La Escatología en Las Confesiones de San Agustín
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Vida mortal, Muerte y Vida eterna en “Las Confesiones” de San Agustín
Estando ya inminente el día en que había de salir de esta vida —que tú, Señor, conocías, y nosotros ignorábamos—, sucedió a lo que yo creo, disponiéndolo tú por tus modos ocultos, que nos hallásemos solos yo y ella apoyados sobre una ventana, desde donde se contemplaba un huerto o jardín que había dentro de la casa, allí en Ostia Tiberina, donde apartados de la turbas, después de las fatigas de un largo viaje, cogíamos fuerzas para la navegación.
Allí solos conversábamos dulcísimamente; y olvidando las cosas pasadas, ocupados en lo por venir, inquiríamos los dos delante de la verdad presente, que eres tú, cuál sería la vida eterna...
(Conf. IX, 10, 23)
Con este conmovedor pasaje —diálogo íntimo y amoroso de madre e hijo, de santa y
santo— queremos situarnos en lo que será nuestro tema de reflexión: “Vida mortal, muerte y
Vida eterna en las Confesiones de San Agustín”. Hablar de los novísimos, de la escatología, en
esta obra de San Agustín, es hablar, siguiendo su terminología, de la vida eterna, de la gloria,
del vivir en el cielo del cielo. Pero para hablar del más allá, primero tenemos que hablar del
más acá. Para hablar de Dios y de la Vida Eterna, primero tenemos que hablar del hombre y de
su vida mortal o muerte vital. Y este camino nos lo señala el mismo santo: “Oh Dios, que eres
siempre el mismo; conózcame a mí y conózcate a Ti”1, “había desertado de mí mismo y no me
podía encontrar; ¿cómo te iba a encontrar a Ti?”2, “por mi misma alma subiré a él”3;
Además, más de un especialista nos lo recomienda: A pesar de la dignidad del objeto-Dios, la
primera incógnita que hay que resolver es el hombre4. Más aún, el primer capítulo del
Catecismo de la Iglesia Católica inicia así: El Hombre es Capaz de Dios. De esta manera
iniciaremos por señalar qué es el hombre, en la concepción de Agustín; pero no sin antes decir
algunas palabras acerca del libro de las Confesiones.
1 Soliloquios II, 1, 12 Conf. V, 2, 23 Conf. X, 7, 114 FLOREZ, Ramiro, O.S.A., “Las dos dimensiones del hombre agustiniano”. Madrid; Religión y Cultura 1958, pag. 16.
1
1. 1. “L“LASAS C CONFESIONESONFESIONES” ” DEDE S SANAN A AGUSTÍNGUSTÍN
Difícilmente se hallará, no ya en la literatura cristiana, pero ni aun en la universal, un libro más bello y encantador, más emocionante y sugestivo, después de la Sagrada Biblia, que las “Confesiones” de San Agustín5.
Con estas elogiosas palabras se abre el prólogo del tomo II de las “Obras de San
Agustín” publicadas por la BAC. No menos laudatorias pudieron ser para hablar de la gran
obra de este Santo Padre de la Iglesia, una obra que es al mismo tiempo autobiografía,
filosofía, teología, mística y poesía6. Junto con “La Ciudad de Dios” constituyen la obra
eterna del Gran Convertido de Milán. El libro de Las Confesiones, no es otra cosa que un
himno de alabanza a la Gracia de Dios, en la que Augustinus totum se ipse expressit perquam
accurate7. Bien dirá el mismo Santo Obispo, al referirse a esta obra, que no se trata sólo de
recordar pecados pasados, sino, y sobre todo, agradecer a Dios que hallan sido perdonados por
la gratitud de su amor. Es una obra de amor, y su finalidad no es otra que acrecentar el amor a
Dios:
Con este escrito excito hacia ti mi afecto y el de aquellos que leyeran estas cosas para que todos digamos: Grande es el Señor y laudable sobremanera. Ya lo he dicho y lo diré: por amor de tu amor hago esto. Te hacemos, pues, patente nuestro afecto confesándote nuestras miserias y tus misericordias sobre nosotros8.
Es un verdadero resumen del itinerario del alma que busca a Dios, y de Dios que sale al
encuentro del hombre, en donde se hace patente la importancia esencial de la gracia divina en
el drama de la búsqueda de Dios9.
5 CUSTODIO VEGA, Ángel, O.S.A. “Prólogo a las Confesiones”. En: OBRAS DE SAN AGUSTÍN. Dir. por el P. Félix Garcia, Tomo II. 7a. ed. Madrid; BAC 1974, p. 1.6S.S. Juan Pablo II, Carta Apostólica Augustinum hipponensem (1986) n. 1. Además, cf. TRAPÉ, Agostino. “San Agustín”. En: PATROLOGÍA III. Dir. por Angelo Di Berardino. Madrid; BAC 1981, p. 406.7 Sancti Aurelii Augustini Hipponensis Episcopi. Confessionum libri tredecim. En: Patrologiae Cursus Completus. Series latina (En adelante PL) Ed. por J. P. Migne. Tomo 32. París; 1845, cols. 657 – 658.8 Conf. XI, 1, 19 Cf. OLDFIELD, John. “La Interioridad: Talante y actitud de San Agustín”. En: EL PENSAMIENTO DE SAN AGUSTÍN PARA EL HOMBRE DE HOY. Dir. por J. OROZ RETA y J.A. GALINDO. Tomo I. Valencia; EDICEP 1998, p. 211.
