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CARTA APOSTÓLICA ROSARIUM VIRGINIS MARIAE DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II AL EPISCOPADO, AL CLERO Y A LOS FIELES SOBRE EL SANTO ROSARIO INTRODUCCIÓN 1. El Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo Milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, es una oración apreciada por numerosos Santos y fomentada por el Magisterio. En su sencillez y profundidad, sigue siendo también en este tercer Milenio apenas iniciado una oración de gran significado, destinada a producir frutos de santidad. Se encuadra bien en el camino espiritual de un cristianismo que, después de dos mil años, no ha perdido nada de la novedad de los orígenes, y se siente empujado por el Espíritu de Dios a «remar mar adentro» (duc in altum!), para anunciar, más aún, 'proclamar' a Cristo al mundo como Señor y Salvador, «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn14, 6), el «fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización». 1 El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrada en la cristología. En la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio. 2 En él resuena la oración de María, su perenne Magnificat por la obra de la Encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor. Los Romanos Pontífices y el Rosario 2. A esta oración le han atribuido gran importancia muchos de mis Predecesores. Un mérito particular a este respecto corresponde a León XIII que, el 1 de septiembre de 1883, promulgó la Encíclica Supremi apostolatus officio, 3 importante declaración con la cual inauguró otras muchas intervenciones sobre esta oración, indicándola como instrumento espiritual eficaz ante los males de la sociedad. Entre los Papas más recientes que, en la época conciliar, se han distinguido por la promoción del Rosario, deseo recordar al Beato Juan XXIII 4 y, sobre todo, a PabloVI, que en la Exhortación apostólica Marialis cultus, en consonancia con la inspiración del Concilio Vaticano II, subrayó el carácter evangélico del Rosario y su orientación cristológica. Yo mismo, después, no he dejado pasar ocasión de exhortar a rezar con frecuencia el Rosario. Esta oración ha tenido un puesto importante en mi vida espiritual desde mis años jóvenes. Me lo ha recordado mucho mi reciente viaje a Polonia, especialmente la visita al Santuario de Kalwaria. El Rosario me ha acompañado en los momentos de alegría y en los de tribulación. A él he confiado tantas preocupaciones y en él siempre he encontrado consuelo. Hace veinticuatro años, el 29 de octubre de 1978, dos semanas después de la elección a la Sede de Pedro, como abriendo mi alma, me expresé así: «El Rosario es mi oración predilecta. ¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en su

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CARTA APOSTÓLICA

ROSARIUM VIRGINIS MARIAE DEL SUMO PONTÍFICE

JUAN PABLO II

AL EPISCOPADO, AL CLERO

Y A LOS FIELES

SOBRE EL SANTO ROSARIO

INTRODUCCIÓN

1. El Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo Milenio bajo el soplo del

Espíritu de Dios, es una oración apreciada por numerosos Santos y fomentada por el Magisterio. En

su sencillez y profundidad, sigue siendo también en este tercer Milenio apenas iniciado una oración

de gran significado, destinada a producir frutos de santidad. Se encuadra bien en el camino espiritual

de un cristianismo que, después de dos mil años, no ha perdido nada de la novedad de los orígenes,

y se siente empujado por el Espíritu de Dios a «remar mar adentro» (duc in altum!), para anunciar,

más aún, 'proclamar' a Cristo al mundo como Señor y Salvador, «el Camino, la Verdad y la Vida»

(Jn14, 6), el «fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la

civilización».1

El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrada en la

cristología. En la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje

evangélico, del cual es como un compendio.2

En él resuena la oración de María, su perenne

Magnificat por la obra de la Encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano

aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su

amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las

mismas manos de la Madre del Redentor.

Los Romanos Pontífices y el Rosario

2. A esta oración le han atribuido gran importancia muchos de mis Predecesores. Un mérito

particular a este respecto corresponde a León XIII que, el 1 de septiembre de 1883, promulgó la

Encíclica Supremi apostolatus officio,3

importante declaración con la cual inauguró otras muchas

intervenciones sobre esta oración, indicándola como instrumento espiritual eficaz ante los males de

la sociedad. Entre los Papas más recientes que, en la época conciliar, se han distinguido por la

promoción del Rosario, deseo recordar al Beato Juan XXIII4

y, sobre todo, a PabloVI, que en la

Exhortación apostólica Marialis cultus, en consonancia con la inspiración del Concilio Vaticano II,

subrayó el carácter evangélico del Rosario y su orientación cristológica.

Yo mismo, después, no he dejado pasar ocasión de exhortar a rezar con frecuencia el Rosario. Esta

oración ha tenido un puesto importante en mi vida espiritual desde mis años jóvenes. Me lo ha

recordado mucho mi reciente viaje a Polonia, especialmente la visita al Santuario de Kalwaria. El

Rosario me ha acompañado en los momentos de alegría y en los de tribulación. A él he confiado

tantas preocupaciones y en él siempre he encontrado consuelo. Hace veinticuatro años, el 29 de

octubre de 1978, dos semanas después de la elección a la Sede de Pedro, como abriendo mi alma,

me expresé así: «El Rosario es mi oración predilecta. ¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en su

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sencillez y en su profundidad. [...] Se puede decir que el Rosario es, en cierto modo, un comentario-

oración sobre el capítulo final de la Constitución Lumen gentium del Vaticano II, capítulo que trata

de la presencia admirable de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, con

el trasfondo de las Avemarías pasan ante los ojos del alma los episodios principales de la vida de

Jesucristo. El Rosario en su conjunto consta de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, y nos

ponen en comunión vital con Jesús a través –podríamos decir– del Corazón de su Madre. Al mismo

tiempo nuestro corazón puede incluir en estas decenas del Rosario todos los hechos que entraman la

vida del individuo, la familia, la nación, la Iglesia y la humanidad. Experiencias personales o del

prójimo, sobre todo de las personas más cercanas o que llevamos más en el corazón. De este modo

la sencilla plegaria del Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana ».5

Con estas palabras, mis queridos Hermanos y Hermanas, introducía mi primer año de Pontificado en

el ritmo cotidiano del Rosario. Hoy, al inicio del vigésimo quinto año de servicio como Sucesor de

Pedro, quiero hacer lo mismo. Cuántas gracias he recibido de la Santísima Virgen a través del

Rosario en estos años: Magnificat anima mea Dominum! Deseo elevar mi agradecimiento al Señor

con las palabras de su Madre Santísima, bajo cuya protección he puesto mi ministerio petrino: Totus

tuus!

Octubre 2002 - Octubre 2003: Año del Rosario

3. Por eso, de acuerdo con las consideraciones hechas en la Carta apostólica Novo millennio ineunte,

en la que, después de la experiencia jubilar, he invitado al Pueblo de Dios « a caminar desde Cristo

»,6

he sentido la necesidad de desarrollar una reflexión sobre el Rosario, en cierto modo como

coronación mariana de dicha Carta apostólica, para exhortar a la contemplación del rostro de Cristo

en compañía y a ejemplo de su Santísima Madre. Recitar el Rosario, en efecto, es en realidad

contemplar con María el rostro de Cristo. Para dar mayor realce a esta invitación, con ocasión del

próximo ciento veinte aniversario de la mencionada Encíclica de León XIII, deseo que a lo largo del

año se proponga y valore de manera particular esta oración en las diversas comunidades cristianas.

Proclamo, por tanto, el año que va de este octubre a octubre de 2003 Año del Rosario.

Dejo esta indicación pastoral a la iniciativa de cada comunidad eclesial. Con ella no quiero

obstaculizar, sino más bien integrar y consolidar los planes pastorales de las Iglesias particulares.

Confío que sea acogida con prontitud y generosidad. El Rosario, comprendido en su pleno

significado, conduce al corazón mismo del vida cristiana y ofrece una oportunidad ordinaria y

fecunda espiritual y pedagógica, para la contemplación personal, la formación del Pueblo de Dios y

la nueva evangelización. Me es grato reiterarlo recordando con gozo también otro aniversario: los 40

años del comienzo del Concilio Ecuménico Vaticano II (11 de octubre de 1962), el «gran don de

gracia» dispensada por el espíritu de Dios a la Iglesia de nuestro tiempo.7

Objeciones al Rosario

4. La oportunidad de esta iniciativa se basa en diversas consideraciones. La primera se refiere a la

urgencia de afrontar una cierta crisis de esta oración que, en el actual contexto histórico y teológico,

corre el riesgo de ser infravalorada injustamente y, por tanto, poco propuesta a las nuevas

generaciones. Hay quien piensa que la centralidad de la Liturgia, acertadamente subrayada por el

Concilio Ecuménico Vaticano II, tenga necesariamente como consecuencia una disminución de la

importancia del Rosario. En realidad, como puntualizó Pablo VI, esta oración no sólo no se opone a

la Liturgia, sino que le da soporte, ya que la introduce y la recuerda, ayudando a vivirla con plena

participación interior, recogiendo así sus frutos en la vida cotidiana.

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Quizás hay también quien teme que pueda resultar poco ecuménica por su carácter marcadamente

mariano. En realidad, se coloca en el más límpido horizonte del culto a la Madre de Dios, tal como

el Concilio ha establecido: un culto orientado al centro cristológico de la fe cristiana, de modo que

«mientras es honrada la Madre, el Hijo sea debidamente conocido, amado, glorificado».8

Comprendido adecuadamente, el Rosario es una ayuda, no un obstáculo para el ecumenismo.

