La Ciencia Como Calamidad

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Marcelino Cereijido___________________________________

la CienCia CoMo CalaMidad

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(Sigue en la pág. 251)

Más allá de la teoría cuánticaMichael Talbot

A través del maravilloso espejo del universoJohn P. Briggs y F. David Peat

Los descubrimientos científicos contemporáneosMichel Claessens

Las endorfinasAnatomía de un descubrimiento científico

Jeff Goldberg

La tierra, ese planeta diferenteS. Ichtiaque Rasool y Nicholas Skrotzky

Mensajeros del paraísoLa extraordinaria historia de los opiáceos internos y externos:

el descubrimiento de los receptores cerebralesCharles F. Levinthal

Historia y leyendas de la superconductividadSven Ortoli y Jean Klein

Explorando el mundo de la antimateriaSu poder energético y el futuro de los viajes interplanetarios

Robert L. Forward y Joel Davis

La historia de la supernovaLaurence A. Marschall

e x t e n s i ó n

científicacienciapara todos

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la cienciacomo calamidad

Un ensayo sobre el analfabetismo científico y sus efectos

marcelino cereijido

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Textos traducidos del inglés por M. A. P.

Ilustración de tapa:Sergio Manela

1ª edición, noviembre de 2009

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© by Editorial Gedisa S. A.Avenida del Tibidabo, 12, 3ºTel. 34 93 253 09 04Fax 34 93 253 09 0508022 - Barcelona, Españ[email protected]

ISBN 978-84-9784-392-8

Queda prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, por cual-quier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma.

Printed by PublidisaD.L.: B-43029-2009ISBN eBook: 978-84-9784-405-5

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A Rolando V. García y José Carlos Beyer, con quienes desde hace años, domingo a domingo, discrepamos a gusto sobre estas cosas.

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Índice

Introducción. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Capítulo 1: Cómo se forjó y qué es hoy la ciencia. . . . . . . . . . . . . 17

Capítulo 2: Los modelos interpretativos basados en la religión son, por supuesto, los usados por la casi totalidad de la población humana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75

Capítulo 3: La ciencia vista por el analfabeto científico . . . . . . . 109

Capítulo 4: El analfabetismo científico del Primer Mundo . . . . . 129

Capítulo 5: El analfabetismo científico del Tercer Mundo . . . . . 153

Capítulo 6: La ciencia moderna como calamidad. . . . . . . . . . . . . 183

Capítulo 7: De Jan Amos Comenius a Silvina Gvirtz. . . . . . . . . . 203

Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225

Bibliografía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229

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Introducción

“Vivimos en el seno de una sociedad que depende en forma profunda de la ciencia y la tecnología y en la que nadie sabe nada acerca de estas materias. Esto constituye una fórmula segura de desastre.”

Carl Sagan

Un organismo sólo puede sobrevivir si es capaz de interpretar efi-cazmente la realidad que habita. Si un mosquito no interpretara que esto es una estatua de la Venus de Milo y no una señorita de verdad, sería demasiado estúpido para ser mosquito y se extinguiría. Biológi-camente hablando carece de importancia que esa interpretación sea inconsciente, pues desde los inicios de la vida en el planeta hace unos 4.000 millones de años, su evolución, su enorme diversificación en millones de especies animales y vegetales, su manera de funcionar, han sido fenómenos exclusivamente inconscientes. La conciencia co-menzó a aparecer hace apenas unos 40 a 60 mil años, es decir, “na-da” en escala biológica y, a lo sumo, influyó en la evolución de unas pocas especies, notablemente la del Homo sapiens.

Tampoco podemos pensar que la conciencia apareció un buen día cuando un homínido de la Edad de Piedra despertó de su siesta con la buena nueva de que estaba entendiendo que entendía. Por decenas de miles de años un homínido fue muy parecido a lo que hoy llama-ríamos un autista, con emisiones de sonidos elementales reducidas a alarmas y avisos inevitables sobre situaciones concretas; nada de sutilezas intelectuales.

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Es probable que la conciencia haya comenzado a surgir junto con la capacidad de captar duraciones, y percatarse de que hay ciertas si-tuaciones (por ejemplo, está nublado) que van seguidas de ciertas otras (por ejemplo, llueve) o, al revés, ve llover y recuerda que fue precedida por un nublado. Se establece así una cadena causal, que implica cierta flecha temporal de causa (nublado) a efecto (lluvia). Ambas propieda-des otorgan una ventaja decisiva al organismo que las posee, pues la acumulación y luego el ensamble de cadenas causales le permitirán hacer modelos mentales de la realidad que, además, son dinámicos (en función del tiempo): los organismos no captan solamente cómo es una situación, sino cómo se produjo, cómo va cambiando, cómo se concatenan causas y efectos para generar un futuro.

Si el largo de la flecha temporal (la cantidad de futuro abarca-do) ayudaba a hacer modelos dinámicos de la realidad, por toscos que fueran, y éstos ayudaban a sobrevivir, se ha desencadenado una competencia por quién tenía un sentido temporal más largo y quién era capaz de generar mejores modelos mentales de la realidad que le permitiera evaluar más alternativas. Quizás esto quede más claro imaginando un ajedrecista principiante que a cada paso se pregunta ¿qué puedo mover? (su “futuro” es una jugada), jugando contra un gran maestro que puede adoptar estrategias que contemplan de an-temano miles de jugadas posibles. Si las situaciones eran de bonanza sobrevivían todos, pero en períodos peliagudos aquellos individuos con modelos mentales más chapuceros, cedían su lugar al competidor más versátil y creativo, capaz de imaginar mejores alternativas.

Pero esto de ninguna manera implica que el interpretar la realidad conscientemente, con ser la cualidad más reciente, superara –ni si-quiera hoy– a las interpretaciones inconscientes, pues éstas siguen ahí, a cargo de nuestro funcionamiento vital. Cuando nuestro organismo interpreta que tenemos demasiada agua, dispone de mecanismos pa-ra hacernos orinar más, si por el contrario capta que tenemos poca hará que se nos despierte la sed; y así cuidará de nuestra nutrición, presión arterial, temperatura, contenido de sodio, potasio, la acidez de nuestra sangre, reparación de nuestras heridas, defensa contra mi-croorganismos, etcétera. Para darnos una idea de la habilidad y finu-ra de las interpretaciones inconscientes contra las conscientes, basta

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recordar que un alacrán en la playa es capaz de captar la vibración del piso que produce una mosca caminando a un metro; una mariposa macho es capaz de olfatear a la hembra a varios kilómetros de dis-tancia. Por último, podemos recordar que Humphrey Davy pasó a la historia porque en 1808 descubrió el calcio, pero un bebé de dos años al que comience a faltarle dicho elemento, no solamente detectará correctamente la carencia, sino que recurrirá a comer revoque de las paredes –que contiene calcio– y evitará enfermarse. La ciencia de hoy en día tiene anotado en el registro de sus glorias cómo hizo Davy para demostrar que existe en la realidad un elemento llamado calcio, pero todavía no tiene la más remota idea de cómo hace el bebé.

Por supuesto, ya en posesión de una conciencia, el ser humano empezó a utilizarla para interpretar conscientemente la realidad. En un primer momento se habrá percatado que podía atrapar una pie-dra porque esta no se puede mover per se, pero no una rana porque ésta tiene motu proprio y escapa. Su primera taxonomía habrá sido entonces que hay cosas que tienen ánima y cosas que no, y llamó a las primeras “animales”. Después de estos modelos animistas, un impre-sionante salto intelectual le permitió ordenar mejor sus modelos men-tales e imaginó que todo lo marítimo estaba a cargo de dioses como Poseidón, el cielo estaba regido por Urano, la agricultura por Ceres. Fue la hora de los modelos mentales politeístas. La evolución de la mente le permitió luego hacer otro salto formidable en su capacidad de generar modelos mentales de la realidad: pasó de los politeísmos a los monoteísmos. A decir verdad, no se trató de un salto, sino de un lento y penoso proceso evolutivo que tomó generaciones. Si una deidad del panteón politeísta prefiere una cosa y otra deidad tiene preferencias distintas, no surge contradicción alguna, pero el dios único del monoteísmo no puede tener incoherencias. A mí me delei-tan los helados de chocolate y, en cambio, a mi amigo le desagradan; pero una misma persona no puede decir “me encantan los helados de chocolate; los detesto”. Por eso el paso a los monoteísmos requirió que el ser humano inventara nada menos que la coherencia de Dios. La coherencia de los monoteísmos fue un elemento esencial, que posi-bilitó luego el desarrollo de los modelos científicos, donde los conoci-mientos no están simplemente amontonados, sino sistematizados de

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modo que no entren en conflicto entre sí, y uno pueda recombinarlos en la mente, formando cadenas causales y predecir cosas que luego saldrá a buscar si existen realmente en la realidad, es decir, uno ya no investiga exclusivamente en la realidad-de-ahí-afuera, sino que empieza a hacerlo en su propia cabeza.

Evolutivamente hablando, que una especie sea seleccionada por alguna cualidad, implica que adaptará por selección natural todo su organismo para que esa cualidad se cumpla con la mayor eficacia posible y desarrolle adaptaciones complementarias. Entre ellas la de ser creyente. Esta capacidad brinda una ventaja descomunal, pues transforma a todos los Homo sapiens, de todas las generaciones, en un colosal embudo cognitivo que vierte lo aprendido por cada Homo sapiens individual. Yo, por ejemplo, no conocí a Amenofis IV, ni a Nerón, ni estuve en la Revolución francesa, ni en la Primera Guerra Mundial, pero en virtud de mi credulidad, los fui incorporando a mi patrimonio cognitivo gracias a la crianza y a la educación. Tampoco inventé el castellano, pero “se lo creí a mis padres”. Me habrán to-cado la nariz, me indujeron a llamarla “nariz”, y gracias a eso pude luego conversar con mi vecinito de enfrente.

Esto nos permite entender ahora otro proceso realmente apabu-llante que lleva a cabo la mente humana. Si conocer iba transfor-mándose en la herramienta fundamental y en el arma para la lucha por la vida, la ignorancia hacía sentir al Homo sapiens impotente e inseguro, lo angustiaba. Esa continua selección de seres humanos con flechas temporales cada vez más largas, que abarcaban futuros más y más remotos, llevó a generar Homo sapiens que cayeron en la cuenta de que había un futuro en el que habrían de morir. La muerte constituyó la mayor de las angustias, pues nadie había regresado de la muerte para explicarles qué les habría de suceder cuando murieran. Pero aquí salió a relucir la capacidad de ser creyentes, y ahí estaban los sacerdotes que les aseguraban a los angustiados que el mundo lo gobernaba Dios y que ellos conocían conductas, ritos, ofrendas y maneras de poner a Dios de nuestra parte… siempre y cuando uno los cumpliera religiosamente.

La evolución de la manera de hacer modelos de la realidad siguió ade-lante (en el Capítulo 1 veremos cómo) y, después de 40 a 50 mil años, co-

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menzó a generar nuevos modelos mentales para interpretar la realidad, esta vez laicos, es decir, que prescinden de las deidades. Así fue como se generó una nueva manera de interpretar la realidad: la ciencia moderna que, como veremos a su tiempo, consiste en interpretarla sin apelar a milagros, reve-laciones, dogmas ni al principio de autoridad, por el cual algo es verdad o mentira dependiendo de quién lo diga (la Biblia, el papa, el rey, el padre).

La ciencia moderna es una máquina voraz que se alimenta de ig-norancia y la transforma en conocimiento, proveyendo no solamente un cuerpo convincente de interpretaciones de objetos y fenómenos presentes, sino también del futuro (predice) y del pasado (posdice). La ciencia moderna constituye un modelo tan avanzado, que incluye hasta un mecanismo de autocorrección con el que va automejorán-dose, porque donde quiera que encuentre que las suposiciones y pre-dicciones de su modelo mental discrepan con la realidad, emprende estudios específicos para ver si logra resolver la incongruencia. Por eso la ciencia no acepta dogmas, es decir, conceptos fijos, inamo-vibles, que no puedan ser modificados ni siquiera para mejorar el modelo interpretativo.

Hoy la ciencia ya no es sólo un atributo ventajoso de nuestra espe-cie, sino que se ha constituido en un elemento tan indispensable de la supervivencia, como lo era para el mosquito interpretar que la Venus de mármol no tiene sangre y la bañista de carne y hueso sí la tiene. No era así hace dos millones de años dado que, si por alguna razón los homínidos no hubieran transitado la serie de pasos evolutivos que los condujeron hasta nosotros, tales como el sorprendente crecimien-to del cerebro, lenguaje, curiosidad, creatividad, perfeccionamiento de herramientas, bien habrían podido de todos modos adaptarse y sobrevivir con los elementos y características que ya poseían. De he-cho hay antropoides como los chimpancés, surgidos en épocas más recientes, es decir, son especies más modernas que el Homo sapiens, que no tomaron por un camino evolutivo comparable al nuestro, y ahí viven de lo más campantes, salvo que los sigamos extinguiendo nosotros. En cambio, si la ciencia desapareciera hoy, nosotros, los descendientes de aquellas criaturas primitivas que no habían nece-sitado ciencia moderna, podríamos perecer, porque ahora sí nos es indispensable. En nuestros días somos demasiado numerosos como

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para poder sobrevivir en las naciones modernas sin energía, abrigo, alimentos, medicina y tecnología derivados de la ciencia. El hombre de la Edad de Piedra apenas vivía de 20 a 25 años, en cambio nuestras expectativas de vida hoy andan por los 80. De modo que la mayoría de nosotros somos demasiado viejos como para poder pasarla sin ci-rugía abdominal, fármacos, prótesis, antibióticos, marcapasos y toda la organización social que resultó de la ciencia. Hoy, una urbe como Manhattan contiene más seres humanos que los que hubo en la Edad de Piedra en toda la Tierra. Si tocáramos el planeta con una varita mágica que hiciera desaparecer la ciencia y todo lo producido por la ciencia y la tecnología, en pocos días moriría por lo menos un 80% de la humanidad.

En consecuencia, ahora puedo poner en una cáscara de nuez lo que trata este libro: afirmo que en nuestros días la distribución desigual de la ciencia moderna entre los pueblos de la Tierra nos ha coloca-do al borde de la extinción. Este desastre puede ocurrir a causa de un aumento creciente del oscurantismo habitual que menoscaba esa ciencia de la cual ahora dependemos, o porque el competidor pone en juego estrategias que arruinan el modelo que manejamos nosotros y nos fuerza a desempeñarnos en situaciones en las que nuestra manera de interpretar resulta poco menos que inservible. En el Capítulo 6 veremos cuáles.

Cuando se invita a nombrar productos científicos, la mayoría de la gente enlista artículos que van de poderosas herramientas mate-máticas y naves espaciales a medicamentos maravillosos y armas devastadoras. Pocos parecen darse cuenta de que, como en la gim-nasia, donde una persona “se hace a sí misma”, el producto principal de la ciencia no es “algo vendible en el mercado” sino una persona que sabe y puede. Esto constituye otra de las razones por las que en el mundo actual, donde entre 85 y 95 por ciento de la humanidad ignora, no puede, pero cree saber y se comporta enajenadamente, estamos yendo de cabeza a la hecatombe.

Por eso en el último capítulo sugeriré una serie de tareas que de-beríamos emprender para mejorar las cosas y tratar de salir vivos de este trance. Lo único que le prometo es que me esforzaré en no ser un pelmazo aburrido. Iniciamos ¡Buena suerte!

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Agradecimiento: Lo que digo sobre la ciencia moderna y el desas-tre que está causando su falta me parece tan obvio, que fui perdiendo la capacidad de argumentar sin ponerme vehemente. Eso suele dividir mis auditorios en aquellos que se ponen frenéticamente en contra de mí y el resto que, invariablemente, se pone en forma iracunda en con-tra de mi madre. Con todo, debo agradecer a ambas mitades, porque me han permitido captar más claro los derroteros argumentales del analfabetismo científico, al punto que acabé haciendo una selección de los equívocos más comunes y salirles al cruce en el Capítulo 3. Como se trata de un tema que vengo rumiando desde hace décadas, la cantidad de gente a la que tendría que agradecer es demasiado grande, pero aun así quiero resaltar la labor de Elizabeth del Oso y Yazmin De Lorenz, por su eficiente labor editorial, búsqueda de bibliografía, rastreo de fuentes dispersas por bibliotecas y archivos.

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Capítulo 1

Cómo se forjó y qué es hoy la ciencia

La “versión ortodoxa de la ciencia” no resulta adecuada, porque es creacionista

Quienes comenzaron a forjar la ciencia a lo largo de los cuatro o cinco últimos siglos desconocían olímpicamente que había habido 3.500 millones de años de evolución biológica y un total de 13.700 millones de evolución cósmica, porque estas cosas se llegaron a co-nocer gracias a que ellos echaron a andar la ciencia. No podían ha-bernos legado otra concepción de la ciencia más que la versión crea-cionista, por el simple hecho de que ellos mismos eran creacionistas: un Galileo, un Newton, daban por sentado que el universo se había creado en seis días, hacía unos seis mil y pico de años, tal y como afirma la Biblia. Luego, dado que la regla del juego científico es el razonamiento, tenían que asignarle un papel protagónico a la razón. Como, por el contrario, el inconsciente y las emociones eran para aquellos sabios fuentes de fantasías y locuras, no podían haberles asignado función alguna en la capacidad de conocer (con todo, daban mucha importancia a los sueños). De modo que es comprensible que el “modelo ortodoxo”, que así llamaré al que ofrece una enciclopedia común, tenga dos defectos demasiado graves como para servirnos en este libro: el primero es dar por sentado que la realidad es producto de una creación que supuestamente ocurrió en seis días hace seis mil años, y no de una evolución que comenzó hace 13.700 millones de años con una tremenda gran explosión (“big bang”). El segundo

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defecto es presentar la ciencia como una aventura de la razón, siendo que la vida comenzó en la Tierra hace unos 3.500 millones de años con una marsopa, el homínido surgió hace apenas unos dos a cuatro millones de años, la razón hace escasos 0,05 millones de años y nues-tro cerebro funciona casi exclusivamente en forma inconsciente.

Conocer no depende sólo de la mente La mente es muy difícil de comprender, aunque la tengamos fun-

cionando en personas vivas que incluso se prestan a cooperar en las investigaciones. Podemos imaginar entonces las enormes dificultades que presenta querer entender su arqueología y antropología, es de-cir, averiguar cómo funcionaba la cabeza de un pez, una iguana, un homínido de hace millones de años, un cavernícola de hace treinta mil o de un pueblo animista de hace tres mil años, que de pronto adoptó modelos politeístas, pues todo lo que queda de un humano, después de miles de años de muerto, son fragmentos de huesos. De la mente no queda absolutamente nada. Así y todo, la comparación del cerebro de un ser humano de hace 150 mil años (mejor dicho, de un fragmento del cráneo que lo contenía), con el de bichos no huma-nos aún existentes, y cuanta marca hayan dejado en asentamientos y tumbas, tallas y deformaciones de dientes y huesos, junto con el estudio de poblaciones humanas actuales que mantienen culturas relativamente poco desarrolladas, y pacientes que muestran una le-sión en cierto lugar del cerebro asociada con cierta chifladura, es aprovechado por la ciencia para hacerse un modelo dinámico de la evolución de la mente.

En la versión ortodoxa, la ciencia es presentada como una suerte de Don Fulgencio y de Adán y Eva, que no tuvieron infancia, pues da por sentado que surgió de pronto en babilonios, egipcios y griegos adultos, blancos y del sexo masculino que de un siglo para otro se pusieron a filosofar. Pero sabemos muy bien que dichos pueblos no podrían haber hecho ciencia sin cerebro, que a la evolución le tomó millones y millones de años producir dicha masa encefálica a través de una serie de accesos, el último de los cuales parece haber ocurrido hace apenas 100.000 años, o sea, que el cerebro precientífico de los últimos milenios (el de Zenón, Anaxágoras, Confucio) tiene que ha-

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ber sido exactamente igual al de los científicos modernos que luego se hicieron laicos y agnósticos; al nuestro para el caso.

El creacionista consideraba que la mente infantil era el reino del despropósito donde casi no funcionaba la razón y ese criterio, sumado a que los dogmas que se les inculcaba no requerían que se entendiera nada, sólo repetir, acatar y callar, lo llevaba a someter a los niños a una docencia preponderantemente catequista: no importaba que entendieran, sino que repitieran de memoria lo que se les enseñaba. “¡Ya se volverá adulto y, como un fenómeno natural, comparable a la emergencia de los dientes, brote de vello pubiano y transforma-ciones de la voz, comprendería lo que había ido asimilando!” Para el creacionista, la letra entra con sangre, no con argumentos. Ahora en cambio, tras los estudios impulsados por epistemólogos como Jean Piaget (1896-1980), sabemos que el niño va adquiriendo la noción de espacio, cantidad, masa, número, tiempo, de una manera gradual, or-denada y relacionada íntimamente con la crianza y la educación. Todo lo que intento decir es que también la vida generó una mente evolutiva que fue teniendo diversas maneras de interpretar la realidad.

El escenario creacionista era más o menos así: la razón era sublime y virtuosa, por eso el feligrés comprendía que debía “portarse bien”; en cambio, “la carne era débil” y sus emociones y apetitos inducían a pecar, brindaban un resquicio por donde Satán metía su cola. Pa-ra mantener a raya ese cuerpo vil y pecador los padres de la Iglesia acabaron con el deporte que habían practicado griegos y romanos. Recién hace siglo y medio los comenzó a rescatar gente como Pierre de Coubertin (1863-1937) cuando inició las Olimpíadas de la era moderna. Los baños públicos habían alcanzado gran refinamiento, los romanos desplegaban una intensa vida social en los caldarium, frigidarium e instalaciones dedicadas a la salud y al placer corporal, pero en la Edad Media reyes y princesas se jactaban de su virtud declarando que jamás se habían bañado. Se consideraba que una persona “moría en olor de santidad” cuando apestaba a rayos. Luis Ix de Francia (1214-1270) (san Luis) que estaba rodeado de santos por los cuatro costados, era primo hermano de Fernando III de Castilla (llamado “El Santo”), pariente de Domingo de Guzmán (el santo Domingo de la orden que creó la Santa Inquisición y él mismo fue

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santificado en 1297), se hacía flagelar las espaldas “con cadenillas de hierro” todos los viernes, lavaba los pies a los mendigos, sentaba a su mesa a los leprosos; cuando murió, su cadáver era un hervidero de piojos y tenía un cilicio incrustado en sus carnes. Caterina da Siena (1347-1380) (santa Catalina) se daba tres azotes diarios con un láti-go. No podrá alegarse que ésos eran casos de escopeta, pues todos los católicos medievales rezaban de rodillas (los actuales también), los monjes solían dormir sobre guijarros, usaban cilicios, ayunaban y se hacían azotar. Y ni así lograban reprimir su inconsciente pues, volviendo a Luis Ix, recordemos que por más que quisiera alejarse de la carne tuvo once hijos vivos, que dada la mortalidad infantil de la época significa que habrá engendrado unos cincuenta bebés..., cosa biológicamente casi imposible de lograr con su única esposa (Margarita de Provenza).

De modo que para cuando aparecieron las grandes civilizaciones del amanecer de la Historia, el cerebro humano ya era capaz de hacer las siguientes monerías:

a) Sabía generar modelos dinámicos de la realidad (también los ge-neraban los animales que solemos llamar superiores).

b) Tenía una memoria formidable, con capas inconscientes de distin-ta accesibilidad.

c) Era sabiamente olvidadizo. La capacidad de olvidar, tal como lo hace el cerebro, es uno de los más grandes misterios de la mente: el cerebro sólo parece guardar lo que le conviene. En lugar de una larga digresión aconsejo leer a Jorge Luis Borges quien, en su “Funes el Memorioso” crea el personaje de Ireneo Funes, un muchacho con una memoria tan formidable que podía recordarlo todo: las volutas del agua agitada por un remo, la posición y color de las hojas de todas las plantas que había visto. Le tomaba un día recordar un día. Elocuentemente, Borges no hace de su Funes un genio, sino una persona más bien mediocre. Por cierto, una me-moria perfecta nos serviría muy poco: si un africano le avisara a los gritos a un amigo que se ponga a salvo porque se aproxima un león y éste, luego de mirar al animal, dijera: “No, éste no es el que devoró a mi hermano; jamás he visto a este animal”, estaría frito.

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Gracias a estos “recuerdos incompletos” Pitágoras “olvidaba” a voluntad la diferencia entre los diversos triángulos rectángulos, y pudo formular su famoso teorema. Pero he aquí el profundo misterio que todavía la ciencia no logra descifrar: ¿Cómo hace el cerebro para retener en su memoria solamente lo significativo? ¿Cómo decide que lo no significativo es irrelevante? Volveré a este tema cuando más adelante hable del Doppelgänger.

d) El cerebro precientífico ya captaba duraciones con una flecha tem-poral de pasado a futuro, y ni siquiera hoy sabemos bien a bien qué es el tiempo ni cómo hace el cerebro para generar dicha flecha.

e) Transformaba el tiempo real en tiempo mental: podía resumir su vida a una narración de pocos minutos o pasarse el resto de sus días describiendo y volviendo a describir un rayo que sólo había durado nanosegundos pero había matado a su camarada situado a medio metro.

f) Venía preparado para generar un lenguaje, hablar, tener una gra-mática, comunicarse, descifrarlo con un metalenguaje.

g) Tenía emociones y esas emociones, hoy lo empezamos a entender, no eran engendros diabólicos. La clínica muestra que una persona sin emociones no es normal. No me estoy refiriendo al individuo abúlico, apático o indolente a quien no le importa el dolor aje-no, sino a una persona profundamente enferma, que no tiene la sustancia o la argamasa, el lubricante o vaya a saber qué (pues la ignorancia científica de esta propiedad es todavía demasiado pro-funda), que no le permite funcionar cognitivamente o, peor aun, que no le permite subsistir siquiera como persona biológicamente sana.

h) Así como las plantas son seleccionadas por su capacidad de foto­sintetizar y las vacas, digerir celulosa y dar cornadas, el ser humano precientífico había hecho del conocer su herramienta evolutiva, y era seleccionado sobre la base de lo bien que era capaz de hacerlo.

i) Se había ido seleccionando un ser humano creyente, pues otorga una enorme ventaja que no sólo incorporemos lo que nosotros mis-mos hemos visto y oído, sino lo que nos narraron nuestros padres, maestros y la sociedad entera. En realidad, la mayor parte de lo que sabemos ha sido incorporado como creencia, sin mayor filtro

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racional. Lo que uno conoce a través de sus propios descubrimien-tos y demostraciones es comparativamente insignificante.

j) Como recalcaba el psicoanalista argentino Luis Chiozza, si algo es fidedigno despierta mi confianza, aunque todavía no me haya convencido. Chiozza cita a Sigmund Freud quien, en su Psicopa­tología de la vida cotidiana, dice que un acontecimiento posee sentido cuando puede ser ubicado dentro de una secuencia, una serie de sucesos que marchan en alguna dirección, que obedecen a un propósito, que poseen una intención, que conducen a un fin y que, además, son “sentidos” como algo que nos complace o nos importa. Cuando todavía el ser humano no sabía leer y escribir ni vivía en ciudades, su organismo ¡ya estaba biológi-camente preparado para dejarse convencer (o no) si de alguna manera detectaba que algo tenía (o no) sentido! ¿Pero ni aun hoy entendemos qué es ese “sentido” que nuestro inconsciente sí puede captar. Los investigadores no tenemos el menor empacho en desdeñar “esos resultados no me satisfacen”, “esa explicación no me convence”.

k) Para el momento en que surgieron babilonios, egipcios y griegos también había ido evolucionando la manera de transmitir el pa-trimonio cognitivo a través de la crianza y la docencia, tareas que después han seguido evolucionando y perfeccionándose.

l) El concepto de prejuicio no goza de buena prensa. Naturalmente, se refiere a circunstancias en que se atribuye al Otro una naturale-za inferior, costumbres repugnantes, prácticas hostiles. Como no se me escapa que mi defensa del prejuicio puede indignar, diré que la propiedad de ser prejuiciosos ha transformado a toda la huma-nidad en un descomunal embudo de sapiencia, gracias al cual me llega todo lo aprendido por las generaciones que me precedieron y todo lo que siguen aprendiendo chinos, árabes, noruegos y cana-dienses. Pero como acabo de tocar este punto en el inciso “i”, no abundaré. El prejuicio equivale a ir a la notaría acompañado de un abogado amigo de modo que cuando nos presentan un contrato o una escritura de 30 páginas, que invoca leyes y cláusulas de las que no entendemos ni jota, pueda decirnos: “Ya lo revisé; puedes firmar con toda confianza” o “¡Ni loco vayas a firmar!, te quieren

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timar”. Si no fuéramos prejuiciosos y tuviéramos que decidir cada cosa, a cada paso, simplemente no podríamos vivir.

m) William Stanley Jevons (1835-1882) decía que, si bien el progreso depende de incorporar nuevos conocimientos y nuevos esquemas conceptuales, también radica en ir eliminando errores, falsas con-cepciones y groseros autoritarismos. Justamente, la ciencia se ha venido forjando una epistemología ad hoc para cada uno de sus campos, una suerte de requisito de admisión y aparato de auto-corrección, con el cual, si un nuevo dato o nueva posición teórica discrepa con un saber que hasta ahora venía siendo aceptado, dispara un nuevo análisis, una nueva investigación que tiende a aclarar el conflicto. Pero sólo una pequeñísima parte de lo que sabe la humanidad ha pasado por los rigurosos filtros con que la ciencia admite un nuevo conocimiento. Pocas veces el resultado de esta labor epistemológica acaba detectando que alguien mintió hace diez, cincuenta o cien años, sino que se debió a una suposi-ción que era válida en aquel entonces, una forma defectuosa de medirlo, una extrapolación incauta. Más aún, por regla general tampoco aborrecemos a quien introdujo dicho error, sino que lo seguimos venerando como a un pionero del tema, porque su apor-te constituyó así y todo un peldaño valioso. A pesar de que creían en el flogisto, seguimos admirando a Becher y Lavoisier. Lo que sí hacemos es revisar por qué, en aquel entonces, se creía tal o cual cosa, y esto se incorpora a su vez a la Historia de la Ciencia.

Por eso la ciencia no tiene dogmas, pues todo lo que afirma, en un momento dado, es lo mejor que puede decir al respecto y todo perma-nece abierto a que dentro de cincuenta o cien años alguien lo refute o reinterprete. En cambio las religiones no tienen un aparato similar para ir haciendo correcciones y se transforman en un reservorio de contradicciones y sin sentidos. Un investigador entraría volando en el despacho de su jefe y le anunciaría haber detectado una violación de tal o cual principio porque, de ser cierto, su futuro profesional estaría asegurado. En cambio, a un sacerdote que irrumpiera en la oficina de un cardenal anunciando que ha detectado una falacia fundamental en el dogma de la Santísima Trinidad, de la virginidad de María o de

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cualquier otro dogma central de su religión, no le iría tan auspicio-samente que digamos.

n) Por último, volvemos a recordar que toda la evolución del ser hu-mano o, al menos un largo tramo final que llegó a la actualidad, estuvo enhebrada por un sentimiento místico que, para el momen-to en que aparecieron babilonios, egipcios y griegos, ya les permitía ingresar en “la edad de la razón” con una parafernalia de deidades, esquemas, creencias, prácticas e instituciones religiosas.

En resumen, el cerebro no se puso a realizar portentos mentales de buenas a primeras con babilonios, egipcios y griegos porque, después de todo, ¿qué son los grandes logros racionales, como el teorema de Pitágoras, los axiomas de Peano y la teoría de la relatividad compa-rados con la habilidad de un cerebro de controlar el funcionamiento de nuestro organismo, permitirnos sobrevivir hasta el día siguiente, oler una madreselva y traer el recuerdo de la casa de la abuela, su voz, su sonrisa, sus budines, el patatús que se la llevó?

La evolución jamás hace “borrón y cuenta nueva”Hasta donde entendemos, las “cosas” de la vida (una especie, un

organismo, los pulmones, los ojos, la capacidad de toser) no surgen de la nada ni tampoco desaparecen de un día para otro. La evolu-ción no puede darse el lujo de desaprovechar algo que ya está ahí ni puede decir abracadabra y dotar a una especie de algo cien por ciento novedoso. Pues bien, el cerebro actual con que venimos equipados los humanos, y nos permite cantar, caminar, hablar y hacer ciencia, se construyó sobre la base de porciones más antiguas que regulaban las actividades viscerales y las emotivas en animales que acaso se ex-tinguieron antes de que apareciera nuestra especie, pero estas partes ancestrales hoy siguen ahí adentro de nuestro cráneo cumpliendo casi idénticas funciones.

En primer lugar, si la evolución fue generando un organismo, el humano, con un cerebro que actúa como una requete-super-compu-tadora, una mente memoriosa que genera un sentido temporal con el que hacemos modelos dinámicos de la realidad y una sociología de

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prejuiciosos-creyentes-copiones-imitadores, es porque al seleccionar organismos que tienen dichas propiedades les otorga una gran ven-taja. En segundo lugar, si para cuando comenzó el período histórico (babilonios, egipcios y griegos) el ser humano ya tenía los atributos que enumero, no podría haberlos cancelado de buenas a primeras, sino que todo lo que se lanzara a hacer en los últimos tres a cinco mil años de historia, tuvo que reflejar las cualidades de un homínido que ingresó en la historia con el cerebro, mente y sociología que estoy comentando. Y, por último, en tercer lugar, el sentimiento místico y la capacidad de ser creyentes (y las estructuras biológicas de las que dependen) se fueron seleccionado y vinieron sirviendo a lo largo de decenas de miles de años, vale decir, continúan operando en todos y cada uno de nosotros, así hayamos abrazado el laicismo y el agnos-ticismo, odiemos o amemos a los curas.

Un resumen de todo esto puede ser: como la “versión ortodoxa” de la ciencia no tiene en cuenta estas consideraciones, no nos resulta muy útil sino, por el contrario, es una fuente inagotable de equívocos. De hecho, a mi me obligó a imaginar una alternativa, que por mucho tiempo reservé para mi uso exclusivamente personal. Había que ser muy caradura para pasar a exponerla en público. Pero, bueno, por suerte cumplí al menos esta condición y aquí va:

Una versión personal de la ciencia moderna

El cerebro no cobró sus propiedades cuando pasó de los animales ancestrales al homínido, pues al estudiar su filogenia se constata que ellos tienen estructuras cerebrales (por ejemplo, el núcleo paraventri-cular del hipotálamo, el núcleo caudado, la substantia nigra, el locus coeruleus) y conductas análogas (olfacción, audición, visión, memo-ria, regulación de la postura) que fueron precursoras de las nuestras. Recordemos, además, que perros, delfines, monos, tienen emociones, recuerdan, olvidan, son cultos y hasta creyentes, pues hoy, cuando para repoblar bosques y selvas con especies al borde de la extinción se las cría en un zoológico y luego se las va a soltar en un hábitat natural, se constata que muchas no pueden sobrevivir, porque simplemente en

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las jaulas de la ciudad los padres no les pudieron transmitir la cultura necesaria para reconocer claves ambientales, señales y situaciones de la selva, presas y depredadores, comestibles aprovechables o dañinos, y estos bichos “de ciudad”, que no tuvieron qué cosas creerles a sus mayores, ahora carecen de las cualidades esenciales para sobrevivir.

Imaginemos un grupito de perros, al que de pronto llega o, mejor dicho, entre los cuales cruza volando otro perro. Los del grupo in-terpretan en seguida la situación y determinan si está huyendo de un peligro o está escapando con un trozo de carne en las fauces. Algunos perros decidirán seguirlo para quitársela, pero otros se imaginarán que es más promisorio ir a ver de dónde viene, dónde la consiguió, comprobar si queda aún más carne. Se guiarán por olores, ladridos de perros, aullidos de presas, rugidos de depredadores, gritos de caza-dores. Esos perros se harán un modelo de la realidad sobre la base en la cual decidirán cómo les conviene proceder. Los monos velvet son más sofisticados, pues tienen, por lo menos, tres tipos de gritos: uno indica “serpiente”; otro, “águila”; otro, “leopardo”. Se han grabado estas alarmas y luego se las han transmitido por altoparlantes, y así se constató que la manera de fugarse y tipo de refugio que escogen los velvet corresponde a las maneras distintas de protegerse de una serpiente, un águila o un leopardo. Los conejos son en cambio “pa-ranoicos”. No tienen tiempo de hacer interpretaciones; en caso de duda, disparan para ponerse a salvo. La evolución ha ido eliminando a los conejos-investigadores, que, en caso de duda, iban a averiguar qué sucedía.

Konrad Lorenz se ha hecho famoso por quedarse en cuclillas a observar gansitos que eclosionan de su cascarón y conseguir que lo siguieran por el terreno porque, por algún mecanismo biológico que opera en su cerebro, los polluelos lo tomaron como “madre”. Otro investigador tomó una muñeca de trapo, le puso dos botones a manera de ojos, le pintó una boca, y los bebés monitos comenza-ron a jugar con ella, luego deambularon por ahí. Pero ante un ruido extraño, una imagen que asomaba, un peligro, volaban a abrazarse de la muñeca. Vemos en estos ejemplos la dependencia de una figura cuidadora, protectora, confiable... o lo que ellos tuvieran por “con-

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fiabilidad”, puesto que no se ve de qué manera podrían ser protegidos por semejante muñeca.

A las pocas semanas de nacido un gatito ya es capaz de subsis-tir independientemente de sus padres. Pero un bebé humano nace en cambio tan inmaduro que, así le pongan alimentos a mano, no alcanzará a ingerirlos y sobrevivir en ausencia de un criador. La de-pendencia es total. Pero hay más. Cuando en la época napoleónica se crearon en Francia los primeros orfelinatos, los niños pequeños rara vez alcanzaban a vivir un año en ellos, aunque se los alimen-tara. Morían de enfermedades banales, muchas de ellas infecciosas porque su sistema inmunológico no había madurado. Hoy se tienen evidencias de que dicha maduración depende del contacto humano durante la crianza. El monje Crescimbeni di Parma refiere que el rey Federico II del Sacro Imperio Romano Germánico, tomó criaturas recién nacidas y las hizo cuidar por nodrizas que tenían terminante-mente prohibido hablar con los bebés y entre ellas; sólo se les permi-tía asearlos y darles de comer. Las vigilaban soldados con la orden estricta de despellejarlas si llegaban a emitir sonido alguno. ¿Qué se proponía el rey? Quería ver qué idioma usarían los niñitos cuando se largaran a hablar, y averiguar así el “idioma de Adán y Eva”. No pu-do averiguarlo, porque las criaturas morían en muy poco tiempo. Los mataba la falta de crianza humana. En los barrios de mi niñez nunca faltaba algún sordomudo tonto. Curiosamente, se constataba que, si bien eran sordos, tenían las cuerdas vocales y todo el aparato de fona-ción aparentemente normales. Luego se comprendió que no hablaban porque eran sordos, que por dicha razón no habían desarrollado un lenguaje y que eran tontos justo por esa carencia. Estamos viendo, entonces, que el ser humano “nace verde” y, para madurar y que se habiliten sus sistemas, deben llegarles señales del exterior, como las que no tuvieron los niños del orfanato napoleónico, los del rey Fede-rico y los sordomudos de mi barrio. Prosigamos.

Si vemos en el cine que una víbora o una tarántula están por pi-car al protagonista, nos horripilamos. ¿Por qué? ¿Acaso nos evoca el recuerdo de haber sido víctimas de esos bichos alguna vez? No necesariamente. Es que tenemos cierta área de la corteza frontal del cerebro que nos capacita para ser consensuales. También la tienen

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los monos. Si ven a otro mono comiendo o probando un alimento o rechazándolo con asco, reaccionan con una conducta análoga. Si se les destruyen las neuronas de dicha área cerebral (llamadas “neuro-nas en espejo”) no pueden hacerlo.

La realidad en que vivimos los humanosDe modo que con sólo ser homínidos ya somos creyentes, cultos

y dependemos de una sociedad que ya existía antes de que fuéramos individuos. Pero, por supuesto, nuestra especie supera todos esos lo-gros.

Las dimensiones de la realidad en que nuestra especie puede ha-bitar se ha vuelto maravillosamente vasta y heterogénea, de modo que sólo aquellos individuos con gran capacidad de hacer interpreta-ciones de lo complejo pueden sobrevivir. Los seres humanos somos capaces de ascender a la cima de una helada montaña, navegar en el fondo del mar, viajar a los fríos polos o a los tórridos desiertos, o bien orbitar el planeta en una nave espacial. Por supuesto, podemos encontrar allí otras especies biológicas, mas no una determinada en todos los lugares: no hay loros en los polos ni peces en los desiertos. Podemos vestirnos, usar abrigos o recurrir al aire acondicionado de tal manera que nuestro cuerpo sea capaz de habitar mundos reales en los que de otra forma seríamos incapaces de vivir. Podemos habitar lugares oscuros de la realidad que nos rodea debido a que hemos inventado lámparas, y sitios carentes de agua porque hemos construi-do sistemas para transportarla a lo largo de cientos de kilómetros. También hemos extendido la duración de los alimentos cocinándolos y destruyendo las toxinas termolábiles o congelándolos y preserván-dolos durante las estaciones que fuerzan a otras especies a abandonar un hábitat determinado y emigrar a regiones más propicias. Podemos emplear mucha más energía que la que produce nuestro metabolismo porque sabemos cómo obtenerla de los ríos, de la combustión del carbón, de los vientos, de la desintegración del átomo. Hemos creado la civilización de modo que podemos viajar a otros continentes sin la preocupación de que en el tiempo que estemos ausentes nuestros vecinos devoren a nuestros hijos. Podemos trasladarnos a distancias de diez mil kilómetros de nuestro hogar con toda comodidad, debido

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a que construimos aeroplanos y sistemas de comunicación que nos permiten reservar habitaciones en hoteles, mesas en restaurantes y localidades para espectáculos, y hemos inventado el dinero y las tar-jetas de crédito de modo que las personas encargadas de los hoteles o las que preparan la comida en nuestro lugar de arribo puedan sobre-vivir su realidad local gracias a nuestra necesidad o deseos de viajar. Es posible que sobrevivamos a un accidente gracias a transfusiones de sangre que donaron otras personas, a los antibióticos, a los pulmones artificiales y a las bombas que reemplazan nuestro corazón o nues-tros riñones. Podemos vivir una realidad increíblemente agrandada porque hemos aprendido cómo hacerlo; no es natural.

Nuestras “realidades” se han expandido y ocupan un espacio enorme, pero también se han propagado en el tiempo. Así hemos inventado la educación que nos permite aprovechar el conocimiento y la información obtenidos a lo largo de generaciones de personas que no se conocieron entre sí; podemos sistematizar, destilar y enseñar estos conocimientos a un alumno que resida en otro país, hable otro idioma y en un período histórico distinto. Podemos también modifi-car las realidades futuras, planear y construir una presa que abaste-cerá de agua y generará energía eléctrica en un plazo de cinco años y que modificará el clima, la flora y la fauna locales, aun en el caso de que esto llegue a resultar dañino. Luego, la capacidad de predecir de la ciencia moderna es tan grande y confiable que nos permite disparar un cohete que tomará fotos dentro de ocho años, en el instante pre-ciso de los anillos de Saturno. Comparemos esta capacidad científica de predecir con las religiosas, que aun siguen esperando un fin del mundo que iba a ocurrir hace dos mil años.

A medida que se expande la realidad en la que los seres humanos se capacitan para habitar, también se hace increíblemente más com-pleja y muchísimo menos determinista y predecible. De aquí que los centros nerviosos para obtener respuestas fijas y reflejos automáticos se fueron subordinando progresivamente a estructuras que pueden manejar numerosas variables al mismo tiempo, cada una registrada con cierto ruido parásito y error, que desarrollan modelos dinámicos y capean la ambigüedad. Es en este sentido que afirmamos que, para sobrevivir, los seres humanos han dependido siempre de su habilidad

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para interpretar la realidad, pero ahora esta realidad no es la muy sencilla a la que un gusano debe adaptarse al adoptar una forma de vida latente y esperar a que mejoren las circunstancias. Para que resulte más tangible: cuando faltan nutrientes, el gusano Caenorha­bditis elegans (tan sencillo que su organismo tiene menos de mil cé-lulas) altera su metabolismo y sencillamente se dedica a dormir. Los microorganismos que habitaban en el intestino de los mastodontes que quedaron congelados, aguardaron miles de años hasta que mejo-raron las condiciones y pudieron nuevamente activarse. Si tuviéramos esta cualidad, muchos de nuestros pueblos se dormirían hasta que un ministro de economía o un candidato en busca de votantes mejorara la situación y los despertara.

A los filósofos y humanistas de la antigua Grecia les agradaba suponer que los seres humanos aman el conocimiento, los cabalistas tenían urgencia de comprender los designios divinos y los psicólogos se refieren a un instinto epistemofílico. No discrepo con ellos, mas asumo que había algo más que un impulso primitivo que engendrara ese amor por la sabiduría: la habilidad de conocer es una estrategia biológica que capacitó a nuestros antepasados para sobrevivir y esta presión selectiva nunca se ha desvanecido.

“El secreto de la victoria es saber de antemano”

Todo parece haber comenzado en cierto momento en que las va-riaciones climáticas transformaron bosques en praderas; nuestros antepasados homínidos no pudieron ya vivir en los árboles ni tras-ladarse saltando de rama en rama (en la pradera no abundan los árboles), se vieron obligados a caminar. Aquí podríamos tener en cuenta que los orangutanes de Sumatra también caminan sobre ra-mas suficientemente gruesas y horizontales, se yerguen y optan por marchar sobre ella abriendo y enarbolando sus brazos para mante-ner el equilibrio; pero no lo hacen como destreza de lujo, sino que el noventa por ciento de sus desplazamientos lo realizan de ese modo. Se bambolean y sólo parece faltarles castañuelas, pero así y todo no parecen haber sido precursores de nuestra bipedestación ni del baile

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flamenco, pues nuestra estirpe no desciende de ellos. Los homínidos, de los que descendemos los humanos, tuvieron que vérselas, además, con otras circunstancias que los forzó a superarlas o extinguirse. Por ejemplo, tuvieron que competir con herbívoros que por millones de años habían ido perfeccionando características tales como cuernos, velocidad, ojos a los lados de la cabeza para poder observar a los depredadores o largos tractos intestinales dotados con enzimas selec-cionadas especialmente por la evolución para poder digerir celulosa. También había carnívoros seleccionados a lo largo de muchísimas generaciones con base en su fuerza, velocidad, garras, colmillos y sentido del olfato.

En tales circunstancias, algunos homínidos fueron seleccionados por su capacidad de evaluar una situación dada y escoger la mejor estrategia posible. El organismo que puede recordar sus estrategias exitosas, dejar a un lado aquellas en las que compañeros desafor-tunados murieron y tomar en cuenta las tretas más inteligentes que siguieron sus compañeros en situaciones similares, tiene ventajas. Pero esto requiere una memoria amplia y versátil, capaz de alma-cenar recuerdos pasados e imitar. No resulta difícil imaginar que el mismo acto de recordar –y recordar también qué causas fueron seguidas por qué efectos (cadenas causales)– depende de tener un buen “sentido del tiempo” y saber valorar una duración: una dura-ción que comprenda el efecto y la causa que lo precedió o una causa y las consecuencias que tuvo. Pero aquí empieza a jugar un papel la capacidad de decidir.

Los niños, lo mismo que los adultos, sobresalen en simular que tienen un compañero imaginario y colocarse en los zapatos de un personaje de ficción en una obra de teatro, mientras permanecen conscientes de que su modelo es irreal... o no, pues el humano no siempre es capaz de distinguir ficción de realidad. Contaba el escritor Arturo Jauretche que a Lincoln, el pueblo de su infancia, llegaban actores a montar una obra, y los que representaban personajes crue-les debían cuidarse de que al día siguiente no los atacaran vecinos airados. El actor Humphrey Bogart, especialista en hacer papeles de duro, tenía gran dificultad para que luego la sociedad lo reconociera amable y cordial. Tan importante es el atributo de hacer modelos di-

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námicos, que los seres humanos entrenan a sus hijos desde una edad muy temprana en el arte de jugar y simular. El recurso suele emplear-se terapéuticamente para que el paciente reviva y resignifique una escena crucial de su vida, y los computólogos se la pasan haciendo modelos de simulación para hacer coches aerodinámicos, embalses, representar accidentes viales.

Temo que mi opaca prosa no logre transmitir una idea del colosal poder que otorgan los modelos dinámicos. Por eso, antes de aban-donar el punto, conviene señalar que no se limitan a hacer modelos experimentales de la realidad, sino que la superan a tal punto que podemos hacer experimentos mentales que no se podrían hacer en la realidad. Tomemos por ejemplo los Gedankenexperimenten. Cuan-do desarrollaron la física moderna, los sabios se vieron en figurillas para hacer entender que no es la misma física clásica y cotidiana, sólo que en un nivel extremadamente pequeño de partículas subatómicas o fabulosamente grande de galaxias y de todo el universo. Por suerte, se hicieron maestros en realizar Gedankenexperimenten, es decir, experimentos que sólo se pueden imaginar, pero nadie podría reali-zar. Empezaron a aparecer los: “Supongamos que vamos sentados en un electrón a la velocidad de la luz...”, “Imaginemos que vamos en un ascensor que sube a 250 mil kilómetros por segundo...”, o to-mando ejemplos de George Gamow: “El señor Tompkins se durmió y comenzó a soñar que estaba en una ciudad relativista donde la velocidad de la luz era de sólo 10 kilómetros por hora...”. Y así apare-cieron el célebre gato de Schrödinger, selvas cuánticas, y muchachos que se daban una vuelta por el cosmos y, al regresar, constataban que el hermano mellizo, que no había viajado, tenía distinta edad. Pero no fueron los físicos cuánticos ni relativistas quienes comenza-ron con este tipo de experimentos irrealizables. Ya Arquímedes de Siracusa decía cosas como: “Dadme una palanca lo suficientemente larga y un punto de apoyo y moveré la Tierra”. Su experimento era impracticable, ¿de dónde sacaríamos semejante palancón? Pero aquel experimento mental le bastó para explicar su punto.

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Ignorancia, pánico, sentimiento místico y religión

En situaciones críticas, en especial cuando es mucho el riesgo, por ejemplo, si peligra nuestra vida, podemos tener el sentimiento de que hay cosas importantes que se nos escapan. Este sentimiento perturba cuando tratamos de decidir si debemos colocarnos un marcapasos, adoptar un niño o seguir avanzando por un campo minado. Ninguna lagartija, ningún león, ningún mono ha tenido jamás que tomar tales decisiones. Asignamos a la razón la tarea de descubrir qué estamos dejando en la ignorancia, pero regresa con las manos vacías.

En las situaciones conflictivas invocamos todas nuestras faculta-des para que nos ayuden a resolver el problema. Nos concentramos, fumamos, tomamos café, caminamos, volvemos al escenario en bus-ca de pistas y de inspiración, seguimos trabajando o investigamos nuevamente nuestros archivos y los datos aún sin elaborar con que contamos. Podemos incluso recurrir a la “locura controlada”, un truco semejante al dejar que nuestro perro emplee sus facultades de exploración mientras aún lo sujetamos con la correa; así dejamos que nuestra locura vagabundee mientras se halla sujeta por la razón. En apariencia, los seres humanos poseen también la habilidad de “en-quistar” la locura de modo que no contamine otras facultades, que se quede. Así, Jacques Lacan afirmó que James Joyce evitó enloquecer debido a que escribió su locura en sus libros Ulises y Finnegans Wake. Concebiblemente, cuando la ansiedad se hace insoportable, los cre-yentes pueden transferir su locura a la creencia en un dios.

Jugamos, exageramos y bromeamos. Las personas religiosas adop-tan actitudes hesicásticas, van en peregrinación a los lugares sagra-dos, entran en retiro para evitar interferencias, ayunan, toman alco-hol o ingieren alucinógenos, aguijonean sus sentidos oliendo incienso y propician cualquier cosa que en el pasado haya logrado suministrar indicios provenientes de la divinidad. Bajo estas circunstancias, cual-quier indicio puede ser atribuido a un mensaje enviado por “alguien” más listo y poderoso que nosotros, y que habita el “más allá”. Una persona con una necesidad extrema de comprender puede muy bien tragarse cualquier cuento, sin importar lo exótico que sea, siempre y cuando venga disfrazado de explicación, y esa “explicación” puede

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no ser más que un rumor que cobra visos de certidumbre al volverla a escuchar. La mente tiene una suerte de palanca de cambios que, en cuanto le decimos a un niño “había una vez…” o nos dicen “se encuentran Bush y Mussolini en el Infierno…”, la pone y ponemos en la modalidad correspondiente. No es el reino del despropósito, pues podemos juzgar que el chiste es bueno, pero está mal contado.

Los cerebros no fueron seleccionados por su habilidad para hacer ciencia, la hacen simplemente como un epifenómeno semejante al de no emplear un destornillador para ajustar un tornillo, sino como una palanca para abrir un frasco de mermelada. Quizá no sea posible emplear nuestro cerebro para entender el “más allá”, puesto que fue seleccionado durante la evolución para sobrevivir de este lado. Aún más, la ciencia no es una aventura exclusiva de la razón, pues ésta aparece en un estadio posterior para organizar las ideas, formalizar, demostrar e integrar nuestros descubrimientos dentro del cuerpo de conocimientos enormemente sistematizado que ya posee la ciencia. La razón interviene de nuevo cuando discutimos con colegas, árbitros y editores. Lo que distingue a un científico genial de un investigador mediocre no es la habilidad de usar cierto aparato, buscar bibliogra-fía, medir y demostrar, sino la originalidad, la habilidad de crear hipótesis totalmente nuevas. Es éste un proceso arcano que se inicia muy profundamente en el inconsciente y que ocasiona incomodidad con los modelos previos, como una forma inacabada de ideas o sen-saciones que se expresan en nuevas metáforas, metonimias, bromas, aromas, gustos, etcétera.

Los libros se encuentran repletos de ejemplos ilustres tales, como el de August Friedrich Kekulé (1829-1896), quien soñó con un grupo de monos bailando en círculos y tomados de la mano y serpientes que se mordían la cola, y al despertar propuso que los átomos del carbono componen de la misma forma la molécula del benceno. O tomemos a Otto Loewi, quien soñaba de vez en cuando y a lo largo de diecisiete años la manera de demostrar que los impulsos nerviosos pueden ser trasmitidos por mensajeros químicos; sin embargo, estos sueños se desvanecían al despertar y la respuesta lo eludió hasta que cierta mañana, diecisiete años después, ¡eureka!, recordó el sueño y, por su demostración del papel del mediador químico (acetilcolina),

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le fue concedido el premio Nobel en 1936. Marcel Proust evocaba su pasado después de probar una magdalena mojada en té. Todos estos ejemplos comprueban la existencia del inconsciente creador que distingue al genio del investigador opaco. Richard Wagner estaba tan maravillado con su ópera “Tristán e Isolda”, que en una carta a Mathilde Wasendonk le confesó con toda humildad que su cabeza jamás hubiera sido capaz de tal hazaña. Henri Matisse se consideraba un médium entre su inconsciente y su mano de pintor. Erwin Schrö-dinger eligió la ecuación de onda entre varias porque le pareció la más bella. Arthur Miller explicó que “a mi, como a muchos creadores, me preguntan dónde se origina mi creación. Si lo supiera... ¡iría un poco más a menudo!”. John Lennon opinaba que para componer música hay que dejar escapar los demonios..., relajarse. Otros hacen justa-mente lo opuesto: se dan cuerda. No recuerdo ninguna canción de los Beatles en la que de pronto se estimulen: “Olé, ¡venga ahí, Ringo!”. Mi favorito es el cabalista español Joseph xicatila quien afirmaba sentirse más cerca de Dios e inspirarse durante el coito. Tengo para mí que lo debe haber pescado infraganti su esposa mientras trabajaba con alguna colaboradora, y ésa fue la primera excusa que se le ocu-rrió. Los alemanes hablan del Fingerspitzengefühl, dedos que “en-tienden” las cosas que tocan. Por supuesto, también contamos con la serendipia, por la cual algunos descubren, aparentemente por azar, algo que necesitan pero que ni siquiera estaban buscando. ¿Quién o qué los guió entonces? El Doppelgänger; lo explico:

La neurobiología tiende a mostrar que estamos en manos de un Doppelgänger. La demostración surge, por ejemplo, del siguiente mo-do: se registra la actividad mental de un corredor de 100 metros lisos con métodos incruentos. Suena el tiro y el atleta tarda unos 130 mili-segundos en encarrerarse, lo cual es lógico, porque la vibración de sus tímpanos, la transmisión nerviosa a su cerebro, los impulsos eléctri-cos y de mediadores químicos que bajan a los músculos y la mecánica de los músculos de su cuerpo toman tiempo. ¡Pero recién reconoce estar corriendo casi 300 milisegundos después! ¿Quién tomó enton-ces la decisión de arrancarse corriendo? Respuesta: el Doppelgänger, un componente inconsciente muy amable, a juzgar por el hecho de que, tras poner al atleta a correr, tiene la amabilidad de avisarle para

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que éste tenga la sensación de que lo ha decidido conscientemente. De modo análogo, un arpista no puede pensar “tocaré esta cuerda con el anular izquierdo mientras mantengo los demás dedos levantandos; luego, bajo el meñique de la mano derecha y el índice de ...”. Más le vale no inmiscuirse en la actividad de su Doppelgänger que es quien en realidad está tocando el arpa, la flauta o el teclado y los pedales de un órgano.

