Istrati Panait - Kyra Kyralina

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5/11/2018 IstratiPanait-KyraKyralina-slidepdf.com http://slidepdf.com/reader/full/istrati-panait-kyra-kyralina 1/86 Panait Istrati Kyra Kyralina PANAIT ISTRATI Kyra Kyralina Traducción: Fred Gavroch En 1921 me entregaron una carta encontrada entre la ropa de un vagabundo desesperado que se había cortado la garganta La leí y me sobrecogió el torrente de su genio… Un nuevo Gorki de los Balcanes... Consiguieron salvarle... Se llama Panait Istrati... Veinte años de vida errante, de extraordinarias aventuras... Practica todos los oficios... Se mezcla con los movimientos revolucionarios... Nada tiene, pero guarda un mundo de recuerdos, mientras engaña el hambre devorando, sobre todo, a los maestros rusos y a los escritores occidentales. Es un narrador nato de Oriente, que se encanta y se conmueve con sus propios relatos, al grado de que, una vez empezada una historia, ni él mismo sabe si durará una hora o mil y una noches... Lo convencí para que escribiera una parte de sus relatos y él ha comenzado una obra de largo aliento... Es una evocación de su vida y, como su vida, podría estar dedicada a la Amistad, porque la Amistad es, para este hombre, una pasión sagrada...  Tres o cuatro de las narraciones que conozco son dignas de los más grandes maestros rusos. Istrati sólo difiere de ellos por el temperamento y la luz, por su arranque espiritual, por su alegría trágica, esa alegría del narrador que rompe las cadenas del alma... Romain Rolland Presentación Luego de haber alcanzado considerable popularidad durante una buena parte de dos décadas, los veinte y los treinta, Panait Istrati fue relegado prácticamente al olvido a partir de su muerte, en 1935. Comunista ferviente, Istrati visitó la Unión Soviética en 1927 y escribió una aguda crítica del proceso revolucionario que el dogmatismo de la época jamás le perdonó. Así, el genial vagabundo que cantaba la primavera del Mediterráneo oriental, fue tachado de 1

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Panait Istrati Kyra Kyralina

PANAIT ISTRATIKyra Kyralina

Traducción: Fred Gavroch

En 1921 me entregaron una carta encontrada entre la ropa de

un vagabundo desesperado que se había cortado la garganta La leí yme sobrecogió el torrente de su genio… Un nuevo Gorki de losBalcanes... Consiguieron salvarle... Se llama Panait Istrati...

Veinte años de vida errante, de extraordinarias aventuras...Practica todos los oficios... Se mezcla con los movimientosrevolucionarios... Nada tiene, pero guarda un mundo de recuerdos,mientras engaña el hambre devorando, sobre todo, a los maestrosrusos y a los escritores occidentales. Es un narrador nato de Oriente,que se encanta y se conmueve con sus propios relatos, al grado deque, una vez empezada una historia, ni él mismo sabe si durará unahora o mil y una noches...

Lo convencí para que escribiera una parte de sus relatos y él hacomenzado una obra de largo aliento... Es una evocación de su viday, como su vida, podría estar dedicada a la Amistad, porque laAmistad es, para este hombre, una pasión sagrada...

 Tres o cuatro de las narraciones que conozco son dignas de losmás grandes maestros rusos. Istrati sólo difiere de ellos por eltemperamento y la luz, por su arranque espiritual, por su alegríatrágica, esa alegría del narrador que rompe las cadenas del alma...

Romain Rolland

Presentación

Luego de haber alcanzado considerable popularidad duranteuna buena parte de dos décadas, los veinte y los treinta, Panait Istratifue relegado prácticamente al olvido a partir de su muerte, en 1935.Comunista ferviente, Istrati visitó la Unión Soviética en 1927 y escribió una aguda crítica del proceso revolucionario que eldogmatismo de la época jamás le perdonó. Así, el genial vagabundoque cantaba la primavera del Mediterráneo oriental, fue tachado de

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servidor de la reacción y condenado al olvido.Su propio descubridor, Romain Rolland, quien lo impulsara a

escribir tras un intento de suicidio en 1921, le suplicó en una carta de1929 que no publicara su crítica a la URSS, aunque tuviera razón,

 porque "pese a usted, tomaría el aspecto de un acto de venganzaque disminuiría su grandeza. Además, no serviría de nada a larevolución rusa, sino a la reacción europea, a la que los opositores lehacen el juego ciegamente. Situación trágica, desgarradora, pero hay que soportar virilmente aquello que no se puede impedir..."

Pero Istrati no podía entender este tipo de razonamientos.Nacido en Braila, Rumania, a orillas del Danubio, en 1884, hijo de uncontrabandista griego y de una campesina rumana, se había lanzado por el mundo, desde los trece años, a buscar la justicia, la belleza y labondad, donde estuviera y a denunciar a sus contrarios donde losencontrara. Apostó por "el hombre que no se adhiere a nada", al que

invocara desde su lecho de muerte, abandonado y en la miseria:"Grito desde mi camastro: Que viva el hombre que no se adhiere anada. Lo grito en mi último libro y lo gritaré, si escapo una vez más ala muerte, a lo largo de todos los libros que me falten por escribir: laliberación del hombre por su rechazo a adherirse a todo, a todo,hasta a ese trabajo técnico, muy bien organizado contra él, de los doslados de la barricada.. "

Kyra Kyralina es la primera novela de una serie autobiográficaque forma Los relatos de Adrián Zograffi, en donde Istrati cuenta suexperiencia interior y su apasionada búsqueda.

Su encuentro con Stavro, un refresquero que va de feria enferia vendiendo limonada, permite a Adrián conocer un mundomarginal y despreciado en el cual brillan los valores humanos conmucha mayor intensidad que en el mundo de quienes marginan y desprecian. La aventura de Stavro en busca de Kyra Kyralina, sudulce hermana, su Santo Grial, constituye una experiencia deintensidad, emoción y desolación poco comunes en la narrativaoccidental, mismas que empapan los grandes momentos de laliteratura de la Europa oriental.

Es motivo de orgullo para La Oca, Editores, recuperar a unautor tan injustamente olvidado como Panait Istrati que consagró su

vida a construir la utopía, como lo expresó en una de sus páginasmás vibrantes, precisamente en su libro sobre el proceso soviético:

"No es combatiente, a mis ojos, quien subordina sus interesesindividuales a los de la mejor humanidad que debe venir. Yo creo enesa humanidad. Existe hoy como el sol existe durante la noche. Másde una vez mi barro la ha tocado. Más de una vez, en misinnumerables horas de desamparo, su mano me ha levantado de latierra. Lo que haya hecho de bueno o de bello se lo debo a esahumanidad... Quiero consagrarle todas mis fuerzas, ayudar a todosaquellos que por ella combaten...

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Stavro

Aturdido, Adrián recorrió la pequeña avenida de la Divina Madreque va desde el templo que le da nombre hasta el parque público, enBraila. A la entrada del parque, se detuvo, entre humillado y furioso:

-¡Ya no soy un niño! -estalló en alta voz-. ¡Tengo derecho a vivirmi vida como me dé la gana!

Eran la seis de la tarde de un día laboral cualquiera. Las calle- juelas del parque estaban casi desiertas y la puesta del sol volvíapolvo de oro la arena de los paseos, al tiempo que los macizos de lilascomenzaban a sumergirse en la sombra. Inermes, desorientados, los

murciélagos volaban en todas direcciones. Formando valla, en lospaseos, las bancas del parque estaban vacías, salvo aquellas que, enrincones discretos, daban su protección a parejas de jóvenesenamorados que suspendían sus abrazos ante cualquier presenciainoportuna.

Pero Adrián no se fijaba en los seres humanos. Ávido, llenabasus pulmones con el aire puro que surgía de la arena recientementeregada y se confundía, como en un bálsamo, con el olor de las flores.Adrián aceptó que tampoco aquel misterio le resultara comprensible,así como le parecía especialmente incomprensible el terco rechazoque su madre mostraba ante sus amigos. Una discusión acaloradaacaba de darse entre madre e hijo único. Adrián razonaba en torno aella:

-Para mi madre, Mijail es sólo un extranjero, un vago peligroso,el despreciable pinche del pastelero... Y yo ¿qué soy…? ¡Apenas unpintor de brocha gorda, y, hasta hace muy poco, también pinche delmismo pastelero! Si mañana viajara a otro país, ¿eso justificaría queme consideraran un vago peligroso...?

Furioso, dio una patada en el suelo y continuó con sus refle-xiones:

-¡Caramba! Es intolerablemente injusto lo que le hacen al pobre

Mijail. Yo lo admiro porque es más inteligente que yo, más culto, yporque sufre sin quejarse. Quieren que revele su nombre y el de supaís de origen... Quieren que enseñe los dientes que le faltan... Comose niega, lo señalan como vago peligroso, ¡y ya! Bueno, pues yoquiero ser amigo de ese vago peligroso y, también, ¡ya...!

Adrián siguió su paseo, maquinalmente. Le regresaban a lamemoria las palabras, los insultos de su madre, y todo le resultabaabsurdo:

-¿Y esa cuestión del matrimonio? Apenas tengo dieciocho añosy ya quiere amarrarme a una boba que va a atosigarme con suternura y que, como coneja, va a convertir mi cuarto en un inmenso

criadero. ¡Como si lo único que viniéramos a hacer sobre la tierrafuera engendrar pequeños estúpidos y ofrecer al mundo esclavos

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nuevos, al mismo tiempo que uno se convierte en esclavo de todosellos. ¡No! Aunque fuera mil veces más peligroso, prefiero un amigocomo Mijail. Me acusa de que provoco a la gente para que hable, y esverdad. Quizás me guste provocar a la gente para que hable porque

la luz se hace gracias a la palabra de los fuertes, así como Dios tuvoque hablar para crear la luz sobre el mundo.

La sirena de un barco rompió el silencio de la noche primaveraly todo lo llenó con sus silbidos estridentes que sacaron al joven desus reflexiones, al tiempo que se sintió envuelto por el aroma de lasrosas y de los claveles.

Adrián enfiló por la gran avenida desde la cual se dominan elpuerto y el Danubio. Contempló por un momento las luces múltiplesde los barcos y su irrefrenable anhelo de viajar le estalló en el pechocomo un profundo suspiro:

-¡Dios mío! ¡Qué magnífico estar en alguno de esos barcos,cruzar los mares, descubrir otras playas, ver otros mundos...!

Cabizbajo al comprenderse incapaz de realizar sus deseos, si-guió su marcha cuando alguien detrás suyo pronunció su nombre. Aldarse la vuelta, pudo ver a un hombre sentado en una banca, con laspiernas cruzadas, que fumaba. Su miopía y la oscuridad le impidieronreconocerlo, y le obligaron a acercarse contrariado. De pronto,exclamó:

-¡Stavro!Conocido por todos como el "refresquero", porque vendía

refrescos en las ferias, Stavro era primo segundo de la madre deAdrián. Por haber sido, en su juventud, un personaje central de todoslos garitos, treinta años después era despreciado y rechazado porcuantos le conocían.

Muy alto, muy delgado, rubio descolorido, con el rostro lleno dearrugas, sus grandes ojos azules transmitían toda la vida interior deStavro: a veces sinceros, a veces pícaros o de mirar furtivo. Enocasiones, un solo golpe de vista revelaba toda la agitación de suexistencia, llena de desengaños y aventuras sin fin, a causa de sunaturaleza extravagante, errante y caprichosa... Revelaban una vidatriturada desde los veinticinco años por el feroz engranaje de la

sociedad que lo obligó a casarse con una muchacha rica, bella ytierna, de la cual se separó, apenas unos afias después, con elcorazón vencido y el carácter doblegado, lleno de vergüenza.

Adrián apenas conocía aquella historia. Su madre se la explicó,sin entrar en detalles, como ejemplo de una vida indigna; pero elmuchacho sacaba conclusiones opuestas: su instinto le empujaba aStavro, como a un fascinante instrumento musical, con ansias deoírle, aunque el instrumento resultaba herméticamente silencioso.

Por lo demas, no se habían visto más que tres o cuatro veces,siempre en la calle, porque la casa de su madre, como todas las casasdecentes, estaba cerrada para Stavro. ¿ Y qué podría decir eldespreciado refresquero de feria, al niño mimado?

Para todos Stavro era un bromista. Efectivamente, lo era. Es4

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más, quería serlo. Con su traje roto, ajado aun cuando no fuera tanviejo; con su apariencia pueblerina, la camisa arrugada, sin cuello; seentregaba a largos discursos, acompañados de una grotescagesticulación que divertía a su auditorio, mientras a él lo convertía en

el hazmerreír de todos.En plena calle, llamaba a sus conocidos por apodos graciosos,pero jamás groseros, algunos de los cuales pegaron para siempre. Siencontraba a alguien de su agrado, le invitaba y, después de haberseacabado lo pedido, con el pretexto de ir a hacer una necesidad, seescapaba. Si se trataba de alguien que le cayera mal, le decía: "En talcafé está tu amigo fulano, esperándote".

Pero lo que más entusiasmaba a Adrián eran las bromas con lascabezas de pescado llamadas tzirs, y las bolsas de tabaco. Duranteuna conversación. Stavro sacaba del bolsillo una cabeza de pescadomuy seca, y la prendía en el saco de su acompañante para que,

cuando éste se fuera, la paseara por las calles en medio de la risa delos demás.

Sus bromas con las bolsas de tabaco podían ser aún másdivertidas. Es costumbre de Oriente, cuando se quiere hacer uncigarrillo, pedirlo al primero que se encuentra al paso. Stavroabordaba a todo aquel que se topara con él y, después de hacerse elcigarrillo, en vez de agradecer y devolver la bolsa de tabaco, se laguardaba distraído en su propio bolsillo desfondado, lo cual hacía quebolsa y tabaco rodaran por el suelo. Stavro la recogía presuroso, seexcusaba y, como queriéndola meter en el bolsillo de su dueño,

intencionadamente la tiraba de nuevo. La bolsa de tabaco erarecogida por el paciente transeúnte, quien se apresuraba a limpiarlaen tanto Stavro exclamaba: "¡Ay, qué torpe soy!" "No tieneimportancia", le contestaban invariablemente, mientras los quepresenciaban la escena saltaban ruidosas carcajadas ante el azoro dela víctima. Desde luego, jamás volvían a caer en sus manos las bolsasde tabaco con las que hiciera reír una vez.

Adrián había aprendido a querer a Stavro precisamente por susbromas, aunque otros aspectos extraños del refresquero lo con-fundieran. A veces, en medio de bromas y risas, Stavro, de pronto

serio, dirigía a Adrián una mirada profunda, clara, tranquila, ysuperior, que llegaba a recordarle la ingenua y bondadosa de losterneros. Adrián se sentía entonces disminuido y fascinado por aquelanalfabeto. Estos aspectos incomprensibles lo decidieron a observaral refresquero. Pero eran contadas las ocasiones en que podíaobservarlo, porque esa mirada peculiar y misteriosa de quien Adriánllamaba "el otro Stavro" aparecía muy de vez en cuando yexclusivamente cuando estaban solos.

Un día -diez meses antes de su encuentro en el jardín-,acompañando al refresquero a la tienda de un viejo griego taciturno,que le vendía limones y azúcar, vio aparecer al "otro Stavro". Adriánpenetró en sus ojos.

Solos los tres en un rincón oscuro del almacén, Stavro, sin5

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arrugas en el rostro, con la mirada dulce de sus ojos muy abiertos,fijos y luminosos, miró al tendero, de cara inflada y seca expresión, yle dijo, tímida pero firmemente, mientras el otro aprobaba con lacabeza:

-Kir Margules... Va muy mal el negocio. Hace poco calor y lalimonada no se vende. Vivo de mis ahorros y del azúcar que me da...No le puedo pagar. Pero le pagaré, se lo aseguro. Sólo que me muera,perderá usted lo que le debo.

El tendero, avaro pero conocedor de los hombres, concedió elcrédito, con un apretón de manos tan seco como su misma vida.

 Ya en la calle, Stavro, con su mercancía bajo el brazo buscabaalguna nueva víctima para sus bromas, y, saltando sobre un pie, dijoa Adrián acercándose a su oído:

-¿Ves? Lo engañé.- ¡Cómo! No lo engañaste: le prometiste que pagarías.

- ¡Oh, Adrián! Pagaré si no me muero, pero si me muero, será eldiablo quien salde mis deudas.

-Si te mueres, es otra cosa. Pero no digas que lo engañaste,porque eso demuestra que te consideras un hombre sin honor.

-Quizá lo soy.-No, Stavro, no puedes engañarme: tú eres honrado.Stavro se detuvo bruscamente, empujó a su acompañante

contra una barda y, recobrando por un instante su verdadero ser, conuna mezcla de miedo y autoridad, le dijo:

- ¡Soy un hombre sin honor!

Hizo ademán de huir, pero Adrián, conmovido, lo detuvo atiempo y le dijo con voz ahogada:- ¡Stavro! ¡Quédate y dime la verdad! Veo dos hombres en ti.

¿Cuál es el verdadero? ¿El malo? ¿El bueno?-No sé -contestó y, desprendiéndose bruscamente de las manos

de Adrián, le dijo con rabia: -¡Déjame! -aunque pensando haberofendido al joven, añadió: -Ya te lo diré cuando crezcas...

 Y no se vieron más. Stavro, que recorría las ferias entre losmeses de marzo y octubre, no volvía a Braila más que para apro-visionarse, y sobrevivir de milagro, durante el invierno, con la ventade castañas asadas...

Encontrarse de nuevo con el viejo refresquero alegró tanto aAdrián como a los ríos pequeños debe alegrar encontrarse con losgrandes, y a éstos hallarse en el seno del mar.

Pero esta vez, Stavro no era el bromista de siempre. SatisfechoAdrián del nuevo mutismo, lo examinó atentamente, a la pálida luz dela noche. Nadie hubiera podido adivinar su edad, ni siquieraaproximadamente. Sin embargo, al verle con detenimiento, pudonotar que, ya en las sienes, sus rubios cabellos se tomaban grises.

-¿Por qué me miras así? -le dijo Stavro con enojo-. No estoy enventa.

-Ya lo sé; pero me gustaría saber si eres joven o viejo.-Joven y viejo, al mismo tiempo, como los gorriones.

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-¿Quieres mi bolsa de tabaco? -insistió Adrián-. Porque la formaen que caiga me hará saber de dónde vienes y a dónde vas, o cómote va en tu negocio.

-No importa de dónde vengo y a dónde voy. Mi negocio no anda

demasiado mal. Pero en estos momentos estoy un poco molesto -y, aldecir esto, golpeó amistosamente la rodilla de Adrián.-Es raro en ti -le contestó-. ¿Te preocupa la escasez de limones?-No, los limones no. Escasean los vagabundos honrados que

antes se encontraban tan fácilmente en la ciudad.-¿Vagabundos honrados? -exclamó Adrián-. Es una contra-

dicción: los vagabundos no pueden ser honrados...-Conozco a varios.Stavro se cruzó de piernas y se quedó mirando el suelo, sumido

en sus reflexiones. Adrián comprendió que hablaba en serio y le pidióuna explicación más precisa.

- ¿Para qué necesitas semejante vagabundo?-Para que me acompañe a la feria de S... el próximo jueves. No

soy yo quien lo necesita, pero me conviene encontrarle. Ya sabes quecuando voy a las ferias, me pongo junto al pastelero. Los campesinoscomen pasteles Y, luego, para apagar su sed, piden mi frescalimonada. Pero se debe echar a la harina de los pasteles un poco desal, para que den más sed... Ya ves cómo no tengo el menorescrúpulo. El pastelero, tu antiguo patrón Kir Nicolás. Él está deacuerdo, pero... ¡Kir Nicolás no puede dejar la tienda para venir a laferia! Aquí radica la necesidad de un vagabundo honrado que

acompañe a su empleado Mijail para que, mientras uno fría, el otrocobre. ¡Hace dos días que lo busco inútilmente!Stavro, con gravedad, concluyó:-Braila cada vez está más pobre en hombres.Con súbita decisión, Adrián dijo alegremente al refresquero:-¡Yo soy el vagabundo que buscas!Le miró asombrado:- ¡Cómo!-Palabra de honrado vagabundo. ¡Yo te acompaño! Y Stavro, imitando los saltos de un chango, exclamó:-Dame tu mano, hijo de una rumana ardiente y de un aven-

turero cefalonita... Eres digno descendiente de tus antepasados...-¿Qué sabes tú de mis antepasados?-Oh, nada, pero fueron seguramente grandes granujas.El refresquero besó al joven pintor y, tomándolo del brazo, lo

arrastró con él.-Vamos de inmediato con Kir Nicolás para darle la buena

noticia. A más tardar, saldremos mañana domingo para llegar a S... elmartes, y poder, con tiempo suficiente, instalarnos en un buen sitio.Son dos días y dos noches de camino. El viaje lo haremos en un cochecon la rapidez o la lentitud que nos marque la calidad del vino de losmesones que encontraremos por el camino.

La aparición del refresquero de feria y de su nuevo cómplice7

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causó una áspera discusión en la pastelería. Stavro, en turco, gritabahasta perder el aliento. Kir Nicolás, confuso, temía que el charlatánquisiera engatusarlo. Adrián, que no comprendía el turco, escuchabaaquella disputa con la vaga sensación de que él la había provocado.

Al fin, Mijail logró poner orden entre ellos y Kir Nicolás levantó loshombros con aire de indiferencia, mientras Stavro, más tranquilo,replicó en períecto griego:

-No se preocupen por lo que su madre pueda decir... Si yohubiera tenido que acomodarme a los deseos de mi madre, lesaseguro que habría pasado los cincuenta años de mi vida sin sabertodavía cómo sale el sol más allá de Braila. ¡Las madres son todasigual! Quieren que vivamos su vida, que disfrutemos con susplaceres, que gocemos con sus alegrías. Y, después de todo, ¿quéculpa tenemos si nos mostrarnos tal como nos han hecho? ¿Verdad,Adrián?

Mijail interrumpió, también en griego:-Muy razonable lo que dice, pero nosotros, que no conocernos a

la madre de Adrián, tenemos derecho a suponer que se trata de unaexcepción. Yo, por mi parte, opino que debe solicitarse el permiso desu madre. Y, si lo concede, yo seré el primero en alegrarme; pero, silo niega, no iré a la feria.

Ante declaración tan terminante, salió Adrián como rayo enbusca de su madre. Al llegar a su presencia se detuvo confundido enmedio de la habitación. Con los ojos humedecidos y las mejillasencendidas, no sabía por dónde empezar. Quiso hablar y no pudo;

pero su madre se le adelantó preguntándole:- ¿Ya tienes algo nuevo que pedirme?-Sí, mamá...-Si has de empezar con la misma cantinela de siempre, haz lo

que creas conveniente pero trata de no destrozarme demasiado elcorazón. Y será mejor que te olvides de mí. No vuelvas a ocuparte detu madre.

-Pero mamá, no se trata de nada que pueda hacerte daño.Llevo ya sin trabajo ocho días; lo más probable es que esta situaciónse prolongue, y para ganar lo perdido quisiera acompañar a Mijail a laferia de S. Al mismo tiempo podré conocer ese lugar tan hermoso.

-¿Irán solos?-Sí..., bueno, no: vendrá... Stavro...-¡Claro! ¡Muy bien! Para ti también ese es un filósofo, verdad? Y, como Adrián guardaba silencio, añadió:-En fin, sea como quieres. Puedes ir.-Pero ¿estás enojada mamá?-No, hijo mío, no estoy enojada.

Salieron el domingo, como habían acordado.Desde las puertas de sus casas, todas las comadres de la calle

Grivitza, vecinas del pastelero, curioseaban, con sus mirada,impertinentes, los preparativos de la partida.

A las cuatro de la tarde llegó Stavro con su tartana y todo lo8

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necesario para su negocio. Dentro del barril que le servía de depósitode agua, había colocado cuidadosamente el azúcar, los limones, losvasos... Ante la tienda de Kir Nicolás, ayudado por éste y Mijail, cargólos ingredientes de los pasteles: una olla de regular tamaño, un

hornillo portátil, dos costales de harina, algunas latas de aceite ydemás sartenes. Preparó también un asiento para tres personas.A fin de impedir que los nutridos grupos de curiosos, formados

en la calle se rieran de él, Adrián salió con su madre media hora antesde la llegada de Stavro. Se separaron en la calle de Galatz: la madre,a casa de una amiga y Adrián hacia la carretera por la que debíapasar la tartana.

-Ya ves, hijo mío -le dijo, abrazándolo con tristeza-, respeto tuvoluntad; pero quizá algún día te arrepientas de lo que haces. El cortoviaje que vas a emprender abrirá en ti el insaciable deseo de seguircorriendo mundo, y entonces los viajes deberán ser, cada día más

largos. Y, no hay garantía de felicidad en lo que semejante porvenir tereserva. Tengo la seguridad de que los dos lloraremos un día. Dios nolo quiera.

Adrián no tuvo tiempo de contestar, sólo de seguir, inmóvil, conla mirada a su madre, quien, sin volver la cabeza, continuaba elcamino recto, tan recto como recta, sencilla y dolorosa fue su vida: dela única cosa en que aparecía como culpable, no sentía ningúnarrepentimiento a pesar de haberlo pagado bien caro. La cabezacubierta por una mascada; una blusa sencilla, de tela barata; unpaquete en la mano derecha, y sujetándose con la izquierda sus

faldas largas que levantaban un poco de polvo, andaba con los ojosfijos en el suelo, como si buscara algo que si aún no había perdido, yaiba perdiendo poco a poco.

¡Pobre hermano mío, pobre Adrián...! Estás temblando.,. Acu-rrucado sobre el cojín que te sirve de asiento en esa vieja tartana conStavro a tu derecha, que lleva el caballo a trote, mientras canta enarmenio una melancólica canción, y apoyado sobre el hombro deMijail que fuma a tu izquierda en profundo silencio, tú, mi buenamigo, tiemblas... ¡Y no es el frío lo que te hace temblar! ¿Acasotienes miedo? ¿Te asusta ese incierto soplo de tu destino que te

empuja, no hacia la feria de S, sino hacia el gran enigma de tuexistencia apenas comenzada...?Entre dos filas de árboles, tras de los cuales se extendían por

ambos lados inmensos campos de trigo, a la melancólica luz de uncrepúsculo que anunciaba la tempestad, seguían su camino y seguíatambién Stavro entonando en armenio sus lamentos.

Mijail y Adrián lo escuchaban sin entender, pero sentían sudolor. La noche llegó para acunar con su profunda calma a los tresviajeros sumidos en sus propios pensamientos... Y continuaron elcamino, dejando atrás aldeas y caseríos que sucedían a otras aldeas ya otros caseríos, nidos miserables de tristeza y de felicidad, envueltospor la oscuridad e ignorados por el universo entero.

La vacilante luz de la linterna, descubría por instantes algunos9

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parajes rústicos y míseros que desaparecían para no volverse a ver jamás.

Un perro que ladraba furioso. Una cortina levantada por algunafigura humana que deseaba averiguar la causa de aquel inusitado

ruido en la carretera. De trecho en trecho, viejas cabañas envejecidaspor la intemperie y corrales de bardas desvencijadas.Cada dos horas, Stavro se detenta en alguna fonda. Se frotaba

los ojos y daba de comer al caballo; lo cubría con una manta y,seguido de sus dos acompañantes entraba a la fonda, dondebromeaba con los campesinos, y reía a carcajadas de sus propiasocurrencias. Se hacía servir un litro de vino y pedía una bolsa detabaco para, después de haber liado un cigarrillo con aire grave,dejarla rodar por el suelo.

Notó Adrián que Mijail, quien sólo hacía dos días conocía aStavro, discreta, pero constantemente lo observaba, y , aprove-

chando una corta ausencia del refresquero, dijo a su amigo, engriego:

-¡Qué loco está! ¡Tanto ruido para no decir nada!Gravemente le replicó Mijail:-Ese ruido quiere silenciar algo en alguna parte: no sé en

dónde... Este hombre oculta algo inconfesable.

Llegaron, luego de siete horas de marcha continua y casi siem-pre al trote, alrededor de las doce, de una noche de atmósferapesada, que ya dejaba escapar ligera lluvia, al pueblo de S...,

envuelto por las tinieblas, y del que no pudieron distinguir sino unacuadrilla de miserables perros que no cesaban de ladrar en las patasmismas del caballo. Stavro los alejó a latigazos y dirigiendo elcarruaje con segura mano, a pesar de la oscuridad, llegaron a unaposada cuya puerta estuvo a punto de derribar el caballo. Desde suasiento, Stavro llamó a la ventana:

-¡Gregorio... ¡Gregorio!Luego de un largo rato, se abrió la puerta y Stavro prorrumpió:-¡Pascuas evangélicas y todos los santos apóstoles! ¿Querías

dejarnos en la calle para que hiciéramos los pasteles y la limonadacon el agua de la lluvia? ¡Ábrenos pronto!

El posadero, murmurando algo incomprensible, tomó lasriendas del caballo, y los condujo.Los tres forasteros, precedidos por el posadero, penetraron

hasta una de esas carciuma rumanas como la del tío Anghel, endonde se come, se bebe, se fuma y se habla sin parar de muchascosas, buenas o malas, según la calidad y la edad de los hombres y laclase del vino que se sirve.

-Comamos bien -dijo Stavro una vez instalados- pero noperdamos el tiempo en hablar. Debemos dormir para salir mañana alamanecer. Así por la mañana, con el cuerpo y el espíritu reposadospodremos contarnos cuentos embelesados ante la salida del sol,porque mañana será un buen día.

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El dueño de la posada se sentó a beber con Stavro y le pre-guntó si iba a la feria de S..., añadiendo jovialmente:

-¿Sigues engañando clientes con saborizantes en lugar delimones?

Stavro le miró fijamente mientras continuaba comiendo, ydespués de unos momentos contestó con brusquedad:-Y tú, bandido, ¿con alcohol y agua de la fuente preparas el

aguardiente y envenenas a los campesinos para engordar tu panza?-Pero, Stavro -interrumpió Adrián, extrañado-, yo te he visto

comprar azúcar y limones. ¿No era para preparar la limonada?-Es para tapar los ojos de los clientes –y en griego, añadió-: Ya

ves cómo soy un miserable embaucador. Y esto no es nada.Mijail y Adrián cruzaron entre sí una mirada de inteligencia, y

los ojos escrutadores del primero contestaron a los ojos interrogantesdel segundo:

-Aquí hay gato encerrado.Los tres se levantaron, y el hostelero, con una caja de cerrillos y

una vela, les condujo al granero en donde debían pasar la noche.Extendieron las mantas llamadas rogojinas y se acostaron ves-

tidos, con el estómago lleno y mareados tanto por los efectos del vinocomo por el cansancio.

-Si fuman, tengan cuidado con el fuego -les dijo el dueño alalejarse. No les dejó ni vela ni cerillos.

Cinco minutos después los tres se habían dormido.

¿Qué hora podría ser? Adrián no hubiera podido calcularla, peroen lo más profundo de su sueño, sintió que una mano le tocaba elhombro y subía después hasta su cara. Entreabriendo un instante suspesados párpados, apenas pudo distinguir si estaba en su casa o enel pajar de una granja, y se volvió a dormir. Pero al poco rato sintió denuevo la mano pasar por su cara, mientras alguien le daba unardiente beso en la mejilla derecha. Esta vez Adrián despertó porcompleto. ¿Qué significaba aquello?