Vía de contemplación

5. Pero el motivo más importante para volver a proponer con determinación la práctica del Rosario

es por ser un medio sumamente válido para favorecer en los fieles la exigencia de contemplación del

misterio cristiano, que he propuesto en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte como verdadera

y propia 'pedagogía de la santidad': «es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte

de la oración».9

Mientras en la cultura contemporánea, incluso entre tantas contradicciones, aflora

una nueva exigencia de espiritualidad, impulsada también por influjo de otras religiones, es más

urgente que nunca que nuestras comunidades cristianas se conviertan en «auténticas escuelas de

oración».10

El Rosario forma parte de la mejor y más reconocida tradición de la contemplación cristiana.

Iniciado en Occidente, es una oración típicamente meditativa y se corresponde de algún modo con la

«oración del corazón», u «oración de Jesús», surgida sobre el humus del Oriente cristiano.

Oración por la paz y por la familia

6. Algunas circunstancias históricas ayudan a dar un nuevo impulso a la propagación del Rosario.

Ante todo, la urgencia de implorar de Dios el don de la paz. El Rosario ha sido propuesto muchas

veces por mis Predecesores y por mí mismo como oración por la paz. Al inicio de un milenio que se

ha abierto con las horrorosas escenas del atentado del 11 de septiembre de 2001 y que ve cada día en

muchas partes del mundo nuevos episodios de sangre y violencia, promover el Rosario significa

sumirse en la contemplación del misterio de Aquél que «es nuestra paz: el que de los dos pueblos

hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad» (Ef 2, 14). No se puede, pues, recitar

el Rosario sin sentirse implicados en un compromiso concreto de servir a la paz, con una particular

atención a la tierra de Jesús, aún ahora tan atormentada y tan querida por el corazón cristiano.

Otro ámbito crucial de nuestro tiempo, que requiere una urgente atención y oración, es el de la

familia, célula de la sociedad, amenazada cada vez más por fuerzas disgregadoras, tanto de índole

ideológica como práctica, que hacen temer por el futuro de esta fundamental e irrenunciable

institución y, con ella, por el destino de toda la sociedad. En el marco de una pastoral familiar más

amplia, fomentar el Rosario en las familias cristianas es una ayuda eficaz para contrastar los efectos

desoladores de esta crisis actual.

« ¡Ahí tienes a tu madre! » (Jn 19, 27)

7. Numerosos signos muestran cómo la Santísima Virgen ejerce también hoy, precisamente a través

de esta oración, aquella solicitud materna para con todos los hijos de la Iglesia que el Redentor, poco

antes de morir, le confió en la persona del discípulo predilecto: «¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!» (Jn

19, 26). Son conocidas las distintas circunstancias en las que la Madre de Cristo, entre el siglo XIX

y XX, ha hecho de algún modo notar su presencia y su voz para exhortar al Pueblo de Dios a recurrir

a esta forma de oración contemplativa. Deseo en particular recordar, por la incisiva influencia que

conservan en el vida de los cristianos y por el acreditado reconocimiento recibido de la Iglesia, las

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apariciones de Lourdes y Fátima,11

cuyos Santuarios son meta de numerosos peregrinos, en busca de

consuelo y de esperanza.

Tras las huellas de los testigos

8. Sería imposible citar la multitud innumerable de Santos que han encontrado en el Rosario un

auténtico camino de santificación. Bastará con recordar a san Luis María Grignion de Montfort,

autor de un preciosa obra sobre el Rosario12

y, más cercano a nosotros, al Padre Pío de Pietrelcina,

que recientemente he tenido la alegría de canonizar. Un especial carisma como verdadero apóstol

del Rosario tuvo también el Beato Bartolomé Longo. Su camino de santidad se apoya sobre una

inspiración sentida en lo más hondo de su corazón: « ¡Quien propaga el Rosario se salva! ».13

Basándose en ello, se sintió llamado a construir en Pompeya un templo dedicado a la Virgen del

Santo Rosario colindante con los restos de la antigua ciudad, apenas influenciada por el anuncio

cristiano antes de quedar cubierta por la erupción del Vesuvio en el año 79 y rescatada de sus

cenizas siglos después, como testimonio de las luces y las sombras de la civilización clásica.

Con toda su obra y, en particular, a través de los «Quince Sábados», Bartolomé Longo desarrolló el

meollo cristológico y contemplativo del Rosario, que ha contado con un particular aliento y apoyo

en León XIII, el «Papa del Rosario».

CAPÍTULO I

CONTEMPLAR A CRISTO

CON MARÍA

Un rostro brillante como el sol

9. «Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol» (Mt 17, 2). La escena

evangélica de la transfiguración de Cristo, en la que los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan

aparecen como extasiados por la belleza del Redentor, puede ser considerada como icono de la

contemplación cristiana. Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en el camino

ordinario y doloroso de su humanidad, hasta percibir su fulgor divino manifestado definitivamente

en el Resucitado glorificado a la derecha del Padre, es la tarea de todos los discípulos de Cristo; por

lo tanto, es también la nuestra. Contemplando este rostro nos disponemos a acoger el misterio de la

vida trinitaria, para experimentar de nuevo el amor del Padre y gozar de la alegría del Espíritu Santo.

Se realiza así también en nosotros la palabra de san Pablo: «Reflejamos como en un espejo la gloria

del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más: así es como actúa el

Señor, que es Espíritu» (2 Co 3, 18).

María modelo de contemplación

10. La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le

pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella

una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha

dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón

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se concentran de algún modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu

Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin

lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo

«envolvió en pañales y le acostó en un pesebre» (Lc 2, 7).

Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él. Será a

veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo: « Hijo, ¿por qué

nos has hecho esto? » (Lc 2, 48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo

íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná

(cf. Jn 2, 5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en

cierto sentido, la mirada de la 'parturienta', ya que María no se limitará a compartir la pasión y la

muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (cf.

Jn 19, 26-27); en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y,

por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés (cf. Hch 1, 14).

Los recuerdos de María

11. María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus palabras: « Guardaba todas estas

cosas, y las meditaba en su corazón » (Lc 2, 19; cf. 2, 51). Los recuerdos de Jesús, impresos en su

alma, la han acompañado en todo momento, llevándola a recorrer con el pensamiento los distintos

episodios de su vida junto al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido, en cierto

sentido, el 'rosario' que Ella ha recitado constantemente en los días de su vida terrenal.

Y también ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén celestial, permanecen intactos los

motivos de su acción de gracias y su alabanza. Ellos inspiran su materna solicitud hacia la Iglesia

peregrina, en la que sigue desarrollando la trama de su 'papel' de evangelizadora. María propone

continuamente a los creyentes los 'misterios' de su Hijo, con el deseo de que sean contemplados,

para que puedan derramar toda su fuerza salvadora. Cuando recita el Rosario, la comunidad cristiana

está en sintonía con el recuerdo y con la mirada de María.

El Rosario, oración contemplativa

12. El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, es una oración marcadamente

contemplativa. Sin esta dimensión, se desnaturalizaría, como subrayó Pablo VI: «Sin contemplación,

el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de

fórmulas y de contradecir la advertencia de Jesús: "Cuando oréis, no seáis charlatanes como los

paganos, que creen ser escuchados en virtud de su locuacidad" (Mt 6, 7). Por su naturaleza el rezo

del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezca en quien ora la

meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del corazón de Aquella que estuvo

más cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza».14

Es necesario detenernos en este profundo pensamiento de Pablo VI para poner de relieve algunas

dimensiones del Rosario que definen mejor su carácter de contemplación cristológica.

Recordar a Cristo con María

13. La contemplación de María es ante todo un recordar. Conviene sin embargo entender esta

palabra en el sentido bíblico de la memoria (zakar), que actualiza las obras realizadas por Dios en la

historia de la salvación. La Biblia es narración de acontecimientos salvíficos, que tienen su culmen

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en el propio Cristo. Estos acontecimientos no son solamente un 'ayer'; son también el 'hoy' de la

salvación. Esta actualización se realiza en particular en la Liturgia: lo que Dios ha llevado a cabo

hace siglos no concierne solamente a los testigos directos de los acontecimientos, sino que alcanza

con su gracia a los hombres de cada época. Esto vale también, en cierto modo, para toda

consideración piadosa de aquellos acontecimientos: «hacer memoria» de ellos en actitud de fe y

amor significa abrirse a la gracia que Cristo nos ha alcanzado con sus misterios de vida, muerte y

resurrección.

Por esto, mientras se reafirma con el Concilio Vaticano II que la Liturgia, como ejercicio del oficio

sacerdotal de Cristo y culto público, es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo

tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza»,15

también es necesario recordar que la vida

espiritual « no se agota sólo con la participación en la sagrada Liturgia. El cristiano, llamado a orar

en común, debe no obstante, entrar también en su interior para orar al Padre, que ve en lo escondido

(cf. Mt 6, 6); más aún: según enseña el Apóstol, debe orar sin interrupción (cf. 1 Ts 5, 17) ».16

El

Rosario, con su carácter específico, pertenece a este variado panorama de la oración 'incesante', y si

la Liturgia, acción de Cristo y de la Iglesia, es acción salvífica por excelencia, el Rosario, en cuanto

meditación sobre Cristo con María, es contemplación saludable. En efecto, penetrando, de misterio

en misterio, en la vida del Redentor, hace que cuanto Él ha realizado y la Liturgia actualiza sea

asimilado profundamente y forje la propia existencia.

Comprender a Cristo desde María

14. Cristo es el Maestro por excelencia, el revelador y la revelación. No se trata sólo de comprender

las cosas que Él ha enseñado, sino de 'comprenderle a Él'. Pero en esto, ¿qué maestra más experta

que María? Si en el ámbito divino el Espíritu es el Maestro interior que nos lleva a la plena verdad

de Cristo (cf. Jn 14, 26; 15, 26; 16, 13), entre las criaturas nadie mejor que Ella conoce a Cristo,

nadie como su Madre puede introducirnos en un conocimiento profundo de su misterio.