2
Esta obra, primera en su género, fue empezada después del 4 de abril del 397 (muerte
de San Ambrosio) y terminada hacia el año 40010. Es la primera en toda la cultura de
Occidente en llevar un título tan novedoso: “Confesiones”. Agustín, con este título expresa, en
un solo término: confesión; su principio arquitectónico: pecado - gracia. De allí elaborará toda
su teología. Ya que entiende por confesión: reconocer el pecado y reconocer la misericordia.
Te confesamos nuestras miserias y tus misericordias sobre nosotros. Y qué es el libro de las
Confesiones, sino aquella historia de un hombre que confiesa sus pecados; pero, y sobre todo,
confiesa el gran amor misericordioso que Dios le ha tenido.
10 TRAPÉ, Agostino, a. c., p. 407.
3
2.2. VVIDAIDA M MORTALORTAL
2. 1. E2. 1. ELL HOMBREHOMBRE ¿ ¿UNUN SERSER VIVIENTEVIVIENTE OO DEPENDIENTEDEPENDIENTE??
“quia fecisti nos ad te et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te”
(Conf. I, 1, 1.)
Con estas célebres palabras, el obispo de Hipona, da inicio a su confesión de alabanza a
Dios, dejando por escrito la realidad más profunda y verdadera del hombre: que ha sido
creado por Dios y para Dios11. Un ser eviterno, un ser que tiene un inicio pero no un final, un
ser que su único fin es no tener fin.
Ante la pregunta sobre la naturaleza del hombre, sobre ¿qué es el hombre? ¿Qué soy,
pues, Dios mío? ¿Qué naturaleza soy?12 El obispo de Hipona responderá convencido que el
hombre es imagen de Dios13; y la imagen hace referencia a un original, Dios es ese original y
el hombre no es más que su reflejo, en donde Dios deja su huella. Este original, Dios, es el
Verdadero Ser, el único subsistente. Por eso se ha de decir que el hombre no subsiste, per se;
sino con Dios14. No es un verdadero viviente15. Vive de Dios. “En efecto: de la plenitud de tu
bondad subsiste tu criatura”16. Así aparece una primera aproximación de lo que es el hombre:
criatura espiritual17. Y al decir criatura, inmediatamente nos hace pensar en el Creador y en su
gracia; ya que lo que de algún modo vive, y lo que vive felizmente, no lo debe sino a tu
gracia18. Hiciste al hombre de este modo varón y hembra según tu gracia espiritual19. Hasta
aquí, el Santo obispo, nos está enseñando lo central acerca del hombre: que ha sido creado por
Dios a su imagen y semejanza, esto es, en virtud de la razón y de la inteligencia, y por esto, es
11 Cf. CEC 2712 Conf. X, 17, 26.13 Conf. XIII, 23, 34; 32, 47; III, 7, 12 14 Conf. III, 6, 10; VII, 1, 215 RONDET, Henri, “La Gracia de Cristo”. Barcelona; Estela 1966, pag. 327.16 Conf. XIII, 2, 217 “Creatura spiritalis sumus” Cf. Conf. XIII, 2, 2.18 Conf. XIII, 3, 419 Conf. XIII, 23, 33. Cf. Gn 1, 27. Cf. CEC 355
4
antepuesto a todos los animales irracionales20 y es mediador entre el cielo y la tierra21. Pero
esta imagen formada por Dios, al principio de todos los tiempos, se encuentra ahora
deformada, por la herida del pecado22; del pecado original, en el que todos morimos en Adán23.
El hombre, pequeña parte de tu creación, revestido de mortalidad, lleva consigo el testimonio
de su pecado24. Que lo lleva a caer en el orgullo, los hombres, por la enfermedad contraída en
pena de su pecado, desean más de lo que son capaces25. Y en muchos pecados: cargado con
todas las maldades que había cometido contra ti, contra mí y contra el prójimo26. Pero este
pecado no es obra de Dios: el hombre es la obra de Dios; el pecador es la obra nuestra27. Y
está presente en todos los hombres: ...nadie está delante de ti limpio de pecado, ni aun el niño
cuya vida es de un solo día sobre la tierra28. Del cual sólo lo puede liberar el mismo Dios,
presta gran atención, alma mía: Dios es nuestro ayudador29. Y su misericordia, Nuestra única
esperanza, nuestra única confianza, nuestra firme promesa, es tu misericordia30. Mi única
esperanza es tu grandísima misericordia31. Manifestada en su Hijo, Jesucristo, Nuestro Señor.
Con razón tengo yo gran esperanza en él de que sanarás todos mis languores por su medio,
porque él que está sentado a tu diestra te suplica por nosotros. Porque muchas y grandes son
las dolencias, sí, muchas y grandes son, aunque más grande es tu Medicina32. El Verbo
encarnado. Tu Palabra ¡oh Dios! es fuente de vida eterna33. La mano de Dios, enviaste tu
mano de lo alto y sacaste mi alma de este abismo de tinieblas34. Por la gracia de Cristo, este
hombre herido por el pecado, es ahora hombre nuevo, imagen reformada, y, más aún, está
llamado a ser imagen consumada35 en Dios, en quien encuentra su verdadera felicidad,
porque su bien es estar junto a Dios36, y para lograr esto tendrá el mismo hombre un papel
20 Conf. XIII, 32, 47 21 RONDET, Henri, O.c. pag. 32222 Cf. RUIZ DE LA PEÑA, Juan Luis, El don de Dios. Antropología Teológica Especial. Santander; Sal Terrae 1991. Introducción pag. 19.23 Conf. V, 9, 16 Cf. 1 Cor 15, 2224 Conf. I, 1, 1 25 Conf. XI, 30, 4026 Conf. V, 9, 16 27 Sermón 20; Conf. I, 7, 11; I, 10, 16; X, 4, 528 Conf. I, 7, 11 Cf. Job 25, 4 según LXX29 Conf. XI, 27, 34 30 Conf. X, 32, 48 31 Conf. X, 35, 5732 Conf. X, 43, 69 33 Conf. XIII, 21, 3134 Conf. III, 11, 1935 Cf. RUIZ DE LA PEÑA, Juan Luis, O.c., p. 19.36 Sal 72, 28; Cf. Conf. XIII, 2, 2
5
muy importante: Qui ergo fecit te sine te, non te iustificat sine te37. “Hízote sin tú saberlo y no te
justifica sin tú quererlo”38.
