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Introducción «Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado» (MV, 2). El papa Francisco describe los rasgos más sobresalientes de la misericordia situando el tema, ante todo, bajo la luz del rostro de Cristo, pues la misericordia no es algo abstracto, sino un rostro para reconocer, contemplar y servir. La bula se desarrolla en clave trinitaria (6-9) y se extiende en la descripción de la Iglesia como signo creíble de la misericordia (10). En síntesis podemos decir: Dios, nuestro Padre, rico en misericordia, se ha revelado plenamente en Jesucristo, su Hijo, impronta de su ser, y, por la acción del Espíritu Santo, la Iglesia es sacramento que acoge, transmite y practica la misericordia. Síntesis que contiene, orienta y apoya los contenidos de este material que está estructurado en torno a tres temas: 1. Dios, nuestro Padre, es rico en misericordia. 2. Jesucristo es el rostro de la misericordia de Dios. 3. La Iglesia, por la acción del Espíritu Santo, es sacramento de misericordia. El método seguido en cada uno de los temas se corresponde con los elementos del acto catequético, que se reclaman mutuamente: experiencia humana, Palabra de Dios y expresión de fe (confesada, celebrada y vivida). Precedidos del núcleo temático y del objetivo general correspondiente, en el desarrollo del contenido, dadas las características específicas de la misericordia, se incluye un apartado para acercarnos y palpar las gestos de un Dios que se/nos conmueve. Se han insertado, también, los números correspondientes de la bula Misericordiae Vultus del papa Francisco. Se cierra el tema con una frase significativa que busca condensar y evocar el mensaje de lo tratado. 4

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Introducción

«Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de

alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la

palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y

supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental

que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que

encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre,

porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de

nuestro pecado» (MV, 2).

El papa Francisco describe los rasgos más sobresalientes de la misericordia

situando el tema, ante todo, bajo la luz del rostro de Cristo, pues la misericordia no es

algo abstracto, sino un rostro para reconocer, contemplar y servir. La bula se

desarrolla en clave trinitaria (6-9) y se extiende en la descripción de la Iglesia como

signo creíble de la misericordia (10). En síntesis podemos decir:

Dios, nuestro Padre, rico en misericordia, se ha revelado plenamente en

Jesucristo, su Hijo, impronta de su ser, y, por la acción del Espíritu Santo, la

Iglesia es sacramento que acoge, transmite y practica la misericordia.

Síntesis que contiene, orienta y apoya los contenidos de este material que está

estructurado en torno a tres temas:

1. Dios, nuestro Padre, es rico en misericordia.

2. Jesucristo es el rostro de la misericordia de Dios.

3. La Iglesia, por la acción del Espíritu Santo, es sacramento de misericordia.

El método seguido en cada uno de los temas se corresponde con los elementos del

acto catequético, que se reclaman mutuamente: experiencia humana, Palabra de Dios

y expresión de fe (confesada, celebrada y vivida). Precedidos del núcleo temático y

del objetivo general correspondiente, en el desarrollo del contenido, dadas las

características específicas de la misericordia, se incluye un apartado para acercarnos

y palpar las gestos de un Dios que se/nos conmueve. Se han insertado, también, los

números correspondientes de la bula Misericordiae Vultus del papa Francisco. Se

cierra el tema con una frase significativa que busca condensar y evocar el mensaje de

lo tratado.

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I

Dios, nuestro Padre

es rico en misericordia (Cfr. Ef 2,4)

La cualidad central del Dios de la Biblia

es la misericordia

Núcleo temático

Dios, nuestro Padre, «después de haber revelado su nombre a Moisés como “Dios

compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad” no ha cesado de dar

a conocer, de muchas maneras y en diversos momentos de la historia, su naturaleza divina»

(MV, 1). Podemos decir que la misericordia es y está en el ADN de Dios.

Objetivo

Buscar que el Jubileo de la Misericordia sea una experiencia viva de la cercanía entrañable

del Padre, como si pudiésemos tocar con la mano y sentir en el corazón su ternura, para que

se fortalezca la fe de cada creyente, su testimonio sea más eficaz y los alejados o pródigos

regresen al regazo del Padre y a la casa familiar de la Iglesia.

Experiencia humana

Todos somos y estamos necesitados de ternura y compasión.

La ternura es uno de los rasgos innatos y referentes en el corazón humano. Todos

necesitamos ser estrechados y nos realizamos al estrechar a otros. El “te comería las

entrañas” de la madre a su hijo o a su hija, que achucha en su regazo; la caricia suave

y mutuamente agradecida en el rostro del anciano o de la abuela; el abrazo

arrebatador entre el hombre y la mujer enamorados, sean novios o casados; la mirada

confiada y los gestos de pastor que el sacerdote ofrece a todos, especialmente a los

débiles, a los pobres de cualquier clase y condición, son experiencias de ternura y

compasión. Un ejemplo vivo de la misericordia de Dios hoy es el siguiente:

«Ángela tiene 38 años, es italiana y no era creyente. Por diversos avatares de la

vida conoce a la hermana Chiara, que llevaba la Palabra de Dios a los puntos de

muerte de la ciudad de Roma, a las periferias de la Urbe. Allí escuchó el grito de

muchos jóvenes: “Chiara, sácanos de este infierno”. Hasta entonces Ángela veía una

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Iglesia que solo daba normas, una Iglesia que prohibía todo. Sin embargo, una

pregunta le rondaba en su interior: “Si es verdad que Dios es Amor, ¿por qué en el

mundo hay tanto sufrimiento?”. Ella era precisamente experta en esta materia. Sus

padres la abandonaron en un hospital recién nacida. Hasta los seis años vivió en un

orfanato. Después fue adoptada. Confiesa: yo conocí todo menos el amor. Crecí

rebelde en todos los sentidos. Con dieciocho años me fui de casa porque encontré un

trabajo como cocinera. Recorrí Italia y Europa y el dinero empezó a ser el dios de mi

vida, cuanto más tenía más malgastaba. En la dimensión afectiva era un desastre, a

novio por estación del año. Al fin me enamoré de Luca, un chico bueno, inteligente,

perfecto. Solo tenía un defecto, era un católico coherente y convencido. Tras dos años

de noviazgo nos planteamos el casarnos. De repente enferma gravemente. Debido a

una transfusión de sangre había contraído el VIH, tenía SIDA, sentencia de muerte.

Sucedió cuatro días antes de la boda. Se me derrumbó el mundo y empezó mi guerra

con Dios. Le dije: “Dios, si tú existes, yo te voy a destruir, pero si no existes, pasaré

el resto de mi vida diciéndole al mundo que no existes, que eres nadie”.

Después me acerqué a varias filosofías. Todo lo que era New Age y Reiki. Nada

me hablaba de la presencia de Dios. Pasé por la psicoterapia, la hipnosis y el mundo

de las sectas durante dos años de mi vida. Dos años que me llevaron a perder mi

dignidad de mujer, mi dignidad de ser humano. Llegué a palpar la muerte del alma.

En la Navidad de 1996 alguien me habló de una joven llamada Chiara, que vivía en

Roma y a la que llegué con muy malas intenciones. Ella me acoge, me abraza y me

dice: “Finalmente estás en casa”. Aquel abrazo indeleble llegó a lo más hondo de mi

corazón y me cambió la vida. Me llevó a su despacho, le entregué el arma que llevaba

y le dije: “Para mí ya no hay esperanza”. Ella me respondió: “Sí que la hay. Jesús te

ama mucho y María te quiere en esta casa”. Eran las ocho de la noche del cinco de

enero. Llamaron a un sacerdote, pues, entre otras cosas, necesitaba una buena

confesión. Debido a las actividades en las que estaba involucrada no me pudieron dar

la absolución inmediatamente. Escribieron a la Santa Sede, a la Congregación para la

Doctrina de la Fe, informando de mi historia, de mi vida. Y un cierto cardenal

Ratzinger en pocos días respondió: “Hoy la Iglesia está de fiesta porque una Hija ha

regresado a casa”. Con un permiso especial, la noche del veintisiete de enero, en la

capilla de las Hermanas de la Madre Teresa, en Roma, pude recibir la comunión,

puede consagrarme al Corazón de María y pude hacer votos de pobreza, castidad,

obediencia y de alegría en Cristo Resucitado. Y ahí comenzó el camino de mi nueva

vida, donde Jesús me ha sanado con la fuerza de su amor y de su misericordia».

(Testimonio de Ángela, de la comunidad “Nuovi Orizzonti”).

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Palabra de Dios

Lc 15, 11-32: Parábola del hijo pródigo, del hermano cumplidor

y del padre misericordioso.

