La fiel infanteria rafael garcia serrano

693

Transcript of La fiel infanteria rafael garcia serrano

Después de varios meses enprimera línea del frente, llega laorden de relevo para el batallónBarleta. Es el reencuentro de lossoldados con sus familias, con susnovias, y sobre todo, con la paz.Pero la tranquilidad dura poco, puespronto les llega la orden dereincorporarse al frente deSomosierra. Allí se les confiará unapeligrosa misión: La toma de CerroQuemado, una cota difícil…

Rafael García Serrano

La fiel Infantería

ePub r1.0ugesan64 21.09.13

Título original: La fiel InfanteríaRafael García Serrano, 1943Retoque de portada: ugesan64

Editor digital: ugesan64ePub base r1.0

A LOS ENFERMOS DE LA GUERRAQUE TAMBIÉN DABAN SU VIDA POR

LA PATRIA, HUMILDEMENTE, ENTRELA INDIFERENCIA GENERAL.

«… pues aún te queda la fielInfantería…»

LA COLUMNA DEL19

PAPELES DELCAMARADA MIGUEL

Bajo el sol, los enlacesesponjábamos nuestros cuerposcansados. La cerca de piedra nos dabauna tímida sombra, corto oasis enaquella mañana ardorosa de agosto.Estábamos en una loma pelada y rocosa,casi a plomo sobre el poblachóncastellano; desde la torre de la iglesiaunos guardias civiles rojos nos hacíanfuego constante, certero de tantashuelgas. Yo me entretuve en mirar a loslados, queriendo descubrir caras amigasentre las barbas, el sudor y elentusiasmo de quince días.

Rafael dormitaba. Mario y Antoniose repartían una lata de sardinas. La

mochila, flojo el fuelle, en un últimoaliento. Mario comía voraz, con hambreimpaciente, y Antonio se aplicaba a lacara, dividida entre grietas deintemperie y picaduras de viruela, elaceite de las sardinas, bálsamo deguerra. Así curaba el aire frío de lasnoches pasadas allá detrás, en el Alto.No sé quién le había llamado«Ciempozuelos». Y Antonio se rioporque se reía siempre desde que tirabaa los rojos con un fusil que fue de ellos.Algunos adornaban el casco con yerbaspaganas, que les daban un aire muy deolímpicos en combate. Y casi todosilustraban con texto la viserilla: «Cara

al sol». «Patria, Pan, Justicia». «Viva lamuerte». Leyendas raspadas con navajaen el esmalte, con letra torpe, al lado deyugos y flechas y bajo cruces.

A la derecha, una compañía derequetés se colocaba en posición.Llevaban la boina alegre y el pechoflorecido en recuerdos de la madre, lanovia y la pariente monja: detentesorlados de rojo vivo, bordados conprimoroso desvelo; medallitas baratascon cintas azules y bicolores,escapularios grandes y ásperos comocilicios. Eran rudos y campechanos:cantaban a todas horas, con fervor deignorado romancero, canciones entre

heroicas y religiosas. Ellos y losfalangistas de la Ribera bajaron aCastilla las jotas festivas de los pueblosnavarros. A veces nos parecía vivir muylejos, en la otra punta del siglo.Clamaba el coro, recia la voz:

Arriba el clero, curas yfrailes

y abajo todos losliberales…

Entonces Mario solía sonreír con suantigua boca escéptica.

Antonio asomó el casco, brillante deparada, por encima del parapetillo. Nos

silbaron altas como cardelinas: es buenooírlas de pájaros y no de abejorros,cerca, junto a la carne. Oírlas, ya esbueno.

Alto y cetrino, se llegó a nosotros elteniente Palacios.

—Venga, dos enlaces.Saltamos Mario y yo. Nos apretamos

la cartuchera y en la mano —segurolebrel— los fusiles.

—A sus órdenes, mi teniente.—Al capitán Gonzalo, que tenga ojo.

Se le viene encima un blindado. Que loaguante como pueda. Va por allí.

De pie, señalaba a lo lejos una pistaferroviaria sin terminar, amenizada a

veces por árboles solitarios.—Tiene prisa. Hasta luego.Echamos a correr la cuesta abajo.

Mario iba delante, saltando las piedras ylos matojos. Hala, camarada, velozhacia los trigos de la llanura, veloz en eldescenso del cerro pedregoso, con lascercas desdentadas, sitiados del fuego.A veces estallaban las espigas, heridasde muerte, y un viento maligno se dejabaoír junto a los atolondrados oídos. Hala,camarada, hasta el trigo del llano. Demorir, morir con las espigas. Caímosvarias veces al suelo: Mario selevantaba más rápido que yo. Es difícilcorrer con la mochila, la bolsa de

costado, el capote cruzado, el casco, lascartucheras, la cantimplora, el fusil y,por añadidura, la pistola del nueve quenos dieron a los enlaces cuando no habíasuficientes fusiles. Al llegar al llano seoían nuestras ametralladoras. Las deellos chiflaban desde el amanecer.

—¿Oyes, Mario? Tira la batería deLogroño.

—¿La del capitán Chacón?Sabíamos distinguirla por su

exactitud, ya que en pocos días nos diomuchas veces la seguridad de suschurrazos.

—Debemos estar cerca.Por las cunetas se veía a los

falangistas, en hilera, avanzar. Sindarnos cuenta nos quedamos inmóvilesmirándolos: todavía no nosacostumbrábamos a ver camaradas confusil, combatiendo por los campos,fecundando a tiros la Patria. En quincedías habíamos saltado de laclandestinidad a la intemperie, de lalucha sorda contra el Estado a ser otroEstado, ofensivo, con sus tropas, suscódigos sin escribir, su justiciaelemental. De estar fuera de la ley aimponer nuestra ley a tiro limpio. Erahermoso y costaba trabajo creerlo; peroallá estaba la guerra, la más real de lasrealidades, diciéndonos que sí, que

aquello era una verdad ganada a puños.—Parecemos tontos. Vamos.Y otra vez empezamos a andar, más

lentamente.—¿El capitán?—Adelante va.Mario se atusó con ligereza. Puso

simétricas las cartucheras y el casco locolocó inclinado, con aire vano, máscomo quien va a saludar una chica quecomo quien ha de dar un parte. Luegoalzó con los hombros la mochila. Yseguimos.

—¿Qué hay, Palacios?—Nada; nos aburrimos.Palacios se reía igual que cuando

daba bofetadas y cerraba bares en el«chino». Por aquel barrio, en las nochespicaras de Pamplona, reñían loscomunistas con nuestras gentes entre unrevuelo faldero de mujercillas fáciles yjuramentos de viejas borrachas. Elcapitán Gonzalo mandaba hacer un altojunto a la caseta, probablementeapeadero del Madrid–Burgos. Losfalangistas tentaban las botas flácidas;se tumbaban en el suelo soñando unacama en la bolsa de costado.

—A sus órdenes, mi capitán.

* * *

La tarde nos sorprendió en un trigalque el resol doraba de un color viejo,como las barras del capitán Ozcoidi.Los enlaces nos esperaban. Mario y yollevábamos muchas horas sin comer yahora nos ofrecían una cazuela llena dealubias frías. Cogí con la cuchara dealuminio algo que me pareció una patatay era tocino helado, grasiento. Lo pensébastante antes de escupirlo; acabétrasegándolo y a la par me acordaba demi madre lejana, que jamás me viocomer tocino. Había dimitido elremilgo.

Bajaban un muerto. Tenía la cara decera y el pelo se le revolvía sobre la

frente como una corona de espinas. Eraun soldado. No sabíamos cuál fue suvida, pero estuvo junto a nosotros enhoras decisivas, pegado al suelo,saltando hacia adelante bajo la metrallay el sol de aquellos días. Mientras losacemileros echaban un trago, Marioestiró la oreja a un papel que asomabapor el bolsillo de la camisa. La fecha ynada más: volvimos a beber. Se lollevaban sobre un mulo, moviéndose sincompás, muerto ya sin nombre a unosmetros de sus camaradas.

—Pensaba en escribir…Se quedó el corro silencioso,

meditando la epístola que nadie

recibiría. Mario nos enseñó entonces eldocumento que llevaba sobre sí paraevitar ser un soldado desconocido. Enun pliego había escrito: «El camaradaMario murió por la Patria, la Falange yJosé Antonio». Y la dirección de supadre al dorso.

Aquello era profundamente serio,trágico, pero nos hizo reír y olvidamosal muerto del mulo. Oscurecía en elcampo casi de golpe. Los trigos seagitaban al suave viento frío. Hicimos elcorro más íntimo y nos abrigamos conlos capotes. Faltaba poco para sortearlas guardias cuando llegaron Antonio yNicolás.

—¿Sabéis a quién le han cascao? APalacios, a Emilio Palacios, elfalangista. Iba en una camilla con lapierna colgando. Si salva, la perderá.

Y Nicolás, requeté, patilludo, con lacara afilada y la nariz como enavanzadilla, buscando siempre la últimanoticia o el saco de alubias o la vacaque se puede cazar o el vino reciénllegado, añadió, sorprendiéndonos:

—Y yo me he cruzado con elteniente Palacios. Tiene un tiro en laingle. Hum…, mal asuntó llamarsePalacios, por hoy.

El frente se había quedado en oscurosilencio, pero ya los rojos alteraban la

calma con sus descargas. En esonotábamos que hacían su primer relevoen la guardia de aquella noche. Nicolásempezó a cortar ruedas de chorizo y acanturrear. Sólo se puso serio paradecirnos:

—Pedidles vino a los de Lastra. Novamos a comer sin vino los carlistas.

Y el camarada Antonio Arteche sefue con la bota camino de la centuria.

* * *

La noche cerrada y arriba lasestrellas. Millones de estrellas sobrenuestros ojos. Fermín, el cura de

Esquiroz, conducía el rosario con subuena voz de mandar guerrillas. Laletanía se tornaba en nuestras bocasdulce piropo de soldado. ¡Qué altarúnico, el cielo en las pupilas, cara acara la luna y nosotros! Fermín ibadiciendo con sonsonete beato, como ensu vieja iglesia, pero ahora rodeado delos fusiles que meses antes enterrabasigilosamente en el cementerio, quizásobre los huesos de los de la otraguerra. Se reza bien tripa arriba, elcapote hasta el pecho, y para dos o tres,si se ha tenido suerte, una manta robada.Acabamos con un responso por todoslos muertos de la campaña, por sus

muertos también. Veíamos los centinelaspasar y a ratos se oía el «¿quién vive?»nervioso de los primeros días. Cuando amí se me llevaba el sueño, todavía teníaMario los ojos abiertos, grandes.Encima, las eternas estrellas…

* * *

Como la tarde estaba serena yamable, Mario prefirió marchar a pie.Desde su balcón veía nacer laprimavera, cada día un poco, y cada díase le colaba mejor, al alba, el olor delas acacias. Era entonces cuando laciudad no tenía ningún pecado: amorosa,

virgen con destino maternal. A Mario legustaba en estas horas primas jugar aque era novio para siempre de la calle.Realmente en Mario estaban influyendodemasiado sus amigos. A veces hastapensaba en hacer versos. Todo un díaestuvo enredando con un endecasílaboque le saltó al camino, redondo ysuavísimo:

por el aire liviano delatarde.

Claro está que Mario no podíaencajarlo, por ejemplo, en un terceto.Pero el endecasílabo le parecía cada

vez más bello y creía en su crecienteorgullo que eso era él, el endecasílabo

por el aire liviano de latarde,

sin ajustarse, ya medido, a un sistema, auna arquitectura. Un capitel en un museo,sobre el terciopelo. Mario serecriminaba por esto.

Cerró el balcón a medias y salió a lacalle pensando en andar sin brújula,porque tenía tiempo. Ya triunfaba abrilen los paseos y en las mujeres. Cuandoiba a decir mujeres, primero decíachicas; luego, Mario, cayendo en el

contenido viril de sus veinte años,corregía: mujeres. Todo estaba hermosoy joven. En aquel momento casi entendíalas extrañas violencias y razones de susamigos. La tarde ausentaba la lucha desu cabeza: no era una tarde de revuelta,de primavera combatiente. Era una tardereposada, tan gozosa que le daban ganasde declararla tarde nacional y llenar lostrole is de los tranvías de banderitas ylas manos de los soldados de guantesblancos. La calle vivía, animada ysonriente: no se veían caras hoscas niademanes hostiles. Pero Mario, que notenía fe, que era nada más optimista opesimista, no sabía comprender en

aquella aventura abrileña la tregua queDios daba a los hombres para quealcanzasen un atisbo de cómo sería laciudad sin odio.

Volvían los pequeños de la escuelay un automóvil rancio, quejumbroso,depositaba, en una puerta que presidía lalibrea de un criado, la rubia carga deuna colegialilla con su uniforme y sustrenzas de estampa dulce y cursi. Mariose dijo que, después de todo, no eran tanmalos los cromos familiares de fin desiglo. Junto al Instituto, chicos y chicas,con sus carteras negras llenas de librosde texto, de fotografías de futbolistas, deestrellas de cine, de letras enlazadas y

de dibujos obscenos. Lo mejor y lo peorde cada uno en su negra cartera. Salíanlos grupos de clase, mezclados,hablando a gritos, sin entenderse, conese paso, vacilante entre la carrera delchiquillo y el andar varonil, que tenemosen los últimos meses del bachillerato.Era imposible que fuesen como losbachilleres de Gide.

Cuando acabaron de salir se acabóla tarde. El farolero municipal veníaencendiendo la luz de los idilios delbulevar, introduciendo la noche yapresurando a Mario, que ya habíaolvidado su cita. Asaltó un tranvíaapestosamente lleno de gentes

sudorosas. Mario se arrepintió dehaberlo tomado, porque aquella multitudle estropeaba la tarde que él se habíacreado para su esparcimiento, a lamanera de jardín, reduciendo lo natural.Por fin llegó a la estatua de Arguelles ydescendió ligero, anhelante de estirarlas piernas. Subió por Princesa hasta laMoncloa: percibía una tarde de cuplé yse enterneció con vergüenza. Queríaarrimarse a la intemperie serrana antesde encerrar los pulmones para unashoras en la tertulia. Frente a la Modelo,un airecillo fresco, sutilísimo, le trajo enlas alas su endecasílabo vagabundo:

por el aire liviano de latarde.

También se acordó de Alejandro, elmuchacho taciturno y meridional que lepresentó Eduardo, y que según le habíandicho estaba detenido. Pensó en que aAlejandro, encarcelado, se le haría máspesado el aire y en que probablementeno le encontraría gracia al endecasílabo.Mario marchó hacia la casa del profesorque los reunía para leer versos.

Todavía no estaban todos cuandoMario entró en el cuarto. Mundano yamable como un arzobispo de doradashebillas, el profesor Huberto le saludó.

Con él, Eduardo y Pepe discutían lanecesidad de nutrir de ritos la reuniónliteraria; proyectaban ceremoniascubiertas y solemnes para poner aprueba la gracia y el valor, la dialécticay la sangre. Mario, en tanto, visitaba denuevo la habitación con sus ojossalvajes. Pequeña, llena de libros, sillasy bibelotes. A un lado un lienzo decolor; sobre el otoño, un jinetepatilludo, elegante y romántico. En lasparedes se había estancado un agradablemodernismo que jamás llegaría aclásico. Mario observó que abundabanlos rincones; forzosamente allí cada cualtenía su sitio de escuchar. Era una

habitación plegable que condicionaba sucapacidad al número de contertulios.

Ahora hablaban de una revista quequerían fundar para el próximo curso.Barajaban los títulos «Testimonio»,«Resurgimiento», «Nueva España»,«Águila»…

—Se la ofreceremos a José Antonio.Eduardo, duro, creyente, guardaba

en el bolsillo un proyecto del primernúmero.

—Hablamos ahora de estas cosasporque luego vendrán los otros y aquí nohabrá más que versos.

Los otros y ellos. Ya no quedaba unresto de unidad. Sus amigos estaban

partidos en dos, irreconciliables,absolutos. Solos entre los bandos, Marioy los versos: todavía en aquella reuniónlos versos eran de égloga y cantabancolinas sin bandera. Mario se dabaperfecta cuenta de la ficticia neutralidady de que un día, quién sabe si aquelmismo que se desangraba en loscristales del balcón, los versos y él —élmismo, Señor, y su vagabundoendecasílabo— tendrían que inclinarsede uno u otro lado. Y plantar en lascolinas de los romancillos una banderaque diese sombra a las aspiraciones.

Fueron llegando los demás, ydespués de comentar sobre el té, ya en

los asientos, Huberto dijo:—Bueno, ¿quién lee primero?Mario los miró uno a uno,

saboreándolos con su irremediable gestode espectador. Tenía allí a todos losamigos de la Facultad, reunidos en lacamaradería del verso y en su pupila deobservador. Paladeó físicamente elsabor de verlos juntos: pero no se hacíaninguna ilusión de permanencia. A lasalida irían en grupo unos pasos. Luegomarcharían por la noche a unirse a suscamaradas. De uno y otro bando, comolos niños del novecientos, como lasadúlteras en el tercer acto, como la purapoesía en la tertulia. Abandonado

Mario, sin quehacer de lucha, sinparticipación en riña o abrazo: cobardeespectador. En noches así solía echarsea caminar la madrugada de Madrid porsenderos que al mediodía le daban asco.

Pepe se alzó de la silla y fue aocupar un sillón frailuno, bajo lapantalla. Delgado, moreno, con el pelorevuelto y húmedo como si estuviesesiempre corriendo en la lluvia. Pepesacó del bolsillo unas cuartillas. Por elcuarto anduvo un silencio de milagro:nadie, si acaso Huberto, el profesormaduro y jovial, podía suponer queefectivamente allí, en el cuartito deescuchar, iba a suceder un milagro. El

milagro de aquel adolescente violento yromántico. El milagro eterno de unosjóvenes que aireaban su amor, su duda ysu fe en una tertulia, una tarde deprimavera, ya oscura y callada. De lacalle venían lejanísimos coros infantilesy Mario volvió a pensar en Alejandro,encerrado en la cárcel. Pepe leía susversos lentamente, sin acento, sin cuidarsu emoción desbordada. Sus versos departerre, rebosantes de príncipes ypastoras, como supervivientes de uncuento de hadas. Sus versos, cuartel deinvierno.

Al final todos interpretaban a Pepe yle señalaban avances y defectos. Y la

única verdad sobre, Pepe era él mismo,sonriente, más revuelto su pelo quenunca, acusados sus gestos por la vivaluz de la pantalla. Encima caracoleabael caballo del cuadro pisando con susremos finos todas las hojas del otoño.

Llovía al salir a la calle ydespedirse.

—La semana que viene tienes queleer los versos falangistas.

—Como queráis. Habrá follón.Desde la parada del tranvía,

esperando, Mario vio pasar a Pepe,altivo, junto a un grupo de señoritoscomunistas que leían «Mundo Obrero».Pepe no asistía jamás a la iglesia.

Pensaba que el cristianismo era para losdébiles y no para los fuertes, como él.Sin embargo, en la cabecera de su camatenía una dulce Virgen, a la que rezabatres Avemarías. Luego hablaba solo,como un canciller del Dios de lasbatallas.

—Para mí tengo una religión.Vio que al pasar rozando al grupo,

escupía.

* * *

—Eh, tú, Mario, despierta.—Ya estoy despierto. No he podido

dormir…

—¿Has oído el jaleo?Doraiz le hablaba nervioso, más

nervioso que nunca. La boina le caíasobre los ojos desesperados. Juraba.

—No.—¿No has oído nada y dices que no

has dormido? Me ha pasado un tío porlas narices y no he podido matarlo. Lehe cantado el alto y como si se lecantase…

Buscaba Doraiz una palabrairacunda que viniese bien, al tiempo,para la comparación con que obsequiabaa Mario. Repitió el taco decididamente,ya que no le soplaban las musas.

—He disparado tres veces y las tres

me ha fallado el cartucho. ¡Qué peine dela…!

Mario se levantó ligero, con elcapote al desgaire, cayendo de loshombros. Isidro Doraiz, en un grupo quehabía despertado con sus gritos, repetíala historia, frenético, loco.

—Por las mismas narices y nomatarlo.

El campamento se fue callando.Doraiz se metió a dormiten un cubo decemento, hundido en tierra. Marioempezó su guardia oteando, en pie;estaba la noche para pensar, sin olor apólvora ni flores. Olía sencillamente acampo. A Castilla. Los amigos

separatistas solían decirle que Castillano les gustaba, tan árida, tan seca, tanigual, y que los castellanos eran unospobres salvajes. Ahora él guardaba latierra de Castilla con un fusil en lasmanos, y por el Norte sus camaradas semataban con los separatistas. SentíaMario cómo el paisaje le encandilaba elalma, aclarándole que se ama más y másclaro lo que se defiende con la propiaexistencia. La tierra paga luego contierra, generosa. Mario jamás habíacreído que los españoles llegasen a lasmanos. Se figuraba una lucha sorda degentes sensatas. Hasta entonces, para él,lo sensato era beber cerveza en una

terraza, leer libros y ver la vida como ungran espectáculo ajeno, sin participar enla intriga. ¡Cómo había cambiado suconcepto de la sensatez! Y otra, bárbara,entre sus extraños amigos de Madrid ylos comunistas. Pero una lucha deadorno, para alegrar el siglo, comoadorno eran para él sus extraños amigos.Ornato de guerreros y poetas caídos delquinto cielo en medio de una sociedadmugrienta que no sabía sino comer,hacer elecciones y acostarse conprostitutas.

—No iban a llegar a las manos…Se lo dijo él mismo a media voz

para comprender de golpe todo lo ciego

que había estado. A unos pasos suyosdormían los que siempre esperaron lalucha con impaciencia de cita amorosa:Doraiz, «Patasebo», Nicolás, Perico,Corellica, el capitán Ozcoidi, el alférezGaztelu. Y sus camaradas, loscamaradas de sus extraños amigos deMadrid: Antonio, Miguel, Rafael,Echániz, Picó… Allí dormían también,descansando del combate, alertas comoayer, como un mes antes, cuando nohabía guerra, y Mario se reía —un poco— de ellos y vivía. Porque Mario sólohabía vivido: en él comenzaba el mundoy acababa. Los amigos, la Patria, Dios.Bueno. Quizá todo eso no fuese más que

bambolla sentimental, fuegos deartificio. En las ciudades y en loscampos aguardaban mujeres generosas yse criaban buenos vinos y escritoresgraciosos hacían gracia; para que Marioviviese feliz. Huelgas, motines, muertos,presos: las gentes son estúpidas.Matarse hoy que hace sol. O que lluevey es incomparable el placer de ver, traslos visillos, relucir el asfalto. Matarsehoy que a Mario le esperan unos labiosde mujer que no preguntan demasiado. Oempeñarse en ir a la cárcel cuando hablaen el centro de estudios cualquier sabiohijo de un ghetto.

Mario sollozó generoso pensando en

que habían sido millones los pecadoresy unos cientos, nada más que unoscientos, los justos, los locos justos. Peroél ya se iba redimiendo desde aquellamañana que recordaba como suya,porque desde dos días antes databan suconversión y su ansiedad de combate.

Y nació como todos lo habíamosprevisto, rememoraba Mario lleno denaturalidad. Con vuelo de estandartes yde golpe y porrazo. Así; pero todavíacon un gesto más antiguo que el de losojos de las mujeres novias. Parecíacomo que el aire estaba agujereado degritos y asaltos y vivas banderas.Algunos hombres tenían la sorpresa

junto a la boca. Todos eran mayores decuarenta años. En cambio, los jóvenessabían el himno, el rito y la noticia.Muchos habían pasado por el hospital yla cárcel. Otros por el dolor de losamigos. Y todos por la luchauniversitaria —Mario se sonrojaba ensu guardia—. Los puñetazos heroicosjunto a las aulas eran comunes. Y trofeo.Por eso cuando aquella mañana del 19el joven —todos los jóvenes de laciudad— saltó de la cama intranquilo yfebril, sin despertadores de ir a clase,con ese otro despertador de las cornetasy los tambores, no iba en busca deexámenes de humanidades o ciencias,

sino en busca del título de varónsoldado. A mostrar al sol tempranero sucamisa azul, título de varonía. A salirhacia Madrid. Hacia donde la Patriareclamase un parapeto de pechosexaltados. El joven —todos los jóvenesde la ciudad— marchó a Capitanía, unpoco extrañado y muy alegre de ver enlos escaparates sin desperezar el triunfode su camisa azul. Los guardias lemiraban con cascos paternales. Y eljoven, que había sido surrealista, seesforzaba en no adivinar lágrimas en elcasco del guardia. Dos generacionesestaban frente a frente en el reductomismo de la ciudad. Una, la de los

jóvenes, y otra, la del señor que lomiraba y remiraba, bastón bajo el brazo,diciendo atónito en su interrumpidamisa:

—Si estos chicos no fuesen tan pococatólicos…

El joven penetró, después de alzarsu brazo ante Capitanía, intentandocansar sus ganas de saludo, en unaiglesia. Oró brevemente. Con lágrimas.Porque al decir la frase graciosa: «… ybendita Tú eres entre todas lasmujeres», pensó en la madre y en lahermana y en la novia. Las tres reciénlevantadas y alegres e ignorantes casi.Pero ya no había madre, ni hermana, ni

novia. La tarde anterior se habíaconfesado en casa de un amigo, en unaalcoba, arrodillado junto a la cama dematrimonio, olorosa de hogar ymembrillo. Otros se confesaron en loscentros políticos, y las iglesias y lashumildes capillas estaban llenas degentes que aspiraban a bien morir. Laaventura es más alegre con laabsolución, y las praderas celestes sondignas del buen aventurero. Elsacerdote, que era sabio, aunque viejo,le dijo:

—Los que vais a morir en defensade la Patria lo hacéis en el SantoNombre de Dios Padre. Aprende, hijo

mío, la consigna de la oración, y queningún peligro te sorprenda en pecadode cobardía o de vicio.

Por eso el joven oró brevemente ysalió otra vez a la calle. Porque ya seoían cánticos y era preciso andar yandar. Y reunirse en el punto que losjefes señalaron en días anteriores.

Esto lo aprovechó el señor delbastón para gritar: «¡Viva España!», yvolver a decir:

—Bastón amigo: si estos jóvenes nofuesen tan poco católicos…

En la plaza Circular ya sonabanfrases exactas y ardían iluminadosbrazos en alto. Allí estaba el joven —

todos los jóvenes de la ciudad—.Ignorante del juego, abría la prensa conavidez. El general Franco y el generalMola. Burgos es nuestro. Y Asturias.Por fin, lo que esperaba: «Esta tardesaldrán hacia Madrid fuerzas delEjército, de la Falange y del Requeté».Y entonces hubo un gozosoadvenimiento de despedidas. Todosestaban conformes en la misma frase:

—Adiós. Esta tarde voy a Madrid.Pero no sé quién auguró:—Mañana a la mañana entraremos

en Madrid. Habrá tiros urbanos. LargoCaballero decretó anoche la huelga.

El joven se acordó de la nerviosa

tarde anterior. Estuvo esperando la citasuprema, completa su tensión deansiedades heroicas. Y no llegó. Por lanoche había verbena madrileña yepitafio, con olor a churros, de lasfiestas. Por si acaso se entrenó en lascasetas de la feria tirando con humildecarabina, mientras le bailaba la pistolapor sitios insospechados, previniendoregistros. Decía:

—Escucha. Este es el que vende«Mundo Obrero». Este el chulo quequiso matar a un camarada. Este el quearrancó un pasquín. Este…

Se sacaron una botella de sidra porcinco dianas. Después la verbena no

vino. Pero el joven se acordará toda lavida de unos disparos. Y del paso decuatro guardias civiles y un corneta porla calle Mayor, hacia Capitanía.

Cruzó una bandera, doblada, en lasmanos de un camarada. Y el joven buscóel asta. Por fin —era el día de decir porfin— la Cámara de Comercio, queestaba en las horas de limpieza, se ladio al joven, y con una bandera al frentemarcharon los camisas azules hacia suobjetivo de desahuciados: buscar unhogar. Y había de ser por imperativo dela madrugada, éste: IzquierdaRepublicana. También allí se necesitabala escoba. Nadie sabía si el Centro

estaba o no ocupado. Las pistolasametralladoras, pues, delante. Y másadelante la bandera. La puerta cedió deuna patada solemne, casi protocolaria. Ylos ocho primeros camaradas llenaronde gritos el local vacío. No tuvieroncoraje sus dueños ni para defenderlo. Yluego al balcón sobre la plaza delCastillo. Con manos indignadas unestúpido letrero cayó roto en el asfalto.Y un retrato. Y un busto excitante congorro frigio. Y un trapo: una bandera.Ya estaba limpio el local y la Falangetenía abierta su casa para recibir a loscamaradas de los pueblos que venían,por escuadras, en camiones, con el

mismo himno, y el mismo gesto, y elmismo vítor: «¡Arriba España!».

Fueron aquellas siete de la mañanalas horas más gloriosas que jamás vio elcielo despejado.

Yo mismo me desperté con elsobresalto de la hora. Mi reloj marcabala del relevo de Mario. Me abroché lacartuchera, arreglé el capote, levanté elfusil que también descansaba a mi lado yencaminé mis pasos vacilantes deduermevela hacia Mario.

—Puedes acostarte, Mario.Me dio la consigna: «Hitler,

Huesca».—No tengo sueño. Falta poco para

que amanezca y voy a quedarme contigo.¿Sabes en qué pensaba, Miguel?

Eramos dos a recordar quince díasescasos de guerra. Porque yallamábamos guerra a la marcha sobreMadrid y faltaban muchos meses paraque la llamásemos campaña.

Los oficiales fumaban en la puertade Montaña cuando llegó Mario en ungrupo de treinta. Saludó la guardia yentramos todos. En el patio guijoso yverdeante formaban los requetés paraarmarse. En los cuarteles, los capitanesLastra instruían dos centurias. Fueraquedaba el júbilo, en la calle, en losvítores, en los balcones. Dentro nos

preparábamos a defender aquel júbilosimple, de trascendente simplicidad.

Veníamos de la plaza del Castillo: lacruzaban camiones llenos de campesinostodavía oliendo a la cosecha a mediorecoger. Morenos, de voz aguda. De vozribereña. Aldeanos reposados de laCuenca que se acercaban a las armascon la misma impasibilidad que almercado a vender sus corderos. Estosmontañeses, taimados y duros.

—Los que lleven camisa azul,conmigo.

Esto gritaba un teniente, y unos ochode nuestro grupo le seguimos. Dejamos alos que se uniformaba con un brazalete

rojinegro o sencillamente con elentusiasmo.

—Vosotros seréis enlaces. Vamos.Nos metió en una compañía donde

los soldados preparaban sus equipos. Alentrar el teniente se cuadraron,descubiertos. Muchos eran asturianos ylos miramos con cierto recelo; ellosignoraban por qué razón iban a jugarseel pellejo, y, sin embargo, serenos, sedisponían a envidar. Mario sintió unrepentino respeto por los soldados. Élhacía su voluntad. Ellos obedecían. Y entodos palpitaba —como un misterio yadesentrañado— el oscuro instinto delhombre que presagia la sangre y la

lucha; brillantes los ojos, temíamos ydeseábamos salir.

Nos pusimos pantalones caquiabrochados a la pierna. Parecía uno másligero, casi con alas en los tobillos.Caía una viva luz sobre la mesa dondeapuntaban nuestros nombres. Me parecíadejar por los suelos una manera deexistir para probar otra más brillante ymás justa. Al fin, porque además desaber que Ginebra tiene un lago concornudos por las orillas, sabía —sabíamos— que en el mundo hubofabulosas espadas españolas, mecantaba en la sangre la antigua alegríade los legionarios. Por eso dije y luego

reí:¡Qué bonito ser soldado!Estaba todo presentido y sin

estrenar. Palabra que vale la penavivirlo.

—Por ahora tomad las pistolas. Sondel nueve, reglamentarias. Y munición.¿Sabéis manejarlas?

—Yo, además, domino la pianola.Al que no sepa le enseño.

Nos enseñaba a cargar, a conocerlos seguros, a descargar. También es unaobra de misericordia. Luego nosvolvieron a tomar 1 n nombres y elnúmero de las pistolas.

—Ahora echaros al bolsillo esto. A

la tarde os daré la bolsa de costado y elcapote. Podéis salir, pero a las dos enpunto hay que estar aquí.

Nos alargaba el teniente Palaciosunos paquetitos rectangulares, de untejido pardo parecido a la arpillera.Leímos: «Paquete de cura individual».Se hizo un silencio bien concreto. Mariome miró y después dijo:

—Trágatelo. Es más literariovendarse con un trozo de camisa.

—¿Y si te cascan?—No reconozco otras heridas que

las leves. Lo demás es pasaporte.Contesté demasiado piadosamente

con un «Dios quiera que no nos haga

falta».En un rincón preguntaban al cura de

Noaín, gordo, optimista, con color dealdeano feliz:

—Oiga, don Pascasio, hoy no heoído misa. ¿Peto?

—Hoy peca el que la oye.Salimos a la calle, magníficos

bisoños. Circulaban grupos rápidos yPamplona se advertía ofensiva ymilitante. La plaza del Castillo rebosabamultitud de domingos; un domingoairado que iba a resolver la historia.Paseaban las gentes jóvenes con el fusilcolgado o en bandolera, y aún podíanadivinarse por los rincones miradas

hostiles. De los pueblos seguíanllegando voluntarios, relumbrante laespalda del chaleco, encendida denegro, algunos con manta terciada. Elgeneral Mola había hablado por laradio.

… que en Españaempieza a amanecer.

—En Pamplona, y gracias.Revuelo, motín. El hombrecillo

rencoroso tenía la boca llena de sangre.Era un valiente: quería sonreír cuando lodetuvieron. Estalló jaleo al otro lado dela plaza, donde el bar Rhin. Nosotros

corrimos pistola en mano y ya entoncesRicardo Ayestarán informaba conciso:

—Dos nacionalistas. No queríanlevantar el brazo.

Por la esquina del hotel La Perlatrepaba un requeté. Con la culata delrevólver —era un revólver de sesióninfantil— golpeaba una placa: «Plaza dela República». Cayó descascarillada,muerta de risa. En el Círculo ondeaba labandera bicolor. Sobre el café Suizo lanuestra, orgullosa de rojo y negro,sindicalista, bandera pequeña quecobijaba una revolución y gritaba al airela alegría de nuestra batalla. La ese deSuizo se derrengaba. El camarada

Valois, en el asalto a Izquierda, la habíadesmantelado de una patada creyendoque aquellas letras eran el rótulo delcentro rojo. Cantaban los grupos. Marioy yo nos despedíamos de unas amigas yen un balcón abrazaba Rafael a sumadre. Toda la plaza se pronunciaba porel combate, desde el paseo de los curas,donde tan fácilmente se hacían nudos enel pañuelo, hasta la peña enemiga delDena. Quería la guerra la plaza porqueconcretaba la ciudad. Y la ciudad era unpasquín de España. ¡Qué violentomediodía en mi vieja plaza de porches,en cuyo quiosco inefable aún se tocanmazurcas!

* * *

Los enlaces escupíamos en corro ala media hora de conocernos. Nicolás seacercó a la cantina y nos trajo un porrón.Istilar se ofrecía, reducido y maternal, acosernos los botones que se nos fuerancayendo. Todos nos dábamos a todos enofrenda de amistad. Nos habíanrepartido ya las bolsas de costado y elcapote. Perico, con el serviciocumplido, nos enseñaba a enrollarlo.Acomodábamos en las bolsas las latasde sardinas, los paquetes de munición yla cura. Tintineábamos el haber de cinco

días: tres duros brillantes y sonoros queno queríamos coger.

—No seáis tontos, cogedlos. Si avosotros no os hacen falta, bien osvendrán para ayudar a un compañero.

—A un camarada.No nos gustaban ni compañero, ni

correligionario, ni los tres duros quebotaban sobre la piedra como gimnastasolímpicos. Uno, dos y tres: cazados alaire. Luego iban a parar al saco.

El bullicio de armas, comentarios ycanciones —a la molinera le quitabanlos colores en la cantina— se cortaba aratos por un rumor. Nunca corren másbulos que en unas horas de emoción.

Pero esto ya lo dijo Bismarck con másestilo.

—No salimos. De Madrid hanpactado con Mola.

—Sí salimos. Mola quiere que enMadrid nos vean a nosotros, al puebloen armas. Conviene que sepan que estono es una militarada.

Y entonces los que conocíamosMadrid ilustrábamos a nuestroscamaradas sobre lo que sería un desfilepor la Castellana.

—Verás qué entusiasmo. Y quémocetas.

Los calientes tornaban los ojos enblanco, deleitosos, picando el

comentario, mientras algún montañés —pagano sin palabras— se ruborizaba. Noseguíamos el camino: teníamos nocióncertera de la historia que iban a ser lashoras aquellas, y en parte por respeto, yen parte por miedo a morir con uncuento verde en la boca, nos callamos.Sobre los tejados volaban chiando losagrios vencejos.

La tarde se iba extinguiendoapaciblemente cuando llamaron aformar. El capote cruzado al pecho, labolsa, la pistola, la cantimplora. Allí, ala izquierda y casi enfrente de lasametralladoras, estábamos los enlaces.El cuartel se había hecho un claro

silencio. ¿En qué balconada lloraba lalinda molinera, ya sin colores? De lasventanas de las compañías nos mirabanlos pocos que se quedaban. Por lascallejuelas sin nombre de entre lospabellones corrían los rezagados,sonando a hierro, y al extremo de lastapias ardía un cielo que no presagiabaabsolutamente nada. Comenzó a tocar labanda y un coronel nos pasaba revista.Mirábamos al frente con los ojosorgullosos de siglos, humedecidos.¿Acaso no conoció un día semejante elhombre de Flandes, soberbio debatallas, fresco el bigote de rubiacerveza, o de la rubia burguesa de la

kermese? ¿No formaron algún día, porvez primera, los veteranos de Italia,hartos de voltear franceses, de liberar alPapa y hasta de encerrarlo? ¿Notuvieron su bautismo bajo la arenga losmenudos hidalgos de América,encantadores del mundo, los quehicieron insignificante la maravilla?Pasó Mola, alto y enjuto. Habló:«Soldados, requetés, falangistas». Dijoque salíamos con honor y era precisovolver con honor. Nos saltaba dentro delpecho el corazón, angustiados de lamisma alegría. Allí estábamos losenlaces. Esto tan elemental nos alzaba ala gloria. El hombro derecho me

abrasaba de dolor por el peso de labolsa de costado, y yo era incapaz demover un dedo mientras aquella voz demando arengaba. Santo Dios, se habíanmuerto los diputados. Galleó uncornetín. Alguien nos lo tradujo.

—En su lugar, descanso.Mario me miró.—A esta hora estaríamos en el cine.

Hoy daban Tres lanceros bengalíes .Estoy contento.

Hubo un movimiento nervioso en laformación: íbamos a salir. Nos lo decíaAlfonso Gaztelu, ya el alférez Alfonso.Nos volvieron a poner firmes.

—Primero, el pie izquierdo —

advertían los veteranos.La banda principió la marcha de Los

voluntarios. La suerte estaba echada enla redonda moneda de la tarde. Nosotrosteníamos la seguridad de haber ganado,y una sonrisa emotiva, tonta, se agarrabaa la boca. Un clamor nos acogió en lacalle.

* * *

La calle. Dicho así no impresiona: lacalle, salir a la calle. Y, sin embargo,qué viva humanidad hecha vítor,maldición o tumulto puede ser la calle.Aquel día era un pañuelo de despedida.

Quien no haya marchado jamás a laguerra desfilando entre mujeres, sin másflores que sus manos y sus vocesimprevistas —descubiertas en unmomento— matizadas de confusión ygozo, espontáneas, no* sabe cuál es elorgullo de sentirse apenas nada, algomínimo aplastado bajo el heroísmocolectivo. Sólo esto tan enorme y tanmicroscópico: soldado. Saberse hombreen armas sobre la calle y el montecuando la banda del regimiento^marcaun paso marcial y una rubia o unamorena —como en las películas debarriada— te prende al pecho undetente, un escapulario, una medallita o

una flor, o sólo la mano y esta palabra:—Suerte.Entonces el hombre renuncia a

cualquier profesión que no seaprecisamente la de soldado que va a laguerra y mira a la rubia o a la morenahinchado el pecho, jacarandoso, paradecir:

—Gracias, guapa. Verás que prontovolvemos.

Y sigue el desfile ya sin ritmo,porque la gente se abalanza sobre lossoldados y marcha junto a ellos y leshabla y los abraza y se funde con latropa que se va a la guerra como en losromances y que Dios sabré cuándo

volverá: si por la Pascua o por laTrinidad, con el viejo Mambrú, patrónde los que no regresan y son esperadospor los veinte años de una mujer que seaflojan y se marchitan, día a día,pensando estaciones, sorpresa yacogidas: esperando. Qué orgullovaronil el de sentirse protector deaquellos seres que se quedan mezclandoel dolor y el júbilo, indecisas entrematronas heroicas, de cromo, o sencillasmujeres: madres, hermanas, novias.Quizá piensa el soldado que ellas sabenjugar a heroínas delante del que semarcha, y que a la noche, apagado elarrebato de las músicas y los vivas,

cuando ya se ha alejado el hombre,saben llorar a los pies de una imagenmilagrera y rezar con los brazos en cruz,implorantes. Pero el soldado prefierepensar en cosas más próximas: en la quecamina a su lado y en cómo podráconseguir que la que divisa a unos pasosse fije en él y lo despida. Nunca es elhombre tan generoso como a la hora departir para la guerra: una vez en ella esposible que se arrepienta de su rasgo yañore ta paz sin la gloria. A la hora demarcar el paso tras la música, borrachode banderas y de historia —esa historiafamiliar del abuelo que murió en la otraguerra o del padre que tiene una cruz—,

loco de virilidad, el hombre piensa quenada hay comparable a ser soldado y darla vida por la Patria, sí, pero tambiénpor la dulce muchacha que le abraza oque le da un vaso de vino o pan o unamirada húmeda. Se comprende que hayaliteratura sobre el Rubicón. El que losalta suele hacer algo, amigos, y ademásallí no había mujeres.

Caminábamos a paso de maniobra,dándole vueltas a la plaza, haciendoturno para montar en los camiones quehabían de llevarnos a Madrid.

—Debajo del reloj hemos pasadounas veinte veces —observó Nicolás.

Y el reloj de la estación de

autobuses parecía mirarnos con ciertaironía, burlándose como un incréduloirritante. Ya no había públicoentusiasmo. La gente nos rodeaba sin darvivas, despidiéndose uno a uno denosotros, haciendo brotar en medio de lacalle la intimidad de paisanos que sehan visto todos los días, un año y otro,en los paseos, en los cafés y en lastardes de San Juan. Una vieja solamenteseguía gritando cada vez que pasábamosante ella:

¡Viva, muchachos!Toda la ciudad estaba a nuestro

alrededor cuando montamos en elautobús: probablemente las calles

solitarias eran recorridas por laspatrullas de los que hasta el díasiguiente no salían de Pamplona.Tuvimos suerte, porque en lugar de uncamión descubierto, sin más protecciónque la lona, nos correspondió unautobús. La Bidasotarra. Todavíaguardaba el olor a montaña y a trucha desu servicio. En él viajaban curas,carabineros y contrabandistas. Copamoslas ventanillas para el último adiós.Continuamente se oía:

—Eh, tu hermana…Y uno de nosotros se asomaba a la

ventanilla para dar un beso o un apretónde manos, rápido, que las despedidas

pesaban y ya habíamos tenido tiempo depensar a dónde íbamos. Oscurecíacuando salimos. Nicolás, que marchabainmediato a mí, aseguraba:

—Ahora es como si estuviésemosborrachos todos. Mira.

Y alzó la voz pronunciando rápidolas palabras y durmiéndose en la o,como un picador en un blando toro.

¡Padrenuestroquestasenloscielooos!¡Viva! Clamó la multitud.Nicolás se rio satisfecho.

Enronquecían las gargantas, haciéndosebravas, y los chillidos de las mujereseran agudos como bayonetas.

—¿No te lo dije?

El autobús se lanzó por la soledaddel asfalto. Bullía el motor acelerando,y nosotros gritábamos, locos, saltandoen los asientos, dando vivas y arribas,porque en Pamplona se quedaba lo quehasta entonces habíamos sido: unosbuenos muchachos de San Luis Gonzaga,borrachines de San Fermín, señoritosestudiantes con señorío, obreros dechiquito y jaleo de los sábados,hipocritillas alegres, gentes de la buenabronca. Ahora sí que, por fin, éramosalgo profundamente serio: soldados.

¡Arriba España!Lo indicaba no sé quién, medio

cuerpo fuera del autobús, voz

autoritaria. De la calle, pegado a unportal, nos respondió un gesto obsceno.El chófer no oyó cuando le dijimos queparase. Guio el cura el rosario.

Nos daban guardia paisajes decarlistada, y las piedras de Estella —ventanas, balcones, soportales—reconocían en nuestros gritos vocesantiguas y amadas.

—La tierra de Julio —susurróAntonio Arteche.

Los ojos de Mario agarraban lassombras para poder, un día, cerralos yvolver a ordenar la casa y el árbol y elarco y el escudo. Veneraba sus recientesjefes. Risueño, nos escachó:

—Su marquesado, camaradas.Se fue acabando el bullicio de los

pueblos que sacaban a nuestro pasocomestibles y vino. Un vino delgado quese colaba hasta el alma; conmovido, medormí.

Amanecía al despertarnos, fríos bajoel capote, el cuerpo desmadejado; sefiltraba sutilísima niebla por lasventanillas. Paró la columna a la vera deun viñedo. De los coches se tiraba lagente atrapando soledades que no da laguerra. Una mendiga que dormitaba en lacuneta se marchó sorprendida,bamboleando andrajos.

¡Ahí las mujeres!…

Era un ribereño con pinta de trueno.Le miró rabiosa la vieja, mientras él, deespaldas, acariciaba una bota, el vino alaire.

—Parece bruja.Mario la remiraba, buscándole la

escoba de volar a las doce de la noche.En realidad, hubiera querido que fueseespía trashumante, confidente. ValleInclán le rondaba, y es buena rondabarba de plata.

Ganamos Logroño en seguida. Porlas calles desiertas sonó la opinión deAntonio ante el Círculo Conservador:

¡Bobos!

* * *

Nicolás, que ya destacaba comominero de despensa, trajo churros de untenderete cercano cuando nos formabanpara desfilar. Nos habían dicho quehabía huelga y que obreros hostilesestaban dispuestos a todo. Sonó alegre,igual que Pamplona la tarde anterior, lamarcha de «Los voluntarios»; aquel ibaa ser nuestro último desfile y nosotros lodespreciábamos.

—Bueno, mañana o pasado, enMadrid.

Animaban en los balcones, mientrasen las aceras, pobladas a trechos por

gorrillas proletarias, guardaban lasgentes un torvo silencio. Nos aplaudíanlas beatas, los explotadores, losusureros, los terratenientes, los de laCeda. También las muchachas pálidasde emoción y madrugada. Y en la calle,los que amábamos nos creían enemigos:a nosotros, campesinos, obreros delnorte, estudiantes y oficinistas.

Nos enrabiamos sobre el pasorítmico de la parada:

¡Arriba España!Inalterable y hosca, la acera callaba.¡Viva España!¡Viva Cristo Rey!Nuestro grupo vitoreaba a la

revolución en los mismos absortos oídosde los cenetistas. Era un singular desfile,presagio de pólvora.

¡Viva la revoluciónnacionalsindicalista!

Con vocación de peripatética, unavoz atiplada y enérgica gritó:

¡Viva la república!Aunque corrimos ligeros, se nos

escabulló el del viva chiquitín y soez. Elpobre diablo aquel creía que se armabael pueblo —y que uno se despedía de sumadre— para violarle su «niña» cursicon la banda tricolor. Quizá fue unespectador federal, el desaparecido.

Comenzó el paqueo y calló la

música. Conseguimos un eco por lasmalas. Y poníamos las pistolas en losriñones, en la boca sin sangre, en losojos.

¡Viva la Falange, cabrón!Pasamos luego ante los jefes. Fue

entonces cuando se oyó, pura nostalgiade romería, de cohetes y confituras, debaile y jota, el grito de un voluntario:

¡Viva la Virgen de Ujué!

* * *

—Vosotros dormiréis aquí.Ordenaba el capitán Ozcoidi,

señalándonos una de las compañías.

Juntábamos los camastros para cabermás gente; se cerraron las ventanas, ypor los resquicios entraba una luzmuerta que no hacía adivinar un día desol. Pesaba la atmósfera, olorosa asudor, a montón de hombres, a cuartel.

—Huele mal la gloria —susurróMario, impresionista.

—Pero es gloría —le contestaron alvuelo.

