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42 + Jean-Louis Comolli Kiarostami, o en otro registro aunque no menos cercano, Serge Daney, Michel Foucault y -creemos cada vez más vigente- Gilles Deleuze. También están los enemigos, esos a los que no hay que sacarles el ojo cinematográfico de encima, dado que suelen estar muy contentos con la atención que les dispen- sa, adulador o presuntamente discutidor, el ojo televisivo. El Leviatán erigi- do por medio de la imagen y el sonido no terminó con el siglo XX, sino que renueva sus armas en el mundo globalizado y de virtualización creciente. Sólo mientras las cosas marchen sobre los carriles prefijados muestra su ros- tro sonriente, su seducción coo/. Pero basta que el cine se resuelva a interro- garlo para que aparezca mostrando las garras, pidiendo sangre por la inso- lencia del poder de los débiles. Frente a un conglomerado audiovisual crecientemente regulado por cierta forma del cálculo de intereses cada vez más parecido a los laberintos de la especulación bursátil y las operaciones en el mercado del espectáculo, la apuesta de Comolli, una apuesta por la puesta en cine, es doble: estética y política. Pocos libros recientes logran movilizar al lector y espectador como el que aquí presentamos, brindando razones para sumarse a un combate noble e imprescindible, cuyas promesas, creemos, superan sus zonas de incerti- dumbre o las eventuales desazones. Es que en sus fuentes últimas está ese aguijón del deseo que tanto anima a su autor como, esperamos, prenda en los destinatarios de estos escritos. Buenos Aires, setiembre de 2007 .,. Prólogo 1. La inocencia perdida "Las exposiciones universales transfiguran el valor de cambio de las mercan- cías. Crean un marco en el que el valor de uso pasa a uri segundo plano. Inau- guran una fantasmagoria en la que el hombre penetra para dejarse distraer. La industria del entretenimiento ayuda en ello elevándolo a la altura de la mercancía. Él se abandona a las manipulaciones de esta industria gracias al goce que le procura su alienación, en relación a sí mismo y con los otros". WALTER BENJAMIN Ct) En tiempos de los videoclips, de los videojuegos, de los spots publici- tarios, de los reality shows, ¿qué debemos hacer con el cine? A la hora de las simulaciones, de los oráculos, de los argumentos, de los sondeos de opinión, de las previsiones y de las precauciones, ¿a qué otro presente puede condu- cirnos el cine documental? Cuando, más poderosas que nunca, las propagan- das nos introducen en quimeras que hacen pasar por reales, ¿qué puede aún la ficción, qué relatos está en condiciones -o en deseos- de llevar a cabo? Ante los mil millones de pantallas de televisión encendidas noche y día alre- dedor del mundo, ¿cómo hablar, decir, escuchar, cómo ver, inclusive, lo que nos sucede y cómo representarlo sin agregar la vanidad de un ruido al ruido de las vanidades? Sin embargo, lo real sigue siendo un desafío. Enloquece aún las re- presentaciones que intentan reducirlo. El espectáculo se ha "generalizado" sin duda, según el anuncio de Debord (2), pero se requiere dé mucho para que se lo lleve todo en el torbellino de sus efectos especiales. Debord decía ya no creer en el poder de la subversión del arte, enteramente alineado junto al espectáculo (3). ¿Qué decir entonces del cine, históricamente a la vez pro- ducto y actor principal de la escenificación del mundo? Por mi parte veo en todo eso el arma o el útil que -desde el interior- permite desmontar las cons- trucciones espectaculares. Si somos espectadores es porque estamos com- prometidos en una práctica del cine y no solamente como sujetos del espec- táculo. No es indiferente disponer de un instrumento de representación - históricamente definido, es decir analizable- que nos hace ver cómo se mues-

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Kiarostami, o en otro registro aunque no menos cercano, Serge Daney, Michel Foucault y -creemos cada vez más vigente- Gilles Deleuze. También están los enemigos, esos a los que no hay que sacarles el ojo cinematográfico de encima, dado que suelen estar muy contentos con la atención que les dispen­sa, adulador o presuntamente discutidor, el ojo televisivo. El Leviatán erigi­do por medio de la imagen y el sonido no terminó con el siglo XX, sino que renueva sus armas en el mundo globalizado y de virtualización creciente. Sólo mientras las cosas marchen sobre los carriles prefijados muestra su ros­tro sonriente, su seducción coo/. Pero basta que el cine se resuelva a interro­garlo para que aparezca mostrando las garras, pidiendo sangre por la inso­lencia del poder de los débiles.