De esta manera san Agustín presenta al hombre, no como una realidad estática y
autosuficiente, sino como una realidad dinámica y dependiente, un ser en relación a, que
viene de y va a, pues somos de Dios y vamos a Él; ya que, en Él somos, existimos y nos
movemos39. El hombre es, pues, “esse ad”, ser en relación porque tiene no en sí sino en otro el
fundamento ontológico propio40. El hombre es un ser religado41.
Dentro de toda esta complejidad de lo que es el hombre cabe señalar otra, que es
mucho más profunda y misteriosa que el mismo hombre; pero a la vez tan real y palpitante
como su propia existencia, nos referimos a su ansia de plenitud, de su querer siempre un más,
de su búsqueda incansable de la verdadera felicidad, y en el caso de nuestro santo, el hambre
insaciable por la Verdad. Por el año 373 cuando Agustín tenía 19 años lee el “Hortensio” de
Cicerón42, lectura capital en su vida, pues señala el inicio de su búsqueda incansable por la
Verdad, y su ansia de plenitud. Pero toma el camino equivocado, creyendo que con sus solas
fuerzas y su vasto orgullo podría encontrarlos. Así dio inicio a su búsqueda, búsqueda que
todo hombre de alguna manera u otra realiza, pues es la otra gran incógnita: El para qué del
hombre.
2. 2. ¿D2. 2. ¿DÓNDEÓNDE SATISFACESATISFACE ELEL HOMBREHOMBRE SUSU ANSIAANSIA DEDE PLENITUDPLENITUD??
Ante esta pregunta más de un hombre ha dado respuestas, y tenemos de las más
variadas, que si las reuniésemos todas veríamos cómo unas con otras se asemejan, y otras, por
el contrario se contradicen abismalmente. Aparece así una primera.
2. 2. 1. Simplemente no hay tal plenitud
37 Sermón 169, 11, 13; PL 38, 923.38 Ibid.39 Hch 17, 2840 Cf. PIENETI, Antonio. “Doctrina Antropológica Agustiniana”. En: EL PENSAMIENTO DE SAN AGUSTÍN PARA EL HOMBRE DE HOY. Dir. por J. OROZ RETA y J.A. GALINDO, Tomo I. Valencia; EDICEP 1998, p. 356.41 Cf. CEC 2842 Conf. III, 4, 7
6
Se suele contestar de esta manera, más de uno lo hace, tanto ateos como agnósticos
entre otros. Afirman, ellos, el sin sentido y fracaso de esta vida y niegan que haya tal plenitud.
La existencia humana es un fracaso y un absurdo: “el hombre es una pasión inútil”43.
Equiparan la existencia humana a lo que ésta dure en el tiempo, y no ven la eternidad a la que
está llamada a vivir. Dicen que la muerte pone de manifiesto la finitud del hombre. Todo
acaba con la muerte, el hombre es un ser-para-la-muerte44. Toda ansia de plenitud es un
absurdo. Agustín nunca negó la existencia de aquella plenitud, y mucho menos perdió aquella
ansia, ni cuando fue maniqueo, ni cuando dejó la secta y mucho menos cuando se convirtió al
catolicismo. Él buscaba la Verdad y la encontró en la Iglesia Católica.
2. 2. 2. En el hombre mismo
Quid in te stas et non in te stas?
(Conf. VIII, 11, 27)
Es la respuesta predominante del hombre de hoy, autosuficiente y orgulloso. Es la
respuesta del hombre que confiando en sí mismo, en sus obras y proyectos se ve realizado.
Apoyándose en el imparable crecimiento de la tecnología, fruto de su inteligencia, niega que
haya otra satisfacción que contemplar la grandeza de sus obras; pero ¿quién es el que tiene
algo que no sea tuyo, Dios mío?45 El ingenio del hombre es don de Dios46. Si bien es cierto
dicha manera de pensar predomina en nuestros tiempos, sería mentira decir que es recién de
estos días, por el contrario afirmamos que esta actitud es tan antigua como el primer pecado
del hombre. No es otra cosa que el primer y el gran pecado del hombre, querer ser dios sin
Dios47. San Agustín en un primer momento de su vida creyó como estos hombres, que por sí
mismo podía encontrar la Verdad y ser feliz; estudió retórica y llegó a ser el mayor de su
escuela y se gozaba de ello soberbiamente y se hinchaba de orgullo48, pasaron los años y llegó
a ser profesor de Retórica, muy brillante. Pero más que enseñar el arte de hablar bien enseñaba
43 SARTRE J. P., “El ser y la nada”. P. IV, cap. 2. traducción al español de Juan Valmar, Buenos Aires, Editorial Losada 1966, pag. 747. 44 HEIDEGGER M., “El ser y el tiempo”. n° 50-52. Traducción al español de José Gaos, México, Fondo de Cultura Económica, 1951, pag. 272-283. 45 Conf. I, 4, 4; XIII, 14, 15. Alusión a las palabras del Apóstol: ¿Qué tienes que no hayas recibido de Dios? 1 Cor 4, 746 Conf. I, 17, 2747 Gen 3, 5.48 Conf. III, 3, 6
7
el arte de engañar bien49 y él mismo se convirtió en un engañador y adulador cuando se
preparaba a recitar las alabanzas al emperador, en las que había de mentir mucho, y
mintiendo había de ser favorecido50. Ya no era feliz consigo mismo, ni encontraba sentido a su
trabajo: esto no era para mí fuente de felicidad, por el contrario caía en dolores, confusiones y
errores51. Ante todo esto Dios le hizo ver que estaba equivocado y humildemente reconoce:
Esto sólo sé: que me va mal lejos de ti, no solamente fuera de mí, sino aun en mí mismo; y que
toda abundancia mía que no es mi Dios, es indigencia52.
