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LA ÉPICA LATINA TRADICIONAL Juan Gil

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LA ÉPICA LATINA TRADICIONAL

Juan Gil

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1. ¿ Q U É ES U N POEMA ÉPICO?

TODO poema épico, en su forma originaria, ha dicho Menéndez Pidal ', es «un canto narrativo noticiero

coetáneo a los sucesos». Noticiera fue la litada, la Chanson de Roland, el Cantar de los Siete Infantes de Lara, y noticieros fueron también aquellos romances que, cuando la epopeya castellana llegó a su crepúscu­lo, tomaron a su cargo la tarea de informar al pueblo sobre las algaras fronterizas y las victorias y desas­tres que se abatían alternativamente sobre el campo moro y cristiano. El pueblo, en su edad heroica, en una edad en que ninguna crónica escrita puede perpe­tuar sus hazañas, exige información sobre la manera en que se desarrollan los acontecimientos que van trenzando su propia historia nacional, esa historia que se halla todavía en cierne, en estado embrionario. Co­noce el resultado de los acontecimientos, pero ansia conocer su curso: desea saber cómo, no qué sucedió, y de ahí que el poeta épico no tenga empacho en anun­ciar al principio del cantar el desenlace del mismo. «La razón permanente del interés épico es, pues, la apetencia historial de un pueblo que se siente empe-

1 M E N É N D E Z P I D A L ; La "Chanson de Roland" y el neotradiciona-lismo. Madrid, 1959, 440.

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nado en una empresa secular ^>. La coetaneidad de la épica con los sucesos que narra viene imbricada en el noticierismo inherente al poema épico. Al discu­tir Alfonso X el Sabio el debatido problema de la cro­nología no ya de los poemas homéricos, sino de la propia persona de Homero, recoge una observación que juzgo del mayor interés, por provenir de hombres que vivían todavía en aquella edad heroica y que sa­bían estimar en su justo valor lo que representaban los cantares de gesta:

E como quier que ellos digan de aquel sabio Omero, los unos que fue en un tiempo, los otros en otro, e los unos ante e los otros después, los nuestros sabios latinos que dende fablan dizen que Omero fue de todo en todo después del destruymiento de Troya e de la muerte de Aquiles; ca si asi non fuese e ante desto non oviese seydo Omero, non fiziera el libro de la es-toria de Achilles que murió en la batalla de Troya l

Para Alfonso X, que acoge en su obra los cantares épicos en plano de igualdad con crónicas como las del Toledano o del Tudense, resulta incomprensible que el poema no siga inmediatamente en el tiempo a los su­cesos cantados, porque así se vería privado de su valor fundamental: el informativo. Un poema épico se incu­ba al calor de los acontecimientos, no surge por arte de magia de una reconstrucción erudita, como men­tes ingenuas parecen haber creído en algún tiempo.

Sin embargo, el poema noticiero es muy breve: las

2 M E N É N D E Z P I D A L : O . C , 429.

3 General Estorta, ed. Solalinde-Karsten-Oelschláger, n , 2. Ma ­drid, 1961, 262.

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2. P E R V I V E N C I A DEL POEMA

El canto noticiero se olvida una vez que ha pasado su actualidad. Los días de su efímera vida están con­tados siempre y cuando su tema no haya logrado calar hondo en el alma popular. Sin embargo, puede ocu­rrir lo contrario; puede ocurrir que bien el suceso que ha originado el poema o bien el poema en sí consi­gan impresionar profundamente la imaginación del auditorio. Las hazañas de Arminio, que condujo a los brúcteros a la victoria en Teutoburgo, eran cantadas todavía por los germanos en tiempo de Tácito (Ann., Il, 88, 2 -3 ) , y es de presumir que resonaran mucho tiempo más tarde en las selvas germánicas. A su vez, un juglar sacaba del olvido a un segundón del ejér­cito de Carlomagno, a Roldan, para hacerle héroe de su poema y consagrarle a la inmortalidad, de modo que muchos siglos más tarde, al hacer la biografía de Carlomagno, podía decir Donato Acciainoli :

Hic est Rolandus quem jama est tempestate sua corporis robore et animi magnitudine longe ceteris aliis praestitisse, cuius fortia facta, per universum or-bem iam clara, nostris quoque temporibus celebrantur.

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primitivas epopeyas, según Menéndez Pidal, no pasa­rían de unos mil versos, y pareja longitud hubo de tener toda épica de orígenes. En cambio, la litada, los Nibelungos y la Chanson de Roland rebasan con mu­cho esa cifra tope. ¿Cómo salvar la diferencia de miles de versos que media entre el poema primitivo y el que ha llegado a nuestras manos?

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Un cantar épico bizantino, el '̂ Αισμα του Άρμούρη, que relata la toma por los árabes del castillo Armorion en 838, se conserva en un manuscrito del siglo xv en Leningrado. Pues bien, una coleccionista de cantos po­

pulares, Η. Lüdeke, recogió de labios de una anciana en Chipre una narración sobre la toma de Anemurin en la que se especificaba hasta el nombre del héroe, Arestes, que resulta ser el epíteto característico del protagonista Como se ve, durante más de diez siglos se transmitió oralmente una epopeya sobre un suceso histórico que afectó vivamente los ánimos de los grie­

gos contemporáneos al desastre. En tal caso, el pueblo convierte al héroe en patri­

monio suyo y no consiente que sus hazañas sean rele­

gadas al olvido. Aunque no puede aprender el poema, por ser éste demasiado largo, sí puede exigir al aedo o al juglar que le vuelva a contar las gestas de su héroe favorito. De este modo lo que se busca con los cantos ya no es información, sino recreación, y el juglar ha de poner en contribución sus dotes poéticas para mantener viva la atención del oyente. En esta coyuntura la suerte del cantar épico depende de dos tendencias. Una de ellas, centrífuga, tiende a desmem­

brar cada vez más el texto del poema en episodios aislados, en cortas baladas. Del epos bizantino sobre Dígenes Acritas se conserva un poema tardío, con cier­

tos resabios eruditos, débil eco de la epopeya antigua, y pequeños cantos populares, los Ακριτικά τραγούδια, que ha recogido con amoroso celo el gran investiga-

* Cf. B E C K , con bibliografía, en pág. 473 de Ueberlieferungsge-

schichte der byzantinischen Literatur, en Geschichte der Textü-

berlieferung der antiken und mittelalterlichen Literatur, I. Zurich, 1961, 423-510.

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5 Cf. la selección del mismo P O L I T I S en Έκλογαί άπό τά τραγούδι τοΰ Ελληνικού λ«οΰ. Atenas, 19665, 83 S S . , o mejor los Ελληνικά hr¡^ozim τραγούδια publicados por la Academia de Atenas, 1962, 3 ss.

