Introducción al humanismo capítulo 1

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;z_ rg Introducción al humanismo renacentista Edición a cargo de JILL KRAYE Warburg Institute * Edición española a cargo de CARLOS CLAVERÍA Traducción de Lluís Cabré CAMBRIDGE UNIVERSITY PRESS

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Introducción al humanismo renacentista

Edición a cargo de

JILL KRAYE Warburg Institute

* Edición española a cargo de

CARLOS CLAVERÍA

Traducción de Lluís Cabré

CAMBRIDGE UNIVERSITY PRESS

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Título original The Cambridge Companion to Rrnaissance Humanism (ISBN O 521 43 624 9)

publicado por Cambridge University Press 1996 © Cambridge University Press 1996

Edición española como Introducción al humanismo renacentista

Primera edición 1998

Traducción española © Cambridge University Press,

Sucursal en España 1998

ISBN 84 8323 O 16X rústica

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Impreso en España por C+l. S.L. Depósito legal: M-1.729-1998

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Índice

Ilustraciones 7 Colaboradores 9 Prefacio 11

Prólogo a la edición española 15 Orígenes del humanismo 19

2 La erudición clásica 41 3 El libro humanístico en el Cuatrocientos 73 4 La reforma humanística de la lengua latina

y de su enseñanza 93 5 La retórica y la dialéctica humanísticas 115 6 Los humanistas y la Biblia 137 7 El humanismo y los orígenes del pensamiento

político moderno 159 8 Filólogos y filósofos 189

1 9 Artistas y humanistas 211 \ 10 La ciencia moderna y la tradición del humanismo 243

\ '· " r¡/

11 El humanismo y la literatura italiana 269 \l 12 Humanismo en España 295

Bibliografía de consulta 331 ~ibliografía española de los autores citados 345 Indice onomástico 353

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Introducción al humanismo renacentista

de clásicos y humanistas contemporáneos que daban dinero y fama en

Europa, ni

Petrucci].

eran coincidentes en gusto [Clavería, Eisenstein, Hindman,

Para comprobar que el humanismo generó especialistas no sólo filológi­

cos y que hubo otros detallistas buscadores de modelos y de erudición artís­

tica pueden consultarse Bonet [1993] y Cortés [1994], donde se justifica la

importancia que tuvo trasladar cierto procedimiento humanístico al terreno

del artista. Y con ello la invitación a rebuscar en otros campos hasta qué

punto los procedimientos y los trabajos de los humanistas italianos se repro­

dujeron entre los intelectuales españoles y si la sociedad y los estamentos

(universitarios, religiosos, profesionales) que a veces los cobijaron, aceptaron

de buen grado o con distancia hacerse dúctiles y presentarse permeables a

la oleada de tradición clásica o pagana [Ynduráin 1994, de nuevo], al nue­

vo rigor investigador (insobornable al capricho de lo ya establecido) , al

nuevo modelo cosmológico [Granada], a la nueva belleza y a los nuevos des­

cubrimientos. Esto es, a la tarea de Nebrija, Vives, Arias Montano, Sánchez de

las Brozas, Servet, Valverde de Hamusco, Sagredo, Pérez de Vargas, Jarava,

Palmireno, Laguna, Antonio Agustín, Cano, fray Luis ... y otros muchos que

hubieron de verse publicados fuera de sus fronteras quizá tanto por su cali­

dad intelectual como por lo carpetovetónico de la sociedad española y gracias

al carácter pan europeo, ya pasado el año 15 25, del humanismo.

c. c.

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1

Orígenes del humanismo

NICHOLAS MANN

Toda interpretación del pasado está acotada por las ideas preconcebidas, las aspiradones y, sobre todo, el conocimiento o la ignorancia del estudioso que

la lleva a cabo. Para ordenar la materia que investiga, para explicarla, el histo­

riador recurre a palabras y a conceptos que ni están exentos de crítica ni son

impermeables al cambio, sino más bien al contrario: con frecuencia se trata de elementos en buena medida subjetivos, términos que evolucionan a medida

que nos vamos acercando a una mayor comprensión de los tiempos que nos

precedieron. Etiquetas como Edad Oscura en referencia a las supuestas tinieblas

de la primera Edad Media, o Renacimiento, aplicadas a toda una etapa de la

historia europea, aunque útiles en el marco de una exposidón historiográfica,

puede que refieran sólo parte de la verdad del periodo que pretenden carac­terizar. Cuanto más aprendemos sobre la etapa que siguió al crepúsculo del

imperio romano, menos oscura y poco cultivada nos parece; cuanto más pro­fundizamos en todo aquello que volvió a nacer en los siglos XVI y xv, más cuenta nos damos de su relación con el pasado.

La historia del humanismo muestra dé manera ejemplar esa noción de continuidad y a la par un espíritu de renovación. El término mismo debe su

origen a la voz latina humanitas, que Cicerón y otros autores usaron en la época

clásica para significar el tipo de valores culturales que procederían de lo que

podríamos llamar una buena educación o cultura general. Los studia humanitatis

consistían, pues, en el estudio de unas disciplinas que hoy consideraríamos

propias de una formación de letras: lengua, literatura, historia y filosofia moral.

S¡ bien es cierto que Cicerón no fue lectura ampliamente divulgada en la Edad

Media, algunos hombres instruidos del siglo XIV (sobre todo Petrarca, para

quien Cicerón era autor de cabecera) conocían bien su obra y su vocabulario. Tras ellos, el nuevo siglo ya pudo contar con la firme incorporación de los stu­

~w humanitatis al currículo universitario. Así, en el lenguaje académico de la Ita­la cuatrocentista la voz umanista devino habitual para referirse a quien enseñara 0

estudiara la literatura clásica y las disciplinas que la acompañaban, inclu-

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yendo la retórica. Su equivalente en español («humanista») apareció a media­dos del siglo XVI con parecido significado, pero no fue hasta el siglo XIX, pro­bablemente en Alemania por primera vez ( 1809), cuando el calificativo dio lugar al sustantivo («humanismo») para designar la devoción por la literatura de la antigüedad grecorromana y los valores humanos que de ella se puedan derivar. En suma: el volumen que ahora echa a andar se ocupa de un concepto

relativamente reciente, aunque tal concepto, como se pretende mostrar en este capítulo inicial, atañe a una actividad de larga y venerable trayectoria, practi­

cada durante siglos antes de que alguien osara siquiera bautizarla 1

.

A pesar del recelo expresado a propósito del valor de las etiquetas histo­

riográficas, se impone la necesidad de contar con una definición de huma­nismo que permita operar en las páginas sucesivas. Pero precisamente porque primero fue una práctica y no un concepto es posible adelantar sin reparos una

descripción que justifique el hecho de dedicar un libro entero a la cuestión. El humanismo es aquel desvelo por el legado de la Antigüedad -el literario en

especial pero no exclusivamente- que caracteriza la tarea de los estudiosos por lo menos desde el siglo IX en adelante. Por encima de todo, supone el redes­cubrimiento y el estudio de las obras de los clásicos grecolatinos, la restitu­

ción e interpretación de sus textos y la asimilación de las ideas y valores que contienen. Puede abarcar desde el interés arqueológico por los restos del pasado hasta la más minuciosa atención filológica por el detalle de cualquier

tipo de testimonio escrito, desde inscripciones hasta poemas épicos, pero llega a impregnar también, como veremos, casi todas las áreas de la cultura pos­

medieval, a saber: la teología, la filosofía, el pensamiento político, la juris­prudencia, la medicina, las matemáticas y las artes. Enraizado en lo que hoy

se consideraría labor de alta investigación, el humanismo pronto halló expre­sión en la docencia, y así se convirtió en la encarnación y el vehículo de la tra­

dición clásica, que es tanto como decir en la principal avenida por la que transcurre la continuidad de la historia cultural e intelectual de Europa. Este

1 Dos aproximaciones bien distimas a los problemas historiográficos que envuelven a los

términos «humanismo>> y <<Renadmiento>>, en W K. Ferguson, The Renaissance in Historical Thought:

Five Centuries of lnterpretation (Cambridge MA, 1948) , y P. Burke, The Renaissance (Londres, 1 964) [*]. Véanse también el capítulo de Burke «The spread of ltalian humanism>> , en A. Goodman y A. Mackay ( eds.), The Impact of Humanism on Western E urape (Londres, 1990), págs. 1- 2 2; C. Trinkaus, The Scope of Renaissance Humanism (Ann Arbor MI , 1983); y M. McLaughlin, <<Humanist concepts of Renaissance and Middle Ages>>, Renaissance Stud1es, 2 ( 1988), págs. 1 3 1-42. Sobre Jos términos «humanismo>> y «humanista>> , P. O. Kristeller, <<Humanism>> , en C. B. Schmitt, Q. Skinner y E. Kessler (eds.), The Cambridge History of Renaissance Philosophy (Cambridge, 1988), págs. 113-37 .