El primero de los 'signos' llevado a cabo por Jesús –la transformación del agua en vino en las bodas

de Caná– nos muestra a María precisamente como maestra, mientras exhorta a los criados a ejecutar

las disposiciones de Cristo (cf. Jn 2, 5). Y podemos imaginar que ha desempeñado esta función con

los discípulos después de la Ascensión de Jesús, cuando se quedó con ellos esperando el Espíritu

Santo y los confortó en la primera misión. Recorrer con María las escenas del Rosario es como ir a

la 'escuela' de María para leer a Cristo, para penetrar sus secretos, para entender su mensaje.

Una escuela, la de María, mucho más eficaz, si se piensa que Ella la ejerce consiguiéndonos

abundantes dones del Espíritu Santo y proponiéndonos, al mismo tiempo, el ejemplo de aquella

«peregrinación de la fe»,17

en la cual es maestra incomparable. Ante cada misterio del Hijo, Ella nos

invita, como en su Anunciación, a presentar con humildad los interrogantes que conducen a la luz,

para concluir siempre con la obediencia de la fe: « He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según

tu palabra » (Lc 1, 38).

Configurarse a Cristo con María

15. La espiritualidad cristiana tiene como característica el deber del discípulo de configurarse cada

vez más plenamente con su Maestro (cf. Rm 8, 29; Flp 3, 10. 21). La efusión del Espíritu en el

Bautismo une al creyente como el sarmiento a la vid, que es Cristo (cf. Jn 15, 5), lo hace miembro

de su Cuerpo místico (cf. 1 Co 12, 12; Rm 12, 5). A esta unidad inicial, sin embargo, ha de

corresponder un camino de adhesión creciente a Él, que oriente cada vez más el comportamiento del

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discípulo según la 'lógica' de Cristo: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo»

(Flp 2, 5). Hace falta, según las palabras del Apóstol, «revestirse de Cristo» (cf. Rm 13, 14; Ga 3,

27).

En el recorrido espiritual del Rosario, basado en la contemplación incesante del rostro de Cristo –en

compañía de María– este exigente ideal de configuración con Él se consigue a través de una

asiduidad que pudiéramos decir 'amistosa'. Ésta nos introduce de modo natural en la vida de Cristo y

nos hace como 'respirar' sus sentimientos. Acerca de esto dice el Beato Bartolomé Longo: «Como

dos amigos, frecuentándose, suelen parecerse también en las costumbres, así nosotros, conversando

familiarmente con Jesús y la Virgen, al meditar los Misterios del Rosario, y formando juntos una

misma vida de comunión, podemos llegar a ser, en la medida de nuestra pequeñez, parecidos a ellos,

y aprender de estos eminentes ejemplos el vivir humilde, pobre, escondido, paciente y perfecto».18

Además, mediante este proceso de configuración con Cristo, en el Rosario nos encomendamos en

particular a la acción materna de la Virgen Santa. Ella, que es la madre de Cristo y a la vez miembro

de la Iglesia como «miembro supereminente y completamente singular»,19

es al mismo tiempo

'Madre de la Iglesia'. Como tal 'engendra' continuamente hijos para el Cuerpo místico del Hijo. Lo

hace mediante su intercesión, implorando para ellos la efusión inagotable del Espíritu. Ella es el

icono perfecto de la maternidad de la Iglesia.

El Rosario nos transporta místicamente junto a María, dedicada a seguir el crecimiento humano de

Cristo en la casa de Nazaret. Eso le permite educarnos y modelarnos con la misma diligencia, hasta

que Cristo «sea formado» plenamente en nosotros (cf. Ga 4, 19). Esta acción de María, basada

totalmente en la de Cristo y subordinada radicalmente a ella, «favorece, y de ninguna manera

impide, la unión inmediata de los creyentes con Cristo».20

Es el principio iluminador expresado por

el Concilio Vaticano II, que tan intensamente he experimentado en mi vida, haciendo de él la base

de mi lema episcopal: Totus tuus.21

Un lema, como es sabido, inspirado en la doctrina de san Luis

María Grignion de Montfort, que explicó así el papel de María en el proceso de configuración de

cada uno de nosotros con Cristo: «Como quiera que toda nuestra perfección consiste en el ser

conformes, unidos y consagrados a Jesucristo, la más perfecta de la devociones es, sin duda alguna,

la que nos conforma, nos une y nos consagra lo más perfectamente posible a Jesucristo. Ahora bien,

siendo María, de todas las criaturas, la más conforme a Jesucristo, se sigue que, de todas las

devociones, la que más consagra y conforma un alma a Jesucristo es la devoción a María, su

Santísima Madre, y que cuanto más consagrada esté un alma a la Santísima Virgen, tanto más lo

estará a Jesucristo».22

De verdad, en el Rosario el camino de Cristo y el de María se encuentran

profundamente unidos. ¡María no vive más que en Cristo y en función de Cristo!

Rogar a Cristo con María

16. Cristo nos ha invitado a dirigirnos a Dios con insistencia y confianza para ser escuchados:

«Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá» (Mt 7, 7). El fundamento de esta

eficacia de la oración es la bondad del Padre, pero también la mediación de Cristo ante Él (cf. 1 Jn

2, 1) y la acción del Espíritu Santo, que «intercede por nosotros» (Rm 8, 26-27) según los designios

de Dios. En efecto, nosotros «no sabemos cómo pedir» (Rm 8, 26) y a veces no somos escuchados

porque pedimos mal (cf. St 4, 2-3).

Para apoyar la oración, que Cristo y el Espíritu hacen brotar en nuestro corazón, interviene María

con su intercesión materna. «La oración de la Iglesia está como apoyada en la oración de María».23

Efectivamente, si Jesús, único Mediador, es el Camino de nuestra oración, María, pura transparencia

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de Él, muestra el Camino, y «a partir de esta cooperación singular de María a la acción del Espíritu

Santo, las Iglesias han desarrollado la oración a la santa Madre de Dios, centrándola sobre la

persona de Cristo manifestada en sus misterios».24

En las bodas de Caná, el Evangelio muestra

precisamente la eficacia de la intercesión de María, que se hace portavoz ante Jesús de las

necesidades humanas: «No tienen vino» (Jn 2, 3).

El Rosario es a la vez meditación y súplica. La plegaria insistente a la Madre de Dios se apoya en la

confianza de que su materna intercesión lo puede todo ante el corazón del Hijo. Ella es

«omnipotente por gracia», como, con audaz expresión que debe entenderse bien, dijo en su Súplica

a la Virgen el Beato Bartolomé Longo.25

Basada en el Evangelio, ésta es una certeza que se ha ido

consolidando por experiencia propia en el pueblo cristiano. El eminente poeta Dante la interpreta

estupendamente, siguiendo a san Bernardo, cuando canta: «Mujer, eres tan grande y tanto vales, que

quien desea una gracia y no recurre a ti, quiere que su deseo vuele sin alas».26

En el Rosario,

mientras suplicamos a María, templo del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35), Ella intercede por nosotros

ante el Padre que la ha llenado de gracia y ante el Hijo nacido de su seno, rogando con nosotros y

por nosotros.

Anunciar a Cristo con María

17. El Rosario es también un itinerario de anuncio y de profundización, en el que el misterio de

Cristoes presentado continuamente en los diversos aspectos de la experiencia cristiana. Es una

presentación orante y contemplativa, que trata de modelar al cristiano según el corazón de Cristo.

Efectivamente, si en el rezo del Rosario se valoran adecuadamente todos sus elementos para una

meditación eficaz, se da, especialmente en la celebración comunitaria en las parroquias y los

santuarios, una significativa oportunidad catequética que los Pastores deben saber aprovechar. La

Virgen del Rosario continúa también de este modo su obra de anunciar a Cristo. La historia del

Rosario muestra cómo esta oración ha sido utilizada especialmente por los Dominicos, en un

momento difícil para la Iglesia a causa de la difusión de la herejía. Hoy estamos ante nuevos

desafíos. ¿Por qué no volver a tomar en la mano las cuentas del rosario con la fe de quienes nos han

precedido? El Rosario conserva toda su fuerza y sigue siendo un recurso importante en el bagaje

pastoral de todo buen evangelizador.

CAPÍTULO II

MISTERIOS DE CRISTO,

MISTERIOS DE LA MADRE

El Rosario «compendio del Evangelio»

18. A la contemplación del rostro de Cristo sólo se llega escuchando, en el Espíritu, la voz del

Padre, pues «nadie conoce bien al Hijo sino el Padre» (Mt 11, 27). Cerca de Cesarea de Felipe, ante

la confesión de Pedro, Jesús puntualiza de dónde proviene esta clara intuición sobre su identidad:

«No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Así

pues, es necesaria la revelación de lo alto. Pero, para acogerla, es indispensable ponerse a la

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escucha: «Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que

puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio».27

El Rosario es una de las modalidades tradicionales de la oración cristiana orientada a la

contemplación del rostro de Cristo. Así lo describía el Papa Pablo VI: « Oración evangélica centrada

en el misterio de la Encarnación redentora, el Rosario es, pues, oración de orientación

profundamente cristológica. En efecto, su elemento más característico –la repetición litánica del

"Dios te salve, María"– se convierte también en alabanza constante a Cristo, término último del

anuncio del Ángel y del saludo de la Madre del Bautista: "Bendito el fruto de tu seno" (Lc 1,42).

Diremos más: la repetición del Ave Maria constituye el tejido sobre el cual se desarrolla la

contemplación de los misterios: el Jesús que toda Ave María recuerda es el mismo que la sucesión

de los misterios nos propone una y otra vez como Hijo de Dios y de la Virgen».28

Una incorporación oportuna

19. De los muchos misterios de la vida de Cristo, el Rosario, tal como se ha consolidado en la

práctica más común corroborada por la autoridad eclesial, sólo considera algunos. Dicha selección

proviene del contexto original de esta oración, que se organizó teniendo en cuenta el número 150,

que es el mismo de los Salmos.