En medio de la oscuridad de la noche, imaginó la posición desus dos compañeros: a su derecha Stavro y Mijail a su izquierda.

-¿Stavro me ha besado?

Mientras se hacía estas reflexiones, una idea se apoderó de sucerebro, pero, rechazándola, se dijo a sí mismo:-No, no puede ser; no es posible. Con toda seguridad estaba

soñando y he creído que me besaban.Algunos minutos después sintió de nuevo cómo la mano de

Stavro le tocaba el pecho y, con voz ahogada pero sonora, lointerrogó:

-¿Qué quieres Stavro? ¿Qué buscas?Estas preguntas, aunque en voz baja, resonaron en la soledad y

el silencio de la noche como si hubieran sido pronunciadas debajo deuna cúpula, y, sobresaltado, el refresquero le dijo con voz temblorosa:

-¡Cállate!-Pero, ¿dime lo que quieres? Habla -repuso Adrián-. ¿Me

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besaste? -exclamaba cada vez con mayor asombro .-¡No grites! -le dijo Stavro apretándole fuertemente el brazo.Siguieron, instantes de silencio y de miedo. Entonces Mijail, con

voz muy clara, que indicaba que estaba períectamente despierto,

dirigió en turco una pregunta brevísima a Stavro, quien al principio nocontestó, limitándose luego a pronunciar unas ambiguas frases.Mijail insistió y Stavro replicó esta vez más extensamente que a

la anterior pregunta. De nuevo el primero le interrogó con más vigor,contestando el segundo con palabras secas. Mijail, reflexionando,calló unos instantes. Pero de pronto, levantando la cabeza,apoyándose sobre un codo y como buscando los ojos de Stavro, lehabló con calma. Stavro molesto, le atajó brutalmente.

Adrián presenciaba aquella escena sin comprender palabra.Había conocido a un Mijail siempre bondadoso, y, al verlo tan

exaltado, dudaba de que fuera el mismo de antes. Con frases breves

pero enérgicas, luchaba contra Stavro, quien, no menos enérgico ybrutal, se defendía.

En medio de la oscuridad, las palabras se cruzaban, violentas, ychocaban produciendo chispas como espadas en combate. Seadivinaba en la sombra que las cabezas de los contendientes seacercaban hasta casi tocarse; que sus ojos se buscaban impotentes;que se movían los brazos en ademanes amplios.

En el corazón de Adrián, las vocales de la lengua turca resona-ban como los gemidos del oboe mientras sus consonantes, duras ynumerosas, como el batir del tambor.

Adrián comprendió la verdad. Comprendió también que Mijailtenía acorralado a Stavro. Una gran piedad por este último le oprimióel pecho y le hizo estallar en lágrimas. Sollozando, dijo:

-¡Hablen en griego, yo no entiendo ni una palabra!Su dolorosa explosión cortó la disputa. Un pesado silencio siguió

a la nueva pregunta de Adrián:-Stavro, ¿por qué has hecho eso?El refresquero de feria, volviéndose hacía el joven, le contestó

con voz ahogada:- ¡Ah, mi buen amigo! ¡Porque no tengo honor! ¿No te lo había

dicho?

-Eso es peor que la deshonra -replicó Mijail-. Eso es perversión.Violencia contra todo equilibrio y armonía: usted ha viciado eseequilibrio. Y comete el peor de los crímenes cuando quiere propagar,extender su vicio.

 Y tras una pausa, Mijail añadió con firmeza:- ¡Pida perdón a Adrián! De lo contrario, me largo de inmediato.Stavro no contestó. Se hizo un cigarrillo y, tras encenderlo, los

dos amigos vieron períilada su cara con un aspecto completamentedesconocido. La boca más grande y la nariz más larga que decostumbre: los bigotes se mantenían erguidos, contrastando con susojos hundidos y su palidez. Stavro no levantó la vista ni siquieracuando ellos, prendieron sus cigarrillos.

Afuera, los ladridos de los perros y el canto de los gallos po-12

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blaban el aire de la noche.-Sí -empezó diciendo Stavro, al cabo de un largo rato, cuando

empezaba ya Mijail a impacientarse-, pediré perdón sinceramente aAdrián.. Dije sinceramente, pero sin humillarme y no sin que antes me

hayan escuchado. Entonces comenzó su historia.

Han dicho perversión, violencia, vicio... y creen aplastarme bajola vergüenza que encierran esas palabras. Sin embargo, dije y repitoque soy un hombre sin honor, y entiendo por eso hacer el malconscientemente. Pero de aquí a la perversidad, a la violencia o alvicio... ¡Ah, mi buen Mijail! Esto se hace y lo vemos todos los días anuestro alrededor sin que nos rebelemos. Esto ha entrado ya ennuestras costumbres; se ha convertido en una regla de nuestra vida,y yo soy sólo uno más de quienes llevan esta manera de vivir.

Desde mi infancia todo fue a mi alrededor perversidad, vio-

lencia y vicio. Yo resistía instintivamente; mi inclinación no mellevaba por esos senderos; quise no recorrerlos pero me vi empujadopor la fuerza arrolladora de los acontecimientos.

Lástima el verse obligado a hablar contra uno mismo, pero voya aprovechar que estamos en medio de la noche, como sihabitáramos en el reino de los topos, no para defenderme, porque ladefensa no la necesito, sino para que yo, el inmoral, dé una lecciónsobre la vida a ustedes, los morales, y en particular a ti, Mijail, quecrees conocer la vida, más, mucho más de lo que en realidad laconoces.

Soy un hombre inmoral y deshonesto. Por cuanto toca al honor,yo mismo he proclamado carecer de él, pero por cuanto a inmoralidadse refiere, nadie fuera de mí tiene derecho a juzgarme. Yo seré mipropio juez, aunque, en verdad, ¿quién es el que debe ser juzgado?Una circunstancia de mi vida, la aventura de mi casamiento, que voya contarles, les proporcionará elementos para comprender.

Alrededor del año de 1867, poco después de la entrada delpríncipe Carlos, entraba yo también en mi país, aunque no en calidadde príncipe como él, sino con el corazón hecho pedazos por la trágicapérdida de mi hermana mayor, y herido por doce años de aventurasque corrí buscándola a través de Anatolia, Armenia y la Turquía

europea.Lástima que no pueda exponerles mi infancia, así como la triste

desaparición de mi hermana y las circunstancias de mi perversión.Sería demasiado largo; quizá algún día pueda hacerlo, si quierencontinuar teniéndome por amigo. Aunque les advierto que si merechazan me resultará completamente indiferente.

  Tenía yo veinticinco años. Poseía una pequeña cantidad dedinero y hablaba tres idiomas orientales, aunque casi habia olvidadoel rumano. Los que siendo niño me trataron, no podían reconocerme,y así logré pasar inadvertido.

Con documentos que acreditaban mi calidad de raia, esto es, desúbdito otomano, y hablando mal el idioma de mi propio país, me

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resultó fácil hacerme pasar por extranjero.¿Por qué volví a mi patria? Por nada y por algo grande. Por

nada, porque ya no existía ninguna raíz que me ligara a la tierra endonde arrancó mi vida y me hallaba bien en el extranjero. No

obstante, este bienestar era más aparente que real; llevaba una vidalibre, errante, al propio tiempo que encenagada por el vicio. De lamujer, aparte la madre y la hermana, no conocía nada: la esposa, laamante, eran para mí completamente desconocidas, y, sin embargo,las deseaba con ardor... Este deseo me devoraba y temía al propiotiempo acercarme a ellas...

He aquí, Mijail, algo que desconoces, y, sin embargo, ¡cuángrande y punzante es el daño que causa a nuestra vida de hombres!

Cuando se ve a un hombre sin un brazo o en muletas, sin pre-guntar por la causa, en el acto sentirnos compasión por él; pero alhallarse ante un mutilado del alma, cuyo corazón se ahoga bajo el

peso de su dolor, nadie experimenta la menor compasión... Todos seapartan, y, sin embargo, es el fundamento mismo de la vida, lo que lefalta al enfermo del alma. Lo que a mí me ha faltado...

Volví a Rumania para pedir ayuda a todos aquellos cuyas cos-tumbres son conforme a la norma. Me ayudaron, sí, pero en seguidame retiraron su apoyo, vergonzosamente. Les voy a contar cómoocurrió:

En cuanto llegué a mi país reemprendí mi oficio de salepgdi,vendedor de bebida caliente a base de harina de salep, recorriendomercados y ferias, siempre fuera de Braila. Algunas veces me

acerqué a sus alrededores, pero prefería alejarme de la ciudad. Enella nadie sabía cuál era mi profesión y, por lo tanto, ignoraban mismedios de vida. Secretamente compraba el salep en la tienda de unturco que me creía compatriota suyo.

Así ganaba mucho y trabajaba poco, no faltándome el apoyo deloro que en mi cinturón llevaba, lo cual me permitía conocer a genteque, sólo con el trabajo, no hubiera podido disfrutar.

Vestido de ghiabour , de hombre rico, y pagando siempre sinfijarme en los precios; bebiendo unas okas de vino unas veces aquí,otras allá, un buen día me metí en el viejo barrio de Braila, llamadoOulitza Kalimeresque, y encontré un lugar como el inútilmente

buscado desde mi llegada al país hacía cerca de un año. Lo frecuenté.Algunas veces el sabroso vino me lo servía una bella crásmaritza, hijadel dueño. El vino era exquisito y me convertí en un fiel cliente, presade las llamas que lanzaban los ojos negros del ídolo.

Claro está que fui prudente en aquella austera casa. Eran ricosy aborrecían a los extranjeros aunque a ellos debieran su fortuna.Porque conocía este sentimiento, me ocupé ante todo de procurarmedocumentos de nacionalidad rumana, facilísimo en un país dondetodo puede conseguirse mediante una discreta propina.

De la noche a la mañana enterré al vendedor de salep, Stavro,e hice nacer a Domnul Isvoranu, mercader de cobres de Damasco.Nombre y profesión gustaron tanto que pronto me vi rodeado por lasmayores atenciones.

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La madre de la joven había muerto hacía poco. El padre, unviejo severo, se hallaba aquejado de una enfermedad en las piernas.

 Tres meses después de visitar la casa, una noche, sin sabercómo, me vi cenando en familia. Conocí esa noche a una anciana, tía

de la hermosa joven, que reemplazaba a la difunta madre y prodigabasin cesar caricias a su sobrina a quien parecía idolatrar. En la mesa sehallaban, además, dos robustos muchachos hermanos de la joven. Enla conversación que sostuve con ellos, me convencí de que es buenocuando se miente, no hacerlo sino a medias, porque precisamente losdos eran comerciantes en tapicerías y cobres de Damasco,establecidos en Galatz.

Fue una suerte para mí conocer Damasco y conocer su propiaprofesión mejor que ellos mismos, porque yo había vendido tapiceríasy cobres de Damasco. Durante la cena se habló mucho con relación aello. Me extendí contándoles historias de Anatolia, insistiendo en

resaltar cuánta tristeza se oculta bajo las bellas filigranas de lastapicerías y cobres de Damasco. Les expuse el mudo dolor de lospobres obreros que las fabrican, especialmente los niños y los viejos:los niños que empiezan a trabajar a los cinco años y los viejos, quecasi ciegos, tienen que seguir en sus tareas. Los primeros ganan dosmétélik  por día, ignorando por completo qué es la infancia, yentrando ya en la vida por las puertas del suplicio. Los segundosacaban sus días desfallecidos, no teniendo derecho ni al descanso nia la serenidad de la vejez.

Mis historias divertían a la joven cuando eran alegres, y la

hacían llorar cuando trataban de cosas tristes. Los demás tenian tanduro el corazón, que únicamente me escuchaban por pasar el rato.Ello me disgustó hasta el punto dc arrepentirme por haber

aceptado su invitación y estuve tentado de irme en seguida; pero almomento reflexioné: yo iba a aquella casa porque la hija me gustabay era con ella con quien quería casarme y no con los otros.

Hasta ese momento, mis relaciones con ella se limitaban acontarle cuentos.

Dos meses después de aquella noche... podía yo considerarmecomo íntimo de la familia. Aislados casi de todo trato, se respirabaentre ellos una pesada atmósfera, de la cual era víctima principal la

dulce criatura que yo amaba. Todas las noches iba a pasar a su lado dos o tres horas delicio-sas, durante las cuales le refería historias, le cantaba chistes yalgunas veces llegué a entonar canciones orientales, melodiosas ytristes. Su tía y su padre se aficionaron pronto a mí y me recibían congusto. En cuanto a la hija, enardecida por la pasión de mis relatos, nose cansaba nunca de oír más y más historias, más y más canciones.

El padre había expulsado del establecimiento a los clientes quearmaban camorra y aun a los que levantaban un poco la voz, por locual era raro que alguien se parara por ahí.

Se concretaron a vivir casi exclusivamente en las habitacionesinteriores del establecimiento. La tía, que era la encargada dearreglar la casa, sentada en un rincón, vigilaba a través de la vidriera

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la tienda un poco oscurecida por las cortinas, mientras cosía la ropa.Su sobrina bordaba y el padre permanecía tendido sobre la cama, aveces durmiendo, otras gimiendo y algunas otras, sentado en un sofáa mi lado, escuchaba cuanto quería contarle. Más simple que un

cordero, todo se lo creía, por inverosímil y monstruoso que fuera, yme fue fácil presentármele como mejor me convino. Vio en mí alhombre inteligente que necesitaba para su negocio.

El rumano no es comerciante: esclavo de la tierra, dedica a sucultivo todo afán. Esta circunstancia favoreció mis planes. El viejoquería casar a su hija con un buen comerciante, problema de difícilsolución, porque aborrecía a los extranjeros. Fue natural que seconsiderara dichoso de poder entregar a su hija a un rumanoconocedor de varios idiomas, y capacitado al propio tiempo para darconsejos a sus dos hijos, que eran, en verdad, tan estúpidos como él.Muchas veces me preguntaba cómo habían podido acumular

semejante riqueza, hasta saber que su difunta madre sí estabadotada de talento para los asuntos comerciales, de los que siemprehabía llevado la dirección. La hija poseía el mismo temperamento quesu madre, pero desde su muerte la casa languidecía.

Mi aparición purificó el aire y la alegría apareció otra vez enaquella familia. El viejo me cansaba con su constante aceptar todasmis historias, y también los dos hijos que, cada quince días, venían apasar el domingo, mareándome a preguntas sobre lo único para ellosinteresante, negocios. Si les hablaba de otro asunto, o no escuchabano se reían sin causa, como idiotas.

Para asegurarse de la honradez de mi amistad, se les ocurriósometer a prueba mi sinceridad y desinterés con el vulgar ardid depedirme, una vez, dinero, y en otra ocasión, de confiarme el suyo. Enlos dos casos les satisfice, mientras, para mis adentros, comprobabaque el dinero y los tontos son gemelos.

La anciana hermana de la difunta no reía ni lloraba nunca. Eran,en cambio, insoportables sus preguntas sobre la situación de misnegocios. Durante algún tiempo pude desviar estas enojosascuestiones; pero llegó a serme imposible porque mis evasivasempezaban a despertar sus sospechas. Cantaba con la confianzaabsoluta de los tres amos de casa, padre e hijos, y esto era lo

esencial. Ello me permitió contestar a la tía que mis negocios no ibanbien, sobre todo desde hacía un par de años, por falta de capitalsuficiente.

 Tampoco mentí en esto sino a medias, porque si verdadera-mente hubiese dispuesto de un buen capital, mis negocios en cobresse hubieran desenvuelto con la amplitud que requiere este comercio,el más remunerador en aquella época. Nunca dije que fuera rico y así,sin contradicción en mis palabras, no me costó que me creyeran.

Inútil decir que lo único en aquella casa que me satisfacía yllenaba de gozo mi corazón, era la bella Tincoutza: la única que mecomprendía y me estimaba, la única que me trataba con franqueza,en aquella casa donde todo era doblez y falsedad. Libre, sin apego aldinero, habituado a las violentas corrientes de la vida que barren los

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miasmas de las miserias humanas, no podía hallar más atractivo enaquel hogar viciado por el egoísmo y la idiotez, que aquella hermosa joven, quien, como yo, amaba intensamente la libertad.

Algunas noches nos quedábamos casi solos. Después de cerra-

do el establecimiento, la tía se acostaba y Tincoutza, sentada frente amí, cerca de su padre, quien no daba más señales de su presenciaque sus dolorosos gemidos, lo único que nos advertía si dormía o sehallaba despierto, inclinada sobre el bastidor, me decía, levantandohasta mi su penetrante mirada que me conmovía de pies a cabeza:

-Cuénteme algo, señor Isvoranu, algo triste.A lo que replicaba su padre, cuando aún no dormía:-Que no sea triste. Me aburren los cuentos tristes.-Entonces cuénteme algo alegre -añadía la joven.-Algo que deje satisfechos todos los gustos -decía yo. Y

recuerdo que una vez les conté esta historia:

El año pasado me encontraba con mis mercancías en la feria decierto pueblo, situado a orillas del Jalomitza. Ustedes saben que enuna feria es prudente estar bien con todo el mundo. A menudo suelenhacerse amistades que duran sólo los días de la feria y que seterminan tan rápidamente como se empezaron. Y, desde luego, es enellas más fácil que un comerciante se encuentre con otrocomerciante, que un cadáver con su enterrador.

-Hombre, eso es gracioso -farfulló el viejo. Yo me adaptaba a esa regla de conducta, cuando trabé cono-

cimiento con un comerciante llamado Trandafir; un zíngaro cuyo

aparente negocio consistía en la venta de collares, aunque enrealidad era atraer a campesinos para engañarles con un juego de lascartas.

Este pillo llegó a interesarme. Con sus collares colgados delbrazo se ponía junto mi puesto y permanecia sin decir palabra,fumando una pipa enorme y escupiendo con abundancia, hasta que,asqueado, acababa por correrlo de mi lado. Se mezclaba entoncescon la multitud y gritaba: "¡Collares! ¡Collares!", en tanto que suatención se dirigía a atisbar a los campesinos que por su aspecto leparecían víctimas propicias para su juego, y aquel que se ponía alalcance de sus manos, saldría seguramente trasquilado.

La simpatía que, a pesar de todo, me inspiraba, y con la in-tención de que se ganara la vida de una manera más digna, me hizoproponerle que cambiara de oficio.

-¡Cómo! -me contestó-. ¡Ah, ya comprendo! Quieres asociarmea tus negocios...

-No -le repliqué-. No quiero asociarte a mis negocios; peropuedo ayudarte a que seas un salepgdi. Se gana bien, no lo dudes.

-¿De verdad? -repuso con ironía-. Por mucho que se gane,nunca me permitirá añadir un nuevo ducado al collar de ducadosimperiales de mi bella Miranda. Y mi Miranda se iría con otro, porqueno ignoras que el amor es frágil y veleidoso.

 Tenía tazón. La venta de salep no da ducados, mientras que suscartas le daban tan buenos resultados, que en una sola tarde ganó

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cinco. Pero esa vez los ducados dejaron tras de sí la estela de estadivertida historia.

El joven campesino a quien se los ganó no quiso conformarsecomo otros con su pérdida y no se apartaba de Trandafir, en una

verdadera persecución. Este, tratando de desprenderse delcampesino, emprendió la carrera, y el otro salió tras él, desesperado.Corriendo llegaron hasta mí para que fuera árbitro. El campesinoargumentaba:

-Si no quiere devolverme mi dinero, que me enseñe su oficio. Sí,señor, su oficio; y entonces yo podré hacer lo que él.

 Trandafir levantaba los hombros y replicaba:-Está loco, este cojane. ¡Qué béléa, qué molesto...!-O me devuelves mi dinero o me enseñas tu oficio -insistía

FALTAN PÁGINAS 28 Y 29 DEL ORIGINAL

No hubiera querido pedir la mano de Tincoutza antes de estarseguro de mi curación; pero otro pretendiente se adelantó, pre-cipitando los acontecimientos. La muchacha, clara y terminantementemanIfestó que no quería casarse más que conmigo, y entonces elpadre me exigió que explicase mis intenciones.

Imposible eludir la respuesta; por otra parte ¿qué decirle? Lasola idea del casamiento me horrorizaba tanto como los suplicios delinfierno. Hube de valerme de evasivas, de confusas razones... Pero lapobre Tincoutza, ofendida en su orgullo, se saltó a llorar tan

amargamente que me desgarró las entrañas.El padre atribuyó mi turbación a que yo no era rico y trató deanimarme:

-Puede llegar a serlo algún día trabajando aquí. ¿Entendieron? Tanto el padre como la tía y los hermanos, creían que buscaba

su dinero.Derecho al precipicio, tuve que pedir formalmente la mano de

 Tincoutza. La casa despertó de su letargo y todo en derredor fue  júbilo, en tanto yo me sentía perdido. Los días que sucedieron a lapetición de mano, fueron para mí como los últimos días de uncondenado a muerte. Tincoutza, embelesada, me decía:

-¿Es la emoción lo que te deprime de tal forma? ¡Oh, cuan felizsoy, Isvoranu!

¡Pobre niña! Traté de animarme y mostrarme jovial, haciendo mil bromas de

la mañana a la noche. El cambio era visible y, a pesar de misesfuerzos, bien se entendía que no era el de antes. La noche de losesponsales estuve a punto de desmayarme, lo que intrigó algo a laparentela presente, aunque pronto le hallaron explicación... la mismade siempre: la emoción. Me llenaban con palabras de afecto,instándome a que les contara algo.

No podía complacerles. Me sentía incapaz de coordinar misideas. Mi lengua se negaba a articular palabra.

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Al fin, la presencia del cura que presidió el cambio de anillos yque en nombre de la Iglesia nos deseó la felicidad, me sugirió unaanécdota.

Se trataba de algo ocurrido entre un pope y unos jornaleros

contratados a su servicio. Un día, el sacerdote se quejaba de que susobreros, además de burlarse de él, iban muy lentos en sus trabajos. Yo le aconsejé:

-Padre, si quiere que trabajen más de prisa, hay que emplear elúnico medio posible...

-¿Cuál, hijo mío?-Blasfemar fuerte, muy fuerte, como un carretonero.-¡Oh, no, hijo mío! Nosotros no podemos blasfemar. Es un

pecado...-Evidentemente es un pecado; pero un pecado absuelto por el

arzobispo de Bucarest, siempre que alguna circunstancia lo vuelva

indispensable.El pope, estirado, sin pronunciar palabra, me miraba fijamente;

pero los demás asistentes, intrigados ya, pidieron todos a una:-¡Cuenta, cuenta! ¿Qué pasó...?No me hice del rogar y proseguí:-Cierto día que el arzobispo de Bucarest tenía que trasladarse a

una ciudad, para celebrar una solemnidad, se enganchó el mejorcarretón, y Su Beatitud subió en él. Pero el carretonero no estabamuy satisfecho de su preeminente viajero, a pesar de la buenapropina que le esperaba. Ya se sabe que un carretonero no puede

manejar sin lanzar blasfemias. Restallar su látigo en el aire,prorrumpir en una serie de blasfemias y lanzar los caballos a trote,todo era uno. Mas esta vez no se atrevía a hacerlo así, temiendo larepresión del prelado. Mordiéndose los labios cada vez que unamaldición asomaba a ellos, guio las caballerías lo mejor que le fueposible durante tres horas por un difícil camino; pero al llegar al pasode un vado, rehusó seguir adelante. Sofocado y rojo de cóleraabandonó las riendas de sus cuatro caballos, decidido a reivindicar elderecho a blasfemar costara lo que costara. El carruaje quedó paradoun largo rato y el arzobispo empezó a impacientarse. Al cabo dealgunos minutos, el viajero asomó la cabeza por la ventanilla y

preguntó la causa de aquel alto.Descubierto, humilde y tímidamente, el carretonero explicó alanciano prelado:

-Es que... Altísima Santidad..., los caballos están acostumbradosa mis blasfemias, y como ante Vuestra Santa Presencia no puedo jurar, no me reconocen y no quieren pasar el vado.

El arzobispo le dijo paternalmente:-¿Por qué, hijo mío, no les gritas: ¡Eh, bravos caballos, adelante,

adelante...!El cochero, con malicia, repitió:- ¡Eh, bravos caballos, adelante, adelante…!Los caballos se quedaron inmóviles, como clavados en el suelo.-¿Son los juramentos el único medio para que anden? --in-

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terrogó Su Beatitud, agotada toda su paciencia.-Ya lo dije, Santo Padre. Estos caballos, con lo único que no

pierden el trote, es con pienso y con blasfemias.-Entonces -replicó el prelado- blasfema, hijo mío. Quedas

absuelto de pecado.Al oír esto el carretonero, de un salto ocupó de nuevo suasiento, tomó alegre las bridas, sacudió fuertemente su látigo y, conuna voz capaz de asustar a los muertos, gritó:

-¡Eh, vamos! ¡Por las babuchas de la Virgen! ¡Por todos lossantos iconos' ¡Por los catorce evangelios y los sesenta sacramentos!¡Que los doce apóstoles y los cuarenta mártires de la Iglesia meoigan! ¡Vamos! ¡En marcha ya, voto a Dios y al Santo Espíritu!

El carretón cruzó el vado como una veloz golondrina. Ya en laotra orilla, el arzobispo asomó de nuevo la cabeza y dijo al conductor,que le miraba con aire triunfante:

-Ya veo, buen hombre, que tienes bien educados a tus caballos:pero, por lo que he podido oír, tu instrucción religiosa es bastantedeficiente: no son catorce los evangelios, sino cuatro, y siete lossacramentos en vez de sesenta.

- Vuestra Santidad tiene razón. Lo sé, no lo echo en olvido. Masha de saber, Alta Eminencia, que cuatro y siete son palabras muycortas para blasfemar como conviene en estos casos. Por esoaumentamos el número de lo que sea preciso, acomodando la religióna nuestras necesidades profesionales.

La carcajada que esta anécdota obtuvo entre los presentes,

turbó al pope, quien, desconfiado, me observaba a hurtadillas. Peroyo había quedado un poco más tranquilo y Tincoutza, radiante yorgullosa de mí, no apartaba sus ojos de los míos.

¿Por qué avanzaron las cosas con la rapidez de vértigo que mearrastraba hacia el desastre?

El drama estaba cerca; sentía su aleteo e, impotente, lo espe-raba... ¿Por qué no me escapé...?

El drama espantoso, largo, desgarrador, interminable, estallótres semanas después. Los besos de mi mujer amada debieron ser elconsejo de que abandonara aquellas tierras y fuera nuevamente a

perderme en el gran torbellino del mundo.La boda llegó al fin, y la tragedia comenzó.La ruin fechoría, el monstruoso crimen que arrasaron mi vida y

la de la inocente Tincoutza, llevan a eso que tú, Mijail, has llamadoesta misma noche perversión, violencia y vicio y al desprecio de lasbestias que, por caminar en dos patas, se otorgan el derecho deimponer su moral, sus costumbres, sus tradiciones, envenenandonuestra vida y tiranizando a inocentes, no sólo como a mi casta novia,sino también como yo, inocente de mi mal.

Quizá no llegues al fondo de la cuestión, Mijail, porque ignorasla costumbre que existe en estos pueblos, en la noche de bodas. Unashoras después de acostarse los recién casados, las mujeres de lafamilia, y aun los extraños antes de retirarse, entran en la alcoba de

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los desposados, les obligan a levantarse, y encerrándoles en otrahabitación, extienden las sábanas del lecho conyugal. Avidamentebuscan la prueba irrefutable de la castidad de la joven esposa, pruebaque llevan en triunfo a la sala donde el resto de los invitados bebe las

últimas copas, en el indispensable banquete. Todavía hacen más. Yo vi en cierta ocasión, en la carretera dePectrol a Cazassou, una pandilla de energúmenos borrachos quellevaban, vociferando, como un estandarte triunfal, la sábana con laprueba de la virginidad de una recién casada.

Acompañados de un zíngaro que, como podía, tocaba un violín,iban después del triunfal paseo a presentar a la madre de la pobrevirgen, el "aguardiente rojo".

¿Conoces, Mijail, alguna otra costumbre más bárbara y másabominable? ¿Hay mayor perversión o más perversidad, más vio-lación o más violencia, más vicio o sadismo que sean más inhumanos

y más crueles que ese febril espectáculo, vergonzoso?  Yo lo conocía... No ignoraba nada de esas costumbres re-

pugnantes que me habían asqueado siempre. En la peligrosa hora enque mis sentidos me traicionaban, para mí era vital rechazar, mandaral diablo aquella funesta mascarada.

Llamé al padre y a la tía y les hablé. El padre, aunque partidariode la repugnante costumbre, no fue demasiado categórico; pero lavieja, se negó por completo y exigió que el rito fuera respetado, puesera una tradición, un honor nacional.

Llegamos al día señalado, una hermosa tarde de domingo y,

con el fasto de la época, fuimos a la iglesia, todo el mundo a pie, me-nos dos jinetes que abrían la marcha sobre sus caballos; tras ellos ibael portador de dos inmensos cirios de Moscú, transportados sobre unagran bandeja de plata cincelada con incrustaciones de oro. Seguíantodos los demás. A la salida de la iglesia, los dos caballeros volvierona la cabeza de la comitiva, dispararon sus pistolas, hicieron ondearlos distintivos anudados en sus brazos, caracoleando los caballosadornados con hilos de plata. Sobre la bandeja, ahora, llevaban el pany la sal de la tradición. Yo iba destrás, lleno de miedo y angustia, conel cirio en la mano y llevando a Tincoutza del brazo: ella, feliz, ocultabajo los velas de su vestido de novia.

Detrás de nosotros seguía la comitiva y, cerrando la marcha,doce músicos con cuatro instrumentos: violines, cobza, clarinete ycornetín. Durante el recorrido, las mujeres que volvían de la fuentederramaban el agua de sus cofas al paso de la novia para desearabundancia.

A la noche, llegó para mí la hora fatídica. En la mesa había unosveinte invitados, incluida la parentela. Los chistes nupcialesdesencadenaron una algarada desbordante y tuve que sumarme algrupo de narradores. Uno de los comensales, achispado por el vino,tuvo el mal gusto de contar cómo una vez, en su pueblo, una jovendesposada, habiéndola hallado culpable su marido, en la nochemisma de su boda le pegó una buena paliza; al día siguiente, la echósobre su carretón, de espaldas a los bueyes. A su lado, en la punta de

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un palo, colocó una olla con la base rota con lo cual simbolizaba loque faltaba a su mujer. En medio de esta mascarada, la devolvió asus aterrados padres.

 Yo miraba a Tincoutza, tranquila, segura de su inocencia. Pero,

espantado, protestaba ante tales atrocidades y afirmaba que cuantopasa entre los esposos sólo a ellos incumbe.-Ya veremos dentro de unas horas si nos intersa a nosotros

-prorrumpieron desafiantes algunos íntimos.Llegó el momento escogido por ellos. A las doce de la noche, de

todos lados de la mesa me fueron lanzadas bolitas de pan. Conformetranscurrían los minutos, aumentaba la cantidad y el tamaño de losproyectiles, acabando por ser enormes trozos.