6 Cf. M E W É N D B Z P I D A L : Romancero hispánico, I. Madrid, 1953, 234 ss.

dor Politis Los romances españoles ejemplifican de manera muy clara esta tendencia centrífuga. Así, pue­

de suceder: a) que el juglar suprima pasajes que le parecen fatigar al público, cargando el interés sobre una escena aislada previamente del contexto. En el cantar que sirve de base a la Primera Crónica General (caps. 831­832) se narra cómo el rey D. Sancho envía al Cid a Zamora para pedir la rendición de la ciudad, mas no por ello se cruzan malas palabras entre la infanta D.̂ Urraca y el caballero castellano. Sin em­

bargo, en el romance 774 Duran la escena varía, en­

frentándose sólo un hombre y una mujer. La infanta D.* Urraca dirige muy duros reproches al Cid, llegan­

do a acusarle, en su despecho, de haberla despreciado como mujer:

Bien casástete, Rodrigo, muy mejor jueras casado: dejaste jija de rey por tomar la de un vasallo.

He aquí, pues, un episodio cargado de un sentido del que antes carecía Pero también es posible b ) que el juglar trunque el final para dejar en el aire el des­

enlace. Por ejemplo, en el comienzo del romance del conde Arnaldos, o mejor dicho, infante Amaldos (ya que al final resulta ser hijo del rey de Francia), se habla de la gran ventura que hubo el conde la ma­

ñana de San Juan. Ninguna de las versiones impresas

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3. E L POEMA ÉPICO, POESÍA TRADICIONAL

Año tras año y siglo tras siglo, los aedos que can­tan las hazañas de los antepasados incorporan mayor material novelesco al poema e hinchan y recargan las escenas de especial efecto dramático, que se procuran retrasar lo más posible, como ocurre con la intermi­nable venganza de Mudarra tal como la cuenta la

7 Cf. M E N É N D E Z P I D A L : Poesía popular y poesía tradicional en la literatura española, en Los romances de América y otros estu­dios. Madrid, 1945, 60 ss.

especifica cuál fue la dicha del conde, pero los judíos sefardíes han conservado el desenlace por tradición oral: Arnaldos encuentra en la galera a sus familia­res, que andaban en su búsqueda desde que, siete años antes, el conde se había perdido en la mar ' .

Pero una tendencia opuesta, centrípeta, procura salvaguardar la unidad del poema. En efecto, puede suceder también, y este es el caso más frecuente, que el aedo añada episodios de su cosecha sin atentar contra la unidad temática. Compárense, por ejemplo, las dos versiones del Cantar de los Infantes de Lara según se encuentran en la Primera Crónica General y en la Crónica de 1344; el Cantar de la Condesa Trai­dora según se narra en la Crónica Najerense y en la Primera Crónica General; el Cantar de Mio Cid con­servado con el que tenía a la vista Alfonso X al redac­tar los correspondientes capítulos de la Primera Cró­nica General; y la Chanson de Roland embrionaria que nos brinda la nota Emilianense con la que guarda el famoso manuscrito 23 Digby de la Bodleian.

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Crónica de 1344, la misma de Aquiles o la de Krimhil-da. Así, pues, de un núcleo inicial, para mantener la terminologia de G. Hermann, constituido por un seco canto noticiero, se llega a un poema cada vez más barroco, cada vez más artificial, en el que cada uno de los aedos que lo cantaron ha ido incorporando su grano de arena, su colaboración anónima que se di­luye en el anchuroso mar del poema. Los cantos épicos constituyen, pues, uno de los frutos más sazonados de la poesía popular o, por emplear el término de Me­néndez Pidal, tradicional, creación no de una, sino de muchas personas aunadas. Fue el pueblo, en definiti­va, quien tuvo la última palabra para elegir tal o cual variante, tal o cual innovación entre las muchas que le presentaban los aedos. No puedo negar, sin embar­go, la aportación personal del poeta que viene a re­machar ese cantar tradicional, dándole el último toque que le fija para siempre en una forma imperecedera: Homero o Turoldo, nombres, en definitiva, nebulosos y cargados de sugerencias.

Una conclusión de capital importancia se despren­de de esta teoría en relación con la cuestión homérica: el debatido problema de las fuentes de la litada, plan­teado hace unos años por los unitarios, carece de vali­dez para tomar contacto con la personalidad de Ho­mero. Ya no nos es dado sorprenderle en su mesa de trabajo, como proclamaba jubilosamente Schadew^aldt hace unos años. Aun admitiendo que la Etiópide fuera anterior a la litada, podríamos pensar en una evolu­ción paralela autónoma de ambas gestas, como ha conjeturado Menéndez Pidal en el caso del Cantar de Rodrigo y del Cantar de Ermanrico. Podríamos pensar

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4. L A ÉPICA TRADICIONAL EN ROMA

Hora es ya de aplicar estos principios al estudio de la épica romana tradicional. Es evidente, por la misma definición de cantar épico, que no se puede dar este nombre a los anónimos poemas en saturnio que han llegado en brumoso recuerdo hasta nosotros. Así, no puede ser un cantar épico tradicional el carmen Priami del que conocemos incluso un verso (Veteres Casmenas cascam rem uolo profari, pág. 29 Morel), transmitido por el De lingua latina de Varrón. ¿De­bemos pensar, entonces, que los antiguos latinos care­cieron en absoluto de toda épica?

Los propios romanos hablan en ciertas ocasiones

8 V O N R I C H T H O F E N : Estudios épicos medievales. Madrid, 1954.

también en un mutuo influjo de la litada y de la Etiópide. Y por fin, aun aceptando que la litada fuera efectivamente un calco de la Etiópide —muchos poe­mas épicos han influido en la estructura y aun en la génesis de otros, y E. von Richthofen* ha dedicado un hermoso libro a demostrar la abundancia de mo­tivos germánicos en la épica francesa y española—, ¿cuándo se produjo esa imitación? De haberse produ­cido realmente, nada nos asegura que sea en realidad homérica y no anterior en mucho a Homero, como parece lo más natural. En consecuencia, toda «Quellen­forschung» aplicada a la Iliada, si bien altamente be­neficiosa para dirimir cuestiones de autenticidad o de imitación en el epos homérico, no puede arrojar luz alguna sobre la personaUdad enigmática de Homero.

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9 Los testimonios son Cic. Tuse, I, 11, 3; IV, 11; Brut., XIX, 76; Leg., Π, 24, 64; Varrò apud Non., pág. 107 Linds.; Val. Max., II, 1, 10; Aul. Gel., X I , 2, 5; Serv. in Aen., I, 641.

1 0 Amstelodami, 1685, cap. VI, pág. 202 (cito de referencias). u N I B B U H R : Vorträge über römische Geschichte, I, 12, s.; Kö-

mische Geschichte, I , 283 ss. (obras que no he podido consultar directamente).