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Orígenes del humanismo

capítulo pretende trazar los rasgos fundamentales de ese recorrido, desde sus presuntos inicios en el siglo IX hasta finales del XIV: un periodo en el que la erudición se centró en gran medida, aunque no en exclusiva, en la cultura de Roma y en la literatura latina.

La prueba de que esos pasos iniciales son sólo supuestamente los prime­ros, y de que ya contaban con el anónimo esfuerzo de una etapa anterior, que

a su vez descansaba sin duda en intentos todavía más tempranos por mante­ner con vida el espíritu de Roma y sus autores, se puede encontrar en un de­

talle revelador de la transmisión de un texto clásico: el De Chorographia, de

Pomponio Mela, geógrafo del siglo 1. Sabemos que Petrarca adquirió uno de los raros ejemplares de esta obra en Aviñón a mediados de la década de 1330. Aunque no conservamos ese manuscrito, algunos de sus descendientes reco­

gieron las anotaciones textuales de su privilegiado lector y transmitieron el resultado de sus sabios afanes a los estudiosos posteriores. Petrarca trabajaba sobre un ejemplar copiado casi con seguridad en el siglo XII, y que con segu­

ridad procedía de un manuscrito del siglo IX copiado a su vez en Auxerre y anotado por el maestro carolingio Heiric. Por su parte, Heiric debía su cono­cimiento del De Chorographia a una miscelánea compilada en el siglo VI por Rus­ticius Helpidius Dornnulus en Ravena, un importante foco de cultura ya desde la Antigüedad tardía. En este caso (y no es el único) se puede trazar una línea de descendencia textual que conduce directamente de Roma al Renacimiento,

una línea establecida por medio de un tipo de actividad erudita típica del humanismo.

El trabajo de Heiric en Auxerre da la medida del llamado Renacimien­

to carolingio, vale decir una rea.iperación de la práctica académica en los siglos

vm y IX que presenta muchos de los rasgos que configurarían más tarde el oficio del humanista. Durante el reinado de Carlomagno, Auxerre fue uno de

los centros monásticos de relieve donde floreció la redacción y copia de li­

bros y se crearon bibliotecas importantes; a su lado figuraban los de Tours, Fleury y Ferrieres en Francia; Fulda, Hersfeld, Corvey, Reichenau y Saint Gall

en áreas germánicas, así como Bobbio y Pomposa en el norte de Italia. A un

erudito y maestro influyente como Heiric debemos la transmisión de unos cuantos textos clásicos además del de Pomponio Mela, entre los que destacan

algunos fragmentos de Petronio. Fue discípulo de Lupo de Ferrieres, el estu­dioso de mayor enjundia del siglo IX y, en verdad, el primer filólogo clásico. A zaga de Lupo, Heiric no sólo reunió una biblioteca muy respetable, sino que intentó conseguir, sin escatimar fatigas, códices de obras que ya poseía para cotejarlos con los propios y así enmendar o ampliar el texto de sus ejempla-

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Introducción al humanismo renacentista

res. Más de una docena de manuscritos anotados de su propia mano, inclu­yendo obras de Cicerón, Valerio Máximo y Aulo Gelio, dan fe en la actualidad de su quehacer filológico. Cuatro o cinco siglos más tarde, manuscritos como éstos ofrecieron a los humanistas italianos los materiales con que llevar a cabo

su recuperación de los autores clásicos. Otro aspecto bien distinto del periodo carolingio proyecta su sombra, hasta

cierto punto, sobre el posterior renacer de las humanidades en Italia. El régi­men centralizado del Sacro Imperio creó la necesidad de contar con adminis­

tradores instruidos fuera de la restringida esfera monacal. La solución de Carlomagno fue llamar, en el año 782, al rector de la escuela de York, en aquel

entonces la más importante de Europa, para que le aconsejara en materia edu­cativa. Alcuino trajo consigo de Inglaterra un método pedagógico eficaz, basado en la lectura de textos clásicos, y un resultado significativo de sus consejos fue

el edicto imperial por el que se establecían escuelas no sólo en los monasterios, sino también en las catedrales, a beneficio del clero secular. Aunque su función se limitaba probablemente a garantizar la difusión de las letras más elementa­

les, las escuelas catedralicias contribuyeron a la formación de una clase letrada fuera del claustro monacal y generaron una creciente demanda de libros que

amplió el círculo lector de las obras así difundidas2

.

Pese a que el florecimiento de las letras en el momento cumbre de la cul­

tura carolingia no sobrevivió al ocaso del Imperio, el establecimiento de un

sistema que extendía la enseñanza a las ciudades tuvo consecuencias de gran magnitud. Naturalmente, los principales monasterios siguieron siendo cen­

tros de estudio y producción de libros, y no dejaron tampoco de promover la afición por la literatura clásica; por citar el ejemplo más notable, varios manus­critos espléndidos, así como la conservación de diversos textos capitales, se

deben al monasterio fundacional benedictino de Monte Casino, especialmente a su labor en tiempos del abad Desiderio. Pero el futuro residía en las cortes,

en las escuelas catedralicias y en las ciudades. A lo largo del siglo XII, se abrió

paso un nuevo resurgir del saber clásico, en esta ocasión etiquetado como

Renacimiento del siglo xn. En las cortes y en las escuelas catedralicias (llama­

das a ser universidades en más de un caso) del sur de Italia y de Sicilia, de la Península Ibérica, de Bolonia y Montpellier, del norte de Francia y de la Ingla-

1 Un excelente resumen sobre la práctica filológica y los estudios en el periodo carolingio, en L. D. Reynolds y N. G. Wilson, Scribcs and Scholars: A Guide to the Tronsmission of Greek and

Latin Literoture (Oxford, 1991 3) [*], cap. 3: véase también Trinkaus, Scope, cit., págs. 4-6.

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Orígenes del humanismo

terra normanda, los hombres doctos aplicaron su erudición clásica no sólo a las letras sino a fines más prácticos y, anotémoslo, ya plenamente seculares. Además de literatos y filósofos, la sociedad necesitaba juristas, médicos y fun­cionarios, y para éstos el estudio de los textos antiguos tomaba el cariz propio de una instrucción profesional. El repertorio de obras disponibles se había extendido notablemente en materia de literatura, gramática y lógica, pero

ahora avanzaba en el campo de las traducciones al latín de textos científicos y filosóficos griegos: tratados de medicina, Euclides, Ptolomeo y algunas obras de Aristóteles.

El hecho de que incluso la literatura vernácula muestre las huellas de la clásica indica hasta qué punto las letras antiguas impregnaron la cultura fran­cesa del siglo XII. En sus tres últimos decenios, tres romons (Roman de Thébes, Eneas

y Romon de Troie) y muchas obras breves se cimentaron directamente con mate­rial que remontaba al mundo grecolatino. El aumento en los mismos años de la producción de florilegio, es decir, antologías de extractos de los viejos auto­

res, confirma la impresión de que sus obras (las obras antiguas o, cuando menos, algunos retazos) llegaban a un público cada vez más numeroso, aun­que no siempre muy cultivado3 .