Los nervios no querían descansar enaquel silencio cargado y angustioso.Daban vueltas los somnolientos sobrelas tablas, y en un rincón soñaba confuego, en voz alta, un soldado. Pero elcansancio venía, cerrando los ojos de

todos, dominando aquel aire de plomo.—¡Qué asaltan el cuartel!No sé a qué hora nos despertó la

alarma de una voz rodeada de tiros.Pareció de repente que no había másasaltante que la luz vivísima entrando entromba por las ventanas abiertas de paren par. Saltamos todos, cegados. A dosque ya disparaban al buen tuntún leschillaron desde abajo, agriados yenérgicos:

—No tiréis, que son nuestros.Nos fuimos al patio. Crepitaba en

Logroño el festín de pólvora comocuando hacíamos palomicas de maíz enla cocina. Pedimos salir a la calle a

gozar la verbena, la gran sartén.Repicaba en los grupos la bromanerviosa y decidida. El alférez Gaztelunos dijo que había que esperar, concierto dolor de pésame, de mala noticia.Trataba de explicarnos que eranecesaria nuestra presencia en el cuartelen calidad de refuerzos; pero él mismono estaba muy convencido de quedebiéramos atender la orden.

—Idos a comer, por si más tarde osnecesitan.

Enfilamos tristes la cantina, llena devoluntarios y moscas; un amigo deNicolás nos cedió sitio en su mesa demármol frío, cubierto de migas, sucio de

huevo, que es el más triste de loscolores. Después de un gran rato nossirvieron. Devorábamos, salpicando laconversación de tacos y expresionesnuevas. Nacía un argot de guerra, y locreábamos nosotros allí, en la cueva delcuartel, entre la alarma de una ciudad ylas coplas patrióticas. Todavía no nosdaba por las canciones picantes o porlas sentimentales; en cambio, a todas lasmúsicas les poníamos letrillas quealudiesen a la marcha. A media mañanaestábamos hartos de comer y andar; elcaserón era grande y ya nos loconocíamos de cabo a rabo con sutopografía picaresca.

Entraron los primeros prisioneros,deshechos, la camisa blanca desgarraday sangrienta, pálidos, ojerosos; searracimaban en un rincón junto a lapuerta de los calabozos. Instintivamenteles hicimos un corro amplio, sincomentarios, a los vencidos de las horasmejores. Sólo un par, entre tantos,miraban altivos, perdonando vidas congallardía un poco matonesca, restoínfimo de un heredado y racialdesprecio a la muerte que no podíanevitar.

Nos largamos del cuartel mezcladoscon el pelotón que condujo a losprisioneros. Las calles estaban desiertas

y los voluntarios se pegaban a lasparedes, el fusil sobre las casasfronteras. Pasamos el día en las azoteasabrasadas de sol. A veces nos subían delos pisos chorizo y limonada.

A media tarde, una sección derequetés rindió honores a una imagenque volvía a su hornacina para seguirpresidiendo la vida vecinal. Desde eltejado levantamos el brazo. Al volver alcuartel se espaciaban los disparos.Íbamos confiados al oído, halagado porel apagón de los tiros. Fue el cristal deun entresuelo la señal de alarma: saltóbailarín, lleno de buen sonido, antes deque se repitiese el disparo. Buscamos el

quicio de las puertas mientras la callejase encendía de silbidos. Entonces vimosa los dos hombres al fondo, hacia lasalida; corrían haciendo fuego. Hicimosunánime descarga. Sin un gesto excesivose desplomó el más cercano. Al acudir,estaba muerto. Era joven y se parecía acualquiera de nosotros. Nos encerramosen la compañía. Se oyó un lejano gritode dolor seguido de vítores.

—Uno que quiere morir como uncaballero.

Tocaron silencio, y del toque nosbrotó el sueño. Con las ventanasabiertas apenas podíamos respirar. Dehombre en hombre llegó el rumor. A mí

me lo dijeron en voz bajísima:—¿Qué?—El tío de los vivas y el grito,

¿sabes? Bueno, pues no es que lo hayanmatado, sino que se ha vuelto loco.

Hecha pelota se agarraba la congojaa la garganta. Olía a establo, pero aestablo lleno de soldados.

* * *

Se había parado la columna en plenacarretera al arrimo de árboles copudos.Viñas y trigales. Las compañíasaguardaban en las cunetas. Nosotroscomenzábamos a subir una redonda

colina. Arriba, a un flanco de la ermita,requetés rodilla en tierra; en un grupo,los jefes. Tenía el paisaje color deantigua estampa: azul, amarillo, verde,falsos tonos rojos de atardecer postal,que, sin embargo, eran perfectamentereales. Al parecer se iba a combatir alaire libre por ver primera; aquellos díasnos traían en cada hora una emocióninédita. Al fondo, casi a la sombra de unterraplén gris que figuraba tarrabatán,Alfaro.

Apenas si tiraron los cañones. Volóuna avioneta sobre la plaza y nospusimos en marcha. Por el campodesplegaban las guerrillas y ya se oían

disparos. Al descender la colinadejamos de ver como en un plano laoperación. En un cruce, entre sol ysombra que agitaba el viento al agitarlas hojas, quería desperezarse uncadáver.

—Este es el cabecilla rojo. Ledijeron que si resistían los suyos enAlfaro se lo cargaban, y entonces pidióconfesarse. Aquí está.

Sobre los sesos relumbrabangigantescas moscas verdes. Fermín lasespantó e inició un responso antes deseguir. La voz aldeana rogaba a Dios.Insistían las moscas.

¡Qué pesadas son estas de caballo!

Trepamos una calle empinada y a lamitad nos paró la esquila de unasmonjas. Tocaba pacíficamente, como sinada pasase. Sólo muy lejos seescuchaba algún tiro.

—Abra, hermana, que somosnosotros.

Nos abrió la puerta una monjitavieja y asustada.

—Cuidado, hijos, que aquí hay unode ellos.

Jamás supimos si nos advertía o nosdenunciaba un enemigo. Un hombreenemigo. Hablaba en un puro susurrobeato. Entramos violentos. Mario semovía con desenvoltura. Estoy bien

seguro de que él soñaba no conaprisionar un rojo, sino con aprisionaruna novicia. Todavía era joven en laFalange y podían perdonárselereminiscencias liberales.

Tres médicos, con largas batasblancas, manipulaban en dos cadáveres.Los muertos eran camaradas nuestros yel mismo que los mandó asesinar leshacía la autopsia para averiguar la causade su muerte. Nos cruzó la ira por losojos; pensamos en la venganza,recreándonos complacidos. Los muertos,desnudos y amarillos, semejabangrandes estatuas yacentes. Olía ahumedad y miedo en el cuarto sombrío.

—Manos arriba.—¿Quién de vosotros?Nada más esta pregunta, y los tres

hombres callaron.—Vamos, ¿quién de vosotros?Se adelantó uno. Respiraron los

otros dos. Pero los muertos noresucitaban por eso.

—¿Me quito los guantes?—Para lo que te van a hacer falta…Los tiró, ensangrentados, a un

rincón. Salimos. Aplaudían en unaventana. Hombres hechos y derechosinsultaron al prisionero. Se me acercóuna mujer, implorante:

—Mis hijos…

Yo la tranquilicé. Después de dejaral médico en el Ayuntamiento fuimoscon dos vecinas a registrar la iglesia,porque sospechaban que en la torre seescondía algún marxista. En la plaza lasmujeres querían linchar a losprisioneros. El teniente coronel estuvomagnífico:

—Como peguen a un prisionero losahuyento a tiros.

Desde la torre vimos pasar elentierro de los dos camaradas bajo unsilencioso clamor de palmas al aire.Doblaban las campanas. En casa delmédico nos tocó hacer la guardia. En labañera se refrescaba un tío en cueros, la

boina en el cogote, una copa en la mano,cantando alegre. Estuvimos un gran ratocomentando nuestra entrada en elconvento y el registro en la iglesia sinpoder evitar cierto tonillo sacrílego.

De las casas salían mujeres, yatranquilas, con ofrendas al buen hambre.Trataban de explicarse. Eran unoscanallas y por eso lo merecían todo. No,ellas no querían matar, no querían matar,pero habían tenido tanto miedo… Comoun pastor, Nicolás, entre ellas,apaciguaba la curiosidad.

—Señora: en Asturias es el amoAranda. Franco anda por Sevilla ymañana tengo yo una cita en Madrid. No

se preocupen. Esto lo arreglamos en dosboleos.

Llegó un teniente al corro:—Por favor, cualquiera de ustedes

¿podría darme algo de comer? Estoy conel café de ayer por la noche.

—De comer y mi hija.Se estremeció el teniente, temblonas

las narices. Pidió luego pan, vino yjamón, pero no dio las gracias. Se largóla mujer que lo daba todo.

A la tardeada se puso en marcha,otra vez, la columna.

* * *

Recorríamos España en alegreturismo armado. El turismo queprecisamente le estaba haciendo falta aEspaña. Aquella noche, tocando con losdedos las horas picaras de lamadrugada, entramos en Soria. En lascalles nos saludaban patrullas de gentesconocidas. Dormimos en los autobuses,en un parque chiquito y provinciano quenos recibía con el laurel de su mejorolor: ni siquiera notábamos la gasolina.Respirábamos hondo, con las ventanillasabiertas, el fresco madrugador.

Ya hecha la mañana, bajo losárboles, se desperezaba la columna enuna fuente de agua fría. Nos esparcimos

por la ciudad tranquila. En losescaparates había telas chillonas,estampas y mantequilla en colores.Corrió el rumor de que los frailes dabanel almuerzo gratis y al convento nosencaminamos todos.

—Son los frailes de mi pueblo —decía Juan José.

Y era verdad: frailes barbudos ycampechanos llevaban por los pasillosbandejas de huevos fritos, dorados deaceite fina y botellas de un clareteconmovedor. Nos hartamos, casicondescendientes. Se oía al fondo elcrujir de las sartenes como la lluvia delnorte las tardes de viento.

—Hijos míos, os lo merecéis todo;sois tan buenos que vais a luchar por lareligión…

Decíamos que sí, la boca pletóricade pan y yema.

—Y por la Patria, padre…—Y por la Revolución —añadía

cualquier falangista: yo sé que anosotros nos gustaba decirlo claro paraque nadie se asustase. Por eso comíamosmás huevos fritos, como si fuesennuestros, con el gesto del guerrero quecobra una gabela por defender unpueblo, o mejor con el aire de quien secorona de gloria.

El teniente Alfaro nos llamó para un

servicio. Nos gustaba obedecerle: teníafama de echarse al toro como unhombre, por delante, y además:

—Es hermano de Alfaro, el deFalange —acababa Arteche. Y yorecitaba:

Del Duero al Arlanzónel capitán se ha

perdido…

En Pamplona le llamaban el tenientefascista.

Fuimos a ocupar un periódico deizquierdas. No sé qué fiebre se apoderóde nosotros: revolvimos todo a

conciencia para tirarlo después por laventana. Un soldado rompía lasbombillas a culatazos. Las cajas sedesparramaban por el suelo, bienlamentablemente. Cuando nos cansamosvolvimos al parque que ocultaba lostransportes de la columna. En un yerbínnos tumbamos: altos y blancoscentelleaban unos puntos lejanísimos.

—Son aviones.—Qué van a ser, hombre, qué van a

ser.Se acercaban ya claros y

trepidantes: eran aviones. Nos cogió desorpresa. Pero tiraron lejos y nos hizogracia. Más tarde, al comenzar la

maniobra para coger la carretera deMadrid, volvieron; la tropa estabanerviosa. Los hombres se ocultabaninfantilmente bajo los camiones,mordiendo la tierra, queriendo abrirla yentrar en ella y no ver el cielo.Teníamos miedo a morir. Un miedobrutal que no puede comprenderse nuncadespués de pasado y que hacer decir alos fanfarrones:

—Yo, no es por nada, pero no teníamiedo.

El teniente Alfaro cruzó rápido entrelos coches. Iba erguido, seguro de símismo.

—¡Somos soldados o somos

ursulinas!Planteaba el dilema a gritos mientras

los aparatos seguían volando. Sealejaron definitivamente. En la carreteracantábamos los enlaces, machacones,nerviosos; reminiscentes de toros.

¡Otro avión, otro avión, otro avión!Paramos en una arboleda para

enmascarar los coches. Locos dejardinería construimos en la baca unaumbrosa gruta.

Al pasar por Almazán los mozos seincorporaban a los coches en marcha,agarrándose a las portezuelas, trepandopor las escalerillas, mientras a amboslados de la carretera los despedían

pañuelos femeninos. Eran trágicas yalegres, aquel día, las tierras deAlvargonzález.

* * *

Al despertar me despistó el paisaje.A nuestra espalda quedaban montesazules y ya lejanas, que me parecíaconocer. Cada vez más lejanos cuandoen el coche empezaron lasconversaciones.

—Oye, ya nos faltará poco,¿verdad?

A Mario y a mí nos hartaban depreguntas. Nos miramos bastante

sorprendidos.—Si efectivamente vamos hacia

Madrid, poco puede faltarnos. Pero a míno se me hace conocido el terreno.

—Creo que dejamos Madrid atrás.Paramos junto a un ventorro. El sol

camuflaba un frío de amanecer en lameseta. Chapoteaba la tropa en unaacequia, remangados hasta el codo, lasmejillas y las manos moradas. Uningeniero nos contó lo que había pasado.

—Se hizo alto pasado Jadraquue:decían que se nos echaba encima un trende Madrid. Nosotros levantamos la vía ya la espera… Si llegan a venir leshacemos harina. Luego, atrás y hasta

ahora.—Volvemos hacia Almazán.Mario escuchaba absorto al

ingeniero: él era el centro del corro.Revivían sus ojos la escena en la nochey le pesaba de corazón haber estadodormido mientras otros templaban susnervios en la atención al enemigo. Noscontaron más cosas: cómo la camionetade Irujo se quedó entre dos puentesvolados, cómo volaron los puentes, peronadie nos dijo que Guadalajara era roja.

Y comenzó la marcha otra vez sinque a ninguno de nosotros le nublase lavista el pesimismo; le enseñábamos larueda de repuesto al objetivo más

deseado, hacíamos el mismo camino queunas horas antes, pero al revés, y lascanciones eran idénticas, la voz másronca, el cuerpo alerta y baqueteado.Corellica simulaba disparar con elíndice de los oradores cursis y con laotra mano metía las balas en elcargador, ufano de su maestría.

—Mejor que los de la CNT.Nunca tuvo más alto destino un

índice de párrafo importante, que aquelglorioso de hacer diana inofensiva en elaire.

En la arboleda de Almazán nosalcanzó la prensa. La leímos de prisa.Mientras yo dictaba el «Cara al sol» a

unos ribereños, Echániz repetía en vozalta con su tono pausado de montañésmaestro de escuela: «Las callespresentaban un aspecto pintoresco conlas boinas rojas de los carlistas y lascamisas azules de las milicias deFalange Española. La gente no cesabade gritar: “¡Vivan los bravosvoluntarios!”».

Nicolás irguió su cabeza angulosasombreada de barba y boina, la miradaentre rabiosa y divertida; dejó la cazuelaen que calentaba una sopa improvisada,y, bíblico, cuchara en mano, nos dijo:

—Pero qué pocos se vinieron ahacernos compañía.

Lo dijo más bien pausadamente, sinjalearse con ninguna palabra rotunda deo alargada. Sin duda, Antonio se extrañómucho, porque le golpeó la espalda,franca y sonora la palma, gritando:

—Bueno va, con los viejos quevitorean…

La sopa fuerte y las sardinasdespertaron la sed. Por eso luego,cuando el polvo de la carretera nos secóla garganta, no teníamos ni unamiserable gota de vino en las botas,sebosas de pez y tendido de sol.Parecíamos fantasmas belicosos. Lascamisas y las boinas eran ya blancas.Los rostros tostados semejaban ser de

guerreros románticos, pálidos devinagre y catarro. Al pasar por Burgo deOsma todavía chillábamos, sacandoenergías como sacan palomas decualquier bolsillo los prestidigitadores.Florecían las cunetas de pañuelosmilagrosos, algunos de un cursiadorable.

¡Arriba España!¡Viva el abuelo!El abuelo, según me explicó

«Patasebo», era el anciano AlfonsoCarlos, el regente, el rey de losrequetés. Nacían a mi conocimientodinastías casi ignoradas en los librosantiguos del bachillerato.

Se daban los vivas más absurdoscon la mayor buena fe, gozando en elruido y en el revuelo, queriendo dejar anuestro paso una emoción perfecta dedespedida. Yo confieso haber gritadoenérgicamente, viva el Cid, seguro deque el capitán castellano, con todas suslanzas, venía galopando a nuestroflanco, levantando el brazo hacia el sol,entre el polvo de la carretera y losescapes de la gasolina.

Al llegar a las cercanías de Arandaaún comentábamos el gesto de un curajoven, de rodillas sobre un montón degrava, implorante, bendiciendo nuestrodesfile a la sombra de Burgo de Osma,

en la tarde blanca de polvo y amarilla enlas eras abandonadas. Pero olvidamosesto con facilidad, porque las tapias deuna finca dejaban escapar ramasrebosantes de cerezas jugosas ysombrías. Al rato entramos en Aranda,oscura ya, amenazada por nuestrasarmas, apuntando a las calles desde lasventanillas.

* * *

Las arboledas eran siempre nuestrofin de etapa. A la salida de Aranda y ala derecha de la calzada empedrada hayuna ligera y alta: allí descansamos. Pero

la noche no estaba para dormir. Habíaen el aire demasiada tranquilidad. Calora orillas del Duero cuando nosdecidimos a ir a cenar al pueblo. Quétranquila aquella noche, ya la últimajunto a poblado, sin que adivinásemosesta calidad que luego nos ha hechoapurar tantas madrugadas con vocaciónde últimas.

—¿Y aquí, a qué hora es elencierro?

A los nuestros les gustaba bromearasí a la hora de pasearle la calle a laluna. Pocos días antes sabíamos que alas siete de la mañana, frescas lascampanadas de San Cernin, el que

tuviese ánimo y piernas podía jugar aquebrar la muerte, doce muertes, una encada pitón, sólo por la gloria deemocionarse un minuto en el envido dela velocidad o de evangelizar deemoción a los demás, comorecordándoles que también en unasfiestas acecha el fin y que puededisfrazarse de cualquier divertidamanera. Este era el sentido trágico delSan Fermín que se me descubrió en unencierro mostrándoles los talones a lostoros y que no quise exponer en voz altaporque mis camaradas tenían ganas devivir, de decir impertinencias y no defilosofar. También querían colocar su

mentira del encierro.Nos cruzamos con cuatro de la

centuria de Gerardo Lastra, majos,ribereños, dueños de la calle: el mismodonaire bravucón se gastarían enFlandes nuestros Tercios. Venían debeber en un cabaret que se llamaba «Lapájara verde». Tenía un hermosonombre de tabernucho nocturno para queno fuésemos a visitarlo, saturados denovelas de guerra, el gesto desdeñoso yla conciencia intranquila de pecadillomortal. Olía allá a sudor, a tarde dedomingo, hecha de cáscara de naranja,de perfumes baratos, de humazo de puro,de alcohol y vicio. Apenas podían

moverse entre tantos hombres unasviejas prematuras, vestidas de noche conelegancia despampanante, buena paratratantes de ganado. Se oían coplasdesvergonzadas y bromasconvencionales. Fuera se quedaba unanoche clara.

—Pasar, ricos…En lo más íntimo de nosotros

envidiábamos un poco la despreocupadadesenvoltura con que algunos se movíanen aquel ambiente; les azotaban a lastanguistas las fláccidas nalgas concampechana malicia; bebían el coñac deun golpe, y uno, de pelo alborotado yojos altos, sentó a una rubia en sus

rodillas. En una mesa, aislados,cantaban una extraña canción,acompañándose con las botellas. Crecíael barullo y me asombraba no oír alfondo la tamborada trágica de loscañones: aquello lo había visto yo en elcine y la pareja que bailaba no me eradesconocida. Tragamos la cerveza y, nosé exactamente con qué pretexto,salimos. En silencio nos encaminamoshacia La Bidasotarra, a tumbarnos en susasientos incómodos, envueltos en loscapotes. Yo creo que no teníamos nadade qué arrepentimos. Pero a losdiecinueve años, un cabaret en Aranda,la misma víspera de seguir adelante en

un presagio de tiros, le llena a uno depreocupaciones y de gusanos de laconciencia. Aranda pilla lejos de París.Por lo demás, a los diecinueve años setiene mucho sueño y poca vergüenza.

Al sol, frente a Telégrafos, seretorcía una fila de hombres armados.En la gran plaza destartalada, con unaestatua de bronce —un anciano sentadoque tomaba el aire—, los voluntarioshacían turno para el recuerdo. Mensajesazules volaban hacia el Norte, secos ypatrióticos: «En Aranda, sin novedad.Abrazos. Arriba España». De lamanillera del transmisor brotaban laspalabras con alas, buscando, lejos,

alguien a quien consolar brevemente.De un bar comunista salían grupos

con porrones de vermut, botellas decoñac y latas de aceitunas. En el suelose empolvaba el aceite de unas anchoasy temblaba en el cielo un no sé qué demotín irremediable. En una plazoletaempedrada había grandes corros dejóvenes: sobre las arcadas de una casa,sujeto al balcón como las colgaduras delCorpus, en negro sobre fondo blanco,este rótulo: «Cuartel General de FalangeEspañola». En los porches de una plazaque reclamaban galeras en las esquinasy toros junto a la fuente que no sé siexistía, abrían sus grandes ojos

asombrados los escaparates ycompraban los soldados navajascabriteras, cuchillos de monte confundas vistosas y esas nimiedades queoscilan entre amuletos y últimasvoluntades, caprichos que se disfrazancon el pretexto prosaico de la utilidad.¡Cuántos cortaplumas con sacacorchos yabrochador se habrían vendido el 24 dejulio en el comercio de Aranda!

Desde que dejamos Pamplona, ni unsolo día perdimos el autobús: cincominutos antes de salir la columna yacharlábamos en los asientos. Nuncaoímos llamada y hubiese sido lo mismooírla, porque todavía no conocíamos la

coplilla de cada toque castrense. En laguerra todo es cuestión de llegar atiempo, y nosotros, bisoños imberbes,poseíamos este sortilegio de laprecisión hasta el punto de no quedarnosjamás en tierra y de alcanzar en laspartidas precisamente nuestro camión.Sin pensar en nada de esto, dejándonosguiar del milagroso instinto, recorríamoslas calles estrechas en alegre patrulla: elservicio y la canción eran permanentes.Los primeros días de una guerra son losmejores, porque se piensa cadaanochecer que la guerra acaba al díasiguiente. Y cuando el día siguiente esdía de Santiago, los estudiantes

sublevados creen que Dios y el Santoestán con ellos para abrirles las puertasde Madrid. Los campesinos dejan en paza Dios y confían en el Santo: pero másmeritoriamente, sin explicarse la razónde su ayuda. Y es que en cosas de fe losestudiantes siempre hemos sido unospedantes. Hablábamos de Clavijo yellos nos contestaban que Santiago erael Patrón del pueblo y que su madre lepuso una vela de colorines, rizada, el19; que el incienso llegaba hasta lospies del Santo, a caballo blanco en loalto del retablo y que el cura joven,también voluntario, les había hablado deSantiago, como ellos hablaban,

corajudos, de rematar la cuestión. ¡Quélimpio sonaba el Sanseacabó entrePamplona y Madrid, con humillo depólvora en lugar de incienso! Días mástarde, cuando en Somosierraañorásemos la capital, nosotros,intelectuales ufanos de historiacontemporánea, de política actual,haríamos un pronóstico.

—Veréis; el 10 de agostoentraremos en Madrid.

Y ellos, reposados y benditos,preguntarían extrañados:

—¿Pues qué Virgen es ese día?

* * *

A la tarde llegamos a Somosierra.Nos dio la bienvenida un airecillo deromance, galán y fresco, que jugaba aesculpir suaves pliegues en los capotesde los frioleros y que se levantaban alanochecer, como los rondadores.

Me asomé a una ambulancia. Olía asangre y vi a un falangista que crispabalas manos sobre la camilla.

En las cunetas reposaba la tropa:silencio. Pasaban soldados con casco,barbudos, sucios, ojerosos.

—Ahora veréis lo que es bueno.—Ellos, ellos…En una pieza recién segada nos

repartieron rancho en frío: un chusco ydos latas de sardinas. La miga dura sedeshacía sobre los surcos y nadiereparaba en el símbolo. Todos nosvolcábamos en suposiciones.

—Yo creo que mañana tomaremosesto —y señalaba con el dedoSomosierra, apagándose—. Y una vezarriba, chico, cuesta abajo hasta lamierda corre.

Asentíamos unánimes, con gravedadinfantil. Se perdían las compañías en eloscurecer cuando nos mandaron formar

a nosotros. De a tres en la carreterapermanecimos serios: nos iban a dar laprimera orden sobre el campo.Seguramente una arenga vibrante nosharía arder la sangre para el combate.Se agregó a la sección un escalofrío. Amí me pareció un coronel el que seacercó a nosotros. Pero no dijo más que:«De frente, mar…».

Era ya la noche a nuestro alrededory nada se oía sino esos ruidos del campoy de las esquilas de las vacas y de loscucos, ruidos inclasificables para tiposde la ciudad como nosotros, que acualquier pájaro sobre el ríollamábamos martinpescador. Brillaba el

asfalto con la luna y la tropilla avanzabasilenciosa por la carretera. A mi lado,alguien a quien preocupaba todavía elverano aseguró con voz que a nadie sedirigía:

—Me han dicho que para tostarse nohay cosa mejor que los baños de luna.

Fue un gesto frívolo, lo comprendo,como frívola fue la voz, que pudo ser deMario, pero me remangué la camisa. Nome atreví a mirar a los demás porque nobromeasen conmigo, y es posible que aellos les sucediese lo mismo.Atravesamos Cerezo de Abajo,dormido. Entonces se nos acercó elcapitán Ozcoidi para decirnos que el

rancho en frío había que guardarlo parael día siguiente. Nos miramosconsternados. Menos mal que mandaronalto. Aun así palabreamos.

—Podéis dormir un rato.Desliamos los capotes. Allí

acechaba un vientecillo serrano que nodejaba pegar los ojos. Afortunadamenteno nos dormimos, porque a los cincominutos de estar en la cuneta noslevantaron a gritos.

—Hala, en pie; tenemos que seguir.Dejamos a la izquierda la carretera

para meternos en un trigal.Marchábamos apartando las espigasoscuras sin hablar ni media palabra:

somnolientos y nerviosos. No sé quéclase de augurio nos avisaba laproximidad del enemigo.

—Alto. Aquí pararemos hasta elamanecer.

Los surcos eran bastante incómodos,pero en ellos se acomodaban losenlaces, arropados con el capote. Elcamarada Vallejo comía tranquilamentedespués de quitarse el correaje de lapistola ametralladora. Encendió unpitillo. Sentí un indeclinable deseo demolestarle:

—Eh, tú, apaga el pitillo, que handicho que no se puede fumar.

Me miró asombrado, dio una larga

chupada y lo aplastó con el pie. Unaextraña tranquilidad se apoderó de mí.Me tocó la primera guardia. A aquellamisma hora el capitán Gerardo Lastra,con su centuria, se escurría en una nochede guerrillas buscándole la espalda alenemigo. Y Alfonso Gaztelu, alférez yerudito, me decía que Napoleón planeódesde Venta Juanilla la carga al puertocon la caballería polaca. Pero a mí metraía intrigado el saber a qué grupo deestrellas le llamaban la Osa Mayor.

* * *

No sé si dormía o si ya estaba

despierto cuando el frío me cortó larespiración. Los dedos torpes y azulesse agarrotaban y algo peor que uncuchillo mellado hería en los huesos.Amanecía en las cumbres y nosotroscomenzamos a golpearnos las espaldas ylos muslos para reaccionar. Ni siquieraun tiro, ni siquiera una voz se oía; alprincipio siempre hablábamos suave, enla noche; aquella mañanica de Santiago,con su sol rasante de amanecida,bisbiseábamos como en la oscuridad. Seextendía la luz por los trigales, por lasrocas, campeaba en la torre de unaermita, nos daba en la frente, ponía oroen las sueltas encinas, pero nosotros,

indiferentes al diario milagro,acallábamos los nervios con bromas ymaldecíamos el alba que nos blanqueabala cara. Sin que nadie lo ordenase nospreparamos para el camino. El capitánLorduy llamó: Mario y Antonioacudieron conmigo y alzamos el brazocomo en una guardia cualquiera.

—A sus órdenes, mi capitán.—Vosotros vais donde el capitán

Gonzalo Lastra y os ponéis a susórdenes. Enlazáis su centuria con laplana.

Bien. Ya teníamos la orden y lamisión. Iba a inaugurarse la guerra antenuestra vista en un escenario que de

antiguo la conocía. Para nuestrosdieciocho, diecinueve y veinte años enascuas, la ocasión era única. Nos volvióel color a la cara con el paso ligero queimprimimos a la marcha. Cubierta porencinas viejas, la centuria quebuscábamos se desplegaba, y el azul delas camisas se hacía más intenso junto alclaro amarillo de los trigales. Ya estabael sol en su punto y poco más o menosserían las siete del encierro y de loscolumpios verbeneros. También la horaen que las beatas rezan su misa. Pero elcapitán Gonzalo, dejándose de líricassuposiciones, miró varias veces su relojde pulsera antes de ordenar la subida.

Alcanzábamos la falda de Somosierracuando se rompió el estupor de lamañana: sonaban secos los alaridos delos fusiles, todavía espaciados, sinconcretar el fuego. La guerra se abría alsol de Castilla, y en la mañanicasantiaguera, por los altos trigos,avanzaba, otra vez en la Historia, laalegre infantería de España. Nossantiguamos devotos.

El rumor que trajo el aire se hizoclaro sobre nuestras cabezas. Desde elviejo aparato nos saludó un agitadobrazo: luego no estábamos solos. Tronóla artillería y vimos, casi en la cumbredel puerto, cuatro surtidores de polvo.

Ruidos inéditos nos traspasaban losoídos. Esto ya daba un carácter deseriedad a la lucha. Pero nos tragamoscomo un difícil manjar la seguridad deque los rojos contestarían.

Es posible que allí hubiese unabatalla: nosotros, cegados para lo queno fuese nuestro frente, no entendíamosaquellas disputas de la fusilería en losflancos. Cuando las oímos pasar,Nicolás, desde doscientos metros, agitóla boina insolente y gritó en ademán desaludo:

—Cardelinas.No sé aún si por un momento pensé a

qué podía referirse. Se desplomó un

soldado y el sudor se nos heló en lafrente. Luego hemos aprendido a seguiradelante aunque dejemos atrás la miraday la angustia: el 25 de julio hicimoscorro a aquel camarada con el vientreblanco y frío de lagartija, y al tantear elmédico junto al agujerito que sólo eradenunciado por un hilo sutil de sangre,llenos de una indecible ternuraqueríamos decir:

—Oye, médico, afortunadamente,¿no será nada?

Pero el miedo a parecer mujeres yno soldados puso en boca de Mario,como pudo haberla puesto en boca decualquiera de nosotros, esta pregunta,

atragantada y confusa, varonil:—Ese va listo, ¿no?Asintió el médico, arrodillado junto

al herido, que apretaba los labios sinfuerza para quejarse, y seguimosmarchando. Tuvimos que correr paraalcanzar la centuria, y durante muchorato volvimos la cabeza para dejar lavista en el hombre aquel y en su blancacamisa apenas ensangrentada. Lascardenalinas de Nicolás sabían buscarlea uno la muerte, pero era tan bellollamarles cardenalinas, a la ligera, comosi no nos temblase imperceptiblementeel ombligo al sentirlas volarfulminantes…

Ellos nos azuzaban sus mirlos,cribando el aire, y escondíamos lacabeza en los hombros, encorvada laespalda y el paso felino. Ya noalcanzábamos a ver dónde estallabannuestros pepinos y con frecuenciasaltaban las guijas a nuestros pies. Enlas rocas lejanas se escurrían sombrasrápidas: eran los rojos. Ahora ya no lorecuerdo, pero entonces nos debióenfurecer mucho el no tener fusil. Nadasatisface tanto en el combate comosoltar un cargador al blanco humano,detrás de los matojos. Nos cantaban losfuelles estrepitosamente y éramos nadamás sudor y entusiasmo. Agradecimos

bastante la visita que nos hizo aquellaescuadrilla roja. Sonaron los pitosestridentes.

—Avión, cuerpo a tierra.Los teníamos encima y

saboreábamos, más que el peligro, eldescanso, el fresco sabor de unas pobresyerbas: el suelo era una sábana inmóvilpara nuestras frentes. Brillaban en loalto reflejos de plata, y antes de quecualquier estudiante de letras pudieseencontrar una buena metáfora de guerra,explotaban las bombas, violentas, llenasde dos sonidos distintos. Nos tapábamosla nuca con la bolsa de costado y cadacual musitaba con los ojos cerrados

sobre el estruendo el principio de unSeñor mío Jesucristo. Pero si losaparatos perdían la vertical amenazante,se cortaba la oración y daba un salto elhombre que había visto su vida enpeligro, el enemigo; el que estabadispuesto a morir, pero no del todo,conforme y resignado con el dolor dedejarse en el monte unos años deagridulce existencia. Qué sublimesaparecíamos a nuestros mismos ojos, enel ruego a Dios y en el insulto sonoro alos de arriba.

—Hay que seguir aunque tiren.Otra vez en pie, ligeros como

semidioses del estadio. La guerra se nos

mostraba en deporte, con buen sol, conbuen aroma, con buen campo; de noestar preocupados por esa enormeobsesión que el de obedecer, seguro quenos hubiésemos parado a aplaudirnos;tal orgullo nacía de nuestra conducta.Hubo un instante de miedosa sorpresacuando reventaron ante la guerrilla —solemnes y próximas— una serie dematracas. Debimos meditar un momentosi estábamos o no heridos; nos sacó dela luna la voz del capitán Gonzalo, alta yterrible:

—Adelante: al que le den que sejoda.

Nuestro orgullo no era para tanto:

por lo visto, allí todos cumplíamossencillamente un deber del que sólodimiten los cobardes. Seguramente quela tarea sería mejor ahora que noconcedíamos tanta importancia anuestras emociones.

A mil novecientos cuatro metrosacudíamos a la cita de un trozo de tierraespañola, encrespada de ira, con olor aserranía castellana. Abundabanesparcidos los fusiles que estorbaron alos chíbiris en su huida: todos losenlaces nos proveímos del arma y alceñirnos las cartucheras adquirimos —entre nosotros, en familia— ese aspectode soldados que tanto echamos en falta a

la subida. Nos dimos cuenta de queteníamos hambre y Mario pensó que lecegaba el cansancio, porque tuvimos quedespertarle a golpes cuando dormía,bocabajo, entre unos muertos rojos. A lanoche entretenía la guardia una largacaravana de faros que podían serrefuerzos o todo lo contrario, y el airenos sabía a agua. Después, apretadosunos con otros, queriendo sacudir el fríoendemoniado que traspasaba los capotesy los cuerpos molidos, comentamos lajornada. Echániz, que siempre dormíatras sus gafas quemadas, nos dijo queéramos unos tíos mal hablados.

* * *

No pudimos descansar. Toda lanoche fue helada vigilia, y eso queanduvimos como duendes buscandoabrigo entre los más crecidosmatorrales; pero el frío nacía de latierra, de la misma tierra, y recorría loscuerpos y abría los ojos que la voluntady el cansancio cerraban. Nos dio losbuenos días un aparato enemigo que lagente comenzó a motejar del «negus».

Cirauqui lo miró detenidamente, condescaro, y lleno de benignidad, tolerante

como no puede serlo un carlista deBurlada, dispensó:

—Hasta la tarde ya estás cumplido.Su gesto galante fue inútil: durante

tres días incesantes la aviación volósobre nuestros cuerpos helados en lanoche y hambrientos y secos en losmediodías salvajes del Alto. Sólo a lastardes no movíamos un poco, cuando laluz trascendía y se equilibraba por unosminutos la temperatura. Padecimoshambre y sed. Los convoyes deintendencia no funcionaban y ademáshubo que improvisar desde los basteshasta los mulos. El agua de nieve lateníamos a unos mil metros, por un

sendero abrasado. Se morían las horas anuestro alrededor, lentamente,desangradas, y ni siquiera el peligro lashería con mortal rapidez. El cielo deCastilla se derrumbó implacable sobrenosotros, que acatamos su fuego alzandolos hombros y echándonos a dormir,seca la boca, mientras de la cara y losbrazos nos caía el pellejo a tiras. No séal cabo de qué rato se dio cuenta Mariode que le miraba, y, a su vez, con ojosestúpidos, me miró. Hasta entonces nome había fijado en que él observaba unhormiguero, segundo tras segundo, díatras día, sin marearse con el trajínafanoso de las hormigas. Acechando sin

cesar el movimiento de aquellos seresque no sospechaban la terrible luchadesencadenada sobre su pequeñez. Confrecuencia intentaba yo cortar una hierbalarga y aguda para dar caza a un grilloque andaba por allí, insolente, másmolesto aún que los aviones, emboscadoen la sombra, con el cri–crienloquecedor junto a mis oídos. Lavíspera se hacía lejanísima y sólo unpaisaje de aparatos enemigos techabanuestra existencia. Un hombre, ya no erasoldado, ya era un pobre hombredeshecho, se retorcía en el suelo,espumeante de rabia. Se puso en pie yquiso matarse: Mario le desvió a tiempo

el fusil. Cayó con la pierna atravesada.Cerró los ojos y enmudeció. A veces untemblor le recorría el cuerpo en oleadas,un temblor intranquilo, de pesadilla.Luego fue calmándose.

—Ha echado el ataque de pánicopor la herida de la pierna. ¿Ves? Ya sele pasa.

Dormíamos pesadamente bajo unbombardeo horroroso y al despertar,sacudiendo la tierra de las espaldas, unoo dos —los más temerarios, los másabnegados, los más sedientos— setiraban por el camino abajo y traíanrebosantes de agua, brindándosehúmedas por fuera, las cantimploras de

todos. Jamás he bebido con más avidezy nunca he celado el agua comoentonces. Abundaba en las cercanías ysólo un valiente era capaz de ir por ella.Con la garganta fresca, hablábamos.

—Ayer no estuvo tan mal la cosa.Antonio y Nicolás bajaron a la

carretera el cadáver de un requetémuerto en el ataque. Se llamaba JaimeIbarra y era de Villava: yo solía pensaren cómo le aguardaba, doblado en labarra de la cama, su traje de fiesta, elque no se puso aquel domingo enPamplona: la madre, la casa, la ropa decristianar y esa habitación en sombra,sin una mosca, decorada con bodegones

y bordados, que tienen las casas de lospueblos para servir la ensalada en lastardes de agosto. Y, sin embargo,Antonio y Nicolás lo bajaron a hombroshacia la carretera, muerto. Al volver nostraían unas botellas de coñac, y Nicolás,con la camisa fuera y los brazos poralto, remangado de voz y gesto, nosrepetía sin cesar, machacón decansancio y de vino:

—Nos han tirao mil bombas. Alláabajo llevan la cuenta. Tienen un vinoque es algo serio. Y mira, nos hanregalao coñac. ¿Quieres que te bajemosmañana, Miguel?

Esto es lo que le daba vueltas en la

cabeza al decir que ayer no estuvo malla cosa. Y otra obsesión se le mezclaba.

—Olía mal el fiambre. Y pesaba.Hablaba así de desgarrado Nicolás,

el buen camarada, el mismo que secargó a hombros aquel cuerpo muerto yle apartaba las moscas de la cara.Quería disimular sus bellas accionescon un lenguaje de novela pacifista; porla misma escondida razón que nosobligaba a quitar importancia alheroísmo, llamábamos «Patasebo» aCirauqui, voluntario con su piernaenferma. Si a todos los héroes se lesfuese a dar una medalla o un hermosonombre no habría metal ni palabras

bastantes para condecorar a lossoldados de aquellos días.

Croaban lentas e irregulares nuestrasviejas «Hotckins», desgañitándose conlos aparatos que enviaba Madrid parasacudirnos de la sierra: el valle eradominado ya por la artillería y nosconsolaba a ratos ver explotar lejanasnuestras granadas. Una tarde subieronlos primeros mulos con latas de sardinasy un chorizo que sabía a neumático. Ypan. Y prensa. Comimos infantilmente,con los ojos, y más que nada nosconfortaba el ver que impunementedesperdiciábamos el chorizo y quepodíamos dar patadas a los mendrugos

aceitosos y mordidos tirados por elsuelo.

Nos dieron orden de estarpreparados para el amanecer siguiente:se reanudaba el avance. Antonio yMario saltaban abrazados. Rafaelmanoteaba con un periódico. Mellamaron con aire jubiloso.

—Mira, mira…No sé qué hoja menuda de provincia

traía la noticia: «Al frente de unacolumna de falangistas, José Antoniomarcha sobre Madrid».

Al rezar el rosario dimos gracias yno pedimos nada: aquella noche loteníamos todo.

* * *

Hasta el mediodía no descubrióDoraiz que ]a culpa de haberle falladolos disparos no era de los cartuchos,sino de que la aguja del percutor noalcanzaba el fulminante. Eso nos costótoda la tarde limpiando y comprobandoel armamento. Se derramaba sobrenosotros sol y consejos. En tardes asíera bueno conversar, y, sin esfuerzoalguno, pensábamos en el futuroseriamente, porque éramos hombres vozy fusil, ambos alzados, y los que sólotenían voz y voto se habían quedado

atrás, en los casinos, en las terrazas delos cafés, en los balcones, junto a lasmujeres, aplaudiendo las músicasmilitares, enronqueciendo con sinceroentusiasmo, pero sin que les salieseespontáneo el mismo gesto que anosotros: garantizar el vítor con labayoneta.

El 19 de julio calibró a las gentes:unos salimos y otros no. Aquel día sejugaba España definitivamente, ymientras nosotros marchábamos alchoque cubiertos de rosas, ellos noslanzaban las rosas desde el cielo de suindiferencia o de su cobardía. Bienlimpia la chaqueta, entonada la corbata y

lustrosos los zapatos, veían pasar laPatria en mangas de camisa, ronca ybrava, un poco callejera para subritánica elegancia. Sin los que entoncessalimos a dar un paseo militar, comodespués han dicho los rencorosos, losmariquitas y los tacaños, nada hubierasido posible. En las primeras semanas,minuto a minuto, hora a hora, día a día,íbamos ganando España para nosotros,para los que nos amaban, para nuestrosenemigos y hasta para los miserablesque, por ocultar su pánico, fingíanignorar cómo muchas veces se nossecaba la boca en los peligros de undivertido paseo militar.

Presentíamos que la guerra —corta olarga— no nos iba a servir para que losárboles diesen monedas de oro, ni paraque en la Patria deshecha que nos legabala experiencia de nuestros padres lascosas caminasen por un camino de finayerba, con la carrera cubierta desombras propicias y aguas tranquilas.Precisamente lo mejor de los primerosmomentos residía en la claridad con queveíamos la revolución como una tareade la posguerra y a los árboles con frutoy al campo con mies y al agua en elverso inmejorable de los canales.Cuántas veces no hemos dicho, con elalma llena de evocaciones y a la vez de

ansiedades:—Ahora, los palos en la

Universidad como quiera nos danmiedo…

O también, fiero el ademán y la vozpuesta en guerrero, recordar como unimposible:

—Bueno, pues yo he corrido con losde Asalto.

Aquellos días sirvieron de base departida a la guerra serena y matemáticaque vino después. Pero sin los díasprimeros en que el morir era una alegrecanción, jamás se hubiese llegado anada que no fuese darle la espalda alenemigo. Y el comprobar esto tan claro

por medio de un lenguaje desvergonzadoy preciso, hecho de vida y alto ejemplo,hacía que nos sintiésemos algo más quesemidioses: voluntarios.

Porque aun gustando la miel que nosbrindaban al pasar los caciques y loscobardes, estábamos todos seguros —todos— de que un día habríamos devolver los fusiles contra sus aplausos,que tenían voluntad de asqueroso dinerocon que hacernos mercenarios.

Así lo decía Mario, con el fusil en lamano, mimándolo como a un buen perro,con su gesto de hablar las razonesserias, arrugada la frente, la ceja amedia asta, pícaro, soldado y

universitario.

* * *

Habíamos cogido los cuatroprisioneros ya bien entrada la mañana,al limpiar una loma cercada al pueblo.De las casas de adobe salían las mujeresy tras ellas se alzaban tercos los brazosde los hombres, vacilando sólo en lasmanos. No las abrían del todo, por siacaso volvían los milicianos.Gesticulaban las mujeres animándonos aseguir, dándonos prisa, como si laguerra fuese una cuestión personal entreellas y los que huían. Quizá el asustado

sacristán tenía confianza en nuestrasarmas, porque ya bandeaba en la torre laúnica campana. Renacían al vuelo laspalomas, y al pisar las eras,desplegando hacia el cerrete, nosvinieron a las manos, cegados de sol,cuando no se oía un tiro, el fusil enbandolera, campando confiadamenteporque, al parecer, se había acabado lafiesta. No les dimos tiempo a pensarlo.Tres tenían aire de obreros; uno, torvo yconcentrado, se mostraba sereno, aconciencia del peligro que corría. Doseran mozalbetes socialistas, con culturade carro de mano, arrogantillos, porqueles temblaba poco la pierna,

carichulines, sin darse exacta cuenta desu situación, jugando a héroes delpartido, y el cuarto, un castellano negroy arrugado, un estupendo paleto deromería, peligroso isidro que paseaba anuestros camaradas de Madrid.

Los condujimos al puesto de mando,soleado, en la Rocosa. Sobre la columnavolaba el chivato dejando levesnubecillas blancas para fijarle al blancoa la artillería roja. AÍ levantarnosmiramos con menos indiferencia a losprisioneros. Seguro que ellos tambiénnos habrían gritado la noche anterior aloír el susurro del rosario, desde susposiciones abastecidas de lujuria:

¡Hijos de cura; mientras vosotrosrezáis el rosario, nosotros nos tiramos aéstas!

Acostumbrábamos a terminar lasoraciones pacientemente y luego se lessolía demostrar que es muy posibleencender una vela a Dios y a la vez unacandelilla al diablo, llenándolos deimproperios, porque sabíamos insultarmás y mejor que los de enfrente yporque además los llevábamos desde elAlto hasta las puertas de Buitrago en lasbocas de los fusiles. Y por el placer dedemostrarles nuestra superioridad entodos los terrenos, bien valía la pena deque las que oraban por la salvación de

las almas de nuestros enemigos y la denuestras vidas, rezasen también por labenigna consideración de aquellospecados de palabra oscura.

Los prisioneros caminaban ensilencio. Un soldado, al pasar, lespreguntó con maligna curiosidad si eraauténtico el cuento del mono de lasmilicianas. El obrero torvo y serenomiró al paisaje tristemente y le hizo elquite de aquella debilidad uno de losjóvenes.

—Sí. Pásate y lo verás. A mí lobailao ya no hay quien me lo quite.

El sargento Mañeru lo empujó con laculata. Parecía querer perdonarle

semejante inconveniencia en la vísperade la muerte. Días antes habían quemadovivos en Lozoya a tres falangistas, y nohubiésemos visto con paciencia que loscuatro prisioneros salvaran la pelleja.Además, entonces combatíamos losfanáticos de los dos bandos, los quesólo podíamos luchar sin cuartel. Losque forzosamente teníamos que sereliminados con el triunfo del adversario.La gente de caricruz, los generosos.

No llegó a un cuarto de hora eltiempo que esperó el piquete. Nosotrosestábamos comiendo cuando llamaron alpáter para que los confesase: Fermín selevantó, ya solemne, extrañe al Fermín

que revolviendo la cazuela conseguía larenuncia de Nicolás a buscar víveres«para tíos que no saben apreciarlo».

Era mediodía y se calmaba el frentecomo presintiendo aquel drama quehabía dejado de tener importancia. Aúnrondó la bota nuestra escuadra. Pasaron:yo vi sólo sus piernas cruzar ante mí.Gracias a Dios nadie hablaba. Entenderel idioma del enemigo, hablar la mismalengua de los que matan, de los quetienes que matar, es un suplicio quedeprime como si una montaña cayese enlos hombros o un grano de arena en laconciencia… Disparar sobre un hombreque dice madre igual que tú. Como tú lo

dirías en su trance de muerte. O querepicaría la palabra igual que tú al ir depermiso o al escribir una carta luego dequebrar un peligro, cuando se deseacontar que se vive. Un hombre que dicecomo nosotros, novia y amigo, árbol ycamarada. Que se alegra con las mismaspalabras y jura también con las palabrasque juras tú. Que iría a tu lado, bajo tubandera, cargando sobre gentesextrañas. Al principio todo esto mehacía cerrar los ojos y orar de noche,aislado, por el pecado sin perdón: mástarde aprendí a encoger los hombros pornecesidad y a temer con las palabras quenadie sino nosotros entendíamos las

miradas que cualquiera hubiese podidodescifrar. Todavía guardo en la frentelos ojos nublados de un pastor,confidente rojo, a quien despertéinvoluntariamente, a media guardia, conla luz de la linterna. Era un horror vacío,sin palabras, como el paso de los cuatrohombres aquellos; pero había que matary no a ciegas. Con la razón y el arma enlos brazos. La muerte es un camaradamás del soldado, y en nuestro campo semataba de frente, y cuando había quehacerlo sin el calor del combate, se lesdaba a los enemigos una muerte que confrecuencia no merecieron: cara a losfusiles, la ocasión de ser valientes,

como si de verdad fuesen soldados.Cuando creí que iban a tirar volví la

espalda. No he visto ningúnfusilamiento. En la hierba crecía lasangre y un cabo de transmisionesmontaba su pistola para el tiro de gracia.La mano del campesino caía justamentesobre el regacho. Entre los dedos se lecolaba el agua, agitándolos para nodecir adiós a nadie, ni siquiera al aguamisma. La fuerza del manantial leprestaba una falsa vida a aquella míserabandera. Después, todos llamaron a lafuente la de los afusilaos.