No obstante, para resaltar el carácter cristológico del Rosario, considero oportuna una incorporación

que, si bien se deja a la libre consideración de los individuos y de la comunidad, les permita

contemplar también los misterios de la vida pública de Cristo desde el Bautismo a la Pasión. En

efecto, en estos misterios contemplamos aspectos importantes de la persona de Cristo como

revelador definitivo de Dios. Él es quien, declarado Hijo predilecto del Padre en el Bautismo en el

Jordán, anuncia la llegada del Reino, dando testimonio de él con sus obras y proclamando sus

exigencias. Durante la vida pública es cuando el misterio de Cristo se manifiesta de manera especial

como misterio de luz: «Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo» (Jn 9, 5).

Para que pueda decirse que el Rosario es más plenamente 'compendio del Evangelio', es conveniente

pues que, tras haber recordado la encarnación y la vida oculta de Cristo (misterios de gozo), y antes

de considerar los sufrimientos de la pasión (misterios de dolor) y el triunfo de la resurrección

(misterios de gloria), la meditación se centre también en algunos momentos particularmente

significativos de la vida pública (misterios de luz). Esta incorporación de nuevos misterios, sin

prejuzgar ningún aspecto esencial de la estructura tradicional de esta oración, se orienta a hacerla

vivir con renovado interés en la espiritualidad cristiana, como verdadera introducción a la

profundidad del Corazón de Cristo, abismo de gozo y de luz, de dolor y de gloria.

Misterios de gozo

20. El primer ciclo, el de los «misterios gozosos», se caracteriza efectivamente por el gozo que

produce el acontecimiento de la encarnación. Esto es evidente desde la anunciación, cuando el

saludo de Gabriel a la Virgen de Nazaret se une a la invitación a la alegría mesiánica: «Alégrate,

María». A este anuncio apunta toda la historia de la salvación, es más, en cierto modo, la historia

misma del mundo. En efecto, si el designio del Padre es de recapitular en Cristo todas las cosas (cf.

Ef 1, 10), el don divino con el que el Padre se acerca a María para hacerla Madre de su Hijo alcanza

a todo el universo. A su vez, toda la humanidad está como implicada en el fiat con el que Ella

responde prontamente a la voluntad de Dios.

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El regocijo se percibe en la escena del encuentro con Isabel, dónde la voz misma de María y la

presencia de Cristo en su seno hacen «saltar de alegría» a Juan (cf. Lc 1, 44). Repleta de gozo es la

escena de Belén, donde el nacimiento del divino Niño, el Salvador del mundo, es cantado por los

ángeles y anunciado a los pastores como «una gran alegría» (Lc 2, 10).

Pero ya los dos últimos misterios, aun conservando el sabor de la alegría, anticipan indicios del

drama. En efecto, la presentación en el templo, a la vez que expresa la dicha de la consagración y

extasía al viejo Simeón, contiene también la profecía de que el Niño será «señal de contradicción»

para Israel y de que una espada traspasará el alma de la Madre (cf. Lc 2, 34-35). Gozoso y dramático

al mismo tiempo es también el episodio de Jesús de 12 años en el templo. Aparece con su sabiduría

divina mientras escucha y pregunta, y ejerciendo sustancialmente el papel de quien 'enseña'. La

revelación de su misterio de Hijo, dedicado enteramente a las cosas del Padre, anuncia aquella

radicalidad evangélica que, ante las exigencias absolutas del Reino, cuestiona hasta los más

profundos lazos de afecto humano. José y María mismos, sobresaltados y angustiados, «no

comprendieron» sus palabras (Lc 2, 50).

De este modo, meditar los misterios «gozosos» significa adentrarse en los motivos últimos de la

alegría cristiana y en su sentido más profundo. Significa fijar la mirada sobre lo concreto del

misterio de la Encarnación y sobre el sombrío preanuncio del misterio del dolor salvífico. María nos

ayuda a aprender el secreto de la alegría cristiana, recordándonos que el cristianismo es ante todo

evangelion, 'buena noticia', que tiene su centro o, mejor dicho, su contenido mismo, en la persona de

Cristo, el Verbo hecho carne, único Salvador del mundo.

Misterios de luz

21. Pasando de la infancia y de la vida de Nazaret a la vida pública de Jesús, la contemplación nos

lleva a los misterios que se pueden llamar de manera especial «misterios de luz». En realidad, todo

el misterio de Cristo es luz. Él es «la luz del mundo» (Jn 8, 12). Pero esta dimensión se manifiesta

sobre todo en los años de la vida pública, cuando anuncia el evangelio del Reino. Deseando indicar

a la comunidad cristiana cinco momentos significativos –misterios «luminosos»– de esta fase de la

vida de Cristo, pienso que se pueden señalar: 1. su Bautismo en el Jordán; 2. su autorrevelación en

las bodas de Caná; 3. su anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión; 4. su Transfiguración;

5. institución de la Eucaristía, expresión sacramental del misterio pascual.

Cada uno de estos misterios revela el Reino ya presente en la persona misma de Jesús. Misterio de

luz es ante todo el Bautismo en el Jordán. En él, mientras Cristo, como inocente que se hace 'pecado'

por nosotros (cf. 2 Co 5, 21), entra en el agua del río, el cielo se abre y la voz del Padre lo proclama

Hijo predilecto (cf. Mt 3, 17 par.), y el Espíritu desciende sobre Él para investirlo de la misión que le

espera. Misterio de luz es el comienzo de los signos en Caná (cf. Jn 2, 1-12), cuando Cristo,

transformando el agua en vino, abre el corazón de los discípulos a la fe gracias a la intervención de

María, la primera creyente. Misterio de luz es la predicación con la cual Jesús anuncia la llegada del

Reino de Dios e invita a la conversión (cf. Mc 1, 15), perdonando los pecados de quien se acerca a

Él con humilde fe (cf. Mc 2. 3-13; Lc 47-48), iniciando así el ministerio de misericordia que Él

continuará ejerciendo hasta el fin del mundo, especialmente a través del sacramento de la

Reconciliación confiado a la Iglesia. Misterio de luz por excelencia es la Transfiguración, que según

la tradición tuvo lugar en el Monte Tabor. La gloria de la Divinidad resplandece en el rostro de

Cristo, mientras el Padre lo acredita ante los apóstoles extasiados para que lo « escuchen » (cf. Lc 9,

35 par.) y se dispongan a vivir con Él el momento doloroso de la Pasión, a fin de llegar con Él a la

alegría de la Resurrección y a una vida transfigurada por el Espíritu Santo. Misterio de luz es, por

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fin, la institución de la Eucaristía, en la cual Cristo se hace alimento con su Cuerpo y su Sangre bajo

las especies del pan y del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad « hasta el extremo »

(Jn13, 1) y por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio.

Excepto en el de Caná, en estos misterios la presencia de María queda en el trasfondo. Los

Evangelios apenas insinúan su eventual presencia en algún que otro momento de la predicación de

Jesús (cf. Mc 3, 31-35; Jn 2, 12) y nada dicen sobre su presencia en el Cenáculo en el momento de la

institución de la Eucaristía. Pero, de algún modo, el cometido que desempeña en Caná acompaña

toda la misión de Cristo. La revelación, que en el Bautismo en el Jordán proviene directamente del

Padre y ha resonado en el Bautista, aparece también en labios de María en Caná y se convierte en su

gran invitación materna dirigida a la Iglesia de todos los tiempos: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,

5). Es una exhortación que introduce muy bien las palabras y signos de Cristo durante su vida

pública, siendo como el telón de fondo mariano de todos los «misterios de luz».

Misterios de dolor

22. Los Evangelios dan gran relieve a los misterios del dolor de Cristo. La piedad cristiana,

especialmente en la Cuaresma, con la práctica del Via Crucis, se ha detenido siempre sobre cada uno

de los momentos de la Pasión, intuyendo que ellos son el culmen de la revelación del amor y la

fuente de nuestra salvación. El Rosario escoge algunos momentos de la Pasión, invitando al orante a

fijar en ellos la mirada de su corazón y a revivirlos. El itinerario meditativo se abre con Getsemaní,

donde Cristo vive un momento particularmente angustioso frente a la voluntad del Padre, contra la

cual la debilidad de la carne se sentiría inclinada a rebelarse. Allí, Cristo se pone en lugar de todas

las tentaciones de la humanidad y frente a todos los pecados de los hombres, para decirle al Padre:

«no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42 par.). Este «sí» suyo cambia el «no» de los

progenitores en el Edén. Y cuánto le costaría esta adhesión a la voluntad del Padre se muestra en los

misterios siguientes, en los que, con la flagelación, la coronación de espinas, la subida al Calvario y

la muerte en cruz, se ve sumido en la mayor ignominia: Ecce homo!

En este oprobio no sólo se revela el amor de Dios, sino el sentido mismo del hombre. Ecce homo:

quien quiera conocer al hombre, ha de saber descubrir su sentido, su raíz y su cumplimiento en

Cristo, Dios que se humilla por amor «hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 8). Los misterios de

dolor llevan el creyente a revivir la muerte de Jesús poniéndose al pie de la cruz junto a María, para

penetrar con ella en la inmensidad del amor de Dios al hombre y sentir toda su fuerza regeneradora.