Juan de Salisbury, uno de los intelectuales más sobresalientes del momento, ilustra ese estado embrionario del humanismo. Se educó en Char­tres y en París a comienzos del siglo XII y llegó a poseer, no cabe duda, un

conocimiento de la literatura latina impresionante, si bien un tanto desigual (en parte dependía de florilegio y no de originales); elogió, además, la elo­cuencia y propugnó el estudio de las letras en su Metologicon, y fue diestro en el

empleo de su saber entresacando ejemplos de la historia antigua con que ilus­trar juicios morales que proyectaba a los problemas de la época. Por otra parte,

Juan de Salisbury no da muestras de haber percibido la vieja cuestión de la relación entre retórica y filosofia, ni tampoco de haberse adentrado hasta el

fondo de las obras espigadas: sus exemplo valen como ornamentación del dis­

curso más que como parte esencial del pensamiento que lo vertebra. Fue un latinista excelente, pero más por gramático que por filólogo. En pocas pala-

-3 Para el Renacimiento del siglo xn, C. H. Haskins, The Renaissance of the Twelfth Century;

M. de Gandillac y E. Jeauneau ( eds.), Entretiens sur la renaissance du 12 ' siide (París, 1 968): C. Brooke, The Twelfth Century Renaissance (Londres, 1969): R. L. Benson y G. Consrable, eds., Renaissance and Rene­Waitn the Twelfth Century (Oxford, 1 982), esp. págs. 1-33 . Sobre los romans d'antiquité en francés anti­guo, A Fourrier, L'Humanisme médiévaJ dans les littérotures romanes du XII' o u XIV' siicle (París, 1 964) .

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bras, su figura representa lo mejor a que pudo llegar el clasicista medieval: un viajero de salón bien informado, pero que aún no ha pisado personalmente el terreno que los humanistas italianos habrían de explorar detenidamente hasta

hacerlo suyo4.

Los factores que impidieron que la lectura de los clásicos en manos de un Juan de Salisbury llegara a la plenitud de los studia humanitatis eran males endé­

micos en una sociedad como la del norte de Francia, en la que privaba el inte­

rés de la Iglesia. La enseñanza clerical se sustentaba en los pilares del derecho

canónico (el corpus de leyes eclesiásticas impuestas por la autoridad en mate­

ria de fe, moral y disciplina) y de la nueva lógica de Aristóteles; dentro de los límites de la teología escolástica, dificilmente podía la cultura pagana dejar oír su auténtica voz. Tiempo después algunos tacharían al escolasticismo de pura

antítesis del humanismo, aunque tal actitud, a decir verdad, supone una sim­plificación excesiva de la cuestión. Lo cierto es que en Italia se había impuesto un modelo social urbano, muy diferente de la sociedad básicamente agraria y

feudal de los países transalpinos, de modo que la conveniencia de la adminis­tración civil y del comercio terminó por ganarle el pulso a la Iglesia, espe­cialmente en las ciudades-estado del norte peninsular. Así se originó una nueva

clase de letrados compuesta por laicos bien preparados, principalmente juris­

tas y funcionarios.

En Francia, el estudio de los textos clásicos, habitual hasta bien entrado el Tres­

cientos, nunca dejó de centrarse en la gramática en cuanto herramienta que permitía la comprensión y a veces la imitación de los autores latinos. Al sur de

los Alpes, en cambio, esa dedicación siguió otros derroteros y se encaminó hacia la retórica, entendida como una capacidad válida para la vida del pre­

sente. En Italia, pues, el estudio de lo que fue en la época clásica el arte de

hablar en público se conyirtió en el ars dictarninis, el arte de escribir cartas, y sus

practicantes, los dictatores, en expertos dominadores de un instrumento puesto al servicio de sus protectores o de la profesión jurídica. En un principio, los

dictatores no eran estudiosos de lenguas clásicas a carta cabal, sino rétores que

extraían de los viejos autores la elocuencia para sus cartas y discursos. Ocupa­ban, eso sí, puestos influyentes como maestros, secretarios o cancilleres de un

gobernante o de una comuna urbana, por lo que intervinieron (y su presen­cia se dejó notar) en la esfera política. En el dictamen se puede reconocer una

4 Vid . Gandillac , Entretiens, págs. S 3-84; Brooke, Twdfth Century Renaissance, págs. S 3-7 4.

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Orígenes del humanismo

de las raíces del humanismo, profundamente arraigada en el pasado: la epís­tola llegaría a convertirse, en gran parte gracias a Petrarca, en uno de los géne­ros de mayor fortuna durante el Renacimiento; un género versátil, que dio

cabida al discurso personal y al político, a la investigación erudita y al ensayo filosófico, así como a toda una gama de tareas literarias.

En esa misma Italia trescentista se puede entrever otra de las raíces del

humanismo, entrelazada y a veces inseparable de la actividad de los dictatores:

el estudio del derecho romano en sus vertientes filológica y práctica. Al pala­cio real de Pavía, y a fecha tan temprana como el siglo rx, se remontan lastra­

zas de notarios que aplicaban el Corpus iuris civilis (la regulación del derecho

romano compilada en el siglo VI a solicitud del emperador Justiniano) a situa­ciones de actualidad, anticipando en cuatro siglos la figura del funcionario con formación jurídica, el letrado laico por antonomasia, que habría de desempe­

ñar un papel tan esencial en la vida ciudadana. Efectivamente, en las comunas urbanas italianas del norte, independientes y en fase de rápido desarrollo, la actuación de los juristas en asuntos de orden político y económico fue crucial. A partir del siglo XII, por lo menos, y de modo muy notable en la Universidad de Bolonia, la enseñanza de las leyes cobró nuevo vigor, de suerte que la glosa

y la interpretación de los grandes textos del derecho romano, el Código y el Digesto, aplicadas a los problemas legales del momento y combinadas con una conciencia de los orígenes históricos (sin duda reforzada por la presencia fisica

de numerosas reliquias de la Antigüedad), alentaron el sentimiento de que la civilización clásica aún estaba viva, y este sentir despertó a su vez el deseo de conocerlas .

Así fue como los juristas que estudiaban textos legales y adaptaban los preceptos del derecho romano a las necesidades de una sociedad comple­

tamente distinta ampliaron su interés a otras facetas de la herencia clásica,

en particular a la historia y a la filosofía moral; y así fue, también, como llegaron a entretener sus ocios componiendo versos en latín . El notario y

luego juez Lovato Lovati fue el primero en dar ejemplo de tales inclinacio­

nes, para más señas en Padua, donde se rodeó de un cenáculo, afín a sus

5 Sobre el papel de dictatores y juristas en este contexto, R. Weiss, The Dawn of Humanism in Italy (Londres, 1947), págs. 3-5; P. O. Kristeller, Eight Pl¡ilosphers of the Renaissance (Stanford, 1 964), págs. 147-65 (*); Kristeller, «Hurnanislll>>, en C. B. Schmitt et alii., págs. 127-30; Trinkaus, Scope, págs. 9-1 1; R. G. Witt, <<Medievalltalian culture and the origins of humanism as a stylistic ideal», en A. Rabi! (ed.), RenaissanceHumanism: roundations, rorms, and Legacy, 3 vols. (Filadelfia, 1988), l, págs. 29-70;]. E. Seigel, Rhetoric and Phiiosaphy in Renaissance Humanism (Princeton, 1 968), cap. 6.