2. 2. 3. En la colectividad y en este mundo
Tanta est caecitas hominum de caecitate etiam gloriantium!
(Conf. III, 3, 6)
Muchos hombres intentaron a lo largo de la historia, e intentan todavía, desarrollarse y
encontrar la plenitud agrupándose, con la finalidad de crear una sociedad perfecta aquí en este
mundo, dejando de lado la esperanza de un mundo sobrenatural. Desde muy antiguo tenemos
noticias de que este intento ha fracasado53, incluso los reinos más poderosos sucumbieron y
dieron paso a otros. En el siglo pasado el comunismo junto con el nazismo, —por ejemplo—,
propusieron la realización plena del hombre aquí en la tierra. Apoyados en el mito del
progreso, animaron al mundo a pensar que el futuro sería mejor, si sacrificábamos mucho del
presente. Pero sacrificar el presente es sacrificar al único hombre existente, el que nosotros
somos, y esto es negación absoluta de la dignidad humana. En la práctica se ha demostrado
absolutamente falsa esta postura, todos los sueños comunistas y nazistas se derrumbaron y el
mundo es testigo de su peligrosidad. Otras veces, el hombre entrando en el fondo del
proceloso mar de la sociedad54 descubre que la fuerza de la costumbre se convierte en norma
de vida, y ya no se distingue entre lo que es bueno y lo que es malo, sino que como todos lo
hacen yo también lo hago. El santo Obispo de Hipona, antes de su conversión, entró en este
mar arrastrado por las costumbres del mundo: ¡Ay de ti, oh río de la costumbre humana!
¿Quién hay que te resista? ¿Cuándo no te secarás? ¿cuándo dejarás de arrastrar a los hijos de
49 Conf. IV, 2, 250 Conf. VI, 6, 951 Conf. I, 20, 3152 Conf. XIII, 8, 953 Gen 11, 1- 954 Conf. I, 8, 13
8
Eva a ese mar inmenso y espantoso que apenas logran pasar los que subieren sobre el leño?55
Después de su conversión nos confesará cómo el mundo le apoyaba en su pecado: No te
amaba y fornicaba lejos de ti, y fornicando, oía de todas partes: “¡Bien! ¡Bien!; porque la
amistad de este mundo es adulterio contra ti56 Y, cómo fue a dar con hombres que deliraban
soberbiamente, decían tener la Verdad; pero jamás se hallaba en ellos, antes decían muchas
cosas falsas de Dios, y de los elementos de la creación; esto fue su permanencia en el
maniqueísmo57. El santo reconoce que tampoco llegó a realizarse como hombre dentro de esta
colectividad y mucho menos en aquel abismo de la sociedad humana, y nos dice: por desear
agradar a los ojos de los hombres, ardí en deseos de hartarme de las cosas más bajas, y osé
ensilvecerme con varios y sombríos amores, y se marchito mi hermosura y me volví
podredumbre ante tus ojos58. Pero incluso caído en este gran abismo, no dejó nunca de
suspirar por la Verdad, ¡Oh Verdad cuan íntimamente suspiraba entonces por ti desde los
meollos de mi alma59, dando cumplimiento a las Escrituras: Si caigo en el abismo allí te
encuentro. Desde lo hondo, a ti grito Señor. Pero no se debe entender este rechazo al mundo,
porque sea éste malo en sí, ya que la creación siendo obra de Dios es buena60, estas cosas
mundanas tienen su dulzura, y no pequeña61; también la vida que aquí vivimos tiene sus
encantos, por cierta manera suya de belleza62. El problema radica en amar a la creatura en vez
del Creador63.
2. 2. 4. Sólo en Dios
Unde intellegat anima... quae vita eius nisi tui?
(Conf. XII, 11, 13)
Las respuestas ante la cuestión del para qué del hombre podrán ser varias, pero la
realidad es una sola. El para qué del hombre sólo encuentra sentido en Dios: Sumo, óptimo,
poderosísimo, omnipotentísimo, misericordiosísimo y justísimo; secretísimo y presentísimo,
hermosísimo y fortísimo, estable e incomprensible, inmutable, mudando todas las cosas; nunca
nuevo y nunca viejo; siempre sosteniendo, llenando y protegiendo64. Sólo en Él se halla el 55 Conf. I, 16, 2556 Conf. I, 13, 2157 Conf. III, 6, 1058 Conf. II, 1, 159 Conf. III, 6, 1060 Cf. Gn 1, 31. Conf. VII, 5, 7; VII, 12, 1861 Conf. VI, 11, 1962 Conf. I, 12, 1963 Cf. Rom 1, 25. Conf. VII, 9, 1564 Conf. I, 1, 4
9
descanso supremo y la vida sin perturbación65. Dios, verdad y abundancia de bien verdadero y
paz castísima del alma66. Todo hombre busca la felicidad, tiene un hambre insaciable de
bienestar, Todos desean esta vida feliz; todos quieren esta vida, la sola feliz; todos quieren el
gozo de la verdad67. De aquí que la misma vida bienaventurada no es otra cosa que gozar de
ti, para ti y por ti68 Porque Dios es el sumo bien del hombre. Y por eso debe adherirse a Él
pues su bien está en adherirse a ti siempre69, para que no caiga en el pecado y así no pierda la
luz que alcanzó con la conversión, y vuelva a caer en aquella vida semejante al abismo
tenebroso70. De esta manera el Hiponense nos dejará como sentencia el saber cuál es el para
qué del hombre: Vivir junto a Dios, pues sólo Él será nuestra gloria71.