Frente a un conglomerado audiovisual crecientemente regulado por cierta forma del cálculo de intereses cada vez más parecido a los laberintos de la especulación bursátil y las operaciones en el mercado del espectáculo, la apuesta de Comolli, una apuesta por la puesta en cine, es doble: estética y política. Pocos libros recientes logran movilizar al lector y espectador como el que aquí presentamos, brindando razones para sumarse a un combate noble e imprescindible, cuyas promesas, creemos, superan sus zonas de incerti­dumbre o las eventuales desazones. Es que en sus fuentes últimas está ese aguijón del deseo que tanto anima a su autor como, esperamos, prenda en los destinatarios de estos escritos.

Buenos Aires, setiembre de 2007

.,.

Prólogo

1. La inocencia perdida

"Las exposiciones universales transfiguran el valor de cambio de las mercan­cías. Crean un marco en el que el valor de uso pasa a uri segundo plano. Inau­guran una fantasmagoria en la que el hombre penetra para dejarse distraer. La industria del entretenimiento ayuda en ello elevándolo a la altura de la mercancía. Él se abandona a las manipulaciones de esta industria gracias al goce que le procura su alienación, en relación a sí mismo y con los otros".

WALTER BENJAMIN Ct)

En tiempos de los videoclips, de los videojuegos, de los spots publici­tarios, de los reality shows, ¿qué debemos hacer con el cine? A la hora de las simulaciones, de los oráculos, de los argumentos, de los sondeos de opinión, de las previsiones y de las precauciones, ¿a qué otro presente puede condu­cirnos el cine documental? Cuando, más poderosas que nunca, las propagan­das nos introducen en quimeras que hacen pasar por reales, ¿qué puede aún la ficción, qué relatos está en condiciones -o en deseos- de llevar a cabo? Ante los mil millones de pantallas de televisión encendidas noche y día alre­dedor del mundo, ¿cómo hablar, decir, escuchar, cómo ver, inclusive, lo que nos sucede y cómo representarlo sin agregar la vanidad de un ruido al ruido de las vanidades?

Sin embargo, lo real sigue siendo un desafío. Enloquece aún las re­presentaciones que intentan reducirlo. El espectáculo se ha "generalizado" sin duda, según el anuncio de Debord (2), pero se requiere dé mucho para que se lo lleve todo en el torbellino de sus efectos especiales. Debord decía ya no creer en el poder de la subversión del arte, enteramente alineado junto al espectáculo (3). ¿Qué decir entonces del cine, históricamente a la vez pro­ducto y actor principal de la escenificación del mundo? Por mi parte veo en todo eso el arma o el útil que -desde el interior- permite desmontar las cons­trucciones espectaculares. Si somos espectadores es porque estamos com­prometidos en una práctica del cine y no solamente como sujetos del espec­táculo. No es indiferente disponer de un instrumento de representación ­históricamente definido, es decir analizable- que nos hace ver cómo se mues­

