Introducción - San Sebastián Cathedral Charlas...El método seguido en cada uno de los temas se...
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Introducción
«Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de
alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la
palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y
supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental
que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que
encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre,
porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de
nuestro pecado» (MV, 2).
El papa Francisco describe los rasgos más sobresalientes de la misericordia
situando el tema, ante todo, bajo la luz del rostro de Cristo, pues la misericordia no es
algo abstracto, sino un rostro para reconocer, contemplar y servir. La bula se
desarrolla en clave trinitaria (6-9) y se extiende en la descripción de la Iglesia como
signo creíble de la misericordia (10). En síntesis podemos decir:
Dios, nuestro Padre, rico en misericordia, se ha revelado plenamente en
Jesucristo, su Hijo, impronta de su ser, y, por la acción del Espíritu Santo, la
Iglesia es sacramento que acoge, transmite y practica la misericordia.
Síntesis que contiene, orienta y apoya los contenidos de este material que está
estructurado en torno a tres temas:
1. Dios, nuestro Padre, es rico en misericordia.
2. Jesucristo es el rostro de la misericordia de Dios.
3. La Iglesia, por la acción del Espíritu Santo, es sacramento de misericordia.
El método seguido en cada uno de los temas se corresponde con los elementos del
acto catequético, que se reclaman mutuamente: experiencia humana, Palabra de Dios
y expresión de fe (confesada, celebrada y vivida). Precedidos del núcleo temático y
del objetivo general correspondiente, en el desarrollo del contenido, dadas las
características específicas de la misericordia, se incluye un apartado para acercarnos
y palpar las gestos de un Dios que se/nos conmueve. Se han insertado, también, los
números correspondientes de la bula Misericordiae Vultus del papa Francisco. Se
cierra el tema con una frase significativa que busca condensar y evocar el mensaje de
lo tratado.
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I
Dios, nuestro Padre
es rico en misericordia (Cfr. Ef 2,4)
La cualidad central del Dios de la Biblia
es la misericordia
Núcleo temático
Dios, nuestro Padre, «después de haber revelado su nombre a Moisés como “Dios
compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad” no ha cesado de dar
a conocer, de muchas maneras y en diversos momentos de la historia, su naturaleza divina»
(MV, 1). Podemos decir que la misericordia es y está en el ADN de Dios.
Objetivo
Buscar que el Jubileo de la Misericordia sea una experiencia viva de la cercanía entrañable
del Padre, como si pudiésemos tocar con la mano y sentir en el corazón su ternura, para que
se fortalezca la fe de cada creyente, su testimonio sea más eficaz y los alejados o pródigos
regresen al regazo del Padre y a la casa familiar de la Iglesia.
Experiencia humana
Todos somos y estamos necesitados de ternura y compasión.
La ternura es uno de los rasgos innatos y referentes en el corazón humano. Todos
necesitamos ser estrechados y nos realizamos al estrechar a otros. El “te comería las
entrañas” de la madre a su hijo o a su hija, que achucha en su regazo; la caricia suave
y mutuamente agradecida en el rostro del anciano o de la abuela; el abrazo
arrebatador entre el hombre y la mujer enamorados, sean novios o casados; la mirada
confiada y los gestos de pastor que el sacerdote ofrece a todos, especialmente a los
débiles, a los pobres de cualquier clase y condición, son experiencias de ternura y
compasión. Un ejemplo vivo de la misericordia de Dios hoy es el siguiente:
«Ángela tiene 38 años, es italiana y no era creyente. Por diversos avatares de la
vida conoce a la hermana Chiara, que llevaba la Palabra de Dios a los puntos de
muerte de la ciudad de Roma, a las periferias de la Urbe. Allí escuchó el grito de
muchos jóvenes: “Chiara, sácanos de este infierno”. Hasta entonces Ángela veía una
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Iglesia que solo daba normas, una Iglesia que prohibía todo. Sin embargo, una
pregunta le rondaba en su interior: “Si es verdad que Dios es Amor, ¿por qué en el
mundo hay tanto sufrimiento?”. Ella era precisamente experta en esta materia. Sus
padres la abandonaron en un hospital recién nacida. Hasta los seis años vivió en un
orfanato. Después fue adoptada. Confiesa: yo conocí todo menos el amor. Crecí
rebelde en todos los sentidos. Con dieciocho años me fui de casa porque encontré un
trabajo como cocinera. Recorrí Italia y Europa y el dinero empezó a ser el dios de mi
vida, cuanto más tenía más malgastaba. En la dimensión afectiva era un desastre, a
novio por estación del año. Al fin me enamoré de Luca, un chico bueno, inteligente,
perfecto. Solo tenía un defecto, era un católico coherente y convencido. Tras dos años
de noviazgo nos planteamos el casarnos. De repente enferma gravemente. Debido a
una transfusión de sangre había contraído el VIH, tenía SIDA, sentencia de muerte.
Sucedió cuatro días antes de la boda. Se me derrumbó el mundo y empezó mi guerra
con Dios. Le dije: “Dios, si tú existes, yo te voy a destruir, pero si no existes, pasaré
el resto de mi vida diciéndole al mundo que no existes, que eres nadie”.
Después me acerqué a varias filosofías. Todo lo que era New Age y Reiki. Nada
me hablaba de la presencia de Dios. Pasé por la psicoterapia, la hipnosis y el mundo
de las sectas durante dos años de mi vida. Dos años que me llevaron a perder mi
dignidad de mujer, mi dignidad de ser humano. Llegué a palpar la muerte del alma.
En la Navidad de 1996 alguien me habló de una joven llamada Chiara, que vivía en
Roma y a la que llegué con muy malas intenciones. Ella me acoge, me abraza y me
dice: “Finalmente estás en casa”. Aquel abrazo indeleble llegó a lo más hondo de mi
corazón y me cambió la vida. Me llevó a su despacho, le entregué el arma que llevaba
y le dije: “Para mí ya no hay esperanza”. Ella me respondió: “Sí que la hay. Jesús te
ama mucho y María te quiere en esta casa”. Eran las ocho de la noche del cinco de
enero. Llamaron a un sacerdote, pues, entre otras cosas, necesitaba una buena
confesión. Debido a las actividades en las que estaba involucrada no me pudieron dar
la absolución inmediatamente. Escribieron a la Santa Sede, a la Congregación para la
Doctrina de la Fe, informando de mi historia, de mi vida. Y un cierto cardenal
Ratzinger en pocos días respondió: “Hoy la Iglesia está de fiesta porque una Hija ha
regresado a casa”. Con un permiso especial, la noche del veintisiete de enero, en la
capilla de las Hermanas de la Madre Teresa, en Roma, pude recibir la comunión,
puede consagrarme al Corazón de María y pude hacer votos de pobreza, castidad,
obediencia y de alegría en Cristo Resucitado. Y ahí comenzó el camino de mi nueva
vida, donde Jesús me ha sanado con la fuerza de su amor y de su misericordia».
(Testimonio de Ángela, de la comunidad “Nuovi Orizzonti”).
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Palabra de Dios
Lc 15, 11-32: Parábola del hijo pródigo, del hermano cumplidor
y del padre misericordioso.
Esta parábola es una joya literaria, psicológica y religiosa. Es un derroche de luz que
nos descubre el rostro de Dios, el Padre entrañable. Alguien ha dicho que es un
evangelio dentro del Evangelio. Está llena de segundas intenciones para que cada uno
nos veamos reflejados en ella. El hijo menor vive bajo el instinto; el mayor, bajo la
ley; el padre, bajo la gracia. Como el hijo menor hay muchos: inconscientes,
caprichosos, consumistas; arrepentidos y humildes como él, hay menos. Como el hijo
mayor también hay muchos: orgullosos, puritanos, intolerantes, cumplidores...; pero
sin corazón. Como el padre misericordioso que respeta, que espera, que perdona, que
recrea con alegría, solo hay uno...: Dios. Veamos:
También les dijo: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre:
“Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los
bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a
un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había
gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar
necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país
que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las
algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Recapacitando
entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan,
mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino
adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no
merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se levantó y
vino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le
conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de
besos. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco
llamarme hijo tuyo”.
Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela;
ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y
sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba
muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron a
celebrar el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se
acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le
preguntó qué era aquello. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha
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sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y
no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él
respondió a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca
una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con
mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus
bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. Él le dijo: “Hijo, tú estás
siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y
alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido
y lo hemos encontrado”».