Investigar es un trabajo casi enteramente inconsciente. A nadie se le ocurre una idea, a lo sumo se le ocurre un esbozo, un veinte por ciento, nuestro colaborador lo toma, lo exagera, lo ridiculiza, le agrega otro veinte por ciento; por un momento recuerda cierto da-to, olvida ciertos otros que lo contradicen o asustan, se entusiasma con una posibilidad, menosprecia ciertas objeciones, en el ínterin la serendipia lo impulsa a releer cierto artículo de hace tres años, en el que justo hay un dato que cuaja con el modelo que se está fraguan-do, hasta que de pronto aparece la idea lo suficientemente elaborada como para que, ahora sí, la porción consciente de la mente pueda argumentar. Por supuesto, si a mi se me hubiera ocurrido que dos electrones con el mismo espín no pueden ocupar simultáneamente la misma órbita, se hubiera tratado de un chiste, un sin sentido. En cambio Wolfgang Pauli (1900-1958) estaba preparado para atrapar la ocurrencia y elaborar su famoso principio. Podemos entrenar a un discípulo para que tenga las tramperas adecuadas con que capturar las corazonadas del inconsciente, pero no le podemos enseñar a ge-nerar ideas originales, pues tampoco lo sabemos nosotros.

Por todas estas razones, en un pedido de subsidio podemos pro-meter que haremos tales y cuales estudios, pero no que se nos habrá de ocurrir una idea original determinada.

La fuente del “desafío”

Una de las características más patentes del desarrollo humano es el crecimiento enorme de su cerebro, sobre todo en los últimos dos millones de años, que corrió en paralelo con el desarrollo de sus habi-lidades cognitivas (véase Eudald Carbonell, 2003, 2005, 2007). Los

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mecanismos que se han invocado para dar cuenta de este crecimiento son numerosos y debatibles, pero se advierte que la bipedestación, el tamaño cerebral y la capacidad cognitiva se concatenaron en un paso fundamental. Si el feto humano continuara siendo gestado hasta su completa madurez, de modo que a la semana de nacer deambulara por ahí, sería demasiado cabezón, habría problemas de parto y mo-rirían él y su madre. Pero la bipedestación hizo que naciera antes de término, por eso decíamos antes que “nace verde”, y esta aparente desventaja lo hizo sensible a la forma en que se lo cuida, cría, educa; como cuando compramos un “departamento verde” (en obra), po-dremos especificar el color de los azulejos del baño, la ubicación de ciertas ventanas, aunque ya no los detalles de la mampostería. Las especies que, por alguna razón, desarrollaron una masa cerebral más grande y modificable por la crianza y la razón, prosperan mejor. Así, los carnívoros poseen un cerebro proporcionalmente mayor que los herbívoros, porque “cazar” pasto es comparativamente sencillo dado que no tiene estrategias de fuga; en cambio para cazar un conejo hay que arreglárselas con su habilidad para escapar, eludir, camuflarse. Comparada con un zorro, la vaca es una boluda. En este sentido es bueno saber que el impetuoso crecimiento cerebral ocurrió a lo largo de la evolución del Homo sapiens que tuvo incluso un período de recesión: la Revolución agraria. No cuesta mucho aceptarlo: es como si aquella revolución nos hubiera transformado de zorros en vacas.

La raíz griega

Huxley señaló que “la historia de la ciencia no es otra cosa que una larga lucha contra el principio de autoridad”. Si durante sus últimos años Einstein hubiera padecido de Alzheimer y proclamado que lo que había dicho acerca del efecto fotoeléctrico, la conversión de la materia en energía y la relatividad eran puras estupideces, nos hubiera causado un dolor atroz, dado que Einstein forma parte de la historia de la ciencia y sentimos enorme respecto y afecto por él. Pero su análisis de la difusión y del efecto fotoeléctrico, así como su famosa ecuación e = mc2, no habrían sido dañadas en absoluto,

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dado que éstas nociones no se sostienen ni se colapsan en virtud de la autoridad de Einstein, sino porque son apoyadas por una enorme cantidad de razonamientos y evidencia experimental.

Uno de los colapsos más importantes del principio de autoridad ocurrió en la Grecia clásica de hace casi tres milenios. La sociedad estaba organizada en niveles jerárquicos. La gente pertenecía a uno de esos niveles y tenía que obedecer a quienes se encontraban por encima de él, y, a su vez, era obedecida por quienes se encontraban en un nivel inferior, de acuerdo con normas que no necesitaban ser vali-dadas mediante una demostración y que tampoco estaban abiertas a debate. Podemos hacernos una idea de aquella sociedad si pensamos en el coronel de un ejército moderno que le diera una indicación a un cabo y éste le respondiera: “Vea, yo creo que usted está equivocado, permítame plantearle una alternativa mejor”. Con la caída de aquel sistema y el desplazamiento de gente hacia las ciudades, los de ahí en más llamados ciudadanos enfrentaron el curioso problema de tener que gobernarse entre iguales, aunque los esclavos y las mujeres no contaran como iguales. Fue como si hubieran dicho: “¡Epa!, ¿quién manda aquí?” y se respondieran: “Aquel que nos convenza”. Se vie-ron entonces forzados a crear las “leyes del tener razón”: argumentar, comparar, convencer, disuadir, refutar e ir destilando opiniones. Con el tiempo, a partir de esta práctica se originó la filosofía, la democra-cia y los prolegómenos de la ciencia moderna.

Si no se estaba compitiendo sobre la base de la fuerza del músculo ni el poder de las armas, se tuvo que ir forjando una ética que permi-tiera tener en cuenta la opinión del débil.

La raíz judía

Hace tres milenios y medio Egipto tenía una religión politeísta: los distintos aspectos de la realidad, tales como el Sol y la Luna, la lluvia, la agricultura, la muerte, estaban a cargo de dioses diferentes, cada uno especializado en lo suyo: Ptah, Ra, Shu, Geb, Osiris, Seth, Thot, Maat, Horus, Anubis. Uno de los faraones, Amenofis III (1417-1379 a.C.), no se preocupó mucho por la ortodoxia, al grado que se

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casó con Tiy por su belleza, a pesar del hecho de que la muchacha era plebeya, transgresión seria en aquellos tiempos. Astilla del viejo madero, su hijo Amenofis IV (1379-1362 a.C.) se casó con Nefertiti, supuestamente una de las mujeres más bellas de la historia, cuya imagen se sigue usando en la actualidad para promover la venta de joyas y cosmética. Amenofis IV fue aun más negligente que su padre en cuanto a los procedimientos, ritos y asuntos públicos, y mostró poco respeto por aquella casta sacerdotal que vivía de regir los cultos a los dioses de un politeísmo ahora defenestrado. Bajo su égida las leyes fueron más laxas y la gente disfrutó cierto grado de libertad de expresión. En el año sexto de su reinado trasladó la capital del reino de Tebas a un lugar ahora llamado Tell-el-Amarna y levantó un tem-plo para adorar a Amón, el disco solar, que hasta entonces había sido una deidad menor. A continuación cambió su nombre a Akhenatón y creó una suerte de Santísima Trinidad en la que Amón era el dios oculto (deus absconditus), Ra, el visible dios Sol, y Ptah, su cuerpo, que pertenecía a la Tierra. La importancia creciente que el faraón Akhenatón confirió al dios Sol transformó la religión egipcia en un monoteísmo. A los sacerdotes no les cayó en gracia este nuevo orden, se rebelaron y subieron al trono a Tutankamón (1361-1352 a.C.) un joven de diecisiete o dieciocho años, que ha sido descrito como débil y maleable, quien restauró el politeísmo y persiguió a los monoteís-tas. Moisés –si es que existió un Moisés– fuertemente influenciado por el monoteísmo, entonces prohibido, condujo a los hebreos en su huida de Egipto al Sinaí. Sigmund Freud ha interpretado que Moisés podría haber sido un sacerdote monoteísta de Akhenatón privado ahora de sus derechos. Los fugitivos de aquella antigua Edad del Bronce se convirtieron en pastores que se regían por un decálogo de mandamientos que, según afirmaba Moisés por boca de su hermano Aarón, pues él parece haber sido tartamudo, les había sido dado por el mismo Jehová.

Al final de la Edad del Bronce las masas de esclavos hebreos, se-dientas, hambrientas y perdidas en el desierto del Sinaí, añoraron la comodidad de sus antiguos días de cautiverio en Egipto. Algunos de ellos, desesperados, recurrieron a sus antiguos dioses, erraron el ca-mino, y las insurrecciones se hicieron frecuentes. Pero los disidentes

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se amedrentaron cuando se les amenazó con castigos terribles. En opinión del historiador Polibio (200-118 a.C.): “Las masas pueden ser ingobernables [de modo que] deben ser saturadas de miedo con el fin de mantenerlas en orden. Los antiguos lo hicieron bien y en con­secuencia inventaron los dioses y la creencia en el castigo después de la muerte”. Los dioses cumplían dicho papel social. La creación de un dios autoritario, absolutista, irascible, implacable y vengativo evitó que el pueblo hebreo se desbandara y lo disuadió de recaer en el politeísmo.

Acabamos de ver que los griegos emplearon procedimientos de-mocráticos, creados por ciudadanos que eran iguales entre ellos y que, en consecuencia, estaban abiertos a debate y refutaciones; los judíos, en cambio, obedecieron mandamientos autoritarios atribuidos a un dios inflexible que establecía, en desalentador detalle, la forma y el tamaño de los templos, las vestiduras y los ritos que debían emplearse para adorarlo (Éxodo, 26:23), un dios propenso a ataques de celos descerrajados por transgresiones menores y que destruía poblaciones enteras, incluidos mujeres, niños y hasta animales (Números, 25:4; Isaías, 30:27), en actos de venganza que llegaban a extenderse hasta penalizar a las generaciones subsiguientes. Ese dios era temido por los mismos seres humanos que él había creado (Éxodo, 20:20). El temor de Dios es un ingrediente central del judeocristianismo (Proverbios, 1:7; Isaías, 1:13). Para que los judíos (y, posteriormente, también los cristianos) no lo olvidaran, los sacerdotes les recordaban que su Dios no se andaba con chiquitas, pues había cometido el primer genocidio de la historia mediante el Diluvio Universal (Génesis, 7) y era tan inmisericorde que, cuando a su juicio los habitantes de Sodoma y Gomorra se descarriaron (Génesis, 19), simplemente los aniquiló con una lluvia de fuego. En la Biblia, incluso amar es un mandamiento: “Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón y de toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Deuteronomio, 6:5).

El monoteísmo tiene más que ver con el autoritarismo que con el libre examen y, sin embargo, inyectó a la futura cultura occidental uno de los ingredientes principales de la ciencia moderna: la sistema-tización. En el politeísmo cada dios es libre de hacer lo que le plazca, y uno no se pregunta por qué tienen criterios diferentes; en cambio,

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en el monoteísmo el dios único tiene que tener cierta coherencia. En otras palabras, el monoteísta tiene que inventar la coherencia intrínseca de Dios y ante dos mandatos, a todas luces discrepantes, tiene que imaginar alguna vuelta que los compagine. Esta autocon-sistencia forma la base de la cábala, movimiento que se originó recién en el siglo xiii. Los cabalistas no aceptaban que dos palabras muy semejantes entre sí y con la misma raíz no pudieran estar relaciona-das. En la actualidad, cuando un biólogo molecular encuentra dos moléculas distintas de proteína en dos especies animales distintas y con una larga secuencia de aminoácidos (las unidades moleculares de las proteínas), las toma como evidencia de que debe haber una razón para esta coincidencia… ¡y la descubre! Así es: hoy los biólogos moleculares operan con un enfoque cuasicabalístico.

Resultará, sin embargo, aconsejable evitar las sobresimplificacio-nes: pues si bien consideramos que los griegos eran politeístas, Platón aceptaba la existencia de un espíritu creador, un demiurgo que hizo el mundo, y el propósito de la filosofía griega, puede decirse, era considerar el mundo como una unidad y entenderla con la base de un principio único que lo abarcara todo. Tampoco conviene olvidar que, mientras los griegos habían fundado una filosofía (literalmente “amor al conocimiento”), los judíos tenía una Biblia que de entrada afirmaba: “De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis, 2:16-17). Parecería que también el analfabetismo científico tiene sus raíces bíblicas.

El escenario donde se unen ambas corrientes:

El Imperio romanoComo todos los pueblos, los romanos deseaban mantener apaci-

guados a sus dioses de modo que no les enviaran sequías, terremotos, enfermedades, plagas de langostas, hambrunas y desgracias semejan-tes. En consecuencia, exigían que toda nación conquistada honrara e hiciera sacrificios a los dioses romanos. Era una especie de impuesto religioso, pagado el cual, aquellos pueblos conquistados eran libres

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de creer, adorar y pagar tributo adicional a cualquier deidad que quisieran. De acuerdo con Edward Gibbon (1737-1794), “las for­mas diversas de culto que prevalecieron en el mundo romano eran todas consideradas por la gente como igualmente verdaderas; por los filósofos, como igualmente falsas, y por los magistrados, como igualmente útiles”. Los conquistados no tenían mayor inconveniente en aceptar este arreglo, salvo los judíos y los primeros cristianos que no podían cumplirlo porque su Dios les había señalado muy explíci-tamente: “No tendrás dioses ajenos delante de mí. / No te harás ima­gen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. / No te inclinarás a ellas ni las honrarás porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuar­ta generación…” (Éxodo, 20:3,4 y 5). De modo que los primitivos cristianos no eran arrojados a los leones por sus credos, sino porque se negaban a pagar el impuesto religioso: lo opuesto a religens, era negligens; el primero cumplía en pagar sus impuestos religiosamente, el segundo era religiosamente negligente…, y así le iba.

Dado que el Imperio romano había crecido desmesuradamente mediante la conquista de otros pueblos, una gran parte de su pobla-ción estaba integrada por esclavos que simpatizaban con la idea de que, delante del Dios de los cristianos, ellos eran iguales, si no mejo-res, que los patricios y el mismo emperador. No sorprende, entonces, que cuando el emperador Constantino sintió que el descontento de la población se hacía muy peligroso adoptara el cristianismo (circa 313), mas lo hizo convirtiéndose en una especie de papa que, entre otras medidas, cambió el día de los servicios religiosos y el descanso del sábado al domingo; dado que era un adorador del Sol, también erigió en el foro una estatua del dios Sol, cuyos rasgos fisonómicos eran muy parecidos a los suyos, y otra a la madre de la Tierra, Ci-beles, aunque se la colocó en la postura de una persona que reza sus oraciones. Este paso histórico fue rodeado posteriormente de una mitología acorde, según la cual Dios intervino antes de la batalla del puente Milvio, en las afueras de Roma, para ayudar a Constantino a derrotar al usurpador Magencio. En un tiempo situado entre los años 750 y 800, fue falsificada una “Carta de donación de Cons-

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tantino” en la que el emperador, en agradecimiento por haber sido curado milagrosamente de la lepra, otorgaba al papa Silvestre i (314-335) supremacía espiritual sobre los demás grandes patriarcas en los asuntos de fe y culto, lo mismo que de dominio temporal sobre todo el imperio de Occidente.

A lo largo de los primeros siglos de la era cristiana, distintos pen-sadores discutieron el estado divino o humano de Jesús, el papel, la naturaleza y la intimidad conyugal de José y María, la Santísima Trinidad, la circuncisión, las imágenes religiosas, si Jesús tuvo o no hermanos (los historiadores admiten que Tomás era su hermano me-llizo) y debatieron en qué grado el cristianismo seguía siendo una rama del judaísmo. Fue éste un periodo en que los testimonios eran escritos a partir de las narraciones orales de personas que habían na-cido dos y tres generaciones después de Jesús y que, en consecuencia, no pudieron haber visto jamás lo que atestiguan en los Evangelios. De modo que hubo grandes discrepancias, divisiones y sectas que, por un tiempo, tuvieron la libertad de elegir. Para unificar criterios, la Iglesia fue seleccionando los que armonizaban con sus doctrinas y necesidades, y fue clasificando a esos evangelios y documentos como canónicos o como apócrifos. En griego, la capacidad de decidir y es-coger se dice hairesis que es la raíz de la palabra hereje. Una vez que el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio romano, el emperador Teodosio i (347-395) declaró, en 381, la herejía como un crimen contra el Estado. “Hereje” pasó de ser un halago a un insulto punible con la muerte. Finalmente, en 529 el emperador Justiniano, inspirado por el dictum de san Agustín: “No es posible ser cristiano y filósofo al mismo tiempo”, clausuró la escuela platónica.

Aunque la fusión del judeocristianismo con lo grecorromano ya fue estudiada por el filósofo Philo Judaeus de Alejandría, quien vi-vió entre los años 10 y 50 de nuestra era, fue en realidad un logro progresivo que tuvo su punto sobresaliente con Benito de Nursia (480-547). Hasta la llegada de este personaje, los monjes se agrupa-ban en comunidades a los bordes de los desiertos, habitaban cuevas, se subían a columnas, se hambreaban y flagelaban, miraban al sol hasta quedar ciegos, comían lo que les arrojaba la gente. A lo sumo, se agrupaban en agrupaciones y comunidades despelotadas. Pero,

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con Benito de Nursia, los monasterios pusieron a sus monjes a rezar, trabajar y estudiar (su regla era Ora et labora). Luego los monasterios benedictinos, clonados del que Benito había establecido en Monte Casino, constituyeron crisoles donde se fue engendrando la manera de ver el mundo que caracteriza la cultura occidental. Por ahí seguirá entonces nuestra ruta en búsqueda de la ciencia moderna.

Los modelos interpretativos (religiosos o no) no surgen de una moda intelectual, sino de su capacidad de ayudar al ser humano a sobrevivir: primeros grandes granos que les surgieron a los cristianos y cómo los resolvieron.

La vida de los pueblos depende en forma crucial del momento en que siembran, riegan, cosechan, cazan, migran los pájaros, llegan los cardúmenes, se reproducen los animales, nieva, llueve, crecen los ríos, se congelan y derriten los lagos, las fases de la Luna, los solsti-cios, la posición de los planetas. Pero he aquí que esto no ocurre en fechas exactas, por la sencilla razón de que la duración del año no coincide regularmente con ellas (por ejemplo, la Pascua judía no cae siempre el 3 de agosto ni la Navidad en domingo). Los pueblos se rigen entonces por calendarios religiosos, con ritos y ceremonias celo-samente calculadas, en las que los sacerdotes deben agregar o quitar días. Si de pronto llega una nueva religión –sobre todo si ha sido ge-nerada en otro territorio– para imponer “sus fechas”, los labriegos, cazadores y pescadores las ignoran, porque, de lo contrario, acaba-rían sembrando, cazando y regando en momentos equivocados. Hoy mismo tenemos amplios ejemplos de las consecuencias de incorporar dichas fechas “extranjeras” al calendario local y vemos así, en plena canícula del verano, del hemisferio sur llegar a Papá Noel con su abrigado ropaje, guiando un trineo entre las nieves, siendo que Jesús no nació en semejante clima. Mas esto no confunde a sembradores y cosechadores.

Por eso, a pesar de la prohibición de incorporar deidades paganas, fueron los paleocristianos quienes tuvieron que ir adaptándose a los requerimientos vitales de los pueblos europeos, que estaban además asociados con las correspondientes festividades. Fueron ellos quienes tuvieron que ir quitando requerimientos que molestaban para la con-

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versión al cristianismo. El apóstol Pablo, por ejemplo, obvió que los neocristianos se tuvieran que circuncidar. En el transcurso de unos cuantos siglos, los cristianos fueron colocando imágenes talladas en sus templos, arrodillándose hacia el Oriente, celebrando la fiesta de Navidad el 25 de diciembre (cuando se produce el nacimiento del Sol en el solsticio de invierno) y rindiendo tributo a una gran variedad de deidades convertidas ahora en santos cristianos, práctica que fue reintroduciendo las deidades paganas del panteón grecorromano, trastocadas ahora en vírgenes, santos y ritos cristianos.

Otro ejemplo, mucho más a mano, es observar lo que sucedió con el catolicismo cuando llegó a América. Por empezar, ya había experimentado un retorno masivo al politeísmo pagano de Europa. También aquí, en América, el pueblo interpretaba y celebraba a su manera, pero aquella mezcla sincrética absorbió un nuevo aluvión de numerosos dioses y rituales africanos (Obatala, Babalú, Shangó, Añá, Oshun, Legba, Zaka). En San Juan Chamula, pueblecito del estado sureño de Chiapas, México, los campesinos oran pidiendo favores a la imagen de un santo y, si no les son concedidos, lo casti­gan trasladando su estatua a una esquina de la iglesia con la nariz hacia la pared. En Ocumicho es posible comprar cerámicas coloridas que representan el nacimiento de Cristo, con su cuna guardada por María y José, pero también por Carlomagno, Batman, Superman y los héroes locales de la lucha libre como Superbarrio, Blue Demon y el Perro Aguayo.

San Dimas, “el Buen Ladrón”, es adorado por rateros y prostitutas en el barrio de Tepito de la ciudad de México, puesto que se cree que este santo mantiene alejada a la policía y hace que la gente se vuelva tonta y fácil de robar; afirman también que los protege contra el virus del Sida. De acuerdo con Richard E. Greenleaf (1969) la Inquisición se extendió a América entre 1519 y 1526 con el fin de luchar contra la herejía, pero se dedicó principalmente a los europeos porque care-cía de una maquinaria administrativa de las dimensiones requeridas para tratar de modo efectivo con la inmensa población indígena. En consecuencia, las transgresiones mencionadas como ejemplos en este texto constituyen una característica muy extendida. Olavarrieta (1989) describe las prácticas religiosas en la región de los Tuxtlas,

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Veracruz, e Ichon (1969) estudia sincretismos análogos entre los toto-nacas de la sierra, quienes son tan poco ortodoxos que, en compara-ción, las diferencias entre católicos y protestantes parecerían carecer de importancia. Y, ya que están…, también los sacerdotes asisten a corridas de toros y a peleas de gallos donde los animales son tortu-rados e, incluso, bendicen al matador y a su cuadrilla. A la Iglesia, que es tan remilgada acerca de la difusión de la ciencia moderna, basándose en que entraría en conflicto con sus concepciones metafí-sicas, en apariencia no le importan mucho las desviaciones en el nivel popular, supuestamente porque la tolerancia les gana popularidad y la popularidad facilita a la alta jerarquía presionar de forma conside-rable a los gobiernos latinoamericanos y los fuerza a promulgar leyes que permitan la enseñanza religiosa, distorsionar las que se refieran al control de la población y permitir deducciones de impuestos a las instituciones religiosas. La Iglesia católica, explícita y repetidamente, ha condenado la astrología, el tiempo cíclico y las invocaciones a la influencia del zodíaco. La idea de que cada tantos miles de años todo se vuelve a repetir una y otra vez, es casi una constante de todos los pueblos antiguos. Por el contrario, el judeocristianismo se mueve en un tiempo lineal, que va del Génesis al Juicio Final. La Iglesia, por ejemplo, no acepta que Cristo vuelva a ser crucificado cíclicamente cada tantos años. No obstante, en la mayor parte de los países del globo, antes de tomar alguna decisión importante, los muy devotos cristianos consultan los oráculos que aparecen en sus periódicos.

El conocimiento en la Edad Media

Para proseguir la búsqueda de pistas del conocimiento durante el primer mileno creo oportuno señalar:

1) Para los hebreos la llegada del Mesías pondría fin a la historia. En consecuencia, aquellos que creían que Jesús era el Mesías dieron por sentado que el mundo llegaría pronto a su fin. Hablando por medio de uno de sus ángeles anunció: “Y me dijo: No selles las palabras de la profecía de este libro, porque el tiempo está cerca”

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(Apocalipsis, 22:10). La prioridad era salvarse, no entender. Quie-nes así lo admitían llegaron a demostrar su convicción de maneras por demás drásticas; hacia el siglo tercero, Orígenes de Alejandría se castró a sí mismo para no procrear hijos cuya venida al mundo para él carecía de sentido. En consecuencia, cualquier epidemia, terremoto, eclipse o aparición de un cometa despertaba el temor de que estaba llegando el temido apocalipsis. Unos pocos siglos después, la demora de este fin del mundo unida al hecho de que, a pesar de que el Mesías ya había visitado el mundo, el pecado, la perversidad y la miseria eran peores que nunca, llevó a Agustín de Hipona (396-430) a interpretar que la salvación sería un acon-tecimiento post mórtem; todo el mundo habría de morir, pero los pecadores experimentarían una especie de segunda muerte y podrían ser enviados al infierno; en cambio, los buenos serían salvados y enviados a la Ciudad de Dios (en oposición a Roma, la terrena ciudad del César). En consecuencia, la salvación –que no sería encontrada estudiando, sino creyendo– tenía la más alta prioridad.

2) Pese al hecho de que Hipócrates, Aristóteles, Aristarco, Arquí-medes y otros grandes pensadores ya habían estudiado medicina, animales, plantas, cielos, física, el gobierno y otros aspectos de la realidad exterior, incluyendo contribuciones técnicas de valor cotidiano, los pensadores europeos del primer milenio parecían estar más influenciados por las dimensiones abstractas de la filo-sofía griega, como si sus logros más importantes estuvieran rela-cionados principalmente con las ideas y el uso del razonamiento. Por ejemplo, no se podía contradecir la idea de que la esfera tiene todos sus diámetros iguales mostrándoles una bola de madera cuyos diámetros fueran ligeramente distintos. “Cuando decimos que las esferas poseen diámetros iguales nos referimos a las esfe­ras ideales”, hubieran alegado.

3) Por otra parte, la realidad es como es, con sus cielos, árboles, mon-tañas, perros, ríos y hace lo que siempre hace: llueve, hay vientos, refresca, anochece. ¿A quién se le hubiera ocurrido que las cosas

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tienen causas y mecanismos? Literalmente, se pensaba: “¡Sabe Dios cómo se hace un hijo, una pera o un trueno! Estas cosas ya son así, están en su naturaleza ser como son”. Así como algunas personas sabían hacer manteca, vinos, quesos, curtir cuero, forjar espadas, vasijas, ropa, vidrios y telas de colores, y mantenían sus procedi-mientos secretos y se negaba a compartirlos, también Dios tenía los suyos, se los reserva y hubiera sido pecar de indiscreción tratar de descubrir algo que Él había escogido mantener en secreto.

Se trataba de secretos celosamente protegidos y la mitología esta llena de ejemplos en los que la indiscreción y la curiosidad son castigadas severamente: la curiosa Pandora abrió una caja y dejó escapar toda clase de males; Orfeo volvió hacia atrás la cabeza para estar seguro de que su Eurídice lo seguía fuera del infierno y la perdió para siempre. Comprensiblemente, Adit, la mujer de Lot se dio vuelta para ver el destino de Sodoma, su ciudad, su gente, sus amigos, pero entonces aquel Dios todo bondad, origen de la tolerancia que hoy reclaman sus fieles la convirtió en estatua de sal (Génesis, 19:26). “Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaven­turados los que no vieron y creyeron”, amonestó Jesús a Tomás (Juan, 20:29). Lo anterior señala una discrepancia fundamental entre la religión y la ciencia: en tanto que la primera recompensa la fe ciega, la segunda premia la duda. Finalmente, si Dios deseaba que alguien supiera algo, ya se lo revelaría. Los cristianos aceptan que de los cuatro Evangelios canónicos, tres son sinópticos (¡como si los evangelistas pudieran haber visto los hechos que atestigua-ban treinta o cien años después de ocurridos!), pero afirman que el de Juan le fue revelado directamente por Dios. En cambio, si en nuestros días un investigador confesara en la introducción de su artículo que su proyecto se inició gracias a una revelación que san Mondongo Mártir le hizo al director de su instituto, lo tomarían por loco, así fuera cierto que al hombre se le ocurrió la idea mien-tras rezaba en un templo.

Los mecanismos intrínsecos que intervienen en la gestación de un bebé, de los que enrojecen el vidrio y de los que producen vino sólo se llegaron a comprender casi dos milenios más tarde. Los ro-manos aliviaban sus dolores chupando una corteza de sauce (salís,

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en latín), pero hace apenas un siglo y medio que se descubrió que se debe a un ácido que, por esta razón, se llamó salicílico. Y aun así, incluso hoy, entre los millones y millones de gente que lo usan, sólo conoce su mecanismo un reducido número de farmacólogos. Pero todos hemos adoptado la misma actitud que la gente de la Edad Media: me calma el dolor y basta.

Vemos entonces que casi todo el conocimiento de los antiguos era secreto en varios sentidos. En primer lugar, y como acabo de señalar, el artesano que sabía hacer vidrio rojo para los vitrales de las catedrales y el que lo producía azul o verde no podrían haber entendido por qué sus procedimientos producían vidrios de colores, pues implican conocimientos sobre el espectro electro-magnético y la estructura atómica para los que hubo que esperar hasta los siglos xix y xx. Por razones análogas, quienes producían cierto vino o un determinado tipo de queso no sabían de enzimas, ni los que forjaban espadas conocían de estructura de materiales. Aquellos secretos tenían, además, otras facetas, pues si bien los artesanos sólo conocían los procedimientos (no los mecanismos) sólo los revelaban a su hijo en el lecho de muerte; versión antigua de las patentes industriales de hoy día. Aun ahora decimos a quien no puede abrir una cerradura con la llave que le prestamos: “Es que tiene un secreto... hay que torcerla hacia arriba y...”. Una actriz vende diez mil copias de su libro de secretos para evitar las arrugas del cutis frotándose con una pasta de coco... ¿Cómo pue-den ser secretos si le prestamos la llave a todos los visitantes y les explicamos que presionen hacia arriba, y la actriz vende diez mil ejemplares? No entendemos ni nos interesa el funcionamiento de la cerradura, y tampoco la actriz sabe por qué esa pasta evita las arrugas.

4) Contrariamente a lo que se nos enseñó en la escuela acerca del desarrollo de la ciencia moderna, en la Edad Media la gente estaba familiarizada con los experimentos, sólo que no se hacían para investigar la fisicoquímica de los metales, sino para asegurarse de que una supuesta moneda de oro no estaba fabricada de plomo o de hierro. En las plazas mayores de las grandes ciudades se re-

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unían comediantes, vendedores de piedras magnéticas, animales exóticos, hierbas medicinales o recetas de elixires que encendían pasiones, contorsionistas, comediantes, juglares que traían noti-cias o recitaban leyendas, curanderos. Los exámenes de prueba trataban de discernir cuáles de todas esas cosas eran ciertas y cuáles otras, grandes charlatanerías. Es decir, “la experimenta-ción” se usaba para constatar cosas mundanas, no para poner a prueba hipótesis teóricas. La razón, tal como la gente la empleaba en aquellos días, servía de poca ayuda para manejar la realidad cotidiana y pasarla bien en el mundo.

El mundo se encuentra en ruinas, pero el final que anunció Cristo se sigue retrasando

Si este texto fuera un libro de historia de la ciencia debería incluir grandes procesos como el humanismo, el Renacimiento, el estableci-miento de universidades, etc. Mas para tratar la situación de la gente sin ciencia, basta con decir que puesto que el mundo no se acabó como se temía, la gente comenzó a prestar mayor atención a sí misma y a la realidad que la rodeaba. A partir del siglo xii comenzaron a relajarse las restricciones mentales impuestas por la ortodoxia reli-giosa y progresó la investigación y la crítica. Después, con la caída de Constantinopla en 1453, numerosos estudiosos emigraron a Italia con libros y manuscritos importantes, y llevando tradiciones y sabe-res de la civilización griega.

Con la restauración de las enseñanzas y de la sabiduría clásicas la gente comenzó a convencerse de que el mundo se encontraba en ruinas y de que, para empeorar las cosas, continuaba aún su deca-dencia a partir de una Edad Dorada. Ahí estaban las pirámides de Egipto, los templos y anfiteatros griegos, el Coliseo, el Panteón y las obras de Pitágoras, Heráclito, Platón, Aristóteles, Aristarco, Lucrecio y Séneca, para mostrar que los pueblos de la antigüedad habían sido geniales. No sólo los edificios y esculturas, sino también los escritos que les habían legado se encontraban en ruinas debido a que habían llegado al segundo milenio en fragmentos, plagados de errores de-

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bido a malas traducciones. Por mucho tiempo se atribuyeron estos errores a que las traducciones habían sido hechas del griego al árabe, y de ahí al latín medieval, por gente que no estaba familiarizada con los temas que traducía ni sabía filología. Si bien esta circunstancia no deja de ser cierta, hoy la opinión de que los errores se debieron a cándida chapucería está siendo revisada. Muchos de los textos con-sultados sostienen, siguiendo las ideas de Agustín de Hipona (“Uno no puede ser filósofo y católico al mismo tiempo”), que la Acade-mia platónica de Alejandría fue cerrada y los sabios árabes, judíos y cristianos marcharon a Bagdad donde fundaron, entre otras cosas, soberbias escuelas de traducción. Más tarde establecieron escuelas análogas en Córdoba y Toledo. Un buen número de prominentes his-toriadores modernos sostiene que, de ninguna manera, estas escuelas produjeron “malas traducciones”. El problema fue que, junto con sus trabajos, los traductores de Bagdad, Córdoba y Toledo introdujeron interpretaciones que entonces resultaban conflictivas, es decir, la idea de la predestinación. Cuando comenzaron a ser fundadas las univer-sidades, como el Merton College (Oxford) y la Universidad de París, tuvieron que elaborar sus propios textos.

Los pensadores medievales, a quienes deleitó el estilo griego de razonar, quedaron atrapados en un conflicto muchísimo más grave del que plantearon las traducciones chambonas. La concepción bí-blica (por ejemplo, la creación tal como se describe en el Génesis) y el riguroso pensamiento griego no se podían compatibilizar, al punto que Avicena (980-1037) y Averroes (1126-1198) tuvieron que admitir que había dos juegos de verdades separados: uno para cuestiones te-rrenales y otro para las divinas. Tampoco Maimónides (1135-1204) pudo resolver las contradicciones entre las ideas bíblicas y las griegas, y optó por escribir Guía de los perplejos (1190), que los estudiosos de la actualidad encuentran llena de pasajes oscuros e intrigantes que no podrían haber escapado a la atención de una mente del calibre de la de Maimónides, y se sospecha que le habrá parecido conveniente eludir conflictos demasiado peliagudos, porque él se movía entre po-derosos personajes judíos, árabes y cristianos de la época.

También el mundo católico presenciaba con preocupación los to-petazos entre las concepciones griegas y las bíblicas, hasta que Tomás

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de Aquino (1224-1274) propuso una suerte de “solución espacial”. En la Suma Teológica estableció un límite claro (la órbita de la Luna) entre razón y fe: la primera podría ser empleada de la Luna hacia abajo; en cambio más allá de la Luna se encontraba el reino de Dios donde prevalece la fe. Galileo Galilei (1564-1642) no fue inicialmen-te perseguido por apoyar el heliocentrismo adelantado por Nicolás Copérnico (1473-1543), dado que éste surgía de un modelo mate-mático muy complejo que muy pocos eran capaces de entender si es que acaso habían oído de él (Boido, 1996). Galileo fue condenado porque se atrevió a apuntar su telescopio a planetas situados más allá de la Luna y del Sol (¡y descubrió que éste tenía manchas!) y opinó que cuando las observaciones de la realidad no coinciden con los conceptos bíblicos, estos últimos deberían ser considerados como metafóricos (y así le fue).

Un manto de escombros, ruinas, suciedad, corrupción, errores, se-cretos, ignorancia, charlatanería y mentiras cubría ahora el legado de una Edad de Oro, éste tenía que ser descubierto y las estrategias prin-cipales serían tres: (1) La observación directa hecha por uno mismo sin el mandato autoritario de qué es lo que uno debería ver e interpre-tar; (2) la lectura directa de la Biblia sin interpretaciones ni traduccio-nes oficiales (autoritarias) (Johns, 2001), y (3) la lectura directa y el análisis de los fragmentos originales que quedaran (no las traduccio-nes) de las obras clásicas. Esto requería por supuesto aprender griego, latín y filología. De esta forma, la religión cristiana se vería reforzada y libre de las revelaciones hechas por visionarios, monjes alucinados, mártires, eremitas y zaparrastrosos desfallecidos de hambre y deli-rando en cuevas situadas en los confines de los desiertos, de reliquias, de santuarios y de imágenes milagreras que, en opinión de Francis Bacon (1561-1626), deberían ser denunciados como imposturas del Anticristo porque iban en detrimento de la religión. René Descartes (1596-1650) insistió en que estaba descubriendo las leyes que Dios había impuesto a la naturaleza. En aquellos días, los científicos daban por sentado que tarde o temprano la cosmovisión religiosa y la cientí-fica acabarían por fundirse e intentaron reconciliarlas. Isaac Newton (1642-1727) se atrevió a formular una teoría de la gravitación uni-versal, esto es, que no respetaba el límite lunar impuesto por Tomás

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de Aquino. Por eso también Robert Boyle (1627-1691) y John Ray (1627-1705) creían que la misma investigación científica constituía una forma de culto religioso. Joseph Priestley (1733-1804), el clérigo químico al que se le atribuye el descubrimiento del oxígeno, quería desarrollar una forma de cristianismo capaz de resistir la crítica ra-cionalista. Con la base en el hecho de que un científico renuncia a sus opiniones en el momento en que se le demuestra que está equivocado, Baruch Spinoza (1632-1677) sostenía que la ciencia era una forma de humildad. Finalmente, en 1646, Thomas Browne (1605-1682) publicó su Pseudoxia Epidemica en la que afirmó que la ciencia no adelantaría hasta que la mente humana no lograra liberarse de los errores y prejuicios que bloquean el camino del conocimiento.

Spinoza hizo una crítica histórica de la Biblia y estableció los fun-damentos intelectuales de la Ilustración del siglo xviii. Immanuel Kant (1724-1804) se pronunció como opuesto a la revelación y des-cribió la Ilustración como la creencia de que el hombre estaba ya lo suficientemente maduro como para vivir sin la tutela de la religión.

El entusiasmo de Kant por la ciencia no interfirió con su convic-ción de que no podemos conocer la realidad. Consideraba que nues-tra idea de la realidad depende de la estructura de nuestra mente. En consecuencia se ocupó de los mecanismos de la mente humana y de la manera cómo aprende, e introdujo su epistemología en su obra más celebrada, Crítica de la razón pura (1781). En los tiempos de Kant la teoría de la evolución todavía no estaba desarrollada, de modo que no podría haber atribuido los condicionantes de la mente a nada he-redado de hombres primitivos, simios ni animales más antiguos, pero de alguna manera ya reconocía el peso de dichas improntas.

Cuando el balbuceo se convierte en grito

Nuevos alejamientos del principio de autoridad A veces las exageraciones, aberraciones y burradas estriden-

tes ayudan a uno a detectar falsedades y patologías de la ciencia. Algo análogo les sucedió a los protestantes con la versión católica del cristianismo. Los contrasentidos de ciertas creencias fueron tan

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evidentes (venta de indulgencias, reliquias de santos, depravaciones sexuales, lujos extremados de los obispos, interpretaciones espurias de la Biblia, etc.) que la sensatez no tardó en aflorar. Muchas veces los pueblos no católicos, sitiados por armadas de caballeros cristianos que marchaban hacia el rescate de lugares santos, lograban disuadir a las fatigadas huestes de que regresaran a sus casas, “cediéndoles” restos de la Cruz, trozos de la capa de san Martín (que las exhibi-rían en templetes que se dieron en llamar “capillas”), corazones de santos. Roger Peyrefitte (Las llaves de san Pedro) afirma que de ese modo llegó a haber por el mundo ¡once iglesias del Santo Prepucio!, pues todas ellas proclamaban conservar aquella pedacito del ahora sagrado pito. Los protestantes religiosos las desecharon, y también hicieron a un lado los “significados” dictados por el autoritarismo oficial y alentaron a la gente a hacer su propia interpretación de la Biblia. Sin embargo, esto planteó un problema formidable puesto que sólo había a la mano unas cuantas copias de la Biblia en manuscri-tos muy costosos. Mas el artesano Johannes Gutenberg (1390-1468) había combinado una prensa de uvas, un tipo de papel de reciente fa-bricación y una nueva técnica para encuadernar libros para fabricar una imprenta con matrices de caracteres móviles grabados a punzón (circa 1455) capaz de imprimir un gran número de ejemplares. Esto resolvió el problema sólo en parte debido a que las versiones cris-tianas de la Biblia sólo podían conseguirse escritas en latín, griego y hebreo idiomas que únicamente entendía un número reducido de personas, lo que animó a que se hicieran traducciones en lenguajes vernáculos. En línea estaba un tercer tipo de problema: sólo unas cuantas personas educadas sabían leer, de modo que se fomentó el aprendizaje de la lectura (vemos, de paso, que ellos sí entendieron la lacra del analfabetismo). Pero eso condujo a un cuarto obstáculo: leer es una cosa, pero interpretar es otra (una persona puede leer en voz alta un texto de química cuántica o un documento notarial sin entender una jota de lo que está leyendo). Este problema se resolvió creando grupos liderados por alguien que enseñaba a interpretar. Resulta muy rebuscado comparar estos grupos con los que confor-maron los ciudadanos griegos un par de milenios antes para generar las normas de “cómo estar en lo cierto”, “cómo tener razón” y gober-

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narse entre iguales. Un número creciente de personas tuvo acceso a la Biblia, aprendió a leerla en su idioma, a discutir lo que había leído, a hacer sus interpretaciones propias, a desarrollar sus opiniones y todo esto en conjunto jugó un papel importante en lo que siglos más tarde sería la flor y nata del Primer Mundo.

La razón describe ahora (ciertos aspectos de) la realidad. Pero, ¿qué hacer con las discrepancias estridentes?

Ya en el siglo xvii el cuerpo de conocimientos acumulado me-diante la aplicación del razonamiento y la observación de la realidad era considerablemente grande y provocó otro tipo de dificultad: ¿qué hacer con los hechos que no sólo eran difíciles de acoplar con los conceptos bíblicos, sino que chocaban de frente con ellos?

Volviendo al siglo i, el poeta y filósofo romano Lucrecio (99 a.C. – 55 [?] a.C.) comentó: “Se ha visto que la naturaleza hace todas las cosas en forma espontánea sin la intervención de los dioses”. Pero fue quizás en el siglo xvi que los científicos hicieron a un lado los milagros y las revelaciones, y se abstuvieron de invocar la autoridad de las Sa-gradas Escrituras, que terminaron finalmente los esfuerzos por evitar el conflicto entre los puntos de vista bíblicos y científicos. Advertencia: terminaron los conflictos entre los puntos de vista, no entre la ciencia y la institución religiosa. Para comenzar, vale la pena hacer notar que este conflicto se produjo incluso en la mente de la misma persona. Aun-que Newton fuera diestro practicante de la astrología y la alquimia, cuando estaba jugando a la ciencia se abstenía de invocar los misterios y el principio de autoridad. Es famosa su insistencia de que él estaba encontrando correlaciones, pero no hacía hipótesis (“Hipothesis non fingo”). Priestley era clérigo, pero cuando argumentaba a favor del oxígeno, cuya existencia acababa de demostrar, se guiaba por las reglas de la ciencia. De esta forma, los científicos fueron creando un espacio laico en el que podían “jugar a la ciencia”, mientras evitaban en todo lo posible entrar en conflicto con la teología.

El cuerpo de conocimientos al que denominamos ciencia no con-siste en una acumulación de información revuelta sino que se halla

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organizado en forma sumamente sistematizada. De este modo, un arqueólogo puede hacer un análisis físico en la momia de un faraón para determinar su edad al momento de su muerte, seguida de un examen médico para descubrir si el faraón murió de tuberculosis, envenenamiento o por un traumatismo accidental o criminal. Cada análisis descansa en conocimientos reunidos y sistematizados por colegas de otras disciplinas, pero que no se dan de patadas entre sí.

Irónicamente, a pesar de que esta descripción total de la realidad hecha por la ciencia era sistemática y coherente, resultaba, sin em-bargo, “espontánea”, dado que, contrariamente a las concepciones religiosas, la ciencia no tiene como fin ajustar las piezas diversas del conocimiento en un solo plan colosal. La ciencia moderna comenzó cuando las preguntas generales sobre el origen del universo, la creación del ser humano fueron siendo remplazadas por preguntas sobre cosas mucho más inmediatas: ¿Por qué cae una manzana?, ¿por qué hay mareas?, ¿por qué las patas de las ranas generan fenómenos eléctri-cos?, ¿por qué circula la sangre en nuestros vasos? Un químico puede pasar toda su vida correlacionando el conocimiento de las reacciones moleculares sin preocuparse del momento en que Dios introdujo las leyes formidables que rigen tales procesos. No desviaré aquí hacia los deístas que sí se preocupan. La ciencia opera con el plan tácito de: “Permítanme ver hasta dónde puedo llegar con mis explicaciones”. De hecho, se cuenta que cuando Napoleón Bonaparte le preguntó a Pierre-Simon, marqués de Laplace (1749-1827), por qué no había asignado a Dios papel alguno en sus descripciones de los sistemas astronómicos, la respuesta fue: “Sire, no necesito dicha hipótesis”. En cada ocasión en que la ciencia ilumina un área determinada, un dios pierde su imperio: la ciencia explicó los relámpagos y se marcharon afuera Apolo, Vulcano y Thor; la ciencia explicó la lluvia y los dioses Tláloc y Chac quedaron cesantes; los botánicos explicaron fenóme-nos que observaban en las plantas y Ceres, diosa de la agricultura, se degradó a deliciosa nostalgia mitológica. ¡Y ni hablar de lo sucedido con Eva, el pecado original y el Mesías cuando la antropología le quitó valor al famoso muñeco de barro, su gloriosa costilla y la osadía de la pareja primigenia de comer manzanas! Los modelos teológicos se fueron muriendo de contradicción e inutilidad.

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Los ataques de sensatez a veces provenían de las mismas filas eclesiásticas. Guillermo de Ockham fue un fraile franciscano y fi-lósofo escolástico inglés, oriundo de Ockham, un pequeño pueblo de Surrey. La Iglesia católica había acallado, en forma por demás sangrienta y cruel, la protesta de los pueblos a los que la avidez de los poderosos había anegado en una pobreza extrema, despojados por los impuestos que les aplicaban sus cristianos señores y el lujo en que vivía la institución religiosa. Pero no por eso dejó de fundar algunas órdenes, entre ellas la de los franciscanos, que se proponía responder a ese clamor. Esta orden, por lo menos en sus comienzos, dispuso que sus miembros vivieran pobre y frugalmente (en el Capítulo 3 veremos por qué subrayo la frugalidad) y llegó a generar lo que formalmente se llama la regla de la parsimonia (“Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem”) y familiarmente se la denomina “la navaja de Ockham”, pues recortaba pertenencias, vanidades y lujos. Pero como el franciscano Guillermo de Ockham era filósofo usó también su na-vaja para podar modelos explicativos. Si nos llega un cajón del cual se oyen ladridos, el modelo explicativo será: “Contiene un perro”. Y si un colega propone que “…hay además un pingüino”, lo mirare-mos con extrañeza y, si argumenta “...pues esos animalitos me caen muy simpáticos”, se lo tomará por loco. Análogamente, la navaja de Ockham fue podando los modelos explicativos, que perdieron así deidades, revelaciones y milagros que, como el pingüino, resultaba que sobraban. Acabamos de ver la sorpresa de Napoleón cuando la navaja usada por Laplace había dejado a Dios fuera de la jugada.

Las personas que, de modo tácito o abierto, contribuyeron a crear el espacio laico, donde la ciencia habita, se ocuparon de las cosas que despertaban su interés y, sobre todo, prometían admitir una explica-ción racional a hechos y fenómenos que todo el mundo conocía. Se reunían en grupos que tenían un interés mutuo en exponer, demos-trar y explicar. También mantenían correspondencia entre ellos para comunicarse sus descubrimientos y avances en el estudio de la óptica, el clima, la geología, los animales o la matemática. Marin Mersenne (1588-1648) creó una red de corresponsales. Henry Oldenburg (1617-1677) hizo circular cartas que estaban escritas en varios idiomas eu-ropeos, que contenían noticias (“composiciones” o “artículos”) de lo

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que se iba aprendiendo. A partir de entonces, ya no fue tan necesario asistir a reuniones, lo cual tenía entonces mucha importancia pues era complicado viajar. Los experimentos tenían que ser redactados en la forma más clara, concisa y tan próxima a los datos observables como fuera posible, debido a que la credibilidad descansaba ahora en la posibilidad de que todo el mundo fuera capaz de repetirlos y confirmarlos. Aquellas costumbres dejaron su impronta, porque aun hoy los editores de las revistas científicas nos obligan a separar los resultados, es decir, lo que vimos, medimos, fotografiamos, pe-samos objetivamente, de la discusión en que opinamos sobre ellos y lo relacionamos con otros aportes que constan en la bibliografía. Aún se suponía que la religión era dueña de todas las respuestas e interpretaciones, de modo que cualquier pieza de conocimiento nue-va, producida y circulada fuera del control religioso, tenía sabor a heterodoxia o hasta herejía. Pero, puesto que los descubrimientos e interpretaciones no eran grandiosos sino que se referían a problemas circunscritos, se intercambiaban de un lugar a otro y todo mundo era libre de cerciorarse por sí mismo, creer lo que le gustara y proponer interpretaciones nuevas, la actividad de aquellos científicos era difícil de controlar y el “colegio invisible” y las academias fueron una suerte de guerra de guerrillas espontánea en contra del dogmatismo. Las autoridades religiosas no podían echarles el guante con facilidad, ni descubrir un cuerpo de pensamiento, una escuela o a una persona, a un “papa de la ciencia” contra quien luchar. Las Philosophical Tran­sactions de la Royal Society, publicado el 6 de marzo de 1665, decla-raba que todo estaba hecho para la gloria de Dios. Mas, por supuesto, el lema de la Royal Society, Nullius in verba que es una contracción de la frase de Horacio, nullius addictus iurare in verba magistri (“no te limites a jurar por la palabra de cualquier maestro”). “No confíe en las palabras, vea por usted mismo” no tranquilizaba en absoluto a los dogmáticos y autoritarios, mucho menos al alto clero.

Una serie de contribuciones aisladas ayudó considerablemente a sistematizar el conocimiento científico: el sistema métrico decimal propuesto por Simon Stevin (1548-1620); el establecimiento de un sistema internacional de pesos y medidas, impulsado por Charles Maurice de Talleyrand (1754-1838), después de la Revolución fran-

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cesa (1789-1799); la introducción de nuevos sistemas de medición que hicieron Pedro Nunes (1502-1578) y Pierre Vernier (1584-1638); la adopción de una notación decimal por Henry Briggs (1561-1630); la formulación de nuevas formas de clasificación de los organismos vivientes y la comparación de su anatomía y fisiología circulaban más como datos que como teorías. Para enfatizar ese “concentrarse en un problema circunscrito, concreto, independiente de sistemas de interpretación grandiosos”, mencionemos que Linneo, si bien de muchacho titubeó entre hacerse sacerdote o médico, cobró relevancia cuando se hizo empleado sueco destacado en los Países Bajos con el propósito de decidir sobre la calidad de las importación de productos de ultramar. Los comerciantes suecos querían que, cuando importa-ban, por ejemplo té, éste fuera té y no alguna otra hierba parecida. Era una suerte de Oficina de Normas y Control de Calidad. Carlos Linneo (1707-1778) se devanó los sesos para clasificar las plantas importadas, pero en cuanto dio con un sistema que le satisfizo siguió con todas las que llegaban a sus manos sin importar ahora de dónde provenían. Estas contribuciones hicieron las descripciones más pre-cisas, con lo que fue posible ofrecer normas más fáciles de aceptar y que, cuando dos sabios atribuían una propiedad a cierto vegetal, estuvieran seguros de que se estaban refiriendo a la misma planta. Por supuesto, los escándalos recrudecieron cuando estas comparaciones incluyeron al hombre como una “especie” más, cosa que ocurrió cuando Linneo incluyó al hombre como Homo sapiens en su sistema binario, a pesar de ser un firme creyente en Dios.

Gradualmente el “espacio laico” no se limitó a incluir sólo la realidad actual sino que también se extendió hacia un pasado in-creíblemente remoto. Los índices de enfriamiento de la Tierra y del depósito de sedimentos para formar estratos geológicos llevaron a la conclusión de que el universo era mucho más antiguo que los seis mil años calculados sumando las generaciones sucesivas listadas en la Biblia (Adán y Eva, Abel y Caín, Enoch, Irad, Mejuhael y así en adelante). La idea de que muchas especies habían habitado la Tierra a lo largo de millones de años y después se extinguieron y la comparación entre la taxonomía de organismos presentes y pasados sugirieron que las especies podrían no ser inmutables, esto es, las

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que vemos no fueron necesariamente las creadas por Dios durante el Génesis. El hecho de que estas especies incluyeran al hombre con-dujo a una nueva manera de interpretar el pasado bajo el término de prehistoria y dejaron a Adán, Eva y su Creador fuera de cualquiera concepción científica del mundo. Más adelante la prehistoria fue dividida en una Edad de Piedra, una Edad de Bronce y una Edad de Hierro en el curso de una evolución general. El hombre ya no fue estudiado por la teología, sino por una rama nueva de las ciencias naturales, hoy llamada antropología. Los hombres de ciencia no se quejaron airadamente acerca del hecho de que el hombre fuera ahora estudiado por las leyes que rigen el movimiento de los planetas, el flujo de los ríos, la combustión del carbón, la fisiología de las plantas y animales, los procesos eléctricos en una batería. Por el contrario, se aferraron a la estrategia de evitar hacer planes generales y dar demasiado peso al “significado” de todo esto.

La investigación: Un aparato gigantesco para proveer información y conocimientos a la ciencia y a la tecnología

Además del placer del descubrimiento y de la belleza de sistema-tizar el conocimiento per se, los científicos deseaban comprender la naturaleza con el fin de dominarla. Los beneficios prácticos resul-taban tan obvios que lo que en la actualidad constituye el Primer Mundo decidió no esperar más a que los científicos salieran de la tina gritando ¡eureka!, como se cuenta de Arquímedes, sino que empeza-ron a construir un aparato ad hoc, que hoy llamamos investigación. En la actualidad este aparato lo integran millones de investigadores, técnicos y empleados; miles de laboratorios, observatorios, estacio-nes marítimas, sondas interplanetarias, publicaciones, bibliotecas, congresos internacionales, redes de computadoras, becas de investi-gación e industrias que fabrican y ponen en el mercado recipientes de cristal calibrados, productos químicos puros, bombas centrífugas, espectrómetros y microscopios.

Entender mejoraba la calidad de la investigación porque posibi-litaba partir de una base más segura para hacer hipótesis y plantear

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búsquedas con más especificidad, métodos más refinados, tener res-puestas preparadas para el caso que se encontrara algo distinto a lo previsto. Pero también se sumó el ingenio, ingrediente históricamente inicial de la ciencia, que de ninguna manera había pasado de moda. Los ingeniosos hicieron calderas, locomotoras, telares, motores eléc-tricos, procedimientos químicos para fabricar tinturas y pinturas, sistemas de comunicación a distancia, al punto que se suele decir que fue más lo que las calderas enseñaron a la ciencia que lo que la ciencia les enseñó a las calderas. Acicateados por los buenos resultados de aplicar el cerebro a la solución de problemas, aparecieron los Watts, Morse, Faraday, Edison, Goodyear, cuya preparación académica era a veces inexistente. De pronto algunas de las universidades más pres-tigiosas diseñaron carreras de ingeniería, y los resultados y fortunas de inventores vueltos fabricantes o visionarios que financiaban a los ingeniosos llevaron a otras universidades a seguir el ejemplo. Las in-genierías se volvieron carreras académicas y brotaron como hongos en todas las universidades del Primer Mundo.

La ciencia: Un “organismo” nuevo e inmenso

Una sociedad autoritaria emplea sólo un cerebro, el del jefe. En cambio, en una sociedad democrática la ética permite el empleo de un organismo “suprahumano” integrado por todos los cerebros de la población. Aun más, la biología nos enseña que las poblaciones no constituyen réplicas idénticas de un arquetipo esencial; los cerebros que integran la red científica no son idénticos, sino que constituyen una población de cerebros –cada uno de ellos único– y su unión en paralelo ofrece posibilidades incomparablemente más ricas. De acuerdo con la analogía de Blaise Pascal, la ciencia es tan sistemática y comunicable que puede compararse al cerebro de una sola persona que aprende en forma continua e indefinida. Según como se la mire, la ciencia es un organismo más que humano.