-¿Qué significa esto? -pregunté.-Significa, querido Isvoranu, que llegó la hora de que se

levanten de la mesa y vayan a cumplir su deber matrimonial -dijo

nuestra madrina.Les juro, amigos míos, que no entendía una palabra hasta que

mi padrino de boda, cogiéndome por el brazo, me explicó de quéclase de deberes se trataba. Mientras tanto, madrina y tía desvestíana Tincoutza en la habitación destinada. Luego vinieron a buscarme,me abrazaron y me encerraron en la habitación con llave.

Fueron los peores momentos de mi vida. Solo con ella, meesperaba tendida en el lecho, reclinada su cabeza, de divina her-mosura, sobre la almohada blanquísima, y esparcida su negracabellera alrededor de su cara.

Me desvanecí y siguieron al desmayo dos semanas de fiebre.Las primeras veinticuatro horas las pasé delirando e ignoro aúnlo que dije, en medio de la inconsciencia de la fiebre. Pero sí pudenotar que durante el curso de mi enfermedad, fueron muy pocos losinteresados por mi salud que vinieron a visitarme.

Cuando me restablecí, estaba en un mundo hostil. Mi suegro yla tía me pidieron explicaciones porque, dijeron, llené la casa devergüenza. De momento no supe qué contestarles, pero, de pronto,se me ocurrió una salida: Les dije que estaba ligado, o sea, que mehabían echado un mal de ojo conocido así en la región y que afecta lavirilidad, pero no tuvieron la menor piedad de mí y me despreciaron

todavía más.Los diez meses que siguieron, vi cómo se alzaban el odio y lahostilidad contra mí. Me mantuvieron alejado de todo; no quisieronconfiarme nunca nada, por poco importante que ello fuera; ocultabanel dinero bajo llave como si fuera un ladrón. Me era imposible decidirnada: económica y moralmente me hallaba hundido. Sólo en regalosde boda había gastado casi todo mi dinero, y a excepción de volver ami trabajo como salepgdi, nada podía emprender.

El recuerdo de esos días espantosos, aún hoy me sobrecoge.Preso en aquella casa maldita, no me dejaban salir a la calle sino denoche y pocas veces. Llegaron a prohibirme que bajara a la tienda yninguna visita. Nada podía hacer, ni opinar.

Nadie hablaba durante la comida, único momento de contacto.22

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  Yo, en babuchas y en mangas de camisa, daba vueltas por lahabitación como un parásito, o como un loco.

Mis dos cuñados venían todos los domingos. Una vez les pedí que me llevaran a Galatz, a trabajar en sus negocios pues podía

serles útil. Su contestación fue hablarme de divorcio. Y quizá piensenustedes que esa hubiera sido la mejor solución: Ya era tarde; deninguna manera podía ser...

Después del casamiento, mi mujer se desligó por completo desu familia; y toda su vida se fundió a la mía. ¡Era la suya mi propiavida miserable y mutilada!

Sin lágrimas y sin el menor rencor, mi mujer afrontó la des-gracia con un heroísmo inesperado. Mi Tincoutza creía sinceramenteque estaba ligado por alguna brujería, y rogaba a Dios con fervor paraque venciese al diablo y curara a su marido, al que tanto amaba, apesar de todo.

En nuestra habitación, pasábamos los dos con una ternura sinigual, las interminables horas de nuestro cautiverio.

Le pedía que me perdonara, pero ella contestaba que nadatenía que perdonarme; a sus ojos no había cometido falta.

Imposible olvidar a la única criatura que ha sabido compren-derme y ofrecerme piedad. Junto a ella, ¿cómo no alimentar laesperanza de, sin el odio que nos rodeaba, que nos envenenaba,llegar a ser el marido deseado, el hombre normal a que yo aspirabacon todas mis fuerzas?

Empezaba la curación. Desapareció la timidez del principio. El

pavor que me causaba su solo contacto y me helaba la sangre en losprimeros días, se esfumó. Empezaba ya a sentir vagos deseos... Undébil despertar se iniciaba, y sentía un hormigueo que subía por misvenas y recorría todo mi cuerpo, estremeciéndome y haciéndomeenrojecer cuando ella me acariciaba, acunándome entre sus brazos, ocuando me declaraba, apasionadamente, su amor. Pero cuanto elamor crea paso a paso, venciendo enormes obstáculos, el odio lodestruye en un instante. Eso nunca podré perdonarlo.

 Todas las mañanas los dos pajarracos de la casa aumentabannuestra infinita angustia, acechando la salida de mi mujer de lahabitación y preguntándole si había habido algo de nuevo...

  Tincoutza, altiva y resuelta, se negaba a contestar, y ante suobstinado mutismo la martirizaban exigiéndole el divorcio, hastaconvertirse estos dos buitres en un verdadero tormento para labondadosa mujer que tanto me amaba.

Diez meses duró esta sistemática destrucción de lo poco que lanaturaleza iba paulatinamente reconstruyendo. Se abatía nuestroánimo en aquella constante y agotadora lucha. Mis dos cuñados, o,mejor, los dos verdugos, venían más a menudo de Galatz, y cada vezeran más agresivos; me insultaban y me exigían que convenciera ami mujer de la separación. Aquella hostilidad creciente nos aisló cadavez más. Agazapados en nuestra habitación, muchas veces nosquedábamos con una sola comida. Porque era imposible continuarasí, nació en nosotros la idea de la evasión.

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Un día me preguntó ella si podría hallar algún medio de vidaaprovechando el poco dinero que me quedaba. Ante mi respuestaafirmativa, anhelante de libertad y confiada en el amor que le podríaofrecer lejos de aquella casa, los ojos de Tincoutza se humedecieron,

radiantes.Abrazados como dos hermanos en medio de un mundo enemi-go, nos contemplábamos fijamente, anegados en lágrimas, gozandolas horas de mayor felicidad que sobre la tierra se puede vivir. Peroestos fueron los últimos momentos que habríamos de vivir en común:la inmensa y terrible ola de odio humano, nos acechaba, rugiente yamenazadora...

Finalizaba febrero y habíamos convenido escaparnos a últimosde marzo, embarcando en un velero con rumbo a Estambul; perodesde hacía algunos días notábamos un singular cambio en la actitudde nuestros dos tiranos. Cesaron de pronto las visitas matinales que

hacían a mi mujer, la dispensaron del terror que le causaban con suspalabras y a mí me dijo el viejo que ya podía salir y entrar cuandoquisiera. Quedé estupefacto ante semejantes palabras y fui en el actoa decirlo a mi mujer, quien prorrumpió en desesperado llanto y entrelágrimas me dijo:

-Nos amenazan grandes desgracias. Sueño presagios de desdi-chas; a ti te veo rodeado de niños que no cesan de llorar y yoaparezco vestida de princesa, con túnica de oro y púrpura conpreciosos diamantes. Es de mal augurio; te ruego que no salgas. Nosabemos lo que puede ocurrir. Si hemos sufrido pacientemente diez

meses, soportémoslo unas semanas más.Estas palabras se me clavaron en el corazón como un puñal,estremeciéndome de pies a cabeza.

Pero la suerte del hombre está echada, amigos míos, y no ha-cemos sino seguir el invisible signo que nos señala un camino trazadode antemano.

El día siguiente amanecía con una de esas radiantes y clarasauroras invernales. La nieve, formando una gruesa capa, cubría latierra con su blancura inmaculada, y las campanas de los trineos quesanaban en todas direcciones, llenaban el aire de un nostálgicorecogimiento. Acodado en la ventana, sentía que los muros de mi

encierro se desplomaban sobre mí, rompiéndome los huesos.Una fuerza irresistible me empujaba hacia el espacio dondetodo es movimiento, libertad y vida; donde el misterio de la existenciaatrae al hombre y juega con él, algo que yo no había sentido desdehada cerca de un año...

Me eché a los pies de mi mujer rogándole que me permitierasalir una hora, media, cinco minutos, para respirar fuera de aquellasparedes de odio y de miseria... Aceptó conmovida, peroaconsejándome que llevara mi verduguillo y las dos pistolas, y que nome dejara abordar por nadie. Radiante, le besé las babuchas, tomé miabrigo de pieles, mi gorro de astracán y salí pasando por la tienda.

Estas salidas continuaron con satisfacción mía, mas ellas fueronnuestra desgracia. Nada pasó aquel día ni el siguiente: pero no tardé

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en ser reconocido por un traidor a quien el viejo había escondido en latienda. Él descubrió mi verdadera personalidad.

Por la noche del último domingo que viví en aquella casa, alregresar de mi paseo por las riberas del Danubio, con las pupilas

dilatadas todavía ante la magnificencia de este río que transportabamajestuosamente enormes témpanos de hielo, besé con ternura, sinsospechar que lo hacía por última vez, a la que fue durante diezmeses la más dulce de las esposas y la más pura de las vírgenes.

Sentíamos próximo el fin de nuestro calvario y una suavísimasensación de serenidad bañaba nuestras almas; pero casi instinti-vamente, al bajar al comedor, una trágica e infinita tristeza seapoderó tanto de Tincoutza como de mí, hasta que las lágrimas seagolparon en nuestros ojos.

Al final de la cena, mi esposa preguntó a su padre:-¿Por qué no vinieron mis hermanos?

-Pronto vendrán -le contestó bruscamente. Ya no hablamos más. Encendimos nuestros narguiles y bebimos

café turco. Ya era tarde y, fuera, la noche reinaba en pleno silencio.De pronto, el viejo y la tía cruzaron extraña y significativa mirada. Tincoutza se ahogaba en sollozos. La puerta se abrió y aparecieronlos dos hermanos, sombríos como dos verdugos implacables,acompañados por un hombre cuya vista me heló la sangre.

Era un antiguo amigo mío, un griego que venía a delatarme.

En cuanto entraron, se me quedaron mirando los tres,

inmóviles, con rabia, hasta que el traidor me señaló con el dedo y,con las palabras más soeces, gritó en rumano:-¿Y éste es quien se hace llamar "señor Isvoranu"...? ¡Pues claro

que está ligado! ¡Es Stavro, el vendedor de salep, el marica...! Tincoutza lanzó un grito al oír esta última palabra, que califi-

caba tanto mi condición como la del traidor, y cayó al suelo mientrasque yo...

Clamando venganza, mis dos cuñados se me echaron encima,me golpearon cruelmente y me arrastraron por todos los rincones dela tienda. Sentís la furia de sus puños en mi cabeza, en mi cara, en mipecho. Me desmayé y luego...

Luego desperté tirado en medio de la calle, frente a la puertaatrancada del patio, entre la nieve. Helado, temblaba de frío, puesestaba sólo con la camisa puesta. Pero a pesar de mi cuerpoadolorido, me incorporé y, caminando lo mejor que pude, fui a pedirauxilio al turco que antes me surtía de mercancías. Me recibió,caritativo, y me cuidó como a un hermano.

Cuatro días después, aquel buen hombre me anunció la noticia,con la frialdad de quien no sabe a quién está hablando:

- Toda la ciudad comenta que, en la ribera izquierda delDanubio, fue encontrado el cadáver de Tincoutza...

Han pasado treintaicinco años desde aquel día terrible. Desdeentonces, cada año, en ese mismo día, vaya la ribera izquierda del

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Danubio, que arrastra como entonces enormes bloques de hielo, yhablo con Tincoutza y le pido perdón.

 También a ti te pido perdón, Adrián...

Entre campos de centeno, por el camino de S..., el carro con lostres viajeros trotaba. Frente a los ojos del caballo, al que el frío de lamañana hacía estornudar a cada paso, centelleaba una estrella, sobrela púrpura bóveda del Oriente.

De entre los campos surgió una alondra que se lanzó comoflecha hacia el cielo. Stavro la siguió y, con la mirada fija en el lugarpor donde el pájaro terminó por perderse, entonó, en esa lenguauniversal que llega al fondo del corazón de quienes no tienen patria,esta canción que se resiste a verse escrita sobre papel:

 Si fuera yo una alondra

me lanzaría hacia el cielo, como ella, para nunca volver hasta esta tierradonde los hombres siembran,donde los hombres siegan,donde siembran y siegansin saber para qué...

II

Kyra KyralinaStavro se hacía del rogar, en medio del monte, donde los tres

refresqueros de feria se habían detenido para comer. Llevaban unahora sus dos compañeros suplicándole que les contara su infancia y lahistoria de su hermana, a quien evocara durante su relato en elgranero. Y aunque Stavro estaba deseoso de contar su historia,porque la nostalgia era su constante estado de ánimo, cuando van aabrirse las oxidadas compuertas que contienen las aguas del pasado,no está mal hacerse del rogar, por lo menos un poco.

Así, recostados sobre la hierba suave, fumaban, mientras elcaballo mordisqueaba y relinchaba, danzando en torno suyo. Stavrorecogió ramas secas para encender un fuego y, cuando las brasasestuvieron a punto, bajó del carro lo necesario para el rito del café.Hirvió el agua, echó azúcar y café en el ibrik  de cobre, para llenardespués, como un experimentado cafedgi, las tres tazas, llamadasfelidganes, con el líquido espumoso y aromático.

Una vez que todos estuvieron bien servidos, Stavro se sentó ala manera turca y comenzó a contar.

Se me olvida el año y se me olvida también mi edad exacta,

pero lo que vaya contarles ocurrió poco después de terminada laespantosa guerra de Crimea.

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 Tengo bien grabada, de mi infancia, la brutalidad de mi padregolpeando a mi madre diariamente, sin que yo pudiera comprender lacausa. Mi madre solía escaparse de la casa y, al volver, recibía unapaliza. La verdad es que mi padre le pegaba antes de que se fuera y

también cuando regresaba. Nunca entendí si la golpeaba paraobligarla a irse o para que no se fuera. Tampoco entendí si lagolpeaba al regresar, porque se había ido o porque no habíadesaparecido para siempre.

Entre brumas, recuerdo aquellos años. Mi padre, con mi her-mano mayor, tan bestial como él, y mi madre, con mi hermana Kyraque era su consuelo, cuatro años mayor que yo y de quien me sentíamuy cercano.

Conforme voy creciendo, la bruma se disipa y comienzo a en-tender... Yo tendría entre ocho y nueve años, mi hermana entre docey trece. Me pasaba el día contemplando su hermosura. Se arreglaba

de la mañana a la noche, igual que mi madre, tan hermosa como suhija. Las dos frente al espejo, sacaban de una caja de ébano lonecesario para maquillarse: con kinorosse en aceite se pintaban losojos, las cejas con la punta carbonizada de un palillo de albahaca, ycon rojo kirmiz  los labios, las mejillas y las uñas. Cuando terminabansu lenta labor, se besaban entre palabras tiernas y me arreglaban amí. Entonces bailábamos los tres, tomados de la mano, danzas turcaso griegas y nos acariciábamos. Formábamos un mundo aparte...

Por ese tiempo, mi padre y mi hermano mayor pasaban casitodas las noches fuera de la casa. Componían carros, con una

habilidad que los hacía muy apreciados en toda la región. Su tallerquedaba en la otra punta de la ciudad, por Karakioi, y vivíamos en Tchetatzoue. Toda la ciudad nos separaba. En el taller de Karakioi, mipadre mantenía dos aprendices, junto con una criada vieja. Nuncaíbamos nosotros por ahí y yo apenas conocía aquel lugar, el espaciode mi padre, que me llenaba de miedo. En cambio, la casa de Tchetatzoue era el espacio de mi madre, donde no hacíamos nadamás que divertirnos...

Bebíamos té, en invierno, y refrescos, en verano, mientrascomíamos todo el año esos pastelillos turcos a los que llaman cadaifsy sarailies... Se tomaba café, se fumaba en narguiles, se maquillaba y

se danzaba... Nos dábamos la gran vida...Nos dábamos la gran vida, excepto cuando mi padre, o su hijo,o los dos juntos, interrumpían la fiesta, molían a palos a mi madre,daban puñetazos a Kyra y a mí, que ya para ese tiempo participabaen la cuestión, me rompían la cabeza a bastonazos. Comohablábamos turco, a mi madre y a mi hermana les gritaban patchaouras, que significa putas, y a mí me gritaban kitchouk  pezevengh, que quiere decir padrotito de mierda... Las pobres seabrazaban a las piernas de sus verdugos y les suplicaban que no lespegaran en la cara ni en los ojos.

¡Ay, la cara y los ojos…! ¡La belleza incomparable de aquellasdos mujeres…! Sus cabellos dorados les llegaban hasta las piernas ysu piel blanquísima contrastaba con la negrura de ébano de cejas,

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pestañas y pupilas, porque en la sangre rumana de mi madre tresrazas diferentes se habían mezclado, según las invasiones: turcos,rusos y griegos.

A los dieciséis años, tuvo su primer hijo, y, aun después de mí,

nadie hubiera adivinado que aquella mujer fuera tres veces madre...Pero, nacida para las caricias, ¡era golpeada sin piedad, hasta hacerlebrotar sangre! Aunque, si mi padre era incapaz de acariciarla, susamantes lo hacían con fruición. Siempre me he preguntado si mimadre engañó primero a mi padre, y por eso fue castigada, o alcontrario, si los malos tratos de mi padre la llevaron a engañarlo.

Como fuera, nunca dejó de haber fiesta en mi casa, aunque lascarcajadas eran seguidas por los llantos, y al revés, porque antes deque los dos verdugos hubieran dado vuelta a la esquina, ya volvíanlas carcajadas a iluminar aquellos rostros todavía empapados enlágrimas...

 Yo era el centinela. Comía dulces, alegremente, y miraba por laventana, mientras los galanes, muy decentes en verdad, cantabanmelodías orientales, sentados al modo turco sobre las alfombras, yacompañados por guitarra, castañuelas y panderos.

Kyra estaba magníficamente vestida, como mi madre, conropas de seda. Ebrias de alegría, se entregaban a la danza delpañuelo y trastornaban a los invitados con sus movimientos.Sofocadas, se dejaban caer en los almohadones regados por el suelo,para abanicarse con toda su gracia, mientras cuidaban de taparse laspiernas y los pies con sus largas faldas. A veces tomaban copitas de

licores finos, y procuraban quemar incienso para que se llenara laatmósfera de perfume voluptuoso.Con mucho cuidado, seleccionaban a sus invitados, siendo

preferidos los morenos de cabello negro. Todos jóvenes, porsupuesto, y guapos, de bigotes puntiagudos y barbas bien cuidadas, yungidas sus cabelleras, lacias o rizadas, con aceite de almendra yperíume de almizcle. No importaba la nacionalidad de los amantes:turcos, griegos o rumanos eran aceptados, siempre que fueranapasionados, jóvenes, apuestos, delicados, discretos y, sobre todo,controlados.

Mi labor era un verdadero suplicio, aunque a nadie hablaba de

eso. Me gustaba mi papel de centinela porque odiaba a los hombresde Karakioi, pero en mi pecho había nacido una pasión y, entre elcumplimiento del deber y los celos devoradores, me debatía enterrible lucha. Amaba y estaba ferozmente celoso.

No quedaba nuestra casa muy lejos del puerto y no tenía másque una entrada, en la fachada, pero salidas había muchas que dabana un terraplén. ¡Ay, si el terraplén pudiera hablar, cuántos hombrescontaría haber visto escapando de aquellos dos seres que llegaban depronto para aguarnos las fiestas…!

 Yo me quedaba mirando fijamente hacia el farol que alumbrabala entrada de la casa, atento también a cualquier chirrido de la puertaoxidada, por si alguien había cruzado sin que lo viera. Pero mi laborera ingrata: no quería que llegaran a perturbar la fiesta, pero sufría

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por no poder participar en ella.Kyra y mi madre eran para volver loco a cualquiera. Ajustados

sus cuerpos por los corsés que reducían sus cinturas hasta hacerlas"pasar por un anillo", resaltaban los senos abundantes que se

ofrecían como fruta apetitosa. Adornada la frente con una cintaescarlata que enmarcaba maravillosamente sus rostros.Espléndidamente regias sus cabelleras sueltas sobre las espaldasdesnudas y las pestañas larguísimas, abanicando con malicia parasubrayar el deseo que abrasaba sus carnes...

Los invitados llegaban al ridículo, con tal de mostrarse amablesy agradar a las dos bellezas. En una ocasión, alguno de ellos dijo a mimadre que "las gallinas viejas hacen buen caldo", por lo que ella,ofendida, le cruzó el rostro con el abanico, antes de estallar en llanto.Otro, se levantó, furioso, y escupió al majadero. Lucharon y casidestrozan la casa: movieron todos los muebles, tiraron las sillas y los

narguiles, hasta que su furia se convirtió para nosotros en undivertido espectáculo. Mi madre los calmó con abrazos afectuosos.

Usaba frecuentemente, para diversos fines, aquellos abrazos,sin que la comprometieran para nada. A veces eran la recompensapara un cumplido o un buen chiste, otras servía para lograr la sonrisade algún deprimido. Servían también para borrar la impresión dealguna palabra o algún gesto fuera de tono, o calmaban la furia dealgún celoso. Podían, también, alentar la esperanza de los t ímidos,

Kyra tenía sus propias técnicas. Físicamente desarrollada desdelos catorce, siempre aparentó dos años más. Tenía la nariz pequeña y

ligeramente aguileña, la barbilla algo salida, dos lindos hoyuelos enlas mejillas, donde el propio Cupido quiso colocar dos lunares casisimétricos. Le gustaba parecer ingenua y atolondrada para despertarcon ello la avidez de sus adoradores. desconcertados al no obtenernada de ella, mientras que yo sufría porque, desde mi punto de vista,les daba demasiado.

Llamaban moussafirs a los galanes invitados, y los moussafirsles besaban las manos y las sandalias a la menor provocación. Kyrales pellizcaba la nariz o les jalaba la barba; derramaba licor sobre loscarbones del toumbaki de los narguiles; bebía en su vaso y lo dejabacaer cuando el hombre iba a tomarlo, aunque un minuto después se

le acercaba mimosa para apoyar su cabellera en los labios del reciénburlado. Todo esto me enfurecía porque yo quería a Kyra mucho más

que a mi madre... La adoraba y no soportaba que recibiera ningunacaricia fuera de las mías.

Recuerdo que una noche, al deshacérsele el lazo de una de lassandalias, uno de los moussafirs se lanzó a sus pies para atarle lacinta. Ella accedió. ¡Gran fortuna para el favorecido, que prolongabacuanto podía aquel inesperado placer, mientras yo abría unos ojos delobo! Y aún subió su mano por el tobillo hasta acariciar la pantorillade mi hermana. Y ella..., ella no decía nada. Furioso, grité:

- ¡Ahí viene mi padre! ¡Escápense...!En un abrir y cerrar de ojos, se lanzaron por la ventana. Uno de

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ellos, griego, en su angustia, dejó su fez y su guitarra, que mi madreaventó por la ventana, mientras mi hermana escondía los dosnarguiles extras.

La escena resultó tan divertida, que, olvidada mi cólera por

completo, me reí hasta perder el equilibrio, caerme y rodar sobre lasalfombras. Me puse morado de tanto reír y mi madre, creyéndomeenloquecido de terror ante la vista de mi padre, olvidándose delpeligro, se lanzó sobre mí, desesperada.

Al fin, pude exclamar:- ¡No es cierto! ¡Nadie viene! ¡Me molestaba que Kyra se dejara

tocar la pierna y me vengué, eso es todo!Aunque la alegría les hizo gritar más que antes, no escapé de

una buena nalguiza, que terminó en besos, abrazos y baile.

Pasamos todavía dos o tres años entre fiestas. Los únicos años

de mi infancia que recuerdo con precisión. Tenía entonces yo onceaños y Kyra, quince. No podía estar un solo instante separado de mihermana. Una fuerza superior a mí, que más tarde comprendí, memantenía voluptuosamente a su lado.

La seguía por todas partes como perrito a su amo. La espiabacuando entraba al baño, besaba sus vestidos impregnados de su olory... ella casi no se defendía de mi fogosidad. Creía inocente mi pasión,incapaz de nada malo. ¡No veía el peligro...!

La verdad, ni yo sabía lo que quería, pero me moría a su lado:su contacto estremecía todo mi ser...

En la casa de mi madre todo invitaba al amor. Era un paraísodel amor. Amor se respiraba y amor se bebía; la belleza de las dosmujeres, sus amantes, los perfumes, los cantos, la música, losbailes..., y hasta la grotesca y dramática huida de los invitados meparecía voluptuosa y apasionada.

La llegada de mi padre y sus palizas eran lo único desagrada-ble, lo único ausente de amor. Pero lo aceptábamos como un tributo,el doloroso pago al placer... Y mi madre misma lo justificaba,exclamando:

-Hijos míos, toda alegría tiene su contrario: la misma vida lapagamos con la muerte... Hay, pues, que aprovechar la vida. ¡Vívanla,

hijos míos! gocen de ella, satisfagan sus deseos, de manera que el díadel Juicio nada tengan que lamentar.Por supuesto, tanto Kyra como yo aceptábamos sin reservas tan

agradable filosofía, y, desde luego, seguíamos el ejemplo maternal.Poseía mi madre una respetable fortuna personal, que administradapor sus hermanos -contrabandistas de artículos orientales-, leproducía considerables rendimientos, los cuales le permitían vivirholgadamente, en la total satisfacción de gustos y caprichos.

Sabía hacerse adorar, y cambiaba de amantes como de vestido.Aceptaba impasible las palizas del marido, cuidando sólo su rostro delos golpes brutales, para pasar de inmediato a una nueva distracción.

Incluso, cuando alguna vez se sabía demasiado culpable antelos ojos de mi padre y temía que su indignación repercutiera con sus

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brutales golpes sobre Kyra o sobre mí, tenía la virtud de ponerse trasde la puerta y le impedía entrar hasta que saltábamos por la ventana,recibiendo ella sola la paliza.

Unas horas más tarde, cuando regresábamos, estaba tirada

sobre un sofá, con la cara cubierta de pan mojado en vino tinto, parahacer desaparecer la hinchazón y los moretones.Al tenernos en su presencia, se levantaba riendo como una

loca, y, con el espejo en la mano, nos decía presentándonos su rostrolleno de magulladuras:

-¿Verdad que no es nada, hijos míos? En sólo dos días la mayorseñal habrá desaparecido y... entonces de nuevo invitaremos a losmoussafirs. ¡Aunque haya que soportar una nueva paliza...!

Nos estremecía imaginar cómo estaría su cuerpo.- ¡Oh! -exclamaba mi madre-. ¿Se preocupan por el cuerpo?

¡Inocentes! ¡El cuerpo no se ve...!

 Y una vez desaparecidas las huellas de los golpes, las fiestasvolvían a reanudarse con el esplendor de siempre.

En casa no se hacía nada que tuviera que ver con la cocina: mimadre sentía una invencible repugnancia por esos olores,especialmente por el de cebolla frita.

Estábamos abonados a una locanda, así llamamos a las fondas,que nos surtía todo lo necesario, en nuestros propios trastos. Unalavandera venía todos los lunes a llevarse la ropa sucia y a dejarnosla limpia de la semana anterior. Y aparte del viejo turco que surtía alas dos mujeres de pomadas y medicinas, no vi nunca que entrara

nadie más en casa, fuera, naturalmente, de los moussafirs, que nosiempre estaban seguros de salir por donde habían entrado, porquemi padre y mi hermano mayor eran dos moussafirs sin necesidad deinvitación.

Pero como mi padre no dormía en casa desde hacía dos años, yno venía más que tres o cuatro veces al mes, cuando tenía ganas deescándalo y golpes, la vida en aquella casa, aparte de estas obligadasperturbaciones, transcurría plácida.

Libres de cualquier preocupación doméstica, mi madre y mihermana pasaban el tiempo reposando, dedicadas a las prolijastareas del tocador, o a las muy agradables de comer, beber, fumar en

narguile y amenizar las recepciones ofrecidas a sus adoradores. Noolvidaban los rezos, aunque jamás pisaban la iglesia. El tiemposacrificado a Dios era bien limitado. Mi madre se excusaba diciendo;

-Sabe el Señor que jamás le contradigo; sigo siempre sus de-signios. De ninguna manera quiero cambiar mi modo de ser,permaneceré como él me hizo y escucharé, siempre obediente, lasórdenes de mi corazón.

Kyra objetaba:-Pero, mamá, ¿no crees que la voluntad del diablo influye en

nuestros actos?-¡Nunca! -contestaba mi madre-. Yo no creo en el diablo. Dios

es más poderoso que él y si somos como somos, es voluntad deDios...

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 Y mi madre vivía completamente de acuerdo con su Dios, que jamás le ordenaba nada desagradable.

Dios quería, y así lo hacía saber inclinando a ello su voluntad,que las dos permanecieran en la blanda cama, hasta que tuvieran

ganas de levantarse, nunca sin antes haber tomado, en este cómodolugar, café con ricos bizcochos de mantequilla y miel. Acto seguidoordenaba que se bañaran y llenaran su cuerpo con elíxir de benjuí; nodebían olvidar sus sahumerios con leche cocida a fuego lento; niabrillantarse las cabelleras con aceite de almendra perfumado conalmizcle, y las uñas con bálsamos de anilina de caoba; ni tampoco elarreglo de cejas y pestañas, así como el color de labios y mejillas, queexigía toda destreza. Y cuando esta complicada tarea se terminaba,era hora de comer. Se fumaba después un rato, dormíamos la siestay, hacia la puesta del sol, levantados de nuevo, se quemaba incienso,se bebía, y llegaban los festejos nocturnos: los cantos, la música. el

baile, que duraban hasta la media noche.La fortuna de mi madre, era mucho mayor que la de mi padre.

Eso le permitía, a pesar de sus dispendios, ahorrar todos los mesesuna cantidad para Kyra y para mí, que siempre dejaba al cuidado desus hermanos, quienes le proporcionaban pingües ingresos,administrando su fortuna en no muy claros negocios.

No conozco al detalle la historia de mi madre. Queda, como unvago recuerdo, que sus padres se enriquecieron con la industriahotelera.

A fines del siglo XVIII, la Sublime Puerta confió a su padre,

bueno y piadoso turco, la delicada misión de instalar un hotel enIbraila, en donde debía recibir a todos los personajes que el Sultánenviaba a su pachalik . Tenía tres mujeres, dos griegas y una rumana.Esta última fue mi abuela. De las otras dos nacieron tres varones, unode los cuales se volvió loco y acabó ahorcándose. Tanto mi madrecomo sus dos medios hermanos, trastornaron constantemente la casapaterna. Al parecer, lo más interesante que se hacía en aquella casaera amontonar dinero, mucho dinero, y orar a dos dioses distintos entres idiomas diferentes.

Los dos hermanos se dedicaron al contrabando y mi madre,muy joven aún, quiso seguirles, pero su padre, el honrado turco,

decidió casarla cuanto antes con un hombre severo y sin corazón queacertó a enamorarse de ella, "probablemente -según frase de mimadre-, el Señor se distrajo en ese preciso instante".

Mi padre recibió una cuantiosa dote de manos de mi abuelo,quien, aparte de esto, legó también a mi madre una buena parte desu fortuna, que podía ella administrar, a condición de que viviera consu marido. Así quedó forzosamente unida a un hombre que detestabay tuvo que aceptar la voluntad del viejo turco por temor a versedesheredada. Gracias a su difícil fidelidad consiguió su confianza, y asu muerte, recogió su herencia y la entregó a sus dos hermanos,quienes la adoraban, y en cuyas manos la consideró segura.

