1976) y Álvarez (1991) observaron varios aspectos de ambientes hogareños y comprobaron que los niños que mostraban un incremento progresivo en las puntuaciones de las pruebas que les aplicaron, por lo general, tenían madres que mantenían vínculos estrechos con ellos: los estimulaban y desafiaban a desarrollar habilidades nuevas y les proporcionaban distintos materiales de juego para mejorar su desarrollo. Sin embargo, los padres de aquellos cuyas ejecuciones declinaban, eran menos exitosos en organizar el ambiente de sus hijos.

Esto lleva a una importante conclusión que ya se abordó anteriormente, cuando se analizaron los aspectos teóricos y metodológicos al plantear una concepción general del desarrollo de la personalidad, como es la relación tan estrecha e indisoluble que existe entre lo cognitivo y lo afectivo, base para el desarrollo de una personalidad armónica y multilateralmente desarrollada.

2.1.1 Reflejos incondicionados y condicionados. Importancia del horario de vida  

  Todas las funciones cerebrales, incluso las más complejas, que son la base material de los fenómenos psíquicos, se realizan mediante actos reflejos. Estos reflejos pueden ser de dos tipos: incondicionados y condicionados.

Los reflejos incondicionados son aquellos reflejos innatos, presentes al nacimiento, más o menos invariables, y que se efectúan básicamente por las secciones del sistema

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nervioso central, situadas por debajo de la corteza cerebral: subcorteza y médula espinal.

Este tipo de reflejos permiten una determinada adaptación del organismo a las condiciones del medio ambiente y juegan un papel indispensable en la supervivencia del sujeto. Pero esta adaptación se logra solamente dentro de límites estrechos, pues, como norma, se dan como respuesta a estímulos relativamente poco numerosos, teniendo un carácter generalizado y poco variables. Son reflejos innatos y constantes que permiten una adaptación relativamente imperfecta del organismo a las condiciones variables de vida.

Es necesario preguntarse: ¿qué trae el niño al nacer? Trae un grupo de reflejos incondicionados que permiten su supervivencia, a saber:

 Reflejos de supervivencia, relacionados directamente con las funciones vitales del organismo: deglución, respiración, circulación, excreción y succión, entre otros. Reflejos de defensa, o aquellos reflejos que permiten el alejamiento de un irritador nocivo. Reflejos de orientación, o de acercamiento a un estímulo nuevo o inusual. Reflejos atávicos o retrógrados, que expresan períodos anteriores del desarrollo filogenético: el reflejo del agarre (grasping reflex), el reflejo de Moro o el reflejo natatorio, entre otros.

De los reflejos de supervivencia, uno de los más importantes lo constituye el reflejo de succión, que permite la alimentación del recién nacido. Si se observa que este reflejo no se manifiesta o se presenta con limitaciones, puede ser índice de problemas en su desarrollo, por lo que todo aquel que tenga que ver con la educación de los niños debe estar muy al tanto de la manifestación de este reflejo para tomar las medidas pertinentes.

El reflejo de defensa permite que los recién nacidos, en cierto sentido, luchen por su supervivencia. Si, por ejemplo, se toma un alfiler y se les pincha un brazo, estos lo retirarán de inmediato por simple acción refleja, sin que medie una orden directa de la corteza cerebral. Por el contrario, el reflejo de orientación lleva a una conducta activa del organismo a aproximarse a todo estímulo inusual que entre en su campo visual. Una luz brillante, un sonido destacado, los atrae de inmediato, y tienden su rostro en dirección a la fuente de estímulo. Se plantea que este reflejo es la base de la reacción de asombro, característica del interés cognoscitivo al final del primer año de vida.

Los reflejos atávicos, como su nombre indica, se refieren a todas aquellas manifestaciones reflejas que son indicadoras de períodos superados del desarrollo filogenético y ontogenético, y que aún permanecen hasta determinado momento del desarrollo del individuo. La generalidad de la bibliografía especializada señala que estos reflejos son índices de probable patología, cuando se observa que permanecen más allá de un tiempo prudencial, como es el caso del reflejo de Moro o el de prensión, que presentes durante los primeros meses del nacimiento, deben haber desaparecido hacia

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finales del tercer mes de vida.

No obstante, hay autores (M. Fonarev y L. Cruz) que plantean que estos reflejos tienen una significación en el desarrollo y que deben estimularse para garantizar su permanencia.

Sin embargo, los reflejos incondicionados no pueden garantizar el desarrollo del individuo, dada su adaptación limitada, y se exigen otras formas de respuestas menos regulares y capaces de cambiar, de acuerdo con las modificaciones de las condiciones del medio. A estas formas nuevas y cambiables de reacción, que se forman en el curso de la vida del organismo y que se realizan por la mediación de la corteza cerebral, es lo que se denomina reflejos condicionados.

Cuando se instaura un reflejo condicionado, un estímulo que anteriormente tenía una connotación indiferente para el individuo se hace señal de otro estímulo que tiene una significación vital directa para el organismo, como puede ser, por ejemplo, cuando, en los lactantes, el sonido provocado por la manipulación del biberón se convierte en señal del estímulo incondicionado: el alimento que saciará su hambre. Es decir, el estímulo indiferente hasta ese momento, ha adquirido una función de señal.

Esto permite dividir a los estímulos en dos tipos: incondicionados, cuando motivan los reflejos de este tipo, y condicionados, con función de señal, cuando forman los reflejos condicionados.

Esta formación de reflejos condicionados presupone la formación en el cerebro de conexiones nerviosas temporales que anteriormente no existían, conexiones que en el caso del hombre se forman a nivel de la corteza cerebral.

Los reflejos incondicionados no definen ni determinan el curso del desarrollo o su ulterior evolución, sobre su base es necesaria la actividad reflejo condicionada de la corteza cerebral, lo que se da en función de las condiciones de vida y educación en que se desenvuelve el sujeto.

La dinámica de la formación de los reflejos condicionados sigue un complejo proceso de fases y condiciones; para que se forme, es indispensable que el estímulo que ha de convertirse en señal del reflejo condicionado, actúe simultáneamente con el estímulo incondicionado, o mejor, que lo preceda de un tiempo breve.

Esta presencia del estímulo condicionado no implica que se dé la formación inmediata del reflejo condicionado, pues, al principio, solo causa una reacción local y no se forma aún el reflejo, ya que la repetición del estímulo crea una inhibición y concentración de la actividad cerebral; el reflejo condicionado creado es aún inestable y de débil manifestación, y solo al repetirse de manera más o menos frecuente es cuando se vuelve estable, momento en el cual se presenta de manera constante y con una

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expresión exterior palpable.

El conocimiento de este hecho tiene amplias connotaciones educativas, puesto que obliga al reconocimiento del reforzamiento y la repetición para la adquisición de las conductas que se deseen formar, y que no basta con una simple realización, o con varias, para lograr la consolidación del reflejo condicionado.

Como resultado, se puede señalar, como condiciones básicas para la formación de los reflejos condicionados, que la rapidez de su formación depende del estado somático de los niños. Es indispensable considerar el estado de excitabilidad de los centros subcorticales, por lo que la corteza cerebral debe tener un estado óptimo de excitabilidad, y la fuerza de los estímulos incondicionados no debe ser excesiva. Cuando los estímulos son muy fuertes, se crea una inhibición protectora por parte de la corteza cerebral, y se dificulta la formación de los reflejos condicionados.

De igual manera, el estado de los analizadores ha de ser normal, y si los estímulos condicionados actúan simultáneamente sobre varios analizadores, se produce una mejor formación del reflejo condicionado, teniendo en cuenta las diferencias individuales.

También es importante, al formar un reflejo condicionado, la no presencia de otros estímulos ajenos fuertes, pues, si al intentar crear una conexión temporal cualquiera, se producen ruidos fuertes ajenos, se inhiben las partes restantes de la corteza cerebral, y se dificulta el reflejo condicionado que se pretende formar.

De este modo, la actividad principal y fundamental de la corteza cerebral es la organización de conexiones nerviosas temporales. Las implicaciones educativas de esta formación de reflejos son evidentes, y todo educador ha de poseer un vasto conocimiento de las condiciones en que se posibilita dicha formación, en particular en la organización de la vida de los niños y la formación de hábitos, tanto en el centro de Educación infantil como en el hogar, por su repercusión posterior en la formación de cualidades positivas de la personalidad.

En este punto del análisis, sería bueno preguntarse: ¿cómo se forman los hábitos y qué repercusión tienen para el desarrollo adecuado de la personalidad infantil?

En primer lugar, hay que señalar que, en las condiciones naturales de la vida, los estímulos no existen aislados, sino que frecuentemente forman complejos o cadenas de estímulos. A esta posibilidad de la corteza cerebral de agrupar estímulos o reacciones aisladas en complejos o sistemas, es lo que se denomina actividad sistematizadora, que se manifiesta no solo en la posibilidad de formar reflejos condicionados al conjunto de estímulos, sino también en la relación entre estos estímulos, como puede ser la relación entre dos sonidos musicales, una diferencia en el orden los estímulos, etc.

Ello posibilita que, si se presentan dos estímulos nuevos que mantienen la misma relación que los conocidos, el organismo es capaz de reaccionar de la misma manera.

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Ello facilita «trasladar» lo aprendido en determinadas condiciones a otras diferentes, pero que mantienen una misma relación, por lo que si se les enseña a los niños cómo actuar ante una situación determinada, no es necesario enseñarles todas las situaciones de la vida, pues las relaciones aprendidas en un tipo determinado de actividad se pueden generalizar a otras nuevas.

Algunas de estas condiciones se refuerzan por su repetición de una manera específica, se estabilizan los sistemas de conexiones temporales que los forman, y se forman los estereotipos dinámicos, que permiten entonces la reducción del gasto de energía nerviosa, aminoran la fatiga y facilitan el aprendizaje de las acciones, por desenvolverse estas por vías que son funcionalmente habituales.

Esta formación de estereotipos dinámicos constituye la base fisiológica de la formación de hábitos; por eso, al mantener un determinado orden en la realización de una acción, se forman estereotipos dinámicos en el ámbito cortical que facilitan la formación del hábito. De ahí la importancia de realizar las acciones siempre de una determinada manera, con paciencia y comprensión, para garantizar la adecuada instauración del estereotipo que, elaborado de forma consciente en un inicio, se automatiza por la repetición y se vuelve relativamente estable. Una vez formado el hábito, deben mantenerse las mismas condiciones en que se produjo el aprendizaje, y ya no es necesaria tanta insistencia en su mantenimiento.

La vía para lograr una adecuada formación de hábitos desde el momento del nacimiento con el objetivo de satisfacer todas las necesidades básicas de los pequeños es la organización de un horario de vida, que permite economizar el gasto de energía nerviosa y preservarlos de la fatiga, garantizando el funcionamiento normal de todos los órganos internos y la satisfacción racional de las necesidades básicas, lo cual sirve de base para asegurar la adecuada labor educativa en el hogar y el centro de educación infantil.

Desde los primeros días, los pequeños deben tener un horario de vida determinado, ya que su bienestar, su buen humor y su estado emocional positivo, así como su salud, van a depender en gran medida de un régimen correcto de vida. A su vez, previene la aparición de formas negativas de la conducta, sentando las bases para que el proceso educativo se desenvuelva dentro de cauces estables, lo que decididamente redunda en la asimilación que ellos pueden hacer de esta acción educativa.

De esta forma, el cumplimiento adecuado de un horario de vida que garantice la satisfacción de las principales necesidades del niño de sueño, alimentación y una vigilia activa, bien organizada en el plano afectivo, cognoscitivo y social será la base para la formación de una personalidad sana e integralmente desarrollada desde los momentos iniciales de la vida.

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2.1.2 Las líneas directrices del desarrollo  

  Las líneas directrices del desarrollo son tendencias que deben estimularse para lograr las acciones psíquicas correspondientes a cada período, por la significación que tienen para el desarrollo de la cualidad psicológica que se está formando.

La característica principal del recién nacido es la posibilidad ilimitada que posee de adquirir nuevas experiencias y formas de conducta inherentes al individuo, de forma que, si la satisfacción de las necesidades básicas está asegurada, en cierta manera, estas pierden rápidamente su predominio.

Si se mantiene una educación y un horario de vida correctos, surgen otras necesidades sobre la base de las cuales se produce el desarrollo psíquico: necesidad de obtener impresiones, necesidad de movimientos, de trato con los adultos, etc.

La necesidad de obtener impresiones está relacionada en sus orígenes con los reflejos de orientación, y se desarrolla en dependencia de la preparación que presenten los órganos de los sentidos de los infantes para recibir estas impresiones. De ahí que una de las líneas directrices del desarrollo en el primer año de vida sea desarrollar en ellos la concentración visual y auditiva.

Aunque los aparatos visual y auditivo del recién nacido comienzan a funcionar desde el primer día, dicho funcionamiento es muy imperfecto. Sin embargo, durante las primeras semanas y meses de vida, la visión y el oído del lactante se perfeccionan rápidamente.

Precisamente, una de las particularidades significativas del recién nacido consiste en que el desarrollo de la vista y el oído transcurre más rápidamente que el desarrollo de los movimientos corporales.

Es el desarrollo de los analizadores visuales y auditivos el que garantiza la orientación en el medio, contribuye al desarrollo de los movimientos, primero de las manos (prensores) y después movimientos más complejos. En general, permite la orientación espacial y es la base de la comunicación con el adulto, pues le permite fijar la mirada en su rostro y percibir el tono de su voz.

En esta etapa, puede decirse que el ojo guía la mano en el conocimiento del mundo de los objetos y de las personas que rodean a los niños.

La condición necesaria para la maduración normal del cerebro, en el período neonatal, es la ejercitación de los órganos sensoriales. Si reciben suficiente cantidad de impresiones, entonces, el reflejo de orientación se desarrolla rápidamente, y se manifiesta por la aparición del estado de concentración visual y auditiva, lo cual crea los fundamentos para el futuro desarrollo de los movimientos y para la formación de los

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procesos y cualidades psíquicas.

El desarrollo de las emociones es otra línea directriz del desarrollo en el primer año de vida. Se puede decir que en la base de un normal desarrollo psíquico y físico está haber logrado un adecuado desarrollo emocional. Por ello, resulta indispensable garantizar un estado emocional positivo, creándoles las condiciones para que experimenten diversas vivencias positivas, tanto en el plano de la comunicación afectiva, como de la actividad cognoscitiva.

Así, en los primeros meses se observa un predominio de reacciones emocionales que primero se caracterizan por ser negativas; luego, la tendencia es que sean cada vez más positivas, producto de la comunicación con el adulto y después como resultado de la realización de las acciones con objetos, que cada vez son más complejas y variadas, al aumentar las posibilidades del bebé.

En esta línea directriz convergen las restantes, pues forma las premisas para la formación de sentimientos, valores y cualidades de la personalidad, que se forman en edades posteriores. También es el punto de partida para el desarrollo del lenguaje, el cual se basa en la comunicación con el adulto y en la necesidad de alcanzar niveles superiores en esta comunicación.

Ya en el complejo de animación, que aparece a partir del tercer mes, se pone de manifiesto la emisión de sonidos guturales en los infantes. En sentido general, puede decirse que primero el bebé reacciona al tono de voz del adulto, después comienza a comprender su lenguaje, y más tarde comienza a imitar el lenguaje del adulto, hasta que comienza a dominar el significado de las palabras.

De hecho, existe una estrecha relación entre el desarrollo del lenguaje y el desarrollo emocional, por la influencia que ejerce el lenguaje en la regulación de la conducta de los pequeños, que son muy sensible a las características del tono de voz: si es bajo, suave, cariñoso, o, por el contrario, alto, áspero, censurador.

Igualmente resulta significativo en este período el desarrollo de los movimientos, el cual se produce en dirección céfalo-caudal y próximo-distal (ojos, boca, cuello, extremidades superiores, extremidades inferiores). En los índices del desarrollo neuropsíquico, se observa que primero se desarrollan los movimientos de la cabeza, luego los de las manos y los brazos y, finalmente, los de las extremidades inferiores. Así, el bebé aprende a erguir la cabeza, a estirarse para alcanzar los objetos, agarrarlos y manipularlos; después a arrastrarse, a gatear, a sentarse y, por fin, a levantarse para dar los primeros pasos, logros que le permiten una enorme autonomía y que tienen una repercusión trascendental para su posterior desarrollo psíquico y físico.

En este proceso, el desarrollo de los movimientos de las manos adquiere un papel relevante tanto en el conocimiento del mundo que lo rodea, como en el conocimiento de

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sí mismo.

El desarrollo de la acción prensil comienza en el tercero o cuarto mes de vida, lo que le permite al bebé no solo tocar los diferentes objetos, sino también sus manos y el resto de su cuerpo. Solo a finales del segundo semestre se produce el perfeccionamiento de estas acciones, con la posibilidad de oponer el dedo pulgar y, por lo tanto, de sujetar los objetos con los dedos.

Son precisamente estos logros, unidos al desarrollo de la percepción visual, los que crean las condiciones para que los niños realicen diferentes acciones con los objetos, otra de las líneas directrices del desarrollo en esta etapa. Así, se observa que tan pronto como están en condiciones de sujetar un objeto con las manos, comienzan a manipularlo. Rápidamente, esta manipulación se hace más compleja, comienzan a darse cuenta de que, con cada acción, obtienen un resultado y empiezan a reproducir la acción para volver a obtenerlo.

Realizan así diferentes acciones: colocar un objeto al lado o encima de otro, superponerlo, meter y sacar uno dentro del otro, alcanzar un objeto, utilizando otro como medio; comienzan a ejecutar diferentes acciones que tienen un valor incalculable para su desarrollo intelectual, sobre todo para el desarrollo del pensamiento y de la percepción: acciones de correlación, acciones con instrumentos.

2.1.3 Papel del adulto en la estimulación del desarrollo  

  Desde su nacimiento, los niños dependen completamente del adulto, que satisface sus necesidades orgánicas (los alimenta, los baña, los cambia de posición), de afecto (los cogen en brazos, los acarician, los arrullan, les dicen frases cariñosas) y de las más diversas impresiones sensoriales: auditivas, visuales, táctiles, cenestésicas.

La fuente de las impresiones visuales y auditivas necesarias para el desarrollo normal del sistema nervioso y de los órganos sensoriales del neonato, y, lo que es más importante, la organización de dichas impresiones, está dada por el adulto. Cuando acerca los objetos a la cara del pequeño o inclina la cara para hablar con él, está activando sus reacciones de orientación y emocionales. Así, paulatinamente, se va formando una reacción emocional motora especial, dirigida hacia el adulto, el complejo de animación, que expresa la necesidad de la comunicación con los adultos; es decir, su primera necesidad social.