2. 3. 2. 3. La Conversión de Agustín:La Conversión de Agustín: El ya; pero todavía noEl ya; pero todavía no..
La historia de la Iglesia, a lo largo de su trayectoria, desde su manifestación
evangelizadora en el día de Pentecostés hasta nuestros días, es testigo de numerosas y santas
conversiones. Basta mencionar los más conocidos casos de metánoia72, por ejemplo: los tres
mil conversos, de los que habla el libro de los Hechos73, o, al mismísimo Saulo de Tarso; a un
Justino, a un Francisco de Asís, etc. Pero dentro de estos tocados por Dios, resalta la figura
particularísima de Agustín de Hipona, pues se sabe que su conversión no se trató de una
conquista de la fe católica, —como el caso de Justino—, sino de una reconquista74. Pues, si
bien, su bautismo fue en edad adulta, ya desde muy pequeño se sentía cristiano: siendo todavía
niño oí ya hablar de la vida eterna, que nos está prometida por la humildad de nuestro Señor
Dios, que descendió hasta nuestra soberbia; y fui signado con el signo de la cruz, y se me dio
a gustar su sal desde el mismo vientre de mi madre, que esperó siempre en ti75. Es más, pidió
ser cristiano, cuando, siendo aún niño, estuvo en trance de muerte, al enfermarse gravemente 65 Conf. II, 10, 1866 Conf. V, 12, 2267 Conf. X, 23, 3368 Conf. X, 22, 3269 Sal 72, 2870 Conf. XIII, 2, 271 Conf. X, 36, 5972 Metánoia, siguiendo el significado que le dan los sinópticos (Mt 4, 17; Mc 1, 15): cambio profundo del corazón bajo el influjo de la palabra de Dios y en la perspectiva del Reino. Cf. S.S. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Post-Sinodal, Reconciliatio et Paenitentia, Proemio n. 4.73 Hch 2, 37-41.74 S.S. Juan Pablo II, Carta Apostólica Augustinum hipponensem n. 1.75 Conf. I, 11, 17
10
del estómago (pecho): Tú viste, Dios mío, pues eras ya mi guarda, con qué fervor de espíritu y
con qué fe solicité de la piedad de mi madre y de la madre de todos nosotros, tu Iglesia, el
bautismo de tu Cristo, mi Dios y Señor. Pero de repente comenzó a mejorar su salud física, y
siendo esto así, se pospuso el bautismo para más adelante, dejando de lado la verdadera salud:
la del espíritu. Razón para esta decisión de Mónica, su madre, la encontramos en la inveterada
costumbre que regía en esa época y región, en donde se consideraba que el reato de los delitos
cometidos después del bautismo es mucho mayor y más peligroso, por lo que se prefería se
bautizasen ya de mayores, y una vez recibido este sacramento quedar limpios de todos los
pecados cometidos, sobre todo, en la adolescencia; de allí que haya nacido aquella famosa
frase: “Dejadle; que obre; que todavía no está bautizado”. Ante este aforismo impuesto por el
río de las costumbres humanas, el santo reclamará por qué no se dice de la misma manera al
hablar de la salud física: “Dejadle; que reciba aún más heridas, que todavía no está sano”,
siendo esta última menos valiosa que la primera. El Hiponense tratará de comprender por qué
se dejó para más adelante su bautismo, mas quisiera saber, Dios mío, te suplico, si tú gustas
también de ello, por qué razón se difirió entonces el que fuera yo bautizado76, y la respuesta
sólo la encontrará en el gran amor de Dios. Se restableció su cuerpo, es cierto, pero su vida
espiritual y toda su relación con Dios decreció hondamente, mas yo, miserable, pospuesto tú,
me convertí en un hervidero, siguiendo el ímpetu de mi pasión, y traspasé todos tus
preceptos77, hasta llegar al mismísimo abismo, del cual sólo pudo sacarle Dios y sus
misericordias, no me canse en confesar tus misericordias, con los cuales me sacaste de mis
pésimos caminos78. Este es el momento decisivo de su vida: su conversión; que no es otra cosa
que la manifestación del gran amor y misericordia de Dios para con el hombre. Es bien
conocido aquel pasaje en donde leemos el famoso: “Tolle lege, tolle lege”79, cuando Agustín,
obedeciendo aquella misteriosa voz —que interpretó como una orden divina— tomó la
epístola del Apóstol y leyó en silencio el primer capítulo que se le apareció a los ojos, éste
decía: “Non in comissationibus et ebrietatibus, non in cubilibus et impudicitiis, non in
contentione et aemulatione, sed induite Dominum Iesum Christum et carnis providentiam ne
feceritis in concupiscentiis”80. Es en este momento que sucede su conversión total, es decir, la
conversión del corazón y de la razón, pero que no llegará a ser plena sino al recibir el agua