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Introducción al humanismo renacentista

intereses, cuya actividad permite hablar de esa ciudad como uno de los focos más tempranos del protohumanismo. Lovato estaba familiarizado con

un amplio espectro de textos clásicos, muchos todavía raros en aquel momento, como las tragedias de Séneca y la lírica de Catulo, Tibulo y Pro­

percio; probablemente halló algunas de estas obras en la abadía benedic­

tina de Pomposa y en la biblioteca capitular de Verona, dos centros famosos

por haber almacenado los escritos de los viejos autores. Fue asimismo un

hábil intérprete de textos epigráficos y tampoco le faltó pasión de anticua­

rio por el pasado local, como demuestra el hecho de que en 1283-84 iden­

tificara como pertenecientes a Antenor, el mítico fundador de la ciudad, los

restos encontrados en un sarcófago cristiano primitivo excavado en el curso

de unas obras. Por decisión común y harto elocuente del clima cultural, la

supuesta reliquia gloriosa de la Padua antigua se incorporó a un monu­

mento de presunto estilo clásico con un epígrafe en latín escrito por el

mismo Lovato. Sin embargo, por más revelador que resulte, el episodio no hace justicia

al saber del notario. A juzgar por lo que queda de su producción, los auténti­

cos logros de Lovato deben buscarse en sus epístolas latinas en verso, donde

se percibe la impronta de los poetas antiguos, así como en un breve pero nada

desdeñable comentario de las tragedias de Séneca, fruto de una esmerada lec­

tura personal y un no menos notable intento de redactar el primer tratadito de

métrica clásica. En estas obras se aprecian en embrión tres de las característi­

cas que definirían el desarrollo posterior del humanismo: sed de textos clási­

cos, preocupación filológica por enmendarlos y determinar su sentido, y

anhelo de imitarlos. Estos rasgos, más o menos acusados, se distinguen tam­

bién en una serie de figuras menores del círculo paduano de Lovato. Cabe seña­

lar a su sobrino Rolando de Piazzola y a Geremia da Montagnone, quien

compiló uno de los florilegio medievales de más éxito, el Compendium moralium

notabilium («Antología de ejemplos notables de conducta virtuosa») o, según

reza la edición de 15 05, Epitoma sapientiae («Epítome de sabiduría»), un vasto

conjunto de extractos de autores clásicos y medievales cuidadosamente iden­tificados6.

6 Sobre los paduanos y otros humanistas de la primera época, además de las obras citadas en la nota anterior, vid. R. Weiss. ll primo stcolo dell'umanesimo (Roma, 1949), esp. cap. 1, y The Renaissance Discomy ol Classical Antiquity (Oxford, 1 988 2); N. G. Siraisi. Arts and Sciences at Padua: The Studium ol Padua belore 1350 (Toronto, 197 3). págs. 42-5 S; y los capítulos de G. Billanovich, R. Avesani y L. Gargan en Storia della cultura veneta, 6 vols. (Vicenza, 197 6-86). II, págs. 19-1 70.

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Orígenes del humanismo

El más conspicuo de los discípulos de Lovato, y elemento clave de este retorno de las letras, fue Albertino Mussato, jurista, político y patriota, cuya

reputación como diplomático y escritor fue mucho más allá de los confmes de

su ciudad natal. Era hombre leído, como su maestro, y tales lecturas fructifica­

ron en sus versos latinos, en gran parte escritos con talante polémico. Compuso

una defensa de la poesía y la historia, De gestis Henrici VII Cesaris («Las gestas del

emperador Enrique VII»), bajo el modelo de Tito Livio, pero su fama se

cimentó sobre todo en su tragedia en verso Ecerinis. Y con razón, pues se trataba

de una pieza dramática fundida en el molde del metro clásico, a imitación de

Séneca: la primera en su género desde la época antigua. Contenía, además, un

mensaje político de largo alcance, ya que relataba la caída del tirano de Padua

Ezzelino da Romano y advertía contra el peligro de dominación que entrañaba

Cangrande della Scala, gobernante de Verona. En reconocimiento a ese dechado de poesía y patriotismo, los paisanos de Mussato lo laurearon en 1315. Ochenta

años después, este episodio (entre otras razones) movió al humanista floren­

tino Coluccio Salutati a otorgarle un lugar entre los predecesores de Petrarca, según afirma al repasar el elenco de los padres del saber restaurado7.

La investigación reciente ha rescatado del olvido a buen número de auto­

res secundarios que vivieron en Padua o en sus alrededores. Por lo general, se

trata de hombres formados en el estudio de las leyes, cuyo entusiasmo por la

cultura clásica les llevaba a establecer lazos con el mundo antiguo (como en el

epigrama de Benvenuto dei Campesani, de Vicenza, celebrando el regreso a

Verona de su hijo Catulo) y a emular la epistolografia o la historiografia lati­

nas. En parte debido a su notable biblioteca capitular, qué duda cabe, Verona

devino otra de las cunas del protohumanismo. Giovanni Mansionario, por

ejemplo, entre 1306 y 1320 recurrió a esos fondos de manuscritos para com­

pendiar una Historia imperialis (ca. 131 O) que destaca por la colación y evalua­

ción crítica de las fuentes históricas. En otra de sus obras, Mansionario probó

que el Plinio conocido en la Edad Media como autor de la Historia natural no era

el mismo que compuso una serie de epístolas, y que, por consiguiente, exis­

tieron dos escritores homónimos en época clásica. También en Verona, Benzo

d' Alessandria, el canciller de Cangrande, dio forma a una vasta enciclopedia

7 En una carta a Bartolomeo Oliari del 1 de agosw de 1395; vid. Coluccio Salutati,

Epistolario. ed. F. Novati, 4 vols. (Roma, 1891-1911 ). III , pág. 84: «el primero que cultivó la elocuencia fue tu compatriota Mussato de Pa:dua>>. Sobre Mussato, M. T. Dazzi. ll Mussato preumonista 1261-1329: 1 'ambiente e !'opera (Vicenza, 1 964) .

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Introducción al humanismo renacentista

histórica, la Cronica ( 1 3 l 3-2 O), basada en un nutrido repertorio de obras anti­guas que había ido desenterrando, en bastantes ocasiones personalmente, a lo largo de sus viajes. La búsqueda de textos, tanto como la agudez crítica de Man­sionario, son signos inconfundibles del avance en el camino de la erudición.

Por lo menos en Padua, Vicenza y Verona, parece como si este progreso llegara a desplegarse en un ideal literario y estético común: el redescubri­

miento de textos antiguos y, por ahí, el establecimiento de lazos, a veces míti­

cos, con la civilización de Roma, así como la reimplantación de géneros y estilos clásicos. En el resto de Italia, en cambio, las trazas de un reviva! similar

son mucho más tenues y suelen partir de la iniciativa de individuos aislados. Uno de ellos fue Giovanni del Virgilio, contratado en 13 21 como profesor de

poesía latina en la Universidad de Bolonia. Pese a limitarse, por lo que sabe­mos, a la obra de Virgilio y Ovidio, los poemas en latín que dedicó a Mussato y a Dante contienen una de las más tempranas muestras de égloga a la manera virgiliana. En Florencia, otros, y no pocos, tomaron asimismo parte activa en

la tarea de reavivar e imitar la literatura clásica, como en el caso de Francesco da Barberino y de Geri d' Arezzo, a quien Coluccio Salutati concedió un lugar parejo al de Mussato8 ; no obstante, en este periodo no hay indicio alguno que apunte a un concierto de intereses por la cultura antigua comparable al de

Padua y sus alrededores.

Otros dos focos trescentistas de saber libresco merecen aquí una especial aten­ción. El primero es la corte angevina de Nápoles, testimonio entre los más madrugadores del renacer de la lengua griega; a él volveré en la parte fmal del

capítulo. El segundo es la curia papal de Aviñón, estrechamente vinculada a la corte napolitana, en particular durante el reinado de Roberto I (1309-43). El llamado «Cautiverio babilónico» del papado (resultado de la presión ejercida

por los reyes de la omnipotente Francia) transformó a Aviñón en la capital diplómatica y cultural del Occidente a lo largo de los tres primeros cuartos del

siglo XIV. Poco a poco, la biblioteca papal fue adquiriendo un fondo impor­

tante de obras clásicas, mientras la curia, es decir, el principal centro de mece­

nazgo, atraía a hombres doctos y con formación literaria de toda Europa, proporcionando empleo a juristas cultivados y a dictatores. Quizá la más ilustre

8 En la carta citada en la nota anterior, inmediatamente después de mencionar a

Mussato, Salutati, Epistolario, III, pág. 84, afirma: <<también Geri d'Arezzo, el más grande de los

imitadores del orador Plinio el joven>> .