En este período, la necesidad de contacto emocional es enorme y de gran importancia para su desarrollo. Es precisamente el adulto quien organiza su horario de vida, el que le garantiza que se alimente, duerma, esté limpio y cómodo y participe de una vigilia activa que le proporcione los más diversos estímulos para el adecuado

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desarrollo de su corteza cerebral, en formación y desarrollo.

Si el adulto utiliza métodos correctos de educación, la relación directa, característica del comienzo de la lactancia, cede el paso a las relaciones mediadas por los objetos. De esta manera, se introduce a los pequeños en el mundo de los objetos, se atrae su atención hacia estos, se demuestran todas las formas posibles de actuar con ellos, y, si es necesario, se los ayuda directamente a ejecutar la acción, orientando y dirigiendo sus movimientos de la manera más efectiva. Así, el adulto no solo satisface las crecientes necesidades de los infantes, sino que les enseña a actuar con los objetos, a conocer sus características, su utilidad.

Es precisamente en esta actividad conjunta donde se desarrolla la capacidad de imitar al adulto, lo cual amplía sus posibilidades para adquirir conocimientos, hábitos y habilidades. Las acciones que van dominando bajo la orientación del adulto crean las bases para su desarrollo psíquico, poniéndose de manifiesto, ya desde la lactancia, la ley general del desarrollo psíquico.

Precisamente, el tránsito de una etapa a otra del desarrollo dependerá de la forma en que el adulto satisfaga las crecientes necesidades de los niños, en correspondencia con sus posibilidades, que cada vez son mayores e implican nuevos tipos de actividad y nuevas formas de comunicación: una nueva situación social de desarrollo.

2.2 Diferenciación y conciencia de sí mismos. Esquema corporal e imagen especular  

  En los primeros momentos de la vida, los infantes se encuentran en un estado de indiferenciación con relación al resto de los objetos y personas que los rodean.

Al respecto, Allport plantea que el lactante no está centrado en sí mismo, aún no sabe que es diferente a los demás, no puede separar el yo del resto del mundo.

Según este autor, la conciencia de sí mismo es una adquisición gradual que se produce durante los primeros cinco o seis años de edad.

¿Cómo se produce este proceso de diferenciación? Según Piaget, entre el año y el año y medio el niño es «el absoluto indiferenciado del sí mismo y el ambiente». En la medida en que va adquiriendo nuevos recursos psicológicos, comienza primero a distinguir los objetos y sus propiedades, así como a las personas.

Es también en este período cuando empieza la acción prensil, y el bebé comienza a reconocer sus manos, a tocar una con la otra; después observa sus pies y es capaz de

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explorar distintas partes de su cuerpo.

Entre el quinto y el sexto mes, inicia el examen de los dedos de las manos y los pies. Cuando coge los objetos, no puede dejarlos caer intencionalmente, para él no existen diferencias entre su cuerpo y los demás objetos.

A los 8 meses, puede mirar su imagen en el espejo, pero reconoce antes a sus padres que su propia imagen Ya en este período, distingue a los familiares de las personas extrañas. Se alegra cuando ve a una persona conocida, mientras que una cara extraña parece asustarlo. En este sentido, Allport plantea que la identidad de los demás precede el sentido de su propia identidad, «el tú precede al yo».

A los 10 meses, trata de alcanzar su imagen en el espejo y juega con ella, sin saber aún que es su imagen.

Poco a poco, comienza el proceso de diferenciación de sí mismo con respecto a los objetos y a las personas que lo rodean. Según afirma el mismo autor, es posible que hacia los 15 meses de edad se den cuenta de su yo.

El sí mismo corporal es el primer aspecto del sí mismo que se desarrolla. Puede decirse que las sensaciones y movimientos muestran que «yo soy yo» y que se depende de la corriente de sensaciones para desarrollar el sentido del sí mismo.

Allport refiere que la sensación del cuerpo propio es un ancla para el sentido de sí mismo, aunque no es todo el sí mismo.

Se sabe que si en los primeros meses de vida se coloca al bebé delante de un espejo, este reconocerá primero la imagen del familiar que lo acompaña, y no la suya propia. Incluso, cuando se le llama la atención sobre la de él, puede inclinarse hacia la parte posterior del espejo buscando al niño o niña que tiene delante. Ello demuestra que todavía no reconoce su propia imagen y que aún se encuentra en el período de indiferenciación antes mencionado.

El camino de reconocimiento de la propia imagen y del sí mismo es un largo proceso que se inicia desde estas etapas tempranas, y que se ha de conformar de manera más plena al término de la primera infancia, con el surgimiento de la autoconciencia, que constituye uno de los logros fundamentales del desarrollo de la personalidad. La importancia reside en que constituye una fase inicial de la personalidad, que se está formando.

2.3 La formación de hábitos en el primer año de vida  

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  En este año de vida, la formación de hábitos está relacionada con la satisfacción de las necesidades básicas del infante. Se debe prestar especial atención a los hábitos alimentarios por su contribución al estado de salud de los niños. Para ello, resulta de crucial importancia el trabajo conjunto de todos los adultos que intervienen en la educación de los pequeños para posibilitar un adecuado estado nutricional y evitar así la malnutrición por exceso o por defecto.

Para formar hábitos vinculados al proceso de alimentación, es necesario enseñarles a tomar alimentos líquidos y comer semisólidos, teniendo en cuenta que estos últimos se introducirán de forma paulatina. También aprenderán a degustar alimentos de diferentes sabores, texturas y temperaturas, de acuerdo con la guía de ablactación y las indicaciones del médico.

Desde los primeros momentos, es importante que los pequeños tengan participación en el proceso de alimentación, por eso deben aprender a colocar las manos para sujetar el biberón, siempre que se alimente con este, así como a comer bien de la cucharita, tomando el alimento con los labios desde que se introducen los purés. Se iniciará, además, el manejo de la cucharita desde los 11 meses. A partir de los 7 meses, debe ser capaz de ingerir los alimentos líquidos en el vaso que el adulto sostiene, para que después llegue a beber de él por sí solo.

Al alimentar a los niños, es importante tener en cuenta que la posición adecuada depende de su desarrollo: si aún no se sientan, solo recibirán el alimento en los brazos; cuando ya se sienten, solo se alimentarán en la mesa.

Otro aspecto de gran significación en esta edad es la formación de hábitos higiénicos. Para ello es necesario acostumbrarlos a estar limpios, lo cual quiere decir: baño con lavado de cabeza diario, higiene bucal, aseo cada vez que lo requieran e inicio del trabajo para el control de esfínteres.

Especial atención tienen los hábitos relacionados con el sueño, debiéndose garantizar su adecuada duración y carácter, para que se establezca una adecuada relación con los demás procesos. Ello requiere de la creación de condiciones ambientales que garanticen un nivel de ruido aceptable, iluminación y ventilación.

En todo este proceso de formación de hábitos, las vivencias que los niños experimentan adquieren un lugar relevante en la formación y consolidación del hábito. Por tanto, es imprescindible que la acción educativa esté dirigida a propiciar vivencias positivas.

En este sentido, resultan inadecuados los métodos de imposición y castigo. Por el contrario, se requiere de mucha paciencia, persuasión y afecto, para que los pequeños disfruten y experimenten sensaciones placenteras cuando se alimentan, se bañan, duermen e incluso cuando evacuan sus esfínteres, de forma que se implique su esfera

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afectiva y se convierta en una verdadera necesidad para su personalidad en formación, para que después formen parte de sus cualidades personales.

La importancia principal de la formación de hábitos radica en que estos permiten la organización de la conducta, base principal para la posterior formación de cualidades de la personalidad que requieren de una dirección apropiada del comportamiento.

2.4 Logros del desarrollo en la esfera sociomoral  

  Se suele enfatizar con frecuencia que el nódulo central de la formación de la personalidad radica en la formación sociomoral del individuo, pues al constituir la personalidad el máximo nivel de regulación de la conducta, la dirección que siga en el mundo que rodea al hombre estriba en la proyección moral que este tenga, que determina su comportamiento personal y social.

De ahí que los logros de la esfera sociomoral en cada período de la vida, y particularmente en su base primigenia, la primera infancia, constituya uno de los aspectos más importantes en la formación y educación de los niños.

En el primer año de vida, el trabajo educativo en la esfera sociomoral está dirigido a garantizar en ellos un estado emocional positivo, de forma que se mantengan activos y alegres en sus períodos de vigilia, al realizar las actividades y relacionarse con los adultos y otros coetáneos que los rodean, aunque, en general, esta es una etapa de gran inestabilidad emocional en la que se produce todavía con mucha frecuencia el contagio de las emociones. Sin embargo, ya comienzan a formarse sentimientos como los de amor y simpatía por las personas más allegadas.

De igual forma, se trabaja para que manifiesten comportamientos que reflejen una asimilación elemental de la socialización y regulación verbal de su conducta.

Por ello, al finalizar esta etapa ya deben mantener un estado emocional positivo por períodos prolongados, una comunicación afectiva positiva con el adulto, y deben saber expresarse a través de sonrisas, movimientos, vocalizaciones, así como aceptar distintos alimentos de diferentes sabores, texturas y temperaturas, y una apropiada formación de hábitos higiénico culturales, como es comer de la cucharita cuando el adulto lo alimenta, y beber del vaso por sí solos.

Como puede apreciarse, de seres indefensos que dependían enteramente del adulto para la satisfacción de todas sus necesidades, se produce en los niños una evolución que se manifiesta en ser individuos que son capaces de comunicarse utilizando recursos expresivos y algunas vocalizaciones, que se trasladan por sí solos, que pueden accionar de diferente forma con diferentes objetos, que poseen ya algunos hábitos alimentarios,

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todo lo cual les permite una cierta autonomía, que influirá de manera determinante en el período siguiente.

De esta manera, en el transcurso del primer año de vida se ha posibilitado un desarrollo como seres activos, que interactúan intencionadamente con el medio que los rodea, tanto el mundo de los objetos como de las otras personas, y que están sentando las pautas que irán caracterizándolos de forma individual, para progresivamente irse convirtiendo cada uno de ellos en seres únicos e irrepetibles.

3. EL DESARROLLO DE LA PERSONALIDAD EN LA EDAD TEMPRANA  

  3.1 Premisas para la formación de la personalidad en la edad temprana  

  Al terminar el primer año de vida, comienza una nueva etapa de desarrollo. Ya se han creado las formas primarias de las acciones psíquicas propias del hombre. Los niños ya están capacitados para ver, oír y dirigir las acciones de las manos; no son seres indefensos, sino extraordinariamente activos en sus acciones y en sus relaciones con los adultos que los rodean.

Teniendo como base los logros del primer año de vida, los dos años siguientes, correspondientes al período de la edad temprana, les permiten obtener grandes avances.

Las transformaciones cualitativas que sufren los infantes en los primeros tres años de vida son tan considerables que algunos psicólogos, al reflexionar sobre dónde puede estar el centro de la vía de desarrollo del individuo, a partir de su nacimiento hasta la edad adulta, concuerdan en que se encuentra precisamente en el tercer año de vida.

En realidad, un niño o una niña de 3 años de edad, dependiendo de su forma de vida, está capacitado para realizar su autoservicio y para interrelacionarse con las personas que lo rodean. Mediante el lenguaje se comunican con los demás y cumplen las reglas elementales de conducta.

La marcha, que sustituye al gateo, resulta el medio más importante para desplazarse y acercarse a los objetos deseados. Gracias a la capacidad de caminar en posición erecta, entran en la etapa de una comunicación más libre e independiente con el mundo exterior, se amplía la esfera de sus conocimientos, desarrollan la posibilidad de orientarse en el espacio.

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Cuando dominan sus movimientos, amplían mucho la comprensión del mundo circundante, aumentan sus posibilidades de aprendizaje y, de forma muy especial, su independencia.

La transición de la lactancia a la edad temprana está ligada al desarrollo de una nueva relación respecto al mundo de los objetos. Sus principales intereses están encaminados al dominio de las nuevas acciones con los objetos. Mediante ellas, descubre por primera vez la función del objeto.

Además de la importancia que tienen para el desarrollo intelectual, al aprender y asimilar las acciones para utilizar los objetos de uso cotidiano, asimilan a la vez las reglas de conducta para desenvolverse en sociedad.

Así, durante la actividad con objetos, surgen en la edad temprana las premisas para otro tipo de actividad que tiene una influencia decisiva en su desarrollo psíquico, por su contribución al desarrollo de procesos tan importantes como el pensamiento, la imaginación, el lenguaje. Se trata del juego de roles o simbólico.

Este tránsito se produce cuando las acciones comunes que les muestra el adulto con los juguetes comienzan a tener paulatinamente una nueva función: la representación de otras acciones y representaciones que los niños observan en el mundo que los rodea.

Un momento importante en este desarrollo es cuando comienzan a utilizar como complemento los juguetes propios del juego, en calidad de sustitutos de los objetos que falten. Así, un pedazo de madera puede ser utilizado en sustitución del jabón para lavar, un palito puede ser utilizado tanto para medir la temperatura como para peinar los cabellos de la muñeca.

Paralelamente al uso de los objetos sustitutos en el juego, los niños comienzan a representar acciones concretas que realizan los adultos: la mamá, el médico, la educadora, etc.

De hecho, estas transformaciones que se producen en la actividad que realizan se corresponden con las transformaciones que se van produciendo en su desarrollo psíquico: del pensamiento en acciones característico en la edad temprana a las representaciones de los objetos. Utilizar sustitutos de los objetos (para lo cual tienen que establecer alguna relación o parecido con el objeto real) es índice de que ha comenzado a formarse la función simbólica de la conciencia.

Si a esto se une la percepción, que se hace mas discriminada, el desarrollo del lenguaje y el desarrollo motor, que les permite un mayor perfeccionamiento de las acciones motrices e independencia en sus acciones, no quedan dudas de que existen sobradas condiciones para afirmar que se está en una etapa cualitativamente superior del desarrollo.

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3.2.1 El desarrollo de la esfera emocional  

  Si se analiza el desarrollo de la conducta infantil, se observa que los niños van dominando paulatinamente las formas de conducta propias del ser humano dentro de la sociedad, y lo más importante, se van formando las cualidades y rasgos que distinguen a cada persona y que determinan su conducta.

A diferencia del adulto, los motivos de conducta de durante la edad temprana regularmente no son conscientes y no están priorizados o jerarquizados dentro de un sistema conforme a su grado de importancia. El mundo interior de los pequeños va adquiriendo poco a poco cierto grado de determinación y estabilidad.

La particularidad significativa de la conducta infantil en la edad temprana es que los niños actúan sin razonar, bajo la influencia de los deseos y los sentimientos que surgen en un momento determinado. Estos deseos y sentimientos se provocan fundamentalmente a causa de lo está a su «vista». Por eso, se afirma que su conducta depende fundamentalmente de las circunstancias externas. Así, en esta etapa, puede ser atraído fácilmente hacia cualquier cosa, pero también es fácil que se desentienda de ella.

Conjuntamente con esto, al inicio de la edad temprana comienzan a formarse las representaciones estables de los objetos, lo que les permite acordarse de ellos, aunque no los vean ante sí, por lo que surgen deseos y sentimientos relacionados con objetos que no están presentes en ese momento.

Así, los infantes de la edad temprana se caracterizan por la intensidad y profundidad de sus vivencias emocionales, por la labilidad o cambio de las mismas y por su brevedad, que hace que en un momento dado puedan sentirse alegres y felices, a los pocos minutos tristes y llorosos, y otra vez contentos y animosos. Esto se produce por las particularidades de su actividad nerviosa superior, en la que predominan los procesos excitatorios sobre los inhibitorios, y la poca fuerza y movilidad de estos. El hecho de que la excitación predomine los hace muy vivaces y dinámicos, que no puedan mantenerse tranquilos durante mucho tiempo y que les sea muy difícil, y dañino, esperar o estar en una actividad monótona y poco estimulante.

El establecimiento de la relación entre los sentimientos y los deseos con las representaciones hace que la conducta de los pequeños esté más dirigida a un fin determinado, menos dependiente de la situación concreta. Esto crea la base para la regulación verbal de la conducta: la realización de acciones dirigidas al cumplimiento de objetivos formulados verbalmente. No obstante, la regulación de la conducta es aún muy débil; las ideas de los niños son muy inestables, varían en el transcurso de las acciones, en la medida en que perciben los resultados de sus propias acciones, y en ocasiones no

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culminan la idea inicial.

De ahí que, durante la edad temprana, la influencia de lo que perciben es con frecuencia más fuerte que la influencia de las explicaciones verbales.

Teniendo en cuenta que la conducta de los niños se determina por el carácter de sus sentimientos y deseos, adquiere gran importancia la formación y desarrollo de sentimientos que les hagan tener en cuenta los intereses de las demás personas, y actuar en correspondencia con las exigencias de los adultos.

Así, el sentimiento de simpatía que surge en durante el primer año de vida adopta formas nuevas en la edad temprana, que se manifiesta en que tratan de obtener del adulto su aprobación, felicitaciones y cariño, molestándose cuando este no satisface su deseo.

A mediados del segundo año, este sentimiento de simpatía se traslada a los otros niños, manifestándose en apoyo y ayuda al que está en apuros y a veces en el deseo de mimarlo, de darle sus juguetes.

En esta etapa es característico el contagio de las emociones: si alguno llora o se ríe, los demás lo hacen.

A partir del segundo semestre del segundo año, la evaluación que les da el adulto a su conducta es una de las motivaciones más importantes. El estímulo, la felicitación, despierta en ellos sentimientos de orgullo, que los impulsa a obtener una evaluación positiva, para lo cual tratan de demostrar sus logros a los adultos.

Un poco más tarde, se desarrolla en ellos el sentimiento de vergüenza, que surge cuando sus acciones no se corresponden con lo que el adulto espera de ellos y son censurados.

Por supuesto, el desarrollo de los sentimientos de orgullo y vergüenza no quiere decir en modo alguno que los infantes, por la influencia de dichos factores, controlen sistemáticamente sus acciones. En realidad, aún no están preparados para ello.

Las posibilidades de dirigir conscientemente su conducta son muy limitadas en la infancia temprana. Todavía les resulta muy difícil cohibirse de llevar a cabo un deseo que surja en un momento dado, y lo que es aún más difícil, realizar alguna acción a petición del adulto, que no les resulte interesante.

Incluso, cuando realizan tareas muy sencillas, pero que no les interesan, las cambian de aspecto, transformándolas en un juego, o bien se distraen rápidamente y no las terminan.

Por ello se requiere de una gran paciencia y constancia por parte del adulto, así como

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innumerables recordatorios, para que ellos, finalmente, realicen la tarea encomendada.