Página inspirada. Parábola inmortal. Espléndida revelación de Dios. Como tema
central el hijo pródigo o el hijo orgulloso o, sobre todo, el Padre-padre, el padre
bondadoso, generoso y misericordioso. Un cuadro singular lleno de ternura. Veamos:
un hijo cabeza loca, otro hijo cabeza rígida y un padre todo corazón; un hijo que
derrocha, un hermano que cumple, un padre que celebra; unos pies aventureros, unas
manos que calculan, unos brazos que se alargan; o sea, el pecador humilde, el fariseo
orgulloso, el Padre Dios misericordioso. La misericordia vence sobre toda miseria y
mezquindad. Lo último es el gozo del encuentro y el amor, que se celebra con un
banquete en un hotel de muchas estrellas.
Si la parábola la pensamos como un tríptico, la figura del padre ocupa el lugar
central. Este padre es el hombre del respeto, de la espera vigilante, del olvido pronto,
del perdón espontáneo, de los abrazos fáciles, de los besos multiplicados, de los
regalos sorprendentes. Es más grande el corazón del padre que la culpa del hijo. Este
padre es la encarnación del amor que se desborda. ¡Qué emoción, qué alegría, qué
fiesta la suya a la vista del hijo amado!
Ahora ya no importan las palabras ni las cosas que haya hecho. No hay ajustes de
cuentas. Lo que importa es que el hijo está de nuevo ahí. Lo que importa ya no son
las cosas, sino la persona. Fijémonos en algunos detalles del encuentro:
«Cuando estaba lejos, el padre lo vio». Podíamos decir que más que verlo, lo
intuye. Lo ve antes con el corazón que con los ojos. Muchas veces lo habría visto en
sueños, pero ahora su corazón no le engaña.
«Y se conmovió». Es un padre con entrañas. Siente una agitación interior. Es la
emoción, la pasión, la alegría, las lágrimas.
«Y echando a correr». ¿De dónde saca tanta agilidad el viejo? Corría con los
brazos abiertos. Tiene prisas el amor.
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«Se le echó al cuello». Es el abrazo cálido y espontáneo, tantas veces deseado.
Quisiera meterle dentro de sus entrañas.
«Y se puso a besarlo». Nos quedamos con esta estampa. El hijo queriendo hablar y
el padre tapándole la boca con besos. Por cada pecado, por cada moneda mal
gastada...; un beso, y otro, y otro...
Después vendría la transformación del hijo con el traje, el anillo, las sandalias...
todo un símbolo. Y por último, como era natural, la fiesta y el banquete. Era como si
el hijo hubiera vuelto a nacer. Era una vida nueva.
Con esta parábola lo que Jesús nos quiere decir es: así es Dios, ese es nuestro
Padre. El Padre entrañable que no nos ajusta cuentas, que se emociona cuando
retornamos a Él, que nos castiga con abrazos y besos, que está siempre dispuesto a
vestirnos el traje de gala y a poner la mesa rebosante de alimentos y alegría. Es la
mejor noticia que podríamos escuchar y nuestra mayor esperanza. Este es el
Evangelio.
El Dios que se/nos conmueve
«He visto la aflicción (...). He oído el clamor» (Ex 3, 7)
Desde el Génesis hasta el Apocalipsis la Biblia nos narra la historia de la misericordia
de Dios que se nos desvela definitivamente en Jesús, en su vida, muerte y
Resurrección.
En las páginas del Antiguo Testamento descubrimos la experiencia de fe que ha
tenido el pueblo de Israel: que Dios es Alguien, con mayúscula, y no “algo”, un Dios
transcendente, a quien nadie puede ver y de quien el ser humano no puede hacer
imagen alguna, pero que, empeñado en comunicarse y darse a conocer, va haciendo
posible que los hombres lo conozcan y reconozcan en lo profundo de los
acontecimientos que viven.
¿Y qué es lo que fue descubriendo y aprendiendo Israel de Dios? Muchas cosas, es
verdad, pero de todo lo que el pueblo recuerda de su larga historia hay una
experiencia fundante y central que encontramos narrada en el Libro del Éxodo: la
experiencia de que ellos fueron esclavos de Egipto, que Dios se conmovió y los liberó
de la esclavitud. Merece la pena leer detenidamente el texto y prestar atención a los
verbos, porque ahí encontramos ya, aunque no aparezcan expresamente las palabras
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“misericordia” y “compasión”, cómo Israel ha descubierto al Dios que-se-conmueve
(Ex 2, 23-24 y 3, 7-10).
Este acontecimiento liberador condensa la experiencia de Israel: el Dios que lo
eligió como pueblo suyo, que hizo con él una Alianza, que lo libró de la esclavitud,
es, sobre todo, un Dios afectado por la suerte de su pueblo, es un Dios misericordioso
y compasivo. Y su misericordia tiene una dimensión encarnadamente concreta: es
una apuesta por la vida, por la vida digna y libre, buena y feliz para todos; por eso se
vuelca esencialmente hacia aquellos cuya dignidad y felicidad están más amenazadas.
Testigos de ello son los profetas.
El pueblo también aprendió que responder a ese proyecto de Dios, como personas
y como pueblo, entrañaba un compromiso. ¿Qué hay que hacer para estar en relación
con Dios?, ¿de qué manera tiene sentido darle culto? Pues comportándose como Dios
se comportó con ellos cuando eran esclavos. De ahí el estribillo que se repite
incansablemente a lo largo de todo el Antiguo Testamento: «porque es eterna su
misericordia», así como la preocupación permanente de atención al «pobre, al
huérfano y a la viuda», los más débiles y vulnerables de la sociedad de aquellos
tiempos. De ahí también la voz de los profetas, que denuncian que se dé culto a Dios
mientras se silencia la voz de aquellos por quien Dios se preocupa especialmente.
Israel experimentó muchas veces que este Dios le desconcertaba y que no encajaba
en sus esquemas. En este pueblo tenemos que situar a Jesús de Nazaret, quien desvela
y hace transparente de forma plena y definitiva esta imagen presentida y sentida por
Israel del Dios compasivo y misericordioso.
Así recoge y expresa la misericordia de Dios el papa Francisco
«“Es propio de Dios usar misericordia y especialmente en esto se manifiesta su
omnipotencia”. Las palabras de santo Tomás de Aquino muestran cuánto la misericordia
divina no sea en absoluto un signo de debilidad, sino más bien la cualidad de la
omnipotencia de Dios. Es por esto que la liturgia, en una de las colectas más antiguas,
invita a orar diciendo: “Oh, Dios que revelas tu omnipotencia sobre todo en la
misericordia y el perdón”. Dios será siempre para la humanidad como Aquel que está
presente, cercano, providente, santo y misericordioso» (MV, 6).
«“Paciente y misericordioso” es el binomio que a menudo aparece en el Antiguo
Testamento para describir la naturaleza de Dios. Su ser misericordioso se constata
concretamente en tantas acciones de la historia de la salvación donde su bondad
prevalece por encima del castigo y la destrucción. Los Salmos, en modo particular,
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destacan esta grandeza del proceder divino: “Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus
dolencias; rescata tu vida del sepulcro, te corona de gracia y de misericordia” (103, 3-4).
De una manera aún más explícita, otro Salmo testimonia los signos concretos de su
misericordia: “Él Señor libera a los cautivos, abre los ojos de los ciegos y levanta al
caído; el Señor protege a los extranjeros y sustenta al huérfano y a la viuda; el Señor ama
a los justos y entorpece el camino de los malvados” (146, 7-9). Por último, he aquí otras
expresiones del salmista: “El Señor sana los corazones afligidos y les venda sus heridas.
[...] El Señor sostiene a los humildes y humilla a los malvados hasta el polvo” (147, 3.6).
Así pues, la misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con
la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en
lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir que se trata realmente de
un amor “visceral”. Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural,
hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón» (MV, 6).
«“Eterna es su misericordia”: es el estribillo que acompaña cada verso del Salmo 136
mientras se narra la historia de la revelación de Dios. En razón de la misericordia, todas
las vicisitudes del Antiguo Testamento están cargadas de un profundo valor salvífico. La
misericordia hace de la historia de Dios con Israel una historia de salvación. Repetir
continuamente “Eterna es su misericordia”, como lo hace el Salmo, parece un intento por
romper el círculo del espacio y del tiempo para introducirlo todo en el misterio eterno del
amor. Es como si se quisiera decir que no solo en la historia, sino por toda la eternidad el
hombre estará siempre bajo la mirada misericordiosa del Padre. No es casual que el
pueblo de Israel haya querido integrar este Salmo, el grande hallel como es conocido, en
las fiestas litúrgicas más importantes» (MV, 7).