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de poemas dedicados a narrar las hazañas de sus antepasados, las laudes maiorum^. Catón, en sus Orí­

genes, afirma que se solían cantar estos poemas en los banquetes de la misma manera que Demódoco celebraba los κλέα ανδρών en el palacio de Alcínoo o que los juglares exaltaban las gestas de sus héroes en las cortes medievales. Y también sabemos que los vates eran llamados carmentes (cf. en griego άοιδϊς derivado de όοιδή) y que los rapsodos recibíem el nom­

bre de grassatores, término que quizá pudiera tradu­

cirse por «vagabundos».

¿Cuáles pudieron ser esas laudes maiorum de que nos habla Catón? Otra vez son los antiguos quienes nos dan la respuesta. Dionisio de Halicarnaso, en efec­

to, dice en una ocasión hablando de Rómulo: έν τοις πατρίοις υμ,νοις ύπο 'Ρωμαίων Ιτι και νΰν ^ίδεται ( I , 79); y en otro lugar, refiriéndose a Coriolano, afirma: αδεται και υμνείται χρός πάντων ώς ευσεβής και δίκαιος άνήρ (V I I I , 68). ΕΙ gran humanista holandés Perizonius, en sus Animadversiones historicae dedujo en buena lógi­

ca que tales poemas debieron de haber servido de base a las leyendas que, resumidas y en prosa, trans­

miten los historiadores sobre los orígenes de Roma. Esta sugestiva hipótesis, revalorizada siglos después por Niebuhr", ha alcanzado, pese a las controversias suscitadas, cierta aceptación. Por regla general se

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1 2 Cf. sobre todo D E S A N C T I S : Storia dei Romani, I . Florencia, 1956, 21-24; S C H A N Z : Geschichte der römischen Literatur, I , 1. Munich, 18982,19-20 (y S C H A N Z - H O S I U S : Gesch. der r. Lit., I . Munich, 1927, 23 -34 ) ; R I B B B C K : Geschichte der römischen Dichtung, I . Stuttgart, 1894, 8; C O C C H I A : La letteratura latina anteriore all'in­fluenza ellenica, I I I . Ñapóles, 1925, 270 ss.; S T E X T A R T : The Earliest Narrative Poetry of Rome, en CI. Quart, X V , 1921, 31-37; Ros-TAGNi: La letteratura di Roma repubblicana ed augustea. Bolonia, 1949, 45; B U E C H N E R , en pág. 317 de Ueberlieferungsgeschichte der lateinischen Literatur des Altertums, en Gesch. Textüberl., I , 309-422. Ciertas modificaciones innecesarias introducen en la teoría de Niebuhr la señorita K R E P E L K A : Römische Sagen und Gebräuche. Ein Beitrag zur Niebuhr'schen Liederhypothese, en Philologus, X X X V I I , 1878, 450-523, y W A R D B P O W L E R : The Disappearance of the Earliest Latin Poetry: A Parallel, en CI. Rev., X X V I , 1912, 48-49.

1 3 L E D : Geschichte der römischen Literatur. Berlín, 1958, 19, n. 2.

M S K U T S C H , en pág. 537 de Die lateinische Sprache, en Die griechische und lateinische Literatur und Sprache, en Die Kultur der Gegenwart. Leipzig, 1912.

1 5 E I C K E L : Geschichte der römischen Literatur. Heidelberg, 19612, 357, 401, 403-405. En contra también, O G I L V I E : A Commentary on Livy. Books 1-5. Oxford, 1965, 109.

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muestran proclives a aceptarla los historiadores y un puñado de estudiosos de la literatura latina En cambio, algunos filólogos alemanes se resisten a dar crédito a tal suposición: F. Leo " rechaza toda clase de relación entre historia y epopeya, y F. Skutsch " y E. B icke l " niegan a rajatabla la existencia en Roma de una épica popular basándose en curiosas teorías apriorísticas que no merecen siquiera discusión. Por mi parte, creo palmaria la tesis de Perizonius: las lla­madas leyendas romanas, en su mayoría, hunden sus raíces en la epopeya popular, y así como conocemos, gracias a los secos cronicones medievales, el Cantar de la Condesa Traidora, el de los Siete Infantes de Lara o el del Infant García, de la misma manera po-

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5. LAS PRUEBAS TANGIBLES Y EL SILENCIO MULTISECULAR

Hay filólogos, empero, que se resisten a operar con hipótesis, por plausibles que sean. En su terco agnos­

ticismo a ultranza, lo que buscan son pruebas tangi­

bles. ¿Cómo es posible, arguyen, que se haya perdido toda una literatura épica sin dejar rastro? ¿Cómo sal­

var ese silencio de los escritores latinos sobre la epo­

peya? Las razones de este mutismo plurisecular, con todo, son de explicación bien fácil.

En primer lugar, la épica popular está herida de ala cuando surge la historiografía, porque los doctos se desentienden de la tradición oral una vez extin­

guida su savia, y ésta, cada vez más arrinconada, acaba por sucumbir. En el tránsito de la edad heroica a la edad histórica la mayoría de los cantares de gesta perecen, como no puede menos, de muerte natural. Héroes como Eterpamara y Hánala, capillati como los κάρη κομ­οωντες Αχαιοί de Homero, cuyas hazañas entona­

ban los godos en tiempo de Jordanes, son hoy para nosotros sólo nombres de misterioso poder evocador. La pérdida de la épica latina dista mucho, pues, de ser un fenómeno aislado o extraño

En segundo lugar, la literatura latina nace bajo el signo de lo helénico. No es ninguna casualidad que su primera figura, Livio Andronico, haya sido un grie­

16 Oí. M E N É N D E Z P I D A L : Reliquias de la poesia épica española. Madrid, 1951, XI I I ss.

demos atisbar leves destellos épicos en las historias cortesanas de Tito Livio o de Dionisio de Halicarnaso.

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go. En el siglo I I I el mundo romano sufre una con­vulsión incalculable al tratar, con frenéticos esfuerzos, de asimilar la cultura de la egregia nación vencida. La grecomanía invade todos los círculos, incluso los helenófobos. Se improvisan de la nada una nueva épi­ca, una nueva tragedia, una nueva comedia, una nueva historiografía en detrimento de la literatura propia­mente nacional. De la lírica primitiva nos quedan po-brísimos fragmentos, y eso gracias a un afortunado descubrimiento epigráfico. De la Atellana o de los Fes­cennini podemos hacernos sólo muy ligera idea. ¿Qué tiene de extraño, en consecuencia, que las pesadas epopeyas en saturnio quedasen arrumbadas en medio de la indiferencia general? Roma, en un momento cru­cial de su historia, se ve obligada a hacer borrón y cuenta nueva. El interés arqueológico por su pasado acuciará a los romanos mucho más tarde.