Misterios de gloria

23. «La contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de crucificado. ¡Él es el

Resucitado!».29

El Rosario ha expresado siempre esta convicción de fe, invitando al creyente a

superar la oscuridad de la Pasión para fijarse en la gloria de Cristo en su Resurrección y en su

Ascensión. Contemplando al Resucitado, el cristiano descubre de nuevo las razones de la propia fe

(cf. 1 Co 15, 14), y revive la alegría no solamente de aquellos a los que Cristo se manifestó –los

Apóstoles, la Magdalena, los discípulos de Emaús–, sino también el gozo de María, que

experimentó de modo intenso la nueva vida del Hijo glorificado. A esta gloria, que con la Ascensión

pone a Cristo a la derecha del Padre, sería elevada Ella misma con la Asunción, anticipando así, por

especialísimo privilegio, el destino reservado a todos los justos con la resurrección de la carne. Al

fin, coronada de gloria –como aparece en el último misterio glorioso–, María resplandece como

Reina de los Ángeles y los Santos, anticipación y culmen de la condición escatológica del Iglesia.

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En el centro de este itinerario de gloria del Hijo y de la Madre, el Rosario considera, en el tercer

misterio glorioso, Pentecostés, que muestra el rostro de la Iglesia como una familia reunida con

María, avivada por la efusión impetuosa del Espíritu y dispuesta para la misión evangelizadora. La

contemplación de éste, como de los otros misterios gloriosos, ha de llevar a los creyentes a tomar

conciencia cada vez más viva de su nueva vida en Cristo, en el seno de la Iglesia; una vida cuyo

gran 'icono' es la escena de Pentecostés. De este modo, los misterios gloriosos alimentan en los

creyentes la esperanza en la meta escatológica, hacia la cual se encaminan como miembros del

Pueblo de Dios peregrino en la historia. Esto les impulsará necesariamente a dar un testimonio

valiente de aquel «gozoso anuncio» que da sentido a toda su vida.

De los 'misterios' al 'Misterio': el camino de María

24. Los ciclos de meditaciones propuestos en el Santo Rosario no son ciertamente exhaustivos, pero

llaman la atención sobre lo esencial, preparando el ánimo para gustar un conocimiento de Cristo,

que se alimenta continuamente del manantial puro del texto evangélico. Cada rasgo de la vida de

Cristo, tal como lo narran los Evangelistas, refleja aquel Misterio que supera todo conocimiento (cf.

Ef 3, 19). Es el Misterio del Verbo hecho carne, en el cual «reside toda la Plenitud de la Divinidad

corporalmente» (Col 2, 9). Por eso el Catecismo de la Iglesia Católica insiste tanto en los misterios

de Cristo, recordando que «todo en la vida de Jesús es signo de su Misterio».30

El «duc in altum» de

la Iglesia en el tercer Milenio se basa en la capacidad de los cristianos de alcanzar «en toda su

riqueza la plena inteligencia y perfecto conocimiento del Misterio de Dios, en el cual están ocultos

todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2, 2-3). La Carta a los Efesios desea

ardientemente a todos los bautizados: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que,

arraigados y cimentados en el amor [...], podáis conocer el amor de Cristo, que excede a todo

conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios» (3, 17-19).

El Rosario promueve este ideal, ofreciendo el 'secreto' para abrirse más fácilmente a un

conocimiento profundo y comprometido de Cristo. Podríamos llamarlo el camino de María. Es el

camino del ejemplo de la Virgen de Nazaret, mujer de fe, de silencio y de escucha. Es al mismo

tiempo el camino de una devoción mariana consciente de la inseparable relación que une Cristo con

su Santa Madre: los misterios de Cristo son también, en cierto sentido, los misterios de su Madre,

incluso cuando Ella no está implicada directamente, por el hecho mismo de que Ella vive de Él y por

Él. Haciendo nuestras en el Ave Maria las palabras del ángel Gabriel y de santa Isabel, nos sentimos

impulsados a buscar siempre de nuevo en María, entre sus brazos y en su corazón, el «fruto bendito

de su vientre» (cf. Lc 1, 42).

Misterio de Cristo, 'misterio' del hombre

25. En el testimonio ya citado de 1978 sobre el Rosario como mi oración predilecta, expresé un

concepto sobre el que deseo volver. Dije entonces que « el simple rezo del Rosario marca el ritmo

de la vida humana ».31

A la luz de las reflexiones hechas hasta ahora sobre los misterios de Cristo, no es difícil profundizar

en esta consideración antropológica del Rosario. Una consideración más radical de lo que puede

parecer a primera vista. Quien contempla a Cristo recorriendo las etapas de su vida, descubre

también en Él la verdad sobre el hombre. Ésta es la gran afirmación del Concilio Vaticano II, que

tantas veces he hecho objeto de mi magisterio, a partir de la Carta Encíclica Redemptor hominis:

«Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado».32

El

Rosario ayuda a abrirse a esta luz. Siguiendo el camino de Cristo, el cual «recapitula» el camino del

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hombre,33

desvelado y redimido, el creyente se sitúa ante la imagen del verdadero hombre.

Contemplando su nacimiento aprende el carácter sagrado de la vida, mirando la casa de Nazaret se

percata de la verdad originaria de la familia según el designio de Dios, escuchando al Maestro en los

misterios de su vida pública encuentra la luz para entrar en el Reino de Dios y, siguiendo sus pasos

hacia el Calvario, comprende el sentido del dolor salvador. Por fin, contemplando a Cristo y a su

Madre en la gloria, ve la meta a la que cada uno de nosotros está llamado, si se deja sanar y

transfigurar por el Espíritu Santo. De este modo, se puede decir que cada misterio del Rosario, bien

meditado, ilumina el misterio del hombre.

Al mismo tiempo, resulta natural presentar en este encuentro con la santa humanidad del Redentor

tantos problemas, afanes, fatigas y proyectos que marcan nuestra vida. «Descarga en el señor tu

peso, y él te sustentará» (Sal 55, 23). Meditar con el Rosario significa poner nuestros afanes en los

corazones misericordiosos de Cristo y de su Madre. Después de largos años, recordando los

sinsabores, que no han faltado tampoco en el ejercicio del ministerio petrino, deseo repetir, casi

como una cordial invitación dirigida a todos para que hagan de ello una experiencia personal: sí,

verdaderamente el Rosario « marca el ritmo de la vida humana », para armonizarla con el ritmo de la

vida divina, en gozosa comunión con la Santísima Trinidad, destino y anhelo de nuestra existencia.

CAPÍTULO III

« PARA MÍ LA VIDA ES CRISTO »

El Rosario, camino de asimilación del misterio

26. El Rosario propone la meditación de los misterios de Cristo con un método característico,

adecuado para favorecer su asimilación. Se trata del método basado en la repetición. Esto vale ante

todo para el Ave Maria, que se repite diez veces en cada misterio. Si consideramos superficialmente

esta repetición, se podría pensar que el Rosario es una práctica árida y aburrida. En cambio, se

puede hacer otra consideración sobre el rosario, si se toma como expresión del amor que no se cansa

de dirigirse hacia a la persona amada con manifestaciones que, incluso parecidas en su expresión,

son siempre nuevas respecto al sentimiento que las inspira.

En Cristo, Dios ha asumido verdaderamente un «corazón de carne». Cristo no solamente tiene un

corazón divino, rico en misericordia y perdón, sino también un corazón humano, capaz de todas las

expresiones de afecto. A este respecto, si necesitáramos un testimonio evangélico, no sería difícil

encontrarlo en el conmovedor diálogo de Cristo con Pedro después de la Resurrección. «Simón, hijo

de Juan, ¿me quieres?» Tres veces se le hace la pregunta, tres veces Pedro responde: «Señor, tú lo

sabes que te quiero» (cf. Jn 21, 15-17). Más allá del sentido específico del pasaje, tan importante

para la misión de Pedro, a nadie se le escapa la belleza de esta triple repetición, en la cual la

reiterada pregunta y la respuesta se expresan en términos bien conocidos por la experiencia

universal del amor humano. Para comprender el Rosario, hace falta entrar en la dinámica

psicológica que es propia del amor.

Una cosa está clara: si la repetición del Ave Maria se dirige directamente a María, el acto de amor,

con Ella y por Ella, se dirige a Jesús. La repetición favorece el deseo de una configuración cada vez

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más plena con Cristo, verdadero 'programa' de la vida cristiana. San Pablo lo ha enunciado con

palabras ardientes: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia» (Flp 1, 21). Y también:

«No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). El Rosario nos ayuda a crecer en esta

configuración hasta la meta de la santidad.

Un método válido...

27. No debe extrañarnos que la relación con Cristo se sirva de la ayuda de un método. Dios se

comunica con el hombre respetando nuestra naturaleza y sus ritmos vitales. Por esto la espiritualidad

cristiana, incluso conociendo las formas más sublimes del silencio místico, en el que todas las

imágenes, palabras y gestos son como superados por la intensidad de una unión inefable del hombre

con Dios, se caracteriza normalmente por la implicación de toda la persona, en su compleja realidad

psicofísica y relacional.

Esto aparece de modo evidente en la Liturgia. Los Sacramentos y los Sacramentales están

estructurados con una serie de ritos relacionados con las diversas dimensiones de la persona.

También la oración no litúrgica expresa la misma exigencia. Esto se confirma por el hecho de que,

en Oriente, la oración más característica de la meditación cristológica, la que está centrada en las

palabras «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador»,34

está vinculada

tradicionalmente con el ritmo de la respiración, que, mientras favorece la perseverancia en la

invocación, da como una consistencia física al deseo de que Cristo se convierta en el aliento, el alma

y el 'todo' de la vida.