Esta parábola es una joya literaria, psicológica y religiosa. Es un derroche de luz que

nos descubre el rostro de Dios, el Padre entrañable. Alguien ha dicho que es un

evangelio dentro del Evangelio. Está llena de segundas intenciones para que cada uno

nos veamos reflejados en ella. El hijo menor vive bajo el instinto; el mayor, bajo la

ley; el padre, bajo la gracia. Como el hijo menor hay muchos: inconscientes,

caprichosos, consumistas; arrepentidos y humildes como él, hay menos. Como el hijo

mayor también hay muchos: orgullosos, puritanos, intolerantes, cumplidores...; pero

sin corazón. Como el padre misericordioso que respeta, que espera, que perdona, que

recrea con alegría, solo hay uno...: Dios. Veamos:

También les dijo: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre:

“Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los

bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a

un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había

gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar

necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país

que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las

algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Recapacitando

entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan,

mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino

adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no

merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se levantó y

vino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le

conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de

besos. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco

llamarme hijo tuyo”.

Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela;

ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y

sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba

muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron a

celebrar el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se

acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le

preguntó qué era aquello. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha

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sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y

no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él

respondió a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca

una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con

mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus

bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. Él le dijo: “Hijo, tú estás

siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y

alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido

y lo hemos encontrado”».

Página inspirada. Parábola inmortal. Espléndida revelación de Dios. Como tema

central el hijo pródigo o el hijo orgulloso o, sobre todo, el Padre-padre, el padre

bondadoso, generoso y misericordioso. Un cuadro singular lleno de ternura. Veamos:

un hijo cabeza loca, otro hijo cabeza rígida y un padre todo corazón; un hijo que

derrocha, un hermano que cumple, un padre que celebra; unos pies aventureros, unas

manos que calculan, unos brazos que se alargan; o sea, el pecador humilde, el fariseo

orgulloso, el Padre Dios misericordioso. La misericordia vence sobre toda miseria y

mezquindad. Lo último es el gozo del encuentro y el amor, que se celebra con un

banquete en un hotel de muchas estrellas.

Si la parábola la pensamos como un tríptico, la figura del padre ocupa el lugar

central. Este padre es el hombre del respeto, de la espera vigilante, del olvido pronto,

del perdón espontáneo, de los abrazos fáciles, de los besos multiplicados, de los

regalos sorprendentes. Es más grande el corazón del padre que la culpa del hijo. Este

padre es la encarnación del amor que se desborda. ¡Qué emoción, qué alegría, qué

fiesta la suya a la vista del hijo amado!

Ahora ya no importan las palabras ni las cosas que haya hecho. No hay ajustes de

cuentas. Lo que importa es que el hijo está de nuevo ahí. Lo que importa ya no son

las cosas, sino la persona. Fijémonos en algunos detalles del encuentro:

«Cuando estaba lejos, el padre lo vio». Podíamos decir que más que verlo, lo

intuye. Lo ve antes con el corazón que con los ojos. Muchas veces lo habría visto en

sueños, pero ahora su corazón no le engaña.

«Y se conmovió». Es un padre con entrañas. Siente una agitación interior. Es la

emoción, la pasión, la alegría, las lágrimas.

«Y echando a correr». ¿De dónde saca tanta agilidad el viejo? Corría con los

brazos abiertos. Tiene prisas el amor.

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«Se le echó al cuello». Es el abrazo cálido y espontáneo, tantas veces deseado.

Quisiera meterle dentro de sus entrañas.

«Y se puso a besarlo». Nos quedamos con esta estampa. El hijo queriendo hablar y

el padre tapándole la boca con besos. Por cada pecado, por cada moneda mal

gastada...; un beso, y otro, y otro...

Después vendría la transformación del hijo con el traje, el anillo, las sandalias...

todo un símbolo. Y por último, como era natural, la fiesta y el banquete. Era como si

el hijo hubiera vuelto a nacer. Era una vida nueva.

Con esta parábola lo que Jesús nos quiere decir es: así es Dios, ese es nuestro

Padre. El Padre entrañable que no nos ajusta cuentas, que se emociona cuando

retornamos a Él, que nos castiga con abrazos y besos, que está siempre dispuesto a

vestirnos el traje de gala y a poner la mesa rebosante de alimentos y alegría. Es la

mejor noticia que podríamos escuchar y nuestra mayor esperanza. Este es el

Evangelio.

El Dios que se/nos conmueve

«He visto la aflicción (...). He oído el clamor» (Ex 3, 7)

Desde el Génesis hasta el Apocalipsis la Biblia nos narra la historia de la misericordia

de Dios que se nos desvela definitivamente en Jesús, en su vida, muerte y

Resurrección.

En las páginas del Antiguo Testamento descubrimos la experiencia de fe que ha

tenido el pueblo de Israel: que Dios es Alguien, con mayúscula, y no “algo”, un Dios

transcendente, a quien nadie puede ver y de quien el ser humano no puede hacer

imagen alguna, pero que, empeñado en comunicarse y darse a conocer, va haciendo

posible que los hombres lo conozcan y reconozcan en lo profundo de los

acontecimientos que viven.

¿Y qué es lo que fue descubriendo y aprendiendo Israel de Dios? Muchas cosas, es

verdad, pero de todo lo que el pueblo recuerda de su larga historia hay una

experiencia fundante y central que encontramos narrada en el Libro del Éxodo: la

experiencia de que ellos fueron esclavos de Egipto, que Dios se conmovió y los liberó

de la esclavitud. Merece la pena leer detenidamente el texto y prestar atención a los

verbos, porque ahí encontramos ya, aunque no aparezcan expresamente las palabras

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“misericordia” y “compasión”, cómo Israel ha descubierto al Dios que-se-conmueve

(Ex 2, 23-24 y 3, 7-10).

Este acontecimiento liberador condensa la experiencia de Israel: el Dios que lo

eligió como pueblo suyo, que hizo con él una Alianza, que lo libró de la esclavitud,

es, sobre todo, un Dios afectado por la suerte de su pueblo, es un Dios misericordioso

y compasivo. Y su misericordia tiene una dimensión encarnadamente concreta: es

una apuesta por la vida, por la vida digna y libre, buena y feliz para todos; por eso se

vuelca esencialmente hacia aquellos cuya dignidad y felicidad están más amenazadas.

Testigos de ello son los profetas.

El pueblo también aprendió que responder a ese proyecto de Dios, como personas

y como pueblo, entrañaba un compromiso. ¿Qué hay que hacer para estar en relación

con Dios?, ¿de qué manera tiene sentido darle culto? Pues comportándose como Dios

se comportó con ellos cuando eran esclavos. De ahí el estribillo que se repite

incansablemente a lo largo de todo el Antiguo Testamento: «porque es eterna su

misericordia», así como la preocupación permanente de atención al «pobre, al

huérfano y a la viuda», los más débiles y vulnerables de la sociedad de aquellos

tiempos. De ahí también la voz de los profetas, que denuncian que se dé culto a Dios

mientras se silencia la voz de aquellos por quien Dios se preocupa especialmente.

Israel experimentó muchas veces que este Dios le desconcertaba y que no encajaba

en sus esquemas. En este pueblo tenemos que situar a Jesús de Nazaret, quien desvela

y hace transparente de forma plena y definitiva esta imagen presentida y sentida por

Israel del Dios compasivo y misericordioso.

Así recoge y expresa la misericordia de Dios el papa Francisco

«“Es propio de Dios usar misericordia y especialmente en esto se manifiesta su

omnipotencia”. Las palabras de santo Tomás de Aquino muestran cuánto la misericordia

divina no sea en absoluto un signo de debilidad, sino más bien la cualidad de la

omnipotencia de Dios. Es por esto que la liturgia, en una de las colectas más antiguas,

invita a orar diciendo: “Oh, Dios que revelas tu omnipotencia sobre todo en la

misericordia y el perdón”. Dios será siempre para la humanidad como Aquel que está

presente, cercano, providente, santo y misericordioso» (MV, 6).

«“Paciente y misericordioso” es el binomio que a menudo aparece en el Antiguo

Testamento para describir la naturaleza de Dios. Su ser misericordioso se constata

concretamente en tantas acciones de la historia de la salvación donde su bondad

prevalece por encima del castigo y la destrucción. Los Salmos, en modo particular,

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destacan esta grandeza del proceder divino: “Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus

dolencias; rescata tu vida del sepulcro, te corona de gracia y de misericordia” (103, 3-4).

De una manera aún más explícita, otro Salmo testimonia los signos concretos de su

misericordia: “Él Señor libera a los cautivos, abre los ojos de los ciegos y levanta al

caído; el Señor protege a los extranjeros y sustenta al huérfano y a la viuda; el Señor ama

a los justos y entorpece el camino de los malvados” (146, 7-9). Por último, he aquí otras

expresiones del salmista: “El Señor sana los corazones afligidos y les venda sus heridas.