28

Orígenes del humanismo

figura intelectual que emergió de este ambiente fue Francesco Petrarca, con­siderado con frecuencia el padre del humanismo y, sin duda alguna, el eru­dito y escritor más brillante de su generación9 En su actividad tanto como en sus escritos, las varias tendencias en la ruta del saber hasta aquí reseñadas lle­gan a la plenitud; no se debe olvidar, sin embargo, que sus logros no hubie­ran sido posibles si otros no hubieran allanado el terreno.

El padre de Francesco, un notario florentino, tuvo que exiliarse de su ciu­dad natal en 1302, pocos meses después de que lo hiciera Dante (ambos eran

conservadores y cayeron víctimas de un cambio de poder favorable al sector

radical), y en la coyuntura dirigió sus pasos a la curia papal en busca de empleo. No sorprenderá, pues, que anhelara una formación de jurista para su hijo y que con tal propósito lo enviara seis años a Bolonia cuando éste

había cumplido los dieciséis. No obstante, según cuenta el mismo Petrarca, la voluntad paterna tuvo que ceder ante la pasión por los autores clásicos que el joven Francesco había alimentado desde temprana edad con la lectura de

todo cuanto caía en sus manos, en particular las obras de Cicerón y Virgilio. Del primero, aprendió un dominio de la retórica y el estilo que lo elevaría muy por encima de los dictatores; del segundo, la dilección por la poesía que habría de marcar toda una vida dedicada a las letras. En la formación jurídica

y retórica de los primeros años se descubre un reflejo de aquellos notarios paduanos del tiempo de Lovato: Petrarca nunca abandonó el mundo secular y prestó sus servicios en calidad de político y diplomático a los magnates que lo protegieron.

La primera mitad de la vida de Petrarca transcurrió en Aviñón y sus inme­diaciones, sobre todo en Vaucluse, lo que significa que tuvo acceso al mece­nazgo, la cultura y la vida intelectual que brindaba la curia, así como a los

libros que conservaba la ciudad: los de la biblioteca papal y los que otros

habían traído consigo. A pesar de la aversión que llegó a sentir, andando el tiempo, por los negocios de la curia y las costumbres disolutas de la ciudad

pontificia, para él Aviñón supuso una plataforma ideal en más de un sentido:

allí pudo llevar a buen puerto sus primeros cometidos filológicos y desde allí pudo viajar en busca de otras empresas.

9 El compendio canónico de la biografía de Petrarca es E. H. Wilkins, Life of Petmrch

(Chicago, 1961 ); véase también M. Bishop, Petmrch and His Worid (Bloomington, 1963); para un estu­

dio introductorio que presta atendón a la vertiente humanística y contiene una bibliografia de obras Y estudios, N. Mann, Petmrch (Oxford, 1984 ) . Véase también Trinhus, Scope, págs. 6-7, 1 1-1 5.

29

Page 9: Introducción al humanismo capítulo 1

Introducción al humanismo renacentista

En Aviñón, sin ninguna duda, Petrarca supervisó, en torno a 1325, la con­fección de un manuscrito de Virgilio para su padre, y también allí, una docena

de años más tarde, el artista sienés Simone Martini agregó un frontispicio al

códice a instancias de Francesco. En Aviñón aún, y con la ayuda de los manus­

critos que halló en la ciudad y con los que seguían llegando, Petrarca pudo

recomponer y restaurar el texto de la Historia de Roma de Tito Livio, combinando

un testimonio incompleto de la tercera década , copiado en el siglo XIII, con

uno que contenía la primera (transcrito en gran parte de su puño y letra) y

aun con otro de la cuarta que Landolfo Colonna había traído de Chartres. Hada

13 3 O o poco antes, Petrarca estaba en condiciones de ofrecer el texto de Livio

más completo hasta la fecha y de deducir cómo debía ser la obra original en

su integridad. Por si fuera poco, mejoró el texto de modo-sustancial, colacio­

nando cada década con la lección de otros manuscritos. Sus notas y enmien­

das a la tercera década resultan especialmente valiosas, puesto que recogen

variantes de un códice, probablemente también debido a Colonna y hoy per­

dido, que. descendía de una rama muy distinta de la tradición. Aunque en rea­

lidad no hay pruebas de que Petrarca sopesara críticamente el valor que debía atribuirse a cada una de las fuentes cotejadas, su celo y su sagacidad de filó ­

logo, así como su fervor por la literatura clásica, resultan indiscutibles.

Tal entusiasmo se refleja así mismo en la búsqueda de nuevas obras. La pri­

mera muestra remonta a un viaje por el norte ( 13 3 3), durante el cual descu­

brió en Lieja un manuscrito del olvidado Pro Archia de Cicerón y en París uno

de Properdo procedente del erudito del siglo xm Ricardo de Foumival. Petrarca

estudió ambos textos minuciosamente y legó a la posteridad sus anotaciones y

enmiendas, al igual que lo haría en el caso ya mencionado del De Chorographia de

Pomponio Mela. En ese sentido, el humanismo de Petrarca cuenta con el mérito

añadido de su contribución personal a la transmisión de textos clásicos here­

dados de las generaciones precedentes. Una parte importante de los estudios

posteriores no hubiera sido posible sin esa mediación, y es muy probable que

debamos la existencia actual de ciertas obras a sus indagaciones y a sus afanes 10 .

Otros compartían su entusiasmo, por supuesto. La historia de la restaura­

ción de Tito Livio seguramente le debe tanto a Landolfo Colonna como al

mismo Petrarca. Con todo, es la búsqueda activa de manuscritos de obras clá­

sicas lo que claramente apunta el desarrollo de lo que luego constituyó una de

10 Véase la valoradón de la tarea filológica de Petrarca según Reynolds y Wilson, Scribes

and Scholars, págs. 1 28-34 [*).

30

Orígenes del humanismo

las tareas capitales de los humanistas que siguieron sus pasos, comenzando por

su discípulo Giovanni Boccacdo. La consecuencia más inmediata, sin embargo,

fue el rápido incremento de la biblioteca personal de Francesco. Gracias a

la lista de obras predilectas que compuso poco antes de 1340, sabemos que

las arcas del humanista ya cobijaban en aquella fecha una cifra proporcional­mente alta de textos clásicos (catorce de Cicerón entre ellos); a su muerte,

daban cabida a la mayor colección de literatura latina existente en manos

de un particular, incluyendo un buen número de códices que había rescatado 1 11 persona mente .

Aunque esta valiosísima biblioteca se dispersó, muchos de los volúmenes

han sobrevivido. Cabe destacar, quizá por encima de todo, el ya mencionado

de Virgilio, conservado en la Biblioteca Ambrosiana de Milán, y la copia de

Livio de mano de Petrarca, hoy entre los códices Harley de la British Library12.

En los márgenes de manuscritos como éstos se puede apreciar cómo el huma­

nista dialogaba de tú a tú con los autores antiguos: sus notas a los versos de

Virgilio y al comentario anexo de Servio atestiguan su penetrante atención por

detalles prosódicos o de carácter histórico y descubren una tupida red de refe­

rencias a otras obras clásicas. Su notable dominio de este corpus le permitió a

menudo rectificar las interpretaciones de Servio e incluso probar (en una carta

posterior) que el pasaje donde Virgilio relata los amores de Dido y Eneas era

una patraña, históricamente hablando, puesto que Dido vivió unos trescien­

tos años después de la muerte del héroe troyano 13 . Por su parte, las notas y

correcciones al texto de Livio dan fe de la entrega con que Petrarca quiso fijar correctamente no sólo la letra sino los hechos del pasado. Su extrema familia­

ridad con esta obra le proporcionó además un inmejorable conocimiento de

la historia romana, aplicado luego a la enmienda de otros escritos, como la

traducción de la crónica de Eusebio debida a San Jerónimo. A tales fuentes

agregó la inspección personal de los monumentos de Roma durante su visita

de 13 3 7, y aun el estudio de monedas antiguas. La calidad de su saber le capa-

- 11 Para los libros favoritos de Petrarca en Yaucluse, P. de Nolhac, Petrarquc ct l'humanismc, 2

vols. (París, 19072), II, págs. 293-96; para la historia posterior de la biblioteca, M. Pastore

Stocchi , <<La biblioteca del Petrarca», en Storia dclla cultura vcneta, II, págs. 536-65. 12

Ambos manuscritos disponen de facsímil: el ms. S.P. 10.27 de la Biblioteca Ambro­

siana de Milán, en Petrarca, Vcryilianus codex, ed. G. Galbiati (Milán, 1930); el ms. Harley 2493

de .1a British Library de Londres, en Giuseppe Billanovich, Lo tradizione del testo di Livio e le origini

dell Umane:simo, 2 vols. (Padua, 1981), II: 11 Livio del Petrarca e del Valla. 13

Petrarca, Seniles IVS, en sus Opera (Basilea, 1 554), pág. 872 Para una antología de las ScntJe:s V p . .