* * *

Mario volvió triste: le habíanmandado con los mulos a la venta. Deallí tenía que coger un camión y traermantas de Cerezo; y a un tiempo lacorrespondencia. Pero en la venta, queera bombardeada a todas horas, lesorprendió la aviación. Mario era de losque decían:

—Más vale estar en el objetivo queen los alrededores del objetivo.

La metralla hizo carne abundante,casi en el objetivo, por una vez. Ante

Mario cayeron los muertos sin reposo,con los ojos abiertos, manando sangre,queriendo demostrar, despedazados, quevivían segundos antes.

Esos muertos que hacen palidecer afuerza de sorprendidos en un momentopoco propicio a la muerte. Ayudó acargar heridos en el camión que habíade traer las mantas.

—En el camino nos cazó un aparato.Paramos el camión bajo unos chopos ynos desparramamos por las cunetas,pegados a los árboles. No se os ha deolvidar cuando veáis como yo he visto,el pánico de los heridos. Se arrastrabanpor el suelo, mezclando su sangre con el

polvo y la gasolina sin nervios parapegarse a la tierra, con la cabeza bienalta y la boca desencajada, abierta deterror, vueltos los ojos al aparato,escudriñando el brillo del sol en labomba, al desprenderse. Volvieron amontar… Bueno, los montamos nosotrosporque ellos no podían. Habríais de vercómo les temblaba su pobre carne,amarilla de miedo, sin sangre. Losdejamos en el hospitalillo deSomosierra y aún volaba el mamón,dando vueltas y más vueltas. Quisieraque un día cayera un cerdo de esos cercade mí: vosotros sabéis que nunca hequerido fusilar. Desde hoy no deseo más

cosa que coger a un aviador para tirarleyo también, pero de cerca; quiero verletemblar como temblaban los heridos…

Con las manos aún más que con lavoz cortada, Mariano tenía la habilidadde explicarnos aquel miedo. Con unaletear de los brazos, como pájarosabatidos.

Precisamente en la manera deexplicar un mismo suceso nosdistinguíamos unos de otros. Marionecesitaba un pequeño parlamento,combinar emoción asequible a todos conun par de buenos tacos. Mario soltabamejor que nadie ese San Dios de lasocasiones —que algunos pretenden

pecado y es invocación— y encontrabaigualmente la frase feliz que repetíamosnosotros. En cambio a Nicolás lehubiese bastado para contarnos laescena de los heridos con pedir vino. YNicolás no era un borracho; pero sabíadarle al vocablo vino el matiz queajustase al momento. Con vinoexpresaba alegría, sed, miedo,cansancio, decisión. Nicolás hubieraalzado la bota, y, sin una palabra vana,hubiésemos comprendido que para élera más agradable aguantar aquellavertical que la de la carretera, con elavión encima. Sólo con chascar lalengua le retornaba la serenidad

pródiga. Para entonces Mario ya habíadicho dos palabras bellas y una cochina.Mario era un intelectual y Nicolás teníaun almacén. Y pintaba.

Los demás, qué sé yo, con pocadiferencia, éramos vulgares soldados. Elsargento Mañera, pacífico y jotero, seempleaba con frecuencia en poner pazentre nosotros. Era un labriego carlistaque enlazaba en la sección el campo conla ciudad y sus arrabales. Hablaba conpausa del contrabando de armas, de lasmozas, y con los ojos fijos en una nubedistante anunciaba el tiempo con dosdías de anticipación. Antonio trabajó enuna oficina porque hasta entonces la

vida no daba ocasiones de escapar a laburocracia, pero oyéndole pronunciar lapalabra burgués se comprendía elespantoso «colt» que manejaba en lasbrochas de la preguerra y que, para él,se derrumbó el papeleo la mañana enque los españoles decidimos aceptar lostiros como estupenda dialéctica. Pericoera molinero. Rafael se pasaba la vidatomando notas que al día siguienteperdía o quemaba para iniciar lahoguera. «Patasebo» y Corellica reñíanporque siempre estaban de acuerdo. Ylos demás, estudiantes, dependientes ohijos de buena casa. Creo que elepisodio de la carretera, tan vulgar en la

guerra, pero que cobraba el valor de serel primero, lo hubiéramos narrado conla mayor de las simplicidades. Y con elcomentario que ni Mario le puso, niNicolás le hubiera puesto:

—El miedo de los heridos escontagioso. Yo temblaba con la cabezaen el suelo.

Nuestro concepto de la guerra sí queera igual en todos; nos parecía que,ocupado el Alto, no habría más quecolgarse garbosamente el fusil, montaren los camiones y, cantando himnos,rodear Madrid. Luego nos reuniríamosen la Puerta del Sol para acampar en laacera roja, como una venganza de

pasados motines. Por eso se nos hacíalarga la espera a ochenta kilómetros dela capital. Y habían de pasar casi tresaños para que alcanzásemos la presa.

Nadie se figuraba que la guerrapudiese durar tanto. Los optimistascontábamos por días. Y los pesimistaspor semanas. Muchos juraron noafeitarse hasta Madrid, y los imberbesllevábamos la mochila repleta de latasde calamares con que calmar el hambrede nuestra familia y de nuestroscamaradas madrileños. Otros hacíanvoto de castidad hacia el Miami yprometían a todas horas su fielcumplimiento; pero la idea, sin duda por

no ser nueva,

—«ni con su mujerfolgar»—,

acabó por abandonarse. Así era dedeseado el Madrid de julio, agosto yseptiembre. Sospecho que el que niamigos ni parientes esperaba liberar, losinventaba, por no ser menor. Que hastapor lazos de sangre queríamos ligarnos ala capital desventurada.

Y durante horas charlábamos sobrecómo sería el momento de violar,desharrapados y piratas, la entradaaquella que aguardaba. Qué magníficos

barbudos, con la camisa a tiras, morenosde sol y de sudor, oliendo al trigo deCastilla y al romero del Alto. En lacenturia de Gerardo Lastra se hablabamucho de constituir un cuerpo defalangistas para abordar Cuatro Caminoscon pistola y cuchillo: el CuatroCaminos de las broncas. ¡Cómo noshubiéramos lucido al pasar frente alEuropa, lleno Je la voz de José Antonio,con un eco azul por las esquinas! Y alcruzar los bulevares, el saludo de losnobles acacias, con sus hojasestremecidas por los vítores de laestudiantina del SEU y de las centuriasde la primerísima línea, de los primeros

Sindicatos arrabaleros yrevolucionarios, señores contra elmarxismo y garotes contra el garrotíninsulso y obsceno de los que dividieronla Patria, un trozo para cada mano. Undía que recibimos hecha realidad lavieja aspiración de la Falange, undiario, Mario consiguió para nosotros elrecuerdo de cómo silbaba el ¡viva midueño! de las porras escuadristas en laventa de FE y Arriba y Haz y en elreparto violento de pasquinesanunciando el «Sí» nacional sindicalistay a la salida de unos funerales y enMarqués de Riscal y en la cuesta deSanto Domingo y en los mítines del

«Madrid»…Horas enteras se hacía corro a la

evocación del tiempo antiguo de unosdías y nacían alborotados los propósitosde recorrer como isidros iluminados yguerrilleros el camino de los buenoscines y la calle de Alcalá, para hacersonar atamboradas las botas de clavos ydejar en su suelo elegante un poco de latierra que habíamos pisado en elcamino. Y al final, ¡qué gloria darle a laCibeles esos recuerdos castizos que lellevábamos de la provincia prendidos alo floreal en la cima del fusil,automática razón!

A vino nos sabían los proyectos.

* * *

—A Picó le hicieron alférez unatarde en que caían las gotas precursorasde la tormenta. Nos preguntaron quégrado teníamos en la milicia; cuandoPicó les contestó que jefe de centuria, lenombraron alférez. Zamanillo, que eracapitán de requetés y veraneaba con élen Elizondo, le regaló la estrella. Pero aPicó no se le subió a la cabeza elmando: la misma tarde en que lopromovieron hizo un enlace conmigo, enplan de camarada. Fuimos, bajo lalluvia, a llevar un parte a

ametralladoras. Esto era corriente.Ozcoidi y Gaztelu pelaban parapeto —voluntariamente—, como nosotros,porque no éramos bastantes para elservicio. Durante el día habíamos deandar de un lado a otro y cruzar, si habíatiros, cuatro veces el fuego por dondeotros pasaban una sólo; y a la noche sehacía la guardia igual que en lascompañías.

Como Antonio era jefe de escuadra,le nombraron cabo; Mario, Rafael,Echániz y yo le saludábamos, risueños yrasos. Y Corellica, Perico, Nicolás,Andrés, Istilar… Entre nosotros apenashabía distinción; pidieron del Mando

una relación de méritos y la sorteamos.Gaztelu, por los oficiales; Nicolás, porlos requetés, y Rafael, por losfalangistas, fueron los agraciados. Peroquien tuvo más suerte aquel día fuiseguramente yo. Porque estuve unashoras en Burgos y les traje el sabor deuna cama, de la cerveza y de la sonrisade las mujeres, con vestidos claros deverano, ajustados al cuerpo,dogmatizándolo. Como una estampadadefinición de su gracia. Y el paso de losRegulares por el Arco de Santa María,agarrándose de la mano, como losmontañeses en la ciudad. Y el recuerdodel Espolón al anochecer, encendido de

brazos en alto mientras la banda tocabael himno que un día —¡Dios, qué atrásaquel día!— me cantó Alejandro Salazara la salida de clase.

—Ya tenemos música para hoy ypara lo que venga. Escucha.

Tarareaba tímido y le enfrié unpoco:

—Pues no me gusta.—No digas eso. Es que yo canto

muy mal.Ahora el himno lo tocaban las

bandas militares y lo alzaban brazos enalto y yo tenía que contarles que los ojosme brillaban al oírlo y que un alegresollozo me sitiaba la garganta.

Lo que armó verdadera zambra fuelo de las mujeres. Andrés, que a ratos seescapaba a Braojos siguiéndole el aire auna castellana de luto, me oía embobadodecirle:

—No vale nada, Andrés, no valenada. Ni en Madarcos, ni en Braojos, nien ningún pueblo de aquí hay jóvenes.Todas están viejas y ajadas y visten denegro. Ninguna sonría y parecenenfermas. Hubieras visto en Burgos…

Lo encandilé contando cómo mehabía sentado en una terraza con treschicas formidables. Y Corellica, quevino conmigo, le echaba teatro a laconversación que tuvimos con ellas y al

éxito nuestro, sucios y rotos junto a sugracia delicada.

Los de Lastra, que acampaban cerca,también nos oían.

—Chico, nos preguntaban quécomíamos y qué clase de vida era lanuestra y que si habíamos tomadoBuitrago. Nos lucimos faroleando…Qué quieres, había que quedar como losángeles.

Entonces se generalizó laconversación, y todos metían bazaeludiendo difícilmente el motivo que nosimpulsaba a hablar de mujeres,conteniendo la sangre caliente que nosalzaba los cascos, ya cogidos en el

guirigay estupendo del tema. Antoniorecordó una crónica francesa en que sedecía de los requetés que eran lossoldados más castos del mundo y lerespondió un carlista que ellos eransantos de la cintura para arriba.

—Y de allí para abajo cada cual seadministra como puede.

Reímos. Se cantaban coplillassabrosas.

—Hay que reconocer que ellos estánmejor abastecidos de carne.

—Así no se hace la guerra; son unostíos marranos.

Si alguien hubiera observado queera muy española la conversación

ardorosa, mezclada dos horas despuéscon el rosario y que algo parecido seríaLope pecador construyéndole sonetos aJesús sacrificado, le hubiésemosinsultado:

—Pedante.Eso nosotros. Los demás, que

toleraban a los periodistas por el jabónque nos daban, suficientes, comoapartando una motita desagradable, lehubieran escupido:

—Esta no es conversación paraintelectuales.

Tenían de los intelectuales unconcepto entre satánico y afeminado.Algo así como un diablo de conseja que

llevase un clavel en la boca y publicaselibros pornográficos con tapas dedevocionario.

En el campamento florecían lastertulias alrededor del recuerdo, de unnarrador o de un periódico. CuandoNicolás nos exponía sus dudas sobre sile sería posible o no dormir en lassábanas frescas y limpias, acababa unacarta Doroteo. Ufano de caligrafía yestrategia, su dirección: «Columna deGarcía Escámez, Batallón Sicilianúmero 8, enlaces de Rada, frente deSomosierra».

Y para que no se perdiese en elrevuelo de los mapas con banderitas la

carta que deseaba recibir, esto más, conletra grande, aislada, gruesa:

«Ala derecha».

* * *

Ya nos habían anunciado la llegadade la Legión. Decían: están enValladolid, o en Cerezo. Por fin, queacampaba en Robregordo, junto alCuartel general, la segunda bandera.

Que llegase la Legión nos pareciósíntoma de avance. Eran los tiemposrománticos de la güera y ellos loslegionarios de África, laureados deleyenda, fachendosos, con grandes

patillas y grandes blasfemias de suvocabulario de tigre. Pero los queparticularmente nos llamaban la atencióneran los sargentos con rumbo degenerales; que tanto sabían de batallas ysorpresas por las chumberas y queacertaron a escandalizar nuestros oídoscon el relato divertido de las cantinas ylos burdeles de Riffien y tas coplas dehebreas y morunas a la entrada deTetuán. Y los ojos, con sus tatuajes demujeres y corazones, de insignias yserpientes. Creíamos buenamente queeran hombres de otro mundo, bajados demás allá del heroísmo, porque nos eradifícil comprender desde nuestra

educación burguesa y pacifista que elbuen soldado fuese nada más que unhombre. Como nosotros éramos. Porotro lado, nos alucinaban sus vidasoscuras, pobladas Dios sabe de quécrímenes o de qué heroísmos o de quésacrificios. La verdad es que habíamosvisto «La Bandera», una películafrancesa sobre la Legión española.

El teniente coronel, que los habíamandado cuando el desembarco deAlhucemas, los recibía ahora jovial,igual que se recibirían personalmentelos pasados tiempos felices, con lasguirnaldas que les cuelgan al norecordar sus innumerables horas

estériles; que la felicidad tiene muchode aburrimiento infecundo. La Legiónnos refrescaba la espera impaciente.Uno de aquellos días cruzaron el cieloágiles aparatos con las aspas negras,puede que fuesen hasta quince,uniformes, sonando iguales en laformación. El teniente coronel Rada, conla mano haciéndole sombra en los ojos,los miraba, y volviéndose a nuestroalborotado grupo:

—Son quince —dijo—. Dentro depoco vendrán más y veréis entonces…

Se quedó la palabra en el aire comoun aparato más, agitándose la promesa,que no podía ser otra cosa que el

apetecido Madrid.Los legionarios vivaqueaban en el

barranco que había a nuestra espalda.Por la noche subieron a cenar connuestros oficiales los suyos, y en lasobremesa —que no era sobremesa másque por costumbre—, alrededor de unmedio muerto farol de carburo,principiaron a cantar sus letras deguerra. Vinieron los de Lastra y los deAlós, y todos cantábamos. Ellos, hastacoplas africanas; los requetés, susoraciones del combate y nosotros, losfalangistas, además del Cara al sol,pocos ricos todavía en canciones, laspocas que sabíamos: una letra

revolucionaria sobre un pasodoble,coplas de la Ribera, cazurras y agudas,sobre un alcalde o sobre la cabeza de unsocialista o las veleidades de lasmilicias. Un coro de castellanos —deArapda y Almazán—, el Amanece paramí, mutilado, lleno de esos laranlará delverso desconocido. Y todos, la jota quese puso de moda porque la trajeronimpresa en papeles de colores —verde,rosa, amarillo, rojo, blanco—, como lasaleluyas del heroísmo, y que luego deproclamar al Cid padre nuestro,terminaba, fanfarrona de ronda:

«… y aunque no

quieran los rojosentraremos en

Madrid».

—Chico, con esta gente,enseguida…

—¿Por qué? ¿Es que tú no teconsideras tan hombre como ellos? Puesya lo ves: beben y hasta se emborrachanigual que nosotros. Que ellos sondesesperados, nosotros somos tíos quese juegan el tipo por las buenas, poramor al arte, por una idea y tan biencomo se lo pueda jugar cualquiera.

—No es eso. Están más entrenados,han vivido otra guerra.

—Sí, hace unos años; todo seolvida. Además, ya le oíste al capitán elotro día que valen más estos veinte díasnuestros que África entera. Esto es másduro.

—¡Bah, no seas niño; eso te lo dicenpara que te crezcas! ¡Qué sabemosnosotros de aquello!

—Pues yo os digo —intervino donJesús haciendo el silencio, comosiempre lo hacía al hablar, casisacándolo del bolsillo— que si aquí nohubiese bollo me iría con ellos.Conozco a su comandante.

Los dos que discutían se callaron.Don Jesús era un hombre de entre

cuarenta y cincuenta años, un pocoencorvado, alegremente canoso, fuerte,nadie sabíamos si porque su esqueletoera de hierro o porque lo era suvoluntad. Tenía los ojos lejanos y erainfantil en sus maneras. Silbaba ycantaba cuando iba por leña o deaguada. Pero donde le solía gustar ir devez en vez era a un molino, a doskilómetros del puesto de mando, por unavereda a media colina, bordeada deflores silvestres. Allí nos daban huevosfritos y un pan castellano de muchamiga. Nosotros llevábamos el vino, ybien en el zaguán, desde donde se veíala muela, o en un huertecillo junto al

arroyo claro, bajo unos árbolesenclenques y con unas rocas delante,hablábamos al comer. Don Jesús silbabao tiraba piedras al agua, haciendo salta*los guijarros del fondo. O seencaramaba, profundamente serio, porlas rocas. Pero prefería las chipichapas.

Se presentó en el frente una tardeque llegaron corderos asados desdePamplona, en regalo. Un camióndeslumbrante de carne helada y sabrosa.Don Jesús venía con una camisa caqui,dura, en la que resaltaban excesivamentelos pliegues del almacén y el brilloinaudito de unos botones blancos. Laspiernas, delgadas, en un pantalón de

reglamento, también brillante yarrugado, sin faltar un detalle; los piesen la recia abarca montañesa,entrelazado al tobillo el cordón decuero. Seco y despechugado; sobre lacabeza la boina roja. Porque Don Jesúsera requeté. Le destinaron a enlace conla intención de moverlo poco; pero él noadmitía caridades:

—Quiero cumplir como uno más.Más que cualquiera. Trabajar en el jaleoy después del jaleo.

Si nos oía disputar por quién habíade lavar los platos de la escuadra, selevantaba él y se ofrecía a llevarlos yquitarles la grasa fría con sus manos de

abogado. Y si había que llenar lascantimploras cuando, tripa al sol, anchaslas piernas y el cuerpo despreocupado,se desperezaba la proposición:«Voluntarios por agua, en pie», en elmismo léxico con que los oficialessolían solicitarnos para el servicio, allíestaba don Jesús para coger lascantimploras y bajar al regacho o a lafuente del túnel o a las filtraciones.Menos mal que al verlo tan voraz debrega, acostumbrábamos avergonzarnosy decirle:

—Bueno, ya está bien. Déjelo, queiré yo.

Pero aún así, muchas veces

acompañaba al que iba con lascantimploras haciéndonos un gesto quetodos comprendíamos muy bien y por elque queríamos cada día más alcamarada don Jesús.

Antes del Movimiento, don Jesús,sin demasiadas bullas, pero con energía,se oponía a nosotros. Él había sidoseparatista. Un separatista conocido.Quería no darle importancia alcontarnos, en conseja, lo que siendomozo le auguró una vieja criada de lacasona solariega:

—Tú, Jesús —nos sonaba extrañoque en algún tiempo le hubiesen dichoJesús a secas—, estás con los malos;

pero si llega un día definitivo, como losque yo he visto, te irás con los buenos.

Sus hermosas palabras de letradoadornaban la vieja, la casa y el cuento.Después, en un suspiro, agarrotadas lamanos sobre el fusil, unas manos dehombre, nerviosas, largas, de fibra,acabó:

—Y con los buenos me he ido.Este don Jesús, voluntario, entre los

cuarenta y los cincuenta, casado y conhijos, buscaba el peligro a paso ligero.

Nos tocó entrar de guardia.Comenzaba la gente a tumbarse a dormirbajo la noche de agosto, plena dealarmas celestes, de inquietas estrellas

fugaces. Se rompía la oscuridad, a ratos,con un fogonazo. Pa–cum. Restallabaclaro como una exclamación. Lejossoltaba pequeños ladridos una estúpidaametralladora roja, sin que desdenuestro puesto alcanzásemos a ver losfogonazos.

¡Dios!, ¿qué es esto?—Un tío borracho que no ha tenido

tiempo para más. Buena te has puesto laalpargata.

Juraba el otro mientras se aclarabael perfil de los montes con una luz fría.Una sección de Lastra, con todo elequipo, se encaminaba a relevar laavanzadilla. Nosotros habíamos estado

dos días antes. Había que andar concuidado porque los de enfrente la teníanlocalizada y se enrabiaban tirándole aplacer. Tuvimos suerte, aunque el relevofue accidentado. Nos largaron tubos delquince y «shrapnels» sin hacernos unabaja, y un novato se quemó al coger untrozo de metralla que cayó a su lado.Como el fuego se hiciese intenso,gritaba el teniente —un teniente de dedo,simpático, agresivo y loco—:

—¿Qué? ¿Hay algún herido?—No, mi teniente.Se desahogaba con un taco y seguía

preguntando, porque abrigada el secretodesignio de sufrir un ataque en serio y

ganarse una recompensa. Allí fue dondeAntonio puso en su chabola: «GranHotel. Hay sardinas y cuartosmenguantes». Mario y yo acabamostambién allí de leer un ejemplar de Sinnovedad en el frente. Sus páginas, luegode leídas, nos servían para los másínfimos menesteres: las usábamos confrecuencia, debido a las aguas de laroca, las conservas y el calor.

Desde la sección que marchaba,pesada y sondormida, nos saludó JuanJosé, cabo de escuadra, achatado bajo lamochila. Se paró para hablarnos. Alcorrer para alcanzar la sección, hechoun saco con piernas, se nos perdió en el

amanecer. Mario dijo sin apenasmirarme:

—Ahí lo tienes. ¿Quién diría que esun estudiante de Letras? Y, sin embargo,ha aprobado el intermedio, traduce aVirgilio, sabe un rato de griego y a míme ha ayudado infinidad de veces en mistemas. Bueno, pues tirando bombas mehan dicho que es todo un hombrecito.Anda, dame un rubio de esos quefabricas y diré lo mismo de ti.

Repartieron el desayuno —cafénegro que ilustrábamos con sopones—volvíamos de remojarnos en elriachuelo. En el barranco formaba unacompañía legionaria. Teníamos los

platos llenos de brebaje y en el corro sesentaba el silencio como un hambrientocamarada más. Nicolás construía unsoporte con cuatro piedras parasaborear el café y su horizontalidad. Unhermoso día de campo: cielo azul,transparencia de la mañana, aire tibio,paz. Paz. De estar en cueros hubiésemosparecido la portada de una publicaciónanarquista.

Y como suelen acontecer las cosas yalgunas tormentas de verano, sinpresagio ni alarma en el pulso, apareció,cortando la barrancada, una escuadraroja. La miramos entre cucharada ycucharada como a un sopón inoportuno.

Sonaron los pitos —teníamos en puntosde buena visibilidad guardagujas deaviación— y alzaron su voz catarrosalas ametralladoras. Detrás del túnel esfácil que tirotease el antiaéreo de pega;se alejó el silencio.

—Mira ahora, mira.—¿Qué?—Lo que te decía anoche. Tan

hombres unos como otros. Tan soldados.Ellos son unos tíos pistonudos, pero nohan sentido los motores por encima.Fíjate cómo corren a mete/se debajo delpuente.

—Pero no seas burro. ¿No ves queestando formados/son un blanco a

placer?El otro no le oía, radiante de poder

aplastar con sus razones. Loslegionarios se guarecían.

—¿Por qué no esperan?Nos reíamos.—Claro. Y luego, ¿qué?Se marchó refunfuñando, ofendido.

Era corriente reñir por una mezquindadaquellos días. Aguantaban los nervios elcombate, el cansancio, los bombardeos,pero a condición de tener una válvula deescape; precisamente esa deencaramarse a la indignación por unasimpleza, de discutir a gritos un lugar alsol donde no había un árbol, tierra para

las espaldas y todo era surco; de hablarmal, aunque el tema fuese de academia.El capitán Gistau nos solía decir.

—Eso se llama miedo.Y durante unas horas éramos malvas.

Luego nos vencían los nervios y acambio de cumplir con honor en lassituaciones de guerra, volvíamos aenzarzarnos y a soltar palabrotas comoglobos.

Hicimos el conejo unos segundos.Nicolás, tumbado frente a su plato,seguía en el comedor. Pasaron sin tirar.

—Van a chivarse.—Tendremos que hacer, para que

nos cojan por sorpresa, lo que un páter

en Robregordo.—¿Marcharse a Burgos?Cállate tú. Quiere que un ratero de

droguería distinga los aparatos nuestrosde los rojos. Así, el chucho les ladrará alos de enfrente y no le cogerán al páterdurmiendo a la fresca.

De los cuentos de Nicolás no podíadecirse nunca que fuesen mentira; pero alos escépticos les quedaba un ampliomargen de duda. Mario los creía a ojoscerrados, porque, según él, a Nicolás sele escapaba la imaginación por el lápizy jamás por la boca. Era demasiadodeportista para mentir y además habíacazado poco. Antonio comenzó a

desbarrar posibilidades de perro sabio ylos legionarios volvieron a su café.

A la tarde fue cuando los aparatosrojos hicieron carne en el CuartelGeneral. Vivíamos como en Pamplona yveíamos las misivas caras que allí en undía de fiesta, repleto de aldeanossentados en el Iruña; por eso la muertenos encogía más el ánimo y saltaba a supaso las buenas palabras y lasoraciones. Cayeron amigos. Días mástarde enseñaban en Robregordo,alrededor del chalet del coronel, trozosdel legionario que destrozó una bomba.Tan lo redujo que era frecuenteencontrarse pedacitos de carne, ya

negra, pegada a la tela de la descoloridacamisa. Y uno no sabía si aquello era uncadáver ni cómo había que traerlo.Generalmente se enmudecía, como unpasillo a otra conversación.

El capitán Gistau venía por nosotros.Despechugado y en alpargatas nosagradaba porque no parecía de EstadoMayor: teníamos por el Estado Mayor laprevención idiota de los que fueroncapaces de leer la porquería aquella de«Los generales mueren en la cama». Yaíbamos aprendiendo lo contrario. Queríaque tres o cuatro le acompañasen altúnel a visitar la intendencia. FuimosMario, Nicolás, Antonio y yo. Nos

divertía pegársela a los de Intendencia.Regresábamos siempre con la camisa —el seno, que decían los de la Ribera—llena de latas de dulce, de lechecondensada, de fruta, de carne,distraídas amablemente. Parecía undeber saquear aquella abundancia, y confrecuencia hubiera podidotranquilizarnos la conciencia el páter deturno que nos ayudaba a robar. En elcamino tropezamos con el cartero yescurrí el bulto. Me gustaba estarpresente en el juego de repartir lacorrespondencia: en la intemperiesentimental compartíamos hasta lascartas de la novia. A Mario y a mí, que

no la teníamos, nos leía Fernando la dela suya, una chica de las cercanías dePamplona que nos impacientaba a lostres si tardaba en escribir.

Pero no recibíamos noticias este día.En cambio Rafael abrió un

magnífico paquete que le mandaba sufamilia. Mientras nos repartíamoschocolate y pastillas de café con leche,Rafael nos enseñaba una camisa azul,cuidadosamente doblada, con bordadosfinísimos y una advertencia maternalclava, con una aguja, junto a las flechasy el yugo:

«—Hijo mío, guárdala para cuandoentréis en Madrid./Así estarás limpio y

verán ésos lo que sois vosotros.».La verdad es que no nos pudimos

reír.

* * *

Estaba dormido, la cara en la tierra,buscando el origen, las espaldas vueltasa lo divino, sin sentir el sol ni los tiros,ni las voces nuestras. Mediodía. Parecíaun muerto más entre los muertos. Elmuerto de la hora sin estrépito. Elcallado muerto que todos los díaspasaba entre nosotros sobre la camilla odoblado en un mulo; el muerto quetriturábamos. Unos creían que el frente

era azar y otros presentimiento. Labatalla la gana el general que obra comosi la tuviese ganada y allí vivía el queestaba seguro de vivir, hasta que sequebraban los presentimientos y uno eracapaz de descubrir alusiones malévolasen el vuelo de las palomas que jamásvolaron.

Tenía ancha la espalda y semodelaba duro el músculo bajo lacamisa sudada de sobremesa; anchasespaldas, perfectas, de discóbolo. Laspiernas cruzaba gentilmente, trenzadasen baile, en postura que vertical hubiesedado risa, sobre todo al ver lapantorrilla velluda asomar por el

pantalón averiado y notar su olor afrente espantado aquel hipotéticodonaire de salón.

Las moscas le repasaban zumbandoy él seguía inmóvil. Yo mismo mehubiera sorprendido de advertir unviolento manotazo, menos aún unestremecimiento nervioso que delatasevida. Y con las moscas cruzaban rápidaslas ofensas, porque se discutíapesadamente. Desde la mañana, quenació tranquila, estaban enzarzadosMario, Rafael y Antonio, de un lado, yde otro varios requetés, intransigentescentenarios ante la juvenil intransigenciade mis camaradas. Se habían aligerado

los razonamientos y ya se lanzaban,como chinitas que preceden a la pelea,frases más o menos tolerables. Lo peordel caso es que todos, menos dos o tresque se limitaban al coro, eranestudiantes. Sólo callábamos el dormidoque parecía muerto y yo. El tema erapropicio a los enterados y a los audaces.En calidad de audaces jugaban a decirsu genialidad de combatientes. Se acertóarrastrando su tripa, sucio y barbudo, elsargento de cornetas, Jiménez. Eructósolemne.

—Me he hinchao.Antonio le miró despacio, como

aprendiéndoselo de memoria, con su

camisa desgarrada, el casco bailandoinmenso sobre la inmensa cabeza, latripa temblona de mediodía.

—A usted le diré algo luego.—Dímelo ahora.—Ahora estoy hablando de cosas

muy serias.El sargento cerró los ojos y se echó

junto al falso muerto. Hablaba Mario, yaa grito pelado.

—Y se puede ser patriota sincomerse los santos. Y mejor patriota queel que se los come. Por otra parte, yo nosoy anticlerical; qué memez tan pocoestética…

—En España sólo el buen católico

es buen español…—No es verdad; bien que para serlo

tenga más facilidad el católico que el nocatólico. Te lo concedo —continuóMario generoso—; pero un señor que nooiga misa, que no practique, que no seacatólico, puede ser un patriotaimponente. Tan patriota como tú. ¿Nosabes lo que pasa en el Norte? Allítienes católicos enfrente y me pareceque tiran a dar. Están contra la unidad, yése es el mayor pecado. ¿Qué, losperdonas?

—Hombre…—No. No los perdonas. Los odias.

Yo también.

—Pero todo esto no confirma tuidea. Podrá haber católicos traidores.Pero sólo los católicos les hacen frente.

—Como quieras. Así consiguescerrar la Patria a los alejados de Dios.¿Crees que bastan unas misiones enVallecas o en los pozos de Asturias paraganar el alma de esas gentes? Es precisohacerles entrar por el aro de la Patria;diles que aunque no vayan a misa sonespañoles, y cuando crean en Españabuscarán a Dios con los ojos bienabiertos. A tiros, eres un perfectomisionero. Véncelos, diles: «Soy másfuerte que vosotros y sin embargo partola gloria con vosotros. Parto el pan y el

destino sin mirar si te ríes porque mesantiguo»; y un día te pedirá que leenseñes a rezar porque ya lo necesita.¿Cómo no van a entender la comunióncuando hayan jurado bandera? La Patrianos une en el inexorable camino deDios. ¿Conformes?

—A ti y a mí sí nos une. A losdemás, no. Te engañas.

—No.—Y tiene razón.—Tú te callas, que eras de la Ceda.—¿Y qué tiene que ver lo uno con lo

otro?—Nada; pero no estarás del todo

arrepentido. Ya lo sabes: lo primero,

España. Y sobre España ni Dios.Sonó la razón como una blasfemia.

Pero ¡qué bien sonó al oído que quisoentenderla! Se le echaron encima,cargados de santa cólera. En Mario sedebatían oscuras ideas: pensaba quehabía dicho y a la vez, como unfantasma, le azuzaba el recuerdo de losrosarios infantiles alrededor del braseroy la primera misa de un primo montañésy la oración de su madre y lossuculentos funerales de la aldea. Le vien la frente la arruga beata de lasjaculatorias. Sin duda decía comosiempre que no se explicaba claro:

—Señor, Tú ya sabes lo que quiero

decir.Los requetés le malmiraban

escandalizados.—Entendedme —aclaró—. Es que

da rabia: éstos le llaman Dios a uncardenal cualquiera.

Y señaló ofendido al antiguopopulista, que se ruborizaba de su tontopecado. Pero aquella barbaridad cortóla discusión. Igual la hubiera cortado uncañonazo o una alarma. Mario serecogía en un hostil silencio. Debíaencontrarse descontento de sí mismo,con ese extraño humor que nos da laprimera novia el día que asiente anuestro amor de quince años. Antonio

vuelve a mirar al sargento Jiménez.Después se acercó a él y le dijo:

—Me ha desaparecido el queso.El sargento se sacudió la sospecha

como una motita en el traje:¡Bah, déjame; no me encuentro bien!—Me alegro; porque el queso se lo

ha comido usted.—¿Qué quieres decir?—Pues está a la vista: que me has

robao el queso.Saltó digno; en pie le flaneaba la

barriga como un gorgorito de tenor:—Yo soy un sargento del Ejército…Tú eres un turuta.Galleaban los dos. Antonio esgrimía

el insulto. El sargento quería ganar porgalones; ya con Rafael tuvo una broncaque arregló el capitán Ozcoidi.

—Bueno —magnanimizó—, vamos adejarlo porque no me sale de un sitioempaquetarte.

—¿Tú a mí?Había empalidecido el sargento. Los

ojos se le hundían amarillos, perdidos.En dos minutos le creció la barba hastaespesarse.

—¿Ves? Te he dicho que estoy malo.Se encogió como un sapo, preso en

la angustia de la arcada. Nos daba penaverlo de rodillas, el casco golpeándoleel cogote que sonaba profundo, tragando

la nuez saltona. Vomitó. Antonio,implacable, lo clavó con estas palabras:

—Me alegro. Era mi queso.Reían todos mientras al pobre

sargento le venía un frío sudor a mojarel cuerpo. Entonces se despertó eldifunto que dormía espaldas al sol y yovolví a hablar. Mario cortó su risa paracogerme del brazo y alejarme de allí:

—¿Oíste?Y al cabo de un rato, obsesionado,

sin venir a cuento de los pájaros de micabeza, me dijo lo que por lo visto no sele ocurrió a tiempo para remate de ladiscusión. Pareció querer volver atrás,al hogar de la más fiera ortodoxia.

—Figúrate que…Pero no. Alzó sus palabras

vertiginosamente, me puso la mano en elhombre y sus arriesgados ojos en losmíos, con cierto corsario donaire, decalavera y tibias piratas, o quizá de esacalavera originaria, a los pies delCristo.

—Ellos nos han exigido ser héroes.Bien, ya lo somos. Ahora que nos densantos.

* * *

Nicolás se desperezó entre la paja.

Luego miró a los lados, entornados losojos como prudentes mirillas. Ni elpáter Fermín, ni Mario, ni Antonio, nilas piedras duras de la caseta, ni eltrincherón familiar donde solíanacontecer heridas de brujería, como lade Moreno, un falangista de Peralta. Loque roncaba en un rincón era Perico, conlas gafas empañadas de amanecida. Loacarició con la vista recordando a todossus camaradas. La palabra no le gustabamucho: ca–ma–ra–da. «¡Salud,camarada!» «Adiós» o «¡Arriba España,camarada!» Ca–ma–ra–da. Lo mismoque los rojos, los falangistas. Perobueno, eso eran finuras de matiz; nadie

podría decir nada de los enlaces quellevaban la camisa azul y mucho tiempofueron juntos por agua y anduvieronjuntos el fuego y riñeron juntos,desgarbada la voz.

Nicolás le dio un golpe leve a laboina: un golpe de artista que la calabajusta, dejando por delante un picoalzado de boina respingona, insolente,que alargaba más su perfil deZumalacárregui. Miró sus buenasabarcas, embebido; podría decirse quemeditaba en los caminos que desvelaronpara la guerra aquellos clavos chatos,pero la verdad es que no pensaba ennada.

Fuera se apretaba la niebla y en unárbol se hacía más densa, comocobijándose. Nicolás se quitó la camisa.Desnudo de cintura para arribachapoteaba y daba saltos ahuyentando elfrío. Volvió a entrar al chamizo y tentóla bota; la alzó con pulso firme ymarcaba el vino perfiles de trazadora.

—Estoy listo para desayunar.Apoyado en la puerta, Nicolás

oteaba; por la derecha del chalet salíalaureado, madrugador, el coronelEscámez. Nicolás le dijo a un enlace:

—Por allí —un dedo deshaciendo laniebla, guiando hacia la pista— debenestar los de Rada, los míos.

Y con una ternura que se hacíamilagro a la puerta del garigolo, entrelos rudos hombres de guerra, desvió unmilímetro el dedo, precisando:

—Y allí está mi hermanico.

* * *

El aire se afinaba y se revolvía enhelados remolinos. Íbamos a cenarcuando me llamó el chófer del camión:en el mismo camión se marchó Rafael,arrastrando el remo ulcerado y tambiénen él nos venían sus noticias. Al otrolado de los montes combatían casi todos

los de la primera hora. Nos habíamosquedado solos en la alta sierra y era yoentonces quien los dejaba velando laprimera nieve. Tembló el motor conimpaciencia viva de potro joven. Sentíganas de pasarle la mano por su chatomorro de Ford, tranquilizándole. Enaquel momento tenía plena concienciade todo lo que dejaba bajo los verdespinares y la tardeada inverniza. Lomejor de la guerra —para siempre—seríamos nosotros. Nosotros y aquellospaisajes. En adelante, como en lassemanas pasadas, seríamos sólonosotros y nuestros paisajes los quesupiésemos exactamente por qué se

combatía y para qué nos íbamos dejandopor los caminos, no ya los camaradasmuertos, sino simples horas de una vidaque pudo ser apacible en el libro, en eltaller, en el campo; sabiendo que alinstante del silencio sentiríamos el vahode la cena, como un halo de santacomodidad, el bienestar familiar y elrecuerdo del portal de la novia. Megustaba recrearme en esto de la noviapor lo mismo que no la tenía.

Nos abrazamos, ya en lo real. Elcapitán Ozcoidi, a la sombra de cuyasestrellas hacíamos los enlaces.«Patasebo», requeté, me sonreía comocuando le contaba yo que un páter, al oír

a los rojos llamarnos hijos de fraile,decía entre ingenuo y malicioso, congesto, más que de guerrillero, de abateescandalizado.

—Por Dios, por Dios. Alguno habrá,pero decirlo de todos…

Antonio, el camarada, el primerfalangista que disparó el fusil a mi lado,el primer camisa azul que vio abrirse laguerra, hombro con hombro, la mañanade la primera sangre en campaña. AMario tenía que adivinarlo galopando enun enlace desde hacía horas. Un enlacelejano por caminos que sólo presentía.

Gruñía el chófer como gruñen los desu sexo.

—Bueno, ya voy.—Adiós, Miguel.Se puso en marcha el camión. Aún

me gritaron algo que no oí bien, algoalegre y picante como la cazuela que yano aderezaba Nicolás. Es posible que dehaberlo oído la risa se hubiese sentado ami derecha; pero la despedidajacarandosa me dejó triste. Ellos nonotaban mi hueco en la hoguera, pero enmi corro faltaban todos. Me envolví enel capote, porque de repente notéverdadero frío.

* * *

Mario supo escoger un buen día paramorir. No quiso dejarnos al costado ungesto de hombre redimido; a él lepesaba, en las fecundas soledades de laguardia y el enlace, su pasadaindiferencia. Menos mal que con lajaculatoria le vino a los ojos la armonía.Ya no era un hombre suelto, unendecasílabo vagabundo; ya era unsoldado casi muerto.

Lo encontraron al día siguiente demarchame yo, a media ladera, guardadode pinos. Dicen que tenía el gesto gravey la mano apretada sobre el fusil. Yoestoy seguro de que le ayudó a bienmorir el morir por la Patria en la sola

presencia de Dios, casi ángel con sudescolorida camisa azul. En el trancequizá le dio tiempo a encoger loshombros y murmurar cándidamente:

¡Jesús, José y María!

INVIERNO

PAPELES DELCAMARADA MATIAS

Ahora la niebla está agarrada a lasalambradas y las viejas latas de tomatetendrán un color ceniza, sin reflejos. Sonlas ocho: buena hora. En la chabola míahabrá comenzado el mus y ya el capitán,asomado a la suya, dirá con los ojosenfurruñados su oración de meridional:

¡Qué mañana para destetar hijos decabra!

Los campesinos sacarán embutidoscaseros de la mochila y una golosagritería jugará a halagarlos. Sedesmigará el pan sobre el barro y almomento las botas de clavos hundirán enla tierra sus huellas y dejarán de serblancos los despojos. Dentro de poco

llegarán los periódicos y se hará elsilencio donde los órdagos y lastomadas; sólo el sargento de la primerafalange seguirá con los naipes,manoseándolos incansable, con elmismo cariño que los estudiantesponemos en un novelón del Oeste o endoblar el periódico del Movimiento.Jiménez, que es de tierra adentro y estáloco por irse a un barco, dirá comotodos los días:

—Huele a mar aquí.A la derecha, entre dos montañas,

podría verse el mar con aire claro.Jiménez repite esto del olor para ver siel capitán, conmovido, le cuela la

instancia. El sargento vuelve sobre suvieja villanada del posadero: llegan loscuatro toreros —les llaman toreros a losases—, luego los cuatro reyes, despuéslas sotas tras los coronados y,finalmente, los cuatro jinetes: oros,copas, espadas y bastos. Al caballito deespadas lo trata con cierto mimo. Barajauna tormenta la posada. La tormentasuele ser el desconfiado Pablo, que creeen la trampa y no en la magia, y elprodigioso sargento coloca, ante lasbocazas abiertas, un ordenado cortejo:el posadero; reyes, sotas, caballos yases. Cada oveja con su pareja, cadapalo con su palo. Pablo, lo veo, rascará

perplejo su cogote aldeano mientras lellega el desquite; la posición se iráanimando y los menos frioleros harán yacorro junto al parapeto. Precisamenteestoy seguro de que se acordarán de mí;en la petaca suelo guardar el cigarro quemás le gusta a cada uno de loscamaradas. Al principio, si fumábamosrubio, los de los pueblos se indignabanen serio.

—Tabaco de mujeres.No necesitaban apoyarse en

expresiones más contundentes. Lesdaban un donaire tan fácil a laspalabras, que en la chabola olía a casarara. Después han llegado a fumarlo,

rodando el cigarrillo entre sus dedostoscos como si enredasen con un juncocortado a orillas de la acequia. Sesentían adormecidos.

Lo mejor es que, si les dan tiempolos cochinos morteros, pensarán que yaestoy en casa, más aún, que ya anochehabría salido a la calle para pisarvorazmente suelo seguro sin necesidadde encorvar el cuerpo y andar ligero porlos batidos. El camión es bastantemolesto e improvisa averías; pero es eltransporte clásico de las revoluciones;me acuerdo de que en Madrid vimos unapelícula —Camicia nera— y que de loscamiones se lanzaban los fascistas a

zurrar a los bolcheviques. Bueno, esteperíodo ya lo hemos superado por aquí.Los bolcheviques están, por ahora, delotro lado. Lo más curioso es que miro elpaisaje exclusivamente con ojos desoldado: ahí, a la derecha, donde esoschopos que parecen una fila deseminaristas, yo he estado merendando—antes— con unas chicas desbocadas.Lo pasamos bien y había una rubitadelgaducha que se me pegaba al bailar.Íbamos a sexto de bachillerato y mepuse muy colorado: por esas edades ladesfachatez es sólo colectiva. Mano amano con la ocasión uno se ruborizacomo un novicio sorprendido. Pero

cuando me voy a entretener con elrecuerdo, salta en el oído cualquierruido de guerra —aquí, que estamoslejos del frente pacen las vacas con carade poner bandera blanca— y del paisajedesaparece la rubia pegajosa para darpaso a esa mirada sin angustia que vabuscando los itinerarios cubiertos. Deesa loma, me digo, nos harían polvo. Yono debo mezclar la guerra con estoslugares de vida regalada. No deboañadir rudeza a esta geografía suave, demano pecadora; los tiempos son otros, ysi la rubita hubiese engordado sabríadecirle cosas que me impidiesencomparar los chopos con seminaristas.

Debemos estar llegando, porque yase cruzan con el camión los carros delas lecheras. Llevarán mis camaradasvarias horas de día y es temprano en laciudad; aunque se debe vislumbrar sucaserío no me levanto a saludarla. Haceun considerable fresquete. Y yo sé queme ofrecería una visión distinta a la queme ofrecía al regresar de Madrid envacaciones. Pero acurrucado en unaesquina del camión, prefiero el cielogris y las ramas de los árboles. Se me hahecho invierno, este año, de repente.Otros años —antes— veía caer lashojas y me llevaba la nostalgia como unbuen verso. Se caían las hojas de amor,

jugando a mujeres inmortales,precisamente un mes de una estación.Caían viejas, amarillas, inútiles. Esteaño las he visto caer en pleno estío,jóvenes, como un camarada más; lasabatían ráfagas de ametralladora. Elotoño ha huido a Francia, se ha pasado alos rojos o lo hemos fusilado:cualquiera de las tres cosas se merece.Yo no lo he visto, porque me gusta máscantar la primavera. Me da rabia hacerfrases con la primavera. La palabrabasta, es sagrada y si la utilizamosmucho sucederá lo del sacristán y elsanto, que con la confianza se nos irá elrespeto y acabaremos dedicándole

aleluyas o cuplés andaluces o sonetos.Si me oyese el pensamiento, Blas seindignaría conmigo. A pesar de todo,creo que tengo razón: aleluya o soneto,al otoño. Himnos a la primavera.

La retórica es un mal de retaguardia;en cuatro meses no se me habíanocurrido tantas cosas. Sí. Llegamos ya.El camión salta la línea del tranvía yestoy viendo el cable sobre mi cabeza.Bajo el puente, el río en que remábamoslos días de sol, abandonando el Instituto.Veo las torres altas, el camino decarbonilla, las casas encaramadas en lolejano de la muralla dondearrancábamos musgo para el nacimiento;

el viejo bastión que presenció nuestrascacerías de ratas, los corralillos queguardaban los toros; ahora la plazoletaturbia de las chapas, las broncas y laspelonas. Deben estar a mi espalda loscastaños de Indias; más allá delbosquecillo en que Orfeo se tornamunicipal, el colegio y la puerta por laque salían nuestras vecinitas lasursulinas mientras les tirábamos bolasde nieve o las castañas que no servíanpara esculpir calaveras. Más allá aún, elreal de la feria. Y más allá todavía, lasmurallas; hay rastro y raza militar.