[...] El Señor sostiene a los humildes y humilla a los malvados hasta el polvo” (147, 3.6).

Así pues, la misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con

la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en

lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir que se trata realmente de

un amor “visceral”. Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural,

hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón» (MV, 6).

«“Eterna es su misericordia”: es el estribillo que acompaña cada verso del Salmo 136

mientras se narra la historia de la revelación de Dios. En razón de la misericordia, todas

las vicisitudes del Antiguo Testamento están cargadas de un profundo valor salvífico. La

misericordia hace de la historia de Dios con Israel una historia de salvación. Repetir

continuamente “Eterna es su misericordia”, como lo hace el Salmo, parece un intento por

romper el círculo del espacio y del tiempo para introducirlo todo en el misterio eterno del

amor. Es como si se quisiera decir que no solo en la historia, sino por toda la eternidad el

hombre estará siempre bajo la mirada misericordiosa del Padre. No es casual que el

pueblo de Israel haya querido integrar este Salmo, el grande hallel como es conocido, en

las fiestas litúrgicas más importantes» (MV, 7).

«Antes de la Pasión Jesús oró con este Salmo de la misericordia. Lo atestigua el

evangelista Mateo cuando dice que “después de haber cantado el himno” (26, 30), Jesús

con sus discípulos salieron hacia el Monte de los Olivos. Mientras instituía la eucaristía,

como memorial perenne de Él y de su Pascua, puso simbólicamente este acto supremo de

la Revelación a la luz de la misericordia. En este mismo horizonte de la misericordia,

Jesús vivió su pasión y muerte, consciente del gran misterio del amor de Dios que se

habría de cumplir en la cruz. Saber que Jesús mismo hizo oración con este Salmo, lo hace

para nosotros los cristianos aún más importante y nos compromete a incorporar este

estribillo en nuestra oración de alabanza cotidiana: “Eterna es su misericordia”» (MV, 7).

Expresión de fe: lo que creemos lo celebramos y vivimos

a) Fe confesada: a la luz de la revelación bíblica, la Iglesia entiende la misericordia

como el amor de Dios poniéndose en marcha, sale para hacerse acción, ayuda,

justicia, paz. Misericordia es la clave para indicar y comprender el actuar de Dios.

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Así lo recoge y enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «Dios misericordioso y

clemente».

«Tras el pecado de Israel, que se apartó de Dios para adorar al becerro de oro (cf. Ex 32),

Dios escucha la intercesión de Moisés y acepta marchar en medio de un pueblo infiel,

manifestando así su amor (cf. Ex 33, 12-17). A Moisés, que pide ver su gloria, Dios le

responde: “Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad (belleza) y pronunciaré delante de

ti el nombre de YHWH” (Ex 33, 18-19). Y el Señor pasa delante de Moisés, y proclama:

“Señor, Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y

fidelidad” (Ex 34, 5-6). Moisés confiesa entonces que el Señor es un Dios que perdona

(cf. Ex 34, 9)» (CCE, 210).

«El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús

en la parábola llamada “del hijo pródigo”, cuyo centro es “el padre misericordioso” (Lc

15, 11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la

miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la

humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear

alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes

perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino

del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos

propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son

símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que

vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Solo el corazón de Cristo, que

conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su

misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza» (CCE, 1439).

b) Fe celebrada: lo hacemos con un salmo muy querido para Israel y recitado

frecuentemente por la Iglesia. Procuremos actualizarlo en nuestra vida:

Salmo 136: Himno al amor eterno de Dios.

Dad gracias al Señor porque es bueno: | porque es eterna su misericordia. Dad

gracias al Dios de los dioses: | porque es eterna su misericordia. Dad gracias al

Señor de los señores: | porque es eterna su misericordia. Solo él hizo grandes

maravillas: | porque es eterna su misericordia.

Él hizo sabiamente los cielos: | porque es eterna su misericordia. Él afianzó sobre

las aguas la tierra: | porque es eterna su misericordia. Él hizo lumbreras gigantes: |

porque es eterna su misericordia. El sol para regir el día: | porque es eterna su

misericordia. La luna y las estrellas para regir la noche: | porque es eterna su

misericordia.

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Él hirió a Egipto en sus primogénitos: | porque es eterna su misericordia. Y sacó a

Israel de aquel país: | porque es eterna su misericordia. Con mano poderosa, con

brazo extendido: | porque es eterna su misericordia.

Él dividió en dos partes el mar Rojo: | porque es eterna su misericordia. Y condujo

por en medio a Israel: | porque es eterna su misericordia. Arrojó en el mar Rojo al

faraón y a su ejército: | porque es eterna su misericordia.

Guio por el desierto a su pueblo: | porque es eterna su misericordia. Él hirió a reyes

famosos: | porque es eterna su misericordia. Dio muerte a reyes poderosos: | porque

es eterna su misericordia. A Sijón, rey de los amorreos: | porque es eterna su

misericordia.

Y a Hog, rey de Basán: | porque es eterna su misericordia. Les dio su tierra en

heredad: | porque es eterna su misericordia. En heredad a Israel su siervo: | porque

es eterna su misericordia. En nuestra humillación | se acordó de nosotros: | porque

es eterna su misericordia. Y nos libró de nuestros opresores: | porque es eterna su

misericordia.

Él da alimento a todo viviente: | porque es eterna su misericordia. Dad gracias al

Dios del cielo: | porque es eterna su misericordia.

c) Fe vivida: proponemos algunas actitudes cristianas y preguntas para interiorizar en

nosotros.

− Leer Ex 3, 7-10 y prestar atención a los verbos en los que subyacen la

misericordia o compasión de Dios.

− Admiración, sorpresa, confianza y gratitud porque el Dios Omnipotente, Justo y

Sabio es, sobre todo, Misericordioso.

− Asumir desde la misericordia toda nuestra historia personal y colectiva, con sus

logros y fracasos, incluso la debilidad y el pecado, para apreciar la realidad de

hombres y mujeres nuevos.

− En actitud contemplativa, con los ojos cerrados y en silencio, dejar que resuene

en nuestro interior la palabra misericordia. Para ello: tomar conciencia de si

surgen otras palabras asociadas como ternura, amor, compasión...; dejar que

estas palabras traigan recuerdos y experiencias, vividas personalmente o por

otros; saborearlas en el interior.

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Para la reflexión y el diálogo

− ¿Qué imagen de Dios tengo en este momento de mi vida?

− ¿Qué sentimientos produce en mí la parábola del hijo pródigo o del padre de la

misericordia? ¿Con cuál de los tres personajes me identifico hoy? ¿Con cuál

debería identificarme?

− ¿Qué pensamientos, sentimientos y realidades produce en mí la palabra

“misericordia”?

− ¿Qué parte de mí, de mi cuerpo, escogería como símbolo de la misericordia?

«Las situaciones de miseria son para Dios

ocasiones de misericordia»

(papa Francisco).

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II

Jesucristo es el rostro

de la misericordia del Padre (Cfr. Jn 14, 9)

La misericordia tiene forma y nombre: Jesucristo

Núcleo temático

La misericordia de Dios se ha hecho personal y conmovedoramente cercana en la vida, en

las palabras, en los gestos, en el mensaje, en la Pasión, en la muerte y en la Resurrección de

Jesucristo. En él, la misericordia de Dios se retrata de cuerpo entero. En él, Dios nos revela

plenamente su rostro misericordioso; tanto, que podemos decir: la misericordia se llama

Jesucristo.

Objetivo

Buscar y recoger las palabras, los gestos, las enseñanzas y la conducta de Jesús donde se

refleja en profundidad la riqueza de la misericordia de Dios. Jesús es la transparencia del

Dios que se/nos conmueve.

Experiencia humana

Com-padecer, com-prender y acoger al prójimo, al próximo

Son muchos y variados lo medios de comunicación que cada día, mañana y tarde, nos

ofrecen cantidad de imágenes y noticias: guerras y éxodos, hambre y accidentes,

violencia de género y asesinatos, rupturas y corrupciones, pateras que llegan a

nuestras costas, inmigrantes que resisten y esperan en las fronteras... De todo ello

tenemos noticia casi al mismo tiempo que los hechos están sucediendo, en ocasiones

con imágenes transmitidas en tiempo real. Somos tele-espectadores de programas que

nos acercan a situaciones espeluznantes y que producen en nosotros sentimientos

encontrados, imágenes que nos conmocionan. Así recordamos el caso de Aylán, el

niño sirio, muerto en la orilla del mar. Sucedió el 2 de septiembre de 2015.