En tercer lugar, toda epopeya que no quede fijada por la escritura está condenada a perecer. Conocemos el Poema de Roncesvalles y la Chanson de Gormond e Isembard en virtud de felices hallazgos paleográfi-cos, pero miles de manuscritos medievales habrán co­rrido una suerte no mejor que la que Horacio augu­raba a sus poemas. Y si esto ocurría en plena Edad Media y Moderna, ¿qué no sucedería en los albores de la Roma republicana, donde el material escritura­rio debía de ser deficientísimo, más buscado y, por tanto, de más efímera vida? Razones sobradas hay, en consecuencia, para justificar la pérdida o, cuando me­nos, el silencio en torno al epos latino tradicional.

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17 M E N É N D E Z P I D A L : LOS godos y la epopeya española. Madrid, 1956, 48 ss.; Romancero tradicional, 11. Madrid, 1963, 4.

6. MOTIVOS ÉPICOS

Es tarea sugestiva la de rastrear posibles motivos épicos en fuentes prosísticas; tarea, a la par, que en­traña graves riesgos por lo resbaladizo del tema. La historia de Éuxeno que relata Ateneo (576 a-b) tiene evidentemente muchos puntos de contacto con los amoríos de Jasón y Medea e incluso con el encuentro de Ulises y Nausícaa. Pero ¿es lícito concluir, de la presencia de dos cabos, la existencia de un tercero? ¿Se debe suponer un poema sobre la colonización ma-saliota o bien se trata de un mero cuento popular? Desgraciadamente, en este caso, como en tantos otros, falta un criterio decisivo. Menéndez Pidal " ha puesto en relación un oscuro pasaje de Jordanes en el que se habla de la liberación de los godos unius caballi pretto con la venta del caballo al gallarín doblado que relata el Poema de Fernán González. ¿Hasta qué punto es válida esta conexión que salta por encima de más de seiscientos años de historia? El argumento tem­poral, es cierto, no debe arredrar a quien conoce la pervivencia tenaz en estado latente del sustrato lin­güístico. Pero, así y todo, siempre queda un margen de duda.

El «folklore» de todos los países ofrece abundan­tes ejemplos de mujeres que repelen victoriosamente una agresión enemiga: en el griego, por ejemplo, las mujeres lacedemonias hacen frente a Aristómenes (Paus., IV, 17, 1) y las tegeatas, dirigidas por Marpesa,

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infligen grave quebranto a los espartanos (Paus., V I I I , 5, 9; 48, 5). Argos, según cuenta Plutarco (Mor. 245 c-f), celebraba una fiesta, las Hibrísticas, en recuerdo de la gloriosa ocasión en que las mujeres argivas recha­zaron al ejército espartano de Cleómenes, y con tal motivo se seguía el siguiente ritual: las hembras se vestían al modo masculino y se ajustaban grandes barbas postizas, mientras que los hombres se veían constreñidos a adoptar un disfraz femenino. Como ha visto bien S. Luria la fiesta es en su origen un rito aldeano del que se ha querido dar cuenta a posteriori con una leyenda popular, retocada y embellecida al atribuir a la poetisa Telesila la dirección de las ope­raciones (cf. el oráculo en Herod., V I , 3, y Lucían., Amores, 30). Tales tradiciones populares, que pervi­ven en la leyenda de las Amazonas o en los cantares épico-líricos de la doncella guerrera, pululan por do­quier, y aun en los cronicones de la Edad Media se puede espigar un bello ejemplo: los moros avanzan arrolladoramente por España después de la desastrosa batalla del Guadalete, y se hallan ya ante las puertas de Murcia. El gobernador de la ciudad, Teodmir, ba­tido en campo abierto por los musulmanes, recurre al ardid de recortar la cabellera a las mujeres, disfra­zarlas como puede y apostarlas en la muralla con

18 L U R I A : Frauenpatriotismus und Sklavenemamipation in Ar­gos, en Klio, XXVI , 1933, 211-228 (cf. N I L S S O N : Oriechische Feste. Leipzig, 1906, 371 ss.; SraNdBL, s. v. TPpiaxtxrf en Realenc., I X . Stuttgart, 1914, 33; H O W - W E L L S : A Commentary on Herodotus, II. Oxford, 1912, 94-95 ) . Está equivocado en los puntos principales H E R Z O G : Auf den Spuren der Telesilla, en Philologus, LXXI , 1912, 1-23. Cf. últimamente W H - L B T S en pág. 502 de The Servile Inter­regnum at Argos, en Hermes, LXXXVII , 1959, 495-506, quien cree que a un suceso histórico verdadero se le han ido añadiendo acre­cencias legendarias.

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cañas simulando lanzas. Los moros tragan el anzuelo y conciertan la paz en términos muy honrosos para Teodmir

La mujer guerrera es, pues, una figura legendaria que como tal puede aparecer en alguna epopeya (cf. el caso de las Amazonas o de Maximo en el Dígenes Acritas); mas no se debe suponer por ello que tales leyendas se remonten siempre a un ciclo épico. De excepcional interés en este sentido es el caso de las Hibrísticas de Argos, que contienen un núcleo ances­tral quizá revelador de un antiguo matriarcado: la propiciación de una divinidad femenina, la Tierra ma­dre, mediante un disfraz mujeril de los hombres. De tales costumbres se conservan en Grecia algunos res­tos. En Chipre, por ejemplo, se ofrecían sacrificios a una Afrodita barbuda, vestidos los hombres de mu­jeres y las mujeres de hombres (Serv. in Aen., 11, 632; Macr. Sat., 111, 8, 3). En las Oscoforias áticas, de creer a un atttov transmitido por Plutarco (Thes., 23), los jóvenes se disfrazaban de doncellas, disfraz que Lo-beck ha tratado de explicar suponiendo que lo que en realidad llevaban los muchachos era el antiguo traje jónico, que podría confundirse con una vesti­menta femenina. Esta es la opinión aceptada por Deubner °̂ y con ciertos reparos por Ziehen La pin­tura de vasos parece contradecir tal aserto. Hauser ha señalado que en una copa ática aparece un mu­chacho con largas guedejas y adornado con galas mu­jeriles; en la mano izquierda sostiene un gran ramo,

w Cf. M E N É N D E Z P I D A L : O . C . (en n. 16), 20-21. 2 0 D E U B N E R : Attische Feste. Berlín, 1932, 142. 21 ZiEHEN, s. V.: Oschophoria, en Realenc., X V I I I , 1942, 1537-1543. 2 2 H A U S E R : Beim Erntefest, en Philologus, L I V , 1895, 385-395.