· er ctrarca, ed. F. R1co, pags. 2 99-3 22.

31

Page 10: Introducción al humanismo capítulo 1

Introducción al humanismo renacentista

citaba para identificar edificios (como el Septimonium, cuyas ruinas forma­ban parte del monasterio de San Gregario al Celia) o para señalar que durante

siglos se había confundido al Terencio autor de comedias en verso (Terentius

Afer) con un personaje homónimo (Terentius Culleo). Su breve biografía del

primero pasó a formar parte de casi todos los manuscritos humanísticos de las

comedias terencianas. En una ocasión, en 13 61, incluso fue llamado a con­

sulta, a título de experto, por el emperador Carlos IV para que analizara un

documento de dudosa autenticidad. Basándose en referencias históricas y en

rasgos lingüísticos y de estilo, Petrarca dictaminó que se trataba de una falsi­

ficación y no de un privilegio concedido por Julio César y Nerón, como pre­

tendía Rodolfo IV de Habsburgo con vistas a justificar el derecho de Austria a

ser un estado soberano independiente dentro del Imperio 14. La erudición,

pues, se puso al servicio del estado. No se debe ocultar, por otra parte, que Petrarca no siempre acertó en sus

juicios. Muchos detalles de los monumentos romanos que examinó le pasa­

ron por alto, de suerte que, por poner un ejemplo, atribuyó a Trajano el

Ponte Sant' Angelo pese a la clara inscripción con el nombre de Adriano.

Como Lovato, creyó también que la tumba de un liberto llamado T. Livius,

descubierta en Padua a principios del siglo XIV, era la del gran Tito Livio.

Algo de candidez política se trasluce en el detalle: el deseo de recomponer

los lazos de unión con la antigua Roma fue más fuerte que el sentido crítico

que podría haber impedido el error. A idéntica ingenuidad se podría atri­

buir la admiración y soporte incondicional que prestó a Cola di Rienzo, un

notario de Roma con un pronunciado gusto por las reliquias del pasado que

intentó reimplantar la república de los tiempos clásicos. Cola di Rienzo tomó

parte en las revueltas populares que agitaron Roma en la década de 1340 y

llevaron a su nombramiento primero como rector y luego como tribuno de

la ciudad; más tarde fue armado caballero en una ceremonia que incluyó el

baño ritual en la fuente de Constantino; finalmente, el15 de julio de 1347,

fue coronado Tribunus Augustus en el Capitolio con toda solemnidad 15 . Según

parece, Petrarca quedó deslumbrado ante tamaño despliegue de pasión apli­

cada a todo aquello que él mismo tenía en la más alta estima: el ideal de

Roma compuesto por los múltiples reflejos de las inscripciones, los monu-

14 Petrarca, Seniles XVI. S, en sus Opera, págs. 1055-58 . 15 Sobre el conocimiento que Petrarca tuvo de Roma, y sus relaciones con Cola di

Rienzo, vid. Weiss, Renaissance Discovery, págs. 32-42 .

32

Orígenes del humanismo

rnentos, las monedas y la historia de Livio. No importó que el ideal distara

de ser impecable, ni que las llamas de la revolución se apagaran tan rápida­mente como habían prendido, comprometiendo seriamente al Papa y al

rnisrno Petrarca. La restitución del mundo antiguo en su sede capital, en

aquel momento lamentablemente postergada en ausencia del pontífice, era

un objetivo por el que Francesco estaba dispuesto a sacrificar incluso el más

prestigioso de sus empeños literarios: la composición del Aphrica sive de bello

punico (1337-1345), un poema épico que celebraba las virtudes romanas de Escipión el Africano.

Era este proyecto, probablemente, lo que le había hecho merecedor de los

laureles en una celebración que llevó también (si hemos de confiar en su pro­

pio relato) el sello inconfundible del renacer de Roma: tras un minucioso exa­

rnen oral en Nápoles a cargo del rey Roberto, el día de Pascua de 1341 Petrarca

recibió la corona en el Capitolio de manos de un senador romano y pronun­

ció un discurso, basado en un texto de Virgilio, que abundaba en el valor del

arte poético 16. Es muy posible que tanto en el ceremonial como en la defensa

de la poesía el laureado evocara a sabiendas el ejemplo de Mussato; también

era consciente, eso no admite reparos, de que en el mundo antiguo se conce­

día el honor a emperadores y a poetas mediante la coronación. En todo caso, el renovado interés por la poesía y, aun más, por fabricar versos de buena

hechura clásica son aspectos arquetípicos del humanismo. En el Aphrica, con­

cebido a imitación de la Eneida, así como en el Bucolicum carmen («Églogas»), tan

influidos por las Églogas virgilianas, se halla un proceder característico de

Petrarca: no ya el hecho de componer obras de inspiración señaladamente clá­

sica, sino cada detalle del modo en que adaptó los modelos sin caer en la copia

servil da la medida de esa aleación, profundamente suya, entre el pertinaz estu­dio erudito de la Antigüedad y la recomposición de ese mismo mundo en una forma nueva y esencialmente original.

Hoy se conoce más a Petrarca por su poesía vernácula, sobre todo por el Can­

zoniere (1348-1359-1366), el gran ciclo de sonetos que celebra el amor por una

dama de ficción llamada Laura 17 . Incluso ahí, la huella de los poetas antiguos

resulta evidente. Pero fue ante todo su producción latina la que estableció su

-•

16 Vid . E. H. Wil.kins, The Making of the Canzoni<re and Other Petrarchan Studies (Roma, 1 9 S 1),

pags. 9-69; el discurso pronunciado en tal ocasión lo traduce Wilkins en sus Studies in the Life and WorksofPetrarch (CambridgeMA, 1955), págs. 300-13 .

17 Para una edición bilingüe del Camoniere, vid . Francesco Petrarca, Cancionero, ed. Jacobo

Conines (Madrid, 1984).