Pero la ciencia no solamente forja modelos mentales que concuer-dan con la realidad en este momento, sino que por, así decir, confía en que van a concordar en el futuro, y esta capacidad de predicción

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refuerza la confianza que le tenemos. Baste un ejemplo. Para ver de qué están hecho los átomos y cuán elementales son las partículas que los forma, los físicos las hacen chocar a velocidades muy grandes que las vuelven añicos, como si se dispararan nueces o avellanas con ca-ñones contrapuestos. Desarrollaron formas de analizar estos añicos, que resultan ser partículas más elementales, muchas de las cuales a veces son para ellos nuevas: no las conocían. Hacia 1960 se conocían más de 200 partículas. Gell Man se dio a la tarea de ordenarlas, y de imaginar qué tipos de interacciones mantendrían juntas ciertos tipos de ellas, lo que a su vez implicaba suponer fuerzas y “corpori-zarlas” en nuevas partículas. Estas partículas se fueron encontrando con máquinas chocadoras cada vez más forzudas. Una de ellas, el llamado “top quark” fue un hueso duro de pelar. Si traigo a colación esta partícula tan rara es porque, a mi juicio, refleja hasta qué grado creen los científicos que el modelo mental de la ciencia coincide con la realidad. El top quark se encontró hacia 1993 en el Fermilab, pero oficialmente se tardó dos años más en reconocer que sí, era lo que se había estado buscando. En ese momento, se habían necesitado 18 años, requerido perfeccionamientos colosales en los aceleradores de partículas (el del Fermilab se llevó a 1,8 Tev) y refinamientos en los instrumentos de detección. El descubrimiento comportó el análisis de 16 millones de colisiones (nueces y castañas reventadas) de las cuales se identificó un puñado de colisiones de las que se andaban buscando (que dieran evidencia del bendito top quark). Sólo en el Fermilab el equipo de investigadores tenía 440 miembros (matemá-ticos, físicos, computólogos, ingenieros) de 35 instituciones, en una docena de países. Puede el lector imaginar los ejércitos de empleados administrativos, personal de limpieza, arquitectos que construyeron los edificios que se deben agregar a los físicos que encontraron el top quark. La teoría de por qué tiene que existir el top quark lleva resistiendo desde 1964 hasta ahora que escribo estas líneas (2008), 44 años. La evidencia experimental de que se encontró el buscado quark se mantiene desde 1995, o sea, 13 años. Huelga decir que toda esa búsqueda costó millones y millones de dólares, aportados por gobiernos que confiaban en sus científicos. Para no seguir insistiendo, digamos que ni siquiera así la física se va a largar a afirmar que “es

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cierto, existe un top quark”. Pero prueba de que no hay físico que no lo crea, es que ahora se está usando lo aprendido para investigar si las diversas fuerzas fundamentales son quizá manifestaciones de una sola fuerza, que va cambiando de conducta de acuerdo con las circunstancias en que se la investiga.

Modulando lo que acabamos de decir

Tras este vertiginoso recorrido de 3.500 millones de años de evo-lución hasta la ciencia moderna, resulta apropiado hacer algunos comentarios precautorios.

La división entre investigadores, epistemólogos y científicos es engañosa. Simplemente no es cierto que los científicos puedan ser divididos en investigadores que recogen datos, como si desconocieran para qué, en científicos, que esperan para interpretar y sistematizar la información que les va llegando, y en epistemólogos que actúan como agentes aduaneros. Lo habitual es que cada uno desempeñe los diferentes papeles, puesto que nadie comienza a medir parámetros y variables sin disponer de una estructura conceptual, careciendo de experiencia en los métodos y procedimientos, y sin ir calculando si el trabajo ya toma el estado de artículo publicable que ayudará a conseguir apoyo económico y promociones.

El progreso en el Primer Mundo no se redujo a la incorporación de aparatos mecánicos y procedimientos en una sociedad que con-servaba su antigua cosmovisión

Los libros y las revistas dirigidas al público juvenil tienden a dar la impresión de que la ciencia y la tecnología sólo inyectaron infor-mación y artefactos en una sociedad que conservaba una concepción mística y mágica de la realidad. No es así, la va cambiando. Tampoco podemos proceder como si cierto día, a cierta hora, todos los habi-tantes de la Tierra se dieron por enterados de que nuestro planeta gira alrededor del Sol o se pusieron de acuerdo en adoptar la clasifi-cación binomial de los organismos. Las diversas sociedades muestran una gama muy variada de conocimientos, maneras de interpretar y creencias. Hoy hay gente, pueblos enteros, que siguen interpretando

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la realidad sobre la base del animismo, politeísmo o monoteísmo. La ciencia cambió la idea que los seres humanos tenían de sí mismos, del universo, de los animales, de las plantas, del género, de las razas y de las enfermedades. Demostró que los reyes no tienen sangre azul ni fueron escogidos por Dios, y los sacerdotes no son pastores que guían a la gente como si se tratara de ovejas. De hecho, esta situa-ción ha sido totalmente invertida y, en la actualidad, sugerir que los ciudadanos actúan como ovejas –como afirman los sacerdotes– no se refiere ya a una virtud, sino que implica denostarlos por mansos, estúpidos, tímidos, indefensos y sumisos. Las sociedades emplearon, en consecuencia, la ciencia para estudiar la naturaleza del Estado, el poder, las relaciones sociales, el trabajo, el dinero, la justicia. Los dioses comenzaron a morir a fuerza de explicaciones. Nadie se tomó el trabajo de enviarle una nota de cesantía a Vulcano, ni aconsejarle a san Roque que vacunara a su perro.

Entonces, ¿qué es la ciencia?

Hacia fines del siglo xviii y, sobre todo, en el xix la ciencia ya tenía conocimientos de épocas remotas, advirtió que había habido grandes cambios y que hay procesos, y aprendió a estudiar los siste-mas dinámicos, cuya variable principal es el tiempo. Pero sólo podía entender los sistemas cuando, en sus pruebas de laboratorio, permitía que variara una condición por vez. ¿Cuál es la fuerza conductora de un flujo de calor? ¿Cuál es la que conduce la corriente eléctrica? Pero los sistemas de la realidad no funcionan de ese modo, sino que todas las variables pueden actuar simultáneamente y el sistema en estudio no siempre se puede aislar de su contexto. ¿Entonces, resultó un bo-chinche imposible de entender?

No, para nada; en nuestros días la tendencia científica más nueva en cuestión de modelado son los sistemas complejos (SC), de los cuales me limitaré a mencionar aquellas características salientes que tienen que ver con los argumentos que estoy exponiendo. Se trata de sistemas que tienen una multitud de componentes de naturaleza distinta. Por ejemplo, el reloj de la catedral de Estrasburgo muestra

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la hora civil, la hora sidérea, la hora solar local, la lunar, el nombre del santo que se festeja en ese día y algunas festividades religiosas. Además tiene un globo celeste al frente que marca la posición de cin-co mil estrellas, la posición de los seis planetas interiores y las fases de la Luna. Y, sin embargo, no se considera complejo sino solamente complicado, debido a que puede ser descrito en función de una sola disciplina: la mecánica. Por el contrario, para estudiar la salud, es necesario tener en cuenta disciplinas distintas que estudian el nivel de conocimiento médico, la economía, la religión, las tendencias políti-cas, gremiales, educativas. La salud es entonces un sistema complejo, como lo es la educación, la política, la meteorología, las migracio-nes. La ciencia es compleja, porque la descripción de sus múltiples componentes necesita de una variedad de disciplinas (epistemología, sociología, psicología, economía, ideología, etcétera).

El ideal de los estudios científicos es encontrar la causa o la razón (¿por qué fluye agua en un tubo?), y si conoce una causa quiere saber cuál es el efecto que produce (¿qué sucede si aumento la presión del agua en un extremo?). En cambio, en un SC un efecto suele deberse a una multitud de causas y, al revés, una causa tiene una multitud de efectos. En un SC los procesos no son lineales. Por “lineal” quiero de-cir, por ejemplo, que si diez obreros hacen una casa en un año, veinte la hacen en seis meses, y cuarenta en tres. Por “no lineal” reconozco, en cambio, que sobre esa base no podría concluir que varios millo-nes de obreros la harían en unos segundos. Además, la competencia estimula el trabajo, pero demasiada competencia deteriora la coope-ración y puede provocar que se haga trampa. El rigor perfecciona los modelos y los procedimientos y minimiza los errores, mas el miedo excesivo a la ambigüedad acaba castrando la originalidad. Los SC progresan a través de crisis, tras las cuales los sistemas adoptan una estructura nueva y funcionan en forma diferente. Para ayudarnos. recordemos que un sistema tan simple como el vapor de agua, al enfriarlo pasa a ser agua y obedecer las leyes de la hidrodinámica, si lo seguimos enfriando se congelará, y ya para entender un cascote de hielo deberemos cambiar nuestro instrumental y enfoque teórico. La introducción de la teoría de la evolución y de la relatividad, los estu-dios acerca de la estructura del átomo y del modelo del ADN, y las

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computadoras no pueden ser descritos como simples novedades que siguen llanamente las tendencias previas. Los SC tienden a estructu-rarse en niveles jerárquicos, donde cada uno de ellos sigue su propia dinámica. La forma de trabajar de un grupo de cuatro científicos en un laboratorio no se desarrolla con dinámicas y normas iguales a la de todo un departamento, toda una universidad ni toda la ciencia de un país. La descripción de cada nivel requiere de lenguajes, reglas y disciplinas distintos. Aparecen fenómenos emergentes, es decir, que no se hubieran podido predecir con la base de las propiedades de los niveles inferiores. Los SC interactúan fuertemente con el medio. La interacción de la ciencia con la cultura, la religión, la educación y la industria habla de esta característica.

Resulta obvio, entonces, que la conducta total de un SC no es la suma simple de la conducta de sus partes como se llegaría a creer cuando se estudian, en forma fragmentaria, separadas y luego se tratan de integrar. El cloro es un gas venenoso verde amarillento y el sodio un metal suave de color blanco plateado, sin embargo, difí-cilmente podría uno predecir que, juntos, van a tener gusto salado. De la misma manera, un grupo de científicos no funciona del mismo modo que la suma de sus colegas previamente separados.

Dada esta complejidad, la gente tiende a describir la ciencia de acuerdo con la faceta en la que está interesada o a la que decide pres-tar atención. Tampoco sorprende que la gente dé por sentado que la ciencia y la investigación son exactamente la misma cosa.

Adenda I: ¿Y si la razón nos hiciera menos capaces?

Yo no lo creo, pero ahí están los “idiotas sabios”. Se trata de personas con capacidades mentales realmente extraordinarias. Por ejemplo, calculan mentalmente, en un segundo, la raíz cúbica de un número de once cifras, o se les pregunta qué día de la semana cayó el 10 de marzo de 1693 y responden satisfactoriamente o miran fu-gazmente una enorme manada y dicen “hay 578 ovejas”. Cuando se somete a estas personas a estudios rigurosos, es decir, se descarta la patraña, se suele constatar que se trata de individuos poco inteligen-tes; de ahí que se los llame “idiotas sabios”. Todo sucede como si el

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director general de una empresa estuviera ausente, tomara el mando un subalterno e hiciera algo genial. Se tiende a interpretar que en el caso del idiota sabio el “director general” es la razón y el subalter-no el Doppelgänger. Como ya dije, nuestro cerebro realiza procesos metafóricos, metonímicos, desplazamientos, pone varios módulos mentales a trabajar en paralelo, pero cuando exigimos argumentos toma el mando la razón… que ya no resulta tan genial. Por ahí, es probable que, en la medida en que se deje de reprimir el inconsciente, por ejemplo, cuando un visitante se pone a sus anchas o un grupo se pone a contar chistes sin por eso caer en la locura, surjirá una capa-cidad mental más poderosa.

Adenda II: La femme cherche

Con su famoso “cherchez la femme”, Alejandro Dumas recomen-dó que para resolver ciertos intríngulis hay que buscar a la mujer im-plicada, y comenzar a caminar desde ahí hacia la verdad. Concuerdo y agrego que hoy se camina más fácilmente que en los días de Dumas, porque la interpretación científica de la realidad va derrumbando prejuicios que por milenios satanizaron y mantuvieron sojuzgada a la mujer (por ejemplo: la impureza de su menstruación, la ofensiva sacralización de su virginidad, su supuesta inferioridad intelectual, su impertinente aspiración a hablar en asambleas y votar). La ciencia va acabando con la patraña habitual de dificultar el acceso de la mujer a la educación, a la vida cívica, académica y científica, y a continuación tomar esa desaparición que se le impone como “prueba” de que es incapaz de destacar en ellas. Hoy el progreso biológico y cognitivo del Homo sapiens me lleva a sospechar que la mujer no va en vías de “igualar” al hombre, sino de superarlo.

Volvamos a aquello de que, por razones antropológicas asociadas con la bipedestación, la evolución de la hembra humana la ha llevado a dar a luz un bebé inmaduro que necesita completar sus circuitos neuronales durante la crianza, dependiendo de que se lo toque, se le cante, se le expliquen cosas, aunque por el momento no las pueda entender, y se le “carguen” en el cerebro programas educativos (para usar un símil computacional), que le permitirán hablar en castellano,

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turco o guaraní, usar tenedor o palillos chinos. De lo contrario, será sordomudo, abúlico, esquizoide, hasta idiota, no se desarrollará su sistema inmunológico ni lo defenderá de microorganismos que son casi inofensivos para un chico normal.

La madre humana ha venido evolucionando y siendo seleccio-nada para entenderse con criaturas de meses, con quienes la comu-nicación racional todavía no es posible y ni siquiera tiene lenguaje oral. Más aún, la madre interpreta el contenido real de los mensajes infantiles, incluso cuando el niño manifieste algo completamente distinto. De pronto, el bebé parece no tener más apetito, pero la madre interpreta que quiere ir a jugar con el perro, llama al ani-mal, juegan un rato y “negocian” que el bebé continúe comiendo. Ambos mantienen largas “conversaciones”, acompañadas de cari-cias, cosquillas, canturreos, besos, chistes, carcajadas, acrobacias. Hoy la ciencia está demostrando que hay entre ellos sincronías de ritmos, intercambios de olores, sonidos, señales táctiles y sonrisas que se trasmiten y procesan, incluso, mientras ambos duermen. Filmaciones a lo largo de toda una noche muestran una coreografía asombrosa, en que el bebé llega a ubicar el pezón y mamar sin que ninguno de los dos despierte. La neurobiología está desentrañando el procesamiento cerebral de esas actividades. Todos conocemos el llanto y la vehemente protesta del bebé confinado a dormir en una habitación distinta de la materna, pues equivale a dejar nuestro teléfono móvil fuera de su base.

Las investigadoras

A veces no resulta fácil colaborar entre colegas masculinos, pues no nos basta con alcanzar soluciones, cada uno quiere arribar prime-ro. El autoritarismo es también miserablemente ineficiente, ya que en un sistema autoritario sólo funciona un cerebro, el del jefe, en cambio en un sistema democrático trabajan acoplados en paralelo todos los cerebros disponibles como si se tratara de una red de computadoras. En este sentido, la ética machista ha resultado ser chapuceramente costosa, pues ha suprimido por milenios la mitad de los cerebros de toda la humanidad: los de las mujeres.

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Para poder crear ideas originales, nuestras protoideas tienen que armonizar y ser acoplables con los segmentos aportados por el resto del grupo. Los antiguos hablaban de “concordar” que, literalmente, significa “poner en sintonía los corazones”. Con la incorporación de la mujer, la ciencia gana en fluidez y maneja con más versatilidad los contenidos inconscientes. Como en el caso del bebé, se rescata lo que alguien quiso decir, aunque no lo haya logrado expresar taxativa-mente, pero contiene así y todo el germen de una idea fértil. Semanas después de que a uno le abollaron una propuesta, una colega nos puede detener en un pasillo con un “me quedé pensando en tu idea” (no se la apropia), y nos corrige o deshace inexorablemente nuestro error, pero con una gracia que no hiere, o ha encontrado en la biblio-grafía un hecho que encaja con la hipótesis que veníamos forjando. Es menos propensa a los autoritarismos machistas y ayuda a disolverlos. Su voz no es un mero vehículo de áridos enunciados formales, pues tiene entonaciones y matices que, vaya uno a saber de qué manera, enhebran protorrazonamientos, ofertas de colaboraciones, llamados a la cordura. ¡Es capaz de argumentar con sonrisas!

El varón tiene un cuerpo muscularmente más poderoso que el de ella y ha recurrido regularmente a su fuerza bruta. Ya he mencionado que se aprovechó de su autoridad para vedar el acceso de la mujer a la educación académica y a parlamentos, incluso cuando se legislaba sobre ellas, y las violó por segunda vez negándoles el derecho de dis-poner de su propio cuerpo. Aun hoy, los arqueólogos y antropólogos siguen con su acendrada costumbre de atribuir todo adelanto civili-zatorio exclusivamente al hombre, como si la evolución de la mujer no hubiera contado.1 Con ironía, algunos sociólogos siguen “demos-trando” la inferioridad mental de la mujer mediante la confección de listas de grandes sabios de la historia o enumerando los premios Nobel obtenidos por investigadores y literatos, músicos, pintores y escultores del sexo masculino y comparándolos con los de las mujeres en épocas en que éstas no tenían acceso a la ciencia profesional ni a la expresión artística.

1 J. M. Adovasio, O. Soffer y J. Page: The Invisible Sex. Harper-Collins, Nueva York, 2007.

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La mujer y el hombre se han generado mutuamente

La selección natural es complementada por una selección sexual. Porque la hembra del pavo real escoge machos de cola inmensa y di-bujos coloreados, su descendencia irá exhibiendo una cola cada vez más amplia y exuberante. Porque a las hembras de ciertas especies de patos les atrae el largo de su pene, el del pequeño pato oxyura vittata mide 22 centímetros, que resulta ser más largo que su propio cuerpo (lo que no alcanzo a imaginar es cómo lo usa. Durante el coito deben de parecer una gasolinera). Durante largos períodos, sea porque la mujer eligió un forzudo astuto o bien porque este atleta mató a sus competidores a garrotazos para disputarle esas hembras genitalmen-te dotadas, el humano fue acentuando el dimorfismo sexual que nos caracteriza. A lo largo y ancho del planeta se encuentran esculturitas de mujeres que muestran que ellas, a su vez, fueron haciéndose pechu-gonas, de anchas caderas y de exuberantes formas. Si bien algunas fueron modeladas por humanos de hace veinte o treinta mil años, son irónicamente los arqueólogos y antropólogos mo-der-nos quie-nes las han denominado: Venus Willendorf, Turkish Beauty, mujeres bonitas de Tlatilco.

Para tratar ahora el próximo tema necesito introducir un concep-to fisicoquímico, la restricción. Consiste en disminuir los grados de libertad de un sistema. A priori, diríamos que la disminución de los grados de libertad de un sistema lo limita y perjudica; no es así. En lugar de largas digresiones teóricas lo describiré por medio de algunos ejemplos familiares. Una parra tiene demasiados grados de libertad y jamás alcanzará una pérgola ubicada a tres metros del piso; pero si le restringimos los grados de libertad atando el tallo a una caña, trepará hasta alcanzarla. Un reloj con demasiadas restric-ciones se detiene; con muy pocas, marca cualquier cosa, pero con las restricciones adecuadas señalará la hora justa.

Una situación todavía difícil de entender son las autorrestriccio-nes. Así, las fibras cardíacas aisladas tienen demasiados grados de libertad, pero cuando se integran formando un corazón se restringen entre ellas y ensamblan un órgano que late rítmicamente. Sabido es que todas nuestras células somáticas tienen exactamente la misma

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dotación de genes. Las células de la retina “saben” hacer insulina y las del páncreas, rodopsina, pero no la hacen porque están res-tringidas, simplemente no pueden leer los genes que “no deben”. La restricción selectiva y programada de los genes hace, entonces, que nuestros cuerpos no se conviertan en una masa de trillones de células somáticas idénticas, sino que haya leucocitos, hepatocitos, condorci-tos, neuronas, osteocitos, etcétera.

Así, pues, vemos que las restricciones pueden ser ventajosas o adversas, surgir como autorrestricciones o impuestas por un opera-dor externo. Podemos asociarlas ahora con restricciones aplicadas con vendajes a los pies de una niña china para que éstos no crezcan normalmente, sino que adopten la forma de flor de loto; a la cas-tración de terneros para que no se conviertan en toros bravos, sino en mansos bueyes que tiren del arado o produzcan un vacuno con carnes más tiernas. De la misma forma, la educación puede producir un musculoso guerrero, un levantador de pesas, un sumiso tenedor de libros, un caballo de salto, un forzudo percherón o un padrillo para procrear caballos de carrera, vacas lecheras, eunucos para cui-dar serrallos.

Con la enseñanza que emana de estos párrafos entendemos que, si bien la hembra humana vino al mundo biológicamente dotada para ejercer ciertas funciones (procrear y criar a un infante), ha sido objeto de una multitud de restricciones naturales y artificiales, cons-cientes e inconscientes, como que no hable en público en el templo, que no ingrese en la universidad, que sólo copule con su marido, que no tenga pies normales, que no goce sexualmente (en el caso de la extirpación del clítoris y de los labios vaginales), que se prostituya y aporte dinero.

Como resultado de ese uso polimorfo de las restricciones, el ser humano ha producido una mujer con unas cualidades insospechadas para llevar a niveles más altos el atributo humano de interpretar la realidad en que vivimos. Preveo que sus aportes fundamentales y es-pecíficos serán que: (i) así como los griegos generaron una urdimbre de razonamiento, que fue fundamental para el manejo consciente de la información, la mujer le agregará el manejo de un valioso tramo inconsciente, que es mucho más profundo, pues puede tomarlo desde

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etapas más tempranas del proceso creativo mental; (ii) en la primera etapa del proceso científico, éste fue elaborado por individuos como Pitágoras, Arquímedes, Galileo, Newton, Lamarck, Darwin, Pas-teur, Einstein, Planck, quienes trabajaron en forma esencialmente aislada; ahora el individuo está siendo reemplazado por el equipo multidisciplinario, a tal punto que algunos literatos fantasean que el próximo paso evolutivo humano será el grupal.2 Con el ingreso de la mujer, la producción científica se encamina a un equipo capaz de combinarse en un nivel más creativo, imbuido de un espíritu que por ahora sólo tiene la mujer.

La hora de la mujer

Hoy los objetos no se acarrean a hombros, la guerra no depende del músculo, las computadoras no reconocen el género de quienes las operan, los proyectos científicos no se benefician con monopo-lios autoritarios. De hecho, aunque la ciencia no tiene una ética in-trínseca, al ir eliminando todo fundamento racional a los prejuicios ancestrales, ha hecho en un par de siglos mucho más por la mujer que milenios de pasiones asimétricas, discriminaciones religiosas y promesas huecas en campañas electorales. No estoy afirmando que el cambio habrá de ser fácil, pero advierto cierto paralelismo entre el desarrollo de la ciencia y la liberación de la mujer.

Por fortuna, desde el punto de vista biológico y mental, los hom-bres y las mujeres no vamos en vías de ser iguales, pero sí com-plementarios, gloriosamente complementarios. En la actualidad, el trabajo científico tiende a ser hecho en equipos, donde los miembros tampoco son exactamente iguales, sino expertos en distintas disci-plinas, de diversas edades, con distinto grado de formación, distin-tas dimensiones estéticas, penetración y manejo inconsciente. Una mujer que es capaz de usar no sólo la herramienta racional, sino de interpretar de modo natural una variedad de procesos inconscientes, más cercanos al manantial de las ideas originales de donde surge la

2 En su More Than Human, Theodore Sturgeon describe un grupo humano ficticio en el que los distintos integrantes suman sus cualidades individuales.

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creación, aunque lo haga intuitivamente, puede estar llamada a ser una investigadora mucho más eficaz que el varón. Espero que cuando llegue ese momento no se le dé por discriminarnos.

Adenda III: Dos accidentes humanos

Todo este libro toma al ser humano, su cultura, su ciencia y el cos-mos que habita como productos naturales de la evolución, a la que en su último tramo (un tercio del tiempo desde el big bang) le brotó una rama paralela biológica. Esto me obliga a ir introduciendo pequeñísi-mas dosis de conocimiento sobre la evolución, lo más pequeñas que pueda para no fastidiar ni desviar la atención. Con todo, hay un par de hechos de la evolución del ser humano, que los narro aquí como meros detalles, sobre los que el lector puede encontrar útil meditar.

En la evolución hay pocas cosas más graves que ser seleccionado por un atributo y una circunstancia, y luego tener que desempeñar-se en una situación distinta. Para una analogía fácil, imaginemos que hemos sido seleccionados como ajedrecistas y, cuando llegamos a la olimpíada, supuestamente de ajedrez, nos entregan una garrocha para que saltemos o una pesa para levantar.

Primer detalle: Nuestros antepasados fueron seleccionados como animales de selvas y bosques, y de pronto los cambios climáticos lo obligaron a vivir en la pradera. Podría haberse extinguido, pero, co-mo vimos, desarrolló atributos especiales (el desarrollo del sentido y la flecha temporal, la capacidad de anticipar, la bipedestación, el na-cer prematuramente con un cerebro muy influenciable por la crianza y la cultura)…, y se salvó.

Segundo detalle: Nuestros antepasados han vivido entre el 90 al 95 por ciento de su existencia como Homo sapiens en una situación (Edad de Piedra) en la que fueron cazadores nómadas que vivían en grupitos pequeños (40 a 50 personas), donde un individuo conocía a “todo el mundo” y todo el mundo lo conocía a él, a su familia, sus dotes, sus apetitos, sus necesidades, donde él conocía la cara de quie-nes tomaban decisiones sobre su vida y la sociedad conocía la cara de quienes estaban tomando decisiones sobre cualquier compañero. Él llegaba a saber todo lo que conocía su sociedad. La Revolución

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agraria (hace unos diez mil años) lo fue sometiendo a vivir en una sociedad cada vez más grande, en la que dejó de ser conocido por todo el mundo, de conocer a todo el mundo y de saber todo lo que sabía su sociedad. Las normas que debe acatar no están hechas a su medida. Hoy una persona puede ser dejada cesante por una decisión tomada en otro país por una computadora en las oficinas centrales de su empresa, que puede quedar en otro país u otro continente. La mayoría de las personas no lo conocen, no hablan su idioma, no tienen su misma religión y él tiene que adaptarse a normas que no siempre se adecuan a sus gustos y necesidades. Aparece un Otro muy especial, que puede asaltarlo, violarlo, matarlo, dejar que muera de hambre o engañarlo.3 Así como quien fue seleccionado por sus dotes de ajedrecista puede ser un anciano alfeñique que debe tratar ahora de saltar en garrocha o levantar una pesa de 150 kilos, nosotros so-mos hombres y mujeres de la Edad de Piedra, que viven en ciudades, trabajan en hospitales y vuelan a diez mil metros del suelo.

3 M. Cereijido: Hacia una teoría general sobre los hijos de puta. Gedisa, Buenos Aires, 2009.

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Capítulo 2

Los modelos interpretativos basados en la religión son, por supuesto, los usados por la

casi totalidad de la población humana

“Good people will do good things, and bad people will do bad things. But for good people to do bad things – that takes religion.”

Steven Weinberg

¡Que ironía!, el modelo mental más reciente, avanzado y eficaz que tenemos para interpretar conscientemente la realidad es una cien-cia moderna que se abstiene de recurrir a variables místicas, pero ha sido generada por gente que creía en ellas. Puesto de otra forma: la ciencia moderna es un producto de la religión, punto de vista fácil de admitir con sólo recordar que Descartes, Newton, Linneo, Lyell y Darwin daban por sentado que Dios había creado el universo e impuesto las leyes que lo rigen.

Un mundo lleno de señales

Cierta vez conversaba sobre la nada con el escultor argentino Li-bero Badii, a propósito de una pieza que él acababa de hacer. “Donde no hay nada… no hay nada”, dijo expandiendo sus brazos, como queriendo decir: “¡A quién se le ocurriría negarlo!”. Tomé entonces su radio portátil, que estaba en un rincón de su ordenadísimo estu-dio, la encendí, la ubique en medio de esa “nada” que Badii había abarcado y le fui haciendo escuchar breves fragmentos de un bole-tín informativo, un noticiero del Mercado de Hacienda de Liniers, un tango, una señora que daba recetas de cocina, una propaganda

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comercial… “Esta nada –le aseguré– está pletórica de señales que nosotros no podemos captar, pero la radio sí.” Pero hay otras señales que ni ella ni nosotros podemos captar, porque hacen falta un radio-telescopio, un gato capaz de captar con su nariz el olor de la carne, un potro capaz de detectar las feromonas que exhala una yegua en celo o la nariz de un químico que diría que “han dejado destapado el frasco de ninhidrina”. Y no necesité abundar con rayos cósmicos, radiaciones infrarrojas y ultravioletas. ¿Por qué no las captamos? Porque no hicieron falta para que nuestra especie sobreviviera. A la selección natural le bastó seleccionarnos como Homo sapiens que oímos, vemos, olemos, tocamos, degustamos, somos sensibles a la temperatura. Por ahí, si el captar moscas al vuelo, como hacen los murciélagos, nos hubiera servido de algo, tendríamos también sonar o podríamos olfatear una gota de sangre en el mar a cincuenta metros como hacen los tiburones; pero se ve que no hizo falta.

Pero el párrafo anterior encierra una imprecisión: oír, ver, oler, sentir al tacto, gustar, captar la temperatura son sentidos predomi-nantemente inconscientes, que de pronto pueden transformarse en conscientes a voluntad cuando una mujer llega a preguntarnos: “¿Te gusta mi nuevo perfume?” o “me parece que nuestro hijo tiene fie­bre; tócale la frente”, sobre todo cuando se intensifica la señal o denota algún peligro y conviene que decidamos qué hacer: “Algo se está quemando; a ver…, silencio, me parece que tocan el timbre; huelo a gas…, debe de haber una fuga”. Cada día la ciencia entien-de que debe de haber tales y cuales señales, las cuales no captamos conscientemente, las busca o, mejor dicho, construye aparatos ad hoc para captarlas y…, ¡ahí están!

Con todo este palabrerío quisiera señalar dos cosas. La primera es que con la información que las señales provenientes de la realidad-de-ahí-afuera aportan a nuestros sentidos, la mente produce modelos imaginarios dentro de nuestra propia cabeza. Sentimos mucho cariño por estos modelos mentales, porque son los que usábamos antes de dormir cuando comenzaban a relatarnos el “había una vez una niña cuya abuelita vivía del otro lado del bosque…”, y ahí nomás produ-cíamos una chiquilla, un bosque mental, una casa lejana habitada por una abuela y las íbamos complementando y haciendo pasar por

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las peripecias de la narración: una caperucita roja, una canastita, cierta desobediencia, un lobo capaz de hablar, a quien aceptábamos sin conflicto intelectual alguno.

Esa suerte de endo-televisor otorga ventajas, porque nos permi-te imaginar alternativas peligrosas para evitarlas y oportunidades promisorias para aprovecharlas (“no vayas por el camino del bos­que”). Esa capacidad de escoger nos hace extremadamente eficaces. La gente que por herencia biológica o transmisión educativa puede dotarse de nuevos y mejores televisores mentales imagina mejor, evita más contingencias peligrosas y aprovecha más oportunidades. Van perfeccionándose nuevos modelos, cada vez más versátiles y pode-rosos.

Nuestra conducta está fuertemente influida por señales de la rea-lidad que por momentos nos obligan a hacer cosas sin que medie ne-cesariamente nuestra comprensión ni nuestra ética. Recordemos que, dijeran lo que hubieren dicho en su momento los sesudos estadistas y estrategas militares, muchas campañas y guerras de la antigüedad han estado motivadas, en último término, por el acceso a la sal y al agua potable. El cloro y el sodio son de absoluta necesidad para mantenernos vivos, sin embargo eran dos elementos absolutamente desconocidos en época de los romanos. No importa: así y todo sabían que era imprescindible darle un salarium a sus militares. El hambre, la simple y terrible hambre, ha provocado rebeliones de andrajosos, motines de prisioneros, caída de reinos, ataques, invasiones y, en ocasiones, ha presionado la moral a tal punto que el ser humano ha llegado a comer carne de sus propios camaradas que acababan de fallecer. Para cuando hubo filósofos que se pusieran a meditar sobre la ética, su biología ya había recorrido caminos muy largos, arcanos e irreversibles.

Ya me he referido también a que hemos sido seleccionados por ser creyentes. Con base en esta capacidad tragamos las píldoras con cloranfenicol o indometacina recetadas por el médico, cuya farmaco-dinamia desconocemos o le permitimos –le pagamos para ello– que abra nuestra barriga y nos corte medio metro de intestino; él sabe, nosotros creemos y confiamos (“fiamos-con”, tenemos fe).

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¿Qué hemos hecho con esas creencias? Una flecha que apunta a la muerte

Cuando leemos las obras de Edgard B. Tylor, James G. Frazer, Sigmund Freud, Émile Durkheim, Edgard E. Evans-Pritchard y Mir-cea Eliade, admiramos los profundos esfuerzos de estos pioneros que, para entender por qué y cómo fueron apareciendo tantísimos modelos místicos, anduvieron recorriendo las comarcas más remo-tas, hambrientas y desarrapadas de la Tierra, porque consideraban que estaban visitando pueblos primitivos, o sea, daban por sentado que lo que veían era una biopsia de cómo hemos sido nosotros –los que hemos ido a una universidad– hace diez o veinte mil años. He aprendido de ellos, pero luego mi entrenamiento en evolución me ha ido pintando un escenario un tanto distinto de cómo habrán nacido y siguen naciendo las religiones. En este libro no necesito la descripción de las religiones que hacen sus propios adeptos. No me interesa tanto qué creen los obispos, cuanto por qué llegaron a creer de ese modo… y por qué razón se mantienen en sus trece.

Espero que el lector recuerde aquí la analogía de los tres ajedrecis-tas. Llegó un momento en el que el largo de “la flecha temporal” que dominaban los Homo sapiens, así seleccionados, se hizo suficiente-mente larga como para permitirles percatarse que había un futuro en el que habrían de estar muertos. Viendo al carnicero meterse entre las ovejas a coger una y carnearla y, advirtiendo que las otras simplemen-te se corren a un costado y siguen pastando, uno se siente autorizado a suponer que esos bichos carecen de una flecha temporal que les permita hacerse el modelo: “¿Y qué tal si mañana me mata a mi?”. Como el ser humano sí puede extrapolar, pero no sabe absolutamente nada de la suerte que le espera, la muerte se constituye en la mayor de todas las ignorancias; es justamente en ese momento en que falla la herramienta evolutiva por excelencia del ser humano, conocer, pues resulta inútil para resolver esa tiniebla. La muerte nos sume entonces en la más negra de las angustias. Pero aquí sale a relucir otro atributo: el de ser creyentes. La sociedad puede ahora calmar estas angustias con “explicaciones” que han venido desarrollando las religiones (“si cumples estos preceptos y ritos vas al cielo, de lo contrario…”), con las que logramos mitigar la terrible zozobra que causa la muerte.

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Nuestro organismo y el de las ratas y de los monos funcionan en forma muy parecida cuando reaccionan con disgusto, temor, compasión, apetitos sexuales. Estas reacciones influyen para darle forma tanto a sus decisiones como a las nuestras; es más, dependen de las mismas estructuras cerebrales y de los mismos mediadores si-nápticos; de manera que nuestras reacciones no reflejan únicamente nuestra cultura. Hay entonces una filogenia sensorial, semejante al desarrollo de las patas, aletas, alas, cola. Como hemos visto, hasta los mismos monitos y gansitos dependen de figuras protectoras, alimen-tadoras, que, en general, cumplen los padres, pero que hasta pueden ser sustituidos por muñecas de trapo y zoólogos desplazándose en cuclillas (el famoso caso de Konrad Lorenz).

Por eso ciertos campos de la mística y las creencias están siendo invadidos por neurobiólogos que relacionan los efectos producidos por alucinógenos, usados ceremonialmente, con figuras grabadas en las paredes de edificios neolíticos, con experiencias mentales de pacientes rescatados del borde mismo de la muerte. Los científicos llegan a hacer experimentos, entre los cuales recordamos los monitos que “creen” (o lo que en los monos equivalga a creer) que tienen un “personaje cuidador” y “proveedor de alimentos” al que acuden con premura en cuanto algo los asusta. Los manicomios están poblados con pacientes que oyen revelaciones, ven aparecer deidades y se ase-mejan en mucho a personajes a los que antes se subía a los altares y a quienes aún se les acredita la capacidad de conseguir empleo, novios, curar enfermedades. Y así como a fuerza de estudiar los cie-los, los científicos acabaron con una suerte de historia natural de las estrellas, conociendo la evolución de conductas animales, creencias ancestrales humanas, religiones y relaciones con el poder, los antro-pólogos, arqueólogos y neuropsicólogos van dibujando una historia natural del misticismo y de las religiones.

Surge algo que aún no entendemos y que llamamos “sentido”. Cuando era instructor de aquella cátedra de Fisiología que me desvió de ser médico a convertirme en un investigador profesional, solía tomar un sapo, acostarlo cuidadosamente sobre el lomo hasta que en segundos el bicho quedara atónito con sus patas tiesas en el aire. ¡Después de millones y millones de años, el medio (yo) lo sometía a

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un mundo incomprensible, una realidad invertida a la que su cerebro no le encontraba el menor sentido! Se quedaba pasmado hasta que le tocaba una pata y el bicho se decía “hacia ese costado encuentro apoyo, saltemos” y, ¡sorpresa!, se enderezaba. También los hombres primitivos iban encontrando alternativas, entre las cuales aparecían por ahí algunas a las que no le encontraban el menor sentido, hasta que se veían tentados a hacer suposiciones portentosas, digamos, por ejemplo, que existían deidades. Y entonces se ponían a generar dioses y demonios, como cuando de niños imaginábamos lobos feroces y dragones que echaban fuego por sus fauces. Con el paso de las gene-raciones esa manera de modelizar fue evolucionando, hasta que de pronto surgió una nueva manera de interpretar, la ciencia moderna que prescinde de los dioses, no los usa, no les atribuye papel alguno en sus explicaciones, prefiere modelos laicos. El drama deriva de que sólo unas pocas personas (los científicos) han podido acceder a la última etapa o quizá sería preferible decir “nivel”.

Cuando por fin aparece la consciencia sobre la faz de la Tierra, el ser humano constata que su capacidad de crear montañas, soles, estrellas, pájaros y monos es nula, de modo que es natural que cuan-do la sociedad le asevere que los ha creado Dios lo acepte sin chistar. Es más, acaso ni siquiera necesitan decirlo formalmente, porque, como venía diciendo, la cultura está impregnada, es una argamasa de fantasías místicas, y la noción andará flotando por todos lados, adoptando mil formas distintas, y él las va a incorporar como la degluten los niños: por el contexto y sin siquiera percatarse. Luego, aceptar que un modelo mental y la-realidad-de-ahí-afuera son dos cosas correlacionadas, pero distintas, requiere cierto entrenamiento formal en filosofía a la que la enorme mayoría de la gente no tiene acceso; dan por sentado que lo que ven, oyen, huelen, tocan e inter-pretan es la realidad.

El hombre suele ver personajes exóticos y deidades en sueños. Así como para ver a cierto funcionario importante hay que solici-tar entrevista, cumplir un cierto protocolo, que puede llegar a ser sumamente elaborado en el caso de presidentes, reyes y obispos, y para ver el valle del otro lado de la montaña hay que treparla, de manera análoga para ver deidades a veces es necesario tener ciertos

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sueños, ayunar o comer algún hongo alucinógeno, marearse ex pro-feso girando por horas o fumar algún cigarro descomunal y espan-toso. Jorge Luis Borges y muchos pensadores antes que él estaban maravillados por situaciones en las que alguien sueña un personaje y, cuando despierta, se pregunta si, a lo mejor, él mismo no será un personaje onírico que está siendo soñando por un tercero. En este sentido, aconsejo recurrir a su cuento “Las ruinas circulares”, porque aun en el caso de que no se capte el argumento, se leerá así y todo una narración de primer orden.

Hay otras características de la capacidad de interpretar que tam-bién vale la pena recordar aquí: En primer lugar, (1) las interpreta-ciones están sometidas a una evolución, y la transición a cada nueva manera de interpretar (animismos → politeísmos → monoteísmos) implica un poderoso salto intelectual. Por ejemplo, el paso de los ani-mismos a los politeísmos requiere cierta capacidad de ordenar, hacer una suerte de taxonomía con fenómenos y deidades, por ejemplo, todo lo que sea del mar lo domina Poseidón, del cielo Urano, de los vegetales Ceres; (2) aunque haya personas que de pronto se convier-tan a una religión, los cambios de la visión del mundo de toda una sociedad toman varias generaciones. Recordemos el trabajo que le dio a Jehová combatir entre los hebreos la creencias en dioses egipcios. “No tendrás a otro Dios más que a mi.” Recordemos también la eli-minación física de herejes y toda forma de persecución religiosa; (3) las religiones generan instituciones intrincadas con el poder, aparecen intereses extrarreligiosos (obispados, púrpuras cardenalicias, bienes, territorios, pactos estratégicos con los políticos; el “París bien vale una misa”) y no son muy misericordiosas con quien se los dispute; (4) como corolario, en un momento dado coexisten distintos credos, de la misma manera que algunos tienen coche último modelo y otros un cacharro de hace veinte años; (5) ¡por qué extrañarse de dicha coexistencia de modelos en los diversos sectores de la sociedad! Una misma persona puede atesorar las distintas maneras de interpretar, que se evidencian en diversas edades, momentos del día y circuns-tancias. Juanito, bebé de dos años, se ha dado un cabezazo contra el borde de la mesa y llora desconsoladamente. El padre lo consuela: “¡Mala la mesa que le ha pegado a Juanito!, ¡vamos a castigarla!,

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¡toma, toma!”. Ambos le pegan a la mesa y el niñito se apacigua. El niño es animista, el padre finge serlo.

A lo largo de miles de años las religiones se fueron especializando en apaciguar casi todas las necesidades espirituales humanas, entre las que recordamos el sentido de la vida (el mundo al derecho del sapo), las angustias de pasaje a la pubertad, matrimonio, adultez, senectud y, sobre todo, hacia la muerte. Como la ciencia sólo se ocupa de lo que va capacitándose para entender, deja en el aire muchas de esas necesidades humanas perennes. Las religiones siguen entonces teniendo una función, por lo menos, para el grueso de la humani-dad. Los científicos estamos acostumbrados a desechar una noción errónea en cuanto nos demuestran el error. No recuerdo el nombre del matemático ni cuál era el número (llamémoslo xxxxxx), pero sí que hasta cierto momento se aceptó que xxxxxx era un número primo (sólo divisible por 1 y por sí mismo). Entonces, en un congre-so, cuando al matemático de marras le tocó presentar su trabajo, fue hasta el pizarrón y escribió abjn multiplicado por kvs es igual a xxxxxx y chao, se fue a sentar. En ese momento y para toda la audiencia y la posteridad, se acabó el mentado “número primo”. Las creencias religiosas y los ritos basados en ellas no tienen una cinética tan vertiginosa.

Las provisorias ventanas infantiles

Los neurobiólogos descubrieron que cerrarle un ojo a un gatito recién nacido durante unas cuantas horas hace que el ojo quede ciego para siempre. Del mismo modo, los niños que nacen con cataratas quedarán ciegos si éstas no se les extirpan antes de que cumplan dos años. El término “ventana” alude a que sólo permanecen abiertas durante cierto período temprano de la vida, que corresponde al ca-bleado de esos circuitos neuronales.

Tomadas en conjunto, ventanas, señales e impresiones, nos indi-can que las experiencias tempranas ejercen un impacto profundo en la crianza y la educación, y condicionan a los niños a creer en mila-gros, ángeles, fuerzas satánicas y demonios que los secuestran cuan-

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do cometen alguna falta leve (por ejemplo, no se duermen), ideas que pueden dañar en la adultez la capacidad de adquirir el razonamiento sistemático “a la científica”. Dado este triste escenario debemos re-cordar que en numerosas esquinas de las ciudades del Tercer Mundo existen familias de pordioseros cuyos numerosos hijos piden limosna, limpian el parabrisas y venden chicles entre los autos, mientras los menores simplemente duermen acurrucados casi las veinticuatro ho-ras durante la mayor parte de su temprana infancia, con sus ventanas de la oportunidad cerradas, es decir, mientras se les va tullendo el cerebro.

Los neurobiólogos están bien convencidos de que han sido ellos quienes encontraron dichas ventanas. Discrepo. Fueron los religio-sos. Por eso insisten en que se los ponga a cargo de las Secretarías de Educación. La gente que padece cáncer demanda a las compañías tabacaleras debido a que, a pesar de que sabían que el tabaco puede producir cáncer, seguían vendiendo su producto. Podemos imaginar que en un periodo de treinta años podría darse una avalancha de per-sonas que, así como hoy llevan a la corte a sacerdotes que abusaron de ellos en la niñez, lleven a juicio a sus ex ministros de Educación que permitieron a los maestros religiosos que distorsionaran los progra-mas racionales durante su niñez mediante el ruido supersticioso, les cerraron sus “ventanas de oportunidad” y quedaron, en consecuen-cia, condenados a ser ciudadanos subdesarrollados.

Después de estudiar muchas creencias, P. Boyer cree detectar que todas ellas dependen de lo que llama un “optimum cognitivo”, una combinación de creencias intuitivas y contraintuitivas. D. Sperber siguió en el mismo sentido. Habla de “ideas a medio entender” y da como ejemplo la Santísima Trinidad, el hecho de que no esté claro (para el creyente) si Jesús era humano o divino, o de si Dios es o no todopoderoso (si lo es, ¿por qué existe el mal?, ¿se trató de una chapu-cería durante la creación?, ¿podría llegar a contrarrestar al diablo?). De ser así, entender imperfectamente sería, con toda probabilidad, un ingrediente indispensable de las religiones. El creer calma acaso una angustia, satisface una curiosidad y es usado como pago por otras cosas que no entendemos bien a bien.

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Dicen que toda necesidad genera un mercado y el ser humano necesita creer y confiar

Dado que todos tenemos angustias de pasaje, porque éstas cam-bian a través de crisis, sobre todo de la vida a la muerte, nos que-da claro que haya surgido una clase sacerdotal que, conocedora de las fórmulas elaboradas por las generaciones anteriores, intermedia nuestra relación con Dios. Para forjar sus modelos, los viejos sacerdo-tes analizaban sueños, ponían vírgenes sobre trípodes bajo los cuales hervían yerbas aromáticas que esfumaban un tanto la censura de la razón de aquellas chicas (las transformaban en los idiotas-sabios del Capítulo 1), las ponía en trances que les permitían captar otras varia-bles. Luego el adivino apelaba a cuanta señal pudiera traer a colación para hallar claves pues, literalmente, le iba la vida en ello. Lo sabían los reyezuelos que consultaban a sus augures. Los elegían entre los más sensibles, inspirados, experimentados, ancianos cuyo cerebro fue por mucho tiempo (antes de la escritura) el único reservorio de memoria. Esto confería a los sacerdotes un poder muy grande, por eso también los reyezuelos estaban muy al tanto del poder sacerdotal, en realidad, en un primer momento una misma persona era a la vez rey y sumo sacerdote, y luego, para tener cierto control sobre dicho poder, era como si le advirtiera al augur: “Más te vale observar con cuidado las tripas de ese pajarraco, porque como el enemigo nos derrote en la batalla te hago despellejar”. Esta circunstancia ha de haber jugado un papel en que de pronto un pueblo adoptara los dioses del vencedor.

Recetas que la naturaleza conserva para hacer sus cosas Aquí el lector imaginativo podría elaborar acerca de la siguiente

sospecha evolutiva: la naturaleza aprende a hacer cierta cosa (un la-garto, un perro, una magnolia) a través de cierto proceso (gestación), que pasa de ahí en más a ser su manera de hacerlo. Es importante advertir que esta “manera de hacer algo” es resultado de una colosal complejidad de huestes enzimáticas, potenciales químicos, expresión de genes coordinada tanto en el tiempo como en el espacio, que se repetirá cada vez que el sistema biológico pase por una situación en que fabrica ese producto; por ejemplo, todas las niñas que tienen su

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menarca pasan por los mismísimos fenómenos endocrino-corpora-les; todas las madres que gestan un hijo ponen en juego exactamente los mismos órganos, hormona, irrigaciones sanguíneas, impulsos nerviosos y demás mecanismos. Ya en el siglo xix los biólogos advir-tieron que durante la gestación de un hijo, éste va pasando forzosa-mente de huevo fecundado a embrión, feto, bebé, a través de formas que parecen ir recapitulando en unos meses toda una evolución que ha llevado miles de millones de años: el nuevo ser en gestación de pronto parece un pez, luego una salamandra, un perro, un mono. Simplificando y distorsionando un tanto las cosas, podríamos decir que durante la gestación de un bebé, la vida recorre en nueve meses una evolución que ha llevado miles de millones de años. Por eso, y por un tiempo, los biólogos llegaron a creer que la ontogenia (las etapas de construcción de un bebé recapitulan la filogenia (recorre los diversos modelos de animales que llevaron de los unicelulares a los antropoides y al humano).

Con idea parecida, Jean Piaget descubrió que al niño no se le instala de golpe y porrazo la concepción del mundo que tiene un adulto, sino que va adquiriendo nociones de espacio, tiempo, número, tamaño, cantidad, de modo gradual, a lo largo de cierta evolución cognitiva. Esa evolución parece recorrer durante la tierna infancia las etapas que ha ido recorriendo la cultura humana a lo largo de milenios. Es en este sentido que pareciera como si cada persona, en su más tierna infancia, es animista, como el Juanito de unos párrafos más atrás, politeísta, monoteísta, científico (si es que madura y se educa adecuadamente). Más aún, una misma persona puede variar su credulidad en función de las circunstancias: un notario puede ser increíblemente ateo cuando dispone del legado de una ancianita de noventa y dos años, y fervientemente religioso cuando lo pasan de su cama del hospital a una camilla rodante para llevarlo al quirófano a que le hagan un cortocircuito coronario.

También es oportuno tener en cuenta que lo que uno crea o deje de creer no se reduce a un fenómeno intelectual como lo estoy plan-teando, pues cambian también las costumbres cotidianas, sociales, gustos estéticos, prácticas sexuales, formas de gobernarse, educar, tolerar (o no) al Otro. A decir verdad, el componente intelectual suele

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ser absolutamente desconocido para el grueso de la población. Muy pocos saben por qué deben abstenerse de comer carne en Cuaresma, mancharse la frente el Miércoles de Ceniza, santiguarse, hamacarse para atrás y para adelante como hacen los judíos durante el rezo, qué importancia tiene arrodillarse, juntar las palmas de la mano frente al pecho, bajar la frente o cuál ha sido la historia de estos gestos y actitudes hesicásticas. Luego los sacerdotes lamentan que “antes, en Semana Santa, los fieles recordaban la pasión de Cristo, sus dolores, los de su madre y discípulos, rezaban, se guardaban de comer carne. Hoy, en cambio, celebran la Semana Santa yendo de a millones a las playas, de compras, a los clubes nocturnos, y lo único que deploran son los atascos en las carreteras, el precio de los hoteles, la falta de boletos de avión”. Los via crucis son representados por labriegos y albañiles en pueblitos remotos; en esas ceremonias no se encuentran muchos industriales ni profesores universitarios haciendo de Cristo, Judas o la Verónica. En la famosísima representación de Iztapalapa, México, me he dejado estrujar e insolar por presenciar soldados ro-manos con estrellas de David bordadas en su capa con lentejuelas, y en otra, en un pueblito remoto del estado de Querétaro, he visto a un pobre obrero muerto de miedo y vergüenza por tener que disfrazarse y actuar, a quien sus compañeros habían animado con demasiados tragos de tequila, y el hombre se quedó profundamente dormido en plena representación. Cuando Poncio Pilatos le preguntó si él era Jesús “rey de los jodíos” (no sé si es correcto decir sic cuando es oral, pero vamos, eso dijo) el hombre no despertó, Pilatos miró despavo-rido al director de la representación, éste le indicó que lo ignorara ¡y la pasión prosiguió sin Cristo!

Por esta razón, decir que el ser humano pasó de un modelo expli-cativo a otro puede ser un tanto erróneo, pues supone un paso único e irreversible, como el de la menarca hacia la adultez o de la vida a la muerte. La experiencia indica que, en cambio, fue adquiriendo nuevas maneras de interpretar, que se fueron superponiendo pero que no cancelaron las que ya tenía. Por eso vemos guardametas de fútbol que ponen en el arco una muñequita de su hijita, jugadores que tienen cábalas, boxeadores que se persignan antes de cada round. Para propiciar nuestra suerte, de niños hacíamos un nudo con una

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punta del pañuelo mientras decíamos “Poncio Pilato, si no me das suerte no te desato”.

Veamos qué tienen que decir los filósofos y, más específicamente, los epistemólogos

En los primeros siglos de la era cristiana un grupo de filósofos religiosos se llamaron gnósticos debido a que sentían poseer una clase especial de conocimiento llamado gnosis, que concernía a la naturaleza divina, al mundo invisible, a la materia, al espíritu, al mal, a la redención y a cosas semejantes y que –aseveraban– les había insuflado Dios. La fundación del gnosticismo es atribuida a Simón el Mago, hechicero mencionado en los Hechos de los Apóstoles (8:9) que engañó a la gente de Samaria. Consistía pues en una experiencia mística que no podía ser fácilmente expresada en el lenguaje común y corriente porque era una sensación de unidad con el Todo, carecía de un objetivo discernible y estaba reservado a unos cuantos escogidos (Moisés, David, Jesús, Buda, Mahoma).

Los mitos y las teorías científicas operan según un principio seme-jante. Se trata siempre de explicar el mundo visible mediante fuerzas invisibles, de articular lo que se observa con lo que se imagina. Para captarlo no hace falta esforzar nuestra mente: la atracción de la gra-vedad es una fuerza invisible; un imán ejerce sobre los alfileres una fuerza invisible. Al reunir lo racional, lo emocional, lo ético y lo esté-tico, las religiones han ofrecido explicaciones plausibles del universo, que incluyen, por supuesto, el origen y destino de los seres humanos. Al ofrecer los medios (ritos, ofrendas, plegarias) para tratar con los dioses, lograron calmar las ansiedades relacionadas con todos los pasajes críticos de la vida, incluyendo el nacimiento, la pubertad, el matrimonio, la entrada en batalla y la muerte. Dado que todos estos son asuntos humanos perennes, comunes a todos los mortales pasados y presentes, resulta obvio que, incluso en nuestro tiempo, la humanidad no pueda vivir sin fe.

Las religiones han sido sometidas a una institucionalización pro-gresiva que alcanzó su apogeo hace milenios. Más tarde, los gobier-nos se fueron apartando en forma progresiva de la religión insti-tucionalizada, en numerosos casos eliminándola de las ceremonias

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oficiales y, en muy pocas otras, entrando en abierta hostilidad al punto de que los ritos llegaron a adquirir un tinte subversivo. Sin embargo, en el islam, que comprende una proporción muy grande de seres humanos, Estado y religión parecen ser una misma cosa. Las religiones institucionalizadas se mantienen visibles en calidad de guardianes de las tradiciones, papel que refuerza su asociación con los círculos conservadores y que debe haber contribuido al es-tancamiento de sus estructuras. Con el fin de mantener este papel, las religiones institucionalizadas han tenido momentos difíciles para eliminar a los místicos y reformadores que informaban a la jerarquía de los reclamos de los humildes, trabajadores, pensadores, mujeres, por no mencionar la voz de quienes, dentro de sus filas, buscan actua-lizarlos para estar al día con la ciencia o para casarse con la persona que aman. Los países europeos que estaban territorialmente alejados del poder central, protestaron y lograron progresar un poco más en esas depuraciones de sus creencias. El resultado de dichas protestas y depuraciones fue tan importante, que transformaron a aquellos países en el Primer Mundo.

Bases, crítica y evolución de las religionesLa crítica a la religión no fue iniciada por los evolucionistas del

siglo xix, es muy anterior. El poeta y teólogo xenófanes de Colofón, que vivió en el siglo vi antes de Cristo, se burló de las concepciones antropomórficas de las deidades y minó las ideas sobrenaturales que se tenían de los fenómenos naturales. Los estudiosos parecen estar de acuerdo en que el choque entre la ciencia moderna y la religión dentro de la cultura occidental, hoy nace de la confrontación entre evolucionismo y creacionismo. Yo discrepo, para mi la Iglesia ya se resignó a que sus afirmaciones y criterios se derrumben día a día ante el avance de la ciencia moderna; el así llamado choque no es más que una marejada de artimañas que le permite aferrarse a su derecho de facto para asestarle a los parvulitos sus enseñanzas catequísticas, y seguir liderando a una masa que conserva una visión medieval del mundo. Pero en fin, aceptaré por el momento que el conflicto se establece entre un creacionismo que concibe que el universo fue creado en seis días por los dioses que le dieron desde el principio su

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forma actual y un evolucionismo que, por el contrario, entiende que el universo y todo lo que contiene, incluyendo los seres humanos, surge del desenvolvimiento de la energía y la materia procedente de (probablemente) un big bang que hizo surgir partículas y, después, átomos, galaxias, planetas, vida, cultura e historia.