«Antes de la Pasión Jesús oró con este Salmo de la misericordia. Lo atestigua el
evangelista Mateo cuando dice que “después de haber cantado el himno” (26, 30), Jesús
con sus discípulos salieron hacia el Monte de los Olivos. Mientras instituía la eucaristía,
como memorial perenne de Él y de su Pascua, puso simbólicamente este acto supremo de
la Revelación a la luz de la misericordia. En este mismo horizonte de la misericordia,
Jesús vivió su pasión y muerte, consciente del gran misterio del amor de Dios que se
habría de cumplir en la cruz. Saber que Jesús mismo hizo oración con este Salmo, lo hace
para nosotros los cristianos aún más importante y nos compromete a incorporar este
estribillo en nuestra oración de alabanza cotidiana: “Eterna es su misericordia”» (MV, 7).
Expresión de fe: lo que creemos lo celebramos y vivimos
a) Fe confesada: a la luz de la revelación bíblica, la Iglesia entiende la misericordia
como el amor de Dios poniéndose en marcha, sale para hacerse acción, ayuda,
justicia, paz. Misericordia es la clave para indicar y comprender el actuar de Dios.
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Así lo recoge y enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «Dios misericordioso y
clemente».
«Tras el pecado de Israel, que se apartó de Dios para adorar al becerro de oro (cf. Ex 32),
Dios escucha la intercesión de Moisés y acepta marchar en medio de un pueblo infiel,
manifestando así su amor (cf. Ex 33, 12-17). A Moisés, que pide ver su gloria, Dios le
responde: “Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad (belleza) y pronunciaré delante de
ti el nombre de YHWH” (Ex 33, 18-19). Y el Señor pasa delante de Moisés, y proclama:
“Señor, Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y
fidelidad” (Ex 34, 5-6). Moisés confiesa entonces que el Señor es un Dios que perdona
(cf. Ex 34, 9)» (CCE, 210).
«El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús
en la parábola llamada “del hijo pródigo”, cuyo centro es “el padre misericordioso” (Lc
15, 11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la
miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la
humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear
alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes
perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino
del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos
propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son
símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que
vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Solo el corazón de Cristo, que
conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su
misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza» (CCE, 1439).
b) Fe celebrada: lo hacemos con un salmo muy querido para Israel y recitado
frecuentemente por la Iglesia. Procuremos actualizarlo en nuestra vida:
Salmo 136: Himno al amor eterno de Dios.
Dad gracias al Señor porque es bueno: | porque es eterna su misericordia. Dad
gracias al Dios de los dioses: | porque es eterna su misericordia. Dad gracias al
Señor de los señores: | porque es eterna su misericordia. Solo él hizo grandes
maravillas: | porque es eterna su misericordia.
Él hizo sabiamente los cielos: | porque es eterna su misericordia. Él afianzó sobre
las aguas la tierra: | porque es eterna su misericordia. Él hizo lumbreras gigantes: |
porque es eterna su misericordia. El sol para regir el día: | porque es eterna su
misericordia. La luna y las estrellas para regir la noche: | porque es eterna su
misericordia.
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Él hirió a Egipto en sus primogénitos: | porque es eterna su misericordia. Y sacó a
Israel de aquel país: | porque es eterna su misericordia. Con mano poderosa, con
brazo extendido: | porque es eterna su misericordia.
Él dividió en dos partes el mar Rojo: | porque es eterna su misericordia. Y condujo
por en medio a Israel: | porque es eterna su misericordia. Arrojó en el mar Rojo al
faraón y a su ejército: | porque es eterna su misericordia.
Guio por el desierto a su pueblo: | porque es eterna su misericordia. Él hirió a reyes
famosos: | porque es eterna su misericordia. Dio muerte a reyes poderosos: | porque
es eterna su misericordia. A Sijón, rey de los amorreos: | porque es eterna su
misericordia.
Y a Hog, rey de Basán: | porque es eterna su misericordia. Les dio su tierra en
heredad: | porque es eterna su misericordia. En heredad a Israel su siervo: | porque
es eterna su misericordia. En nuestra humillación | se acordó de nosotros: | porque
es eterna su misericordia. Y nos libró de nuestros opresores: | porque es eterna su
misericordia.
Él da alimento a todo viviente: | porque es eterna su misericordia. Dad gracias al
Dios del cielo: | porque es eterna su misericordia.
c) Fe vivida: proponemos algunas actitudes cristianas y preguntas para interiorizar en
nosotros.
− Leer Ex 3, 7-10 y prestar atención a los verbos en los que subyacen la
misericordia o compasión de Dios.
− Admiración, sorpresa, confianza y gratitud porque el Dios Omnipotente, Justo y
Sabio es, sobre todo, Misericordioso.
− Asumir desde la misericordia toda nuestra historia personal y colectiva, con sus
logros y fracasos, incluso la debilidad y el pecado, para apreciar la realidad de
hombres y mujeres nuevos.
− En actitud contemplativa, con los ojos cerrados y en silencio, dejar que resuene
en nuestro interior la palabra misericordia. Para ello: tomar conciencia de si
surgen otras palabras asociadas como ternura, amor, compasión...; dejar que
estas palabras traigan recuerdos y experiencias, vividas personalmente o por
otros; saborearlas en el interior.
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Para la reflexión y el diálogo
− ¿Qué imagen de Dios tengo en este momento de mi vida?
− ¿Qué sentimientos produce en mí la parábola del hijo pródigo o del padre de la
misericordia? ¿Con cuál de los tres personajes me identifico hoy? ¿Con cuál
debería identificarme?
− ¿Qué pensamientos, sentimientos y realidades produce en mí la palabra
“misericordia”?
− ¿Qué parte de mí, de mi cuerpo, escogería como símbolo de la misericordia?
«Las situaciones de miseria son para Dios
ocasiones de misericordia»
(papa Francisco).
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II
Jesucristo es el rostro
de la misericordia del Padre (Cfr. Jn 14, 9)
La misericordia tiene forma y nombre: Jesucristo
Núcleo temático
La misericordia de Dios se ha hecho personal y conmovedoramente cercana en la vida, en
las palabras, en los gestos, en el mensaje, en la Pasión, en la muerte y en la Resurrección de
Jesucristo. En él, la misericordia de Dios se retrata de cuerpo entero. En él, Dios nos revela
plenamente su rostro misericordioso; tanto, que podemos decir: la misericordia se llama
Jesucristo.
Objetivo
Buscar y recoger las palabras, los gestos, las enseñanzas y la conducta de Jesús donde se
refleja en profundidad la riqueza de la misericordia de Dios. Jesús es la transparencia del
Dios que se/nos conmueve.
Experiencia humana
Com-padecer, com-prender y acoger al prójimo, al próximo
Son muchos y variados lo medios de comunicación que cada día, mañana y tarde, nos
ofrecen cantidad de imágenes y noticias: guerras y éxodos, hambre y accidentes,
violencia de género y asesinatos, rupturas y corrupciones, pateras que llegan a
nuestras costas, inmigrantes que resisten y esperan en las fronteras... De todo ello
tenemos noticia casi al mismo tiempo que los hechos están sucediendo, en ocasiones
con imágenes transmitidas en tiempo real. Somos tele-espectadores de programas que
nos acercan a situaciones espeluznantes y que producen en nosotros sentimientos
encontrados, imágenes que nos conmocionan. Así recordamos el caso de Aylán, el
niño sirio, muerto en la orilla del mar. Sucedió el 2 de septiembre de 2015.
Aylán Kurdi era un niño sirio de tres años de edad. ¡Un encanto! La secuencia
fotoperiodística que acaeció en la playa turca de Ali Hoca Burnu, al tiempo que
conmocionaba al planeta, tanto por la ternura que irradiaba como por la crisis
humanitaria que siguen viviendo miles de sirios en busca de una oportunidad fuera de
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su país en guerra, quedará grabada por mucho tiempo en la retina y en el corazón de
muchos. Sí, aquella fotografía de Aylán, vestido con una camiseta roja y un pantalón
corto azul, tendido en la arena y acunado por las olas, permanecerá en el recuerdo
entrañable de hombres y mujeres, jóvenes y adultos, de los cinco continentes. El niño
yace boca abajo en la arena, no estaba jugando, ni bañándose, estaba muerto en la
orilla, después de que naufragara el bote hinchable en el que su familia, procedente
de Kobane, había salido de Turquía hacia la isla griega de Kos. Cuatro de sus seis
ocupantes murieron, entre ellos Galib, hermano de Aylán, y la madre de ambos,
Rihan. Y a Abdullah, el padre y esposo, cargado de dolor, le tocó identificar los
cadáveres en la morge.