76 Conf. I, 11, 1877 Conf. II, 2, 478 Conf. I, 15, 24; VII, 8, 1279 Conf. VIII, 12, 2980 Rom 13, 13.
11
santa del bautismo81, con el que se le perdonarán todos sus pasados pecados82. Es ahora
cuando logra entender qué es la conversión, saberse amado, y amar aquello que él mismo hubo
buscado por tanto tiempo: la Sabiduría Plena, o sea, Dios. La conversión es el encuentro de
Dios y del hombre, en donde Dios siempre va por delante, toma la iniciativa. Cosa muy
contraria había hecho Agustín con su vida: cuando leyó el Hortensius, quedó tan fascinado y
atraído por la Sabiduría que decidió buscarla, para lograr esto tomó como método lo que le
sugería este mismo libro, pero no llegó muy lejos, es así que cansado y decepcionado cayó en
los encantos y promesas que le ofrecía el maniqueísmo: una enorme fábula y una larga
mentira83. Su paso por esta secta —como oyente— constituyó un segundo intento por alcanzar
la sabiduría; pero la gran confianza que había depositado en ésta se derrumbó cuando conoció
a Fausto, el gran maestro maniqueo, gran lazo del demonio, quien no pudo satisfacer muchas
de sus inquietudes. Es en este tiempo, cuando viviendo con esa sensación de duda y
pesimismo ante su fracasado intento por llegar a la Verdad-Sabiduría, que se identificó con el
escepticismo de los académicos, quienes afirmando la existencia de la verdad, negaban que
exista un camino para alcanzarla, ninguna verdad puede ser comprendida por el hombre84. De
esto deduce que la Sabiduría es, por tanto, una búsqueda. Una vez establecido en Milán, se
topa, por medio de un hombre hinchado con monstruosísima soberbia, con, ciertos libros de
los platónicos, traducidos del griego al latín85, y en ellos descubre un nuevo método para
alcanzar la Sabiduría: la interiorización86. Interiorizando en sí descubre que no es él quien
toma la iniciativa de buscar la sabiduría, sino que es la sabiduría que lo atrae a él, pues tú
estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo
mío87. Por este tiempo conoce a Ambrosio, obispo de Milán, aquel hombre de Dios, famoso
entre los mejores de la tierra, piadoso siervo tuyo, cuyos discursos suministraban celosamente
a tu pueblo “la flor de tu trigo” “la alegría del óleo” y la “sobria embriaguez de tu vino ,” a
él era yo conducido por ti sin saberlo, para ser por él conducido a ti sabiéndolo88; quien con
su ejemplo de vida y sus homilías dominicales le hace entender que la Sabiduría no es un bien
que se consigue, se posee o conquista con el solo esfuerzo, sino que es Alguien que se nos
revela y está a nuestro lado en toda la Escritura, pues para Ambrosio la Sabiduría es el Logos 81 Conf. IX, 2, 4; IX, 6, 1482 Conf. IX, 4, 1283 Conf. IV, 8, 1384 Conf. V, 10, 1985 Conf. VII, 9, 1386 Conf. VII, 10, 16; X, 6, 987 Conf. III, 6, 1188 Conf. V, 13, 23
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de San Juan. Es entonces cuando el Hiponense comienza a leer el evangelio con esa clave: la
Sabiduría es el Verbo de Dios hecho carne89. Además lee con especial preferencia los escritos
del apóstol Pablo90. Luego de esto se dirige a Simpliciano, siervo bueno tuyo en el que
brillaba tu gracia91. En contacto con estos hombres de Dios y sus enseñanzas es que cambia
de método y afirma que es el amor quien conoce la Verdad92, y añade también la humildad93,
ya que en Cristo el misterio de la Encarnación, revelación de la Verdad-Sabiduría, es misterio
de humildad94, Dios que se ha hecho hombre por amor a los hombres. Amor y humildad, se
convertirán en el nuevo método para alcanzar la Sabiduría, pues yo, que no era humilde, no
tenía a Jesús humilde por mi Dios95, sólo lo tenía como a un varón de extraordinaria
sabiduría, a quien nadie puede igualar, mas no como la persona de la Verdad96. Y es un
método seguro porque Dios mismo lo ha utilizado al encarnase, pues la Sabiduría misma es
dada en la revelación: no es el hombre el que busca a Dios, sino que es Dios quien sale al
encuentro del hombre. De esta manera la conversión de Agustín se ve realizada en el paso: del
confiar sólo en sí, al confiar en el Otro, de presumir de sí a confiar en Ti97: quiero lo que tú
quieras; es hacer un cambio de corazón y sustituir la presunción por la confesión98, la
vanagloria por la verdadera gloria.
Se podría resumir el itinerario de su vida con estas palabras, que él mismo dirá después
de su conversión:
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y
89 Conf. VII, 18, 24.90 Conf. VII, 21, 2791 Conf. VIII, 1, 192 Conf. VII, 10, 16.93 De mucha ayuda fue el relato que le hiciera Simpliciano sobre la conversión de Victorino: Conf. VIII, 2, 3 – 5.94 Conf. VII, 9, 1395 Conf. VII, 18, 2496 Conf. VII, 19, 2597 Conf. VI, 8, 1398 Conf. VII, 20, 26. Además: Cf. GARCÍA ÁLVAREZ, Jaime, O.S.A., “Conversión y Comunidad según SanAgustín”. En: Revista Agustiniana, Vol XXXI, n. 95 (Madrid 1990) pp. 377-388.
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fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz99.
La conversión es para Agustín el inicio de la vida Bienaventurada, es vivir ya la vida
en comunión con Dios, es vivir la vida de la gracia. Pero esta vida de gracia es recién el inicio
de la gloria, pues aún no se ha manifestado lo que seremos en realidad, allá en la gloria, en la
vida eterna. La conversión es vivir ya la vida de Dios; pero con expectativas de algo superior.