El gran genetista y evolucionista Theodosius Dobzhanski (1900-1975) apuntó que en biología nada tiene sentido si no es dentro del contexto de la evolución. Se refería al hecho de que el número de patas y el color de los insectos, la forma como funcionan los ri-ñones, como cazan las hienas, por qué el cacto tiene espinas, el lirio huele como huele, la extinción de los trilobites y el surgimiento de los seres humanos sólo pueden ser explicados en términos de una larga evolución biológica de especies que emergen, se desarrollan, se adaptan y se extinguen. Mi línea argumental me lleva a extender la observación de Dobzhanski y decir que, en tanto nuestras actitudes, creencias, temores y esperanzas provienen en buena medida de nues-tra biología, también para entender las religiones hace falta ponerlas en un contexto evolutivo.

En el proceso de perfeccionar un modelo teórico tan poderoso co-mo la evolución, los científicos se han visto necesitados de introducir una gran cantidad de cambios drásticos en las ideas tradicionales referentes a la edad del universo, la forma de la Tierra y la naturaleza de los organismos vivientes, entre otras. Los cambios conceptuales presentados por los evolucionistas fueron tan profundos, tan tras-cendentales y convincentes, que eliminaron de cuajo muchos de los principios centrales del judaísmo y del cristianismo, como la autori-dad de la Biblia, la historia de la creación, la expulsión del Paraíso de Adán y Eva y, en forma correlativa, la Redención por Cristo, la influencia divina sobre el mundo, la creencia en una humanidad he-cha a imagen y semejanza de Dios, la fundación de la moral sobre un orden divino, etcétera. Esto explica por qué los evolucionistas no pueden concentrarse simplemente en recolectar datos biológicos y geológicos sino que, comenzando quizá con W. Hamilton, W. W. Rouse Ball y E. Du Bois-Reymond, han tenido también que buscar un sustento epistemológico a su peculiar forma de interpretar la rea-lidad. Entre estos pensadores Thomas H. Huxley fue un verdadero

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campeón a quien con frecuencia se le reconoce haber acuñado las palabras agnóstico y agnosticismo hacia 1869, porque las necesitó para hacer el análisis de la relación entre el evolucionismo en ascenso y la forma tradicional de las religiones. Veamos ahora el significado y la importancia de estos conceptos.

Los agnósticos, es decir, los jugadores del “espacio agnóstico” (los científicos) son precisamente lo opuesto a los gnósticos dado que el conocimiento científico posee las características siguientes:

1. Universalidad. El conocimiento científico no se encuentra res-tringido a unos cuantos individuos escogidos, sino que es válido para todo el mundo, en todos los lugares y en cualquier momento; es en cierto modo democrático.

2. Intersubjetividad. Los agnósticos no reconocen dominios se-parados para lo conocido y lo desconocido. Para ellos lo desconocido no es, en forma alguna, algo sagrado sino ignorancia científica pura, que será tratada el día en que el “espacio agnóstico” se extienda lo suficiente como para llegar a tocarlo, estudiarlo, comprenderlo y abarcarlo. He etiquetado esto como ignorancia científica debido a que la gente conoce muchas cosas cuyo mecanismo la ciencia aún desconoce, por ejemplo, cómo componer una sinfonía o concebir una idea nueva del amor.

3. Sistemática (concordancia). Es ésta quizá la diferencia más marcada entre “conocimiento” y “creencia” y también, por fortuna, la forma más fácil de captar. Para que sea válido el conocimiento cien-tífico resulta absolutamente necesario que exista un acuerdo positivo con todos los demás conocimientos (o “verdades”) de su campo gno-seológico. Mientras el conocimiento posee sinfonía, las creencias son diafónicas (Velarde, 1996). Así, en la ciencia 3 = 3, pero en la mística 3 bien puede ser 1 como en el misterio de la Santísima Trinidad. Por su cualidad de ser sistemáticos, los conocimientos científicos pueden ser acoplados en sentido constructivo y ser considerados como “ver-dades” en tanto puedan ser insertados en un sistema coherente. Esta condición es tan poderosa que una vez que una “verdad” es introdu-cida a un sistema científico no puede ni siquiera ser contradicha por la “evidencia” directa. Un ejemplo muy común es que la “evidencia” diaria de que el Sol viaja a través del cielo es considerada como una

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ilusión que no contradice nuestra idea de que la Tierra gira alrededor de su eje.

4. Los científicos son agnósticos. Es mucha la gente que da por descontado que los científicos deben ser ateos, es decir, que nieguen la existencia de Dios. Sin embargo, con el fin de ser ateo uno debería ser capaz de demostrar que Dios no existe, lo que es, de hecho, un es-fuerzo extremado y por ahora vano. Si usted es un agnóstico, en lugar de esforzarse en negar la existencia de Dios, arroje la pelota al campo contrario, con sólo decir: “Hasta ahora no tengo ninguna prueba de que Dios exista; sin embargo, el día en que alguien la provea, la analizaré con todo cuidado y, si llegara a convencerme, la aceptaré con los mismos términos con que nosotros los científicos aceptamos todas las demás ‘verdades’, o sea, en la forma de una hipótesis de trabajo abierta a que se la ponga en tela de juicio”. En este sentido, en lugar de considerar la ciencia como un “espacio laico” sería mejor imaginarla como un “espacio agnóstico”.

5. Los científicos como tales no pueden tener fe. Tertuliano (circa 155-220) creía que la fe capacita a uno para aceptar cosas que son (racionalmente) increíbles. No obstante, los científicos sólo aceptan cosas que pueden ser comprendidas racionalmente. Julián Velarde (1996) resume todo esto en forma muy clara: “Los científicos que en un momento dado buscan y aceptan la acción de causas antinaturales (es decir, sobrenaturales o trascendentales) difícilmente serán capaces de funcionar –o sea, no funcionarán en absoluto– como científicos”. Aquí no hay discrepancias, pues el mismo Agustín de Hipona (354-430) aseguró: “No se puede ser filósofo y católico al mismo tiempo”.

“La religión ha de haber nacido castrando la curiosidad. El pensamiento autoritario se protege con la salvaguarda de que está prohibido investigar si lo que digo es cierto.”

Catalina A. Rotunno

Las religiones y la ciencia han ido haciendo reacomodos mutuosAl listarlos me concentraré sobre todo en el judeocristianismo

debido a que, en sus formas diversas, constituye la religión abrazada por el mayor número de habitantes de los países que conforman la civilización occidental.

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1. La religión fue acallando gradualmente sus afirmaciones tradi-cionales acerca de la edad del universo, la forma y posición de la Tierra en el sistema solar y el origen de la vida; aceptó una antropología que coloca a los seres humanos como una especie más, Homo sapiens sapiens, minimizó los reclamos de algunos pueblos de haber sido elegidos por Dios, moderó la intolerancia racial y el machismo y, en unos cuantos países, de algún modo logró disminuir la discriminación de la mujer.

2. Algunas denominaciones religiosas han pasado a considerar los milagros como metáforas o como la única forma posible por la cual fenómenos de difícil explicación (cometas, terremotos, pla-gas, locura) podían haber sido registrados e interpretados por los pueblos antiguos; eliminaron demonios y santos, y no ven con malos ojos que los científicos se pongan a investigar la historicidad de los personajes bíblicos.

3. Las personas religiosas consideran las maravillas de la maquinaria de la naturaleza, que describe la ciencia, como si éstas reflejaran la sabiduría de su Dios.

4. A su vez, los científicos se concentran en la confiabilidad del co-nocimiento que incorporan a “la ciencia” (ahora me refiero al cuerpo de conocimiento acumulado sin recurrir a milagros, reve-laciones, dogmas ni autoridades) y no con lo que van haciendo a un lado. Comprenden muy bien que la gente crea que los colores maravillosos de las alas de una mariposa, los circuitos neuronales, la esplendidez de una cascada o un cielo cuajado de estrellas son productos del diseño de un Dios genial.

5. Algunos científicos intentan ser conciliadores y señalan que, en un nivel metafísico, la existencia de un universo evolutivo, que se inició con un big bang, no entra en conflicto con la teoría de la creación.

6. La máxima renuncia que la ciencia hace para acomodarse a una sociedad que la necesita y admira tanto como la desprecia y teme, es rebajar la “cultura científica” a mera “cultura de la investiga-ción”, asunto que tocaré en un capítulo siguiente.

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Huesos duros de roer entre las religiones y la ciencia

“La idea de Dios es hoy, sin lugar adudas, una idea anticuada.”

Jean-Paul Sartre

He ido participando en numerosos debates sobre ciencia y reli-gión, el aborto, la clonación, la eutanasia, y otros de gran vigencia actual que me han ido dejando dos sensaciones: no abundan los in-terlocutores que sean inteligentes y honestos a la vez; yo mismo me he llegado a prestar a tongos mediáticos inanes para audiencias que se habían quedado dormidas con el televisor encendido.

Supongamos que adoptamos una actitud civilizada y usamos el diálogo. ¿Adoptaría la Iglesia una posición similar con respecto a la ciencia moderna, ofreciendo a su congregación la libertad de analizar, escoger y convertirse en científicos? No parece, dado que el misterio constituye una de las nociones principales de la teología cristiana y es tomado como verdad (veritas abscondita) y no es compatible con el conocimiento racional (es decir, con la episteme de Platón y Aristóte-les o la ciencia de los agnósticos). El misterio requiere de la ignorancia (la docta ignorantia de los estudiosos de la Edad Media). De acuerdo con Tomás de Aquino, los misterios no pueden ser percibidos con los sentidos sino sólo con la fe apoyada en la autoridad de Dios. Puede uno argüir que resulta injusto tratar en estos términos la relación entre la ciencia y la religión, debido a que las ideas medievales no son necesariamente válidas en nuestro tiempo. No obstante, esta posición eclesiástica todavía continúa. El 8 de diciembre de 1864 el papa Pío Ix promulgó la encíclica Quanta Cura, con un Syllabus añadido, en los que condenaba cualquier intento de reconciliarse con el progreso derivado de la ciencia moderna. En 1870, durante el Primer Concilio Vaticano, la Iglesia católica promulgó el dogma de la infalibilidad del papa, según el cual todo lo que diga desde la Santa Sede debe ser toma-do como verdad. En fecha más reciente (3 de julio de 1907) el papa Pío x en su encíclica Pascendi condenó el agnosticismo y, hasta donde es-toy enterado, no ha sido contradicho por eclesiásticos más modernos. El papa Paulo VI (1963-1978) declaró: “[La Iglesia] no puede tolerar que una persona atente a placer contra las normas que el concilio

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tridentino ha propuesto para la fe en el misterio de la eucaristía”. Lo anterior quiere decir que se supone que los católicos romanos nega-rán lo que ven y entienden a favor de lo que deberían ver y deberían entender. Dicho en otras palabras, los católicos romanos no podrían ser verdaderos científicos porque, dada una “verdad” proclamada por la Iglesia, no tendrían cómo insertarse en el campo agnóstico de la ciencia. En su intento por restaurar en el cristianismo la pureza que ellos consideran que tenía en el pasado, los protestantes eliminaron la autoridad, como ya lo mencioné en el Capítulo 1 y, en su momento, actuaron como catalizadores poderosos de la ciencia moderna, pero la mayoría de la gente de Iberoamérica no es protestante.

Resulta paradójico que, después del trabajo que le dio a la navaja de Ockham rasurar de los modelos explicativos santos y variables místicas, se sigan elevando a los altares santos nuevos que se ocupan de la radiotelefonía, de la astronáutica y otras empresas humanas que funcionan muy bien sin ellos. Hace apenas una década, en diciembre de 1999, la American Geophysical Union no pudo evitar hacer la de-nuncia de la enseñanza del creacionismo, e hizo un llamado para que los científicos se comprometieran políticamente en un movimiento por promover la enseñanza del evolucionismo.

El ser humano está bombardeado por lo que en un próximo capítulo llamaré “ignorancia aplicada”, es decir, ruido y escoria cognitiva impuestos adrede para inutilizar el intelecto humano. Me refiero a los medios de comunicación masiva que recurren incontro-ladamente a las “patologías de la ciencia” del tipo que veremos en el Capítulo 3. Por ejemplo, declarar impunemente que algo es un “mis-terio imposible de ser comprendido por la ciencia”, sin ser capaces de demostrar dicha imposibilidad. El negocio de venderle misterios al analfabeto científico es tan pingüe, que la industria de la ignoran-cia aplicada inventa falsos misterios que inyectan a cuestiones que, de hecho, están suficientemente aclaradas. Hace un par de años, un canal televisivo que exhibía documentales sobre la derrota que la Unión Soviética inflingió a Alemania durante la Segunda Guerra Mundial (excelentes así y todo), la atribuyó a que “Las brujas que había convocado el Führer en su refugio veraniego de Berteschga­den, resultaron vencidas por fuerzas más poderosas que Stalin había

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heredado de Rasputín”. En diciembre de 1992, el sacerdote xavier Escalada, ofreció lo que él llamaba “demostración científica del fenó-meno guadalupano”, tradición mexicana que atribuye la aparición de la Virgen de Guadalupe al indígena Juan Diego Cuauhtlactoatzin en el cerro Tepeyac, el 9 de diciembre de 1531. El sacerdote declaró: “La Virgen de Guadalupe está muy preocupada por los mexicanos que estamos creando”, lo cual constituyó una declaración impactante dada la atracción magnética de la devoción de México hacia dicha Virgen. Para agravar la situación, ningún investigador ni académico creyente se atrevió a preguntarle, aunque fuera por mera curiosidad, de qué manera conocía las opiniones de la Virgen. Los investigadores, incluso aquellos que por una razón comprensiblemente emocional y cultural están inclinados a sanear la religión, nunca han logrado documentar una sola de estas transgresiones a la causalidad que im-plican los milagros.

Tengo amigos que acuden a meditar en un templo, porque les encanta y estimula su atmósfera, pero no por eso comulgan con los feligreses de ese mismo templo. La religión ha inspirado y fomenta-do la pintura, la escultura, la arquitectura, la música. Si hiciéramos desaparecer todo nuestro patrimonio artístico derivado de la religión (La Pasión según san Juan y La Pasión según san Mateo de Bach, el Stabat Mater de Penderecki, las sonatas de Soler), nuestro mundo cultural quedaría irreconociblemente empobrecido. Como digo al principio del presente capítulo, en la medida en que la ciencia moder-na es un producto evolutivo de las maneras de interpretar la realidad, no existiría si no hubiera habido religiones.

Los científicos investigan la religiónLa famosa frase del premier francés Georges Clemenceau, “la

guerra es demasiado importante como para dejársela a los genera­les”, ha resultado tan feliz, que se la ha transformado y usado en una multitud de circunstancias que nada tienen que ver con la guerra. Es como si hoy los científicos opinaran que “la religión es demasiado importante como para dejársela a los sacerdotes”. Claro, la estudian a su manera, si bien tienen en cuenta tradiciones y leyendas; quieren

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ver documentos originales, no descansan hasta no comprobar su pro-cedencia, los fechan, analizan su escritura, el material sobre el que están impresos, su ubicación en lo que queda de un antiguo templete. Luego los cuadros que describen no suelen coincidir con el que nos habían contado las instituciones religiosas.

Para un creyente ha de ser terrible que día a día la ciencia le de-muestre que tales y cuales dogmas centrales de esa religión que le da sentido a su vida, no sólo son falsos, sino que los historiadores le documentan quiénes, por qué, cuándo y cómo les metieron esas nociones en la cabeza. El asunto empeora cuando los historiadores le señalan que quizá tales y cuales personajes fueron licenciosos, rapa-ces y hasta perversos, y no es raro que un personaje sagrado para una religión, haya sido un pobre diablo para la otra. Pero a estas alturas la población de analfabetos científicos constituye un mercado enorme, tiene una aplastante capacidad de voto, otorga un poder descomunal a quienes sean capaces de manejarlos a ellos y a sus modelos expli-cativos místicos. A su vez, los dirigentes de las religiones detectan con claridad que esa ciencia moderna les está descalabrando el tin-glado y, comprensiblemente, se oponen al desarrollo de una cultura compatible con ella o, por lo menos, se hacen hipertradicionalistas y reclaman el derecho de seguir inculcando a los niños su manera de interpretar. Todo comienza con una fuerte campaña en la que se quejan de que “la juventud de hoy está perdida”. La manera más eficaz de conseguirlo es apoderándose del aparato educativo, pues los niños son especialmente creyentes: incorporan lo que la crianza y la educación les transfiere, sin pasarlo por el filtro de la razón, una razón que acaso jamás llegarán a dominar del todo. Otra estrategia consiste en detectar qué sectores socialmente poderosos conservan el nivel mental del medioevo y azuzarlos para que derroquen un go-bierno e instalen otro que ejecute exactamente lo que les conviene (véase Zanatta, 1996).

Volviendo fugazmente a lo terrible que debe de ser para un cre-yente ver pulverizarse el armazón cognitivo que enhebró el mundo de su niñez, su boda, el funeral de sus mayores, me agarro la cabeza imaginando a ese creyente cuando ve, en la televisión y en los dia-rios cotidianos, los millones de dólares que la Iglesia de Boston debe

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en concepto de reparación a quienes fueron violados en su primera juventud por los sacerdotes a cargo de su educación, drama que en muchos casos ha llevado a los jovencitos al suicidio; me imagino la desazón de un ferviente cristiano enterándose de que un sacerdote transmitía la información directamente del confesionario a los tortu-radores. Pero nos estamos apartando del eje temático de este libro.

De modo que, ¿quién teme a la ciencia moderna? ¿Quién tiene dudas con respecto al evolucionismo?

Marta Lamas (1988), representante del Grupo de Información acerca de la Reproducción (GIRE) en México, señala que la enorme mayoría de las mujeres que acuden a dicha institución para que se les recomienden anticonceptivos o les practiquen abortos, declaran ser católicas, lo cual sugiere que los sacerdotes actuales ya no tienen mu-cho éxito al guiar sus propias congregaciones. En 1994 las mujeres se reunieron en El Cairo en un congreso patrocinado por las Naciones Unidas para discutir la igualdad, la violencia intrafamiliar, el aborto, la religión y los derechos sexuales. Las intervenciones del Vaticano fueron tan agresivas que distrajeron la atención de esos temas impor-tantes, en especial, de las preguntas acerca de cómo el crecimiento rápido de la población causa el empobrecimiento de las naciones más pobres entre los pobres. Un editorial de la revista Nature preguntaba si la Santa Sede se había convertido en una organización no guber-namental y, de ser así, si debería “registrarse simplemente como una ONG en reuniones futuras, un grupo de presión con estatuto de observadora, pero sin licencia para interrumpir” [sic].

En consecuencia, los problemas en la forma como razona la je-rarquía eclesiástica, lo mismo que su ansiedad por buscar el poder político (véanse Cornwell, 1999 y Carroll, 2000), proyectan dudas sobre si constituirán un interlocutor válido en una discusión signifi-cativa del evolucionismo contra el creacionismo.

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¿Enseñanza de la religión o enseñanza religiosa? “No existe creencia, sin importar lo grotesca o incluso in-fame que sea, que no pueda hacerse que forme parte de la naturaleza humana si es inculcada desde la niñez siempre que no sea refutada al oído de un niño.”

George Bernard Shaw

La “enseñanza de la religión” es, de hecho, una “enseñanza reli-giosa”, un adoctrinamiento forzado de niños cautivos en la escuela. Muchas de las escuelas y colegios que cometen estos abusos en la mente de los jóvenes cuentan con subsidios y excepciones impositi-vas acordadas por los gobiernos de países cuyas constituciones dicen haber adoptado el laicismo. En algunos países como la Argentina, para imponer la enseñanza que a ellos les convenía, los sacerdotes han cometido diversos tipos de bajezas y apelado a excusas, que llego a dudar que ellos mismos creyeran. Para no abundar, remito al magis-tral estudio de Loris Zanatta (1996) “Del Estado liberal a la nación católica” que, lamentablemente, reduce su análisis a las reyertas entre el clero, los militares y diversos grupos de poder, sin tocar siquiera los modelos mentales implicados ni argumento sensato alguno. O quizás sea otro toque magistral de Zanatta, que, a lo mejor, dio por sentado que no venían al caso, pues sólo estaban en juego mezquinos apetitos de poder; poder a secas. De hecho, entre 1930 y 1943 (el pe-ríodo de historia que cubre dicho historiador), no se registra el más mínimo considerando racional, la más remota argumentación que los obispos hayan usado para convencer a las fuerzas armadas, ni éstas a la sociedad, ni a los gobiernos que iban destituyendo. ¿De quién es la falta? ¿De Zanatta que olvidó incluir en su libro los argumentos y justificaciones o de obispos y militares que fueron incapaces de generarlos? ¿O acaso la ausencia de toda sensatez se debe a que las cúpulas clericales y militares se mueven con argumentos pueriles e inconfesables?

La religión, en su calidad de componente importante de la cultura humana, debería, ciertamente, ser enseñada, pero esta enseñanza de-bería incluir la opinión actual de los científicos acerca de la mitología, el misticismo, la historia y evolución de las religiones, la historicidad

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de los personajes religiosos, la fuente y autenticidad de los documen-tos sagrados y cualquier otra forma de conocimiento que pueda ser incluida en la “enseñanza de la religión”. En cambio, la enseñanza religiosa es en buena medida ignorancia aplicada, concepto que dis-cutiré en otro capítulo. La demanda de que con el fin de entender la religión uno debe ser feligrés o practicante es tan absurda como lo sería la demanda de que sólo aquellos que padecen de cáncer pueden entender esta enfermedad.

Problemas derivados de las concepciones teológicas

Daniel Benjamin y Steve Simon (2002), quienes en su calidad de miembros del National Security Council de Estados Unidos tuvieron que tratar con el terrorismo en la práctica, comentan (iré extractan-do): “El mundo se está volviendo más religioso (…) y colocando la violencia en el corazón de sus creencias (…) La tolerancia no forma parte intrínseca de las religiones monoteístas (…) Para el autor del Éxodo, el Señor es un guerrero. La división que hace la Biblia entre quienes pertenecen y quienes no, hace que se vea como algo natural que la vida es una guerra (…) En los Apocalipsis, Jesús no es el Me­sías pacifista de los Evangelios, sino un guerrero (…) El evento prin­cipal de la transformación consiste en la destrucción de la bestia, seguido de la aniquilación de Satanás y su muerte a manos de una figura celestial enviada por Dios (…) Las encuestas muestran que en Estados Unidos la asistencia a la Iglesia, las donaciones económicas, la compra de libros y los patrones de votación se están haciendo más y más religiosos (…) Cerca del 30 por ciento de la población cree que los ataques del 11 de septiembre sobre las Torres Gemelas habían sido predichos por la Biblia”. Benjamin y Simon terminan con un señalamiento ominoso: “Cuando los temas a tratar están constitui-dos por exigencias religiosas, no puede haber negociación”. En el Capítulo 1 mencioné que gracias a que los antiguos griegos desarro-llaron un método para gobernarse entre iguales (ciudadanos) que se propone demostrar “quién tiene razón” sin basarse en la autoridad, que incluía la argumentación, comparación, disuasión, discusión,

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demostración, convencimiento y refutación, contamos ahora con una herramienta exquisita para discutir, negociar, ponerse de acuerdo. Las religiones no han experimentado un proceso histórico similar. Como las personas religiosas constituyen una mayoría absoluta y, en palabras de Benjamin y Simon, “el mundo se está volviendo más religioso”, enfrentamos la tarea imposible de resolver la situación actual sin poder recurrir a la razón, lo que resulta tanto o más irónico cuando la gente religiosa admite que la razón es una facultad otor-gada por Dios. Puede alegarse que el estudio de Benjamin y Simon se refiere sobre todo a los conflictos en el Oriente Medio y podría no ser extrapolable a otras regiones del mundo y otras denominaciones religiosas. Infortunadamente las guerras religiosas y el genocidio en nombre de Dios constituyen calamidades muy extendidas que los estudiosos descubren dondequiera que enfocan su atención (véase, por ejemplo, Bartov y Mack, 2001). No necesariamente comparto las tendencias de las grandes potencias de declarar irracionales y descabelladas las posiciones de los pueblos que intentan aniquilar; sólo introduzco lo leído en los libros citados para mostrar que el asunto mandato-religioso contra argumentación-laica ya no es un mero asunto de posturas intelectuales ni de creencias, sino que afecta la vida diaria de millones de seres humanos.

“El sueño de la razón crea monstruos.” F. de Goya y Lucientes

De cómo la pedagogía basada en la religión afecta la comprensión de la naturaleza de la ciencia moderna

“Ignorar no es nada vergonzante; lo bochornoso es impo-ner ignorancia.”

Daniel Dennett

La enseñanza en los tiempos coloniales se basaba en técnicas ver-balistas o mnemónicas, de las que sirve como ejemplo el método ca-tequista en el que el discípulo estaba obligado a contestar preguntas fijas de la religión con respuestas también fijas. Si el niño entendía o no la pregunta o la respuesta que estaba dando quedaba fuera de

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orden. Sin embargo, durante la segunda mitad del siglo xix y princi-pios del xx, ni siquiera los países más humildes de América Latina, con su sistema educativo dominado por la jerarquía católica, podían evitar la enseñanza de la astronomía y de la biología sin tener que explicar el heliocentrismo y la evolución. La presión del clero sobre el aparato educativo fue tan distorsionante, que los educadores se vieron forzados a presentar el heliocentrismo y la evolución como meras hipótesis. Otro truco fue obligar a mentir sobre estos temas. Así, los libros de texto para niños y adolescentes solían decir que la hipótesis de la evolución sólo era válida para los animales y las plan-tas y no para los seres humanos, y que se trataba de un proceso ya terminado, “…porque, como podemos ver, ya no ocurren cambios evolucionistas ¿Acaso los caballos que vemos ahora son distintos de los de nuestra niñez?”. Sin embargo, cuando resultó ya imposible esconder el evolucionismo en forma abierta, los círculos de la Iglesia en control de la educación en la mayor parte de los países hispano-americanos recurrieron a la “escolarización” (Gvirtz y Palamidessi, 1998). Esconder la evolución tras la escolarización significa que la materia, “historia natural” en la que se enseñaba a los alumnos acer-ca de la vida y de sus formas, su diversidad, su evolución y el origen de los seres humanos, fue dividida en zoología, botánica, anatomía y fisiología (Gvirtz, Aisenstein, Brafman, Cornejo, López, Arriazu, Rajschmir y Valerani, 2000). De esta forma, ya no era necesario hablar acerca del origen del universo, de la vida o de la naturaleza de los seres humanos

El problema verdadero parece ser cómo infundir la democracia en el cerebro de alguien que, debido a la educación que le infligieron a una tierna edad, declara que es una oveja. El Salmo 95:7 expresa: “Porque él es nuestro Dios; nosotros el pueblo de su prado, y ovejas de su mano”. ¿Cómo promover una visión de la realidad que pueda ser compatible con la ciencia moderna en un cerebro que, desde su niñez, ha sido obligado a creer en milagros y que obedientemente acepta ideas sin importar lo exóticas que sean? y ¿cómo desarrollar la ciencia en una población que ha sido enseñada para desconfiar de las innovaciones? “Teme a Jehová, hijo mío y al rey; no te entremetas con los veleidosos; porque su quebrantamiento vendrá de repente;

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y el quebrantamiento de ambos ¿quién lo comprende?” (Proverbios 24: 21-22).

“Una creencia inculcada constantemente durante los pri-meros años de la vida, cuando el cerebro es impresiona-ble, parece adquirir casi la naturaleza de un instinto; y la esencia verdadera de un instinto es que se le sigue en forma independiente de la razón.”

Charles Darwin

¿Podría la ciencia moderna ayudar a la religión?

Puesto que los modelos místicos son los únicos que maneja la casi totalidad de la población humana, las religiones se siguen ne-cesitando. ¿No podrían hacer un esfuerzo por recuperar algo de la respetabilidad que tuvieron, y que aún siguen teniendo los devotos fervientes que practican la humildad, la caridad, sostienen hogares para ancianos, orfelinatos, que no se entrometen en la política, que no azuzan criminales para que se lancen a cometer atrocidades y defender así sus privilegios?

Más que temidos, los individuos prestigiosos son reverenciados. Dios está asociado con el bienestar, es un cuidador, proveedor de protección, alimentador, padre percibido como más fuerte y sabio. Pero esa dependencia no pasa desapercibida al poderoso, que pasa a exigir genuflexión, postración, construye catedrales masivas, exige obediencia, humillación y que el protegido se golpee el pecho y se declare culpable de pecados originales supuestamente cometidos por figuras míticas. Si un gobierno llevara de pronto preso a un ciudada-no por un supuesto delito que cometieron sus bisabuelos, los sacer-dotes vibrarían de indignación. Y, sin embargo, educan a un niño en la patraña de que debe pagar por el pecado supuestamente cometido por Adán y Eva. Si los sacerdotes lo creen lógico no doy dos centavos por su inteligencia y, si no lo creen pero así y todo lo exigen, no doy dos centavos por su honestidad.

¿Por qué no se enmiendan las religiones? ¿Por qué le resulta tan necesario preservar errores y prácticas perversas? Si la ciencia pro-cediera de la misma forma, se vería obligada a compaginar entre

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sus sistemas actuales hasta los errores que honestamente cometieron sus prohombres. ¿Se imagina el lector las contorsiones que debería realizar la ciencia actual para sostener la opinión de los astrónomos babilonios de que las estrellas están fijas, que los planetas son errá-ticos o el criterio romano de acuerdo con el cual la epilepsia es una maldición divina, que no hay otra geometría que la de Euclides, que el átomo es en verdad indivisible, que el abdomen jamás podrá ser intervenido quirúrgicamente?

Trataré, si no de responder, al menos de opinar por dónde podrían venir las respuestas.

1) Las grandes religiones tradicionales, por lo menos las que son mayoritarias en la cultura occidental, detentan un poder consi-derable, al punto que pueden inclinar la balanza cuando los ciu-dadanos eligen mandatarios, hacen caer gobiernos, consiguen excensiones impositivas, etcétera.

2) La ciencia se ocupa solamente de aquellas cosas de las que ya es capaz de ocuparse. Si bien puede decir muchas cosas sobre para-lelogramos, péndulos y órbitas lunares, por ahora conoce muy poco sobre los mecanismos de las angustias que acompañan los trances fundamentales de la vida. No siempre –mejor dicho, casi nunca– pueden mitigar en algún grado dichas angustias ancestra-les, ofrecer apoyo emocional, moral y consuelo.

De modo que una de mis conclusiones es que, mientras la casi totalidad de la población humana se mueve con modelos místicos, el papel de las religiones no se ha evaporado. Claro, no me estoy refiriendo a las religiones tal como las conocemos actualmente, sino a versiones ya depuradas con las que todavía no contamos. Esas de-puraciones, ajustes y puestas al día no constituyen novedad alguna. Vienen a la memoria Francisco de Asís y Guillermo de Ockham, el protestantismo, los curas obreros, la teología de la liberación y Juan xxIII, en cuyo detalle no me detendré.

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¿Por qué no son las mismas jerarquías religiosas las que impulsan urgente e intensamente esas depuraciones?

En el 381, el emperador romano Teodosio I el Grande (347-395) transformó en herejía la libertad de analizar y escoger, y luego a ésta en crimen contra el Estado, que a su vez se penalizó con la muerte. Después, se lanzaron cruzadas contra los albigenses, valdenses, cá-taros. Más tarde, intervino decisivamente Ignacio de Loyola: “De­bemos siempre tener para en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina”. Esa línea de podar el disenso culminó en 1864 cuando el papa Pio Ix promul-gó el dogma de la infalibilidad papal. En suma, la religión católica viene dando muestras de su rechazo absoluto a tolerar el análisis en sus filas. Esa posición tan tenaz deriva de una interpretación que los Evangelios atribuyen a Jesús (Mateo 16:18-19). De modo que si bien podemos contar con la ciencia para intentar curar la tuberculosis o instalar un observatorio en una órbita extraterrestre, no resulta fácil emplearla para sanear la religión.

Al analizar con honestidad sus creencias, los feligreses podrían descubrir que sus antepasados fueron realmente sabios, pues busca-ban evitar ciertos alimentos contaminados con parásitos, sin instru-mentos para verlos, o seguir determinadas prácticas con respecto, por ejemplo, a la nutrición, a la salud, al matrimonio o a la vida sexual. Bien podría ser que estas actitudes estén todavía justifica-das, en cuyo caso habría una razón para seguirlas practicando. Las religiones prohibían que los hermanos se casaran entre ellos; hoy la genética explica que estaban tratando de evitar mutaciones dañinas. A muchos les molestará que la razón venga a suplantar un precepto, pero es que en el momento en que éste se estableció, no podía haber habido explicaciones racionales, porque los mecanismos que causa-ban tal o cual fenómeno no podrían haber sido captados por quienes no conocían de microorganismos, moléculas, mutaciones, recepto-res, toxinas, vibraciones atómicas.

Hagan juego señores: maten y resuciten a su propio DiosCierta vez la actriz uruguaya Concepción Zorrilla, llamada ca-

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riñosa y universalmente La China, imitaba a una petulante que, al pasar por la playa de Pocitos admiraba: “¡Que hermosa playa! Pero cuanta gente... ¡Con razón que no viene nadie!” A mi me saca de las casillas oír a los intelectuales proclamar que “Dios ha muerto…”, porque “la humanidad ya no cree en él”, pero un momento después agregan que Dios hoy pervive en el mercado, el consumo, la vida y muerte del espacio y del tiempo. Friedrich Nietzsche lo mató una vez; el filósofo André Glucksmann (“La tercera muerte de Dios”) al parecer va por tres. Recuerdo que en la década de 1960 se suscitó una discusión mediática entre los que decían “Dios no existe”, “Dios existe”, “Dios no existe, pero existió durante la creación”. Entonces, por la calle 42 de Manhattan vendían camisetas que decían “Dios vive, y se oculta en Argentina”. No es ese el Dios al que me he referido en este ensayo. Ésa es una marioneta intelectual que han bautizado “Dios”. Ni falta hace que gaste palabras en aclarar que me he estado refiriendo, en cambio, a la deidad por la cual se autoflagelaban Luis Ix de Francia y Catalina de Siena o por la cual las masas de indios van de rodillas por kilómetros hacia la basílica de Guadalupe en México. Para mi estas multitudes todavía son “alguien” y siempre contarán como seres humanos.

“¿Por qué la gente se preocupa tanto por lo que otra gente cree de Dios?”

Daniel C. Dennett

Adenda

Jesús ha sido ciertamente el personaje más importante en la cul-tura occidental, pero así y todo conocemos muy poco sobre él, pues los testimonios sobre su vida han sido escritos a partir de versiones orales de personas nacidas varias generaciones después de su muerte, que no podían haber presenciado los hechos que atestiguan en los Evangelios. Luego, entre todos los documentos así producidos, la institución religiosa escogió aquellos que concordaban o apoyaban su concepción del arranque del cristianismo, sobre todo que la legiti-maban, e hizo a un lado los que consideró apócrifos. La ciencia trata

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de establecer, en primer lugar, si hubo una persona real sobre la que se plasmo la figura de Jesús y su estatuto religioso y, en segundo, qué puede decirse tanto de aquella hipotética persona como de hechos y circunstancias de su entorno. De entre toda esa multitud de conjetu-ras, hay una línea argumental que creo ilustrativo resumir en un par de párrafos: los filósofos cínicos.

Por cierto, no estaban en el área de Jerusalén, sino en la Grecia del iv y v siglos antes de Cristo. Uno de los primeros fue Antístenes de Atenas (circa 450-366 a.C.). Fue discípulo de Georgias de Leontini (circa 485-circa 380 a.C.), sin embargo, su principal aprendizaje fue con Sócrates, con quien tuvo una amistad que lo llevó a acompañarlo hasta la muerte de éste. Cierto día Antístenes decidió prescindir de todo lo superfluo y fundar su propia escuela en un gimnasio en las afueras de Atenas, llamado cinosarges (perro blanco), lo que dio a su escuela el nombre de cínica. Su indumentaria –un ropón y un ca-yado– se convirtió en el uniforme de los filósofos cínicos. Para evitar antojos de la fortuna y regir su propio destino, prescindió de todo lo que no pudiera llevar encima. Otro cínico famoso fue Diógenes de Sínope (circa 413-323 a.C.), desaliñado, burlón y sarcástico, que vivía en un barril, se masturbaba en público y dirigía su agresión particu-larmente contra los poderosos y sus instituciones. Lo siguen discípu-los como Crates (circa 368-288 a.C.) y a éste Metrocles e Hiparquia de Maronea, dos hermanos que abandonaron todas sus pertenencias. Hiparquia fue una de las pocas mujeres filósofas. Más adelante, otros filósofos cínicos fueron Diógenes Laercio, Mónimo de Siracusa, y así llegamos a Luciano de Samosata quien fue, en realidad, cínico pero también ya epicúreo; esta última fue, más tarde, una corriente muy desarrollada en Roma.

Lo esencial de la filosofía cínica era la autarquía, el desprecio de la familia, del dinero, de la fama así como también de las posturas filosóficas antiguas, y se consideraban cosmopolitas. Aborrecían las leyes establecidas, las normas sociales y todo lo que representara una atadura para el hombre. En realidad, su filosofía surge de presentarse ante autoridades, sabios e instituciones y criticarlos despiadadamen-te. Para decirlo de una manera irrespetuosa, asemejaban a nuestros hippies que se mueven en promiscuas patotas. No es ajeno a esta

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comparación el hecho de que uno de ellos, Onesícrito de Astipalea (380-300 a.C.), acompañó a Alejandro Magno en una expedición a la India, donde hizo buenas migas con sabios y santones medio des-nudos a los que de ahí en más los cínicos admiraron. Aquella filosofía quedó plasmada en sentencias breves, agudas, irónicas, máximas y parábolas fáciles de captar. Y si bien no he encontrado afirmaciones incontrovertibles de que Jesús fuera un filósofo cínico, es evidente que aquella filosofía de personajes notablemente frugales proliferaba en la zona y las comparaciones dejan poco lugar a dudas.

Jesús provenía del pueblo judío que se asumía diferente por haber sido –según ellos y en similitud con muchas otras culturas– escogido por Dios y, no obstante, hizo la revolución moral más importante de que se tenga memoria, pues abrió su fe a cualquiera que quisiera unir-se a él adoptando sus normas éticas y sus creencias (Bagu, 1992). Pero la cultura romana tenía características tan indelebles, que abundan los analistas que afirman que fueron los romanos quienes romaniza-ron a la Iglesia, y no al revés (Vallejo, 2007).

“Sigo creyendo que este mundo no tiene un sentido supe-rior. Pero sé que hay algo que sí tiene sentido, y es el hom-bre ante su prójimo.”

Albert Camus

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Capítulo 3

La ciencia vista por el analfabeto científico

Entiendo muy bien que la idea que tiene el ciudadano medio de qué es la ciencia esté plagada de malos entendidos. Se me ha ocurri-do tomar el toro por los cuernos y dedicar este capítulo a tratar de aclarar las confusiones más habituales. Los subtítulos entre comillas son expresiones de analfabetos científicos tomadas de los discursos habituales.

1) Tomar “Alemania tiene ciencia”, como “todos y cada uno de los alemanes tienen ciencia” (y aquí podemos reemplazar alemanes por suecos, belgas, ingleses, etcétera)

Cada vez que enfatizo que la manera de interpretar la realidad “a la científica” no admite milagros ni aseveraciones metafísicas, invariablemente me tratan de refutar señalando que Estados Unidos y Alemania poseen ciencia, pero que el primero tiene hordas de sectas lunáticas, que se inmolan o practican ritos satánicos, y menciona a Dios hasta en sus monedas, y el segundo contó con suficientes chifla-dos como los que causaron la pesadilla nazi. Aclaremos. Si digo que en Argentina hay buen teatro y buena odontología, nadie pensará que allá son todos actores y dentistas. Lo que sí quiero decir es que, en caso de querer ver teatro o leer una crítica, los argentinos tienen excelentes especialistas y lo mismo ocurre cuando los aqueja un pro-blema dental. De la misma manera, sólo una fracción pequeña de los habitantes del Primer Mundo está alfabetizada científicamente, el resto continúa inmerso en el analfabetismo más honesto y cándi-

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do que uno se pueda imaginar. La diferencia entre Primer y Tercer Mundo es que la población del primero tiene una cultura compatible con la ciencia y la tecnología y, en caso de un problema energéti-co, de salud, de comunicación o bélico, está de acuerdo en que sus gobiernos encomienden su solución a las universidades e institutos y que una parte sustancial de sus impuestos se destine para pagar los gastos correspondientes. Eso no sucede en el Tercer Mundo, donde la ciencia es invisible, y ni el gobierno ni el empresariado le encargan nada a sus universidades.

2) Considerar “ciencia moderna” como un equivalente exacto de “conocimiento” y de “investigación”

“Ciencia”, así en general, significa “la forma más adelantada del conocimiento” de un pueblo, en un momento dado; por eso trato de referirme a “la ciencia moderna”. Difícilmente podemos culpar a los legos de confundir información, conocimiento, investigación, tec-nología y ciencia, cuando los mismos intelectuales que estudian este tipo de fenómenos con frecuencia se manifiestan confundidos (véase por ejemplo Salomon y Lebeau, 1993) o cuando el Banco Mundial se presenta como el “Banco del Conocimiento” y toma el conocimiento de los países del hemisferio austral como sólo diferentes cuantitati­vamente de los del hemisferio boreal (Mehta, 2001). Y lo que es aun peor, para el Banco Mundial esta diferencia consiste sólo en la canti-dad de información. Baste decir que algunos de sus proyectos están dedicados a la transferencia (Norte / Sur) de datos y técnicas. Algo así como si los Estados Unidos les transfirieran secretos atómicos a la tribu Yanomami de la Amazonia. Ni vale la pena explayarse.

3) “La ciencia ha fallado garrafal e irremisiblemente”El oscurantista vive esperando que el edificio científico se venga

abajo, así él puede continuar con sus antiguallas mentales. Se apre-sura a proclamar: “El principio de incertidumbre de Heisenberg y el teorema de incompletitud de Gödel demuestran que la ciencia falla desde sus raíces y no es mejor que cualquier otro montón de mitolo­gías”. Aparte del hecho de que esto revela una mala comprensión del principio de Heisenberg y del teorema de Gödel, quienes así piensan

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escriben sus artículos en procesadores de palabras cuyos chips fueron desarrollados por medio de una física que tiene incorporada la mecá-nica cuántica, continúan curándose con medicamentos concebidos y sintetizados de acuerdo con las enseñanzas de la química cuántica y que fueron creados con una matemática que no fue mellada por las ideas de Heisenberg y Gödel.

4) “La ciencia no ha cumplido sus promesas”La ciencia no tiene una estructura que la capacite para prometer

un futuro en particular. Es cierto que los científicos (no la ciencia) hacen (muchas) promesas cuando solicitan dinero para construir una nave espacial cargada con equipo que en ocho años estará tomando fotografías de los anillos de Saturno o cuando solicitan financiamien-to para investigar el papel que desempeña una enzima determinada en el desarrollo de la hipertensión. Mas éstas son esperanzas –no promesas– basadas en descubrimientos previos, en las propiedades conocidas de los materiales, en la medición de las distancias, tempe-raturas, propiedades químicas, etcétera.

Sospecho que el porcentaje de parejas que se casan cuando están enamoradas, pero que más tarde se divorcian, es más elevado que el de los proyectos científicos que no llegan a cumplir las metas desea-das. De hecho, la ciencia es la forma de predecir más eficaz con que contamos hoy en día, sus logros han sido tan impresionantes que la gente, acostumbrada a creer en dioses todopoderosos, le ha con-ferido a la ciencia la misma confianza y le ha atribuido un carácter mesiánico.

Pero, hablando con franqueza, nadie cree ni por un momento que lo que deploran los religiosos y sus instituciones es la incertidumbre de Heisenberg ni la incompletitud de Gödel, ni la discrepancia entre las predicciones científicas y sus logros. Algunos sociólogos actúan como si, en el siglo xix, algún genio hubiera hecho promesas en nom-bre de las generaciones futuras y que los científicos de la actualidad estuvieran obligados a implementar sus proyectos y cumplir sus espe-ranzas. Si en realidad la gente estuviera acostumbrada a hacer tales comparaciones entre promesas y logros, la religión y la política se habrían extinguido hace ya mucho tiempo.

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5) “La ciencia ha destruido nuestra ética y nuestros valores, y no los ha sustituido”

Uno podría simplemente encogerse de hombros y contestar que la ciencia carece de normas éticas intrínsecas. Pero, en opinión del filósofo vasco Nicanor Ursúa, “la ciencia podrá carecer de normas éticas ¿pero quién ha visto jamás a la ciencia flotando sola por ahí? La ciencia existe en la mente de los científicos y éstos son seres hu­manos que deben tener valores”.

Incluso cuando los científicos, tomados como una comunidad, rechazan a un colega que miente como parte de su lucha por alcanzar poder, prestigio o ingresos personales, o bien que hace trampa debido a que es incapaz de entregar lo que ha prometido en su solicitud de financiamiento y, en consecuencia, su trabajo, su cargo y su futuro están en peligro, la comunidad no lo censura tanto por razones mo-rales, sino porque la ciencia es un saber sistemático y apoyarse en las mentiras que introdujo algún colega causa una pérdida de tiempo, esfuerzo y dinero demasiado grandes.

El siguiente tema ético se presenta cuando se discuten cuestiones como la bomba atómica, el napalm y la fertilización in vitro, debido a que éstos no pudieron haber sido desarrollados sin la ciencia y la tecnología. Si un torturador emplea una picana eléctrica, no se debe culpar a la ley de Ohm. Es en este sentido que lo anterior no consti-tuye una falla de la ciencia, sino de una educación y una religión que han fallado al preparar a los seres humanos para que empleen con cordura los productos de la ciencia.

La idea de “verdad” que empleamos en la ciencia se halla en cla-ro contraste con la de la Iglesia tal como lo expresó el numen de la Contrarreforma, Ignacio de Loyola: “Debemos siempre tener para en todo acertar, que lo blanco que yo creo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina”.

Más aún, aunque la ciencia carece de verdades absolutas o de va-lores éticos intrínsecos, sí mejora los nuestros, pues con su costumbre de exigir pruebas y razones, va demoliendo las posiciones de quienes dividen a los pueblos en clases, afirman que la mujer y los negros son inferiores o que los niños son locos en miniatura.

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6) “La ciencia ha destruido el sentido de la vida”La ciencia está preocupada con lo que deseamos introducir en su

creciente cuerpo de conocimientos y no con lo que permanece fuera. Característicamente, afirma: “2 + 2 = 4” y sólo por implicación aña-diría “y aquellos que creen que es 9, están equivocados.” La ciencia demuestra que la Tierra gira en una órbita alrededor del Sol, pero no compromete su maquinaria (instituciones, apoyo financiero, investi-gadores) a contender contra quienes admiten que a la Tierra la sos-tiene una tortuga gigante apoyada en cuatro elefantes descomunales. La ciencia no desacredita las creencias religiosas de nadie sino que, al explicar cómo funciona la realidad, hace más y más difícil digerir los modelos mitológicos.

Sin embargo, no podemos desconocer que la ciencia ocasiona el derrumbe de las mitologías tan rápidamente, que la gente no es capaz de resolver los problemas emocionales que este cambio le produce. El temor de Dios desempeñaba un papel importante. Uno de los dra-mas de nuestro tiempo es que el antiguo temor de Dios no ha sido sustituido eficazmente por el amor hacia nuestro prójimo o por la mera dignidad.

La experiencia muestra, por el contrario, que son los valores mo-rales legados por las religiones, y no la ciencia, los que han caído en desuso. No me imagino a un delegado sindical saliendo de un encuen-tro con la patronal y anunciando: “Nos han negado el aumento que solicitamos. Pero no nos preocupemos; recuerden que es más fácil que un camello pase por el ojo de una cerradura, que entre en el cielo un rico. Además, bienaventurados los pobres, porque de ellos será el reino de los cielos” (¡lo sacarían a patadas!).

Una multitud de filósofos, entre quienes resaltan Schopenhauer, Nietzsche, Merleau-Ponty y Sartre, han destronado a Dios como otorgador del significado de la vida. Y muchos otros, Simone de Beauvoir por mencionar una filósofa, sostienen que, en la medida en que la vida carece de significado intrínseco, se nos presenta la posi-bilidad de otorgarle uno. Sin embargo, tras milenios de vivir bajo un sistema de valores atribuidos a la bondad o a la severidad de Dios, no resulta fácil seguir el consejo de la Beauvoir.

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7) “Ya hemos logrado reducir la ciencia a la investigación. ¿No podríamos ahora reducir ésta a la investigación aplicada?”

Antiguamente lo que la ciencia iba aprendiendo era, por así decir, para consumo interno. Pasaba mucho tiempo desde el momento en que un sabio introducía un conocimiento científico hasta que alguien le encontraba alguna utilidad. Esto le dio al analfabeto científico la idea de que hay dos ciencias: una para entender y otra para aplicar. Pero no hay dos epistemologías; algo se sabe o no se sabe, en cuyo caso se necesita apelar a la ciencia, de la única. Además, el conoci-miento no es como la “información” que puede ser guardada en las bibliotecas y en la memoria de las computadoras. Con el fin de apli-car el conocimiento, alguien debe tenerlo, saberlo, y este alguien, lo mismo que su conocimiento, es producto de un largo proceso que se inicia en la ciencia básica o no podrá ir muy lejos sin ella. Creer que es posible aplicar ciencia, sin tener antes una ciencia que aplicar, es como solicitarle a un jardinero que obtenga mandarinas sin tomar en cuenta que éstas son fruto de todo un árbol. Si la gente quiere aeroplanos que resistan la turbulencia o medicamentos que eliminen las obstrucciones arteriales debe aceptar que sus impuestos se usen también para pagar a científicos que discutan acerca de la topología, las supercuerdas o la quiralidad molecular.

El progreso de la ciencia no es lineal. Quizás el primer paso pueda ser aplicado, es decir, con un propósito, pero ya los demás dependen de hallazgos en el primer paso, que difícilmente podrían haberse predicho; en cuanto a terceros o cuartos pasos ya son de una vaguedad tal que no hay forma de anticipar con certeza o, por lo menos con honestidad, dónde conducirá una nueva investiga-ción. Por ejemplo, los antibióticos no son una “supersulfamida”, sino otra cosa muy distinta. En la década de 1950 la parálisis in-fantil estaba haciendo estragos. Si se hubiera recurrido a la inves-tigación aplicada, hoy tendríamos hangares descomunales llenos de paralíticos encerrados en pulmotores computarizados, con te-levisores pegados al techo, que el paciente pudiera manejar con la nariz, y muletas “high­tech”. En cambio la ciencia básica estudió la biología del virus que produce la enfermedad, generó vacunas y la borró del mapa.

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La clasificación “ciencia básica”/“ciencia aplicada”, es una taxo-nomía administrativa, burocrática. ¿Dónde iría hoy la ciencia y la tecnología o, simplemente, el funcionamiento diario de la sociedad si no hubiera matemática, si nuestros vendedores no supieran medir y contar, nuestros farmacólogos pesar, nuestros ingenieros calcular? ¿Qué hubiera pasado si la estupidez de los funcionarios de la Grecia clásica o de la Edad Media hubieran disuadido a Pitágoras, Euclides, Kharizmi o los del siglo xvi hubieran acallado a Nicolò Fontana, apodado Tartaglia (el tartamudo), para que se dejaran de estudios tontitos que –literalmente– no servían para nada, siendo que muchos de aquellos pensadores murieron sin sospechar siquiera que sus de-sarrollos tuvieran algo que ver con la realidad? ¿Cómo hubiéramos llegado a entender el desarrollo de la mente humana si no hubiera habido sabios que pasaban años tratando de entender como piensan los nuer de Sudán o qué tenían in mente las sacerdotisas de Diana en Aricia? No fomentar la investigación básica hoy no es tanto una tontería, cuanto un bochorno propio de ejecutivos de mercado y mer-cachifles de la investigación, no de la ciencia.

8) La noción de progreso es ridiculizadaEl pensador francés Émile Durkheim (1858-1917) apuntó que el

progreso no era consecuencia necesaria del desarrollo de la ciencia y la tecnología. Estamos de acuerdo, no es una consecuencia ne­cesaria, pero esta observación no debe ser interpretada como una demostración de que la ciencia y la tecnología son superfluas, ni co-mo la negación de que con la ayuda de la ciencia y la tecnología, la humanidad ha hecho avances impresionantes y positivos. Con el afán de evitar una discusión prolongada podemos emplear aquí la idea de “progreso” que nace del ejemplo siguiente: hasta hace pocos siglos, el acto de dar a luz mataba a un porcentaje muy alto de mu-jeres; en todas las familias había habido alguna mujer muerta en el parto; un número sorprendente de niños moría antes de los tres años debido a que los médicos desconocían el tratamiento de la diarrea y la deshidratación; una de cada seis personas fallecía de neumonía; la apendicitis mataba al cien por ciento de los pacientes que morían entre dolores terribles y vomitando heces fecales (el cólico miserere);

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los niños que eran sordos de nacimiento se convertían en idiotas; los adultos con trastornos mentales eran encadenados y golpeados regularmente; los dientes se pudrían en la boca de las personas; no había papel sanitario ni nadie se bañaba periódicamente; la gente no votaba, trabajaba quince horas diarias y, después de treinta años de trabajo, podía ser despedida si sufría de una enfermedad que la inca-pacitara; ni siquiera se hablaba de los beneficios del retiro; la mayor parte de las mujeres eran analfabetas, no podían obtener empleo y sus maridos tenían el derecho de golpearlas y aun de matarlas; la comida era mal conservada y se descomponía con facilidad por lo que gran cantidad de personas morían envenenadas en sus propios hogares por comer alimentos en mal estado. Viajar era muy inseguro a causa de que bandidos y posaderos sabían que los viajeros debían llevar con ellos oro y plata, la única moneda de cambio válida en todas partes, y, por obtenerla, llegaban a matar a los viajeros; el gobierno estaba en manos de unos cuantos, supuestamente elegidos por Dios quien les había infundido sangre azul, y los señores feudales tenían el derecho de pernada (copular con la novia). Esta aristocracia daba sus recién nacidos a nodrizas que los traerían de visita cada pocos meses. Era frecuente que la madre escogiera nodrizas famosas por dormir con las criaturitas en la misma cama, darse la vuelta en sueños y sofocar al bebé. Los orfelinatos constituían verdaderas máquinas para ase-sinar niños, los que con frecuencia no sobrevivían en ellos el año. Al llegar aquí, resultaría bueno leer A Distant Mirror, libro de Barbara Tuchman, o Storia di un giorno in una città medievale, de Chiara Frugoni, e imaginar lo que sería que lo enviaran a uno a la Edad Media. En consecuencia, si comparamos el “entonces” y el “ahora” podemos decir que notamos una diferencia innegable a la que nos sentimos con derecho a llamar progreso.

9) “La razón fue puesta a prueba y se le descartó por inútil y dañina.”

En nombre de la Ilustración, se identificó el Estado con la razón. Los métodos de producción taylorianos llevados al extremo fueron considerados como la victoria de la razón. Si alguien quiere ver di-chos métodos criticados genialmente, le recomiendo ver “Tiempos

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modernos”, dirigida y actuada por Charles Chaplin. La burocracia fue definida como la autoridad racional y legal. La revolución popu-lar se trasformó en dictadura del proletariado y dio como resultado pesadillas totalitarias. Las tradiciones religiosas fueron utilizadas por los regímenes autoritarios nacionalistas que denominaron moder-nización a lo que, de hecho, consistía en entronizar el imperio del mercado (Touraine, 1994). Sobre esta base se supuso que la razón estaba ya completamente probada y descartada. ¡Menos mal que di-rigieron sus cañones sobre la razón!; de haberlo hecho sobre el amor, se hubieran cometido más atropellos.

Los pensadores, a quienes disgusta el conocimiento objetivo o la modernidad, pusieron su fe en su Dios y fraguaron una ideología que influyó en los precursores de las políticas nazis (Ericksen, 2001). Con frecuencia uno se topa con expresiones tales como “la fe arro­gante en la razón” y “los excesos de la razón”. Si uno valora hechos y razonamientos, como los que produjo el impacto de la razón en la medicina, las condiciones de la vida cotidiana, las comunicaciones, los viajes, la seguridad y el tiempo de vida, no resulta necesario tener fe en la razón, basta con comparar los abundantísimos datos objetivos y meditar sensatamente. Y, en lo que respecta a los temores por los “excesos de la razón”, debemos decir que, mientras el regis-tro de los excesos de la fe es muy abundante, la historia no muestra muchos ejemplos de excesos de la razón sobre los que podríamos reflexionar; quizá tengamos que esperar a que se produzcan algunos para ver cómo son.