Contemplando la foto, parece que el mar quisiera decirnos: ahí tenéis al niño,
nacido del agua, ahogado en el agua. Nadie lo ha salvado como al pequeño Moisés, el
libertador. Os lo devuelvo para que vuestra conciencia despierte. Una imagen que nos
avergüenza y conmueve y que, proféticamente, parece el símbolo de una humanidad
que naufraga. Y nosotros no somos inocentes. Vivimos en un mundo que, como dice
el papa Francisco, tiembla ante la bajada de la Bolsa y no se inmuta por el pobre que
muere en una noche de frío a la puerta de casa.
Aylán, que significa “halo de luz”, nos pone a cada uno en nuestro sitio y nos
llama a ser responsables, a dejar las teorías a un lado, por bonitas que parezcan, y
bajar al terreno del vivir en cristiano, al terreno del compromiso personal y social. Y
a través de ese niño tumbado en la arena de la playa, donde las aguas parecen haberse
convertido en un mar de lágrimas de miles de niños, de madres y de hombres
desesperados, Jesús, que sabía de lagos y playas, de sollozos y de prójimos, se dirige
a cada uno de nosotros y nos vuelve a recordar la parábola del Buen Samaritano.
Palabra de Dios
Lc 10, 25-37: El Buen Samaritano, icono de la alteridad y gratuidad.
De la compasión al cuidado.
Una página entrañable. Un hermoso mensaje. Una provocadora parábola. Jesús ha
comenzado con sus discípulos el camino hacia Jerusalén y se encuentra con un doctor
de la Ley con quien mantiene una interesante conversación. En ella, el doctor intenta
ponerlo a prueba con una de las cuestiones más debatidas entre los grupos religiosos
de su tiempo: «¿Cuál es el mandamiento más importante de la Ley del que depende la
vida eterna?». Y Jesús le contestó con la parábola del Buen Samaritano. Veamos:
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En esto se levantó un maestro de la ley y le preguntó para ponerlo a prueba:
«Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». Él le dijo: «¿Qué
está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?». Él respondió: «Amarás al Señor, tu
Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu
mente. Y a tu prójimo como a ti mismo». Él le dijo: «Has respondido
correctamente. Haz esto y tendrás la vida». Pero el maestro de la ley, queriendo
justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?». Respondió Jesús diciendo:
«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que
lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por
casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó
de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y
pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó a donde estaba él y, al
verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y
vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al
día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él,
y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”. ¿Cuál de estos tres te
parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». Él dijo: «El
que practicó la misericordia con él». Jesús le dijo: «Anda y haz tú lo mismo».
Si el Samaritano nos cogiera a nosotros de la mano, ¿qué nos diría y hacia dónde nos
llevaría? Más que escucharle, pues parece hombre de pocas palabras, mejor es que
contemplemos la escena descrita por Jesús, recordando que un icono no es el reflejo
de lo que ya vivimos y somos, sino que nos manifiesta lo Otro, lo que aún no somos,
la distancia de conversión que tenemos que recorrer, y nos pone frente a la mirada
que nos adentra en nosotros mismos y nos permite acceder al verdadero rostro del
prójimo ¿Nos descubrirá también este icono lo que habitaba en la interioridad de
Jesús y que, quizás sin pretenderlo, pintó en él sus propios rasgos?
Contemplemos la escena como si estuviéramos dentro de ella: nos sorprende el
realismo lúcido del evangelista que no ahorra los tonos sombríos: un asalto de
bandidos, un hombre despojado, tirado en la cuneta y medio muerto y dos transeúntes
cualificados que pasan de largo. En el fondo nos resulta inevitable no pensar en el
bandidaje de nuestro mundo, sus víctimas olvidadas en los márgenes de la exclusión,
la indiferencia de los que pasan o pasamos, atareados en nuestros propios asuntos...
Y cuando la historia parecía obstinada en el hacernos creer que el mal tiene la
última palabra de la cosas y que la situación es fatalmente irremediable, Lucas hace
surgir otra figura en el horizonte precedida de una pequeña marca gramatical,
concretamente de una preposición adversativa, que nos pone en vilo: «pero un
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samaritano...». ¿Qué nos querrá decir? ¿No nos estará comunicando algo de cómo
mira Jesús la historia? Porque en medio de tantos signos de muerte, el Samaritano no
parece poseer muchos recursos, no pertenece a ningún centro de poder que lo
respalde y le garantice influencia; es extranjero, viaja solo y no cuenta más que con
sus alforja y su montura, pero tiene la mirada interior y su corazón ha vibrado al
ritmo de Otro. Es entonces cuando hace el gesto, mínimo e inmenso, de aproximarse
al hombre caído. Cuando el sacerdote y el levita lo han esquivado, preguntándose:
¿qué me pasará a mí si atiendo a este?, sin que dejara mella en ellos, el Samaritano se
siente afectado por el herido y se pregunta: ¿qué le pasará a este si yo no lo atiendo?
Y se hace responsable de su desamparo. La urgencia de tender la mano al que lo
necesita pospone todos sus proyectos e interrumpe su itinerario. La inquietud por la
vida amenazada del otro predomina sobre sus propios planes y hace emerger lo mejor
de su humanidad: un yo desembarazado de sí mismo. Es un extranjero al que ningún
parentesco ni solidaridad étnica obligaba a atender a otro, pero se ha detenido a
socorrerle; es un viajero que ha descendido de su cabalgadura, ha cambiado su
itinerario y se ha arrodillado junto a otro hombre; es un cismático que, sin embargo,
se ha comportado como el guardián de su hermano y ha hecho lo necesario para que
el otro viva.
A lo largo de la narración, como en tantas otras, escuchamos las palabras que Jesús
dirige a los personajes y asistimos a su acción creadora y recreadora sobre ellos. Él es
el verdadero protagonista de la escena y quien diseña las estrategias del escenario.
Entre otras claves destacamos:
a) Jesús traza los rasgos del Samaritano haciendo su propio autorretrato: en la
imagen del hombre que se acercó al herido movido de compasión, vemos reflejados
los valores, convicciones y preferencias del propio Jesús, su teología y su catequesis,
su imagen del Reino, su crítica profética, aquello a lo que le da importancia y a lo que
no (culto, templo, observancia...), lo que considera pecado, omisión o virtud, su
propuesta de conducta. El icono del Samaritano se convierte así en la versión
pictórica de las bienaventuranzas.
b) Jesús se muestra profundamente atento e interesado por la interioridad de sus
interlocutores: lee en el corazón del Escriba la intención de ponerle a prueba y más
tarde de justificarse; del Samaritano subraya que fue la compasión la que estuvo en el
origen de su comportamiento hacia el herido.
c) Jesús, poseído por el fuego del Espíritu de Dios y apasionado por su justicia,
cuestiona, sacude y despoja a sus oponentes de cualquier pretexto o componenda que
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los aleje o distraiga de la verdad original que les afecta de manera ineludible: Dios
como Padre y los seres humanos como prójimos; más aún, como hermanos.
d) Jesús le da un nombre nuevo al Samaritano: este, que también había entrado en
escena de manera anónima y solo identificado por su pertenencia étnica, desvela al
final su verdadera identidad: la misericordia que lo habitaba le ha hecho comportarse
como prójimo de quien le necesitaba para continuar viviendo. Recibe de Jesús un
nombre nuevo: «el que tuvo compasión».
Jesús, transparencia del Dios que se/nos conmueve
«No llores. Levántate…» (Lc 7, 13-17)
Llegada la «plenitud de los tiempos», la misericordia divina se encarna en Jesús.
La ternura de Dios se manifiesta en el corazón sensible de Jesús: «La revelación del
amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre:
Jesucristo» (RH, 9). Él es la encarnación y personificación de la delicadeza, lealtad,
nobleza, fidelidad, finura y cariño de Dios. Por eso podemos decir que Jesucristo es la
misericordia.
Al comienzo de su vida pública, en la sinagoga de Nazaret y leyendo a Isaías, el
mismo Jesús hace una declaración programática de su misión: «El Espíritu del Señor
está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a
proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los
oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19).
Poco más tarde, cuando los discípulos de Juan el Bautista le preguntan si él es el
Mesías esperado, les responde: «Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los
ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los
muertos resucitan, los pobres son evangelizados» (Lc 7, 22-23).
Ambos episodios nos indican que en la conciencia de Jesús la prueba fundamental
de su misión es hacer presente el amor y la misericordia de Dios, especialmente con
los pobres, enfermos, débiles y pecadores. Lo que sucede también cuando en un
banquete los fariseos se escandalizan de que Jesús trate con pecadores, y él les
explica la causa: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos.