... que, no obstante, se puede mejorar

28. En la Carta apostólica Novo millennio ineunte he recordado que en Occidente existe hoy también

una renovada exigencia de meditación, que encuentra a veces en otras religiones modalidades

bastante atractivas.35

Hay cristianos que, al conocer poco la tradición contemplativa cristiana, se

dejan atraer por tales propuestas. Sin embargo, aunque éstas tengan elementos positivos y a veces

compaginables con la experiencia cristiana, a menudo esconden un fondo ideológico inaceptable. En

dichas experiencias abunda también una metodología que, pretendiendo alcanzar una alta

concentración espiritual, usa técnicas de tipo psicofísico, repetitivas y simbólicas. El Rosario forma

parte de este cuadro universal de la fenomenología religiosa, pero tiene características propias, que

responden a las exigencias específicas de la vida cristiana.

En efecto, el Rosario es un método para contemplar. Como método, debe ser utilizado en relación al

fin y no puede ser un fin en sí mismo. Pero tampoco debe infravalorarse, dado que es fruto de una

experiencia secular. La experiencia de innumerables Santos aboga en su favor. Lo cual no impide

que pueda ser mejorado. Precisamente a esto se orienta la incorporación, en el ciclo de los misterios,

de la nueva serie de los mysteria lucis, junto con algunas sugerencias sobre el rezo del Rosario que

propongo en esta Carta. Con ello, aunque respetando la estructura firmemente consolidada de esta

oración, quiero ayudar a los fieles a comprenderla en sus aspectos simbólicos, en sintonía con las

exigencias de la vida cotidiana. De otro modo, existe el riesgo de que esta oración no sólo no

produzca los efectos espirituales deseados, sino que el rosario mismo con el que suele recitarse,

acabe por considerarse como un amuleto o un objeto mágico, con una radical distorsión de su

sentido y su cometido

El enunciado del misterio

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29. Enunciar el misterio, y tener tal vez la oportunidad de contemplar al mismo tiempo una imagen

que lo represente, es como abrir un escenario en el cual concentrar la atención. Las palabras

conducen la imaginación y el espíritu a aquel determinado episodio o momento de la vida de Cristo.

En la espiritualidad que se ha desarrollado en la Iglesia, tanto a través de la veneración de imágenes

que enriquecen muchas devociones con elementos sensibles, como también del método propuesto

por san Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales, se ha recurrido al elemento visual e

imaginativo (la compositio loci) considerándolo de gran ayuda para favorecer la concentración del

espíritu en el misterio. Por lo demás, es una metodología que se corresponde con la lógica misma de

la Encarnación: Dios ha querido asumir, en Jesús, rasgos humanos. Por medio de su realidad

corpórea, entramos en contacto con su misterio divino.

El enunciado de los varios misterios del Rosario se corresponde también con esta exigencia de

concreción. Es cierto que no sustituyen al Evangelio ni tampoco se refieren a todas sus páginas. El

Rosario, por tanto, no reemplaza la lectio divina, sino que, por el contrario, la supone y la promueve.

Pero si los misterios considerados en el Rosario, aun con el complemento de los mysteria lucis, se

limita a las líneas fundamentales de la vida de Cristo, a partir de ellos la atención se puede extender

fácilmente al resto del Evangelio, sobre todo cuando el Rosario se recita en momentos especiales de

prolongado recogimiento.

La escucha de la Palabra de Dios

30. Para dar fundamento bíblico y mayor profundidad a la meditación, es útil que al enunciado del

misterio siga la proclamación del pasaje bíblico correspondiente, que puede ser más o menos largo

según las circunstancias. En efecto, otras palabras nunca tienen la eficacia de la palabra inspirada.

Ésta debe ser escuchada con la certeza de que es Palabra de Dios, pronunciada para hoy y «para

mí».

Acogida de este modo, la Palabra entra en la metodología de la repetición del Rosario sin el

aburrimiento que produciría la simple reiteración de una información ya conocida. No, no se trata de

recordar una información, sino de dejar 'hablar' a Dios. En alguna ocasión solemne y comunitaria,

esta palabra se puede ilustrar con algún breve comentario.

El silencio

31. La escucha y la meditación se alimentan del silencio. Es conveniente que, después de enunciar

el misterio y proclamar la Palabra, esperemos unos momentos antes de iniciar la oración vocal, para

fijar la atención sobre el misterio meditado. El redescubrimiento del valor del silencio es uno de los

secretos para la práctica de la contemplación y la meditación. Uno de los límites de una sociedad tan

condicionada por la tecnología y los medios de comunicación social es que el silencio se hace cada

vez más difícil. Así como en la Liturgia se recomienda que haya momentos de silencio, en el rezo

del Rosario es también oportuno hacer una breve pausa después de escuchar la Palabra de Dios,

concentrando el espíritu en el contenido de un determinado misterio.

El «Padrenuestro»

32. Después de haber escuchado la Palabra y centrado la atención en el misterio, es natural que el

ánimo se eleve hacia el Padre. Jesús, en cada uno de sus misterios, nos lleva siempre al Padre, al

cual Él se dirige continuamente, porque descansa en su 'seno' (cf Jn 1, 18). Él nos quiere introducir

en la intimidad del Padre para que digamos con Él: «¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 15; Ga 4, 6). En esta

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relación con el Padre nos hace hermanos suyos y entre nosotros, comunicándonos el Espíritu, que es

a la vez suyo y del Padre. El «Padrenuestro», puesto como fundamento de la meditación

cristológico-mariana que se desarrolla mediante la repetición del Ave Maria, hace que la meditación

del misterio, aun cuando se tenga en soledad, sea una experiencia eclesial.

Las diez «Ave Maria»

33. Este es el elemento más extenso del Rosario y que a la vez lo convierte en una oración mariana

por excelencia. Pero precisamente a la luz del Ave Maria, bien entendida, es donde se nota con

claridad que el carácter mariano no se opone al cristológico, sino que más bien lo subraya y lo

exalta. En efecto, la primera parte del Ave Maria, tomada de las palabras dirigidas a María por el

ángel Gabriel y por santa Isabel, es contemplación adorante del misterio que se realiza en la Virgen

de Nazaret. Expresan, por así decir, la admiración del cielo y de la tierra y, en cierto sentido, dejan

entrever la complacencia de Dios mismo al ver su obra maestra –la encarnación del Hijo en el seno

virginal de María–, análogamente a la mirada de aprobación del Génesis (cf. Gn 1, 31), aquel

«pathos con el que Dios, en el alba de la creación, contempló la obra de sus manos».36

Repetir en el

Rosario el Ave Maria nos acerca a la complacencia de Dios: es júbilo, asombro, reconocimiento del

milagro más grande de la historia. Es el cumplimiento dela profecía de María: «Desde ahora todas

las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc1, 48).

El centro del Ave Maria, casi como engarce entre la primera y la segunda parte, es el nombre de

Jesús. A veces, en el rezo apresurado, no se percibe este aspecto central y tampoco la relación con el

misterio de Cristo que se está contemplando. Pero es precisamente el relieve que se da al nombre de

Jesús y a su misterio lo que caracteriza una recitación consciente y fructuosa del Rosario. Ya Pablo

VI recordó en la Exhortación apostólica Marialis cultus la costumbre, practicada en algunas

regiones, de realzar el nombre de Cristo añadiéndole una cláusula evocadora del misterio que se está

meditando.37

Es una costumbre loable, especialmente en la plegaria pública. Expresa con intensidad

la fe cristológica, aplicada a los diversos momentos de la vida del Redentor. Es profesión de fe y, al

mismo tiempo, ayuda a mantener atenta la meditación, permitiendo vivir la función asimiladora,

innata en la repetición del Ave Maria, respecto al misterio de Cristo. Repetir el nombre de Jesús –el

único nombre del cual podemos esperar la salvación (cf. Hch 4, 12)– junto con el de su Madre

Santísima, y como dejando que Ella misma nos lo sugiera, es un modo de asimilación, que aspira a

hacernos entrar cada vez más profundamente en la vida de Cristo.

De la especial relación con Cristo, que hace de María la Madre de Dios, la Theotòkos, deriva,

además, la fuerza de la súplica con la que nos dirigimos a Ella en la segunda parte de la oración,

confiando a su materna intercesión nuestra vida y la hora de nuestra muerte.

El «Gloria»

34. La doxología trinitaria es la meta de la contemplación cristiana. En efecto, Cristo es el camino

que nos conduce al Padre en el Espíritu. Si recorremos este camino hasta el final, nos encontramos

continuamente ante el misterio de las tres Personas divinas que se han de alabar, adorar y agradecer.

Es importante que el Gloria, culmen de la contemplación, sea bien resaltado en el Rosario. En el

rezo público podría ser cantado, para dar mayor énfasis a esta perspectiva estructural y característica

de toda plegaria cristiana.

En la medida en que la meditación del misterio haya sido atenta, profunda, fortalecida –de Ave en

Ave – por el amor a Cristo y a María, la glorificación trinitaria en cada decena, en vez de reducirse a

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una rápida conclusión, adquiere su justo tono contemplativo, como para levantar el espíritu a la

altura del Paraíso y hacer revivir, de algún modo, la experiencia del Tabor, anticipación de la

contemplación futura: «Bueno es estarnos aquí» (Lc 9, 33).

La jaculatoria final

35. Habitualmente, en el rezo del Rosario, después de la doxología trinitaria sigue una jaculatoria,

que varía según las costumbres. Sin quitar valor a tales invocaciones, parece oportuno señalar que la

contemplación de los misterios puede expresar mejor toda su fecundidad si se procura que cada

misterio concluya con una oración dirigida a alcanzar los frutos específicos de la meditación del

misterio. De este modo, el Rosario puede expresar con mayor eficacia su relación con la vida

cristiana. Lo sugiere una bella oración litúrgica, que nos invita a pedir que, meditando los misterios

del Rosario, lleguemos a «imitar lo que contienen y a conseguir lo que prometen».38

Como ya se hace, dicha oración final puede expresarse en varias forma legítimas. El Rosario

adquiere así también una fisonomía más adecuada a las diversas tradiciones espirituales y a las

distintas comunidades cristianas. En esta perspectiva, es de desear que se difundan, con el debido

discernimiento pastoral, las propuestas más significativas, experimentadas tal vez en centros y

santuarios marianos que cultivan particularmente la práctica del Rosario, de modo que el Pueblo de

Dios pueda acceder a toda auténtica riqueza espiritual, encontrando así una ayuda para la propia

contemplación.