Debo confesar que todo este manejo de la razón me parece un do-ble desatino. En primer lugar, no me parece sensato fabricar un pun­ching ball, llamarlo “razón”, y aporrearlo. Si hubo intelectuales que tuvieron el tupé de llamar “racionalismo” a sus trapacerías políticas, todo lo que hay que hacer es esperar que surjan otros intelectuales que los refuten. En segundo lugar, creo que para el propósito de este libro, me bastará exponer por qué creo yo que la razón y sus usos (me refiero a las técnicas del razonar) han sido un logro crucial en la historia del pensamiento humano. Lo expondré a continuación.

Por un momento los padres de la ciencia moderna juzgaron sensato partir de principios evidentes y aceptables, y de ahí en más construir

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modelos de la realidad a puro golpe de deducción. Apelaré a una ca-ricatura. Si mi amigo Manuel se retrasa a la cita que tiene conmigo en cierta esquina, puedo pensar que se confundió de lugar o de hora, o que el confundido soy yo, que quizás tuvo un contratiempo con un fa-miliar o su coche se descompuso, se quedó sin gasolina, se lo robaron o acaso descubrió que en el fondo me aborrece y no piensa acudir… (y aquí encomiendo al lector imaginar la multitud de cosas que, en prin-cipio, podrían haber provocado la tardanza o la ausencia de Manuel). Dadas estas circunstancias, creo que lo más adecuado es que tome mi celular, me comunique con Manuel (“la realidad”) para averiguar qué está sucediendo. “Nada, hombre, es que se nos ocurrió citarnos a la hora pico y hay un tráfico infernal. No te impacientes. Aguarda unos minutos más”, o cualquier otra explicación posible. Justamente, René Descartes propuso ese método: usar el razonamiento para deducir las alternativas más plausibles, descartar los más traídas de los pelos y, luego, con las alternativas que nos quedan ir a “preguntarle a la reali-dad” (hacer una observación, un experimento que nos responda o, al menos, descartar más alternativas y reducir la magnitud de la duda). Sólo que el método de Descartes es a veces explicado de una forma tan alambicada, que el lego llega a creer que, en serio, los investigadores tenemos una suerte de máquina de hacer chorizos a la que agregamos carne picada en un extremo, damos vueltas a la manija, y automáti-camente obtenemos conocimiento por el otro.

10) Para el científico el Paraíso es el resabio de una antigua ignorancia; para el analfabeto científico la ignorancia es un paraíso

Poniendo las cosas en blanco y negro, para el científico existe el orden de lo conocido y el caos de lo ignorado.1 Justamente, la investigación trabaja en la frontera entre ambos: yo me gano la vida tomando algo que no se conoce, lo estudio y, si consigo decir algo

1 Irónicamente, hoy la ciencia está encontrando que el caos no es una ausen-cia total de orden; hay una tremenda cantidad de orden escondida en el caos. Con todo, esta aclaración podría resultar superflua, pues, en tanto no se encuentra dicho orden oculto, el caos será ignorancia y, ni bien se lo encuentra, ya es orden, y ninguno de los dos es sagrado.

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valioso, lo incorporo al mundo de lo conocido. Tomo en particular ignorancias que tienen que ver con la vida, porque mi formación me lo permite, en cambio, no tomo nada de cosmología, porque mi aparato conceptual y las técnicas que fui aprendiendo no sirven para estudiar el cosmos. Y, así, otros toman patologías dentales, manuscri-tos en arameo, problemas de filología, afasias. Para mí y para dichos colegas lo desconocido no tiene nada de sagrado: es simple ignorancia a la que esperamos hincarle el diente el día en que alguno de nosotros considere que sus herramientas conceptuales y metodológicas están suficientemente maduras como para entrarle al problema.

¿Y qué encontraremos ese día? Vale decir, cuando lleguemos a ese islote (que hoy) es caos, ¿qué vamos a descubrir? Puesto que, como digo, es ignorancia, no sé que vamos a encontrar, pero puedo confe-sar mis sospechas de que encontraremos dos cosas: (a) La primera, en realidad, la adelantó Albert Einstein. Preguntado de cuál era la característica del universo que más le llamaba la atención, dijo “su comprensibilidad”. Se refería a que por más oscuro, complicado, hueso duro de pelar que aparezca un problema, cuando se lo llega a entender pasará a integrar armónicamente el universo ordenado de lo conocido. Cuando era niño leí una frase, no recuerdo si era de Thomas A. Edison o Henry Ford, “este problema, una vez resuelto, va a ser muy simple”. Y sin ir tan lejos, se trataba de la solución del problema que nos daban como deber para el hogar, el desenla-ce en el último capítulo de la novela policial, el número de lotería que salió ayer, la respuesta a la adivinanza. (b) La segunda cosa que probablemente encontraremos son recuas de analfabetos científicos afirmando que lo oculto, lo reprimido, lo olvidado es irracional, es decir, todavía no lo conocen, pero ya se largan a afirmar que no será racional. Mientras la ciencia puede señalar la racionalidad de infinidad de cosas que alguna vez fueron ignorancias (la causa de la tuberculosis, qué son los rayos x), el analfabeto científico no puede señalar ninguna que, una vez verificada su existencia y explicada satisfactoriamente, no pueda ser integrada al patrimonio cognitivo humano. Muchos literatos, que son al mismo tiempo analfabetos científicos, se ganan la vida vendiendo “misterios” de ancianas tías, que hablaban con el espíritu de parientes difuntos, de endemoniados

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o exagerando costumbres y tradiciones de los humildes pueblitos de su infancia, como si sus mayores hubieran sido payasos inmersos en candideces estúpidas, gente sin problemas humanos, que ahora se pueden vender al Primer Mundo como “Latinamerican curious”. El analfabeto científico presenta esos “hechos sobrenaturales” como pruebas de que la razón ha caducado.

11) ¿De quién es la mente sucia?Diez minutos de televisión o una breve visita a un quiosco de

periódicos bastan para convencer de que los autores inventan –y la gente disfruta– arsenales muchísimo más sofisticados, poderosos y demoníacos de los que desarrolla la ciencia, así como científicos muchos más malvados. La robótica, para los científicos, consiste en hacer mejores instrumentos auditivos, brazos y piernas que los disca-pacitados puedan manejar a voluntad, sensores de radar que puedan informar a los ciegos qué clase de objetos tienen frente a ellos, mar-capasos que controlen el ritmo cardiaco en forma independiente de las interferencias ambientales y chips de computadora que puedan ser colocados en el cerebro para sustituir sistemas neuronales dañados. Pero, en cuestión de robótica, los científicos son ampliamente supe-rados por personajes ficticios que ya poseen armas atómicas, ojos que disparan rayos gamma capaces de destruir vallas de concreto, pistolas láser capaces de demoler vehículos espaciales y perversos muñecos intergalácticos. Cuando los medios dieron la noticia de que el genoma humano había sido descifrado, a los mejores biólogos y genetistas moleculares se les invitó a que escribieran ensayos acerca de las implicaciones científicas de tal descubrimiento y de lo que se esperaba comparando los genomas de las bacterias, de las levaduras, de los gusanos, de la Drosophila y de los seres humanos; se les so-licitó que elaboraran sobre la detección temprana de enfermedades potenciales. En cambio, el analfabeto científico se apresuró a acusar a la ciencia de tener la intención de hacer todas las sucias monstruo-sidades y atrocidades imaginadas por los autores de ciencia ficción (véase Salomon, 1999).

¿Por qué la fantasía popular se lanza con tanta fruición al tre-mendismo? ¿Por qué no le basta con malignizar la realidad y recurre,

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además, a poner sus puercas fantasías en boca de la ciencia? Me con-testo a mi mismo: porque la voracidad popular constituye un gran mercado. Pero, entonces, ¿de dónde surge el pantagruélico apetito del mercado por fantasías perversas? Ya he mencionado que, desde el alba de la prehistoria, el Homo sapiens ha dependido de su habilidad para elaborar modelos dinámicos de modo que pueda escoger sus estrategias de sobrevivencia. Es posible que estos modelos incluyan una especie de “paranoia útil” y el impulso para producir y consumir una ficción plena de monstruos y científicos locos sean el resultado de esta actitud de “qué tal y sí”. Cierta vez, Robert MacNamara, a la sazón Secretario de Defensa de los Estados Unidos, solicitó al Congreso un presupuesto colosal, que iba justificando con escenarios en los que el enemigo podía causarles tales y cuales daños, a cual más espantoso. Un congresista le preguntó entonces cuál era su criterio de seguridad. Palabra más, palabra menos, el Secretario explicó: “Imaginar las peores contingencias posibles y quedarnos tranquilos de que nuestro país va a ser capaz de superarlas”. Guardada la debida proporción, es posible que el tremendismo surja de un atributo hu-mano muy básico: imaginar contingencias peligrosas y asegurarse de que podrá sobrevivirlas. La Biblia, que es mucho más antigua que la ciencia moderna, se encuentra plena de monstruos, fuerzas satánicas y batallas terribles. Las profecías diabólicas, los cultos y las creencias milenarias constituyen, de hecho, una característica constante a lo largo de las edades (véase Weber, 1999). En todo caso, creemos que no es justo culpar de las fantasías populares a la ciencia moderna.

Al llegar aquí haremos todavía otra consideración a la que podría-mos llamar: ¿Es posible un Dr. Strangelove? El doctor Strangelove es el poderoso científico loco de la película de Stanley Kubrick, que en español llevó el título de “Dr. Insólito o cómo aprendí a no preocu-parme y amar la bomba”, y que en lo que respecta a personajes de ficción debe de ser uno de los más aviesos creados por los escritores de ficción. Uno se pregunta cuán posible es que un científico de esas características haya podido ascender a una posición que le conceda tanto poder para apretar un botón y descerrajar un holocausto nu-clear. Por lo general, los científicos empiezan su carrera como investi-gadores cuando estudian su licenciatura. Tras obtener su doctorado,

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tienen que llenar una gran cantidad de solicitudes, pasar por nume-rosas entrevistas, escribir docenas de informes, y presentar y defen-der su tesis. A continuación, deben asistir a reuniones, responder las preguntas y comentar las sugerencias que le harán centenares de co-legas y, con ellos, tomar luego café o cerveza y continuar elaborando. Tendrán que convencer a empleadores de que les ofrezcan un trabajo, escribir solicitudes de financiamiento perfectamente redactadas, des-cribir el enfoque de su campo, hacer comentarios acerca de peligros posibles, hacer docencia y participar en comités. Y a continuación, por supuesto, para mantenerse con vida dentro de la ciencia profe-sional, necesitan concebir ensayos y convencer a los editores de que los publiquen. A lo largo de todo este proceso se verán rodeados por profesores, estudiantes y colegas. Los sistemas de revisión entre pares desmenuzarán tenazmente su currículum vítae, proyectos, salario, metas, datos preliminares, instalaciones y asistentes hasta extremos que pocas personas no dedicadas a la ciencia podrían creer. Para cuando un científico profesional tiene cincuenta o sesenta años (¿la edad del Dr. Strangelove?) debe de haber conversado en forma oral o por escrito con miles de personas cuyas opiniones podrían dañar o interrumpir radicalmente su carrera. En consecuencia, los científicos comunes son filtrados a través de una fina criba de ética y racionali-dad. Un lunático del tipo del Dr. Strangelove nunca podrá ascender tan alto en el rango de las instituciones a menos, por supuesto, que se convierta en un político. Pero jamás lo hará como científico.

12) “Si la ciencia es tan valiosa, como dicen, vale la pena falsificarla”

Pierre de Fermat (1601-1665) dejó escrito en un ejemplar de la Aritmética de Diofanto, que estaba leyendo un teorema (z2 = x2 + y2) que generaciones de matemáticos gastaron sus plumas mostrando que no lo podían verificar..., ¿entonces, era verdadero? Parecía que sí, pero no lograban demostrarlo. Es más, se hubieran jugado la cabeza a que era demostrable. Pero ni la cabeza de todos ellos juntos tenía el menor valor para la ciencia que siguió sin aceptarlo como cierto. Recién en 1995, más de tres siglos después, Andrew Wiles logró la dichosa demostración. Con esta anécdota pretendo dos cosas. En

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primer lugar, mostrar hasta qué extremo los científicos tienen celo de preservar la coherencia sistemática de su edificio del saber y, en segundo lugar, que así y todo hay muchísimas cosas por algún tiempo oscuras, confusas y ambiguas, pero de las que no es fácil demostrar que violen dicha concatenación de saberes.

Todas las disciplinas crean modelos explicativos. Los átomos, el pneuma, el flogisto, la energía libre, el eslabón perdido entre el mono y los seres humanos, la ciudad de Tebas, los transmisores neuroquí-micos, el mesón de Yukawa, los neutrinos y las supercuerdas fueron en algún momento meras hipótesis... o lo siguen siendo. Pero es co-rriente que a los científicos “duros” se les vaya la mano y exijan que las disciplinas humanísticas se hagan más rigurosas e incorporen los métodos de la física y de la matemática, aunque carezca de sentido pedir al historiador que repita diez veces la caída de Constantinopla para sacar promedios, pues es imposible y, además, su disciplina tiene otros métodos de conocimiento. Alguna vez los historiadores se con-tentaron con fechar a un faraón basándose en los utensilios encon-trados en su tumba, el lugar, el estilo arquitectónico o la decoración del edificio que guardaba su sepulcro, etcétera. Luego, se les hicieron accesibles métodos basados en el decaimiento del carbono-14 (su ra-diactividad disminuye con regularidad a medida que transcurre el tiempo y, por esta razón, su contenido permite fechar al faraón, sus ropas, las viandas puestas en su sarcófago). Hoy existen programas computacionales para calcular la fecha de un fragmento bíblico de hace dos mil años basados en su contenido de carbono-14, la com-posición química de la tinta, el uso de palabras, la gramática, la cita de personajes, lugares y batallas.

Pero alguien que trate de entender por qué un hombre no es sexual-mente excitado por una mujer de verdad, sino por su corpiño colgado en el cuarto de baño, o encontrar una explicación plausible al terror que produce la sola mención de la serpiente o por qué alguien llega a cortarse una oreja, como lo hizo Van Gogh, evidentemente no gana-ría nada midiendo y pesando el cerebro, averiguando la acidez de la sangre y, por lo tanto, no es sensato desestimarlo por recurrir a los métodos que pueda o más le convengan. Mientras que estos investiga-dores no invoquen milagros, revelaciones, dogmas ni el principio de

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autoridad para explicar sus problemas, para mí serán tan científicos como los de cualquier otra disciplina y me parecerá tonto acusarlos de seudociencientíficos. A propósito, a principios del siglo xx, en pleno sarampión de la física atómica, el gran Ernest Rutherford opi-nó que la verdadera ciencia era la física “...y lo demás es filatelia”, desestimó. Me encantaría haberle podido preguntar qué es la física, comparada con una neurobiología que trata de entender cómo hace ese cerebro para hacer física.

Esos no son más que errores o discordias epistemológicas o reyer-tas entre profesionales. Pero veamos lo que ocurre cuando alguien falsifica ciencia a propósito.

Primero, conviene recordar que la vida recurre a extremos inima-ginables para aprovechar una circunstancia: llega a engañar. “En-gañar” está tomado con su grano de sal, pues ni el virus ni la célula utilizan mecanismos humanos. Pero veamos, una clase de virus pue-de ser seleccionada porque expresa una proteína que “engaña” al receptor de la membrana celular que, entonces, le permite entrar en su citoplasma para que la misma célula invadida reproduzca cientos de veces el virus que habrá de matarla; una planta esparce en el aire feromonas que engañan sexualmente a los insectos (químicamente es la misma sustancia que exhala la hembra) que ayudarán al vegetal a dispersar el polen; los cambiantes colores del camaleón hacen que es-ta criatura no sea fácilmente detectada por los depredadores y pueda así sobrevivir. Y, pasando al ser humano, el candidato a un puesto de trabajo se afeita, peina y viste de modo que el entrevistador crea que es más saludable, dinámico e inteligente de lo que es; una muchacha usa perfume para verse más atractiva sexualmente; el ladrón falsifica dinero. Telas, joyas, whisky, documentos, todo lo que es inestimable, son frecuentemente falsificados. También hay científicos fraudulen-tos. Pero aquí nos interesan los estafadores externos. Al lego no le es fácil comprender áreas enteras de la ciencia moderna, en especial, cuando trata de fractales, teoría de catástrofes, topología, entropía, holografía o los conceptos avanzados sobre la mecánica cuántica, la relatividad o los fenómenos neurobiológicos, que desafían el sentido común. He aquí un resquicio, una puerta de acceso, un nicho para que lo invada la seudociencia.

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La seudociencia adopta el lenguaje de la ciencia verdadera, hace extrapolaciones inconcebibles, saca conclusiones después de razonar con tontas analogías y, sobre esa base, apoya una escuela de filosofía o psicología, un culto religioso o una técnica exótica para dominar la realidad con el poder de la mente, conversar con los muertos y presen-tar sus conclusiones como si hubieran sido procesadas por medio de la maquinaria estricta de la epistemología (Bouveresse, 1984, 1999; Chomsky, 1988; Bunge 1991; Sokal y Brickmont, 1997; Shermer, 1997). Para decirlo en palabras del filósofo Mario Bunge: “La seu­dociencia es un montón de disparates vendidos como ciencia”. En consecuencia, no nos toma por sorpresa que científicos, tales como el astrónomo Carl Sagan, hayan hecho el esfuerzo de crear “disposi-tivos para la detección de disparates” con el fin de desenmascarar al seudocientífico que se esconde tras una pantalla de verborrea; nunca usa una sola palabra si tienen ocasión de emplear ciento treinta y dos. Sobre la base de que lo profundo suele ser oscuro, oscurece sus argu-mentos para fingir profundidad. A la vez, sus incautos seguidores dan por sentado que verbalizar palabras difíciles equivale a comprender conceptos importantes.

13) Me-too-drugs, innovation, marketing (es fundamental conservar estas palabras en inglés)

El analfabetismo científico tiene sus líderes; se trata de hombres simplones muy creativos que se la pasan generando frases pegajosas, jueguitos de palabras, latiguillos y cantitos comerciales que penetran muy fácilmente en sus cerebros, en particular, porque ha de haber mucho espacio vacío. Tomaré tres como ejemplos.

Me-too-drugs. La industria farmacéutica emplea ejércitos de far-macólogos, químicos, clínicos, epidemiólogos buscando continua-mente nuevas armas para luchar contra el cáncer, el sida, la gastritis, la impotencia, el Alzheimer. Por supuesto, cada tanto un gigante de la industria sale con una droga realmente novedosa, eficaz, maravillosa. Para medir su importancia no hace falta estrujarse mucho el cerebro para entenderlo; piense en una persona que murió de las complicacio-nes de una vulgar apendicitis un mes antes de que saliera al mercado la penicilina, y otra que un mes más tarde zafó de una peritonitis

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gracias a la penicilina. Lo que gana una transnacional de la farmacia con su nueva droga, producida en 200 plantas regadas por el planeta, es impresionante. Pero los estudiosos se han dado cuenta de que esa cifra es muy pequeña comparada con la suma de lo que ganan sus competidores apelando a una me­too­drug (“droga-yo-también” o quizá sería mejor traducir “yo también produzco esta droga”). Los químicos siempre encuentran una vuelta para agregarle una doble ligadura más a la molécula activa, quitarle un oxhidrilo, ponerle un metilo en un lugar que no viene al caso, zafar de la patente y eso, más un oportuno acuerdo comercial, capacita al segundo gigante a salir al mercado con una droga-yo-también. Comparando lo que ganó el primero con lo que ganó el conjunto de los productores de las drogas-yo-también, se llega muy fácilmente a la conclusión de que vale más imitar que investigar. Eso, a su vez, le permite al simplón analfabeto científico extrapolar que esto habrá de continuar así por siempre jamás, que vale la pena cerrar los laboratorios de creación y quedarse a la espera de imitar a los innovadores. Llegan a llamarlo “el fin de la ciencia”.

Innovation. Los especialistas en mercado llegan a la conclusión de que el dinero que se gana con la suma de las innovaciones es muy superior al que se percibe con las auténticas creaciones. Aquí la analogía sería quizás con un nuevo clericot (innovación) que surge de una nueva combinación de frutas, pero no porque alguien ha-ya inventado una fruta nueva. La inventiva empresarial prescinde, entonces, de la ciencia y de la tecnología, y se concentra en generar novedades para el mercado, pues la clientela no percibe la diferencia entre un producto original y otro que no es más que el mismo perro con diferente bozal.

Marketing. En una empresa, los funcionarios a cargo de la comer-cialización, propaganda, promociones a través de astros del deporte que se pegan cartelitos en sus ropas, gorras y autos, programas tele-visivos o patrocinios de torneos importantes generan muchas más ga-nancias que quienes están a cargo de la investigación y desarrollo.

Basten para muestra esos tres botones para captar que con las me­too­drugs, las innovations y el manejo del marketing no se han

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producido claves que permitan superar los adelantos que genera la ciencia, sino sólo nuevas tretas bolicheras para engañar al usuario. Se basan en que permiten ganar más dinero, pero no en forjar un mundo mejor. Yo las catalogaría en el mismo montón de indignidades que permiten a un “empresario” del Tercer Mundo ganar en la bolsa lo que salvaría del hambre y la miseria a un tercio de la población de su patria. Que esos señores puedan amenazar a sus gobiernos con irse con sus capitales a otros países, si no se les permite perpetrar sus tra-pacerías, no es del resorte de la epistemología, sino de una impunidad que él está en condiciones de comprar.

14) El pez por la boca muereEl Capítulo 1 podría tomarse como “qué es” la ciencia, y el pre-

sente “qué no es” la ciencia. Se trata de una posición autoritaria, ton-ta o práctica de mi parte. Autoritaria porque impone una definición cuestionable, con una pretensión de seguridad por completo ficticia. Tonta porque desconoce olímpicamente que huestes de filósofos se ganan la vida preguntándose si esto que yo llamo “modelo mental” o “manera de interpretar” tiene algo que ver con la realidad-de-ahí-afuera (suponiendo que haya una) o es una construcción subjetiva que, a pesar de ser coherente consigo misma, no tiene nada que ver con la realidad. Para no devanarse los sesos tratando de imaginar por qué es tonta, digamos que una obra de teatro puede ser muy realista, coherente, se la puede criticar…, pero no deja de ser ficción. Lo mismo sucede con el ajedrez, del que se han escrito tratados y más tratados, tiene una coherencia que permite computar el juego y derro-tar al campeón mundial… y, sin embargo, los caballos reales no se mueven dos pasos adelante y uno al costado, ni los obispos de carne y hueso se mueven en diagonal. Finalmente, se trata de una posición práctica, porque necesito llamar “ciencia” al material acotado entre el Capítulo 1 y el presente, porque está amargando la existencia de toda la humanidad. Como se puede apreciar, excusas no me faltan, pero, por lo menos, voy a ser menos enfático en declarar que quienes creen en las patologías que critico en este capítulo son unos tontos. (Pero en mi fuero interno no me cabe ninguna duda de que lo son.)

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En resumen, en el presente capítulo señalo las patologías más co-munes que aparecen en la frontera entre la ciencia y las maneras tra-dicionales de interpretar la realidad. Estos errores lastiman debido a que esos “vale todo” estimulan prácticas esotéricas, seudocientíficas y delincuentes, y son tomadas como alternativas válidas al desarro-llo de la ciencia moderna (véanse Bunge, 1994, 1995 y Bouveresse, 1984, 1999).

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Capítulo 4

El analfabetismo científico del Primer Mundo

“No tengo nada qué perder,salvo la oscuridad.”

Bob Dylan

Este es el primer capítulo en que trato los analfabetismos científi-cos que, como ya adelanté en la Introducción, se refieren a la incapa-cidad de interpretar la realidad “a la manera científica”, esto es, sin invocar milagros, revelaciones, dogmas ni el principio de autoridad. Comienzo por el del Primer Mundo, pues si bien allá las sociedades tienen una cultura compatible con la ciencia, sobre cuya base se enco-miendan la resolución de todos los problemas de envergadura (salud, comunicación, transporte, industria, comercio, educación, guerra), esa ciencia la maneja un pequeño porcentaje de la población. La cual está constituida por académicos, think tanks y comisiones del sena-do, pero es ignorada por el grueso de la población que, sin embargo, paga impuestos para que lo hagan, por los enormes beneficios de que goza. Pero no por eso el grueso de los habitantes del Primer Mundo deja de fastidiarse con esa ciencia que le va demoliendo sus credos y se mete con sus posiciones tradicionales respecto de la vejez, la euta-nasia, la anticoncepción, el aborto, y que prefiere dejar estos asuntos en manos “del modelo anterior”, el religioso.

En una primera aproximación, este grueso de la población con-figura una masa considerable de analfabetos científicos y presenta un tremendo problema latente, tan tremendo que, como trataré de

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mostrar, es una parte sustancial de las calamidades que reza el título de este libro.

La revolución congelada

Los sabios que empezaron a desarrollar la ciencia moderna queda-ron tan maravillados de su criatura, que dieron por sentado que ella misma sería su mejor promotora y se propagaría arrolladoramente por toda la humanidad. Hablando desde el punto de vista social, “la revolución científica” fue apenas un golpe palaciego, porque, en realidad, lo que cambió fue la forma de interpretar de unos cuantos cenáculos intelectuales esparcidos por algunas ciudades. Pero eso bastó para disparar lo que luego se transformó en el Primer Mundo. Dicha revolución ha cambiado, es cierto y de cuajo, el destino de todo el planeta, pero ¿por qué no se globalizó –para decirlo con una nomenclatura actual– como habían soñado sus pioneros?

Antes que nada se impone aclarar de dónde saco yo que dicha re-volución está virtualmente detenida. Veamos: (1) Sólo un puñado de países –los que constituyen el Primer Mundo– tienen ciencia. (2) Pero incluso dentro de esos países que tienen ciencia, uno no puede esperar que el primer habitante con el que se tropiece, sepa quiénes fueron y qué hicieron Galileo, Newton, Kant, Hegel, Cauchy, Peano, Hertz, Bohr, pues sólo una pequeña parte de la población entiende, cultiva y utiliza ciencia: numéricamente hablando reina el analfabetismo científico. Así es, el Primer Mundo también tiene su analfabetismo científico. (3) El Tercer Mundo, no tiene ciencia, no puede detectar esta carencia y ni siquiera sabría qué hacer con la ciencia si la tuviera. A decir verdad, en Iberoamérica sólo tienen una visión del mundo “a la científica” algunos grupos desesperanzadamente minoritarios de España, Brasil, Chile, Argentina, Uruguay, Venezuela y Colombia. (4) El Primer Mundo no se apresura a globalizar la ciencia moderna, antes bien, por momentos parece como si globalizara la ignorancia (véase más adelante).

Volvamos, entonces, a ese analfabetismo científico que es ma-yoritario en el Primer Mundo y que rara vez nos describen los es-

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pecialistas en sociología del conocimiento. En lo que sigue, trataré de pintar la situación tal y como la ven y la sienten los analfabetos primermundistas.

1) La ciencia pierde su tiempo con “intrascendencias”Las religiones señalan lo que Dios es capaz de hacer, tanto cuan-

do está de buenas (el Sol, la Luna, las montañas, flores, mariposas, seres humanos), como cuando pierde los estribos y se encoleriza (te-rremotos, sequías, rayos, plagas, locura), es decir, todos estos son aspectos que ve y entiende toda la gente. La ciencia, en cambio, sólo hace cosas que interesan a muy pocos (telescopios, péndulos, balan-zas, giróscopos, calderas, teoremas). Mal que mortifique a mi ego de científico, los grandes descubrimientos científicos no excitan a nadie. ¿Se imagina el lector a Joseph von Fraunhofer (1786-1826) saltando en una pata por el pasillo, exhibiendo un espectro de absorción so-lar que acaba de registrar y que tiene unas escuálidas rayitas negras aquí y allá? ¡Y sin embargo ese señor demostró que con sus rayitas se podía llegar a conocer qué elementos hay en el Sol! “¿A sí…? ¡No me diga! Chocolate por la noticia”, dirían sus conciudadanos en medio de bostezos. Además, mientras las religiones ofrecen explicaciones fáciles de captar, sobre todos los aspectos importantes de la vida, la ciencia se refiere a intrascendencias que al ciudadano común no le es fácil entender (muones, quiralidad, potenciales sinápticos, anchos nucleares reducidos, líneas de Fraunhofer).

Incluso cuando algo resulta inexplicable, el analfabeto científi-co no lo llama “ignorancia”, porque da por sentado que somos los mortales quienes lo ignoramos, no así sus dioses que todo lo saben y todo lo pueden. Las religiones no ignoran nada, pues incluso llaman “misterios” a sus ignorancias. Algo es tanto o más sagrado cuanto más misterioso, porque se toma como señal de que se trata de un saber tan fundamental, que los mismos dioses prefieren reservárselo para sí mismos y prohíben que los mortales se enteren. Esta creencia está reflejada en la mitología de casi todos los pueblos de la Tierra; recordemos aquellos mitos sobre curiosos ilustres: estaba prohibido comer del fruto del árbol del conocimiento que Jehová había puesto en pleno jardín del Edén; la mujer de Lot, Prometeo, Pandora, Tomás,

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el hermano mellizo de Jesús, todos fueron severamente castigados. Justamente, el pensador latino Tácito (55-117) opinaba que lo que el hombre no conoce, lo supone magnífico. Y otro pensador, cuyo nombre no me viene a la memoria, declaró: “El hombre está remata­damente loco: no puede hacer una pulga, pero hace dioses a troche y moche”.

En cambio, la ciencia no dice nada sobre cosas de muchísimo peso, como si moriré en esta batalla o si me voy a ir al Infierno. Sus conocimientos son, por ejemplo, que el número 19 es primo, que la suma del cuadrado de los catetos es igual al cuadrado de la hipote-nusa, afirma algo tan contraintuitivo como que el Sol es el centro del sistema planetario. ¡A quién le importa! ¿Acaso todo el mundo sabe qué es un número primo o un cateto o cuánto suman los ángulos internos de un triángulo?

Además, si uno desconoce y transgrede una norma religiosa es castigado por Dios, por los reyes y por los sacerdotes. En cambio, si ignora la criba de Eratóstenes, la diferencia entre un álcali y un ácido o el teorema de Torricelli puede dormir tranquilo.

2) Después de todo, ¿qué hay de malo en ser creyente?Los científicos damos mucha menos importancia al no creer que

al demostrar, y entrenamos a nuestros alumnos para que aprendan cómo hacerlo por ellos mismos (“dado y = (a + b)2, demuestre que...”). Las demostraciones constituyen un mecanismo eficientísimo para librarse de falsedades. Pero la capacidad de hacer demostraciones no es natural sino producto artificial de la cultura. Multitud de alumnos se sienten en la gloria cuando aprueban un examen de matemática y se la sacan de encima.

En cambio, las religiones no cuentan con un mecanismo tan efi-caz para protegerse de las falsedades. Por lo tanto están plagadas de creencias introducidas por personas que, honestamente, creyeron ver a la Virgen, al diablo o que Dios les reveló un conocimiento dado, y que le dijo al mítico Abraham, que huía de Ur, que él sería padre de la nación que Él había elegido. Y, en esa guisa, también les dijo que el sexo es perverso, que la mujer es impura, que comer carne en Viernes Santo es pecado. Lejos de exigir demostraciones, un cristia-

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no se siente virtuoso cuando, ya amaestrado, se pone de rodillas y repite diez veces: “Creo en Dios Padre, todopoderoso, creador del cielo y de la Tierra, etcétera”. Que yo sepa nadie fue quemado en una hoguera por no saber demostrar que los ángulos opuestos de un paralelogramo son iguales; en cambio, muchos fueron inmolados por sólo declarar que no creían en Dios.

No sé, por ahí las religiones nacieron el día en que el poderoso descubrió que la facultad de creer la podía pervertir para convertirla en la obligación de que los demás creyeran lo que a él le conviniera. Después de todo, ¿no sucedió así cuando el sexo se extendió a la prostitución, la necesidad al lujo, el hambre a la gula, el ahorro a la especulación? Con el atributo humano de ser creyente, los sacerdotes se dieron maña para fabricar religiones, cardenales, papas y cepos mentales con los que tratan de frenar la evolución hacia una manera de interpretar compatible con la ciencia.

3) Las religiones, por lo menos las que se integraron formando la cultura occidental, constituyen sistemas totales; la ciencia, no

Los padres de la ciencia moderna, esto es, los científicos de hace cuatro o cinco siglos, no parecen haber sospechado que la ciencia fuera una manera de interpretar la realidad; la tomaban como un ramillete de maneras circunscritas e independientes de hacerlo: un saber (zoología) para entender animales, otro distinto (botánica) pa-ra los vegetales, y así otro para las estrellas, volcanes, enfermedades, el Estado. Por mucho tiempo se ignoró que un día dichos saberes confluirían y que el conocimiento científico se volvería sistemático, que la digestión no puede contradecir los principios de la química, y que el vuelo de los pájaros no viola la ley de gravedad. Y después de todo, pensaban, ¿si las contradijera, qué? Y si los diversos saberes no fueran sistematizables, ¿a quién le importaría? De nuevo, esta propiedad del saber científico sólo le podría interesar a un puñado de científicos, no al grueso de la sociedad que continúa inmersa en el analfabetismo científico.

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4) Por mucho tiempo no parecía que la religión y la ciencia fueran a contradecirse

Mientras la teología afirmaba que la Tierra era el centro del uni-verso, la astronomía decía que, por el contrario, era el Sol; mientras para la primera el universo tenía unos seis mil años de edad, para la segunda esa edad se iba dilatando a cientos de miles, millones, miles de millones, pero estas discrepancias no llegaban a la masa, sino apenas a un puñado de sabios y sacerdotes por bando. A nadie le hubiera contrariado que la teología y la ciencia hubieran llegado a formar dos sistemas paralelos que no se tocaran ni interfirieran, tal y como todavía lo predican incluso científicos famosos (véase Stephen J. Gould, 1999).

5) No ocurrió mayor choque que digamosEn el siglo xix, los sabios predecían que era inevitable que se

produjera un choque de grandes proporciones entre la ciencia y la religión. Pero esto no debe llevarnos a creer que cuando una decía blanco, la otra decía negro, pues, en primer lugar, los choques se da-ban rara vez sobre las cosas de la realidad, los datos, los observables, sino en la manera de interpretarlos, y eso le importaba a un peque-ñísimo número de personas. Suena raro, pero a la gente le importa la certeza, no de dónde surge. Si va al banco con un manojo de dólares quiere que le certifiquen si son legítimos o falsos, no qué el cajero le explique cómo lo sabe. Todo el mundo sabe que el agua apaga el fuego, pero me dejaría cortar la cabeza si al entrar en un cuartel de bomberos a preguntar “¿por qué el agua apaga el fuego?”, alguno de ellos supiera responder correctamente. Ni qué decir de la enorme mayoría de las cosas que le competen a la ciencia y permanecen con-finadas al mundo mismo de la ciencia, pero que la gente, más que no saber responder, no entendería de qué le estamos hablando. ¿Cuál es la entalpía de vaporización del tungsteno? ¿Cómo se demuestra que el área del círculo es igual a π multiplicado por el radio al cuadrado? ¿Por qué en un espectro solar aparecen líneas de Fraunhofer? Y si uno de ellos fuera un cura católico y se lo explicáramos, respondería son-riente: “¿Ah, sí…? ¡Vaya!”. Sólo las grandes concepciones molestan, pero éstas las conocen apenas unos cuantos sabios.

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Los biólogos se pasaron años aprendiendo a congelar células, entre ellas algunas líneas humanas. La preocupación se centró en cómo hay que congelarlas para que luego, al volverlas a la tempera-tura ambiente en un cultivo en el laboratorio, continúen viviendo. ¿Hay que congelarlas con substancias como el glicerol para que el agua intracelular no se convierta en hielo? ¿O acaso es más eficiente agregar al medio dimetil sulfóxido? ¿Hay que congelar lentamente, pero descongelar lo más rápidamente posible o es mejor hacerlo al revés? Estas técnicas se perfeccionaron hasta que se llegaron a usar con organismos multicelulares. Pero en los miles de artículos cien-tíficos y tratados eruditos de conservación y cultivo de células no se encuentran disquisiciones altisonantes sobre la vida y la muerte. Claro, llega un momento en que se aprende a congelar y luego revivir óvulos humanos fecundados que, al ser implantados en el útero de una mujer, producen un embarazo y gestan un bebé. ¡Entonces sí que aparecen discordias con las religiones! Pero estos conflictos se tratan de resolver con obcecados topetazos entre dogmas y nociones biológicas, no con argumentos sensatos y honestos.

En varios momentos de la historia, los sabios cristianos hicieron intentos de tomar lo que dice la Biblia como metáforas y alegorías que, a mi manera de ver, hubieran ofrecido quizás una salida poética y elegante (un ejemplo célebre fue el de Galileo Galilei). ¿Pero cuán-tos habitantes saben qué es una metáfora y una alegoría, y por qué eso disgustó a la Iglesia? Con todo, hay demasiadas interferencias, intereses creados y dificultades en lograr que los sacerdotes se con-tenten con ocuparse del más allá y permitan que los científicos nos ocupemos del más acá.

6) Para la mayor parte de la gente del Primer Mundo, la Ilustración bien podría no haber ocurrido jamás

...sobre todo si se la considera bajo los términos de un cambio de cosmovisión. Como ejemplo, recordemos que encuestas recientes coinciden en mostrar que una proporción alarmante de los doctores ¡en biología! desconocen totalmente la teoría de la evolución. Esto parece sellar la cuestión, los desarrollos intelectuales que iniciaron Spinoza, Montesquieu, Voltaire, Rousseau y Kant, le suelen valer tres

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pitos a quienes diseñan carreras de biología, química y materiales en las universidades de más prestigio del Primer Mundo..., y no digamos del Tercer Mundo.

De pronto, el conocimiento otorga poder (es poder, al decir de Francis Bacon)

En cuanto el conocimiento, emanado de las aplicaciones agrícolas, mineras, náuticas, industriales, bélicas, que iba recogiendo la ciencia, otorgó poder (desde saber forjar espadas y lanzas de acero hasta saber si se está navegando hacia el Norte o hacia el Sur, o cómo fabricar explosivos), se despertó una gran avidez por tener huestes de “averi-guadores”, esto es, gente que recogía información, aunque ni siquiera se preocupara por la naturaleza de la ciencia, de su epistemología, ni de su relación con la visión del mundo. Hoy estos averiguadores se llaman “investigadores”, que pueden ir a buscar y clasificar plantas, bichos, minerales, medir distancias, observar procesos orogénicos, marítimos, astronómicos, y cobrar un salario por hacerlo. Si estas personas eran mahometanos, budistas, católicos o judíos no tenía la menor importancia. Fue entonces cuando la cultura de la ciencia comenzó a ser reemplazada por la cultura de la investigación, he-cho que se refleja de múltiples formas. Un doctorando se preocupa por comparar cómo ocurre un proceso fisiológico dado en el riñón de los anfibios y en el de los mamíferos, o en el riñón normal y otro con glomerulonefritis, sin importarle mucho lo que quede más allá de su sistema en estudio.

De pronto la información se convirtió en materia prima para el aparato científico-técnico y todo el Tercer Mundo se sintió científico por el sólo hecho de aportar información para que el primero la me-tabolice y la transforme en conocimiento. Es más, tomó como mérito especial que sus datos fueran publicados en revistas científicas del Pri-mer Mundo y no en el del Tercer Mundo, porque eso implica que ha pasado por controles de calidad mucho más estrictos y prestigiosos. La mayor parte de los países del Tercer Mundo llega a menospreciar y descalificar a sus investigadores que publican en revistas locales.

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Aplaudo este proceder en cuanto el patrimonio cognitivo de la ciencia es universal. Pero, ¡cuidado!, pues luego, si a los estadounidenses y alemanes no les interesan las plagas que matan las plantas o los ani-males de un país ecuatorial o que los suelos pampeanos se erosionen por cultivar soja masivamente, es porque estas calamidades ya no tienen demasiado interés científico, así se vaticine que llegarán a ex-poliar sus campos, ralear sus ganados, causar desastres económicos, hambrunas y desplazamientos poblacionales. Por eso hoy los sanita-ristas se desgañitan proclamando que el noventa por ciento del gasto en investigación médica se concentra en enfermedades que afectan al diez por ciento de la población mundial, obviamente la del Primer Mundo. Mientras la Filaria bancrofti mate a negros africanos descal-zos y no a ciudadanos de Rhode Island, con mocasines de Grimoldi, su estatuto científico será ignorado.

Globalización y competencia

Regresando a los humanos, la ciencia otorga poder y uno de los usos más habituales del poderoso es la competencia. Actualmente la ciencia moderna del Primer Mundo nos pone a los del Tercer Mundo fuera de esa competencia, estrategia que es parte de una inevitable “globalización”. La globalización es para muchos casi una mala pa-labra, pero, de hecho, en sentido amplio, ha estado en marcha desde los amaneceres de la historia. La más obvia y cercana es, por supues-to, la de los mismos seres humanos, pues desde las investigaciones del genetista Luigi Luca Cavalli Sforza (1993, 2001) sabemos que todos los humanos constituimos una sola especie biológica, lo que indica que se originó en un punto (con toda probabilidad, África) y de ahí se globalizó hasta ocupar todo el planeta. Después, estos ubicuos huma-nos globalizaron plantas y animales domesticados (Diamond, 1999). Las normas del sistema métrico decimal, la televisión, los deportes, los pantalones vaqueros, las pizzas, el chop suey, las guitarras, los pianos, las vacunas y las medicinas se propagan rápidamente por todo el mundo, y hasta es habitual ver un indígena de Oaxaca con una camiseta que lleva estampado “I love New York”, mientras un

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joven alemán luce una camisa profusamente bordada en Oaxaca, un belga se contorsiona al compás de música carioca y un paraguayo interpreta un blue en su guitarra eléctrica. Y son tan rebeldes, que acentúan su globalización no dejándose convencer por los intelectua-les conservacionistas de que, en cambio, deberían vestir a la usanza de sus bisabuelos y hablar lenguajes al borde de la extinción (cuando lo domina un grupo menor a mil personas). Al menos, en cierto sen-tido, estas también parecen ser globalizaciones, sólo que ahora los países ricos se unen para limitar el nombre de globalización para que designe sólo al capitalismo de libre mercado.

Si bien la evolución incluye una feroz competencia en la lucha por la vida, esto no es más que uno de los lados de la moneda y, en eso, no el más ventajoso, porque la cooperación, el altruismo, la asociación y la simbiosis han desempeñado un papel tanto o más importante. Así, las mismas células que constituyen nuestro cuerpo (eucariotes) parecen haber resultado de una asociación cooperativa de organis-mos más sencillos (procariotes). Ya hemos mencionado que muchos de nuestros organelos subcelulares, los que forman nuestras células (mitocondrias, centrosoma, flagelos), son organismos primitivos que se federaron, aunque persista una agria disputa de quién incorporó a quién, si fue una asociación pacífica o una fagocitosis brutal. Luego, un nicho ecológico es un lugar donde, además de competir entre ellas, una multitud de especies se las ha arreglado para vivir en una armo-nía tan delicada que, dondequiera que los humanos metan un dedo en él, el sistema corre el riesgo de colapsarse. De hecho, muchos de los desastres ecológicos que estamos padeciendo se deben a esa inter-ferencia del ser humano, que destroza selvas y extingue especies con sólo ponerse a explotar yacimientos petrolíferos, trazar carreteras y talar bosques para asentar industrias o introducir un depredador que no tiene competidor local y desencadena un verdadero pandemonio. (Un gobierno militar introdujo nutrias que están acabando con los bosques de Tierra del Fuego.) No es ajeno al punto el hecho de que el nicho funcione también como si fuera un solo “organismo”, ya que se ha demostrado que el balanceado intercambio y el altruismo se hallan muy extendidos entre las poblaciones que la integran (véanse Cosmides y Tooby, 1992; y Gigerenzer y Hug, 1992).

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La teoría de la evolución y el concepto de lucha por la vida fueron rápidamente manipulados en un darwinismo social que se extendió para justificar la explotación del obrero, la esclavitud, la invasión que exterminan al nativo que había quedado como trabado en un primiti-vismo sin esperanzas y, así, se castrara o lisa y llanamente se elimina-ran débiles mentales y “razas inferiores”. Pero el matemático John von Newmann (1903-1957), padre de la teoría de los juegos, concibió la ciencia como un juego en el que todos los investigadores pueden estar del mismo lado “en contra” del otro jugador, la naturaleza. Ésta, a su vez, “se obliga” a no hacer trampas y a responder honesta y correcta-mente siempre que se le pregunte en forma adecuada, sin importar si quien pregunta es un rubio y espigado sueco o un japonés bajito y con un poco más de melanina o un hindú, una mujer, un negro o un tra-vesti. Sin embargo, los humanos constituimos un grupo indisciplina-do que se niega a compartir el poder que otorga el conocimiento, pues nos hemos dado cuenta de que uno puede aumentar sus ganancias si hace trampas y contiende con sus propios compañeros de juego.

Tamaño y forma espontáneos adoptados por el mundillo científico

Hay una maravilla de la ciencia que nos juega una mala pasada, cada vez peor. Para describirla necesito regresar a la apabullante sis-tematización del conocimiento científico. Ya he dicho que nadie la planeó, pues cada químico se interesó por el conocimiento de las reacciones que estudiaba, sin preocuparse porque su disciplina fuera a contradecir la salud pública, ni ningún odontólogo se preocupó porque un día su ámbito de saberes fuera a entrar en conflicto con la cosmología, ni con el estudio de las corrientes oceánicas. El control de calidad de un modelo científico exige que no discrepe con la reali-dad-de-ahí-afuera. Eso es todo. Esta concordancia es tan crucial, que uno pasa a actuar como si el modelo de la ciencia fuera la realidad.

Hoy la coherencia de los saberes científicos se ha hecho automá-tica: ya no requiere que nadie suponga nada. Un científico comunica cuál es el objeto de su trabajo, cuál su pregunta, sus métodos, qué

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encontró y cómo se relaciona con el resto de su campo. Ninguno va a ser tan tonto (ni una revista se lo aceptaría) de estipular: “Declaro que ahí afuera hay una realidad y que mis colegas están captando las mismas señales que capto yo…”. Hoy en día, resultaría muy difícil encontrar algo en la realidad que no pueda ser interpretado por la ciencia. Einstein comentaba que la propiedad del universo que más le llamaba la atención era su explicabilidad, es decir, que por más oscuro que pareciera algún hecho, cuando se lograra entenderlo iba a hacer juego armoniosamente con el resto del saber. He aquí entonces otro factor más, muy poderoso por cierto, que transforma la cultura de la ciencia en cultura de la investigación, porque la cultura de la investigación uno debe conocerla para ganarse la vida como profe-sional, en cambio, a la cultura científica apenas si se le ve el pelo en las grandes ocasiones, en las que, incluso, hay que cuidarse para no ser tomado por pedante o bizantino.

Ignorancia aplicada

Todo organismo sobrevive como puede y con lo que tiene; noso-tros también y, por desgracia, uno de los usos que damos al conoci-miento es competir. El éxito depende de dos posibilidades extremas: o que nosotros sepamos mucho o que el rival sepa poco. Recurrimos a ambas, de modo que en este subcapítulo me estoy refiriendo a que, así como hablamos de “ciencia aplicada”, bien podríamos adoptar el concepto de “ignorancia aplicada”, cuando tratamos de que el Otro no conozca o no desarrolle su ciencia. No estoy inventando el agua tibia; una celada de ajedrez, la carnada en un anzuelo y un crédito a sola firma son ejemplos muy usados de la estrategia de beneficiarse haciendo que el Otro no descifre nuestro propósito o crea que está aprovechando una ventaja. Abundan los ejemplos ancestrales, pues, como ya hemos visto, virus, polillas y muchas especies de bichos y vegetales recurren a la mentira y al engaño, que en el fondo consiste en conseguir que al rival no le sirva lo que sabe. Algún lector poético preguntará: ¿Pero una flor engaña? Lo siento, ¡claro que sí! Puede ser seleccionada por parecerse mucho a una flor con néctar que es visi-

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tada por las abejas pero, en cuanto el insecto se interna en la corola para libar juguito, ¡zas!, se cierra, lo atrapa, lo digiere y se nutre. Se trata de una flor carnívora.

Una treta por demás dañina del Primer Mundo consiste en pre-sionar a un Gobierno del tercero para que intervenga y cierre univer-sidades de su patria, ponga a un oscurantista a dirigir los centros del saber y los desbande. El Primer Mundo suele condicionar la firma de un tratado importante o un crédito imprescindible a que el país tercermundista interrumpa ciertos desarrollos de materiales estra-tégicos, fármacos, automóviles o cohetes meteorológicos. Se trata de propuestas rodeadas de una considerable y variadísima gama de coerciones. Hay titanes transnacionales que llegan a comprar un la-boratorio que está a punto de lograr cierto producto que habrá de competirle en el mercado y, cuando es de ellos, ¡lo cierran!

Así es, el Primer Mundo no podía dejar de recurrir y fomentar la estupidez ajena que, para el tópico central del presente libro, se podría llamar “promoción del analfabetismo científico”. Puesto de otro modo, este analfabetismo tiene muchos componentes. Uno es el esfuerzo de las instituciones religiosas por protegerse para que la ciencia moderna no le siga descalabrando el tinglado. Otro es el analfabetismo científico de las élites intelectuales tercermundistas que, literalmente, no detectan y por lo tanto no asignan papel algu-no al conocimiento científico. Un tercero es el de quienes se obcecan compaginando interpretaciones economicistas. Cuando en un país iberoamericano coinciden los tres, la debacle educativa está asegu-rada. Pero el que necesito bosquejar en el presente capítulo es ese analfabetismo científico del Tercer Mundo que promueve el Primer Mundo dentro del mismísimo Primer Mundo.

Los términos de la competencia Richard Resecrance (1999) señala que, durante los primeros si-

glos de la historia moderna (aproximadamente desde el año 1500 al 1900), el poder lo tenían países con una gran cantidad de territorio y recursos naturales claves, como hierro, carbón y cobre. Hace más o menos un siglo, los términos de la competencia cambiaron del terri-torio al comercio y, después, cambiaron una vez más a comerciar pre-

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ferentemente con aquellas naciones cuya gente estaba más dispuesta a abrir sus mercados al capital financiero global y a transformar las ideas en productos que pudieran venderse en todo el mundo. En la actualidad, la riqueza e influencia dependen del flujo de dinero, de cerebros y de ideas para generar inventos, investigación, software, diseños, diversiones, innovaciones legales y técnicas financieras. En opinión de Thomas L. Friedman (2000), cuanto más se permita que rijan las fuerzas del mercado y más países abran su economía al libre mercado y la competencia, más eficaz y floreciente será la economía. Y añade que “la llave de la riqueza se encuentra en la forma como su país o su compañía acumulan, comparten y cosechan el conocimien­to”. Éste es precisamente el punto central de este libro, pero también me preocupa el resto de la población del globo que no acumula ni cosecha conocimiento científico-técnico. De hecho, ni siquiera doy voz a mi desacuerdo moral. En realidad, aunque lo estuviéramos disfrutando, encantados por la situación actual, en el Capítulo 6 mostraré que no puede soportarse por más tiempo esta asimetría.

De acuerdo con Rosecrance, la tendencia actual es la de constituir “Estados virtuales”, entendidos como unidades políticas que, gracias al diestro manejo de la información, tecnología y poder, mueven velozmente grandes capitales de un país a otro. Pese a esa movilidad, las oficinas y laboratorios centrales de estas compañías permanecen en las naciones “cabeza”, que crean productos, en oposición a las naciones “cuerpo”, que los manufacturan (esta nomenclatura es de Rosecrance, no mía). Con frecuencia, los orgullosos gobernantes de las naciones del Tercer Mundo inauguran la planta de producción local de una transnacional gigante que provee empleo a miles de personas subdesarrolladas, gana una elección exhibiendo el aumento del empleo, pero ni siquiera tiene en cuenta de que esta factoría es sólo un apéndice descerebrado que podría quedar fuera del negocio el día que la “cabeza” decida cambiar la planta a un “cuerpo” con menos pretensiones o situada en un país más desesperado. Esta for-ma de actuar no es una peculiaridad de un gigante aislado, sino que todo un club de ellos puede de pronto actuar sinérgicamente para hundir un país, a menos que se le concedan los privilegios que de-manda o paguen los intereses usurarios acumulados. Como apunta

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el mismo Rosecrance, “tales firmas no necesitan comprar tierras y maquinaria, alquilar fuerza de trabajo o proveer servicios médicos a los trabajadores que producen las mercancías”. La globalización rompe el compromiso social y destruye las formas tradicionales de la solidaridad y cohesión entre los habitantes de un lugar (Tedesco, 2000). En otras palabras, los globalizadores toman primero a los trabajadores que necesitan ganarse la vida y los denominan “recur-sos humanos”, como si se tratara de minerales, madera o gasolina y, luego, se congratulan de ni siquiera tener que ocuparse del aspecto humano de estos “recursos humanos”. En las futuras simbiosis con los Estados virtuales, los habitantes de los países “cuerpo” del Tercer Mundo podrán ser dejados a un lado, como cualquier otro producto usado, ya que no tendrán acceso a hospitales, pensiones o cualquier otro beneficio social.

La ciencia que molesta y desequilibra

¿Entonces, ya está todo arreglado? La ciencia puede olvidarse de concepciones grandilocuentes, no necesita llevar encima sus certifica-dos de nacimiento, nadie le exigirá que los presente, puede reducirse sin peligro a una investigación llevada a cabo por gente que cree que si es de Acuario no debe casarse con una chica de Capricornio. A su vez, los sacerdotes se hacen operar de cataratas y de la próstata, van al dentista, vuelan en aviones a diez kilómetros de altura, por encima del clima, mirando cine, escuchando música, llamando por teléfono a donde se les ocurra, sin necesidad de recordar que su institución condenaba anatomistas, astrónomos, biólogos y toda la cultura de-rivada de ellos (lo hizo el papa Pío Ix). En la ficha que debe llenar al ingresar en el hospital, no figura su posición con respecto al origen de la vida. ¿Será así de sencillo? Veamos.

La ciencia hoy influye directamente en la vida privada, la eco-nomía doméstica y la conciencia del ciudadano común y corriente, de una forma que éste ya no puede ignorar. Reparemos en dos o tres ejemplos.

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La medicina evolucionistaSupongamos que los famosos extraterrestres tratan de ayudar a

los humanos a combatir un incendio: “No es lógico que, además de que a una persona se le incendia la casa –dirían– aparezcan bomberos en ruidosos camiones autobombas que desquician el tránsito, arrojan agua, rompen a hachazos los cristales de las ventanas e irrumpen en el edificio” y, a continuación, estos extraterrestres procedieran a matar bomberos, dar repetidos cortes a las mangueras, quitarles hachas y escaleras. Un mínimo de sensatez aconsejaría que, antes de destruir nada, se cercioraran de si es parte de la defensa o del ataque. Veamos otros ejemplos. El dolor constituye la señal de alarma de que algo funciona mal y nos está dañando la salud. Se siente dolor gracias a receptores, nervios, centros neurálgicos y mediadores quí-micos perfeccionados a lo largo de millones de años de evolución. Luego, la capacidad de sentir dolor debe conferir alguna ventaja, pues de lo contrario una especie no hubiera ido perfeccionándose para sentirlo con tanta exquisitez. Sin la anemia, muchas óperas y tangos perderían sentido, pero la anemia no siempre es una desventaja (una enfermedad) causada por algún elemento patógeno, sino una estra­tegia por medio de la cual nuestro propio cuerpo se causa anemia a sí mismo, usando moléculas especiales contenidas en los leucocitos para disminuir el contenido de hierro de nuestro propio cuerpo con el fin, sobre todo, de deteriorar la vida de las bacterias y los parásitos. Es cierto que el mecanismo para reconocer y captar hierro entre todos los demás elementos depende de estructuras moleculares demasiado sutiles, perfeccionadas a lo largo de eras, que los microbios, amebas y otros parásitos no poseen y, por lo tanto, no pueden desempeñarse eficazmente con ausencia de hierro. Nuestro organismo “lo sabe” y se causa una anemia para perjudicar a los agentes invasores como parte de su defensa. Vomitar es, en verdad, molesto, sin embargo, sirve para eliminar del estómago sustancias tóxicas y, como en el caso del dolor, depende de toda una maquinaria orgánica compleja desarrollada a lo largo de millones de años. La capacidad de vomitar es más vieja que el ser humano. Somos asimismo poseedores de un intrincado meca-nismo que regula la temperatura de nuestro cuerpo. Por eso, cuando padecemos una infección podemos graduar el termostato dos o tres

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grados por arriba de lo normal para provocarnos fiebre, porque los microorganismos no son capaces de regular su temperatura corporal, se desempeñan mal en nuestro cuerpo recalentado y, en consecuen-cia, son menos dañinos cuando nosotros nos causamos fiebre. Las mujeres embarazadas son afectadas por la náusea o tienen “antojos”, sin embargo estos aparentes fastidios surgen con frecuencia de men-sajes que envía el feto a la madre para que evite ciertas sustancias que lo están envenenando o para inducirla a ingerir determinados alimentos que contienen alguna sustancia indispensable.