Andad, aprended lo que significa misericordia quiero y no sacrificio: que no he
venido a llamar a justos sino a pecadores» (Mt 9, 12-13).
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Pero ¿de dónde le brota a Jesús este modo de ser, saber y hacer? Los evangelistas
se detienen en señalar, ya desde el comienzo de su vida pública, de dónde le brotaba
su modo de ser y de actuar y coinciden en la experiencia única, íntima y singular de
su relación con Dios, su Padre, de su amor entrañable con Él. Experiencia que
configura su vida: transparentar la presencia salvadora de Dios, descubierto como
misericordia. ¿Y cómo es Jesús transparencia del Dios misericordioso? Siendo y
haciéndose él mismo misericordia en acción: en su modo de ser y actuar, en sus
palabras y sus gestos, en su modo de relacionarse y en los lugares a los que se dirige.
Veamos:
a) Jesús transparenta a un Dios que se mueve: Jesús se mueve en los lugares
cotidianos de las personas normales, llega a sus pueblos, entra en sus casas, camina
junto al lago, recorre los caminos de Galilea, se desplaza hacia Judea... El Dios que
Jesús hace presente no está atado a condiciones para encontrarse con la gente ni está
encerrado en los límites sagrados de determinados lugares. Y esto que a nosotros nos
puede parecer normal, sorprendió a los fariseos y saduceos de su tiempo (Lc 6, 1-19;
Mt 15, 21-31).
b) Jesús transparenta a un Dios que sale al encuentro: en estos desplazamientos,
Jesús se encuentra y entra en relación con todo tipo de personas: con ricos y pobres,
con sanos y enfermos, con justos y pecadores. A todos anuncia la buena noticia del
reino de Dios, les muestra el rostro del Padre y les ofrece su amor, a todos,
especialmente a los más necesitados (Lc 4, 31-44; Mc 3, 7-12).
c) Jesús transparenta a un Dios que se acerca a las periferias: Jesús tiene como
privilegiados a los que viven en los márgenes de la sociedad. Hombres y mujeres que
son víctimas de una sociedad injusta, opresora y engañosa; hombres y mujeres que
viven en la desesperanza de la pobreza y en la marginación social. Todos estos son
los preferidos del reino de Dios, que se parece a un banquete de bodas donde son
invitados a participar (Lc 10, 37-43; Mc 7, 24-37).
d) Jesús transparenta a un Dios que se le conmueven las entrañas: Los encuentros
de Jesús con las personas están cargados de una profunda humanidad y marcados por
la gratuidad y cercanía. Jesús se detiene, mira a los ojos, escucha, pregunta, toca y se
deja tocar... Cuando Jesús descubre el sufrimiento y el dolor en el rostro de los que se
acercan y a los que él se acerca, se conmueve. Más concretamente, el evangelio
señala que a Jesús se le conmueven las entrañas, lo que hace referencia a la persona
entera y tiene que ver con sentimientos de ternura, de compasión, de ponerse en la
piel del otro y sentir con él. En el fondo significa que Jesús se hace cargo del
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sufrimiento de otro y se deja tocar, coger, por la vulnerabilidad de otro, por eso se
sobrecoge, es decir, sus entrañas se conmueven (Mt 9, 18-31; Mc 1, 40-45).
La misericordia en Jesús es siempre una misericordia generadora de vida: genera
acogida, sanación, liberación. Una misericordia que se moviliza ante todo lo que ata y
oprime a la persona: el pecado y el dolor, la injusticia y la mentira, la opresión y la
muerte; y le devuelve gracia y salud, justicia y verdad, libertad y vida. Aspectos que
quedan reseñados en las parábolas de la misericordia y del perdón. Pero el lugar en el
que, de forma radical, Jesús desvela y transparenta la misericordia de Dios y llega su
compasión es la cruz, la Pascua. En ella derrocha todo su amor, asume el dolor, el
pecado y la muerte hasta el final; y lo vence con amor en el Amor.
Así recoge y expresa la misericordia de Dios el papa Francisco
«Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre. El misterio de la fe cristiana parece
encontrar su síntesis en esta palabra. Ella se ha vuelto viva, visible y ha alcanzado su
culmen en Jesús de Nazaret. El Padre, “rico en misericordia” (Ef 2, 4), después de haber
revelado su nombre a Moisés como “Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira, y
pródigo en amor y fidelidad” (Ex 34, 6) no ha cesado de dar a conocer en varios modos y
en tantos momentos de la historia su naturaleza divina. En la “plenitud del tiempo” (Gal
4, 4), cuando todo estaba dispuesto según su plan de salvación, Él envió a su Hijo nacido
de la Virgen María para revelarnos de manera definitiva su amor. Quien lo ve a Él ve al
Padre (cf. Jn 14, 9). Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su
persona revela la misericordia de Dios» (MV, 1).
«Con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos percibir el amor de la
Santísima Trinidad. La misión que Jesús ha recibido del Padre ha sido la de revelar el
misterio del amor divino en plenitud. “Dios es amor” (1 Jn 4, 8.16), afirma por la primera y
única vez en toda la Sagrada Escritura el evangelista Juan. Este amor se ha hecho ahora
visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su persona no es otra cosa sino amor. Un amor
que se dona gratuitamente. Sus relaciones con las personas que se le acercan dejan ver algo
único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas
pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia. En Él
todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión» (MV, 8).
«Jesús, ante la multitud de personas que lo seguían, viendo que estaban cansadas y
extenuadas, perdidas y sin guía, sintió desde lo profundo del corazón una intensa
compasión por ellas (cf. Mt 9, 36). A causa de este amor compasivo curó los enfermos
que le presentaban (cf. Mt 14, 14) y con pocos panes y peces calmó el hambre de grandes
muchedumbres (cf. Mt 15, 37). Lo que movía a Jesús en todas las circunstancias no era
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sino la misericordia, con la cual leía el corazón de los interlocutores y respondía a sus
necesidades más reales. Cuando encontró la viuda de Naim, que llevaba su único hijo al
sepulcro, sintió gran compasión por el inmenso dolor de la madre en lágrimas, y le
devolvió a su hijo resucitándolo de la muerte (cf. Lc 7, 15). Después de haber liberado el
endemoniado de Gerasa, le confía esta misión: “Anuncia todo lo que el Señor te ha hecho
y la misericordia que ha obrado contigo” (Mc 5, 19). También la vocación de Mateo se
coloca en el horizonte de la misericordia. Pasando delante del banco de los impuestos, los
ojos de Jesús se posan sobre los de Mateo. Era una mirada cargada de misericordia que
perdonaba los pecados de aquel hombre y, venciendo la resistencia de los otros
discípulos, lo escoge a él, el pecador y publicano, para que sea uno de los Doce. San
Beda el Venerable, comentando esta escena del Evangelio, escribió que Jesús miró a
Mateo con amor misericordioso y lo eligió: miserando atque eligendo. Siempre me ha
cautivado esta expresión, tanto que quise hacerla mi propio lema» (MV, 8).
«En las parábolas dedicadas a la misericordia, Jesús revela la naturaleza de Dios como la
de un Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado y
superado el rechazo con la compasión y la misericordia. Conocemos estas parábolas; tres
en particular: la de la oveja perdida y de la moneda extraviada, y la del padre y los dos
hijos (cf. Lc 15, 1-32). En estas parábolas, Dios es presentado siempre lleno de alegría,
sobre todo cuando perdona. En ellas encontramos el núcleo del Evangelio y de nuestra fe,
porque la misericordia se muestra como la fuerza que todo vence, que llena de amor el
corazón y que consuela con el perdón» (MV, 9).
Expresión de fe: aquello que creemos lo confesamos
a) Fe confesada: Jesús se acerca, regala y contagia la misericordia de Dios.
Así lo recoge y enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: Dios «entregó a su
Hijo».
«El Nombre divino “Yo soy” o “Él es” expresa la fidelidad de Dios que, a pesar de la
infidelidad del pecado de los hombres y del castigo que merece, “mantiene su amor por
mil generaciones” (Ex 34, 7). Dios revela que es “rico en misericordia” (Ef 2, 4) llegando
hasta dar su propio Hijo. Jesús, dando su vida para librarnos del pecado, revelará que Él
mismo lleva el Nombre divino: “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces
sabréis que Yo soy” (Jn 8, 28)» (CCE, n. 211).