Sigo acurrucado en el camión.Desde luego, los ojos no me lloran y es

posible que tampoco el alma. Soy otroque antes. He aquí una palabra cuyosignificado conocemos tan bien. Antesquiere decir la alambrada y la tierra denadie; justamente las cosas que sequedaron allí, entre dos fuegos, y queninguno saldrá a recoger. Al acabar laguerra iremos hacia ellas y estaránagujereadas, huecas, muertas, y no nosservirán para nada. A mi lado el fusil, lamochila y el casco. La manta se la hedejado a Blas y el capote lo llevopuesto. Todo esto soy. Un falangista enuna centuria. Un mozo —creo que así lodecían a fin de siglo—, un mozopermisionario. Alzada la vista, veo

perfectamente los primeros pisos de lascasas y los oscuros voladizos de lostejados; arriba, las gárgolas fantásticasde los edificios señoriales. He saludadolos reyes godos del paseo, que nosservían de marro entre un revuelo debarquilleros. Los balcones estáncerrados y el aire se para, aterido,alrededor de los miradores, esperandopoder invadir las habitaciones y asaltarla perezosa comodidad de los queduermen. No tocan las campanas queantes —antes— llamaban a misa, y lefalta esa diana celeste a la ciudad. Lacornetilla del basurero —trasunto deantiguas cetrerías— convoca a limpieza,

estridente, desde las esquinas. Voceanalgún periódico para los madrugadores.Recorro los detalles indiferentes concuidado de novedad. Se ha parado elcamión.

—Ya estás en tu casa, Matías.Es un gran tipo este chófer; arrastra

un cacharro pesadísimo con la mismaelegancia que un turismo. Me trae desdeallá y al llegar me dice que estoy en micasa, como si me hubiese dejado en lapuerta con un dos plazas y gritara desdeel volante que vendrá a buscarme paraque vayamos a tomar un vermú. Saludo alos dos oficiales que le acompañan. Yoestoy en mi casa de verdad; he colgado

el casco de la baqueta y el fusil alhombro. En la mano izquierda balanceola mochila y con la derecha mantengotirante el correaje, incapacitado para unabrazo. Y pienso que es mejor; fuera delos camaradas no hay nadie que merezcala pena de soltar la mochila —con todolo que guarda la mochila— paraestrecharlo en los brazos. Empiezo aandar. Suenan r~nas las pisadas yresbalo a causa de los clavos; mevuelvo. Es como si creyese que mellamaban la atención por meter ruido. Elfrío no amaina, y cuando subo losprimeros escalones, grises, desveladospor rumor de sirvientas que se afanan,

echo de menos la manta que le he dejadoa Blas. Pero esto no tiene importancia,porque debe ser la emoción. Arriba estámi madre.

* * *

Qué distinto es todo; ahora las cosasse gustan más porque al parecer hemosaprendido lo que valen. Tengo delantede mí una copa de coñac y un amigo. Elcafé guarda una atmósfera ahumada,como si la neblina que comienza aecharse del monte abajo hubieseempujado la puerta giratoria y estuvieseen la barra, bebiendo. Heridos,

permisionarios, emboscados y viejos seagrupan en las mesas de mármolblanquinegro. Suenan los chasquidos delrepugnante dominó, la radio, las vocesde unos alegres, y si cierro los ojosatraviesa el ventanal el ruido de laspisadas: al oído distingo si son dehombre o de mujer. Cuando son demujer abro los ojos y miro a la calle,complacido en su gracia. Aunquecómodo, es estupendo estar sentado enun café con un coñac y un amigo, viendopasar hombres y mujeres por el frío dela calle. Bebo y me acarician calor yaroma. No he sabido hasta hoy qué esesto de beber; en el frente —más allá de

la ciudad y del campo y de otra ciudad— el beber es a veces una necesidad.Aquí es un placer.

Esto es civilización. Civilizaciónoccidental: un conjunto de placeres.Civilización, como dicen lospropietarios de los cabarets al inaugurarlos palcos con luz azul.

—Estoy metido en civilización hastalas rodillas, y lo malo va a ser cuandome llegue al bajovientre.

—¿Qué dices?—Noto que se van de mí, como

pequeñas molestias, mis mejoresinstintos primitivos. Allá hablamosmucho de pegar tiros en los cafés.

—Allá, sí; pero aquí…—Aquí es diferente. Soy un triste

prisionero del café y sus consecuencias.Pesan muchos años sobre los hombros,muchas generaciones. El hecho simplede estar sentado en este sillón esdefender todo el occidente enemigo queme aplasta a caricias.

Callamos. ¿Acaso no podremosnunca salir definitivamente al aire librey vivir entre laureles, banderas y vientosaltos? Hace unos meses —cuatro mesescontados día por día, noche por noche,asalto por asalto— creíamos haberledado una patada en las posaderas a unmundo viejo. En sus amplias posaderas

de congresista podrido, asqueroso,eternamente sentado. Nuestra intenciónera fecundar la Patria con la pólvoraviolenta del Alzamiento y que nacieseotro mundo distinto. Hay que tener fe yandar sobre las aguas cenagosas en quevivimos. Sin mirar atrás. Nosotros nopodemos conocer la perfección queamamos, pero los que nos sigan,nuestros hijos —qué calor paternal enmis veinte años—, estarán en el caminoindudable de lo que él nos predicó.

He descubierto una diferenciaasombrosa: nuestros padres ¿pensaronalguna vez a los veinte años sin soluciónposible, en los hijos que fatalmente

habíamos de seguirles?Debo tener esa cara enfadada que

las gentes ponen para pensar, porque miamigo, que está herido, me mira concuriosidad, pero sin asombro. Estamosacostumbrados a pensar: esto esformidable. Hace cuatro meses, Agustín—se llama Agustín— no hubiese sabidomirar así. Era un muchacho recoleto quese gozaba en leer vidas de santos ehistorias de misioneros, que ayudaba amisa en la catedral antes de entrar enclase y escribía unas versitos degolosina conventual cuando nosotros, encuarto de bachiller, estábamos ocupadoscon las noveluchas pornográficas y en

pasar con miradas asustadas y enérgicograceo frente a los balcones dondetomaban el sol, rubias y escandalosas,en una plazoleta dormida a las horas devivir, las soluciones fáciles de la capitalprovinciana. El año que comenzamos achicolear muchachas y a tener novia, élse hacía ratón de biblioteca y recitaba aBécquer. Raramente nos hablaba ysiempre para descubrirnos extrañosnombres de puertos orientales.

Era mejor que nosotros, y decíamosde oído en oído:

—Es medio marica…Lirico aún, está herido. Sigue siendo

mejor que nuestra patulea bárbara. Me

horroriza pensar ahora, ante su miradasuperior y tranquila, que me desarma deimpertinencia, el camino quellevábamos de jóvenes inútiles.

Tenemos la tarde como un caminopropicio. Esta tarde es justamente ladefinición de la vida. Y sin embargo nospuede, a él, que es mejor, y a mí.Estamos quietos, mirándonos sin hablar.Los ojos se desvían al reloj, a la radio,ya muda, al camarero, al que entra, a laque pasa, a la partida que juegan los deal lado para ayudar a esa evasión que lacobardía —somos cobardes, a nuestropesar, por herencia— nos ofrece. Noqueremos hablar porque nos da miedo

advertir que el alcohol nos ha ganado.Estamos borrachos y no tenemosderecho a tirar así la pureza de losfloridos años. Con una triste borrachera,y me parece que la tarde también setambalea; consuela esto de que falle elsistema astronómico al alimón con elcoñac bebido. Y aunque Agustínconserve la serenidad de su mirada, estáborracho. Está borracho este hipócritaAgustín. Está también borracho.

—¿Qué hacemos?Nos vamos del café. Llueve. Como

dos viejos camaradas, el aire frío, elagua fría, nos saludan en la calle. Losque salen del cine, los árboles sin hoja,

los charcos poblados de reflejos, lasesquinas, las ocultas estrellas, esa chicacon katiuskas brillantes, el escaparate dela farmacia con su jarrón de Tala vera:quiero a todos. Todos son camaradas deAgustín y míos. Buenas noches, amigos;buenas noches. Ya perdonaréis quenosotros, traidorzuelos borrachos, osdejemos morir de luna helada.

El comedor repleto: es el café denuevo. Es occidente, ¿verdad, Agustín?Me hierve hasta el alma con el vino ycontinúo bebiendo. Es extraño quemantenga la lucidez de mi propiainconsciencia. Me doy perfecta cuentade cómo miro, de cómo manejo el

cubierto, de cómo mastico cancionesintolerables, de cómo me enturbio cadaminuto más. De cómo estoytraicionándome. Traiciono todo y medan ganas de llorar. Pero es mejor serimpertinente. De altísima impertinencia.Cuatro señores respetables hasta laemoción están comiendo la verdura conapacibilidad de bueyes cuando les digo.

—Ustedes rezan, aman y eructan conregularidad. Eso se llama vidaordenada, sin escándalos; vida seria yejemplar. Vida de fuerza viva.

No me entienden. Se sonríen. Soyinfinitamente superior a ellos si deverdad me han oído. Estos cuatro

señores respetables, qué graciososestarán desnudos, luego.

La calle, la noche, el camino.Agustín es un hipócrita. Sabe adondevamos entre la lluvia incesante y blanda.Estamos calados —hondo— y llenos debarro. Grandes árboles dan quejas alviento. Buen camino. Es el de occidente.¿O es, tonto de mí, el del Arcipreste? Sí,sí: el Arcipreste: cucaba un ojo, en lanoche, el verso Celestino:

«… ca do mucho vinoes,

luego es la loxuria étodo mal después».

Pero el chalet está ahí. Ahíllamamos, abren y se ríen al vernos. Québien nos caen la luz y el calor y las dosmuchachas. Espero a que Agustíndesaparezca con una y yo le invitosilenciosamente a la otra. Me da igual.Es morena como el camino que hemostraído.

—¿Te llamas?—Carmela. ¿Y tú?Por el campo sonará la lluvia. Habrá

rezos, relevos, hielos, angustias.Morirán camaradas. Dentro ahoga laatmósfera incitante. Siento calor, unindefinible calor, un poderoso calor quenada resiste. Se acerca.

¡Qué tonto eres!Está en cueros; no me atrevo a decir

desnuda, como se dice de la verdad.Seguramente que el decirlo seríapecado. La tengo entre mis brazos y sele apagan los ojos. Yo me lo creo.

—Nos ha llegado la civilización albajovientre.

Se ríe sin entender, un pocoamoscada.

* * *

Ayer besé a mis padres y luegoaventé el tiempo con aire malo. Hoy me

duelen corazón y cabeza. Mañanacomulgaré. Luego, quién sabe. Por lopronto he vuelto a pasear bajo misclaveteados las antiguas calles deestirpe mercantil y la dulce provincianíade las doce en un marco de soportalesdesequilibrados. Todo está más encalma y con la faz de arrepentimiento.Un púdico sol, después del agua,transporta siempre a un inundo distintodel que se vive; casi mejor.

Me han llamado de la Jefatura y allávoy a la luz medrosa de las cinco. Elpretexto me ha venido bien; en mi cuartome ahoga el tiempo reciento y en loslibros, en cualquier página, encuentro

una nota, una palabra que me trae eldolor de Madrid. Estudiábamos juntos elgriego y la tarde primera de amor fueseñalada por su lápiz de labios en lapágina 50. Decía: «Hoy». Y debajo elautor, pobre, explicaba los adverbios.Le irían los ojos: «Aquí comienzanuestra historia y éste es el primertestimonio escrito». Más vale pensar apájaros o a obuses. El hombre es sumisterio y pocos adivinarán el mío.Quizá esto mismo, este rojo «hoy» entrelos adverbios, no tenga la menorimportancia.

Las gentes salen del rosario. Lacalle rebosa murmullos piadosos,

porque siempre se habla con deje de orapronobis al acabar un rezo colectivo.Mucha gente. Antes sólo octubreacumulaba multitudes marianas; ahorareza la ciudad en pleno noviembre. Esde mal efecto y difícil remontar estahumana corriente. Cuando voy a alcorzarpor una callejuela me lo he encontradode cara; está más delgado, más viejo.Parece que estos cuatro meses le hancaído directamente en las espaldas.Tiene en la boca una sonrisa de miedo.¿Será posible que tema alguna violenciapor mi parte? El viejo profesor erabastante anaranjado. Un bocazas deAteneo; pontificaba su sabiduría y su

visión de lince. ¡Ah, la políticaespañola! Nosotros, qué chiquillos paraél. Y ahora me mira titubeante yencogido; debo asustarle con miencapotada presencia. De golpe,comprende que los niños se leescaparon de las manos, se le hicieronhombres, otros hombres distintos de losque él quiso. Se derrumba su vida a misplantas, le brillan los ojos cuando mecoge la mano tímidamente entre lassuyas y me la va oprimiendo,confiándose —se le borra el miedo y lenace la paternidad en la boca—, hastahacerme daño. Me da lástima.

—Tenían ustedes razón.

El viene también del rosario. Yo meacuerdo que nos soltaba, como perrosrabiosos, sátiras del «Fray Lazo»; lemolestaban las campanas clamorosas^bautizando el aire al sol del mediodía oal dorado del coro o a víspera alegre deprocesión o fiesta; y en este momentoquizá las echa de menos sobre susculpas. Esto se llama una rectificaciónde frente. El convertido se aleja. Creoque he llegado a balbucir unas palabrascariñosas. Es un pobre hombre, ahora.

En la Jefatura me informan que hesido destinado a una bandera enformación. Ya no contamos porcenturias, sino por banderas; pero lo

teníamos tan previsto que ni siquiera nosasombra.

Al marcharme me llama Palacios. Leabrazo. Podría consolarle, pero prefierohablar de cosas indiferentes. Le falta unapierna y, demacrado, se encorva sobrelas muletas. Con gusto buscaría al señorprofesor para decirle pausadamente ycon cierto tonillo doctoral, con el tonoexacto de sus palabrerías:

—En efecto, señor profesor,teníamos razón; pero su sabiduría y elcuento ese de la experiencia de los añosle han costado una pierna a micamarada. Una pierna parece pocopensando en los miles que mueren, pero

párese a meditar un momento ycomprenderá todo lo enorme delsacrificio. Resulta más cómodoarrepentirse que perder una pierna porconvencer. De gallardía no hablemos. Yusted, señor profesor, va no me da tantapena.

El discurso se me queda dentro y mealegro. A la noche me hubiesearrepentido. Y es que, cuando elpensamiento sale a pájaros, el corazónes un instrumento sentimental del todolamentable.

* * *

Las guerrillas se esparcen al viento:parecen papelitos carnavalescosdotados de voluntad. Y si me lijo en unasola guerrilla veo que sus hombrestambién se esparcen y hasta que cadahombre deja que sea el viento quiendistribuya sus miembros. Un brazo poraquí y otro por allá. Las piernas seabaten rápidas como pájaros reales y elcuerpo todo —que vuelve a ser uno— sepega al suelo, y el vientre y el pechopalpitan con la tierra y absorben suhumedad. Brilla la hierba al solinvernizo. Diciembre sitia de frío laciudadela; por los fosos aburridos sólocruzan, jugando, críos aventureros que

buscan la cueva del Ran–rán o la de laVaca y los soldados que solicitandiscreta soledad en un descanso. Haycarritos con buñuelos, chufas ycaramelos de colorín. En la carreterapasean los buenos burgueses decostumbres viejas. Atufan el aire loscaballos de los lecheros y los habanospretenciosos de los comerciantes, quevan, con vuelta, al trabajo. Por elsendero pelado del centro, esquivandola geometría de las formaciones y labrusca carrera de las escuadras lanzadasal asalto, la María exhibe una punta deniñas para que los ojos de los que seentrenan vayan encandilándose

lujuriosos. Es una tarde de barquillera.Mujeres, soldados, instrucción,trompetería, tambores, putas, burgueses,caballejos trotones, fusiles en pabellón,guerrillas. Colores vivos.

Delante está la guerra. Muchos deaquí ya lo saben y más de uno tienemordida la carne por sus ruidososdientes.

Es un milagro esta luz que no decae;parece que, no la tiniebla, sino el frescodesabrido es quien clausura la tarde;esta tarde que puede ser la ultima en elcobijo de las murallas y de las calles.En cualquier momento llegará la orden ycon ella la gloria por delante. Tengo

ganas de verle la cara al peligro y a untiempo me baila en la sangre el deseo deapurar cada hora como si fuese media,alargándola. Templándola.

Juanillo revista una falange y pegatiros airados. En funciones de jefe decenturia es difícil que encuentre nadabien. A Navarro le pasa lo mismo, perono le da tanta importancia. Parecepensar que a él le salen derechas lascosas, aunque quiera que le salgantorcidas. De ahí nace la seguridad suyade que su centuria es la mejor. Más lejosatruena Mario, con su pecho jotero y susbrazos de bravo campesino.

Juanillo y Navarro regañan con

frecuencia. Los dos trabajaban enGrandes Redes al estallar la guerra. Sonde la Vieja Guardia y han olido lapólvora de antiguo. Cuando venían delpueblo, las gorrillas caladas y chulas, unmiedoso silencio les abría paso por lascalles de medio tono. Un silencio queparecía brotar de la mano derechaferozmente hundida en el bolsillo de lachaqueta. Navarro fue sargentolegionario, diez años en África, uno trasotro. Le gusta cantar La Madelón y acada instante cuartelero le pone unaagria letrilla. Habla de prisa, oscilandoentre la risa y la sonrisa, y al acabar supárrafo o antes, si está excitado, pone el

dorso de la mano entre la nariz y laboca, sin determinar a cuál de las dosprefiere. Entonces la mano adquieretraza de polibigote. Si discute depolítica no admite más razón que lasuya, lo cual es una excelente cualidadpara andar por el mundo. Siendo élfalangista, ¿cómo no han de serlo losdemás? Navarro irrita la voz y los ojospara los peores desprecios. Se le va lacabeza buscando con qué agredir.

Juanillo es más dicharachero, máshablador. Juanillo es andaluz, yNavarro, de Arenas de San Pedro. Llevael gorro inclinadísimo sobre su granoreja, como una flor perpetua. Así, las

tres flechas de su jerarquía vandisparadas al cielo. Le gusta dar sólidostaconazos y dice mejor que nadie elritual: «A tus órdenes, sin novedad».

Marino, en cambio, es maestro.Ayudaba en las JONS de Zaragoza apegar pasquines y a abrir brecha en lascabezas que lo solicitasen. Recuerdacon especial emoción el día en quetiraron todo un cabaret por su minúsculaventana. De mandar y cantar, su vozsuena enérgica, agradable y ronquilla.

Luis, el jefe, va recorriendo conmigola bandera. Es delgado y alto. Tiene lapiel tostada y la firmeza de los antiguossegundones y su gusto natural del

señorío. En la frente una vena gruesa yazul se le hincha en los instantes deljaleo. Hubo un tiempo en que la venaamenazaba estallar a cualquier hora. Legustan las mujeres y las pistolasametralladoras.

Las centurias se alinean en lacarretera y comienzan a marchar,cantando, con el paso desgarbado y elarma colgada. Una va sin fusiles porqueno hay armas bastantes para todos; seturnan las armas por días. Primeracenturia, segunda centuria, terceracenturia. Vienen corriendo los enlaces,envolviendo las banderolas con quegarabatean órdenes, rojo y negro, al

aire. El gran paseo es una especie decampo de Marte que va a quedarseabandonado, con los árboles sin hojas,con el frío y con el implacablediciembre alrededor de la ciudadela. Laciudad está próxima.

Los gastadores. Tambores ycornetas. Primera centuria. Segundacenturia. Tercera centuria. Suena laprecisa algarabía militar y tras el azulde las camisas carraspea el motor de lacamioneta botiquín. La conduce elmédico y a su lado se sienta el boticario,«el Boti», gordo y alegre. Todo es labandera. Cuando nos revistó Hedilla ypresentamos armas y saludaban las

enseñas un gran orgullo de creadoressubía y bajaba —frío— por la espalda.

Se abren los balcones a nuestro pasocuando las luces parpadean indecisas enla calle. Dentro del cuartel, qué tumultojubiloso al oír la contraseña de paseo.

Los que ya enfilan la avenida secuadran rígidos porque el corneta estátocando oración, y es bien sabido que sereza por los caídos y que tantos han decaer de los que aquí forman que resultagrato rezarse a sí mismo. Calla la vidaunos instantes para hacerse cóncava yrecoger el toque agudo. Luego se pueblade gritos la calle. Luego la ciudad.Luego la noche. Los falangistas, los

requetés, los soldados que de un día aotro saldrán al frente requiebran el ansiade vivir por plazas y tabernas. Unaltavoz da noticias de última hora. Enmedio de esta paz España se parte enguerra.

* * *

—La vida es así —suele decirfilosóficamente Montaño.

Y es verdad que la vida engaña aveces como engañan las mujeres de lostangos. Al atardecer, cuando las cabrasvienen del monte y se quedan, viejassabias, frente a la puerta de su corral,

pacíficamente, y cuando vuelven lasmozas al tiempo justo del rosario,nosotros cantamos unas tristes cancionesque hablan de amores traicionados. Puesasí es la vida, como dice el camaradaMontaño. Tanto celo le dimos buscandoun lugar para jugárnosla por la Patria,que ahora la buena vida nos ha mandadoa un puesto apacible de cumbresnevadas y bosques de cuentoantiquísimo. Claro, hemos empezado afumar en pipa.

—Callaros y no seáis gafes. Lo peores nombrar lo que se desea.

—En mentando al Papa en Roma,pronto asoma.

—Sí, pero en Roma. De estar aquí teestás atontando.

Sin duda para espabilarse bebecoñac Giraldo. Un buen trago,demasiado trago. Por eso lo miro congesto desaprobatorio y me explicaestremecido:

—Lee ahí. Brrr… Epidemia de gripeen Yugoeslavia.

Reímos. Por las praderas dondehacemos el ejercicio —todavíaesperamos— hace tiempo triunfó abril ytriunfó hasta en el sonido de las pistolas.De tarde en tarde tirábamos sobre unapacifica botella de mal vino. Entoncescorría el tinto como la sangre, tras el

chasquido, pero ninguno se atrevió acomparar, porque a la misma hora,prestando el oído al viento, éste nosdaba —nos da aún— el rumor de labatalla en el Norte. Un viento cargadode tantas cosas…

Estamos aquí porque un atardecer delluvia nos metieron en los camiones,suprema razón que puede dar unsoldado. Cantaba la gente las mismastonadas que el primer día, más a puntolas voces y más variadas las letrillas.Casi nadie nos despedía, porque fue unaorden urgente: huérfanos de llanto ygriterío, ésta era nuestra salidasilenciosa por la misma puerta que el

primer día. Sólo los que pasaron frenteal cuartel vieron cómo la bandera salíaalegremente a la guerra. Los veteranospresumíamos con el casco sobre lamochila o junto al costado. El aguaresbalaba en las duras mejillas de miscamaradas, y los imaginativoschapoteaban en los charcos para dar asus botas un tono bélico. En lasbanderas siempre hay imaginativos.

La guerra. Salimos a la guerra yestamos en la frontera. Unos díasdormimos en cama. Amplias camasaldeanas pensadas siempre para elmatrimonio, altas y acolchonadas. Luegohacemos el relevo en las mugas y

dormimos sobre la tierra con un ojoabierto y nos mojamos con la eternalluvia y penetró la nieve en nuestroshuesos ayer. También hacemos marchas.Desde Irún dan partes y entoncesbuscamos una aguja en un pajar ypedimos a Dios que los que se fugan olos que se quieran colar traigan armas.Si aquí sonase un tiro la vida sería másamable.

Francia está enfrente. Algunos díashan sido emocionantes. Decían —yo selo oí al jefe, hablando con el del sector— que los franceses metían divisionesal otro lado mirando a nuestros mansosfusiles. Hubo quien agarró trompa

fraternal con los requetés. Rozanaba asíGiraldo, el de Cortes.

—En España muere la juventud; quése nos da que muera la francesa.

Pero luego no pasó nada. Se acabóel rumor como un queso, a fuerza dealimentarnos de él. Los camaradasfueron volviendo de puesto con unacartuchera para la munición y dos parasus caprichos. Barajas, tabaco, tinta,novelas, propaganda, cartas resobadas,pequeñas fotografías…

Precisamente a raíz de esto se pusoen moda pasarse a Francia.

La moda nació una noche en quehacíamos patrulla por las mugas del

Baztán. Se había recibido unaconfidencia sobre cualquier asunto; lacuestión es que ya llevábamos muchanoche andando. La escuadra hizo alto ydescansamos sobre un pelado erguido ymaravilloso. Desde allí se veían lucesen Francia, un faro, coches por lacarretera. Era verano y olíamos elhelecho, los castaños y las hayas quedormían a espaldas nuestras. De enfrentevenía el aire del mar transformando elperfume tranquilo del bosque. Los doceestábamos callados como ante unmisterio milenario. Había luz, allí, denoche. Luz clara para pasear al frescocon una muchacha del brazo. O para

abrir la ventana y mirar. O para cerrarlos ojos y renunciar a la luz. Allí sepodría conquistar como un botín elderecho a oler bien y a no sudar bajo lasestrellas con la dotación y el fusil. Noscreíamos de veras en el frente. EnFrancia se podía acodar uno en la arenay mirar de cara al Cantábrico sin pensaren nada, tentadoramente vacíos.Nosotros teníamos mucho que pensar.

—Es Francia.—España limita al Norte con

Francia.Se diría que estaba convencido de

que los límites eran barrerassobrenaturales para mundos distintos.

—Aquello será San Juan de Luz. Yaquello Biarritz.

—Cuánta luz.—Yo he estado en Biarritz el verano

anterior a la guerra. Salíamos lossábados después de trabajar, en autobús.Pasábamos allí el domingo, y el lunes, apunto para la oficina, estábamos en casa.Al ir, qué despiertos. Siempre era buenahora la de la llegada para divertirse. Altercer domingo —y la voz se hizoconfidencialísima— ya me esperaba amí una francesa. Pero una de las que nosabían español.

Aclaró:—Es más interesante, ¿sabes?

Los doce falangistas mirábamos aFrancia desde la noche. En España noveíamos ni una luz; hasta las luciérnagasse velaban. Y de Francia nos gritabanclaros resplandores que nos ofendían losojos; era la tentación de siempre, decada minuto, de cada oportunidad. Unasveces es un barrio, otras un malignonovelista, o las piernas espléndidas deuna bailarina, o la santita de moda.Aquella noche, la luz; simplemente laluz de un verano fácil. Barata tentación,¿verdad?

—En Biarritz hay un casino pipudo.¡Sí, eh! Allí estarán

emborrachándose los que bombardearon

a Pamplona.Nosotros vimos como venían los

aparatos de Francia y los vimos tambiénvolver, a la media hora, cuando yahabían asesinado por la espalda.

—Biarritz es estupendo —continuó,un poco nostálgico, el camarada a quienel estío anterior a la guerra le esperabauna francesa en las madrugadas deldomingo. Nos sentamos con el fusilsobre las piernas, haciéndole instintivocorro porque a los ojos de todos sehabía agrandado su prestigio.

Cada cual miraba a la envidiable luzde Francia según su medida. Eduardo,que había ido a México en primera para

volver en tercera, pensaba en que Diospuso allí a Biarritz para que él soñasedesde una noche de guerra en la posibleaventura de tirarse prado abajo, entregritos y tiros. Eduardo, que siempreencontraba ocasión de colocar cuentosmejicanos, permanecía en silencio,viajando otra vez en primera.

El que había estado en Franciavarios tumultuosos domingos populares,seguramente sin advertir la burla que enlos lujosos veraneantes produciría sutalante inseguro, su traje mal cortado yla corbata chillona sobre la blancacamisa provinciana, se dejaba en la luzvecina desde la muga española, todo lo

escogido de su alegre recuerdo. Susmaletas permanecían vírgenes denombres pomposos y cartulinasbrillantes, pero él había estado enBiarritz, como las duquesas y lasqueridas de los banqueros.

—Me gustaría poder pasar algún díaallí.

—¿De veras? —preguntó Montaño.—Me iba a poner bueno.—O tirarnos de golpe hasta abajo.

Es bonito bajar sobre los caseríos.—Cuando no pegan tiros.—Y cuando los pegan también,

melón. Bajar como cuando llevabas lasvacas…

—De todos modos, camaradas, meagradaría pasar unas horas en Biarritz.Tengo ganas de unas cuantas cosas ycasi todas, barbaridades.

Biarritz era la luz del fondo. Loscoches que corrían placenteramente. Elfaro. El mar invisible. ¿Se oía el mar oes que el deseo nos colgaba caracolasde los árboles?

La escuadra, atónita aún, escuchó lavoz del amigo de Montarlo, del reyCarlinos; el estudiante fugado deAsturias hablaba para los once fusiles ypara mi pistola de pequeño jefe. Y erael mismo con quien leía romancesperegrinos, mientras me hablaba de su

lejana novia con ternura fabulosa. Me lamostraba en una foto, asomada alclaustro románico de una ermita.

—Aquello es el lujo. Allí —yamenazaba, alto el fusil—, allí sedivierten los que bombardearonPamplona. Día llegará en que nosvenguemos del escarnio que son esasluces. Entonces toda esa tierra estarábajo nuestros arados y haremos de París,para que no nos regañen los elegantes,una concesión internacional de lasonrisa, una especie de campamento dela galantería, porque vosotras —hablabamirando a París, como si lo tuviesedelante—, parisienses, sabéis sonreír.

Veo la ciudad hecha un recuerdo de otracivilización, de otra geografía, museo deuna risa que no se llevará en nuestrobuen tiempo. Ahora que eso sí,camaradas: lo que más indigna no es laluz ni la descarga en Port–Bou deinternacionales y trilita. Lo que másindigna es que por Irún entranambulancias regalo de la amistadfrancesa. Mersi.

Y saludó reverente.—El rey Carlinos ha dicho lo suyo

—aseguró Giraido sin muchaconvicción.

—Sí que lo ha dicho —machacó unocualquiera desde el corro—. Yo estuve

en el tomate de Behovia y tengo unasdiferencias con los señores de enfrente.Avanzábamos por la izquierda de laRegata, encajonados entre el Bidasoa yla montaña, y más allá de la montañaestaban los inertes rojos; tiraban amodo.

—Bueno, ¿y qué?—Que al otro lado del río estaba

Francia, la inmortal Francia católica,como he leído en un escrito del obispo.Los inmortales iban a pasar la tardeviendo morir a los demás; los caseríos ylas villas anunciaban café con vistas a laguerra de España. Y allá se sentabamesié, madam y el amante de madam.

¡Ah, la excelente cocina francesa! Lostres juntitos…

—En familia —murmuró Giraldosocarronamente.

—… bien atentos para no perder niuna sola de aquellas muertestransformadas en espectáculo. Cochinosfranceses.

—Duro, Sebastián; di algo másgordo —le miraron jubilosos.

—No os riáis. Enfrente luchábamosnosotros, nosotros, nosotros —bandeó elpronombre como una campana—, gentesque aún creemos que acostarse con lamujer del prójimo se llama adulterio yno vodevil.

Hubo un claro silencio de ángel.Teníamos la mirada abrasada enFrancia. Adelantados al grupo, el reyCarlinos y Montaño parecían dirigir laescuadra. Comenzó de nuevo Giraldo:

—Seguid, hombre. ¿Te hanamoscado las risas, Sebastián? Ya sabesque nos gusta oírte.

Sebastián no le oyó, pero Giraldoinsistía:

—A mí me gustan horrores quehablen el rey Carlinos y Sebastián.Dicen cosas buenas. Y tú, ¿por qué tecallas, Matías? ¿Es que no quieresa l te r na r ? Cuidao que sabéis losestudiantes… Vosotros haréis algo

grande. Sois como… —vaciló—. Comosi fueseis estudiantes.

Pero fue exactamente Montaño elque preguntó a los que conocían aquelloque dónde empezaba la tierra francesa.Le señalaron el fin del bosquecillo; yaen el raso vería la alambrada. Leseguimos unos cuantos sin saber larazón. La tierra sería la misma. Igual alaire y el rumor nocturno y el color. Lahabíamos visto tantas veces. De un lado,Francia, el lujo, la noche tranquila, losjóvenes acodados en la arena viendo elmar y sin pensar en nada, las muchachasalegres, los traficantes de armas, lasbrigadas internacionales; el asombroso

Maritain, del que ni habían oído hablarmis camaradas; las fiestas de gala pararegalarnos ambulancias o con lapretensión de echar de comer a nuestrosdesheredados. Del otro, el servicio, laoscuridad. España.

Montaño se ayudó con el fusil apasar la alambrada. Ya en Franciarespiró hondamente, como unconquistador, y orinó sobre la fastuosatierra de Francia, la jardinera.

—Así no dirán que no he hecho nadaen estos meses.

Le imitamos con alborozo. Luego laescuadra siguió paseando la noche deverano, escudriñándola, pisoteando el

suelo amable con las feroces botas o conlas aladas alpargatas blancas,manchadas del verde de la hierba y loshelechos. En el silencio de la marchanos oprimía la luz que se ocultaba tras elpelado erguido.

—Una vez en la parada de Vizcaya,antes de herirme, al cruzar el pueblopara relevar la posición, oí música debaile… en un hotel de Londres.Andábamos pisando un barrizal y noscaía sin parar un pelmazo sirimiri. Mepasó una cosa roja por delante. Quisepegarle un tiro al cachorro, pero meacordé de los que luego bajarían…

Se paró un momento con la intención

cristalina.—Sigue y no hagas tonterías —dije.—A tus órdenes. Pero aquí no tiene

que bajar nadie. La luz aquella es de losenemigos; peor, para los enemigos. Yasé que no alcanzo, y, sin embargo, mequedaría tan satisfecho soltando uncargador. Lo juro.

Nos reímos, pero él permanecíaserio y ceñudo. Se hubiera estado todala santa noche disparando como un locosobre Francia. Sobre aquellosmiserables gusanos de luz; y eso quetenía tranquilas la conciencia y lavejiga. Cerca del día volvió a hablar:

—Oye, ¿pararemos en el puesto de

la segunda? Nos darán migas paradesayunar y podremos cantar con laguitarra que tienen y la ocarina deGiraldo. Tú te tumbarás boca arriba amirar el cielo —insinuó cariñoso.

Y como yo le mirase un pocoextrañado, terminó rotundamente:

—Chico, dicen que es lo que más teagrada.

* * *

Voy a despedirme de todos y ya noescribiré más porque mi tiempo estarácerca del peligro y lleno de piojos. Lospiojos dan veteranía; no se tienen piojos

así como así. Ahora la vida marcha pordonde debe marchar. Y me dueleabandonar a estos camaradas en esperade algo que no llega. Una bandera nopuede obrar por su cuenta, pero unindividuo puede recibir un papelito azul.

Aquí he permanecido varios mesesde guerra. La primavera nos trajoalegres consignas; en un momentofuimos hasta sospechosos, para que nadanos faltase. Llevaba nombre y zambra labandera. El verano, por las tardes, nosllenaba la sangre de un viento ofensivo.Los montes se echaban unos a otros,como pelotas, el rumor de la batalla enel Norte. Hicimos marchas y

contramarchas pisando los invisiblestalones de los contrabandistas, de losespías, de los huidos. Vimos fuerza delotro lado y los fusiles cobraron un airemilitar dejando el bucólico de palo deboyero. Emborrachamos confidentes.Otoño vino mojado, bien mojado, y heaquí que casi lo recibo con gozo, hoyque llueve concienzudamente, con dulceparsimonia montañesa.

Todo eso acabó esta noche. Ya nojugaré al mus con los carabineros, nioiré los versos del asturiano, ni esperaréel parte. Porque desde ahora yo haré,cada día, un poco el parte.

Voy por el pueblo diciendo adiós a

los días tranquilos. Adiós a los bailesfurtivos después del rosario. Salíanellas con sus nombres feos —del santodel día— o con sus nombres bonitos, ymientras las gentes paseaban por lacarretera, cruzada por el foco del autodel panadero, nos encerrábamos en lacocina grande, de campana, alrededordel fuego. Sin hablar sacábamos elgramófono. Llegaba un olor a hierbadesde el pajar. Era el tiempo de la nievey el agua. Los capotes se secabandespacio y añadían, con su olor dehumedad, verdura a la hierba. Ya nobailaré.

Adiós a las noches altas de

vigilancia. No pasaba nadie y pasabanel agua, el viento y el frío. Muchasveces nos arrimábamos a la borda de la«Pelos» y allí nos vendían un mal coñac,que era poco remedio para el vendavaldel Quinto. En cambio, era un puestoalegre aquel que estaba cerca delchamizo donde vendían a los francesessardinas y vino. Los domingos enprimavera y todos los días en veranomerendaban allí chicas del otro lado.Veraneantes de la costa que veníanhechos unos papanatas creyendo queiban a ver alguna batalla. Todo el monteera orégano, y al anochecer mirábamoslas estrellas y el camino de Francia.

Todavía nos ardían las orejas. Adiós lasbordas, las noches de dos tierras y lastardes de dos sangres.

Adiós al cabaret. Creo que fue porabril. Eran tres hermosos caballos y unviejo sargento. Venían de los puebloscon las yeguas en celo, y si nos tocaba eldescanso en el pueblo tomábamosasiento en las bardas del corralillo paraver la pelea. Llamaban siempre con elalazán elegante. Cuando braceaba entorno a la hembra decíamos siempre:

—Vamos, que ya es hora.La corneta galleaba aguda hacia el

frontón, bajo la iglesia. Luegomarcábamos el caqui cerca de la

Colegiata y volvíamos cantando. Lacerca de alambre en el bosque de losCanónigos nos ponía un poco deposición junto a la marcha. Ahora, adiósal cabaret. Adiós a las noches heladasbajo el claro camino de Santiago.

Adiós al amor de verano, con eltraje blanco y fresco y los brazosmorenos. Tenía los ojos calientes y erabueno caminar a su lado comiendopámpanos y moras. Cuando mandé lainstancia jugábamos a víspera de partir.

—Tendré una estrella en el pecho yvendrán a decirte que me voy.

—Y cuando yo vaya a llorar porqueno te abrazo antes de salir tú al frente,

llegarás.—Será la fábula de la hermosa

doncella y el apuesto oficial.Al llegar aquí le cogía un brazo. Ella

daba paso, al atardecer como si lohiciese con sus pies ligeros al saltar lacerca. Seguíamos andando. Losbigotudos maíces parecían gendarmesfranceses.

—¿Quién se irá antes? ¿Tú con elverano o yo con la estrella?

—Tú. Aquí se llora mejor.Y entonces —todos los días al decir

esto— nos sentábamos al pie de loscastaños. Yo hablaba de todo. Ellaescuchaba con una sonrisa amada. Al

final le besaba en los dientes blancos.Mirábamos la vieja luna, tan pasada demoda que hasta nos enternecía. Crujíanlos helechos bajo la tarde alta, ya enfranca huida.

—Hasta mañana.Se marchó antes de que llegase mi

papelito azul. Mentíamos los dos tanbien, que yo estuve triste dos semanascompletas. Que yo he estado triste dossemanas completas pensando en susbrazos morenos, en su sonrisa ausente yen los dientes blancos que me ofrecía:triste hasta hoy.

Adiós a ese amor. Al cabaret. Albaile después del rosario. A las noches

de muga. A los versos y profecías delrey Carlinos. A la ingenuidad deMontaño. A la música celestial, de purocampestre, que conseguía Giraldo con suocarina. Tengo un quehacer en adelante.

—Seré una millonésima del parte yal toque de atención dirán en mi casa:«Veamos que han hecho hoy Matías ysus camaradas».

Y es que un día cualquiera llega elpapel azul: «Incorpórese a laAcademia». Ese día cualquiera entoncesse transforma en hoy. Un hoy glorioso,pleno; total hoy. Hoy que me despido,hoy que bebo, hoy que es hoy, al fin.

Hoy está lloviendo y el cielo se

milagrea de trasparencia: todo se tornamilitar en esta hora esperada. El aguabate el terreno y mañana al amanecer,cuando me vaya,/el sol heroico deEspaña será una columna másinvadiendo Francia.

BIENAVENTURADOSLOS QUE MUEREN

CON LAS BOTASPUESTAS

RAMÓN, MIGUEL,MATIAS

Esto leyó Ramón en su chabola, sinque pueda asegurarse que meditó sobreel párrafo ahora transcrito:

«Todo el que vive un día,dos días enteros en medio de lajuventud y de la fuerza, en mediode la naturaleza, saltando,venciendo a los demáscorporalmente, acaba por ver elmundo de otro modo queaquellos que no probaron estevino. Se ve el mundo como si noexistiera en él más que una razade hombres superiores, quepuede ser tratada con la misma

franca rudeza que acepta unopara sí mismo. Y, sin embargo,los juegos acaban; vuelve uno aencontrarse entre seres quesufren, que tienen necesidad deun poco de dulzura, y uno mismoserá quizá como ellos el día demañana, aunque sólo sea en lahora de la muerte».

(«Olímpicas» —el paraíso a la sombra

de las espadas—, del torero francés Henri

de Montherlant, dos veces combatiente).

El sol estaba alto como una bandera.Por la derecha del camino marchaba unasección aprendiendo el «cientocatorce». Sonaban las pisadas con esaunanimidad que nunca se consigue en elparlamento; sin embargo, el brigadainstructor no debía estar muy contentoporque ordenó con ojo maligno y voz sincólera:

—Cabeza, variación derecha…Se vio claramente con qué recelosa

impaciencia esperaban la voz ejecutivaaquellos tres que constituían la cabeza;con qué impaciencia y cómo trataban deaguantar una mueca que podía significarun montón de cosas. En los bordes de la

carretera otras secciones hacíangimnasia de fusil. Más allá aprendían asaludar, en larga fila, pasandoincansables, mordiéndose la cola, anteun alférez que les había dicho sin asomode orgullo: «Figúrense que soy ungeneral». En una cuneta descansaba,bien tumbado, un cadete que se dio unlinternazo con el cerrojo. A la lengua seveía que dominaba el arte supremo enenmascarar la pereza. Entonces gritó elbrigada, alzándose sobre las puntas delos pies:

¡Mar!Doblaron ágilmente los riñones de la

sección y ya irremediablemente se

vieron conducidos hacia la charca. Cadapaso se la traía hasta las mismas naricesy las botas empezaban a encontrarfangosa la tierra que pisaban. Alguienmiró al sol pidiéndole explicaciones.Exactamente la situación de aquelloshombres era ésta: silbaba en el aire unagranada infalible. Al menos algo asíchapurreaba el instructor:

¡Ten… derse!Y toda la tropa se lanzó al suelo con

verdadera vocación, a costa de dejarque la geometría se ahogase en laescasísima agua. Corrió el brigada haciala carretera. En el asfalto volvió aordenar:

¡En… pie!Luego extendió el brazo hacia

adelante, taconeó al tiempo como si todoel Alto Estado Mayor cruzase ante él ygritó de nuevo:

¡A formar… carreramar!La sección adquirió velocidad al

instante y en pocos segundos se hallaba,silenciosa, franciscana, ordenada yrígida a la altura del brazo superior, quesólo entonces bajó con fuerza hasta laposición de firmes. La verdad es que elbrigada no dijo lo que todosentendieron: «Espero que me hayancomprendido». No era preciso hablarcuando los había puesto en ejemplar

remojo. El buen sol era un consuelo delistos. Reanudaron la marcha ycualquiera pudo comprobar que en lavirtud de la unanimidad del paso semejoran marcas a primera vistainsuperables.

Uno enfrente de otro, dos cadeteshacían el espejo retardado. Ejecutabauno un movimiento y luego se loordenaba y corregía al muñeco dedelante.

—Ese pie más separado. Bien.Después, con grandes aspavientos

que no rimaban con las palabras,reanudaron su tranquila conversación.La mano izquierda del que hablaba

corregía convincente, pero al aire. Sucharla no era tan instructiva como susademanes.

—Míralos qué monos, pasados poragua. ¿Te acuerdas del cuento? Sí; éstecompró un huevito, éste le echó la sal…¿Qué tal el baño, señores? ¿Os ha puestoSergio el agua a buena temperatura? Yahora, ¿qué colonia prefieren losseñoritos para la fricción?

Los remojados no le miraban deltodo risueños. Se escamó un poco eloído del brigada, pero el otro continuóimpasible. Sabía dar a su voz, aunqueestuviese más allá de los cerrosdistraidísimos, un tono de mando

indudable. Sus manos adquirían ademáncorrector y a cinco pasos del más vivode los brigadas instructores seconsideraba tranquilo.

—No te preocupes, hombre, y sacael pie hasta el ángulo de cuarenta ycinco grados. Puedo contarte el mejorchiste de Jaimito sin que se entere elbrigada Sergio. Le bastan mis gestos y tuseriedad para menear su gran cabeza deltodo satisfecho. ¡Vamos, que se oiga unagran palmada al chocar el fusil con lamano izquierda! Otra vez. La semanapasada se la pegué a King–Kong, y ésesí que sabe español. Mucho más españolque un sainetero. Bueno, ten cuidado al

presentar armas, hazlo con más gracia:suelto el cuerpo, sin encogerte como unpato. ¡Más arrogancia! Imagínate queestás con la peque esa que bebe coñac almediodía, ahí, en «El Oro del Rhin».Pero sin cucarme el ojo, que no es paratanto. Anda, me has de contar lahistoria… Ella tiene una bocadulcemente historiada…

El brigada se acercó cautelosamente.—Repita eso.Hablador hizo más perfecta su

postura y la voz le ascendió a coronel.Sacó el pecho, gritando:

—Los pies en ángulo de cuarenta ycinco grados. Bien. El cuerpo erguido,

sin miedo, bien suelto —en no sé quégesto se adivinaba un motín de frescura—, bien suelto, como tu mata de pelo,ay, sí, tu mata de pelo, ay, no…

—Muy bien imitado, señor. —Buscópor los alrededores la palabra quenecesitaba atraparla, seguro—. Chillar;eso. Chilla usted muy bien. Pero los ojosno son de mando. Los ojos están de risa.¿Comprende, señor?

—Sí, mi brigada.—¡Oh, oh… Más alto!—¡Sí, mi brigada!—Más, más…¡Sí, mi brigada!—Explique la situación.

—Sí, mi brigada. Mi voz parecía demando, pero los ojos no, y usted hanotado que divagaba.

—Bien.Y sonrió levisimamente mientras

miraba hacia su sección embarrada en lacharca.

¡Carreramar!Pitó el vivo del revés, huyendo de

hacer la rana; corría, corría pensando enengañar, siquiera en esto, Dios mío, alcelo militar del brigada Sergio. No tuvotiempo de pensar que lo habíaconseguido.

¡Media vuelta! ¡Mar! Direcciónagua.

El hombre se reconoció vencido.Hablador recordaba los estanques en losjardines de su pueblo, cuadriculados deranitas verdes y tripudas que echaban unchorro de agua por la boca; en el centrode los estanques había peces de coloresque él pescaba en un descuido delguarda. No esperó a que le ordenasen elbaño; resignado con su húmedo destinomarcó impecablemente por su cuenta elde tenderse y se chapuzó en la tierramojada, apuntada de verdiblancosjunquillos. Repitió la suerte un par deveces. En la sección pasada por agua secarcajeaban cruelmente. El brigadamismo lo autorizó, haciendo el quite a la

indisciplina:—Rían; es reglamentario.

* * *

Inauguraban la mañana los gallos dela trompetería. Una modesta trompeteríacuartelera. Por los viejos claustros ycorredores estallaban a la par la oracióny el arma. Buenos eternosmadrugadores, frailes, campesinos ysoldados. Desde no sé cuál de lascompañías se oía arrastrar los pies a losmonjes camino de la iglesia. Desde laiglesia —tan mañanera que ni negrasbeatas la llenaban de bisbiseos— es

seguro que el celebrante y el sacristánoían la alegre baraúnda de la Academialevantándose antes de comenzar lajornada. A los diligentes les dabatiempo de santiguarse: «En nombre delPadre y del Hijo y del Espíritu Santo»,mientras la mirada rondaba el camastrobuscándole inexactitudes a la colocaciónde la manta. Por los perezosos rezabanlos frailes. Al fin, siempre ha sido así;unos rogaban a Dios y otros daban losmazazos o estudiaban la manera dedarlos.

Pero cuando de verdad seinauguraba la mañana era al salir alcampo, por compañías, después de

saludar, corteses y sonoros, al capitán.Desde la nieblecilla helada venía lavoz:

¡Buenos días, compañía! (Se resistíala eñe: «Compañía»).

¡Buenos días, mi capitán!Entonces a Miguel se le

encandilaban los ojos. Él era cabeza decompañía. A su derecha llevaba aMatías, a su izquierda a un tal Ramón.Ramón, Miguel y Matías enfilaban lapuerta para marcar el rumbo a los suyos.Al fondo, la tierra de Ávila, gris, santeray militar. Nacía un campo de charcoshelados, de piedras, de rocas quedesgajaban la niebla dejando presentir

un sol de invierno bueno para sacudirseel frío en cien metros de guerrilla.

Al torcer a la derecha quedaba laciudad de frente, bordeada por unacarretera de árboles pelados. Lasegunda compañía iba a rondar laciudad o a despertarla con su gravepasar por las calles. Exactamente en elmomento de decidir se inauguraba lamañana. Unía el capital el ritmo de loscadetes —un, dos, tres, cuatro; un…— yluego daba la señal de la vida. ¿Con quégesto hizo Dios el mundo?