El 'rosario'

36. Instrumento tradicional para rezarlo es el rosario. En la práctica más superficial, a menudo

termina por ser un simple instrumento para contar la sucesión de las Ave Maria. Pero sirve también

para expresar un simbolismo, que puede dar ulterior densidad a la contemplación.

A este propósito, lo primero que debe tenerse presente es que el rosario está centrado en el

Crucifijo, que abre y cierra el proceso mismo de la oración. En Cristo se centra la vida y la oración

de los creyentes. Todo parte de Él, todo tiende hacia Él, todo, a través de Él, en el Espíritu Santo,

llega al Padre.

En cuanto medio para contar, que marca el avanzar de la oración, el rosario evoca el camino

incesante de la contemplación y de la perfección cristiana. El Beato Bartolomé Longo lo

consideraba también como una 'cadena' que nos une a Dios. Cadena, sí, pero cadena dulce; así se

manifiesta la relación con Dios, que es Padre. Cadena 'filial', que nos pone en sintonía con María, la

«sierva del Señor» (Lc 1, 38) y, en definitiva, con el propio Cristo, que, aun siendo Dios, se hizo

«siervo» por amor nuestro (Flp 2, 7).

Es también hermoso ampliar el significado simbólico del rosario a nuestra relación recíproca,

recordando de ese modo el vínculo de comunión y fraternidad que nos une a todos en Cristo.

Inicio y conclusión

37. En la práctica corriente, hay varios modos de comenzar el Rosario, según los diversos contextos

eclesiales. En algunas regiones se suele iniciar con la invocación del Salmo 69: «Dios mío ven en mi

auxilio, Señor date prisa en socorrerme», como para alimentar en el orante la humilde conciencia de

su propia indigencia; en otras, se comienza recitando el Credo, como haciendo de la profesión de fe

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el fundamento del camino contemplativo que se emprende. Éstos y otros modos similares, en la

medida que disponen el ánimo para la contemplación, son usos igualmente legítimos. La plegaria se

concluye rezando por las intenciones del Papa, para elevar la mirada de quien reza hacia el vasto

horizonte de las necesidades eclesiales. Precisamente para fomentar esta proyección eclesial del

Rosario, la Iglesia ha querido enriquecerlo con santas indulgencias para quien lo recita con las

debidas disposiciones.

En efecto, si se hace así, el Rosario es realmente un itinerario espiritual en el que María se hace

madre, maestra, guía, y sostiene al fiel con su poderosa intercesión. ¿Cómo asombrarse, pues, si al

final de esta oración en la cual se ha experimentado íntimamente la maternidad de María, el espíritu

siente necesidad de dedicar una alabanza a la Santísima Virgen, bien con la espléndida oración de la

Salve Regina, bien con las Letanías lauretanas? Es como coronar un camino interior, que ha llevado

al fiel al contacto vivo con el misterio de Cristo y de su Madre Santísima.

La distribución en el tiempo

38. El Rosario puede recitarse entero cada día, y hay quienes así lo hacen de manera laudable. De

ese modo, el Rosario impregna de oración los días de muchos contemplativos, o sirve de compañía a

enfermos y ancianos que tienen mucho tiempo disponible. Pero es obvio –y eso vale, con mayor

razón, si se añade el nuevo ciclo de los mysteria lucis– que muchos no podrán recitar más que una

parte, según un determinado orden semanal. Esta distribución semanal da a los días de la semana un

cierto 'color' espiritual, análogamente a lo que hace la Liturgia con las diversas fases del año

litúrgico.

Según la praxis corriente, el lunes y el jueves están dedicados a los «misterios gozosos», el martes y

el viernes a los «dolorosos», el miércoles, el sábado y el domingo a los «gloriosos». ¿Dónde

introducir los «misterios de la luz»? Considerando que los misterios gloriosos se proponen seguidos

el sábado y el domingo, y que el sábado es tradicionalmente un día de marcado carácter mariano,

parece aconsejable trasladar al sábado la segunda meditación semanal de los misterios gozosos, en

los cuales la presencia de María es más destacada. Queda así libre el jueves para la meditación de

los misterios de la luz.

No obstante, esta indicación no pretende limitar una conveniente libertad en la meditación personal

y comunitaria, según las exigencias espirituales y pastorales y, sobre todo, las coincidencias

litúrgicas que pueden sugerir oportunas adaptaciones. Lo verdaderamente importante es que el

Rosario se comprenda y se experimente cada vez más como un itinerario contemplativo. Por medio

de él, de manera complementaria a cuanto se realiza en la Liturgia, la semana del cristiano, centrada

en el domingo, día de la resurrección, se convierte en un camino a través de los misterios de la vida

de Cristo, y Él se consolida en la vida de sus discípulos como Señor del tiempo y de la historia.

CONCLUSIÓN

«Rosario bendito de María, cadena dulce que nos unes con Dios»

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39. Lo que se ha dicho hasta aquí expresa ampliamente la riqueza de esta oración tradicional, que

tiene la sencillez de una oración popular, pero también la profundidad teológica de una oración

adecuada para quien siente la exigencia de una contemplación más intensa.

La Iglesia ha visto siempre en esta oración una particular eficacia, confiando las causas más difíciles

a su recitación comunitaria y a su práctica constante. En momentos en los que la cristiandad misma

estaba amenazada, se atribuyó a la fuerza de esta oración la liberación del peligro y la Virgen del

Rosario fue considerada como propiciadora de la salvación.

Hoy deseo confiar a la eficacia de esta oración –lo he señalado al principio– la causa de la paz en el

mundo y la de la familia.

La paz

40. Las dificultades que presenta el panorama mundial en este comienzo del nuevo Milenio nos

inducen a pensar que sólo una intervención de lo Alto, capaz de orientar los corazones de quienes

viven situaciones conflictivas y de quienes dirigen los destinos de las Naciones, puede hacer esperar

en un futuro menos oscuro.

El Rosario es una oración orientada por su naturaleza hacia la paz, por el hecho mismo de que

contempla a Cristo, Príncipe de la paz y «nuestra paz» (Ef 2, 14). Quien interioriza el misterio de

Cristo –y el Rosario tiende precisamente a eso– aprende el secreto de la paz y hace de ello un

proyecto de vida. Además, debido a su carácter meditativo, con la serena sucesión del Ave Maria, el

Rosario ejerce sobre el orante una acción pacificadora que lo dispone a recibir y experimentar en la

profundidad de su ser, y a difundir a su alrededor, paz verdadera, que es un don especial del

Resucitado (cf. Jn 14, 27; 20, 21).

Es además oración por la paz por la caridad que promueve. Si se recita bien, como verdadera

oración meditativa, el Rosario, favoreciendo el encuentro con Cristo en sus misterios, muestra

también el rostro de Cristo en los hermanos, especialmente en los que más sufren. ¿Cómo se podría

considerar, en los misterios gozosos, el misterio del Niño nacido en Belén sin sentir el deseo de

acoger, defender y promover la vida, haciéndose cargo del sufrimiento de los niños en todas las

partes del mundo? ¿Cómo podrían seguirse los pasos del Cristo revelador, en los misterios de la luz,

sin proponerse el testimonio de sus bienaventuranzas en la vida de cada día? Y ¿cómo contemplar a

Cristo cargado con la cruz y crucificado, sin sentir la necesidad de hacerse sus «cireneos» en cada

hermano aquejado por el dolor u oprimido por la desesperación? ¿Cómo se podría, en fin,

contemplar la gloria de Cristo resucitado y a María coronada como Reina, sin sentir el deseo de

hacer este mundo más hermoso, más justo, más cercano al proyecto de Dios?

En definitiva, mientras nos hace contemplar a Cristo, el Rosario nos hace también constructores de

la paz en el mundo. Por su carácter de petición insistente y comunitaria, en sintonía con la invitación

de Cristo a «orar siempre sin desfallecer» (Lc 18,1), nos permite esperar que hoy se pueda vencer

también una 'batalla' tan difícil como la de la paz. De este modo, el Rosario, en vez de ser una huida

de los problemas del mundo, nos impulsa a examinarlos de manera responsable y generosa, y nos

concede la fuerza de afrontarlos con la certeza de la ayuda de Dios y con el firme propósito de

testimoniar en cada circunstancia la caridad, «que es el vínculo de la perfección» (Col 3, 14).

La familia: los padres...

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41. Además de oración por la paz, el Rosario es también, desde siempre, una oración de la familia y

por la familia. Antes esta oración era apreciada particularmente por las familias cristianas, y

ciertamente favorecía su comunión. Conviene no descuidar esta preciosa herencia. Se ha de volver a

rezar en familia y a rogar por las familias, utilizando todavía esta forma de plegaria.

Si en la Carta apostólica Novo millennio ineunte he alentado la celebración de la Liturgia de las

Horas por parte de los laicos en la vida ordinaria de las comunidades parroquiales y de los diversos

grupos cristianos,39

deseo hacerlo igualmente con el Rosario. Se trata de dos caminos no

alternativos, sino complementarios, de la contemplación cristiana. Pido, por tanto, a cuantos se

dedican a la pastoral de las familias que recomienden con convicción el rezo del Rosario.