alfredo
Texto escrito a máquina
alfredo
Texto escrito a máquina
Comolli, J.L. (2007) Ver y Poder. La inocencia perdida: cine, televisión, ficción, documental. Buenos Aires. Ed. Aurelia Rivera, nueva librería 2007. Utilizado en la Cátedra: Marino. DIyS-FADU-UBA
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tran los poderes, cómo suben a escena, cómo nos observan. El hecho de ha­berse convertido en uno de los mayores modos del poder de mostrar no le impide de ninguna manera al cine hacemos perceptibles sus propios límites, designar lo no visible como la condición y el sentido de lo visible, oponerse por ese medio al postulado de una visibilidad generalizada. Es él cine y no la televisión el que muestra cuáles son los límites del poder de ver. A la prolifera­ción de los espectáculos, cosa sorprendente, el mundo escapa todavia, aquí y allá, y el cine documental en primer término es testimonio tanto de esas fugas como de esos límites: ¿es preciso mostrar el horror? ¿de qué manera y hasta dónde? ¿cómo representar los procesos lentos, invisibles, las transformacio­nes o metamorfosis de los espíritus y de las materias? ¿cómo mostrar el traba­jo, sus temporalidades, sus duraciones que escapan al entretenimiento?

Llamemos "real" aquello con lo cual los poderes no dejan de tropezar, aquello que los hace tambalear, que los ciega. Su propia fuerza los ciega, de acuerdo. Pero sea cual fuere esa fuerza, choca, en todo lo que intenta, con lo que la supera, la comprende, la desgasta en cálculos vanos. Sin embargo, ninguna guerra había sido puesta en escena como fueron las dos últimas: Afganistán, Irak, con este resultado para las victorias militares, que aún se debían confirmar. De todos modos nada podría disimular más su fracaso. Tomadas en su propio vértigo, ebrias de sí mismas, las propagandas se ofre­cían torpemente al insolente desmentido de los hechos. Habitantes del mun­do, estamos intimados a ver, puesto que la guerra se impone primero como espectáculo global. Pero, ¿vemos? Y si vemos, ¿creemos? Cuando quizás un día se escriba la historia de los preparativos de la guerra de Irak -nuestro presente vivido, tan tenaz y tan prontamente fantasmal- se señalarán las in­numerables manifestaciones de una duda general, que los llamados a la or­den de creer enunciados por los dirigentes norteamericanos e ingleses, se mostraban tanto más impotentes a conjurar cuanto más enfáticos eran. Pa­samos de la sospecha a la desconfianza y toda la publicidad nos compromete a creer que ya no creemos. Pero así como no surge de una orden, "creer" tampoco surge de un programa. Eso no se enseña, no se compra. Tampoco~ dudar. Una parte de la operación de creencia consiste en rechazar todo cuan­to sería del orden de la duda; en consecuencia, articularse allí, tensar el re­sorte. Tal es la experiencia singular que el cine propuso a sus espectadores. Creer en la realidad del mJlndo a través de sus representaciones filmadas, significaba afectarlo con una duda. Creer, no creer, ya no creer, creer pese a todo cuanto desmiente la creencia: esas son las cuestiones dei cine. Para no-

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sotros, jóvenes espectadores de los años cincuenta y sesenta, las salas cine­matográficas eran nuestras aulas, la Cinemateca nuestra universidad. El cine tlue allí podíamos conocer no era más que el aprendizaje de un aprendizaje, d de un entre-dos siempre poniendo nuevamente en equilibrio el cine y el mundo (el teatro y la vida, el escenario y el vasto universo), creencia y duda con valor de ambos lados, en el entre de cada uno de los dos. Para ser espec­Lador es preciso aceptar creer en aquello que se ve; y para serlo aún más sería necesario comenzar a dudar -sin dejar de creer-oDe tal mqdo, estábamos sometidos a la división. Quizás hubiéramos concedido, y no sin problemas, que lo "representado", según la fórmula de Roland Barthes, "no es lo real", pero habríamos agregado de inmediato que lo representado podía.parecer­nos más real que todas las realidades. El cine era exactamente esa suerte de delirio que, mientras la exaltaba, hacía dudar de la realidad del mundo. Me­diante un inquietante cambio de perspectiva, la frontera entre la escena y el mundo, pasaba en el interior de la sala de cine. Es verdad que en los años cincuenta el espectáculo aún no había tomado el con!tol del mundo; estába­mos apenas en el comienzo, ni la televisión ni la publicidad eran todavía globales. Hoy lo son. Cada uno de nosotros, intimado por el espectáculo a tomar partido, será su actor y su espectador, condescendiente y no condes­cendiente, a la vez cómplice y adversario . Las preguntas del espectador de cine se transformaron en preguntas de todos, aún cuando el mercado mun­dial de imágenes y sonidos sólo haga de aquello que el cine pretende propo­ner, el mundo como escena, un manual de instrucciones.