Dio comienzo la época de alegres fiestas, de placeres sin fin,locas pasiones, que mi padre, con toda su brutalidad, fue incapaz de

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impedir. Mi madre, con el mayor placer del mundo le hubieraentregado toda la dote, si hubiese consentido en devolverle sucompleta libertad, pero él quería mantenerla bajo su dominio paravengarse de una infidelidad, que era su deshonra.

El día que decidió separarse, al llevarse todo lo suyo, dijoseñalándonos a Kyra y a mí:-Esas dos serpientes te las dejo. ¡No son hijos míos, son como

su madre...!-¿Quisieras que fueran como tú? -replicó mi madre-. No, no lo

son ni lo serán. Ellos son vida en toda su pujante alegría, y tú eresmuerte, que impide vivir a los vivientes. A mi vez me admiro de quetu aridez haya sido capaz de hacer brotar ese retoño, tan seco decorazón como tú, que podrá ser hijo tuyo, pero no mío.

Mi pobre madre tenía razón al decir que aquel muerto impedíanuestra vida. Conforme el tiempo pasaba, más imposible nos hacía la

existencia. Sabía que mi madre cuidaba su cara más que su mismavida, y en los últimos tiempos, le golpeaba la cara de tal modo que ladesdichada tenía que recluirse ocho o diez días, para curarse lasseñales que le dejaba en ojos y mejillas. Durante este tiempo, debíasuspender las fiestas y dejar de recibir a los galantes moussafirs. Así entró la tristeza en la casa. No nos acariciaba como antes, y porprimera vez en mi vida la vi llorar desconsolada. En su desesperación,mi madre, enardecida, exasperaba al tirano, cuya ira, desatada al fin,nos fue funesta.

Una de tantas noches de fiesta, había en la casa unos siete

moussafirs. Mi madre adornó como nunca la sala. Colocó en lasparedes candeleros que alumbraban profusamente. La luz eracegadora.

Aquel mismo día, llamó a un cerrajero para que pusiera un grancerrojo en la puerta del patio, y asegurarse así la tranquilidad. Librepues, de temor, se entregó con la alegría más exaltada que yo jamáspude ver, a los placeres de aquella memorable noche. Creo aún quepresentía el final de los tiempos felices y aquella noche queríareconcentrarse en el placer para vivirlo intensamente.

Entre los invitados había tres músicos griegos, muy renom-brados en aquellos tiempos. Al iniciarse el baile, mi madre ofreció

dinero a cada uno de ellos en una pequeña bolsa de piel envuelta enun pañuelo de seda ricamente bordado, y les dijo en griego:-¡Palicarias…! ¡Valientes...! Estas bolsas tienen cinco veces el

valor de lo que cobran cada baile. En esta casa la alegría cuesta caray... sería posible que tuvieran que salir por las ventanas.

Abrió las ventanas que daban al terraplén y los  palicarias seinclinaron sobre ellas, inspeccionando la altura, el terreno y demásdetalles útiles en caso de apuro. Se miraron los tres, sopesaron el orode las bolsas y, comparándolo con el peligro, dieron comienzo con uncortés ¡Evallah! a la música. al canto y al baile…

Los instrumentos, clarinete, pífano y guitarra, llenaban la casade sin igual alegría. Mi madre y Kyra, sentadas indolentemente una junto a otra en el sofá, escuchaban las melodías a veces melancólicas

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y a veces quejumbrosas, alegres de las doinas rumanas, los lánguidosmanieb turcos y las cadenciosas pastoriles griegas, acompañadas porlas palmas y los cantos de cuatro moussafirs.

Entre cada canto, mi madre obsequiaba a los invitados con

finos licores, buen café y perfumados narguiles. Espléndidasbandejas, con cadaif  y sarailié, se ofrecían como tentación a losgolosos.

El nuevo cerrojo hacía inútil mi vigilancia, y pude participar dela fiesta. Me entregué al baile, con mi hermana, con mi madre, o conlas dos a la vez, hasta perder el aliento. El baile fue la mayor pasiónque sentí en mi infancia. Me hacía obtener de Kyra las más tiernas ylocas caricias.

Bailé, solo, la danza del vientre, cuyos vertiginosos movimien-tos debí hacer con tal maestría, que se entusiasmaron aun losmismos músicos, expertos en la materia. Me felicitaron con efusión,

Kyra, en sus caricias, llegó al paroxismo, y mi madre exclamóradiante:

- ¡Este sí que es hijo mío!Durante un descanso, mientras los hombres sentados según la

costumbre turca sobre las alfombras, fumaban alegremente susnarguiles, Kyra preguntó por qué no estaba uno de sus más fervientesadoradores.

-La última noche, al salir huyendo, se torció el tobillo -contestóuno de los invitados.

 Y en medio de la hilaridad general lo describió en la cama en

aquellos momentos, gritando de dolor, bajo la presión del masajista.Esto preocupó un poco al guitarrista, rechoncho y prudente, que seacercó a la ventana a examinar otra vez su altura. Uno de losmoussafirs, para tranquilizarlo, le dijo:

-No es muy alto, ni dos metros. Desde luego, hay que bajar concuidado, sin atender más que a uno mismo. Abajo ya encontrarán elgorro y la guitarra.

La risa ganó de nuevo a todos y el baile continuó.

Era el mes de junio, poco antes de la siega.Cubrían las ventanas que daban al patio pesadas colgaduras,

mientras que a las orientadas al Danubio sólo transparentes visillos.Estábamos agotados cuando el amanecer lanzó su luz dorada contralos cristales. Bostezábamos... Apestaba por el humo de los narguiles,pese al incienso quemado.

Mi madre abrió la ventana y aspiró profundamente el fresco airede la mañana. A su lado, Kyra y yo contemplábamos los pantanos ylos bosques de sauces que a nuestra vista se extendían. Pasadosunos momentos, mi madre exclamó, volviéndose hacía los invitados:

-Amigos míos, creo que es ya hora de acostarse.En el instante mismo de pronunciar la última palabra, oímos

que alguien saltaba dentro del patio. Nos miramos conteniendo elaliento, y distinguimos perfectamente el rechinar del cerrojo y de losgoznes de la puerta. Mi madre gritó a todos:

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- ¡Sálvense...! ¡Escalaron el muro!Mientras, mi padre y hermano, vencida toda dificultad, gol-

peaban la puerta de la estancia, los invitados, saltaban por lasventanas como si abajo les esperaran blandos colchones. Los músicos

fueron los primeros en huir, y en pocos segundos la casa quedó vacía.Los moussafirs, unos sobre otros, rodaban por la cuesta. Nosotros, nopodíamos pensar siquiera en desaparecer los vestigios de la fiesta.

Resuelta, mi madre abrió la puerta, e inmediatamente fueagarrada por los cabellos y lanzada contra el suelo.

Mi hermano hizo lo mismo con Kyra, y yo, temblando de cólera,enloquecido al ver a mi hermana tan cruelmente golpeada apuntapiés, cogí un narguile y le asesté con todas mis fuerzas unviolento golpe en la cabeza, que le obligó a soltar a Kyra. Al verseensangrentado, se arrojó sobre mí golpeándome, furioso, hasta quecorrió la sangre en chorro por mi boca y nariz.

Mientras, mi pobre madre era literalmente molida a golpes. Susvestidos, hechos jirones, estaban regados por todo el suelo. Sucuerpo, casi desnudo, yacía desvanecido... ¡Y mi padre le pegabaaún!

Mi hermano había ido a lavarse la cabeza que sangraba enabundancia. Rápida, Kyra sacó de un cajón un estilete, pero nosparalizó el horror: mi padre había cogido una sandalia que unmoussafir olvidó en su huida, y con el tacón de madera, golpeaba sinpiedad el rostro de mi madre, que, en el suelo, podía apenas moverlos brazos. Su cara, bañada en sangre, era una sola herida.

Kyra intentó herir a mi padre en la espalda; pero antes cayódesmayada. Él la cargó y, como si fuera un bulto, la metió en unropero y cerró con llave. A mí, me encomendó a la vigilancia de mihermano, que acababa de vendarse la cabeza.

Cargó a mi madre, y salió con ella al patio. Pasados unos mi-nutos oí el ruido espantoso de la trampa del sótano, que pesa-damente se cerraba como enterrando a mi madre en una tumba...

Luego, vino contra mí, con los brazos en alto, los puños ce-rrados y los ojos tan desorbitados que creí llegado mi últimomomento; pero no me pegó, sólo me dijo:

-¡Son capaces de todo! Tú le rompes la cabeza a tu hermano

mayor y la  patchaoura de tu hermana trata de asesinar a su padre.¡Pues todo ha terminado! ¡No volverán a verse! Y, apagando las velas, me llevaron consigo.Al pasar por el patio miré sollozando la trampa que, asegurada

con un fuerte candado, hacía imposible la idea de cualquier evasión.Ahí yacía mi madre, magullada, herida, enterrada en vida en aquellasepultura, mientras se ahogaba Kyra, en el ropero.

 Ya era de día. En la calle nas cruzamos con unos carbonerosturcos que se dirigían al puerto, a su trabajo. Y yo, ¿a dónde iba...?

Al fin llegamos a casa de mi padre y en seguida me encargaronde dar vueltas a la muela en donde los aprendices afilaban lashachas, las tijeras y los cinceles mellados. A mi alrededor, endesorden había troncos de roble, de ébano y de álamo entre piezas

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sueltas de diferen tes carros; cubos y radios de ruedas; lanzas, llantasy hierros viejos que se oxidaban encima de un montón enorme devirutas mojadas.

Me tuvieron sin comer hasta el mediodía. Sin costumbre de

trabajar, desfallecía de cansancio y de hambre. Mi hermano noparaba de pegarme con el látigo y la vieja sirvienta, sólo me diopedazos de pan con aceitunas y agua.

Lo más triste fue cuando pude darme cuenta de que no habíaforma de escapar.

Después de comer reanudé mi trabajo, y cuando, ya, dominadopor la fatiga, mis brazos se negaban a obedecerme, venia mihermano y me golpeaba con furiosos puntapiés. Él y mi padre, condelantal de cuero, igual a todos, iban y venían, lúgubres, fruncidas lascejas, dando órdenes breves, en medio de la tristeza de aquelsilencio, turbado solamente por el ruido de las herramientas.

Llegada la noche me encerraron en una habitación de ventanaenrejada. En un rincón, sobre una vieja estera, sin luz, pasé llorandotoda la noche, pensando en las dos queridas criaturas que eran aúnmucho más desgraciadas que yo.

El segundo día transcurrió igual que el primero. Me preguntabacon angustia si la crueldad de mi padre llegaría hasta abandonar a lasdos mujeres que, apaleadas y enfermas, morirían encerradas. La ideade ir en su auxilio, me hizo llorar menos aquella noche y arriesgarlotodo para mi evasión.

Revisé discretamente todos los rincones de la casa y advertí 

que en el patio había diferentes escaleras de mano. Me fijé tambiénque en mi habitación había amontonados numerosos radios de ruedasa medio tallar: todo ello un medio seguro de obtener mi libertad. Lasirvienta me trajo la cena, pan y queso, y me dijo con sorna:

-Aquí no estás tan bien como en tu casa, ¿verdad? La vida noestá hecha sólo de placeres, también hay que sufrir. ¡Ya ves!

Cerró la puerta, se fue y me quedé dormido profundamente.Cuando desperté aún era de noche y en mi soledad lloré de nuevo alrecordar el rostro ensangrentado de mi madre. Después, los galloscomenzaron a cantar. En la casa todo era silencio, todos dormían.Rápidamente abrí la ventana y con un radio, reuniendo todas mis

fuerzas, conseguí doblar dos de los barrotes. Una vez en el patio,tomé un hacha que hallé clavada en un tronco, cargué una pequeñaescalera y, con ayuda de otra, salté el muro. Ya en la calle, corrí contodas mis fuerzas por el camino del puerto.

Apenas clareaba cuando llegué a nuestra casa, que dormíatristemente el sueño de la desesperación, y por primera vez trepéaquella pendiente por la que nunca había hecho más que bajarrodando en mis juegos.

Al llegar me latía el corazón. Apoyé la escalera en una ventanay rompí un cristal. Con intensa emoción oí la dulce voz de Kyra quedesde su encierro gritaba:

-¿Eres tú, Dragomir?Al oírme llamado por mi hermanita, prisionera en su estrecha

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cárcel, me estremecí y grité:-¡Sí, soy yo! ¡Vengo a salvarlas!Penetré en la casa. Me precipité hacia el ropero, lo abrí y salió

Kyra, muy pálida, con el rostro hinchado por el llanto. Me abrazó para

después preguntarme:-¿Dónde está mamá?-Encerrada en el sótano -contesté-. Hay que ir por ella y

escaparnos corriendo.La puerta de la casa estaba cerrada con llave. Abrí una venta na

y salté al patio; a hachazos rompí los tornillos que sujetaban elcandado, y Kyra y yo descendimos por la escalera. Un olor ahumedad, a cal rancia y legumbres podridas, subía de aquel sótanodonde nadie bajaba desde hacía unos tres años. Las tortugas,habitantes de aquel antro, se movían lentamente, entre sus huevos,poco más grandes que huevecillos de pájaro, alineados a lo largo de

las paredes. ¡Y en este fétido lugar llevaba presa mi madre cuarenta yocho horas!

La encontramos de pie, con la cabeza envuelta en jirones desus ropas. Le ayudamos a subir los pegajosos peldaños y una vez a laluz del día, ante los restos de lo que fue espléndida belleza de nuestramadre, nos echamos a sus pies con la misma reverencia que ante unamártir.

Aunque llevaba un ojo tapado por el sucio vendaje, se podía juzgar su lamentable estado: la nariz destrozada, partidos los labios,el pecho y el cuello llenos de sangre cuajada. Sus manos estaban

igualmente ensangrentadas. Tenía un dedo roto.Con una voz desconocida para nosotros, nos dijo:-¡Huyamos de aquí, no perdamos tiempo! ¡Tomen algunos

víveres y vámonos...!Entramos nuevamente en la habitación, en donde las dos mu-

 jeres se vistieron y lavaron de prisa. Mi madre tomó el cofrecito desus joyas y dinero, y lentamente descendimos. Huíamos por la mismaventana, por la que tantos moussafirs habían escapado. ¡Estabaescrito que la dueña de la casa fuera la última en salir por ella…!

Una hora más tarde nos encontrábamos en la carretera de

Cazassou, completamente perdidos en medio de dos extensoscampos de trigo. Ante dos montículos, mi madre se detuvo, y senta-dos sobre la hierba que nos ocultaba por el lado de la carretera, noshabló más o menos en estos términos.

-Hijos míos, si de su padre esperaba lo peor, no creí jamásllegar a verme desfigurada. Tengo el ojo izquierdo casi fuera de suórbita y esto para mí es peor que la muerte... Así como Dios hizo altopo para vivir lejos de la luz, a mí me hizo para el placer de la carne,y así como el topo satisface sus necesidades en la oscuridad, yo fuihecha por el Señor para gozar todos los placeres de la vida. Si lafuerza de los hombres logra doblegarme, prefiero morir. Los dejo. Iréa curarme lejos de aquí. Si consigo salvar el ojo y borrar de mi rostrocualquier cicatriz, viviré y los buscaré... Si pierdo el ojo, no volverán a

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verme... Pero antes de irme debo decirte, a ti, Kyra, que sigassiempre, como creo harás, viviendo dentro de esta virtud que vienede Dios y que se ejerce en el gozo; huye de esa otra falsa virtud quehace a las almas violentas y secas de carácter y no te burles del

Señor; sé como Él te ha hecho; busca el placer como tu ser te dicte,pero no pierdas nunca tu corazón... Y tú, Dragomir, si no te sientescapaz de seguir el camino de la virtud, sé como tu hermana y tumadre, sé incluso un ladrón: pero un ladrón que tenga corazón:porque un ser sin corazón, hijos míos, es un muerto que impide vivir alos vivos, es como su padre...

"Ahora quédense aquí, hasta que el sol haya bajado el hori-zonte. Si llueve o hay tormenta, no se tapen bajo los árboles, sinodentro de aquella choza que se ve enclavada en este montículo. Alanochecer, después de las vísperas, dos hombres montados a caballovendrán a buscarlos, los llevarán con ellos y los cuidarán... Son mis

dos hermanos, dos hombres de corazón y de palabra. Yo voy ahora asu casa, pero ustedes no pueden acompañarme.

"En caso de que a la hora del Kindié no hubieran llegado, vayana la ciudad y pidan en mi nombre hospitalidad a la locanda en dondeestoy abonada. Pero quédense en su habitación hasta que mishermanos vayan a buscarlos. Aún me queda una cosa querecomendar. No olviden que su cuerpo peligra ante una infinidad dehorribles enfermedades. Tanto a mí como a ustedes Dios nos haevitado estos males; pero existen y muchos son alcanzados por ellos.¡Piensen en esos pobres seres en sus momentos de placer, y den

anualmente dinero a los establecimientos en donde reciben alberguey cuidados! En casa de mis hermanos dejo depositado para ustedesmucho dinero... "

Al decir esto, sacó de su cofrecito dos anillos que anudó en unpañuelito de seda y escondió en el seno de Kyra. Nos abrazó y nosbesó muchas, muchas veces y se alejó por fin, totalmente envueltaen su abrigo, encapuchada.

A treinta pasos, se volvió, puso sus manos en los labios, luegolevantó el brazo mostrándonos con su índice la bóveda celeste, nosdio la espalda y desapareció.

-¿Qué quiere decir con esto? -pregunté a Kyra.

-Que nos volveremos a ver en el cielo...Nunca más he visto a mi madre.

Una vez solos, lloramos desconsolados en un abrazo estrecho,hasta que el cansancio y el calor producido por los ardientes rayossolares nos sumieron en un sueño profundo y bienhechor. Aldespertar, nos sentimos en un mundo extraño, al que algo espantosoacababa de acontecer. O vivíamos una terrible pesadilla o nuestravida pasada había sido tan sólo un sueño. Ante nosotros, un extensocampo nos enviaba su perfume en el aire sofocante, y multitud demariposas, avispas y libélulas revoloteaban en torno nuestro,molestándonos con su alegría que tan lejos estábamos de compartir.

La hora de vísperas llegó... El sol, hacia el horizonte, perdía su38

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brillantez. Comenzábamos a inquietarnos y nuestras miradasinterrogantes se dirigían hacia el solitario camino en cuya direccióndesapareciera mi madre. Distinguimos a lo lejos una nubecilla depolvo que se dibujaba vagamente en la carretera de Cazassou.

Pasados unos minutos. dos caballeros surgieron de esta nube dejandotras de sí polvorienta estela. Tuve miedo, temí verme pisoteado bajolos cascos de los caballos, cuya rítmica trepidación llegaba hasta misoídos. Kyra permaneció de pie en la cima. Su falda flotaba al vientomientras agitaba su pañuelo, lanzando gritos de gozo ante la llegadade los dos impetuosos jinetes. Estos entraron en el campo llevandosus caballos cogidos por las bridas; le libraron de los frenos y lesdejaron pacer entre las dos hondonadas que tan bien nosescondieron.

Kyra bajó con rapidez la pendiente y quitándose el velo quecubría su cabeza, dejó suelta su hermosa cabellera que cayó

cubriendo sus hombros y se echó a los pies de nuestros dos des-conocidos tíos, altos y gruesos como dos macizos robles quepermanecían de pie ante nosotros. Eran dos colosos de igual estaturay parecían hallarse entre los cuarenta y cincuenta años; pero uno eranotablemente más joven que el otro. Cubrían con turbantes suscabezas cuyos cabellos llevaban totalmente cortados; bigotes ypobladas barbas les ocultaban la boca; sus miradas eran penetrantese insostenibles, pero también francas, y sus manos cubiertas de velloparecían patas de oso. Negros como diablos, metidos dentro de susghebas, abrigos de campesinos, que les envolvían desde el cuello

hasta más abajo de las rodillas.Permanecieron algunos instantes inmóviles ante nosotrosmirándonos fijamente; yo me mantuve de pie, creyéndome enpresencia de dos de esos extraños personajes que aparecen en loscuentos, mientras Kyra continuaba arrodillada.

Levantaron sus abrigos y vi que vestían a la usanza turca: sacossin mangas, pantalones anchos ceñidos por una gran faja roja delana. Me llenó de terror el verlos armados hasta los dientes comoauténticos antartes, esos bandidos griegos legendarios, con suarcabuz colgado al hombro, grandes pistolas y navajas en la cintura.

El reconcentrado odio de Kyra estalló por fin como un rayo. Con

un solo ruego a aquellos dos hombres, selló el aniquilamiento de unafamilia entera, llevada de una pasión vengativa de la que ella seríaprimera víctima.

El que aparentaba más edad de los dos, levantó a Kyra, y lamiró a los ojos, con las manos sobre sus hombros. Una mueca através del inmenso bosque de pelo que cubría su cara, me hizoadivinar que sus labios esbozaban esa sonrisa que sus ojos trazaroncon más precisión. En rumano, en una voz baja, de sonido metálico,preguntó a Kyra:

-Dime, niña, ¿en qué idioma te expresas mejor: en turco, engriego o en rumano?

-En rumano, cruz de valiente -le contestó mi hermana, mi-rándole con la audacia increíble, con que se refirió a él, usando la

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expresión rumana por la que se designa al hombre muy viril.-¿Y cómo te llamas?-Kyra.-Pues bien, Kyralina, como tío tuyo te beso; pero dichoso el

mortal que como tu amante pueda morder tus dulces labios...La besó y siguió su hermano.- Y tú, bravo Dragomir -dijo, besandorne-, ¡qué cara de espanto

pones! - Y añadió, ocultando su arcabuz bajo el abrigo-: ¿Nuestrasbarbas son lo que te asusta?

Diciendo esto, se echó sobre la hierba, me sentó a su lado y, alver que yo no me atrevía a pronunciar palabra, insistió:

-Dime, Dragomir, ¿tienes miedo?-Sí -contesté tímidamente.-¿Por qué?-Porque van armados...

-¡Ah, Dragomir! -exclamó, agitado por la risa-. ¡Cuando se estáen pleito con Dios y la justicia de los hombres, nunca son bastanteslas armas! Pero tú no alcanzas a comprender esto, eres muy jovenaún.

Al oír esto, Kyra se echó de rodillas ante él y juntando susmanos como en oración, exclamó:

-¡Yo sí lo comprendo!-¿Qué es lo que comprendes tú, joven palo de rosa?-Yo comprendo que los hombres son muy malos, y que tú, con

tus armas, los castigas.

-¡Bravo, Kyralina! -exclamó-. ¿Acaso tu joven corazón alimentaalguna venganza?-¡Sí, una santa y justa venganza…! Tomó el pesado arcabuz que nuestro tío dejara en el suelo y

exclamó:-¡Esta misma noche lo dispararás en el pecho de mi padre, y tu

hermano hará lo mismo en el de mi hermano mayor…! ¡Lo pido ennombre de mi madre a quien ya no veremos más! ¡Venguen a estosdos huéríanos y seré su esclava…!

Nuestro tío arrebató el arma de sus manos, y replicó, ensom-brecido de súbito su semblante:

-¡Kyra, Dios se equivocó al hacerte mujer! Al oírte hablar devenganza creí que se trataba de unos simples bastonazos a algún joven que se hubiera atrevido a besarte contra tu voluntad... Pero noshablas de cosas serias que ya veníamos pensando, y con ello echasleña al fuego.

 Tras una corta pausa, añadió:-Dime, niña, ¿no tendrás miedo al infierno, al ver esta noche la

cabeza de tu padre volar hecha pedazos?-¡En su sangre mojaré mis manos y me lavaré con ella la cara!

-respondió Kyra, con los ojos ferozmente abiertos y las mejillasencendidas.

Nuestro tío frunció el ceño, dirigió su mirada hacia el ardientesol poniente y se quedó inmóvil, escuchando la suave melodía de un

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pastor que, a lo lejos, lanzaba al viento sus lamentos.Después habló en griego con su hermano, cortando las palabras

para hacérnoslo más incomprensible.Pacían los caballos, dóciles como corderos, mientras la oscuri-

dad comenzaba a cubrirnos tanto a nosotros como a los dos mon-tecillos que nos protegían... Guardamos unos momentos de silencio...El aire fresco del anochecer hizo a Kyra estremecerse. Mi tío, sin dejarde hablar en voz baja, nos cubrió con los los abrigos. Así esperamos aque las tinieblas nos envolvieran por completo, y cuando ya laoscuridad era absoluta, los dos hombres se levantaron, y el mayordijo a mi hermana:

-Bien, Kyra Kyralina, víbora de dulce aliento, digna hija de tumadre, tu deseo ha hecho hervir mi sangre y esta misma nochecumpliremos tu venganza. Tu hermano y tú vendrán con nosotrospara servirnos de anzuelo.

Kyra dobló la rodilla y besó su mano. Yo hice lo mismo con elotro hermano, quien me preguntó:

-Y tú, Dragomir, ¿deseas también la venganza?-¡Odio a mi padre y a mi hermano! -le contesté.No esperaron más. De un salto, el mayor de ellos montó a

caballo y tomando a Kyra en sus brazos la sentó delante de él,mientras el menor me subió en ancas de su cabalgadura, y una vezganada la carretera, el caballo que montaba Kyra, al sentirse picadopor los estribos de su jinete, emprendió veloz galope seguido delnuestro a unos veinte pasos de distancia.

Llegamos a las puertas de la ciudad en lo que se fuma un ciga-rrillo, y sin entrar en ella ni moderar la marcha, tomamos un caminoque nos condujo a orillas del Danubio. Por momentos, el fantásticogalopar de los caballos me hizo sentir en ancas del mismo diablo. Laluna plateaba nuestro camino, y a sus rayos, la cabellera de Kyraflotaba suelta en el aire.

Al descender una colina, apareció el río, deslumbrante. Seapaciguó la carrera de los caballos, que al fin se detuvieronbruscamente en el límite de un frondoso bosque de sauces. Noshallábamos en un lugar llamado Katagatz, a una hora a pie del puertoy, por tanto, de nuestra casa. Sin apearse, los dos hombres se

acercaron e intercambiaron palabras que no pude comprender.Después, el de más edad, metiendo dos dedos en su boca, lanzó unlargo silbido para, luego de una pausa, volver a silbar.

No tardó en surgir un viejo turco de largas y blancas barbas, delespesor del bosque. Se inclinó ante nosotros en una profundatemene, con los brazos cruzados sobre el pecho.

Mis tíos se limitaron a saludar en turco:-Buenas noches, Ibrahim.Silenciosamente, el viejo tomó los caballos por la brida y nos

internó entre los sauces. No muy lejos, al otro lado del bosquecillo, sehallaba su choza casi destrozada por las inundaciones. Era pescadorde cangrejos y cultivador de sandías. Su tercer oficio, fácilmentepueden adivinarlo.

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Ató los caballos al abrigo de un cañaveral y entró en su cabañaseguido del mayor de mis tíos, quien no tardó en volver solo, y partircon Kyra en brazos. El otro hermano me cargó a mí, y así, como doscriaturas, tomamos el camino del puerto, bordeando el río. Sus pies

se hundían en el lodo y algunas ramas crujían bajo sus pasos.Llegamos al pie de la colina que ascendimos con precaución. La

casa estaba sumida en la oscuridad. En lugar del vidrio roto habíamaderas clavadas. Luego de asegurarse de que no había nadiedentro, mis tíos, a culatazos, lograron abrirse paso y penetrar en elinterior.

Al fin de un largo silencio, el tío mayor nos dijo:-Nosotros dos nos esconderemos en el sótano. Allí estaremos, si

es necesario, toda la noche. Ustedes acuéstense vestidos sobre elsofá y sin apagar la luz. Si vienen, seguramente harán preguntas;

contesten sin ningún temor. Y, pase lo que pase, no se levanten delsofá...

Dicho esto, desaparecieron por la ventana.¡Qué terribles horas! Si viviera mil años, las recordaría. Odiaba

a mi padre tanto como a mi hermano que tanto se le parecía. Que eldiablo se los llevara... Pero... si ese deseo surge del odio... el odio...para asistir a su ejecución es preciso tener... ¿qué? No lo sé... Sí: seprecisa la crueldad... Kyra no era cruel... y, sin embargo... ¡Qué tristees ser hombre y saber de la vida menos que las bestias! ¿Por qué lapiedad habita junto al odio…? ¿Y por qué se ama…? ¿Y por qué se

mata…? ¿Por qué vivimos sentimientos que tanto daño hacen a losdemás y tan profundamente nos hieren a nosotros mismos?Al quedarnos solos, encendidas ya todas las velas, lo primero

que hice fue interrogar la mirada de Kyra: centelleaba el fanáticodeseo de la matanza...

¡Para ella, esa noche trágica era una fiesta! En éxtasis, se pusouno de sus trajes más escotados y se arregló como si fuera a recibir anuestros antiguos moussafirs sin cesar ni un instante de cantar amedia voz. En su mejilla izquierda se veía un enorme moretón.

-Bésame muy fuerte -dijo, volviéndose hacía mí-. Esta noche unrifle borrará mis cicatrices!

-Kyra -le dije, besándole la herida-, ¿no es mejor que llamemosa nuestros tíos y nos vayamos con ellos?-¡No! -me atajó resuelta-. ¡Antes es preciso castigar al asesino

de nuestra madre…! Después, nos iremos.-Pero, ¡será algo horroroso!-¡Al contrario! ¡Será un espectáculo hermoso! -gritó y me

abrazó.  Transcurrieron los minutos lentos y terribles, como en una

pesadilla.Deseaba que mi padre y mi hermano no vinieran aquella noche

ni las siguientes, y que nuestros tíos, cansados de esperar,abandonaran su proyecto. Pero lo que disponen las hadas es máspoderoso que nuestra propia voluntad... y la voluntad de Kyra, ¿no

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sería la misma que la de las hadas?Estaba inquieta, nerviosa. Corría del espejo, a la ventana,

besaba sus cabellos, bailaba haciendo ondear su velo y se dejabacaer después sobre los cojines esparcidos por todo el suelo, entre

extrañas risas.Se quedó pensativa, fue a una habitación vecina y volvió es-grimiendo un pequeño puñal.

-¿Ves? -me dijo sordamente-. Si traicionas a nuestros tíos, meclavaré esto en el pecho, traspasaré mi corazón... y te quedarássolo... ¡Lo juro por nuestra madre!

Quedé horrorizado y supliqué a Kyra:-¡Deja eso! ¡También yo te juro por nuestra madre que no diré

una sola palabra!A pesar de mi juramento, guardó el puñal en su cinturón.

Apenas tuvo tiempo de escondérselo, cuando los goznes de la puerta

lanzaron un quejido lastimero que me heló la sangre como un quejidode agonizante. Kyra se estremeció. Sus ojos centellearondiabólicamente y sentándose en el sofá, a mi derecha, me dijo aloído:

-No debemos dirigir ni una sola mirada a las ventanas que danal patio, ¿entiendes? Pase lo que pase...

La llave chirrió en la cerradura, y clavado junto a Kyra, heladode espanto, sin aliento, vi aparecer a mi padre seguido de mihermano, con la frente fruncida y los puños crispados...

Casi no tuvieron tiempo de preguntar:

-¿Quién rompió la ventana? ¿Dónde está su madre?Sanaron dos descargas casi simultáneas, que rompieron cris-tales, hicieron temblar la casa y llenaron todo de un espeso humo queolía a pólvora y trapos quemados.