La familia que reza unida, permanece unida. El Santo Rosario, por antigua tradición, es una oración

que se presta particularmente para reunir a la familia. Contemplando a Jesús, cada uno de sus

miembros recupera también la capacidad de volverse a mirar a los ojos, para comunicar,

solidarizarse, perdonarse recíprocamente y comenzar de nuevo con un pacto de amor renovado por

el Espíritu de Dios.

Muchos problemas de las familias contemporáneas, especialmente en las sociedades

económicamente más desarrolladas, derivan de una creciente dificultad comunicarse. No se

consigue estar juntos y a veces los raros momentos de reunión quedan absorbidos por las imágenes

de un televisor. Volver a rezar el Rosario en familia significa introducir en la vida cotidiana otras

imágenes muy distintas, las del misterio que salva: la imagen del Redentor, la imagen de su Madre

santísima. La familia que reza unida el Rosario reproduce un poco el clima de la casa de Nazaret:

Jesús está en el centro, se comparten con él alegrías y dolores, se ponen en sus manos las

necesidades y proyectos, se obtienen de él la esperanza y la fuerza para el camino.

... y los hijos

42. Es hermoso y fructuoso confiar también a esta oración el proceso de crecimiento de los hijos.

¿No es acaso, el Rosario, el itinerario de la vida de Cristo, desde su concepción a la muerte, hasta la

resurrección y la gloria? Hoy resulta cada vez más difícil para los padres seguir a los hijos en las

diversas etapas de su vida. En la sociedad de la tecnología avanzada, de los medios de comunicación

social y de la globalización, todo se ha acelerado, y cada día es mayor la distancia cultural entre las

generaciones. Los mensajes de todo tipo y las experiencias más imprevisibles hacen mella pronto en

la vida de los chicos y los adolescentes, y a veces es angustioso para los padres afrontar los peligros

que corren los hijos. Con frecuencia se encuentran ante desilusiones fuertes, al constatar los fracasos

de los hijos ante la seducción de la droga, los atractivos de un hedonismo desenfrenado, las

tentaciones de la violencia o las formas tan diferentes del sinsentido y la desesperación.

Rezar con el Rosario por los hijos, y mejor aún, con los hijos, educándolos desde su tierna edad para

este momento cotidiano de «intervalo de oración» de la familia, no es ciertamente la solución de

todos los problemas, pero es una ayuda espiritual que no se debe minimizar. Se puede objetar que el

Rosario parece una oración poco adecuada para los gustos de los chicos y los jóvenes de hoy. Pero

quizás esta objeción se basa en un modo poco esmerado de rezarlo. Por otra parte, salvando su

estructura fundamental, nada impide que, para ellos, el rezo del Rosario –tanto en familia como en

los grupos– se enriquezca con oportunas aportaciones simbólicas y prácticas, que favorezcan su

comprensión y valorización. ¿Por qué no probarlo? Una pastoral juvenil no derrotista, apasionada y

creativa –¡las Jornadas Mundiales de la Juventud han dado buena prueba de ello!– es capaz de dar,

con la ayuda de Dios, pasos verdaderamente significativos. Si el Rosario se presenta bien, estoy

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seguro de que los jóvenes mismos serán capaces de sorprender una vez más a los adultos, haciendo

propia esta oración y recitándola con el entusiasmo típico de su edad.

El Rosario, un tesoro que recuperar

43. Queridos hermanos y hermanas: Una oración tan fácil, y al mismo tiempo tan rica, merece de

veras ser recuperada por la comunidad cristiana. Hagámoslo sobre todo en este año, asumiendo esta

propuesta como una consolidación de la línea trazada en la Carta apostólica Novo millennio ineunte,

en la cual se han inspirado los planes pastorales de muchas Iglesias particulares al programar los

objetivos para el próximo futuro.

Me dirijo en particular a vosotros, queridos Hermanos en el Episcopado, sacerdotes y diáconos, y a

vosotros, agentes pastorales en los diversos ministerios, para que, teniendo la experiencia personal

de la belleza del Rosario, os convirtáis en sus diligentes promotores.

Confío también en vosotros, teólogos, para que, realizando una reflexión a la vez rigurosa y sabia,

basada en la Palabra de Dios y sensible a la vivencia del pueblo cristiano, ayudéis a descubrir los

fundamentos bíblicos, las riquezas espirituales y la validez pastoral de esta oración tradicional.

Cuento con vosotros, consagrados y consagradas, llamados de manera particular a contemplar el

rostro de Cristo siguiendo el ejemplo de María.

Pienso en todos vosotros, hermanos y hermanas de toda condición, en vosotras, familias cristianas,

en vosotros, enfermos y ancianos, en vosotros, jóvenes: tomad con confianza entre las manos el

rosario, descubriéndolo de nuevo a la luz de la Escritura, en armonía con la Liturgia y en el contexto

de la vida cotidiana.

¡Qué este llamamiento mío no sea en balde! Al inicio del vigésimo quinto año de Pontificado, pongo

esta Carta apostólica en las manos de la Virgen María, postrándome espiritualmente ante su imagen

en su espléndido Santuario edificado por el Beato Bartolomé Longo, apóstol del Rosario. Hago mías

con gusto las palabras conmovedoras con las que él termina la célebre Súplica a la Reina del Santo

Rosario: «Oh Rosario bendito de María, dulce cadena que nos une con Dios, vínculo de amor que

nos une a los Ángeles, torre de salvación contra los asaltos del infierno, puerto seguro en el común

naufragio, no te dejaremos jamás. Tú serás nuestro consuelo en la hora de la agonía. Para ti el último

beso de la vida que se apaga. Y el último susurro de nuestros labios será tu suave nombre, oh Reina

del Rosario de Pompeya, oh Madre nuestra querida, oh Refugio de los pecadores, oh Soberana

consoladora de los tristes. Que seas bendita por doquier, hoy y siempre, en la tierra y en el cielo».

Vaticano, 16 octubre del año 2002, inicio del vigésimo quinto de mi Pontificado.

JUAN PABLO II

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Notas

1 Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 45.

2 Pablo VI, Exhort. ap. Marialis cultus, (2 febrero 1974) 42, AAS 66 (1974), 153.

3 Cf. Acta Leonis XIII, 3 (1884), 280-289.

4 En particular, es digna de mención su Carta ap. sobre el Rosario Il religioso convegno del 29

septiembre 1961: AAS 53 (1961), 641-647.

5 Angelus: L'Osservatore Romano ed. semanal en lengua española, 5 noviembre 1978, 1.

6 AAS93 (2002), 285.

7 En los años de preparación del Concilio, Juan XXIII invitó a la comunidad cristiana a rezar el

Rosario por el éxito de este acontecimiento eclesial; cf. Carta al Cardenal Vicario del 28 de

septiembre de 1960: AAS 52 (1960), 814-817.

8 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 66.

9 N. 32: AAS 93 (2002), 288.

10 Ibíd., 33: l. c., 289.

11 Es sabido y se ha de recordar que las revelaciones privadas no son de la misma naturaleza que la

revelación pública, normativa para toda la Iglesia. Es tarea del Magisterio discernir y reconocer la

autenticidad y el valor de las revelaciones privadas para la piedad de los fieles.

12 El secreto admirable del santísimo Rosario para convertirse y salvarse,en Obras de San Luis

María G. de Montfort, Madrid 1954, 313-391.

13 Beato Bartolo Longo, Storia del Santuario di Pompei, Pompei 1990, p.59.

14 Exhort. ap. Marialis cultus (2 febrero 1974), 47: AAS 66 (1974), 156.

15 Const. sobre Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium,10.

16 Ibíd., 12.

17 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 58.

18 I Quindici Sabati del Santissimo Rosario,27 ed., Pompeya 1916), p. 27.

19 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 53.

20 Ibíd., 60.

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21 Cf. Primer Radiomensaje Urbi et orbi (17 octubre 1978): AAS 70 (1978), 927.

22 Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, 120, en: Obras. de San Luis María G. de

Montfort, Madrid 1954, p.505s.

23 Catecismo de la Iglesia Católica, 2679.

24 Ibíd., 2675.

25 La Suplica a la Reina del Santo Rosario, que se recita solemnemente dos veces al año, en mayo y

octubre, fue compuesta por el Beato Batolomé Longo en 1883, como adhesión a la invitaciòn del

Papa Leon XIII a los católicos en su primera Encíclica sobre el Rosario a un compromiso espiritual

orientado a afrontar los males de la sociedad.

26 Divina Comedia,Par. XXXIII, 13-15.

27 Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 20: AAS 93 (2001), 279.

28 Exort. ap. Marialis cultus (2 febrero 1974), 46: AAS 66 (1974), 155.

29 Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 28: AAS 93 (2001), 284.

30 N. 515.

31 Angelus del 29 de octubre 1978: L'Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 5

noviembre 1978, 1.

32 Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 22.

33 S. Ireneo de Lyon, Adversus haereses, III, 18,1: PG 7, 932.

34 Catecismo de la Iglesia Católica,2616.

35 Cf. n. 33: AAS 93 (2001), 289.

36 Carta a los artistas(4 abril 1999), 1: AAS 91 (1999), 1155.

37 Cf. n. 46: AAS 66 (1974), 155. Esta costumbre ha sido alabada recientemente por la Congregación

para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular y la

liturgia. Principios y orientaciones (17 diciembre 2001), n.201.

38 « ...concede, quæsumus, ut hæc mysteria sacratissimo beatæ Mariæ Virginis Rosario recolentes,

et imitemur quod continent, et quod promittunt assequamur »: Missale Romanum (1960) in festo B.

M. Virginis a Rosario.

39 Cf. n. 34: AAS 93 (2001), 290.

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