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2 3 L A T T E , S . V . : Lucina, en Realenc., Xni, 1927, 1648-1651. 2 4 W E I N S T O C K , S . V . : Matronalia, ibid., X I V , 1930, 2306-2309. 2 5 Cf. E C K S T E I N : Philologisches zum Kalenderaberglauben, en

Philologus, L X X X V , 1930, 222-225; M U E L L E R : Die Neujahrsfeier im römischen Kaiserreiche, ibid., L X V I I I , 1909, 464-487; N I L S S O N , S . V .

Kalendae lanuariae, Kaiendenfest, en Realenc., X , 1919, 1562-1564.

mientras que mantiene la derecha alzada en actitud de orar. ¿Cómo explicar este extraño atuendo, si no es en virtud de las Oscoforias? Por otra parte, la fiesta latina de las Matronalias ofrece un exacto paralelo. Un fragmento del cómico Pomponio, recomendando a un desconocido que en tal fecha impostara la voz de modo que pareciera la de una mujer, puso a Latte " en el recto camino interpretativo, si bien trajo a colación escenas como la de Mnesíloco en las Tes-moforiantes (¿por qué no aducir entonces la violación por Clodio de los secretos de la Bona Dea?). Pero Weinstock^* puso el dedo en la llaga al deducir, en virtud de un ingenioso razonamiento, que en las Ma­tronalias los hombres se vestían de mujeres. En efec­to, sabemos por los testimonios de los padres de la Iglesia que los hombres se disfrazaban de mujeres en las calendas de enero, entre otras máscaras de posible origen germánico, como las de ciervo o ternera^. Todavía en el 692, año en que se celebra bajo Justi-niano el concilio Quinisexto, seguía en vigencia tal costumbre, como lo atestigua el hecho de haber sido anatematizada por el canon LX I I . Pues bien, como el día primero de año recaía originariamente en el 1 de marzo, esto es, la fecha de las Matronalias, al tras­ladarse el comienzo del año al primero de enero, mul­titud de ritos propios de las Matronalias pasaron a ser patrimonio de las kalendae lanuariae, y uno de

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LA ÉPICA LATINA TRADICIONAL

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ellos, sin duda, fue el disfraz femenino de los hom­

bres. De la misma manera, la sirena, en su origen un ramo con idéntico valor cultual que la είρεβιώνη griega, uno más, por tanto, de los ritos agrícolas de primero de año (entiéndase primero de marzo), per­

dió su valor religioso al ser absorbida en las ceremo­

nias de las calendas de enero ^. Las Hibrísticas, por tanto, son una fiesta campe­

sina de caracteres muy arcaicos, como las Oscoforias o las Matronalias, y la leyenda de las mujeres argivas que derrotan a Cleómenes no se remonta a épica al­

guna, sino a un αίτιον posterior para explicar ciertos detalles incomprensibles de la fiesta. ¿Ocurre lo mis­

mo, mutatis mutandis, con la historia de Teodmir, como parece probable, o bien tiene razón Menéndez Pidal al incluirla entre las reliquias de las primitivas gestas hispánicas? Según se ve, otra vez tropezamos en el mismo escollo: la dificultad de distinguir entre una leyenda, un mero cuento popular y una epopeya propiamente dicha.

Con estas salvedades creo que, para discernir el posible carácter épico de una leyenda romana, se pue­

den establecer tres criterios, que son: corresponden­

cia con otras epopeyas, cierta historicidad y absoluta independencia de los mitos griegos. Examinemos es­

tos tres requisitos con más detenimiento.

7. CORRESPONDENCIA CON OTRAS ÉPICAS

La epopeya tradicional se rige por una serie de cánones, de temas, que se repiten una y otra vez lle­

26 Cf. D E D B N Í S I : Sirena, en Olotta, I I I , 1910, 34-43.

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gando a atenazar en sus módulos el suceso histórico originario. Estos temas se encuentran en muy diver­sas literaturas y por diversos motivos. Puede suceder, en efecto, que un motivo que aparece en la literatura irlandesa, germánica y latina hunda sus raíces en la primitiva épica indoeuropea, cuya existencia está fue­ra de toda duda razonable". Tengo el convencimiento, por ejemplo, de que la mayoría de las coincidencias mitológicas señaladas por Dumézil entre los pueblos indoeuropeos se deben precisamente a esta épica an­cestral que ha configurado después las épicas nacio­nales. De hecho, estas asombrosas concordancias sólo pueden haberse conservado por tradición oral, y la tradición oral se compadece de maravilla con el epos y los cantos religiosos, épicos también en gran parte. Pero puede suceder asimismo que la epopeya de dos pueblos adyacentes sufra influjos mutuos o unilate­rales, como es el caso del Poema de Guilgamesh y de la Odisea. Y, por último, otros motivos épicos son pura y simplemente tópicos que se registran en todos los tiempos y en todas las latitudes.

Claro sabor épico, por ejemplo, tiene la leyenda de la invasión gala en Italia. Relata Tito Livio (V, 33, 2-3) que los galos invadieron el suelo cisalpino atraí­dos por la fertilidad de la tierra y seducidos sobre todo por el vino, bebida desconocida para ellos; y refiere que fue un clusino, Arrunte, quien les hizo de­gustar por vez primera el vino con el fin de encandilar sus ánimos; y cuenta, por fin, que el motivo de que

27 cr. el documentadísimo estudio de RtJEDiGER S C H M I T T : Dichter und Dichtersprache in indogermanischer Zeit. Wiesbaden, 1967 (y las precisiones de P I S A N I : Lingua poetica indeuropea, en Arch. aiott. It.. LI, 1966. 105-122).

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Arrunte cometiera tal traición fue que su pupilo, Lu-cumón, que hemos de suponer rey de Clusio, había violado a su mujer, y era ésta la única manera que el clusino tenía de vengarse. Salta a la vista que esta tradición no es otra que la que aflora de nuevo en la epopeya goda: en el Cantar de Ermanrico y en la leyenda de Rodrigo, el último godo. En los tres casos es el rey ensoberbecido quien, con su lujuria, se aca­rrea las iras de un subdito rencoroso; y en los tres casos el vasallo agraviado recurre a la ayuda extran­jera para tomar cruel venganza de su rey. En defini­tiva, las leyendas de Virginia y de Lucrecia pueden ser diversos ecos del mismo tema épico, que aparece también, un tanto disfrazado, en los sucesos que pre­ceden a la toma de Árdea tal como los relata Tito Livio ( IV, 9, 4 ss.): dos jóvenes, el uno plebeyo, noble el otro, se disputan la mano de una doncella del pue­blo; la madre favorece las pretensiones del noble, los tutores se inclinan por el partido plebeyo. Encrespa­dos los ánimos se va a juicio, que fallan los magis­trados a favor del de más alcurnia. A raíz del desaire, los plebeyos raptan a la joven de casa de su madre, y este rapto desencadena una guerra civil en la que los nobles piden auxilio a los romanos y la plebe a los volscos.