¡Cantad!¿Quién puede ponerle pegas a esto

de acompañar con solfa marcial las

decisiones? Aquí sí que era preciso noequivocarse. No daba igual comenzarsobre el pie derecho que sobre elizquierdo; los acentos forzosamentehabían de recaer sobre éste. En su viejopapel de tambor, el pie izquierdo,involuntariamente, desgastaba más lasuela de la bota; pero esto nunca lespreocupó mucho. Matías cazaba el tono,ave difícil —su prosapia orfeonistajamás soñó tal honor—, y toda lasección le seguía mansamente. Las tressecciones poblaban el camino con susvoces acordes en el antiquísimo ritomilitar de alegrar el paso con la música.Los oficiales y los brigadas, tiesos,

marchaban a la derecha.Iban descubriendo un nuevo

amanecer de España, Ramón, Miguel,Matías. En formación no se puede hablarsin grave quebranto de la disciplina. Noestá claro si se puede o no pensar, peroa tres estudiantes que llevan el fusil a laespalda, tirante la correa por el pobrededo pulgar congelado de intemperie, aesos tres estudiantes que van ahímarchando al unísono, los codosrozando, encabezando una compañía ycantando el Cara al sol, diana de júbilo,por fuerza los pájaros han de bullirlesen la cabeza, brujuleando entre milsímbolos, fijando actitudes ante el hecho

nuevo. Hasta ahora conocían lo que eradespertar en la incomodidad de losavances, en el barro de una hondonada,en un corral apestoso o, aún peor, en eltedio infinito de las posiciones. LaAcademia les daba, con la instrucción,el mono azul y el inevitable huevo durodel mediodía, el conocimiento de uninédito amanecer.

Salían al alba del viejo monasterio,el fusil colgado, sin campanas por elaire, cantando novias y soles, tierras deEspaña, muerte y victoria, rebeldía yrevolución: camaradas muertos —tópicos, que dicen los castrados a loscastrenses—, y la ciudad que

atravesaban se despertaba a su voz y seabrían las ventanas y balcones, como sia un «Alerta» de la formación contestasecon el «Alerta está». Aprendieronaquella temporada —Ramón, Miguel,Matías— que lo que defendían a tirosera también esto: el chapoteo de unachicuela lavándose deprisa para llegar aclase y el paso de unas oscuras mujeresa misa. La risa de unas muchachasguapas bajo el velillo negro y enrejado.El caminar de los obreros a su trabajo,el silbido lejano de las máquinas en laestación; la mirada, entre orgullosa yacariciante, del confitero a su confitería—«La Flor de Castilla», con yemas de

Santa Teresa, ricos hojaldres y unMálaga dulce y espeso—; la labor delos barrenderos y la prematuraalagarabía del mercado que se oía en lasencrucijadas, al fondo. El vocear de unperiodiquito provinciano que además detiernos ecos de sociedad y versosingenuos: «A ella», «Claro de luna»,publicaba duras consignas y llamabapiratas a los ingleses, mercaderes a losyanquis y «cocus» —oh, el habladiplomática— a los franceses. Elreclamo vigoroso de su propia canción:

Chiquita, por favor,no nos mires al pasar,

porque perdemos elpaso

y nos dan carreramar.

Así, pues —Ramón, Miguel, Matías—, peleaban por la vida. Y en el campo,solitario, extenso, mudo, sin más que detrecho en trecho un campesino o unasmujeres por los atajos, cuando lossacudían la sangre* miles deincitaciones bélicas; los cerrillospedregosos, la llanura, la sierra queavistaba Madrid, un mísero encinarguerrillero, los innúmeros pasos delabranza y guerra, aprendían cadamañana que sus camaradas dejaron la

existencia por darle guardia al misterioque crea la cosecha y ordena la lluvia, ala paz del cementerio, a la ciudadamurallada que quedaba —como un fusilmás— a la espalda.

Ramón, Miguel, Matías, esos tres, sesentían atados por las plantas a la tierraque pisaban, enraizados hasta serárboles o rocas o matojos y notabancómo subía piernas arriba el frío hondoa mezclarse con sus huesos y su sangre,a trasfundirles los huesos y la sangre demiles de generaciones asentadas sobreel viejo solar, a emparentarlos conmillones de muertos esparcidos portodos los continentes, por todos los siete

mares. Sabían muy bien que no era unsimple cursillo lo que estaban haciendoen el Santo Tomás de Ávila, junto a latumba del infante Don Juan. Sabían queestaban celebrando, eso sí, unas míticasbodas con su Patria y que toda aquellasangre —inmensa sangre— era nupcial.Después vendría el fruto. Ahora tocabandolor y gozo de conquista.

Ya iban sobre sus hombros centuriasenteras. A sus pies, leguas y leguas, y elviento que olfateaban, entre estrofa yestrofa, hechos ascua germinadora,todos los insepultos de la guerra.

Cada mañana, todavía no saben sifaltando a la ordenanza, Ramón, Miguel

y Matías, levantaban pájarosepitalámicos por sus cabezas, sinperjuicio de no perder el paso, niolvidar la canción, ni dejar de rendiruna mirada maestra en los ojos de lasmuchachas que pasaban, acomodadas enalgún coche, por la carretera deArévalo. Tres auténticas obligacionesentre aquellos que aspiraban a unaestrella de seis puntas en la fielInfantería de España.

* * *

Habían pasado días enteros cantandoy marcando el paso hasta dominar

dormidos el «ciento catorce». Horaslargas, apretados de frío, presentandoarmas, manejando el fusil hastaconseguir la total destreza; aprendiendo,en fin, a zambullirse en tierra portiempos. Esto se lo explicaban muypocos.

—Como lo oyes: es lo único que nohace falta aprender, lo dicta el instinto.

—Sin delicadezas, hombre. Nada deinstinto: el miedo.

—El coco se esconde sinmatemáticas.

Ellos murmuraban, cosa que depuralos humores, pero acabaron aprendiendoa tumbarse con tiento geométrico.

—Sí; la cosa es buena y tiene gracia.Viene a ser una utilización del miedocomo fuerza motriz. La pasiónelemental, ¿os gusta? —cortaba eldiscurso con un ojo sí y otro no—, queobliga a buscar el suelo cuando silbancon impertinencia, o cuando caengordas, o cuando se agota el gas en lospulmones, es utilizada por tiempos. Laestirada se hace calculando… Pieizquierdo al frente, rodilla derecha atierra; a la vez el fusil a la manoizquierda, bien cogido por el centro degravedad. Ahora estiras el brazoderecho al frente —claro, antes hasinclinado el cuerpo— y te acuestas, ¿lo

oyes, Recamier?, sobre la caderaizquierda, sirviéndote de apoyos larodilla izquierda, la mano derecha y elcodo izquierdo. Bueno; pues ya estástumbado, por ti que tiren. Luegoaseguras la mano derecha en el suelopor debajo del pecho, doblas la piernade ese lado, arrimando bien la rodilla alcuerpo, sin despegarte. Impulso con lamano derecha, un salto, aleop y… arre.Así resulta que uno gana espacio. Ycuando el corazón o el capitán, que es elcorazón de los que no lo tienen, te grita:«¡En pie!», has avanzado unos metrossólo por haber descansado y por juzgarque ya has descansado bastante.

¿Ingenioso, eh?Continuamente se discutía, porque

sobre todos los problemas de la nuevainstrucción habían plantado la mayoríade los cadetes como una bandera deintransigencia ibérica.

—Eso son las pulgas de la pelliza deViriato, camaradas.

—No vamos a ser los eternosboquiabiertos.

—¿Eres de pueblo o qué?—Ráscate, Matías, y procura

argumentar con tus propias palabras. Lode las pulgas es de otro.

—Ya lo sé; pero me venía comoanillo al dedo. (Aquí fue a soltar su

frasecita sobre Xenius: Gracián, unEugenio d’Ors casto, pero no vio claroel encaje y siguió adelante).

—Para ti, por lo visto, todo lo defuera es malo. Seguramente tú eres delos que están convencidos de que SanPedro no pudo ser judío. A lo peor, temolesta que haya ferrocarriles porquelos inventó un inglés y, en cambio, tepasarás la vida en el club, abominandode Disraeli. Lo que vale es el alma, ycon cualquier instrucción o en cualquierclima tú y yo seguiremos siendoespañoles frente al mundo.

Matías y Ramón estaban por lonuevo. Miguel en la tierra de nadie, con

unos cuantos, y los demás haciendo elrifeño, virtud a medias. Hombres rubiosde la Legión Cóndor traían su viejaexperiencia germana. Lo queperfeccionaron a tiros después deaprenderlo el gran Federico en elManual del marqués de Santa Cruz, seensayaba bajo el sol originario. Encuestiones de armas se aprenderápidamente, pero la arrogancia de loshombres que antes de ayer habíandomado el Norte, asalto por asalto,desde la caseta de los miqueletes, en ellímite de Navarra con Guipúzcoa, hastael puerto de Gijón, entrando en Irúncomo en el infierno y muriendo en la

cota 333, de pie sobre los parapetos; delos que hicieron el prodigio de volarsobre sus alpargatas legionarias,morenos, ceceantes, de Sevilla a laUniversitaria, pasando por Badajoz,buen apeadero de la muerte; de los quese volcaron sobre el León, con la carabonita y los viejos riñones gallardos delos castellanos. De los que dieron almundo, como un laurel, el nombre delAlcázar; de los que aguantaron enOviedo, la alegre y temida jarca deAranda, bomba de mano y bigote a laborgoñona; de los que cubrían el frentetriste y enorme del Pirineo aGuadalajara, meridiano de Alcubierre

en la posición de los setenta. De los queatenazaron Somosierra, bajando delNorte como un cierzo violento, a dar lavida a la llanura, gritando vivas a lasVírgenes y con coplas falangistas de losmosqueteros de Mendavia, jotas dePeralta y alegrías de Olite; estaarrogancia total de los muchachos deEspaña se sentía en el primer impulsomeridional menospreciada por la tácticade una guerra calculada como untornillo. Al fin, de un lado se adoraba altanque, del otro al portador de la bombaque le ponía las tripas al sol. El cálculoles impresionaba menos que unnaranjero contrabandista a cincuenta

metros. La posición natural del hombrees la vertical: sobre sus densas piernasun mozo es casi un semidiós. Con unarma en los brazos, más que unsemidiós. Con un enemigo delante, yaestá completo el poema, y a quien Diosse la de, San Pedro se la bendiga.

—Pero esa arrogancia —argumentaba el grueso capitán queestuvo en el Camino de las Damas— noes utilizada más que por el enemigo; unbuen tirador frente a una compañía delocos podrá ser una liebre, pero acabacon los locos y ustedes no consiguenmás que dar heroicamente la vida por laPatria. Mucho, ¿verdad? Muy bien, ¿y

qué?En los cadetes respondía el silencio,

enorme como los ojos asombrados. ¿Noera bastante morir? Por lo visto, no.Seguía el capitán:

—Créanme: más les vale dar la vidaa tiempo que echarla al aire como unapluma. Ustedes, piénsenlo a solas, tienenque mandar una sección. Una secciónviene a ser de treinta y seis hombres.Cada hombre es una familia. Si ustedesse enardecen en vano, en el mejor de loscasos podrán conseguir que seenardezcan treinta y seis hombres yvistan de luto treinta y seis familias…Perdón, treinta y siete con la suya. No

hagan caso de la historieta de Napoleón,esa de «una noche en París me compensalas pérdidas de la más grande batalla».El hombre es una fruta que maduralentamente, costosamente,milagrosamente. Que no se la coma lamuerte sin más ni más. Por otra parte,Napoleón ya no diría lo mismo: susfranceses han cambiado mucho…Bueno; a lo nuestro Si ustedes le echanhielo a la sangre y juegan con calma lapartida, les queda la última maravilladel calor: el asalto. Ahí sí les quieroimprudentes y les alabó el bigote. —Sereían del timo con lejano acento—. Austedes y a sus treinta y seis hombres.

Tan imprudentes, tanto, que lleguen alenemigo y éste les levante los brazos: enuna mano, el fusil; en la otra, el cerrojo.

Poco a poco, entre las palizas deinstrucción y la camaradería de losdescansos, el aire de Ávila ibaventilando la pelliza de Viriato y cedíaal instinto comunero. Se sentían mássoldados viendo que su enorme impulsono era escamoteado, sino que secanalizaba para un mejor servicio.Entonces el capitán, cuco, veinte años enGalicia después del armisticio, les dabaincienso bueno para la juvenilpetulancia de aquellos hombres, muchosde ellos mozalbetes, que venían de

pelear para seguir peleando, como si enla vida no hubiese otro quehacer.

—Usted…Sonaba un taconazo. El coro se hacía

curiosón, esperando la anécdota queinmortalizarían los calendarios.

—Luis Gómez, mi capitán.—Lleva usted el pantalón roto y la

camisa casi a pedazos.—Me incorporé hace dos días, con

el cursillo adelantado, y no me diotiempo a pasar por casa y coger ropa. Enel tren me requisaron el capote mientrasdormía. Tenía tanto sueño que dormí conlos dos ojos.

—Pero estará usted helado.

—No mucho. El brigada Sergio tienecierta preferencia en ordenarmecarreramar. Yo se lo agradezco.

Con la risa, el capitán le daba uncigarrillo; se esparcía un suave aroma.

—Gracias, mi capitán.—Créanme que los admiro. Hacen

ustedes la guerra nada más que conpólvora. Aguantan el frío y el calor.Tiran días enteros con las sardinas y elchusco. Ah, no les hace faltaaguardiente, como a los yanquis; ustedeslo llevan en la sangre en cantidadessuficientes para saltar por encima de loque sea. Yo siempre me he figurado queuna línea realmente inexpugnable sólo la

podría forzar una división española,medio desnuda, con sardinas, uncuartillo de vino y el carrasclás.

Los viejos celtíberos saltaban degozo con esto. Matías pensaba que elcapitán cedía para llevarlos a su terreno.Pero al final del cursillo, midiendo laspalabras y los hechos, acababanconvencidos de que una líneainexpugnable la saltaría más fácilmenteuna división española bien vestida, conbuen rancho, vino y el carrasclás a tresvoces, ensayado con anterioridad a serposible. La bandera intransigente que enun principio cobijaba a casi todos loscadetes, se quedaba sola en quince días

de diálogo sobre las carreteras. La genteapretaba su amistad con los instructores.Otra vez iban juntas las antiguas gentesimperiales.

Ramón meditaba que algo debíasuceder en el mundo para que así fuesenlas cosas. Hace tiempo que había dejadode tener envidia a los soldados que seagrupaban alrededor del marqués delVasto, en el amado Tiziano del Pradoprisionero. Adivinaba un mundoprodigioso, una época de antologíamilitar, de gloria renovada, digna deaquellos que llenaron el alma de orgulloy respeto. También él combatía.También él iba a mandar. También él

pensaba en asombrar a Europa. Laguerra llegó y un hombre a Dios graciasfanático —veintidós años, estudiante deLeyes, tres detenciones, un sedal en elbrazo izquierdo y en la mano derechatodavía el calor de cuando se la estrechóJosé Antonio—, tenía que pensar quemuchos más acontecimientos esperabansu turno ordenadamente para salir alruedo, a la lidia enorme del mundo. Poreso él había dejado de envidiar a lossoldados de Avalos, Leyva y Juan deAustria, que ya es. Si acaso,gibelineando, guardaba envidia para losdel Condestable Borbón. Él decía queporque en Burgos no había más que

Obispo.—¿O es Arzobispo, Matías?

* * *

La mujeruca vendía provisiones alos cadetes. Churros fríos y bocadillos.Los días de suerte venían un par devejetes trayendo además gaseosas yvino. Se refrescaba bien, entonces, perono era lo corriente aquella visita.Mientras Ramón buscaba un sol inmóvilal abrigo de una roca, tarareaba lareciente canción de los de la cuarta:

En la canastilla haymuchos bocadillos;

churros hay la mar;churros, churros,

churros,¿quién quiere

comprar?

Matías le siguió, dejando a Miguelotear la carretera.

—¿Sabes?, a lo mejor pasa haciaArévalo.

Lázaro, sorprendido en la pocogallarda postura de guarecerse las manosen los bolsillos del mono, inmensascuevas, paseaba castigado por una

piedra de kilo en cada zarpa. Daniel sereía teniéndole el cigarrillo.

Muy lejos, al otro lado de la víaférrea, se oían crepitar los cartuchos defogueo con que hacía un ejercicio laprimera. Les sonaban bien aquellamúsica, pero a falso. Algo así como laSinfonía Heroica al gramófono, metálicay hueca. En cambio, Matías escuchabacon devota complacencia.

—Hace tanto tiempo que no oigonada parecido.

Se calmó la batalla antes deencender el cigarrillo. Matías cargó suenorme pipa. Diciembre quedaba en elaire alto. La espalda en la roca,

cómodas las piernas, la borla delgorrillo haciendo sombrajos en lasnarices: todo en el suelo —y aquellasganas de estirarse— era puro mayo.Mayo en simulacro, como la incruentafusilería; pero qué bien sientan cincominutos de artificio primaveral —vivala vida— cuando la yema del pulgar haperdido, a causa del frío, toda susensibilidad. Ramón sabíaperfectamente que con sólo abandonar laroca, el invierno apretaba celoso por loscuatro costados. Pero había un margende ensueño hasta que los silbatosllamasen al trabajo. Matías era unsilencioso fumador de cachimba, buen

camarada. En Ramón litigaba la soledady el mundo y de golpe comprendía elamor y el odio.

¿Por qué le gustaba la soledad? Enotro tiempo fue amigo de vivir enperpetua escuadra, rodeado siempre dehombres y mujeres, de ciudad y campo.Nada mejor para él que escuchar en sutorno el bullicio —algarabía o latido—de la vina innumerable; nada mejor quesentirse solidario de la humanidadentera, multiplicado de gozo y dolor, depasión e indiferencia en cada uno de susmiembros.

—Todos eran mis hermanos y creohaber conservado este lazo hasta en los

peores momentos. Ahora sé que mi amorpor la entelequia llamada humanidad noera sino un débil atavismo de latemporada en que fui vegetariano.

Matías se lo miró tristemente, llenode ternura hacia el vegetariano enemigodel cordero. Sacó la consecuencia conojos humildes a la vez que un anillo dehumo azul.

—La humanidad… Valiente tarara.A la Humanidad —con hache gigantesca— le preocupan los pájaros, loscaballos de lujo y las cortezas de losárboles, pero no le importo nada yo. Encuanto se reúnen dos humanitariosplantan una guillotina y retozan

retóricamente: luego el uno se carga alotro.

Puso cara de fraile que ha sidococinero y agregó, como quien encuentrasu oportunidad:

—La Humanidad y la Reformanacieron un día en que Lutero cagaba.Estoy seguro: la Humanidad es unasolterona inglesa: ama a los gatos y odiaa los hombres.

—Y los hombres, así, uno a uno, sonbastante canallas, Matías —dijo Ramón,como lo hubiera dicho cualquier mocitade régimen cañí.

Se desperezó cuidadosamente. Lafelicidad le rondaba de los pies a la

cabeza. Tiró el «bisonte» para juguetearcon una hierba en la boca; la mordió yun jugo agrio y fresco le invadió lasaliva. Qué amable la roca aquella y elsol que se citaba con él en plenoinvierno. Detrás reían sus camaradas.

—En ellos sí se puede creer. Esnecesario coger al hombre, a loshombres, si es preciso a lazo, contrampas, como a caballos salvajes o aanimales altivos, poniéndoles el ceboque más les guste: la aventura, la gloria,la justicia, la buena comida, yobligarles, toma y daca, a marcharjuntos detrás de una bandera, dandovoces, pisando en el mismo momento

todos con el pie izquierdo o todos con elderecho; así somos tratables, humanos—sin mayúscula—, hasta buenos. Pornuestra cuenta y riesgo, una especie debandidos atornillados a la conveniencia.Con pan y bandera pita decentemente elpeor criminal. Hasta jota jota Rousseauhubiese sido capaz de llegar a sargentopor méritos; él, tan blandito, tan amigotedel buen salvaje. Precursor de la Bakery los plátanos en la cintura.

Entonces Ramón se orientó haciasierra clara, de azul transparente. Sinduda que pensaba en sus enemigos. Conqué amor los pondría a su lado paracaminar por el mundo. En ningún

instante como en aquél le dolió más laguerra, pero llamó el silbato y dejó elpensamiento al sol como un lagarto,mientras él corría para ser soldado.Calmosamente vació Matías la pipadando golpecitos en la roca y al formarya encontró a Miguel, la mano derechasobre el hombro de Ramón para tomardistancia. Con el rabillo del ojo vio éstea los de su fila poner la vista al frente,retirándola de su nariz indicadora,sacudiendo consecutivamente lascabezas, con energía, una detrás de otra;condicionando el propio movimiento aldel anterior camarada, como cuando seempujan con el dedo, después de

alinearlas convenientemente, lasveintiocho fichas del dominó. Aún pudoasegurarse de que todo aquello —laAcademia, la guerra, el sacrificio—,sería bambolla inútil sin un alma queguardase el estilo a través de lasgeneraciones. Era preciso justificar cadadía la razón poderosa de la pelea. Sinuna realización diaria del ideal agarradoa las banderas, España aparecería comouna tierra muerta, sembrada de muertos;de muertos por nada, para los cuervosinfames.

Ramón cerró los ojos al pensamientomalagorero. Tenía fe de sobra, veía laPatria como una sementera en su

corazón. Pero hablaba ya el capitán.Iban a jugar, relevos por secciones,

en premio a la maniobra. El deportecompensando la matemática de lasarmas. Se ordenaron los equipos y yalos brigadas entregaban al primercorredor el testigo. Brigada Sergio,milite valsador descendiente de lostenientes de Viena, que morían mejorluego del baile. Brigada King–Kong, elproletario, con anchas espaldas decargador de muelle, casi débiles parasoportar el peso de la tradición nazi atiros por los tugurios marxistas. BrigadaHenkail, cuerpo diminuto, tímido yfuerte, de sólidas muñecas y ademanes

de jubiloso lector en Heidelberg. Cadabrigada instruía a los suyos para lacarrera. Como era natural que ganasenlos de la primera sección al compásenorme de sus zancas, se daba unaventaja a los chiquitines de la tercera,que solían excusar su encogimiento confanfarronadas incorrectas y atrevidas,referentes, por lo general, a pesos yvolúmenes. Cuando los larguiruchos,escocidos de reciente derrota, no lesconcedían ventaja, consentían a ciegasla trampilla de un doble testigo —unacaña, una estaca, un palitroque frío ynudoso en la mañanica de diciembre— ocualquiera otra más burda. Se

confirmaba así el alma infantil de losgigantes y la simpática roñosería de lospequeños. Los «pequeños» de King–Kong, no aptos, en diálogo, paraseñoritas.

—Ya sabéis lo que no nos dejacrecer.

Les permitían ganar a ratos y eso lesenfurecía más y acrecentaba las pullas.Pero los eternos rivales —cómoquedaban con las palabras, los ojos,recordando estadios atestados yvociferantes en los partidos de Copa—eran las dos primeras secciones. Casi,en bloque, de misma envergadura ysabiendo correr. Con frecuencia

rebasaban a los largos tan limpiamenteque el brigada Sergio les excitaba a latrampa y saltaba el primeroproclamando un triunfo de pacotilla.Había cierto tumulto entonces.Maquiavelo siempre ha solido darlecciones sobre la manera de triunfar.

Ramón, al oír los gritos alados desus camaradas mientras corría con eltestigo apretado entre los fuertes dedosse creía cumplidor de una misiónexcelsa, como la guardia o el asalto.Ramón. Miguel, Matías, solían salircuando una segura desventaja ponía enpeligro el honor de la primera sección yal entregar o recoger el palitroque

simbólico, en el ansia de la llegada y laespera, bajo la mirada repentinamenteseria del brigada Sergio, se acordabande otros relevos. El testigo esfrecuentemente una posición y a lacompañía que viene de refresco paraseguir manteniendo el puesto se le vanmostrando los trucos de la trinchera, lospuestos y los batidos, las chabolas y loslugares nefandos de la mala pata, paraque permanezcan en vela, allí donde noreposa la muerte, atizando la hogueradel gran honor. O el testigo es un cerretedesnudo repleto de hombres agotados yotros vienes cantando para seguiradelante ensanchando la tierra.

Ramón, Miguel, Matías,aprovechaban las alas que seguramenteles brotaban en las piernas y acababanla carrera jadeantes, en el suelo,cerrados los ojos y alerta el oído paraapreciar por el júbilo y la protesta quésección meneaba la cola.

La tierra les otorgaba su frescura,don a los atletas armados y les invitabaal descanso, pero volvían a llamar lossilbatos y doscientos metros más allá —doscientos mil kilómetros para elagotamiento de haber jugado seis o sieterelevos— el alférez juntaba rápido losbrazos en señal de reunión. Los agudospitos señalaban carreramar y vigilaban a

los descoyuntados cadetes los ojos delcapitán, de los monitores y de losbrigadas. Y los ojos de Dios. Relevabanel descanso —saltar, ganar y perder; losmúsculos en tensión, los pulmonestragando aire alto, el corazón en marchay la piel brillante de sudor en el sinsoldel invierno— por el trabajo ordenado,otra vez y otra, de la canciónacompasada, la suelta guerrilla, elacadémico tenderse, el asalto erizado degritos, puercoespín imaginario, y elcarreramar como justo castigo a latorpeza, h negligencia y a esepensamiento liviano, incompatible conla milicia. No descansaban nunca y les

gustaba presumir de ello.Hacía la una tenían la ciudad frente a

sus pasos. Era la ocasión de una frasebrillante —ánimo, Matías—, y nadieencontró jamás nada que no fuese unasimple mirada de orgullo.

Ellos eran una adelantada muralla deaquel hermoso cerco; estaban tan dentrodel sistema pétreo, que a fuerza deíntegros varones tenían que renunciar anarcisos. Se agrisó la luz y el ligero solse hacia amarillo como un filtro.Amagaba la nieve, que ya dos días antesdio a la instrucción un tono nuevo.Vigilaban los brigadas con especialcuidado el que ningún cadete hurtase el

cuerpo a la humedad. Estuvo lacompañía en posición, aguantando«fuego de artillería» más de media hora.Luego hizo falta un prolongado asaltopara sacudir el frío de los huesos.

Tiene su importancia recorrer lacalle de los Reyes Católicos, bordeandoel Mercado para desembocar en la plazade la Santa y acabar en Santo Tomás,abasteciéndose de destreza militar.Ramón, Miguel, Matías, toda la segunda,cantaban con vigor. Todos cantaban,estirados y solemnes. Les sabía a gloria,entre las casas y los transeúntes, bajolas ventanas y los balcones florecidosde momentánea fiesta, la enorme estrofa

final:

España, te haremosUna, Grande y Libre

aunque nosotros vamosa morir.

Toma y daca. Ofrecían la existenciay la sonrisa era vanguardia de laurel.Bajo el arco ya atisbaba la plazaprovinciana, con sus porches oscuros, suinfalible paseo y sus pequeños cafésdonde bebían ron los desarraigados.Atisbaban hogar y comida. Un escalofríocorría el cuerpo de la segundacompañía, pero se reponía pronto

porque el capitán ojeaba celosamente laelegancia de la marcha en la curva desalida. Matías la marcaba y Miguel yRamón giraban sobre el hombre base.Geométricas, se retorcían las secciones.Daba la una en cualquier reloj; se hundíala única campanada, como un sopón, enel cielo de leche. Abajo se veía el SantoTomás de Ávila. Fue en aquel minutoexacto cuando Ramón creyó recoger eltestigo y la emoción le trazó, fría ycosquilleante, una paralela al fusil.Después venía el numerarse, el romperfilas aclamando a Franco y el correr porlos corredores en busca de cincominutos de tocador. Con la comida, el

correo: dos buenas raciones paraestómagos y corazones cadetes. A latarde, le daban otra vuelta a la manzana.

* * *

La ventisca tapaba la ciudad y casila traía y llevaba, el domingo por latarde. Ramón, Miguel, Matías, ya noeran cabeza de la compañía porque eldescanso, demostrando su capacidaddisgregadora, los había lanzado, comoelementos diversos, cada cual con suaventura y su camino. Por primera vezun domingo parecía dispersarlos, sinvocación de escuadra, y el pobre

Ramón, en su disputa reciente entre lasoledad y el mundo, eligió la fiesta dequedarse solo para, al fin, conseguir nopensar en nada. A las cuatro de la tarde,a treinta minutos de Miguel y quince deMatías, Ramón dogmatizaba que lospensadores solitarios no son genios,sino neurasténicos, y que solamente sesalva el que suscita en su torno hombrescapaces de morir por él. A las cinco secomió una lata de sardinas en el figón dela Academia y bebió vino con gaseosapara disimular lo uno con lo otro. A lasseis buceaba entre la ventisca, trepandoa la ciudad penosamente y cayendo en lanieve: una nieve violenta, alejada de la

suave nevada del Belén infantil por elagrio cantar de las montañas. Queríaencontrar a Matías: éste por lo menos —oh, Miguel, entre traidor y reservado,enamorado— había dejado su direcciónal marcharse.

—Hoy que nieva quiero cantar porlos bares. Tema: la infidelidad de unamujer:

Canturreó, como dando contraseña,la letrilla moribunda y cursi:

Ella me dio amarguraen copa de oro,

amigo, amigo ¿quién lohabía de decir?

—Apréndela, Miguel, que hoy terepeinas mucho y acabará haciéndotefalta. Las mujeres…

—Bah —despreció el dandi—. Y sefue con la jofaina a recoger nieve de lahuerta porque seguían las cañeríasheladas. Esperó a que se derritiese.Aunque sin pisar, el aguanieve seenturbiaba. Miguel se lavó con calma yluego pasó al cuarto siete: un amigo leprestó rica colonia. Entonces se miró alespejo. Lázaro lo trajo en su granmaleta: un espejo de sirvientapueblerina, de conteras doradas, partidoel cristal por una diagonalmaravillosamente trazada. También

Lázaro le dejó por aquella tarde el cisneblanco, el familiar pato, para el bolsilloderecho de la camisa. Venía con éldesde el Norte, donde quedó la centuriadel SEU navarro, a la altura deSantander, clavada en las alambradasenemigas mientras atacaba cantando unavieja tonada antiinglesa de la guerra delos boers, la letra de las marchas:

Con un cisne de plataen la camisa azul…

—Vaya raya, muchacho. De firmesespeciales.

—Oye, Ramón, ¿serías capaz de

prestarme tu capote?—Cógelo.Dio las gracias y sin más

explicaciones se marchó. Cuesta arriba,Ramón pensaba que el capote de Miguelabrigaba bien poco y era más bieninelegante. Miguel fue de los que noconsiguieron librar de desinsección suprenda de abrigo y el modelado de lospaños se quedó en la estufa, mientras loscadetes —todos sin excepción— sefregoteaban con petróleo bajo una ducharelativamente templada. Luego decíantreinta y tres con la voz másemocionante.

Distraído, Ramón arribó a la ciudad.

De todas maneras era demasiado para élpasar de navegante solitario a latumultuosa humanidad de los porches;principiaba a buscar compañíacautelosamente desde el centro de lanevada plaza, luego desde la acera,trocando frío por olor dominical y sesumergió en el mareante paseo, húmedoy espeso, de golpe y porrazo. En laconfusión, los quintos aprovechadospalpaban la fruta aldeana hechos unosdonjuanes. En el Rhin oyó cánticos; miródesde fuera y tuvo que decidirse aentrar, porque el vaho que cubría loscristales no le dejaba ver absolutamentenada. Pero Matías no estaba allí. Félix

le gritó desde un rincón.—Hombre, Félix, busco a Matías,

¿lo viste?—Hace un rato se marchó de aquí.—¿Cómo?—Bien, bien.Le adivinó la reserva, porque Félix

añadió seguidamente:—Quizá un poco filosófico. Dijo

que en los bares donde se juega aldominó no se puede cantar. Pero estatetranquilo, porque no llegaron a echarlo.Además, Matías sabe beber.

—Que es un mérito, bebiendo tanpocas veces. ¿No sabes dónde ha ido?

Félix hizo sitio a la voz entre el

grupo que rumbeaba con la dulce Irene,la tropical desconocida.

—No.Volvió a la calle desazonado,

añorando el camastro de la Academia,las «Reflexiones sobre la violencia»,que releía, y el Kempis que guardababajo el almohadón de paja. A la luzincierta del cuarto hubiera pasado latarde mejor que husmeando de tasca entasca, cruzando los soportales. En elcine, ni pensar. ¿Cuándo llegaría labendita lista de retreta para sentir juntoa él a sus camaradas y querer, comosiempre, lo que no tenía?

¡Ramón!

Justamente al tomar partido demarcharse a casa. Echaba moneda salaire, indeciso, sin determinar cuál era lacruz y cuál la cara.

¡Ramón!Esta última voló dentro, cerrados los

ojos, y cayó cara, pero como no sabía sipara oír o no oír, siguió adelantehaciéndose el ensimismado perodispuesto a volver al rato sobre la vozlocalizada a su espalda, unos diez pasosal sudoeste —el norte eran sus heladasnarices—, junto a un inconfundiblearoma de taberna.

¡Ramón! ¡Media vuelta,carreramar…!

Y le venció, a Dios sean dadasgracias, el instinto de obediencia. Hizoun giro perfecto y salió corriendo; entres zancadas ya reposaba en los brazosdemasiado efusivos de Matías, que lointrodujo en el tugurio en volandas, casicomo a las novias felices. Dentro, tres ocuatro soldados hacían corro a unbraserillo al pie del mostrador,incensando a un Baco mugriento, y alfondo, en dos mesas largas y sucias,cubiertas de trecho en trecho por unospaños de un color que se aproximaba alverde, unos cuantos de antigás, de laguarnición, y un par de paisanosdespistados, con barajas elegantemente

renegridas —por no desentonar— yayudados de pedazos de corcho,peleaban al mus. Un calendario, con laroja fecha del domingo, reposaba bajo«La maja desnuda». La fecha seruborizaba al ver la gata atrayente. Eltaco era de una editorial piadosa.

—Entonces, el mus te permitecantar.

—Verás, primero bebo. Hoy me tocacantar y yo aprendí a cantar bebiendo.Antes, sólo cantaban los borrachos, lostenores, los melancólicos y las señoritascachupinescas.

Amigo, amigo,

si una pasión sincera…

—Calla.—De acuerdo; ahora en cambio

aprende a cantar todo dios sin más vinoque la marcha. Vino añejo, poderoso yclaro, y se siente uno hasta castodespués de cantar. ¿Qué quieres? Elmundo cambia y somos nosotros los quele damos la voltereta. Antes —quésigno, eh— después de la ópera era elturno de la querida. Es que oían cantar yno cantaban. Desgraciadamente, yotendré que pecar un día al mes paraseguir viviendo, pero no dejo decomprender que peco; lo comprendí una

vez que me llegó la civilización alvientre. Me parece que ya te lo hecontado. Lo cuento siempre que bebo,una vez al mes, y contigo llevo unoscuarenta días; pero somos amigos detoda la vida.

—Adelante, Matías, dame uncigarro. Por lo menos te oiré y no estarésolitario allá abajo. Me aburría. Anda,cuéntame lo del dominó.

—¿El qué?—Me lo ha dicho Félix. Te has ido

del Rhin…—¿Sabes que Miguel está

enamorado?—Me lo figuraba. ¿Te ha confesado

algo?—No, pero al presentar armas

inclina el fusil hacia la izquierda.—¿Y tú?—Yo también estoy enamorado; ella

vive en Madrid. Ahora que yo bebía lomismo antes, no vayas a creer… ¿Porqué no te enamoras, Ramón?

—No sé, hasta ahora no he tenidotiempo; se llevan mucho las hojasclandestinas, las pistolas, el leer…Además, puede ser que tenga una novia.

—Tú… ¿quién?—La Chaparrita. Me da besos a

montones…¡Vete a paseo!

—… ardorosos mordiscones que aveces me hacen llorar.

—«Ella a veces también llora —y elllanto la decolora…».

—Es un ejemplo de entereza, porquese vuelve a pintar de corrido.Encantadora, mi Chaparrita. ¿Y qué haydel mus y del dominó?

—Ah, es que los jugadores dedominó son jugadores de tercera. Paracantar, dame jugadores de mus. Ellosdisputan su merienda, ¡y el vino!, entrealegres bulos que valen trocitos decorcho. Es la derrota del patrón oro, nimás ni mangas y muera el capital.Disputan su porción de pan y agua; digo

agua porque es más lírico, pero es vinolo que disputan. Combaten, pues, por untrozo de orfeón. El final del mus estásiempre en un coro de viajes tonadas,elementalmente verdes. ¿Me sigues?

Bebió con gentil pausa y encendió lapipa que había olvidado entre losdientes.

—Estos —y la mano segura de sucuerpo sano señaló sin vacilaciones laslargas mesas— son capaces hasta deaplazar un órdago, ¿te das cuenta?, unórdago, el día D y la hora H, si está bienentonada la melodía de los borrachos deal lado y unirse a ella, porque cantar esgrave.

Se le llenaban los ojos de paisajesbaztaneses, limpios y nublados, decampanas y zorcicos, de altos helechos,de severas y rítmicas multidanzas, deágiles salmones fronterizos, de castaños,de maíces, de verdes hayas, en un figónde Ávila. Ramón le dejaba charlar a sugusto, caliente de camaradería, frente afrente. Volvieron a pedir vino.

—Adiós.Los otros les abandonaban la

soberanía del brasero mustio y un tonomás confianzudo se asentó junto a ellos;entró por la puerta un cuchillo deventisca que hizo crujir las brasas, sinapagarlas. Matías se dispuso a seguir

hablando —oh, el tiempo, aquel en quemiraba al cielo, silencioso, y el cielo lemiraba a él su ombligo— y Ramóntembló por los dos, puesto que ya notabaen la cabeza, con sólo dos copas, laineludible necesidad de contestar a sucamarada y dialogar con él. Ramónllamaba diálogo al monólogo y razón ala orden: era un buen tipo. Sin embargo,temía que sus temas —altos,trascendentes, históricos, Dios santo—se extraviasen en el peligroso trayectode su boca al oído de Matías, quedecididamente atacaba algo bonito eincomprensible:

Sagarraren, adarrarenigarraren puntaren

punta,txorichua zegoen

kantari;ta txruliruli, ta

txiruliruli…

—Esto significa que en la punta máspunta de la rama de un manzano cantabaun pájaro musista, alegre como unmúsico. Mira, ahora veo un prado llenode flores, un prado verde, verde, conflores rojas y blancas: pero biencombinado, no como aquí, que copa elblanco. ¡Qué nevadón! Fíjate, han tenido

que dejar de funcionar los auticos de laplaza. Tumbó la instalación la ventisca.

Había un barracón de autoseléctricos; lo cubría una lona cirquensede dos vértices rematados pordescoloridas banderas. Se entraba porcuatro puertas, bajo cuatro arcosenrejados, en blanquirrojo. Loscochecitos llevaban gallardamente en eltrole y los chispazos adornaban de fuegosus muertos colores. En la garita, ungordo bigotudo, con cara de dueño delperro sabio, manejaba el picú, y en laspistas alborotaban las gentes,embistiéndose con los carruajes, dandogolpetazos o bandeándose por

esquivarlos. Los paisanos —habíapaisanos de vez en cuando, como unarareza para los turistas papanatas delhotel Inglés o como una concesión a lasexcursiones colectivas de católicosfranceses— trataban de dominar eltráfico frente a la Academia. LaAcademia eran seis o siete cadetes consus correspondientes amores de cursillo.Y entonces la lucha se hacía ferozmenteincruenta y sonaban acusadores losgolpes y se abollaba la hojalata y el tíobigotudo se decidía por las marchasmilitares, a ver qué vida. Junto a lasbanderolas, ardían, fugaces, los troles.

—Pues como no podía haber jaleo

nos fuimos al otro barracón.—¿A qué barracón?—Al otro.Ramón silbó expresivamente, en

tono de granada corta, mirando a sucamarada. Matías conservaba el pulsofirme, pero la cabeza marraba cercanoscaminos. Ramón no recordaba ningúnotro barracón en la ciudad.

—Chico, olía que apestaba. Anteshabía sido un colmadillo ambulante devariedades. Ahora, como no les dejansalir en pelota, las mujeres andan porahí, en casa de una vieja.

Esperó a que Ramón entendiese. Nomuy convencido agregó:

—De una vieja, sí…—¿Qué me cuentas?—Eso —meditó sobre media copa

—. La verdad es que estoy hecho un lío.No sé si me explico, pero me parece quemiento bastante mal. Esto del otrobarracón debió suceder antes, en la feriade Amara o en Zaragoza o en losSanfermines.

—Cualquiera sabe…—Tampoco sé si me lo han contado

o si me sucedió a mí. Realmente… Peroes bonito. Creo que no será unainvención porque el grafólogo de«Blanco y Negro» me dijo que no soyeso que llaman un imaginativo. Tengo,

en cambio, la buena cualidad delestudio. Soy amoroso; amoroso, Ramón;creyente, travieso, algo agitado y pococonstante. Te confieso que no podríajurarte si envié a la consulta mi letra ola de mi hermano… La cuestión es queme gustan mucho las ferias y estosucedió en una feria.

Atrapó sus recuerdos para continuar:—En una feria. Yo tengo espíritu

infantil, ¿tú no, desgraciado?, y añoroesa edad maravillosa en la que medianteuna pequeña abstracción consigues serárbol, pirata, Robinsón, motocicleta omuerto.

Carraspeó antes de añadir:

—Para lo de muerto dan ciertafacilidad ahora…

Le atizó un badilazo al brasero yvolvió a echarse fuego en la copa. Bebíaun matarratas que raía de la garganta alos talones como un latigazo vivo. Porsu parte, Ramón le escuchaba con aireausente, pensando en que tendría quefingirse borracho para decir sin ruboresas estupendas verdades que nacen enlas entrañas un día cualquiera y quecalientan la boca, el corazón y loscascos hasta que salen a vivir por sucuenta en un mundo que no tarda endespreciarlas. Pero el día turbio,borrascoso, no era propicio a las claras

maravillas que le corrían la sangre, quele hacían soportar el aliento cargado deMatías, el bullicio espeso del domingo,sus enormes ganas de salir al camponevado y olvidarlo todo para empezarallí, cruz y raya donde no se borre, unaexistencia que tuviese como base laspalabras que pensaba gritar, del brazode Matías ebrio, para que las oyesen lasestrellas invisibles, las nubes preñadas,los árboles esqueléticos y las rocasdormidas, la rastrojera celada de nieve.Para oírlas él mismo y figurarse que lasdecía otro ser más elevado y más puro,única forma de creer en sus propiaspalabras. Entretanto Matías regresaba de

su viaje a la copa para seguir relatando:—Aseguraría que habían cerrado el

barracón por escándalo. Las mujeresencontraron pronto acomodo, ya sabescómo son las mujeres; una vieja hizo suagosto con ellas. Los hombres tiraronlas claque tas y el traje de gaucho paravestirse, viejos y cornudos, de pobresdiablos. Del tango al fuego hay pococamino, como ves. Ah, era hermoso eltítulo insolente. «Infierno». Entramos loscuatro, ¿te he dicho que íbamos cuatro?,y unos belcebús aspaventosos nosazuzaban con tenedores de esquina aesquina, pero a la tercera zapateta íescantaba el fuelle indecorosamente.

Resulta —rio Matías con ceremonia—que no eran varios demonios, sino unsolo demonio multiplicado en laoscuridad, hecho tiras el infeliz encuanto tenía que asustar a más de dosverbeneros. Al final, allá al fondo,llegamos a una gruta tenebrosa punteadade bombillas rojas y de repente se noscayó el techo encima, hasta que sedetuvo por las oraciones de las buenasalmas a unos centímetros de nuestrascabezas. El dueño del infierno aquelagitaba los cuernos, los bigotes, el rabopegado al culo como un estrambote a unsoneto y un alfanje de madera teñido depurpurina. Dio un salto desde un

trampolín imprevisto y cayó antenosotros mientras el suelo mismo sedesplomaba a mis pies. Un gran truco,porque todos nos encogimos. Eldemonio nos pidió los tiques. Bueno,pues ahora escucha lo mejor: detrás denosotros venía un legionario.

—¿No ocurrió antes de la guerra?Vaciló considerablemente antes de

soltar la respuesta.—Todavía no lo sé; pero el tío

aquel, si no era legionario, lo seráahora. Un dante combativo, no turista,regando al infame satán. El demoniodaba saltos esquivándole entre miedosoy colérico, aullando estas palabras

tremendas: «Caballero, caballero, nosea usted marrano», mientras elcaballero, buen arcángel patudo,manejando su elemento seguía laimplacable faena, pero luego yo me pusetriste porque la gente le había perdido elrespeto al diablo.

Con la pausa se sacó laconsecuencia de la cabeza como pesadapaloma:

—Tenía que venir la guerra, Ramón;esas cosas siempre se pagan… Chico, elalfanje desteñía horrores.

Al acabar el cuento miró a Ramónasombrado de sus últimas palabras.Hasta aquel momento no había acabado

de esclarecer que, en efecto, elendemoniado alfanje, se destiñó muchocon las actividades del alegre dante.Ramón se levantó.

—Las ocho y media; vámonos.En realidad eran las ocho apenas,

pero ya le cargaba la taberna y no queríaque Matías bebiese más. Estabadesasosegado, impaciente, con deseosde poder hablar sin que nadie le oyese:con la sutil ambición de posar para esasconfesiones íntimas que luego sirven ala biografía.

—Tenemos tiempo. ¡Eh, tú, esclavo:escancia aquí!

El esclavo escurrió la botella sobre

las copas. Bebieron e insistió Ramón:—Tira, hombre; no seas pelma. Con

la ventisca nos costará llegar.Obedeció Matías sin demasiada

gana y salieron a la calle cogidos delbrazo. Se abrió la redonda majeza de lade Goya. La ventisca había amainado ycaía una mansa nevada inexorable. Aúncruzaron los soportales. En el caminolas casas guardaban cerrado el silencioy se distinguían desde la altura penosasluces en Santo Tomás. Tropezó Matías yRamón lo sujetó con una mano. Loscapotes se les llenaban de nieve, peroRamón no quiso seguir andando. Lefluían sus palabras y Matías era un buen

oyente en la blanca soledad delarrabalejo.

—Ahí está la Academia, mira lasluces: velas la tumba donde descansaquien pudo serlo todo en España y fuesólo un pretexto para el alabastro. Dioslo quiso y él duerme eternamente, casijunto a nuestros camastros. El conventolo guarda y nosotros, de alguna manera,guardamos el convento: quizá nosotros,ahora, aclaramos su exacto sentido, ledamos la precisa importancia. Despuésde todo, dos cosas hay en la tierrahechas de puro orden, de lógica einspiración: la escolástica y laestrategia. Bajo la advocación del

fundador de la una ensayamos la otra.Pero no creo que ésta sea la teoría de laúnica espada. ¿Y tú?

—Yo…Se inclinó Matías razonablemente

abrumado. Dejó helarse los puntossuspensivos y esperó a que Ramóncontinuase su intempestiva música.

—Dime, Matías, borrachón infantil,¿quién prevalece ahí abajo: el sermón ola arenga, la Iglesia o el Estado? Elige,Matías: el Papa o el César. O ponlos deacuerdo si puedes. ¿A quién sirves esostreinta días sin vino en que el diablo tedeja libre? En el fondo —murmuróconvencido— ésta es la cuestión eterna.

Ya aquí mismo se lo habrán preguntadomuchos, en el tiempo viejo o en eltiempo nuevo, con el cerezo o con eltrigo, con la vendimia o con la nieve dehoy. Se lo preguntará otro Ramón a otroMatías dentro de veinte años o de veintemil. —Se desesperó hecho un lío—.¡Qué asco da no saber nada cuando setiene tanto corazón!

Ramón tiró de Matías que loescuchaba reverente, la cabeza llena degrillos cantores. Con qué soberanoesfuerzo quería recordar el discurso desu camarada. No acertaba a explicarsepor qué el vino, su caprichoso vino, suvino amable que otras veces le

transportaba al prado verde de supueblo, aquel prado empinado desdecuya parte inferior sus amigos y élatisbaban las piernas de las mozas, letraía hoy una canción incompleta de laque no daba con el tono.

—Sí, dice algo de Roma, pero no escomo esta música. La cantábamos sinentenderla y a mí me preocupó mucho,aunque no tanto como el equilibrio delfarolón con que cargaba. Buen farol…Espera:

De Roma el Reycautivo es nuestro

Padre…

—Calla y no cantes. Ya has habladoy cantado bastante. Ahora me toca a mí,que he sabido esperar y morderme laspalabras en tu cochino tascuz.

—Bueno —contestó Matías—,bueno, bueno. —Y se tiró a la nievecomo un cachorro.

—Me pregunto a veces, muchasveces, cuando me decís que no sé en quépienso, qué hubiese sido de mí de haberasaltado Roma con el Condestable…

Esperó unos segundos para dartiempo al asombro de Matías, peroMatías no se asombró: no estaba encondiciones.