En este período, el establecimiento de una relación emocional positiva con el adulto continúa siendo la vía más importante para la satisfacción de las necesidades afectivas de los pequeños, por ello se debe propiciar una comunicación y un ambiente afectivo que les permita sentirse queridos y apoyados en todo momento.

Es así como durante la edad temprana van a surgir los primeros sentimientos elementales, de tipo estético ante la música o un objeto bello, de tipo cognoscitivo, como la curiosidad intelectual. A mediados de la edad temprana, tiene lugar el surgimiento de una relación emocional positiva hacia las tareas de tipo cognoscitivo, que consolida un estado emocional característico que los prepara para la actividad intelectual; se considera la base primigenia de las emociones intelectuales que han de surgir a mitad de la primera infancia, y expresa la unidad de los factores afectivos y cognitivos en su desarrollo psíquico.

Una comprobación experimental de esta unidad de lo cognitivo y lo afectivo fue la investigación realizada por Martínez, cuya hipótesis principal pretendía demostrar cómo una actividad cognoscitiva, como es la actividad con objetos, determinaba un mayor desarrollo intelectual. Estos hallazgos permitieron después crear un sistema de acciones instrumentales para el desarrollo intelectual de los niños en la edad temprana, y demuestran la significativa importancia que tiene lo afectivo en el desarrollo psíquico general del niño.

También en esta etapa surgen sentimientos elementales de orgullo, aprobación y vergüenza, relacionados estrechamente con el papel regulador del comportamiento que progresivamente va teniendo el lenguaje.

Al finalizar la edad temprana, se operan cambios significativos en la esfera emocional como resultado del desarrollo alcanzado en el lenguaje, en las acciones con objetos y en el nivel de independencia.

3.2.2 Papel del lenguaje en la regulación de la conducta  

  El lenguaje, además de ser el medio por excelencia para la comunicación entre los seres humanos, tiene también entre sus principales funciones la regulación de la conducta. Puede afirmarse que, desde muy pequeño, los niños son sensibles al tono de voz de las personas que los rodean, provocando en ellos las más disímiles emociones positivas o negativas.

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En la medida en que se amplía la comprensión del lenguaje del adulto, son capaz de realizar las más variadas acciones, las cuales siempre van a estar matizadas por un tono emocional positivo, que provoque en ellos la motivación requerida.

Así, a partir del segundo año de vida, las palabras sí y no adquieren un carácter simbólico de las cosas que les están permitidas o prohibidas, y con la utilización sistemática y consistente, comienzan a asimilar las primeras normas de conducta que sientan las bases para su posterior desarrollo moral.

Esta necesidad de comunicación consiste en el afán de conocerse a sí mismos y de conocer a los demás (Lísina, 1981), y puesto que este conocimiento está estrechamente entrelazado con la actitud hacia otras personas, puede decirse que la necesidad del lenguaje y la comunicación es el afán de valoración y autovaloración: de valoración de otra persona, de esclarecimiento de cómo esta otra persona valora la personalidad dada, y de autovaloración.

Al respecto, Lísina afirma que la comunicación con el adulto solo constituye, en la mayoría de los casos, una parte de la interacción más amplia de los niños con el adulto, interacción que está estimulada por sus necesidades.

Las investigaciones realizadas por autores como esta y otros demuestran que el carácter de la comunicación de los infantes con los adultos y con sus coetáneos varía y se complica a lo largo de la infancia, adquiriendo diferentes formas: contacto emocional directo, comunicación mediante el lenguaje y actividad conjunta, que se expresan con nitidez en este período de la edad temprana.

El desarrollo de la comunicación, la complejidad y enriquecimiento de sus formas les permiten, cada vez más, nuevas posibilidades para asimilar con la ayuda de las personas que los rodean diferentes tipos de conocimientos y habilidades, lo cual tiene una importancia de primer orden para todo el proceso de desarrollo psíquico y la formación de su personalidad.

3.3 Los motivos de conducta en la edad temprana  

  A diferencia del adulto, en el que el comportamiento está basado de manera fundamental en motivos conscientes, durante la edad temprana los motivos de conducta regularmente no son conscientes, ni están priorizados dentro de un sistema de acuerdo con su grado de importancia.

En este período, cualquier influencia externa adquiere significación, dependiendo de

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la forma en que estos la acepten, según las necesidades e intereses formados con anterioridad.

Debe transcurrir aún bastante tiempo para que se formen las cualidades psicológicas que les permitan distinguir estímulos de distinta naturaleza y determinar cuáles están relacionadas y cuáles son las más importantes. Por eso se plantea que a esta edad los niños actúan guiados por sus impulsos y deseos, y que varían en función de las condiciones externas que los rodean.

Durante toda la edad temprana, la influencia de lo que los infantes perciben es más fuerte que la influencia de las explicaciones verbales del adulto, y que los deseos que surgen en ellos. Esto se pone de manifiesto en cualquier actividad en que los pequeños son instruidos por el adulto de cómo desarrollarla. Una vez comenzado el juego, las acciones del adulto y las formas percibidas resultan más fuertes que las orientaciones previas.

Estos motivos que se van formando en los niños pueden ser muy variados: cognoscitivos, emulativos, etc.

Sin embargo, en los años de la edad temprana solo puede hablarse de una organización de la conducta y de formación de hábitos; en los años posteriores ya puede hablarse de motivos que dirigen el comportamiento, de intereses relacionados con el mundo de los adultos, de mantenimiento de interrelaciones positivas con los adultos y los otros niños, lo cual los obliga a tomar en cuenta su opinión y evaluación, y a cumplir las reglas impuestas.

En la primera infancia se desarrollan los motivos de autoestimación y de autoafirmación, los cuales ejercen una influencia considerable en su comportamiento; por esto quieren siempre hacer los roles principales en el juego, o sobrevaloran sus propias facultades y posibilidades, aunque pueden colapsar en caprichos y obstinaciones.

Solo al finalizar la primera infancia, después de que surge la jerarquía de motivos, es cuando comienzan a regular conscientemente su conducta.

3.4 El surgimiento de la autoconciencia, la autoestima y la autovaloración en los niños  

  Uno de los momentos más importantes en el desarrollo durante la edad temprana consiste en que los infantes comienzan a comprender su existencia como seres independientes, que no cambian al ser variadas las situaciones, que tienen sus propias

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inclinaciones y deseos coincidentes o no con los de las personas adultas.

Al inicio de la edad temprana, los pequeños no distinguen los sentimientos que surgen en ellos, los deseos, motivados por causas externas. Están constantemente en movimiento, en acción, su estado interior varía sin cesar y perciben dentro de esta variación solamente a las personas y objetos, hacia los que están dirigidas sus acciones y deseos. No reconocen que las personas continúan siendo las mismas ante distintas situaciones y al realizar distintas acciones.

Aún les resulta más difícil comprender que ellos mismos son seres distintos a los demás, y que son también origen de las más diversas acciones. Ellos se percatan de la relación consigo mismos a través de los adultos que los rodean.

Un factor psicológico importante en el establecimiento del sentido de identidad en el segundo año de vida y en su persistencia ulterior es el lenguaje.

Cuando pueden hablar y pensar en palabras, disponen de medios para relacionar las cosas con el yo. La toma de objetos junto con la repetición de su nombre les permiten inferir que el yo es factor continuo en estas relaciones.

Puede decirse que el nombre del niño o la niña es la más importante ayuda lingüística. Oír su nombre les permite verse como punto de referencia distinto de las demás cosas. De hecho, en el segundo año de vida el nombre adquiere significado para ellos.

En esta etapa confunden los pronombres yo, tú, él, y les resultan difíciles para su propia identidad.

Otro elemento característico es que se nombran a sí mismos en tercera persona y con frecuencia conversan consigo mismos como si se tratara de otra persona: se disgustan, se ponen de acuerdo, se agradecen. Esta fusión e integración con el resto de las personas se manifiesta con frecuencia en su forma de expresarse.

El sí mismo es incompleto en esta edad. Ellos pueden no darse cuenta de sus necesidades o sensaciones. Se contagian las emociones, experimentan aquellas que no son suyas. Incluso después de haber establecido parcialmente su identidad, la pierden en el juego. Cuando juegan pueden convertirse fácilmente en un oso, en un perro.

Sus sueños adquieren carácter de realidad. No pueden separa lo que está dentro de lo que está afuera.

La ropa, los zapatos, los adornos y otros atributos fortalecen la identidad de sí mismos, y contribuyen a separarlos del ambiente.

Allport considera que el nombre es el elemento más importante para la fijación de la identidad para toda la vida, es el control, el símbolo del propio ser. En ello radica la

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importancia de llamar al bebé por su nombre desde los primeros días de nacido y de relacionar todas las partes de su cuerpo con su denominación.

Simultáneamente al surgimiento de la conciencia de sí, se va formando otra importante formación psicológica para el desarrollo de la personalidad: la autoestima o estima de sí mismo.

Según Strunk, existe una estrecha relación entre el nombre de la persona, la estima de sí mismo y el sentido de la identidad de sí mismo. Este autor plantea que esta relación es escasa cuando el individuo se siente disgustado de ser como es, no le gusta su nombre, por lo que se tiene poco aprecio.

Esta afirmación permite valorar en su justa medida la trascendencia que tiene para el desarrollo de la personalidad la formación de la identidad personal, del sí mismo y, por supuesto, la estima de sí mismo, que surge en esta edad a partir de las valoraciones que los adultos hacen de la conducta de los niños, que en gran medida están relacionadas con el grado de afecto y aceptación que experimentan las personas que los rodean.

La autovaloración en esta edad está relacionada con la valoración de los demás, primero valoran la actuación de sus compañeros antes de la suya propia, solo al finalizar la edad temprana ellos comienzan a autovalorarse, pero siempre en relación con los demás y con el criterio del adulto, una autovaloración más objetiva y real se da en etapas posteriores, ya en la primera infancia mayor.

3.4.1 Etapas para la formación de la conciencia de sí mismos  

  Los niños empiezan a conocerse a sí mismos al final del segundo semestre del tercer año de vida. Esta «familiarización» comienza por su aspecto externo, luego pasa al mundo interior.

En el segundo año de vida, con frecuencia no se reconocen cuando se miran al espejo, en una fotografía o en un video, y concentran su atención en las representaciones de las demás personas que conocen. El reconocimiento de sí mismos se produce con la ayuda del adulto. Al principio, ellos invierten bastante tiempo en ello, como si se ejercitaran en recordar su yo.

Reconocerse en fotografías y videos es para ellos una tarea más difícil que reconocer su imagen en el espejo. A los 2 años, reconocen fácilmente a las demás personas y la situación ambiental en que se produjo la filmación, pero solo comienza a reconocerse a sí mismo a mediados del tercer año de vida. Inclusive, durante cierto tiempo, hablan

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sobre su imagen en el video como si se tratara de un segundo él o ella.

El reconocimiento de sí mismo, como fuente permanente de los deseos y acciones más diversas, distinto de las demás personas, tiene lugar al finalizar el tercer año de vida, a causa de la influencia de la creciente necesidad de independencia que se manifiesta en este período. Comienzan a comprender que es él o ella quien realiza una u otra acción, como resultado de poder realizar, sin la ayuda del adulto, las acciones más diversas, de asimilar los hábitos más sencillos de autoservicio.

La manifestación exterior de que esto se comprende así, precisamente, es el hecho de que ellos empiezan a hablar de sí mismos no en tercera, sino en primera persona.

3.4.2 Papel del adulto y de los otros en el desarrollo del conocimiento de sí mismos, la autovaloración y la autoestima  

 

G. H. Mead planta: «El sentido primero del yo resulta en parte de las actitudes, palabras y gestos de los demás, que el niño y la niña perciben, imitan y responden. El sentido de sí mismo es un producto de la conducta de los demás con respecto a él o ella».

Refiere además esta autora que, en el seno familiar, las personas reciben un tratamiento diferente de acuerdo con el rol que desempeñan como hijo, como hermano, que se convierten en sí mismos, que le sirven de espejo. Ello desarrolla el sentido de continua identidad, pero no deja de verse en función de los papeles que ejerce en término de las «imágenes» que otras personas tienen de ellos.

Esto demuestra que el sí mismo, así como la estima de sí mismo, es un producto eminentemente social, de ahí la importancia que tiene que los niños formen una imagen positiva de sí mismos que les permita quererse y aceptarse para tratar de ser mejores cada día, conociendo sus fortalezas y debilidades.

3.5 La necesidad de independencia y la crisis de los tres años  

  El hecho de poder distinguirse entre las demás personas y el reconocimiento de sus propias posibilidades implica, a su vez, que se manifieste una nueva relación de los infantes con los adultos: empiezan a compararse con los adultos y a querer ser igual que ellos, realizando las mismas acciones que estos realizan, valiéndose de la misma independencia que los adultos ponen de manifiesto.

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Es así como surge la llamada crisis de los tres años, período durante el cual los adultos encuentran grandes dificultades para relacionarse con los pequeños, ya que se enfrentan con su obstinación, con su negativismo.

Esta etapa se caracteriza porque los niños no solo protestan contra el exceso de tutelaje, sino que intencionalmente hacen cosas prohibidas, demostrando así su independencia.

La crisis de los tres años, al igual que las demás, es una manifestación de la contradicción que se produce entre las crecientes posibilidades de los niños y las formas de actividad y comunicación que los adultos les proporcionan. Es característico que la obstinación y el negativismo, durante la crisis, estén dirigidas contra el adulto que los sobreprotege.

En este período resulta muy importante la forma en que el adulto se relacione con los infantes, ya que los intentos de tratarlos «como antes» implican la agudización de las manifestaciones de la crisis y pueden determinar la fijación de rasgos negativos de la conducta, como el negativismo, la obstinación, las rabietas. También pueden mantenerse a lo largo de todo la primera infancia.

Por ello, el adulto debe concederles, con frecuencia, el máximo posible de independencia. Con ello se disminuyen las manifestaciones de crisis, aunque no queden eliminadas por completo.

Esto se debe a que la apreciación que los niños tienen de sus posibilidades no se corresponden con la realidad de lo que son capaces de hacer; es decir, que sus pretensiones están muy por encima de sus fuerzas.

Para satisfacer su necesidad de ser como los adultos y hacer las mismas cosas que ellos, no les queda otro recurso que recurrir al juego. Por esta razón la crisis de los tres años se resuelve encauzándolos en las acciones lúdicas, lo cual no se produce instantáneamente.

Una educación adecuada requiere, por lo tanto, que los educadores se den cuenta a tiempo de las crecientes posibilidades de los niños, así como de la forma de satisfacerlas, proporcionándoles nuevos tipos de actividad y de comunicación y relación.

Uno de los criterios que más refuerza el papel que juegan la actividad y la comunicación en el desarrollo de la personalidad infantil es la forma en que se resuelven estas contradicciones, ello requiere de nuevas formas de relación y comunicación y la formación de nuevos tipos de actividad acordes con el nivel de desarrollo físico y psíquico alcanzado.

Ello demuestra el papel que juegan los otros y, por supuesto, los adultos en este proceso de formación y desarrollo de la personalidad infantil, que es un proceso

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eminentemente interactivo, de intercambio, por lo que su calidad depende de las características de las personalidades que interactúan, así como las del propio proceso de interacción. Concluyendo: la crisis de los tres años es un fenómeno pasajero y las nuevas formaciones psicológicas que aparecen relacionadas con este período, como el surgimiento de la autoconciencia (la capacidad de distinguirse a sí mismo del resto de las demás personas) o compararse con los demás, indudablemente, constituyen un gran avance dentro del desarrollo psíquico, y crea las premisas necesarias para la formación de la personalidad infantil.

3.6 La formación de hábitos y el desarrollo de la autonomía  

  Como ya se ha planteado, la formación de adecuados hábitos culturales desde los primeros días contribuye al normal desarrollo del organismo infantil, al proceso de humanización y socialización que hacen al ser humano cualitativamente diferente del resto de los seres vivos y que lo prepara para ser cada día más una persona independiente, que puede valerse por sí misma, lo cual tiene, por supuesto, una importante repercusión psicológica para el desarrollo de la personalidad infantil.

Los logros del desarrollo alcanzados al finalizar el primer año de vida hacen de la edad temprana un período notablemente fecundo para la formación de hábitos y, en esta misma medida, para el desarrollo de la autonomía y la independencia.

Durante esta etapa, se ha de continuar prestando especial atención a la formación de hábitos alimentarios, por su contribución al estado nutricional y la salud general del pequeño, evitando así la malnutrición por exceso o por defecto.

Es probable que en el segundo año de vida los niños presenten anorexia fisiológica (falta de apetito), por la disminución de su ritmo de crecimiento, proceso que requiere de un tratamiento adecuado por parte del adulto para que no se convierta posteriormente en un problema psicológico.

En el segundo año de vida, se han de trabajar hábitos de mesa para lograr que los niños coman solos toda la variedad de alimentos que se les ofrecen, que tomen sin derramar los líquidos y se inicien en la práctica de buenos modales en la mesa, referidos a cómo usar la servilleta y los cubiertos, el orden y la mezcla de los alimentos, la masticación correcta y normas de cortesía elementales, lo cual es válido también para el tercer año de vida.

Se ha de continuar también el trabajo para que mantengan una adecuada postura al sentarse, fundamentalmente durante el proceso de alimentación.

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Al mismo tiempo, se ha de mantener la labor educativa para la formación de hábitos higiénicos, que incluye el control de esfínteres, el lavado y secado de las manos y cepillado de los dientes desde segundo año, el lavado y secado de la cara desde tercer año y la limpieza de la nariz y el ano, procurando que en todo momento experimenten la satisfacción de sentirse limpios y, por ende, la necesidad de realizar por sí solos las acciones necesarias para ello.

Se ha de insistir para que duerman en el horario establecido y la cantidad de horas necesarias, de acuerdo con su edad y características personales. Ello lleva aparejado los hábitos de orden con respecto a la ropa y el calzado que se quitan.

Desde segundo año se les ha de estimular para que, en la medida de sus posibilidades, realicen tareas por sí solos. Así aprenderán a vestirse y desvestirse, a abotonarse y desabotonarse, a ponerse y quitarse los calcetines, a calzarse y descalzarse los zapatos, y a acordonárselos.

Los hábitos de cortesía también deben comenzar a educarse desde el segundo año de vida, fundamentalmente dar las gracias, despedirse con un gesto y con palabras.

Como puede apreciarse, la edad temprana se caracteriza por un gran desarrollo de la autonomía de los pequeños, lo que contribuye de manera significativa a la reafirmación de su yo y a la identidad de sí mismos, ya que en la medida en que adquieren nuevos hábitos, demuestran progresivamente su capacidad de valerse por sí mismos y su independencia.