«¿A quién promete Jesús el “reino de Dios”? Dios quiere “que todos se salven y lleguen
al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4). El “reino de Dios” comienza en las personas
que se dejan transformar por el amor de Dios. Según la experiencia de Jesús son sobre
todo los pobres y los pequeños. Incluso las personas que están alejadas de la Iglesia
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encuentran fascinante que Jesús, con una especie de amor preferencial, se dirija primero a
los excluidos sociales. En el sermón de la montaña son los pobres y los que lloran, las
víctimas de la persecución y de la violencia, todos los que buscan a Dios con un corazón
puro, todos los que buscan su misericordia, su justicia y su paz, los que tienen un acceso
preferente al reino de Dios. Los pecadores son especialmente invitados: “No necesitan
médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores”
(Mc 2, 17)» (Youcat, 89).
«Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los
pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos (cf. Mt 9, 13; Os 6, 6). Llegó
incluso a dejar entender que compartiendo la mesa con los pecadores (cf. Lc 15, 1-2), los
admitía al banquete mesiánico (cf. Lc 15, 22-32). Pero es especialmente al perdonar los
pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas
dicen, justamente asombradas, “¿Quién puede perdonar los pecados sino solo Dios?” (Mc
2, 7). Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema porque es un hombre que pretende
hacerse igual a Dios (cf. Jn 5, 18; 10, 33) o bien dice verdad y su persona hace presente y
revela el Nombre de Dios (cf. Jn 17, 6-26)» (CCE, n. 589).
b) Fe celebrada: lo hacemos recitando el Sal 117, un himno de alabanza en el que
todos nos sentimos invitados a alabar el amor fiel de Dios. Este salmo lo hacemos
canto propio en la Pascua de nuestro Señor Jesucristo.
Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo. Dad gracias al
Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Que lo diga la casa de Israel: es eterna su misericordia. Que lo diga la casa de Aarón: es
eterna su misericordia. Que lo digan los fieles del Señor: es eterna su misericordia.
c) Fe vivida: nos dejamos llevar de las actitudes del Buen Samaritano y las
personalizamos.
La actitud del Samaritano contrasta con la de otros personajes que le acompañan en la
narración. El Escriba escéptico que pregunta: ¿qué tengo que hacer?, pero sin
implicar su vida, como el sacerdote y el levita, tan preocupados por acudir al culto
que no le queda tiempo ni atención para el hombre herido de la cuneta. Dichos
personajes, distraídos y dispersos en sus propios proyectos, planes, ocupaciones o
reflexiones, representan aquello en lo que buscamos eficacia, realización, ocupación
para nuestra hiperactividad... Los presentimos llenos de deseos parásitos: llegar al
templo, ser puros, que no les permiten vivir centrados en lo esencial, que en aquel
momento consistía en atender al hombre tirado al borde del camino. Proponemos las
siguientes actitudes:
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− Apertura de los sentidos: atención de su mirada, de sus oídos, de su olfato para
darse cuenta de que en el borde del camino alguien necesitaba ayuda.
− Flexibilidad: disponibilidad para renunciar a los propios proyectos, como llegar
al templo, ser capaces de renunciar a ellos y descentrarse, desplazarse, para
poner al herido en el centro.
− Ascética del presente: el sacerdote y el levita están pendientes de un después,
llegar al templo, mientras que el Samaritano está entero en el ahora de los
personajes que entran en su vida de manera imprevista y que reclaman atención
en el presente, no después.
− Capacidad de conducta alternativa: según la ley vigente, tocar un cadáver
suponía incurrir en impureza ritual y el herido de la cuneta podía estar muerto.
Por eso, los que dan un rodeo, están comportándose correctamente dentro de la
estricta legalidad; pero el Samaritano opta por una actitud “contracultural”, se
atreve a romper con la corriente dominante y adopta posturas alternativas que,
sin embargo, son las que se revelan como acertadas.
− Capacidad de gratuidad: nada podía hacer prever al Samaritano que iba a sacar
algún provecho por portarse así con el herido que, al parecer, le acarreó más
pérdidas que ganancias; ni siquiera hay por parte de este una palabra de
agradecimiento que pueda compensarle. Y es que el Samaritano ha entrado en
otro plano, el de la gratuidad, fuera de todo cálculo y de toda medida. Y ha
acertado, porque esa es la esfera de Jesús.
Para la reflexión y el diálogo
− Reflexiono y jerarquizo esas cinco actitudes en mi vida, hoy.
− ¿Qué me evoca Aylán, el niño sirio muerto en la playa, y qué me provoca?
− ¿Qué sentimientos produce en mí la parábola del Buen Samaritano? ¿Con cuál
de los personajes me identifico? ¿Con cuál debería identificarme?
− Canto en mi interior el Sal 117 y añado otras estrofas en las que se exprese hoy,
en mi vida personal y en entorno donde me muevo, que «es eterna su
misericordia».
«¿Por qué te convertiste?
Porque busqué el amor y encontré a Jesús» (Edith Stein).
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III
La Iglesia,
por la acción del Espíritu Santo
es sacramento de misericordia (Cfr. Tit 3, 5)
La Iglesia acoge, transmite y practica la misericordia
Núcleo temático
Si la misericordia de Dios se ha hecho presente, patente y operante en Jesucristo, la
misericordia de Cristo está llamada a hacerse también presente, patente y operante en la
Iglesia. Ella lleva en su mismo “código genético” la marca de la misericordia.
Objetivo
Percibir y sentir la identidad de la Iglesia como sacramento de la misericordia de Cristo y
señalar los signos que el Espíritu Santo despierta y suscita en ella que reconoce claramente;
anuncia explícitamente; celebra sacramentalmente; practica personal y comunitariamente; y
pide humildemente la misericordia de Dios encarnada en Jesucristo.
Experiencia humana
De la invitación a la oportunidad, de la miseria a la misericordia
Ser testigos de la misericordia conlleva “salir”, salir de nosotros mismos para vivir en
las periferias la experiencia de encuentro; para ello, hay que atreverse a cruzar
fronteras hacia el que es distinto y distante de mí, pueden ser fronteras físicas,
morales o cordiales y abrir espacios donde tejer relaciones gratuitas, donde aprender a
mirar la vida desde “esos otros” distintos, a veces excluidos. Abrir los ojos al entorno
que nos envuelve, acá y allá, y afinar la mirada, porque no desde todos los sitios se ve
lo mismo. Más que aquello de «todo es del color del cristal con que se mira»,
podemos parafrasear diciendo que todo es según el «dolor con que se mira». Y este
elegir desde donde mirar no nace primordialmente de una decisión ética o moral, sino
que la relación con Jesús va imprimiendo en nosotros esas periferias. De él
aprendemos que existen espacios privilegiados desde donde mirar y a donde mirar. El
siguiente testimonio nos llega desde Cuba, allende los mares.
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Aída es una hermosa mujer, de formación sólida (había sido maestra) y de fe
inquebrantable, que perdió a su marido, Emilito, después de vivir con él más de 60
años. Es de los pocos matrimonios que se casó por la Iglesia. No tuvieron hijos. Al
fallecer su marido, ha pasado un tiempo desamparada, sola, desconsolada, dejada por
completo y casi ciega por no operarse de cataratas.
A las hermanas del Amor de Dios nos quiere mucho, ella nos considera su familia.
Nosotras estuvimos presentes ya antes de la enfermedad de Emilito, pues, al ser un
matrimonio mayor de la Iglesia, los visitábamos, les dábamos la comunión y les
cantábamos cantos que ellos pedían. Esto no lo hacíamos solas, mucha gente de la
Iglesia estaba pendiente de ellos. Por la edad, la limpieza de sus personas y de la casa
era pésima, incluso tenían animales, llegando a coger la enfermedad de la sarna. Por
las únicas que se dejaba aconsejar y ayudar era por nosotras, que la escuchamos y
hacíamos por ellos lo que está a nuestro alcance.
En toda la enfermedad de Emilito, desde que se cayó hasta que falleció, hicimos lo
que pudimos por los dos. Luchamos juntos para que fueran atendidos. Con la
enfermedad del marido, invitamos a médicos conocidos a que lo visitaran en su casa,
después lo llevamos al hospital. Fueron meses de búsqueda, sin resultados. Después
de luchar tanto, pudimos conseguir una silla de ruedas. Cuando llegó, Emilito se puso
muy contento. Horas más tarde, cayó en coma y falleció. Aída no olvida la lucha que
mantuvimos con ella para ayudarles. Con nosotras está muy agradecida.