—Qué codicia de gloria, asaltar

Roma en el nombre del César. «DelCésar que habla en nombre de Dios».No me es simpático el Condestable,pero seguramente que al granuja deCellini le parto la cabeza. AquellaRoma era pagana, lujosa, espléndida. Eltiempo oscilaba entre un Savonarola oun Médicis: sin término medio, el diablopor los dos lados. Con qué placerhubiese oído a Moneada sus palabras defuego. «Ellos mismos son paganos. Portanto será el César quien saque laespada y restaure la obra del Redentor».

—Por aquí hay un chamizo en el quevenden vino, lo sé.

—Don Hugo Moneada dictaba:

«Pedimos que renunciéis a la alianzacon los franceses, los venecianos, losflorentinos, los suizos, con todos losmalintencionados». ¿Tú lo oyes?

—No; palabra… El chamizo se haquedado atrás.

—Olía el mundo a hereje quemado ysólo Roma daba largas a lasimpertinencias de un fraile borracho.¿Qué hubiera sido de mí después delasalto, después del salto a la otra vida?De no arrepentirme, al infierno, uninfierno más serio que el verbenero ymás angustioso que el de los ejerciciosespirituales para jóvenes. Dearrepentirme, como no soy mal chico,

quizás el cielo. ¿Es así o no? Sinembargo, yo creo que me enorgulleceríade haber vivido los días de Santángelo,bajo Carlos el Emperador. Luego, suhijo Felipe tuvo teólogos que lealiviaron la excomunión y el duque deAlba cumplía con su deber de soldado.Al fin, esto soy yo: un soldado que ha deobedecer en todo. En todo.

—Vamos a la tasca…¡Qué barullo, Matías! Pero sí, estoy

seguro de mi viejo orgullo y del orgullode ahora mismo. En el otro lado —y lamano se alzó hacia la sierra escondida— fusilan al Cristo, lo atormentan, seburlan de Él; aquí muere la gente

persiguiéndose y, no obstante, sólo nosguía y alienta la paz del César, sólo delCésar. Sí, sí; estoy firme sobre miorgullo. Qué le vamos a hacer, Matías;pero me parece que esta posición puedellamarse gibelina. ¿No es estupendodecirte a ti, a tanta distancia de aquellashistorias, que soy gibelino? Las nochesasí, nevadas, misteriosas, hacen quenazca la palabra olvidada. Una nocheparecida nació mi Dios en medio delImperio. —Se acarició la frente conmano espantapájaros—. No meentiendo, Matías; no me entiendo, y mevas a llamar animal cuando te diga queno sé rezarles a los santos franceses.

Comprenderás que el cuento de laiglesia nacional me parece una tontería,entre otras razones porque elanglicanismo es inglés. Pero odio amuerte a los que humillan mi Patria. Loque no perdono es esa clase de afrenta.Yo devuelvo la oscura pelota de unagravio semejante a través de los años ysiento que mi vida no sea larga, dedécadas de siglos, para poder esperar,pacientemente, nuestro escarnio alescarnio. No tengo vocación de mártir,porque he visto morir matando yaceptaría con gusto morir así. Ah, te loaseguro: no perdono jamás lahumillación, el abuso, el engaño, hasta

después de haber quedado en la hermosapaz del ojo por ojo. No quiero pensaralgún día que las mejillas de mi Patriaestán llenas de resignación y debofetadas. Basta ya. También esvirtuoso odiar. Nosotros, y cómo losabes tú, Matías, queríamos el amor yllamábamos al corazón y a la cabeza delas gentes para nutrir banderas.

Cerró los ojos al reciente pasado sinpoder llorar. Recordaba a suscamaradas peregrinos por la ciudad y elcampo, vivificando con sangre la Patria,despertando la Patria a muertos, entre larisa escocida de los cobardes, hijos delos que fueron a los toros un día de

Santiago del 98, y la maligna agresiónde los traidores. Solos con su bandera ysu César, ellos, enseñando la verdad conel supremo razonamiento de las venas,bautizando a los asesinos con el perdón;ellos, locos sagrados, hijos de Dios,falangistas.

—Ya te acuerdas. «Los nuestros nocayeron por odio, sino por amor, y elúltimo secreto de sus corazones…». Esimportante. Yo así lo cría y en loscementerios, íbamos con frecuencia alos cementerios, me repetía las claraspalabras: «Los nuestros no cayeron porodio, sino por amor». ¿Y que pasó? Noscercaron como a bichos peligrosos,

como a alimañas. No teníamos derechoa morir limpiamente; para nosotros elbalazo en la nuca, el paseo, lamutilación, el suplicio. Tú los has tenidosiempre enfrente, no alrededor, comoyo, en Madrid. Ya no son ni fieras,porque no se hartan; son otra vezhombres enfurecidos, bebedores desangre. Hombres mierda, eso son. —Escupió—. Y ahora ya también odio yme paso el amor por el arco de triunfo.Para ellos y para los de fuera, mi odio.Mi venganza.

Se balanceó en su confusa retórica,agitado y quién sabe si arrepentido.Beber, no había bebido mucho…

—Pero no es cristiano lo que tedigo. ¿No es cristiano, Matías?Definitivamente no es cristiano, pero esque a mí me llenan no sé qué especie deinfantes franceses que piensan en Romanada más que porque los desgraciadosson de París o de Lyon. ¿Tú conoces aAlban de Bricoule, romano y bestiario?¿Tú conoces al pobrecillo Joany Leniot,hijo de burgueses, futuro Césardescreído, que amaba al Papaliterariamente, muerto en una pacíficacasamata? Pues son mis amigos sinremedio. Ellos tampoco hubiesen

… abrasado a Europa

bajo las órdenes delPapa

—Francia —protestó Matías—,franceses, qué asco. —Un borrachoespañol decía más así que toda unageneración de políticos.

—Déjalos: ellos no quieren serfranceses, sino romanos Demasiadaambición. En fin, lo que te digo espagano y pienso que un poco de paganíaviene bien para descansar las espaldas.El aire, el laurel, la fuerza, el saltar dosmetros y el correr cien, la victoria: todoeso es pagano. La venganza es pagana,pero la revancha es deportiva y

cristiana. ¿Por qué se me ocurren a míestas ideas si comulgué el día de laPatrona? ¿Ves que me desespero? Puesbien; fíjate…

Y adoptó el gesto minucioso, elexactísimo tono de quien con suspalabras acelera o evita una guerra.

—… frente a San Jorge soy fuego dedragón y muera Inglaterra, qué leche.

Respiró considerablemente aliviado.Matías vagaba a proa, juguetón como unviejo rejuvenecido, sorda a todo aquelloque no fuese su propio milagro. A lasdudas de Ramón, a la enredada madejade sus ideas oponía su sangre excitada,sus infinitos deseos de abrazar al mundo

y de hacer la cruz estruendosamente enla mullida nieve. Daba gritos antiguos,de pico de montaña, que le nacían en sudeliciosa confusión. Matías no podríajurar en qué parte del mapa le calaba lahumedad. Ramón no deseaba tampocootro oyente; se complacía en matizar consu escaso tono de diálogo sussilenciosas meditaciones, en apagar consu voz, oída bajo la noche propicia, susmonólogos abrasadores, en realizar unextraño pronunciamiento gibelino. A losveintidós años Ramón se erguía enprotagonista y con sus manos amasabadesde años atrás rojo pan de historia.Era justo, pues, ordenar el fuego interior

para una gozosa serenidad de bosqueque le diese en la vereda paso firme yfrente alta. Ramón vivía convencidísimode que Dios pensaba en él cada minuto,porque también oía en sí mismo el brotede su gran destino. Ignoraba Ramón quelos mozos así, altaneros, taciturnos,predestinados, suelen morirmodestamente; que la peor señal demalogro es oír demasiado el crujido dela hierba interior. Con su pequeñohistorial, su historial único, y el tiempopor compañero, su nombre le sonaba amaravilla. Y en medio de estospensamientos cayó la llamada de Miguelcomo una piedra, trayéndole a la blanca

realidad:—¿Qué hacéis parados en la nieve?

—Los estudió calmosamente—. Malaseñal de mareo.

—¿Qué cuentas, Miguel?—Hola, Miguel.Matías lo atenazaba cariñosamente.

Comenzaron a andar. Ramón notó frío.—Hablábamos y con las palabras se

nos olvidó el tiempecito.—Me gusta el día, Ramón. A mí me

gusta este día.—Y a mí. Mucho más delo que te

figuras. Estoy contento…—Pobre Matías, le has debido soltar

el gran rollo. Hace días que todos te

notan ganas de decir cosas raras. Yo, encambio, vengo…

Sonrío titubeante. Ramón le otorgódesde su altura una mirada de ánimo yuna frase adivinadora.

—Vienes de sus labios y hoy podríaser un veintiuno coronado por buenasestrellas de marzo. A veces, también yohe vuelto de unos labios sin saber si mehabía quedado allí.

—¿Dónde leíste eso?—En algún calendario.Llegaban casi a la Academia;

pasaron junto a unas casas que esquilmóla metralla. Una luz caduca hacía mástenebrosa la ventana abierta sobre una

intimidad deshecha, cruzada en diagonalpor una viga mutilada todavía prendidaa una ficción de techumbre. La nieve secoló benigna, como algodón y apenasera cicatriz la mordedura de las bombasrojas. Diríase que la nieve secomplicaba en escamotear aquella puraverdad de los de enfrente. Ramón, envena, adivinaba símbolos y pensaba queno era inútil la destrucción. Paradespués quedaría un trabajo: construir laPatria y asomarla al mundo. Esojustificaba la ruina y ya decidido fue adecir que cambiaría toda la herenciagigantesca de las catedrales góticas porel plato de lentejas del diario afán

nacionalsindicalista, cuando se fijóoportunamente en que caminaba entre unenamorado y un borracho y vio que algoestaba más allá del horizonte. Seangustió entre la soledad y el mundo,entre Miguel, jovial y hermético con sunuevo amor el buen Matías. Entraron enla Academia y por el Claustro benditoque cercaba un jardín resonaron alunísono las recias pisadas. Elconspirador domingo se había acabado.

Pasó lista el alférez de semana, y enlos camastros, con la luz apagada, luegodel silencio, cuando ya el imaginariapaseaba su turno, no se habían vuelto ahablar. Matías, Lázaro, Félix y Dionisio,

dormían. Ramón, no, y Miguel, abiertoel ventanillo, asomaba los ojos a lahuerta.

—Oye, Miguel —susurró consuavidad.

—¿Qué?Los pasos del imaginaria se

acercaron a la puerta. Pasó.Mientras templaba más la voz,

Miguel arregló su indolencia sobre elcamastro.

—¿Qué querías?—Estamos haciendo cosas enormes,

Miguel. Creo que me envanezco, perosiempre hay voluntarios para la ceniza.Al fin, nosotros hemos principiado una

nueva edad a sabiendas, como quienprincipia un sabroso melón. ¡Y que unaturba de mendigos nos reproche el usoconstante del pronombre nosotros! ¿Nohas observado que la diferencia entredos épocas reside en las palabras aluso? Nosotros somos superiores a losque nos precedieron porque ellos decíandiputado, correligionario y descanso ynosotros decimos capitán, camarada ymaniobra. Ellos decían estúpidofanatismo y nosotros fe. Ellos, yo;nosotros, nosotros. Ellos hablaban,¿verdad, Miguel?, con impiedad civil ycosturera de cambiar la chaqueta, ynosotros decimos «refugium

pecatorum», más amoroso e irónico quees lo que le impide rebajarse a loamable. Nosotros bandera y ellosantorcha, nosotros guardia y ellosincomodidad, nosotros camisa y elloslevita. Ellos rey o roque y nosotrosPatria. Ellos cantaban seguidillascanallas los ratos alegres y nosotrosmarchas. Da gusto sentirse superior.Además —ironizó— Júpiter no nosayuda, hace tiempo que se hundió elOlimpo y no quedaron más que pobreshombres.

Y ya embalado porque Miguel leescuchaba en silencio, se dispuso apredicar.

—Ese viejo cuentista de Homero…—Bah, no es para tanto —le

interrumpió—; otros harían lo mismo.Créeme, Ramón: es todo tan sencillo.Ahora estás excitado.

Recordó la boca fresca que amabapara siempre desde la tarde que se fue.Nada más bello y más alegre quedespedirse para volverla a ver. Enadelante tendría la gracia junto al ímpetuy la vida frente a sus pasos, como unflorido sendero.

—Estás loco de abril, Miguel.—Y tú, loco, simplemente.—Loco de abril, loco de abril…Sí, en el claro frío del enero nevoso,

sin brújula aparente para ese almendrointerior de los enamorados, ledesbordaba cuerpo y alma unatrasparente y feliz locura de abril que leprestaba vigor suficiente para nombrarlas estrellas, una a una, cuandoapareciesen en el firmamento.Agradecido a Ramón, que le esclarecióel murmullo de su sangre, lo arropó conesmero. Después, asomado al ventanillo,esperaba.

* * *

Les llegó el día y pasó el día, perosin sorprenderlos, porque ellos sabían

mucho de esperar, de ver venir y demomentos decisivos. Camino de laestación, hacía las seis de la tarde,cercados de un crudo sol polvoriento,cargados con las mochilas, los sacos olas baqueteadas maletas, en romeríaviajera, recordaban la mañana como sifuese otra vez la de su cándida primeracomunión. Algo así de milagroso habíaen la fiesta de la jura y ellos lo notabanen la madurez de sus palabras al hablardel rito. Gente joven, altiva, facciosa,acostumbrada a tirar los pies por alto,sin respeto a las mil costumbresaspaventosas del tiempo podrido quecombatían, guardaban para sus

ceremonias una reconcentrada seriedadde catacumba. Se burlaban de cosasgrandes, de enormes ideas declinantes yen cambio una fe elemental y alegre lesvolvía al viejo lugar de los primerossímbolos. Despreciando al mundo,encontraron la Patria. Eran sencillos,creyentes y pecadores. Adoraban aDios, servían a lo cesáreo, y porque sedejaban mandar de un solo hombre,desconfiaban de la Humanidad. Pastoresarmados del tiempo nuevo, sus confusosrebaños se esparcían por distintospastos, pero en el caos que precede atoda creación una fuerza dominaba,augusta, sobre las demás: la de la unidad

rabiosa, la de la revolución implacablepor la que morían a miles, cantando.

A Ramón le pareció muy bien que enla tarde misma del día de la juraabandonasen la ciudad. Le seríaimposible, en adelante, pasar por laplaza que albergó el juramento y verlaconvertida en mentidero pueblerino, enfácil paseo, en lugar de mercaderías.Por su parte, opinaba que perpetuashogueras deberían conmemorareternamente cómo en cierta ocasión, allí,donde el rico fuego, quinientos jóvenesse habían juramentado para el serviciode la Patria, comulgando en el color dela bandera entre laurel, arengas y

aclamaciones. Exagerado Ramón…Había amanecido día importante en

el brillo de las altas botas, en el trajínde los sastres y las lavanderas, en loschurros dorados del desayuno, en lasoraciones madrugadoras de cada uno enla iglesia, en el trabajo de los barberosy en la palabrería precisa. Matíaslimpió, también, la cachimba. Miraba asus afanados camaradas, a sus propioszapatos y a la raya impecable de supantalón gudari.

—Parecemos compañías de novios.Centelleaban los correajes y tenían

un aire inmortal, estatuario, las durascamisas de los falangistas, casi pálidas

de intemperie. Comentaban el actopróximo.

—Viene el general. Además, el tíodel discurso parece bueno.

—Quizás hable de Otumba, de SanQuintín y de Nordlingen. Pero no dirá nipío de los mítines de hace dos años, niacertará a explicar por qué nos batimos.Así son los oradores.

¿Qué quieres? Ellos ya traen su temaempaquetado. Cinco a uno a que diceque somos como Don Quijote yDulcinea, nosotros…

—Eso si que no, Matías. Al carajoDon Quijote y con el quijotismo.Necesitamos, ya para siempre, héroes

vencedores. No basta morir. Es precisovencer. Don Quijote… Don Quijote…¿Acaso no fue más héroe Cervantes?¿Acaso no tenemos un Hernán Cortés,que hizo de veras muchas másmaravillas que las que soñó DonQuijote? Si quería gloria, ¿por qué noembarcó hacia las Indias, por qué noluchó en Flandes? Ha de prohibirse pordecreto sentir la menor simpatía hacia.Don Quijote apaleado; que la sientasolamente ese hatajo de estúpidos quenos atontan a tuerza de hablar deimperios espirituales. Al chirrión losimperios espirituales. Nosotrosqueremos tierra de todos los colores y

ríos azules y mares verdes, bienpoblados de destructores: sultanes,caídes, reyezuelos, caciques, la granespecia del petróleo, el mundo. Eldominio sobre los demás y en la cima elEmperador.

¡Olé!Hubo un aplauso gritando,

intermedio entre la plaza de toros y lasconcentraciones de Nuremberga. Lamayoría no tragaba del todo el sitiodonde envió Ramón al buen caballero—una infancia, Señor, leyendo elQuijote depurado de los hideputas y lasveleidades del Maritornes—, peroreconocían que Ramón decía las cosas

sintiéndolas, que le temblaba la voz deira al fundir a palabras el símboloquijotesco: debía, pues, hablar decorazón y esto se respetaba.

—Pásame el cepillo cuandotermines —suplicó un frívolo— y nohabléis de cosas innecesarias. Ni meimporta Don Quijote, ni necesito que elorador explique por qué lucho.

—Claro, tú lo sabes, pero la genteque aplaude, seguro que no tiene ni idea.

—Ni yo, Ramón, no te hagasilusiones.

—Tú tienes obligación de saberlo—se encabritó; pero Matías, buen peón,hizo el quite a tiempo de evitar

discusiones entre un hombre fanático yun vivalavirgen.

—A este le basta con que haya tiros:tiene sangre aventurera. Naturalmenteque como va a misa y ha leído losprodigios de los conquistadores, estácon nosotros —palmeó en el hombro delfrívolo—. ¡Te bullen las ganazas depegarte!

—¿Qué tal me sienta la estrella?¡Ah, qué única mañana!Ahora iba el grupo silencioso.

Cuando aún cruzaban calles, el júbilo desu estrella recién nacida les hacía dargritos, afilar bromas, despedirse deaquel mundillo con ingenioso regocijo.

Pero viéndose delante de la estación —una larga casa, fea: seguramente con unreloj en su cuerpo central— recordabanqué días tan precisos y tan preciososeran ya aire conmemorativo, pólvora ensalvas, pura memoria. Les quedaban laestrella, el juramento y el alma. Sinduda, bastante. Lo demás era polvo. Lasegunda compañía se dispersaba y cadauno de sus componentes llevaba unmensaje de mando a las líneas de fuego.El grueso capitán —el que hizo loscuatro años en el Oeste— aguardaba enel andén para despedirse de susoficiales. Se acercaron en tropel\ ymágicamente, a taconazos, se restableció

un rígido orden. El capitán Ies dio sugrande y generosa mano. Despacio, losexaminaba despacio, de pies a cabeza;luego ablandaba el porte y a fuerza demirarles a los ojos parecía querertraspasar el tiempo, ganarlo como a unaposición y adivinar en el gesto de losprovisionales que le despedían, quiénesestaban llamados a quedarse por loscampos de la joven vida deshecha yquiénes a conseguir el triunfo de seguirviviendo. Ellos decían apuntarse parasuperviviente.

—Suerte.—Gracias, mi capitán.—Y no olviden esto, que ya se lo he

dicho varias veces: sean buenoscamaradas de sus hombres. He visto alos oficiales inhumanos caer en elprimer combate, batidos por la espalda,como traidores.

Se le espesaba la voz recordando sucampaña. Hizo un volatín retórico.

—Ah, qué viejo soy. Me sientoexcesivamente paternal. Espero que seacuerden de su camarada, el gordocapitán germano. Sí, sí, todos prometenmucho en la estación, pero luego nadiees capaz de poner una tarjeta. Suerte.

Saludó y fue hacia otro grupo. Losbrigadas instructores, legionarios de laCóndor, se cuadraban ante sus antiguos

alumnos y éstos, caballerosamente,respondían con el mismo celo,precipitado y seguro, de cuando erancadetes, del día de antes.

El tren llegó. Venía del frente,establecido unos kilómetros más haciala sierra. La ciudad era su primeraparada importante y el maquinista sabíaentrar con prosopopeya. Corto ydesvencijado pasó el convoy haciendovibrar los cristales de la marquesina.Ramón y Matías subieron. Losquinientos hombres cazaban un sitio porlos escasos vagones. Ramón y Matíasquisieron guardar un hueco a Miguel,pero el departamento se llenó sin que

nadie pudiese impedirlo. Ramón seasomó a la ventanilla. Delantealborotaban los que pretendían subir, lasdespedidas, los vendedores de naranjasy plátanos, el vapor silbante que searrastraba como una sierpe llenando decaliente humedad la piedra, los gritosdispares, los martillazos en los ejes,pero Ramón no oía nada. Oía en cambiola diana de las activas mañanas y lasllamadas continuas de las tardesapacibles, estudiando táctica,topografía, las ordenanzas,asombrándose con el álgebra lejana, yaexótica, copiando el mortero 81,resolviendo el problema del tiro a

fuerza de cigarrillos, operando sobre elmapa de serrín, musgo, cristal y piedras,en una vieja capilla, haciendorapidísimas maniobras ante lasresistencias que al avance de los tarugosde madera iba creando el capitán,repasando los apuntes o escribiendoardientes cartas de amor en las celdasascéticas. A veces pensando en lasmusarañas, tumbados en el camastro,jugando a dados sobre la manta pardacon una raya blanca, escuchandohistorias de guerra o historietas picantesde los bellos ratos, armando broncas,cantando, preparando colegialespetacas. Copiando letras de himnos para

ensayarlos después con el monitor quesabía música.

Los profesores hablaban todos desdela altura soberbia de sus cicatrices. Enel gran refectorio de mesas enormes ybulliciosas, escuchaban al capitán demoral, de voz fina y enérgica, configuración de iluminado greco.Comentaba las ordenanzas desde unpúlpito. Ramón percibía claramente eloculto sentido del escenario, las razonesdistantes que henchían de nobleza a suamado estilo. Vivían en tensión de mitinpeligroso. Desde aquel púlpito elcapitán de táctica, mutilado, les habíalevantado el corazón gritándoles, una

noche, estas palabras:—Caballeros oficiales…Se cantaba y se andaba mucho y

estas son dos cosas serias cuando unopiensa, asomado a la ventanilla, que vacamino de mandar hombres.

Muchacho, alégrate, que vas a casa.¿O dejaste algo?

Es verdad. Iba a casa. A una casaajena, sin padres, ni libros, ni luz de lasmañanas, allá, en su cuarto de Madrid.También se dejaba algo. Por ejemplo,sus generosas dudas. Por ejemplo, mes ymedio de una vida que quiso siempre.Sacudió la cabeza para alejarse de esatriste meditación que en él era un vicio:

gustaba con exceso de dialogar con suángel guardián y su demonio de turno.Este placer le extraviaba caminos o leponía en anchas pistas de facha romana.

En la puerta del andén apareció eltardío Miguel, enamorado. Venía sinaliento, el saco a la espalda, mirando sinver. Sobre su gorrillo se agitó lacampana avisando. A su derecha un grancartel de colores atractivos. «VisiteValencia». Qué bien, eh; jamás un turistapensó en la guerra. Un turista es unlegionario desinflado. Se doraba unanaranja sobre el azul del mar y unasgaviotas —o crestas de olas, cualquierasabe— volaban de blanco ahumado. Al

fin los vio.—¿Hay sitio?—Claro que no, pero te lo haremos.—Ahí va eso.Y les largó el saco. Se agitó el

departamento ante el peligro de unnuevo viajero. Ya eran once. Miguelintentó subir, pero la Academia —todavía la Academia; un paisano le dijoa otro: «¿Cómo va a haber sitio si hoy semarcha la Academia?»— apelotonadaen el pasillo se lo impidió.

—Sube por la ventanilla.Miguel apoyó sus manos en el borde

y brazos amigos lo alzaron casi en vilomientras él gateaba con sus botas de

clavos, rayando el letrero que decía:«Valladolid». Entró despertando júbiloy tormenta. Le echaron el saco a ]a red.Se diluía la Academia en quinientosoficiales y Ávila se preparaba a nutrir ladestreza y el alma de nuevaspromociones. Contaba la ciudad con unviejo monitor: Santa Teresa.

Ellos, los quinientos, marchabansobre la admiración provinciana aexperimentar el estremecimiento de susquinientas estrellas, una a una. La Patrialos mimaba con aureola de leyenda ypara más de uno aquel corto permiso eraalgo así como pasear su apostura dedifunto por los soportales de mil plazas

mayores. «Alférez provisional, cadáverefectivo», decía una consejilla popularde circunstancias. «Angelitos al cielo»,comentaban las irremediables madres alleer las frecuentes esquelas, con la notade sus pocos años. Puede decirse queasistían a sus propios funerales en viday no en la iglesia parroquial, embutidosen la capilla de pino, sino en la calle, encasa, en el café, en los ojos de lasmuchachas, en los abrazos de losamigos, de la familia. Su permiso era unperpetuo gorigori, a veces el de Perossi,sin que le diesen importancia, porque encambio caminaban entre el amor de latierra que defendían y ensanchaban.

Hasta un cierzo donjuanesco lescincelaba el capote, que no hay héroesin dama. Ellos, con buena risa decampamento, ancha y alta, contaban lagracia halagadora.

—¿Sabes el último de los angelitos?—No.Era mentira. Todos lo sabían, pero

les gustaba oírlo de nuevo. Además,quien sabe, quizás el que lo iba a contarmatizase algún detalle hasta entoncesescondido.

—El telegráfico, digo.—Que no, hombre, que no…—Vinieron a la tierra las once mil

vírgenes, aburridas de hacer punto,

siempre sentadas sobre esas nubecitasrosas del cielo. Esas de postal depalomas. San Pedro les acompañaba ytodos los días le ponía al Señor untelegrama con el parte. «VisitamosLondres. Espléndida sesión Comunes.Sin novedad las once mil vírgenes». Aldía siguiente: «Visitamos París.Magnífico desfile. Sin novedad las oncemil vírgenes». Al otro…

—Sí, sin novedad las once milvírgenes. ¿Qué más?

Llegamos a zona nacional. Nosrecibieron alféreces provisionales. «Sinnovedad las once mil». ¿Eh, eh?

¡Ah, qué rica agua en la boca, qué

sabrosa, después de una risadespatarrada!

Los quinientos vivían sus últimosinstantes de Academia: los quinientossabían bien que, después de todo, noeran más que jóvenes de España en elestricto cumplimiento de su deber,aunque algunos, Ramón entre ellos, loolvidasen por el dulce sabor de una lunade vanidosas delicias; acababan porarrepentirse.

Se oyó la señal de salida. Traqueteócachazudo el convoy. Se agolparon enlas ventanillas. Ramón aún vio las carasde quienes los despedían con un cielo dejueves festivo y un frío de enero.

Entonces cantó el tren. Cantó laAcademia. Fue la viva conciencia de suúltimo acto colectivo. Graves, tiesos, auna misteriosa voz de mando que nadiedio, entonaron los quinientos —laAcademia, la Academia— el himno dela Infantería. Diríase que la tarderetrasaba su marcha y que la dudadquerida se ponía de puntillas para verlosy que el trigo, enterrado aún en lasementera, se estremecía a las voces,presagiando el tiempo de asomarse a unmundo guarnecido por soldados. Eneromismo se condecoraba con un ocasoveraniego. El viento agitaba las lejanasbanderas y el humo de la locomotora

tenía ambiciones de gallardete. Se ibanlos guiones de la infantería casi desde elcentro de la Patria de la Infantería. Todoesto le abrumaba a Ramón. Gritó,incorregible, los ojos reventandosoberbia:

«… pues aún te quedala fiel infantería…».

El himno mismo llegaba ya a laestación, casi perdida, con el segurotremolar de una bandera. No quedabamás que junar a dados. Ramón, paracalentar la suerte, hizo un golpe: loscinco ases se le rindieron. Miró al

cubilete, agradecido, reprochándole suimpaciencia. Después les copó la nocherodando hacia Valladolid por tierraseternamente desveladas.

¡Y ahora nada…!

* * *

Ocho días más tarde cantaban deotra manera. Como el frente era su puntode destino, ya no resultaba de buen tonoel patriotismo florido o la canciónsolemne. Eso estaba bien en retaguardiay la canción, si acaso, para rugiría enespecialísimos momentos de peligro,cuando la sombra enseña sus dientes.

Por el momento, los tres o cuatrooficiales que habían cogido el tren porlos pelos, preferían la tonadilla vieja:

Mambrú se fue a laguerra,

qué dolor, qué dolor,qué pena;

Mambrú se fue a laguerra

no sé cuándo vendrá.Do, re, mi, do, re, fa

Unos minutos antes todavía estabanrodeando guarnecida mesa, las cabezaserguidas y las manos civilizadas.

Triunfaba el color: rojo de las chichíasde Regulares, verde de la Mehala, verdey oro en las borlas de los Cazadores, elrojo de la Infantería, la alusión apradera en los de Montaña, elaceitunado fanfarrón y alegre del Tercio,los negros y azules de las brigadas deFlechas, la boina roja de los carlistas yel sindicalismo proclamado en lasborlas de los jefes de centuria. La boinanegra de las banderas navarras. Unosminutos antes pasaba la calle por sulado, apagada y absorta, callándoles lossecretos que quería contarles, porquesabía que ellos dejaban la ciudad por elcampo en guerra. Dentro del comedor,

un aire espeso, como agua olvidada depecera, daba un curioso aspecto a lastertulias, unidas en la charla y elmanoteo, mientras ellos conversabanlentos, apurando la extraña tranquilidad.

Ramón recordaba su última noche.La patrona, al despedirse, se habíadeslizado hacia la risueña sospecha.

—¿Un poquito de juerga, eh?Valiente juerga. Pasó la noche con

sus camaradas del periódico. En unrincón oscuro, refugio de telarañas,había una botella de coñac, un mapaMichelín y un montón de cuartillas. Allíse hacía la tertulia entre el vaho insanode las linotipias mientras los redactores

se afanaban a ratos, dirigiendo elmontaje de las páginas.

—Tenéis traza de cirujanos.—Pasa a la tasca, Ramón.Al agujero de la mesa y las telerañas

le llamaban «La taberna de la pata depalo». Estaban cantando la aurora delsoberano San Roque, con acento ribero.Antes habían liquidado a gritos la loa deSan Clemente, general valiente.Esperando la hora del parte se ajustabanlas páginas doctrinales, y como un frailesocarrón el redactor–jefe trazaba unaviñeta miniaturesca. De vez en cuandoentornaba los ojos y decía algosangriento tan bondadosamente, que uno

—uno tonto— no sabía a qué cartaquedarse. Otro redactor, el pelo cano,grandes gafas y un puro de satisfecho,evocaba la ciudad antigua, quedesaparecía con la guerra, y le cantabaun responso con aire de pavana. Todosenvidiaban aquella lejana ciudadfabulosa en la que la Plaza Mayor eraalgo así como una mesa camilla, entorno a la cual los ciudadanos jugabansu tute comercial, concertaban partidasde caza, matrimonios o meriendas yhasta procuraban enganchar, ocultandolas manos, una buena pantorrilla. Losmás jóvenes le decían al del puro queaquello era una Jauja provincial que él

había soñado cualquier noche. Pero semantenía en sus trece. Los globos depapel, los bailes del Casino, el tenienteTal que iba destinado a África, lospartidos de pelota, la primera meriendaentre amigos, la historia de seisalcaldes… Era municipal y etéreo.

—¿Y de los tuyos sabes algo?—No, nada.Con la garrocha de una palabra

cazada al vuelo. Ramón saltaba a otrotema.

—¿Me dais trabajo?—Haz un comentario sobre las

próximas elecciones inglesas.—Naturalmente, puedo…

—Puedes, naturalmente.Subió a un despachito; él no

acertaba a trabajar como aquellas gentesque escribían un fondo entre elescándalo de los contertulios, igual quesi una brisa del Parnaso les entrasedirectamente por el oído. En eldespachito encontró a un ser extraño, depaisano, que elaboraba cuidadosamenteun artículo sobre Proust.

—¿Ahora?—Esto pasa. Ellos son eternos.—Menos bromas. En serio, ¿tú

admiras a Proust, a Zweig, a Gide, aLawrence?

¡Qué pregunta!…

—Yo los ahorcaría porsupercivilizados. Son tan elegantes, tanexquisitos, tan depravados, que estándando voces llamando a los bárbaros.En resumen: todo esto que sucede es unapurga.

—Tienes una pose de primitivo.Llegará el día en que atravieses por unacrisis espiritual.

—¿Tú la has tenido?—La tengo.—Enhorabuena. Oye mi consejo.

Vete a pasar una temporada con Salgari,con los hombres de las praderas, con lospiratas de Borneo… Los cuatreros delOeste están más cerca de Dios que un

esnob genial. Con un pico y una pala,con un fusil, se podrían curar el noventay nueve por ciento de las crisisespirituales. Buenas noches y recuerdosa Marcel.

Se reintegró a la tertulia indignado.Les contó el caso y le apaciguaron elánimo explicándole que el ensayista delpiso de arriba estaba enfermo y queocultaba su impotencia con un despreciosoberano por todo lo poderoso. Por lodemás, era muy inteligente, y cuando seolvidaba de su tara y echaba a un ladosu inferioridad física decía cosasmaravillosas y escribía artículospolémicos estupendos, estupendos. Ellos

le ayudaban a pasar los años de laguerra sin que sufriese demasiado. Solíair a las estaciones a ver marchar trenesmilitares; volvía triste y durante unatemporada se dedicaba exclusivamente aespeculaciones literarias.

—Lo siento.Trabajó un rato. Le sentaba bien

comentar unas elecciones vestido demilitar. Y unas elecciones inglesashacían que su ironía estallase bajo lacamisa azul. De las dos en adelante loscigarrillos se consumían por docenas.Escucharon una radio americana.Después salieron a pasear hasta el río.Una luna fría llenaba de magia la

ciudad. Desde el puente parecía unadecoración fantástica. Cuando volvieronal periódico comenzaba la tirada.

—No sé qué tiene este olor.Embriaga como el de la pólvora.

Fueron a una churrería: inauguraronla venta y se bebieron dos botellines déanís. Los botellines eran salomónicos ylas roscas como rosas matutinas ydoradas. Sobre las mesas grasientasestaban extendidos todos los periódicosde la ciudad. Comparaban plana porplana.

—En internacional les zumbamos,pero ellos traen más bodas.

Se echaron a reír. Ramón los

despidió para coger su tren. Le cantaronaquello de San Clemente, que perdió laguerra con cien mil soldados.

Todos fueron pasaos acuchillo,

menos San Clemente.

Aquí el coro se escindía engorgoritos diversos repitiendo, «menosSan Clemente, menos San Clemente».

Menos San Clemente,porque se escapó.

—Mi patrona creerá que me he

corrido una juerga: esto me va adesprestigiar ante ella. Además es unfastidio haber pasado el tiempo convosotros. ¿Qué les cuento yo ahora a misnuevos camaradas? La primera noche —¿no es algo nupcial la guerra?— hay quepagar tributo con la historia galante delpermiso. Tendré que inventarla. Si almenos adivinase lo que piensa lapatrona…

Efectivamente: al recoger la maletay la mochila se cruzó con la buenamujer, cuya casta frente se pobló denegros pensamientos. ¡Qué soldados deDios!… Le deseó suerte fríamente. EnZaragoza comió con Matías y unos

camaradas de León. Matías iba aRegulares y se quedaba un día más paraarreglar su pasaporte en Estado Mayor.

Le trajeron al buen camino suscompañeros. Muera la nostalgia.Alborotaban en las barbas de Mambrú:

No sé si por la Pascuao por la Trinidad.

Do, re, mi, do, re, fa…

Y Ramón sonrío complacido.Adelantaba el tren bélico por tierrassecas, camino de la noche, tan cercanaen invierno. A veces, guerrilleros rojoscruzaban el imposible frente y ponían

petardos moscovitas en la vía española.Bueno. Ramón echó de menos elcubilete del viaje anterior. Le hubieragustado consultar a doña fortuna. Sumano instintivamente se agitó sujetandoun cubilete de aire lleno de dadosespectrales y mudos. Así proponía lacosa: un trío era suerte, lo demásdesgracia. Tiró. Pero antes de alcanzarel resultado su leal sueño de veintidósaños se había dormido. Generoso, eltren cantaba la nana; alta la nariz, ajenoa su destino, el eterno Mambrú roncabaindecorosamente.

* * *

Ya podía hacer un resumen en lasoledad de la avanzadilla; vigilaba consu sección los enemigos pinares y desdeenfrente escupían los tanques ocultos. Élguardaba un boquete por la mañana —unextraño mediodía cuajado de sol entrelos fríos inhumanos de aquella batalla—había corrido a capar con sus hombres,mientras las ametralladoras le barrían elcamino, avivando el paso. Tuvo suerte ysalvo un permiso de quince días a uncamillero —balazo limpio y redondo en

la carnaza de la fuerte pantorrilla—alcanzó el puesto sin novedad. En lacontrapendiente estaban a cubierto delluego continuo; cuando se cansaban deotear con los gemelos —le lloraban losojos de verde, pardo y sol— se tumbababoca arriba y encendía un cigarrillo. Elsargento que le acompañó con unamáquina ocupaba su puesto en losprismáticos. De vez en cuando cantabanrápidos los chispúm, siempre de distintositio. Era domingo; precisamente dejó lamisa después de alzar, para preparar susección. Por lo demás, podía ser lunes ojueves o sábado. Ramón se aburríacomo un burgués en la terraza de aquel

claro domingo, sí, domingo. Febrero elloco se amansaba, gato perdido: laexcitación del mediodía pasó ligera yles quedaba en el cogote de la lomilla unsol de brazo remangado.

Otro fue el signo de su llegada albatallón. Primero la estación final,sucia, amarga, con un tren sanitario a laderiva esperando la carga diaria. De laestación al villorrio un camino pelado ypolvoriento, y encaramado en un cerro,hostil, ahumado y frío, el pueblo, ave depresa sobre la comarca. Todo en tornotenía la viruela loca de las bombas.Subían y bajaban sin cesar caravanas decamiones: los conductores hacían

deporte y las curvas eran puro milagro.Chirriaba el paisaje resentido.Detuvieron un cacharro solitario yentraron en el pueblo. Las callesempinadas y pedregosas, estaban llenasde soldados. En una plazoleta inmunda,con olor a guerra inmóvil, había un zocomoruno: se vendía allí de todo. Parabeber, para fumar, para escribir, paracoser, para amar, para después de haberamado… Serios y cetrinos, con vozsiseante, dialogaban los vendedores encuclillas, sapos mercantiles. A unaoferta indigna ni levantaban la cabeza.

Por fin, a Ramón y a tres o cuatromás les dijeron en dónde habían de

verificar su presentación. Aún les quedótiempo de dar un paseo por la carretera,que estrechaba el pueblo, y sesorprendieron con una yedra alegre yuna acequia de agua clara y tranquila.Después encontraron un chófer que secomprometió a llevarlos a la división.

Iban molidos y cubiertos de polvo,ganados por la sequedad del día, por lainvencible hostilidad de aquella tierradura repleta de combatientes. El frentecallaba, engañoso, dándoles sutilbienvenida. Al rematar una cuesta lessorprendió la ciudad prisionera. Se lesofrecía en tono de aguafuerte; gris elcaserío, visiblemente mutilado; gris el

cielo, que cedía paso a un pobrísimosol, como queriendo coronar de luz,también gris, la ciudad perdida.Palomería, blanco prodigio, a laderecha, un grupo de casasenternecedoras. Se estremecieronasustados de silencio, pálidos loslabios, ajenos al mundo comentario,bien apretadas las mandíbulas. Eracuestión de cinco minutos: luego la vidaque puede haber quedado atrás seguarda en el rincón de la mochilareservado a trastos queridos e inútiles.Un silbido de contraseña, un estampidoviejo; el siete, el quince, el doce,cualquiera, y pasa el frío de esta ducha

inevitable a los que vienen deretaguardia. Vamos, pronto, antes de quese hielen.

Dormitaba la tropa alrededor deunos antiaéreos. Paró el camión junto auna casita rota con el jardín cruzado porun trincherón a medio hacer, quebradoun banco de piedra a los pies de untronco muerto, nostálgico de ramassombrías, fresco aún, que indicaba laguerra reciente. A unos centenares demetros, caseríos, lejanos arrabales.

—£1 puesto divisionario.Torcieron el gesto mientras bajaban

del camión. Sacudían el polvo y sefrotaban los ojos.

—¿Dónde?—Ahí. Es subterráneo.Bajaron y les dio en las narices la

equivocación del chófer, Cuatrocamillas alineadas esperaban su turno yuna enfermera cruzó ante los hombresheridos y ante los hombres extrañados.Les supo a gloria el aire exterior, sinvendas, sin quejidos, sin éter, sin sangre,que no olía a nada. Apenas a frente.Siguieron. Una hora después cada cualtenía su destino. El teniente coronel dela media brigada, sordo y bondadoso,saludó a Ramón deseándole suerte.Suerte y destino, amigas palabras quetanto repicaban en los oídos de la

generación del sacrificio. Una veredacubierta le llevó a su batallón. Elcomandante le acogió paternal: tenía unjersey azul, el pelo blanco y un hijomuerto dos meses antes, con su estrellaprovisional, en Regulares de Larache. Alos cinco minutos Ramón amaba ya a lacuarta compañía y se sentía ligado a loshombres de la segunda sección. Ellos lerodeaban ahora, tirados en el suelo,vigilantes unos, indolentes otros enmedio del sorprendente sol. Sabían bienque aquello precedía a una heladainevitable y aprovechabanapresuradamente las cortas horas decalor. Y era el calor quien les daba

palabras y aún más que palabras,aquellos gentiles gestos con que losandaluces se traían la tierra del Sur a laaltura de sus botas y los líricos gallegosel alma triste y el buen paisaje de uncielo gaitero. Puestos a recordar,andaluces y gallegos lo hacían bien y,sin embargo, nadie mejor que ellos paravolcarse en la rosa de los vientos ydisparar su propia vida en infinitasdirecciones: ah, qué puerco tiempo elque dejaron en la casa, tiempo demiseria, tiempo sin caminos, tiemposórdido, tiempo de burros de noria. Contrabajo comenzaban a saber, no, arecordar, que la vida no es un lendel,

sino una línea hacia el horizonte y que elhorizonte no existe y que siempre haymás allá y que cuando uno cierra losojos y se recuesta en la cuneta paramorirse, ya no de asco; cuando ya elhorizonte último se funde, aún hay unmás allá en la punta de los dedos quetrazan la santiguada. Dios sobre todos ysobre la tarea. Siempre hay algo sobrelas cabezas: nube, bandera o Dios. Sino, la vida es una basura. Ellos ya ibancomprendiendo que se había roto el aroestúpido de la antigua manera y que conlos restos podrían fabricarse bastonesde mariscal, de virrey o dearchipámpano. El maravilloso mundo de

los cuentos escolares era una realidaden los hombres con fusil, cartucheras ylo otro. Eso. Sabían, o iban a saber, osabrían sus hijos, o sus nietos; es igual,que su negro mirar, su cálido ser —andaluces verdelimón—, sus trazasmorunas eran algo más que un tema detarantas o un cuadro para museosyanquis; era parentesco con tierra deseñores que habría de disputar a lospodridos amos del globo. Pero teníansobre sus cabezas la espada de la gaita yhablaban demasiado de sus propiascosas. Ya llegaría el tiempo de recordarbautizando, que es el sistema de losclaros varones. Si en las puertas de

Nueva España recuerda Cortés unacarita morena o una punta de olivos o untratado salmantino, aún andarían loshijos de Moctezuma con las nalgas alaire, sangrando esclavos en honor de losdioses. Hay que olvidar en la ocasiónúnica hasta el dulce rostro de la madre.Tiempo queda de evocarla cuando fallael misterio que nos tiene en pie y nosderrumbamos hasta ser niños de nuevo ypedir protección para el último minuto.La guerra devolvía a las gentes hispanasaquel temple antiguo que no llegaron aperder por completo ni con la suciacostumbre de salvar la Patria apapeletazos. Juego de idiotas el

sufragio, juego de infantes este deaguaitar, esperando la muerte, a cara ocruz de la buenaventura.

—¿A cuántos estamos?—No lo sé.Otra vez el silencio. Otra vez el sol

festivo aguardando esa palmadaburguesa de: «Un doble de cerveza, unalimonada y unas patatas fritas».

¿A cuántos estamos?—Pelma. ¿Para qué quieres saberlo?¿A cuántos estamos?—Uno, dos o tres; no lo sé fijo. El

mes tampoco te lo diré. Del año si queme acuerdo, hombre. ¡Bah! ¿A cuántosestamos? Hoy hace sol, ¿no te basta?

—Es día siete.—Gracias, cabo.—Bien, cabo Parra. Luego, a las

doce, aprovechando la guardia, tacharásel siete con lápiz rojo —explicó lo queno necesitaba explicar—. Así tienes uncalendario y pico. Esperarásveinticuatro horas para tachar el ocho, ysi un día no lo tachas y te quedas tiraopor ahí, siempre sabremos el día de tumuerte y que eras el cabo Parra.

—Cierra la boca, hablador.—A mí me basta con que haga sol.

¿Te acuerdas de aquel ataque, teacuerdas del día en que me hirieron, teacuerdas de aquel día? No, no me

acuerdo de nada; buen tiempo.—¿Y si llueve?—Entonces sí, me acuerdo y escupo.

¡Qué le voy a hacer!—Ponte la capucha, como el fraile

del Casino de Labradores.—En mi tierra hay sol todo el año.

Tengo yo un huerto repleto de naranjos,con un manantial fresquísimo a lasombra de un ciprés. Me tumbo y metola mano en el agua hasta que el frío lamuerde. Así me estoy horas enteras.

—Vago.—No. Pienso. ¡Tan bien se está allí!—Ahora es tiempo de lluvia en mi

pueblo, pero no nos aburrimos. En casa

hay siempre una fogata y encima elcaldero negro con el agua. Arrimamoslos pies al fuego y mi madre nos cuentaque cuando era joven todo era mejor.Los domingos nos jugábamos la cena alas cartas y a media tarde bailamos en laSociedad. El cura dice que el agarraoes pecado. Seguro que sí. Yo no lo sé,pero es cosa buena, muchachos.

Retozaba una risa determinada. Elpecado siempre es agradable, quizás poreso es pecado. El aburrimiento, encambio, es mortal y el divertirsetambién. Ellos se decidieron a pecar lastardes de los domingos en la Sociedad.Lo veía sin cerrar los ojos, todo tan

preciso, tan claro, las guirnaldas depapel rosa, el gran bombardino, losrefrescos para las mozas, las ampliascaderas aldeanas, la zaragata aquella,que le parecía mentira estar en el frente.Uno gozaba con el sol; otro, conrecordar el manantial a la sombra delciprés, otro con saber el día, otro conllevarle al tiempo una cuenta estrechacon lápiz rojo: todos tenían sobre lacabeza, en el aire calmo, la espada de lagaita. El mismo…

El sargento le señaló un turismoenemigo que cruzaba el trechodescubierto de la carretera. Quemaronlos recuerdos.

—Dele lo suyo.Apuntó cuidadosamente. Salió la

granizada con buen tono: Notaron cómoaceleraba para liquidar el batido; elcoche se ocultó tras las colinas delfondo. Reanudó el sargento su cigarrillocon verdadera pena.

—Pues en mi tierra…Ramón aspiró el humo y el viento,

de espaldas, le trajo olor a la fogata, achabola, a tropa parada. Veía el puestode mando centrado por la case tilladonde dormía el comandante, dondeestaba el teléfono y donde a la mañanase había dicho la misa. Correteaba elperro sin nombre, que acudía a cada

chascar de los dedos, a cada «Toma,chucho». Andaba de medio lado, con elhocico alerta, los ojillos vivales y elrabo tieso, porque no era una tardeanimada. El frente en reposo le caíacomo un bálsamo y sacaba, juguetón, surepertorio de gracias, «Dame la pata. Laotra. A echar. Anda, muérete». Pero sise avivaba el fuego ponía el rabo amedia hasta y languidecía como unadamisela. Era un perro más bienginebrino, pero tan sinceramente amableque podía serle perdonada su invencibletimidez. El y el cocinero del comandantese habían declarado incompatibles conla guerra y, sin embargo, algo los ataba

al batallón: a uno quizás las leyesdisciplinarias y el afán de hacerse conuna bicicleta. Al perro el buen rancho oesas manos cariñosas que le acariciabanlos días de murria. Las horas de soledadtriste, con el mundo a las espaldas, québien sabía endulzarlas el chucho dandosaltitos enternecedores, brincos dejúbilo, diciendo a fuerza de cabriolas:«Alégrate, hombre, que todo pasa, queya llega la hora de reírse, que pronto seacabará esto o, por lo menos, mira,piensa que en la chabola hay unaconversación agradable o una estupendabrisca». Perro sin amo, con corazón decantinera folletinesca. Decididamente no

era un perro legionario, pero se podíapasear con él y charlar y hasta entendíalas palabrotas y ladraba ceñudo a untiempo con el mal humor de lossoldados. Buen amigo, perro, lealcamarada.