99 Conf. X, 27, 38
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3. M3. MUERTEUERTE
Aunque San Agustín tenga puesta la mirada clavada en el cielo y en la vida eterna, no
por ello se olvida de aquella realidad irremediable por la que todos los hombres tenemos que
pasar algún día: la muerte. Pues de mucha fuerza es aquella sentencia suya: nosotros, los
hombres, no vivimos todo el tiempo que queremos y morimos aunque no queramos. En el libro
de las Confesiones, él mismo nos va relatando los más humanos y profundos sentimientos que
le sobrevinieron al experimentar la muerte de un ser querido, a la muerte de su amigo:
¡Con qué dolor se entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí. La patria me era un suplicio, y la casa paterna un tormento insufrible, y cuanto había comunicado con él se me volvía sin él cruelísimo suplicio. Buscábanle por todas partes mis ojos y no parecía. Y llegué a odiar todas la cosas, porque no le tenían ni podían decirme ya como antes, cuando venía después de una ausencia: “He aquí que ya viene”. Me había hecho a mí mismo un gran lío y preguntaba a mi alma por qué estaba triste y me conturbaba tanto, y no sabía qué responderme. Y si yo le decía: “Espera en Dios”, ella no me hacía caso, y con razón; porque más real y mejor era aquel amigo queridísimo que yo había perdido que no aquel fantasma en que se le ordenaba que esperaba. Sólo el llanto me era dulce y ocupaba el lugar de mi amigo en las delicias de mi corazón100.
Más adelante seguirá entonando la triste melodía de su desconcertada alma ante la
muerte de este amigo suyo:
Llevaba el alma rota y ensangrentada, impaciente de ser llevada por mí, y no hallaba dónde ponerla. Ni descansaba en los bosques amenos, ni en los juegos y cantos, ni en los lugares olorosos, ni en los banquetes espléndidos, ni en los deleites del lecho y del hogar, ni, finalmente, en los libros ni en los versos. Todo me causada horror, hasta la misma luz; y cuanto no era lo que él era me resultaba insoportable y odioso, fuera de gemir y llorar, pues sólo en esto hallaba algún descanso. Y si apartaba de esto a mi alma, luego me abrumaba la pesada carga de mi miseria101.
Hasta aquí hemos hablado de esos sentimientos que se despiertan en el hombre ante la
muerte física o corporal por la que todos vamos a pasar, pues es necesario morir para llegar al
encuentro con Dios en la eternidad.
100 Conf. IV, 4, 9.101 Conf. IV, 7, 12.
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Ahora veremos aquella muerte espiritual o sobrenatural, por la que nadie quisiera
pasar, pues se trata del suplicio eterno, de la vida sin Dios, de la condenación eterna. Aquella
muerte eterna, que si bien es cierto será eterna recién después de la muerte (corporal), sin
embargo ya en este mundo se vive en el alma que se aparta de Dios: el fausto del orgullo, y el
deleite de la libídine, y el veneno de la curiosidad son movimientos de un alma muerta;
porque no muere ésta que carezca de todo movimiento, sino que muere apartándose de la
fuente de la vida, y ya así es recibida por el mundo pasajero y se conforma con él102. San
Agustín vivió en carne propia esta separación de la fuente de la vida, es por eso que su madre
derramaba sus lágrimas, no tanto por que su hijo haya muerto corporalmente sino por su
muerte espiritual: Entre tanto, mi madre fiel sierva tuya, llorábame ante ti mucho más que las
demás madres suelen llorar por la muerte corporal de sus hijos, porque veía ella mi muerte
con la fe y el espíritu que había recibido de ti103. A esta vida sin Dios, a este vivir en el mundo
apartado del amor de Dios lo denominará la región de la muerte104, buscáis la vida en la
región de la muerte: no está allí. ¿Cómo hallar vida bienaventurada donde no hay vida
siquiera? Nuestra Vida verdadera bajó acá y tomó nuestra muerte, y la mató con la
abundancia de su vida, y dio voces como de trueno, clamando que retornemos a él105. Por su
parte aquel que en esta vida vivió según el amor de Dios, después de la muerte (corporal) le
ha de sobrevenir aquella vida (eterna) en Cristo y Señor nuestro106.
102 Conf. XIII, 21, 30103 Conf. III, 11, 19104 Conf. IV, 12, 18105 Conf. IV, 12, 19106 Cf. Conf. VII, 7, 11
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4. V4. VIDAIDA E ETERNATERNA
4. 1. E4. 1. ELL F FININ DELDEL H HOMBREOMBRE: V: VIVIRIVIR ENEN ELEL C CIELOIELO DELDEL C CIELOIELO..
Agustín desde muy pequeño ya había oído hablar de la vida eterna107, de aquella
promesa hecha por Nuestro Salvador Jesucristo108, que es el sustento de nuestra fe y el
alimento de nuestra esperanza, esta es mi esperanza, para ella vivo, a fin de contemplar la
delectación del Señor109. Aquella realidad gozosa a la que nos llama nuestro creador. Y ¿qué
cosa es esto, sino contemplarlo a él? Porque la misma vida bienaventurada no es otra cosa que
gozar de ti, para ti y por ti: ésa es y no otra110.
4. 2. 4. 2. EELL C CIELOIELO DELDEL C CIELOIELO..