Aylán Kurdi era un niño sirio de tres años de edad. ¡Un encanto! La secuencia

fotoperiodística que acaeció en la playa turca de Ali Hoca Burnu, al tiempo que

conmocionaba al planeta, tanto por la ternura que irradiaba como por la crisis

humanitaria que siguen viviendo miles de sirios en busca de una oportunidad fuera de

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su país en guerra, quedará grabada por mucho tiempo en la retina y en el corazón de

muchos. Sí, aquella fotografía de Aylán, vestido con una camiseta roja y un pantalón

corto azul, tendido en la arena y acunado por las olas, permanecerá en el recuerdo

entrañable de hombres y mujeres, jóvenes y adultos, de los cinco continentes. El niño

yace boca abajo en la arena, no estaba jugando, ni bañándose, estaba muerto en la

orilla, después de que naufragara el bote hinchable en el que su familia, procedente

de Kobane, había salido de Turquía hacia la isla griega de Kos. Cuatro de sus seis

ocupantes murieron, entre ellos Galib, hermano de Aylán, y la madre de ambos,

Rihan. Y a Abdullah, el padre y esposo, cargado de dolor, le tocó identificar los

cadáveres en la morge.

Contemplando la foto, parece que el mar quisiera decirnos: ahí tenéis al niño,

nacido del agua, ahogado en el agua. Nadie lo ha salvado como al pequeño Moisés, el

libertador. Os lo devuelvo para que vuestra conciencia despierte. Una imagen que nos

avergüenza y conmueve y que, proféticamente, parece el símbolo de una humanidad

que naufraga. Y nosotros no somos inocentes. Vivimos en un mundo que, como dice

el papa Francisco, tiembla ante la bajada de la Bolsa y no se inmuta por el pobre que

muere en una noche de frío a la puerta de casa.

Aylán, que significa “halo de luz”, nos pone a cada uno en nuestro sitio y nos

llama a ser responsables, a dejar las teorías a un lado, por bonitas que parezcan, y

bajar al terreno del vivir en cristiano, al terreno del compromiso personal y social. Y

a través de ese niño tumbado en la arena de la playa, donde las aguas parecen haberse

convertido en un mar de lágrimas de miles de niños, de madres y de hombres

desesperados, Jesús, que sabía de lagos y playas, de sollozos y de prójimos, se dirige

a cada uno de nosotros y nos vuelve a recordar la parábola del Buen Samaritano.

Palabra de Dios

Lc 10, 25-37: El Buen Samaritano, icono de la alteridad y gratuidad.

De la compasión al cuidado.

Una página entrañable. Un hermoso mensaje. Una provocadora parábola. Jesús ha

comenzado con sus discípulos el camino hacia Jerusalén y se encuentra con un doctor

de la Ley con quien mantiene una interesante conversación. En ella, el doctor intenta

ponerlo a prueba con una de las cuestiones más debatidas entre los grupos religiosos

de su tiempo: «¿Cuál es el mandamiento más importante de la Ley del que depende la

vida eterna?». Y Jesús le contestó con la parábola del Buen Samaritano. Veamos:

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En esto se levantó un maestro de la ley y le preguntó para ponerlo a prueba:

«Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». Él le dijo: «¿Qué

está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?». Él respondió: «Amarás al Señor, tu

Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu

mente. Y a tu prójimo como a ti mismo». Él le dijo: «Has respondido

correctamente. Haz esto y tendrás la vida». Pero el maestro de la ley, queriendo

justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?». Respondió Jesús diciendo:

«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que

lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por

casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó

de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y

pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó a donde estaba él y, al

verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y

vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al

día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él,

y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”. ¿Cuál de estos tres te

parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». Él dijo: «El

que practicó la misericordia con él». Jesús le dijo: «Anda y haz tú lo mismo».

Si el Samaritano nos cogiera a nosotros de la mano, ¿qué nos diría y hacia dónde nos

llevaría? Más que escucharle, pues parece hombre de pocas palabras, mejor es que

contemplemos la escena descrita por Jesús, recordando que un icono no es el reflejo

de lo que ya vivimos y somos, sino que nos manifiesta lo Otro, lo que aún no somos,

la distancia de conversión que tenemos que recorrer, y nos pone frente a la mirada

que nos adentra en nosotros mismos y nos permite acceder al verdadero rostro del

prójimo ¿Nos descubrirá también este icono lo que habitaba en la interioridad de

Jesús y que, quizás sin pretenderlo, pintó en él sus propios rasgos?

Contemplemos la escena como si estuviéramos dentro de ella: nos sorprende el

realismo lúcido del evangelista que no ahorra los tonos sombríos: un asalto de

bandidos, un hombre despojado, tirado en la cuneta y medio muerto y dos transeúntes

cualificados que pasan de largo. En el fondo nos resulta inevitable no pensar en el

bandidaje de nuestro mundo, sus víctimas olvidadas en los márgenes de la exclusión,

la indiferencia de los que pasan o pasamos, atareados en nuestros propios asuntos...

Y cuando la historia parecía obstinada en el hacernos creer que el mal tiene la

última palabra de la cosas y que la situación es fatalmente irremediable, Lucas hace

surgir otra figura en el horizonte precedida de una pequeña marca gramatical,

concretamente de una preposición adversativa, que nos pone en vilo: «pero un

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samaritano...». ¿Qué nos querrá decir? ¿No nos estará comunicando algo de cómo

mira Jesús la historia? Porque en medio de tantos signos de muerte, el Samaritano no

parece poseer muchos recursos, no pertenece a ningún centro de poder que lo

respalde y le garantice influencia; es extranjero, viaja solo y no cuenta más que con

sus alforja y su montura, pero tiene la mirada interior y su corazón ha vibrado al

ritmo de Otro. Es entonces cuando hace el gesto, mínimo e inmenso, de aproximarse

al hombre caído. Cuando el sacerdote y el levita lo han esquivado, preguntándose:

¿qué me pasará a mí si atiendo a este?, sin que dejara mella en ellos, el Samaritano se

siente afectado por el herido y se pregunta: ¿qué le pasará a este si yo no lo atiendo?

Y se hace responsable de su desamparo. La urgencia de tender la mano al que lo

necesita pospone todos sus proyectos e interrumpe su itinerario. La inquietud por la

vida amenazada del otro predomina sobre sus propios planes y hace emerger lo mejor

de su humanidad: un yo desembarazado de sí mismo. Es un extranjero al que ningún

parentesco ni solidaridad étnica obligaba a atender a otro, pero se ha detenido a

socorrerle; es un viajero que ha descendido de su cabalgadura, ha cambiado su

itinerario y se ha arrodillado junto a otro hombre; es un cismático que, sin embargo,

se ha comportado como el guardián de su hermano y ha hecho lo necesario para que

el otro viva.

A lo largo de la narración, como en tantas otras, escuchamos las palabras que Jesús

dirige a los personajes y asistimos a su acción creadora y recreadora sobre ellos. Él es

el verdadero protagonista de la escena y quien diseña las estrategias del escenario.

Entre otras claves destacamos:

a) Jesús traza los rasgos del Samaritano haciendo su propio autorretrato: en la

imagen del hombre que se acercó al herido movido de compasión, vemos reflejados

los valores, convicciones y preferencias del propio Jesús, su teología y su catequesis,

su imagen del Reino, su crítica profética, aquello a lo que le da importancia y a lo que

no (culto, templo, observancia...), lo que considera pecado, omisión o virtud, su

propuesta de conducta. El icono del Samaritano se convierte así en la versión

pictórica de las bienaventuranzas.

b) Jesús se muestra profundamente atento e interesado por la interioridad de sus

interlocutores: lee en el corazón del Escriba la intención de ponerle a prueba y más

tarde de justificarse; del Samaritano subraya que fue la compasión la que estuvo en el

origen de su comportamiento hacia el herido.

c) Jesús, poseído por el fuego del Espíritu de Dios y apasionado por su justicia,

cuestiona, sacude y despoja a sus oponentes de cualquier pretexto o componenda que

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los aleje o distraiga de la verdad original que les afecta de manera ineludible: Dios

como Padre y los seres humanos como prójimos; más aún, como hermanos.

d) Jesús le da un nombre nuevo al Samaritano: este, que también había entrado en

escena de manera anónima y solo identificado por su pertenencia étnica, desvela al

final su verdadera identidad: la misericordia que lo habitaba le ha hecho comportarse

como prójimo de quien le necesitaba para continuar viviendo. Recibe de Jesús un

nombre nuevo: «el que tuvo compasión».

Jesús, transparencia del Dios que se/nos conmueve

«No llores. Levántate…» (Lc 7, 13-17)

Llegada la «plenitud de los tiempos», la misericordia divina se encarna en Jesús.

La ternura de Dios se manifiesta en el corazón sensible de Jesús: «La revelación del

amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre:

Jesucristo» (RH, 9). Él es la encarnación y personificación de la delicadeza, lealtad,

nobleza, fidelidad, finura y cariño de Dios. Por eso podemos decir que Jesucristo es la

misericordia.