Otras veces los aviones se llevabanla tarde de la cola: aquélla dos disparoscerteros la derribaron sin agonía. Fueuna excelente puntilla, de acuarela, peronadie miraba al sol en su dramáticamuerte. Era como un gran trágicofingiendo la dulzura de un humano ocasocon la sala llena de gentes distraídas.Algo así deben ser los teatros cuandosobrecoge al público la noticia de una

calamidad.Ramón vio como su enlace salía del

puesto de mando camino de la sección.Llegó el rancho sin más ceremonia queun vaho apetitoso. Comenzó la guardianocturna.

—A sus órdenes, mi alférez.Desdobló el papelillo y leyó. Con la

noche se acabó el aburguesamiento; nopodía permanecer panzarriba,recopilando días que, por otra parte,eran iguales. Las confidencias y lasobservaciones, esos dos ejércitosagoreros que no le dejan descansar auno, señalaban peligro. La verdad esque todos se encogían de hombros;

pocas noches se acercaban tranquilas y,sin embargo, la mayoría de ellasacababan por echarse a dormir,perezosas y castas, al lado dé loscamaradas. El boquete que su seccióntaponó estaba sin alambrar. Dio ordende aderezar los piquetes, el alambre, losmazos y unas mantas; señaló los sitios yel sargento le seguía tumbando piquetes,mientras los demás trabajabanenvolviendo las cabezas ferrosas en lasmantas para golpearlas en silencio conalgodonosos mazazos. Curiosarepoblación defensiva: arriba el campo.Trabajaban cautelosamente,cuchicheando, porque la noche,

excelente chivata, traía y llevabacuentos de una línea a otra. Golpeaban aveces el rail —era un saldo de piquetes— y sonaba estruendoso: se agujereabancon mirada furiosa. Un centinela rojotiró al buen tuntún. Quedaron inmóviles,cada cual en su sorprendida postura,escuchando en qué quedaba aquello.Retornó la confianza y Ramón sonrió:durante unos segundos sus hombres, entrace serio, le recordaron las figurinastenues de aquellos cuadros plásticos quese anunciaban a beneficio de un Roperode pobres. El mismo centinela rojodebió asustarse de su atrevimiento alromper la callada noche.

—Ahora lo estarán abroncando.Reanudaron el trabajo: deshacían los

rollos de alambre y los iban sujetandocon rapidez a los alzados piquetes.Ramón se hirió en el espino por falta decostumbre. Había un par de arañas quetejían la tela hábilmente.

—Cuidado con los ruidos…El taco, remordido, masticado, no

sirvió de nada. /Los otros abanicaroncon una ráfaga la cresta del cerrillo; desobra tenían tomada la puntería.Atraparon la horizontal esperando oír denuevo los disparos, que no se repitieron.A Ramón le golpeaba el corazón sobreel suelo. Se irguió y dejó pasar el

tiempo. Enfrente, el negro silencio.—Vamos, no es nada. Pero tener

más ojo.No era nada hasta que Pablo quiso

levantar a Terés.—Arriba, mandanguero.Pero Terés siguió inmóvil. Quizá su

postura era demasiado floja. Se fijóPablo en que no había tensión en aquelcuerpo tendido. La bota de Terés,siempre repleta, colgaba del piquete ygoteaba el vino agarrado a la pez: labota despanzurrada. Pablo se inclinó ypudo comprobar sencillamente queTerés estaba muerto. Avisó.

—No dijo ni Jesús; le debieron dar

en la cabeza al tirarse al suelo.—De su escuadra, ¿verdad?—Sí, mi alférez —contestó el cabo

Parra—. Eramos muy amigos. Yo leescribía las cartas para su… (anduvoeligiendo la palabra: señora, esposa,mujer) esposa.

El cabo Parra, contable del tiempo,miraba de Terés a Ramón. Sabía que nole preguntaban otra cosa que si Terésera o no de su escuadra, pero éladivinaba que querían saber algo másdel silencioso camarada muerto. Y fuehablando:

—Ella está embarazada y quiere unniño para llamarle como el padre: Juan

Terés. ¿Suena? Anteayer le escribimos.Una carta alegre, porque Terés encontróvino claro en el zoco del pueblo; legustaba mucho el claro. ¿Se fija, mialférez? A los dos los han matadojuntos: a él y a su bota. La llamaba sunovia. Dentro de dos días la mujer deTerés recibirá una carta y se pondrá muycontenta; es posible que con el pequeñoJuan Terés saltándole en el vientre, vayaa la iglesia y le ofrezca una vela a laVirgen. Pero dentro de tres días o cuatrola visitará el cura del pueblo y ella nopodrá creer la noticia. Después laescribirá el páter, enviándole la cartera,el Anillo, las cartas que Terés guardaba

y el duro que siempre tenía reservadopara el clarete. Pobre Terés, Cada nochedormía convencido de que al despertarse habrían rendido los rojos.

—Encárguese de él, Parra.Terminaron el trabajo al filo del

amanecer. La zanja les parecía mástriste, más topera que nunca. En unzigzag reposaba Terés con la mantaparda cubriéndole de pies a cabeza. ¿Enqué pensaría su mujer repentinamentedesvelada en la cama? Ramón escrutabael naciente día con ojos fatigados. Lahora turbia en que pesan los párpados yse desea el santo suelo como un paraíso.Daba ya un cariacontecido sol en los

alambres. Colgaba, olvidada, la bota deTerés, exhausta. Endiablado viento quela sacude y la baila. Será mejor dormir.Siquiera un par de horas. Los rojos yano vendrán, es tarde. Se tumbó envueltoen la lona, arrebujado en el capo ton, elpasamontañas tapándole los ojos y losoídos. Junto a él mormoteaban los delcabo Parra, quitándose unos a otros lapalabra de la boca.

—Hace sol, muchachos.—En mi huerto me despierta el olor

de los naranjos.—Ah, qué ganas tengo de pasar un

domingo en mi pueblo, aunque por ahorano haya música.

—El fraile se pone la capucha.Y el cabo Parra, silencioso, mira

obstinadamente al cielo que trata denublarse y de reojo echa un vistazo alviejo panorama de las alambradas.

—Es triste…—Sí, cabo, parece que otra vez se

nos viene la nieve encimar.Escupe y pisa rabioso la saliva. Al

final, va a tener que acordarse de aqueldía. El cabo Parra, con el gesto de quieniba a olvidar algo, saca de su bolsillo uncalendario diminuto y con el mordidolápiz rojo tacha una fecha. La de Terés.

* * *

La cocina estaría llena de humoatufante; mejor esta intemperie entreruinas, este desayuno de libertaddespués e la molestia temprana,encogido en las galerías del refugiooscuro, adormilado mientras arribatranscurría el infierno. Estúpidacostumbre de escarbar lo que fue unpueblecillo con las ganas de cargarseunos cuantos hombres en reposo. Dosdías antes habían relevado al batallón yla cuarta compañía se quedó en el

pueblo —en lo que la inercia llamabapueblo— a las órdenes de la mediabrigada.

—De reserva. Dormiremos bien,pero estamos a su disposición.

Sutil posesivo que designaba a losde la acera de enfrente. El frío, el duro yeterno frío de aquellos altos y aquellosmeses, recorría las destrozadas calles.Aquí estuvo el Ayuntamiento, aquí lataberna. Sólo la iglesia, convertida enpuesto de socorro, la torre desentrañadaa cañonazos, dos o tres cuadras deadobe donde se alojaban las secciones,la campanuda cocina y un par dedormitorios, de antiguos dormitorios,

uno de ellos con un retrato queesclarecía su nupcialidad, se salvaban,intactos, entre la miseria total. Loshabitantes tuvieron que ser evacuadoscuando el frente se encrespó y el camposevero, de una recia tristeza sinmelancolía, no echaba de menos elarado. La piedra volvía a la piedra.Tierras hurañas que hacían triste a unpueblo. La guerra aventó la vida y elviento soplaba dominan ton por lasmuertas calles, derruidas, saltando deesquina a esquina, ligero en las plazas,ligero como un soldado conquistador. Elbatallón ocupaba un vallecito oculto traslos cabezos, entre piedras y pinos, a

cuatro kilómetros escasos.Habían recorrido ya todas las

posiciones próximas y les ganaba lamonotonía del servicio y de los relevos,pero a los tres días de descanso, ya ensu sitio los nervios, deseaban volver ala tarea de contemplarse las caras. En lalejana derecha tronaba la artillería y latierra estremecida les legaba un temblorde batalla que subía a veces basta lostranquilos cachelos que suministraba almediodía la embigotada ramona. Por lasnoches zigzagueaban los convoyes ymiles de faros indicaban qué tiempo deardor se preveía. Corría el fuego porposiciones y las dos líneas figuraban

relámpagos permanentes. Los previsoreso los nerviosos destapaban la tiniebla abombazos y entonces las alambradas seaparecían, no fantasmales, sino enrápido mediodía. A favor de la luzrenacía la calma. Siempre se estrellabael jaleo en los Tiradores de ojos degato. En la vaguada descubierta ardíansimuladoras hogueras. Se sabían elporvenir como la palma de la mano y noles quedaba un minuto libre para creeren las rayas pitonisas. Hablaban de laguerra y de la paz a partes iguales. Entresoldados siempre hay cónclaves pararecordar y cónclaves para prevenir.Detrás y delante, pasado y futuro:

atributos del hablador, del tumbagas, delpoeta, del guerrero acantonado. Hoy,nada más que hoy; ahora, exactamenteahora, justamente este instante, éste ynada más: el presente. Atributo delsoldado a secas, cumplidor de sufunción. Ramón buscaba a sus hombrespara conversar con ellos en los días depecho y espalda, no en los de sólocorazón. Los de corazón, ordenaba.Quería ponerles en claro la razón de laguerra. Muchos, sin saber por qué,fueron al combate, un día de julio; gentede cepa les ganó el coraje al oír losatávicos clarines. Otros, a la llamada dequintas —periódicos, pregoneros,

alcaldías— acudieron fiando en quequien los necesitaba sabría el motivo. Yotros —éstos, éstos para Ramón—enemigos, descontentos, se dejaronllevar por la fuerza de las armas. Bienes verdad que el prestigio de la victoria,la aureola de los vencedores, les dabaesa razón elemental que tanto consuela:vence el mejor. Cuando un extranjeroaporrea la frontera todo hombre biennacido lía su petate, encoge el gesto,suelta su balandronada, se confiesa,jura, aprovecha los últimos minutos y seva a buscar al extranjero para meterleplomo en la cabeza. Cuando la Patria separte en dos, son pocos los indiferentes,

los del tercer estado, que deberían deahorcar, puestos de acuerdo, los bandoscombatientes y muchos los que peleancontra sus íntimas convicciones. Elvencer y el convencer son platosmaravillosos para retóricosmalabarismos, pero el hombre armadoreconoce que el más poderosoargumento es la victoria. El resto,apenas necesarias sutilezas. Dibujo deadorno. Juegos de cama.

Los campesinos entendían la guerra;algo eterno circundaba sus cabezas, ysin explicárselo, su corazón, que aguantalos granizos, les llevaba a batirse sintacha —el miedo es otra cosa,

caballeros— porque sabe mucho de laPatria quien trabaja la tierra. Ramóncuidaba especialmente de los obreros,desarraigados ya de la unidad santísima.Quería que amasen la pólvora queutilizaban, que al disparar un tiro no lesquemase el alma un escozor de crimen,sino que les ardiese en justicia seca ydolorosa; pólvora bautismal. Partía lapalabra y el humo en el corro parlero.Al principio no se atrevían a preguntarledemasiado; luego, asaltaba aquellasmentes recelosas y la confianza lessoltaba la lengua. Una paz hermosa eigual para todos. Una vida nueva, unafán superior a la minucia. Un plantarse

en el mundo con los brazos en jarras ydecir aquí estamos. Un imperialismo, elimperialismo de las gentes humildes. Lagrandeza de la Patria es la única fincapara la felicidad de los desheredados.Esas doctrinas que aprendió en losmítines, en las conversacionesuniversitarias, en los versosgeneralmente inéditos y en las accionescallejeras, le parecían en plenitud. Oellas o nada. O la vida o la muerte,ahora o nunca. Había surgido, en limpiosalto, el momento de los soldados: elpreciso momento, sin abuelos y sinhijos. Ganarían en la guerra el deber dela revolución —los deberes se cumplen,

los derechos se reclaman— y el hombrepredestinado que guardaba la cárcel deAlicante vendría a ordenar el tiemponuevo. Os lo prometo, les decía, profetaarmado, la revolución y él. Loscampesinos creían ya en el hombrelejano como en Dios; el milagro es fácilde aceptar entre los que espetan lacosecha. Los obreros aguardaban en elhombre la claridad para sus confusasideas, la armonía entre su valor desoldados y su antiguo valor dehuelguistas. Querían la cruz y elsindicalismo. Ramón calaba en losdiálogos y el gozo de ganar camaradasle alborotaba el pulso. En los pueblos

del norte y del sur, del relativo este ydel oeste, se bautizaba a los reciénnacidos con su nombre amado; los de latercera escuadra del segundo pelotón —un falangista, dos de la FAI, un labradoracomodado y un señoritín de aldea, sinel bachiller necesario para hacersealférez— clavaban el retrato como unabandera en cada alojamiento y el retratobendecía aquella piña increíble;hombres y mujeres oraban por él y elpueblo lo llamaba por su nombre, comoa un hermano, como a un César, como aDios, José Antonio, José Antonio…

Preguntaban por él con angustia.—Yo leí en un periódico…

—Bah, los periódicos.—… allá por noviembre del año en

que empezó la guerra, que los rojos locondenaron a muerte y que la sentenciahabía sido cumplida. Era un periódicode la tarde. No se veía una camisa azulpor la calle: estaban en los templos y enlas casas. En el frente ni se enteraron. Alos dos días nadie lo creía. ¿Se puedematar a la vida?

—Pero son unos bestias.—¿Y qué? Pongo la mano en el

fuego: no se atreven. Es superior a sumisma bestialidad. Él es la esperanza.

—Pues por eso lo matarán.—En Madrid me dijeron que su

muerte es cierta. Allí nadie piensa otracosa. Pero yo…

—Calle; si Dios está con nosotros,¿qué puede pasarle?

Entre dos coplas le atormentaba laduda. Era la vida y la esperanza, cierto,pero la vida y la esperanza son donesincomprensibles, allá, donde dominanlos borrachos de barbarie. Todo lo belloes una ofensa. Todo lo armónico leshiere. Qué copla de gracia y fervor laprimera oída en una bandera navarra,después de tomarse Gijón, jota deBelén:

Con un puñado de sal

y otro de canela enrama

hizo Dios a JoséAntonio

para que salvara aEspaña.

¿No. es una jota de ángelesanunciadores? Ahí lo tenéis hombres, élos guiará, él es un don de Dios paravosotros, encenagados en la disputa. Encambio, qué jota de Calvario la que oyóuna semana atrás. El camión se atascó enla carretera. La noche cercaba el cuadro.Venía la Legión de operar. La botalegionaria reposaba sobre el camino:

legionarios en las cunetas,aprovechando cinco minutos paratumbarse, legionarios sentados al bordede la carretera, legionarios en pie,despreciando el cansancio, y la copla,siempre la copla que va con lossoldados, entonces copla que desgarróun corazón lleno de esperanza. Allí lacopla, entre los legionarios amigos de lanoche y de la muerte, sobre un camino,qué es el más claro símbolo de la tropavalerosa. ¿Y entre los legionarios deSan Mauricio no había uno como él?

Echale amargura alvino

y tristeza a la guitarra:compañero, nos

mataronal mejor hombre de

España.

¿De qué desolado hontanar brotabael agua triste de aquella copla nocturna?Después el camión siguió y quedó lejanoel incógnito legionario que ponía nudosen la garganta:

compañero, nosmataron

al mejor hombre deEspaña.

Fue Pozo, militante antiguo de laCNT, enlace de compañía, quien pusootra cuestión sobre el tapete.

—Oiga, mi alférez. Esto mismo queusted nos dice se lo dirán a su modo,claro está, los oficiales rojos o loscomisarios, a los milicianos. Bueno, alfinal, ojalá sea mañana, acabamos dedarles lo suyo, jopan los gallitos yestalla la paz. Pero queda la simiente.Son gente dura y algo saben…

—Pero no es lo mismo, Pozo, tienesque comprender que no es lo mismo —cortó un pelotillero.

—¿Verdad que usted me entiende,mi alférez? Quiero decir: nosotros

ganaremos, es seguro. ¿Y qué pasaluego? Yo sé lo que me costóconvencerme, no me avergüenzo —yPozo giró la vista por la ruleta del corrocon los ojos iluminados—. Salí delcuartel con el propósito de pasarme a laprimera ocasión. Todavía usabapalabras inservibles y les llamabaesquiroles a los que cantaban conalegría y a los falangistas. Después loshe visto morir cantando, a todos, y esono lo hace jamás un esquirol, sino unhombre convencido. El esquirol estriste. He visto mi sangre en el suelo,cuando lo de Belchite, empapando latierra. Para entonces mis planes de fuga

ya se habían evaporado. Hay algoenormemente bello en las ideas esas dela Patria. La martingala de la Patria,decíamos antes. Cosas de burgueses, unlazo para cazar pájaros incautos. Sí,cosas de burgueses… Mía.

—De todos, hombre. Ese es suvalor.

—Mía, mía.—Es tu luna de miel y es justo: tuya.—Creo que algo vale lo de la

herida, digo. No puede ser inútil que mehayan herido y que puedan matarmemañana. Me diréis que a cualquier horase puede morir en la cama. Pero si moriren el combate es bello, ha de ser,

también, bueno. O eso sirve paraengrandecer la vida o es una canallada.Peor: sería una cochina mentira, comootras que ya hemos conocido. Luego medieron el banderín de compañía. En mifusil está señalado el puesto delteniente. No soy Pozo, soy un pedazo debayeta verde, pero todos nos miran ydicen: allí va. Y voy yo, Pozo, con elbanderín. También eso es algo: en fin,he tenido tiempo y ocasión deconvencerme. Los otros no. Y aunquesus banderines van de tumbo en tumbo,es inconcebible el amor que se pone enun trapo que marcha entre las balas.Quizás estén enamorados de sus puercos

banderines, también, los otros. Si así es,se humillarán; están acostumbrados a noser nada, a la miseria, a aguantar lospalos y esperarán. Esperar la hora. Si sepierde una huelga se gana otra. Si muereuno, otro vendrá. Somos tantos losmiserables.

Estalló un apestoso silencio.—Una generación puede perder y

ganar innumerables huelgas. Pero unaguerra, una guerra nada más se gana o sepierde definitivamente. Es la vida a carao cruz.

Y a Ramón se le alegró el ojoporque le vino la parábola a los labios.Unos días antes dieron orden de hacer

fuego nutrido sobre las posicionesenemigas para dar tiempo a que unacompañía de la Victoria se descolgasepor los carrascales a intentar un golpede mano en las líneas rojas. Él recorríasu sección, vigilando el tiroteo,pastoreando salvas. Tiraban losCazadores y el aire tenía ya el sabor dela pólvora. Luz alta y clara, de esabuena para morir. O para vivir. Para losdos únicos gestos que no toleran ni dejarhacer, ni dejar pasar. Enfrente,sorprendidos y pausados, contestabanlos carabineros rojos.

—¿Os acordáis que de repente todoslos tiros atizaban en el barranco, a la

izquierda de la casa quemada, porqueuna liebre saltó —al fin liebre— dondemenos se pensaba?

Era verdad que nacionales y rojosbuscaban a balazos la diana agitada,ligera y parda, que corría entre líneas,caza caída del cielo. Se disparabaencarnizadamente por ambas partes ysaltaba, herida, la tierra de nadie.Fueron unos segundos de gozo y unprodigio de telepatía el que todos viesenla caza. Aprisa se escabulló la liebre,quizá entre los matojos que crecían a lavera de la tapia abandonada. Laparábola en las narices, pensó Ramóncon su poquito de apóstol.

—Eso precisamos al día siguientede acabar. Una buena liebre sobre la quetirar todos, ellos y nosotros. Una liebreque se resista. Después nos daremos lamano; les daremos la mano, vencedores.

—Qué bueno será eso —rio elsargento Blanco.

El cónclave para prevenir sedisponía a tomar las medidas del tiemponuevo. Pozo quería soltar dos o trescosas que rumiaba desde que leyó unfolleto de propaganda. El pelotilleroaspiraba a destacarse para ver si en lapróxima remesa de oficiales Ramón selo recomendaba a alguno como asistente.El sargento necesitaba llenar su alforja

de palabras cazadas al vuelo para luegoendosarlas en sus cartas a las madrinas.Ramón…

Ramón no tenía suerte: cuandoesperaba el comentario a su parábola letocó el turno a Atilano, voz conindiscutible derecho a opinar. Atilanoera el doce cuarenta rojo. Por lo generalusaba a esas horas un aburrido tiro dehostigamiento. Pero aquello iba en serioy cuando quisieron ir a los refugios, yazambeaban en torno las paredesdeshechas. Se acercó un silbidozumbante que les esparció rápidamente,buscando alivio. Ramón y Pozo, desdeel suelo, vieron al sargento Blanco

detrás de ellos. Como siempre, hablabamal de los artilleros.

—Habría que disolverlos.Cada proyectil se multiplicaba en

las piedras y los muros de adobe sedoblaban como papel. Sin previoacuerdo se orientaron hacia el refugio dela plaza; en la primera ocasión correríana meterse en él.

—Ahora.Salieron pitando, instintivamente

encorvados para alcanzar mejor elsuelo. Al tiempo justo de desplomarse,guiados de instinto y oído, oyeron elcercano zumbido y en tierra seencogieron sus vientres musculados y

jóvenes. En suspenso el tiempo, sabíanya que aquélla venía por ellos. Lesvibró el cuerpo, cerraron los ojos,hundieron el rostro en el polvo, se lessecó la boca mientras el corazóngalopaba y no pensaron absolutamenteen nada. Explotó el proyectil y sus venasamenazaban con romperse bajo la piel.Ramón vio cómo el único árbol caía.Primero saltaron unas ramas secas;luego, el tronco mismo pareciósorprenderse con un vaivén de asombroy finalmente se desplomó, dejandoalgunas raíces al aire. Azufre sinexorcismos.

Detrás, un tibio quejido les volvió a

la vida.—Nos ha seguido el sargento.Hicieron el camino al revés. A doce

pasos el sargento moría con el vientreabierto. A cada palpitación brotaba lasangre de las entrañas y los ojoshundidos hacían más pálida la cara.Estaba bocarriba, sobre una cercatumbado en la postura que le dejó laviolencia de la onda explosiva. Loecharon al suelo.

—Hay que llevarlo a la iglesia.Al intentar moverlo se quejó con

más fuerza. Cogió con su mano queperdía calor la de Ramón. La del alférezRamón. ¿Qué quería decirle con los

dedos sobre sus dedos, con los ojossobre sus ojos, el moribundo que habíaprofetizado qué bueno será eso?

—Vamos, Pozo, antes de que tiren.El sargento miraba sin ver, no

preguntaba nada, lo había dicho todo.Ramón le hizo la señal de la cruz en

la frente. Seguía Atilano —el cabrón deAtilano— atizando en las ruinas,escarbando en la miseria. Cómo odiabaRamón. Entre los proyectiles la muerteazuzaba el recuerdo —ya era unrecuerdo, caliente aún, tan cerca que sinalargar el brazo lo tocaba— delsargento Blanco. Tenía veintiún añosaltos y atléticos y había hablado —qué

bueno será eso— con veintiúnoptimismos, mirando a todos lados, conla vista rápida porque se cansaba prontode tener los ojos fijos en un sitio. Élquería vivir cada minuto más y sabersemejor cada minuto el pequeño turismode las posiciones. Nadie como él paraindicar al recién llegado los puestos ylos caminos y las chabolas: hubierahecho un perfecto viajero y hasta sedaba un aire de excursionista perpetuocon sus pantalones de gudari,abombados por el tobillo. Enseñabaretratos de chicas —mire, mi alférez— ysus camaradas decían que era su noviauna morena vulgar, que celaba él de

ardorosos comentarios. Dentro de unrato el páter buscaría entre los papelespara ver si era necesario escribir a unamuchacha. A la noche, en el cementerioque cerraba una alambrada, loenterrarían. Tenía razón Pozo: o servíael morir para algo superior y hermoso oera un crimen matarse. Podían darle alsindicalista del banderín verde yenterrarían una viva razón de laexistencia. Podían darle a él mismo, aél, que cantaba, a él, que amaba laPatria, a él, que se sentía elegido entremuchos, a él, que creía tanto que hastadudaba. Dudaba también. Podía tener elvientre abierto y descansar sobre un

charco de sangre, sobre un fango rojizo,podía buscar con mano helada otra manoa que agarrarse, ardiente clavo,seguridad final. Podía ver como últimopaisaje un horizonte ruinoso, moribundo,en el que las granadas se cebaban comocuervos. Podía ser hurgado por aquellasratas calvas, enormes e insolentes queno se asustaban de nada. ¡Ah, pensar quesu muerte podía ser inútil ledesesperaba hasta la cobardía! Seadvertía desnudo, miserable, impotente,como un animalillo ante una fierainevitable. Tenía un miedo oscuro,brutal, que le llegaba desde su raíz máshonda para recordarle su humilde

pequeñez.Pero la fe es para las ocasiones y

alzó la vista más tranquilo a tiempo dever cómo el último pepino arrastrabauna pared interior y hundía en losescombros una estampa renegrida, conmarco dorado, pormenor hasta entoncesdesapercibido de una intimidadevacuada. Esperó unos minutos. Habíavuelto el silencio y pensó literariamente,pequeño lujo después del miedo, quefabricaba la paz con su mirada.

—Espera un momento, Pozo.Miró al sargento. Con mano insegura

registró los bolsillos del muerto. Lesoltó la cadenita que colgaba al cuello,

con una medalla del Pilar. Amontonó lospapeles y la cartera. Le cerró los ojos.

—Vamos a avisarles.Salía la gente de los refugios. De la

cocina, llena de humo, los otros dosalféreces.

—Creímos que iba en broma y luegoera peor salir. ¿Dónde te cogió a ti?

—Ahí, junto a la sección. Al lado dePozo que estaba conmigo, mataron alsargento Blanco; un metrallazo le haabierto el vientre. Murió en seguida. Eh,vosotros, recogedlo. Estos son suspapeles. ¿Y el teniente?

—Está con el comandante. Según elfurriel es que han llamado a todos los

jefes de compañía. Se fue a primerahora.

¿A qué te huele eso?Sonrió.—Pches…, a humo.Y entró en la cocina. Ardía una

buena fogata; cada día los asistentestraían vigas para alimentarla. Las ruinaseran la carbonera de la medía brigada yhasta el almacén. Husmeando, lossuertudos encontraban de todo lonecesario. Pablo encontró unacolchoneta. Pozo, hilo fino, como pararopas de novia, y el furriel, que era unsentimental y tenía en la cartera unafotografía de su novia, él de jeque y ella

de odalisca, encontró un guardapelo yestaba ya escribiendo un cuento.

Se coló el practicante. El practicantetenía la obsesión de contarles lo quepensaba hacer con su mujer cuandovolviese al pueblo. Fue a la guerrarecién casado, con la miel en los labiosy la esparcía, nostálgico, enconversaciones. Se respetaban pocascosas, pero cuando sacaba a relucir eltema, con los ojillos brillantes,escasamente se le tiraba de la lengua.Era curioso observar a cada cual con sumanía. Uno con los dulces, la leche y laúlcera de estómago. Otro, Juanjo,buceando siempre en temas literarios y

dando vueltas a su pesadilla amorosa.Ramón, la política, la política, la fuerza.El teniente hablaba de su carrera demedicina y escribía cartas a su novia.Cuando todos hablaban de sus novias yse hacían confidencias, era inevitableque un viejo alférez de ametralladorasdijese siempre lo mismo, algo quesonaba como un bombazo y que heríasus concepciones del noviazgo. Algoprimitivo y con un innegable fondorazonable.

—Yo quería saber si mi novia podíatener hijos. Hasta que no lo supe por mispropios medios, no me casé con ella.

Al anochecer llegó el teniente, con

aire de pastor, apoyado en la gordacachava. Se levantaron los tres a untiempo, dando las novedades. Hablarondel sargento.

—Bueno, hombre, suelta prenda.—Es fácil: hay que cenar pronto,

completar la dotación, ver cómo anda lagente de bombas, repartir dos ranchos enfrío, darles coñac y llenarles luego doscantimploras por escuadra, formar yunirnos al batallón en la carretera.Cambiamos de sector. Volvemos al sitioviejo, luego os lo diré. Hemos ido conel comandante a echar un vistazo alterreno.

—¿Nada más?

—Sí, lo que estás pensando. Lo demañana le toca al Bon. Primera ysegunda sección de vanguardia. Tercerade reserva. La compañía de Riveiro va anuestra derecha. A la izquierda, los deAmérica. Luego os explicaré tododetenidamente, es fácil. Además les vana largar cuarenta minutos de preparaciónartillera. A la H cuarenta saldremosnosotros. Hay que darse prisa y cenar.

Sobre el cajón estaba la mesapuesta. Sirvieron los asistentes. Hubo laacostumbrada discusión por aclararquién hacía de maestresala; entraba en elrito de cada comida. Sentenció elgallego:

—No se puede dudar. Te toca a ti.Y señaló a su asistente. Este

murmuró y acabaron riñendo en sulengua: también esto era tan ritual comolas fórmulas de un grimorio. Usaban elcastellano para el servicio, pero a lahora de reñir echaban mano del gallegolos dos paisanos, alférez y asistente.

—¿Qué tiempo hace?—Ha calmado el viento pero está

helando. Si sube un poco la temperatura,nevará.

¿Era un parte meteorológico o undeseo?

—Entonces, cosa sencilla, ¿no?—Sí. No creo que lleguen los

periodistas a comentar una ligerarectificación de frente.

—Perderemos la fama, santo cielo.No sonarán las trompetas.

Giró la conversación.—Habéis tenido un buen follón esta

tarde. Veinticinco minutos justos detomate. Desde el cerrillo, encima delvalle donde está el batallón, cuandovolvíamos de ver el terreno me parecióque no iba a encontrar ni un botón alvolver, ¡y sólo el pobre Blanco…! Malasuerte la suya. Si al menos hubiese sidomañana, haciendo algo…

—Es igual. Siempre decimos lomismo. Si tal, si cual, si mañana, si

pasado. Pasa que no es agradable morir.Salieron hacia las secciones: el

cielo ofrecía un gris amenazante. En elcementerio cercado de alambrada,detrás de la iglesia, hacían sitio alsargento, y los que salían de la segundasección para formar en la calle no sedaban cuenta de que pisaban sangre.

* * *

A las nueve de la noche llevabandos horas de marcha. Nevaba a ratos,sin cuajar. Era un buen muestrario delinvierno la enorme noche. Después delprimer descanso principió de nuevo el

vendaval. Ventiscaba rudamente,dificultando el paso; se inflaban loscapotes como velas y golpeaban,tintineando, los cascos colgados delfusil o junto a las cantimploras. Elpasamontañas abrigaba las orejas y unsiniestro aire ruso les entenebrecía elaspecto. Apenas hablaban. Al lado deRamón caminaba Benito, el fantasmónde Benito: su enlace. Chiquito y ancho,fuerte y maula, arrogante y sucio,fanfarrón, embudista, valiente y a vecescolmado de temores, era grave, risueñoy hasta disciplinado. Tenía la figura deun orangután simpático.

—Así fue, mi alférez. Ya estaba

hasta los pelos del ranchero ese y estatarde me fui pa él. ¡Lo hubiera visto…!Del primer trompazo le batí las muelasal suelo.

Con una sonrisa encarcelada en lalana del pasamontañas que quizás tejióuna niña que soñaba con guerreros deRubén, finalizó el enlace su perorata.

—Le he dao la gran paliza —y sesorbía los carámbanos, aspirando fuertepor sus anchas narices.

Ramón se había enterado de todo locontrario, pero calló, acostumbrado alas fantasías de Benito. A Benito se lepodían perdonar estos excesos, que susbuenos golpes le costaban, por su

orgullo de infante. En ese punto, Ramónse ligaba a él. Benito notó con instintocazurro la debilidad de su alférez yprocuraba dejarse ver en momentos queél juzgaba maravillosos: exhibía enpropio beneficio su teatrillo interior.Canturreaba un verso, él decíaobstinadamente que era un verso y lomachacaba en dos golpes como no séqué pájaro de cetrería, especialmentecuando un paisano suyo de laIntendencia divisionaria iba a visitarlecon algún presente comestible. Benitoadoptaba la pos de un Bunda indiferente.Conversaban amablemente mientrasduraba el salchichón y el vino. Y luego,

ironizaba: «Intendente–prudente;intendente–prudente».

Miraba de reojo al alférez, consorna maligna. El paisano ni se enteraba.Para Benito la prudencia era un pecado,pero él, barro vil, en ocasiones hasta serefocilaba en ella. A veces tenía frasesfelices que hacían reír a todo elbatallón. A un oficial que le reprendió ledijo humildemente:

—Perdón, mi teniente; es que tengolas tripas cantarinas.

Una temporada la pasó enametralladoras, en la dotación de unamáquina rusa cogida al enemigo.Contaban que cuando el comandante, al

oír la buena voz de la ametralladoranueva y ver a Benito con la carailuminada de felicidad, le preguntó:«¿Qué, salen bien?».

—Ah, mi comandante; se dan hostiaspor salir —contestó Benito frotándoselas manos de puro gusto.

Lo retrataba, según acostumbraba arepetir Ramón, el que a la orden deapagar cigarrillos comentaba siempre:

—Eso no va conmigo. Y si va, nome da la gana de apagarlo.

Pero cuando no le veía ningúncamarada, estrujaba la lumbre contra elguante de cuero y se echaba la colilla albolsillo. Sus ideas eran nobles y su

instinto le ordenaba obedecer; pero unrastro de anarquía vagaba por su cabezay se avergonzaba de las más bellascosas.

Benito, fantasmón, maula, valiente,iba silbando junto a su alférez, por nodejar de hacer algo. La músicaamericana —la de arriba, la negroide—constituía su fuerte sentimental porqueen su pueblo era él quien tocaba el jazlos alegres domingos aldeanos.Hinchaba los carrillos, chascaba lalengua, hacía extraña gaita con la laringey con la nariz simulaba una lánguidaguitarra de los mares del sur. Ahora,entre teológico y galante, copleaba por

lo bajo, harto de silbar:

Viva Dios, que nuncamuere,

y si muere, resucita;viva la mujer que tieneamores con un fascista.

La copla venía desde las guerrasciviles pasadas y la mujer tenía amorescon un carlista. Pero como su alférezllevaba la camisa azul, él cambio laletra.

—¿Hay frío?—Bastante, Benito.—Nadie lo diría. Tiene usted rojos

los pómulos.—Pues qué bien…Era el timo de moda. Benito recogió

la conversación de los que marchabandetrás e indagó cerca de Ramón.

—¿Es verdad que vamos a África?De vez en cuando ese rumor aliviaba

la frígida intemperie. Charlaban depalmeras, de playas y de unas ardorosasmoras y con eso restablecían unatemperatura soportable.

—¿Quién te lo dijo?—Se lo oí a un capitán de la

Victoria, y como aquí atrás vancharlando del relevo, pues me heacordado.

—Veterano —Ramón hablabanapoleonicamente—. Si se la oíste a uncapitán es mentira. Las noticias ciertassólo se les oyen a los rancheros.

Ramón deseaba que llegase eldescanso anunciado para medianoche.En la oscuridad la caminata adquiría untinte fantástico. Cuando salieron delpueblo ruinoso y cruzaron ante la iglesiacon su torre agujereada, milagrosamenteerguida, estaban más cerca de la guerraque en las posiciones. Detrás de losarbolejos desamparados, más allá de lacharca helada, la tiniebla y ladestrucción campeaban por las callejas,rondando como dos perros hambrientos.

En cambio el camino es otro cantarmás vigoroso. El soldado no pela lapava con los caminos, porque no esturista, sino conquistador. Aspira apasar y quedar, no sólo a pasar: y sequeda bajo tierra o se perpetúa en unainscripción a punta de navaja o en unamuchacha amada febrilmente. Marchasde noche, en silencio: es la hora desoltar el pensamiento, pájaro enjauladopor el automatismo. De día, lascanciones. De noche, los pensamientos.Nadie sabe cómo se aprecian a esa horalas pipas, como pequeños hogares juntoa la boca, cuando ya se camina a tientas,casi a ciegas. Parece que el camino le

nace a uno de los pies, de los piesduros, calzados con la ruda bota declavos; parece que el sonido monótonodel paso va haciendo brotar el suelo quequeda por recorrer y poco a poco losojos acostumbrados ven florecer aderecha e izquierda las desvencijadascunetas de la guerra, abandonadas devegetación, sucias, pobladas de papeles,trapos, botellas, caperuzas asquerosasde un rancho fosilizado… Los cablesdel teléfono, desmadejados o a ras detierra. Más atrás quedan tirantes,seguros, tranquilos.

—Dame un latigazo.El viento limpiaba el cielo. La luz

brillante del invierno decoraba lasnubes que se abrían. Vio la luna y pensóen saludarla ceremoniosamente, en elnombre de otras horas y otrashistorietas, pero se abstuvo; no quisocometer liviandades desde la historia.Un cielo crudo con numerosas estrellasapareció sobre el batallón. Templó conel descanso. Con el alto se le acercó elteniente.

—Oye, ahora pasarán con ungarrafón. Dales un buen trago a cadauno. Naturalmente, que no enciendanhogueras. Mira, éstos que van aretaguardia son prisioneros. Dice elcomandante que hay algunos franceses.

Lo último se lo dijo como un regalo.Con el mismo tono ofrecía flores obombones a su novia, «Hay algunosfranceses». Venían fuertementevigilados; quizás los hicieronprisioneros a última hora y no quisierontenerlos de compañeros por muchotiempo.

En el centro mismo de la noche,entré el viento que ahuyentó la nieve y laluna que surgía con el frío, blanca ycreciente, alta diana, se cruzaron losvencidos y los vencedores. Benito losobservaba calmosamente, uno a uno.Descansaron juntos, arraecidos,buscando la hoguera en su propia

humanidad, en la enorme y cariñosaaltanería de los victoriosos y en laesperanza, roída de rencor, de losderrotados. Era la misma miseria y elmismo traje, y qué aire —Dios—, quéaire tan diverso de una a otra cuneta.Los suyos, pensaba Ramón, eranpríncipes desharrapados, hombres alasalto, soldados: con el gesto precisodel que va hacia la muerte. «Loshabríais llamado príncipes por loapuestos, por su arrogante andar, por suaire gentil».

—Hay un comisario francés.—¿Brantóme?—¿Qué? Vaya botas que lleva, de

esas de aviador. De pantorrilla, así nosandamos los dos.

—¿Las quieres?—Yo te daría las mías: no están mal.—No me entero de nada.

Arréglatelas con él. Si el prisionero lohubiésemos hecho nosotros, tuyas serían.Un comisario francés no debe llevarbotas mejores que las de Benito.

Benito se escurrió. Llegaban losrancheros con un garrafón y recordóRamón la orden del teniente; latransmitió a los sargentos. Bueno, alsargento del segundo pelotón y al cabomás antiguo del primero. El sargento delprimero no había podido venir: tenían

que enterrarle, lo habrían enterrado ya.Ramón se dirigía, querellándose,absurdo, al Señor de los acampados.Cuantas veces la muerte le rozaba seerguía en él una protesta del cuerpojoven. Nada tenía que ver el espíritu conaquello, pero es tan débil un cuerpoarmónico, fuerte, bien construido.

—Señor —murmuraba Ramón consu indeclinable tendencia a marearse—,Señor, si nos pones el aire pequeñojunto al albor de la primera hogueracuando ya está irremediablemente heridala tarde, si desvías el viento inmenso delincendio que amenaza los polvorines, sinos das el agua en las marchas, la

sombra en el sol, el pan en el hambre; siquiebras, Señor, las ramas alarmantesbajo el pie del enemigo en la hora enque los ojos no ven, o se cierran; si nosdas, Señor, la necesaria malicia para serveteranos y vivir en la guerra, ¿por quéno nos das la calma ante la muerte? ¿Porqué no nos das la impasibilidad frente alcamarada caído? ¿Por qué se estremeceel cuerpo presagiando la flojedadsuprema? No pueden agradarte losjuramentos ni la venganza y, sinembargo, antes que la oración, rezamossiempre la letanía que reclama sangrepor sangre. El sargento estaba bienseguro de vivir cuando te lo llevaste —

qué bueno era eso—. Quería vivir la pazcon los que lo mataron, con éstos deaquí al lado, y Tú te lo llevaste,Señor…

—Con ese vivales es imposible, mialférez.

Benito volvía cabizbajo de suexpedición a las botas del comisario.

—Hay un extremeño que les haechao el ojo, y en donde los entreguen elcomisario le hace el cambio. Tienen unasuela así de gorda y están nuevas. A versi mañana cazo algo.

Y al ver que no contestaba Ramón,se extrañó.

—¿Pero qué hace usté hablando

solo?—Te han conocido —rio Riveiro

que venía con dos más—. ¿Te pasaalgo?

—No sé. Quizá tengo fiebre.Les cucó el ojo Riveiro, rebosante

de optimismo.—Fiebre, ¿eh?—Algo así. Dentro de unas horas te

veré a mi derecha, espero que tanflamenco como ahora.

—Es que yo no pienso.—Ya lo sabíamos.Y hablando con los otros, siguió

Ramón.—No adivinaréis nunca qué es lo

que estaba diciendo cuando meencontrasteis. Hablaba con el Dios delos acampados y le hablaba de lamuerte.

—Tú eres un gafe, querido —brincóRiveiro—. Si no cambias de tema, mevoy. ¿Qué es la muerte, acaso aquímuere alguien? Sigue mi consejo: dejalos libros, no hables de revolución, nodigas que Benito es de los Tercios, no lemolestes al Dios de los acampados, note preocupes de… eso —tocó con elíndice y el meñique la hebilla delcinturón, buscándola bajo el capote— yven a hablar conmigo. Fíjate qué tema:la mujer española y olé.

El hombre del Oeste, unestampillado grandón que se dormíaleyendo aventuras de caballistas, azuzóa Riveiro.

—Anda, cuéntanos lo de tu cuarto deTetuán.

—Eso es lo que busca.—Ya estáis con lo de siempre.

Después de todo, ¿tiene algo departicular que hable de mi cuarto? Megusta recordarlo en la chabola, y bienque se os cae la baba, niños.

—¿Empiezas por la luz o por lasparedes?

—Hay una radiogramola, unapantalla ancha con Venus surgiendo de

las aguas, un juego de luces apasionado.Cada mujer requiere su color. Tengo unamesa moruna y una cama turca y muchoscojines. En mi casa no busques ningúnlibro político, ninguna novela, ningúnverso. Mis autores favoritos son deJerez. En cambio, a ellas les agradanmis discos: los de la gramola y losotros. Todo esto no me permite sabertanto como tú, ni hacer como tú deapóstol por las escuadras, pero medivierto más que tú y no le meto en líosal Dios de los acampados. Ni hablo deeso, gran cenizo.

—¿Acabaste, Riveiro?—Si tuviese tiempo te contaría más

cuentos. Creo que los necesitas.Los prisioneros reanudaron la

marcha. Benito se puso sentimental, peroel extremeño era impermeable. Junto algrupo de Ramón pasó el comisariofrancés.

—No me explico que lo envíenatrás. Es un francés. Cuando lo hacen…;en fin, es una lástima que no hayas sidosuscriptor de la novela picaresca, perono pierdas la esperanza.

Se reía como un loco, sin dejarrespirar a Ramón, ni al hombre delOeste, ni al otro silencioso camarada.Alrededor descansaba la tropa y corríael garrafón de plato en plato.

—Yo, yo —buscaba que estuviesenbien atentos pensando en asombrarlos—, yo hice grandes cosas con laspropinas de la primera comunión. ¡Ja,ja, ja!

Disparaba su charla hacia lasobscenidades que tanto le agradaban,cuando llamaron a formar. Una tolerantegeometría se advirtió en el margenderecho de la carretera.

—Te han cortado, Riveiro. Elcomandante dice aquello deShakespeare: «Deja tu bebida y tu puta».El añade: en marcha.

—¿Eso decía Shakespeare? Tendréque suscribirme a él.

Se despidieron con un apretón demanos.

—Hasta luego, Riveiro.—Hasta luego. Ya me dirás si

contesta el Dios de los acampados.En la noche se le oía reír. No

pensaba más que en mujeres fáciles.Jamás habló con una muchacha sensibleni besó una boca que no le costase unbillete: no sentía la inquietud del amor,ni de las frases bellas, ni del ruborjuvenil. Reclutaba sus satisfacciones enlos lupanares y vivía como un rey: nodaba más.

Se acercaban al lugar señalado.Ramón reconoció la espalda de las

posiciones que ocuparon el mesanterior. Al menos iba a terminar lamarcha y quizá fuese posible dormir unrato, hasta el amanecer. Un silencioespontáneo cubría el caminar de loshombres. Se sentaron sobre el asfaltomientras iban y venían los enlaces. Lacuarta compañía fue a ocupar su puesto.Las secciones de vanguardia —Juanjo yRamón— se tumbaron en una zanja depoca profundidad, protegida conalambrada sencilla. Enmudeció el vientoque pudo llevar rumor ofensivo a los deenfrente, y arropados en los capotes,pegados los cuerpos para espantar elfrío, la leve humedad que dejó la

nevada, durmieron unas horas. Quedó lanoche clara, velando.

Ramón despertó con el alba. Salía elsol por las posiciones enemigas y élproyectaba asaltarlo, asaltar laprimavera después de una marchanocturna. Triunfar plenamente: discurríasobre cómo sería su entrada en lasciudades libertadas, en Madrid. Élquería ver cuándo se izaba el triunfo, noen los mástiles, sino en los ojos de lamuchedumbre. Iba a ser aquél un asaltoextraordinario en el que las manos secubrirían de luz y el cuerpo de vigor ydel que volvería con el casco rodeadode laurel. Era lo natural en Ramón y no

le dio tiempo a sonrojarse porque elteniente le llamaba. Asomaron el coco.

Frente a frente, los eternos pinaresdel fondo. Desde la tierra secaavanzarían hacia la tierra verde: unarazón más que añadir a su pensamiento.Se explicó el teniente y Ramón leescuchaba silencioso.

—¿Entendido?—Sí.—Por ahí tienes cortado el alambre,

¿lo ves?—Sí.—De acuerdo, Ramón. Que tengas

suerte.—Igualmente.

Pusieron los relojes a tono. Tras unapausa, comenzó a tirar la artillería.Primero tanteando, luego, con furia.Cambiaba el paisaje enemigo y sólo porla línea donde nacía el humo adivinabala trinchera roja. Los pinares seevaporaban a la vista, como en un trucode rabiosa prestidigitación.

—De todas formas, yo te avisaré.Saludó. Benito acababa de

despertarse y los demás también, aunquehacían el gesto de guardar eldespertador bajo la almohada. Delantede ellos, nadie: la tierra que pisarían.Había que lanzarse hasta abajo y luegosubir y luego, luego Dios diría. Recordó

un artículo de fondo: «porque ellos, losmiles de combatientes que forman laardiente vanguardia». Más bien fríavanguardia, helada vanguardia montadasobre el amanecer. Eternamente sobre elamanecer.

—Sube al palco, Benito, que voy aarengarte. Pero no me digas que tengoincontinencia oratoria. Si fuese oradorno estaría aquí. Toma: ésta es unaexcelente arenga para ti, que ya lo sabestodo.

Le alargó la cantimplora de coñac.—¿Te parece buen desayuno?—A su salud, mi alférez.Alzó la cantimplora por encima del

parapeto, brindando por un porvenir queya tocaban sus manos. Seguíamachacando la artillería con todas susvoces. Crecía el tumulto. Crecía lahumareda. Crecía el sol. Algunosasomábanse al espectáculo, pero lamayor parte, tumbados en el trincherón,parecían ignorar la mañana. Uno quehabía bebido demasiado, vomitaba. Lasheces rojas tenían el color de unatardecer.

* * *

Ya. Sobre la tierra. Camaradas de latierra. Llevan en la espalda, como una

mochila, cientos de paisajes y bastantemás de un asalto de este género.Adelante. Han combatido en el verdenorte, en las tierras amarillas deSigüenza, con sol y con frío. Los climasy los hombres caen a sus pies, rendidos.Lo saben todo, se lo juegan todo. Hanatravesado ciudades y pueblos, caseríos,pequeñas aldeas, solitarias parideras yhan devuelto a Cristo ermitas huérfanasde romería, ensangrentadas de barbarie,de sacrilegio, de lujuria, de instintivasmisas negras. Han repicado lascampanas de sus espadañas y el repiquenuevo les ha cantado el paso a ellos,conquistadores. Y ahora van hacia la

zanja que cruza el pinar. También esazanja corta, triste, estéril, inmunda, lanecesita la Patria. En medio del horrorbélico, del humo, de las granadas, delruido, ellos ven una luz para sus vidas,una razón para su muerte. Esa luz misma,tan clara, que aureola los cascosembarrados.