3.7 Logros del desarrollo sociomoral en la edad temprana  

  La regulación de la conducta, de acuerdo con las normas morales fundamentales, constituye el nivel superior de la regulación de la personalidad.

Los logros alcanzados durante el primer año de vida en el lenguaje, la marcha independiente y la actividad con objetos hacen de la edad temprana una etapa particularmente fecunda en el desarrollo sociomoral de los pequeños, en la que la asimilación de sencillas normas sociales debe contribuir a su socialización.

En este período, deben alcanzar mayor estabilidad emocional, lograr una mayor independencia y reafirmación de su yo, aspectos fundamentales en el desarrollo de su personalidad.

La educación sociomoral de los niños está dirigida a garantizar un adecuado

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desarrollo emocional, la formación de correctos hábitos culturales y el establecimiento de interrelaciones positivas con las personas que los rodean, incluyendo a los otros niños y a otras personas.

Por ello, al finalizar esta etapa los pequeños deben ser capaces de mantener un estado emocional positivo y activo por un tiempo relativamente prolongado, de relacionarse de forma adecuada con los adultos y con sus compañeros, expresando sentimientos de orgullo y vergüenza ante la aprobación o desaprobación del adulto, lo que en alguna medida sirve como medio para regular su conducta.

El desarrollo alcanzado desde el punto de vista psíquico y físico les permite un gran desarrollo de la autonomía, por lo que, al cumplir 3 años, ya ellos son capaces de comer solos, utilizando los cubiertos y sin derramar los alimentos, han incorporado algunos hábitos alimentarios importantes, pueden avisar cuando sienten la necesidad de evacuar los esfínteres, de quitarse por sí mismos algunas prendas de vestir y de lavarse las manos.

También han avanzado en el cumplimiento de elementales reglas de conducta, dadas por el hecho de la asimilación de sencillas normas sociales.

Todos estos logros contribuyen a reafirmar su naciente personalidad y a crear las bases para continuar su desarrollo.

4.1 Premisas para la formación de la personalidad en la etapa  

  En la primera infancia media y mayor, los infantes adquieren un mundo interior relativamente estable, de tal modo que esbozan ya una personalidad, aunque, por supuesto, no totalmente formada, y que es susceptible de desarrollarse y completarse posteriormente.

El desarrollo de la personalidad en el período que va desde los 3 a los 6-7 años comprende dos facetas:

 Una nueva forma de entender el mundo circundante, y el reconocimiento del estatus ocupado dentro de él, que originan nuevas formas de motivos de conducta. El desarrollo de esfuerzos volitivos, sentimientos que determinan la vigencia de dichos motivos, la estabilidad de la conducta y su notable independencia con respecto a las variaciones de las circunstancias externas.

Por ello se plantea que la primera infancia es aquella en la que los niños adquieren un

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mundo interior relativamente estable, en la que comienzan a esbozar su personalidad.

Las condiciones del desarrollo en el periodo difieren de las que se presentan en la etapa evolutiva anterior. Los logros alcanzados en la esfera intelectual, emocional y motriz hacen que aumenten considerablemente las demandas que, en cuanto a su conducta, les plantean los adultos, dirigidas a la observancia obligatoria de reglas de conducta.

Las crecientes posibilidades para obtener conocimientos sobre el mundo circundante sustraen sus intereses del estrecho número de personas que los rodea. Se incorporan a una actividad conjunta con sus coetáneos, aprenden a concordar sus acciones con las de ellos y a tomar en consideración los intereses y las opiniones de sus compañeros.

Durante esta etapa, su actividad se hace más variada y compleja, lo cual les plantea altas demandas no solo en cuanto a la percepción, el pensamiento, la memoria y demás procesos psíquicos, sino también en cuanto a la habilidad para organizar su comportamiento.

Todo esto, paulatinamente, va conformando su personalidad. Cada nuevo avance hace variar la influencia de las condiciones creadas y amplía las posibilidades para su educación posterior.

Las condiciones de desarrollo de la personalidad se funden tan íntimamente con el desarrollo psíquico general de los niños que su división solo es posible a los fines didácticos, por lo que una exposición detallada de cada una de ellas no puede estar en contradicción con el concepto de la personalidad como una construcción integral e indivisible.

En esta interacción permanente se va conformando la opinión social dentro del grupo, la cual es otra vía de influencia en la formación de la personalidad infantil, ya que, conjuntamente con la valoración del adulto, inciden en la formación de la autovaloración y la autoestima.

Se ha comprobado que, mientras que en el grupo de niños de 3 años aún no existe una opinión general determinada acerca de los objetos, acontecimientos y acciones realizadas, ni la opinión de un compañero influye regularmente sobre otro, ya a los 4 o 5 años comienzan a prestar atención a las opiniones de los demás y a subordinarse a la opinión de la mayoría.

Primero, las evaluaciones que hacen con relación a sus coetáneos se reducen a repetir las evaluaciones que hace el educador, pero poco a poco se van haciendo más interesantes y comienzan a evaluar positivamente a aquellos compañeros que comparten sus juguetes con los demás, que conocen muchos juegos y juegan bien, que tienen una participación destacada en las actividades, que defienden a los más débiles.

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La evaluación general del grupo es muy apreciada por los niños de estas edades. En la medida en que el grupo interactúa se producen determinados fenómenos psicosociales, de tal forma que cada uno de sus integrantes ocupa un estatus determinado que va desde aquellos más populares a los que resultan impopulares o aislados.

El grado de popularidad y aceptación del grupo depende de muchas causas: sus conocimientos, su desarrollo intelectual, las características de su conducta, su disposición para establecer comunicación con los otros niños, su apariencia externa, su fuerza y resistencia física, etc.

Foto: El grupo infantil constituye una pequeña sociedad que se organiza sobre la base de un sistema de relaciones sociales internas, y tiene una importancia básica en el curso de la primera infancia media y mayor.

La posición que ocupen dentro del grupo de coetáneos se refleja de forma positiva o negativa en su personalidad, por lo que se requiere de un trabajo pedagógico y psicológico encaminado a regular sus interrelaciones en la pequeña sociedad infantil, y a crear una atmósfera agradable que equilibre la posición inestable que ocupan algunos niños dentro del grupo.

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4.2 El desarrollo de la autoconciencia  

  La premisa para el desarrollo de la autoconciencia es la capacidad que adquieren los infantes de distinguirse entre las demás personas al final de la edad temprana.

Tampoco existe una opinión fundamentada acerca de sí mismos en la primera infancia media. Sencillamente, se adjudican todas las cualidades entendidas por los adultos como positivas, con frecuencia sin que sepan en qué consisten.

En la medida en que van asimilando normas y reglas de conducta, estas se convierten en «marcas o medidas» de las cuales se valen para evaluar a las demás personas. Sin embargo, aplicarlas a sí mismos les resulta muy difícil.

Es decir, que una de las vías para el desarrollo de la personalidad en este período del desarrollo consiste en el aumento su para tomar conciencia de las cosas que los rodean. Comienzan a darse cuenta claramente de cuáles son los motivos y las consecuencias de sus acciones. Esto se manifiesta a causa del surgimiento de la autoconciencia, o conocimiento de sí mismos, de las cualidades que tienen, de cómo se relacionan con

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ellos las demás personas del entorno, y qué motivos impulsan esas relaciones.

La premisa para la formación de la autoconciencia es el poder distinguirse de las demás personas, lo cual ha sido esbozado a finales del período anterior de la edad temprana. Sin embargo, al transitar a este otro período mayor, sin saber de hecho mucho acerca de sí mismos, acerca de sus propias cualidades, al tratar de parecerse a los adultos, al tomar el concepto de su existencia, aún no tienen bien definidos cuáles son sus posibilidades reales, y se adjudican todas las cualidades entendidas o consideras positivas por los adultos.

Para poder hacer una evaluación real de sí mismos, los niños tienen primero que ser capaces de evaluar a los demás, lo cual tampoco se produce de forma inmediata, repitiendo muchas veces de manera mecánica las valoraciones que escuchan decir sobre sus coetáneos, y que trasfieren a su autoevaluación.

En realidad, la habilidad de compararse con los demás la adquieren en el período de la primera infancia mayor, y constituye la base para dicha autoevaluación.

Por lo tanto, se puede afirmar que el surgimiento de la subordinación o jerarquía de los motivos y de la formación de la autoconciencia constituye la clave del desarrollo de la personalidad en esta edad, ya que les permite el grado de autonomía necesario para actuar de manera más consciente y premeditada.

Ello implica la presencia de un mundo interior bastante estable, el plano interno de la conducta, que es requisito necesario para la participación consciente dentro de la vida social. Posteriormente, este mundo interno se enriquece y puede reestructurarse, pero sus bases ya se fijan en estos momentos.

4.3 La necesidad de autoafirmación y autoestima  

  La construcción del sí mismo, como se ha podido apreciar hasta el momento, es un proceso complejo, que requiere de una comprensión del propio yo, que se basa en tres pilares fundamentales: la autoestima, la autovaloración y el autoconocimiento.

Como parte de este proceso, en la infancia mayor se desarrolla la necesidad de reafirmar su yo. Llegado determinado momento, desean que se les respete, que otros los obedezcan, que les presten atención y que cumplan sus deseos.

Esta necesidad se expresa en la tendencia a ejecutar los roles principales en los

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juegos, a atribuirse todas las cualidades positivas, sobrestimando su valor, su fuerza.

La capacidad de la autovaloración los orienta en su trato con quienes los rodean, y constituye uno de los productos más complejos de la actividad consciente durante este período de la primera infancia. Esto se produce porque tienden a comunicarse con los adultos no solamente a causa de sus acciones externas, sino también producto de sus estados y vivencias internos.

Esta valoración que los infantes hacen de sí mismos se conoce con el nombre de autoestima, que implica un conocimiento inicial de su persona y de su valoración como tal. Si los niños hacen una autovaloración positiva, les permite interactuar de modo más efectivo con sus iguales y con los adultos, lo cual constituye un proceso de aprendizaje importante en este momento de la primera infancia.

Asimismo, la autoestima está íntimamente relacionada con la valoración de sí mismos. Algunos autores plantean que es la unión de dos sentimientos: el sentimiento de capacidad personal, relacionado con el «yo puedo», y el de valía personal, que se concatena con el de «yo valgo», que constituyen las dos aristas de la autoestima.

La capacidad personal es entendida por estos autores como la habilidad para afrontar los problemas y éxitos que se presentan en la vida, tener confianza en sí mismos; la valía personal es sentir el derecho a ser feliz y por tanto, a buscar, defender y hacer todo aquello que les haga sentir bien.

El proceso de desarrollo y construcción de sí mismo comienza muy tempranamente con la diferenciación del yo, con el reconocimiento de la imagen corporal ante un espejo, al llamarse en primera persona, en el reconocimiento de lo mío y en el desarrollo de la autovaloración, que empieza primero por la evaluación del otro, con el cual se compara, y más tarde con el reconocimiento y evaluación del comportamiento propio, ya a finales de la etapa, entre los 5 y 6 años, aproximadamente.

Es preciso que cuando surja la conciencia del yo se comience a trabajar la autoestima.

Las actividades deben dirigirse a que aprendan a aceptarse, a quererse y a sentirse satisfechos tal cual son, tanto físicamente como en lo relacionado con sus cualidades psíquicas, a aceptar sus errores y trabajar por enmendarlos, gozar de sus éxitos y trabajar por disminuir sus fracasos sin que se aflijan.

También es indispensable para el buen desarrollo de la autoestima que se realicen actividades donde se desarrolle la confianza en sí mismos, en sus crecientes posibilidades.

Es recomendable que los maestros tengan siempre presente que un simple comentario sobre un error del educando, una evaluación mal manejada, puede ser

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tomado por este como un rechazo, y seguramente traerá malas consecuencias, a veces irreparables, y perjudicar el sano desarrollo de la autoestima.

Sucede que en ocasiones se daña la autoestima de un niño o niña por expresiones o actos que denotan rechazo, que son inconscientes para el adulto pero perceptibles para el menor; por ejemplo: no prestarle atención, no darle un espacio para que actúe y se exprese, no darle el afecto que necesita, no comunicarse o comunicarse poco con él, etc.

Es por ello que el equipo educativo juega un rol primordial en el desarrollo de la autoestima de sus educandos, y lograr que aprendan a aceptarse, a quererse y sentirse satisfechos tal cuales son, tanto física como psíquicamente, a aceptar sus errores y actuar por enmendarlos, es indispensable para el buen desarrollo de la autoestima.

En este proceso, que ha de continuar a lo largo de la edad adulta, influyen tanto el entorno familiar próximo y el contexto cultural, como particularmente la actividad dentro de la pequeña sociedad infantil.

Tanto los modelos familiares como los que se dan en el grupo infantil conforman la autoestima de los niños de la infancia mayor. En ocasiones, este deseo de reafirmar su naciente yo puede conducir a manifestaciones negativas que se expresan en forma de caprichos y obstinación, que se diferencian desde el punto de vista psicológico de los que tienen lugar durante la crisis de los tres años, con los que los niños tratan de afirmar su autonomía. En la primera infancia mayor, estos caprichos son frecuentemente la consecuencia de un enfoque incorrecto en cuanto a su educación y a la fijación de formas e interrelaciones negativas. No puede olvidarse que «el yo se construye en relación social con el otro» (citado por Rogers).

Según este autor, para que haya autenticidad del yo es necesario legalizar o legitimar las necesidades de los niños, lo que significa aceptarlos y reconocer sus particularidades, en función de su crecimiento personal y social.

El desarrollo de la autoconciencia y de la autovaloración constituye una de las nuevas formaciones psicológicas básicas en este período del desarrollo. En la autoconciencia se refleja su comprensión de cuál es su lugar en el sistema de las relaciones sociales en las que están inmersos, la valoración de sus posibilidades en el ámbito de la acción práctica y el despertar de la atención a su propia vida interior. Es esta autoconciencia un factor básico para transformar a los infantes en una verdadera personalidad.

4.4 Los motivos de conducta y el surgimiento de la jerarquía de motivos  

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  En la edad temprana, los motivos de conducta no son conscientes para los pequeños, ni están integrados en un sistema que les permita determinar una prioridad que responda más a las circunstancias internas que a las externas. Ya a partir de los 4 o 5 años no sucede así. El desarrollo alcanzado desde todos los puntos de vista les permite realizar un conjunto de actividades diferentes y de distinto nivel de complejidad que hace que surjan en ellos intereses y necesidades que orientan y dirigen su conducta en un determinado sentido.

Dentro del conjunto de estas actividades, tanto las productivas como las laborales, por sus propias características, se va formando en ellos una tendencia dirigida al logro de un resultado, valorado positivamente por los adultos y por sus coetáneos.

La necesidad de lograr un resultado favorable les obliga a planificar sus acciones, a guiarlas lo más correctamente posible, lo cual influye en el desarrollo de la voluntad; es decir, en la capacidad para guiar la conducta.

Además, el resultado de la actividad es la base para la comparación de los éxitos alcanzados por cada niño y niña, formándose así hábitos de autoevaluación, que les permiten percatarse de sus propias cualidades y logros.

Es precisamente por la influencia de las actividades que arrojan determinados resultados que se va formando en ellos los motivos de conducta. La comparación de los resultados propios con los resultados obtenidos por los demás, y la evaluación de estos por parte de los adultos, desarrollan en ellos motivos emulativos: el deseo de realizar la tarea mejor que los demás y así lograr un reconocimiento alto.

De esta manera, los patrones de conducta, las demandas, los deseos y la evaluación de los adultos, la influencia del grupo infantil y el dominio de nuevos tipos de actividad crean las condiciones para la formación concreta de la personalidad en este período del desarrollo.

Los motivos de conducta varían de manera significativa durante la primera infancia mayor. Puede decirse que todavía los niños actúan como los de la edad temprana, bajo la influencia, la mayor parte de las veces, de los deseos y sentimientos ambientales que surgen en un momento dado, provocados por las causas más diversas y sin percatarse claramente de qué los impele a realizar una u otra acción.

Sin embargo, las acciones durante la infancia mayor se hacen más estables y conscientes. En muchas ocasiones, puede dar una explicación razonable de las causas que provocaron sus acciones, de por qué actuó en un momento determinado de una forma y no de otra.

Así, una misma acción realizada por niños de distintas edades tiene, con frecuencia, motivaciones completamente distintas.

También existen motivos que son típicos de la primera infancia mayor y que en

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común ejercen gran influencia en el comportamiento de los pequeños. Por lo general, estos motivos están relacionados con el mundo de los adultos, con su deseo actuar como ellos.

Entre estos motivos se pueden mencionar:

 El deseo de parecerse al adulto, que los guía en el juego de roles. Los motivos lúdicos, que despiertan el interés por el juego. El deseo de establecer interrelaciones positivas con los adultos y con los demás niños, para ganarse la simpatía y aprobación. Motivos de autoafirmación y autoestima. Motivos cognoscitivos, que se expresan en que lo preguntan todo, en su deseo de conocer la causa de los fenómenos. Motivos emulativos, que se manifiestan en el afán por ganar, por ser los primeros. Motivos morales, dentro de los cuales ocupan un lugar destacado los motivos sociales, que surgen en la edad mayor.

El cambio en los motivos de conducta en la primera infancia mayor no estriba en que varía el contenido de estos y en que surgen nuevos motivos. Conjuntamente con estas variaciones surge una cierta subordinación: uno de ellos adquiere mayor significación que los demás.

La subordinación de los motivos constituye la más importante de las nuevas formaciones que tienen lugar en el desarrollo de la personalidad del infante. Dicha subordinación le confiere una determinada tendencia a toda la conducta infantil e implica que los diversos motivos pierdan su equivalencia y se estructuren dentro de un sistema.

¿Cómo se expresa esta jerarquía o subordinación de motivos en la conducta infantil? Por ejemplo, los niños pueden dejar de llevar a cabo algún juego que les sea atractivo en aras de algo importante para ellos.

Se plantea que una de las vías de desarrollo de los motivos de conducta en esta etapa es el aumento de la capacidad para tomar conciencia de las cosas, de percatarse de cuáles son los motivos y las consecuencias de sus acciones. Esto se debe a que en este período se está desarrollando la autoconciencia.

4.5 La formación de hábitos en la etapa  

  La definición de hábito supone, ante todo, que el adulto conozca qué entiende por

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este, pues ha de trabajar en su formación.

Los hábitos constituyen tanto una vía de expresión de las normas morales como una premisa valiosa en la formación de cualidades de la personalidad.

Para educar hábitos correctos en los niños desde su nacimiento, resulta imprescindible mantener condiciones estables y un cumplimiento riguroso del horario de vida por parte del adulto, en correspondencia con la edad de los pequeños, para que se formen los estereotipos dinámicos, que constituyen la base fisiológica de este proceso.