Al comienzo de su vida pública, en la sinagoga de Nazaret y leyendo a Isaías, el

mismo Jesús hace una declaración programática de su misión: «El Espíritu del Señor

está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a

proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los

oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19).

Poco más tarde, cuando los discípulos de Juan el Bautista le preguntan si él es el

Mesías esperado, les responde: «Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los

ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los

muertos resucitan, los pobres son evangelizados» (Lc 7, 22-23).

Ambos episodios nos indican que en la conciencia de Jesús la prueba fundamental

de su misión es hacer presente el amor y la misericordia de Dios, especialmente con

los pobres, enfermos, débiles y pecadores. Lo que sucede también cuando en un

banquete los fariseos se escandalizan de que Jesús trate con pecadores, y él les

explica la causa: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos.

Andad, aprended lo que significa misericordia quiero y no sacrificio: que no he

venido a llamar a justos sino a pecadores» (Mt 9, 12-13).

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Pero ¿de dónde le brota a Jesús este modo de ser, saber y hacer? Los evangelistas

se detienen en señalar, ya desde el comienzo de su vida pública, de dónde le brotaba

su modo de ser y de actuar y coinciden en la experiencia única, íntima y singular de

su relación con Dios, su Padre, de su amor entrañable con Él. Experiencia que

configura su vida: transparentar la presencia salvadora de Dios, descubierto como

misericordia. ¿Y cómo es Jesús transparencia del Dios misericordioso? Siendo y

haciéndose él mismo misericordia en acción: en su modo de ser y actuar, en sus

palabras y sus gestos, en su modo de relacionarse y en los lugares a los que se dirige.

Veamos:

a) Jesús transparenta a un Dios que se mueve: Jesús se mueve en los lugares

cotidianos de las personas normales, llega a sus pueblos, entra en sus casas, camina

junto al lago, recorre los caminos de Galilea, se desplaza hacia Judea... El Dios que

Jesús hace presente no está atado a condiciones para encontrarse con la gente ni está

encerrado en los límites sagrados de determinados lugares. Y esto que a nosotros nos

puede parecer normal, sorprendió a los fariseos y saduceos de su tiempo (Lc 6, 1-19;

Mt 15, 21-31).

b) Jesús transparenta a un Dios que sale al encuentro: en estos desplazamientos,

Jesús se encuentra y entra en relación con todo tipo de personas: con ricos y pobres,

con sanos y enfermos, con justos y pecadores. A todos anuncia la buena noticia del

reino de Dios, les muestra el rostro del Padre y les ofrece su amor, a todos,

especialmente a los más necesitados (Lc 4, 31-44; Mc 3, 7-12).

c) Jesús transparenta a un Dios que se acerca a las periferias: Jesús tiene como

privilegiados a los que viven en los márgenes de la sociedad. Hombres y mujeres que

son víctimas de una sociedad injusta, opresora y engañosa; hombres y mujeres que

viven en la desesperanza de la pobreza y en la marginación social. Todos estos son

los preferidos del reino de Dios, que se parece a un banquete de bodas donde son

invitados a participar (Lc 10, 37-43; Mc 7, 24-37).

d) Jesús transparenta a un Dios que se le conmueven las entrañas: Los encuentros

de Jesús con las personas están cargados de una profunda humanidad y marcados por

la gratuidad y cercanía. Jesús se detiene, mira a los ojos, escucha, pregunta, toca y se

deja tocar... Cuando Jesús descubre el sufrimiento y el dolor en el rostro de los que se

acercan y a los que él se acerca, se conmueve. Más concretamente, el evangelio

señala que a Jesús se le conmueven las entrañas, lo que hace referencia a la persona

entera y tiene que ver con sentimientos de ternura, de compasión, de ponerse en la

piel del otro y sentir con él. En el fondo significa que Jesús se hace cargo del

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sufrimiento de otro y se deja tocar, coger, por la vulnerabilidad de otro, por eso se

sobrecoge, es decir, sus entrañas se conmueven (Mt 9, 18-31; Mc 1, 40-45).

La misericordia en Jesús es siempre una misericordia generadora de vida: genera

acogida, sanación, liberación. Una misericordia que se moviliza ante todo lo que ata y

oprime a la persona: el pecado y el dolor, la injusticia y la mentira, la opresión y la

muerte; y le devuelve gracia y salud, justicia y verdad, libertad y vida. Aspectos que

quedan reseñados en las parábolas de la misericordia y del perdón. Pero el lugar en el

que, de forma radical, Jesús desvela y transparenta la misericordia de Dios y llega su

compasión es la cruz, la Pascua. En ella derrocha todo su amor, asume el dolor, el

pecado y la muerte hasta el final; y lo vence con amor en el Amor.

Así recoge y expresa la misericordia de Dios el papa Francisco

«Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre. El misterio de la fe cristiana parece

encontrar su síntesis en esta palabra. Ella se ha vuelto viva, visible y ha alcanzado su

culmen en Jesús de Nazaret. El Padre, “rico en misericordia” (Ef 2, 4), después de haber

revelado su nombre a Moisés como “Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira, y

pródigo en amor y fidelidad” (Ex 34, 6) no ha cesado de dar a conocer en varios modos y

en tantos momentos de la historia su naturaleza divina. En la “plenitud del tiempo” (Gal

4, 4), cuando todo estaba dispuesto según su plan de salvación, Él envió a su Hijo nacido

de la Virgen María para revelarnos de manera definitiva su amor. Quien lo ve a Él ve al

Padre (cf. Jn 14, 9). Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su

persona revela la misericordia de Dios» (MV, 1).

«Con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos percibir el amor de la

Santísima Trinidad. La misión que Jesús ha recibido del Padre ha sido la de revelar el

misterio del amor divino en plenitud. “Dios es amor” (1 Jn 4, 8.16), afirma por la primera y

única vez en toda la Sagrada Escritura el evangelista Juan. Este amor se ha hecho ahora

visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su persona no es otra cosa sino amor. Un amor

que se dona gratuitamente. Sus relaciones con las personas que se le acercan dejan ver algo

único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas

pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia. En Él

todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión» (MV, 8).

«Jesús, ante la multitud de personas que lo seguían, viendo que estaban cansadas y

extenuadas, perdidas y sin guía, sintió desde lo profundo del corazón una intensa

compasión por ellas (cf. Mt 9, 36). A causa de este amor compasivo curó los enfermos

que le presentaban (cf. Mt 14, 14) y con pocos panes y peces calmó el hambre de grandes

muchedumbres (cf. Mt 15, 37). Lo que movía a Jesús en todas las circunstancias no era

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sino la misericordia, con la cual leía el corazón de los interlocutores y respondía a sus

necesidades más reales. Cuando encontró la viuda de Naim, que llevaba su único hijo al

sepulcro, sintió gran compasión por el inmenso dolor de la madre en lágrimas, y le

devolvió a su hijo resucitándolo de la muerte (cf. Lc 7, 15). Después de haber liberado el

endemoniado de Gerasa, le confía esta misión: “Anuncia todo lo que el Señor te ha hecho

y la misericordia que ha obrado contigo” (Mc 5, 19). También la vocación de Mateo se

coloca en el horizonte de la misericordia. Pasando delante del banco de los impuestos, los

ojos de Jesús se posan sobre los de Mateo. Era una mirada cargada de misericordia que

perdonaba los pecados de aquel hombre y, venciendo la resistencia de los otros

discípulos, lo escoge a él, el pecador y publicano, para que sea uno de los Doce. San

Beda el Venerable, comentando esta escena del Evangelio, escribió que Jesús miró a

Mateo con amor misericordioso y lo eligió: miserando atque eligendo. Siempre me ha

cautivado esta expresión, tanto que quise hacerla mi propio lema» (MV, 8).

«En las parábolas dedicadas a la misericordia, Jesús revela la naturaleza de Dios como la

de un Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado y

superado el rechazo con la compasión y la misericordia. Conocemos estas parábolas; tres

en particular: la de la oveja perdida y de la moneda extraviada, y la del padre y los dos

hijos (cf. Lc 15, 1-32). En estas parábolas, Dios es presentado siempre lleno de alegría,

sobre todo cuando perdona. En ellas encontramos el núcleo del Evangelio y de nuestra fe,

porque la misericordia se muestra como la fuerza que todo vence, que llena de amor el

corazón y que consuela con el perdón» (MV, 9).

Expresión de fe: aquello que creemos lo confesamos

a) Fe confesada: Jesús se acerca, regala y contagia la misericordia de Dios.

Así lo recoge y enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: Dios «entregó a su

Hijo».