33

Page 11: Introducción al humanismo capítulo 1

Introducción al humanismo renacentista

reputación de humanista. Los cimientos históricos que habrían de sostener el

Aphrica se fraguaron ya en el Yitarwn virorwn illustrium epi tome ( 13 3 7) («Sobre hom­

bres célebres»), una obra donde Petrarca recurrió especialmente aLivio y a Sue­

tonio y en la que relataba las vidas de romanos ilustres, en particular las de

Escipión el Africano y Julio César, ambas reelaboradas y ampliadas conforme

aumentaban los conocimientos del autor. Por otra parte, pero sin alejamos dema­

siado, cabe apuntar también los Rerwn memomndarwn libri N («Cosas memorables»),

escritos a modo de réplica a los Factorwn et dictorum memorabilium libri IX de Valerio

Máximo y con el afán de ilustrar las virtudes cristianas con numerosos ejemplos

sacados de la historia de Roma. Las epístolas merecen capítulo aparte. Seguramente Petrarca las venía guar­

dando desde la primera madurez al paso que las escribía. Pero fue en 1345, tras

descubrir en la biblioteca capitular de Verona un manuscrito de las cartas de

Cicerón a su amigo Ático (Ad Atticurn), cuando halló inspiración para empezar

a moldear una colección propia, los Epistolarwn de rebus farniliaribuslibri VIII («Car­

tas familiares»), reordenada y pulida incesantemente hasta finales de los cin­

cuenta. El resultado que vio la luz en aquel momento (sucesivas revisiones llegan

hasta 1366) constituyó el primer epistolario humanístico. La concepción y la fac­

tura se debían a Cicerón (así como gran parte del contenido, dada la admira­

ción de Petrarca por el estadista romano), pero no obedecían menos al cuidado

con que el autor cultivó la proyección de su propia imagen a través de las car­

tas. Algunas de ellas, en particular las dirigidas a Boccaccio, versan específica­

mente sobre la imitatio, un tema crucial para la siguiente generación de

humanistas. Petrarca describe el impacto que le produjo la literatura clásica y su

íntimo trato con ella. Ofrece sus opiniones sobre la licitud de explotar la mina

de los grandes autores del pasado, al tiempo que subraya la necesidad de hacerlo

de modo discreto y nunca servil: el escritof .puede andar tras la huella de otro,

pero no debe reproducir exactamente sus pasos. La semejanza ideal no será la

que media entre retrato y modelo sino la de hijo a padre: similitudo non identitas

(semejanza no igualdad). La imagen procede de Séneca y es elocuente del talante

práctico que Petrarca nunca abandona, ni siquiera en plena discusión teórica.

Tanto es así que incluso trae a colación ejemplos de pasajes concretos del Buco­

licum carmen en los que, antes de mejorarlos, había percibido ecos demasiado

próximos, para su gusto, a los versos modelo de Virgilio, Ovidio y Horacio18

18 Vid. Petrarca, Lefamiliari, ed. V. Rossi, 4 vols. (Florencia, 1933-42). Las cartas que

hacen particular referencia a la imitatio son: Familiarts 1.8 ; XXI1.2; y XXIII.19. Algunas Familiarts

han sido traducidas en Petrarca, Obras, ed. F. Rico, págs. 238-297.

34

Orígenes del humanismo

Algunas de estas afirmaciones, con su nota de autocomplacencia, no represen­

tan tanto la materia propia de un carteo cotidiano como la sustancia de unos

escritos de carácter polémico y didáctico que Petrarca dirigía a quienes sentían

más de cerca sus mismas inclinaciones. Entre los de su generación, probable­

mente fue Boccaccio quien compartió más estrechamente la pasión por desen­

terrar códices singulares y por escribir conforme al canon de los viejos textos

que transmitían. También compuso una obra en parte dedicada a la historia clá­

sica, así como un manual sobre los dioses paganos que tuvo gran repercusión;

como se verá en breve, confraternizó con Petrarca en los primeros intentos serios

por reanimar el estudio del griego. El interés a la vez por la forma y el contenido de la literatura antigua,

ampliamente atestiguado, se refleja de modo muy idiosincrático y algo medie­

val en el tratado más ambicioso de la madurez de Petrarca: De remediis utriusque

fortune («Sobre los remedios para ambas fortunas», 1366), vale decir una enci­

clopedia moral que ofrece curas para los efectos nocivos de la buena fortuna

y consuelo para los golpes de la desdicha. Con el modelo de las Disputaciones tus­

culanas de Cicerón, el tratado se desarrolla como serie de diálogos entre una

Razón de carácter estoico y las cuatro emociones condenadas por esta escuela

filosófica (Alegría y Esperanza, Tristeza y Miedo), y da cabida, además, a un

enorme acarreo de materiales inconfundiblemente clásicos: más de quinien­

tos ejemplos procedentes de la cantera antigua y un número elevado de refe­

rencias implícitas a escritores romanos. Por todo ello, el De remediis podría llegar

a considerarse la cumbre de la producción de Petrarca, pero se echa en falta la

capacidad de síntesis. A lo largo del discurso filosófico-moral no hay más hilo

conductor que el manido desprecio cristiano por los dioses terrenos y el con­

suelo contra la adversidad en la tradición de Boecio. El componente clásico

pierde así su aguijón; los ecos del estoicismo de Cicerón y Séneca se disuelven

en una masa de materiales que prestan apoyo a opiniones más ortodoxas. En

ésta su obra más popular internacionalmente durante más de dos siglos,

Petrarca no muestra atisbo alguno de la renovación filosófica que podría haber

llevado a considerarle el fundador de aquella corriente humanística más honda

que ya deja atrás la simple lectura y manejo de los textos 19

19 De remediis utriusque fortune fue la obra más popular de Petrarca y se conserva en

centenares de manuscritos. La primera edición es de 1474 y se puede consultar en Petrarca,

Opera, o en traducción fragmentaria en Obras, ed. F. Rico, págs. 41 1-465. Para una breve relación

de las actitudes estoicas que presenta, N. Mann, << Petrarch's role as moralist in fifteenth-century

France>>, en A. H. T. Levi ( ed.), Humanism in France at the End of the Middle Ages and in 1he Early Renaissance

(Manchester, 1970), págs. 6-1 S.

35

Page 12: Introducción al humanismo capítulo 1

Introducción al humanismo renacentista

La única ocasión en que se enfrentó abiertamente a un tema filosófico fue

en el De sui ipsius et rnultorurn ignoran tia («Sobre su propia ignorancia y la de

muchos otros», 13 6 7), un texto de controversia que contiene una acerada res­

puesta a cuatro aristotélicos que habían afirmado que Petrarca era un hombre

de bien pero con pocas letras. Para empezar, el autor censura la ignorante sabi­

duría de quienes lo acusan, lo que es tanto como decir la filosofia escolástica,

cuya doctrina -arguye- acaso pueda conducir a la verdad, pero nunca a sen­

tir amor por ella. A continuación, Francesco defiende la causa de los studia hurna­

nitatis, el saber al que había entregado toda una vida, alegando que el estudio

de la literatura, en particular la clásica, es senda de perfección y fuente de bon­

dad. Retórica y filosofia moral quedan, por consiguiente, hermanadas bajo

una sola bandera. El mejor ejemplo -no podía ser otro- lo proporciona Cice­

rón, presentado en la obra como una figura protocristiana. Y así, de la mano

del De ignorantia, se cierra un círculo completo: volvemos al autor que inspiró

a Petrarca desde el comienzo y le acompañó a lo largo de su carrera, ofre­

ciéndole textos que estudiar y, todavía más, un modelo literario y un patrón ético que configuraron su vida y su obra20 .

A fmal de trayecto se podría concluir que Petrarca no fue enteramente un

innovador, que su brillante erudición se desplegó en un campo desbrozado

por el esfuerzo de generaciones anteriores, y que formó parte, en definitiva,

de una cadena sin rupturas. Pero estas consideraciones no deben limitar en

absoluto el reconocimiento del ímpetu extraordinario que transmitió a esa tra­

dición: por el extraordinario aliento de su saber; por su sentido de la distan­

cia histórica real que mediaba entre su época y la Roma antigua; por la calidad

del latín y la influencia de los escritos que legó a la posteridad; y por el pres­

tigio que confirió a la actividad del erudito. A aquella imitación de los clási­

cos que predicó tanto como practicó, y que en 1341 tomó cuerpo en su

coronación con laureles all'antica, se debe atribuir el primer impulso de calibre

que recibió el humanismo renacentista, y el buen nombre de su fama.

Un componente esencial del desarrollo humanístico no ha recibido hasta aquí

la debida atención: la restauración del estudio del griego clásico. Una parte

considerable de la producción científica griega, en especial una buena porción

del corpus aristotélico, se había traducido al árabe y había llegado a Occidente

w Petrarca, De ignorantia, en sus Opere latine, ed. A. Buffano, 2 vals. (Turin, 197 S),

11, págs. 1025-1 S 1. Hay edición castellana en Obras, ed. F. Rico, págs. 238-297.