Después de fallecer Emilito, Aída no soltaba el llanto. Se agarró a la foto de su
marido y se echó a morir. Nosotras le llevamos la comida, la consolamos y
escuchamos todos los días la repetición de su queja. Fueron muchos años de amor y
compañía con su esposo. Le aconsejamos que metiera en su casa a una familia que
podría ayudarla. Aída se negaba; tenía miedo de que le hicieran daño. Al fin se dejó
ayudar, y desde hace dos meses vive con ella una familia del campo, que la cuida. El
cambio que ha dado es radical. El Señor hace maravillas con sus pobres. Ella está
bien atendida, tranquila y contenta con los miembros de esa familia que ha entrado en
su casa, que hasta el momento está portándose muy bien con ella. Nosotras seguimos
visitándola y dando gracias a Dios por ella. Hace un mes la han operado de un ojo y
está como una niña con zapatos nuevos, feliz de poder ver.
Esta es la historia de Aída; se va a poner contenta cuando sepa que la van a
publicar. Oren para que nos dejemos todos renovar en entusiasmo por Dios y por
darlo a conocer.
(Hna. Antonia Valverde Fernández, Hermana del Amor de Dios. Misionera en Cuba)
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Palabra de Dios
Jn 4, 5-42: la Samaritana, envuelta en la misericordia de Jesús
es llevada de la conversación a la conversión.
Llegó Jesús a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca del campo que dio
Jacob a su hijo José; allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, cansado del camino,
estaba allí sentado junto al pozo. Era hacia la hora sexta. Llega una mujer de
Samaría a sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber». Sus discípulos se habían
ido al pueblo a comprar comida. La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío,
me pides de beber a mí, que soy samaritana?» (porque los judíos no se tratan con
los samaritanos). Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que
te dice “dame de beber”, le pedirías tú, y él te daría agua viva». La mujer le dice:
«Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?;
¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y
sus hijos y sus ganados?». Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a
tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua
que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la
vida eterna». La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni
tendré que venir aquí a sacarla». Él le dice: «Anda, llama a tu marido y vuelve».
La mujer le contesta: «No tengo marido». Jesús le dice: «Tienes razón, que no
tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho
la verdad». La mujer le dice: «Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres
dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto
está en Jerusalén». Jesús le dice: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en
este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis a uno que no
conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de
los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores
adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así.
Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y verdad». La mujer
le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo».
Jesús le dice: «Soy yo, el que habla contigo».
En esto llegaron sus discípulos y se extrañaban de que estuviera hablando con una
mujer, aunque ninguno le dijo: «¿Qué le preguntas o de qué le hablas?». La mujer
entonces dejó su cántaro, se fue al pueblo y dijo a la gente: «Venid a ver un
hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será este el Mesías?». Salieron
del pueblo y se pusieron en camino adonde estaba él. Mientras tanto sus discípulos
le insistían: «Maestro, come». Él les dijo: «Yo tengo un alimento que vosotros no
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conocéis». Los discípulos comentaban entre ellos: «¿Le habrá traído alguien de
comer?». Jesús les dice: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y
llevar a término su obra. ¿No decís vosotros que faltan todavía cuatro meses para
la cosecha? Yo os digo esto: levantad los ojos y contemplad los campos, que están
ya dorados para la siega; el segador ya está recibiendo salario y almacenando
fruto para la vida eterna: y así, se alegran lo mismo sembrador y segador. Con
todo, tiene razón el proverbio: uno siembra y otro siega. Yo os envié a segar lo
que no habéis trabajado. Otros trabajaron y vosotros entrasteis en el fruto de sus
trabajos».
En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en él por el testimonio que había
dado la mujer: «Me ha dicho todo lo que he hecho». Así, cuando llegaron a verlo
los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días.
Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: «Ya no
creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es
de verdad el Salvador del mundo».
Esta página evangélica es cautivadora y profunda. En torno al tema del agua se
escenifica una precisa y preciosa catequesis cristológica y bautismal. Pero nosotros
nos quedamos en el encuentro de Jesús con la Samaritana. Respetuosa y delicada
conversación. Jesús pregunta, dialoga, argumenta, espera, intenta convencer, sugiere,
reconoce la verdad que la habita, respeta, es paciente, propone, la empuja a la misión.
Fue, es, el proceso de la conversación a la conversión por obra y gracia de la
misericordia de Jesús.
La Samaritana entra en escena también de manera anónima como “una mujer de
Samaría” y sale de ella como conocedora del manantial de “agua viva”, consciente de
ser buscada por el Padre para hacer de ella una adoradora. Su identidad transformada
la convierte de idolátrica en evangelizadora. La que hablaba de sacar el agua con
esfuerzo, ahora abandona su cántaro y se abraza en gratuidad al don de la
misericordia de Dios.
Ciertamente es una página sugestiva y sugerente. La sed de la mujer y la sed de
Jesús. El agua del pozo y el agua del Espíritu. El amor sensual y el amor espiritual.
La ley y la gracia. Los falsos dioses y el verdadero Dios. Los templos de piedra y los
templos de carne. Adoración ritual y adoración en verdad. Judíos y samaritanos.
¡Cuántos contrastes, cuántas sugerencias, cuanta hondura, cuánta belleza, cuánto
amor! Y todo fue a la hora de sexta, la hora de entrega más grande, la hora de la cruz.
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La Samaritana, la mujer de los cinco o seis maridos, la mujer de los cinco o seis
dioses, herética o idolátrica, quiere sacar agua del pozo. El agua del pozo era fresca y
buena. Limpiaba impurezas, calmaba la sed y las pasiones, fecundaba la vida. Aquel
pozo era casi sagrado, el pozo de Jacob, signo de la mejor tradición, en la que los
samaritanos podían beber la fe, la ley y la sabiduría. Si apuramos un poco, el pozo de
Jacob sería la tradición judeo-samaritana, y el agua sería la sabiduría y el temor o
respeto de Dios.
Sentado en el pozo, a la hora de sexta, la hora de la plenitud, estaba Cristo. Tenía
sed Jesús, pero él encerraba un océano de agua pura. Pediría de beber, pero él
prometía un manantial de agua viva. Quería, nada menos, que convertir aquel pozo, y
todos los pozos semejantes, en un surtidor inagotable, y aquel agua remansada en
agua viva.
Le gustaba a Jesús la “conversión”. Acababa de convertir el agua en vino. Ahora
quiere convertir el agua muerta en agua viva, el agua que limpia en agua que
engendra, el agua que sacia la sed temporalmente en agua que sacia definitivamente,
eternamente. Es lo mismo. De lo que se trata de explicar es el paso de lo antiguo a lo
nuevo, de la figura a la realidad, de la letra al espíritu, de la ley a la gracia, del temor
al amor, de la servidumbre a la filiación, de la debilidad a la fortaleza, de la
limitación a la plenitud, del espíritu al Espíritu. Es lo mismo que quería significar
Juan el Bautista cuando hablaba de superar el bautismo de agua con un bautismo de
fuego y espíritu. El fuego, el vino, el agua viva son todos signos del Espíritu, que
enciende, ilumina, emborracha y sacia definitivamente.
El Señor nos promete no solo un poquito de agua viva, sino todo un surtidor
inagotable, un manantial a borbotones, en el fondo, ser hontanar que puede dar de
beber a otros. Más tarde llegará Jesús a otras radicales y admirables
transformaciones: el agua en vino, el vino en sangre, la sangre y el agua en
sacramentos de salvación.
La Iglesia, por la acción del Espíritu Santo,
es sacramento de la misericordia de Cristo y
transparencia del Dios que se/nos conmueve
«Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos
más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40)
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Dios y los pobres son las dos pasiones continuamente “presentes” en Jesús. Dios y los
pobres son las dos asignaturas continuamente “pendientes” de la Iglesia. El Espíritu
Santo impulsa con su brisa, su viento y su fuego a la Iglesia en esta doble dirección.
Ella es «sacramento de Jesucristo al igual que Jesucristo es, en su humanidad,
sacramento de Dios». Esta afirmación del P. H. de Lubac recoge una sólida doctrina,
que aparece rubricada en muchos pasajes del Concilio Vaticano II.