Por otra parte, la lucha de Horacios y Curiacios ^ sigue claramente un canon épico cuyo rastro se puede seguir en otras literaturas. Quizá el más cercano pa­ralelo lo ofrezcan las leyendas irlandesas^ sobre Cu-

2« Imitada por Silio Itálico, IV, 355 ss. 29 Traducción de D ' A R B D I S D E J U B A I N V I L L E en págs. 249 ss. de

Enlèvement du laurean divin et des taches de Cooley. Chapitre VII, en Rev. Celt, XXVII I , 1907, 241-261.

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júlainn, «el perro de Culann». El joven Cujúlainn —refieren—, tras recibir las armas de manos de Con-jobar, se dirige en son de guerra al castillo de los hijos de Nejt, que se vanaglorian de haber matado tantos Ulatas como Ulatas han dejado con vida. Pri­mero lucha con Foill, que es invulnerable, pero Cujú­lainn le lanza una manzana de hierro que le golpea en la frente y le hace saltar los sesos. Después lucha con Tuajall, que confía en su sin par ligereza, pero Cujúlainn le arroja una lanza mortal que le atraviesa el bajo vientre. Por fin lucha con Faindlé, la golon­drina, que es un nadador incomparable, pero Cujúlainn le hunde en el agua y le decapita con su espada. A la vuelta del héroe, su ciudad natal se empavorece sólo de pensar en su fiereza sobrehumana y en los peligros que ella supone. Para atemperar su ardor guerrero salen a su encuentro ciento cincuenta mujeres impú­dicas, que, encabezadas por Scanlaj, enseñan su des­nudez al joven. Mas Cujúlainn aparta su vista, fiján­dola sobre la pared de su carro. Después se sumerge a Cujúlainn en tres tinajas sucesivas de agua fría, que después se pone a hervir. La primera, a causa del calor, estalla como una cascara de nuez; la segunda hace burbujas grandes como puños; la tercera es ya de calor soportable para algunos hombres. Entonces la cólera de Cujúlainn amaina.

G. Dumézil ^ ha señalado agudamente que este epi­sodio del epos de Cujúlainn es un antiquísimo rito de iniciación: el guerrero, una vez conseguido el [távoí,

el furor, es incapaz de controlarlo resultando, por tanto, una amenaza para su ciudad. De la misma ma-

3 0 D U M É Z I L : Horace et les Curiaces. París, 1942t.

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nera, entre los Kwakiutl de la región de Vancouver, el nuevo caníbal es llevado a rastras hasta un reci­piente de agua salada y sumergido en ella cuatro ve­ces: sólo así se calma su estado de excitación, peli­groso para la propia tribu. La leyenda romana ha perdido el sentido primigenio del rito de iniciación, si bien todavía conserva el acto purificatorio y el con­flicto entre los sexos: se ha humanizado, en una pala­bra. Cujúlainn está poseído de la ferg, el furor terri­ble y sobrehumano del guerrero; Horacio se abandona tan sólo a un arrebato de cólera hasta cierto punto comprensible. En definitiva, las dos leyendas remontan a un período muy remoto, a una epopeya indoeuropea. Pero también se pueden aducir otros ejemplos más recientes: en el poema de Dígenes Acritas (VI , 176 ss.), el héroe vence a tres adversarios, Filopapus, Cínamo y loannakis, en una lucha singular. Así también Diego Ordóñez, en su reto a los zamoranos, lucha con los tres hijos de Arias Gonzalo y les da muerte uno tras otro, si bien en el postrer encuentro su caballo, mal­herido, sale fuera de la liza, quedando así el reto sin efecto

En la mitología escandinava existen dos dioses con sendos distintivos peculiares. Odín es el mago por excelencia: no combate en la guerra con sus armas, sino con el poder de fascinación de su único ojo. Odín ha consentido en perder un ojo para poder ver lo in­visible, ya que Mimir, en compensación, le ha permi­tido beber en la fuente de la ciencia: la pérdida del ojo carnal es el medio de adquirir la vista inmaterial y el poder mágico. Tyr, por su parte, es el dios jurista.

31 Primera Crónica General, caps. 841 ss.

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Como Odín, está mutilado: le falta una mano, la de­recha, sacrificada en aras de la salvación de los dioses. He aquí su historia: los dioses presienten que el lobo Fenrir será su perdición en el futuro y tratan de en­cadenarlo con engaños cuando es todavía un lobezno. Tras largas dudas, la fiera accede, a condición de que uno de los dioses introduzca su mano derecha en sus fauces, como garantía de que todo sucederá sin fraude. Tyr es el único dios que se somete a esta condición. El lobo es atado, los dioses se salvan, pero Tyr pierde su diestra. Pues bien, las leyendas latinas, como ha puesto de relieve el mismo DuméziP^ cuentan tam­bién con dos salvadores de Roma, tuerto el uno y manco el otro. Cocles, enfrentado con los etruscos en el puente, aterra al enemigo circumferens trucas mina-citer oculos (Tit. Liv., I I , 10, 8). Es su magia la que paraliza a los guerreros. El irlandés Cujúlainn prac­tica en combate una mueca semejante: «Cerró uno de sus ojos —dice un texto— hasta el punto de que no era más ancho que el agujero de una aguja, abrien­do el otro de modo que era más grande que una copa de hidromiel». Por su parte, Escévola, con el gesto de quemar voluntariamente su mano, hace que el rey etrusco crea, falsamente o no, que trescientos jóvenes romanos están animados con el mismo propósito de cometer el magnicidio. Se trata, pues, de una caución. Cocles, como Odín, espanta al enemigo con su magia. Escévola, como Tyr, le desarma con las mañas del derecho.

Estos motivos nos permiten entrever, a mi juicio, una épica antiquísima, transmitida de generación en

32 DUMÉZIL : Mitra-Varuna. París, 19482, 163 ss.

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LA EPICA LATINA TRADICIONAL

8. H ISTORICIDAD

Si el cantar épico, en su origen, fue un poema no­ticiero, debe de conservar, a lo largo de los siglos, una cierta tramazón histórica. He aquí, por tanto, una segunda piedra de toque. Pues bien, gran parte de las presuntas epopeyas tiene esa base, sin que fal­ten pormenores muy arcaicos malentendidos después por las analistas romanos. Analicemos una de tantas leyendas épicas: la lucha de Horacios y Curiacios. Por lo regular se está de acuerdo en admitir la realidad histórica de un único hecho: la rivalidad de Roma y Alba Longa. Pero a partir de ahí comienzan las dis­cusiones y las dudas. Una de las objeciones más fuer­tes es la levantada por G. de Sanctis en su Storia dei Romani^: parece un absurdo que el destino de los dos pueblos se decida en un torneo de campeones. Pero precisamente este torneo es un indicio de auten­ticidad: entre los pueblos antiguos está muy difun­dida la costumbre de abandonar en manos de la divi-

3 3 D E S A N C T I S : O . C , I , 359.