Abrazado a Kyra, sólo pude distinguir el cuerpo de mi hermanocayendo pesadamente y la trágica silueta de mi padre, lanzándosepor la ventana que daba al puerto. Cerré los ojos y los abrí de nuevopara ver a mi hermano tendido en el suelo, la cabeza abierta comouna roja sandía lanzada contra un muro y a mis tíos con medio cuerpofuera de la ventana, descargando en la oscuridad sus pistolas, endirección a los pasos de mi padre.

Kyra, deshaciéndose de mí, saltó al centro de la habitación:-¡Se les escapó! ¡Se les escapó! ¡Sólo pudieron arrancarle laoreja izquierda!

Por toda respuesta apagaron las luces y salieron con nosotrosde la habitación. Envueltos por la más densa oscuridad, el tío mayornos dijo pausadamente:

-Kyralina, Dragomir, los abrazo quizá por última vez... Su padrees el tercer hombre que escapa a mis disparos, y profetizó mi ursitaque me matará el tercer enemigo en quien mi rifle no pudo hacerblanco ni aún en luna llena. Trataré de defender mi vida lo mejor quepueda; mas difícilmente logramos desviar nuestro destino. Pero, estoaparte, oigan bien lo que voy a decir. El dueño de la posada vendrádentro de poco a recogerlos. En su casa tendrán dos habitaciones y

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todo lo necesario. Mañana volverá aquí por ropa y lo que pueda llevarconsigo. Ustedes, jamás volverán a esta casa...

-¿No vamos con ustedes? -preguntó Kyra con voz temblorosa.-No, no tengo derecho a hacer partícipes de la dureza de

nuestra vida, a quienes han sido criados sobre plumas.-Pero, entonces nuestro padre nos matará...-No los matará... No tardaremos en volverlo a tener en la mira,

y no logrará escapar, porque nosotros somos dos y él está solo. Vivancomo quieran y olvídense de nosotros. No volverán a vernos hastaque hayamos conseguido exterminar a ese perro. Si alguna vezquieren saber si vivimos digan al posadero mi nombre, Cosma, y éldirá cuanto sepa. Pero más que el posadero sabrá Ibrahim, elpescador de cangrejos de Katagatz. Si alguna vez, bajo sus ventanasgrita: " ¡Cangrejos...! ¡Cangrejos frescos…!", bajen y sigan hasta quesalga de la ciudad, pues será señal de que tiene que decir algo

relacionado con nosotros. Y por último, si las autoridades losinterrogan sobre esta noche, digan la verdad, pero no digan lo quepiensan y, mejor todavía, no piensen nada...

Calló. Se oyeron unos pasos en el patio. Eran los del posaderoque llegaba a recogernos. Mi tío nos besó y después de encomen-darnos al recién llegado, desapareció antes de que pudiéramosdarnos cuenta.

La fonda se hallaba a unos cincuenta pasos de la que hastaentonces fue nuestra casa, pero ¡qué diferencia entre la comodidadde las dos habitaciones que nos designaron, aunque eran las mejores

de la posada, y la comodidad de las nuestras! Esto nos hizo derramarabundantes lágrimas. La única ventaja era que nuestras nuevashabitaciones se comunicaban y daban al Danubio.

Viéndose entre aquellos muebles rústicos y aquellas alfombrasraídas, débilmente alumbradas por la luz vacilante de una sola vela,Kyra se dejó caer vestida sobre el sofá, y, ante la inutilidad de suvenganza, lloró más amargamente que yo.

Solo en mi habitación, con la mente llena de visiones horribles,me fui al diván de la habitación de mi hermana. Los sufrimientos yfatigas de aquellos tres días de martirio habían quebrantado micorazón de niño y caí dormido, sin pensar que la vela continuaba

prendida y mi hermana lloraba...

Desperté más contento, y con los primeros rayos del sol la habi-tación me pareció más bonita que la noche anterior. Pero la idea deque podía volver a verme ante mi padre, me enloquecía. Desperté aKyra, y le propuse escapar. Aunque aceptó mi idea, se quedó inmóvil,en el borde de la cama, con los ojos enrojecidos, la cara hinchada yen un estado que atribuí al remordimiento. Le pregunté y respondió:

-No, Dragomir. Estoy desesperada de que nuestro padre hayapodido escapar. De haberse "ido" con su hijo, ahora estaríamos ennuestra casa. Aquí, esta fealdad me asquea...

Echó una mirada desdeñosa y salió. En la puerta, el posaderotomaba el aire de la mañana y fumaba en su narguile. Al vernos, hizo

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una profunda reverencia, y dijo en turco:-¿Puedo permitirme preguntarles por qué salen tan temprano?-Abou-Hasan, nos vamos porque tememos a la policía y a

nuestro padre -respondió Kyra en el mismo idioma.

-Señorita, mientras estén en mi casa, yo respondo por ustedes.Aquí estarán seguros. - Y mirando a hurtadillas, añadió:-Precisamente, por eso están aquí.

Nunca supe quién era aquel hombre, ni los asuntos que leligaban a la familia de mi madre, pero lo que sí puedo afirmar es quemientras estuvimos en su casa, nadie vino a molestarnos, ni siquieranuestro padre. A pesar del peligro, dejamos de creer en él y nosatrevimos a salir. Entonces comenzó la hermosa y triste vida de unmes, que todavía recuerdo llena del luminoso sol que alumbra laexistencia del vagabundo.

Para nosotros, pobres pajarillos escapados de la jaula, que

ensayábamos el vuelo, ávidos de luz, aquello era algo nuevo, devoluptuosidad desconocida, otra vida...

Había una puerta de salida, en la parte posterior de la posada,muy sucia, pero que nos permitía salir y entrar sin ser vistos. Esapuerta, bajo nuestras ventanas, estaba frente a una escalera por lacual se podía bajar la colina en la parte posterior de la posada, yllegar al puerto.

Habituados a nuestra desventura, riendo nos decíamos queestábamos mejor que en casa, donde no había escalera para bajar lacolina.

Escapábamos por la mañana para regresar al mediodía. Nosservían la comida en nuestra misma habitación, y después de comervolvíamos a salir.

Había la siega terminado y uno de los placeres de Kyra erabuscar espigas de trigo, formar gavillas con ellas y correr a ofrecerlasa las espigadoras, que pasaban el día encorvadas sobre la tierra.Otras veces preferíamos correr por donde pacían a millares loscorderos, cuyo rebaño se desplazaba sin cesar, dejando tras de sí todo cubierto por sus excrementos, a la vez que quedaban pegados alos cardos blancos copos de lana. Algunas viejas iban de cardo encardo, recogiendo pacientemente estos pequeños copos, y nosotros

las imitábamos ofreciéndoles luego nuestro botín.Una vez, nuestras correrías nos condujeron hasta los dosmontículos donde se despidiera nuestra madre, y recordamos queaquella noche fatal, al recogernos nuestros tíos, dejamos olvidado elpaquete con provisiones que hicimos al salir de nuestra casa. Algunosperros errantes se lo habían comido, no quedando más que trozos detrapo.

 Todo nos pareció más triste por cuanto lo íbamos olvidando, yel dolor infantil alternaba alegría desbordante.

Criados sobre plumas, según el tío Cosma, delicadas flores deinvernadero, no conocíamos otros placeres fuera de los que nos hizovivir nuestra madre en sus propias habitaciones: bailes, cantos,galanteos, regalo del paladar... Todo muy bello, muy hermoso... Pero

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descubrimos que había algo más y que este algo, lleno de luz yarmonía, de fragancia salvaje, es incomparablemente mejor y hace lavida más bella. Desconocíamos el placer de correr tras de lasmariposas, el de acariciar los grillos, cazar abejorros, escuchar el

incansable gorjear de los pájaros cuyos cantos llenan su vastoimperio. Nada sabíamos del grillo invisible que al anochecer mezclasu cri-cri con el lejano sonido de la flauta del pastor. Nunca habíamosvisto la abeja, cubiertas sus patas de polen, volando de una flor. Ysobre todo, jamás tuvimos la menor idea de la voluptuosidad de uncuerpo bañándose en las caricias del viento, sobre el campo enverano.

Al conocer estas nuevas sensaciones, el sabor de los pastelesfue pronto olvidado, como la voluptuosidad del baile, el humo de losnarguiles, el perfume del incienso. Olvidamos a nuestra madredesfigurada, y nuestro deseo de venganza.

Morena se volvió la tez de Kyra y jamás corrió por los camposmujer más bella que mi hermana, con sus ojos húmedos de amor, lasuelta cabellera flotando, sus faldas indiscretamente subidas y elseno como ofrenda al dios Sol.

En el barrio se afirmaba que fueron los amantes de mi madrequienes mutilaron a mi padre y mataron a mi hermano. Se llegóincluso a citar los nombres de dos moussafirs que, por una extrañacoincidencia, la misma noche del drama embarcaron para Estambul.Comprendimos que nuestro padre nada dijo, y tranquilizados por su

indiferencia, continuamos nuestros paseos por los campos, pero Kyraempezaba a cansarse. Y es que nuestros buenos moussafirscomenzaron a rondar el nuevo domicilio, organizando continuasserenatas bajo nuestras ventanas. Acomodados sobre las gradas de laescalera, que se hundía visiblemente bajo su peso, aumentaban ennúmero a medida que las noches pasaban. Y resultaba ridículo ver aaquellos hombres alineados en los escalones, armando undesagradable escándalo con sus cantos y sus variados instrumentosen la más discordante música, insultándose como ladrones de feria yrodando a veces por las escaleras,

Nos fascinaban todos aquellos locos. Abou-Hasan, al contrario,

les echaba cubetazos de agua fría, pero sin conseguir ahuyentarlos.El amor es más poderoso que el agua… Kyra empezó de nuevo aarreglarse para subrayar su coquetería, dejándome solo en miscorreteos matinales. Pronto me habitué, pero no me aventuraba a irtan lejos. El Danubio me llamaba con su voz irresistible. Tenia ya onceaños y aún desconocía el placer de cruzar el río en una de esasfrágiles lanchas, cuyos remeros entonan lánguidas cancionesmientras descienden por la corriente,

Para embarcar era preciso cruzar unas pasarelas de madera,Los veleros, anclados a lo lejos, rozaban su casco contra los troncosde un gran puente de tablas. Un inmenso hormiguero dedescargadores turcos, armenios y rumanos, con su mochila alhombro, iban y venían corriendo sobre las crujientes tablas.

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Aunque al principio sólo me atreví a mirar de lejos aquelmundo, acabé por unirme a los muchachuelos que solían vaga-bundear por el puerto, hijos de tres o cuatro naciones diferentes. Loque más me agradaba era verlos bañarse desnudos, semejando

diablillos de tez morena. Cuando estaba decidido a bañarme conellos, me asustó contemplar sus peleas en pleno río, hundiéndosemutuamente casi hasta asfixiarse. Un día trajeron hasta la orilla a unpequeño lipovano, rubio como yo, que sacaron del agua casi ahogadoy que apenas respiraba.

Esto me decidió a alejarme de ellos y a dirigir mi atención acontemplar los bazcogdis, que echados en sus barcas de cara al sol,medio dormidos, fumaban y cantaban a media voz esperando quealguien solicitara sus servicios. Una vez le pedí a uno de ellos, enturco, que me diera un paseo por el agua, a lo que él contestó quepara pasearse en barca, debía pagar algunas  paras. No le entendí.

Ignoraba lo que es llevar dinero y pagar. Me creyó tonto y me explicóque él se ganaba la vida pasando gente de una a otra orilla ypaseándola por el río. Luego, exclamó:

-¡Ah, estos niños ricos, que ni saben que se necesita dineropara vivir!

Entonces vi detrás de mí un viejo turco elegantemente vestido,que, apoyado en su bastón, escuchaba nuestra conversación. Con eldedo hizo seña de que me acercara y me dijo:

-¿Eres turco? Hablas muy bien el idioma.-No -dije-, soy rumano.

Hablándome con familiaridad, empezó una serie de preguntas.Aquel hombre se expresaba con la mayor corrección y ganó misimpatía. ¡Ah, por qué no preví la desgracia…!

Ante mí tenía al ser odioso que había de destrozar la vida deKyra y la mía: Nazim Effendi, propietario de un velero y proveedor,como tantos otros en aquella época, de carne para los harenes.

Conmigo, el monstruo cuidó de comportarse en la forma máscomedida: serio, prudente, sobrio. Al despedirse se dirigió hacia sulancha adornada con tapices y damascos, y me dijo en tonoindiferente:

-Si alguna vez quieres pasear por el río, solo o con tu hermana,

les ofrezco desinteresadamente mi lancha.Llamó a su remero, un árabe, le dio una orden y la embarcaciónse alejó por el río.

Quedé entusiasmado por su oferta y sentí no haberla apro-vechado en el acto.

Con toda la rapidez de mis piernas corrí hasta la posada y subí la escalera:

-Tú no eres bueno conmigo -me dijo, Kyra al verme tan alegre-. Te vas a jugar y me dejas sola y aburrida...

-Mañana vas a divertirte como una princesa, paseándote por elrío en una lancha de bey -exclamé, cubriéndola de besos.

 Y atropelladamente le expliqué mi maravilloso encuentro. ¡Ah!¿Por qué no fue ella más perspicaz que yo? Se entusiasmó con mis

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palabras de tal manera, que la impaciencia de pasearse sobre lasaguas del Danubio en una lujosa lancha, le quitó el sueño.

La mañana siguiente la invirtió toda en arreglarnos. Hacia elmediodía nos acercamos a la orílla del río. Vimos la lancha y en ella al

árabe de la víspera. pero no al viejo turco. Kyra se acercó con audaciay le dijo:-¡Oye! ¿Continúas teniendo la orden de pasearnos?-Sí -contestó.Kyra corrió por la pasarela y saltó a la embarcación con la

ligereza de un venado. Al disponerme a seguirla, oí detrás de mí a unbarquero pronunciar unas palabras que siempre he recordado en mismomentos de dolor:

-¡Buena caza! -dijo.Repetí a Kyra aquellas palabras, preguntándole su significado.-No hagas caso -me respondió-, son unos imbéciles.

Soplaba una ligera brisa, y por primera vez en nuestra vidagustábamos el placer de deslizarnos suavemente. La ribera sealejaba, cuando bruscamente nuestra embarcación empezó amoverse a impulsos de las olas. Kyra sintió miedo y asustada gritó alárabe:

-¡No pases por en medio del río! ¡Sigue a lo largo del puerto!El árabe obedeció y dirigió la lancha hacia la ribera. De súbito

nuestra casa apareció sobre el borde del terraplén, en toda su tristezay desamparo... No mucho más lejos, la posada con las abiertasventanas de nuestras habitaciones. Avanzábamos lentamente,

dejando tras nosotros las casas y el inmenso hormiguero del puerto.Nos hallábamos ya al final del puerto, cuando la lancha se dirigióhacia uno de los pequeños y solitarios puentes transversales, dondeamarró. Allí nos esperaba el turco, que corrió a saludar a Kyra conuna profunda reverencia, ayudándola a saltar a tierra. Kyra se sintiómuy halagada. Aquel hombre poseía el secreto encanto de loselegantes ademanes, tan diferentes de cuanto habíamos visto ennuestros atolondrados moussafirs. 

¡Ay del pobre corazón humano que se entrega ingenuamente ala alegría de vivir! ¿Por qué nuestra ligereza nos cegó ante lasospechosa amabilidad del turco a nuestra llegada, tan rara como su

astuta ausencia en el puerto, a la salida?Pero su astucia llegó a más. Serio, sereno, comedido, supo tanbien hacer honor al respetable aspecto que le daba su barba blancaque ganó por completo la confianza de Kyra, quien no vaciló enpedirle que nos dejara visitar su velero. Era lo que aquel hombretrataba de conseguir; pero estaba tan seguro de su presa, que seapresuró a contestar en un turco de pureza exquisita:

-Por ahora no puede ser, encantadora mía. Mi velero hállaseamarrado al otro lado del río, en las aguas que forman el brazo delMacin, donde ahora está efectuando su cargamento, y su falta decostumbre en experimentar los movimientos de las aguas podríamarearlos. Pero le prometo satisfacer en próximo plazo su curiosidad.En espera de ello, háganme el honor de poner a su disposición la

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canoa, y será para mí una gran satisfacción ver que aceptan miofrecimiento.

Inclinó su cuerpo con respetuosa cortesía, haciendo ondular susvestidos de seda. Llevó sus dedos a la frente, a los labios y al pecho y

subió a su canoa.Sin ningún límite nos entregamos a las garras de nuestro gene-

roso anfitrión y, entre los nuevos placeres, nos olvidamos de nuestramadre, de nuestro padre, de nuestros tíos, de aquellos moussafirs yhasta de Dios mismo. Paseamos por el Danubio, a lo largo de tresdías, arriesgándonos cada vez más lejos, hasta que un día nosalejamos tanto que llegamos a la ribera opuesta y pudimos satisfacernuestra curiosidadde subir al velero.

Recién construido y muy grande, olía desagradablemente abrea. Un marinero árabe nos explicó para qué servía cada palo, cada

vela y cada una de las cuerdas que colgaban como lianas por todaspartes. Nosotros no entendimos nada.

En un salón lujoso, por el lado de popa, Nazim Effendi nosrecibió vestido con caftán y babuchas. Nunca antes habíamos vistotanta riqueza en tapices orientales, recipientes de cobre, cojinesbordados con hilo de oro, filigranas. Una enorme panoplia llena dearcabuces y cimitarras, llenas de afiligranadas incrustaciones de oro,plata y marfil, lucía imponente en medio de una pared. Aromasdesconocidos sorprendieron nuestro olfato y, en el lugar de honor deaquel mundo, rodeado de tapices, el retrato del sultán Abdul-Medjid ,

 junto a un escudo turco y enmarcados versículos del Corán con labella caligrafía árabe. Retratos de odaliscas adornaban el resto de lasparedes. Retratos de espléndida belleza que hizo exclamar a Kyra:

- ¡Qué bellas son!-¡Usted es tan hermosa como ellas! -dijo galantemente el turce. Y nos sirvieron pasteles deliciosos, llamados baclavas, café en

felidjanes soberbiamente adornadas y, por último, fumamos toumbak perfumado en unos magníficos narguiles.

Cortés, aunque alegre, Nazim Effendi no dejaba su tonobondadoso. Preguntó a Kyra, discretamente, por nuestros padres, yella, aun sin decirle todo, le dijo demasiado. Le contó cuánto le

gustaba el baile y, satisfecho con la información obtenida, NazimEffendi se despidió:-Pues aquí podrán bailar todo lo que quieran. Y el árabe nos llevó nuevamente a la ribera rumana.

 Tan feliz estaba con mi descubrimiento que era incapaz de lamenor sospecha. Kyra, más contenta todavía, desconfiaba menos.Así, nuestras costumbres fueron sustituidas y el trágico veleroabsorbió nuestra vida: todos los días, a todas horas, cruzábamos elrío, y apenas regresábamos a nuestras habitaciones para comer ydormir. Habitaciones que resultaban a Kyra tan mezquinas comoestrechas, así como demasiado vulgares sus trajes: anhelaba la horade que Cosma concluyera su venganza para volver a nuestra casa,

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tomar posesión de la fortuna y recibir, como dama elegante, nosimples moussafirs sino ricos, como Nazim Effendi. ¡Pobre Kyra!

Apenas a una semana de frecuentar su salón, ya estábamosfamiliarizados con el turco. Kyra lo veía como a un verdadero padre y

él, para cimentar más esta impresión, abría sus baúles para mostrarlos más espléndidos trajes de odalisca. Kyra llegó a vestirse con uno yse veía tan hermosa como las odaliscas de los retratos. A mí me vistióde turco, para evitar mis celos, con fez, el pantalón ancho queconocen como chalvar y pistola en el cinturón ricamente bordado. Así ataviados, ¡se podrían haber levado anclas y tendido velas!

 Y eso habría de hacer, pero quiso divertirse al máximo con su juego, por lo que esa noche volvió a guardar los trajes y nos despidió,habiéndonos dejado sabor de miel en la boca.

A la mañana siguiente, la postrera en tierra rumana, Kyra sesaltó a llorar cuando supo que nuestro padre vivía porque nuestro tío

Cosma no había logrado atinarle con su rifle. Por el contrario, alguienhabía apuntado mejor sobre él.

Muy temprano, oímos gritar bajo nuestra ventana:-¡Cangrejos frescos...!¡Podía ser la ansiada noticia! Bajamos corriendo a encontrarnos

con el pescador de cangrejos que, encorvado por los años, y tal vezpor el peso de sus pecados, nos rondaba. Lo seguimos lejos delpuerto y ahí nos dijo bruscamente:

-¡Pobres de ustedes! ¡Cosma fue asesinado en una emboscadapor hombres del padre de ustedes! Afortunadamente, su otro tío,

aunque herido, logró huir a caballo.¡Cómo lloramos a nuestro desaparecido protector…! ¡La ursitatenía razón!

¿Qué sería de nosotros? Sin temer a nadie, nuestro padre se-guramente vendría a buscarnos. Y esta sola idea nos petrificó. Erapreferible ahogarnos en el Danubio que regresar a la posada... Pero lalancha nos aguardaba... Y al llegar al velero nos lanzamos a losbrazos de Nazim Effendi, como si en verdad fuéramos sus hijos, yKyra, con su bello rostro empapado en lágrimas, le cantó toda laverdad, incluido el triste final:

- ¡No volveremos! ¡Antes nos ahogamos en el río!

-Hijos míos, no se desesperen de esta manera -dijo quien seríanuestro raptor-. Por su abuelo, tienen sangre turca. Pues los llevaré aEstambul. Ahí estará seguramente su madre curándose el ojo. Labuscaremos y serán felices...

Al terminar, nos besó,-¿Cuándo zarpamos? -le preguntó Kyra.-Hoy mismo, cuando se ponga el sol.A sus pies, abrazamos las rodillas ¡de nuestro salvador! Y lle-

gada la noche, entre el ruido que venía de la cubierta, recostados enel camarote, fumando tchibouks cargados de opio, en una atmósferade inconsciencia y entregados a mil alucinaciones, comenzarnos asentir que éramos dulcemente mecidos, como quien viaja por el cielo.

Pero no nos dirigíamos al cielo. Tampoco a Estambul, ni en50

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busca de nuestra madre. Nos raptaban. Y nos raptaban con nuestropleno consentimiento.

 Ya en otra ocasión les cantaré mi odisea en busca de mi herma-

na, que fue encerrada en un harén, en cuanto llegamos a Cons-tantinopla. Yo, por mi parte, tuve que satisfacer los placeres de aquela quien habíamos creído generoso protector, y me pervirtió parasiempre. También para siempre perdí a mi hermana, por más que,dos años después, cuando logré escaparme, me lancé a buscarla. Labusqué durante doce años, ya como vendedor de salep.

Catorce años después de haber salido, volví a Rumania, parasaber que mi tío, poco después de haber escapado de la emboscada,se había vengado incendiando, en una misma noche, la casa de mipadre y la de mi madre. Y esa vez tuvo éxito: mi padre murió enmedio de las llamas.

III

Dragomir

Hacía cuatro años de que Stavro le contara a Adrián la historiade Kyra. Desde entonces, Adrián buscó inútilmente al salepgdi, paraofrecerle su amistad, hasta que se convenció de que había muerto. Yel joven siguió su propio destino.

Pero el destino coincidía con su mayor deseo, penetrar lossecretos del alma humana, y, a pesar de que las almas a las quedeseaba asomarse eran poco comunes, supo buscarlas y supo en-contrarlas, aun aprovechando la casualidad que se las presentaba.

Una noche, en El Cairo , aburrido y fatigado, entró a un res-taurante de la calle Darb-el-Baraba. Un lugar mítad judío y mitadrumano, con clientela cosmopolita, de toda condición y de toda moral.Una clientela que en nada tenía que ver con el dueño del lugar, unseñor Goldstein. Aunque nadie simpatizaba entre sí, los reunía elsabor del pescado relleno al estilo judío y de la tzouika, el vino de

ciruela rumano. Adrián, que llevaba un mes en El Cairo, iba a buscarpescado relleno y tzouika, como los demás. Y como aquella nochellevaba dinero en la bolsa se dirigió hacia allá, a pesar de larepugnancia que le inspiraban los demás asistentes. Entró con lacabeza baja, para evitar cualquier conversación, y fue a sentarse enel rincón donde se reunían los clientes más humildes. Ahí escondido,se dedicó a observar a las personas.

-Cómo se parece aquél a Stavro -pensó mientras comía elpescado y dirigía discretamente la mirada hacia un hombre, sentadode perfil en el ángulo opuesto.

Lamentablemente vestido, con la barba crecida de un mes,

viejo, el hombre miraba con desgano hacia la puerta, con la barbillaapoyada en la mano, inmóvil, y tomando a sorbos un vaso de tzouika.

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Aunque todo él repugnaba y aunque Adrián nunca supuso que Stavrose encontrara en Egipto, sintió un vuelco en el corazón ante aqueldesconocido.

Quería verlo de frente, pero el viejo continuaba inmóvil. Siguió

entonces la costumbre oriental de ofrecer una copa por pura simpatíaa un desconocido, pensando que con ello el viejo tendría que darle lacara para agradecer. Sin embargo, el desconocido rechazó la copa.

-Se la manda aquel señor -indicó el mesero.-No me importa -contestó bruscamente y sin voltear hacia

Adrián.Por el solo sonido de la voz, Adrián reconoció a Stavro y hacia él

se dirigió emocionado:-Pero, ¿eres tú? -Stavro no demostró la menor sorpresa-. ¡Tú sí 

me reconociste! Me viste entrar y ni siquiera me saludaste, Stavro.¿No merezco ni un saludo tuyo? Además rechazaste la copa que te

envíe... Una copa de simpatía...-Así se vuelve uno -respondió Stavro- cuando llegamos a la

noche de una vida como la mía. La simpatía no basta.-Pero... ¿no merezco de ti algo más que simpatía?-Hablaba de las copas de simpatía o de la simpatía que puede

caber en una copa... Respecto a ti...-Respecto a mí, ¿qué?-Mientras tú subes la colina, yo la bajo. La cima se alza entre los

dos. Además...Stavro miró a su alrededor y guardó silencio.

-¿Tienes hambre? -le preguntó Adrián, afectuoso.-Sí.-¿Quieres que te pida un pescado relleno, especialidad de la

casa?-Pescado, sapo o elefante. Pídeme lo que quieras, con tal de

que alimente más que un vaso de tzouika, lo único que puedo pagar-contestó Stavro, mientras se pasaba la mano por su rostrodevastado.

Una hora después estaban en el pequeño cuarto de Adrián, to-mando vino, a la luz de una lámpara de petróleo y Stavro, estimuladopor el afecto sincero de su joven amigo, se encontraba dispuesto para

consumir las últimas gotas de aceite de su propia lámpara, esalámpara sagrada que ilumina los pasos de las almas apasionadas.-Ahora que conoces mi última y más grotesca etapa, la de

muerto de hambre, supongo que tienes lástima de pedirme quetermine de contarte la historia de Kyra o, mejor dicho, la mía, la delpequeño Dragomir que fui. Porque se trata de ti, voy a sumergirme enesa lejana época de mi vida, pero no olvides, Adrián, que uno sufrecuando vuelve a revisar el equipaje con que realizó los viajes de su juventud...

A los quince años, logré escapar de Nazim Effendi y me fui aConstantinopla. Era tan guapo como tonto. Vestía como un auténticopríncipe y el solo valor de mis trajes, ricamente adornados, duplicaba

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el precio de un buen caballo árabe. Por lo menos eso fue lo que merepitió incontables veces mi raptor. También era carísimo un reloj,hecho especialmente para mí por el mismo relojero del sultán.Llevaba los dedos llenos de anillos, el fez todo bordado con hilos de

oro y una buena cantidad de monedas turcas abultándome losbolsillos. Todo un capital suficiente para que no hubiera tenido quetrabajar en diez años.

Pero no suficiente para vivir, porque sufría del alma y de laingenuidad del corazón: dos tiranías que abaten siempre al hombresensible. El sufrimiento del alma lo causaba la pérdida de Kyra y demi madre, indispensables para mí. La ingenuidad consistía en creerque, por estar libre, los seres humanos me ayudarían a encontrarlas,para lo cual estaba dispuesto a todo, hasta al sacrificio de mi propiocuerpo, aunque ya para entonces mi cuerpo estaba acostumbrado,porque a todo se acostumbra uno y, sobre todo, al vicio. Tanto que,

prisionero de Nazim Effendi, varias veces me dije a mí mismo:-Si Kyra y mamá estuvieran conmigo, aquí sería feliz.¡Pero fue tan grande mi alegría al verme milagrosamente libre

de mi jaula dorada que, Dios me perdone, llegué a olvidar por unmomento a Kyra ya mi madre!

 Ya no tenía por qué temer a mi carcelero. Su barco zarpó justocuando yo, gracias a un descuido suyo, llegaba a tierra firme. En elamanecer de mi libertad le grité mil maldiciones, mientras corría,febril, por los muelles a orillas del Bósforo, haciéndole el tifla, esaimperdonable seña obscena del Oriente, y mandándolo al diablo con

la voz estentórea.Así, cuando el horrible velero que fue mi pesadilla desaparecióde mi vista, un frenesí desconocido me lanzó a correr por los sucioscallejones de Galata, aunque les pisara la cola a los perros sarnosos,chocara con los vendedores de salep, atropellara a los mendigosciegos o volcara los narguiles de quienes fumaban en las aceras. Losque me vieron me creyeron loco y alguno me detuvo para decirme,sin tocarme, con una prudencia que me hizo reír:

-Permitidme que os diga que resulta indigno del nombre que osdio vuestro padre, el entregaros a juegos como éstos. ¿Cuál esvuestro ilustre nombre? ¿Dónde se encuentra vuestro preceptor?

-¿Ilustre…? ¿Preceptor…? -y sin esperar a que me respondiera,me di la vuelta.Más allá, algo llamó mi atención: un jinete escapaba al trote

sobre un caballo, mientras el dueño del animal, sin soltarle la cola,corría detrás, lanzando grandes gritos. Me pareció tan divertido quecorrí, como él, hasta perder el aliento.

Fueron las primeras horas de mi libertad. Las únicas verdade-ras, desde hacía mucho tiempo, en las cuales, sin nada que me atara,pude dar rienda suelta a mi alegría.

Quería hacerlo todo: atravesar puentes, ir al Cuerno de Oro,visitar lupanares donde se bailaba con el vientre desnudo, subir porlas enredadas calles que van a Pera... Al fin decidí montar al caballomás brioso. Su dueño, muy cortés, me ayudó a subir y arregló el

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estribo a mi medida. Como no sabía montar y ni siquiera sabía adónde ir, me enseñó a manejar las bridas y me preguntó qué caminoquería tomar.

-¡Todos! -contesté, levantado sobre los estribos.

-¡Cómo! -dijo extrañado-. Pues vuestra señoría no podrá ir atodas partes al mismo tiempo.-Pues vamos hacia esos cerros que se reflejan en el Bósforo.Nos dirigimos a Yldiz-Kiosk y Dolma-Baktsché, en donde quedé

deslumbrado y mi espíritu sumergido en la irrealidad. Durante largashoras, acariciado por el suave balanceo del caballo, y por lasmaravillas que desfilaban ante mis ojos, mi cuerpo y mi alma, todo miser se fue de este mundo. Todo mi pasado se esfumaba... Olvidé queiba acompañado por aquel hombre que llevaba el caballo por la bridasin pronunciar palabra. Yo tampoco despegué los labios.