«El Nombre divino “Yo soy” o “Él es” expresa la fidelidad de Dios que, a pesar de la

infidelidad del pecado de los hombres y del castigo que merece, “mantiene su amor por

mil generaciones” (Ex 34, 7). Dios revela que es “rico en misericordia” (Ef 2, 4) llegando

hasta dar su propio Hijo. Jesús, dando su vida para librarnos del pecado, revelará que Él

mismo lleva el Nombre divino: “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces

sabréis que Yo soy” (Jn 8, 28)» (CCE, n. 211).

«¿A quién promete Jesús el “reino de Dios”? Dios quiere “que todos se salven y lleguen

al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4). El “reino de Dios” comienza en las personas

que se dejan transformar por el amor de Dios. Según la experiencia de Jesús son sobre

todo los pobres y los pequeños. Incluso las personas que están alejadas de la Iglesia

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encuentran fascinante que Jesús, con una especie de amor preferencial, se dirija primero a

los excluidos sociales. En el sermón de la montaña son los pobres y los que lloran, las

víctimas de la persecución y de la violencia, todos los que buscan a Dios con un corazón

puro, todos los que buscan su misericordia, su justicia y su paz, los que tienen un acceso

preferente al reino de Dios. Los pecadores son especialmente invitados: “No necesitan

médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores”

(Mc 2, 17)» (Youcat, 89).

«Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los

pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos (cf. Mt 9, 13; Os 6, 6). Llegó

incluso a dejar entender que compartiendo la mesa con los pecadores (cf. Lc 15, 1-2), los

admitía al banquete mesiánico (cf. Lc 15, 22-32). Pero es especialmente al perdonar los

pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas

dicen, justamente asombradas, “¿Quién puede perdonar los pecados sino solo Dios?” (Mc

2, 7). Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema porque es un hombre que pretende

hacerse igual a Dios (cf. Jn 5, 18; 10, 33) o bien dice verdad y su persona hace presente y

revela el Nombre de Dios (cf. Jn 17, 6-26)» (CCE, n. 589).

b) Fe celebrada: lo hacemos recitando el Sal 117, un himno de alabanza en el que

todos nos sentimos invitados a alabar el amor fiel de Dios. Este salmo lo hacemos

canto propio en la Pascua de nuestro Señor Jesucristo.

Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo. Dad gracias al

Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

Que lo diga la casa de Israel: es eterna su misericordia. Que lo diga la casa de Aarón: es

eterna su misericordia. Que lo digan los fieles del Señor: es eterna su misericordia.

c) Fe vivida: nos dejamos llevar de las actitudes del Buen Samaritano y las

personalizamos.

La actitud del Samaritano contrasta con la de otros personajes que le acompañan en la

narración. El Escriba escéptico que pregunta: ¿qué tengo que hacer?, pero sin

implicar su vida, como el sacerdote y el levita, tan preocupados por acudir al culto

que no le queda tiempo ni atención para el hombre herido de la cuneta. Dichos

personajes, distraídos y dispersos en sus propios proyectos, planes, ocupaciones o

reflexiones, representan aquello en lo que buscamos eficacia, realización, ocupación

para nuestra hiperactividad... Los presentimos llenos de deseos parásitos: llegar al

templo, ser puros, que no les permiten vivir centrados en lo esencial, que en aquel

momento consistía en atender al hombre tirado al borde del camino. Proponemos las

siguientes actitudes:

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− Apertura de los sentidos: atención de su mirada, de sus oídos, de su olfato para

darse cuenta de que en el borde del camino alguien necesitaba ayuda.

− Flexibilidad: disponibilidad para renunciar a los propios proyectos, como llegar

al templo, ser capaces de renunciar a ellos y descentrarse, desplazarse, para

poner al herido en el centro.

− Ascética del presente: el sacerdote y el levita están pendientes de un después,

llegar al templo, mientras que el Samaritano está entero en el ahora de los

personajes que entran en su vida de manera imprevista y que reclaman atención

en el presente, no después.

− Capacidad de conducta alternativa: según la ley vigente, tocar un cadáver

suponía incurrir en impureza ritual y el herido de la cuneta podía estar muerto.

Por eso, los que dan un rodeo, están comportándose correctamente dentro de la

estricta legalidad; pero el Samaritano opta por una actitud “contracultural”, se

atreve a romper con la corriente dominante y adopta posturas alternativas que,

sin embargo, son las que se revelan como acertadas.

− Capacidad de gratuidad: nada podía hacer prever al Samaritano que iba a sacar

algún provecho por portarse así con el herido que, al parecer, le acarreó más

pérdidas que ganancias; ni siquiera hay por parte de este una palabra de

agradecimiento que pueda compensarle. Y es que el Samaritano ha entrado en

otro plano, el de la gratuidad, fuera de todo cálculo y de toda medida. Y ha

acertado, porque esa es la esfera de Jesús.

Para la reflexión y el diálogo

− Reflexiono y jerarquizo esas cinco actitudes en mi vida, hoy.

− ¿Qué me evoca Aylán, el niño sirio muerto en la playa, y qué me provoca?

− ¿Qué sentimientos produce en mí la parábola del Buen Samaritano? ¿Con cuál

de los personajes me identifico? ¿Con cuál debería identificarme?

− Canto en mi interior el Sal 117 y añado otras estrofas en las que se exprese hoy,

en mi vida personal y en entorno donde me muevo, que «es eterna su

misericordia».

«¿Por qué te convertiste?

Porque busqué el amor y encontré a Jesús» (Edith Stein).

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III

La Iglesia,

por la acción del Espíritu Santo

es sacramento de misericordia (Cfr. Tit 3, 5)

La Iglesia acoge, transmite y practica la misericordia

Núcleo temático

Si la misericordia de Dios se ha hecho presente, patente y operante en Jesucristo, la

misericordia de Cristo está llamada a hacerse también presente, patente y operante en la

Iglesia. Ella lleva en su mismo “código genético” la marca de la misericordia.

Objetivo

Percibir y sentir la identidad de la Iglesia como sacramento de la misericordia de Cristo y

señalar los signos que el Espíritu Santo despierta y suscita en ella que reconoce claramente;

anuncia explícitamente; celebra sacramentalmente; practica personal y comunitariamente; y

pide humildemente la misericordia de Dios encarnada en Jesucristo.

Experiencia humana

De la invitación a la oportunidad, de la miseria a la misericordia

Ser testigos de la misericordia conlleva “salir”, salir de nosotros mismos para vivir en

las periferias la experiencia de encuentro; para ello, hay que atreverse a cruzar

fronteras hacia el que es distinto y distante de mí, pueden ser fronteras físicas,

morales o cordiales y abrir espacios donde tejer relaciones gratuitas, donde aprender a

mirar la vida desde “esos otros” distintos, a veces excluidos. Abrir los ojos al entorno

que nos envuelve, acá y allá, y afinar la mirada, porque no desde todos los sitios se ve

lo mismo. Más que aquello de «todo es del color del cristal con que se mira»,

podemos parafrasear diciendo que todo es según el «dolor con que se mira». Y este

elegir desde donde mirar no nace primordialmente de una decisión ética o moral, sino

que la relación con Jesús va imprimiendo en nosotros esas periferias. De él

aprendemos que existen espacios privilegiados desde donde mirar y a donde mirar. El

siguiente testimonio nos llega desde Cuba, allende los mares.

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Aída es una hermosa mujer, de formación sólida (había sido maestra) y de fe

inquebrantable, que perdió a su marido, Emilito, después de vivir con él más de 60

años. Es de los pocos matrimonios que se casó por la Iglesia. No tuvieron hijos. Al

fallecer su marido, ha pasado un tiempo desamparada, sola, desconsolada, dejada por

completo y casi ciega por no operarse de cataratas.

A las hermanas del Amor de Dios nos quiere mucho, ella nos considera su familia.

Nosotras estuvimos presentes ya antes de la enfermedad de Emilito, pues, al ser un

matrimonio mayor de la Iglesia, los visitábamos, les dábamos la comunión y les

cantábamos cantos que ellos pedían. Esto no lo hacíamos solas, mucha gente de la

Iglesia estaba pendiente de ellos. Por la edad, la limpieza de sus personas y de la casa

era pésima, incluso tenían animales, llegando a coger la enfermedad de la sarna. Por

las únicas que se dejaba aconsejar y ayudar era por nosotras, que la escuchamos y

hacíamos por ellos lo que está a nuestro alcance.

En toda la enfermedad de Emilito, desde que se cayó hasta que falleció, hicimos lo

que pudimos por los dos. Luchamos juntos para que fueran atendidos. Con la

enfermedad del marido, invitamos a médicos conocidos a que lo visitaran en su casa,

después lo llevamos al hospital. Fueron meses de búsqueda, sin resultados. Después

de luchar tanto, pudimos conseguir una silla de ruedas. Cuando llegó, Emilito se puso

muy contento. Horas más tarde, cayó en coma y falleció. Aída no olvida la lucha que

mantuvimos con ella para ayudarles. Con nosotras está muy agradecida.