Recordamos que sacramento es un signo visible de una realidad invisible en la que
Jesucristo hace transparente y operante su salvación. Por eso hemos dicho que la
Iglesia hace presente, patente y operante la misericordia. Si bien es verdad que dicho
don no queda encerrado dentro de las linderas de la Iglesia, sino también en todos los
hombres de buena voluntad en cuyo corazón actúa la gracia de modo invisible,
también es verdad que la Iglesia, por la acción del Espíritu Santo, reconoce
claramente, anuncia explícitamente, celebra sacramentalmente, practica personal y
comunitariamente y suplica humildemente la misericordia de Dios. Ser en el mundo
el sacramento de la misericordia de Dios es para la Iglesia don y tarea, sí, pero, a la
vez, una fuente perenne de interpelación y compromiso. Fiel al aforismo «procura ser
aquello que eres», entendemos que, entre el ser y el llegar a ser de la Iglesia, es el
estilo misericordioso el que debe impregnar todas sus actividades. La opción
preferencial por los pobres, la debilidad por los débiles y poner entrañas de
compasión y ternura ante los necesitados es el sello de autenticidad en el ser, saber y
hacer de la Iglesia. Así nos lo recuerda el san Juan Pablo II: «Es preciso que la Iglesia
de nuestro tiempo adquiera conciencia más honda y concreta de la necesidad de dar
testimonio de la misericordia de Dios en toda su misión» (DM, 12). Emanadas de Mt
25, 31-45, las obras de misericordia nos ofrecen pautas y criterios para calibrar
nuestra identidad cristiana.
En una sociedad como la nuestra que, a pesar de las carencias por la crisis, siempre
relativas desde el Tercer Mundo, podemos decir que, en general, pertenece al mundo
de la abundancia, los pobres pueden quedar no solo al margen de dicha sociedad, sino
también al margen de nuestra preocupación y sensibilidad, si no la cultivamos
explícitamente. El impulso de solidaridad con los pobres es un noble movimiento del
corazón humano que lleva en su fondo el discreto aliento del Espíritu Santo. Sin
embargo la sensibilidad por los pobres, la debilidad por ellos, la pasión por ellos, la
preocupación por ellos, llega a ser una clave para revisar y transformar toda nuestra
vida personal, comunitaria, espiritual, económica... Y esto es un fruto muy señalado
del Espíritu Santo, como lo son el don de la oración, la alegría, la vocación. La
sensibilidad es más que la solidaridad, porque esta es todavía sectorial, es decir, no
afecta a todas las áreas de nuestra vida, mientras que la sensibilidad es global, nos
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obliga a hacer un planteamiento de todos los aspectos de nuestra vida para ver si son
acordes a nuestro compromiso para con los pobres.
En nuestro servicio a los pobres, existe toda una espiritualidad que nos brinda
alma, vida y corazón y contiene muchos componentes: una dimensión “sensitiva y
afectiva”, que nos hace volcar nuestro interés y afecto en ellos; otra dimensión
“contemplativa”, que descubre en el rostro del ser humano sufriente al Señor
crucificado; una dimensión “humilde”, que nos humaniza contra cualquier
paternalismo; otra dimensión “profética”, que nos hace críticos ante todo
comportamiento que ignora o desprecia a los pobres; una dimensión “práctica”, que
nos conduce a revisar y cambiar nuestra vida entera a la luz de los pobres; otra es la
dimensión “imitativa”, que nos ayuda a descubrir y vivir nuestra propia pobreza
material, espiritual y moral. Todo un mundo de dimensiones que debemos cultivar.
Cada uno de manera personal y comunitaria hemos de ver adónde nos quiere
conducir el Espíritu Santo en este aspecto.
Así recoge y expresa la misericordia de Dios el papa Francisco
«La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su acción
pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en
su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia. La
credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino del amor misericordioso y compasivo.
La Iglesia “vive un deseo inagotable de brindar misericordia”. Tal vez por mucho tiempo
nos hemos olvidado de indicar y de andar por la vía de la misericordia. Por una parte, la
tentación de pretender siempre y solamente la justicia ha hecho olvidar que ella es el
primer paso, necesario e indispensable; la Iglesia no obstante necesita ir más lejos para
alcanzar una meta más alta y más significativa. Por otra parte, es triste constatar cómo la
experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada vez más. Incluso la palabra
misma en algunos momentos parece evaporarse. Sin el testimonio del perdón, sin
embargo, queda solo una vida infecunda y estéril, como si se viviese en un desierto
desolado. Ha llegado de nuevo para la Iglesia el tiempo de encargarse del anuncio alegre
del perdón. Es el tiempo de retornar a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades y
dificultades de nuestros hermanos. El perdón es una fuerza que resucita a una vida nueva
e infunde el valor para mirar el futuro con esperanza» (MV, 10).
«La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del
Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona. La
Esposa de Cristo hace suyo el comportamiento del Hijo de Dios que sale a encontrar a
todos, sin excluir ninguno. En nuestro tiempo, en el que la Iglesia está comprometida en
la nueva evangelización, el tema de la misericordia exige ser propuesto una vez más con
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nuevo entusiasmo y con una renovada acción pastoral. Es determinante para la Iglesia y
para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la
misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el
corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre. La primera
verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega hasta el perdón y al don
de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres. Por tanto, donde la Iglesia
esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las
comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos,
cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia» (MV, 12).
Expresión de fe: aquello que creemos es lo que vivimos y a lo
que nos comprometemos
a) Fe confesada: con misericordia, siguiendo a Jesucristo, miramos con ojos de
ternura, acogemos con corazón entrañable y ofrecemos gestos compasivos a
«nuestros señores los pobres».
Así lo recoge y enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: el amor a los pobres.
«La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y
la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada
y generosa; es amistad y comunión: “La culminación de todas nuestras obras es el amor.
Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él
reposamos” (san Agustín, In epistulam Ioannis tractatus, 10, 4)» (CCE, 1829).
«Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a
nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf. Is 58, 6-7; Heb 13, 3).
Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras espirituales de misericordia, como
también lo son perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales
consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene,
vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cf. Mt 25,
31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cf. Tob 4, 5-11; Si 17, 22) es uno
de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia
que agrada a Dios (cf. Mt 6, 2-4). “El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no
tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo” (Lc 3, 11). “Dad más bien en limosna
lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros” (Lc 11, 41). “Si un hermano
o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les
dice: ‘Id en paz, calentaos o hartaos’, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué
sirve?” (St 2, 15-16; cf. Jn 3, 17)» (CCE, 2447).
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«“Bajo sus múltiples formas—indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas
o psíquicas y, por último, la muerte—, la miseria humana es el signo manifiesto de la
debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado de Adán y de la
necesidad que tiene de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de
Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí e identificarse con los «más pequeños
de sus hermanos. También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor
de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de
muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y
liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia, que siempre y en
todo lugar continúan siendo indispensables” (Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instr. Libertatis conscientia, 68)» (CCE, 2448).
b) Fe celebrada: casi todas las plegarias eucarísticas recogen la súplica de la
misericordia entrañable, de la que somos agentes y pacientes. También la fórmula de
la absolución de los pecados en el sacramento de la penitencia es especialmente
significativa porque el perdón y la paz son expresiones concretas y cualidades
inherentes de la misericordia.
Padre, «danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el
gesto y la palabra oportuna frente a hermano solo y desamparado, ayúdanos a
mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido. Que tu Iglesia,
Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para
que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando».
(Plegaria eucarística V/c).
«Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y
Resurrección de su Hijo y derramó su Espíritu Santo para remisión de los pecados,
te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz... ».
(Fórmula de la absolución en la penitencia).
c) Fe vivida: recogemos las obras de misericordia que, emanadas de Mt 25, 31-40,
expresan los sentimientos y actitudes de Jesucristo, que quiso cargar sobre sí las
miserias humanas e identificarse con «los más pequeños de sus hermanos». Son
catorce, siete espirituales y siete corporales:
Las espirituales son:
1. Enseñar al que no sabe.
2. Dar buen consejo al que lo necesita.
3. Corregir al que yerra.
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4. Perdonar las ofensas.
5. Consolar al triste.
6. Sufrir con paciencia los defectos del prójimo.
7. Rogar a Dios por los vivos y difuntos.
Las corporales son:
1. Visitar y cuidar a los enfermos.
2. Dar de comer al hambriento.
3. Dar de beber al sediento.
4. Dar posada al peregrino.
5. Vestir al desnudo.
6. Redimir al cautivo.
7. Enterrar a los muertos.
Para la reflexión y el diálogo
− Reflexionar y meditar el texto de Mt 25, 31-46, ampliarlo con la lectura de las
obras de misericordia y, después, hacer una revisión de vida personal y
comunitaria.
− Cómo vivo y siento la misericordia ante hechos concretos, por ejemplo, cuando
alguien me ofende o lanza palabras agresivas, cuando alguien me miente,
cuando no me han tenido en cuenta...
− Buscar personas y ambientes donde se viva el perdón como rasgo esencial de su
identidad y de su misión, por ejemplo, Gandhi, M. Luther King, M. Teresa de
Calcuta... Pero si fuera posible que sean más cercanos. Poner nombres y
situaciones.
«A la tarde te examinarán en el amor»
(San Juan de la Cruz).
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