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generación, que se va actualizando con ocasión de nue­vos sucesos, de nuevas hazañas. El héroe actual su­planta al héroe ya nebuloso de los antepasados, pero, a su vez, adquiere sus rasgos ancestrales hasta con­vertirse él también en una figura mítica. Hay un per­petuo encadenamiento de motivos, una constante su­cesión épica, que atenúa y diluye progresivamente el sentido de algunos motivos, aun sin renunciar a ellos por apego a la tradición.

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nidad la suerte de una nación o de una guerra. Cuando regresan los Heraclidas, los peloponesios les salen al encuentro en el Istmo y la suerte de la guerra se dilucida mediante un combate singular entre Hilo, hijo de Heracles, y Équemo, rey de Tegea; al resultar Hilo muerto en el duelo, los Heraclidas no tienen más remedio que retirarse hacia el Norte (Herod., IX, 26). De igual modo, al disputarse los espartanos y los ar-givos el territorio de la Tireátide, en vez de luchar los dos ejércitos, combaten dos batallones de trescientos hombres en representación de cada pueblo (Herod., I, 82). Nótese de paso que el número de combatientes por cada lado es ya legendario: trescientos son los espartanos que luchan en las Termopilas, trescientos los Fabios que sucumben en los ribazos del Cremerà y trescientos los caballeros que lleva Ruy Velázquez en la batalla de Cascajar. A un modo parecido de sol­ventar rencillas fronterizas recurrieron los cartagine­ses y los cirenaicos, según narra Salustio {lug., 79). Todavía en el Medievo perdura esta costumbre: el Cid lucha con el caballero navarro Gimeno Garcés para dirimir el pleito entablado en torno al castillo de Pa-zuengos ^.

También parece remontarse a una rancia antigüedad el rito de purificación a que es sometido el Horacio vencedor: según Tito Livio ( I , 26, 13) su padre, «ha­biendo tendido un madero sobre la calle, hizo pasar por debajo al joven como si de un yugo se tratara, con la cabeza velada». Ahora bien, esta ceremonia no es expiatoria, como pretende hacernos creer Livio, sino purificatoria, y su fin es limpiar al guerrero de toda

3 4 Cf. M E S Í É N D E Z P I D A L : L O España del Cid, I. Madrid, 19474, 157.

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LA ÉPICA LATINA TRADICIONAL

3 5 PRASSER: The Golden Bough, XI. Londres, 1930, 193 ss. 3 6 Cf. P R A Z E R : 1. c. W A R D E F O W L E R ; Passing under the Yoke,

en CI. Rev., XXVII , 1913, 48-51; V ^ T A G E N V O O R T : Roman Dynamism. Studies in Ancient Roman Thought, Language and Custom. Oxford, 1947, 154 ss.

3 7 R O S E : De religionibus antiquis quaestiunculae, en Mnemosyne, LIII, 1925, 406-414; así también L A T T E : Römische Religionsgeschich­

te. Munich, 1960, 133; O G I L V I E : O . C , 117, con bibliografía. Escép-

tico, W A G E N V O O R T : o. c, 156, n. 3.

impureza que pueda haber contraído en el contacto con el enemigo o quizá, como sugiere Frazer^^ librar al combatiente de los espíritus de los contrincantes a que ha dado muerte en la batalla. Esta misma inten­

ción subyace en otros actos rituales, desvirtuados des­

pués de su valor religioso, como el hacer pasar a los vencidos por debajo de un yugo para privarles de sus ocultos poderes, de su mana, o traspasar el propio ejército vencedor el arco triunfal para quedar libre de toda posibilidad de contagio ^. Por tanto, la rela­

ción apuntada por los historiadores griegos y romanos entre este madero tendido sobre la calle y el tigillum sororium no es más que un αίτιον descabellado. La ceremonia del tigillum sororium {sororium está en relación con sororiare, «entrar la mujer en la puber­

tad») ha sido explicada convincentemente por Rose ' ' como uno más de los «rites de passage», tan amplia­

mente documentados entre los pueblos primitivos. También es un αίτιον la conexión que establecen los cronistas antiguos entre el nombre del dictador alba­

no, Cluilio, y la fosa Cluilia, todavía no localizada. Como base histórica de la leyenda podemos recons­

truir, pues, una guerra entre Alba y Roma por la hegemonía, dirimida por un torneo de campeones del que salen triunfadores los romanos. También pode­

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9. INDEPENDENCIA DE LOS MITOS GRIEGOS

Es un hecho sabido que las leyendas sobre los orí­genes de Roma están altamente influidas por los mitos griegos. La historia de Rómulo y Remo, por ejemplo, parece un calco de los mitos de Neleo y Pellas; la traición de Tarpeya'* tiene su correlato en el parrici­dio de Escila y de otras oscuras heroínas griegas; el asesinato de Tarquinio ofrece puntos de contacto en el asesinato de Jasón de Peras; la toma de Cabios recuerda muy de cerca ciertos pasajes de Heródoto y el discurso de Menenio Agripa se basa en un apó­logo griego. Los ejemplos podrían multiplicarse. Re­quisito indispensable, pues, para aceptar el posible carácter épico de una leyenda romana es su autono­mía respecto a los ciclos griegos: sólo así se puede operar en un terreno más firme. De todas maneras, en algunos casos falla este criterio, pues el influjo puede ser a la inversa.

Un grave problema, por ejemplo, plantea la rela­is Cf. D U M É Z I L : Tarpeia. París, 1947̂ , 279 ss.

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mos suponer histórica la purificación que sufre el ro­mano vencedor. Los nombres, sin embargo, deben de ser tardíos, pues se discutía ya en la Antigüedad si Horacios eran los albanos y Curiacios los de Roma o viceversa. Es inútil, por tanto, para el análisis de la leyenda, tratar de emparentar etimológicamente Curiatius con curia o curis y Horatius con la raíz * gher- que aparece en horior y en Herentas, la divi­nidad itálica que corresponde a la Venus romana.

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LA ÉPICA LATINA TRADICIONAL

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ción entre la gesta romana de Horacios y Curiacios y una leyenda griega que aparecería, según el pseudo­

Plutarco (Par. min. 16) y Estobeo ( X X X I X , 32) en la historia arcadia de un tal Üemarato, desconocido por lo demás. Cuenta Demarato, en efecto, que habiendo estallado una guerra entre Tegea y Fenea, ambas ciu­

dades arcadias decidieron solventar sus rencillas me­

diante un combate entre tres tegeatas, hijos de Rexí­

maco, y tres feneatas, hijos de Demóstrato. El encuen­

tro se asemeja punto por punto a la lucha de Horacios y Curiacios: en un principio, perecen a manos de sus contrincantes dos hijos de Rexímaco, pero el tercero, Critolao, simulando una huida, logra dar muerte por separado a sus tres enemigos. A su vuelta victoriosa, Critolao no puede soportar que su hermana Demódica llore la muerte de su marido Demódico, uno de los tres hermanos feneatas participantes en el combate, y exasperado la mata. El pueblo se subleva ante este acto de violencia, pero la madre logra liberar con sus súplicas a Critolao de la pena que le esperaba.