Después de fallecer Emilito, Aída no soltaba el llanto. Se agarró a la foto de su

marido y se echó a morir. Nosotras le llevamos la comida, la consolamos y

escuchamos todos los días la repetición de su queja. Fueron muchos años de amor y

compañía con su esposo. Le aconsejamos que metiera en su casa a una familia que

podría ayudarla. Aída se negaba; tenía miedo de que le hicieran daño. Al fin se dejó

ayudar, y desde hace dos meses vive con ella una familia del campo, que la cuida. El

cambio que ha dado es radical. El Señor hace maravillas con sus pobres. Ella está

bien atendida, tranquila y contenta con los miembros de esa familia que ha entrado en

su casa, que hasta el momento está portándose muy bien con ella. Nosotras seguimos

visitándola y dando gracias a Dios por ella. Hace un mes la han operado de un ojo y

está como una niña con zapatos nuevos, feliz de poder ver.

Esta es la historia de Aída; se va a poner contenta cuando sepa que la van a

publicar. Oren para que nos dejemos todos renovar en entusiasmo por Dios y por

darlo a conocer.

(Hna. Antonia Valverde Fernández, Hermana del Amor de Dios. Misionera en Cuba)

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Palabra de Dios

Jn 4, 5-42: la Samaritana, envuelta en la misericordia de Jesús

es llevada de la conversación a la conversión.

Llegó Jesús a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca del campo que dio

Jacob a su hijo José; allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, cansado del camino,

estaba allí sentado junto al pozo. Era hacia la hora sexta. Llega una mujer de

Samaría a sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber». Sus discípulos se habían

ido al pueblo a comprar comida. La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío,

me pides de beber a mí, que soy samaritana?» (porque los judíos no se tratan con

los samaritanos). Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que

te dice “dame de beber”, le pedirías tú, y él te daría agua viva». La mujer le dice:

«Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?;

¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y

sus hijos y sus ganados?». Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a

tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua

que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la

vida eterna». La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni

tendré que venir aquí a sacarla». Él le dice: «Anda, llama a tu marido y vuelve».

La mujer le contesta: «No tengo marido». Jesús le dice: «Tienes razón, que no

tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho

la verdad». La mujer le dice: «Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres

dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto

está en Jerusalén». Jesús le dice: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en

este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis a uno que no

conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de

los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores

adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así.

Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y verdad». La mujer

le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo».

Jesús le dice: «Soy yo, el que habla contigo».

En esto llegaron sus discípulos y se extrañaban de que estuviera hablando con una

mujer, aunque ninguno le dijo: «¿Qué le preguntas o de qué le hablas?». La mujer

entonces dejó su cántaro, se fue al pueblo y dijo a la gente: «Venid a ver un

hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será este el Mesías?». Salieron

del pueblo y se pusieron en camino adonde estaba él. Mientras tanto sus discípulos

le insistían: «Maestro, come». Él les dijo: «Yo tengo un alimento que vosotros no

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conocéis». Los discípulos comentaban entre ellos: «¿Le habrá traído alguien de

comer?». Jesús les dice: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y

llevar a término su obra. ¿No decís vosotros que faltan todavía cuatro meses para

la cosecha? Yo os digo esto: levantad los ojos y contemplad los campos, que están

ya dorados para la siega; el segador ya está recibiendo salario y almacenando

fruto para la vida eterna: y así, se alegran lo mismo sembrador y segador. Con

todo, tiene razón el proverbio: uno siembra y otro siega. Yo os envié a segar lo

que no habéis trabajado. Otros trabajaron y vosotros entrasteis en el fruto de sus

trabajos».

En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en él por el testimonio que había

dado la mujer: «Me ha dicho todo lo que he hecho». Así, cuando llegaron a verlo

los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días.

Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: «Ya no

creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es

de verdad el Salvador del mundo».

Esta página evangélica es cautivadora y profunda. En torno al tema del agua se

escenifica una precisa y preciosa catequesis cristológica y bautismal. Pero nosotros

nos quedamos en el encuentro de Jesús con la Samaritana. Respetuosa y delicada

conversación. Jesús pregunta, dialoga, argumenta, espera, intenta convencer, sugiere,

reconoce la verdad que la habita, respeta, es paciente, propone, la empuja a la misión.

Fue, es, el proceso de la conversación a la conversión por obra y gracia de la

misericordia de Jesús.

La Samaritana entra en escena también de manera anónima como “una mujer de

Samaría” y sale de ella como conocedora del manantial de “agua viva”, consciente de

ser buscada por el Padre para hacer de ella una adoradora. Su identidad transformada

la convierte de idolátrica en evangelizadora. La que hablaba de sacar el agua con

esfuerzo, ahora abandona su cántaro y se abraza en gratuidad al don de la

misericordia de Dios.

Ciertamente es una página sugestiva y sugerente. La sed de la mujer y la sed de

Jesús. El agua del pozo y el agua del Espíritu. El amor sensual y el amor espiritual.

La ley y la gracia. Los falsos dioses y el verdadero Dios. Los templos de piedra y los

templos de carne. Adoración ritual y adoración en verdad. Judíos y samaritanos.

¡Cuántos contrastes, cuántas sugerencias, cuanta hondura, cuánta belleza, cuánto

amor! Y todo fue a la hora de sexta, la hora de entrega más grande, la hora de la cruz.

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La Samaritana, la mujer de los cinco o seis maridos, la mujer de los cinco o seis

dioses, herética o idolátrica, quiere sacar agua del pozo. El agua del pozo era fresca y

buena. Limpiaba impurezas, calmaba la sed y las pasiones, fecundaba la vida. Aquel

pozo era casi sagrado, el pozo de Jacob, signo de la mejor tradición, en la que los

samaritanos podían beber la fe, la ley y la sabiduría. Si apuramos un poco, el pozo de

Jacob sería la tradición judeo-samaritana, y el agua sería la sabiduría y el temor o

respeto de Dios.

Sentado en el pozo, a la hora de sexta, la hora de la plenitud, estaba Cristo. Tenía

sed Jesús, pero él encerraba un océano de agua pura. Pediría de beber, pero él

prometía un manantial de agua viva. Quería, nada menos, que convertir aquel pozo, y

todos los pozos semejantes, en un surtidor inagotable, y aquel agua remansada en

agua viva.

Le gustaba a Jesús la “conversión”. Acababa de convertir el agua en vino. Ahora

quiere convertir el agua muerta en agua viva, el agua que limpia en agua que

engendra, el agua que sacia la sed temporalmente en agua que sacia definitivamente,

eternamente. Es lo mismo. De lo que se trata de explicar es el paso de lo antiguo a lo

nuevo, de la figura a la realidad, de la letra al espíritu, de la ley a la gracia, del temor

al amor, de la servidumbre a la filiación, de la debilidad a la fortaleza, de la

limitación a la plenitud, del espíritu al Espíritu. Es lo mismo que quería significar

Juan el Bautista cuando hablaba de superar el bautismo de agua con un bautismo de

fuego y espíritu. El fuego, el vino, el agua viva son todos signos del Espíritu, que

enciende, ilumina, emborracha y sacia definitivamente.

El Señor nos promete no solo un poquito de agua viva, sino todo un surtidor

inagotable, un manantial a borbotones, en el fondo, ser hontanar que puede dar de

beber a otros. Más tarde llegará Jesús a otras radicales y admirables

transformaciones: el agua en vino, el vino en sangre, la sangre y el agua en

sacramentos de salvación.

La Iglesia, por la acción del Espíritu Santo,

es sacramento de la misericordia de Cristo y

transparencia del Dios que se/nos conmueve

«Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos

más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40)

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Dios y los pobres son las dos pasiones continuamente “presentes” en Jesús. Dios y los

pobres son las dos asignaturas continuamente “pendientes” de la Iglesia. El Espíritu

Santo impulsa con su brisa, su viento y su fuego a la Iglesia en esta doble dirección.

Ella es «sacramento de Jesucristo al igual que Jesucristo es, en su humanidad,

sacramento de Dios». Esta afirmación del P. H. de Lubac recoge una sólida doctrina,

que aparece rubricada en muchos pasajes del Concilio Vaticano II.