El lugar del espectador es -también- una construcción histórica, re­lativa, dependiente de las fuerzas económicas y de las posturas ideológicas tanto como de las posibilidades tecnológicas. Actualmente el cine ya no es el laboratorio donde se inventa "el nuevo espectador". Esto es asunto de los canales de televisión (4). Los mismos incluso ya no tienen que disimular que ésta, mucho más que su razón de ser, es su todo o nada: experimentar, fabri­car, distribuir un nuevo tipo de espectador, muy diferente de aquel que el cine había concebido durante su apogeo; un espectador que ya no estaría tan dividido entre creencia y duda, sino que creyendo que ya no cree, estaría en situación de gozar de las angustias de la creencia (y de la duda) en los otros, los otros puestos en escena. Porque tales "otros" de quienes gozar, son los sujetos filmados ; por ejemplo, quienes son sometidos a las pruebas de elimi­nación de la tele-realidad, pero también todos aquellos telespectadores trans­formados en actores, que son "invitados" a "actuar". Por un lado, los sujetos

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,. del espectáculo y por el otro (el otro lado de la pantalla), aquellos que se sienten amos.

Hay una práctica del telespectador que lo define, le da un lugar; como hay una práctica de quienes filman y de quienes son filmados, que decide de qué enunciado son los sujetos, aunque en realidad ellos no se enteren. ¿Prác­tica? Instancia de la confrontación del cuerpo individual y del cuerpo social como incansable cuestionamiento: ¿quién habla? ¿quién actúa? ¿desde qué historia? ¿según qué relaciones de fuerza? ¿en qué posición o suposición de poder? Estas preguntas son tanto menos censurables cuanto las activa encarnizadamente la práctica de la puesta en escena cinematográfica, y an­tes la del cine documental. Filmar, puede ser asignar un lugar al otro y ence­rrarlo en él, por contrato Oos comediantes) tanto como por convención (aque­llos que, atrapados en el esfuerzo de sobrevivir, devuelven a las cámaras lo que éstas les prestan) (5). Es quizás lo contrario a poner a funcionar el lugar del otro, lugar a construir con él, lugar que pone en juego el nuestro y quizás lo amenaza y a la vez también tal vez le de un sentido. En su parte documen­tal-que es la marca de su nacimiento y la condición de su invención-, el cine no hace más que abrir el diafragma de una lente, la sensibilidad de una emul­sión, la duración de una exposición, el tiempo de un pasaje a la presencia luminosa del otro, más o menos, es todo el asunto, de ese otro que viene hacia la cámara tanto como ésta va hacia él. Apertura, impresión, duración, pasaje: el cine es la pasión de la figura humana. ¿Qué hacer con esta alteridad que, si es filmada, es la que se entrega y ya no la que se niega? Un otro que me reconoce, espectador, como "su" otro. ¿Qué hacer con la venida del otro, cuando es llamada por el movimiento del cine, llevada por él, registrada me­diante su operación? Arte figurativo por excelencia, arte de la puesta enjue­go (en crisis) de lo subjetivo por la mecánica, el cine no se dirige a nosotros en su única dimensión antropológica. Que la cuestión que lo agita sea sin duda la del destino del cuerpo del otro tal como es filmado; que ese cuerpo filmado entre perfectamente en un sistema de proyecciones en el que noso­tros mismos hemos sido tomados en tanto cuerpos y destinos que somos, y que al mismo tiempo ingrese en el hipersistema de las asignaciones y de los destinos sociales, es lo que inserta al cine en un ámbito político. Político es lo que marca y escenifica la relación de cuerpos singulares y de diferentes te­mas (el cuerpo actuante, el cuerpo espectador); político es el escenario en el cual se hace-deshace la relación del individuo con el grupo (el motivo narra­tivo prevaleciente en el cine); como política es la relación que se establece,