Es precisa una secuencia determinada de estímulos que deben producirse en un mismo orden y en un mismo sentido. Así ocurre con el sueño, la alimentación, que demandan una exigencia estable y consistente por todos los adultos que intervienen en la educación de los infantes.

Al igual que otras formaciones psicológicas, los hábitos están relacionados con los períodos sensitivos del desarrollo. Por ello, ante el educador o la familia de los pequeños en estas edades pueden surgir las siguientes interrogantes: ¿qué hábitos crear y en qué momento?, ¿cómo hacerlo?

Si se analiza la formación de hábitos desde el punto de vista evolutivo, se observa que algunos adquieren mayor importancia que otros en determinados períodos por la función que cumplen y por el nivel de desarrollo que alcanzan los educandos.

Mientras más pequeños son, mayor es el papel que juega el adulto, ya que, al organizarles su vida, garantiza que de la misma manera y a la misma hora coma, duerma, esté limpio y mantenga una vigilia activa, todo lo cual creará las bases para la formación de hábitos y un buen estado emocional.

De igual forma adquieren importancia los hábitos de mesa, de cortesía, de respeto y de comportamiento social en general, los cuales, al igual que los anteriores, ganarán en nivel de complejidad y de interiorización, de acuerdo con el nivel de desarrollo que los niños van adquiriendo. Esto hace que los hábitos no dependan solo de los reforzamientos externos que el adulto utiliza, sino del elemento afectivo que debe estar presente en todo momento de este proceso.

En este sentido, alcanza un valor incalculable la participación activa de los pequeños en el desarrollo de su propia autonomía, de su independencia. Quizás en este punto radica la gran trascendencia de este proceso educativo en la formación de la personalidad, cuestión que deben conocer todos los que de una forma u otra se dedican a la educación de los niños en estas edades.

La primera infancia media y mayor es un período de consolidación de todos los hábitos aprendidos en los años anteriores.

El desarrollo del lenguaje alcanzado en esta edad les permite a los niños comprender

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de forma elemental la importancia de ingerir todos los alimentos y en las cantidades necesarias. De igual forma, la necesidad de utilizar los cubiertos en la forma correcta de acuerdo con los alimentos que se ingieren.

Se reafirman e introducen nuevos modales en la mesa, como masticar bien los alimentos con la boca cerrada y despacio, no hablar con la boca llena, sentarse correctamente a la mesa, dar las gracias al recibir los alimentos y brindarlos cuando llegue una visita, usar la servilleta correctamente, pedir permiso al levantarse, y colocar la silla en su lugar al retirarse.

Los hábitos higiénicos están relacionados con las acciones de lavarse y secarse la cara y las manos, el cepillado correcto de los dientes.

Ya en este período ellos pueden realizar múltiples tareas de autoservicio como peinarse, vestirse y desvestirse, abotonarse y desabotonarse la ropa, ponerse y quitarse los calcetines y los zapatos, acordonarse y hacerse el lazo al calzarse, mantener limpio y ordenado el lugar donde se encuentran, y aprender a limpiarse la nariz y el ano correctamente.

También son capaces de seleccionar correctamente sus utensilios de uso personal como la toalla, su peine y su cepillo dental, sobre todo si son identificados por un símbolo personal.

4.5.1 Los hábitos y su relación con las vivencias de los niños  

  En la edad de la primera infancia mayor adquiere una enorme significación la formación de hábitos, cualidades y sentimientos morales. En este sentido, González Rey plantea que los buenos hábitos higiénicos, de organización, de autocuidado, respeto, etc., constituyen tanto una vía efectiva de expresión de las normas morales de conducta, como una premisa de gran importancia en la formación de normas morales de la personalidad.

Como ya se ha planteado anteriormente, la formación de hábitos requiere de una exigencia estable por parte de los padres y educadores, los cuales utilizan distintos medios de reforzamientos externos en este proceso. No obstante, este no puede ser el único recurso pedagógico que se emplee, ya que la relación que se establece entre los niños y el adulto va más allá de la simple utilización de reforzamientos externos. Ello los abstraería de un proceso primordial dentro del cual se desarrollan tanto los hábitos como las primeras vivencias positivas hacia contenidos morales, como es el proceso de

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comunicación con el adulto.

El proceso de comunicación del adulto con los pequeños no es un medio de suministrarles reforzamientos externos que orienten su comportamiento de forma pasiva, sino, por el contrario, es un proceso en el cual los infantes participan muy activamente, formando importantes vivencias emocionales que son la base de los sentimientos morales.

La comunicación emocional directa con el adulto, primero en la familia, luego en el centro de educación infantil, constituye un proceso esencial e insustituible de su desarrollo moral, por ser la principal fuente de vivencias afectivas en esta etapa, sin las cuales los hábitos solo serían comportamientos formales, sin ningún vínculo con la esfera de las necesidades y motivos de la personalidad, que es donde se desarrollan las formaciones reguladoras del desarrollo moral.

Por eso, unido a los hábitos, deben ir desarrollando sentimientos sólidos durante la etapa de 3 a 6 años, que es el período de consolidación de todos los hábitos aprendidos en los años anteriores.

Los hábitos y las vivencias que experimentan dan lugar a formas bastante estables de comportamiento y organización de la experiencia, que derivan en cualidades positivas de la personalidad.

Como puede apreciarse, todas estas tareas contribuyen en gran medida al desarrollo de su autonomía, de su independencia, a reafirmar su conciencia de sí y, por ende, a su identidad personal.

El desarrollo del lenguaje alcanzado en esta edad les permite comprender las orientaciones dadas por el adulto, ya han aprendido toda una serie de hábitos que les posibilita independizarse, ganar determinada autonomía, y además comunicarse y relacionarse con los demás.

4.6 Logros del desarrollo sociomoral en la primera infancia media y mayor  

  En los niños de la edad mayor del período de la primera infancia pasa al primer plano la asimilación de las reglas a seguir en las relaciones mutuas con los demás coetáneos. Si bien en momentos anteriores cumplen por puro hábito algunas de ellas, ahora comprenden más claramente la significación que entraña dicho cumplimiento y se esfuerzan por cumplirlas, pues es una forma de ser aceptados por los adultos y por sus coetáneos.

Los estudios realizados por A. Amador abundan en evidencias acerca de cómo, por

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medio del compañero de grupo, observando su conducta y comparándola con las exigencias sociales que sus educadores, familiares y otros adultos les plantean, los niños van poco a poco conformando su modelo concienciado de futuro escolar, con el cual también se comparan a sí mismos, por supuesto, con las limitaciones de su edad.

Al finalizar la primera infancia, los infantes son capaces de mantener con cierta estabilidad un estado emocional alegre y activo, de resolver los conflictos que se les presentan en el juego y otras actividades, y que se relacionan adecuadamente con sus coetáneos y los adultos que lo rodean.

Asimismo, muestran buenos modales en la mesa y correctos hábitos alimentarios, y utilizan bien todos los cubiertos, incluso el cuchillo, y realiza las acciones de aseo personal propias de esta actividad.

En general, presentan buen desarrollo de la autonomía, realizan todas las acciones de autoservicio dirigidas a su higiene, vestido y necesidades de la vida cotidiana.

La gran trascendencia de este proceso educativo radica en la participación activa de los niños en el desarrollo de su propia autonomía, de su independencia.

Uno de los objetivos más importantes en esta etapa es que los niños se relacionen y jueguen amistosamente a través de una adecuada comunicación entre ellos.

El desarrollo alcanzado por el lenguaje, ya a partir de los 3 años, permite que los educandos sean capaces de expresar sus ideas, responder a las preguntas formulados por la maestra, narrar sus vivencias, emociones, sentimientos, conocimientos, etc.

El educador, para desarrollar en los niños los hábitos comunicativos, les enseñará a expresarse con coherencia, claridad expresiva, uso adecuado del vocabulario aprendido, eliminando expresiones chabacanas, contestar con oraciones completas, etc. Para ello utilizará múltiples vías como las preguntas, las narraciones, las descripciones y las dramatizaciones, entre otras

También es importante que los niños, en sus relaciones con los demás, manifiesten adecuadas normas de comportamiento social, como pedir disculpas, prestar ayuda, saludar y despedirse, no molestar a los demás, pedir permiso, dar las gracias, pedir por favor, hablar en voz baja y no interrumpir al que habla.

Al analizar la formación de los hábitos desde el punto de vista evolutivo, se observa que algunos adquieren mayor importancia que otros en determinados períodos, por la función que cumplen y por el nivel de desarrollo que alcanzan los infantes. Esto tiene que ser tomado en consideración por la metodología que se va a emplear.

Los niños de la primera infancia son seres curiosos e investigadores, comienzan tempranamente a explorar los objetos, manipularlos; accionar con ellos de diversas

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maneras estas acciones se enriquecen a partir de las orientaciones y colaboración del adulto.

Así, en los años de la edad temprana, de los 0 a los 3 años, como ya se ha dicho, la metodología de la formación de hábitos descansa básicamente en la realización de actividades propias del contenido de cada hábito, donde la formación de la experiencia en la propia actividad constituye el eje central del trabajo educativo.

Sin embargo, en el segundo ciclo de la educación infantil, a partir de los 3 años, a esta realización de actividades ha de añadirse el componente verbal como elemento reforzador de la acción que se aprende en la práctica, de modo que los niños se vayan concienciando de sus propias acciones.

En este período, los hábitos que tienen que ver básicamente con el comportamiento social: cortesía, respeto a los adultos, de relación con los demás, ocupan un lugar importante sin dejar que el resto sean relegados, pues ganan en nivel de complejidad y de interiorización.

De igual manera, mientras que en los años tempranos el papel del adulto es preponderante en dicha formación, en la medida en que los pequeños crecen, la formación no va a depender básicamente de los reforzamientos externos que el adulto utiliza, sino además de la participación activa de los mismos niños en el desarrollo de su autonomía y de su independencia, radicando en este aspecto quizá la gran trascendencia que este proceso educativo tiene en la formación de la personalidad.

4.6.1 El papel de la actividad y la comunicación en el desarrollo sociomoral en la infancia mayor  

  Como se ha señalado, es en el proceso de asimilación de la actividad y en el proceso de comunicación con los adultos y los coetáneos cuando los niños adquieren las cualidades psíquicas y las propiedades de la personalidad que les son necesarias. Así, en cada etapa del ciclo evolutivo ellos realizan un conjunto de actividades de las cuales unas influyen o determinan más que las otras en la formación de las cualidades psíquicas que se están formando. En el caso del desarrollo moral, esto cobra una particular relevancia.

Es reconocido que en la primera infancia el juego se considera el tipo principal de actividad, aunque ello no quiere decir que sea la única que provoca variaciones cualitativas en el desarrollo psíquico infantil. En realidad, la acción lúdica, en el sentido propio de la palabra, solo tiene lugar cuando realizan una acción con carácter simbólico.

Es precisamente en el juego donde se evidencia más claramente la formación de la función simbólica de la conciencia, la cual tiene gran repercusión en su desarrollo

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psíquico: les permite operar con símbolos, con representaciones convencionales de la realidad, indicando que se encuentran en un estadio superior del desarrollo del pensamiento, el pensamiento en imágenes o representativo.

En la actividad lúdica, no solo sustituyen los objetos, sino que asumen uno u otro rol y comienzan a actuar de acuerdo con estos. De esta forma, jugando, descubren las relaciones que tienen lugar entre las personas durante el proceso de su actividad laboral, cuáles son sus derechos y deberes y, en este sentido, cumplen y hacen cumplir las normas y reglas del juego. Por ello, si se analiza la trama de interrelaciones que se producen en el desarrollo del juego, se observa que tienen lugar relaciones lúdicas y reales. Las lúdicas reflejan las relaciones que se dan entre los diferentes roles que forman parte del argumento. Las reales son las que tienen lugar entre los que juegan al realizar la actividad de juego: cuando se ponen de acuerdo para distribuirse los roles o cuando valoran el cumplimiento de las reglas en el desempeño del rol, entre otras.

A través de los juegos de roles, conocen la vida social de los adultos, comprenden su función social y las reglas a las que deben subordinarse al interactuar con otras personas, por lo cual la base de dicho desarrollo está básicamente en el sistema de las relaciones que caracteriza al individuo en su medio sociocultural.

Cada etapa del desarrollo sociomoral requiere también de una forma específica de comunicación que satisfaga las crecientes necesidades de los niños, y que estén en correspondencia con sus nuevas adquisiciones en el plano psíquico y físico.

De esta forma, la comunicación práctico-situacional, característica de la edad temprana, que satisface la necesidad de interacción práctica con el adulto como una forma de conocer el mundo de los objetos, en la primera infancia mayor se caracteriza por la forma cognoscitiva-extrasituacional de comunicación, que satisface la creciente necesidad de los pequeños por conocer el mundo que los rodea, a través de la colaboración con el adulto y sus coetáneos.

Ya al final de la primera infancia e inicio de la edad escolar, la comunicación adopta una forma superior, pues el interés por conocer se traslada del mundo objetal al mundo social, lo que les permite colmar su necesidad de conocerse, de conocer a otras personas y de interrelacionarse con ellas. A esta forma de comunicación se le denomina personal-extrasituacional y está muy relacionada con el surgimiento de formaciones psicológicas tan importantes para el desarrollo de la personalidad infantil como son la conciencia de sí mismo, la autoestima y la autovaloración.

Es así como desarrollo sociomoral, actividad y comunicación se engarzan fuertemente, para propiciar y consolidar la personalidad que en este período se ha formado.

En su conjunto, más otras adquisiciones importantes, se determina que al término de la primera infancia, los niños ya son personalidad, aún con mucho tiempo por delante

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para conformarse plenamente, pero ya constituida como tal.

5.1 Particularidades de las formaciones psicológicas en la infancia  

  Sobre la personalidad, Vigotsky señaló que, para estudiar su estructura, es preciso analizarla en sus unidades integrales, que son sus formaciones psicológicas, en las que se expresa la profunda unidad de las esferas esenciales de la personalidad como nivel superior de regulación psíquica del individuo, la unidad de lo afectivo y lo cognoscitivo, de lo inductor y lo ejecutor, las formas que asume la función reguladora de lo psíquico.

La unidad de lo afectivo y lo cognoscitivo revela su importancia como principio teórico y metodológico, no solo en la explicación de la función reguladora de la personalidad, sino también en la determinación de su estructura.

Para poder considerar una manifestación psicológica del individuo como formación psicológica de la personalidad, como una de las unidades integrales constitutivas de su estructura, esta formación psicológica tiene que ser una expresión de la plena unidad de lo afectivo y lo cognoscitivo. De no cumplirse plenamente esta unidad, se está solamente en presencia de un proceso o de una propiedad de la psique, según sean sus características.

Los procesos y propiedades psíquicas constituyen las formas más elementales de expresión de lo psíquico, y a través de ellos se ponen de manifiesto sus funciones refleja y reguladora de la actividad en una u otra dirección: inductora en el caso de procesos y propiedades afectivos, y ejecutora en el caso de los procesos y propiedades cognitivos; sin embargo, el estudio de la función reguladora en sus formas más complejas es solo posible en el contexto de la personalidad, a través de sus formaciones psicológicas.

Las formaciones psicológicas son unidades estructurales complejas de la personalidad a través de las cuales se expresa la autorregulación de la actividad humana, y tienen las siguientes características:

 Las formaciones psicológicas constituyen la plena unidad de lo afectivo y lo cognitivo.

A diferencia de los procesos y propiedades, las formaciones psicológicas manifiestan la unidad de los aspectos inductor y ejecutor de la actividad en su más alta expresión, lo que implica un mayor nivel de efectividad en su regulación.

 Las formaciones psicológicas están mediadas por la conciencia.

Las formaciones psicológicas regulan de una u otra forma la actividad psíquica a través de la participación de la conciencia. Ellas pueden aparecer en el plano de la conciencia como un contenido consciente cuando para el sujeto están claros los objetivos y motivos de su actividad, o bien pueden expresarse conscientemente solo a

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nivel de los objetivos de la acción, aunque para el sujeto permanezcan ocultos los motivos de la actividad; es decir, se exprese en un plano no consciente.

La personalidad presenta determinadas características generales, las cuales no se expresan directamente en cada personalidad concreta, sino que se manifiestan de manera indirecta mediante las formaciones psicológicas que distinguen a cada personalidad en sus manifestaciones reales.

Estas características generales se presentan como un sistema integral. Una de las características generales de la personalidad es su individualidad. Esta se expresa en aquellas características de la personalidad que la diferencian de las demás y que ya desde muy pequeñitos se presentan en los niños, como el nivel de actividad, la adaptación a las nuevas condiciones, el ritmo de aprendizaje, la intensidad de las reacciones, etc.

Los infantes, al igual que los adultos, en el transcurso de su vida, no se ven inmersos en las mismas situaciones, que al ser reflejadas por ellos en determinadas condiciones de su actividad y en sus propias particularidades individuales, favorecen la formación de características de personalidad cuyo contenido, por consiguiente, no coincide con el de otras personalidades. Así, se encuentran personas con intereses, convicciones, ideales, sentimientos, etc., diferentes e incluso diametralmente opuestos.

Estas formaciones psicológicas complejas no surgen en la primera infancia, aunque se organicen premisas de estas. No obstante, en la primera infancia aparecen algunas formaciones psicológicas más simples que tienen una importante incidencia en el desarrollo de la personalidad.

En los niños se reflejan ya las diferentes preferencias hacia determinados juegos y actividades, y también en los intereses, motivos, sentimientos, que son formaciones psicológicas que se desarrollan en la etapa de 0 a 6 años; si bien en estas edades no se puede plantear la existencia de ideales, convicciones o formaciones semejantes que necesitan o implican un nivel de regulación consciente, esto no quiere decir que no se trabaje por su futura formación, ya que sobre la base de un nivel de regulación se va desarrollando otro de nivel superior.

La individualidad se analiza por su forma en el sentido de que las características de la personalidad en diferentes niños se expresan con una dinámica, intensidad, matiz, propios, que posibilitan discriminar entre sus personalidades en formación.

La individualidad como característica general de la personalidad hace que esta sea algo único e irrepetible. No existen dos personalidades idénticas.

El medio social que rodea a los infantes, y sus distintas relaciones, influyen directamente sobre el desarrollo de la personalidad, aunque cada individualidad lo refracta, lo asimila, lo interioriza de manera particular, y desarrolla su propia conducta

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frente a las influencias de ese medio. El hombre no es ajeno a su tiempo, ni a las condiciones histórico-concretas de la sociedad en que vive, en sentido general. El reflejo de las relaciones sociales a partir de las interrelaciones de los niños con su medio contribuye a la formación de características de personalidad con cierto grado de semejanza.