San Agustín denominará a aquella realidad bienaventurada, donde será el gozo eterno:
coelum coeli111. Cuando dice “cielo del cielo”, se refiere al Cielo (donde será la vida eterna)
que es distinto de este cielo que conocemos, el que está sobre la tierra. Pues en comparación
de aquel cielo del cielo, aun el cielo de nuestra tierra es tierra112. El santo distingue el cielo
corpóreo —el firmamento, llamado cielo, pero cielo de esta tierra113—, de aquel cielo del
cielo. El cielo del cielo es el reino o la ciudad de Dios114; es creación de Dios, peculiar y
distinta a las demás creaturas, pues en ésta no transcurre el tiempo, este cielo del cielo, que
hiciste en el principio, es una criatura intelectual, que aunque no coeterna a ti, ¡oh Trinidad!,
sí participa de tu eternidad; cohibe sobremanera su mutabilidad con la dulzura de tu
felicísima contemplación, y sin ningún desfallecimiento, desde que fue hecha, adhiriéndose a
107 Conf. I, 11, 17108 Mt 4, 17; 16, 25; Jn 3, 36; 6, 33-63; 10, 10; 14, 6.109 Conf. XI, 22, 28110 Conf. X, 22, 32111 PL 32, 827. Conf. XII, 2, 2: caelum caeli.112 Conf. XII, 2, 2113 Conf. XII, 8, 8114 Cf. BURTON RUSSELL, Teffrey, “Cielo, Paraíso”. En: DICCIONARIO DE SAN AGUSTÍN. Dir. por Allan D. Fitzgerald O.S.A. Burgos; Monte Carmelo 2001, p. 260.
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ti supera toda vicisitud voluble de los tiempos115. Más aún, este cielo del cielo, es la Casa de
Dios: No hallo cosa que con más gusto crea se deba llamar cielo del cielo para el Señor que
la tu casa, que contempla tu delectación sin ningún desfallecimiento por no tener que pasar a
otra cosa: mente pura, concordísimamente una en el fundamento de la paz de los santos
espíritus ciudadanos de tu ciudad en los cielos, por encima de estos nuestros cielos116. Esta es
la casa de Dios, no terrena ni corpórea con mole celeste alguna, sino espiritual y participante
de tu eternidad. Sin embargo, no te es coeterna, por no carecer de principio al haber sido
creada117. Coelum coeli, fue tomado por San Agustín del Salmo 113, 24118. Decir cielo del
cielo es una forma de decir “El Cielo”, deriva de una forma del hebreo por expresar un
superlativo: hwhyl μymv μymvh, y que el griego tradujo por:
Es de saber que Agustín tomó la
traducción griega, pues por datos patrísticos sabemos que nuestro obispo, reconocerá mayor
autoridad a la versión griega de los LXX, cuando se refiere al Antiguo Testamento, claro está:
Septuaginta, quorum est gravissima auctoritas119, eis praeeminentem auctoritatem120. Es por
eso que al hablar del cielo en las Confesiones, preferirá utilizar el cielo del cielo.
4. 3. V4. 3. VIVIRIVIR ENEN ELEL C CIELOIELO DELDEL C CIELOIELO..
Por la gracia de Dios estamos encaminados a aquella realidad gozosa y bienaventurada
donde será la vida feliz, donde participaremos de la eternidad de Dios. Según el pensamiento
de San Agustín, la gracia debe entenderse en relación con la gloria, con la vida futura, ya que
nunca hubiera hecho Dios tantas y tales cosas por nosotros si con la muerte del cuerpo se
terminara también la vida del alma121, porque si Dios ha puesto el camino de la salud de los
hombres es en orden a aquella vida que ha de sobrevenir después de la muerte, en Cristo tu
Hijo y Señor Nuestro122, porque con Cristo la muerte ha sido cambiada en victoria123. La 115 Conf. XII, 9, 9116 Conf. XII, 11, 12117 Conf. XII, 15, 19118 Según la versión griega de los LXX. Según la Biblia de Jerusalén: Sal 115, 16119 San Agustín, Carta 28; PL 33, 112. También: Cf. San Jerónimo, Carta 56; PL 22, 566.120 Ibid.
121 Conf. VI, 11, 19122 Conf. VII, 7, 11123 Conf. IX, 4, 11; 1 Cor 15, 54.
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gracia es el camino que nos conduce a la patria bienaventurada, no sólo para contemplarla
sino para habitarla124. La gracia pone en el alma el grito de pedir sólo una cosa, que es habitar
en tu casa todos los días de su vida – y ¿cuál es su vida sino tú?, y ¿cuáles son sus días sino tu
eternidad?125 En fin, es la gracia de Dios la que nos conduce y la que nos llevará a lo alto.
CCONCLUSIÓNONCLUSIÓN
124 Conf. VII, 20, 26125 Conf. XII, 11, 13
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Al finalizar este pequeño trabajo nos queda señalar y enfatizar que el libro de las
Confesiones de san Agustín es un libro escatológico. El tema escatológico en esta obra del
obispo de Hipona no está reducido a las solas postrimerías, sino que la vida misma del santo es
ya una vida vivida en clave escatológica.
La teología de este santo padre de la Iglesia no conoce divisiones, es por eso que su
reflexión teológica constituye una unidad. De esta manera encontramos en su obra que, ya nos
habla de Cristología, ya habla de Trinidad, ya habla de Creación, ya habla de la Gracia, ya nos
habla de Escatología. Todos estos tratados los podemos encontrar ya sea en una sola página o
en todo el libro.
A nosotros no nos queda otro camino que imitarle en su quehacer teológico —pues
sabemos, como él, que la teología es una—, es por eso que en nuestro trabajo hemos abarcado
distintos puntos de la teología, desde antropología teológica hasta escatología, por ejemplo, sin
que ello signifique que hayamos tratado distintos temas, pues la Verdad es una sola y ésta es la
que nos hará libres.
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