Recordamos que sacramento es un signo visible de una realidad invisible en la que

Jesucristo hace transparente y operante su salvación. Por eso hemos dicho que la

Iglesia hace presente, patente y operante la misericordia. Si bien es verdad que dicho

don no queda encerrado dentro de las linderas de la Iglesia, sino también en todos los

hombres de buena voluntad en cuyo corazón actúa la gracia de modo invisible,

también es verdad que la Iglesia, por la acción del Espíritu Santo, reconoce

claramente, anuncia explícitamente, celebra sacramentalmente, practica personal y

comunitariamente y suplica humildemente la misericordia de Dios. Ser en el mundo

el sacramento de la misericordia de Dios es para la Iglesia don y tarea, sí, pero, a la

vez, una fuente perenne de interpelación y compromiso. Fiel al aforismo «procura ser

aquello que eres», entendemos que, entre el ser y el llegar a ser de la Iglesia, es el

estilo misericordioso el que debe impregnar todas sus actividades. La opción

preferencial por los pobres, la debilidad por los débiles y poner entrañas de

compasión y ternura ante los necesitados es el sello de autenticidad en el ser, saber y

hacer de la Iglesia. Así nos lo recuerda el san Juan Pablo II: «Es preciso que la Iglesia

de nuestro tiempo adquiera conciencia más honda y concreta de la necesidad de dar

testimonio de la misericordia de Dios en toda su misión» (DM, 12). Emanadas de Mt

25, 31-45, las obras de misericordia nos ofrecen pautas y criterios para calibrar

nuestra identidad cristiana.

En una sociedad como la nuestra que, a pesar de las carencias por la crisis, siempre

relativas desde el Tercer Mundo, podemos decir que, en general, pertenece al mundo

de la abundancia, los pobres pueden quedar no solo al margen de dicha sociedad, sino

también al margen de nuestra preocupación y sensibilidad, si no la cultivamos

explícitamente. El impulso de solidaridad con los pobres es un noble movimiento del

corazón humano que lleva en su fondo el discreto aliento del Espíritu Santo. Sin

embargo la sensibilidad por los pobres, la debilidad por ellos, la pasión por ellos, la

preocupación por ellos, llega a ser una clave para revisar y transformar toda nuestra

vida personal, comunitaria, espiritual, económica... Y esto es un fruto muy señalado

del Espíritu Santo, como lo son el don de la oración, la alegría, la vocación. La

sensibilidad es más que la solidaridad, porque esta es todavía sectorial, es decir, no

afecta a todas las áreas de nuestra vida, mientras que la sensibilidad es global, nos

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obliga a hacer un planteamiento de todos los aspectos de nuestra vida para ver si son

acordes a nuestro compromiso para con los pobres.

En nuestro servicio a los pobres, existe toda una espiritualidad que nos brinda

alma, vida y corazón y contiene muchos componentes: una dimensión “sensitiva y

afectiva”, que nos hace volcar nuestro interés y afecto en ellos; otra dimensión

“contemplativa”, que descubre en el rostro del ser humano sufriente al Señor

crucificado; una dimensión “humilde”, que nos humaniza contra cualquier

paternalismo; otra dimensión “profética”, que nos hace críticos ante todo

comportamiento que ignora o desprecia a los pobres; una dimensión “práctica”, que

nos conduce a revisar y cambiar nuestra vida entera a la luz de los pobres; otra es la

dimensión “imitativa”, que nos ayuda a descubrir y vivir nuestra propia pobreza

material, espiritual y moral. Todo un mundo de dimensiones que debemos cultivar.

Cada uno de manera personal y comunitaria hemos de ver adónde nos quiere

conducir el Espíritu Santo en este aspecto.

Así recoge y expresa la misericordia de Dios el papa Francisco

«La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su acción

pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en

su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia. La

credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino del amor misericordioso y compasivo.

La Iglesia “vive un deseo inagotable de brindar misericordia”. Tal vez por mucho tiempo

nos hemos olvidado de indicar y de andar por la vía de la misericordia. Por una parte, la

tentación de pretender siempre y solamente la justicia ha hecho olvidar que ella es el

primer paso, necesario e indispensable; la Iglesia no obstante necesita ir más lejos para

alcanzar una meta más alta y más significativa. Por otra parte, es triste constatar cómo la

experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada vez más. Incluso la palabra

misma en algunos momentos parece evaporarse. Sin el testimonio del perdón, sin

embargo, queda solo una vida infecunda y estéril, como si se viviese en un desierto

desolado. Ha llegado de nuevo para la Iglesia el tiempo de encargarse del anuncio alegre

del perdón. Es el tiempo de retornar a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades y

dificultades de nuestros hermanos. El perdón es una fuerza que resucita a una vida nueva

e infunde el valor para mirar el futuro con esperanza» (MV, 10).

«La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del

Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona. La

Esposa de Cristo hace suyo el comportamiento del Hijo de Dios que sale a encontrar a

todos, sin excluir ninguno. En nuestro tiempo, en el que la Iglesia está comprometida en

la nueva evangelización, el tema de la misericordia exige ser propuesto una vez más con

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nuevo entusiasmo y con una renovada acción pastoral. Es determinante para la Iglesia y

para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la

misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el

corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre. La primera

verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega hasta el perdón y al don

de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres. Por tanto, donde la Iglesia

esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las

comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos,

cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia» (MV, 12).

Expresión de fe: aquello que creemos es lo que vivimos y a lo

que nos comprometemos

a) Fe confesada: con misericordia, siguiendo a Jesucristo, miramos con ojos de

ternura, acogemos con corazón entrañable y ofrecemos gestos compasivos a

«nuestros señores los pobres».

Así lo recoge y enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: el amor a los pobres.

«La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y

la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada

y generosa; es amistad y comunión: “La culminación de todas nuestras obras es el amor.

Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él

reposamos” (san Agustín, In epistulam Ioannis tractatus, 10, 4)» (CCE, 1829).

«Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a

nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf. Is 58, 6-7; Heb 13, 3).

Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras espirituales de misericordia, como

también lo son perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales

consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene,

vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cf. Mt 25,

31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cf. Tob 4, 5-11; Si 17, 22) es uno

de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia

que agrada a Dios (cf. Mt 6, 2-4). “El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no

tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo” (Lc 3, 11). “Dad más bien en limosna

lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros” (Lc 11, 41). “Si un hermano

o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les

dice: ‘Id en paz, calentaos o hartaos’, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué

sirve?” (St 2, 15-16; cf. Jn 3, 17)» (CCE, 2447).

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«“Bajo sus múltiples formas—indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas

o psíquicas y, por último, la muerte—, la miseria humana es el signo manifiesto de la

debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado de Adán y de la

necesidad que tiene de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de

Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí e identificarse con los «más pequeños

de sus hermanos. También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor

de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de

muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y

liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia, que siempre y en

todo lugar continúan siendo indispensables” (Congregación para la Doctrina de la Fe,

Instr. Libertatis conscientia, 68)» (CCE, 2448).

b) Fe celebrada: casi todas las plegarias eucarísticas recogen la súplica de la

misericordia entrañable, de la que somos agentes y pacientes. También la fórmula de

la absolución de los pecados en el sacramento de la penitencia es especialmente

significativa porque el perdón y la paz son expresiones concretas y cualidades

inherentes de la misericordia.

Padre, «danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el

gesto y la palabra oportuna frente a hermano solo y desamparado, ayúdanos a

mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido. Que tu Iglesia,

Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para

que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando».

(Plegaria eucarística V/c).

«Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y

Resurrección de su Hijo y derramó su Espíritu Santo para remisión de los pecados,

te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz... ».

(Fórmula de la absolución en la penitencia).

c) Fe vivida: recogemos las obras de misericordia que, emanadas de Mt 25, 31-40,

expresan los sentimientos y actitudes de Jesucristo, que quiso cargar sobre sí las

miserias humanas e identificarse con «los más pequeños de sus hermanos». Son

catorce, siete espirituales y siete corporales:

Las espirituales son:

1. Enseñar al que no sabe.

2. Dar buen consejo al que lo necesita.

3. Corregir al que yerra.

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4. Perdonar las ofensas.

5. Consolar al triste.

6. Sufrir con paciencia los defectos del prójimo.

7. Rogar a Dios por los vivos y difuntos.

Las corporales son:

1. Visitar y cuidar a los enfermos.

2. Dar de comer al hambriento.

3. Dar de beber al sediento.

4. Dar posada al peregrino.

5. Vestir al desnudo.

6. Redimir al cautivo.

7. Enterrar a los muertos.

Para la reflexión y el diálogo

− Reflexionar y meditar el texto de Mt 25, 31-46, ampliarlo con la lectura de las

obras de misericordia y, después, hacer una revisión de vida personal y

comunitaria.

− Cómo vivo y siento la misericordia ante hechos concretos, por ejemplo, cuando

alguien me ofende o lanza palabras agresivas, cuando alguien me miente,

cuando no me han tenido en cuenta...

− Buscar personas y ambientes donde se viva el perdón como rasgo esencial de su

identidad y de su misión, por ejemplo, Gandhi, M. Luther King, M. Teresa de

Calcuta... Pero si fuera posible que sean más cercanos. Poner nombres y

situaciones.

«A la tarde te examinarán en el amor»

(San Juan de la Cruz).

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