Las normas de conducta, los principios morales, los intereses, las motivaciones, etc., comunes a los miembros de una sociedad no se forman solo por la influencia de este nivel macro social, también influye de manera intensa las relaciones con la familia, donde se regulan su actividad social y se van conformando aquellas características de personalidad de carácter particular, que también son semejantes a algunas otras personas, pero siempre teniendo en cuanta la singularidad, lo particular y lo general.

Aunque varias personas poseen determinadas características de personalidad, ninguna de ellas expresa esa característica de manera idéntica a las demás. De este modo, la individualidad (lo singular) penetra a través de lo particular y lo general; a su vez, las características singulares de la personalidad, que la distinguen como individualidad, no se forman divorciadas de las condiciones generales y particulares en que transcurren las relaciones sociales que son reflejadas por el individuo en el proceso de formación de su personalidad.

Otra característica general de la personalidad es su integridad, la cual se manifiesta en la tendencia de la personalidad a que su configuración psicológica sea lo más armónica posible, sin grandes antagonismos internos y externos. Se observa en el hecho de que las cualidades en las que se expresan las diferentes formaciones psicológicas de la personalidad se relacionan armónicamente.

La estabilidad es también una característica de la personalidad que tiende a que su configuración psicológica permanezca a pesar de los cambios, tanto internos como externos, que confronta el sujeto. Es aquella característica de la personalidad que permite reconocerla como tal, a pesar de que el individuo esté inmerso en las disímiles situaciones de los cambios que ocurran en las condiciones y estados objetivos y subjetivos de su vida. De no poseer esta característica, la personalidad no podría existir y el sujeto sería un juguete de cualquier influencia a la que se viera sometido.

Las formaciones psicológicas dependen de las condiciones sociales de existencia concreta de los sujetos. Por ello manifiestan una estabilidad relativa, lo que implica que si estas condiciones varían radicalmente, esta variación influye, se expresa, a nivel de personalidad.

Debe señalarse que el hecho de que la estabilidad sea relativa, no implica que todo cambio en las condiciones de vida determinen automáticamente cambios en la personalidad, sino que se refiere a la necesaria influencia en esta en los cambios radicales y profundos de dichas condiciones, en concordancia con las propias características de la personalidad.

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 Las formaciones psicológicas conforman una estructura.

Las formaciones psicológicas pueden tener diferentes niveles de complejidad y de desarrollo que determinan una cierta organización, que viene dada por la mayor o menor complejidad, su grado de integridad, y por la posible jerarquía en que estén organizadas dichas formaciones.

Los diferentes grados de complejidad que manifiestan las formaciones psicológicas de la personalidad han dado lugar a dos tipos fundamentales: generalizadoras y particulares.

Las formaciones psicológicas generalizadoras son aquellas que abarcan un mayor nivel de generalización y predominio de una de las dos grandes esferas de regulación de lo psíquico: la regulación inductora y la regulación ejecutora. En este sentido, el carácter constituye la formación psicológica que generaliza la esfera de la regulación inductora de la personalidad, mientras que las capacidades generalizan la esfera de la regulación ejecutora.

5.2 Algunas formaciones psicológicas de la primera infancia  

  El proceso de formación y desarrollo del carácter como manifestación de la esfera motivacional de la personalidad tiene lugar desde la temprana infancia, a partir del surgimiento de la autoconciencia alrededor de los 3 años, cuando los niños dejan de ser objeto de la actividad de los adultos para convertirse en sujetos de su propia actividad, según comienzan a autorregular su propia conducta. Este proceso de autorregulación lo realizan, primero, sobre la base del criterio de los adultos, de sus normas y valoraciones, y posteriormente, en una etapa superior, sobre la base de sus propios criterios, lo que ocurre en la adolescencia y la juventud.

En la formación del carácter de los infantes, al adulto le corresponde un papel fundamental, ya que constituye un modelo al cual ellos tienden a imitar. De ahí la importancia de eliminar o evitar las contradicciones entre el sistema de exigencias que el adulto les plantea y su propia actuación, por cuanto esto influye negativamente en la formación del un carácter integral.

Así, por ejemplo, en el hijo se crearán contradicciones si los padres que le exigen que sea disciplinado y honesto, hacen todo lo contrario.

Por otro lado, no deben existir contradicciones entre las influencias educativas que plantean el centro de educación infantil, el colegio y la familia. Por ejemplo, a la formación de la perseverancia contribuye no solo el maestro cuando les plantea la

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realización de una actividad difícil, sino también los padres cuando apoyan el trabajo del educador al exigir y controlar en casa la realización de tareas escolares o cualquiera otra tarea difícil para los hijos.

A la formación de la decisión y la independencia como cualidades volitivas del carácter, contribuyen los padres en la medida en que posibilitan al hijo su participación en las tareas de autoservicio y propician, por ejemplo, que él escoja alguna de sus ropitas para pasear, etc. Los niños pueden participar también en la planificación de los paseos, y los padres deben tener en cuenta sus preferencias y deseos en muchas de las actividades que se realizan en la familia.

En relación con las situaciones de conflicto, es necesario hacer reflexionar a los pequeños para que tomen una decisión a partir de las alternativas que el conflicto les plantea; así se educan la independencia, la decisión, el autodominio y la perseverancia.

A través del juego es posible formar en ellos rasgos caracterológicos como la disciplina, el colectivismo, la organización, cuando, por ejemplo, se les enseña que comparta sus juguetes con sus compañeros y que dejen recogidos y ordenados sus juguetes una vez finalizado el juego.

En resumen, al término de la primera infancia, el carácter como formación psicológica de la personalidad presenta una estructura y organización que permiten caracterizar a cada niño o niña en particular, y que los diferencia notablemente a unos de otros.

Además, en la esfera de la regulación inductora existen formaciones particulares que expresan de manera específica la regulación afectiva de la actividad, que se denominan formaciones motivacionales, como los intereses, las convicciones, los ideales, las intenciones, la autovaloración.

Los intereses son formaciones psicológicas particulares que expresan la orientación afectiva del hombre hacia el conocimiento de determinados hechos, objetos o fenómenos.

En los intereses se manifiesta también la unidad de lo cognitivo y lo afectivo, pero predomina en su orientación lo afectivo, por lo que constituye una formación motivacional.

Los intereses se distinguen por su contenido: existen intereses culturales, profesionales, deportivos, científicos, etc., que determinan una multiplicidad de estos. Hay niños que se distinguen por poseer intereses limitados, mientras que otros manifiestan una gama muy diversa de ellos.

La importancia de los intereses como formación motivacional estriba en que, si los pequeños poseen intereses sólidos y estables hacia una actividad, desarrollarán un

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mayor nivel de ejecución en ella.

Desde edades muy tempranas, es necesario fomentar los intereses con actividades de calidad, con una buena motivación; su buen desarrollo puede lograr y despertar en ellos el interés hacia lo que ven y lo que escuchan.

El interés de los infantes por el conocimiento (cognoscitivo) de la naturaleza, por investigar el mundo que los rodea, por la música, por las artes, etc., es trabajo del educador, sin despreciar por supuesto las inclinaciones naturales de cada uno de ellos, que también se manifiestan y desarrollan cuando la estimulación es adecuada.

Es así como en esta edad los intereses cognitivos estables y discriminados los motivan al deseo de aprender, de obtener constantemente nuevos conocimientos.

La autovaloración reviste gran importancia como formación motivacional compleja de la personalidad, si se tiene en cuenta el papel de la autoconciencia en el desarrollo de esta última: el desarrollo de la autoconciencia lleva aparejado el desarrollo de la autovaloración como dimensión valorativa de la autoconciencia.

Las capacidades son las formaciones psicológicas de la personalidad, que son condiciones para realizar con éxito determinados tipos de actividad. Se revelan en cómo se realiza una actividad dada, que es siempre capacidad para algo, para uno u otro trabajo, aprendizaje, etc.

Las capacidades son predominantemente ejecutoras, y en ellas se da la unidad de los procesos cognitivos y afectivos. Es evidente cómo intervienen en las capacidades los procesos cognitivos de percepción, memoria, pensamiento, etc., así como los emocionales, en la realización de cualquier tarea o actividad.

Se manifiestan en la dinámica (rapidez, facilidad, profundidad) con la que se adquieren los conocimientos, hábitos y habilidades.

En la primera infancia, se desarrollan capacidades de tipo sensorial, motrices, para la asimilación del lenguaje. En investigaciones realizadas por S. León, se planteó el desarrollo en esta edad de una capacidad intelectual general que permite a los niños de estas edades utilizar o transferir un procedimiento para resolver una actividad determinada a otra de carácter similar.

Las capacidades son formas de actuación más complejas que las que las preceden (las habilidades y hábitos). En ellas se integran los conocimientos, los hábitos y las habilidades, así como otros procesos de la personalidad de forma cualitativamente superior, lo que contribuye en la determinación de las estrategias particulares seguidas en la realización de las actividades, por lo que participan en la regulación de la actuación del sujeto. Son precisamente las capacidades las que encargan de integrar los datos esenciales para la actuación (los recursos propios con que cuenta el sujeto, las

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condiciones a las que hay que atenerse según el contexto, y las exigencias de los resultados que se quieren alcanzar). Estos elementos son los que permiten determinar la estrategia particular que se seguirá en la ejecución de la actuación, y posibilitan su orientación.

De esta forma, las capacidades son formaciones psicológicas de la personalidad que constituyen condiciones indispensables para realizar con éxito la actividad.

De todo lo anterior se desprende que el desarrollo de las capacidades está indisolublemente vinculado al desarrollo psíquico general del sujeto y, por tanto, está también relacionado con el proceso de adquisición de conocimientos, hábitos y habilidades, con el aprendizaje; pero el proceso de desarrollo de las capacidades y el de aprendizaje no coinciden, aunque están íntimamente ligados.

Así, las capacidades son premisas y resultados indirectos del proceso de aprendizaje. Por ejemplo, el hecho de que un niño o niña tempranamente manifieste capacidades musicales no es ninguna garantía absoluta de que llegue a ser músico. Por otra parte, en el desarrollo de las capacidades influye la asimilación y posterior utilización creadora de los conocimientos, hábitos y habilidades; a través de la educación y la enseñanza que se trasmite a los niños tiene lugar el desarrollo de capacidades. De este modo, cuando los educandos asimilan un sistema de conocimientos, adquieren también el dominio de las operaciones mentales que están en la base de estos, lo que los ayuda a desarrollar sus capacidades intelectuales.

Por otra parte, el nivel de desarrollo alcanzado por la sociedad tampoco determina directamente el desarrollo de las capacidades, sino que este depende de la apropiación individual de la cultura que hace cada niño en su actividad y comunicación.

Foto: formación de capacidades. La necesidad del desarrollo social ejerce gran influencia en la formación de capacidades, pero ello depende en mucho del propio interés de los niños, y de sus posibilidades reales de aprendizaje, como puede suceder en la formación de habilidades para actuar con un ordenador.

La vía más segura para determinar las capacidades de los pequeños es revelar la dinámica de sus éxitos en el aprendizaje. A. Petrovski considera que observando cómo

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ellos, con ayuda de los adultos, van adquiriendo los conocimientos y habilidades, así como también las distintas maneras de recibir ayuda (algunos, aun habiéndola recibido, progresan lentamente, mientras otros demuestran, en las mismas condiciones, marcado éxito), se pueden sacar conclusiones fundamentales en cuanto a la dimensión y potencia de sus capacidades. De aquí la importancia del papel del educador en la determinación del nivel del desarrollo de las capacidades y en la dirección del propio proceso de formación.

Las capacidades son de dos tipos:

 Generales. Son aquellas que pueden responder a las exigencias de diferentes tipos de actividad; por ejemplo, el predominio de uno u otro sistema de señales en la actividad mental de los niños; si es el de imágenes, están en la base de las capacidades artísticas; si es el de la palabra, en la base de las capacidades matemáticas, físicas, científicas, en general. Otra cualidad que puede ser incluida en este grupo es la de generalización de conjuntos de relaciones, datos, etc., de la cual habla Rubinstein y que puede estar en la base tanto de la capacidad del matemático como del escritor, etc.  Específicas o particulares. Son las que responden a un número más reducido de exigencias relativas a un determinado tipo de actividad; por ejemplo, las posibilidades didácticas del maestro y la posibilidad de representación gráfica en el arquitecto.

Entonces, ¿cómo se da entonces este proceso de apropiación?

1) El hombre, con su trabajo, concreta en los objetos sus capacidades; cuando un objeto nuevo se materializa, un conjunto de operaciones para cada dominio debe desarrollarse.

2) Cada sujeto, al realizar una actividad con estos objetos, se apropia de los conocimientos, hábitos y habilidades depositadas en ellos y de las capacidades necesarias para su utilización. Este proceso es, por tanto, activo por parte del sujeto, pues es necesaria la realización de la actividad adecuada con dicho objeto.

3) De esta forma, en este proceso se crean premisas para el desarrollo ulterior de la actividad del sujeto y se engendran nuevas funciones.

4) Por último, las capacidades no pueden formarse en los infantes por la sola influencia del objeto con que actúan, sino que es también indispensable la presencia del adulto, que media en sus relaciones de comunicación en su actividad con el mundo de los objetos. Es decir, los adultos indican, enseñan cómo actuar adecuadamente con el objeto.

De todo lo anterior se desprende que las capacidades, aunque pueden ser un resultado indirecto del proceso de aprendizaje, también pueden formarse activamente con un proceso especialmente dirigido, lo cual conduce a una pedagogía de las capacidades. Al respecto, Venguer señala, entre otras, dos condiciones o factores que intervienen en el desarrollo de las capacidades y que pueden hacer que este desarrollo sea dirigido especialmente:

 La elaboración de un sistema de contenidos y métodos especiales de enseñanza, que es tarea conjunta de psicólogos y pedagogos. Por ejemplo, juegos de construcción que desarrollen capacidades representativas, instrumentales, etc.  La formación de intereses estables, profundos y multifacéticos. Aquí se enfatiza la necesaria relación que debe establecerse en el proceso docente-educativo entre la formación del carácter y las

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capacidades, cómo cada uno de ellas, como formación psicológica, puede influir en el desarrollo de la otra; por ejemplo, el desarrollo de una capacidad, al permitir la realización exitosa de una actividad, puede fomentar el interés hacia esta, y el desarrollo de intereses fuertes repercute en el desarrollo de las capacidades correspondientes.

La formación de capacidades en la primera infancia implica el desarrollo de diversas manifestaciones, que tienen que ver con lo intelectual, lo afectivo, lo motor y lo lingüístico, entre otras.

Dentro de ellas, un grupo tiene una importancia fundamental a los fines del aprendizaje y el desarrollo cognitivo de la personalidad, que se refiere básicamente a la formación de capacidades intelectuales generales que por su esencia sirven a muchos tipos de actividad.

En este sentido, puede hablarse de capacidades intelectuales generales y especiales (especificas).

Entre las generales, se encuentran la observación, la capacidad de razonar, de aprender, que son actividades que tienen un carácter general, inespecífico. Esto se debe a que en la primera infancia la actividad no está diferenciada por tipos de trabajo o ramas específicas del conocimiento, sino que tienen un carácter amplio y general, global.

Ello no elimina la existencia y formación de capacidades de tipo específico, que de modo general se adquieren fundamentalmente en el período de la primera infancia mayor, como es el oído musical, la capacidad para apreciar proporciones, el análisis y la diferenciación sonora de la palabra, entre otras.

La formación de capacidades generales no supone la asimilación de un sistema de hábitos, habilidades y conocimientos que exigen uno u otro tipo concreto de actividades, como sucede en el caso de los adultos, aunque existan actividades de tipo productivo como el dibujo o la construcción, que se concretan a un campo de la actividad.

En este sentido, todos tipos de actividad infantil tienen un amplio espectro de tareas que se relacionan con cualquier rama de la actividad, como son, por ejemplo, las tareas de la comunicación, el establecimiento de relaciones con lo que los rodea, la utilización y construcción de una idea, la subordinación a un patrón y una regla, la solución de situaciones en la actividad conjunta.

Esto hace que lo básico y fundamental en la primera infancia sea la adquisición de cualidades y capacidades psíquicas más generales, que son el fundamento para la asimilación posterior de distintos tipos de conocimientos, habilidades y hábitos especializados.

Estos tipos de capacidades generales que determinan el surgimiento de las capacidades generales y especiales, son, por naturaleza, acciones de orientación, a

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pesar de que el tipo de acciones constituye una discusión actual entre los diversos autores.

De hecho, Rubinstein considera que la calidad de los procesos de análisis, síntesis y generalización, particularmente de la generalización de relaciones, constituye el núcleo básico de estas acciones en la primera infancia.

Por su parte, Manchinskaya y Kalmikova plantean que la noción de enseñabilidad como capacidad intelectual general para la asimilación de conocimientos, en la que se da la generalización de la actividad pensante y la dirección a la abstracción y generalización de lo esencial, constituyen el núcleo básico de estas acciones, lo que las hace coincidir con Rubinstein.

Ponomariov plantea que estas acciones son la posibilidad de actuar en la mente, en el plano interno.

Venguer critica la posición de Rubinstein y las otras autoras, y plantea que esa asunción es una determinación lógica y no psicológica de las capacidades. En el caso de Ponomariov, que esboza la realización de acciones en un plano interno, señala que esta posición no dice nada sobre qué tipo de acciones específicas son las que las propician.

En opinión de Venguer, el contenido psicológico de las capacidades intelectuales generales son las acciones de modelación, o sea, la construcción y utilización de imágenes funcionalmente equivalentes a modelos espaciales reales que implican la utilización de sustitutos de los objetos reales, primero en un plano externo, y luego en plano interno, tanto de los objetos (sustitutos), como de las relaciones entre los objetos (es decir, entre los sustitutos).

Desde este punto de vista, actividades como el juego, el dibujo, la construcción y el modelado, entre otras, son tipos fundamentales de actividades de carácter modelador en la primera infancia media y mayor.

Ello quiere decir que incluyen la reconstrucción de relaciones entre los objetos y sus partes con la utilización de unos u otros sustitutos materiales de estos objetos. Tales formas materiales externas de modelación en la actividad de los niños crean la base para la formación interna de las formas ideales de la modelación.

Las capacidades generales tienen, entonces, significación para muchas actividades, mientras que las especiales suelen estar enfocadas para casos específicos como sucede con el análisis sonoro de la palabra o la utilización de la medida para determinar la longitud de los objetos. No obstante, por lo general, la realización de una actividad requiere de ambos tipos de capacidades.

En ocasiones, se ha debatido si realmente se puede hablar de formación de capacidades como tal en la primera infancia, dado que las capacidades están en

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constante formación. Es cierto que se construyen premisas de tales capacidades, por lo que han de constituir un objetivo de la educación infantil y se deben incluir en el desarrollo de las actividades, pues, sin conocer el desarrollo de las capacidades, no es posible esclarecer las regularidades generales del desarrollo psíquico.