36

Orígenes del humanismo

e's del norte de África y la Península Ibérica, donde se llevaron a cabo un a trav . ero sustancial de versiones al latín entre los siglos XI y XIII. A principios nurn

del siguiente, sin embargo, el griego aún era prácticamente desconocido en

Italia (al igual que en el resto de Europa), pese a su ininterrumpida presencia oral corno lengua vernácula en Sicilia y en el extremo sur de la Península, y a

pesar tarnbién de los habituales contactos comerciales entre Venecia y Bizan­

oo. No existió, en consecuencia, una tradición de estudio análoga a la que

hernos visto en el caso de las letras latinas 21 .

Retazos de información sugieren que en Padua, a mediados del Trescien­

tos, algunos maestros y juristas poseían manuscritos griegos y que incluso los

podían descifrar. Otros signos indican que, durante el reinado de Roberto I,

la corte angevina de Nápoles fue un centro de traducciones al latín de los tex­

tos griegos que se hallaban en los manuscritos de la biblioteca real reunida por

Carlos I de Anjou (el conquistador del Reino de Sicilia en 1268) y sus suce­

sores. En un momento dado, el rey Roberto llegó a contar con no menos de

tres traductores trabajando a un mismo tiempo, entre ellos el calabrés Niccolo

da Reggio, a quien se deben versiones de algunas obras médicas de Galeno. Fue otro nativo de Calabria, sin embargo, un monje basilio, de nombre Bar­

laam, que había pasado un cierto tiempo en Constantinopla antes de transfe­

rir su obediencia a la iglesia occidental y trasladarse a la corte napolitana, quien

ejerció el primer influjo en los humanistas que ya conocemos.

Al parecer, en 1342 el rey Roberto envió a Barlaam en misión diplomá­

tica a la curia papal de Aviñón, donde enseñó griego durante aquel verano.

Petrarca, con su entusiasmo habitual por todo lo clásico, recibió clases parti­

culares algunos meses hasta que el monje partió con destino a un obispado en

Calabria tras la recomendación de su flamante pupilo. Dificilmente se puede

otorgar al episodio una gran trascendencia , ya que Petrarca no fue capaz de

leer el manuscrito de Homero que le regaló a principios de 1354 Nicolás

Sigero, un legado de Bizancio en la curia pontificia a quien había conocido en

Verona en 1348. Sin embargo, nada de esto impidió que más adelante solici­

tara a Sigero obras de Hesíodo y Eurípides, ni que siguiera a la caza de otros

manuscritos homéricos. Sabemos que examinó y rechazó uno en Padua a fina-

- 21 Sobre la restauración de la lengua griega, Weiss, The Dawn, págs. 19-20; Kristeller,

«~edieval antecedents», en su Eight Philosophers of the Italian Renaissance (Stanford, 1964),

pags. 147-6S ( 1 S 7-S9)[*), y «Renaissance humanism and classical antiquity>>, en Rabi!,

Re.naissance Humanism, ! , págs. S- 1 6 ( 10-14 ); Reynolds y Wilson, Scribes and Scholars,

Pags 146-49[*) ; G. di Stefano, La Découverte de Plutarque en occident (Turin, 1968), esp. cap. 1.

37

Page 13: Introducción al humanismo capítulo 1

Introducción al humanismo renacentista

les de 1358 y que por aquel tiempo conoció allí a otro calabrés y discípulo de

Barlaam, un hombre de mal carácter, según parece, que respondía al nombre

de Leoncio Pilato22

En marzo del año siguiente, Boccaccio visitó a Petrarca en Milán. Durante

su estancia, departieron sobre el Bucolicum carmen y sobre algunos aspectos de

la imitatio que darían origen a la epístola ya comentada. También hablaron

de Pilato, y el resultado final de esas conversaciones fue que Boccaccio per­

suadió al calabrés, cuando éste se detuvo en Florencia camino de Aviñón, para

que se quedara a enseñar griego a sueldo de las autoridades florentinas. Así,

pues, al año de 1360 le corresponde el honor de registrar la primera muestra

conocida de enseñanza oficial del griego en una ciudad de Italia. Aunque

resulta difícil determinar cuánto tiempo permaneció Pilato en Florencia, su

paso dejó rastros palpables: la traducción parcial de Homero y de unos cua­

trocientos versos de la Hécuba de Eurípides, por encargo de Boccaccio, así como

de parte de las Vidas de Plutarco a petición de Coluccio Salutati.

La actividad subsiguiente de Pilato está mal documentada. Sabemos que

en 1 3 6 3 permaneció tres meses al lado de Petrarca en Venecia y que Boc­

caccio se sumó a ellos por algún tiempo. Aquel verano Pilato decidió volver

a Constantinopla, lanzando improperios contra Italia y los italianos. Poco

tardó, sin embargo, en dirigir sus invectivas contra la ciudad bizantina y sus

habitantes y planear su retorno a Italia. Murió al naufragar en el viaje de

regreso en 1365. En la primavera de aquel año, Petrarca había preguntado a

Boccaccio acerca de un pasaje de la traducción de Homero; a finales del

siguiente recibió por fin un manuscrito con la Odisea y la Ilíada vertidas al

latín, y al cabo de un par de años su amanuense Giovanni Malpaghini ya

había sacado copia de ambas obras.

Todos esos contactos nacidos de la corte angevina significaron, a lo sumo,

los inicios titubeantes de la historia de la recuperación del griego. Las traduc­

ciones de Pilato eran desmedidamente literales, por lo que cobraron peaje

cuando Salutati intentó traducir su tanto de Homero en un latín más feliz. Lo

mismo se puede decir de otro texto que quiso mejorar unos años más tarde:

una versión aún medio griega del tratado sobre la ira de Plutarco, fatigosa ­

·mente pergeñada en Aviñón por el arzobispo de Tebas Simón Atumano en

lZ Sobre las relaciones entre Petrarca, Barlaam y Pilato, vid . Wilkins, Lile of Petrarch, págs.

33-34, 162-64, 169, 190-92, 200; y N. G. Wilson, From Byzantium to ltaly : Greek Studies in the ltalian

Renaissance (Londres, 1992), págs. 2-7. Para la influencia de Barlaam y Pilato en Boccaccio, ver su Genealog~e deorum y la edición castellana (Madrid, 1983) .

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Orígenes del humanismo

¡3 7 3 23 . Los primeros traductores con una preparación seria no llegaron hasta

más tarde y directamente de Bizancio, inicialmente a título de emisarios en un

momento de gran actividad diplomática entre Constantinopla y la Europa occi­

dental, cuando la amenaza turca, cada vez más inminente, se cernía sobre el

imperio griego. Treinta y siete años después del mal comienzo de Pilato, un

diplomático bizantino llamado Manuel Crisolaras llegó a Florencia para tratar

unos negocios y allí instituyó un curso de griego que habría de mantenerse

durante varios años.

La enseñanza de Crisolaras se caracterizó por favorecer el mérito literario

de las versiones latinas a expensas del viejo método de la traducción palabra

por palabra que tanto maniataba el estilo de Pilato y Atumano (método en

parte debido, quizá, al hecho de que la exactitud se creía adecuada en el caso

de la traducción de un texto científico). En su anhelo por facilitar una mejor

comprensión del griego, Crisoloras también escribió un libro de gramática

(Erotemata, «Cuestiones»). el primero de su género en llegar a la imprenta, ya

a fmales del Cuatrocientos; su éxito entre los discípulos de Crisolaras fue más

que considerable. y todavía alcanzó a Erasmo y otras figuras del humanismo

posterior.

Por todo ello, 13 9 7 es una fecha clave en la historia del humanismo e

incluso de la cultura europea. Entre los pupilos de Crisolaras se contaban algu­

nos de los hombres de letras más brillantes de una nueva generación, Leonardo

Bruni y Guarino de Verona en la primera fila. Con ellos, y con la llegada del

siglo xv. el griego recuperó el lugar que le pertenecía dentro de los studia huma­

nitatis, y el humanismo entró sin duda en una nueva etapa.

- 2 3 Para esta traducción, Di Stefano, Dicouverte, caps. 2-3 .

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