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frágil, entre el aislamiento del espectador en la sala cinematográfica y la im­plicación, fuera de la misma, del sujeto en el conflicto social. Por este motivo se perdió la inocencia, desde siempre: el espectador no recupera tal condi­ción o tal ilusión sino para perderla de inmediato. Hablo de la inocencia del espectador, ese sueño primero del cine. Ese mismo sueño de inocencia que había empujado a los sabios amantes del bricolaje del siglo XIX a captar la fuerza material de la luz para grabar placas de cobre recubiertas de plata: al precio de un trabajo considerable (una decena de operaciones sucesivas, atre­vidas, inseguras) (6), algunos segundos de gracia en los que la acción de la luz daba al mundo la facultad de redoblarse tal como era visible. Esto es bien sabido, sólo la increíble fineza de los detalles reproducidos sobre las prime­ras placa~ persuadió a los sabios de interesarse por el procedimiento de Daguerre: en efecto, se percibían allí precisiones imperceptibles a simple vis­ta. Poder de la química maquínica, debilidad de la mirada humana. Desde el comienzo, la reproducción química del mundo lo revelaba como una ofren­da. Un don de la luz capaz de borrar en un instante toda la labor humana -la torpeza de los hombres- acumulada para abrirle el camino. El espectador no deberia hacer o rehacer el trabajo que había precedido y seguido la toma de la impresión luminosa. En el principio de la reproducción, en sus motivos fundadores, existe la mirada del cálculo: todo debe ponerse en acción para asegurar el encuentro entre el trazo luminoso y la capa emulsiva (7); pero este cálculo reposa sobre una apuesta, sobre una creencia: que se producirá un pequeño milagro y que la espera -el tiempo de exposición- culminará en una llegada que se sabrá si resultaba suficiente, pertinente, capaz de formar una marca real y completa (8), recién después de efectuada. El cálculo inicial de la práctica de la operación es, pues, dado como desbordable ya menudo desbordado -arrastrado lejos de todo cálculo-o ¿Qué queda del cálculo des­pués del cálculo? Una marca de magia, una gracia. Ésta es la razón por la cual el inventor, el artesano, el fotógrafo, el director como el espectador de las imágenes tomadas por la máquina, son por principio declarados inocentes de lo que sucedió a través del tiempo de la toma de imágenes, en el tiempo de la máquina (óptica, física, química, mecánica). Hay en la operación de capta­ción y de reproducción mecánicas (desde la fotografía hasta el cine) un su­plemento o un resto, un engaño, el exceso de algo inconcebible, a través de lo cual, en efecto, la operación requiere ser pensada. Pero esta inocencia soña­da está tanto más perdida cuanto más raros son los fabricantes de progra­mas audiovisuales capaces todavia de asombrarse de lo que producen. El

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" milagro está licenciado de antemano. Es el turno del cálculo; en él debe de­positarse el objeto de la creencia. Hemos ingresado en una Bolsa donde maes­tros y aprendices especulan sobre la capacidad de creencia de los clientes/ consumidores. Los jugadores de juegos televisados, los sujetos de experien­cias de tele-realidad ¿habrán de creer?, y en ese caso ¿hasta cuándo? ¿Van a ser creíbles? Los espectadores de tales jugadores o de esos actuantes ¿van a creer en lo que hacen, más, menos, nada? Y si los mismos espectadores to­man el juego o la experiencia al pie de la letra -tomándola como aquello en lo que no debe creerse enteramente (inocencia perdida)- ¿van a creer al menos que los sujetos o los participantes, creen suficientemente como para vivir las emociones, para soportar la presión, para sufrir lo que padecen? La deman­da de sufrimiento (en el otro filmado) se niega a dejarse engañar por cual­quier simulacro. El espectador quiere algo "verdadero", quiere "realidad". Él, que se entretiene con no creer, quiere que los demás crean. La pérdida de la inocencia va acompañada, evidentemente, por un progreso del cinismo, pero es en el aumento del dominio de donde se espera el beneficio. La publi­cidad global tiene necesidad de pequeños pícaros, la televisión los fabrica. Dominio de la ilusión, igual a ilusión de dominio.