La práctica ha demostrado que en la primera infancia se presentan formaciones psicológicas que coinciden con la de alguna capacidad, tanto motoras (las relacionadas con posición erecta, la marcha, la coordinación de movimientos, la flexibilidad, entre otras), como las comunicativas y las cognoscitivas de tipo intelectual, que implican la transformación de procesos involuntarios o voluntarios, que permiten a los niños orientarse en las cualidades y propiedades de los objetos y en sus vínculos esenciales y anexos.

Por tanto, a finales de la primera infancia, la formación de la personalidad tiene un grado de desarrollo tal que involucra, además de autoconciencia, autovaloración y jerarquización de motivos, la presencia de determinadas formaciones psicológicas, como es el caso de las capacidades, que se incorporan ya en el nivel regulador de su actividad general. Desde este punto de vista, la formación de capacidades generales y específicas constituye un paso fundamental en la formación de la personalidad.

6.1 La formación de hábitos en la primera infancia  

  Los hábitos son formas de asimilación de la actividad en el plano ejecutor de regulación de la personalidad. La actividad como tal tiene una estructura formada por las necesidades que la provocan, el motivo que las impulsa, los objetivos que se pretenden alcanzar, las acciones y condiciones en que la actividad se desenvuelve, y las operaciones. La sistematización de las operaciones conduce a la automatización de procesos que antes tenían una regulación consciente, pero que ahora pasan a tener una menor participación de la conciencia; esta automatización es lo que se denomina hábitos.

Desde este punto de vista, un hábito consiste en la ejecución y regulación de un conjunto de operaciones dirigidas a un fin; son procedimientos automatizados para la realización de diversas acciones.

Esta automatización puede darse en un plano externo (hábitos motores como escribir o conducir un coche), o en un plano interno (hábitos intelectuales).

Sin embargo, también hay hábitos referidos a la actividad en sus más diversas manifestaciones, como hábitos laborales, docentes, deportivos, etc. Todos tienen un elemento común: transformación y modificación en la actividad en

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la que se sistematizan operaciones, que inciden en su calidad, la cual se expresa en:

 Rapidez en la acción (por la automatización). Integración de operaciones parciales en un proceso único (hábito). Eliminación de movimientos y operaciones superfluos (manteniendo las esenciales y efectivas). Posibilidad de hacer otras operaciones al mismo tiempo que se realizan las ya automatizadas, como cuando se conduce un coche. Disminución de esfuerzo, fatiga y tensión al actuar.

Esta disminución de la fatiga, el esfuerzo y la tensión es porque la base del hábito a nivel del funcionamiento cortical la constituyen los estereotipos dinámicos, que son formas de comportamiento que se vuelven automáticas por realizarse mediante vías funcionalmente habituales, lo cual reduce el gasto fisiológico y, consecuentemente, la disminución de la tensión y la fatiga.

La formación de estereotipos puede darse al azar, pero esto puede determinar una conducta mal organizada, por lo que el hábito ha de formarse mediante la enseñanza y el aprendizaje, a través del entrenamiento y la ejercitación, y no de manera espontánea. Para ello es imprescindible definir las operaciones que lo componen y estructurar las tareas para ponerlas en juego, reiterando y variando las condiciones para evitar la rigidez, dar reforzamiento, que permite rectificar, y dosificar y organizar correctamente los ejercicios.

En el caso particular de la primera infancia, sobre todo en la edad temprana, la formación de hábitos constituye la forma más apropiada de organizar la conducta de los infantes, lo cual contribuye a la estabilidad emocional y a dirigir de modo seguro su comportamiento general, que redunda en el surgimiento de rasgos positivos de la personalidad.

Los hábitos que se forman en la edad temprana se perfeccionan y consolidan en la primera infancia mayor, permitiendo así una labor educativa continuada que va conformando comportamientos que, por su reiteración, se van incorporando paulatinamente a la estructura de la personalidad que se está formando.

Es por eso que el educador debe conocer profundamente cómo formar estos hábitos, para lo cual requiere de un conjunto de metodologías que le ayuden a elaborar un plan de acción.

Estos hábitos favorecen, además, a la formación de la autonomía e independencia en los niños, cualidades que deben surgir como consecuencia de la asimilación de los diversos procedimientos que están en la base de cada hábito.

Los principales hábitos que se deben formar en la primera infancia tienen que ver con los higiénico-culturales, alimentarios y de mesa.

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6.2.1 La formación de hábitos alimentarios  

 La ablactación.

Alrededor del cuarto mes, se inicia con el bebé la alimentación complementaria o ablactación, que consiste en la introducción de otros alimentos además de la leche.

Algunos nutrientes como, por ejemplo, la vitamina C y el hierro se encuentran en cantidades insuficientes en la leche, de ahí la necesidad de introducir otros alimentos. Es imprescindible seguir las indicaciones médicas para iniciar o retrasar la ingestión de algún alimento, para evitar problemas alérgicos que se puedan producir.

Se comienza dando una pequeña porción del alimento nuevo antes de la leche o la comida que corresponda en el menú del día, y se observará si se tolera. En los días sucesivos, se irá aumentando la cantidad hasta alcanzar la adecuada según la edad. Se dejará un margen de aproximadamente cinco días para introducir otro alimento nuevo.

 Enseñar a degustar los alimentos.

Es importante enseñar a los lactantes a degustar cada nuevo sabor de modo que lo aprendan a distinguir. El gusto es una sensación subjetiva que se crea por la costumbre, pero en ningún caso se los debe obligar a comer un determinado alimento. Si existe rechazo, se insistirá nuevamente al cabo de algunos días hasta acostumbrarlos a sabores diferentes.

 La libreta del primer alimento.

Para los casos de los lactantes que se incorporen a centros de educación infantil es aconsejable llevar una libreta donde los padres reflejarán la hora, cantidad y tipo de alimento que ingirió su bebé en la primera toma del día, lo que servirá de guía para continuar su alimentación posterior.

 El orden y la mezcla al alimentar al lactante.

Los alimentos se dan mezclados al bebé durante el primer año de vida, adecuada y ordenadamente de tal forma que se una la proteína con el plato feculento en pequeñas porciones (puré de verduras, legumbres, pastas, cereales, etc.); después, el postre y, por último, la leche y el agua, que se pueden ingerir en cualquier momento. Atendiendo al valor nutricional de la leche y a las características individuales, se puede ofrecer antes y durante el proceso.

Al comenzar el segundo año de vida, es importante enseñarles el orden en que se ingieren los alimentos; por ejemplo, si hay sopa en el menú, se ingerirá primero y el resto de los alimentos después, mezclándolos en la forma adecuada; si hay huevo, puré y ensalada, se van mezclando en pequeñas porciones; después se ingiere el postre.

A partir del tercer año de vida, los niños ingerirán por sí solos los alimentos, y los adultos les ofrecerán ayuda u

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orientaciones verbales en caso necesario.

 Cómo ofrecer el agua.

Un nutriente esencial para la vida es el agua, por lo que se les ofrecerá con periodicidad: en los procesos de alimentación, antes del sueño, durante la vigilia; en fin, en todo momento. La cantidad de agua que se ofrecerá no estará limitada, y dependerá de la temperatura ambiental, el estado de salud del infante, y la actividad física realizada, entre otros. A los del segundo y tercer año se les ofrecerá el agua, y a partir del cuarto año la tomarán de forma independiente.

En el caso de los centros de educación infantil, el agua se coloca en un lugar cercano a los niños, tapada adecuadamente; los vasos y jarras se colocan boca abajo en una bandeja, tapados, y al lado otra bandeja para los usados.

 El uso de los cubiertos.

En el primer año de vida, se introducirá la cuchara con los alimentos semisólidos. El adulto tomará una pequeña porción de estos con la cucharita y la colocará sobre la mitad posterior de la lengua, esperará a que el bebé la trague para ofrecerle otra. La cuchara no se puede llenar para evitar una broncoaspiración y facilitar la ingestión de los alimentos. Se utilizará una para los alimentos salados y otra para el postre.

A los diez meses y medio, se enseña a los pequeños a manipular la cuchara para comer. La persona encargada de la alimentación realizará movimientos con las manos de este, llevando los alimentos del plato a la boca; lo repetirá varias veces durante el proceso.

La utilización de la cuchara para comer solo es un objetivo que lograr al final del segundo año de vida, aunque se comience a trabajar desde los 12 meses. La ayuda del adulto irá disminuyendo en la medida en que ellos adquieran la habilidad. Al mismo tiempo, se les explicará y demostrará durante el proceso la forma de masticar: con la boca cerrada y despacio, sin emitir sonidos y tomando con la cuchara porciones pequeñas de los alimentos.

Los cubiertos, excepto el cuchillo, se cogen por la parte cercana al extremo, entre los dedos índice y pulgar, apoyándola sobre los dedos del medio, anular y meñique, que permanecerán unidos y un poco flexionados hacia la palma de la mano.

Durante el tercer año de vida, utilizarán la cuchara para comer todo tipo de alimentos, excepto el postre, para lo cual usarán la cucharita.

Los niños del cuarto año de vida logran utilizar bien la cuchara y la cucharita, y en esta edad se introduce el tenedor para el puré semisólido, las carnes, las pastas y ensaladas, fundamentalmente a partir del segundo semestre. El tenedor se toma de la

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misma forma que la cuchara.

En el quinto año se consolida el uso del tenedor con todos los alimentos que lo requieran; se introduce el cuchillo en el segundo semestre, y en el sexto año de vida se continúa consolidando la forma de utilizar la cuchara, la cucharita y el tenedor, y se perfecciona el uso del cuchillo. Este se coge entre los dedos medio y pulgar, con el dedo índice colocado en la parte superior, los dedos anular y meñique servirán de apoyo; en la otra mano se sostendrá el tenedor.

En los centros de educación infantil, la introducción de los cubiertos a partir del tercer año de vida debe hacerse con pocos niños (4 o 5), para poder mostrarles la forma correcta de utilizarlos. En este proceso es imprescindible tener en cuenta el desarrollo y, por consiguiente, las posibilidades de los pequeños, por lo que podrá introducirse un nuevo cubierto, si ya ellos han logrado usar de modo correcto los anteriores.

Resulta muy importante que tanto los docentes como los padres controlen la introducción paulatina de estos utensilios y estimulen a los infantes de forma agradable y con voz adecuada a que ingieran todos los alimentos. Se debe evitar agobiarles, y nunca hay que obligar a los zurdos a comer con la mano derecha.

 El uso del vaso.

A partir de los 7 meses, el bebé comenzará a tomar alimentos líquidos del vaso. Se introducirá de forma paulatina, comenzando con el agua y el zumo y, posteriormente, la leche. Primero se ofrecerán cantidades pequeñas en el vasito y el resto en el biberón. La cantidad se aumentará poco a poco en el hasta que tome con él la totalidad del líquido que contenga.

Los docentes y padres favorecerán que los niños beban solos del vaso, insistiendo en su agarre con ambas manos, colocando una en el asa. El sostén con ayuda será cada vez menor hasta que, a finales del primer año, logren beber solos del vaso.

 El uso de las servilletas.

En el primer año se utilizará para mantener limpia la boca del bebé y se usará cada vez que sea necesario, evitando recoger con la cucharita el alimento que se derrame.

En el segundo año se trabajará para que comiencen a utilizar la servilleta por sí mismos, para ello se harán primeramente demostraciones de cómo se usa. En los centros de educación infantil, después de demostrarlo con un niño, se les demostrará a todos los de la mesa, de modo que cada uno pase su servilleta suavemente alrededor de los labios.

Siempre se estimulará verbalmente a los educandos para que lo hagan durante el proceso de alimentación y al final de manera independiente.

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A los del tercer año de vida, se les enseñará a utilizar la servilleta cada vez que tengan la boca sucia, propiciando así la ejercitación, pero la exigencia mayor está dirigida a que la usen al finalizar la alimentación. A los del cuarto, quinto y sexto años de vida, se les enseñará, además, a utilizarla antes y después de tomar líquidos.

Se debe evitar agobiar a los niños con reiteraciones cuando no utilicen la servilleta en la forma orientada.

Esta puede doblarse de diferentes maneras, y se coloca en el lado izquierdo del plato. En el caso de los niños que se encuentren en el sexto año de vida, se les enseñará que, al sentarse, se la pueden colocar abierta sobre los dos muslos.

6.2.2 Hábitos higiénico-culturales  

 El sueño.

En el primer año de vida, este proceso se realiza en el dormitorio. En los centros de educación infantil, las cunas llevarán un rótulo con el nombre del niño o niña, su fecha de nacimiento y el tipo de leche que toma.

Los educadores, o los padres en los casos en que accedan a la sala, colocarán al bebé en su cuna, acariciando la cabeza y espalda suavemente hasta lograr el sueño; esto puede acompañarse con canciones de cuna.

En los centros de educación infantil, el proceso de sueño con los niños del segundo al sexto año de vida suele realizarse en camitas, que deben estar rotuladas con el nombre de cada uno de ellos para garantizar su uso individual. Al organizar el proceso de sueño, el educador o la asistente pedagógica deben acostarlos en posición alterna con el rótulo hacia los pies. Entre las camitas se colocarán sillas para sentarse, quitarse o ponerse los zapatos y los calcetines.

Se debe estimular a los niños a dormir el tiempo que establece su horario de vida; si alguno despierta, debe mantenerse descansando en su camita. Cuando evacuen sus esfínteres estando dormidos, hay que cambiarlos de inmediato.

Durante toda la infancia, los niños se quedarán con calcetines en invierno; el uso de la ropita de dormir y las mantas dependerá de la estación del año o de las condiciones de la temperatura en el día.

 El aseo en el primer año de vida.

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En la sala de lactantes, este proceso se realizará cada vez que los bebés orinen o defequen. Para su preparación se crearán en el baño las condiciones siguientes:

 Toallas para el secado de las manos del adulto que realizará el baño. Pañal individual en el cambiador. Cantidad suficiente de agua tibia en la palangana. Ropa necesaria, toalla, y jabón.

Se lavará solamente con agua si está orinado, y si está defecado con jabón. El lavado se hará de delante hacia atrás para evitar infección en los órganos genitales. A continuación, se le secará y vestirá. Para terminar, se recogerán todos los útiles, se vaciarán los restos del agua de la palangana o recipiente que se usó, se eliminarán los restos de heces del pañal. Es muy importante que el adulto que efectúe esta operación, se lave muy bien las manos con agua y jabón, utilizando un cepillo para las uñas. Las toallas para el secado de las manos de este personal serán individuales.

 El baño.

En el primer año de vida, se les bañará acostados. Independientemente del año de vida en que estos se encuentren, primero se les lavará la cabeza, enjuagándola y secándola inmediatamente; después la cara y las orejas, preferentemente solo con agua, utilizando la palma de la mano, y se procederá a secarla. De tener la cara muy sucia, el adulto se enjabonará las manos y la pasará por la carita, enjuagándola rápidamente y secándola de inmediato. Posteriormente, se le enjabona el resto del cuerpo comenzando por el cuello, torso, brazos, genitales, piernas y pies. Se enjuagará todo el cuerpo con suficiente agua, especialmente las partes que forman los pliegues. A continuación se les secará y vestirá, comenzando por el pañal.

En el primer año de vida, la cabeza se lavará diariamente; en el segundo, dos veces a la semana; y a partir del tercer año, una vez por semana, y cada vez que sea necesario.

Durante el cuarto y quinto años de vida, se ha de trabajar para lograr que adquieran más independencia, haciendo que participen activamente en su baño; por ejemplo, lavándose la cara, echándose agua, lavándose los brazos, manos, piernas, torso, etc.

Para cuidar la vida y la salud de los infantes durante este proceso, es importante adoptar una serie de medidas que deben ser de estricto cumplimiento:

 El agua para el baño debe tener una temperatura que no ofrezca peligro. Al realizar el baño, el agua se debe regular de acuerdo con el estado del tiempo. No se debe regular el agua con los niños dentro de la bañera. El baño se efectuará con las persianas entornadas si hace frío. No dejarles solos en ningún momento. El suelo del baño se secará continuamente para evitar caídas. El lavado de manos.

Este trabajo se inicia a partir del segundo año, indicándoles colocar las manos debajo

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del chorro de agua. A partir del tercer año de vida, el adulto puede aprovechar la actividad independiente para enseñarles cómo lavarse las manos, realizando las demostraciones necesarias: poner las manos bajo el agua, enjabonarlas, enjuagarlas y, por último, secarlas. Estas mismas acciones podrán realizarse en el hogar, aprovechando los diferentes momentos que se propicien.

Se debe insistir en que participen conjuntamente con el adulto y vayan nombrando los diferentes útiles que se emplean, lo que favorecerá su reconocimiento, así como el desarrollo del lenguaje, a partir de su correcta pronunciación.

En el horario de aseo, el educador o la asistente pedagógica pueden realizar la demostración de cómo se hace este aseo, trabajando simultáneamente con pequeños grupos de tres o cuatro niños.

Los pequeños del cuarto año de vida pueden lavarse las manos con indicación del adulto, y los de quinto y sexto año lo harán solos y correctamente, por lo que las toallas deben estar a su alcance para lograr que las usen de forma independiente.

 El lavado de la cara.

A partir del tercer año se les debe enseñar a lavarse la cara. Para ello se aprovecharán los momentos del aseo y se demostrará cómo hacerlo: con la palma de la mano, se pasará el agua por toda la cara y después se secará, presionando suavemente la toalla. Para reafirmar el lavado de la cara se les puede invitar a lavar la cara de la muñeca que la tiene sucia, estimulándolos a que lo hagan de la forma indicada.

Los educandos del cuarto año de vida se lavarán la cara solos, siguiendo las indicaciones del adulto, y los de quinto y sexto lo harán de forma independiente.

Las acciones correspondientes al lavado de la cara pueden ejercitarse en la actividad independiente o en el juego en el hogar.

 La higiene bucal.

Las enfermedades que afectan a los dientes y las encías pueden ocasionar afectaciones a otros niveles del organismo. La caries es una enfermedad infectocontagiosa de relativa frecuencia, producida por un agente llamado estreptococo mutans, que se trasmite de una persona a otra. Los residuos de alimentos en la boca o las sustancias producidas por su transformación crean el medio idóneo para la acción de estos microorganismos sobre los dientes, provocando las caries.

Desde que el bebé nace, comienza a ingerir alimentos, por lo que se debe limpiar diariamente la cavidad bucal. La técnica que se puede emplear es la siguiente: previa higienización escrupulosa de las manos, el educador enrollará la gasa estéril en su dedo índice, lo mojará con agua hervida o mineral, cuidando que el borde del frasco no toque

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la gasa, se harán movimientos giratorios en las encías hasta quedar estas limpias.