La identidad de las dos leyendas es tan completa que no se puede pensar en una independencia de los dos relatos. ¿Cuál de los dos es la fuente, el griego o el romano? Por la primera solución se decidió en el siglo xvi l i Pouilly en su Dissertation sur l'incertitude de l'histoire des quatre premiers siècles de Rome Por la segunda se han inclinado con razón la mayoría de los autores: de Sanctis*, Cocchia'", Münzer''^ etc. En efecto, el autor de estos Αρκαδικά debe de ser de

3 9 Publicado en Mém. Ac. Inscr., V I , 1729, 26 ss. « D E S A N C T I S ; O . C , I , 26 y 359, n. 89.

41 C O C C H I A : O . C , I I , 86 ss.

4 2 M U E N Z E R , s. V . : HoTatius, en Realenc, V I H , 1913, 2321-2327.

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« Por el interés que muestra hacia los Sicinlos, cf. O G I L V I E :

o. c, 109, 312, 337, 382, con bibliografía.

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origen tardío y se ha inspirado sin duda en una le­yenda romana célebre para dar vida a sus personajes ficticios.

10. POSIBLES REFUNDICIONES ÉPICAS

Toda epopeya sufre un proceso en virtud del cual se va complicando más y más, con la subsiguiente alte-rración de la verdad histórica. Mas arriba cité algunos casos de cantares de gesta medievales que han ido po­blándose paulatinamente de nuevos personajes y nue­vos episodios. ¿Ha ocurrido lo mismo con la épica romana? Examinemos de nuevo un caso típico, la gesta de los Horacios y los Curiacios, que a lo largo de este estudio se ha mostrado en más de una ocasión reve­ladora. Conocemos, efectivamente, dos versiones de la leyenda, una más sencilla, otra más recargada y am­plia, que recogen, respectivamente. Tito Livio y Dioni­sio de Halicarnaso. La fuente de Tito Livio no conoce el parentesco de Horacios y Curiacios. Sin embargo, la fuente de Dionisio de Halicarnaso, quizá Licinio Macro'", hace a los trillizos primos hermanos, nietos de un tal Sicinio de Alba que casó a sus dos hijas, mellizas también, con un romano y con un albano. La tendencia de esta segunda versión, como se ve, es au­mentar a toda costa el xá&oq.

La descripción de la batalla es también diferente. En Tito Livio, el Horacio superviviente logra matar a sus tres adversarios mediante la estratagema de fingir una huida. El relato de Dionisio es mucho más com-

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LA ÈPICA LATINA TRADICIONAL

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piejo. Cuando se enfrentan Horacios y Curiacios, co­rren a abrazarse entre grandes sollozos, dirigiéndose mutuamente las más tiernas palabras y moviendo al llanto a los presentes. Tras un largo espacio de lucha, el mayor de los albanos se traba con su adversario romano y, después de inferirle muchos golpes, acierta a hundirle la espada en la ingle. Mientras se desploma el romano moribundo, el Horacio situado a su vera, al ver al Curiacio orgulloso de su victoria, se abalanza rápido sobre él y tras reñida lucha le mata. De nuevo se repite la escena: un hermano del muerto se arroja contra el vencedor y le traspasa el pecho, si bien el romano, antes de sucumbir, logra cortar los tendones de la pantorrilla a su antagonista.

En lo demás la narración de Dionisio no difiere gran cosa de la de Livio. De las diferencias entre las dos versiones, quizá la más lograda sea esa patética escena de los primos que se despiden entre sí antes de entablar la lucha a muerte. Este mantener en vilo el ánimo del oyente, este retrasar en lo posible el des­enlace para aumentar la 8sivo-:Y¡g constituye, quizá, un posible indicio de refundición épica. Por otra parte, y éste es un hecho que, a lo que sé, nadie ha puesto de relieve como se merece, la lengua romana del si­glo I I I , formada ya en sus caracteres distintivos, tenía muy poco que ver con el latín hablado tres siglos antes. Tanto es así, que media un abismo entre el tapis niger del Foro o la inscripción de Dueños y los tituli sepulcra­les de los Escipiones, un abismo no menor que el que separa la lengua de las Glosas Emilianenses y el cas­tellano de Alfonso X el Sabio. En estos siglos oscuros, sin duda, debió de existir un forcejeo implacable de

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formas y de tendencias fonéticas (en el siglo i i i se de­cía todavía neuna en Árdea y Diouos en Preneste), del que salió triunfante la norma tiránica del latín his­tórico. Todo ello quiere decir que una epopeya del siglo vi sería entendida a duras penas por el romano contemporáneo de las primeras guerras Púnicas, a me­nos que supongamos, como es lo lógico, una constante renovación lingüística de la tradición oral con las sub­siguientes alteraciones en el contenido de la epopeya. ¡Qué gran diferencia con Grecia, donde la lengua arti­ficial de Homero, precisamente por su misma artifi-ciosidad, se viene a convertir en una especie de espe­ranto supradialectal!

Sin embargo, es norma que toda epopeya tiende a convertirse en novela y es probable, por tanto, que en éste y en otros casos nos encontremos ante un em­bellecimiento tardío de la leyenda tradicional y no ante dos versiones épicas de un mismo tema. Es co­nocida, por otra parte, la tendencia retórica de Dio­nisio de Halicarnaso, fiel seguidor en este punto de sus modelos helenísticos. La variedad de relatos, en consecuencia, debe ser desechada como posible criterio distintivo.

n. CONCLUS IÓN

Hay dos hechos que me parecen hasta cierto punto irrebatibles: la existencia de una épica latina tradicio­nal, transmitida oralmente de generación en generación, y la repercusión de esta épica en las leyendas de oríge­nes. Me he esforzado en rastrear posibles motivos o ciclos épicos en la tradición romana, pero no se me

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LA EPICA LATINA TRADICIONAL

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ocultan las enormes dificultades de la empresa. De to­das formas, aun si es imposible quizá extirpar de raíz toda duda al respecto, cabe al menos tratar de reducirla al máximo. Y ello sólo se puede lograr aduciendo nue­vos paralelos, nuevos ejemplos, que disipen poco a poco las incertidumbres e impongan, por el contrario, un convencimiento. Por ahora, creo que la compara­ción con la épica castellana, conocida en gran parte por relajos prosísticos, y las concordancias con otras epopeyas indoeuropeas han contribuido en parte a despejar la incógnita.