A partir de ahí, la policía de las conductas opera directamente sobre los espectadores. Seríamos de verdad imbéciles si no comprendiéramos que la generalización de los videojuegos y de los llamados programas interactivos o de tele-realidad apuntan, en último análisis, menos a vender productos que a difundir una nueva lógica de la mirada. Los juegos televisados, por ejemplo (como lo destacaba Serge Daney antes que nadie) (9) en primer lugar ponen a fundonar tipos de comportamiento, formas de relación con el otro, que se caracterizan tanto por la implantación de un reino del desprecio como por el goce del poder de v~r y de juzgar sin contra partida. En el cine, la puesta en escena, la escritura de un filme , cuando son fuertes , se erigen contra nuestro deseo de ver-y-saber y obligan a una elaboración más poderosa que la simple satisfacción de placeres y de deseos. El cine va contra las saturaciones auto­máticas y los fáciles contentamientos llamados ordinariamente espectácu­los. El espectador que quiere siempre más (cuerpos, sexo, violencia,.ruido,t poder, un frenesí de pulsiones) es en efecto aquel -el mismo- que considera que todo le es dado o que se le debe dar con mínimo esfuerzo, sin correr riesgos que lo hagan salir de los límites del juego. Jugar, hoy en día, es adqui­rir un resultado máximo en .el interior de un sistema, pero sin poder cambiar de sistema ni, menos aún , ser cambiado compulsivamente. El riesgo del ju-

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~ador es el de ser malo en el espacio en el que está inscripto. En los otros espacios resulta indemne. El cine tenía la pretensión de hacer jugar también al espectador en cuadros que éste no había imaginado, nc conocía y no domi­naba. Llamemos a esto apertura, abandono, renuncia a la voluntad de domi­nio (10) .

¿Ver y Poder? Uno percibe muy rápidamente en la oscuridad de las salas que lo que está en juego en la puesta en escena es doble -estético y

político; y que este lugar del espectador, que es el nuestro, no está separado del sujeto político que no dejamos de ser. "Representación", se dice igual­mente de la puesta en escena y del sistema político. La historia del cine es (o debiera ser) antes que nada la de esos momentos en que ver y poder se han anudado eIl'un ballet catastrófico, a través de las tentativas del poder políti­co de comandar las actividades cinematográficas; las violentas presiones ejer­cidas por los poderes económicos para controlar a los cineastas y conducir los filmes como proezas técnicas; las guerras o las batallas que han opuesto a las compañías entre sí, los independientes contra los trusts, los creadores contra los banqueros y en última instancia los cineastas entre sí, unos contra otros . Un ejemplo: estamos en 1947 en Hollywood, la "caz.a de brujas" macartista avanza. Cecil B. De Mille reúne a varias centenas de directores de cine para comprometerlos a firmar una declaración condenando todo con­tacto antiguo, presente o futuro con comunistas. La discusión se prolonga. Hacia la dos de la mañana, cuenta Joseph Mankiewicz (11), una mano se levanta: "My name is John Ford". "Ford era en ese momento el más admira­do de todos los hollywoodenses. Prosigue dirigiéndose a De Mille: ''Yo lo res­peto a usted, pero no me gusta. N o me gusta nada de lo que usted defiende ni de lo que usted representa". La moción no fue votada. No puedo evitar leer ese cara a cara tanto en su sentido político (Ford y De Mille, hombres de "derecha", no tienen la misma concepción de América y de la democracia) como en su dimensión artística. Dos prácticas de la puesta en escena que son también dos pensamientos sobre la vida en sociedad. Por una parte, la tenta­ción espectacular y el culto de los héroes; por otra,la crítica de los fanatismos y el amor hacia los gestos simples, comenzando por la forma de filmar. Veo de qué manera se responden elecciones políticas y elecciones estéticas. ¿El cine, arte político? Esta pregunta me atraviesa como atraviesa este libro .

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