Precauciones:

 La gasa no debe quedar embebida en agua. El agua debe estar a temperatura ambiente. El uso de la gasa es individual. El adulto debe lavarse las manos antes y después del proceso.

Materiales que se requieren:

 Frasco de cristal con agua hervida, de boca estrecha, debidamente tapado. Torundas de gasa estériles.

A partir del brote del primer diente y hasta el segundo año, el adulto les lavará los dientes con un cepillo humedecido en agua hervida, sin utilizar pasta dental. Una vez terminado el cepillado, se enjuagará el cepillo. En los centros de educación infantil, se destinará un cepillo rotulado para cada niño o niña.

A partir del tercer año de vida, para que los educandos aprendan a cepillarse los dientes correctamente es necesario que se les demuestre, realizando las acciones. Para ello se les enseñará que los dientes superiores se limpian por su parte visible y también por dentro, de arriba hacia abajo, nunca de abajo hacia arriba. En los dientes inferiores, el cepillado se realizará también por fuera y por dentro, y el movimiento del cepillo debe ser de abajo hacia arriba (de la encía al diente). Una vez terminado el cepillado, se le demostrará cómo enjuagarse la boca y echar el agua, cómo limpiar bien el cepillo y ponerlo en su lugar.

A los del cuarto año de vida se les continuará reforzando este hábito, ayudándolos si presentan dificultades para realizarlo; los de quinto y sexto años de vida deben alcanzar un mayor dominio de esta técnica.

 La limpieza de la nariz.

La formación de este hábito se inicia en el cuarto año de vida. Lo primero que se demuestra es cómo expulsar el aire por la nariz y, una vez aprendida esta acción, se les enseña el uso del pañuelo para recoger toda la secreción; después se les mostrará cómo doblarlo y pasar su parte limpia por la nariz.

La acción de limpiarse la nariz puede ejercitarse en forma de juego, empleando una muñeca, por ejemplo.

Los niños en el quinto y sexto años de vida deben realizar la limpieza de la nariz por sí solos y correctamente.

 Peinado del cabello.

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A partir del cuarto año de vida ya los niños intentan peinarse, momento que se debe aprovechar para enseñarles. Hay que ponerlos frente al espejo y allí proceder a peinarlos para que imiten estas acciones; posteriormente se les debe dar posibilidades para que lo ejerciten solos. Cuando el pelo es largo, solo se les pedirá alisárselo, es decir pasar ligeramente el peine por el cabello. Es importante cuando ellos terminen, hacerles notar lo guapos que se ven peinados, y también propiciar actividades con muñecas donde ejerciten las acciones correspondientes.

 La limpieza del ano.

Este trabajo debe iniciarse desde el segundo año, y los adultos les enseñarán paulatinamente otras acciones como bajarse el calzoncillo o la braguita, sentarse en la taza sanitaria, utilizar el papel higiénico, etc.

Los pequeños del tercer año de vida se iniciarán en el aprendizaje de la limpieza por sí mismos, estimulándolos a que hagan la acción después de haberlo limpiado el adulto (siempre de alante hacia atrás), y a lavarse las manos posteriormente. Esto se continúa en el cuarto año de vida. A partir del quinto, los educandos deben ser capaces de limpiarse el ano siguiendo las indicaciones de los adultos, aunque puede haber algunos casos en que necesiten ayuda. Los de sexto año harán estas acciones de forma más independiente.

 El control de esfínteres.

Comienza desde que el niño es lactante, acostumbrando al bebé a sentirse limpio y seco, por lo que se cambiará y aseará de inmediato si se orina o defeca.

Los niños tendrán su orinal debidamente rotulada con su nombre, lo que facilita su uso individual. No habrá un horario fijo para ponerlos en él o en la taza sanitaria, pero el adulto habrá de observarlos cuando tengan señales de satisfacer esta necesidad.

En algunos centros de educación infantil trabajan el hábito invitando a los niños a ir al baño de vez en cuando y poniéndolos en algunos horarios, como antes del aseo o baño, y después del proceso de alimentación, pero siempre respetando la individualidad, puesto que no todos realizan esta necesidad en un mismo horario.

Es importante que el adulto conozca que el control de esfínteres pasa por diferentes etapas:

1º Los pequeños se orinan o defecan sin avisar. En esta etapa, el adulto no debe censurar ni regañar, solo ha de llevarlos al baño para que conozcan dónde deben hacerlo. Esta etapa corresponde al período del lactante, el adulto, si ya el bebé se sienta, le señalará la sillita sanitaria donde puede hacerlo.

2º Ellos avisan después de que ha defecado u orinado, señalan el suelo mojado o sucio, y si ya hablan dicen «caca» o «pipí»; esto indica que ya están logrando el control, pero aún no lo tienen adquirido, y es importante que se conozca que es parte de esta etapa y no que los padres los estén malcriando; el adulto procederá, en este caso, al igual que lo indicado en la etapa anterior.

3º Los niños ya avisan con un gesto y dicen «pipí» o «caca» e inmediatamente lo hacen, sin que les dé tiempo de ir inmediatamente al baño. Esta etapa corresponde también a los del segundo año de vida y llega hasta el tercero. El adulto procederá a llevarlos al baño y mostrarles dónde deben hacerlo, pero sin regañarlos ni censurarlos por esto, también habrá de cambiarlos y asearles inmediatamente.

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4º Los infantes avisan con tiempo suficiente de que tiene deseos de hacerlo, lo que permite el uso del orinal o de la taza sanitaria.

Es bueno insistir en que, a veces, están tan abstraídos y motivados en su juego o actividad que no les da tiempo de avisar; se les indicará entonces dónde deben hacerlo y que deben avisar con tiempo la próxima vez; se procederá a su aseo y cambio. También hay que facilitarles que vayan rápidamente al baño, por lo que siempre es recomendable que estos no estén alejados del lugar donde ellos juegan.

El adulto debe observar las muestras de inquietud de los infantes cuando necesitan satisfacer sus necesidades (dan pequeños brincos, se tocan sus partes, etc.), para invitarlos a que vayan al baño.

Es recomendable que el educador conozca que el ritmo de evacuación de cada niño es individual. Sin embargo, hay centros de educación infantil que acostumbran a sentar a todos los educandos a una misma hora; esto es algo incorrecto, pues, como se ha señalado, cada uno tiene su ritmo individual.

El adulto habrá de realizar el trabajo de control de esfínteres con mucha paciencia y sistematización, nunca usando regaños o castigos, y preguntándoles o invitándolos de vez en cuando por si quieren ir al baño, y cambiándolos y aseándolos de inmediato para que se acostumbren a estar limpios y secos

6.2.3 Hábitos de autoservicio  

 Vestirse y desvestirse.

Desde el grupo del segundo año, se debe trabajar con los infantes para que intenten quitarse algunas prendas de vestir, situación que se mantiene en el tercer año de vida. Es necesario aprovechar determinados momentos, como por ejemplo, el horario de baño, para estimularlos a quitarse algunas prendas. Los del tercer año de vida intentan desvestirse, y a partir del cuarto año ya se desvisten y comienzan a vestirse; los de quinto y sexto años de vida se visten solos.

 El abotonado y desabotonado.

La habilidad de vestirse y desvestirse lleva implícito el abotonado y desabotonado.

Los educandos en el tercer año de vida deben aprender el abotonado. Para ello se podrán elaborar y utilizar medios que les permitan ejercitar estas acciones en forma de juego.

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Se utilizarán botones grandes, abombados y fijos a una superficie grande. Los ojales deberán estar en posición vertical. Una vez vencida esta dificultad por los educandos, se les presentará la siguiente, donde el botón será de igual tamaño, pero plano y con reborde, unido a una superficie y ojales verticales.

Los del cuarto año de vida podrán ejercitar esta habilidad, utilizando botones medianos, planos y fijos a una superficie también pequeña. Los ojales estarán en posición vertical. Una vez vencida esta dificultad, se les presentará la siguiente, donde el botón será más pequeño. Al final intentarán hacer el abotonado en su propia ropa.

En el quinto año de vida, el botón que se utilice para enseñarles debe ser pequeño, plano y fijo a una superficie, además esta acción se podrá ejercitar en su propia ropa.

Los niños del sexto año de vida deben ser capaces de abotonar diferentes tamaños de botones. En el caso de aquellos que no procedan de los centros de educación infantil, o que no hayan asistido con su familia a un programa de vías no formales, los maestros valorarán qué habilidades tienen desarrolladas, para facilitarles el material que corresponda, según sus posibilidades, de los más simples a los más complejos.

El desabotonado resulta mucho más sencillo, no obstante es necesario realizar la demostración y ejercitación sistemática.

Para crear habilidades que les brinden mayores posibilidades para efectuar su autoservicio, deben utilizarse materiales vinculados al juego, donde ellos puedan ejercitar la habilidad concreta: abotonado, desabotonado, acordonado, desacordonado y el lazo.

La estimulación de todos los pequeños es necesaria, pero resulta imprescindible con los que se encuentran en el tercer año de vida, ya que realizan por primera vez esta compleja tarea.

 Ponerse y quitarse los calcetines.

A partir del segundo año de vida, ya los niños intentan quitarse los calcetines, y en el tercer año son capaces de quitárselos. Para ello, el adulto debe demostrar cómo hacerlo: introducir los dedos pulgares de ambas manos a cada lado del calcetín e irlos rodando hacia abajo para sacar el calcetín completamente del pie.

En el cuarto año de vida, además de quitarse los calcetines, son capaces de ponérselos, acción que hay que enseñarles, por lo que se les indicará introducir en la misma los dedos pulgares de ambas manos e ir estirando hasta lograr que el talón coincida. Se seguirá subiendo el calcetín hasta que quede bien estirado.

En el quinto y sexto año de vida son capaces de realizar estas acciones, de forma independiente.

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Es importante aprovechar los momentos del aseo, o al levantarse por la mañana para ejercitar estas acciones de forma sistemática.

 Calzarse y descalzarse.

A partir del segundo año de vida, ya los pequeños intentan descalzarse los zapatos que no tienen cordones. En el caso de los zapatos acordonados, se les debe quitar el lazo y aflojar los cordones para que puedan realizar esta acción. En el tercer año de vida se descalzan y tratan de calzarse. Para que ellos realicen esta última acción, los adultos les indicarán cómo introducir una parte del pie en el zapato y después tirar del borde superior del talón hacia arriba para que el pie entre totalmente.

Los niños en el cuarto año de vida, además de lograr las acciones de años anteriores, aprenden a acordonarse los zapatos, e intentan hacer el nudo como paso previo al lazo. Estas acciones se aprenden mediante el uso de medios que permitan la ejercitación y la práctica diaria al calzarse. Ya en el quinto año de vida son capaces de descalzarse y acordonarse, hacer el nudo de los zapatos y aprenden a hacerse el lazo; y en sexto año de vida pueden hacer todas las acciones de forma correcta y con mayor independencia.

 El acordonado y el lazo.

El desarrollo de esta habilidad se inicia en el tercer año de vida y, para ello, los adultos se pueden auxiliar de un material de cartón grueso y liso con dos pares de ojales del tamaño de una moneda mediana y un cordón plástico grueso. Se comenzará demostrándoles cómo pasar el cordón por los ojales de dentro hacia fuera, tomando las dos puntas para emparejarlas. Después se cruzarán los cordones y se pasarán por los ojales hasta terminar.

Una vez lograda esta habilidad, es posible pasar a un nivel más complejo; es decir, el material tendrá los ojales más pequeños y un número mayor de estos (tres en total) y se utilizará un cordón de zapato grueso. Los educandos realizarán solos el acordonado, utilizando los materiales.

Con los niños del cuarto año de vida, se debe utilizar un material con cuatro pares de ojales de menor diámetro en comparación con el de tercer año de vida y un cordón grueso de zapato. Se seguirá igual procedimiento y además se les enseñará a hacer el nudo. Una vez lograda esta habilidad, se puede pasar a la siguiente, donde los ojales tendrán el tamaño del hueco de una perforadora y el cordón será grueso.

El material para los infantes del quinto año de vida tendrá seis o siete pares de ojales. El diámetro de estos será aún más pequeño que en los años anteriores y se utilizará un cordón normal de zapato. Los educandos que se encuentren en este año de vida se ejercitarán en el acordonado, el nudo y se les enseñará el lazo.

Con los que se encuentren en el sexto año de vida se pueden utilizar variados materiales o medios de cartón y vinilo, con las características del quinto año de vida. Los

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niños de esta edad ya son capaces de hacer el acordonado, el nudo y el lazo.

Para la formación de estos hábitos, igual que en los anteriores, es muy importante comprobar las habilidades que los niños ya tienen y, sobre esa base, iniciar el trabajo.

Al seleccionar o confeccionar los medios es necesario tener presente que estos sean atractivos y que estimulen a los pequeños a participar en la tarea. Es importante también que la ejercitación de estas acciones se haga de forma sistemática para lograr la habilidad.

6.2.4 Hábitos de cortesía  

 Dar las gracias y pedir por favor.

A partir del segundo año de vida, se iniciará la formación de los hábitos de cortesía, fundamentalmente dar las gracias. Se trabajará en este sentido con los niños para que se habitúen a esta frase; por ejemplo, cuando se les entregan los alimentos, el adulto debe decir gracias y estimularlos a que lo imiten. También se deben aprovechar otros momentos, como cuando se les alcanza un juguete o se les abrochan los zapatos, entre otros. En los grupos mayores ya ellos deben dar las gracias al recibir un servicio. Igualmente, se debe proceder con la expresión por favor, enseñándoles a partir del quinto año de vida a utilizarla para pedir las cosas.

Los docentes en los centros de educación infantil, así como los adultos en el hogar cuidarán de usar frases agradables y un tono de voz adecuado, ya que los pequeños siempre tratarán de imitarlos al constituir su modelo más cercano.

 El saludo y la despedida.

A partir del segundo año, se les comienza a enseñar a despedirse con un gesto y, en los años posteriores, se les continúa enseñando no solo a decir adiós, sino también a saludar cuando llegan a un lugar.

Los adultos enseñarán a los niños a saludar y despedirse partiendo de su propio ejemplo; es decir, utilizarán estas frases sistemáticamente para que ellos los imiten. Poco a poco, irán explicándoles que ellos saludan por la mañana temprano, diciendo buenos días cuando se levantan, o cuando llegan al trabajo, al centro…

Para que utilicen buenas tardes, se les explicará que después que almuerzan hasta que mamá o papá vengan a buscarlos, o vengan del trabajo dirán esa frase, y cuando se los lleven de regreso a sus casas, le dirán a la maestra y a sus amiguitos hasta mañana, o

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cuando van a dormir por las noches.

 Pedir permiso, hablar en voz baja, no molestar a los demás, no interrumpir al que habla y disculparse.

A partir de quinto año de vida, se les debe enseñar a pedir permiso como, por ejemplo, cuando terminan de almorzar, para levantarse de la mesa.

Hablar en voz baja y no molestar a los demás se trabajan desde el cuarto año de vida, y no interrumpir al que habla y disculparse, desde quinto año. Estos son hábitos que deben educarse, y para ello se utilizarán todas las situaciones que se presenten y que propicien la ejercitación, y se crearán otras intencionalmente en los diferentes momentos del día.

La experiencia revela que el educando aprende con más facilidad a utilizar estas frases en el momento oportuno, si se toma como referencia sus vivencias y a partir del ejemplo de los adultos. Para ejercitar el uso de estas frases se pueden utilizar rimas, cuentos, poesías y canciones.

 Brindar los alimentos.A partir del cuarto año de vida, se comenzará a trabajar el hábito de brindar los

alimentos. Para ello, durante las meriendas o los procesos de alimentación preguntarán: «Si gustas» a cualquier persona que llegue. El adulto servirá de modelo diciendo primeramente la frase y estimulará después a los niños a repetirla, para que se convierta en una acción familiar y, así, poder incorporarla a su vocabulario.

6.2.5 Niveles de ayuda en la formación de hábitos  

  Los niveles de ayuda constituyen pasos graduales que realizan los educadores con los niños que no logran hacer una tarea propuesta. Estos pasos graduales propician que los pequeños se fijen en los aspectos más significativos de una acción, de manera que, poco a poco, puedan apoderarse de los procedimientos a seguir para ejecutar diferentes acciones ellos solos. Por lo positivo que resultan, estos niveles de ayuda son utilizados con frecuencia en las actividades de acordonado y abotonado.

Los primeros pasos de estos niveles consisten en hacer que el niño y la niña observen cada vez más los detalles del medio o material que utilizan. Para ello, se les harán preguntas sugerentes como por ejemplo: «Mira bien. ¿Qué falta aquí? ¿Y aquí? Bueno, muy bien. Colócala tú». Se insistirá en forma verbal explicando qué deben hacer. Si aun así, los niños no hacen lo orientado, los maestros realizarán la demostración y explicación de cómo proceder, enfatizando en aquellos detalles más difíciles para ellos.

Si aún no puede desarrollar la tarea, trabajarán juntos los educandos y maestros,

 

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sentados unos al lado de los otros, cada uno con su medio o material. Se harán las demostraciones necesarias para que les sirvan de guía al actuar.

Siempre que los educandos inicien el trabajo con un nuevo material o medio, se les estimulará con preguntas, rimas, canciones, poesía, adivinanzas, lo que contribuirá a lograr el estado emocional positivo hacia la actividad.

El seguimiento y mantenimiento de un trabajo concienzudo en la formación de hábitos debe propiciar que, al término de la primera infancia, los niños muestren un considerable desarrollo de su autonomía e independencia, que son cualidades básicas e importantes, tanto de su desarrollo psíquico general como de su desarrollo moral.

Todo este aprendizaje, aparentemente dirigido solo a realizar acciones automatizadas para permitir una mejor atención propia e individual de cada uno, se generaliza a otras formas no enseñadas previamente, por lo que se convierte en un motor de la propia adquisición de nuevos hábitos.

El perfeccionamiento de estos hábitos conduce al propio perfeccionamiento de las habilidades en las cuales estos se inscriben, y consecuentemente al de los conocimientos que están en su base, todo lo cual redunda en la formación de comportamientos que por su estabilidad se van convirtiendo en rasgos positivos permanentes de la personalidad.

7. APÉNDICE BIBLIOGRÁFICO  

 

ARANDA REDRUELLO, R.: La autoestima y las habilidades sociales en edades tempranas (d134)

DURANTE, V.; FÁBREGAS, M. M.: La formación de hábitos (Bases para un trabajo de clase libre y organizado (d036)

EQUIPO AMEI: La hora de dormir (a011)