Como en un sueño sentí que el caballo se detuvo y que una voz,

semejante a un maullido, me decía:-Effendi, ya es tarde. Está al caer la noche. Tengo hambre y el

caballo también. ¿Debo conduciros a vuestra morada?Bajé del caballo, aturdido, y en mis piernas una sensación de

dolor que me hizo perder el equilibrio. Me senté sencillamente en elsuelo.

-¿Queréis quedaros aquí? -me preguntó el hombre,Afirmé con la cabeza y saqué de mi bolsillo una libra de oro que

le entregué. Sabía que era preciso pagar, pero no tenía idea ni delvalor de la moneda, ni de las cosas útiles para la vida.

-Son tres tschereks. ¿No los tenéis sueltos por casualidad?Iba a entregarle dos libras más.- ¡Pero no, Effendi -exclamó·-, ya os he dicho que me dais

demasiado y no tengo suficiente para devolveros el cambio!-Pues qué date con la moneda -murmuré.-¡De ninguna manera! ¡Es lo que gano en una semana!-No importa.-¡Por Alá, no puedo! ¡Vuestro padre me cortaría la cabeza! ¡No,

no puedo!Sacó su kemir y echó sobre mis rodillas una gran cantidad de

magdedies, de tschereks, de bechliks y de meteliks que me pareció

enorme; me hizo varias zalemas, montó sobre su caballo ydesapareció.Me quedé solo, sobre la verde alfombra de hierba, al borde de

una hermosa carretera paralela al canal. Con la mirada fija en lasuperficie de las aguas, veía surgir las fantásticas imágenes de loscuentos orientales, mezclándose a las sombras de los palacios y delos árboles que el sol poniente proyectaba, alargadas, sobre el espejooscuro del Bósforo. A lo lejos, una extensa gama de vivos colores, seperdía al fondo del paisaje, cerrado por colinas de violadas cimas quemojaban sus faldas en el mar.

¿Tan bella era la tierra? La contemplaba por primera vez,porque la sala de mi madre y, después, la prisión flotante de NazimEffendi abarcaban mi vida pasada.

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 Tal fue el vértigo de aquel día y, sobre todo, los halagadoresensueños tan intensamente adormecieron mi espíritu, que no salí demi éxtasis hasta oír una melancólica canción partiendo de una lanchaque lentamente cruzaba las aguas cerca de mí. ¿En dónde estaba?

¿Adónde iría a comer y dormir? ¿Y Kyra y mamá? ¿Dónde estaban?Necesitaba afecto, cariño, pero, ¿adónde ir?Los sollozos ahogaron mi pecho, gemí y abundantes lágrimas

me empaparon el rostro.Me oyó un remero y dirigió su lancha hacia mí. A dos metros de

la orilla levantó la cabeza, me examinó unos segundos y se alejó denuevo, diciendo en griego:

-¡Oh! ¡No debe ser tanta tu desgracia si vas cubierto de oro!Desde aquella noche desconfío de los hombres que cantan con

hermosa voz. Tomé el camino a la ciudad, abrumado por el dolor de una

tierna adolescencia abandonada. Ni el oro, ni los anillos que cubríanmis dedos, como tampoco el tic-tac del imperial reloj, fueron miconsuelo. Todas esas cosas perdieron su valor ante mis ojos. Hubieradado cuanto poseía al que me hubiese llevado, no ya a presencia deKyra y de mi madre, sino solamente al alcance de sus cabellos. Esome hubiera alegrado más que todo aquel metal maldito y hubiesesido mucho más dulce que aquellas inestimables joyas.

Abrazaba los árboles y apoyaba contra ellos mi pecho, comobuscando un poco de calor. Al advertir su impasibilidad, exclamaba:

-¡Kyra! ¡Mamá! ¿En dónde están? ¡Ya estoy libre... Pero no sé

dónde ir... es de noche y por aquí he encontrado mucha gente,demasiada gente... Y a Kyra no la veo ni a mamá tampoco...Vi de pronto surgir una viva luz que me deslumbró. Eran dos

sirvientes que precedían a una rica comitiva que, sosteniendollameantes antorchas, pasaron rápidamente, gritando.

Apenas tuve tiempo de dejarles el paso libre, cuando sentí, almismo tiempo que un restallido del látigo, un dolor punzante quequemaba mi cuello y parte de mi cara. Caí desvanecido sobre elcésped. Desde las brutalidades de mi padre y de mi hermano nohabía sentido un dolor semejante.

Me levanté a tientas. Nada veía. La noche era más negra que

antes, y un pánico horrible se apoderó de mí. Eché a correr sinatreverme a articular palabra. Me asustaban mi propia respiración yel zumbar de mis oídos azotados por el viento.

Pronto aparecieron algunas casas, y me encontré en medio delas calles de la ciudad, limpias unas, sucias la mayoría y todas llenasde gente: vendedores ambulantes que anunciaban a gritos susmercancías, perros famélicos e inmóviles. Trastornado por tantasemociones, caí al suelo sin sentido, en cualquier sitio.

Volví en mí gracias a los esfuerzos de un hombre cuyo rostro, ala luz de la luna, era parecido al de Ibrahim, el pescador de cangrejosde Katagatz. Al instante, la esperanza de encontrar a mi hermana ymi madre renació en mi corazón. Me abracé a su cuello que olía amugre y a tabaco, y entre sollozos le grité:

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-¡Soy un desgraciado! ¡He perdido a mi hermana y a mi madre!¡Ayúdame a encontrarlas y te doy oro, todos mis anillos, el reloj, misvestidos, todo, todo!

-¡Por Alá, no grites! -susurró a mi oído, tapando mis labios con

su mano húmeda.Me ayudó a levantarme y lo seguí, Colgada a su brazo, llevabauna cesta de rahat-lokoum, los dulces árabes que se dedicaba avender.

Anduvirnos más de media hora, él sin pronunciar palabra y yoen completo estado de postración. En mi vida, hasta esa noche,habían mis pies chapoteado en tanto barro; jamás había visto barriostan sucios ni podía imaginarme miseria tan horrible. Al fin llegamos auna miserable habitación, con un jergón y un cántaro de agua comoúnico amueblado.

-Ya puedes contarme tu historia -dijo, depositando su cesta en

el suelo y sentándose a la turca sobre su jergón.En menos de una hora sin omitir nada importante, le canté toda

la historia, desde la casa de mi madre hasta mi desembarco. Durantemi relato me escuchó sin despegar los labios. Cuando terminé, dijoseñalando su mísero jergón:

-Duerme aquí; es todo cuanto puedo decirte esta noche.Me turbó un poco su respuesta, pero estaba firmemente con-

vencido de que aquel hombre me ayudaría a encontrar a mis dosdulces criaturas. Caí como tronco y me dormí mirando a mi be-nefactor, acurrucado en un rincón, con la mirada fija en mí.

A la mañana siguiente, muy temprano, me despertó:-Hay que salir.-¿A buscar a Kyra? -le pregunté.-No, hijo mío, no para buscar a Kyra sino para perderte de vista,

porque llevas la desgracia en tu oro, en tus joyas, en tus ropas. ¡QuéAlá te ayude!

 Y cerrando su puerta, me dejó fuera, para luego alejarse ensentido contrario con su cesta de rahat .

Aquel viejo, junto con el barquero y el alquilador de caballos,fueron las únicas personas honradas que había de encontrar hastamucho tiempo después, y ese día primero de libertad, el único que

quedaría marcado en mi mente como un grato recuerdo.Desde ahí, mi primer paso me lanzó al abismo. Tan súbito abandono, me hizo creer que aquel hombre estaba

loco, y me dejó completamente abatido. Mi espíritu no admitía quepudiera existir tanta crueldad, y quise ir en busca de hombres cuyocorazón fuera más sensible. ¡Y la vida me ha presentado maravillososejemplos!

No sé por qué infantil fantasía, creí que mi madre se hallabaaún en un hospital, curando su ojo herido, y por ahí decidí iniciar mibúsqueda. Con esta idea fija ernpecé a preguntar a los que secruzaban en mi camino, hacia dónde hallaba el centro de la ciudad. Todos me enviaron en dirección a Pera, y llegué a las once de lamañana.

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Como desfallecía de hambre, y de una estrecha calle lateralsalía un olor a cordero asado, me acerqué y, casi en la esquina, vi unhombre que, frente a la puerta de su reducido establecimiento,cuidaba el fuego en donde asaba a la parrilla pequeños trozos de

carne. Con el fez echado sobre la nuca, la camisa desabrochadamostrando su pecho bronceado y cubierto de espeso vello, el tendero,moviendo los ojos en todas direcciones, gritaba a los que pasaban:

-¡Kebab! ¡Kebab!Entré, y pedí pan y kebab. Sobre una mesa de madera, sin

mantel y muy sucia, devoré cerca de una libra de pan y tres trozas decarne que rocié con agua. Al terminar, saqué de mi bolsillo un puñadode monedas de oro, de plata y de cobre, y se las ofrecí al dueño paraque escogiera:

-Toma lo que cueste la comida.De pie ante mí, lleno de codicia, miró hacia la puerta y con

audacia, tomó una libra de oro que metió furtivamente en su kemir .Al salir reflexioné: o una comida es mucho más cara que el

alquiler de un caballo por día, o este bandido no tuvo miedo a que "mipadre le cortara la cabeza".

Inquieto, y en busca del hombre generoso que me ayudara aencontrar a Kyra y a mi madre, me dirigí hacia el más grande café dela plaza, mientras pensaba:

-Es mejor que acuda a los grandes, a los nobles; éstos no tienennecesidad de robarme, ni tampoco temerán a mis vestidos ni a mioro.

Mi razonamiento tenía lógica. Más sereno que el día anterior,cuidé de comportarme mejor y, antes de entrar, me limpié el calzadocomo hacían muchos que tenían los zapatos llenos de barro como losmíos. Pero esta vez fui menos ingenuo y, a hurtadillas, miré lamoneda que los otros echaban al limpiabotas; como ellos, le di la máspequeña, un metelick .

Una ensordecedora batahola en la que se mezclaban las vocesde los parroquianos con el ruido de dados y fichas de juego meaturdió. Casi no quedaba un lugar libre entre aquella multitud denobles y poderosos, entregados a toda suerte de juegos. Buscandodonde sentarme, di vueltas entre las mesas sin que nadie, ni los

mismos camareros, se fijaran en mi ostentoso vestuario.-¡Qué agradable es -pensaba- hallarse entre personas bieneducadas! Aquí está uno mucho mejor que entre los mesquins -comollaman a los pobres en árabe.

Al fin me senté entre dos jugadores de ajedrez y pedí café y unnarguile, Otra vez me fijé en la moneda que daban los otros. Con granextrañeza me di cuenta de que con una moneda de plata, untscherek , había para tomar diez cafés y fumar diez narguiles, contodo y propina.

Examiné con atención el rostro de mis dos vecinos: un oficial yun civil, ambos jóvenes y absortos en el juego. Miraban tan fijamentelas fichas que llegó a marearme el observarlos. Los dos despertaronmi simpatía, sobre todo el semblante un poco rígido del oficial, mi

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vecino más cercano. Hablaban poco, pero en un turco tan pulcro quedaba gusto oírles, si bien me helaba el corazón el recuerdo de queNazim Effendi hablaba igual que ellos. Pero la vista del uniforme deloficial me tranquilizaba. "Debe ser un valiente", me decía mirando sus

condecoraciones, y sin nada que lo justificara, bruscamente le dije:-Perdone señor... ¿Podría decirme...?Con el índice de su mano, y sin mirarme, me cortó en seco.Lejos de intimidarme por el poco éxito de mi tentativa, ante la

familiaridad del gesto con que me ordenó silencio, pasados unosminutos hice ademán de interrogarle de nuevo; pero antes de darmetiempo a pronunciar palabra, me detuvo con el mismo gesto, a la vezque con la otra mano cambiaba una figurilla en el tablero. Insistí:

-Perdone señor -dije-. ¿Sabe adónde van a curarse las personasa quienes hayan vaciado los ojos?

-¿Cómo? ¿A quién han vaciado los ojos? ¿De quién se trata?

-exclamó, inclinándose sobre mí hasta hacerme retroceder.-Se trata... de mi madre -murmuré.-¿A tu madre le han vaciado los ojos? ¿Y quién ha sido?

-preguntó , examinándome de pies a cabeza.-Los dos, no -contesté con timidez-, uno solo.-Pero, ¿en dónde ha ocurrido? ¿Cuándo? ¿Cómo?-Mi padre la golpeó en mi casa, en Braila, en Rumania... Hace

dos años.El oficial pareció exasperarse y repitió la frase a su amigo:-Una mujer fue golpeada y le vaciaron un ojo en Rumania, hace

dos años, y hoy la buscan en Constantinopla. ¿Comprendes algo,Mustafá?-¡Sí, lo comprendo! -dijo el vecino y acariciando mi mejilla,

añadió:- Salgamos del café, y en otro ambiente más en armonía consu edad, podrá este niño hablarnos sin temor.

 Ya en la calle, paró un coche y subimos los tres.

Seis meses de esperanzas y decepciones, de relativa libertad yde vida opulenta, fueron el resultado de este segundo y último con-tacto con la generosidad de esos nobles que hablan con dulce yexquisito lenguaje...

Al bajar del coche, a la puerta de la casa de Mustafá-bey, eloficial se despidió de su amigo. Para mí no tuvo más que una miradadespectiva y ya no volví a verle, sino años más tarde y encircunstancias que después contaré. Esto me hizo formarme un juicioque hoy reconozco injusto, y lleno de pueril entusiasmo ante laamabilidad del bey:

- ¡Es muy altanero su amigo! -le dije.-Sí, es un poco altanero, pero es bueno.¡Vaya concepto de bondad que tenía Mustafá-bey!Vivía en una inmensa villa de los alrededores, hacia el sur de la

ciudad. Su gran jardín llegaba hasta al Bósforo, y era atendida pormultitud de criados invisibles y mudos como estatuas. Pero laatmósfera de intimidad que reina en toda morada oriental, me

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devolvió pronto la confianza. Además, la delicadeza del beyaumentaba mi tranquilidad. No tenía nada de la refinada hipocresíade Nazim. Fue agradable en el trato y de una simpatía irresistible,cortés, familiar, mientras duró mi esperanza en él. Y si cuando perdí 

esta esperanza simplemente me hubiera dejado libre, nada tendríaque reprocharle, ni siquiera su incapacidad para ayudarme. Pero lapasión de los orientales llega a ser tan tiránica, tan despótica, quepervierte los más generosos corazones y los empuja, unos conruindad y con violencia los otros, a las mayores atrocidades.

Mustafá-bey conoció mi historia, mejor que muchos a quienesdespués se la he contado, y todavía creo que las lágrimas, contenidasque humedecían sus ojos, eran sincera emoción ante mi desgracia.Aquel hombre prometió ayudarme todo lo posible en mi empresa.

-Si su madre está en Constantinopla -me dijo acariciándome lasmanos-, yo lo sabré. Preguntaré en los hospitales y a la misma policía.

En cuanto a Kyra, enviaré a varias celestinas, sutiles como el éter,astutas como zorras, a escudriñar en los harenes más ocultos. Si ladescubren, yo garantizo su evasión. El oro, en Turquía, obtiene todo.

Luego me indicó mi habitación y me encargó a un sirviente. Mis joyas y vestidos que parecían al bey "demasiado ostentosos y hastaindecentes", fueron reemplazados por otros más "dignos". A cambiode todas estas amables deferencias, una sola condición: nofrecuentar más los grandes cafés y no salir demasiado a pasear por laciudad.

-Es por su bien. Nazim no habrá renunciado tan fácilmente a

perder su presa, y cualquier día se puede ver encapuchado, atado yembarcado como un costal cualquiera.La sola posibilidad me dejó aterrorizado, y sentí nacer en mí de

pronto el afecto hacia este hombre, que se preocupaba por mí, yhacia el suave cautiverio que ya se abría ante mi adolescencia.

La manera más fácil para arrojar a la perdición un alma apa-sionada es hablarle con ternura, y como mi corazón estaba henchidodel recuerdo de Kyra, Mustafá-bey a cada momento me hablaba deella. Lo hacía con la mayor naturalidad, porque me amabasinceramente: pero ¡qué terrible es la sinceridad de los enamorados!

Las más de las veces no es más que una droga voluptuosa.Mustafá-bey empezó por introducir a Kyra en la casa, dando sunombre a objetos. Por ejemplo, me regaló, sucesivamente, el másbello narguile que haya podido ver en mi vida y un precioso brazalete,y sobre los dos había grabado la palabra Kyra, que yo no supe leer.Apenas hacía un mes que me hallaba en la casa, cuando un día,mientras paseaba por el jardín llegó él, conduciendo por la brida unasoberbia yegua joven, flexible, caprichosa e impaciente como Kyra,

-Aquí tiene -me dijo- la más bella Kyralina que puedo ofrecerle.Me obligó a montar y para que me fuera familiarizando sin

temor, me colocó entre él y su criado, y los tres a caballo salirnos adar una vuelta por los pintorescos parajes al norte de la villa.

Mi alma conservaba aún su pureza, y en ningún momento de59

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esta corta época de opulencia, la pasión jamás consiguió hacermeolvidar tres días seguidos el desastre de mi infancia y las trágicascircunstancias que la rodearon. Bien es verdad que hubo momentosen que este pobre corazón mío fue vencido por el amable influjo del

lugar. ¿Cómo resistir? Mis horas, alimentadas por la palabra del bey,llena siempre de esperanzas, transcurrían entre mi narguile y miyegua, de la cual no me separaba más que para dormir y comer, yquien, además, por su temperamento llegaba a hacerme creer quealgo de Kyra me alcanzaba por medio suyo. A su vez, el noble animalse acostumbró a mí al extremo de que, cuando dejaba de ir a la horade siempre a la caballeriza, se entregaba a un pataleo del que nadielograba calmarle.

Así, el recuerdo de Kyra estaba en todas partes: Kyra en losbellos ojos negros de la yegua, Kyra en los objetos más íntimos, Kyraen nuestra conversación. Kyra casi por completo dentro de la casa.

Las astutas mujeres lanzadas en su busca, me aseguraban, unatras otra, que Kyra se hallaba a la vez en diez harenes diferentes.

Las descripciones, de extraordinaria exactitud, y precisos de-talles acerca de las fisonomías de las cadanas que lograron entrever,en cada una de las cuales creía con infantil sencillez reconocer a mihermana, hacían danzar mi zarandeado corazón.

-¡Esa debe ser...! ¡Sí, es ésa…! -exclamé más de una vez,arrojándome al cuello de aquellas alcahuetas-. Acérquense a ella ydigan mi nombre, Dragomir. Y consigan una fotografía.

Para hablar con las cadanas y para conseguir una fotografía, se

necesitaba dinero, y también para cerrar los ojos curiosos, tapar oídosindiscretos y abrir puertas bien custodiadas.El bey, con las manos en los bolsillos, la mirada escrutadora e

irónica, escuchaba y sonreía. Yo imploraba su bondad. Entoncesdistribuía, generosamente, entre las emisarias monedas de oro o deplata, según la importancia del caso.

Después regresaba a la monotonía, sin ninguna emoción. Midesconsuelo sólo era atenuado por la memoria siempre presente demi Kyra Kyralina, con la cual me lanzaba, en las mañanas radiantes oen los atardeceres, a caminar, entre la nostalgia clavada en mi pechoy el placer de su recuerdo.

Pero siempre seguido por el criado, a caballo, armado hasta losdientes e inexpresivo. Su silencio cómplice y vacío de cualquiersinceridad, estorbaba esas desesperadas expresiones de mi amor.

Así, de la primavera pasamos al otoño que marchitó por com-pleto mi esperanza.

Ninguna de las fotografías que me enseñaron era de Kyra y elnombre de Dragomir no encontró eco en el laberinto del corazón deninguna de aquellas reclusas que tantas esperanzas me habíandespertado. Una desgracia nunca llega sola, y así supe que ningúnresultado habían dado las investigaciones sobre mi madre y que nohabía huella suya en Constantinopla.

El bey me lo confesó, ante mi insistencia, y como testigo llamóal jefe de la policía turca, un gigantón con cara de villano de opereta,

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bigotes largos y ojos de bandido, quien, después de golpearse lostacones como saludo, aulló:

-¡Nunca, desde que Estambul existe, ha estado aquí una mujerrumana, tuerta!

La desesperación se apoderó de mí tan pronto como se desva-neció la ilusión. Las lágrimas anegaban mi rostro, bañando las manosperfumadas del bey, al que rogué me dejara partir.

-Pero ¿qué hará al salir de aquí? -me replicó-. Es ustedignorante como un niño y tiene la desgracia de ser joven y bello, yestas dos cualidades en Turquía son peligrosas cuando no se es,además, inteligente. Quédese aquí; en esta casa tendrá siempre loque necesite y mucho más de lo que su nacimiento le permitieraesperar.

Inconsolable, sus palabras resonaron como un tañido fúnebre.Pero el bey redobló sus agasajos y, conociendo mi debilidad por la

equitación, encargó para mí un traje de caza, me compró un hermosofusil, ricamente damasquinado, al que bautizó como "la terrible Kyra",y una mañana, espléndidamente equipados, partimos haciaAndrinópolis.

-Hoy conocerá -me dijo- los grandes bosques habitados porciervos y buitres y comprobará que la vida es bella, aunque se estésin mujer. Es aún muy joven para comprender que la más hermosamujer siempre acaba por convertirse en una puerca.

Este insulto fue como una puñalada, y me pareció lo másodioso. Disimulé lo mejor que pude mis sentimientos, pero desde

aquel instante decidí escapar. Era maravillosa la ocasión que se meofrecía. Quince días debía durar la partida de caza, costumbre delbey, y nos dirigimos hacia los Balcanes, a lo largo del Maritza.

 Tracé mi plan. Había tres caminos: burlando la vigilancia deaquellos bárbaros, escapar disfrazado de campesino turco; comprar abuen precio mi libertad; y si estas dos tentativas fracasaban, mequedaba la desesperada: valerme de las piernas de mi Kyralina, que,según el bey, era enormemente rápida. Para comprobarlo, le pedí correr contra el caballo árabe por él montado. Mustafá, contento alverme de tan buen humor, aceptó, y me dio trescientos pasos deventaja, asegurando alcanzarme en la aldea más próxima, a unos tres

kilómetros de distancia.Al disparo convenido como señal de partida, que el mismo beyhizo con su pistola, espoleé los flancos de Kyralina. La yegua selevantó sobre sus patas traseras, mordió el freno y emprendió lacarrera. Salté las bridas y me agarré fuertemente a la silla. El vientosilbaba en mis oídos con tal violencia que no me dejaba oír el galopede mi rival, y, al no saber la distancia a que me hallaba del bey, contoda furia fustigué al animal. La tierra se arremolinaba bajo las patasde la yegua y la carretera gris escapaba ante mi vista como porencanto.

Muy pronto llegué a la aldea, la crucé y fui más lejos, ante elasombro de sus habitantes. Todo lo que alcanzamos fue víctima deKyralina: ocas, gallinas, patos, que se dejaron sorprender al centro del

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camino, perecieron destrozados.Por fin, un kilómetro más allá del pueblo, fui alcanzado por el

bey. Poco después llegaron los criados trayendo consigo el fusil, queignoraba haber perdido.

-Me ha vencido -dijo Mustafá-bey, ofreciéndome la mano-.Pídame cuanto quiera; debo pagar la apuesta.-Concédame un kilómetro de ventaja con la promesa de no

buscarme más si no me alcanza en la próxima aldea.-¡Cómo! -exclamó apenado-. ¿Se ha hastiado de mí hasta el

punto de querer dejarme? Pero ¿qué le falta a mi lado? ¿Acasomujeres? Si es así, puedo ofrecerle cuantas desee de mi harén; y siéstas no le placen, por todo el país hay vírgenes de catorce años, detodas las razas y colores, que no esperan otra cosa que ser nuestrasesclavas, puesto que si no, día ha de llegar que irán a parar a manosdel imbécil que el destino les depare.

- ¡Mustafá-bey -exclamé--, usted olvida que la libertad es elmayor don, y que vale más un imbécil amado que un príncipe a quiense detesta!

-Es verdad. Pero lo importante no es lo verdadero, sino loagradable. Nosotros somos los amos absolutos de toda la tierra quese extiende ante nuestra vista, con las bestias que la habitan.¡Aprovechemos, pues, sin escrúpulos lo que estúpidamente se ofrecea nuestra soberanía!

Al oír su razonamiento, entendí el profundo enigma de la vida.El bey, en su cinismo, tenía razón: todo se ofrecía estúpidamente a su

potencia avasalladora. No había necesidad de emplear la fuerza paraapoderarse de lo que fuese.En país turco o en tierras búlgaras, el musulmán, como el

cristiano, todos, del rico al pobre, no eran más que dóciles esclavosdel amo: si la bella y joven hija se eclipsaba a nuestra llegada, elpadre, a fin de congraciarse con el señor, sólo deseaba poderlasacrificar a sus apetitos, y la ofrecía con la misma naturalidad que siofreciera la mejor cama o el más hermoso cordero.

Ante tal espectáculo, deseé aún más mi libertad. Sentía enor-memente el peso de la vida opulenta que llevaba y en mi jovencorazón nació la necesidad de aprender un oficio que me permitiera

ser independiente y ganar mi pan con honradez. Desde entonces,nada me interesó, nada llamó mi atención, y no ocupaba mi mentesino en tratar de huir. Pero la deseada ocasión no se presentaba y alllegar la noche mi desconsuelo era tan grande como el de la víspera.

Fui sometido a la más severa vigilancia. Por el día, durante lasfastidiosas e interminables partidas de caza, el bey estaba siempre ami lado, cuando no me colocaba en medio de dos criados. Por lanoche, me obligaba a dormir en la habitación de mi odioso protector,sin esperanza de evasión.

Así vi cómo se desvanecía el primer plan de salvación. El se-gundo, comprar con oro mi libertad, también se frustró.

Durante un día de lluvia torrencial y mientras el bey jugaba alajedrez con el mesonero, a mi vez jugaba con mi criado. Estábamos

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solos en una mesa. Para conseguir mi propósito ernpecé a hablarle enel tono más tierno, y, discretamente, le expresé mis deseos deevasión. Hizo como si nada comprendiera, y para despertar sucodicia, le prometí mi oro y todas las joyas. Tampoco aceptó.

-Pero, ¿cómo es esto, Ahmede? ¿No dicen que en Turquía con eloro se compra todo?-Sí... se puede comprar todo -murmuró-, cuando al que vende

se le puede ofrecer lo suficiente para asegurar su cabeza, y vuestrooro no alcanza a tanto.

No me quedaba otro recurso que jugarrne la vida en una fugadesesperada. Sabía que si lo intentaba había orden de matarme comoa un perro, pero no titubeé un minuto.

Vivíamos en medio de bosques en una región montañosa, cuyosterrenos ayudaban a mis planes.

En la madrugada del siguiente día, iniciamos nuestra marcha

trepando por un áspero camino, entre pinos, y escoltados por cincohombres a caballo, que debían organizar una batida.

A fin de no dar tiempo al sirviente de contar a su señor mis pro-posiciones de la víspera, decidí probar suerte en cuanto se mepresentara la primera ocasión, que no tardó en llegar.

En el límite de un claro, en cuyo centro dormía un pequeño lagocruzado por un torrente, se detuvo la comitiva.

-Esto es el abrevadero de las gamuzas -dijo con toda calma elguía y se alejó con cuatro hombres, a colocarse en lugares es-tratégicos, con el fin de empujar la caza hacia el bey, y ponérsela al

alcance. Viéndoles dispersos comprendí llegado el momento: era másfácil escapar de un hombre que de toda una cuadrilla.El bey y yo nos ocultamos tras una roca; a nuestra vista toda la

explanada, por donde debía pasar la caza.-Sólo disparará si la bestia se me escapa o pasa bajo sus nari-

ces -observó mi Mustafá, porque yo no sabía manejar el fusil.Había pasado cerca de una hora cuando se oyó un disparo.

Luego sonaron dos o tres más, y de pronto, como si surgiera de latierra, apareció un hermoso y bien plantado ciervo; pero en unsegundo desapareció veloz, hacia el lugar en que se hallaba Ahmede.

-¡No debe escapar; voy tras él y le saldré por el flanco!

¡Quédese aquí y, si se acerca, hágalo retroceder! -gritó el bey,alejándose al galope,-¡Quédate tú! ¡Y aquí te dejo el fusil' -grité.Eché el arma y el morral al suelo, y lanzándome en línea recta

hacia el valle, atravesé los espesos bosques de pinos y no tardé enverme sobre una buena carretera, por la que lancé mi yegua adesesperado galope, en el que me jugaba la libertad y la vida misma.

-¡Amor de mi Kyra, ven en mi ayuda! -imploraba pegado alcuello del animal.

Cinco leguas debía llevar, desde el lugar de la cacería, cuando ala luz resplandeciente del sol de otoño hice alto a orillas del Maritza.Dejé a la yegua pacer y descansar un rato. Yo, muerto de fatiga yebrio por la inmensa dicha de verme libre, extendí una cobija y me

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acosté sobre ella. A pesar de mi tranquilidad aparente, unsentimiento de temor me atenazaba el alma; durante mi carrerahabía sido visto por los habitantes de los puebluchos que crucé y poralgunos leñadores de aquellos bosques. Sin cesar me hacía la misma

pregunta:-¿Soy libre o no lo soy?La grandeza de la tierra se ofrecía a mi vista en toda su belleza,

pero ignoraba si podía levantarme con libertad y andar a gusto poraquellas inmensas llanuras.

Sentí sobre mí la amenazadora sombra de una mano invisibleque en cualquier momento podía detenerme con su enigmáticafuerza. El sueño, sumiéndome en su vaga inconsciencia, fue cal-mando mi agitación. Mis párpados se cerraron y, cuando de nuevovolvieron a abrirse, junto a mí, sentado a la turca, Mustafá-bey velabami sueño... Alargándome una bolsa de piel, me dijo, mientras yo

restregaba mis ojos para ahuyentar lo que cre í visiones de pesadilla:-Dragomir, tome: le he traído el almuerzo. Realmente, debe

tener hambre. Y un poco más tarde, yendo los dos juntos y al trote de nuestros

caballos, exclamó:-¿No sabía usted que cuanto cae en manos del musulmán

queda olvidado de Dios?

Días después, de vuelta a Constantinopla, las primeras palabrasque dijo el bey a sus criados, en mi presencia, fueron:

-Ustedes irán con el señor Dragomir a sus paseos, que serán deuna hora y dos veces por semana, a partir de hoy. Irán al trote yresponderán con sus cabezas. Disparen fusiles sobre la panza de suyegua a la primera tentativa de fuga.

 Y, volviéndose hacía mí, añadió:-Usted, sólo podrá circular libremente en el interior de sus

habitaciones.Los criados no tuvieron que esforzarse en aplicar tan amables

disposiciones porque, aquel mismo día, caí enfermo, en cama.Durante una semana estuve sin conocimiento, febril y delirando.