Las caras pálidas y los ojos bienabiertos para todo lo que esté delante.Ya. Ligeros, alados, de salto en salto,uniendo la prisa con la calma, el hombreal hombre, la escuadra a la escuadra, lasección a la sección, la compañía alfuego que vuela silbante. Ya. Sobre latierra; detrás de las alambradas, detrás

los amigos, detrás el mando, detrás elamor, detrás el suelo firme, detrás loshombres erguidos, detrás los que dirán:«han hecho poco», detrás las mujeres,detrás los que discuten; delante la Patriay los que obedecen, y ellos, lo deenfrente. Sobre la tierra, aguda, veloz,desplegada, la cuarta compañía.

Pesa toda retórica y acude todoinstinto. Hombres nuevos con sólo unosmetros hacia la verdad, Ramón y lossuyos. Camaradas de la tierra,camaradas del aire que empieza acribarse, a ser agujereado aisladamente,a envolverles con frescura el cuerposudoroso. Todavía hay saliva y puede

escupirse en una cubierta. Van midiendoel tiempo y el espacio. Cuanto más seacorta la distancia, más lejos queda lovano, lo intrascendente. Se han hecho degolpe hombres simples que morirán omatarán sin complicaciones. Primitivosy duros, ahora son mejores que nunca:jamás hubo mayor pureza, másdesinterés, más coraje. El olor delcombate les incendiaba las arterias.

—Adelante, Benito.—Vamos de rechupete. Ni una baja.—Se portan los artilleros.Ya. Un salto más y vendría el

silencio. Sobre la tierra temblonadescendería el silencio; un instante

fugitivo, mínimo y vendría el silencio.Pero el discurso más largo, mássinaítico, no diría más que aquelsilencio en el último trecho de laaproximación. No movería a las genteshacia un peligro más cierto.

Tosió Ramón estrepitosamente,ahogándose. Atisbo detrás el banderínverde del teniente. Era más difícil verlo,metido ya en la tierra que encaminaba alpinar. Él ocupaba el centro de lasección. Benito esperaba con la miradaatenta. Ojeó el reloj: faltaba poco,poquísimo. Estalló una granada próximaa ellos.

—Estaría bueno.

—Calcule. Tiene usté poca correa.—Pero queda poco.No supo si al ponerse en pie se alzó

el silencio o si el silencio lo levantó él.En todo caso bien pronto ametrallaron lacalma. Como siempre quedaban los tíoscon ganas de disparar. Era el instante decara o cruz. Ahora había que rebasar ala muerte en los últimos cincuentametros. Avanzó seguido de una ola delocos. A la derecha zumbó una bombaprematura y calló una máquina. Lestocaba a ellos. Antes de cruzar lasalambradas deshechas describió un arcocon el brazo derecho y la mano —lamano noble de saludar, la de escribir, la

de pintar, la de matar— soltó la pelotaroja al tiempo de tirarse al suelo. Benitolanzó la suya. Un enemigo les saludó conel brazo: era la burla involuntaria de untocado.

—Ahora, Benito.Nadie vio más. Si acaso el

desplomarse lento de uno de los suyos,unos pasos detrás; lo adivinó más queotra cosa. Por el casco arpillado debíaser Parra el barbudo, arrastrándose acubierto. Se agruparon los gritos y latromba saltó a la trinchera. Levantabantres milicianos los brazos y huían otrospor la contrapendiente. Tiraban sobrelos fugitivos y en la nueva tierra de

nadie rodó uno. Corría agazapado y alsentirse herido pareció estallar,lanzando brazos y piernas en una piruetainverosímil. Quedó inmóvil. Ramónorganizaba la posición y los fusilesametralladores ya hacían fuego.

—Ojo con esos.—Llevadlos detrás.Amarillos de miedo creían en su

segundo fusilamiento. La artilleríavolvía a hostigar, muy adelante.

—Toma, hombre, toma.Le daban coñac a uno que no se

sostenía en pie. Echaron a andar y corsus brazos levantados parecían clamaral cielo.

—¿Qué?—López y el andaluz, heridos. Parra

lleva un tiro de vientre. Los otros noparecían graves.

—A Parra lo vi caer. ¿Y usted, hatenido suerte?

—Ni una baja.—Me gustaría saludar a Parra.—Vaya por la hondonada. Han

puesto allí el puesto de socorro.Se sintió extrañamente cansado. Le

chirriaba la respiración en tono agrio yel corazón le daba golpes fuertes yrápidos. Tac–tac. Tac–tac. Continuóordenando la sección mientras mirabacasi furtivamente el paisaje nuevo.

Sabía que detrás de él, un hombre conprismáticos vería un gran cuadro comoen la galería de las Batallas. El y lossuyos eran una porción minúscula. Parratendría los labios blancos y el gestofinal del hombre. ¿En qué bolsillo, elcalendario? Bah, podría no ser tanto ytener suerte. Merecía tenerla; no se leocurrió rezar, sino cambiar de sitio unfusil ametrallador. En caso decontraataque cubría más campo. En laboca notó un sabor salado y escupióvarias veces. Llegaban los deametralladoras.

—Esto está fabricado a propósito.—Aquí me quedo. ¿Qué tal, Ramón?

Hizo un vago ademán. Cantaban:

La metralla, lametralla

mete un ruido queescaralla.

Se sentó vacilante y tropezó su vistaen un recodo de la posición con unmiliciano muerto. La metralla, lametralla, pero el corazón también.Estaba el rojo mirando el cielo —unahermosa nube le recorría las pupilas— yen la boca se le cuajaba la sangre.

¡Qué idea!Le vino a la memoria el sabor

salado y algo le encendió en temores. Untemblor confuso le ganaba el cuerpo depies a cabeza y quiso echarlo al diablocon un trago. Son nervios, pensó.Después se levantó, buscando sussalivazos. Benito, extrañado, se fue trasél.

—¿Qué es eso, mi alférez?—Nada. Se me ha subido el asalto a

la cabeza. Dame lumbre.El humillo de la mecha le hizo toser

fuerte y la sangre le desbordó la mano ypuso en el cigarrillo como la huella deunos labios pintados. No era capaz deestar derecho y no sentía dolor, sinomiedo. Miedo a secas.

—Mi alférez…—A Parra en el vientre. Los otros

dos heridos. Tu alférez, ya ves,cochinamente.

Repitió el golpe. Palidecía hasta loinverosímil y el mundo le aplastaba lasespaldas.

—Calle ahora.Lo arropó cuidadosamente. Llamó a

un camarada. No sabía qué hacer.Aquello era imprevisto y para aquellono servían los paquetes de cura. «Unoviene a otra cosa», se dijo el fantasmónde Benito.

—Oye, di al teniente o a los otros…Se calmaba el fuego. Ya. Antes

sobre la tierra, ahora metido en la tierraque le recordaba una tumba. Tambiénesa tumba podía necesitarla la Patria. Enunos metros cambia el destino y unhombre se hace un guiñapo coronado defrío sudor. Benito quería decir algo,alejar aquel silencio, pero nada se leocurría. Por fin, mirando al miliciano,opinó casi sonriente:

—Esas botas no merecen la pena.Cruzaban junto a Ramón sin

apercibirlo, pero Benito se secó lamejilla con el dorso de la mano,restregándose vigorosamente. Esto, almenos, le consoló.

* * *

De tren a tren va la vida y aunquepara un soldado partir no es morir unpoco, sino vivir del todo, en aquelmomento Ramón pensaba que se moría achorros, generosamente, sin que lamuerte le correspondiese con el honorde reservarle una hermosa ocasión dedecir adiós al mundo que amaba. Todose ha acabado con el tren malditoporque —señal de piedra blanca— porvez primera comprueba Ramón que ladificultad, que la adversidad no sólo no

le sorprende sonriente, sino que ledesbarata el menor intento de alegría. Ydonde no hay alegría, no hay soldado, ydonde no hay soldado, no hay hombre.Queda, apenas un pellejo fundado enhuesos que va dejándose la sangre por elsendero, sin que el enemigo —eso, esosobre todo— haya dado origen a lahemorragia. Es lo mismo que si nohubiese guerra. Uno se pone enfermo yliquida sus esperanzas sin cruces, que nosin cruz, sin honores, que no sin honor.De tren a tren, qué importan los días querellenan las dos estaciones, se funde unhombre como la nieve en abril y tienecierto derecho a meditar si será como la

humedad abrileña, agua dulce ygerminadora, o si será necio barro,montón de miseria que hará taparse lasnarices a los hombres y Ies avivará elpaso. ¿Es Dios justo al matar así, así,tan pobremente, tan sin gloria, a unvarón que lleva con coraje sus armas ysoporta con valor las contrarias? EntreMambrú que se va y nadie sabe la fechade su vuelta, que se va y no vuelve, quedeja un amplio margen para elimaginario laurel, y este mísero Mambrúque vuelve con fiebre, amarillo,acatarrado, colítico, apestoso, hay unaenorme diferencia, según piensa Ramón.Nada se reparte equitativamente, menos

la muerte, que se da a todos. Mentira,mentira: en la muerte hay clases yprivilegios. No da igual morir quemorirse. Ni da igual morirse a que lomaten a uno. Ni es lo mismo el garrotevil que el fusilamiento, ni elfusilamiento que el paseo canalla, niéste que la muerte limpia de un buen tiroen la cresta. Es justo que cada cualmuera como merece. ¡Ah, Don Álvarode Luna y Vasco Núñez, qué ocasión deconsolar a este soldado que no seresigna a ser evacuado en un trensanitario casi exclusivo para enfermos!¡Ay Vázquez de Arce, el de la vegagranadina, también con la espada y la

letra, triste ahogado! ¡Ay, mi señor DonJuan de Austria, apestado en Holanda!¿Por qué no pensar en ellos? ¿No piensatampoco en ese Cristo al que rezapidiéndole plaza para un bello morir?

Pero Ramón ha bebido el licor de lafuerza y ha sido, un tiempo, campeón delos cien metros. Sabe que los fuertestienen derecho a todo y no ha pensadojamás en los débiles ni en la debilidad.El mundo es un problema de fuerzas: lalozanía frente al mismo. A él no se le haocurrido jamás toser para llamar laatención de la mujer amada. Se le haocurrido, por ejemplo, meterle unapedrada en la cabeza al rival

favorecido. No ha pensado nuncaseriamente, nunca, a pesar de la absolutaextensión de la palabra en pronunciar undiscurso de cara al adversario, sino entirarlo al suelo y patearle con sushermosos razonamientos del cuarenta yuno. Hay épocas de lozanía y épocas demimo: él nació al borde del mimo y deun salto —su primer salto— abordó laorilla fresca y alegre de lo primitivo. Laorilla abanderada por los sentimientosmás primarios, más altos, menosalambicados y, singularmente, másdifíciles: aquí el amor, el honor, lasarmas, la Patria, el gusto de la ventura,el andar sin descanso, cantando y, al

final, Ja bella muerte de los héroes. Enla orilla pringosa que abandonó, lo sutil,el diálogo —¿qué vale el diálogo, pormuy griego que sea, junto a la arenga?—, un sofá despellejado para hablar deamor sin pensar en los hijos, sin pensarse llamará Juan y será vencedor, sellamará Ignacio y será santo, se llamaráMaría y será madre; un sofádespellejado, libros, fuego manso, nobrava hoguera de campamento, agua sinsed, vino sin pelea, camino sincompañía. No camino: ágora, mentidero,lugar de charlatanes, no redonda plazade armas. Donde reside el no y dondereside el sí: y en medio, el agua turbia,

turbia, de los que no dicen nada, de losbrutos silenciosos, de los magníficoshuecos de los cobardes. Él dio el salto.¿Por qué ahora le escamoteaban el fin aque tenía derecho? ¿Por qué ahora veníala muerte, desde otro siglo, muyliteraria, muy blanca, muy civilizada,con violetas en la cintura, cuando él sehabía alistado para la muerte frenéticasobre la tierra recién conquistada, sobrelas hierbas recién holladas? ¿Por qué loconducían a morir como una animalenfermo, lejos de las trágicascastañuelas que repartes el dolor y elgozo? ¿Por qué le alejaban de aquellaenorme zarabanda #le llevaban, lejos, a

morirse de asco, entre sábanas limpias,quizá —Dios no lo permita— con unlibro de alados versos en la mano,cuando es el fusil el que da la armonía alos mejores sonetos, cuando es la vidafrente a la muerte el más enorme y bellode los versos? Tan agarrado le tenía ladesesperación, que era capaz depermanecer silencioso, pensando conobstinación que cuando el trenarrancase, él estaría muerto y bienmuerto, diablo. Tren de Academia, trendel frente, tren del hospital: en suma,todo academia, porque si entremármoles y rosas habitó el pensamiento,en mitad de la destreza, en el centro

mismo del valor, de lleno en la miseria,en el desamparo, en la ruina, habitaba lafe. Y esta fe, a pequeños ratos, leamordazaba su también menuda protesta.Sí, sí, menuda…

Al fin, desde un rincón le consolaroncon gracia. Su camarada de viaje teníael suficiente aire de pequeño fauno paraencontrar cualquiera razonada susospecha. Le había mirado el pañueloensangrentado: quizá asomó en susapasionados ojos algo parecido a lacompasión, pero —vivo, el hombre— sedio cuenta a tiempo de que la compasiónno era fruta agradable para Ramón,febril, tendido, triste…

—Tienes razón: el doctor Kochpudo haber inventado otra cosa. Ya nohay más remedio que echarle valor altoro.

Sonrió Ramón a la insinuación:valor, eso, valor. Y tuvo que trocar lasonrisa en risa por la confesión del otro.

—En cuanto a lo mío, puedes creerque es peor. Nada por allá, nada poraquí, ni por allí. A ti te lo digo porqueno te conviene hablar: tengo una orquitistraumática; pero verás cómo piensanmaliciosamente. Y luego, con esta bocagruesa y esta nariz ancha, ¿se podríapensar de otro modo? No te pido que mecontestes. Ni te convienen esfuerzos ni

ignoras la existencia del espejo. Yotampoco.

Venía la noche triste sin que Ramónpensase en Otumba; Era desesperantedespués de todo esa manía de ligar lahistoria con un pequeño accidenteparticular. A los flancos del tren seacercaba la última carga: los heridos deaquella tarde. Las ambulanciassangrientas le parecían un alegre jardín.Morir como los fuertes, eso es todo, sinolor a camelias. Por los departamentospróximos iban colocando a los reciénllegados. Luego hubo un silencio, a lamanera de preludio. Después un médicoy un practicante recorrieron el tren.

Ramón sintió como medio abrían lapuerta y oyó —claro, decía, oído detísico— la voz del practicante:

—Nada mi teniente. Una orquitistraumática y unos vómitos de sangre.

—Ah, enfermos…La puerta se cerró, indiferente.

Ramón apretó los ojos y los puños y elfauno se acercó a él trabajosamente.

—Tienes razón. A mí aún me quedauna posibilidad, hasta más de una.Dentro del mes volveré al jaleo y puedeque me aticen. Me alegraré de que no.Pero siempre me pasará lo que a ti:tendré mis preferencias. Y ahora basta,duerme y sueña con los angelitos. Tienes

derecho porque tienes piojos. Duerme,hombre, duerme, y pide porque la riñadure más de lo que parece y puedasvolver por lo que te corresponde. Yotambién pediré y me harán caso, porqueallí ya sabrán que es traumática y no delas otras. Duerme. Tendrás tiempo deconvalecer en un buen campo. Un montecon pinos y flores, sin posicionesenemigas. Un paisaje de veraneo. Tugeneral te pondrá dos letras: «Quieto.Esperamos a que vengas». Y noterminarán sin ti. Aunque haya que pararel carro tres años. Te lo aseguro yo, quetengo a mi madre en la zona roja.Duerme…

Ramón quedó inmóvil como unabandera sin viento. El fauno le acaricióla frente. Luego fue a encender uncigarro y, pensándolo bien, renunció aello. Salió al pasillo al tiempo que eltren iniciaba la marcha. Tenía ya unaidea para tranquilizar a su camarada.Las estrellas estaban distantes y frías. Segolpeó en el fuerte pecho,confirmándose en su propia salud,respigando hondo, diciendo bajo«madre, madre». Atisbo el departamentoojeando inquieto. Su camarada parecíabisbear una oración. Estaba bocarriba,bien abrigado. Supuso que dormía. Yahora sí que el fauno encendió un

cigarrillo mientras, renqueando, hacíauna descubierta para trabarconocimiento con el enfermero. Eran lasocho invernizas. Por los departamentoscercanos charloteaban los heridos y delfondo venía un quejido lento y largo quese agarraba al corazón como él —él,orquítico— a las paredes. Se le cayó lanoche encima y se sintió solo. Madre,madre…

—Al fin, lo mío no es nada. Voy porcoñac —murmuró.

Se espesaba la tiniebla en lasventanillas y una sucia humedad goteabapor los cristales. Se derretía la tristeza.Ramón se sorprendió mucho al ver

abrirse la puerta y que un tropel deheridos se arracimaba en los asientos deenfrente. ¡Heridos!… ¿Y ése quetrepaba hasta la red fumándose un granpuro y se tumbaba con el tranquilocontinente de una maleta de cuero? ¿Y elque cobijaba su sueño bajo la mesita?Bién, después de todo el ruido es sano,pensó. Pero quería dormir, o al menoscerrar los ojos. «Silencio». ¿Era su voz?¿Había él dicho silencio? La palabraparecía sonar lejanísima, lejanísima…Allá. Tan lejana como el silencio quehabía huido. Alborotaban los nuevoscamaradas entre nubes de humo; de lared de equipajes salían, espesas, a

estrellarse contra el techo y luegobajaban, viscosamente, a contornearlotodo. Un humo extraño, pensó Ramón.Un humo ahora celeste, claro, porqueaquello, aquello, «ya lo tengo», era elcielo undécimo, el cielo de losametrallados. Volvió el silencio y losángeles, como David, habían tirado elarpa. Él se lo escuchó eso de David a unmadrileño de la compañía. Todosestaban inmóviles. ¿Serían muertos?Sólo las piernas del de la red se movíanlúgubremente al compás de los ejes.Hubo un día en que él subió al tren; enque lo subieron. Muerto, muerto, muerto,muerto… Era un difunto acogido a una

gigantesca albanega, como un moño demujer. «¡A formar!», gritó y todos sequedaron tan ternes. Luego estabanmuertos, que diría aquel profesor deLógica que sirvió en el Tercio. Unsoldado debe obedecer. Si no obedeceestá muerto. «¡A formar otra vez!». Eraya la orden de un abogado. Dios de losfuertes. Nada: qué undécimo cielo aqu lvagón de muertos violentamente. Almenos, razonaba Ramón, que no seaperciban de mi presencia, porque meecharán a la calle. ¿Qué hago yo aquí,entre gentes razonablementeagujereadas? Pero los bienaventuradosestaban contentos y hablaban y bebían;

quizás un divino licor: ¿qué santo es elpatrón del póker, porque esos cuatro deahí juegan de garbo, con trampas ytodo…? Quizás son generosas estasdivinas podredumbres, porque saben loque es llevar perdigones en el ala.

—Trampas, ¿quién habla detrampas?

—Tendría que ver…—Eso no importa. Mirad: él y yo

jugábamos al ajedrez y el otro nosapedreaba con sentencias eruditas. Sialguna vez pensara matar el tiempo nojugaría al ajedrez; estudiaría alemán,que es más práctico. Y seguíaaplastando piojos. Pero él y yo no le

hacíamos caso, y a lo nuestro. El ajedrezes difícil y serio, pero hacíamos trampaspara no aburrirnos. Trampa que cuela,jugada leal; así en guerra, en ajedrez yen amor, todo vale con tal de no alarmara la propaganda enemiga. Ahora se haquedado solo con el tablero. A mi meatizaron a las tres de la tarde, cuando lehacía cucamonas a su reina. El plomome ha debido atravesar un mate con dosmovimientos y un escamoteo. ¿Conquién jugará, pobre hombre?

—Se habrá olvidado de ti. Seolvidan pronto los de abajo.

—¿Crees tú?—Ca —saltó uno—. ¿Era el fauno o

no? En todo caso, lo cierto es que se leparece, aunque este tipo más encaja enel fauno beato que en el fauno orquítico.Dios sabrá si ha sido seminarista. Ca, demí no se olvidan.

—Bueno, presumido. ¿De qué pastaeres?

—De mí sé que se acordarán. Si tanseguro tuviera el cielo —¿qué cielo, quécielo, qué cielo?—. Ahora mismo,mientras enredan la fogata o enciendenlos candiles o cambian la pila a lalinterna, ahora mismo, es que les oigodecir: «¿Dónde andará ése?». Ya locreo.

Batió a los demás, chascando la

lengua, con altiva mirada, escupiéndolespor el colmillo, una a una, las triunfantespalabras:

—Yo–era–el–de–los–cuentos–verdes.

Recogió su éxito con elegantemodestia, que nadie hubiese pre icho unmomento antes. Ramón olvidaba su malapata profundamente hundido en laconversación de aquellos agujereados.Sería injusto afirmar que había dejadode envidiarles. No, todo lo contrario; sise tranquilizaba era porque el másescondido repliegue de su cerebropensaba en mentirles y oscilaba sucuento fullero entre la metralla o la bala.

¿Qué, fuego o hierro enemigo? De loalto, como la voz de un bíblico judío,descendió, también tonante y muy capazde hacer brotar coñac de las piedras,porque, al fin, algo se ha progresadodesde el Viejo Testamento a nuestrosdías, el heráldico llamamiento delcamarada que se había tumbado en lared de equipajes. A un tiempo agitaba elbrazo y en el lugar de las etiquetas delos grandes hoteles había tres signos deherido. Ramón imaginó los nombres:Talavera, Universitaria, Belchite. Sinpalacios lujosos, he aquí en el brazo deun hombre las etiquetas de sus viajes alvalor. ¡Qué buenas, finas, doradas,

envidiables esas muestras exteriores deunas cicatrices!

—Oíd, oíd, oíd.Debió advertir el encaramado que

los de abajo, al alzar sus asombradascabezas, esperaban por lo menos losnuevos diez mandamientos o siquiera lasuspensión del sexto antiguo, porqueabandonó su tono de convocatoria parala tierra prometida y más humildementerectificó:

—Oídme: es arcangélico. El paraísomismo no podrá recompensarme porhabérmelo quitado. El sigue allí y yoestoy con vosotros. Ya habréis conocidoalgún tipo de esos que se pasan la vida

estudiando sus reacciones paraasegurarse de que siempre tienen miedo.Luego resulta que no le temen a nada;pues así era el mío. Alto y desgarbadohasta que llegaba la hora del saludo;entonces su aire militar se fundía con lapavana. ¿Cómo saludaría a uncomandante vocinglero el célebreminueto de Bocherini si de repente setornase la música en un oficial más omenos sucio? Lo veis, pues así lo hacíaél. Tiene los ojos claros, porque no sabemás versos que aquellos que llevandentro de sí la palabra amanecer. Odiael otoño, las hojas secas, el champán,Edgar Poe, el sol poniente, el jardín

botánico y la tuberculosis.(Ramón hubiera gritado, pero no

pudo).—Pacífico y tierno, jamás le he

visto irritado, y es tan buen camarada —óyelo tú, el ajedrecista— que en suúltimo permiso compró un tablero debolsillo para que se entretuviesen losotros dos alféreces. Mientras juegan,mientras el teniente, que fue suspendidocuatro veces en matemáticas, repasa agritos las cuentas con el brigada,mientras todo transcurre —el silencio,la voz, los días, los hombres, el fuego,las mujeres—, él mira a las estrellas y alas alambradas, y un tiempo feliz en que

guarnecíamos un jardín, lo recuerdobien, él cogió rosas de un rosal y sefrotó las manos con ellas. Despuésperfumó un cargador y se lo soltópausadamente a los rojos. Por todaexplicación nos dijo que allí, en eljardín, cercados de verde césped, laguerra se le volvía dieciochesca,empolvada y casacuda.

—Eh, tú, ¿y dónde está loarcangélico? Hasta ahora sólo nossuministras datos para que sospechemosque es de los de «Disparad primero».

—¿Y qué más?—Calma, muertos de poca fe. Todo

llega. Llegó la conversación en que

alguien habló de la tierra de nadie yhasta dijo la palabra «niemensland».Entonces él juró como un carretero.Mejor que un carretero y hasta que uncarretero italiano. Mucho mejor.«¡Cómo! ¿Qué es eso de tierra denadie?». Nuestra, nuestra y bien nuestra.Desde aquí a Valencia. Esto lo dijoporque era el límite más cercano. Fue unenfado tan estúpido, un berrinche tanfuerte de lo acordado, que el tenientedejó de repasar las cuentas con elbrigada y, aún queriéndole, no pudomenos de dispararle esta invitación:«Mira: yo tengo que acabar con estapuñetera suma y no quiero gritos. Si es

nuestra esa tierra, paséate por ella». Elcortesano desempolvó su peluca y larespuesta fue sencillísima, sencillacomo sus ojos que nos miraban a todoscon risa: «Bien, mi teniente; gracias».Saltó fuera de la trinchera limpiamente yanduvo un gran rato con su paso de«pensionero», mirando los piedrecillas,los cerros, dando pataditas a lospiquetes, respirando el aire como en unsolarium, mientras en su turno silbabanlas balas. Si les decía algo para que nole diesen, no lo sé, pero le creo incapazde parlamentar. Estaba tranquilo ysonriente mientras nosotrosenmudecíamos de miedo. Miedo a que

una bala le volase la cabeza. Para mí,aquello fue como ver a Cristo caminarsobre las aguas. Al fin, cuando la narizdel teniente le pareció excesivamenteenfurecida, volvió a la trincheraalejando el terror que nos consumía.

—En el primer descanso me lapagas.

—A tus órdenes; pero es tierranuestra.

—Un cuerno, tío loco —y todos nosechamos a reír, aliviados—. Bueno;pues a él se le oyó murmurardesilusionado, mientras se ataba unbotón de la cazadora: «Yo creí que esoscochinos tenían morteros…».

En el silencio del vagón cayerondesde la red de equipajes las palabrasiniciales de una letanía:

—Benditos sean los tíos flamencos.—Benditos sean los hombres

bragados.—Benditos los que pisan primero la

tierra de enfrente.—Benditos los que tienen humor

junto a la boca seca.—Benditos los que reparten su vino.—Benditos los que reparten valor.—Benditos los que saben encender

una hoguera.—Benditos los que tienen de sobra

una manta.

—Benditos los que ventean el agua.—Benditos los que ventean el

triunfo.—Benditos los que saben contar su

última aventura de Zaragoza.—Benditos los que le hacen

preguntitas al páter.—Benditos nosotros.—Benditos los de enfrente, que

también saben manejar las armas.—Benditos los agujereados.Ramón, Ramón sin contenerse,

haciendo un esfuerzo que le costabasangre, proclamó:

—Bienaventurados los que muerencon las botas puesta.

Asomó el fauno su pícaro rostro.Tras él venía un enfermó.

—Lo dejé tranquilo. Pero fíjate quéagitado está; y tiene sangre.

—Ahora mismo lo arreglo yo.—Delira.—O reza.—Cualquiera sabe. ¿Quiere usted

hacer el favor de sostenerle el brazo?Voy a inyectarle.

—¿Así?—Sí; gracias.—Es un latazo que no puedan dar

luz. Quisiera leer, no tengo sueño yfumar…

—Tiene usted la suerte de ir solo

con otro evacuado. Túmbese en losasientos y procure dormir. Quedanmuchas horas de viaje. Esto ya está.

Al salir añadió:—Será mejor que no fume aquí.—Hombre, claro.Durmió. Por la mañana un sol que

anticipaba la gracia inevitable de abrilpróximo los despertó. Llegaban. ARamón le dolía la cabeza. Unasenfermeras repartían naranjas y el faunopidió una para su camarada. Mordió elgajo alegremente, Pasaba la camilla porel andén entre dos filas de mujeres. Losheridos parecían prestigiar a fuerza devendajes su enfermedad maldita.

—Ese pobre, qué cara…Diablo, la compasión, asquerosa

moneda. Y, sin embargo, era un zumoagridulce, como la naranja. El fauno loarregló todo. Hizo un gesto gracioso consu extraordinaria jeta y se oyó a la mujerque repetía:

—Ese pobre, qué cara…Ramón tuvo el valor de sonreír y le

apretó la mano al fauno.* * *Le daba fiebre recordar el triste

viaje. Él había llegado ya. No creíaimportante preocuparse demasiado,porque, aunque le dejaban en los oídos,como una vigorosa tentación, la palabra

Convaleciente, se le escapaban eldemonio, el mundo y la carne,abandonándole como inútil carroña.Sabía bien que le quedaban pocas cosaspor delante entre las blancas paredes desu cuarto, en el aire de un insultantejardín en plena primavera. Estaba fuerade él aquel brillante abril; fuera de él,como mitos incomprensibles, lospájaros, las flautas, el surtidor, lossapos de la charca, las nubes, la lluviapimpante de las mañanas, el aromafresco de las primeras flores; no lepalpitaba dentro la alegría, sino un vagorencor al azar que le libró en el asalto.Quizás fue un castigo a la soberbia, a la

duda, al amor a la fuerza, al desprecio,al olvido de la debilidad, a la burla detodo lo enfermo. Quería una Patria sana,en mangas de camisa y sonriendo —aún,aún había un cable sujetándolo a la vida— decía que él se había constipado.Tose el gladiador porque en el caminodel circo la humedad de «le lac» le haresfriado. Ya Ramón no habla. «Estéusted callado, no piense, no sepreocupe». Es fácil decir eso con unpecho que soporta la carrera o la cuesta.Pero pedir que no piense, sin máspaisaje que el techo, un resto de hombrebajo las sábanas; pedir que no piense eshablar mintiendo. Tiene que pensar en

pocas cosas, pero de cierto calibre. Enque se muere. En que no hay más queuna vida sobre la tierra, sin reengancheposible. Uno deja el camino, lospermisos, el libro con tapas rojas deldía del santo, la flor que se oculta comouna vergüenza porque es un recuerdo deamor que ya no se lleva; uno dejacamaradas, deja familia. Deja hasta unanovia que le engañará pronto. En últimainstancia, él se dejaba a él mismo. Y,antes que él, tantos se habíanabandonado. A Luis lo abrió unmorterazo; a Felipe le hicieronprisionero para ensañarse en su muerte;Azín fue a morir con dos balazos en el

vientre, pidiendo que le pegasen un tiropara acabar pronto. A la entrada de unpueblacho vio hombres y mujeresfusilados en montón para que nopudieran alegrarse con los nacionalesque vencían; en mitad de una zanja habíaun muerto oscuro y maloliente, y comocasi lo tapaba el agua, sólo al pisar enél, apoyándose para el salto, se dabancuenta de que era un hombreabandonado en la tierra. En más de uncementerio las granadas removían consu hocico ávido y caliente la pazdefinitiva y agregaban muertoslejanísimos a los jóvenes muertos de laguerra. Morir, morir. Después vendrían

los ángeles, pero abril se quedaba entierra, abril ni soñaba en llevárselo,como un pan florido, debajo del brazo.No piense, no se preocupe, esté ustedcallado y qué más. Qué más. Laconfusión le trajo la paz y Dios se llegóhasta él; un sacerdote le habíaperdonado el saco de Roma, las bravascanciones al Borbón y hasta sus tristespecados con vientre estéril, los pecadosinevitables, la semilla quemada. No seMueva y qué más. Acaso es preferibledetenerse y oír cómo silban en el pechotenebrosas granadas que acaban porestallar mansamente, hechas de malaliento, en su pobre boca. Acaso es

preferible tener la muerte entre loslabios y la respiración apestosa ycaliente como una ciénaga al sol; acasovolverá la sangre a estar limpia por nopensar en que jamás sabrá de nuevo loque son unos labios bajo sus labios. Y,sin embargo, él se agarraba al la vida undía antes.

Llevaron un enfermo de la salageneral al moridero, un cuartoindividual, tabique con tabique respectoal suyo. Tres horas le duró el vecino. Almorir sonaba la radio en el pabellón deenfrente con una musiquilla dulzona,pegadiza, buena para saborear bailando.Oyó los rezos de la hermana y Ramón

esperó que unos justos deseos de apagarla radio a tiros le acudieran a sus flacasmanos de antiguo hombre. Y leacudieron ganas de reír, lágrimas dealegría porque aquella música imbécilproclamaba su vida, su pobre vidadeshecha, enferma, caduca. Pero suvida, en fin de cuentas: su vida que eranada más considerar que el vecino sehabía muerto y que él, en cambio, oía yveía y palpitaba tibiamente y tocaba sucarne miserable. Cuando él no pudiesehacer nada de esto, la carreta de ruedasengomadas vendría por los pasillos y enella le cargarían sin ceremonia.

Lejos del frente también trabaja la

muerte, en zapatillas, brujadesapercibida, negando a los hombres laúltima satisfacción. En medio del bailepresenta su gran tablado, su danzagloriosa; aquí mata sin prisas, sinespectáculo, como un buen funcionarioque cumple con su deber y a quien seconcederá una banda sobre el bandulloel año de su jubilación. Pero ella, terca,nos jubila a todos: nos aparta del trabajode maldecir el mundo que es, después detodo, un trabajo bien confortable y bienrisueño. De bendecir la existencia,agradecidos a Dios, los días quepisamos con el pie derecho.

Ramón ya había llegado. Ojalá no

llegase nunca y menos por este fangosocamino, ojalá no llegase nunca Matíascon su equipaje de frases para hacercallar a los demás. Las últimas, con lacarta última: «felizmente en España yano queda oro más que en las casullas yen los trajes de los toreros». «Toda lacivilización francesa —y a ti te loescribo desde la mañana siguiente a unanoche de trueno— ha servido paraproducir un “rouge” que no mancha albesar. Quedan justificados Francisco I,Enrique IV, Richelieu, Napoleón, Blum,Verdier y Maurrás, por la albura de mispañuelos que me sirven, sin testimoniosde ayer, para decirte adiós». Ojalá no

llegase Miguel. Miguel amaba y elmundo le traía bastante sin cuidado.Pero Ramón, Ramón predestinado,Ramón superior, Ramón gibelino,Ramón litigando ante el Dios de losacampados, Ramón alférez, Ramón consu historia, Ramón ha llegado ya —piensa desobedeciendo al médico—. Yano duda, ya no se desespera, ya no esaltanero: ya sólo es un resignado. Algoasí como un vencido que no se rebela,que cierra los ojos y codicia el mazazodefinitivo. La resignación —¿verdad,Matías?— es un artificio para ocultar laderrota. Seguramente que en cuantotenga un minuto libre el activo

burócrata, Ramón habrá terminado ynadie sabrá qué universo de sueñosnutría y qué mochila de ambicionesllevaba a la espalda mientras, defendíasu paso con las manos armadas. Elmundo —la derecha en las aceras, losdomingos por la tarde, las capitanías, elservicio de los demás, un ramo de rosas,la empresa valiente, las cuatroestaciones, una a una, la chica de al lado—, el mundo es de los fuertes. Y ya —susurra Ramón— he dimitido de fuerteporque no muero como los fuertes. Y sedespedía de ellos.

—Mis soberbios camaradas: yoahora tengo mil años. Mil veintidós o

veintitrés. Mis buenos camaradasafortunados que no admiten el diálogosino con sus afanes. Aquél apedreó unescaparate que ofrecía lujossuperabundantes —lujosos— en horasde penuria. Aquel otro prendió fuego auna pila de libros importantes ycomúnmente respetados. Hacía sucursillo de gran inquisidor. Confrecuencia adoptan —ellos, Dios, ellos— un tono remarquiano, más que nadaporque como acostumbran a tener dediecisiete a veinte años necesitanreforzar con un bachillerato demalsonancias su propia consideraciónvaronil: atendiendo a las peticiones de

numerosas familia que hablan de laexperiencia. Eso sí, necesitan creer ensus treinta años por lo menos, mitad porimpaciencia de poder, mitad por eso tanvago que constituye una barba cerrada.En cuanto cumplan los veintitrés sabránque es un pecado pasar de los veinte.Seguro, seguro: un pecado mortal.

—Yo, querido amigo estaba solo enla habitación henchida de luz y movíasin cesar los labios resecos, yo memuero sin laurel. Mi querido amigo, sinduda miserable corona de laurel, enestas horas, como un viejo baboso queha corrido lo suyo, como un inútil jovenlibertino, como la excelente prostituta

mademoiselle Gautier, de quien ustedhabrá oído hablar.

Su bisbiseo continuo no se oye a dospasos de la cama. En una silla lahermana, con su rosario en la mano, felizante un moribundo que reza. Por elbalcón abierto, abril entra y salejubiloso, brincando como un niñodelante de las trompetas y los tamboresdel regimiento. Es una buena hora depaz, con el Angelus sobre la agonía, y elcielo azul trae el toque de la capillacercana. Un campanilleo agudo, debronce juvenil, como si jugasen a gritardin–don muchachas de quince años. Lahierba se estira, espera paciente el

trébol de cuatro hojas, alborotan lasgolondrinas —hay nidos en el alero dela galería de reposo—, los montesparecen haber sido cuidadosamentelavados, tan claros y tan brillantes, ytodo tiene una gracia infantil, diáfana,reciente y amable. Sólo Ramón estápálido y viejo porque el milagro que lerodea no se le cuela en las venas. Lamonjita vela sus horas, sus minutos.

—Ve usted, querido amigo, como yolo veo, el laurel que cortan para losdemás. Viven pensando en que van avivir, con la alegría egoísta y enormedel que convalece. Los veo posar consus cabezas vendadas, con sus patas

quebradas, con el brazo encaramado…Pues sepa usted que yo tambiénconvalezco, pero espero dejar deconvalecer muy pronto.

—¿Qué dice, pobrecito, qué dice?—Lo ve, lo ve: por allí va Esteban

con su visito. Todos los mediodías pasapor aquí hacia la arboleda. A él lecuelga la manga derecha, hueca, y lebaila al viento como un ahorcado. Perole queda el brazo izquierdo para rodearla pequeña cintura. Se besan. Eh, qué leparece, es bonito o no. Esteban puedehacerlo porque está herido y su boca nomancha.

La hermana, alarmada, acude al

timbre. Está agitándose mucho elmuchacho moribundo que mueve lacabeza pausadamente. Si la monjitasupiese lo que piensa, le diría que todosquedan bien. Por un lado los,ametrallados; por otro, vosotros —lediría—, juventud podrida, envenenadaen mitad del aire. Y Ramón, propicio ala vanagloria, contestaría diciendo quepocos de los que les miren a los ojospodrán mantener fija la vista. Bajarán lamirada hasta el suelo que no se mereceesa mirada porque lo pisamos nosotros.Agujereada y podrida esta poderosajuventud. Pero si uno de nosotros mira alhorizonte, la tarde se le rinde prisionera.

Y piensa, para compensar: hermosafrase, lástima que no me dé tiempo paraenviársela a Matías.

Miró sin ver. Quería hablar y suslabios se movían sin sonido, como sigritaran desde lejos o en el estruendoimponente de un bombardeo. Pasó lavista a su alrededor. Llamaron a lapuerta y entró el cura. Ramón se dabacuenta de que caían sobre sus ojosapagados las solemnes palabras ultimas.Pero su madre no le acariciaba la manoaterrada, mientras rezabadesesperadamente, sorprendida yconfusa. ¿En qué catacumba seguiría sumadre los primeros viernes? ¿En qué

cárcel, en qué cuneta estaría su padre, enlugar de estar allí, entre rebelde ypaciente, mirando la cruz negra sobre lablanca pared? Le fue negada la muerteen el campo y le negaban la muerteapacible ¿O es que le otorgaban esadureza como un bálsamo?

La muerte le entraba por los pies ysuavemente le iba inundando su frío.Sabía bien que cuando aquella aguamansa trepase por las ingles y le llegaseal corazón, todo habría acabado. Omejor, todo habría comenzado de nuevo.Ya aguardaba para pronto el momentoaquel en que su cuerpo se tendiese en latierra, a la sombra de un árbol o de una

tapia, a descansar después del combate,como tantas veces había descansado.Ahora, a algo más que a descansar,porque presentía en los dedos de la finamano, en el vientre liso, en las rodillashuesudas, en sus grandes pies de infante,la hierba que iba a nutrir, la tierra frescay amada que iba a ser.

Quiso santiguarse y le quedó lamano sobre la cara tapándole el gestodolorido, como si se avergonzase deentrar en el cielo con los pies descalzos,malaventurado, mientras en un rincónestaban, deshabitadas, sus grandes yduras botas de clavos.

* * *

«… y es verdad que hasta laprimavera es inútil lejos de ti. Hafracasado abril en mí mismo igual quetriunfó enero como la varainesperadamente florida de San José.Para mí no hay más que dos estaciones:contigo o sin ti. Esto es versallesco,pero sincero. Si me llega el turno antesde que cierren el de permisos, te veré.Quiero creer que te veré aunque, elcomandante, apoyándose en que gano alpóquer suele decirme que no me haga

ilusiones. Necesito verte parainyectarme vida. No me basta elcombatir o el libro de versos. Te quieroa ti.

»Me llenó de tristeza la noticia deRamón. No olvidaré nunca que la nocheprimera de nuestro noviazgo, en plenoinvierno, con ventisca serrana, meadivinó el pensamiento cuando yomiraba a la huerta de los frailes sin tonni son. Entonces me dijo que yo estabaloco de abril y sentí como si la sangredesbordada volviese a madre, llena devigor y como si respirase entrealmendros. Me tradujo la pasión a lapalabra y fue algo maravilloso que hacía

un perpetuo prodigio de la vida. Medejaron sus palabras tan dulcementetranquilo. Yo le llamé loco a secasporque quiso hablarme de Homero y denuestro tiempo. Podía permitirse laretórica: era un soldado. No creí nuncaque un hombre se fuese con el silenciode Ramón en mitad de este alboroto deguerra. He pensado en cien mil formasde saltar a la otra orilla, en mil tirosdistintos y hasta en que si tienes suerte,dices arriba España y listo. En díasgafes, por ejemplo, cuando tú no meescribes, me alarma pensar en quedispongo de una inexplicable columnavertebral. Pero el pobre Ramón me ha

mostrado otra cosa. Le creo capaz dehaberse resignado porque su orgullollegaba hasta el extremo de prescindirdel orgullo. No ha tenido su suerte:merecía mejor que eso, un mísero huecoen un cementerio de aldea, uncementerio de los que avanzancautelosamente, de noche, ganando tierraaún no santa, porque entre el cura, elsacristán y un par de sanitarioscomplacientes, corren la alambrada.Después bendicen la tierra y en esecamposanto, en ese campamento queconquistaron los últimos muertos de laguerra, ahí debería tumbarse Ramón.Siento que le haya tocado la china de

manera tan inmerecida.»De Matías no sé nada. Hace tiempo

que se me ha perdido. De ti quiero sabermás de lo que sé, quiero volver a tenertea mi lado.

* * *

Los plátanos que daban guardia alhospital cuajaban sombras espesas ypropicias. La gran casa era blanca ymuda y un conserje con gorra plateadalimitaba al sur con la carretera de laciudad. El que salía se detuvo paramirar atrás sin remordimientos. Luego searregló la corbata con el leve tirón

característico y se ajustó el gorrillo decampaña. Comenzó a indar despaciorespirando el aire jubiloso. Al rato secansó y esperó en la cuneta hasta quévino el autobús viejo y sucio. Lo hizoparar; le saludó el cobrador mojando eldedo pulgar en la lengua antes de cortarel billetito verde. En la oreja llevaba unclavel iluminado su estupenda cara detonto. Sonrió confinazudo.

—¿A divertirse un rato?Trepidaba la chatarra del coche y

parecía querer saltar los cristales.Estaban sucios, pero dejaban ver latarde purísima y el trigo verde ymediado, los chopos del río y el agua un

poco fangosa del deshielo.—En quince días estará bien. Me lo

ha dicho el médico. Y seguramente ledarán un mes de licencia. Entoncesvendrá a casa y estará conmigo. Ahorasólo puedo visitarlo una vez £ lasemana. No está lejos el pueblo, pero eltrabajo es mucho.

—… no le quepa duda. Estaprimavera se termina todo. Lo sé de muybuena fuente. Ahora comenzará laofensiva y en un par de mesesliquidamos a los rojos. Volveremos a ladichosa normalidad. Vea. usted: paraoctubre le apuesto a que están abiertaslas Universidades y no hay más allá de

un par de quintas en los cuarteles. No elsitio no lo sé, pero observe usted elmapa de los escaparates Pérez y veráque sólo hay un lugar dando gritospidiendo que principien por allí. Claro,claro, no me iban a revelar un secreto,pero en confianza, en confianza le diréque un ordenanza de oficinas…

—… siempre ha sido lo mismo. Yonunca he dejado de conocer guerras ytengo ochenta y dos años.

—… hago lo que puedo, pero esdifícil. El boceras de la sala dospresume mucho y todavía no la hallevado al cine. De dónde, hombre, dedónde…

—… tiré de caballo y me quedé contodos. Seis pesetas me ha valido eljulepe…

—… ¿no lo iba a conocer? Lehirieron en Navafría, cuando el asalto ala casa forestal. Yo me estrené cerca deBilbao, en Archanda, con mucha suerte.Y ahora la segunda. ¿Tú crees quedándole vueltas a un tornillo jugaré bienlos dedos?…

—… sí, amigo González, sí. Yaveremos a ver cómo se mantienen losprecios.

Bajó en la plaza y el autobús seperdió en la curva que encarrilaba elsutil fresquete, y hasta el ronco claxon

repicaba a gloria. Dos flechascambiaban entre sí postales con retratosy dibujos patrióticos. Entró en unatienda. Enfrente una mujer, acodada enel balcón, con los ojos azules sonrientesmiraba pasearse la tarde entre lasacacias urbanas. Empezaban, a animarselos cafés y algunos ostentaban, como unavanguardia del calor, las mesas en lasterrazas. Encendieron los faroles. Unapareja cruzó los jardincillos y siguió porel largo paseo de los entierros; unosentierros nada impresionantes porqueeran jóvenes los árboles verdes y eranluminosos los cogotes na, desde lasventanillas del tranvía y risibles los

viejos señores que alzaban el brazolánguidamente, sus blanquísimos brazosde novias del ochocientos, con unaconcesión al cuello del cisne en ladoblada muñeca, mientras rumiaban ensus cenagosos adentros que es máselegante dar un sombrerazo al paso deldifunto —el difunto solía ser un soldado—, un sombrerazo como a las señorasde sus amigos, como al amor que secasó con el ingeniero, como alpresidente del casino o a la querida delcacique. Viejos que pensaban ya endirigir frases conmovedoras*–a los quese batían, para amansarlos, orfeoscastelarios. La pareja adelantaba, en

silencio, buscando las puertas de laciudad. Olía el aire a tierra limpia y unatibia humedad saturaba los árboles.Lucían las hojas, plata y verde; habíallovido generosamente y un arco iriscoronó, a eso de las seis, los tejadosamarillentos. La inevitable lunacelestineaba para los que teníanpermiso, tan cerca del atardecer quedesde la noche prematura podíacogérsela si se extendían las manoshasta el monte. Comenzaban a oírse losmil ruidos que completan el silencio y elarrabal desastrado, tierra de nadie entrela barquillera y el yerbín, era vencidopor el campo bendito, por el viento

mágico, por el misterio aquel. Huyó unacanción estúpida de un piano que lahabía preludiado; se iluminó una casaaislada y un mirador oscuro se abriópara que entrase la noche a sentarse enla sala de las visitas y comenzase latertulia. Tenía ella el pelo rojizo, unosojos insolentes, los labios risueños yunas manos blanquísimas, exquisitas. Élera duro y su mirada desnudaba elmundo.

—Mañana, antes de marcharte,vendrás conmigo a comulgar.

Besó el pelo de su novia y ellamisma le buscó la boca. Les sacó de suencanto una sección que volvía al

cuartel. Dios, ¿pero es que hay algúncamino que no sea soldados y amor?Terminaban una canción: lo que faltaba.

… mañanica de llover,de llover:así estaba la mañanacuanto te empecé a

querer.

El sargento le advirtió al alférez.—Es el buen tiempo, sargento.

Vuelan bajas las golondrinas, hayparejas en el campo y boletines deprimavera… Dentro de poco vuelvo allíy creo que también tendré una

despedida.La risa pobló un instante la noche y

luego se oyó sólo el paso monótono dela sección. Las viejas estrellas lo sabíantodo, no por viejas, sino por estrellas;en cuanto a la importante luna seguía enel mismo sitio: en los ojos insolentes dela muchacha.

Hospital, 1939. El Escorial, 1941.