En resumen, dado que la defensa de nuestros organismos depen-de de mecanismos seleccionados durante la evolución, la medicina moderna está adoptando enfoques evolucionistas. Pero este avance, considerado el más importante desde que existe la medicina, no pue-de ser adoptado por sociedades retrógradas, porque sus escuelas de medicina simplemente no enseñan la materia “Evolución”; pues claro que si adoptamos el enfoque evolucionista, la creación del hombre a partir de un muñeco de barro y la de la mujer a partir de una costilla, quedan relegadas a un pasado en que estas cosas eran aceptadas co-mo milagros. En cierta ocasión, se me invitó a pronunciar la “Confe-rencia Miguel Jiménez”, que es una de las dos conferencias tituladas que se dictan anualmente en la Academia Nacional de Medicina de México, donde me referí a este punto y me resultó deprimente que va-rios distinguidos académicos llegaran luego a amonestarme: “No hay que herir los credos de cada quien”. He aquí una instancia clara en la que, a pesar de ostentar el título de médicos, unos pocos optan por la ignorancia al precio de la salud de la población, pero salen adelante porque la cultura mayoritaria de la sociedad está de su lado.

Eutanasia y senectud La senectud está definida como el número de años que la cultura

agrega a los que un organismo viviría en estado silvestre, esto es, sin intervención científica ni técnica. Por esa razón, durante la Edad de Piedra los seres humanos no vivían más de 20 a 25 años. Toda persona que en la actualidad es mayor de, digamos, 60 años, pero que su vida fue salvada a los 16 mediante una apendicectomía, una transfusión de sangre o se la mantiene viva mediante la administra-

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ción periódica de insulina, antihipertensivos o con hemodiálisis, ha sobrevivido gracias a la cultura, a la ciencia. La ciencia no sólo añade años a nuestras vidas sino también vida a nuestros años. Si se orga-nizara una carrera de maratón como una competencia entre la gente que la corrió en los primeros Juegos Olímpicos de la Edad Moderna (Atenas, Grecia, 1896) y la gente que en la actualidad (2009) tiene 60 años, muchos de los que probablemente ocuparían los diez primeros lugares serían los “ancianos” de 2009. Gracias a la ciencia, el sector de gente mayor de 80 años es el que crece con más rapidez en los países del Primer Mundo. Pero algunos de estos países han declarado que, a pesar de sus poderosas economías, ya no pueden solventar el gasto que aquéllos suponen. Dicho de paso, esto señala que el sector de ancianos ya tiene un considerable peso político y que el “senado” (derivado de senex, que es también la raíz de senil, porque antes es-taba integrado por viejos), está volviendo a integrarse con personas mayores, sólo que los “viejos” de antes tenían de 30 a 40 años, en cambio, los de hoy llegan frecuentemente a ser octogenarios.

Pero, de nuevo, todo eso es estadística, un amasijo de cifras ¿Dón-de está el impacto personal? Sigamos leyendo. A una familia ya le está resultando extremadamente difícil mantener a sus padres en un geriátrico; deben hacerlo a expensas de viviendas, automóviles, colegiaturas, dentistas y ajustarse el cinturón. Mientras tanto, padres y tíos nonagenarios, que ya no recuerdan los nombres de quienes los están visitando, se abochornan por no controlar sus esfínteres, a veces tampoco sus dolores, o por tener bastante claro el desastre económico que están causando a su familia, lamentando tener que soportar esa situación para no herir las creencias religiosas de la sociedad. Deben ser ignominiosamente sujetados para evitar que se suiciden. Pero si en tan amarga situación llegan a tener una neumo-nía, anuria o trastorno circulatorio que acabaría naturalmente con dichas mortificaciones, el médico debe recurrir a un costoso arsenal terapéutico, pues de no hacerlo iría preso.

La enorme mayoría de quienes usan anticonceptivos o abortan o atienden al consejo del médico de llevar a sus enfermos desahuciados para que mueran de modo pacífico en su casa (formalmente, consi-derada como eutanasia pasiva y, por lo tanto, legalmente prohibida)

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hacen caso omiso de las normas emitidas por las autoridades de su religión. Con gran cuidado los sacerdotes disimulan que su feligresía se lleve al abuelo a morir a casa y, en cambio, denuncian a voz en cuello el caso de un cuadripléjico descerebrado que yace como un vegetal desde hace cinco años y a quien se proponga desconectar de un aparataje cuyo costo salvaría a cien niños de la desnutrición.

Proliferación de sectasLas audiencias que siguen a los teleevangelistas y fundamentalistas

religiosos transformados en histriónicos magnates alcanzan en con-junto el rango de los cientos de millones. Si lograran organizarse po-líticamente, bien podrían votar por una drástica moratoria científica, suprimir la enseñanza de determinadas materias, desvirtuar o anular las interpretaciones razonables del mundo y convertir la ciencia en algo irreconocible. Los políticos no parecen escuchar razones, sino contar cabezas (de votantes). De modo que uno de los grandes peligros del analfabetismo científico del Primer Mundo reside en desembocar en lo que bien podríamos llamar “oscurantismo democrático”, es decir, una censura lisa y llana de lo que quede de la Ilustración y de la ciencia moderna, decidido por el simple peso de una votación.

La ciencia moderna es víctima de su propio éxitoSeñalé hace unas páginas que la sistematización científica, su co-

herencia y su ausencia de contradicciones son tan infaliblemente “au-tomáticas”, que a nadie le importa si, en su fuero interno, un fotoquí-mico, un astrónomo o un oceanógrafo cree en milagros, revelaciones o el principio de autoridad; basta que sean buenos profesionales y no violen las pautas de su propia disciplina. La investigación, por así decir, se ha independizado de la ciencia.

Del mismo modo, pienso que las reyertas sobre la anticoncepción, el aborto y la clonación de células humanas se disiparán. Yo creo que sí. Tarde o temprano, los sacerdotes se resignarán a lo que ya saben mejor que nadie: que la mayor parte de sus feligresas tiene relaciones sexuales prematrimoniales, que la casi totalidad usa anticonceptivos y aborta cuando lo considera necesario (Lamas, 1998). El famoso demonio del sexo tendrá que hacer mutis por el foro. En realidad,

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ya lo hizo y apenas si regresa cada tanto en un sermón para viudas y solteronas que quizás…¡añoran aquellas diabluras!

La clonación es relativamente barata, no es como la bomba ató-mica cuya fabricación requiere una enorme y costosa empresa a ni-vel nacional. Ahora mismo hay un mercado negro de órganos para trasplantar y a los padres de niños, que los necesitan para salvar su vida, se les plantea un problema de confianza, seguridad y costo, no de principios. Opino que sucederá algo parecido a lo que sucedió con las transfusiones de sangre, a la que también, en su momento, algunos creyentes –sobre todo sus líderes religiosos– se opusieron. Desde hace casi un siglo no se presenta problema religioso alguno para suturar heridas con catgut (porque se lo preparaba con tripa de gato). Por otra parte, la ciencia ya le está dando la vuelta al proble-ma. La ingeniería molecular ahora está tomando células de cerdo e intentando cambiar sus genes por otros de seres humanos para que funcione como célula humana. Ni bien lo logre, ya no habrá mayor conflicto en que a un cirrótico le pongan células hepáticas en lo que quedó de su hígado quemado por el alcohol o que a un diabético le injerten células beta del islote de Langerhans de cerdo para que se-creten insulina. ¿Se opondrán quienes lo consideran animal impuro? Será asunto de ellos. En realidad, las religiones no podrán arrojar la primera piedra. ¿Ha oído usted hablar del árbol de los gansos? En los viernes comprendidos entre el Miércoles de Ceniza y la Semana Santa, los católicos no pueden comer carne. Pero en la Edad Media a los prelados solían servirles “gansos de árbol”. Se los proveía algún astuto mercader que afirmaba haberlos arrancado de un árbol que los producía y, como eran “gansos vegetales”...

¿Es realmente tan grave que en las escuelas de medicina no se en-señe la evolución? No lo creo en absoluto. Todo lo que va a suceder –está sucediendo– es que las maneras de tratar a los pacientes van a ir cambiando y, cuando un médico enfrente pacientes concretos, ni falta hará que recuerde o sepa que el tratamiento que está aplicando es producto de enfoques evolucionistas. La teoría de la evolución entrará como un polizonte en la formación de los médicos, y quienes entre ellos sigan abrigando credos creacionistas ni cuenta se darán. Religiones y credos se seguirán “contaminando” de ciencia.

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¿De modo que el analfabetismo científico ya no entraña peligro alguno?

El Primer Mundo había descubierto que, si bien cada uno de sus habitantes no podía tener cien obreros que trabajaran para él; esto se refería a su propio territorio, pero, en cambio, estos cien obreros bien podían pertenecer al Tercer Mundo, ardid que recibió el simpático nombre de “colonización”. Hoy ya no es tan fácil. Hay que poner vallas electrizadas entre el Primer Mundo y el Tercer Mundo, servi-cios migratorios más astutos y groseros. Uno de los trucos que utiliza el Primer Mundo para mantener ese statu quo es someter al Tercer Mundo a un analfabetismo científico activo provocado, lo que en un siguiente capítulo discutiré en detalle. Se trata de tener ilotas a distancia. Por eso la humanidad se ha partido en un Primer Mundo, con un 10% de la gente, y en un Tercer Mundo con el resto.

“No hay otra forma de rescatar la Ilustración y sus valo-res… que la de usarla en ella misma, i.e. ilustrar la Ilustra-ción.”

Horkheimer & Adorno

Resumiendo y pensándolo mejorEn este capítulo hago algunos señalamientos que –mi experiencia

con artículos y conferencias me lo indican– sorprenden incluso a mis colegas más esclarecidos y sólidos en estos campos (cosa que, en el fondo, me hace temer que esté metiendo la pata):

1) Mis queridos maestros de la década de 1950, los doctores Hous-say, Leloir, Braun-Menéndez, Foglia, Paladini, Stoppani, Alemani y tantos otros querían fomentar la ciencia en Argentina como una manera de ingresar del todo en una sociedad occidental moder-na, en cuyo tope habitaban intelectuales que iban a conciertos, exposiciones, leían literatura enaltecedora, se cortaban el cabello, usaban corbata. En aquel contexto, la ciencia era una aventura de la razón comenzada por egipcios, babilonios y griegos; un consejo nacional de investigaciones no se diferenciaba en mucho de una sociedad de beneficencia, ni un científico de un poeta. Sólo cuan-

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do estudié la evolución pasé a sospechar que se trataba de una ciencia creacionista (aunque se hubieran ofendido si les hubiera puesto dicho epíteto). Para ellos la ciencia no era el último modelo de la herramienta que usa el humano para intentar sobrevivir, sino un componente enaltecedor de la cultura. Yo, en aquel momento, apenas si lo sospechaba; ahora discrepo abruptamente, pero la mayoría de ellos ya no está.

2) Tal como señalé desde el mismo comienzo del libro, el analfabe-tismo científico aterra, porque la humanidad ya se ha hecho “cien-cia-dependiente” o, para ponerlo más actual y dramáticamente, “adicta a la ciencia”. No significa que se haya hecho filósofa, en el sentido original del término (amante del conocimiento), sino que la vida de la mayor parte de los habitantes del mundo depende por completo de la ciencia, como un alcohólico del alcohol y un morfinómano de la morfina. Y no voy a extenderme en cosas que ya he mencionado, sólo recordaré algunas: si hoy se suspendiera la fabricación de insulina, se detuvieran los marcapasos y respira-dores artificiales, mañana mismo estaríamos velando diabéticos, cardiópatas, gente en terapia intensiva. Y no me estoy refiriendo a un “mañana” poético, que quiera decir “futuro”. No; dentro de 24 horas. Si hoy se suspendiera la extracción, manejo y distribu-ción de combustibles, mañana comenzarían a morirse de hambre la gente de las ciudades que comen alimentos que provienen del interior de los países o de ultramar, que se preservan en refrigera-dores dentro de los camiones que los transportan. No podría des-pegar ni aterrizar un solo avión, partir un solo tren. Olvidémonos de llamar una ambulancia; no tendríamos teléfonos ni ésta tendría cómo llegar a auxiliarnos. Pocos podrían ir a su trabajo –quienes vivieran cerca—y, de entre éstos, sólo podría trabajar quien no ne-cesitara ningún aparato eléctrico o motor diseñado por la ciencia y la tecnología. Nadie se enteraría de qué está sucediendo, porque tampoco habría medios de comunicación. Insisto: la humanidad no puede sobrevivir un día sin los productos de la ciencia y la tecnología. ¿La humanidad?, ¡hasta animales y vegetales serían víctimas! Una rata en el campo y una mosca en la ciudad podrían sobrevivir, porque no son ciencia-dependientes. En cambio, nues-

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tros pollos de granja (aves enjauladas y empacadas en microjaulas que apenas les permite moverse), ganado en corrales, plantas de invernadero, desaparecerían con nosotros ¡Quisiera ver a los pe-rritos falderos cazando sus propios alimentos!

3) Sé muy bien que hay excelentes científicos en el Tercer Mundo; no tantos como en el Primer Mundo, pero los hay. Mi irritante puntualización (tan irritante que un par de editoriales del Primer Mundo me explicaron que estaban de acuerdo conmigo, pero que no era políticamente correcto decirlo por escrito), es que en el Primer Mundo la mayor parte de la población es analfabeta científica. El Primer Mundo tiene ciencia, pero la tiene como la odontología y el teatro: todos disfrutan, pero sólo una peque-ñísima parte de la sociedad sabe curar muelas, escribir teatro y actuar. Pero el voto de un analfabeto científico que atiende una gasolinera y piensa que a los negros, homosexuales e inmigrantes del Tercer Mundo habría que matarlos, o de quienes no están de acuerdo con que se le saque dinero de sus impuestos para enviar una sonda a Júpiter o mantener a un intelectual que medite sobre la madre-fálica-castradora-introyectada, cuenta tanto como el de un farmacólogo encerrado en su laboratorio tratando de desarro-llar un citostático que cure niñitos de leucemia. Numéricamente, los analfabetos científicos del Primer Mundo son más, muchísi-mos más que sus paisanos capaces de interpretar la realidad “a la científica” y nos pueden zambullir de cabeza en el alquitrán del os-curantismo democrático. No andan sueltos; los están agrupando sacerdotes de religiones obsoletas y nuevos santones mediáticos. En cuanto caigan en la cuenta de que sus llamados a la tolerancia (es decir, que en nombre de una convivencia se les siga permitien-do lisiar los cerebros de nuestros niños y abusarlos sexualmente), en cuanto se den cuenta de que la sociedad se les puede rebelar, pueden lanzarse a liderar a las huestes de analfabetos científicos hacia un neooscurantismo, esta vez democrático.

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Capítulo 5

El analfabetismo científico del Tercer Mundo

“La realidad no puede ser ignorada salvo pagando un pre-cio: y cuanto más persista esta ignorancia, mayor y más terrible será el precio que se deba pagar.”

Aldous Huxley

“Aquel que no razona es un fanático; aquel que no puede es un tonto; y aquel que no se atreve es un esclavo.”

William Drummond

Vayamos al grano, ¿acaso la manera de interpretar la realidad puede cambiar la vida diaria del desempleado con la panza vacía? ¡Sí, por supuesto! Y dado que un coche es tan parte de la realidad como Saturno y los fósiles de un gliptodonte, para hacer un tanto más accesible mi argumento con el que enhebro el presente capítulo voy a suponer que se ha descompuesto y hay dos talleres mecánicos. El primero, operado por una persona con una manera de interpretar la realidad “a la católica” (manera de interpretar la realidad que pre-domina en el Tercer Mundo), le pega una estatuilla de san Divieto di Sosta y una vela sobre el capó, e invita al cliente a arrodillarse a su lado y rezarle al santo para que componga su armatoste. En cambio, el segundo taller, con una manera de interpretar la realidad “a la científica”, apela a las leyes de la mecánica y se abstiene de recurrir a variables místicas. Adivinanza: ¿Cuál cree usted que tiene mejores posibilidades de arreglar el desperfecto y conservar su trabajo? Ri-dículo y todo, ese ejemplo contiene el mensaje central del presente

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capítulo. Para quitarle lo ridículo, reemplacemos al mecánico “a la católica” con obreros haciendo cola frente a la iglesia de san Cayeta-no, para rogarle que les consiga trabajo, y en lugar del mecánico que interpreta la realidad “a la científica”, imaginemos cámaras empresa-riales y sindicatos que recurren a universidades y centros de investiga-ción, financian proyectos y establecen sistemas de becas para que se desarrollen sustitutos locales avanzados y especialistas en disciplinas de las que dependen sus propias industrias.

La celebración de san Cayetano se inicia todos los años el 7 de agosto a las cero horas y dura hasta la madrugada del 8. La última, estuvo a cargo del cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Bue-nos Aires y primado de la Argentina, acerca del cual los especialistas en derecho ciudadano y crímenes contra la humanidad han señalado muchas cosas que por ahora los juzgados simplemente “extravían”. Participaron unos 200 sacerdotes, diáconos, religiosas y seminaristas que prestaron sus servicios en la liturgia y en los grupos de oración. Mil jóvenes de las comunidades parroquiales, colegios católicos y de los movimientos de la arquidiócesis de Buenos Aires asistieron a quie-nes esperaban en la cola para rezar. Mil quinientos laicos estuvieron al servicio del peregrino en la calle y en el santuario. ¿Cómo estimar si esto refleja la manera que tiene la cultura local de interpretar la realidad y ser compatible con el desarrollo de la ciencia moderna? Se me ocurre tomar las cuadras de cola entre los años 1997 y 2008, tal como las comunicaron las siguientes fuentes: diarios Clarín, Página 12, Corrientes Noticias, Agencia Informativa Católica, Bloque de Diputados Nacionales en sus publicaciones del día 8, es decir, el día inmediatamente siguiente a la celebración. Estimaron entre 20 y 30 cuadras, algunas comenzadas desde dos semanas antes de la fecha. ¿Eso es mucho o poco, y con qué podríamos compararlo? Tal vez, con los largos de cola estimados para la misma festividad, en países del Primer Mundo, es decir, que fomentan y usan la ciencia moderna. Pero no puedo hacer dicha comparación, porque mientras las cifras sobre la celebración ocupan páginas y páginas de Google, no encuen-tro datos equivalentes para pedirle trabajo a san Cayetano en Suiza, Inglaterra o Dinamarca.

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¿Por qué el Tercer Mundo carece de ciencia moderna? Si bien es fácil demostrar que, por razones termodinámicas, la

evolución no podía dejar de ocurrir,1 la forma que iba a adoptar era imprevisible pues, entre otras cosas, en su marcha intervino una mul-titud de factores fortuitos (volcanes, asteroidazos, reconfiguraciones de masas continentales, cambios atmosféricos). Nadie hubiera podido prever que surgiría una especie, el Homo sapiens, que desarrollaría un cerebro considerado como el objeto más complejo del universo, al que luego le brotaría la asombrosa propiedad que llamamos “con-ciencia”, ni que ésta generaría una secuencia de modelos cognitivos cuya versión más reciente es la ciencia moderna. Esta ciencia moderna surge, entonces, como un fenómeno extremadamente improbable. De hecho, sólo la ha logrado desarrollar un puñado de países europeos que han actuado en íntima (aunque no necesariamente amistosa) interacción. Otros la importaron, como fue el caso de los Estados Unidos, Australia, Canadá y Nueva Zelanda o lograron seguir su ejemplo (Japón y China). Otros países, como es el caso de Argentina, estuvieron varias veces a un paso de tenerla, pero las fuerzas del anal-fabetismo científico activo, esto es, una destrucción perfectamente calculada e implacable (véase La ignorancia debida, de Cereijido y Reinking, 2003) sigue consiguiendo frustrar este logro.

La extrema improbabilidad de desarrollar ciencia moderna se refleja en lo mucho que avanzaron algunas sociedades, sin por eso lograrla. En lo que hoy es ese Tercer Mundo, que está en la lona, se inventó la agricultura, la escritura, el papel, la tinta, la rueda, la navegación, la brújula, la astronomía, la democracia, la filosofía, la geometría, la física y aun la misma civilización. Los mayas podían predecir los eclipses con más precisión que los europeos de la misma época; los aztecas crearon las chinampas (pequeñas islas artificiales y estacionarias construidas sobre los lagos de agua fresca que se usa-ban como campos de cultivo), que tenían un rendimiento agrícola por metro cuadrado que no ha sido sobrepasado ni siquiera con los procedimientos actuales de alta tecnología; los incas desarrollaron sistemas de riego por demás ingeniosos y eficaces. Y, sin embargo,

1 M. Cereijido: Elogio del desequilibrio. Siglo xxI, México, 2009.

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muchas de estas sociedades hoy están sumidas en el más negro anal-fabetismo científico. No dejemos de advertir que, las consecuencias del analfabetismo científico son muy diversas, de modo que “el Tercer Mundo” es muy heterogéneo, pues pone en la misma bolsa países tan disímiles como Costa de Marfil y Turquía, Haití y Brasil.

Los tortuosos derroteros del conocimiento en el Tercer MundoSi hace dos o tres siglos alguien estudiaba los efectos de un álcali

sobre el cuero y la madera, y lo hacía en Londres, era un padre de la química. Si lo hubiera hecho en Toledo o en Lima, bien podría habérsele acusado de ser brujo y quemado en la hoguera. Si hubie-ra estudiado el cielo con un telescopio en Ámsterdam se le hubiera considerado un padre de la astronomía; en el México o la Sevilla de entonces, probablemente se le habría entablado juicio por astrólogo y se le hubiera torturado inmisericordemente hasta que confesara tener pactos con el diablo. De hecho, y con bastante frecuencia, se le hubiera perseguido, incluso aunque no estudiara el cielo, pero tuviera en su biblioteca libros de Newton o Diderot. Domingo F. Sarmiento (1811-1888), presidente de Argentina, comentó que la Revolución de Mayo (el inicio de la lucha por la independencia argentina en 1810) fue incubada por los nietos de los sacerdotes que contrabandeaban libros de los enciclopedistas franceses en los baúles enviados desde Europa a sus tíos, pues los baúles del clero no eran inspeccionados. Imaginemos esta situación prevaleciendo durante cinco siglos, y em-pezaremos a entender por qué la humanidad está hoy dividida en un Primer Mundo que investiga, inventa, crea, produce, vende, establece estándares internacionales, certifica, decide y bombardea para casti-gar a quienes violan los derechos humanos, y un Tercer Mundo que ignora, obedece, acepta, pasa hambre, tiene toda clase de parásitos, tala selvas, incendia bosques, se hunde en un mar de deudas exter-nas y domésticas impagables, y sobrelleva un crecimiento numérico explosivo de su población (Erick Midelfort , 1972).

Como las colonias recibían la visión del mundo prevaleciente en la metrópolis, y lo que es hoy Latinoamérica fue colonizada por una España y un Portugal, que en aquellos tiempos no tenían una cultu-ra compatible con el desarrollo de la ciencia moderna, la impronta

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que dejaron esos países en el conocimiento latinoamericano, si bien fue muy positiva por la cantidad de saberes y técnicas que inyectó, fue también desgraciada por la dosis de oscurantismo que conlleva-ba. Pero, con demasiada frecuencia, este hecho, con ser lamentable, sufre una distorsión pueril que busca vilipendiar a España y Portu-gal. Es fácil imaginar qué visión hubiera legado la Alemania de los Neanderthal y la Francia de los Cromagnon. Se comprende que los peregrinos (pilgrim) llegados a América del Norte desde Inglaterra hayan inyectado sus credos y costumbres en Nueva Inglaterra porque eran los que tenían antes de partir hacia la vieja Inglaterra, de modo que, obviamente, España y Portugal transfirieron la visión que ellos mismos tenían en aquel momento.

Para evitar confusiones tontitas acerca de qué visión del mundo transfería en aquel entonces la metrópolis y cuál fue la resultante, bas-te recordar que Inglaterra también envió convictos a Australia, país que es hoy del Primer Mundo; la transferencia de Francia a Haití no fue precisamente de su refinamiento rococó, y así ingleses, holandeses, belgas e italianos manejaron las colonias africanas con procedimien-tos muchísimo más brutales y despiadados que los de la Inquisición española, como los de cometer genocidios, robándoles las cosechas que mataron de hambre a millones, sembrando viruela y matando de a decenas de millones de hindúes y africanos, y llevándose a millones de personas engrilladas de la manera más depravada que se pueda concebir, para esclavizarlos a rebencazos en algodonales, tabacales y minas, mutilarlos, destruir sus credos y su sentido de la vida, violar a sus mujeres y no tener siquiera la dignidad de reconocer a sus propios hijos así procreados. Si aquí nos interesa, en particular, la visión del mundo de la España colonial es porque ha sido fundante en nuestros países iberoamericanos de hoy en día, sin olvidar que aquella fun-dación también brilló por sus instituciones, palacios, alfabetización, altruismos, matrimonios. Por eso, en Latinoamérica hay más mestizos que en las ex colonias inglesas, francesas y holandesas, cosa que de paso nos indica que aquellos españoles tenían con sus semejantes una relación mucho más humana y, hasta diría, digna.

En opinión de algunos autores, la Inquisición y la cacería de brujas no hubieran estancado el desarrollo de la ciencia en España, debido

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a que no estaban esencialmente preocupadas por la ciencia ni parece que hayan matado tanta gente como se suele sostener (véanse Bell, 1925; Tuberville, 1950; Kamen, 1965; García Camarero,1970) y porque, después de todo, la Inquisición se condujo aun peor en países que poseen en la actualidad ciencia moderna. Me parece morboso an-dar cotejando atrocidades, pero ahí están las obras como el Malleus Maleficarum (el siniestro Martillo de Brujas), manual que, con la aprobación papal, los sacerdotes Heinrich Kramer y James Sprenger enseñan a torturar y asesinar sobre todo a mujeres. En el contexto de este libro, todas esas abominaciones muestran el tremendo poder que pueden llegar a tener los modelos mentales que se fabrica el ser humano, que lo lleva a atribuir a una pobre anciana la capacidad de copular con el diablo, volar en una escoba, hacérselo creer a toda una comunidad y cometer dichas depravaciones a lo largo de siglos. ¡Y pensar que en los primeros capítulos me tuve que esforzar para convencer al lector de que el ser humano genera modelos mentales de la realidad, sobre cuya base se lanza después a todo tipo de acciones, que van desde dar la vuelta alrededor de la Tierra, ya sea en carabela o en satélite, escribir sonetos, alcanzar la Luna, hasta desquiciar la mente infantil y atormentar a sus mujeres! En realidad, ¿cómo se podría comparar la fuerza del modelo interpretativo que propone la ciencia moderna, al lado del que genera un niñito que se disfraza de Batman y de ahí en más pasa a creer que es Batman, o el de todo una comunidad europea que da por sentada la existencia del diablo y descuartiza a sus hijas, madres y abuelas? Según los Evangelios, Jesús se dejó torturar y matar por el modelo mental que sustentaba (que él era un cordero y que a su Padre le gustaba que se sacrificaran corderos en su honor); y, luego, su madre pasó a ser adorada por millones y mi-llones de fieles durante decenas de generaciones y por todo el planeta, con base en un prejuicioso y humillante modelo intelectual que elabo-raron los cristianos acerca del sexo. No hay ninguna duda de que los españoles y los portugueses del siglo xv tenían modelos mentales de la realidad que, entre una miríada de variables, incluían concepciones geológicas (“la Tierra es redonda”), expectativas geográficas (“llega­remos a la India”), intenciones políticas (“conquistaremos aquellas tierras para nuestro rey”), económicas (“nos llevaremos la plata del

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Potosí y el oro de El Dorado”) y, claro, religiosas (“evangelizaremos y salvaremos sus almas”).

En realidad, cuando don Santiago Ramón y Cajal, glorioso pione-ro de la neurobiología, discute el escaso desarrollo de la investigación en la España de los últimos siglos, no atribuye un papel principal a la religión, sino al aislamiento que algunos reyes españoles (en espe-cial, Felipe II) impusieron a sus súbditos. Después, H. Kamen, (1965) señala que no se permitía a los inquisidores torturar a una persona en dos ocasiones y que las declaraciones obtenidas bajo tortura care-cían de validez legal. Estas opiniones me suenan no ya pueriles, sino tontas. Para constatarlo, recordemos que durante el periodo llamado “El Proceso”, esto es la serie de dictaduras militares argentinas que hicieron “desaparecer” a miles de compatriotas entre 1976 y 1983, a los que primero martirizaban ferozmente, se suponía que la tortura era ilegal y que supuestamente los ciudadanos tenían el derecho del hábeas corpus, de modo que un autor que dentro de algunos siglos quiera basarse a rajatabla en lo que dice la ley escrita, cometerá des-atinos que, en lo posible, quiero evitar en estas páginas. Tampoco el aislamiento sería igualmente importante en la Iberoamérica de nuestro tiempo, cuando prácticamente todos los investigadores pro-fesionales de la región hemos tenido períodos de entrenamiento en el Primer Mundo y, ya en nuestros países, recibimos revistas de todo el mundo, estamos conectados a Internet, tenemos acceso a bancos de datos internacionales, viajamos a congresos y establecemos pro-yectos de colaboración con investigadores de todos los continentes. En resumen, tal como lo señala el gran Don Santiago, el aislamiento podría haber recortado a España del desarrollo cognitivo liderado por Alemania, Francia e Inglaterra, pero no creo que juegue un pa-pel relevante en la Iberoamérica de hoy en día. Ahora, en un par de años, un becario o un joven científico promedio viaja y se conecta muchísimo más que lo que podrían haberlo hecho Galileo, Newton y Lavoisier, puestos juntos, y, sin embargo, éstos desarrollaron una ciencia y una cultura compatible con ella y los hiperconectados ibe-roamericanos, no.

Otros autores, al considerar el desarrollo de la ciencia, atribuyen un papel determinante al contexto cultural y a la cosmovisión de la

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sociedad (véanse Needham, 1969; Thuiller, 1983; y Roche, 1972). Por fin, otros más piensan que la inyección de riquezas, tales como el oro y la plata de las colonias americanas a la metrópoli, hizo que España comprara artículos ya inventados, perfeccionados y produ-cidos en el norte de Europa. Pero basta con la música de “la herencia española”, pues, después de dos siglos de independencia, ciertos na-cionalistas latinoamericanos asemejan a un grandulón que atribuyera su molicie actual a que su tatarabuelo no envió a su bisabuelo a un jardín de infantes adecuado. Punto.

Si alguna enseñanza podemos sacar de la miríada de factores que contribuyeron a que hoy el 90% de la humanidad se anegue en la ominosa ciénaga del analfabetismo científico, es que la práctica de ciertos intelectuales de atribuirlo a un manejo inexperto del producto interno bruto, más que una candidez es una escandalosa aberración (y no cito nombres, apellidos ni títulos de obras encumbradas para no ofender…, aunque bien se lo merecerían).

Es muy difícil que los países del Tercer Mundo puedan ser democráticos

La democracia no es un atributo natural que le crezca al ser huma-no como los cabellos y las uñas, sino que requiere de cierta educación y cierta ética ciudadana. Es harto común confundir la democracia con el voto que es, en cierto modo, el fracaso de la democracia a la que no le queda otro camino que recurrir cuando una facción no logra convencer a las otras. Además, también la democracia tiene su patología, como la compra de votos, el soborno de pasillo, la ar-gumentación ad náuseam (por ejemplo, “el filibuster”) y diversas variantes del fraude. Cuando a Winston Churchill le señalaron estos defectos, se lamentó: “Es cierto, la democracia es terrible, pero por ahora es lo mejor que tenemos”.

Los niños están por lo general expuestos a ver en la televisión héroes que resuelven los problemas con un buen puñetazo en la na-riz de los villanos. Los campeones de la justicia que rescatan bellas damiselas en apuros jamás discuten, sólo se ponen verdes de rabia y desarrollan energías extraordinarias o se cambian de ropa en una caseta de teléfonos y recurren a la fuerza bruta. Más tarde, adolescen-

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tes, esposos, padres o manifestantes hacen exactamente lo mismo, sólo que, como no pueden hacerlo con personas más fuertes que ellos, emplean este “poder de discusión” con mujeres, niños, ventanales y nocturnos tachos de basura. No sorprende que el estilo actual de mejorar las condiciones salariales o de propiciar cambios sociales, así sean sensatos y justos, consista en bloquear carreteras, tomar insta-laciones, incendiar unos cuantos coches, hacer huelgas de hambre, encadenarse a una verja, actitudes que reciben el curioso nombre de “demostración”. Contaba mi maestro Bernardo A. Houssay que, al concluir una conferencia sobre la endocrinología de la diabetes que pronunció en cierta academia, sus observaciones y conclusiones ¡fue-ron puestas a votación!, tras la cual fueron declaradas “ciertas”.2

Hoy el avance de la democracia se refleja en el número de países que han concedido el voto universal a sus ciudadanos bajo pena de ser excluidos de las sociedades internacionales y no recibir préstamos de los bancos del Primer Mundo. Se obliga a los países a tener partidos de oposición, a formar parlamentos y a admitir que las minorías y las mujeres tengan derecho a votar, aunque luego en algunos de ellos el día de las elecciones padres y esposos no permitan a sus hijas y esposas ir a las urnas. En su Técnica del golpe de Estado, Curzio Malaparte atri-buye a Napoleón Bonaparte la invención del golpe de Estado moderno, que consiste en guardar las apariencias de legalidad. En el ínterin los dictadores se han hecho inmensamente hábiles como para ganar el apoyo de las mayorías mezclando populismo, mesianismo, demagogia o exaltando un no muy oculto odio racial. Hitler ganó las elecciones con un 94 % del voto de la población. Como lo ha señalado Norberto Bobbio (1999), la política se encuentra en crisis porque está asumiendo tanto la forma anormal del populismo plebiscitario como de fanatismo religioso (véanse también Zambrano, 1988; Barber, 1992).

Violencia intraespecífica y democraciaKonrad Lorenz usó la expresión “agresión intraespecífica” para la

que ejerce el león entre los leones y los lobos entre los lobos, no para

2 M. Cereijido: La nuca de Houssay. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires-México, 1990.

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referirse a la agresión de un león contra una cebra o un lobo contra una oveja, y resulta que leones y lobos están insertados en una cadena trófica. En estos párrafos sólo estoy cambiando “agresión” por “vio-lencia”, porque me voy a referir a la que existe dentro de una familia, un grupo, una sociedad, y a la que se refieren los especialistas como “violencia intrafamiliar”, institucional, social, etc. Pilar Calveiro Garrido (2003) realiza un estudio, por demás lúcido, de familias mexicanas en las que habitualmente los padres castigan físicamente a sus hijos, esposas, incluso cuando éstos ya están casados, tienen sus propios hijos y a veces hasta nietos. Personalmente, me resulta demasiado embarazoso leer de castigos corporales a abuelas sesento-nas enfrente mismo de sus descendientes, a quienes luego quizás ellas mismas repriman del mismo modo.

El asunto es demasiado complejo, pero desearía disecar en forma artificial un componente. La violencia, oral y física, reemplaza muy habitualmente la capacidad de argumentar para convencer, que no la tienen los violentos intrafamiliares (tanto el que pega como su víc-tima ocasional que devendrá a su debido tiempo en pegador); no son capaces de tratar de convencer con razonamientos, acaso porque sus descendientes criados en estas culturas no los entenderían. El violento lo es en mayor grado cuando se emborracha y, entonces, pierde hasta la ínfima capacidad racional que le quedaba. Nuestras sociedades tercermundistas pocas veces pueden ser democráticas.

Información, conocimiento, producción

Hasta hace unos cuarenta o cincuenta años se pensaba que los países podían ser clasificados como si estuvieran en una escalera con Suiza, Inglaterra y Francia arriba, Haití, Zambia y Etiopía en los escalones más bajos, y el resto en lugares intermedios. En la ac-tualidad, sabemos que no existe tal escala. Como lo ha señalado el economista y sociólogo brasileño Darcy Ribeiro (1922-1997), “el subdesarrollo no es la antesala del desarrollo, sino su contraparte ineludible”. Los países sumidos en el analfabetismo científico ni si-quiera podrían generar una cultura compatible con la ciencia, aunque

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el Primer Mundo renunciara a cobrar patentes y les regalara instruc-tivos y recetas. En verdad, la información no significa nada para un sistema que no puede asimilarla, es decir, que no puede procesarla y modificar su conducta en forma acorde. Es igual que colocar una moneda extranjera en la ranura de un aparato telefónico o la tarjeta de crédito equivocada en el cajero automático. Durante la guerra fría, soviéticos y norteamericanos se enviaban mutuamente espías para que consiguieran información, porque tenían las mentes perfecta-mente entrenadas para saber qué hacer con ella. El Primer Mundo ha desarrollado la forma de transformar la información científica en conocimiento científico y, luego, esto en producción y poderío; el Tercer Mundo, no.

Con el tiempo, algunos latinoamericanos sospechan que, posiblemente, la ciencia moderna desempeña un papel

Los países latinoamericanos raras veces consideran recurrir a la ciencia moderna para estudiar, comprender y resolver problemas; insistamos una vez más, el analfabeto científico no solo no tiene cien-cia, sino que tampoco detecta su falta ni sabría qué hacer con ella si la tuviera; no sabría tampoco apoyarse en la ciencia, sino a lo sumo declarar que va a apoyar la ciencia. Las raras decisiones de fundar un laboratorio nuevo, conceder becas o fundar un instituto científico se toman en los escasos periodos de bonanza relativa, junto con la decisión de adquirir un tigre nuevo para el zoológico o restaurar un edificio histórico. Desafortunadamente, en la mayoría de estos casos saltan de la sartén al fuego. Para entender esto tendremos que recor-dar la opinión del epistemólogo Jean Piaget: “Uno no comprende lo que ve, sino que sólo ve lo que comprende”. Ilustrémoslo con una historia atribuida a un grupo de turistas que visitaban una isla remota del Océano Pacífico, utilizada durante la Segunda Guerra Mundial. Descubrieron que los aborígenes habían logrado ensamblar una “radio” con su “antena”, empleando cañas y ramas de árbol, y que la usaban para implorar a los cielos que les enviaran alimentos y abastecimientos, tal y como lo habían visto hacer a los soldados es-

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tadounidenses. Piaget habría dicho que aquel que no sabe qué es una radio no puede ver una radio, de modo que preguntémonos ahora:

¿Qué ve el Tercer Mundo cuando mira la ciencia moderna que tiene el Primer Mundo?

Por supuesto, ve laboratorios, ultracentrífugas, radiotelescopios, fotografías de galaxias, congresos, revistas científicas, becas y toda la parafernalia de la investigación. Lo que no puede fácilmente ver es que toda esa enorme, compleja y costosa maquinaria de investi-gación del Primer Mundo tiene sentido porque alimenta una ciencia que trasforma la información en conocimiento y lo trasmite a toda tarea social: transporte, salud, educación, comunicaciones, indus-tria, financiamiento, deporte, diversiones, etc. Los países del Primer Mundo poseen un mecanismo que trasmite en forma continua el esfuerzo de los investigadores, que se mantienen ocupados con teore-mas estrambóticos, la radiación cósmica de fondo o la metilación del ADN, a los tecnólogos, manufactureros y vendedores que inventan, fabrican y venden máquinas de coser, medicamentos, cámaras foto-gráficas, computadoras y aeroplanos.

La confusión, respecto de los frutos que deben esperarse de la ciencia, podría ser mejor entendida por medio de la historia del man-darín chino, invitado a la residencia de un cónsul inglés para una ce-lebración que incluía un partido de tenis entre dicho funcionario y un visitante real proveniente de la metrópoli. Una vez que el mandarín había observado desde el almohadón cómo los jugadores corrían y sudaban bajo el sol vertical de aquellas latitudes, alguien le preguntó su opinión acerca del juego: “Esta gente noble, rica y poderosa de­bería pagar a sus sirvientes para que hicieran todo este trabajo”. No pudo entender cuál es el producto del deporte. Una vez más recorda-mos a Piaget: “Uno no comprende lo que ve, sino que sólo ve lo que comprende”. Resulta muy difícil entender que el producto principal de la ciencia no es necesariamente una mercancía, sino una per-sona que sabe y puede. Esta es la quintaesencia del analfabetismo científico, que aliena a la gente que no sabe y tampoco puede.

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Volviendo a roer el duro hueso: “Ciencia-básica / Ciencia-aplicada”

Quizás ahora podamos dar otra vuelta de tuerca al problema del analfabeto científico que se obceca en aplicar ciencia sin fomentar primero una ciencia que aplicar y sin desarrollar la mente para que sepa cómo hacerlo. No volveré a tratar aquí todo el problema, sino apenas otra faceta del planteo hecho en el Capítulo 3. Veamos.

El ser humano siempre se basó en el saber cómo (el analfabe-to científico declara entenderlo mejor cuando lo nombra en inglés: “know how”). Ya he mencionado que los pueblos, sobre todo eu-ropeos, sabían cómo aliviarse dolores chupando corteza de sauce; sabían cómo hacer queso, vino, trabajar el hierro, evitar problemas genéticos a través del tabú del incesto, producir vidrio de colores para los vitrales de sus catedrales. ¿De dónde sacaban ese saber cómo? Por regla general, lo obtenían de la transmisión oral en el seno de su sociedad. Aun hoy, la gastronomía se sigue basando en ese tipo de transmisión: el saber cómo llega como recetas en libros de cocina, lo ven hacer a un chef y luego lo aplican, y listo.

El gran salto, que comenzó a darse en el siglo xvii, fue reemplazar ese saber cómo, obtenido por la experiencia y transmitido de padre a hijo, de maestro a aprendiz, por el conocimiento científico. Justo, cuando la química aprendió sobre las estructuras que intervienen pa-ra que al ser iluminada una molécula emita luz roja, verde o azul, se pudo usar ese saber cómo para teñir una tela y pintar un fresco. Por supuesto, que aquí el conocimiento científico básico consiste en saber por qué, al ser excitadas algunas moléculas, emiten un color dado. Análogamente, cuando la ciencia aprendió por qué los metales varían sus propiedades y la termodinámica se constituyó en un instrumento para averiguar las leyes de gases, carbones, petróleo y del fluir de ríos, pudo proveer a la industria de un saber cómo muchísimo más eficaz y versátil que el mero ensayar-y-observar sin un modelo teórico que lo racionalice. Hoy, si bien se siguen produciendo platos de alta gastro-nomía basados en la experiencia previa transmitida de boca en boca, de maestro a aprendiz, ya no queda casi nada de importancia que pueda surgir de esa manera. Hoy ni siquiera el “metabolismo de la basura” está en manos de los basureros; ni la medicina, de enferme-

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ros, barberos y augures. Cuando se produce una computadora más avanzada, es porque la matemática, la física y sus ramas predijeron y, luego demostraron, cómo hacer un circuito del tamaño de una mone-da que realiza millones de operaciones por segundo, cómo hacer una pantalla plana de computadora que muestre los resultados a colores, los grafique y los represente de mil maneras. Hoy no se lanzan co-hetes balísticos basados en la experiencia transmitida oralmente de maestro en pirotécnica a su aprendiz. No se construye un acelerador de partículas de kilómetros de diámetro con recetas caseras para ver qué sucede; hay que anunciar de antemano qué se espera que suceda. Los nuevos materiales, medicamentos, técnicas de comunicación no llegan a ningún lado sin esa alimentación cada vez más estrecha que la ciencia va suministrando al saber cómo.

La educación en el Tercer MundoMe referiré al caso argentino porque es paradigmático, me ha

sido más fácil obtener información, asesorarme con especialistas y he sido, lamentablemente, testigo directo, privilegiado actor (en el sen-tido de que recibí una educación gratuita, becas, una formación su-ficientemente buena como para ganarme la vida de entonces en más) y víctima de muchos sinsabores a lo largo de su rampa descendente (cesantía, cárcel, exilio). De todos modos, mi croquis a carbonilla encaja sin necesidad de mucho reacomodo a otros países iberoame-ricanos.

Para que fueran los argentinos quienes supieran interpretar la rea-lidad argentina mejor que nadie, en las postrimerías del siglo xix, el presidente Domingo F. Sarmiento echó a andar escuelas, universi-dades, bibliotecas, institutos, zoológicos, botánicos, observatorios, estaciones meteorológicas. Valga una comparación. Por las mismas épocas, Abraham Lincoln, presidente de los Estados Unidos, en mar-zo 3 de 1863, en lo más álgido de la Guerra Civil, firmó en el Acta de Incorporación que la National Academy of Science sirviera para “investigar, examinar, experimentar e informar de cualquier tema de la ciencia y de las artes, en cualquier momento en que la consul­tara cualquier departamento del gobierno”. Pero en la cruzada de Sarmiento, invocando su obstinado desprecio por los gauchos, trató

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de aniquilar a éstos, justo en momentos en que una pléyade de escrito-res gauchescos compaginaba en sus cenáculos ciudadanos la imagen literaria de un centauro de las pampas, noble, altivo y justiciero. El racismo de dichos escritores es manifiesto, en tanto ensalzan la figura de Juan Manuel de Rosas, dictador argentino a quien en su libro, The Voyage of the Beagle, Charles Darwin describe como un implacable asesino de indios. La lectura del Facundo basta para convencerse de que Sarmiento se ganó a pulso la antipatía que muchos le guardan. Pero, ¿qué tienen que ver sus sentimientos con el desarrollo de la cien-cia y la tecnología nacional? Así como no desecharíamos la teoría de la relatividad sobre la supuesta base de que Einstein tenía mal aliento, a esta altura del libro no voy a recalcar que en ciencia algo no pasa a ser cierto o falso dependiendo de quién lo diga (la Biblia, el Papa, el rey, el padre, un despreciador de gauchos).

Por desgracia, a lo largo de la década de 1930 del siglo xx, esa Argentina que así se había preparado estuvo bajo el severo ataque de fuerzas militares y fascistófilas católicas. Loris Zanatta (1996) hace una cuidadoso y documentado análisis de la manera en que el clero exacerbó el nacionalismo y el catolicismo de las fuerzas armadas, hasta que estuvieron suficientemente sumergidas en el marasmo os-curantista como para obedecer el mandato de quitar de sus filas a todo aquel compañero de armas que no fuera estrictamente católi-co, y que tuviera, aunque fueran rastros, de una tendencia liberal que había abundado en las filas en las primeras décadas. Después obligó a militares y marinos a exhibir prácticas confesionales abier-tas, de modo que pudieran poner en la picota a quien discrepara con el oscurantismo. Ese proceso que duró unos 15 años y había tenido su ápice el 6 de septiembre de 1930, cuando los generales en rebeldía derrocaron al gobierno electo lo más democráticamente que las cir-cunstancias habían permitido. Por aquellas épocas el mismo Primer Mundo era sacudido por movimientos laborales con vueltas y revuel-tas a fascismos de toda laya. Poco después, los gobiernos militares impuestos por los militares ostentosamente católicos en la Argentina recibieron la visita oficial del cardenal Eugenio Pacelli, futuro papa Pío xII, el “Papa de Hitler”, como lo llamó el escritor inglés John Cornwell (1999) (véanse, de paso, Phayer, 2000; Coppa, 2002); sus

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compinches militares oscurantistas establecieron lazos ideológicos con la Italia de Mussolini, la España de Franco y la Alemania de Hitler. Una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, dieron refu-gio a miles de criminales de guerra –una gran cantidad de los cuales ingresaron como curas católicos– u otros, tales como Adolf Eich-mann, Josef Mengele, cuyo apodo “El Ángel de la Muerte”, por su acción genocida en los campos de exterminio, me evita demorarme en descripciones y Ante Pavelic y, en las décadas siguientes, gente de su calaña que destruyó con deleznable eficacia las universidades,3 colocó bombas en instituciones judías, fraguaron documentos no-tariales para quedarse con las casas de los asesinados (en muchos casos también con sus hijos) y causaron el exilio de un porcentaje considerable de técnicos calificados e investigadores.4

La educación nunca se recobró de estos golpes oscurantistas.5 Todo lo contrario. En fecha tan reciente, como diciembre de 1999, una enorme multitud de la ciudad de Mar del Plata siguió a monseñor Estanislao Karlic en una reunión donde se rogó a la Virgen de Luján que los protegiera de “las maldades de la ciencia”. Hasta la fecha, los argentinos intentan descubrir la pista de la miseria que los hundió buscando errores ¡en el manejo de la economía!, pero nunca en sus normas éticas ni en el destrozo despiadado del sistema educativo.

Se cuenta que cuando el presidente Theodore Roosevelt se quejó de que la educación resultaba muy costosa, Charles William Eliot (1834-1826), presidente de la Universidad de Harvard, le contestó: “Si encuentra demasiado costosa la educación, ¿por qué no prueba con la ignorancia?”. Por supuesto, Eliot y Roosevelt eran funciona-rios primermundistas, de haber sido tercermundistas, casi seguro que hubieran probado. De hecho, los funcionarios tercermundistas optan invariablemente por esta alternativa.

3 Una aclaración reciente del hecho de que quienes dirigían la Iglesia y con-trabandearon nazis a Argentina eran los mismos que destruyeron la universidad se puede leer en Sergio Kiernan: “Testigo inesperado”. Página 12, del 12 de agosto de 2003. 4 Véase Oteiza, 1968, 1992. 5 Véase “Army Pall Over Argentine Science”. Nature, (1984), págs.201 y 311.

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La educación como dique gigantesco para que la sociedad no se anegue con gente sin trabajo

Conmueve observar a un humilde maestro de una escuela remota de Argentina, Brasil o México haciendo su mejor esfuerzo para edu-car a alumnos que, en ocasiones, no han desayunado y que, probable-mente, tampoco almorzarán. Al otro extremo del sistema educativo, resulta impresionante visitar a un investigador en una población que ni siquiera figura en los mapas y darse cuenta de que se encuentra estudiando problemas importantes, siguiendo métodos rigurosos, que se mantiene bien informado y que publica artículos excelentes. En los países más avanzados de América Latina, se pueden encontrar laboratorios bien equipados en los que hay excelentes investigado-res, conocidos por sus colegas de todo el mundo. La investigación es apoyada económicamente mediante esfuerzos considerables de las agencias gubernamentales y los investigadores mantienen un inter-cambio provechoso con laboratorios situados en Stanford, Toronto, París, Francfort y Edimburgo. Y, sin embargo, en lugar de construir sobre esas bases preciosas de conocimiento, el papel social del apara-to educativo es sañudamente frustrado.

Hace cincuenta o cien años, cuando un niño terminaba la es-cuela primaria, entraba en el mercado de trabajo en calidad de aprendiz en un taller mecánico, como repartidor de hielo, carne o periódicos, cadete de oficina, ayudante de un carpintero o man-dadero en una farmacia. En la actualidad, cuando el desempleo es muy elevado incluso entre los adultos, y también las mujeres ingresan en el mercado de trabajo, el sistema educativo actúa co-mo un dique de contención de “recursos” laborales al retener a millones de jóvenes hasta los veinte o más años. Constituye una clara ventaja que un adolescente, en lugar de vagar por las calles sin nada qué hacer, pueda ir a estudiar, en especial, cuando el mer-cado de trabajo demanda gente con mejor preparación. De hecho, el desempleo es mayor entre la gente analfabeta. Mas todo esto no es sino una farsa debido a que, a medida que la población crece, las universidades van haciéndose cada vez más y más grandes pa-ra contener a la masa de jóvenes desempleados. La calidad de la educación decae en picada.

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Los gobiernos latinoamericanos se encuentran bajo la presión continua de algunas agencias del Primer Mundo para que traten las universidades como si fueran empresas privadas. Sin embargo, las universidades no son en forma alguna empresas económicas cuyo fin sea producir dinero, sino instituciones que impulsan el conocimiento y adiestran a los ciudadanos a usarlo de manera adecuada, papel que, pese al escatimado presupuesto que reciben, de vez en cuando cumplen su misión razonablemente bien (Courel, 2001).

Una de esas entidades extranacionales es el Banco Mundial. En consecuencia, los burócratas de la educación terminan obedeciendo (o incluso perteneciendo a) las agencias internacionales. A su vez, y en vista del triste cuadro que presentan las universidades latinoa-mericanas, en particular sus dimensiones, su elevado costo, su alto número de fracasados que luchan por –y conquistan– el derecho de enrolarse y seguir enrolándose, y la inquietud política, dicho banco recomienda que reduzcan su tamaño al mínimo compatible con el número de graduados imprescindible para un servicio básico de la población. También se observa una tendencia a crear instituciones privadas que reciben el curioso nombre de “universidades”, a pesar de que jamás instalan una estación marítima, un observatorio, un gabinete de física o un laboratorio de química. Los establecimientos religiosos y la clase pudiente intentan recuperar el control de los paí-ses latinoamericanos fundando este tipo de “universidades” privadas que son sólo accesibles a los estudiantes de clase media y alta. Así, estas instituciones actúan como doble filtro, uno económico y otro ideológico, y proveen a las sucursales de compañías transnacionales de personal de cuello blanco suficientemente calificado. El broche de oro es cuando consiguen que las empresas sólo contraten graduados de esas “universidades” y discriminen a los formados en universida-des estatales; y el broche de diamante cuando los graduados en estos sellos de goma se encaraman en los estamentos gubernamentales y otorgan a estas instituciones cuantiosos fondos de un Estado que se dice laico, aunque esa “universidades” sean incluso confesionales.

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La ciencia en el Tercer Mundo

A pesar de estas desventajas, los investigadores latinoamericanos publican generalmente en las mejores revistas científicas, participan en reuniones internacionales y sus contribuciones son consideradas ladrillos valiosos en la construcción de la ciencia moderna, como se refleja en la bibliografía de los ensayos publicados por Cambridge y el Colegio de Francia, que hacen debida referencia a los artículos escritos por los latinoamericanos. Emigrados latinoamericanos inte-ligentes y bien formados figuran en el cuerpo colegiado de la mayoría de las universidades Ivy League. Hay países del Tercer Mundo que tienen núcleos de altísima calidad. Para poder compararse, los empre-sarios deberían producir coches, aviones y cámaras de fotos capaces de competir en el mercado internacional con los Ferrari, Boeing y Canon.

Se tiene que hacer notar que, en cuanto utiliza una forma cientí-fica de interpretar la realidad, un investigador del Tercer Mundo es un científico verdadero y es miembro de una comunidad mundial de científicos cuyo cuartel general se encuentra en el Primer Mundo. Y, a la inversa, un investigador del Primer Mundo puede incluso llegar a ganar el premio Nobel mientras declara que el hombre fue creado a partir de un muñeco de barro y la mujer de una de sus costillas, en cuyo caso podríamos llegar a decir que es un investigador mas no un científico.

Cuando las universidades latinoamericanas son desmanteladas,6 los soldados se dedican a quemar libros,7 y los mejores investigado-res se refugian en Europa, Estados Unidos, Canadá y Australia,8 los sindicatos, los clubes de empresarios y las cámaras de comercio se encogen de hombros. Más tarde, se toma como si fuera algo natural que multitudes de trabajadores sin empleo hagan peregrinajes a los santuarios y rueguen a san Cayetano y a la Virgen de Guadalupe

6 Véase “Army Pall over Argentine Science” [“Un palio mortuorio militar sobre la ciencia argentina”], en Nature, (1984), páginas.201 y 311. 7 Véase Página 12, Buenos Aires, 24 de marzo de 1994. 8 Véase Clarín, Buenos Aires, 7 de febrero de 1999.

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que les concedan un empleo.9 Los países que no tienen uso alguno para la investigación y creen que las oraciones y los santos puedan conceder empleos carecen de una la visión del mundo necesaria para desarrollar la ciencia moderna. Bien puede declarar un Gobierno latinoamericano que no tiene un centavo para repatriar (y emplear) a sus investigadores exiliados en el Primer Mundo y, al mismo tiempo, lanzar toda su maquinaria diplomática para rescatar a un ex presi-dente militar, con juicios eternamente pendientes, por torturador y genocida, que ha sido atrapado cuando visitaba Europa incautamen-te; hasta envían un avión privado para regresarlo a su país. Y gastan miles de dólares en pagar trapacerías legales para detener a los grupos defensores de los derechos humanos. Tampoco debería olvidarse que con bastante frecuencia estos militares fueron entrenados y apoyados por países del Primer Mundo.

Patologías de la ciencia en el Tercer Mundo

El Tercer Mundo está afectado de todas y cada una de las patolo-gías ya presentadas en el Capítulo 3, pero tiene además algunas que le son propias.

1) El analfabeto científico desbarata el aparato científico de su patria con normas administrativas.

A esta altura del libro no necesito insistir en que la tarea de inves-tigar se basa en la originalidad y detección de fronteras y oportuni-dades, seguidas de una sociología propia de cada disciplina; no es la misma para los astrónomos que planean ver un fenómeno que ocurre cada 76 años (por ejemplo, el paso del cometa Halley), que quienes siguen la propagación de una epidemia. Pero todo esto va a depender de las instituciones (consejos) que rigen la ciencia de cada país. Las del Tercer Mundo tienen un drama. Si el consejo es chico, no lo escuchan en el momento de asignar presupuestos pero, si es grande, se trans-forma en un “huesito” (un cargo público en pago de su capacidad de

9 Véanse Sagasti (2000) y La Jornada, 8 de agosto de 1997.

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conseguir votos) que puede otorgársele a un político que consigue votos para el partido gobernante, a un sobrino del presidente, a un prostático-gran-trombón de la ciencia, un ex (muy “ex”) investigador a quien no se puede dejar de otorgarle alguna institucioncilla para que la dirija, pues ya está demasiado acostumbrado a tener automóvil oficial, chofer, dinero para viajar al exterior a firmar convenios.