Cuando recuperé el sentido, mi habitación era una auténtica

enfermería. Dos médicos, por turno, velaban ininterrumpidamente ami cabecera. Mustafá-bey, enloquecido, olvidándose de su prosapia,se arrojó a mis pies y me pidió perdón.

-¿Me dejará ir? -le pregunté.-¡Pero eso no es posible! ¡Pídame cualquier otra cosa, lo que

usted quiera!-Si no me deja ir, prefiero morirme -le dije volviéndome contra

la pared.Quería morir, pero no se muere uno así como así, cuando

quiere... Tres semanas más tarde, me levanté de la cama para entraren una larga convalecencia y, durante un mes, salía de una crisis denervios sólo para entrar en un ataque de melancolía.

Cuanto en su afán de atraerse mi simpatía me ofrecía Mustafá,64

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lo pateaba, lo rompía, lo despedazaba con furia. Contra las rejas demi ventana estrellé el narguile e hice añicos mi brazalete, y llegué alpunto de que, a la sola aparición del tirano en mi habitación,desgarraba todos mis vestidos.

No obstante, surgió una inesperada y muy tierna distracción,que ordenó un poco mi desequilibrado organismo.Era invierno, el invierno dulce y sensual del Bósforo... Solo en

mi habitación, pasaba los días contemplando los jardines por mis tresventanales. Empecé a echar residuos de pan, de frutas, de carne, ypronto acudieron numerosos gorriones, y hasta algunos cuervos seagruparon picoteando furtivamente bajo mis ojos.

Un día vi con extrañeza cómo, por entre los árboles, aparecíaun perro bastante grande. Se mantuvo a cierta distancia de lasventanas, olfateó el aire y en cuanto le llamé se alejó tristemente conel rabo entre las patas.

-¡Este pobre animal -pensé- también debe ser víctima del cariñode los hombres!

Volvió los días siguientes y cada vez se acercaba un poco más.Para no asustarle, me escondía y le echaba las tres cuartas partes demi comida. Poco a poco, llegó a familiarizarse conmigo. A misamistosas palabras contestó un día con un digno movimiento de surabo, y se alejó como diciéndome que por el momento debíaconformarme con aquello. Comprendía su actitud y la aprobaba,puesto que yo mismo, después de tantas experiencias, me habíadecidido a ser más cuidadoso al elegir mis amistades, en caso de que

algún día el cielo me ayudara a recobrar mi libertad.Era un perro de espíritu selecto. Aunque hambriento, siemprecomía con delicadeza y parecía humillarlo tener que recoger sualimento del suelo. Mascaba lentamente y jamás roía los huesos. Ungran rencor anidaba en su corazón, ¿por qué, de otra manera, a pesarde hallarse hambriento, renunciaba a la piadosa costumbre, enConstantinopla, de que cada musulmán tuviera un grupo de perrosvagabundos que, una vez al día, recibieran de él un pedazo de pan?¿Esto le resultaba deshonroso? ¿Prefería rodar por el campo en buscade un sustento más independiente? ¿O quizá la abyecta promiscuidadde sus congéneres le repugnaba?

Busqué un nombre que correspondiera a su dignidad e inde-pendencia y lo bauticé con el de Lobo. Luego, hice prodigios deprudencia para su amistad. Como cada uno vive su vida, sufre susheridas y obra según su propia filosofía, respeté su reserva paraconmigo. A fin de probarle que le había comprendido, no volví aecharle la comida al suelo, sino envuelta en un papel, yprobablemente lo advirtió, porque por vez primera se sentó y me miróde frente, aunque a prudente distancia.

Lobo era negro, de raza indefinida y medianamente corpulento.Sus grandes ojos negros permanecían un poco entornados ante lastristezas de la vida, seguramente para ver mejor, y la expresión de sumirada escapaba a cualquier definición que se intentara; en todocaso, se advertía que sus miradas no eran ni tiernas ni indulgentes.

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Su frente parecía llena de una fría serenidad, un sosiego obstinado,-¡Pobre Lobo! -le decía, tendiéndole mis brazos a través de las

rejas-. ¿Tan grandes han sido tus sufrimientos como para helar tucorazón? Admito que hayas conocido el reverso del afecto de los

nobles, de los grandes y que tú antes, como yo ahora, hayas tenido tubello narguile, tu brazalete, tu fusil y tu yegua, y hasta tu enfermedady tus médicos; pero, a fin de cuentas, tú eres libre, mientras que yovivo sin esperanza tras estas rejas. ¡Vamos, hermano Lobo, acércatey déjame acariciarte!

No pretendo que en Turquía los perros hablen rumano, pero sí puedo afirmar que mi Lobo, después de haber escuchado durantelargas semanas mis lamentos, un día puso su pata en mi mano. Enese día venturoso recibí el saludo más sincero de mi vida.

Fui feliz, pero cuidé muy bien que nadie notara mi amistad con

Lobo. Para que la imprudencia no partiera de Lobo, le hicecomprender que cuando las ventanas no estuvieran abiertas, nohabía nada que comer. El pobre perro lo comprendió tan bien, que, alo lejos, al ver las ventanas cerradas, daba media vuelta y se alejaba.Igualmente, cuando en nuestras conversaciones le decía:

-Lobo, vete. Ya es hora. Mañana vuelve a verme -se iba, digna,amigablemente.

Recibía la visita de Mustafá-bey, así como la de sus criados,siempre a horas determinadas. En vista de mi estado de nervios, elbey abreviaba nuestras entrevistas. Su presencia me era parti-

cularmente odiosa y me sacaba de quicio, por lo que apenas entraba,ya estaba saliendo.Separaba nuestras habitaciones un gran salón de fumar. No

obstante, para mayor seguridad, acostumbré a encerrarme con llave.La alegría que me trajo Lobo me cambió notablemente el

humor. Me volví más tolerante, y el bey correspondió a ellocolmándome de atenciones, llegando hasta permitirme un paseo porlos jardines, desde luego, en compañía del criado. Pero entre susagasajos, dos de ellos, sobre todo, tuvieron terribles consecuenciaspara el resto de mi vida.

Primero, el bey me enseñó a beber, y pronto, por desgracia, mi

lengua sintió el cosquilleo del dulce licor. Mi cerebro perdió el sentidode la triste realidad y mi cabeza se fue a la deriva. Todo esto muyconsolador, dada mi situación. Mustafá me servía complacido y élbebía también.

Nos embriagábamos y corríamos a gatas aullando por el salónde fumar. De mí nada puedo decir, pero su rostro cambiaba porcompleto. Recuerdo una noche, que al tratar de morderme un dedodel pie, le di un fuerte golpe en pleno rostro con el atizador de lachimenea, y quedó inmóvil en el suelo. Dejaba correr la sangre por suboca y lamió sus labios. Me acerqué a su cara, le escupí... y volvió alamer. ..

Los días siguientes a estas noches de embriaguez eran atroces.La cabeza pesada, pálido el rostro y trémulo el corazón, me quedaba

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en cama, sin poderme levantar hasta bien entrado el día y aun aduras penas conseguía ponerme en pie, huyendo siempre de lainsoportable luz del sol.

Pero cuando volvía a alumbrarse la habitación con muchas

velas y a perfumarse con mirra, reaparecía la locura.Una de esas noches, muy avanzada la hora, ya borracho, hi-cieron irrupción cuatro lindas jóvenes que, con panderetas ycastañuelas, se entregaron a los más enardecedores bailes. Micorazón saltaba de placer. Eran realmente cuatro Kyras vestidascomo verdaderas princesas orientales, de rostro cubierto por un finovelo.

Me lancé a sus pies volcando café, copas de licor, narguile.Quedé tendido en mitad del salón con los ojos cerrados, y durantelargo rato sentí el suave roce de sus faldas mientras el aroma de unosperfumes para mí desconocidos penetraba violentamente en mi nariz

y después... perdí el conocimiento...Desperté en mi cama y no pude creer lo que veían mis ojos.

¡Oh, odiosa realidad...! Cuatro putas del más bajo lupanar, viejas,feas, de rostro arrugado, horriblemente desnudas, me acariciaban,me abrazaban, me besaban, me empujaban de un lado a otro ycubrían mi rostro y mi cuerpo con su baba. Aunque me defendía ygritaba pidiendo socorro, ellas continuaban sus caricias. Escapé desus brazos, y, con el atizador de la chimenea, devasté la habitación:espejos, jarrones. estatuas y todos cuantos objetos se hallaron alalcance de mis manos.

Aquellas cuatro brujas escaparon y fueron a contarle a Mustafá-bey que yo rechazaba sus caricias, y me negaba a reconocer en ellasa las cuatro jóvenes cuyos bailes y belleza me conmovieron la nocheanterior.

Me encerré en mi habitación durante veinticuatro horas. Noquería ni comer. Sólo pensar en comida me producía náuseas y lapasé intacta a Lobo, a quien confesé mis bajezas.

Asqueado, comprendiendo el inicuo plan del bey, de lanzarme ala más repugnante abyección, decidí ahorcarme pero quise antescomunicárselo a mi odioso tirano, amenazándolo con hacerlo, de nodejarme libre. Me informaron que había salido de viaje y que tardaría

diez días en regresar. Esta noticia me sorprendió agradablemente,sentí un inmenso alivio en mi corazón oprimido y de pronto la idea dela evasión apareció en mí de nuevo.

Era el mes de marzo.A! día siguiente de la salida del bey, paseándome por los jar-

dines, acompañado como siempre por mi sirviente y obsesionado pormi idea para cuya realización no lograba concebir ningún plan, mesurgió de pronto una pregunta: ¿por dónde entraba el perro en los jardines? Rodeados de muros imposibles de escalar y con la puerta dela entrada constantemente cerrada, ¿por dónde entraba? En algunaparte debía existir algún boquete no descubierto aún. Discretamenteme puse a observar, y, en efecto, a lo largo de un muro cubierto deyedra y maleza, advertí un lugar en que el follaje parecía haber sido

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hollado. Pretextando una urgente necesidad, dejé a mi vil lacayo en elsendero y penetré entre los matorrales. Descubrí en la base del muroun derrumbe reciente, que daba a un paraje solitario. Señalé el lugar.Mis ventanas estaban enfrente.

Prisionero de tan segura fortaleza, a unos cuantos pasos sehallaba mi salvación, pero, ¿cómo pasar aquellas rejas adosadas a unsólido marco de roble?

Esperé la media noche con las luces apagadas: luego intentédoblar dos barrotes; quise, con mi cuchillo, raspar la base del marcopara arrancar el hierro. ¡Inútil! Cada vez estaba más asustado. Fuera,la luna llena, la naturaleza tranquila, la libertad... Adentro, la prisión,la abyección, la tiranía... Me imaginaba la llegada del bey y la vuelta aempezar. Me sentía como tragado. La habitación me parecía una jaulainfernal zarandeada por los demonios. Un estremecimiento heladocruzó mi espalda, sudor frío inundó mi rostro y un temblor sacudió mi

cuerpo con tal violencia que me mordí la lengua hasta sangrar.Las dos de la mañana. La casa estaba inmersa en el silencio

sepulcral.Decidido, junté astillas y papel en el marco de la ventana, y le

prendí fuego. Poco después, espantado por lo que había hecho, vicómo las llamas iban devorando el marco de roble, cómo lahabitación se llenaba de humo y el parque se iluminaba. Me apretélas mandíbulas con las manos, para no pedir auxilio, y con unesfuerzo supremo, arranqué dos barrotes que cayeron al interiorentre ardientes carbones. Febril, recogí mi tesoro, salté y corrí con

todas mis fuerzas hacia el muro.Pero la excitación y la oscuridad impidieron que encontrara elansiado agujero que se abría al exterior. Presa de pánico corría deuno a otro lado, revolvía las ramas, me sangraba el rostro y lasmanos, y... al fin, grité de gozo: ¡encontré la salida!

Dos horas más tarde, ya estaba en la costa asiática desde lacual contemplaba, al resplandor de la aurora, la cima de Pera, dedonde se levantaban hacia el espacio las enormes llamaradas de unfuego vengador. ..

¡Qué importaba otro incendio en aquella Constantinopla de-vorada continuamente por el fuego .. !

Al anochecer de aquel día liberador, entraba en un mesón deuna pequeña aldea turca. Dos días después dormía en Esmirna y,pasada una semana, me sentaba en la terraza de un gran café deBeirut a fumarme un narguile.

Pero no acaba aquí mi odisea.

 Tenía dieciséis años y ya me consideraba apto para la vida,para que nadie me pudiera engañar. Mi experiencia consistía en divi-dir los seres humanos en tres categorías: en la primera, los seresdulces y amantes como Kyra y mi madre; otra, los brutales como mipadre; y la última, los generosos... con la generosidad de Mustafá-bey.

Debía tener mucho cuidado para que no volvieran a burlarse de68

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mi buena fe. Así, sentado en la puerta del café, me mantenía alejadode los jugadores de ajedrez con aspecto simpático. Pensaba en mipobre Lobo que tanto tiempo dejó pasar antes de aceptar miscaricias. Yo haría como él: apartarme cuando viera que unas manos

se acercaban para acariciar mis mejillas adolescentes. A tal extremollegó mi prevención para con los hombres, que, iba derecho hacia elabismo contrario… ¡porque no toda la vida entraba en mis trescategorías'

Alquilé una habitación del Grand Concert Varietés, en la únicaplaza pública de Beirut. El café se hallaba siempre lleno de un gentíocosmopolita; pero, aparte de los elegantes del país, cuyo contactoevitaba, lo sobresaliente era el grupo de artistas contratados por elConcert Varietés. Hombres o mujeres, jóvenes o viejos, feos oagradables, todos llenos de vida, con sus alegres carcajadas y suscontinuos chistes. Para cada uno de los clientes tenían una palabra o

un gesto cordial y todos quedaban satisfechos. No se olvidarontampoco de mí, y ¡quedé bien satisfecho!

Entre estos artistas, que se hospedaban en el mismo hotel queyo, había italianos, giegos, franceses, en fin, de los más diversospaíses. En un estrecho corredor y frente a mi habitación se alojaba unmatrimonio griego, de afamados cantantes. El hombre me era pocoagradable, pero la mujer, ¡oh, la mujer, estaba como para comérsela! Y me la comía con la mirada. Aunque traté de hacerlo recatadamente,ella se dio cuenta. No pareció disgustarle: a la hora en que yo pasabapor el corredor, encontraba su puerta abierta, y ella sola y casi

desnuda en su habitación. Cerraba los ojos cuanto podía, pero alguienmás fuerte que yo consiguió abrírmelos.He aquí que un día, cruzándonos en la oscuridad del angosto

corredor, sentí cómo me tomaba del brazo y me plantaba un beso:-¡Es muy tímido este joven! -dijo-. ¡Es preciso animarlo!Escapé a refugiarme en mi habitación.-¿Y qué daño puede haber en el beso que una mujer de a un

 joven? -pensé para mí-. ¡Porque ya soy un joven!¡Sí, era un joven! Ella lo había dicho y también mi ropa, mi

independencia, los costosos caprichos que me permitía, todocontribuía a demostrarlo. Sólo mi razón estaba transtornada.

Una tarde, mientras veía desde mi ventana la multitud en laplaza, mi pensamiento veló hacia la bella artista, su porte, el hermosotimbre de su voz, sus delicados gestos, y dolorosamente la comparécon Kyra, cuando sentí que la puerta se abría y entraba condesenvoltura mi vecina. Hice un movimiento instintivo que no le pasódesapercibido.

-No temas, guapo, él está abajo entretenido en el juego.Se abrazó a mi cuello.-¡No puede estar aquí!-protesté.-¡Cómo! ¿Me rechazas? ¡A mí, que tanto te quiero y que soñé

con tu amor! --dijo con ternura, cubriéndome de besos.Permanecí junto a ella al borde de la cama, y, la verdad, no me

desagradó su compañía. Sin dejar de acariciarme metió una bandeja69

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con una botella de vino seco y galletas deliciosas. Comencé a comer,en mi afán de no desmerecer a sus ojos, mientras nos besábamos.

Súbitamente, el rubor enrojeció mis mejillas.-Pero oye , pollito, ¡a tu edad...! -Cambió de conversación-.

¿Eres turco?-No sé...-¿No sabes? ¿ Y tus documentos?-No tengo documentos.-¡Cómo! ¿Viajas por Turquía sin documentos? ¿Pero es una

imprudencia? ¡Pueden detenerte en cualquier momento!Si me hubiesen dicho que la policía de Mustafá-bey me espe-

raba a la puerta, no me hubiera dado tanto miedo.Le rogué que se callara y ella me prometió su protección. ¡Otra

vez la protección…! ¡Qué espanto…! ¿Acaso no es posible vivir enalguna parte, libremente, sin protección…?

De nuevo me asaltaron negras ideas, mientras ella jugaba conmis dedos:

-¡Cuántos anillos y qué bonitos! ¿No me regalas uno?No pude negar un anillo a mi protectora...A quince días escasos de gozar mi libertad, una mano invisible

pero larga, muy larga, que de Constantinopla llegaba a Beirut,amenazaba de nuevo, aunque no tanto como otra mano bien visible,que algunas horas después me pasaba la cuenta de pasteles y vinosextranjeros, equivalente a un mes de pensión. Mientras pagaba, medije:

-Con esto y lo del anillo, mi libertad se va adelgazando.No tardé en comprobarlo.Inseparables de mí, la cantante y su esposo se convirtieron en

asiduos invitados a mi mesa, y llegué a pagarles casi su pensión.Un día, en lo más animado de un juego de ajedrez, un oficial de

policía se me acercó y me dijo:-Señor, ¿vive usted aquí?-Sí -contesté con voz sofocada.-Entonces, pase mañana por la comisaría para visar sus docu-

mentos. Y saludando amablemente a mis compañeros, se alejó. En aquel

momento hubiera querido que me tragara la tierra.-No se preocupe -se apresuró a decir mi protectora-; mi maridoes amigo de Mamour.

¡Cómo se lo agradecí! Y no volvió a molestarme la policía. Tan agradecido les quedé

que buscaba medios más elocuentes para demostrárselo que invi-tarles las comidas, y no tardó en presentarse la ocasión.

-Amigo mío -exclamó él a boca de jarro-, hace unos días que lasuerte se me muestra adversa en el juego, ¿puede prestarme doslibras turcas?

-Con mucho gusto.Al día siguiente tuvo tan mala suerte como la víspera y me pidió

dos más. El otro, igual. Así pasó una semana, al cabo de la cual, su70

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mala suerte en el juego me hizo reflexionar en que, a ese paso, seacabaría mi fortuna antes de tres meses. La misma noche en que mehice esta sana reflexión, tomé el camino de Damasco junto con dosricos comerciantes en tapicerías.

Arrinconado en mi asiento, pensé de nuevo en la complejidadde la existencia:- Tampoco puede uno confiar en las mujeres que besan dulce-

mente en los pasillos oscuros.

Damasco fue mi "camino de Damasco". Cambió mi vida porcompleto.

Como si Dios hubiese tirado sobre esta ciudad todo el polvo grise infecto de los cuatro puntos cardinales, sentí, al pisarla, que en supolvo quedaría mi alma.

Me vestí como griego de clase humilde para pasar desaperci-

bido. Mis libras turcas y demás joyas las puse dentro de un cinturónancho, que sirve de monedero, llamado en turco kemir . Lo coloquébajo mis ropas en directo contacto con la piel. Disfrazado, me sentíalibre de toda "protección" no pedida, y anduve por los callejones de laciudad, verdaderos túneles, pues las casas se comunican por sobrelas calles. Buscando una habitación económica, me dirigí hacia unbarrio llamado Cadem. Un hostelero griego me informó que parahospedarse a bajo precio, había que compartir la habitación. Aceptédesde luego, y al ser conducido a mi habitación pregunté quién era elcompañero de la otra cama.

-¡Otro hombre como tú! -rugió malhumorado el hostelero. Surudeza reavivó la angustia de mi soledad.¡Mi tierra, Kyra, mamá, todo se hundía para siempre, en la

lejanía, para jamás volver! Yo, proscrito, ¿qué buscaba en esta ciudadsiniestra? ¿Buscar a mi hermana? ¿En qué fundaba mi insólitaesperanza? Y el día que mi dinero se acabara, ¿con qué me ganaría lavida?

 Tampoco tenía documentación. ¡Otro grave problema! Podía serdetenido, y ¿quién me sacaría de la cárcel?

En el patio de la hostería, se hallaban sentados a la turca, entorno de una fuente llena de plantas y flores, fumando y bebiendo un

espeso aguardiente, algunos vecinos que hablaban animadamente yparecían felices. Ellos estaban por lo menos en su casa. Se conocían,se ayudaban en sus desgracias, vivían en común sus alegrías y suspenas. ¿Y yo…? ¿Quién era yo para ellos? ¡Un desconocido! ¿Quiénpenetra en la habitación en donde gime un extraño esperando lamuerte, por enfermedad o por tristeza, para preguntarle cuál es elúltimo deseo de su corazón?

Instintivamente mi mano tocaba el kemir en donde guardaba eloro: ¡mi único amigo!, pero, un amigo que me dio la suerte y que seva de pronto, como un traidor, ¡qué poco vale! ¡Y cuando no se sabecómo ganarlo...!

¡Kyra, mi dulce hermana, tú sí eras una amiga que por nada delmundo me hubiese abandonado…! ¡Eramos inseparables! ¿Existirá

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Panait Istrati Kyra Kyralina

otra Kyra como la mía entre tantas ciudades, aldeas y caseríos?Quizá. Pero ellas tendrán su Dragomir y yo no seré para ellas más queun extranjero que pasa, a quien se mira por curiosidad para olvidarlo.

Pedí un vaso de aguardiente y después otro, y otro... Llegó la

hora de la cena y comí poco pero bebí mucho. Al terminar, lleno deincertidumbre, subí a la habitación.Un hombre de unos treinta años, a medio vestir, estaba sentado

en la cama. Una lámpara de petróleo ardía encima de la mesa. Dossillas, un espejo y dos camas sucias, eran el único amueblado. Sinbaño.

Lo saludé en griego y me fui a examinar la cama destinada paramí.

-Sepárala de la pared -me dijo mi compañero, como si se tratarade un viejo amigo-. Está infestado de chinches. Además, debemosdejar la lámpara encendida toda la noche, porque las chinches son

como los búhos: temen la luz.-¿Chinches? -yo ignoraba totalmente lo que eran.-¿No sabes lo que son chinches? Ya lo sabrás en la noche. Pero,

¿dónde acostumbras dormir? ¡Porque yo no conozco ni una cama sinchinches!

-¿Y lastiman las chinches? -pregunté.-Un poco -contestó con indiferencia.Estaba cansado y quería acostarme, pero me avergonzaba des-

vestirme frente a aquel desconocido. Lo comprendió, porque selevantó, bajó un poco la lámpara y, en cuanto me acosté, se volvió a

levantar y a dejarla como antes.-¡Cualquiera diría que eres una señorita! -dijo sonriendo.La amable naturalidad de esta broma, me dio confianza y

aquella noche dormí casi tranquilo, pero... sin soltar el kermir , quepuse debajo de la almohada.

A la mañana siguiente, como la noche anterior, ignoraba lo queera una picadura de chinche. Fue mi compañero quien me enseñóuna mancha de sangre en la almohada. De buen humor y ya con todaconfianza, salté de la cama y me vestí delante de él.

Un vocerío enorme y alegres risas subían desde el patio. Mirépor la ventana y vi varios hombres agrupados en torno de la fuente

que fumaban tschibouk  y tomaban café. El patio recién barrido yregado, ofrecía un agradable aspecto de limpieza. Un aire frescopenetraba en los pulmones y una amarillenta y misteriosa luz, luz deOriente, flotaba sobre las cosas y los hombres.

Me sentí transportado de entusiasmo, pero el tierno enemigoque dormía en mi corazón despertó de nuevo.

-¿Quiere tornar el café conmigo? -dije a mi desconocidocompañero de habitación.

Aceptó y bajarnos.Aspiramos los tschibouks como si fueran chimeneas y

hablamos. Él me explicó primero su situación: sin trabajo, sin dinero,lleno de deudas. Yo le dije, que estaba también en una situacióndifícil.

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-¡Perdí mi documentación! -le mentí-. Si usted pudieraayudarme a conseguir otra, se ganaría una libra turca.

Su rostro se iluminó.-Sí, sí se puede –y en voz baja continuó-, conozco un funcionario

que los facilita, pero pide mucho dinero.-¿Cuánto pide? -exclamé, radiante.-Cuatro libras.-¡Pues se las daré, y, para usted, lo prometido!Después de una hora, el funcionario, con su espesa barba

blanca juraba por la luz de sus ojos ante un notario que me habíavisto nacer en Estambul, en el año tal de la Hégira, que me llamabaStavro, y que era, "un raia, súbdito sumiso y digno del Sultán, nuestroSeñor".

El notario, sonriente, tomó la pluma y cubrió un gran papel conbellos caracteres árabes. Al terminar firmó e hizo firmar al viejo, selló

con el timbre imperial y me ofreció el precioso documento.-Hay que darle un bakchich -dijo el funcionario.Puse encima de la mesa una libra.-No es bastante -continuó el viejo.Entregué otra, después de haberla buscado discretamente en

mi kemir .Una vez en la calle pagué al falso testigo de mi nacimiento.

Luego, con mi compañero de habitación, fuimos a recorrer bares,restaurantes y cafés, hasta quedar satisfechos. Esa noche nosdormimos, lo suficientemente borrachos como para no hacer caso de

las chinches, aunque antes de caer como tronco tuve cuidado deesconder el kemir debajo de la almohada.Cuando desperté, estaba solo en la habitación. Pronto me di

cuenta de que mi kemir estaba vacío. Aquel traidor me había dejadoúnicamente tres monedas.

¡No era suficiente con llorar: era hora de morir! Todavía sientoen la garganta el nudo que se me hizo esa mañana, cuando quisematarme.

Medio desnudo, revisé cien veces cada rincón de la habitación,hasta que, sin saber bien a bien por qué, saqué el cuerpo por la

ventana. Allí estaban, como el día anterior, los mismos, fumandoalrededor de la fuente, sólo que ahora me parecieron sepulturerosque guardaban un ataúd... Sin pensarlo mucho, me dejé caer.

Antes de que los demás se repusieran de la sorpresa, me levan-té sollozando y todo ensangrentado. Lo único que pude decirlescuando se acercaron a ayudarme fue:

-El kemir ...-¿Qué le pasó al kemir .. ?-El kemir ...Me echaron agua en la cara para lavarme la sangre y me

hicieron beber un poco de alcohol.-¡Explícanos ya qué te pasó! -gritó furioso el hostelero.-El kemir -sollozaba yo sin parar.

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-Seguro que le robó el kemir ese bandido que dormía en la otracama. Así le agradeció la parranda de anoche.

Me obligó a sentarme, y ahí quedé crucificado en mi dolor,aunque con los brazos colgantes. El hostelero me dijo para con-

solarme:-Aunque sea una desgracia que te hayan robado el dinero, noes como para suicidarse. ¿Cuánto tenías?

-El kemir ...- ¿De nuevo? Este muchacho sólo sabe decir kemir .Fue por mis ropas y, como un paralítico, me dejé vestir. El

hostelero encontró en mis bolsillos el documento y el dinero:-Bueno, no eres tan pobre. Tienes tres monedas y te llamas...

Stavro. Con eso nadie se muere de hambre. ¿Cuál es tu oficio?-El kemir ...-¡Al demonio el kemir! -gritó y metió el documento y las

monedas en mi bolsillo, mientras decía:- Ni que en ese kemir tuvieraspara comprarte un camello. Si tuvieras tanto no habrías venido ahospedarte aquí.

Con lo que tenía en el kemir hubiera podido comprarme muchomás que un camello: ochenta libras turcas de oro, nueve anillos dediamante y el reloj... ¡con toda esa fortuna fui a hospedarme ahí...!

No es que el hombre entienda las cosas de la vida. Su inteli-gencia no le sirve y el don de la palabra no le hace necesariamentesuperior a las bestias. Pero su incapacidad para comprendersobrepasa a cualquier animal cuando se trata de la desgracia sufrida

por algún semejante. Todos hemos visto a un hombre desfallecido, en cuyos ojos seagolpa el dolor, o una mujer ahogada en llanto. Si, como pre-tendemos, fuéramos seres superiores, deberíamos ofrecerles nuestraayuda de inmediato, aunque fuera mínima. Con sólo esto, podríaaceptar que el ser humano es superior a la bestía.

No recuerdo bien -han pasado cincuenta años desde entonces-cómo me levanté y me fui de la hostería para salir dando vueltas porla ciudad, con la cabeza perdida. Pero sí recuerdo que nadie, al ver aun adolescente que andaba como autómata, huraño, esquivo, vino apreguntarme qué tenía. Ninguna sombra humana se inclinó hacia mí;

todos se apartaban.Inconsciente, caminando sin rumbo, en aquella hermosa ma-ñana de abril, llegué al paseo llamado Baptouma, en Damasco.

Los gritos de un cochero árabe que estuvo a punto de atrope-llarme, me hicieron despertar. Instintivamente, busqué el kemir . Yano estaba. Sentí mi corazón palpitar como el de un pajarillo prisioneroen la mano del cazador, a la vez que del estómago me subía hasta lagarganta algo como una bola que obstruía la respiración. El gesto debuscar el kemir , se volvió una obsesión. Cada vez que me tocaba lacintura, sentía un estremecimiento en el corazón: el sobresalto meahogaba, y, sin embargo, repetía y repetía el mismo movimiento.

Debía convencerme de ser víctima de la ruindad del hombre, yde que, efectivamente, me habían robado el kemir . Cuando un

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corazón sensible sufre un gran infortunio, difícilmente acepta el hechoy sus efectos inexorables.

Los transeúntes, indiferentes, pasaban frente a mí: jóvenes,parejas, mujeres con sus hijos, viejos panzones, de andar pausado,

todos me miraban, insensibles, y se alejaban. Nada veían. Nadacomprendían y yo moría de dolor. Estaba solo, abrumado por un pesoexcesivo para mi edad, mi corazón y mi experiencia.

Sin dirección alguna, atravesé el bosque. La triste campiña siria,con sus cenagosas carreteras y las miserables chozas habitadas porlos beduinos, me pareció como un cuerpo muerto, semejante al mío. Y siempre el mismo movimiento de las manos:

-Ya no tengo el kemir .... -y de nuevo la asfixia.Sobre un asno pasó un niño árabe, sujetando tras de sí con una

cuerda, un camello cargado con dos bultos que oscilabanpausadamente. La deformidad de la bestia, con sus ojos planos como

serpiente, me dio miedo. Un poco más lejos, un beduino que galopabavelozmente, se detuvo ante mí. El hombre, de barba negra, airesalvaje y rostro bronceado, me hizo preguntas que no supe contestary emprendió el galope. Trajo a mi mente la arrogante figura deCosma.

Entré en una primitiva aldea, donde los hombres trabajaban conlos pies, con la misma agilidad que con las manos. Las mujeres iban yvenían con ánforas en la cabeza, vestidas con harapos, cubierto surostro con velas, que sólo dejaban ver sus ojos lánguidos. Los niños,flacos y mugrosos, jugaban como demonios.