Citaré algunos de los desaguisados que comete el burócrata atur-dido y convertido en líder de alguna institución científica:

a) Si hay alguna actividad que depende de la novedad, el descu-brimiento y la introducción de datos e ideas que genera la ciencia internacional, ésa es la ciencia. Pero al investigador se le exige que solicite, en especial, el dinero hasta para las tareas rutinarias de cada uno de sus proyectos y estipule en apabullante detalle qué va a estar haciendo en el cuarto trimestre del segundo año.

b) Un investigador puede comprarse ropa, cañas de pescar, un automóvil, una casa a crédito, siempre y cuando su foja muestre que es buen pagador. En cambio, para una tarea científica que viene de-sarrollando de modo satisfactorio a lo largo de veinte o treinta años no puede contar con un crédito imprescindible. Simplemente, no se le permite rendir cuentas científicas, académicas y económicas al final del subsidio. En caso de que haga tres años que pidió dinero para comprar tal o cual rotor de centrífuga, pero en el ínterin ha surgido uno más apropiado y, obviamente, quiere ahora comprar la nueva versión, debe pedir (¡y esperar!) la autorización de algún burócrata que quizás el día anterior fue despedido por incapaz de una compañía vendedora de terrenos.

c) Si graficamos la producción de los grandes genios de la ciencia, desde Galileo a Darwin y desde Einstein a Hubble, veremos que ja-más dibujan una recta continua, sino que hay períodos de grandes chispazos intercalados entre períodos de concepción y elaboraciones. Einstein, por ejemplo, tuvo un festival de productividad en 1905. Temeroso de la reacción que provocarían sus tesis, Darwin prefirió rumiar muy bien lo que iba a decir antes de abrir la boca y atravesó largos períodos sin publicar. Hoy un administrador oligofrénico lo despediría por inoperante, porque los consejos científicos exigen que el investigador publique regularmente como si se tratara de utensilios

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de cocina o colchones. Los investigadores no tienen más remedio que refugiarse en hacer una ciencia reducida, estudios previsibles, cons-tataciones que no agregan mucho que digamos. Nadie puede darse el lujo de atacar un problema fascinante, explorar una hipótesis osada, pues corre el riesgo de no tener luego nada que informar y ser privado de laboratorio, fondos, colaboradores técnicos, promociones. Cuan-do se responsabiliza del desastre de arruinar la ciencia de su patria, un administrador vocea la patraña de que “quienes pagan impuestos tienen el derecho de saber en qué se gastan”. Lo han dicho con todas las letras, por ejemplo, personajes como Milton Friedman, a pesar de que para entonces sus despropósitos habían hundido a millones de personas en la desocupación, el hambre y la miseria. Cuando se le señaló: “Muy bien, Sr. Friedman, mande usted a averiguar qué hacen los científicos a personas que entiendan de ciencia, que, en especial, estén familiarizados con cómo se crea en un campo dado, ¡no a un economista!”, su respuesta fue otra prueba de analfabetismo mortal. ¡Si, por lo menos, cuando llegan a un hospital tras sufrir un grave accidente automovilístico no los atendiera un médico, sino el gerente! En cualquier legislatura del mundo, la comisión más impor-tante es la de economía y, si acaso existe una de ciencia y tecnología, se frustrarán en ella un par de científicos que la integraron con la esperanza de inyectar sensatez y hacer algo positivo, pero a quienes ni siquiera sus colegas de bancada les prestarán atención.

d) Los administradores que usurpan cargos científicos destruyen diariamente la infraestructura de las instituciones.

El espantoso analfabetismo científico del Estado lo fuerza a usar beneficios marginales para apaciguar a los técnicos, empleados y trabajadores de las universidades e institutos de investigación y a relevarlos de sus obligaciones específicas. Así, en lugar de un im-prescindible adiestramiento con cursos avanzados, buenos salarios y seguridad social, al personal se le conceden vacaciones más largas, horas de trabajo flexibles, un número mayor de días dedicados a la celebración de una variedad increíble de fiestas, incluso la de sus cumpleaños, e inamovilidad en sus cargos, no importa lo pelmazo que sea. Los investigadores no pueden fácilmente entregarse a pro-yectos significativos cuando se tienen que apoyar en personal que,

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en ocasiones, dispone de hasta dos meses y medio de vacaciones al año,10 horario móvil y cláusulas contractuales que les aseguran que el personal ineficiente no será sustituido por técnicos mejor adiestrados. Por supuesto, que todo esto es mal interpretado con el fin de señalar que los técnicos son perezosos, añadiendo así insulto al daño. Y, sin embargo, los asistentes técnicos no son culpables de la humillante condición a que se los rebaja, debido a que su líder sindical y los ex científicos, ahora transmutados en burócratas, estuvieron a cargo de la negociación contractual entre el sindicato y las autoridades de la universidad. La mayoría de los técnicos se mostraría gustosa de cam-biar todos los “beneficios” acumulados en décadas de inflación de dos dígitos por un salario decente y un año completo de trabajo en el que se les brindara el incentivo de capacitarlos en técnicas avanzadas, sin las cuales la ciencia no funciona ni, menos aún, prospera.

Hoy en día el trabajo de nuestros técnicos no está orientada hacia la realización de una tarea ni a la solución de un problema, sino al cumplimiento de una cláusula contractual. Si tiene pereza de enten-der la última frase, piense que lo operan de la vesícula y el cirujano no lo cose porque le corresponde a su asistente, al enfermero a cargo de las inyecciones endovenosa no se lo especificaron en el último contrato de trabajo y al encargado del hilo no lo pueden obligar a conseguir uno, porque no está en la catalogación de sus tareas. Suena ridículo porque, simplemente, es ridículo.

Cuando un país del Primer Mundo desea desarrollar específica-mente algo para usar, se trata de un proyecto “además de”. En cam-

10 En algunas instituciones, las vacaciones también pueden fraccionarse (los empleados pueden tomar parte de ellas en cualquier momento del año). “Des-cuéntelo de mi periodo de vacaciones”, podría decir un técnico, martes tras mar-tes, para reponer el lunes dedicado a curarse de la resaca. Cuando una tarea re-quiere ser ejecutada por varios empleados y técnicos, ya sea en forma simultánea o en serie, resultará imposible hacerla. Y si esta especie de imposibilidad se pre-senta también con el suministro de electricidad, de agua, de servicio telefónico, de transporte, etc., en todo el país, se crearía de inmediato un disturbio. El hecho de que la misma sociedad jamás advierta el bloqueo sistemático de la investiga-ción llevado a cabo por décadas, puede ser tomado como una clara demostración de que los países latinoamericanos pueden trabajar, no sólo sin ciencia sino, también, sin investigación.

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bio uno del Tercer Mundo crea estrategias “en lugar de”. Por eso, cuando los investigadores del Tercer Mundo oyen que una autoridad estatal cacarea que se va a realizar tal o cual proyecto “para aplicar ciencia a los problemas nacionales” tiemblan, porque saben que se lo hará a expensas de cortarle los fondos a proyectos serios que ya se están realizando y porque ya surge un capitoste que se restriega las manos para fungir de funcionario director de dicho programa. El Tercer Mundo está poblado de institutos creados para algún de-sarrollo que, de entrada se sabía, no se podía llevar a cabo porque la mayoría de sus pasos ya estaban patentados. Pero una vez erigidos los edificios y sus instalaciones, y a poco de comenzar a operar, el señor director simplemente les cambia el nombre, los dedica a otra cosa y se cierra el círculo de una estafa más a la sociedad.

Por desdicha, también se recurre tercamente a seudoproblemas. Es muy común que los secretarios de Estado y los presidentes des-víen el magro presupuesto científico para estudiar la desnutrición y el alcoholismo. ¡Cuidado!, no estamos diciendo que la desnutrición y el alcoholismo sean problemas ficticios, sino que existen por mil razones sociales, económicas, políticas, pero no porque la ciencia desconozca la necesidad de ingerir vitaminas y proteínas, ni por igno-rar el metabolismo del etanol en el hígado. Con todo, ahí van fondos para que los investigadores tomen ratas y les administren un mililitro de alcohol, dos mililitros, tres..., que equivale a que una persona se beba uno o dos galones de whisky por día.

2) Elefantes blancos La sociedad, científicamente analfabeta, no espera nada de sus

institutos de investigación, ni siquiera en aquellas áreas donde existen graves problemas o en las que sus empresarios y gobiernos pagan su-mas cuantiosas en patentes y asesorías extranjeras. Muy pronto con-gelan los presupuestos de sus “Institutos Nacionales Para…” (INP). Como el presupuesto está congelado, cuando el presidente de la re-pública decreta un, digamos 4% de aumento de sueldo, se instruye al INP que lo pague tomando fondos del gasto de operación (para llevar a cabo los proyectos científicos). En pocos años esta práctica deja al INP sin fondos para estudiar nada. Esto somete a dicha institución

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a una “selección antinatural”: los mejores científicos se marchan, generalmente hacia el Primer Mundo y en los INP sólo van quedando las nulidades. Las leyes están hechas de tal forma que jamás recibirá la visita de una comisión científica para averiguar si tan tremendo gasto sigue teniendo justificación y sentido.

3) El papel de la divulgación científicaCasi sin excepción es de excelente nivel, pues muestra giróscopos,

telescopios, péndulos, maravillas que hace la luz y está impulsada por gente que tiene pasión por inculcarle a los jóvenes un amor por el conocimiento científico. Por ejemplo, en México, el ingeniero Jo-sé de la Herrán ha pasado su larga vida guiando a los muchachos en la construcción de su propio telescopio y, cuando luego lo usan para observar la Luna, lo que ven pasa a tener un sabor muchísimo más intenso y significativo. De la Herrán se lleva a los muchachos a cuanto lugar les permitirá observar un eclipse, el paso de un cometa, cierta conjunción de planetas.11 Otros admirables enamorados de la divulgación se la pasan fundando, redactando, imprimiendo y dis-tribuyendo revistas, hasta que los aplasta la falta de fondos, pero ni así dejan de perseverar.

Pero es muy común que la divulgación desarrolle ciertos vicios perjudiciales. Se empeña en seducir con portentos. (“¿Sabía usted que si una persona brincara como una pulga, podría saltar un edificio de veinte pisos?”; “un balde de materia de una estrella enana blanca pesa tanto como toda la Tierra”; “un agujero negro puede comerse todo una galaxia”.) Por eso, nuestros museos de ciencia sueñan con convertirse en otras Disneylandia donde los divorciados puedan lle-var a sus hijos, el fin de semana que los tienen a su cargo. Los chicos estarán encantados de tocar acumuladores que les harán parar los cabellos, subirse a plataformas que los harán girar, aparatos que les permitirán encender lamparitas de luz en sus manos. Esta divulgación acaba dando la idea de que los científicos somos una manga de ante-

11 Como dato anecdótico, el domicilio del ingeniero de la Herrán, en la calle Viena, del barrio de Coyoacán de la Ciudad de México, es un abigarrado museo de la telecomunicación, con pequeñas dependencias accesorias llamadas cocina, dormitorio, baño.

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ojudos, de cabellos revueltos y jocosidad estentórea que, en medio de una sociedad donde no todos llegan a fin de mes, pretendemos que el Estado solvente nuestros ocios con fósiles de gliptodonte, dispersión de la luz en rayitos de colores y fotos de los anillos de Saturno. Com-prensiblemente, el gobernante, científicamente analfabeto, concluye que sería casi inmoral malgastar en extravagancias científicas. “No pretendo que nuestros obreros lleguen a Marte; me conformaría con que llegaran a fin de mes”; “no me importa tanto que los agujeros negros coman galaxias; preferiría que nuestros niños coman alguna proteína.” ¡Quién convence ahora a la sociedad y al Estado de que los científicos no somos una manada de coleccionistas de rarezas sino que, por el contrario, buscamos regularidades de las que luego tratamos de destilar las leyes con que funciona la realidad!

Es demasiado raro que esta divulgación, tal como hoy se la hace, se ponga a divulgar qué es la ciencia moderna, cómo se desarrolló, cuál es su esencia, por qué no es una aventura exclusiva de la razón, qué diferencia hay entre el modo científico y el religioso de interpretar la realidad o por qué los países del Primer Mundo tienen ciencia y los del Tercer Mundo, no, y qué papel desempeñan los analfabetos científicos encaramados en el Gobierno. En ese sentido, el presente ensayo puede ser tomado como una divulgación de dichos temas.

Falta en los museos de divulgación una sala dedicada a la evolu-ción del conocimiento, que ilustre de manera sencilla y amena cómo fue que brotó la conciencia, cómo el lenguaje, cómo son los modelos ancestrales de la realidad, los pasos que da un infante para acceder al conocimiento del adulto, las patologías mentales que implican una falla, una exageración o un desvío de cierta percepciones. El elemento cognitivo en la evolución de las maneras de interpretar la realidad está ausente, y no se diga la ilustración de cómo y cuándo se adop-taron suposiciones insólitas pero que, así y todo, en su momento, el ser humano se vio compelido a admitir, tales como la Trinidad, la virginidad, la autoridad infalible, la genealogía de los mitos.

4) Investigadores y mandatariosSi algo faltara para acabar de confundir a los estados tercermun-

distas, recordemos que cada vez que se otorga el Premio Nacional de

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Ciencias o se confieren los grados de doctor y becas, y se lo hace en una ceremonia pública a la que asiste el presidente de la república, el investigador a cargo de la Academia Nacional de Ciencias tendrá asegurado algunos minutos en el podio y los aprovechará para que-jarse de que no se los apoya, que no se puede trabajar, que la cien-cia nacional está en ruinas, que el dinero no se otorga directamente a los científicos (sino a los administradores que le arrebatarán un escandaloso porcentaje para sueldos de administrativos y costosos edificios), y solicitará aumentos de sueldos, donativos, becas, etc. La descripción no es para nada errónea, pero, además de dar la im-presión de que la comunidad científica actúa simplemente como un sindicato más, tácitamente se admite que las soluciones que pueda brindar la ciencia no las diseñarán los mismos científicos, sino que las deberá generar e implementar ¡el señor presidente! Él sí sabe qué es la ciencia, cuáles son sus problemas, qué se requiere. La comunidad de investigadores no propone, no ilustra para qué sirve, no menciona qué se puede esperar de ella.

“Chi vuol non può, hi fa non sa … e cosi il mondo va.”

Tratando de comprender a los empresarios tercermundistas

Los empresarios del Tercer Mundo comparten con sus paisanos la misma cosmovisión que quiebra sus compañías. Pero ellos invocan, en cambio, otros factores, tales como: “Las compañías tercermun­distas son demasiado pequeñas como para apoyar la investigación”. Este argumento no parece incontrovertible, pues las innovaciones tec-nológicas no son producto exclusivo de las empresas transnacionales gigantescas; al contrario, un gran número de compañías pequeñas del Primer Mundo son creadas ad hoc para nuevas aventuras, y así lo ven también los inversionistas de alto riesgo, que son expertos en evaluar las posibilidades económicas del planteo que hacen el científico y el em-presario innovador. Sería bueno señalarles que las grandes compañías petroleras, que son propiedad de países del Tercer Mundo, pagan cifras

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astronómicas por usar patentes y asesores extranjeros, mas no fomen-tan una cultura institucional que promueva la ciencia ni produzca una cantidad de patentes comparable a las que importa o, por lo menos, apoyen departamentos universitarios que puedan proporcionárselos. Además, hay que tener presente la cantidad de universitarios que, lle-gado su momento, tuvieron que pasar de la universidad a la empresa familiar; por un tiempo, se propusieron apelar a la ciencia y la tecno-logía, pero, luego, la abrumadora oferta de artículos contrabandeados, piratas, las trabas legales, la presión sospechosamente coordinada de sindicatos, direcciones impositivas y acreedores, los cambios ministe-riales, los forzó a caer en el habitual “sálvese quien pueda”.

No todo es corrupción y lucha políticaUna vez más: todos los quehaceres de envergadura en el mundo

moderno requieren ser interpretados y manejados con base en la cien-cia moderna y tecnología avanzada. Cada funcionario de Estado debe tener, entonces, una formación que le permita entenderse con la ciencia, la tecnología y los científicos. Hoy, los del Tercer Mun-do no la tienen. Por eso me deja perplejo que cuando denuncian las barrabasadas que cometen sus gobiernos, los periódicos del Tercer Mundo las atribuyan a manejos turbios y a la preponderancia de las luchas políticas sobre las necesidades de la sociedad. Temo entonces que se esté cometiendo una injusticia contra los funcionarios. Si yo me pusiera a pilotear un modernísimo avión supersónico de caza me estrellaría con toda seguridad, pero el accidente no tendría nada que ver con la corrupción: simplemente no sé manejar un avión que vuela a varias veces la velocidad del sonido y depende de supercomputa-doras. La corrupción, los desfalcos y los manejos partidistas de los funcionarios abruman, pero es imprescindible tener en cuenta en su descargo el espantoso analfabetismo científico en que navegan. Es en esos momentos en que aflora en toda su desesperanza aquello de “para el analfabeto científico la ciencia es invisible” La gravedad deriva de que es muy difícil explicarle a alguien lo que cree que ya sabe. Pero na-da se gana atormentándolos con artillerías políticas desde periódicos opositores que, dicho sea de paso, también se manejan en función de argumentos económicos, resortes sindicales y coyunturas políticas.

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“Libertad es el derechode vivir sin hipocresía.”

José Martí

Resumen piagetianoRepitamos ad náuseam: Jean Piaget mantenía que “uno no sabe

lo que ve, ve lo que sabe”. Si escribimos cien ecuaciones en la pared y preguntamos cuál es la ecuación de onda de Schödinger, sólo aquel que la conozca podrá señalarla. Sólo quien entienda guaraní podrá interpretar lo que se le diga en dicho idioma. Un labriego sabe cómo es una planta de maíz, una vaca, un cabestro y como las conoce pue-de verlas. En cambio, no puede ver una tomografía, una cámara de 10 megapixeles, un contador de centelleo; no sabe cuál es el mecanismo molecular que permite a esta resina sellar en un minuto, ni interpreta por qué esta computadora registra los desperfectos del motor de un automóvil, ni cuál es el mecanismo de acción del betaxolol sobre el aparato yuxtaglomerular de sus nefrones. Pero esa es, justamente, la realidad que la ciencia le ha fabricado y en la que ahora lo obliga a sobrevivir, aunque no la pueda interpretar.

Puesto que nadie supera a un colibrí en ser colibrí ni a una balle-na en ser ballena, no hay colibríes ni ballenas subdesarrollados; un tercermundista sí es subdesarrollado, porque está obligado a tratar de sobrevivir en una realidad que no comprende, porque no se trata de una realidad natural, sino una realidad que constantemente le producen la ciencia y la tecnología. Cognitivamente hablando, el ter-cermundista ya no pertenece a este planeta, es una novedad biológica pero, como señalaré en el próximo capítulo, por ahora no se extin-gue, sólo se multiplica y degrada. Alvin Toffler usaba la expresión “future shock” para referirse a ese futuro que ya no es más el que co-nocíamos, que ya no se queda quieto esperando al rezagado y al que, por lo tanto, no nos podemos adaptar; pues bien, ese futuro ya está aquí, pero sólo momentáneamente, porque la ciencia pronto lo habrá de transformar en pasado y lo reemplazará por un presente que al analfabeto científico le resultará menos comprensible aún. El futuro que “nos choca” nos lo va inyectando continua y vertiginosamente el Primer Mundo. Piaget quizá lo pondría ahora de este modo: “Quien

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no sepa qué es la ciencia, no podrá ver la ciencia ni advertir su falta”. En su libro El mundo es ancho y ajeno, Ciro Alegría lamentaba el drama de vivir en un “pungo” peruano, en un país, en un mundo del que uno no es propietario. Todo lo que estoy tratando de pintar es la tragedia de vivir en una realidad que pertenece a una ciencia y una tecnología que no es nuestra, sino del Primer Mundo.

Adenda

¡La carencia más grave, es la de una cultura compatible con la ciencia!

En el Capítulo 1 mencioné que un Gedankenexperiment, sólo puede ser hecho con el pensamiento. Hagamos uno. Tomemos la Uni-versidad de Harvard, que trabaja con enorme eficacia en pleno estado de Massachussets, e implantémosla en Ecuador o en Costa de Marfil. Con toda seguridad, presenciaríamos la veloz atrofia de esa maravilla del pensamiento humano. ¿Cuánto tardarán en reiniciar sus trabajos porque el personal está celebrando la tradicional fiesta de san Pirulo? ¿Cómo van a superar dos meses de vacaciones del personal, llamados días económicos, el “Día del”, las interrupciones de energía eléctrica, de agua corriente? ¡Qué hará el decano de Medicina cuando reciba la instrucción del Secretario de Educación que, si bien están prepa-rados para recibir este año 120 estudiantes, ahora deberá admitir 5.438 porque, de lo contrario, bloquearán las carreteras o tomarán las instalaciones! ¿Cómo se desempeñará el cuñado del presidente de la república –a la sazón licenciado en Derecho– cuando lo instalen como decano en la escuela de Física? Constataríamos una vez más que la ciencia no puede prosperar en cualquier contexto cultural.

Si le gustó esto de los Gedankenexperimenten, haga ahora otro con alguna universidad argentina. Imagine a los militares acatan-do las sugerencias del alto clero y rompiéndola e interviniéndola en 1930, 1943, 1946, 1966 y 1976. Ahora cuente cuántos ex profesores de Harvard andan exiliados por el mundo, y compare la cifra con la de universitarios argentinos dispersos fuera de su patria. ¡No me diga que no nota una cierta diferencia!

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Capítulo 6

La ciencia moderna como calamidad

El choque entre el Primer Mundo y el Tercer Mundo amenaza borrar ¡a ambos! del mapa, y me llevó a llamar a este libro La cien­cia como calamidad. Conviene comenzar señalando las variables en juego y describiendo los conceptos necesarios.

La diferencia entre la cantidad y calidad de conocimiento entre dos personas, empresas o países desencadena inevitablemente pro-cesos por los cuales el poderoso tomar como “medio” a quien no lo posee, se trate del médico que vivirá de curar pacientes, de electricis-tas que vivirán de subsanar apagones, maestros que vivirán de la do-cencia, potencias que vendrán a tomar nuestro cobre, cacao, fuentes hídricas, mujeres guapas, órganos de nuestros niños para trasplantar. Es en este sentido que la ciencia moderna desencadena uno de los procesos más terribles por el cual el Primer Mundo toma como “me-dio” al Tercer Mundo. Constatamos, histórica y diariamente, que apelar a la ética y a la buena voluntad jamás lleva a buen puerto. De lo contrario, sería como esperar que el cirujano y su paciente rogaran a las bacterias que no invadan la herida postoperatoria, al hielo que no se derrita, que pongamos en la puerta de nuestras casas un letrero de “prohibido robar”.

¿Por qué el Primer Mundo no puede ser más bondadoso? El Primer Mundo siente que es correcto mantener secreto el cono-

cimiento en que basa su poderío, debido a que sus contribuyentes lo pagaron con sus impuestos para desarrollar la ciencia y la tecnología.

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Puesto que un indio de Guatemala puede ser curado con un antibió-tico descubierto en Boston y un emir puede ser llevado en avión a Zurich para que su corazón quede reparado mediante el uso de un cortocircuito coronario, se puede llegar a creer que todos podemos compartir en un pie de igualdad los beneficios de la ciencia moderna del Primer Mundo.

Nunca ha habido un factor tan poderoso como la ciencia moder-na en esto de crear una desigualdad entre quienes la tienen y quienes carecen de ella. Ni siquiera el mismísimo dinero y las cacareadas acu-mulaciones de capital son capaces de generar semejante asimetría.

¿Qué le sucede al tercermundista, ahora inmerso en una realidad artificial, que sólo se puede interpretar con un modelo mental que él no tiene?

Cuando el tradicional sentido común y las normas éticas, consa-gradas a lo largo de los siglos, las superan súbitamente reglas nacidas de la tecnología avanzada, un granjero emigrado a la ciudad y con-vertido en obrero puede ser entrenado para ejecutar el trabajo, pero su cerebro quedará atrás y su autoestima se irá desvaneciendo. Las normas primermundistas pueden, incluso, contradecir los criterios del tercermundista, que termina siendo testigo de cómo la cosmovi-sión, que heredó de una cultura de la que se declara folklóricamente orgulloso, se considera ahora poco menos que un conjunto de pre-juicios atávicos. Es éste el momento en que la gente se transforma de ciudadanos en masa subdesarrollada. Algunos habitantes del Tercer Mundo se sienten como versiones modernas de los ilotas.1 Entonces, la única acción afirmativa para seguir sintiéndose seres humanos, es transgredir y tratar de destruir la realidad opresiva. Es el momento en que los sindicatos sólo pueden recurrir a hacer demandas y organizar huelgas salvajes, tomar edificios, pedir a los santos que les consigan

1 En algunos Estados griegos los ilotas estaban caracterizados en dos cate-gorías: situados entre hombres libres y como una especie de “bienes muebles” (douloi). No pertenecían a una persona en particular, sino que eran esclavos del Estado y estaban sujetos a ser humillados y tratados con brutalidad, en especial, frente a sus hermanos e hijos, para dar la idea de que eran subhumanos y, en consecuencia, borrar cualquier entusiasmo y voluntad de superar su situación.

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empleo, incendiar automóviles o empuñar las armas y dirigirse a las montañas.

Con frecuencia, los campesinos descalzos o trabajadores desem-pleados reflexionan acerca de su miserable situación: “No acierto a entender… nuestra tierra ha sido bendecida por Dios. Tenemos petróleo, plata, esmeraldas, cobre, bosques maderables, cereales, plantaciones bananeras.” “Sí –podríamos responderles–, precisa­mente, a eso se debe que ustedes anden descalzos, carentes de poder y mencionando a Dios en su descripción de lo que les está sucedien­do.” En ausencia de ciencia moderna, hasta los recursos naturales son un flagelo.

¡Crece, crece, crece!

“La idea de crecer por crecer es, precisamente, la filosofía de una célula cancerosa.”

Sydney J. Harris

Cuando la adversidad se manifiesta con suficiente fiereza, las espe-cies recurren a una serie de estrategias para reducir en número su des-cendencia y, si son demasiado drásticas, simplemente se extinguen. Y no estamos limitándonos al caso de peces que vivían en lagos que se secaron al desertificarse la región (por ejemplo, cuando se desplazó el anticiclón de las Azores y se produjo el Sahara), sino también a especies en cuyo territorio entró algún otro bicho que se las comió. Animales tan poderosos como los mamuts y pájaros sudamericanos tan grandotes (dos o tres metros de altura), que ni siquiera podían volar, no pudieron interpretar una realidad a la que de pronto pe-netraron hombres con lanzas y garrotes. Seguramente no supieron qué eran ni de qué se trataba; el alambrado de su cerebro estaba ya demasiado establecido como para interpretar que su realidad ahora debía incorporar a seres humanos. Una foca ve acercarse a un señor con un palo o un canguro ve a otro que le apunta con un rifle y no es-tán capacitados para interpretar si acaso les concierne; un analfabeto científico del Tercer Mundo ve que el Primer Mundo se globaliza, y no atina a interpretar el papel de la ciencia y de la tecnología; apelará a lo que él conoce: puras morisquetas económicas.

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Por el contrario, nuestra especie se parece a la Hidra mitológica a la que le crecían dos cabezas cuando se le cercenaba una de ellas. La mayoría de las poblaciones humanas reaccionan a la adversidad persistente produciendo un número mayor de hijos por familia. Hay una relación inversa entre el número de nacimientos por familia y la seguridad social efectiva. En Suecia o en Holanda, un trabajador sin hijos que por accidente, enfermedad o vejez quede incapacitado, cuenta con fondos y seguro de retiro; en igual situación, un campe-sino latinoamericano arriesga a convertirse en un mendigo, a menos que tenga diez hijos sobrevivientes: dos artesanos, dos policías, dos albañiles, dos sirvientas y dos peones de depósito que puedan ingre-sar como trabajadores ilegales en el Primer Mundo y enviar dinero desde allá para sostener a su gente. De acuerdo con Carl Ahub y Diana Cornelius, demógrafos que elaboraron los “Datos sobre la población mundial” para el informe de 2001 del Population Referen-ce Bureau con sede en Washington, en los países industrializados el crecimiento natural de la población se ha detenido esencialmente y se ha cambiado, casi por completo, a las naciones menos desarrolladas de África, Asia y América Latina. “En la actualidad, de los 83 millo­nes de personas que cada año se añaden a la población global por la diferencia entre nacimientos y defunciones, sólo un millón de ellos pertenecen a las naciones industrializadas.” Lo que crece numérica-mente es la población del Tercer Mundo, y aquí nos damos de nuevo de nariz con la amarga conclusión de que no son pobres por tener muchos hijos; procrean porque son pobres. La gente no es miserable porque procree hijos, sino que los procrea porque es miserable.

El calentamiento del planeta ya no es una ominosa predicción, está ocurriendo ahora mismo. El ascenso calculado del nivel del mar (algunos predicen un asombroso dos o tres metros dentro de los próximos 75 años) constituirá un drástico encogimiento de la cantidad de espacio habitable y aumentará todavía más la densidad de población. Los mapas calculados para dicho escenario muestran, por ejemplo, a la Argentina cortada sagitalmente por una línea que baja desde Córdoba a Tierra del Fuego y hace desaparecer la mayor parte de la llanura pampeana que queda hacia el Este, la Patagonia incluida.

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Durante las campañas políticas los candidatos prometen resolver los problemas mediante el crecimiento: crear más empleos, construir más viviendas, abrir nuevas carreteras, establecer nuevos asentamien-tos, conseguir nuevas líneas de crédito, atraer industrias y capitales extranjeros, aumentar el número de edificios escolares, hospitales y cárceles. De hecho, la eficacia de un Gobierno se mide por su habili-dad para fomentar el crecimiento. Mostrar la prosperidad de un país incluye exhibir fotos de su paisaje urbano salpicado de grúas inmen-sas que construyen edificios de miles de departamentos cada uno.

Después de todo, ¿qué tiene de malo vivir en urbes pujantes e in-mensas? ¿No son acaso muchísimo más entretenidas, culturalmente ricas y focos de progreso? ¿Tanto nos pesa que ya no podamos tomar un helado frente al río que atravesaba nuestra aldea porque hubo que entubarlo, pues la gente arrojaba basura y perros muertos? En San Antonio, Texas, podemos caminar junto al límpido río, sentarnos en un café a mirar sus aguas, uno puede nadar en el Charles River que pasa entre Cambridge y Boston; en la ciudad de México, en cambio, los ríos Churubusco, Mixcoac, Magdalena y San Joaquín son todos ¡nombres de avenidas! ¿Dónde están aquellos ríos? Debajo de dichas avenidas, circulando por cañerías de concreto que periódicamente se tapan de basura y hay que desatascar.

Antiguamente se construían las ciudades junto a los ríos. Roma junto al Tíber, Florencia junto al Arno, París junto al Sena, Londres junto a su Támesis. La idea era por demás simple: la ciudad recibía las aguas del río que llegaba y los desagües la regresaban río abajo una vez que éste había rebasado los límites de la ciudad. Hoy, que las ciudades han decuplicado el área que ocupaban y que englobaron pueblitos aledaños, tanto la entrada como la salida de los ríos quedan en plena ciudad. El constante crecimiento de la población en América Latina empujó a ésta a establecer sus precarias casuchas al margen de los ríos donde ahora están expuestas a frecuentes derrumbes de terreno. “¡Está prohibido! Es ilegal.” ¿Ah, sí? La gente, que aparece y se asienta en esos terrenos de la noche a la mañana (en algunos países su aparición es instantánea, como surgidos del cielo, llevó a llamarlos “paracaidistas”), tiene poder de voto, de modo que más tarde o más temprano algún candidato prometerá que, si sale electo,

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legalizará dichos asentamientos, les hará llegar electricidad, líneas de transporte, escuelitas.

Cuando los inversores adviertan ese aumento poblacional, cons-truirán cines, centros comerciales. Luego, forzada por el crecimiento a dar otro paso, la gente descenderá a vivir en la cañada misma del río donde, por supuesto, el caserío estará expuesto a crecientes de las que, cuando se produzca el inevitable desastre, los periódicos dirán: “Hacía 32 años no se producía una bla bla bla…”. Lamentablemen-te, esto no constituye el fin de la cuerda. Para proteger al pobrerío es-tablecido río abajo, las autoridades construyen canales, cuyos muros separan las aguas residuales del agua fresca que fluye pared de por medio, hasta que los límites de estos establecimientos suburbanos quedan atrás. Otros hablan de “relocalizarlos” (¿a dónde?). En el ínterin, durante la temporada lluviosa, aumentará tan desmesurada-mente el caudal de las aguas, que los desagües harán que los canales de aguas frescas y negras salgan de sus cauces, se mezclen e inunden esos barrios o, de cuando en cuando, revienten los muros y aneguen los villorrios con aguas negras y desaten epidemias. Se echará la culpa al clima y los titulares dirán asombrados: “¡Hacía 43 años que no caía una lluvia de esta magnitud…!” y la TV nos mostrará gente que se desplaza con las aguas hasta la cintura, llevando jaulas y canastos con sus canarios y pertenencias.

Hace tres o cuatro generaciones, una epidemia se frenaba ponien-do a los infectados en un villorrio llamado “lazareto” o simplemente “hospital”, situado a un par de kilómetros de la ciudad. Sólo por accidente partía un barco de sus puertos y llevaba la peste a otro continente (sucedió en el siglo xiv con la peste bubónica). En cambio hoy, la densidad humana, y los flujos de gente, animales y alimentos son tan intensos y descomunales, que es imposible evitar que las pandemias y las epizootias se propaguen. Simplemente, no hay sufi-cientes espacios libres entre las poblaciones. Se infectan las gallinas en la China y, dos semanas después, se están muriendo contagiadas las canadienses. Y ya vemos lo que está ocurriendo con la hepatitis, el dengue y el sida.

Hace algunas décadas, la población estaba controlada por el alto índice de mortalidad infantil y las expectativas de vida andaban por

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los 40 ó 50 años. En la actualidad, gracias a la salubridad pública y la medicina, la mortalidad infantil ha sido reducida eficazmente y la longevidad humana se ha estirado hasta unas cuatro veces la que tenía el hombre de la Edad de Piedra. Algunos Gobiernos latinoame-ricanos intentaron controlar el crecimiento de la población mediante programas de “paternidad responsable”, que incluían píldoras anti-conceptivas, vasectomía, ligadura de trompas de Falopio, consejos a los padres. Los funcionarios de gobierno pronto quedaron bajo un fuerte ataque de la Iglesia. En el mejor estilo autoritario, el ataque no consistió en contraargumentar, barajar razones, sino que se dirigió a la persona del ministro de Salud que había propuesto el control natal. Fue sustituido por un político avezado, es decir, uno que sabía que entrar en reyertas con la Iglesia resultaba costoso en función de votos (González, 1986). Ninguna universidad, hospital o academia de medicina abrió la boca para apoyar el planteo del ministro porque, aducían, no resultaba políticamente aconsejable. Cuando la prensa especializada trató el asunto, lo enfocó casi exclusivamente en sus aspectos políticos: qué diría tal partido, qué le convendría declarar a quienes se estaban posicionando como candidatos de próximas elec-ciones. En los puestos de periódicos, el amarillismo hizo un festival de fotos lacerantes de inundados, veinte que dormían en la misma pieza y hospitales atestados hasta los pasillos con enfermos de tifoi-dea. Incluso quedé alelado al enterarme de que uno de los grandes problemas consiste en que, casi sin excepción, aparecen bandas de violadores que irrumpen en las carpas nocturnas que albergan mu-jeres y niños refugiados. Si bien es muy grande el número de gente que asocia estos dramas endémicos con la pobreza, es mucho menor el que lo asocia con una ideología que condena el control de la na-talidad, y es casi nulo el que llega a entender el papel que juega el analfabetismo científico. En Latinoamérica la ciencia sigue siendo invisible (véase Sheridan, 2000). Recordemos la lacerante pregunta de Ryszard Kapuscinski: “¿Qué hacer con la gente?”

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Tácticas, estrategias, armas y trucos en juego

Veamos cómo se las gasta el poderoso con el Otro cuando tiene que competir.

AfricanizaciónHace pocos años, cierto analfabeto científico clasificó a los países

en ricos, pobres, Japón y Argentina, pues, según él, “...nadie sabe por qué Japón es tan rico y Argentina tan pobre”. Dicho personaje, segu-ramente desconocía la ya citada opinión de John Kenneth Galbraith: “Antes, el rico se distinguía del pobre por la cantidad de dinero que llevaban en el bolsillo; ahora, se diferencian por las ideas que tienen en la cabeza”. Yo espero que quienes se hayan molestado en leer este texto, capten la profunda estupidez de ese “nadie sabe”. Para no gas-tar tinta en detalles, se me ocurre ir a algunos datos extremos para saber cuál es el resultado. Enfatizo “es” porque, desgraciadamente, no me estoy refiriendo a predicciones tremendistas, sino a un hecho por demás concreto, al que llamo “africanización”.

África ha sido la cuna de la especie humana. Para cuando, tras millones de años de evolución, el Homo sapiens salió del África a po-blar Eurasia el hombre ya era casi el “modelo terminado”. Y el aporte africano no se redujo a los rasgos meramente anatómicos y estratos de tejido cerebral, sino que iluminó con su fulgor la cuna (“oficial”) de la cultura humana. Todo esto queda oculto por una bruma de pre-juicio, de modo que África es, por lo general, presentada como el rei-no del atraso irremisible. Ya Bartolomé de las Casas (1472-1566) nos legó una Brevísima relación de la destrucción de África, que falló en convencer a sus coetáneos europeos de que debían desistir de su trato prejuicioso, brutal, degradante y ladrón hacia las poblaciones africa-nas. No parece haber sido muy convincente, pues siglos más tarde, ya en nuestros días, Martin Bernal, en su libro Black Athena, muestra que a partir del siglo xix los historiadores europeos, al describir los amaneceres de la historia en Caldea, Egipto y Grecia, ocultaron dolosamente (con mala leche) sus raíces negras, esto es, atribuyeron muchísimos desarrollos intelectuales hechos por los negros del África a las culturas babilonias, egipcias, griegas que, por supuesto, con se-

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mejante atribución de logros aparecieron como brotes insólitamente geniales. Walter Rodney, en su libro How Europe Underdeveloped Africa, documenta la implacable y milenaria destrucción del saber africano hasta reducirlo a una sometida escolarización elemental, para peor, catequista y en manos de sacerdotes que los estaquearon a interpretaciones de la realidad ya por entonces oscurantistas. Rys-zard Kapuscinski, en sus libros Ébano y Lapidarium describe el des-esperante estado actual: rapiña de minerales, oro, gemas, esclavos, deforestación, hambre, plagas, guerras interétnicas, genocidio. Pero creo que, si elegí para este subcapítulo el título de “africanización” para proseguir mi planteo, ha sido por la repetida lectura de la nove-la The Heart of Darkness, de Joseph Conrad. Conrad que describe magistralmente la aventura de Marlow, un marino inglés flemático y errabundo que se emplea como capitán de un buque dedicado a la explotación del marfil en el corazón del continente africano. Ahí encuentra a un tal mister Kurtz, personaje capital de la novela y de la extracción del marfil, quien encarna la oscuridad que figura en el título.

A través de estos libros es fácil advertir que hoy, para el Primer Mundo, los africanos apenas cuentan como personas. Cuando listan los máximos genocidas del siglo xx, ni siquiera incluyen a Leopoldo II de Bélgica que, entre 1920-1930, ordenó sembrar viruela para ase-sinar a sangre fría no menos de treinta millones de congoleños. Cierta vez asistí a una conferencia sobre genocidios. En un momento dado el orador mostró una tenebrosa tabla en la que listaba a Bogdan Jmel-nitzky, a los turcos que asesinaron a armenios y, por supuesto, a Hit-ler, Stalin y otros personajes siniestros. Al terminar, pregunté por qué no figuraba Leopoldo II. “Oh, ésa es otra historia”, me respondió. Aparentemente, la explotación del Otro puede llegar a borrarlo de la mismísima historia. Me resulta horripilante que, encima de todos esos desastres, los mismos africanos desconozcan su propia historia (y prehistoria) y que su propio conocimiento del milenario maltrato sea muy inferior al que tienen quienes siguen siendo sus victimarios. África es una demostración atroz de lo que le sucede a un continente sometido al “cognicidio”, un cognicidio muy semejante al que hoy se está cometiendo en Latinoamérica.

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“He descubierto que para hacer feliz a un esclavo es nece-sario convertirlo en un ser sin pensamiento. Es necesario oscurecer su moral y su visión mental y, en todo lo que sea posible, aniquilar su poder de razonamiento.”

Frederick Douglass2

“The secret of handling a nigger was to show him his brain didn’t have a chance against yours.”

Flannery O’Connor (Judgement Day)

Los biblioclastasLas civilizaciones de los últimos tres o cuatro mil años suelen tener

algún libro fundante de su identidad y cultura: la Biblia, el Corán. Parte de la técnica de dominación es la biblioclacia, que consiste en quemarle al sojuzgado su texto sagrado. Los españoles recién domi-naron a los mayas hacia 1697. De inmediato, el monje Diego de Lan-da quemó todos los manuscritos mayas que pudo encontrar (¿algún parecido con la quema de libros durante el proceso militar argenti-no de 1976 a 1982?). Como resultado de aquella destrucción de la identidad maya, sus ciudades permanecieron desiertas, ocultas por la vegetación, hasta que en 1839 fueron redescubiertas. ¿Este redes-cubrimiento lo hizo algún descendiente de los mayas? ¡No! Fueron el norteamericano John Stephens y el inglés Frederick Catherwood. De modo análogo, los egiptólogos más destacados no son egipcios, sino primermundistas. En dicha vena, para aprender sobre su propia his-toria, es habitual que hoy muchos estudiosos latinoamericanos deban ir a consultar documentos y a expertos en universidades del Primer Mundo, porque algún funcionario corrupto los tomó de archivos y bibliotecas, y los vendió. La memoria del Tercer Mundo, elemento cognitivo crucial, hoy la atesora el Primer Mundo y, sobre todo, es quien decide cómo se habrá de interpretar. Con todo, es muy difícil convencer al analfabeto científico que el subdesarrollo no se reduce a carecer de dinero, sino que se consuma cuando hay Otro que los conoce mejor y les impone la identidad que debe oficializar.

2 (1818-1895) Abolicionista norteamericano, editor, estadista, reformador. Llamado “The Sage of Anacostia” y “The Lion of Anacostia”, fue uno de los pensadores más prominentes de la historia afroamericana. (Anacostia es un ve-cindario histórico de Washington, D.C.)

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En disposiciones legales de 1532 y de 1543, se prohibió, en todas las colonias la circulación de obras de imaginación pura en prosa o en verso (“Que ningún español o indio lea (…) libros de romances, que traten materias profanas y fabulosas, e historias fingidas, porque se siguen muchos inconvenientes”), publica Pedro Henríquez Ureña en su Apuntaciones sobre la novela en América (Humanidades, La Plata, Argentina, 1927).

Aldous Huxley comentaba: “En la mayoría de los casos la igno­rancia es algo superable. No sabemos por qué no queremos saber”. Yo agregaría: En la mayoría de los casos, el poderoso no quiere que sepamos.

“The Judge said always hire you a half-witted nigger, be-cause they don’t have sense enough to stop working.”3

Flannery O’Connor (The displaced person)The Library of America, Nueva York, 1988.

La intoxicación cognitivaEl ser humano hace del generar modelos dinámicos de la realidad

su manera más obvia de sobrevivir. Hay varias maneras lícitas de hacerlo, trasformándose en maestro, investigador, científico, y varias maneras tramposas: creando alguna nueva secta chiflada o manejan-do tenebrosamente los medios de comunicación masiva. Veamos este último factor.

Los medios de comunicación de masas ejercen una influencia po-sitiva sobre la información y la sociología. K. Popper y J. Condry (1994) y P. Bordieu (1996) consideran que la televisión es la fuerza más importante que actúa sobre la sociedad, cual si estuviera sustitu-yendo al mismo Dios. Aunque los intelectuales son propensos a que-jarse de los aspectos negativos de la televisión, gracias a ella la gente aprende acerca de las sociedades de otros países, de otros periodos históricos, de personajes importantes y de sucesos del pasado, que son reproducidos por expertos, en detalle muy exacto y admirable.

3 El juez recomendó: “Siempre contrata a negros mediocres, porque no tie­nen sentido suficiente para dejar de trabajar”.

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Un pintor flamenco del siglo xvi podía pintar anacronismos tales como armar con rifles y cañones a los ejércitos ateniense y persa o presentar a Jesús vestido a la usanza de los comerciantes de la Bruse-las del siglo xvi. En cambio, nuestros niños de escuela están familia-rizados con los periodos históricos gracias, en parte, a las películas y a la TV. En la actualidad, un niño puede tener una idea acerca de cómo es la vida de las hormigas o de las águilas en su nido o acerca de la sociología de los gorilas, que supera la que tenían los zoólogos profesionales de hace cincuenta años. Todo el mundo puede ver ópera y los Juegos Olímpicos, cosa que sólo los ricos podían pagarse hace medio siglo. Nuestra sociedad se mantiene al tanto de movimientos sociales, desastres naturales, festividades o la supresión de la libertad en países remotos en el mismo día y, con frecuencia, en el mismo momento en que ocurren; todos hemos visto el instante en que Jack Ruby mató a Lee Harvey Oswald, asesino del presidente Kennedy o descender el hombre en la Luna o Argentina ganando el Campeonato Mundial de Fútbol de 1986.

Por desgracia, algunos publicistas, editores, escritores, produc-tores de televisión y de cine se sienten autorizados a distorsionar la verdad para acomodarla a los intereses económicos de los grandes consorcios e ideologías políticas imperantes. Lo que están haciendo en el campo de la religión y de la ciencia es simplemente siniestro. Por ejemplo, los investigadores y periodistas especializados mexicanos realizan la mejor divulgación que pueden para explicar en sus revistas y libros dirigidos a los jóvenes qué es el clima, por qué hace calor o frío, por qué llueve o nieva, cómo se forman y se disipan las nubes, la dinámica de un huracán, la radiación solar. Sin embargo, en la tarde soleada y sin nubes del 22 de enero de 1999, en que el papa Juan Pa-blo II arribó a México en su cuarta visita, las estaciones de televisión solicitaron a los televidentes que tomaran nota del amor inmenso que la Virgen de Guadalupe sentía por el papa, ya que “había despejado las nubes y hecho brillar el Sol para recibirlo”.

Pero no es bueno ser simplistas Conviene tener en cuenta que el Primer Mundo y el Tercer Mundo

son sistemas complejos, en el sentido que mencioné en el Capítulo 1,

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y, como tales, en su interacción no dejarán de producir efectos pro-vechosos. Veamos: (1) El Tercer Mundo se beneficia enormemente de la ciencia y la tecnología que tiene el Primer Mundo, a través del uso de la electricidad, automóviles, líneas de subterráneos, cine, teléfo-nos, radios, televisores, Internet, antibióticos, anestésicos, vacunas, alumbrado, refrigeradores y bancos, además de todo el conocimiento derivado de la cosmología moderna, la teoría de la evolución, la cuán-tica, la relatividad, la electrónica. Incluso la libertad de los habitantes del Tercer Mundo es, en cierta forma, producto de la misma lucha contra el principio de autoridad que impulsó a la ciencia moderna, en tanto que los movimientos independentistas fueron propiciados por ideas surgidas de la Revolución francesa, la Ilustración y el Enciclo-pedismo, y, luego, de las ayudas militares que las metrópolis hicieron a países iberoamericanos con vistas a convertirlos en sus colonias. (2) Veamos algunos de los cambios que acaecieron en los derechos humanos. Cuando a principios del siglo xvi llegó a México Hernán Cortés, en prueba de buena voluntad y respeto le enviaron a su barco una delegación con –entre otros presentes– un par de personas para que las sacrificara a sus propios dioses allí mismo. Al menos, ese tipo de gentilezas fue desapareciendo. (3) Como la casi totalidad de las civilizaciones, las precolombinas creían que el tiempo era cíclico y, cada cincuenta y dos años, todo se volvía a repetir. Para ellos, en el atardecer del último día del año 52º el Sol se desangraba y moría. Quien haya gozado de un anochecer en Acapulco, habrá advertido que en pocos minutos el Sol parece aumentar su tamaño tres o cua-tro veces, mientras una “hemorragia” lo tiñe de un rojo abrumador y, luego, cuando desaparece bajo la línea de horizonte, las nubes se “salpican súbitamente de sangre”, se ponen rojas y se hace la noche, entenderá lo que estoy describiendo. En una suerte de terapia intensi-va, los precolombinos recurrían a hacerle una transfusión de sangre al Sol, sacrificando miles de personas en aquellas terribles noches. Este tipo de “terapias” se descontinuó. (4) Por último, muchos de no-sotros hemos sido perfeccionados como científicos en universidades de máxima calidad del Primer Mundo.

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“Me comprometo a ser ignorante”Depender de la ciencia, y que esa ciencia sólo la tenga el Primer

Mundo, provoca la peor asimetría que puedo imaginar. El Primer Mundo comenzó a desarrollar su ciencia hace siglos, en momentos en que debió protegerse de la religión, pero no había Otro que se lo impidiera. Hoy, el Tercer Mundo vive en un escenario donde sigue imperando la religión, sobre todo porque sus habitantes se siguen manejando con los viejos modelos teológicos, pero hay además Otro (el Primer Mundo) que sí tiene ciencia y tecnología avanza-da, promueve el conocimiento dentro de sus sociedades y lo protege de todas las formas imaginables, con la famosa CIA si es preciso y, consciente o inconscientemente, dificulta que los del Tercer Mundo desarrollen el suyo. La historia del siglo xx está llena de ejemplos de asimetrías cognitivas que provocaron alarma y la consiguiente respuesta (en el Primer Mundo). Inglaterra sintió con todo rigor las consecuencias de que Alemania hubiera aprendido a fabricar y enviar bombas V2 que llegaban para destruir Londres. En las décadas de 1950 y 1960, los norteamericanos se preocuparon ante la evidencia de que los soviéticos fabricaban, por un lado, cohetes capaces de poner satélites en órbita, y, por otro, bombas atómicas de cincuenta megatones, que bien podrían ser acarreadas por dichos cohetes. Aparecieron espías y contraespías, que robaban informa-ción y conocimiento, y su botín era tan valioso, que si los pescaban los ejecutaban.

Y en otro contexto, entrenaron huestes religioso-castrenses (en el caso argentino) para destruir los brotes científicos en su propia patria, porque la visión del mundo que los científicos propagaban ponía en riesgo el modelo oscurantista al que ellos debían sus privi-legios. Más aún, las potencias del Primer Mundo condicionaron su comercio y sus préstamos a que los analfabetos científicos del Tercer Mundo se avinieran a desmantelar cuanta industria implicara ciertos conocimientos por encima de los necesarios para producir materias primas. En el caso del tratado de Bucareli entre México y los Estados Unidos (13 de agosto de 1923), los mexicanos se comprometieron a no desarrollar tecnología alguna que pudiera llevarlos a producir maquinarias. (¿Más claro?)

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La estrategia de cultivar el conocimiento en su territorio y la ig-norancia en el ajeno, dio por siglos una ventaja crucial al Primer Mundo. Lo que ha cambiado en la actualidad es que la estrategia de fomentar la ignorancia y el oscuratismo del Tercer Mundo no da para más. Uno de los últimos intentos (que todavía se sigue practicando) es desfogar el impulso de los países del Tercer Mundo que quieran hacer ciencia, y acogotarla hasta convertirla en mera investigación productora de –a lo sumo– datos para el trapiche cognitivo del Pri-mer Mundo, que, después de todo, bien se la podría pasar sin las contribuciones del Tercer Mundo, pues aportamos una ínfima parte de lo que necesitan. Se está llevando a cabo una selección artificial al revés: nuestros mejores becarios, nuestras mejores mentes, tienden a quedarse en el Primer Mundo; nuestros mejores proyectos sólo se pueden realizar allá. Ese modelo simplemente ya no funciona, pues ha provocado que la masa humana del Tercer Mundo se transforme a sí misma en una bomba muy poderosa y difícil de controlar. De hecho no se está controlando.

El analfabetismo científico activo A lo largo de este libro me concentré en cómo hizo el Primer

Mundo para conseguir desarrollar su ciencia moderna y cómo fue fallando el Tercer Mundo en desarrollar la suya. Pero si bien he men-cionado el método que se usó en el caso extremo de la “africaniza-ción”, temo haber dado la impresión de que ambos mundos fueran analogables a dos corredores olímpicos que, simplemente, corren a distinta velocidad, pero no aplican trucos sucios para demorar al con-trincante. Debo enmendar dicha falta, y afirmar que el colonialismo siempre ha impedido el desarrollo del conocimiento y la tecnología del dominado. Ahora veremos algunas de las maneras perversas de impedir el desarrollo cognitivo de los países.

La esencia del colonialismo consistía en crear armadas que impi-dieran a las regiones del –ahora llamado– Tercer Mundo producir otra cosa que materias primas, esto es, nada que pudiera requerir conocimiento avanzado. Apareció, entonces, en la colonia o en el Tercer Mundo, una clase social sometida y mezquina que hace de interfase entre la metrópoli y la explotación de materias primas, y se

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ha ido especializando en el manejo del componente humano local. Así, por ejemplo, si hacemos una lista de los países que producen café y cacao, difícilmente incluiremos a Suiza, Bélgica y Francia. Pero si enumeramos los países que reciben mayores beneficios económi-cos del café y del chocolate, tendremos que incluir a unas cuantas naciones del Primer Mundo, tales como Suiza, Bélgica, Francia y los Estados Unidos. Incluso dentro del territorio tercermundista, la minería, la producción de alimentos, ropa, equipo electrónico, me-dicamentos, productos químicos, comunicaciones, servicios, bebidas sin alcohol y, hasta agua y papel, se hallan en gran medida en manos de compañías extranjeras, y la producción local de productos simi-lares resulta en extremo cara debido a la pesada carga que impone el pago de patentes, la ineficacia y la corrupción. Por regla general, las sucursales en las colonias deben pagar patentes y otros gastos a su propia casa matriz tan altos que las hacen operar al borde del déficit, de modo que ni siquiera pagan impuestos significativos a los países tercermundistas.

Incluso nuestros estudiosos y escritores más distinguidos participan en el oscurecimiento de la mente de sus compatriotas del Tercer Mundo.

Cegados por su analfabetismo científico, no parecen tener cons-ciencia clara de lo que hacen. Bien pueden alcanzar niveles muy altos de belleza literaria rememorando su educación religiosa, emocionarse recordando las campanadas de la capilla de su pueblito (véase Sali-nas, 1999) y, cuando tratan en forma específica la religión, tienden a enfocarla en disputas políticas e institucionales, es decir, agarrones entre el clero y el Estado, mas en raras ocasiones tratan de analizar la visión del mundo que se les inculcó en su niñez, de modo que no puede contarse con ellos para que ayuden a disipar la niebla de oscurantismo que atrapa la mente de sus paisanos. Con frecuencia, los escritores publican artículos en los periódicos y revistas locales, así como libros, en los que tratan cada detalle de la historia, cada batalla, cada gran contrato firmado con una potencia extranjera, cada mandatario, sin siquiera percatarse de que en los periodos que analizan se daba una lucha ideológica entre el oscurantismo y la

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ilustración, y que ésta fue perdida por quienes intentaban introducir en Latinoamérica los ideales de la Ilustración. Parece mentira, pero cuando uno llega a la contratapa de esas descripciones a todo color sobre, digamos, el siglo xx, un siglo xx que ha visto desmembrar el átomo, secuenciar genomas, desarrollar la aviación, la TV a colores, la cirugía abdominal, los teléfonos celulares, los viajes a la Luna, las redes informativas computacionales, constata que esos sagaces escritores ¡ni siquiera advirtieron! que sus sociedades no estaban desarrollando su ciencia, y por el contrario estaban mutilando la herramienta humana por excelencia en su manera más reciente y avanzada de interpretar la realidad: la ciencia moderna. Peor aún, en sus mamotretos acaban reduciendo la cultura a la música, la pintu-ra, escuelas literarias, artesanías y bailes regionales. De una cultura compatible con la ciencia ni se dan por enterados. Los libros de mu-chos de nuestros galardonados analistas y prohombres de la cultura son ejemplos tangibles y estridentes de que la ciencia resulta invisible para el analfabeto científico.

Para acabar con un ejemplo concreto sobre esta invisibilidad de la ciencia moderna para el analfabeto científico, comentaré que es ha-bitual que los intelectuales, sobre todo los periodistas, y más aún los analistas de fondo de los diarios, se solidaricen con sus compatriotas que trabajan como indocumentados en los Estados Unidos. Muchos pueblitos de México, Guatemala, el Salvador, Nicaragua subsisten exclusivamente con las remesas que envían estos migrantes. Las fo-tos de centroamericanos y sudamericanos apresados y devueltos a sus países son desgarradoras, porque, si bien son presentados como malvivientes, polizones, transgresores, se ve a la legua que son cam-pesinos que han pasado las de Caín, hambre para el caso. Durante los incendios de bosques de 2008 en California muchos indocumen-tados murieron quemados, porque prefirieron arriesgarse y quedar ocultos antes de salir a que los rescatara la policía y los expulsaran de Estados Unidos; cuando quisieron ponerse a salvo de las llamas fue ya demasiado tarde. En algunas piletas de natación domésticas aparecieron mexicanos y guatemaltecos flotando, que habían muerto asfixiados porque, para protegerse del fuego se arrojaron en ellas, pero las enormes llamas consumieron el oxígeno del aire. Pues bien,

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a mi me desespera constatar en cada uno de sus lacerantes artículos, en el que esos intelectuales reclaman justicia, esgrimen derechos hu-manos, mencionan las necesidades médicas y escolares con las que no cuentan ni los trabajadores indocumentados ni sus hijos, que ningu-no capte ni aluda a que en la nación del Norte pueden albergar entre 17 a 20 millones de indocumentados y darles trabajo, porque tienen algo que se llama ciencia y tecnología. De hecho, el estado de Cali-fornia califica per se como uno de los cuatro países más adelantados del mundo, con las mejores universidades, observatorios astronómi-cos, valles donde nace la computación, institutos de tecnología que cuentan con un presupuesto mayor que el de muchos países europeos. Para mí, la invisibilidad de la ciencia es comparable a que la gente muriera de enfermedades y padeciera dolores en Iberoamérica sin comprender que los edificios, en cuyos frontispicios se lee “Hospital”, son justamente para curarlos.

Recientemente, el nuevo presidente de los Estados Unidos, Barak Obama, se reunió con sus colegas de Iberoamérica. La visita fue por demás cordial y entusiasmante, a pesar de que se está en plena crisis ético-económica provocada por los mismos analfabetos científicos surgidos de las finanzas, que insisten en aconsejar a los Gobiernos cómo manejar la ciencia. Se tocó el asunto de los indocumentados y ocurrieron dos cosas que, espero, el lector que llegó a esta altura del texto pueda interpretar con facilidad: la primera es que los mandata-rios iberoamericanos volvieron a reclamar soluciones en términos de mejor trato y otorgamiento de cuidados médicos, y la segunda, que el presidente Obama les habló en exactamente los mismos términos, sin tocar el asunto del conocimiento, me refiero a que sus muchos asesores, que formaban parte de su comitiva, no juzgaron oportuno o conveniente aconsejar a sus colegas del Sur que hicieran nada en vías a generar un aparato educativo que culmine en la ciencia y la tecnología. ¿Omisión o estrategia?

“No es tanto el sistema, sino el hombre quien necesita ser reformado.”

André Gide

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“Ningún cambio mayor en la suerte de la humanidad es posible sino hasta que se efectúe un gran cambio en los principios fundamentales de su forma de pensar”.

John Stuart Mills

En resumen

Vemos que el analfabetismo científico tiene varios componentes. El primero fue que los pueblos del (hoy) Tercer Mundo no desarro-llaron su conocimiento al ritmo que lo hizo el Primer Mundo, y sus habitantes se encontraron de pronto viviendo la realidad que le iba creando éste. Para poder apreciar fácilmente lo vertiginoso de esos cambios, cada tanto aparecen gráficos que muestran el desarrollo de algo en el tiempo. Ese “algo” puede ser, por ejemplo, la velocidad con que se viajaba. El gráfico señala que, digamos en 1800, la gente se desplazaba a distancias cortas a un máximo de 10 a 20 kilómetros por hora, pues era la velocidad máxima que lograban las diligencias y los jinetes a caballo, que había que ir recambiando en numerosas postas. Por la segunda mitad de ese siglo ya había trencitos que puede ser que descarrilaran con frecuencia, pero permitían viajar de 30 a 50 kilómetros por hora. A principio del siglo pasado, los trenes fueron más rápidos, los veleros y primeros barcos de vapor alcanzaban de 60 a 70 kilómetros por hora. Para no fastidiar, saltemos períodos. Hoy uno puede viajar a la China a unos 900 kilómetros por hora, cenando, viendo una película, durmiendo, pero un avión de caza puede volar a varias veces la velocidad del sonido y un cohete espacial da una vuelta completa a la Tierra a cada rato. Suficiente.

Pero en este capítulo hemos visto un segundo componente del anal-fabetismo científico, el activo, que está basado en las cosas que llega a hacer el que sabe para que el analfabeto científico no aprenda, no progrese, se quede eternamente como esclavo, cliente, dependiente.

La interfase entre el conocimiento del Primer Mundo y el del Ter-cero suelen ser “universidades” que no son tales, líderes empresaria-les que prometen que si llegan a ganar la elección, fragmentarán las universidades de su patria tal como les ordenó alguna agencia finan-ciera internacional, funcionarios amaestrados para ocupar cargos

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directivos en la ciencia de su país para desbaratar desde ahí cualquier esfuerzo que intente pasar de la investigación a la ciencia o, llegado el caso, directamente persuadir a las fuerzas armadas que las rompan con fuerza bruta. Esta interfase también incluye a líderes sindicales que pactan con los administrativos de un centro de estudios cómo habrán de realizarse los proyectos científicos, que están a años luz de entender, y destruyen así la infraestructura del lugar.

Por fin, hay, por lo menos, un tercer componente del analfabe-tismo científico y es el de ese Primer Mundo que o no advierte las consecuencias de mantener al Tercer Mundo en el perpetuo marasmo del analfabetismo científico, o bien lo advierte, pero no tiene la menor idea de cómo cambiar las cosas y eterniza la asimetría. Sólo mencio-naré que el panorama es demasiado heterogéneo como para admitir recetas sencillotas. Quizás, en este mismísimo instante, en el Primer Mundo haya think tanks discutiendo qué forma habrán de darnos y qué podrían obligarnos a hacer para controlar la Hidra que mul-tiplica a los habitantes del Tercer Mundo, que manda contingentes de indocumentados a anegar sus ciudades, que propaga epidemias y, a pesar de los provechos que obtienen de nosotros, se horrorizan del futuro inmediato a que están empujando a todo el planeta.

Por eso, sólo se me ocurren ideas (o, menos que ideas, “corazo-nadas”) de las cosas que podría hacer el Tercer Mundo per se para disminuir esta asimetría. Lo que nadie parece haber tenido en cuenta es que una de las poquísimas formas de hacerlo sería alfabetizar científicamente al Tercer Mundo. Me queda claro que es muy difícil, porque estamos tapados de analfabetos científicos con poder, tanto en el Estado, como en nuestros cenáculos intelectuales, irenarcas y, como explico, por razones intrínsecas el Primer Mundo no nos po-dría ayudar. A lo sumo, seguiríamos contando con él para asuntos de investigación, no de ciencia. Pero estas protoideas las desarrollaré en el capítulo próximo y final. ¡Valor!

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Capítulo 7

De Jan Amos Comenius a Silvina Gvirtz

“Si década tras década la verdad no fuera dicha, la mente de cada persona comenzaría a divagar en forma irrecupe-rable. Un compatriota resulta más difícil de comprender que los marcianos.”

Alexander Solzhenitsin

“Wars in the course of history were largely territorial - to defend territories or destroy them. In today’s age, the ob-ject of wars, as perceived by terrorist organizations, is to prevent science from changing archaic agendas.”

Shimon Perez1

El atroz redentor Marcelino Cereijido. En el pasado, quienes hoy son tercermundistas vivían en una rea-

lidad plagada de ignorancias sagradas de las cuales sólo algunas les daban pavor. (“¿Qué será de mi cuando muera?”) En cambio, hoy viven en una realidad anegada, además, de ignorancias laicas, porque corresponden a conocimientos que posee e interpreta la ciencia y la tecnología del Primer Mundo. Para ver lo que queda de su antigua realidad, los tercermundistas tienen que viajar horas por los caminos de su patria y, al llegar, encuentran un paisaje devastado y en vías de extinción, donde sólo podrán permanecer unos días en una carísima cadena de hoteles que es propiedad del Primer Mundo.

Por el contrario, antiguamente los primermundistas vivían ence-rrados en un Primer Mundo donde producía conocimientos y tecno-logías y estaba rodeado de un Tercer Mundo hecho de colonias que

1 Jerusalem Post, 6 de marzo de 2003.

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proveían materias primas, esclavos si era necesario, y, hasta cierto punto, eran mercados cualitativamente pobres pero cuantitativamen-te enormes. En cambio, en el presente advierten que el Tercer Mundo se ha transformado a sí mismo en una bomba humana que, tras devastar la flora y fauna de sus terruños, rebasa las vallas migrato-rias, penetra hasta lo más íntimo de las ciudades del Primer Mundo, algunas de las cuales ya ahora tienen mayoría de tercermundistas que crecen numéricamente con más vértigo, y entre ambos mundos están arruinando y emponzoñado el planeta con armas de todo tipo, incluidas bacteriológicas, atómicas y cognitivas.

Y ahora vengo yo a opinar que no queda otra alternativa que re-currir al mejor instrumento desarrollado hasta la fecha para resolver problemas –la ciencia moderna– y tratar de zafar de este infierno de tremendo analfabetismo científico, desocupación, miseria, hambre, corrupción, dependencia.

Tal como la entreveo, la solución consta de dos acciones, ambas peliagudísimas. La primera es convencer al Primer Mundo que, como en el cuento del aragonés a quien se le ocurrió prosperar acostum-brando a su burro a no comer, la estrategia de sumir al Tercer Mundo en el analfabetismo científico ha fracasado. La segunda es en con-vencer a éste que se alfabetice científicamente a como dé lugar. Debo atender la segunda acción, porque depende de cosas que podríamos hacer nosotros mismos.

Estamos atrapados: ahora somos la especie ciencia-dependienteNo tenemos escapatoria. La gente ha desarrollado la ciencia y la

ciencia se ha hecho indispensable. Ya no es cuestión de gustos. Por razones basadas en las famosas cadenas tróficas, los cazadores nóma-das de hace veinte o treinta mil años necesitaban para sobrevivir al-rededor de un kilómetro cuadrado de territorio por persona. Luego, los conocimientos y habilidades desarrollados durante la Revolución agraria permitieron que en un mismo espacio cupieran más agriculto-res de lo que habían cabido cazadores y recolectores en el Paleolítico. Si, de pronto, los agricultores hubieran dicho “esto de la agricultura nos tiene hartos; ¡basta de animales y vegetales hibridizados y do­mesticados, destruyamos nuestros útiles de labranza, volvamos a la

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vida nómada, la recolección de frutos, la caza y la pesca!”, hubieran muerto como moscas. Malthus hubiera podido comentarles: “Es que, en ese mismo espacio, los agricultores generaban comida para mu­cha más gente”; así de fácil. Hoy la ciencia y la técnica han llevado ese número de habitantes por unidad de área a cifras altísimas. La isla de Manhattan tiene una población mayor que todo el planeta junto en la Edad de Piedra. Con el actual número de habitantes, la ciencia y la tecnología ya no se necesitan cultivar por mero amor al conocimiento, sino como las únicas herramientas con que podemos contar para mantenernos vivos.

Hacia una solución o, por lo menos, una salida

Una primera tarea será, por lo tanto, convencer a la sociedad de que para formar científicos se debe comenzar por formar ciudadanos que puedan ser ejemplos y referencias sobre todo para los jóvenes. Si no diseñamos formas eficaces de proteger a las personas de bien, a sus tareas y a sus obras, no lograremos transformar la actual masa de votantes en ciudadanía democrática.

Lo curioso es que, si un marciano tratara de entender nuestras sociedades basándose en lo que dicen nuestras Constituciones Na-cionales y nuestras leyes, daría por sentado que somos gente maravi-llosa. Los encomiables propósitos que figuran en las bases fundantes de nuestros países, e incluso en los reglamentos de instituciones co-munes como clubes y sociedades de fomento, lo conmoverían. Algo terrible tergiversa luego esas buenas intenciones que se convierten en prácticas corruptas y chapuceras ¿Qué hacer para que se respeten las constituciones e instituciones o, mejor dicho, que quienes las res-petan y trabajan en ellas y por ellas no resulten en forma automáti-ca perdedores? Cuando el Dr. Manuel Sadosky era subsecretario de Ciencia y Tecnología en Argentina, aproveché nuestra amistad para confrontarlo con las muchas cosas que él mismo me había metido en la cabeza que deberían hacerse, pero que ahora él, convertido en funcionario, no se decidía a poner en práctica. “¿Recuerdas el viejo dicho ‘hecha la ley, hecha la trampa’?– me preguntó–. Bueno, ahora

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me doy cuenta de que es justo al revés; una ley sólo se hace cuando ya está preparada la trampa”, respondió. Esta respuesta equivalía a decir que “los malos son más inteligentes que los buenos y pueden producir el antídoto contra cualquier ley a más velocidad, y son sufi-cientemente poderosos como para pervertir cuanta obra logren em-prender los buenos”. ¿Recuerdan el antiguo Romancero Español?:

Llegaron los sarracenos y nos molieron a palos,

que Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos.

Saco entonces la conclusión de que para desarrollar primero una cultura compatible con la ciencia y, luego, una ciencia, hay muchí-simas tareas internas por realizar antes de lanzarnos a despotricar contra el Primer Mundo. ¡Bellas palabras! Pero, ¿cómo refundamos nuestras instituciones en un contexto donde el delito sea excepción, y que el precio por delinquir sea realmente alto, de modo que disuada a quien lo evalúe como alternativa?

Por otra parte, vengo insistiendo que un país no es subdesarrolla-do cuando carece de dinero, sino cuando hay otros que lo interpretan mejor. Esto, automáticamente, señala una meta prioritaria: ganar-le a todo el mundo en eso de conocernos a nosotros mismos. Por lo tanto, si bien podemos aprovechar ejemplos de otras sociedades, cualquiera que sean las respuestas que elaboremos, tienen que surgir e implementarse en el ámbito local. Si estuviéramos por debajo del nivel mental y de dignidad requeridos, no podríamos aspirar a ser ese ser humano que interpreta la realidad “a la manera científica”. Pero, aunque estemos rodeados de corruptos, hay alguien con quien siempre podemos y debemos contar: con nosotros mismos. Equivale a sostener que la democracia comienza dentro de cada uno de no-sotros. Vale más ser coherente con uno mismo que complaciente en manada. Es oportuno recordar aquí que una de las características de la ciencia es su implacable sistematización, su coherencia. Sucede algo semejante con la dignidad. Debemos ser capaces de charlar con nosotros mismos como si estuviéramos siendo observados por una

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multitud, y con una multitud, con la honradez y firmeza que tendría-mos si estuviéramos solos. Si nos tenemos miedo es porque no somos suficientemente buenos. Pero ese pequeño logro de llegar a hablar de modo digno con nosotros mismos, basta para comenzar a servir de ejemplo, por lo menos, a nuestro prójimo inmediato. He sabido de más de un delincuente que se transformó de cuajo en un tipo digno por el solo pero tremendo hecho de que su pequeño hijo le manifestó: “Quiero ser como papá”.

Justamente, los niños no aprenden a hablar consultando diccio-narios, sino por el ejemplo y el contexto. Debo adelantar que sucede lo mismo con los discípulos científicos. En el Capítulo 1 insistí en que casi todo nuestro patrimonio cognitivo es creído; aquí podría expandir esta afirmación para trascender lo meramente cognitivo. La ciudadanía necesita ejemplos, modelos, y una vez que nos transfor-mamos en discípulos de nosotros mismos, automáticamente pasamos a servir de ejemplo a la sociedad. En cambio, mientras nuestros jó-venes sigan tomando como modelo a héroes televisivos que arreglan todo a puñetazo limpio, triunfan a raquetazos, se erigen en personas de bien ganando en la bolsa el dinero que podría salvar de la muerte por hambre a millones de congéneres y a galanes que consideran viril ser rudos con las mujeres, nuestros muchachos seguirán teniendo un destino de masa infame.

Pero me alarma que estos párrafos se estén llenando de frases dignas de platitos enlozados para colgar en la pared de la sala. Sólo quisiera puntualizar que no podemos ser científicos antes que ciu-dadanos. Es aquí donde tampoco podemos contar con las religiones oficiales tal como operan hoy en el Tercer Mundo. Ahora sí, pasaré a lo mío y sugeriré algunas acciones para capacitarnos a interpretar la realidad con base en la ciencia moderna.

“El mejor aliado de la democracia es el conocimiento.”

Modesto Suárez

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Recurramos a la ciencia moderna

¿Por dónde comenzamos?La ciencia moderna debería emprender la tarea formidable y prio-

ritaria de rescatarse a sí misma, como si se tratara de una especie en extinción. Debe encontrar una manera rápida y eficaz de desarrollar una cultura compatible con ella. Entretanto, es imprescindible tener in mente el lema Primum non nocere (en primer lugar, no hagas daño), que forma parte del juramento que toman los doctores en medicina al graduarse.

Pero, incluso si se decidiera ir generando una campaña de al-fabetización científica, no habría suficientes maestros disponibles. Podríamos casi de inmediato reunir todo un ejército de maestros de Historia de la Ciencia, que enlistaría cronológicamente personajes y logros como si hubieran ido brotando de la nada, multitudes de filósofos que explicarían las ideas de Platón, Descartes, Habermas, Bunge o Feyerabend y centenares de economistas y sociólogos que insistirían en relacionar la ciencia con el mercado, volverían a lan-zarse al descabellado “crecer, crecer y crecer” y al “sólo hay que hacer ciencia aplicada”, pero no enseñarían a ser democráticos ni a promover una cultura compatible con la ciencia moderna.

Dada esta situación, uno tendría que olvidarse de planear cursos tamaño mamut y adoptar, en cambio, la estrategia del cristal inicial. Al tomar esta metáfora de la cristalografía, por “cristal inicial” quie-ro decir un grupo –sin importar cuán pequeño sea– que comprenda en serio qué son la ciencia moderna y la democracia, y utilizar este grumito de gente con esa manera de interpretar “a la científica” como núcleo de un desarrollo. En mi opinión, si hay una persona que está obligada a saber que son la ciencia moderna y la democracia, y tiene la capacidad de constituir el núcleo de un cristal, sería quien, preci-samente, recibe el grado de maestro o doctor en ciencia.

Nuestro futuro depende de encontrar la forma de educar a este muchacho, al estudiante de maestría y doctorado, y hacerlo pronto de modo que en adelante ningún maestro o doctor en ciencias vuel-va jamás a repetir las tonterías que enumeré en el Capítulo 3 como “patologías de la ciencia”. Ningún maestro ni doctor debería creer,

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por un solo momento, que el desarrollo de la ciencia moderna puede ser alcanzado con sólo inyectar dinero al analfabetismo científico imperante u obligando a los buenos científicos que tenemos a que se pongan a inventar mercaderías.

Evaluando la cosmovisiónPara dar sustancia a la opinión de que las universidades no están

confiriendo a sus estudiantes una cosmovisión que sea compatible con la ciencia moderna, he conducido pruebas informales y esporádi-cas a las que llamo pomposamente “test”, que no trataban de medir la información (aunque algo de información entraba en el cuadro). Por ahora, no pondremos atención en si el doctor sabe quiénes fue-ron von Haller, Clausius o Dirac, o cuál es la diferencia entre un átomo y una molécula. Por ejemplo, le diremos a un estudiante de doctorado de una disciplina dada, ya sea matemática, administra-ción u odontología, que el oxígeno es uno de los elementos básicos de la naturaleza y le pediremos que nos diga qué relación guarda Jo-seph Priestley (1733-1804) con dicho elemento: ¿Fue Priestley quien lo inventó? ¿Lo predijo teóricamente? ¿Fue la primera persona en lograr la síntesis del oxígeno siguiendo una antigua receta alqui­mista? ¿Descubrió el oxigeno? ¿Lo produjo combinando yodo con manganeso? Cualquier respuesta que no sea “Priestley descubrió el oxígeno” (si sabe más, podría quizás agregar “pero el nombre se lo puso Lavoisier”), se considera como prueba de que el estudiante no está familiarizado con las sustancias de que está hecha la realidad. En ocasiones, mi prueba ha sido algo capciosa e incluyó preguntas como: ¿Sería correcto devolver a Zaire sus minas de oxígeno aun cuando éstas son las únicas fuentes de oxígeno en el mundo? Un estudiante que estaba a punto de obtener su doctorado, pero que contaba ya con su maestría en ciencias, llegó a temer que los belgas acabaran por controlar todo el oxígeno de la Tierra.

En nuestra prueba, solicito a los estudiantes que hagan un comen-tario sobre una noticia que pretendo haber leído en la revista Nature: “Con base en el hecho de que Newton era inglés, el Parlamento bri­tánico se declara con derecho a modificar la ley de la gravedad”. En diversas ocasiones, he encontrado estudiantes a punto de recibir su

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doctorado en ciencias que responden: “¡No. La ley de gravedad es ahora patrimonio de la humanidad!”, o bien: “No se preocupen, la Casa Blanca nunca lo permitirá.” Esto revela que no siempre pueden distinguir entre una ley parlamentaria y una ley de la naturaleza; en consecuencia, tampoco tienen elementos para entender la estructura de la ciencia moderna.

En otra parte de esta prueba hice una larga lista con Jesús, Eins-tein, la imprenta, la cirugía abdominal, Tutankamón, los antibió-ticos, la teoría de evolución, el descubrimiento de América, el he-liocentrismo, el avión, la brújula, los romanos, el teléfono y otros conocimientos que, no ya un doctor en ciencia, sino un hombre de la calle debería conocer, y pedí que le fueran agregando un número de orden cronológico. Pedía simplemente que indicaran si Moisés venía antes o después de Galileo, si Colón antes o después de Pasteur, si el Renacimiento antes de la Revolución francesa, si Koch fue un pre-cursor de Galeno, y fueran así elaborando una suerte de cronograma. La proporción de respuestas desalentadoras me llevó a constatar que no siempre las instituciones educativas orientan a los muchachos en la comprensión de la realidad en la que necesitan sobrevivir. Aque-llo de que todo organismo sobrevive siempre y cuando interprete la realidad en la que vive, no se cumple de modo satisfactorio para las poblaciones estudiantiles (nunca tuve el tupé de hacer la prueba con el claustro de profesores).

Pero, como recalqué, se trata de pruebas informales y preguntas esporádicas hechas al azar durante clases que trataban de canales iónicos o membranas epiteliales. Lo que llamo “pruebas” fueron un poco más que ejercicios de sesgada curiosidad. Encuestadores pro-fesionales y epistemólogos de fuste han criticado mis averiguaciones debido a que incluyen sólo algunas áreas; se presentan al alumno en forma engañosa o son conducidas bajo condiciones adversas, en las que el encuestado teme que sus respuestas redunden en una califica-ción excluyente. La idea es desarrollar ahora una prueba más idónea que pueda ser completada en, digamos, un par de horas y que sea aplicada sólo a dos grupos: Grupo 1, estudiantes que ingresan en una universidad determinada y Grupo 2, estudiantes que están a punto de recibir su doctorado en el mismo año y en esa misma universidad.

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Se deben comparar las respuestas de los dos grupos para medir si la universidad, aparte de enseñar a los estudiantes cómo utilizar un microscopio electrónico, descifrar una estela maya o crear nuevas cerámicas, también los está familiarizando con la naturaleza de la ciencia moderna y confiriéndoles una visión del mundo compatible con la interpretación científica de la realidad.

Mis experiencias, al aplicar esta prueba en su forma rudimen-taria actual a unos trescientos alumnos, permiten predecir que una prueba mejor diseñada mostrará que las universidades están adies-trando ingenieros, arquitectos, biólogos, psicólogos y físicos para ejercer profesiones o investigar, pero no están haciendo mucho para ayudarle a distinguir su cosmovisión de la obsoleta que tiene el resto de la población. Puesto en otras palabras, estamos formando inves-tigadores, pero no científicos.

Entonces, ¿cómo podría enseñarse qué son la ciencia moderna y la democracia?

Las universidades no pueden desviar a los estudiantes de las carreras de jurisprudencia, geología o química durante dos años para educarlos en la historia, naturaleza y sociología de la ciencia moderna; de modo que este curso sólo podría durar una semana, como máximo. Pero en una semana no es posible cambiar la cosmovisión de nadie. Uno se tiene que conformar con mostrar de qué se trata la ciencia y dar a los estudiantes una idea de la esencia de la democracia. En un recorrido de dos horas por el Deutsches Museum, uno se puede hacer una idea de cómo se las arregló Alemania para combinar sus fuentes de carbón y hierro a lo largo de los siglos para desarrollar su moderna industria siderúrgica, mas nadie puede convertirse en un ingeniero metalúrgico en dos horas y, sin embargo, después del recorrido, ninguno podrá decir que el acero se pesca en el océano o que crece en los árboles. Del mismo modo, se le puede exigir a un ciudadano que tome un par de cla-ses sobre leyes de tránsito con el fin de recibir una licencia de conducir, un cursillo en primeros auxilios para aspirar a ser bombero o un curso en radiación atómica para que se le permita emplear radioisótopos en un laboratorio de biología. Y, de nuevo, con estos conocimientos uno no puede convertirse en abogado, médico ni físico nuclear.

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Basándome en la idea de que la ciencia es, sobre todo, una manera de interpretar la realidad, he ido concibiendo un curso que dura una semana, de lunes a viernes, ocho horas diarias, y lo enseñan científicos que explican la manera en que la ciencia de hoy interpreta los aspectos principales o, por lo menos, más abarcadores de la rea-lidad. Los he agrupado en: 1) Cosmología (la evolución desde el big bang hasta la Tierra en su forma actual); 2) Evolución I (los pasos mayores en la evolución de la vida, desde su aparición hace unos 4.500 millones de años hasta su diversidad actual); 3) Las raíces del misticismo (por qué los seres humanos son tan propensos a creer, generar mitologías y, con ellas, fundar instituciones religiosas); 4) Occidente (los griegos, los judíos y el cristianismo, la Reforma, etc.); 5) Evolución II (el surgimiento de los seres humanos, herramientas, lenguaje, familia, civilización, escritura, imperios); 6) Ciencia y tec-nología (básicamente, el Capítulo 1 de este libro); 7) Trabajo (de la esclavitud, gremios y sindicatos a las leyes sociales y el desempleo); 8) Pedagogía (evolución de las maneras de transmitir el conocimiento, desde los jardines de niños a las universidades); 9) Popularización (de Plinio y Bertrand de Fontenelle a la divulgación actual); 10) La interpretación de la realidad (desde cómo lo hacen los microorga-nismos hasta la ciencia moderna), y 11) Las patologías de la ciencia (básicamente, el Capítulo 3 de este libro). La idea central es mostrar cómo interpreta la ciencia moderna los temas mencionados, sin soñar siquiera en adentrarse en su explicación.

Cada materia estará a cargo de un científico especializado en la clase que dicta.

¿Quién dictará estos cursos?Dado que cada tema de los enumerados en el párrafo anterior

toma a lo sumo cuatro horas, quien lo dicte necesita tener un cono-cimiento profundo, una experiencia y una cultura muy sólida. Los posibles maestros no abundan. En consecuencia, antes de que este listo el curso para ofrecérselo a los estudiantes de doctorado, se re-querirá de un periodo de unos dos años para seleccionar y entrenar a aquellos que luego enseñarán los distintos temas, y organizar y pulir contenidos y dinámica de dicho curso.

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Una vez listo el curso, éste sería ofrecido una vez al año y durante una semana fija (digamos la primera semana de agosto), y al estu-diante de doctorado se le daría a escoger para tomarlo en cualquiera de los cuatro o seis años de su carrera, con dedicación exclusiva. La universidad no concederá ninguna maestría ni doctorado a quien no posea un certificado de que ha aprobado el curso.

Para influir a la sociedad: cursos derivadosImagínese ahora que un doctor en ciencias recién egresado acaba

de tomar el curso que mencionamos. Ya le han aprobado su tesis de doctorado, ha finalizado su adiestramiento posdoctoral, ha regresa-do a su patria y se encuentra a punto de comenzar a trabajar en su propio laboratorio. La primera capa de sociedad que encontrará es la que lo rodea en su propio laboratorio, su propia institución: personal de maestranza, técnicos y administradores. Se tendrán que preparar entonces versiones simplificadas del curso que acabo de describir. También sería deseable que todas las ramas del Gobierno relaciona-das con la ciencia requirieran que su personal tome y reciba un cer-tificado de haber aprobado el curso, que no se promueva a empleado alguno de consejos de investigación y otras dependencias educativas del Estado que no hayan aprobado el curso.

El ideal es que todo profesor universitario y todo maestro de es-cuela tome el curso. Un cálculo simple acerca del número de personas comprometidas (en enseñar el curso y en tomarlo) nos indica que este proceso llevará muchos años; en consecuencia, cuanto más pronto co-mencemos será mejor. Nuestro segundo lema sería: Todo aquel cuyo trabajo tenga algo que ver con la educación deberá conocer, por lo me­nos, los rudimentos de la ciencia moderna. Por eso hablamos de una campaña nacional de erradicación del analfabetismo científico.

La hora de la divulgaciónCreo que tanto el test para evaluar la visión del mundo, que confie-

re actualmente la universidad, como el curso relámpago para mostrar la visión científica de la realidad, tienen que ser confiados a profesores muy sólidos y a divulgadores. Se trata de añadirle una divulgación de la naturaleza de la ciencia y de la democracia. Las universidades

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deberían contar con un departamento especializado en divulgación. Que agreguen un componente que tenga que ver con la evolución, el misticismo, historia de las religiones, religión comparada, la organi-zación actual de las instituciones religiosas, historia de la docencia, del trabajo, de la mujer, de la infancia, antropología de la pobreza. Tengamos presente que, entre ellos, deberá haber personal capaz de dictar cursillos para cámaras empresariales, legisladores, maestros, sindicatos o, simplemente, clubes que deseen asociarse a la creación de una cultura compatible con la ciencia.

Erasmus Darwin señaló: “Aquel que permite la opresión compar­te el crimen” y Paulo Freire en su Pedagogía del oprimido lamentó: “En su irrestricta ansiedad de poseer, los opresores desarrollan la convicción de que les es posible transformarlo todo en objetos de su poder de compra…”. El curso relámpago deberá capacitar al alumno para entender estas expresiones.

Sugerencias y recomendaciones

“La India es demasiado pobre para darse el lujo de no in-vertir en ciencia.”

Jawaharlal Nehru

I. Forma de señalar rápida y exactamente dónde se necesita conocimiento científico-técnico y, al mismo tiempo, generar dinero para llevarlo a cabo.

En su mayoría, las patentes y asesores con que funcionan las in-dustrias del Tercer Mundo se contratan con el Primer Mundo, y se-ñalan con toda claridad dos cosas: (1) que alguien (por ejemplo, el empresario) necesita dichos conocimientos, al punto de que paga para conseguirlos y lograr que su empresa pueda operar; (2) que actualmente su sociedad no se los puede suministrar, por lo cual se ve forzado a contratarlos con países extranjeros. De modo que una suerte de censo de patentes y contratos de asesores señalará, sin nin-guna ambigüedad, necesidades, dependencias y puntos donde es más urgente fomentar la ciencia local.

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Si se instituye un impuesto a las patentes y contratos relaciona-dos con el conocimiento del que se depende, y se otorgan los fondos, así generados, a aquellas universidades, centros e individuos que den prueba fehaciente de que formarán científicos, éstos contarán con fondos. Eso sí, deberían implementarse cláusulas que impidieran que se eternizaran dichas instituciones y proyectos. Una forma es crear “institutos virtuales” o, mejor dicho, “programas” en los cuales los in-vestigadores participen desde los laboratorios y universidades en que se encuentren, pues hoy los medios de comunicación lo permiten.

La forma habitual de hacer un instituto para estudiar un pro-blema dado, consiste en conseguir un terreno, construir un edificio, contratar personal... y esto, con viento a favor, tarda años. Por el contrario, los “institutos virtuales”, tal como los desarrolló el físico mexicano Feliciano Sánchez Sinencio, se forman casi de la noche a la mañana de la siguiente manera: Alguien, típicamente un empre-sario, un funcionario de alguna secretaría de Estado, plantea una dificultad, por ejemplo, las mayonesas se pudren en sus frascos, las pastas dentales se licuan en sus tubos, se está erosionando el suelo de una comarca, los puentes de una provincia se están hundiendo, las tarjetas de crédito están aplicando multas usurarias, el ausentismo de maestros alcanza cifras alarmantes, producir un estetoscopio eficaz que sea barato. Un organismo universitario convocará a todos los especialistas necesarios para resolver un problema puntual, así estén en universidades y centros del interior. Tras evaluar el problema y sus propias posibilidades, cada uno de dichos especialistas dirá: “Yo participo, siempre y cuando se me contrate un técnico, se compre tal o cual aparato..., y se me entregue tal suma de dinero”. Otros re-querirán de otros elementos, que implicarán otros costos. Luego, con todas las propuestas ya acumuladas, el organismo llamará a quien haya solicitado el apoyo y le presentará “la dolorosa”, es decir, le dirá: “Mira, te costará tanto. ¿Estás dispuesto a pagarlo?”. En caso afirmativo, se firmará un contrato y el “instituto virtual” estará en condiciones de operar en pocos días. Lograda la solución o superado el problema, el “instituto” se desvanecerá, sin haber quitado a los participantes de sus departamentos e instituciones. Es obvio que, tras participar en diversos proyectos similares, un especialista dado irá

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transformando su grupo en un sólido reservorio de saber y equipo, que han ido surgiendo de su utilidad inmediata. Se habrá enriquecido en especialistas y aparatos, en recursos teóricos y personal idóneo. Pero no se habrán expoliado universidades que continuarán crecien-do en la medida de su eficacia.

II. Forma de evitar que la globalización perjudique el desarrollo de la ciencia y la tecnología del Tercer Mundo

Los países del Tercer Mundo no podrían recortarse del planeta e impedir que las empresas transnacionales vengan a competir con sus productos y servicios.

Para poder operar en el nivel mundial, las empresas del Primer Mundo se ven obligadas a destinar parte de sus ingresos a la investi-gación y desarrollo de sus productos. Sin embargo, incluso aquellas que tienen en el Tercer Mundo un mercado mayor que en el país donde asienta su casa matriz, hacen la investigación y desarrollo allá. De esta manera, jamás se podrán formar empresarios, cientí-ficos y técnicos del Tercer Mundo ni se podrán generar sustitutos locales.

De modo que el objetivo de este proyecto es: (1) Averiguar el mon-to que una empresa dada percibe en el mundo, y qué proporción de esta suma la dedica a investigación y desarrollo. (2) Requerir que dedique a la investigación en el Tercer Mundo una cantidad propor-cional al mercado en ese lugar.

Se espera que las empresas trasladen plantas de investigación y desarrollo al territorio del Tercer Mundo y que formen científicos y técnicos locales. Pero deberá cuidarse de que no destinen sus in-vestigaciones al mero control de calidad o a probar sus productos (por ejemplo, una fábrica de medicamentos) y artículos que tengan riesgos (por ejemplo, una fábrica de paracaídas, de tóxicos o de ex-plosivos) en la población local, si es que no lo hacen también en su casa matriz.

III. Escuelitas de cienciaHace más de cuarenta años se nos planteó el problema de que la

escuela no bastaba para enseñar a nuestros hijos todo lo que que-

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ríamos que aprendieran. Si deseábamos que aprendieran a tocar el violín, podíamos mandarlos a un conservatorio; si queríamos que nadaran, a un club; si idiomas, a institutos particulares. Pero, ¿dónde les conseguiríamos una cultura compatible con la ciencia del tipo que preconizo en este libro? Por supuesto, en el hogar predominaba dicha visión, pero, ¿dónde fomentarla de manera sistemática?

Hablamos, entonces, con expertos en pedagogía; la idea pren-dió, y acabaron alquilando una casa vieja en el barrio de Palermo de Buenos Aires, contratando estudiantes de los últimos años de las carreras de física, química, biología, y pronto el número de alum-nos justificó la aparición de varias de esas escuelitas: se llamaron Galileo, Eureka, etcétera. Eran más o menos así: los niños arma-ban circuitos eléctricos con pilas y cablecitos, estudiaban reacciones químicas en plantas de una maceta, llenaban el colegio con tortu-gas, pájaros, peces, conejos y pequeños bichos que recolectaban en excursiones a los lagos de Palermo. Un niño de catorce años nos explicó las operaciones básicas del cálculo vectorial; otro de diez años, los principios de la termodinámica; otra niñita nos dejó estu-pefactos con la advertencia: “¿Vos sabés que ese cielo jamás fue así como lo estás viendo?”, y nos habló de la relatividad con la facilidad con que nos contaría una película.

Los niños eran lo suficientemente pequeños (de 6 a 12 años) como para que los padres necesitaran llevarlos personalmente a las escue-litas y luego pasaran a recogerlos. Según Hilda Weissman, directora de una de ellas, esto producía un fenómeno muy peculiar: Cuando la campana señalaba el fin de la jornada, de todas las escuelas salían los chicos a encontrarse con los padres en la vereda; pero, en Galileo y Eureka, los padres entraban, pues los chicos salían a buscarlos pa-ra arrastrarlos adentro y explicarles circuitos, reacciones, espectros, cielos, bichos, lupas y vasos con semillas germinando. El problema era conseguir que se marcharan de una santa vez.

Lo más notable es que no se trataba de una población especial de niños genios. No. Eran los niños que hubieran ido a cualquier otra escuela. Lo importante no era lo que sabían, sino cómo lo sabían. La diferencia estaba dada por la capacidad de los maestros (eran pi-chones de físicos, químicos, biólogos, no necesariamente profesores

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de física, química o biología) y, sobre todo, por la intención de los directores.

IV. Cada universidad debería crear un instituto de diagnóstico y tratamiento.

Uno no espera que los pacientes lleguen al hospital a solicitar que le silencien el gen fos o le practiquen una estapedectomía. Es el mé-dico quien, conocedor de la gama de recursos médicos, aconseja un tratamiento; es más, quienes inventan esos procedimientos desarro-llan primero una imprescindible etapa de divulgación intramédica, es decir, difunden en la comunidad médica el conocimiento y uso de nuevos aparatos y procedimientos diagnósticos. En la misma vena, no podemos esperar que un empresario atormentado por deudas que vencieron ayer o un sindicato al borde de un despido en masa gol-peen las puertas de la universidad para solicitar soluciones de cuya existencia ni siquiera están enterados (y acaso los de la universidad tampoco).

Pero la universidad puede crear grupos, por ejemplo, con econo-mistas, ingenieros, biólogos, sociólogos o especialistas en patentes que, a solicitud de empresas, cámaras, sindicatos o gobernaciones de Estados, analicen situaciones, investiguen, armen institutos vir-tuales, como los que ya he mencionado en este mismo capítulo, les pregunten a los distintos universitarios participantes cuáles serían sus condiciones para participar (dos ayudantes técnicos, dinero para adquirir instrumentos, fondos para viajes, sobresueldos para quienes deben dedicar tiempo extra, etcétera) y, luego, firmen un contrato en el que se estipulen costos, plazos, etapas. Hoy las empresas acostum-bran a solicitar y pagar auditorías que les revisan lo que producen, sueldos de personal, impuestos, almacenamientos, analizan cómo se encuentran estructuradas y les sugieren reorganizaciones. Los insti-tutos de diagnóstico y tratamiento científico-técnico deberían hacer algo semejante, sólo que en el plano de la ciencia y la tecnología, trayendo a colación nuevos materiales, fuentes, recursos técnicos, capacitación de los participantes, etcétera.

Sería impensable que la gente se muriera de enfermedades y pa-deciera dolor sin sospechar siquiera que esos lugares, cuyos frontis-

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picios dicen “hospital” y eso que llaman “medicina”, pueden, preci-samente, aliviarlos o curarlos. Sin embargo, y sin mucho deformar esta analogía, eso es lo que le sucede a las empresas, provincias, sindicatos e instituciones del Estado. Para seguir con la analogía médica, así como hay una salud pública que hace análisis y vacuna antes de que se presenten las enfermedades, es bueno que las uni-versidades se capaciten en una salud pública en el ámbito científico, técnico y comercial. Hasta entreveo cursos sobre triquiñuelas mer-cantiles y contractuales en el que se enseñe a prevenirlas y evitar que, como decía Sadosky (véase más arriba) se inventen las trampas antes que las leyes.

Veamos unos cuantos temas en los que quizás la ciencia moderna podría ayudar a las personas religiosas

1) Problemas morales relacionados con la explosión demográfi-ca. En el Tercer Mundo las masas de gente desempleada han alcan-zado ya proporciones terroríficas y resulta obvio que esto no puede seguir siendo manejado con enfoques “políticamente correctos”, es decir, que su mero debate no moleste a las jerarquías religiosas. R. Kapuscinski (2000, 2003), V. S. Naipaul y P. Mishia (1990, 1997, 2002) han comentado que siempre que un europeo aparece en las ciu-dades o en el campo de ciertos países del Tercer Mundo, es rodeado de inmediato por una nube de gente humilde, desempleada y ham-brienta, que se ofrece a cargar sus pertenencias, pide una moneda o comida, ofrece servicios sexuales o quiere prestarse a servirle como guía del lugar, ofrece a la venta una artesanía, un pájaro, una tortuga, a una hija, etc. Este enjambre humano se mueve con el forastero don-de quiera que vaya y, cuando tres horas después abandone el museo, o al día siguiente, al salir de su hotel, se le acercará una vez más la misma mujer que intentará venderle una muñequita de trapo por una moneda. Dichos escritores concuerdan en que, en la actualidad, uno de nuestros mayores problemas es qué hacer con la gente.

¿Podría la ciencia ayudar a los sacerdotes a que analicen cuándo y por qué las religiones comenzaron a mostrarse tan preocupadas

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acerca de la vida sexual y qué tienen que ver la discriminación y el escándalo sexual con la aplicación de ideas antiguas a las estructuras sociales de la actualidad? ¿Están conscientes de que la medicina y la psicología actuales consideran que una pareja que no tiene relacio-nes sexuales para complacer a su dios está profundamente enferma? Incluso, en tales casos, las compañías de seguros pagarían por un tratamiento de psicoterapia.

2) Problemas morales relacionados con la vejez. Ya me he refe-rido al número creciente de personas excesivamente ancianas a las que se ayuda a sobrevivir en asilos en pésimas condiciones físicas y psíquicas. Algunos de ellos, incluso, saben que su médico podría ir a dar a la cárcel si no prolonga estas miserias. Resulta muy difícil tratar de convencer a la gente que sufre dolores insoportables que tiene que seguir soportándolos para no ofender los sentimientos religiosos de terceros, sobre todo, si quien sufre sabe muy bien que este “tercero”, puesto a escoger entre, por un lado, el sufrimiento y el deseo del pa-ciente y, por otro, sus creencias religiosas, opta por que el paciente siga sufriendo y degradándose con tal de que él cumpla con los pre-ceptos de su religión.

Cuando se combina la natalidad exagerada, que promueve la Igle-sia, con sus posturas respecto de los ancianos, es difícil eludir la sen-sación de que su modelo social hace agua por los cuatro costados. La ciencia, a través de sus sanitaristas, sociólogos y economistas podría ayudar a los sectores religiosos a analizarlo y dejarse de insensateces que causan daños morales.

3) Problemas morales relacionados con el poder y la riqueza. ¿Podrían los sacerdotes educar a su “rebaño” de modo que los mili-tares y policías, dentro de sus feligresías, no torturen a la gente o que los hombres de negocios religiosos no transfieran miles de millones de dólares al otro lado del planeta antes de estar seguros de que esta jugada no hundirá en la miseria, sobre todo, a los desposeídos?

4) Problemas morales relacionados directamente con la reli-gión. El estudio de las causas tradicionales de la guerra ha dado por

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resultado formas de negociación e instituciones internacionales, ya establecidas, que logran importantes progresos en prevenir y quitar la mecha de algunos conflictos. Al mismo tiempo, somos testigos de un número creciente de actividades en las que participa gente prove-niente de todas partes del globo, tales como juegos olímpicos, cine, teatro, festivales de danza, exhibiciones de pintura y escultura y, por supuesto, la investigación y la ciencia, que ya he mencionado en páginas anteriores. Ningún congreso internacional de botánicos, pa-leontólogos, astrónomos o matemáticos ha dado jamás origen a una guerra. Agrias disputas entre investigadores procedentes de diversos países finalizan, con frecuencia, en una ronda de cervezas y pueden ser seguidas por proyectos de cooperación mutua. El análisis de genes y cromosomas, de la migración de las aves y de la evolución de las constelaciones es estudiado por medio de la cooperación de espe-cialistas de todos los países que viajan a la ciudad de otro científico, cavan la tierra juntos en busca de fósiles o bien orbitan la Tierra con tripulaciones internacionales. Sin embargo, las disputas causadas por antagonismos religiosos parecen ser irresolubles (Benjamin y Simon, 2002). “Cuidado con el hombre cuyo dios está en los cielos”, previno Bernard Shaw.

5) Los curiosos motivos que tienen vírgenes y santos para apare-cerse a los humanos. Las multitudes pueden reunirse para celebrar la supuesta aparición de una virgen o de un santo a un indio descalzo o a una pastorcita analfabeta. Y cuando uno pregunta por qué las mismas deidades no se le aparecen mejor a un poderoso líder mundial o a un financista muy rico, ante el Banco Mundial, el Pentágono y los consorcios financieros internacionales, las respuestas no podrían ser más preocupantes: “Porque la Virgen ama a los pobres y no a los ricos”; “porque quería que le erigiéramos una capilla donde ve­nerarla” o, simplemente, “¿quiénes somos nosotros para juzgar los designios divinos?”

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De Jan Amos Comenius a Silvina Gvirtz

“De este modo pregunto a mis lectores e incluso invoco la salud de la humanidad para aquellos que lean este texto: No considerar imprudente a alguien que no sólo se em-barca en tan gran empresa sino que promete hacerla: es valioso porque tiene un propósito de salvación.”

Johannes Amos Comenius (1592-1670)2,3

Las sugerencias que acabo de hacer son, en último término, acciones enhebradas por la educación o que desembocan en ella cuando se trata de formar doctores, empresarios, funcionarios y ciu-dadanos, en general. Es cierto que los educadores siempre han tenido un papel protagónico en la emergencia de la ciencia. Quizás en los primeros capítulos de este libro, al presentar los peldaños neurobio-lógicos, cognitivos, sociales y debates con los representantes de los modelos interpretativos religiosos, que llevaron a la ciencia, y, lue-go, al hacer énfasis en las contribuciones de grandes sabios, eclipsé indebidamente el papel de grandes pedagogos. Creo imprescindible compensarlo, empezando por la región que fue la Checoslovaquia de hace cinco siglos.

Una de las cosas que me ayudaron a entender el panorama de la ciencia fueron las formas contrahechas, casi monstruosas en que se describía la ciencia, los excesos oscurantistas, las represiones de inte-lectuales ejecutadas por círculos castrenses y me animé a decir que, si hubieran sido más sutiles, quizás no me hubieran ayudado a per-catarme de la discrepancia que había entre la ciencia, que describían aquellas enciclopedias, las absurdas hagiografías de grandes sabios, y lo que yo observaba en mi práctica profesional. Llegué a imaginar esas patologías como poderosas lupas que me ayudaban a detectar e interpretar monstruosidades. Cuando uno repasa la vida de persona-jes como Jan Hus (1372-1415), quien, influido por la obra del inglés John Wycliffe, se lanzó a una reforma que anticipó a Lutero, advierte que a él también le abrieron los ojos los excesos de su iglesia, sobre

2 Opera Omnia. Academia Scientiarum Bohemoslovacae, Praga, 1986. 3 Véase Aguirre-Lora, 1997.

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los que no parece haber exagerado, pues él mismo acabó inmolado en una hoguera.

Más de un siglo después, el espíritu imperante en aquellos territo-rios hace surgir un Jan Amos Comenius (1592-1670) que, si bien fue él también un reformador religioso, fue sobre todo un educador que llegó a calificar las escuelas como “mataderos de la mente” y, a raíz de esa magnificación que hace patente los excesos, concibió los principios fundamentales de la pedagogía, y le dio el estatuto de una ciencia autónoma. Con su Didáctica magna cambió los castigos físicos por el amor y la comprensión, y tomó la educación como un proceso que abarca toda la vida del individuo. Consideraba “alumnos” a “todos, todo y totalmente”. “Todos” eran todos los niños sin deferencia de sexo, condición social o edad; “todo” era lo que el alumno necesitaba para su vida de infante, y “totalmente” involucraba al hombre íntegro considerando su vida intelectual, espiritual y física. Nos dejó su opi-nión: “...la escuela debe ser un grato preludio de nuestras vidas...”

Si bien no debería omitir aquí la figura de Paulo Freire, brasile-ño (1969, 1970, 1975), remito a mi mención de su obra en mi La ignorancia debida, pero quiero recordar, sobre todo, su consejo de: “Educar para la praxis que implica acción y reflexión de los hombres sobre el mundo para transformarlo”. Y, sin más, paso a la pedagoga actual, Silvina Gvirtz (1998, 2000, 2005), quien ha concebido un plan en el que las escuelas cobran el papel de ejes de la reforma social. A continuación compacto sus propuestas:

“Debe quedar claramente establecido que lo pedagógico y lo social encuentran su punto de convergencia en la escuela (…) Las escuelas en todas sus modalidades resultan ser las principales agen­cias estatales con una llegada casi universal a todo el territorio na­cional (…) deben constituir formalmente centros activos y promo­tores de la vida sociocomunitaria (…), se las debe reacondicionar, ampliar y construir edificios escolares y espacios adecuados para la tarea pedagógica: laboratorios, gimnasios, aulas equipadas, patios y sectores al aire libre (…), deben compartir espacios y recursos con otras instituciones barriales públicas y privadas (…), bibliotecas es­colares que distribuyan gratuitamente libros de texto y manuales (…) con ampliación de las horas de clase (…), jornada doble (…)

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En las zonas más desfavorables la escuela debe cumplir un servi­cio alimentario que cubra desayuno, almuerzo y merienda (…) y, en las de mayor riesgo socioeducativo, deben organizar centros de distribución directa de calzado y vestimenta básica (…), favorecer el uso permanente de las instalaciones escolares para actividades recreativas, expresivas y comunitarias, coordinadas no sólo para los docentes, sino también por otros actores sociales (…) Las escuelas deben constituirse en Clubes Escolares en fines de semanas y feria­dos (…) El Estado debería girar el dinero a las escuelas y que sean ellas mismas las que decidan como usarlo, (…pues…) difícilmente una escuela en la que sus trabajadores no pueden tomar decisiones ni opinar críticamente sobre el mejor modo de resolver los problemas, pueda formar pensamiento crítico y autónomo en sus alumnos (…) Las escuelas deben tener un margen mas amplio de maniobras (…) Debe crearse una red escolar y social con otras escuelas, y entidades sociales y comunitarias de referencia.”

Si bien el plan de Gvirtz requiere de acciones políticas y económicas drásticas y valientes, se mantiene admirablemente alejado de la polí-tica partidista y de las inversiones controladas por los astros del eco-nomicismo, encarnizados en administrar lo que a todas luces no en-tienden. Antes bien, sugiere que las escuelas, debidamente respetadas y a la vista de toda la población, jueguen un papel central, que otorga una función preponderante a los maestros, padres y, por supuesto, a los alumnos. Tampoco la propuesta de Gvirtz es excluyente, en el sentido de que podría llevarse adelante cualquiera que sea la política de los gobiernos en turno y no esté condicionada a la interrupción de otras acciones. Su plan de amplificar las escuelas y transformarlas en instrumentos de democratización e incubadoras de una cultura com-patible con la ciencia moderna, me parece por demás lúcido.

“Con mayor y mayor frecuencia se sorprende a sí mismo pensando que no hay forma de salvar a la humanidad. ¿Se trata de un intento de librarse de responsabilidad?”

Elías Canetti

“La lucidez es una forma de resistencia.” Silvana Rabinovich

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Epílogo

Es casi perogrullesco afirmar que quien sabe y puede es aún más poderoso cuando el Otro no sabe y no puede. La estrategia del Primer Mundo viene siendo doble: en primerísimo lugar, fomentar su ciencia, pero, en segundo, se ha esmerado de mil maneras dis-tintas en que los países del Tercer Mundo fallen una y otra vez en su esfuerzo por desarrollar un aparato científico-técnico-educativo propio. Si algún país del Tercer Mundo ya iba en camino de desa-rrollarlo, el Primer Mundo buscó y encontró formas de conseguir sectores conservadores, militares y clericales, que lo desbarataran, lo corrompieran a través de tenebrosas burocracias administrativas. Para esta tarea fue imprescindible contar con medios de comunica-ción masiva, que le explicaran a las sociedades tercermundistas có-mo deben interpretar la realidad en que tratan de sobrevivir. Por esta razón, en su momento afirmé que un pueblo no es necesariamente dependiente por el hecho de deber dinero, sino cuando no interpreta mejor que nadie su propia realidad o, peor aun, cuando es forzado a autointerpretarse como al dominador le convenga. El truco es viejo, pues ya los lacedemonios de la Grecia clásica obligaban a los ilotas a convencerse de que eran imbéciles; más tarde, los europeos derrum-baron la mente africana y la aprisionaron en un cepo de oscuridad, llegaron a drogar países enteros, del tamaño y densidad poblacional de la China y la India.

Pero, como me esforcé en describir, la estrategia de idiotizar al Otro, de mantenerlo como analfabeto científico no da para más. Con el uso de la religión para mantener a las masas en modelos

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interpretativos obsoletos, ha salido el tiro por la culata, pues la hu-manidad reaccionó como una Hidra mitológica y el planeta se trans-formó en una lata de sardinas llena de menesterosos hambrientos, donde quienes disfrutan son los virus y las bacterias que disparan pandemias imparables. El hecho de que cualquier especie pueda pa-decer microorganismos y transmitírselos a cualquier otra, nos ha unificado con gallinas, cerdos, salmones, vacas locas, en pandemias que antes se confinaban a una especie, pero que ahora comparte toda la biosfera. Los expertos en población, ecología y salud ya han sido derrotados, pues cuando hacían predicciones sensatas nadie les hizo caso. (“Son hippies verdes que quieren salvar de la extinción algún pajarito, alguna ballenita, evitar que se tale una selva, con lo que dificultan la instalación de un gran hotel que dará trabajo a bla bla bla…”) Ahora ya no tienen nada que predecir, sino simplemente señalar despavoridos la explosión poblacional, la desaparición de ríos, selvas, la miseria, el narcotráfico, la violencia, el surgimiento de fundamentalismos, el diario arribo a Europa y a los Estados Unidos de hambrientos, escondidos en sofocantes contenedores, flotando en precarias balsas, entrando como indocumentados, muriendo de sed en calcinantes desiertos, estrellándose contra el lado sur de los larguísimos muros que hoy está levantando el Primer Mundo a toda velocidad. Ya están probando con la formación de administrado-res, educados en instituciones confesionales, que después contrata la industria y aparecen al frente de los institutos, para ver si logran reemplazar la ciencia con la investigación y la investigación con la mercadotecnia.

En el último capítulo, expuse algunas acciones que podían ayudar a salir de este marasmo. Creo que un paso imprescindible, que parece estar a nuestro alcance, es capacitarnos para interpretar “a la manera científica”, por lo menos, nuestro profundo analfabetismo científico y, por qué no, también el del Primer Mundo. Me contentaría con que este libro ayude a borrar, si no de la mente, por lo menos del léxico diario, las tonterías que enumeré en el Capítulo 3, que se termine con esa ciencia ortodoxa y creacionista, “la aventura de la razón”, el ocultamiento de la evolución, el “crece, crece, crece”, el dilema ciencia básica o ciencia aplicada, los centros del saber manejados con

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normas fraguadas entre líderes sindicales y administradores oligofré-nicos, o concebidas por irenarcas oscurantistas que lideran centros del saber y consejos académicos del Tercer Mundo. Espero haber sido convincente.

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Espejo y reflejoDel caos al orden

John Briggs y F. David Peat

La termodinámica de la pizzaHarold J. Morowitz

La sociedad multimediaJosef Brauner y Roland Bickmann

El universo de Stephen HawkingDavid Filkin

Los planetasDavid McNab y James Younger

SobrenaturalJohn Downer

Magos, gurús y sabiosUna explicación sencilla de lo inexplicable

Henri Broch

El cielo en la botellaHistoria de la pesquisa sobre el azul del firmamento

Peter pesic

El largo veranoDe la Era Glacial a nuestros días

Brian Fagan

e x t e n s i ó n

científicacienciapara todos

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La pequeña edad del hieloBrian Fagan

La ciencia como calamidadUn ensayo sobre el analfabetismo científico y sus efectos

Marcelino Cereijido

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