De un horno de barro, semienterrado, un hombre sacabapanecillos ca1ientes, como tortillas, de agradable aroma.Un perro me seguía dócilmente, rozándome los talones. Me

detuve y nos miramos. Era gris oscuro, grande como Lobo, pero sin laaltivez y la dignidad del otro. Bajó la cabeza y se acurrucó miedoso.Me dio lástima y le acaricié la cabeza. Lamió mi mano. Le comprécuatro panecillos que el pobre animal devoró sin mascarlos. Pedí otros cuatro, los guardé y emprendí el camino sin una direccióndeterminada. El perro continuó siguiéndome.

Llegué a un pequeño monte, absolutamente desierto. Lo subí enpoco tiempo, pero tuve que sentarme pues el cansancio me ahogaba.

 Y el perro se sentó a mi lado. A mis pies aparecía Damasco sembradade cúpulas y minaretes como un enorme cementerio bajo una capade polvo blanco. Ni el más leve ruido llegaba hasta mí; únicamentelas violentas pulsaciones de mi pobre corazón. Se nublaron mis ojos yDamasco y el mundo entero desaparecieron.

Volví a mi casa, con Kyra , con mi madre, y bajo mis párpadoscerrados desfiló, dulce, aquel tiempo, ya tan lejano, hasta la últimanoche, la del asesinato. Todo lo reviví en la cima de aquel monte.

De pronto, pensé que desear la muerte de mi padre y de mihermano, era un pecado mortal. Ahora, Dios nos castigaba: a Kyracon la esclavitud y a mí con una libertad que no sabía utilizar...

Al abrir los ojos quedé horrorizado. A la hora del crepúsculo, elcielo estaba rojo como sangre. Algunas nubes, tan bajas que casi

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tocaban la tierra, se movían lentamente, tomando formas fantásticasy espantosas.

Cara al suelo, recé a Dios y supliqué su perdón a mi padre y alalma de mi hermano asesinado. Así, la noche cubrió el cuerpo de un

adolescente arrepentido, que buscaba consuelo al calor de un perromiserable enviado por la suerte.Como las oraciones y las penitencias alivian el alma del cre-

yente, yo obtuve algunas horas de serenidad.Las madrugadas de los desiertos son muy frías. En los mo-

mentos que preceden a la salida del sol, la temperatura es glacial, y,cuando apareció el sol, yo temblaba de frío hasta el punto de creerque estaba enfermo y me iba a morir.

-Si muero arrepentido, Dios sabrá perdonarme y mi alma sesalvará del infierno -pensé.

Me levanté y desanduve el mismo camino de la víspera. Para

calmar mi hambre, comí un panecillo, dando los otros tres al perro,más hambriento que yo.

Al poco tiempo, comencé a sentir en la espalda el suave calordel sol, Llegué a la aldea, que ya no me pareció tan fea, pero donde elperro decidió, también él, abandonarme. Acaricié su cabeza, melamió la mano, y nos despedimos como se despide de una amistadnacida en un corto viaje. Otra vez solo, y atenazada mi garganta aúnpor la pérdida del kemir , me dirigí al bosque de Baptouma y aDamasco,

Una larga caravana de camellos se cruzó en mi camino sin

causarme en esta ocasión el menor espanto. Poco antes de las doce,con un sol resplandeciente, llegué a las avenidas de Baptourna.Recuerdo que era viernes, el domingo musulmán, y era asombroso elmovimiento por todas partes: en coche o a pie, apuestos caballeroshacían alarde de sus riquezas; y hermosas mujeres, la mayoría con elrostro medio cubierto por un fino velo blanco, circulaban en todasdirecciones. Voces sonoras, risas cristalinas. Quedé maravillado anteel inesperado y animado cuadro de costumbres.

Los saludos entre damas eran poco frecuentes, pero graciosos ydiscretos; en cambio, entre los hombres, las efusiones de amistad serepetían. Muchos hablaban turco, pero el idioma dominante era el

árabe.Admirando aquel constante ir y venir, las horas pasaron, y yo,pensativo, con el corazón devorado por la sed de vivir, pronto meencontré solo.

Un lujoso carruaje tirado por dos briosos caballos, venia al troteen dirección contraria. Al cruzarse conmigo, mi corazón dejó de latir:¡Kyra iba en el coche!

¡Sí! Todavía estoy seguro de que era mi dulce hermana. ¡EraKyra, vestida como cuando Nazim Effendi la adornó en su velero: deodalisca, de cadana de harén, como aquellos retratos en la pared!

Con todas mis fuerzas grité en rumano:-¡Kyra! ¡Kyralina! ¡Soy yo, Dragomir!La joven sonrió bajo su velo transparente y me saludó leve-

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mente con la mano, pero el cochero restalló su látigo.Me lancé tras el coche y recé:-¡Señor Todopoderoso! ¡Acabo de confesarte mi pecado y ya me

envías a mi hermanita perdida!

Pero, por más que corría, el coche se alejaba. Apenas podíarespirar ya, y los iba perdiendo de vista. Por dicha mía los vi entrar enuna mansión suntuosa, cuyas puertas se abrieron de par en par,dejándole paso y cerrándose de nuevo tras él.

¡No cabía en mí de júbilo! Reuní todas las fuerzas que mequedaban, y corrí veloz hacia la puerta, para golpearla con las manosy los pies. Se abrió una pequeña puerta al lado de la grande, y uncavas en uniforme apareció en ella, mirándome severamente.

-¡Kyra! -exclamé, casi sin aliento y en lengua turca-. ¡Es mihermana; quiero hablarle!

-¿Cómo? ¿Qué quiere? -preguntó el cavas, deteniendo mis

pasos.-La dama que acaba de entrar en un coche es... Kyra, mi

hermana -tartamudeé.-¿Kyra? ¡Estás loco!Sí, estaba loco: empujé al cavas, y entré corriendo al patio.Dos hombres aparecieron de quién sabe dónde, al mismo

tiempo que un viejo gritaba desde una ventana:-¿Qué significa esto? ¡Denle de latigazos a ese cristiano y

también al cavas que lo dejó entrar!Me arrastraron, me tiraron al suelo y ahí me golpearon con un

látigo hasta arrancarme la carne. Luego me lanzaron a la calle,dejándome medio muerto de dolor. Y es éste el punto culminante de mi calvario. Terminan más de

tres años de infancia desdichada.Si Dios, cruelmente, me negó a Kyra, su providencia me mandó

un amigo.Apenas pude arrastrarme a un lado del camino y dejarme caer

desfallecido, cuando un hombre pobremente vestido de griego, deunos cincuenta años, que llevaba un ibrik y unas tazas, se acercó a mí y exclamó desde lo más profundo de sus entrañas:

-¡Pobre niño! ¿Qué has hecho a esos paganos para que así te

hayan golpeado?Levanté la cabeza y miré su expresión sincera, su barba des-cuidada, sus ojos de bondad bajo su frente arrugada, y, rebelándomecontra mis propios sentimientos:

-¡Vete al diablo! -le grité-. ¡Déjenme en paz! -y estallé ensollozos.

Me miró compasivo, sin que se alterase la expresión de surostro.

-¿Por qué me insultas? Me apena tu dolor y quiero socorrerte.-¡Déjeme tranquilo! -exclamé de nuevo-. ¡No quiero saber nada

de la piedad de los hombres! ¡Ya supe lo suficiente! ¡Quiero morirsolo!

-Pero, ¡tan joven y ya asqueado de la vida! Bebe esta taza de77

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salep caliente, te reanimará un poco.Acepté la taza de salep, pero sin saber qué pensar: tantos

hombres se mostraron conmigo buenos y generosos, para acabarlastimándome. A los dieciséis años bien conocía los dobleces del alma

humana. ¡Y cuánto me faltaba conocer!Ignoraba la infinita complejidad de la creación, y que por másque hubiéramos sufrido la dureza de los hombres, no tenemos elderecho de escupir a la humanidad entera. El mismo Dios, al irritarsecon la humanidad pecadora y al decidir castigarla, salvó a un justocon toda su familia. Verdad es que la humanidad posterior al Diluvio,no es mejor que la otra pero eso es culpa del propio Dios que, comoyo a los dieciséis años, no conocía bien el mundo y no sabía lo quehacía.

Conocer a Barba Yani, el vendedor de salep, fue conocer a unalma de Dios, y supe que cualquier desdichado que tuviera la

oportunidad en su vida de encontrar un Barba Yani, podía sentirse elmás dichoso de los hombres. Fue Barba Yani la única persona buenaque he encontrado en toda mi vida, y gracias a él pude seguirviviendo y hasta bendecir la existencia, porque pude comprender quela bondad de uno es mucho más fuerte que la maldad de mil, porqueel mal se acaba cuando muere el malo, pero el bien se transmite aotros espíritus y permanece aun después de la muerte del bueno.

Como la aurora que hace huir a las tinieblas e inunda de soltoda la tierra, Barba Yani ahuyentó el mal que corroía mi espíritu ycuró mi pobre corazón adolescente. Para lograrlo, tuvo que vencer

primero la hostilidad que habían hecho nacer en mí las tristesexperiencias, pero ningún corazón, por lastimado que se encuentre,puede resistirse ante la bondad auténtica. Canté mi historia alsalepgdi, quien me recetó de inmediato una medicina milagrosa:

- Stavro -me dijo , aceptando mi nombre falso-, en primer lugar,olvídate de buscar a tu hermana de forma tan insensata: es más fácilarrancar un venado de las fauces de un tigre, que sacar de un harén auna mujer. Domina tu corazón y entonces todo te será muy fácil. Tienes dinero suficiente para comprar un ibrik , con todo y sus tazas:eso es lo que yo tengo, lo que me ha permitido vivir libre por más deveinte años. Ven conmigo a recorrer las calles, las plazas y las ferias,

y a vocear jubilosamente: ¡salep! ¡salep! Entonces verás que elOriente se te entrega en toda su grandeza y en toda su libertad,porque, digan lo que quieran de esta despótica tierra turca, no hayotra donde pueda vivirse con mayor libertad. Es sólo cuestión deeclipsarse entre la gente, no destacar para nada, enmudecer yensordecer... Con esa condición indispensable, podrás ser invisiblepara entrar por todas partes. Si las puertas están cerradas y biencustodiadas, nunca trates de forzarlas...

 Ya para el día siguiente, gritaba junto a Barba Yani, cargado conmi propio ibrik y con mis propias tazas:

-¡Salep…! ¡Salep…!Aprendí a meter dinero, ese amigo traidor, en el kemir  y,

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conforme entraban las humildes monedas, crecía mi sentimiento delibertad. Por la noche, gocé la felicidad de quien puede conformarsecon poco, y, fumando tranquilamente un narguile con Barba Yani, meconvencí de su inmensa bondad, siempre dispuesta a demostrarse en

el menor de los gestos. Aprendí a agradecerle el bien recibido,amándolo como al mejor amigo y al padre bueno. Nos volvimosinseparables: el injerto joven se hizo uno con el tronco recio del árbolmaduro.

Me relató su vida, adelantándose a que yo se lo pidiera, y supeque no estaba exenta de culpas ni de amarguras. Por una historiapasional, tuvo que dejar su trabajo como daskalos, maestro en unpueblecito griego, conocer la cárcel durante dos años y después elexilio. Fracasó varias veces como comerciante y de las amistadesrecibió golpes que lastimaron su corazón. Otra aventura amorosa lecostó casi la vida, por lo que se refugió en Asia Menor para buscar, en

la soledad, la sabiduría de la auténtica libertad.Sabía hablar, pero sabía callar. Su bondad nada tenía que ver

con la bobería y, si alguien le resultaba antipático, era inútil cualquierinsistencia. Manejaba todos los dialectos orientales y, cuando novendía salep, leía, paseaba, lavaba su ropa.

No me daba órdenes, me mostraba con su ejemplo lo bueno ylo útil. Me enseñó a leer y a escribir en griego. Correspondió a milealtad con su afecto. Como al principio le llamaba "señor", él mepidió que le llamara "Barba", que en griego significa "tío". Barba Yani.Olvidé que me habían robado el kemir cuando lo encontré a él, como

nuevo tesoro, y fui su discípulo, su único amigo, el consuelo de suvejez.La dura cuesta que aún se alzaba ante mí, la subiríamos juntos.

Se me había olvidado el kemir , pero no había podido olvidar lapérdida de mi hermana. Quería a Barba Yani, pero adoraba a Kyra.

Era pleno verano, transcurridos tres meses desde el triste paseode Baptouma. A escondidas de Barba Yani, hice varias visitas alpalacio donde me habían azotado y donde, estaba yo seguro, tenían aKyra. Espiaba desde lejos. Nada. Otras mujeres salían en coche, peroKyra, no.

Fui más audaz. Una noche oscura, me encaramé en una esca-lera que había conseguido, apoyándola contra el muro del patio.Quería ver el interior del harén, porque ahí las mujeres iban sin velo.Di vueltas alrededor del muro, y al fin, vi luz en una ventana cuyaspersianas abiertas me permitieron ver el interior. Era una granhabitación lujosamente amueblada en donde no se veía nadie...Continué en lo alto de la escalera con el corazón palpitante,esperando que pasaran las mujeres del harén.

Pero, el peldaño se rompió y, helado de pavor, me aferré comopude a la escalera y me quedé inmóvil, conteniendo el aliento,cuando una brusca sacudida me hizo caer en brazos de un cavas que,sin pronunciar palabra, me molió a golpes.

Amarrado, me llevaron inmediatamente a Damasco, a ence-79

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rrarme en la cárcel preventiva.Las cárceles preventivas en la Turquía de aquellos tiempos,

podían considerarse prisiones a perpetuidad. Quien caía en una deellas, sobre todo tratándose de delitos como el mío, nunca sabía

siquiera cuándo le interrogarían o le juzgarían, a menos que algúninfluyente obtuviera la gracia de algún potentado.Peor que la pérdida de libertad era la horrible existencia llevada

dentro, particularmente si el preso era joven.En la celda que me destinaron había unos diez presos. Una

hilera de planchas ocupaba las tres cuartas partes, en un rincón habíauna cubeta de madera, que despedía un asfixiante hedor. Los piojos,a millares, y las chinches impedían dormir. Las ratas se paseaban,indiferentes, como verdaderos regimientos. Nadie las molestaba: paraacabarlas, hubiera sido necesario dedicarse a ello durante toda lavida.

Lo más repugnante se hacía en presencia de todos. Turcos,griegos, armenios o árabes, ya no eran humanos... La capacidad deabyección supera la imaginación más exaltada. De todos los seresque pueblan la tierra, sólo el género humano puede degradarse a talextremo.

¡Y fui a caer en medio de aquellos monstruos, que se rela-mieron al verme aparecer!

Desde el principio disputaron con violencia por la tierna presa.Se arrancaron mutuamente las barbas, se ensangrentaron el rostro,y, de haber tenido armas, se hubieran matado. ¡Nadie salió en mi

defensa, nadie me protegió, ni musulmán ni cristiano…! Durante unmes padecí las peores ofensas...Allí aprendí a conocer al ser humano, y si, a pesar de todo sigo

creyendo en la bondad, es en homenaje a quien la creó, la hizo rara yla puso entre los brutos. Sigue siendo la única razón para vivir.

Entre los presos se comentaba que algunos compañeros decautiverio, desesperados, con tiras de sus vestidos se colgabandurante el silencio de la noche. Yo decidí hacer lo mismo.

Pero, una voz interior me detenía y me daba esperanzas. Ya noestaba solo en el mundo como antes: un hombre de corazón, un

amigo poco común, si bien pobre y sin protectores, encontraría elcamino para ayudarme. Él pensaba en mí y luchaba por mi libertad.No me equivoqué. Un día se abrió la puerta de la celda, entró el

guardían y, tras él, Barba Yani. ¡Qué inmensa alegría! Sólo laaparición de Kyra podía haberme hecho sentir tan feliz. Pero, almismo tiempo, ¡qué profunda tristeza! ¡Aquel mes de mi cautiverioblanqueó los cabellos del pobre hombre! Me eché en sus brazos,contra su pecho... llorando... y, ante aquella escena, un griego, tiradosobre su camastro, exclamó:

-¡Ah, viejo desgraciado! ¿Es tuyo ese muchacho? ¡Vayabanquete que nos dimos con él…!

Pálido como la cera, Barba Yani me apretó entre sus brazos yme dijo con voz ahogada:

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Panait Istrati Kyra Kyralina

-¡Sé fuerte! ¡Sé fuerte! ¡Mañana van a deportarte!-¿Deportarme? -exc1amé-. ¿Separarme de ti?-Es la pena más leve que pude conseguir. Tu falta es grave;

quisiste entrar durante la noche, en un harén. Pero consuélate, te

acompañaré. El mundo es grande, seremos libres, y, si oyes misconsejos, aún podrás ser feliz en la tierra turca. ¡Hasta mañana!¡Prepárate para el amanecer!

Conté cada minuto de aquella noche larguísima. Al despuntar elalba me sacaron, y en la puerta esperaban, junto a una carreta, dosgendarmes armados. Eramos tres los deportados, y Barba Yani meestaba esperando. Salimos hacia Diarbekir.

La vida de un hombre no cabe en los límites de una narraciónmucho menos la vida de un hombre que ha amado la tierra y la harecorrido. Cuando ese hombre ha vivido lleno de pasión y ha conocido

todos los grados de la felicidad y de la miseria, cualquier intento dedar una imagen real, es imposible. Imposible para él mismo,imposible también para aquel que lo escucha.

Lo verdaderamente interesante no radica en los grandes mo-mentos de la vida: en la insignificancia del detalle reside la belleza deun alma. Pero ¿quién podría escuchar? ¿Quién lo saborearía? Y, sobretodo, ¿quién lo comprendería?

Por eso he sido siempre enemigo de una frase al parecer taninocente: "¡Cuéntenos algo de su vida!"

Hay otra dificultad: el hombre que ha amado, jamás vive solo,por más que quiera, vive del recuerdo, y el recuerdo es su presente.No basta desear la muerte. Yo he querido morir muchas veces

y, sin embargo..., mi pasado se presenta como algo vivo, verdadero ydulce, contra la mentira y amargura del presente, obligándome abuscar el eterno bálsamo en el rostro de los hombres. Y uno de esosrostros, aún vivo, es el de Barba Yani.

Puedo contar muy poco de ese hombre, a cuya vida estuvieronligados ocho años de la mía... Juntos recorrimos Diarbekir, Alepo,Angora, Sivas, Erzeroum y otras ciudades y aldeas. No fue sólo saleplo que vendimos: tapices, pañuelos, cuchillos, bálsamos, esencias,

drogas, caballos, perros, gatos, en fin, todo pasó por nuestras manos;pero, siempre, el buen salep nos sacó de apuros. Cuando nos iba maly quedábamos en la miseria, corríamos en busca de los ibriks, losviejos ibriks oxidados, y por las calles, alegres, voceábamos nuestro"¡Salep! ¡Salep! ¡Ya llegaron los salepgdis". Y retamos.

Mi falta de habilidad en los negocios nos arruinaba constante-mente. Entre los muchos errores cometidos por mí hay uno quemerece ser recordado.

Nos hallábamos en una importante feria a unos quince kiló-metros de Angora, y empleamos todo el dinero en dos hermososcaballos. Estábamos muy contentos pues habíamos hecho un buennegocio. De regreso, un poco por la alegría y otro poco por elcansancio, quise entrar a festejar, a una cantina solitaria. Era muy

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noche y Barba Yani se opuso:-Vámonos, Stavro ya casi llegamos a la casa: allí beberemos.-¡No, Barba Yani, aquí! Nada más un minuto, a la salud de

nuestra buena suerte.

Cedió, atamos los dos caballos a un poste de madera y entra-mos a tomar una copa, sin dejar de vigilar por las vidrieras. Despuésde una copa vino otra y, como teníamos apetito, en el mostradorcomimos un poco. A la copa siguió la botella y al terminar unadestapábamos otra, porque a Barba Yani no le desagradabantampoco las libaciones. Ya alegres, cantamos:

Otra vez estoy borracho,otra vez lo rompo todo...¡Soy muy bestia, sí señor…!

En lo mejor de la canción, Barba Yani enmudeció, y sin in-mutarse, con la mirada fija en las vidrieras, dijo.

-Sí, Stavro. Somos muy bestias, porque las que dejamos afuera,ya no están o yo veo mal.

Salí corriendo, y ya no pude distinguir más que el eco de unfurioso galopar que resonaba en plena noche.

Una hora después, con las piernas flojas y cayéndome en todoslos baches de la carretera, Barba Yani me dijo:

-Querías brindar por nuestra suerte. Ahora que andas a piemientras otros van a caballo, canta otra vez para consolarte: ¡Otra

vez estoy borracho! ¡Feliz el corazón que palpita al ritmo de la tierra fecunda quetransmite su savia vivificadora! ¡Pobre del corazón que no ha podidohacerlo!

Durante esos años, mi vida y la de Barba Yani fueron una sola.Hasta la naturaleza tenía un aspecto más poético, más fraternal. Todome parecía hermoso, digno de ser vivido: lo deforme dejaba: derepugnar; la necedad de los hombres era blanco de nuestras burlas;la hipocresía era descubierta; hasta la misma violencia de los fuertesme parecía más soportable. Cuando lo vulgar llegaba a hacerseinsoportable, nos elevábamos hacia aquella vida silenciosa en que la

naturaleza habla al corazón.Barba Yani sabía andar sin pronunciar palabra. Sólo con lamirada me mostraba lo que era digno de atención. A esto lo llamabatomar un "baño desinfectante": la obra muda de la creación renuevay purifica.

Este gran compañero de mi adolescencia conocía muy bien lasedades antiguas y sus filósofos. Su mayor gozo, en las horas dedescanso, era disertar sobre las variadas manifestaciones de la vida,tomando ejemplos de los sabios de la antigüedad. Buscaba latranquila paz del corazón.

-El hombre inteligente llega a comprender la inutilidad de laspasiones que perturban la paz y queman la vida -decía-. ¡Feliz quienllega a comprenderlo pronto, porque gozará más tiempo de la

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existencia!Un día helado de otoño fuimos a vender a un campo militar

cerca de Alepo. Nuestra bebida cálida atrajo a los soldados y hasta losoficiales vinieron a calentarse con nuestro salep. Algunos

conversaban entre sí. Un oficial explicaba a un subalterno la anécdotaatribuida a un general amigo de Alejandro el Grande, que opinabadebían aceptarse las proposiciones de paz hechas por Darío:

-Si yo fuera Alejandro, hubiera aceptado -dijo el general.A lo que el gran conquistador respondió:-Tambíén yo aceptaría si fuera... si fuera... ¿Cómo se llamaba

aquel amigo de Alejandro?-Parmenio -intervino Barba Yani, que escuchaba la conver-

sación.-¡Muy bien, anciano! -dijo el oficial- ¿Cómo sabes eso?

Vendiendo salep no es fácil encontrarse con Alejandro el Grande...

-No te creas -replicó mi amigo-. ¡Todo el mundo tiene necesidadde calentarse!

Complacido, el oficial se dignó hablar con nosotros y en esemomento se cruzaron nuestras miradas.

-Yo te he visto en alguna parte -dijo, dirigiéndose a mí.-Con Mustafá-bey, en Constantinopla, hace cinco años -contesté

sonrojándome.-¡Por Alá, es verdad! ¡Tú eres aquel joven que andaba buscando

a su madre, a quien habían sacado un ojo! ¡Pobre! ¡Cuánto debeshaber sufrido con aquel viejo sátiro!

-¡Mucho!-Pero, ¿a quién se le ocurre confiar en un desconocido que, debuenas a primeras, acaricia las mejillas de un niño que encuentra enla calle?

El oficial permaneció aún buen rato hablando con nosotros y mereveló las innumerables fechorías de Mustafá-bey. Luego comprobó,entusiasmado, la sabiduría que atesoraba Barba Yani el sencillovendedor de salep. Se despidió con un afectuoso apretón de manos ynos rogó aceptáramos una libra turca de oro cada uno:

-No es propina -dijo-; es una muestra de admiración ante eltalento del anciano y de simpatía hacia el joven.

-¿Ves, Stavro? -conc1uyó Barba Yani-. En todas partes seencuentra alguien que yerra, y, la inteligencia derrumba todas lasbarreras, aunque vistan uniforme militar.

Así pasaban los días y Barba Yani envejecía. Una enfermedaddel corazón le hacía más inepto, año con año, para el trabajo. Susaccesos de melancolía, cada vez más frecuentes, se hicieron casiconstantes.

 Ya tenía yo veintidós años y era fuerte. Con nuestros ahorros,decidí llevarlo a descansar a un lugar desconocido: el monte Líbano.

¡Oh, Líbano melancólico! ¡Mi corazón se llena de luz, y sangra almismo tiempo, cuando recuerdo aquel año que pasé entre tuspiedras! ¡Ghazir..! ¡Ghazir..! ¡Y tú, Dlepta…! ¡Y tú, Harmón…! ¡Y tú,Malmetein…! ¡Y ustedes, cedros de brazos largos y fraternales que

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quieren abrazar la tierra entera! ¡Y ustedes, granados generosos, quese conforman con un poco de musgo y se acurrucan en el hueco decualquier roca, para ofrecer después al vagabundo el más jugosofruto! ¡Y tú, Mediterráneo, que te meces voluptuoso y traes tu

inmaculada inmensidad hasta las ventanas de las humildes casaslibanesas que se agolpan frente al infinito…! A todos: ¡adiós! ¡Aunquenunca vuelva a verlos, siempre llevaré en mis ojos el dulce reflejo desu luz! ¡Aún hoy brilla en el fondo de la niebla de mis recuerdos! Si lavida no ha querido que mi gozo sea completo ¿quién ha dicho que enla vida pueda alcanzarse?

Nos instalamos en Ghazir, un pequeño lugar tan pintorescocomo todo Líbano, que se alzaba sobre una colina. Eramos los únicoshuéspedes de Set Amra, anciana artrítica que vivía en la soledad ycatólica, como todos los libaneses. Aunque nosotros éramos

ortodoxos, nos recibió muy bien por ser cristianos. Y de aquí arrancaotra de las muchas historias que he vivido.

  Yo trabajaba mientras Barba Yani, apoyado en su bastón,buscaba granadas por el monte, y mataba serpientes.

Agobiada por la soledad, Set Amra buscaba sentarse con noso-tros a conversar largamente mientras fumaba su narguile. Así noscontó de sus penas y de su única hija, de veinte años, que se fue consu padre a Venezuela a buscar fortuna como muchos otros libaneses.

Después de la muerte del padre, hacía apenas un año, las car-tas fueron espaciándose. Aunque era dueña de una joyería, con una

posición económica desahogada, Selina, la hija, no parecía querermucho a su madre que, olvidada, pasaba días enteros comiendo sólopan seco.

Nos dio lástima y decidimos compartir con ella la comida. Esofue suficiente para que diera gracias a Dios por el regalo que le hizoal enviarnos a su casa, y para que escribiera a su hija contándole desus protectores. De esta manera, el tiempo transcurrió felizmente.

Pero no era suficiente lo que yo ganaba y, con el otoño, llegóuna enfermedad para Barba Yani. Los gastos en el médico y en lasmedicinas acabaron con todos los ahorros, y, como aquel inviernolibanés fue muy riguroso, a duras penas gané lo justo para sobrevivir.

Renunciamos a la carne, y tres día a la semana sólo comimos panseco; de igual manera, economizamos al no encender más que unnarguile y fumar los tres del mismo tchibiouk . Marzo no sólo nos trajoel fin de un invierno tan duro, sino una magnífica noticia: Selinaavisaba de su partida de Venezuela y de su llegada a Líbano en tres ocuatro semanas… ¡Cantamos y danzamos de alegría!

-Stavro es muy guapo -nos dijo, con aire misterioso, Set Amra-,y seguro que Selina va a enamorarse de él y, al casarse, recibirá larecompensa a su generosidad para conmigo. ¿Qué les parece?

¿Qué me parecía…? ¡Pues, como de costumbre, enloquecí delgusto! Pero en esta ocasión enloquecimos los tres, y hasta la viejaartrítica celebró, danzando con nosotros, mi próxima boda con quienno estaba enterada de nada. A partir de ese momento sólo pensaba

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en Selina.Porque ya consideraba la casa como mía, arreglé goteras que

antes no había notado. ¡Cuántas veces me ha engañado mi pobrecorazón!

Fui más lejos todavía. Una tarde me acerqué a Barba Yani paraseñalarle los labios todavía atractivos de Set Amra, que aspirabavoluptuosamente su narguile:

-Barba Yani, ¿no podrían esos labios besar los tuyos mejor de loque fuman el narguile? ¿Y si hiciéramos una boda doble? ¡Otra boda,porque la mía ya era un hecho consumado…!

-¡Pobre Stavro -me respondió-, ¡cuánto te falta aprender de lavida!

Su voz fue profética.Hermosa, esbelta, morena, de larga cabellera y pícara mirada,

llegó Selina. De inmediato nos mostró su espíritu comerciante y su

inteligencia de ramera: apenas nos dio las gracias, para luego criticarnuestra vida y casi culparnos por la pobreza de su madre. Comomuestra de desdén alquiló una casa aparte y redujo sus visitas a lanuestra apenas a un cuarto de hora diario. Entregó a Set Amra unaridícula suma para nosotros "como pago a nuestra bondad", mientras,vestida a todo lujo, se paseaba como codiciable mercancía frente alos habitantes de Ghazir.

Un día, supimos por una vecina que un elegante extranjerovenía de Beirut, en coche, a encontrarse con Selina. ¡Con Selina, miprometida…!

-¡Ay, Barba Yani, cuántas decepciones hay que sufrir en la vida-dije, apoyándome en el brazo del único amigo sincero que heconocido.

-Aprende, Stavro. Por lo pronto vamos a recoger nuestras cosaspara irnos de aquí. ¡Vámonos, sí, porque la tierra es grande y eshermosa!

Dejamos inconsolable a la pobre Set Amra, y durante tres me-ses recorrimos los maravillosos lugares del Líbano, y, al igual quebebimos en la transparencia de sus manantiales, dimos nuestro salepa los libaneses.

-¡Salep! ¡Salep! ¡Aquí vienen los salepgdis…!

-¿Verdad que tenía razón, Stavro, y que la tierra es hermosa?-¡Claro, Barba Yani, siempre has tenido razón!La tierra no es hermosa. Era mentira. La única belleza posible

está en nuestro corazón. Mientras haya alegría en él, todo eshermoso, pero cuando se queda vacío, todo resulta más triste que uncementerio. Y eso terminó por ser la hermosa tierra del Líbano: uncementerio desolado donde yacen mi corazón y los restos de Barba Yani.

Un día, cuando andabamos por el rumbo de Deptla, lo derrumbóun ataque, y, al caer, su cabeza se golpeó en una roca.

-¡Barba Yani! ¡Barba Yani…! ¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal…?No. Barba Yani ya no volvería a sentirse mal. El mal se quedaba

sólo para mí, para roer mi vida.85

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Panait Istrati Kyra Kyralina

El recuerdo imborrable de aquella amistad y la sed de otroafecto me hicieron regresar a la patria, años después, para buscar aun ser humano, a pesar de todas las decepciones, y amarlo comoamé a Kyra y como amé a mi madre, como a Barba Yani...

Esta ha sido, no la olviden, la historia de Stavro, el refresquero,que corre de feria en feria...

Índice

Presentación 11. Stavro 2

2. Kyra Kyralina 263. Dragomir 50

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